Unos Cuentos Cortos para Caracas
Unos Cuentos Cortos para Caracas
Gabriel RamĂrez
© Unos Cuentos Cortos para Caracas Colección El libro hecho en casa. Serie cuentos. © Para esta edición: Fundación Editorial El perro y la rana, Sistema Nacional de Imprentas. Red Nacional de Escritores de Venezuela Depósito Legal: LF: 49220128003197 ISBN: 978-980-14-2365-2
Diagramación: Jesús Castillo Impresión Linduar Prada
Correo electrónico: sistemadeimprentasyaracuy@gmail.com
El Sistema Nacional de Imprentas es un proyecto impulsado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura a través de la Fundación Editorial El perro y la rana, con el apoyo y la participación de la Red Nacional de Escritores de Venezuela. Tiene como objeto fundamental brindar una herramienta esencial en la construcción de las ideas: el libro. Este sistema se ramifica por todos los estados del país, donde funciona una pequeña imprenta que le da paso a la publicación de autores, principalmente inéditos.
A manera de prólogo Unos Cuentos cortos para Caracas es un pequeño intento de acercar a sus lectores a varios escenarios reales, de distintas épocas, de la otrora ciudad de los techos rojos. Una serie de pequeñas historias que tienen como punto en común el lugar donde se desarrollan: Caracas. Quien posea este libro pasará por la ciudad que quiso Antonio Guzmán Blanco, la de Pérez Jiménez, la de CAP y la de la Revolución Bolivariana, con Hugo Chávez y el pueblo a la cabeza. Historias que evocan la visita de Gardel a Caracas, los vaivenes de los motorizados, las nostalgias del que se fue, y las alegrías del que volvió. Es que vivir en Caracas hoy, en 2012, es sentir el infinito peso de una ciudad que no termina de construirse; caótica y cruel, pero también amable y que pide a gritos que la amen, que la vivan y que día a día la redescubran. Quienes nos asumimos caraqueños, por nacimiento, convicción o decisión, tenemos la irrevocable tarea de dedicar hasta el último suspiro de nuestras vidas a construirla y reconstruirla, desde sus diversas e inmensas realidades, entendiendo sus diversidades, sus bondades, sus dolores y sus virtudes. La cuna del Padre de la Patria, nuestro Simón, no puede más nunca ser subestimada ni vilipendiada. Caracas tiene quien la quiera y eso se ve a diario en sus calles y callejones. Amigo lector, amiga lectora, disfrute usted de este humilde obsequio que el autor hace a la ciudad de su vida, disfrute usted de estos cuentos cortos para Caracas. El Autor.
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Teléfono A la señora Aquilia, quien me prendió la chispa Entre recuerdos y añoranzas pasaba sus días. Recuerdos de una juventud de belleza, de parques y plazas llenas de flores, caminatas con las compañeras del colegio, del guarapo ‘e piña en el abasto de Buchanga, allá en la esquina, allá donde los muchachos todo el día andaban en plan de cortejar. Con El día que me quieras, La Cumparsita y La Retreta como clásico e inmortal fondo musical de su adolescencia. Añoranzas de lo vivido, lo triste y lo feliz, lo que algún día quiso olvidar y lo que no. Lo que nunca jamás sucedió. Nostalgia de la eterna primavera, así como su ciudad. Caracas: la de la eterna primavera. Marcela tenía hermosas piernas. Más de un joven andaba detrás de ella, echándole los perros. Una morena hermosa, unos rulos como castaño oscuro que hacían juego con sus ojos ámbar y sus labios carnosos, seguramente herencia de una familia morena. Cuando no era con su uniforme del colegio, siempre con vestiditos de flores, que hermosa que se veía. Ella sabía cómo manejar a los pretendientes. Tuvo una adolescencia sin complicaciones, si bien no provenía de una familia adinerada, sus padres, Fernando y Xiomara, velaron para que nada le faltara. Él trabajaba en una botiquería entre El Conde y Padre Sierra, en el centro de Caracas. Ella era ama de casa, aunque no sólo de la suya, sino también de otras varias, donde gracias a sus dones culinarios y de limpieza podía pagarle las clases de baile a Marcela. Junto con Gisela, Marcela transitó toda su infancia y toda su adolescencia. Eran casi hermanas, ya que la sangre que corría por sus venas, bombeada desde sus corazones, no
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provenía de los mismos padres. Gise siempre fue mejor en las clases de baile. Tenía un talento envidiable para moverse al ritmo de las más llaneras en una ciudad, tan ciudad como la insospechablemente creciente Caracas. Y así pasaban los días. Bien temprano al colegio, la Fundación Carlos Delfino, con misa incluida dictada por el padre Pepe; baile por las tardes y la típica caminata de las 4pm por el bulevar de La Vega. Uno que otro noviecito de vez en cuando que terminaba obstinado por la impresionante e infatigable unión de las dos muchachas. La Vega era un lindo barrio de la capital, tenía un montón de áreas verdes, colinas inhabitadas, y el centro económico ubicado en su plaza, como calco fiel y exacto de muchos lugares de la América poscolonial. La plaza Bolívar rodeada por la iglesia, una muy pequeña biblioteca, el citado colegio de monjas y otro más de curas, exclusivo para varones, y un puñado de lindas casas, con largos patios, en su mayoría de portugueses y españoles. Debido a esto, la mezcla y relaciones públicas entre chamas y chamos se hacía –teniendo en cuenta los prejuicios de 1947– como se pudiera y donde se pudiera, pero no en los mencionados sitios. Contaba 22 primaveras cuando contrajo matrimonio con Sulpicio Martínez, 10 años mayor que ella. De esa unión nacieron dos hijos, Camilo y Fernando. Enviudó a los 30 y más nunca se casó. No le conocimos otro pretendiente, enamorado, novio o nada que se le parezca, hasta los 68 años. –Carajo, tantos recuerdos, tantas oportunidades desaprovechadas, tanta belleza que ya no está– pensó Marcela sentada en el patio de la casa de su hijo mayor, Camilo, quien estaba próximo a cumplir 42 primaveras. Una casita pequeña, pero linda. Ese pequeño patio con una mata de mango le daba sombra a la mujer en cuestión, y al
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fondo un cúmulo de cachivaches, gaveras, corotos, piezas de bicicletas, mangueras, y otras más, todo tan típico que se siente familiar. Y es que los 68 años de Marcela han sido un gigante caleidoscopio, un enorme túnel de alegrías y miserias humanas, donde ella ha girado al compás de distintos acontecimientos e imágenes simétricas y coloridas. Se pudiera decir, sin temor a equivocarnos que hasta el día en que inició su viudez, vivió una vida bien vivida. Claro, dentro de los parámetros sociales de la época. Una casa, un gato, un esposo, dos hijos, ama de casa, nada de complicaciones, nada de aventurarse a vivir más de lo que se debe. Colando café, viendo la novela y sentada en una mecedora, la cual odiaba, en el patio de Camilo pasaba sus días Marcela, porque luego de que enviudó vendió su casa y se fue a vivir con el mayor de sus hijos. El menor vive en Villa de Cura, estado Aragua. Siempre recordando y, con pleno conocimiento de que ya no volvería la belleza jovial, ni los parques y plazas llenas de flores, ni las caminatas con antiguas compañeras de la “Carlos Delfino”, ni la chicha andina o el guarapo ‘e piña donde el portugués Buchanga, que en paz descanse, y mucho menos los piropos de los muchachos. Atrás quedó esa vida llena de intensidad que sólo la juventud puede brindar. Adelante está el hoy, esos minutos pasivos que valen oro, que con suerte, y a pesar de la artritis, se pueden convertir en horas, días, y ¿por qué no?, algunos años más, todos para seguir recordando el pasado dorado que jamás volverá, para nada más, hasta que… Sentada en la odiada mecedora, decreto intrínseco de vejez, pero esta vez en la sala y no en el patio, una mañana de junio de 1976 oyó sonar el teléfono: –Buenos días– dijo Marcela
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–Hola, buenos días ¿Rosa María?– respondió del otro lado del cableado la voz de un hombre. Llevada por un impulso, mezclado con aburrimiento crónico y, sin imaginarse las consecuencias que para su vida significaría esa especie de broma, de no se qué, Marcela dijo que sí, afirmando que efectivamente aquel hombre hablaba con Rosa María. –Hola Rosa, discúlpame por no haberme presentado ayer, es que se me complicó el día. Está medio jodida la situación con mi jefe en la zapatería, entonces preferí no arriesgar el trabajito. Tú sabes, no la tengo nada fácil acá en Caracas, lejos de mi pueblo. Por favor discúlpame. Sé que son varios los embarques, pero trato de hacer tanto como puedo. Mientras el fulano soltaba palabra por palabra, excusándose por haber faltado a la cita, Marcela por momentos se reía “pa’dentro” y enseguida se preguntaba “¿Qué coño estoy haciendo?”. Medio arrepentida, pero sin valor de colgar, ni de parar las palabras de aquel hombre, por su voz posiblemente joven, Marcela decidió proseguir –o intentarlo– con su juego. –Tranquilo, estémmm… Yo al final tampoco pude ir. Tuve unas cosas que hacer y pues me tocó quedarme en casa– respondió Marcela. Como efectivamente sucedió, ella sabía que cualquier frase que de su boca saliera podía desmontar su burdo teatro, para así ganarse una merecida mentada de madre, por tirársela de comiquita a estas alturas. –Tú no eres Rosa María, ¿Cierto? –Cierto– dijo estupefacta. –¿Estás consciente de lo que estás haciendo? ¿Eres conciente que posiblemente jugaste con los sentimientos de un hombre?
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–Disculpe, joven. No sé ni por qué lo hice. No ha sido mi intención jugar con usted– respondió Marcela, sin explicarse por qué simplemente no colgaba el teléfono y listo. Quizás porque esa llamada, que no era para ella, y el posterior e infantil chiste significaba lo más emocionante que en los últimos tiempos le había sucedido. El universo conspira siempre de formas extrañísimas, pasamos la vida intentando descifrar el porqué de cosas determinantes en las que nos vemos envueltos, y descuidamos el simple y maravilloso hecho de vivir. –Chico, discúlpame. Fue una broma. No fue mi intención hacerle sentir mal… Ya fue. –No me molesto más, porque tienes una voz muy bonita, mentirosa. Marcela colgó: “chau”. ¿Qué miedo afloró repentinamente en su interior, mujer madura y conocedora de la vida?, “tienes una voz muy bonita”, comentario intimidatorio. Lo más cercano a un halago. Halagos de antaño que ya estaban enterrados junto con su juventud. Tan insignificante comentario se ha vuelto el universo entero para nuestra señora, que reía a sus adentros, con una mezcla de nerviosismo y picardía. Lo que sucedió después, no se puede creer. Entre Luis Alberto, joven zapatero de 23 años y Marcela, señora de 68 años y de cándida voz, se desarrollo una rarísima amistad. Se conocieron, reconocieron, gustaron, e inclusive amaron, por teléfono. Como el billetico de 50 bolívares que te consigues en alguna chaqueta que tiene mucho tiempo guardada, algo que no esperabas, una alegría por tener algo con lo que definitivamente no contabas. Así está Marcela, y Camilo notaba el cambio de actitud de la madre. Ya no se queja de la mecedora, ya no se
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queja del calor, ya no se queja de nada. “Mamá está como ensimismada, metida en su mundo, pensando en sabrá dios qué”. Lo que estaba a la vista era el recibo de la cuenta telefónica, por la cual Camilo en los últimos dos meses ha pagado el doble de lo acostumbrado… Cosa rara. “Bueno chico, encerrada acá lo mínimo que puedo hacer es hablar con Gisela.” –Está bien, vieja, pero no te me arreches. Hable con Gisela, hable lo que quiera, cuanto quiera, y hágame un cafecito ahí pues, antes de que se arrincone todo el día a hablar con la otra loca. Gisela hasta ahora no sabía ni un ápice de aquel cuento en el que estaba metida su amiga de infancia, quien pronto, durante un almuerzo en El Rex, de Padre Sierra a Muñoz, se lo confesó, teniendo como respuesta un absoluto rechazo por parte de Gise. –No, chica. Ya no estamos pa’ eso. ¿Qué es, pues? ¡Bien bonito! Después de vieja, viruela. –Sólo me estoy divirtiendo, mujer. Ya la boca no me sabe a mierda, porque a mí la boca me sabía a mierda, ¿sabes? Porque no hablaba ni con el loro. Tú tienes a tu José y con él hablas. Yo estoy sola en esta casa todo el día. ¿Qué se yo? No me reproches que no estoy haciendo nada malo. Marcela y Luis Alberto se conocían al detalle, desde el más banal hasta el más profundo e inhóspito, secretos que hasta ahora eran inconfesables, declaraciones de amor, promesas, cariños, y sí: erotismo. Teléfono. Todo por teléfono entre Luis Alberto y Marcela. Sin tapujos y sin secretos, a excepción de uno solo, por parte de ella. Las conversaciones con Luis Alberto fueron evolucionando. Era entretenido, un muchacho chévere, hablaban de todo, y poco a poco hablaron de más, pero nunca, en un principio Marcela habló de su edad. Luego, lo ocultó. No mentía, se
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limitaba a contar lo verdadero, transfigurado, trayendo al presente y como si hubiese sido ayer. Luis nunca preguntó edad. Impensable que detrás de esa voz estuviese una señora que pudiera ser su madre, que pudiera ser su abuela. No preguntemos cómo pasó casi un año, y nunca se vieron, nunca, ni una vez. Pero Marcela lo sabía: tarde o temprano llegaría ese momento, y se acabaría ese instante de tranquilidad. Eso la entristecía, porque digamos que sí, que sentía amor, raro, pero amor, por Luis Alberto. Muchacho que se iba cansando del “un día de estos, chico”, o del “pronto”, o del “deja el apuro, Luis”. Claro, Marcela también lo quería ver, verificar cuan cercano era a lo que en sus sueños se parecía. Luis es oriundo de San Casimiro, estado Aragua. Una fuerte enfermedad que sufría el padre lo hizo venir a Caracas, ciudad donde esperaba conseguir un tratamiento medianamente más decente en comparación con los escasos servicios galenos de su pueblo natal. Era un muchacho alegre, aunque guapo su condición de provinciano le restaba suerte con las mujeres en esta ciudad. Eso sí, hizo amigos rápido, allá en El Valle, donde trabajaba. Por el contrario, pocos en La Pastora. Le encantaba El Calvario, siempre y cuando su tiempo lo permitiese, se iba con su viejo a pasar un ratito en tan hermoso parque capitalino. Pues sí, Luis Alberto está en la capital, su viejo está con él, consiguió un trabajito de zapatero en El Valle con el que podía costearse una pensión para ambos en La Pastora, pero ¿tratamiento médico para el viejo? Nada de nada. –Marce, casi un año, me encanta todo esto, que lindo es, todo nació de una forma tan extraña. Pero ya, chica. Vamos a vernos. ¿Acaso no quieres verme? “No hay vuelta atrás, Marcela”, se dijo. “¿Qué dirá cuando me vea?, ¿se molestará mucho?, ¿Será tanto el
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amor que dice tenerme, que no le importará mi aspecto y mi edad?” Un manojo de nervios era la vieja Marcela, pobre. Pisando las 70 ruedas en esta vida y metida en este paquetón. – Sí, Luis. También pienso que ya es hora mi amor. Nos vemos el viernes en la plaza San Jacinto a las 4 de la tarde. ¿Te parece?– Soltó Marcela, sin medir sus palabras. –Perfecto, mujer. ¡Por fin! Ahora es que se nos viene lo bueno. –Claro, ahora es que se viene– dijo, con voz que no denotaba alegría, precisamente. –¿Todo bien, Marce? –Sí, mi Luis. Todo muy bien– mintió Marcela. –Bueno, listo. Voy de pantalón negro, camisa blanca y una rosa para ti, mi amor– dijo Luis con exasperada emoción. –Yo, yo… Yo iré de vestido floreado y un sombrero con una rosa. –Nos vemos. Te amo. –Te amo. La emoción y el miedo la invadieron. En el fondo, no le disgustaba tanto un desenlace trágico de todo esto, ya que la situación le había proporcionado un nuevo ritmo de vida a su avanzada edad. Pero sí pensaba en la decepción, y en lo que vendría después. Fue una semana rara para Camilo, evidentemente preocupado por el comportamiento de su madre, por su apatía, y por haberla conseguido llorando un par de veces en el patio, en la mecedora. –No pensarás ir… ¿cierto? –No sé Gise. Ya este merequetengue se me fue de las manos. Ha pasado mucho tiempo, más de lo que cualquiera habría esperado en una situación similar. –Bueno, ¿y qué le vas a decir?
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–¿Qué se yo…? –No vas sola, vieja. ¿Pa’ que somos amigas? Vamos. No hablaron más. Martes, miércoles, jueves. Tres días que quizá prepararon a Marcela para acostumbrarse nuevamente a lo que fue su vida hasta aquella recordada y determinante llamada equivocada. Llegó el viernes. Partió desde La Vega, barrio de su vida, hasta el centro de Caracas, una ciudad creciente, grande, del primer mundo, atravesando toda la avenida San Martín. Junto con Gise iba en el autobús inmutada, no hablaba, con la mirada ida, pensando en algo que no es posible escribir acá, que solo ella sabe. No llevaba vestido floreado, no llevaba sombrero. No habrá encuentro, por lo menos para Luis Alberto. Y llegaron. Esta pintoresca plaza es uno de los espacios públicos más antiguos de la capital. Está rodeada por la Casa Natal del Libertador, el Museo Bolivariano y otras edificaciones de la época colonial. La historia de esta plaza caraqueña se inicia en 1595 cuando los Dominicos establecen el convento de San Jacinto, desde ese año existía la plaza como parte del convento. En 1660 son obligados por las autoridades españolas a abandonar Venezuela, desde ese momento la plaza pasa a ser administrada por el gobierno provinicial. En 1802 se inaugura el Reloj de Sol construido en mármol por idea de Alejandro Humboldt y en 1809 el ayuntamiento local convierte el área en un mercado, pero pocos años, ya que en 1812 queda destruida casi por completo la antigua edificación del Convento de San Jacinto, por aquel recordado terremoto, un jueves santo. Para 1829 el ayuntamiento transforma parte del terreno en su sede y otra en una cárcel pública local. La historia de la plaza sigue, millones de anécdotas abrigó, incluyendo esta.
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Ahí estaba parado el pobre bestia. Sus zapaticos remendados y como prometió, pantalón negro, camisa blanca y rosa en mano. Sudaba más de lo que hubiese deseado, era algo de mucha magnitud lo que le esperaba, eso sentía, aunque no sabía hacia dónde se perfilaba el encuentro. La Plaza un viernes en la tarde, como de costumbre, muy concurrida. Despacio, como levitando en un mar de dudas, iba Marcela acompañada de su entrañable amiga de la infancia. Y lo vio. Justo al lado del Reloj del Sol estaba un muchachito, guapo, moreno y más bien alto, cabellos negros y ojos oscuros, increíblemente parecido a Juan David, su nieto. Pasaron 15 minutos, y 15 más, y otros 30. Luis Alberto se veía evidentemente impaciente. “Vamos chica, llega, llega, no me dejes plantado”, se decía. Gisela sabía y sentía perfectamente que era un momento tenso, y no se animaba a decir ni una palabra a Marcela, quien tampoco hablaba, sólo miraba. Y mirando y sintiendo, y esperando, pasaron dos horas. “Ya fue, me embarcó, yo me rajo de aquí”. Por la cuadra de Bolívar, Luis Alberto bajaba rosa en mano, rumbo a la avenida Universidad, rumbo a nadie sabe dónde. –¡Luis Alberto, espera!– gritó una señora de aspecto envejecido y un poco nerviosa. –Señora, dígame. ¿Cómo sabe mi nombre? ¿La conozco?– soltó Luis. ¿Qué carajo decir? Aquél que piense que la vejez es una fase pasiva en la vida de una persona, principio del final, se equivoca de pe a pa. – Luis Alberto. Aquel día, cuando llamaste por equivocación a Rosa María, atendí yo: Marcela.
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Y con esas palabras de apertura vinieron muchas más. Un torrencial de confesiones ante la incredulidad de un muchacho que bien podríamos decir está empezando a vivir. Cada palabra, tajantemente comprobadora de la verdad, resultaba como una cachetada para Luis Alberto. Cada cuento, cada secreto, los detalles, las historias, las confesiones. “Dios mío. Esto es increíble, qué va, esto es pa’ locos, no se puede creer, Marc... señora. ¿Qué significa todo esto?, ¿está usted loca?, vieja de mierda, hija de puta, aberrada, enferma.” Todo esto a los gritos y a la carrera. Hasta ahí. Quizás dos, o tres años, no sé bien cuantos pasaron. –¡Apúrate! Vamos, loco. Se me muere mi viejo, por favor cómete la luz, acelera chamo, acelera– gritaba, imploraba, lloraba Luis, en la parte trasera de un Malibú año 81, con su viejo en brazos, pálido, con la vista ida, sudando a litros, en lo que parecía la despedida de este mundo, y así lo sentía Luis, que se moría de la rabia en una de las típicas trancas de las avenidas caraqueñas, viendo como por culpa de “un maldito carro fúnebre” accidentado se le hacía imposible llegar al hospital, donde quizá alargarían un poco la vida de su padre. En tanto, Camilo lloraba desconsolado. Nadie quisiera accidentarse en la carroza fúnebre con su vieja.
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Gardel en El Principal A Lucía Hortensia, inmortal gardeliana, madrona de los Ramírez –Devuélveme mi vaina. Dame mi mercancía. No te equivoques, Jacinto. Trabaja tranquilo y deja trabajar a los demás, ¡caray! –Verga, m’ija. Qué delicada. No aguantas una. Agarra tus piches conservas. Florencia era una muchacha avispada, nada parecida a las de su época. Nacida en el seno humildísimo de una familia caraqueña en 1915. Era una época convulsionada en Venezuela. En abril de 1914, Juan Vicente Gómez resulta electo por el Congreso Presidente de la República pero decide no asumir la Presidencia, permaneciendo en Macaray como comandante en jefe del ejército nacional. Ante estas circunstancias, Márquez Bustillo, quien había sido nombrado Presidente Provisional de la República, gobernaba desde Miraflores. Como consecuencia de esto, Venezuela experimentará una situación excepcional, al contar con 2 presidentes. Sabemos quién manda y quién rinde cuentas, pero esa es otra historia. Uruguay será sede del primer mundial del fútbol. Acá nos enteramos de lo poco que podemos. Contaba 15 años cuando en ese pequeñito país del sur se presentaría tan importante suceso futbolístico, deporte que apasionaba a Florencia, dicen, que por una cercana amistad con Kate, su amiga “la musiú” que vino de Londres con el papá, por el negocio petrolero. –No son gustos raros. Que no los conoces, es otra
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cosa– comentaba con una de sus vecinas cuando hablaba del balompié y del próximo evento en Uruguay, al que ni a palos soñaba ir, pero sí esperaba con ansias poder escucharlo por radio y ligar por la selección argentina, madre patria de su ídolo, Carlos Gardel. Pasó el mundial, el anfitrión campeón y Florencia se puso feliz. Llegaron a la final las dos naciones que se disputan la maternidad de su ídolo, ¡casi nada! Pero la vida sigue, y la pobreza también. Venezuela para la época era el país en Latinoamérica que más güisqui y cosméticos importaba del exterior. La pobreza era tan abundante como esos productos. Y Florencia y su familia eran parte de esa pobreza. Qué pobres que eran, pobres pobres. Su vieja vendía hallacas y papelón con limón en La Candelaria, su padre era un borracho que no vendía ni producía nada. Ella vendía conservas de coco y de plátano y con eso ayudaba bastante –dentro de lo que cabía en su inmensa pobreza–. Por ahí, por todos lados, aunque tenía un punto particular: las afueras del Teatro Principal, adyacente a la plaza Bolívar de Caracas. Ahí la conocían como “Flor La Conservera”. Flor la Conservera, todo el día caminando de Principal a La Torre, de ahí a Gradillas, a Las Monjas, Principal, y sigue, 1, 2, 3 y 4 esquinas. La conocía hasta el perro, y se reía a carcajadas con ese pintoresco personaje llamado su Excelencia Señor Vito Modesto Franklin Duque de Rocanegras y Príncipe de Austrasia, con sus pantalones bombaches y medias de cuadros amarillos y rojos, quien nunca le pagó ni una de las tantas conservas que se comió. Las conservas, las hallacas y el papelón con limón daban para vivir, justitos, pero vivir, o sobrevivir, más bien. No había lujos ni nada que pasara la línea de lo estrictamente
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necesario. Florencia tenía dos pantalones, tres camisitas y unas alpargatas bastante roídas que compró ahí, cerquita de la sombrerería que está por la cuadra de Bolívar. Además de lo antes mencionado, tenía dos vestidos, uno de ellos obsequio de una dama de bien, compadecida con la pobre Florencia a la salida del teatro Principal. Florencia no las soportaba, a estas, las mujeres de sociedad (no a la esquina), pero ni loca despreció el regalo, no era la ropa el elemento que abundaba en su pieza. El 28 de marzo de 1935, Carlos Gardel anuncia una gira por Puerto Rico, Venezuela, Colombia, Panamá y México. A Venezuela llega el 25 de abril. Se quería morir Florencia, no cabía en su cuerpo la alegría. Nadie calcula lo que podía sentir nuestra gardeliana, la invadía una algarabía incontenible. Toda la plaza Bolívar de Caracas, por sus gritos de emoción, se enteró de la próxima visita del Morocho del Abasto. –Dicen que son varias presentaciones, incluyendo una gratuita. Nadie confirma nada Jacinto, solo la del Teatro Principal está confirmada. Coño es muy caro, chico, pero yo a como dé lugar voy. No lo dudes. Voy, voy, voy y voy. Y con estrictísimas reducciones de gastos, incluyendo reducción de 3 a 2 comidas diarias, y más conservas, más horas de calle, más trabajo y más trabajo, Florencia se disponía a comprar el boleto para la función del Morocho en El Principal, para, por un día, entrar ahí, codo a codo con las señoras de sociedad (no de la esquina), y sentirse homenajeada por Carlitos, el rey del tango, el cantor de Buenos Aires, el morocho, el zorzal criollo, el astro, él, por fin, él. Ni el fortísimo padecimiento de asma la paraba, con
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sol o con lluvia, día y noche, vendía más conservas que nunca. Pero la pobreza no respeta a Gardel, ni a Florencia. 6 bolívares costaba el boleto para patio, el más costoso, desde donde Flor estaba dispuesta a ver al morocho. Tenía más económicas opciones, en 2 y 4 bolívares, pero estaba dispuesta a verlo desde ahí mismito, de cerquita. Da igual, en la Venezuela gomecista que difícil era conseguir 6 bolívares.
Gardel, una Muñeca Brava.
–Te vas a volver loca, m’ija. Conservas, pan andino, estampitas de la virgen, y hasta alpargatas, muchacha. Deberías más bien agarra’ una de esas alpargatas que estás vendiendo pa’ ti, carajo. Andas casi descalza.
La enfermedad de la señora Hortensia le consumió a Flor lo que tenía y lo que no tenía en remedios caseros, dejando a un lado por ahora su encuentro con Gardel, pero aún con esperanzas, porque anunciaron 8 presentaciones del Morocho del Abasto en la capital venezolana. Este gasto también mermó en su tratamiento con el asma, pero eso también puede esperar, no el agua en los riñones de la vieja Hortensia. Aunque no pudiera verlo, por ahora, en su primera presentación, sí fue al Puerto de La Guaira el 25 de abril, donde llegó Gardel a bordo de la motonave Lara, procedente de Puerto Rico. Aquello era una cosa increíble. Florencia se movía inquieta junto a más de 3 mil personas eufóricas por la llegada de la estrella, había un estremecimiento masivo, esta gente había despertado del miedo y el letargo sembrado por la dictadura gomecista, no les importaba nada, era una locura. Junto con Alfredo Le Pera, Carlos Gardel era llevado por una multitud, por una Flor descontrolada, a gritos, a lágrimas, algo incontenible. El astro sureño por fin pudo descansar, apenas llegado al Hotel Miramar, en Macuto. Pero Flor no descansaba, entre la emoción, los llantos, el asma, el cansancio y el hecho de no tener dinero para volver a su casa, esta joven pasó ese día entero cantando “Acaricia mi ensueño el suave murmullo de tu suspirar, como ríe la vida si tus ojos negros me quieren
–Jacinto, piazo ‘e viejo. ¿Qué sabes tú? La locha que te ganas la agarras pa’l miche. Yo tengo gastos, gastos con mamaíta, la comida pues, y por si fuera poco pa’ mantener al sinvergüenza de mi papá, que parece sacado del mismo saco que tú. Además, no sabes nada de Gardel. Él es un tipo al que le duelen los pobres. En su ranchito, solitario como se le conoció siempre, el viejo Jacinto pensaba en Flor. Aunque siempre la trataba a las patadas, la quería, digamos que como una hija, y le tenía dispuestos 2 bolívares para ayudarla. Aunque a los días se gastó esos 2 bolívares en miche, eso era secundario, el cariño estaba presente y quería ayudarla. Sacando los gastos que le generaban la manutención del hogar, su madre enferma, su padre borracho, y ella misma, con su asma brutal, ya Flor tenía para el 10 de abril 2 bolívares disponibles para su sueño con el zorzal criollo. Con eso le bastaba para comprar el boleto para “Galería”, pero como dijimos, ella quería “Patio”. Flores, como diría
–Es un problema en los riñones, o lo que le queda de riñones, señorita Florencia. En la Policlínica Caracas hay un tratamiento para eso, se llama Diálisis, pero no creo que puedas costearlo– le decía el doctor de la Cruz Roja Venezolana a Flor, diagnosticando el terrible padecimiento de la madre.
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mirar, y si es mío el amparo de tu risa leve que es como un cantar, el aquieta mi herida, todo, todo se olvida…” No todo se olvida, ni unos ojos negros curan una jodida enfermedad de riñones, ni el asma. Llegó a altas horas de la noche a su casa, con la imagen de Gardel, sombrero en mano saludando a la multitud, “es increíble, está aquí en Venezuela, cerquita, increíble”. La poca plata que gastó para Hortensia, la gastó en remedios caseros, que no mostraban resultados, por lo menos no resultados positivos. Pasó todo el 26 de abril en la plaza Bolívar vendiendo conservas, estampitas, alpargatas, lo que fuese. Fue un día tristísimo. La Plaza estaba en evidente fiesta. Los mejores trajes circulaban en sus cuatro esquinas, especialmente la pretenciosa esquina Gradillas y por este día, la esquina Principal. Eran las 8 de la noche cuando reventó el aguacero y estaba Flor en la fila del teatro. Claro, no dispuesta a entrar, dispuesta a vender sus conservas a todas las damas de sociedad (no de la esquina). Ese día llovía a cántaros sobre Caracas, pero ello no constituyó ningún obstáculo para los apasionados admiradores ni para la apasionada vendedora de conservas, la más grande, y más conocedora de las gardelianas.
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nada, el delirio de una ciudad con pocos espacios para el entretenimiento y con la represión gomecista, sobrepasaba lo imaginado. Porque incluso el mismísimo Gómez, por sugerencia de su hijo, recibió a Gardel en Maracay, porque lo que el pueblo quiere, lo quiere el gobierno. –Esas mujeres salieron vueltas locas, Jacinto. Imagínate, no sabes lo que fue. –Tú tampoco. No entraste. –Viejo estúpido, sólo imagina: Carnaval, El Carretero, Insomnio, Tomo y Obligo, Por una cabeza y Mi Buenos Aires querido, todo esto después de una previa en la que proyectaron un corto metraje de Walt Disney llamado El perro robado, y luego estrenaron Por Partida Cuádruple, una película cómica de un fulano Charlie Chase, de ellos no conozco nadita, aunque la musiú me habló una vez de Disney. –Bueno, échale bolas pa’ ve si vas a otro. –Más que ir, ya vas a ver, Gardel me va a dedicar una canción. Gardel le va a dedicar una canción, punto.
El delirio colmó la sala del Principal, las mujeres lanzaban al escenario sus prendas, inclusive las íntimas. Hasta los hombres sucumbieron a los encantos del Zorzal Criollo, su interpretación de Mano a Mano fue simplemente escalofriante, descomunal. En la ciudad había quienes no lo querían, al Morocho. Algunas iglesias condenaban su música por sus letras peligrosas e indecentes, especialmente para las niñas, y otros, maestros de música, decían que el repertorio de Gardel podía ser cantado por niños, pero igual, no pasa
Pero pasaban los días, y la crisis es la crisis. Florcita no veía al morocho del abasto, la tristeza de esta mujer no es normal. La madre enferma, el padre una carga, el asma, ni hablar. La vida se nos complica cuando menos lo esperamos y el universo se nos vuelve chiquitico, no hay más mundo que nuestro mundo, no hay más problema que nuestros problemas, no importa más nada que lo que a nosotros nos importa. Nuestra asma, nuestro padre
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borracho, nuestra madre, el riñón, las conservas, Mi Buenos Aires Querido, la puta asma, Gardel. Curiosidades de la vida, luego de la primera presentación del rey del tango, el hombre tuvo una recaída por el cambio de clima, nada grave, nada que no curara el doctor Pedro González Vera, en la Policlínica Caracas, ese lugar inalcanzable donde podían curar a Hortensia. Después de esa recaída Gardel volvió a los escenarios caraqueños el 5 de mayo, pasando ese día a la historia musical venezolana con una sublime interpretación de uno de sus tangos más arrechos, Mano a Mano. Después de 8 presentaciones en el Teatro Principal (la última costó medio bolívar, por iniciativa del morocho, para que aquellos de las clases más bajas pudieran verlo, ¡qué cosas!), Gardel realizó dos más en el Cine Rialto, en la misma cuadra del Principal, el lunes 13 de mayo. El martes 14 de mayo la mujer recayó y está muy grave, el dinero no garantiza nada en esta vida, pero nos ayuda un poco con aquel tema tan complicado llamado salud. Tiene la tensión baja, todo lo que come lo vomita, está pálida, ¡bicho!, la pelona ronda este rancho. Trata de calmarte, tómate este guarapito, arrópate bien, no, no, nada de sereno, quédate echada mujer, ni pa’ levantarte tienes fuerzas. ¿La radio?, prende la radio ahí viejo, por lo menos eso. Quédate tranquila mi’jita, por el amor de nuestra señora de Coromoto, ¡ay, Dios mío!, por favor. Ese martes Carlitos dio su última presentación en Caracas, también en el Cine Rialto con un éxito insospechable. Durante todas sus presentaciones casi 15 mil personas disfrutaron de su talento, pero no Florencia. Su madre se ve bastante mejor, pero ella no. Desde el lunes está muy mal, está en cama, el asma se la está llevando, el asma y quien sabe que otra cosa, tal vez la tristeza de no ver al morocho. Flor sacó aquello de
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guapa y echada pa’ lante de su madre, quien pareciera que la recaída de su hija hizo que olvidara sus dolencias y se dedicara a consentir a su niña, no a curarla, porque no tenía medios para eso. Fue el miércoles 15 cuando Gardel se traslado hasta la emisora de radio Broadcasting Caracas y cantó un programa escogido por el público oyente. A Flor, que no tenía fuerzas para mover un dedo, se le iluminaron los ojos cuando escuchó al morocho en su pequeño radio. Y no pasaron 5 segundos luego de que el conductor del programa explicara a los radioescuchas que Carlitos complacería las canciones que pidieran por llamadas telefónicas, para que Hortensia saliera como alma que lleva el diablo a casa de la vecina a pedir el teléfono prestado, para pedir una canción que no hacía falta pedir, porque por pedir, esa la pedirían decenas de mujeres. Así Carlitos dejó a los radioescuchas encantados. Florencia por un momento no sintió dolor, no sintió calor, ni la tensión, ni baja ni alta, todo desapareció mientras Gardel cantaba e, inclusive, interactuaba con quienes llamaban. Al término del programa Carlitos soltó la más pedida, dando como entrada las siguientes palabras: “para vos Flor, mi flor, El día que me quieras”. –Jacinto, te lo dije, me la dedicó. Pero aunque Hortensia, el viejo borracho y el otro borracho, Jacinto, la escucharon, a Florencia no le alcanzó el tiempo para hacer lo mismo.
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La Cooperativa RS
A todos ellos, cientos de miles, regados por la ciudad
–Caracas es un caos, este cojeculo es pa’ locos. Todos los días la misma vaina, no puede ser, de El Paraíso a la Baralt más de una hora, la cola de la Washington es inmamable, a toda hora. Aquí se acabo aquello de las horas pico, Caracas es una gran hora pico. ¡Qué coño! Hay que aguantársela. Este comentario se puede adaptar a cualquier persona de esta ciudad que se mueva de su casa al trabajo, al mercado, al liceo. Caracas, la de los techos rojos, la Cuna del Libertador, la ciudad que amó Aquiles, la de la eterna primavera, no es una ciudad fácil. Multicultural y amplísima en su esencia, la capital de la República Bolivariana de Venezuela alberga a más de dos millones de personas y dicen, que el desgobierno durante la segunda mitad del siglo XX, hizo que por momentos se nos viniera abajo. Albergó en su seno a los más ilustres americanos. Bolívar, Martí y Bello, entre muchos otros, descubrieron en esta ciudad la magia necesaria para hacer de sus sueños y utopías proyectos posibles. La “arquitectura popular”, hizo de Caracas una ciudad nada parecida al resto de sus homólogas suramericanas. Nuestros barrios son barrios aquí, no en otro lado, algunos están urbanizados, pero no son urbanizaciones. De esos, nuestros barrios, nació el extraño fenómeno del mototaxi,
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la cura a ese caos descrito, los que “te salvan la patria”, los rapiditos, acróbatas de las autopistas, magos de las avenidas, jóvenes en su mayoría, odiados por los motorizados de Vespa, de la vieja escuela caraqueña, de los que aún andan por ahí con espesos bigotes, chaquetica de cuero, maletín y guantes del mismo material.
Cooperativa Los RS de Chapellín (RS, rápidos y seguros), veía una oportunidad de organizarse por fin, y de su interior, pretendía salir a la superficie un aspecto de liderazgo hasta ahora desconocido por sus amigos inclusive por él mismo.
–La cosa es armar la cooperativa, organizarnos, papá. Si no, estamos bien pelaos.
Los políticos cada vez más están hablando de organización, de Poder Popular, de bajar recursos a los que se organizan, de gobernar obedeciendo, “ahí están estos chamos de La Vega el Gabinete Parroquial de Motorizados Socialistas. Eso suena a una vaina bien, pana. El comandante quiere a su gente, y nos quiere organizados, ¿o es que no recuerdas todo lo que hicimos el 12 de abril, convive? No es juego, papá”. Caracas está llena de mototaxis, a la salida de todas las estaciones de metro, en las horas pico, en cada esquina, en cada parada hay uno, pero pocos están regularizados. Eso quería Víctor, organizar a sus panas de la infancia, hoy en día la mayoría con hijos que mantener y con la herramienta para tal fin: una moto.
–Ya salió este güevón con sus consejos comunales y sus cuentos de camino, que si Chávez, que si el orden, que si la cooperativa. Me los meo, chico. –Pero tiene razón, Yakson. Así nos evitamos un lío con los pacos, que andan alborotaos y no nos quieren en el punto si no nos legalizamos. –Yo tengo mis clientes, chico. No me interesa nada. –Con eso no es suficiente, viejo. Si nos organizamos, nos toman en cuenta, no nos va a costar nada chico. Y si nos cuesta, le echamos pichón. Ya vas a ver que valdrá la pena. Víctor era un tipo joven, unos 30 años, buena conducta, fumador empedernido, más bien gordito, con 3 hijos y en concubinato, siempre con el bolsito de lado. Su trabajo: mototaxista. Anteriormente se adentró en el mundo de los perros calientes, de las zapaterías, de la venta de electrodomésticos traídos de Punto Fijo, del alquiler de teléfonos, y de otros improvisados negocios por momentos fructíferos pero inestables para mantener a una familia en paulatino crecimiento, entendiendo que sus chamos cuentan las edades de 2, 4 y 6 años. Con lo de la Línea de Mototaxis
Una tarde, en la esquina del punto, junto al quiosco de las flores y en presencia de Chuíto, Víctor vociferaba a sus pares los requisitos necesarios para ordenar al pelotón. Aquellos escuchaban, unos más atentos que otros, alguno comiéndose una arepa envuelta en prominentes pliegos de papel de aluminio, otros con un tercio en mano. –Registrar la cooperativa, sacar los carnets, comprar los chalecos; todos identificados, igual que las camisas. El que no tenga chaleco o camisa no se para aquí. Licencia y certificado de salud al día, ¿oyeron? Ponte serio, Coco.
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Oído al tambor. Esta lista de requisitos me la dieron allá en la Alcaldía: 1.- Fotocopia cooperativa.
del
acta
constitutiva
de
la
2.- Fotocopia del RIF de la cooperativa. 3.- Croquis del lugar donde está ubicada la línea de mototaxis. 4.- Fotografías del frente y lateral del punto donde se localizan. 5.- Dos fotos tipo carnet de los trabajadores que conforman la cooperativa. 6.- Fotocopia de la cédula de identidad de los motorizados. 7.- Registro de las motos que laboran en la línea. –Ah, sí. Esa birra en la mano se te ve bien fea, Yakson. Te quejas que jode, pero no pones un poquito de tu parte, pana. Así inició sus andanzas para lo que significaba su gran sueño, la organización de sus panas y la suya propia, en torno al derecho de trabajar con dignidad. El más problemático de todos era Yakson. Este muchacho, con la frase “Chávez no me da de comer”, haría entender a cualquier ajeno a estos asuntos colectivos que Víctor era un enviado secreto de Miraflores. Todos estaban de acuerdo con Víctor, que sentía un especial apoyo del señor Jesús, el pure del grupo, que con sus 56 ruedas al hombro y su Vespa
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lustrada, tan lustrada que pareciera sacada del concesionario ayer, siempre imponía un respeto superior ante el grupo, que lo consideraba como un papá. Hicieron una vaca y compraron 3 conos, pagando 100 lucas diarias a Chuíto, su nuevo y flamante fiscal, quien además se rebusca lavando carros y vendiendo pollitos pintados, cosa raramente típica en Caracas. Hay unos esbozos de organización, pero no es suficiente. Así lo cuenta Víctor a su mujer, María. –Sí, mami. Tres conos nuevecitos, y este loco nos está ayudando y que de fiscal. No hay que agarrarlo de mamadera de gallo. Él es el fiscal de la línea y listo. –El gripón de Víctor David no es normal chico, ¡que peo! –Los muchachos de la línea de Luis también andan en las mismas, no hay que quedarse dormido. –Sí Víctor, está bien. Hay que comprarle un antipirético a este muchacho. –María, no me estás parando bolas, ya le compro la vaina al muchacho, pero háblame en cristiano, o es que ¿tú crees que todo el mundo estudia enfermería? Y se fue Víctor en su moto a la farmacia, a comprar lo que tenía que comprar, pero con la mente puesta en la constitución de la Cooperativa. Este tema se ha vuelto el centro de sus pensamientos, más que un reto personal, una cosa increíble, duerme pensando en el trámite que hay que hacer al día siguiente, lo comenta en cada esquina con otros colegas, pide asesoría a quienes están más organizados,
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inclusive convida a los menos organizados a que se unan a lo que ya considera su lucha, lucha que le está trayendo problemas con su señora. Un hecho que terminó de enamorarlo de tan digna empresa que se propuso, fue una cadena presidencial. El tipo amaba a Chávez, un motorizado chavista rajado. En la mencionada alocución, el Presidente le hablaba a la nación acerca de la organización comunal, en ocasión de una visita a la parroquia La Vega, para lo que llamaba La Fiesta del Agua, plan que consistía en el acceso digno al agua potable para las comunidades más necesitadas. Chávez habló y habló, como bien lo hace, sobre la organización de las bases, la importancia de la organización en cualquier nivel, “desde cualquier trinchera se da la batalla”. Rememoró las Mesas Técnicas de Agua, la creación de los Consejos Comunales, las Salas de Batalla Social, Los Gabinetes Parroquiales, todas formas de organización, “guardianas de la Revolución”. Víctor se sentía un soldado o un guardián. Quería organizar para defender la revolución, pero más aún para sentirse digno, para dignificar su trabajo y el del resto del combo. Un lunes a las 7:50am, luego de hacer dos carreritas a clientes fijos, se fue hasta la Oficina Integral de Atención al Motorizado (OIAM), a entregar la documentación que logró recabar en dos semanas intensas tras sus pares. En el camino se paró a comerse un par de empanadas, cosa común. La fortuna de Víctor no lo acompañó esa semana, de lo contrario no habría dejado la carpeta en la arepera. –Coño e la madre– soltó, ante una indiferente recepcionista de la OIAM, y en seguida partió rumbo a la
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arepera en cuestión. La carpeta no estaba en la arepera, en ninguna de sus papeleras, y nadie sabía nada de su paradero. Tanto que bregó este hombre tras sus pares para consignar los documentos, casa por casa, sacando él copias, yendo y viniendo, convenciendo a los más renuentes, no eran simplemente unas fotos y unas copias, era el esqueleto, el armazón, eran los cimientos de la monumental empresa que se propuso Víctor, como Miranda con el Leander, o Bolívar en la Campaña Admirable, esa carpetica era el inicio del proceso de reivindicación que soñaba, era demostrarle a los muchachos que sí rinde frutos organizarse, ahora, sería altamente difícil que el hombre en desgracia lograra conseguir de nuevo ese papelero, más aún con la disposición de su pelotón. Más nunca se habló de la Cooperativa RS, todo fue una inmensa frustración para Víctor. La organización, la lucha de clases, el empoderamiento, esas cosas en las que creía, y que tal vez materializaría en otros ámbitos, no fueron objetivos cumplidos sobre dos ruedas. La vida de Víctor siguió, por lo pronto con una carrera que le hizo, a las carreras, a una señora, desde Capitolio hasta El Cafetal.
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Total, más nunca la voy a ver Eran las 11 de la mañana. La avenida Baralt a todo dar, el vaporón caraqueño haciendo de las suyas, la economía informal le da un toque bastante particular a una ciudad que crece desproporcionadamente cada día, en la que los gobernantes juegan al mago para hacer de ella algo un poco más vivible, amable, pero que no es tarea fácil. Por el contrario, Caracas es Eneas, como el caudillo troyano. Las ventas de cd’s quemaos y los pinchos adornan esta importantísima avenida, en la que la guinda del pastel es el pésimo servicio de transporte público. Para los que visitaron un par de ciudades fuera de las fronteras venezolanas, el transporte público caraqueño se encuentra en el podio de los peores. Una verdadera odisea, ya lo decía Aquiles Nazoa (no pasemos por alto que las críticas de Aquiles eran por allá, en la década de los 70, no queremos imaginar lo que pensaría del transporte público en la actualidad). Eran las 11 de la mañana y, cerca de la avenida Baralt, en una más emblemática, la Bolívar, pasan las camioneticas para El Cafetal, hacia el este de la Gran Caracas, pero con el calor que hacía no quería caminar más, así que se decidió por un taxi. Los piratas, como se les conoce a los taxis en Venezuela que no están asociados a ninguna línea o cooperativa, no son en ocasiones los más confortables. Pueden ser verdaderas latas, un Fairlane setentoso que parece un catamarán, o cualquier cafetera rodante cuya única ventaja en detrimento de las camioneticas, es que no hace atravesadas y peligrosas paradas en el canal de la izquierda cada media cuadra, ni tienes el sobaco de un persona pegado a tu rostro, de resto,
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la misma hedentina a gasolina, los mismos asientos roídos por el implacable señor Cronos. –Señor, ¿cuánto pa’l Cafetal? –70 pa’ usted– Respondió el taxista, pisando los 50 años, bajito, moreno y gordito, con evidente acento del oriente venezolano y consciente de que no era una cifra generosa la que anunciaba, pero nunca falta quien caiga y se monte en el infierno rodante para escapar del infierno citadino. –¿70 pa’ mí, m’ijo? Esto es un asalto, pero ¡qué carrizo! Vámonos. Y se montó en el taxi. Tráfico a más no poder. Llegar apenas a la Cota Mil fue toda una odisea. Terminando la Baralt había una tranca ocasionada por un paro de trabajadores del sector salud. El calor y la cola, insoportables. Se acerca el mediodía y el hambre apremia, calor más calor, sin aire acondicionado en el carrito, y pareciera que el tubo de escape lo tuviese en su interior, ¡qué horror! Ya Daniela, comunicadora social, veterana en el ramo y de unos 50 años, se estaba arrepintiendo de haberse montado en el cacharro, pero ya no tenía caso. Había que plantarse hasta el destino final. Revisando el periódico en voz alta, sin percatarse, lee sobre la cancelación de una telenovela de un conocido canal nacional, por imágenes y escenas obscenas, donde de acuerdo a CONATEL “incitaban a conductas indecorosas entre la juventud”. –De conductas indecorosas sé yo bastante, señora– Soltó el taxista como respuesta a unas palabras que nunca fueron hacia él, dejando raramente sorprendida a Daniela.
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Caracas es una ciudad muy activa. Los caraqueños andan con un ojo en la espalda, pilas con todo a su alrededor, así que escuchar la afirmación de un taxista acerca de que sabe de conductas indecorosas, sin que nadie se lo pregunte, puede generar algún tipo de sensación de nervios o extrañeza de parte del cliente. –¿Ajá?, está bien. –Le voy a contar una anécdota de mi infancia. Total: más nunca la voy a ver. Ese “más nunca la voy a ver” sonó rarísimo, como a cuento increíble, vergonzoso, y si lo unimos con aquello de “conductas indecorosas”, más aún podemos imaginarnos por dónde van los tiros en este universo paralelo llamado taxi. –Usted sabe que yo vengo de un pueblito de Monagas… Apamatico, se llama mi pueblo. Eso es más un caserío que otra cosa. Fíjese que la familia de la señora María Maldonado es casi la mitad del pueblo. Yo todavía voy porque tengo a mi viejita allá, mis hermanos, primos, ahora es que me queda familia en Apamatico. ¿Usted sabe que se consigue el pescado casi regalado en Apamatico? No sabe lo barato que es. Yo no compro pescado en Caracas. Nada de eso, pescado viejo y caro. Yo me crié en Apamatico, un niño pueblerino, pueblerino y oriental. Los pueblos pequeños tienen la particularidad de parecer congelados en el tiempo, en todos los sentidos. La bodega no exhibe una amplia gama de chucherías, dulcito e’ plátano, conserva e’ guayaba, melcocha, chogüi, papelón con limón, leche de hongo y una que otra galletica para variar. Y así como en el ámbito de las chucherías, todo en la vida de Apamatico era
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cortito, limitado, congelado en el tiempo. Las muchachas eran siempre las mismas, el punto de encuentro de los más jóvenes siempre el mismo, los niños corriendo en las tardes calurosas alrededor de la plaza, eran siempre los mismos, S–I–E–M–P–R–E. La cochinera era el sitio por excelencia donde los hombres se divertían, jugando billar, acompañados por un tercio negro y bien frío. Más que sitio por excelencia era el único sitio. Había un par más, de las llamadas mujeres de saldo y de esquina. Las festividades que movían más al lugar eran la semana santa y el carnaval, evento donde las mujeres sacaban sus mejores trapos y se disputaban la codiciada corona del disputado evento: Concurso de Belleza para la Reina de los Carnavales de Apamatico. No sabe cómo era aquello, se bebía la cerveza que daba miedo, es chistoso como muchos de los muebles de las casas en Apamatico están hechos con gaveras de cerveza. El juguete predilecto de los niños es una gavera de cerveza, la mesa perfecta pa’l dominó, son tres gaveras de cerveza. La cerveza viene siendo como el marrano, no se le pierde nada, porque las partidas de chapita eran pa’ instalarse todo el domingo en el terreno del negro Ulpiano. No me molestaba mi pueblo, ni sus costumbres, ni mucho menos su monotonía, que no era tal para mí ya que nunca, a mis 14 años de edad, había salido de él ni para Maturín. La Cota Mil presenta su peor cara, ahora cuentan en la infernal tranca que “más allaíta” se volteó un camión de agua potable y tapó todos los canales. Desde la ventana me asomo y veo la ciudad inmensa, infinita y a la vez tan pequeña, con fronteras naturales tan fuertes e imponentes, montaña por los 4 lados, solo podemos crecer para arriba, para los lados están los vecinos. Una ambulancia hace de las suyas, siempre he creído que la mitad de las veces que van
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a toda máquina con la sirena prendida, no llevan ninguna emergencia. También he pensado que yo con una ambulancia en mano haría lo mismo para no calarme estas colas. Detrás de la ambulancia conté a vuelo de pájaro 70 motorizados. Sí, sí, 70, no se puede creer pero es cierto, Caracas está llena de mototaxis. Los pobres hombres están tachados de delincuentes, pero en su mayoría son chamos buena nota, en estos días me monté con uno, Víctor, quien estaba pariendo pa’ arriba y pa’ abajo para legalizar su cooperativa. Buen muchacho. Ahora tengo su número y lo llamo cuando las colas no dan para más. Debí llamarlo hoy, ¡debí llamarlo! Y no estuviese calándome este olor a orine en este carro, porque parece que lo hubiesen meado antes de yo montarme. –Empezando por el hecho de no conocer ni Maturín, se pueden imaginar lo limitado que podía ser mi universo para ese entonces. No hay hombre en la luna ni Guerra Fría que valga, no hay desembarco de los barbudos en Machurucuto, hay lo que hay, una iglesia, una bodega, una plaza, la cochinera, los carnavales y su reina, Apamatico de gala. También hay una curiosa característica física mía, dada a conocer en todo el pueblo luego de la anécdota con la burra Jacinta, porque usted sabe que aquello de las burras y los jovencitos en los pueblos, eso es de verdaíta. Siempre, a la salida de la escuela, nos íbamos al río todos los muchachos, compinches de la infancia, 10, 12 carajitos a chapotear en ese charco. Cuando ese hecho yo tendría 14 años, edad en la que en aquella época aún se contaba con el manto de la inocencia. Y en el río siempre lo notaba, era del grupo el que sufría de más pudor, razón por la cual era de los pocos que no me bañaba en pelotas. Algunos de vez en
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cuando se bañaban en cueros, a veces en interiores, pero yo nunca, nunca desnudo. ¿La razón? Pudor, pudor puro y duro, y además que notaba algo bastante vergonzoso, vergonzoso para un niño, notaba que tenía… que tenía… pues sí: la paloma notoriamente más grande que el resto de los de mi edad. Lo que a algunos hombres le parece una evidente causa de orgullo, a mí me daba mucha vergüenza, una anomalía, una cosa rarísima. Así que aquí estamos, en los terrenos del negro Ulpiano, los cinco persiguiendo la consecución del plan perfectamente estudiado por semanas: probar las mieles del placer con Jacinta, la burra de Ulpiano. Para esto llevábamos una utilísima gavera de cerveza, por aquello del tamaño, y todos con los nervios de punta, meta caña clara de por medio para alivianar la presión. De los cinco, ya Pablito Rodríguez sabía cómo era el cuento, los otros cuatro éramos debutantes. Reconociendo y reconociéndonos con temor, con pudor, con intriga, sintiendo que no está bien hacer lo que íbamos a hacer, aunque las historias similares a lo que estaba por ocurrir sobraran en este pueblo. Inició Pablito, dando una demostración de cómo se debía hacer. Luego de aquello tengo la convicción de que a la burra le gusta, no conozco al primer pateado por un acto similar. Puede resultar realmente asqueroso, pero debo decir que a los 14 años se sentía muy bien, es una tradición de muchos pueblos culiarse a una burra. Para todos era un asombro el momento, tanto los espectadores como el protagonista, sensaciones muy diversas, caras de asombro se apoderaban de todos a medida que les llegaba su turno. Una vez llegado mi turno, pensaba que el efecto burra iba a opacar mi anomalía, pero no fue así. Las caras de Pablito, de Luis y los otros dos, cuyos nombres no recuerdo, eran de real y estupefacto asombro. Yo sabía que era lo que
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los asombraba, aquello que en estado pasivo era bastante grande, se veía gigante ahí, erecto ante la burra. Incluso uno de ellos, el más flaquito, osó preguntarme si estaba enfermo. ¡Ese si tiene bolas, no jo! ¡Figúrese usted! Los días consecutivos fueron extraños, caras raras, caras sádicas de parte de algunas viejas solteronas e inclusive del párroco, miradas acusadoras de parte de todo el pueblo, todo, todo lo que ocurría me demostraba que mi anomalía ya no era secreto, por el contrario, deje de ser Francisco, ahora “cariñosamente” me llamaban “el burro Jacinto”, en honor a mi víctima de aquella noche. Sin embargo, volviendo a otro aspecto determinante de mi vida en mi pueblo, mi fama de macanudo y mi nuevo sobrenombre no eliminaban la pobreza extrema en la que vivíamos. 14 bocas que alimentar, mi madre tenía. Ardua tarea, más aún para mí, que contaba entre los mayores de esos 14 y pesaba en mí la ayuda principal para la vieja, aunque poco podía hacer. Así avanzaba un poco, por medio canal que se abrió, a paso de morrocoy, a pie hubiese hecho la ruta más rápido, pero eran 70 bolívares y un cuento lo que me mantenían en la carcacha aquella. Caracas ha sido multifacética, tiene su caos, tiene su locura, su violencia y pare de contar, pero ha logrado enamorar a más de uno, sino me lo creen pregúntenle a Humboldt, o a Martí, al mismísimo Che, que la bautizó “la ciudad de la eterna primavera”, o a otros caraqueños insignes, como Bolívar o Aquíles Nazoa. En otros momentos, sin tráfico, andar por la Avenida Boyacá resulta bastante grato, pero no ahorita. Ahorita provocaría algo así como estar en el Parque Los Caobos, en la Cueva del Indio que me queda cerca, en el Mirador Boyacá, por el que estoy pasando en estos momentos, en cualquier lado menos acá. Somos los caraqueños una raza muy particular y
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rara, con nuestras tristezas y nuestras realidades, con nuestro ego por la montañota que nos cuida, por el teleférico, por las torres más altas del país o porque es aquí donde hacen los mejores conciertos y se presentan los mejores artistas, y eso no es desde hace poquito, porque ni pensaba yo nacer cuando vino Gardel, así que saquen sus cuentas. Somos nobles, eso sí. –Aunque no lo crean me gane unos realitos un par de veces con la señora del viejo Joao. El señor en cuestión, era el dueño de la pulpería de Apamatico, portugués, trabajador como él solo, no se puede creer tanto que trabajaba el pobre. Dicen que tenía hijos en Portugal, a los que les mandaba plata para los estudios, qué se yo cuánto cuento más. Su esposa era Fátima de Sousa, quien vivía a costa de la muerte de su marido, porque claramente el hombre todos los días dejaba un poquito de vida en esa pulpería. Pues volvamos a los realitos. Claro y raspao: Fátima me ofreció ya no sé cuánto, pero era generoso, para que me la puyara. Todo esto evidentemente por la fama que agarré, aquello del Burro Jacinto, o Jacinto el Burro, qué se yo. A la viejita le gustó e hicimos trato, más de una vez iba a su casa, aprovechando las larguísimas ausencias de su marido, y con la excusa de cortar el monte y limpiar los corotos de bronce con Brasso, me la raspaba. Era una zángana, bastante desagradable, pero nunca dejé de cumplir. Ya luego me fui, como dicen, haciendo el loco, no me costó mucho, y rápidamente Fátima entendió el mensaje. Mi viejita estaba contenta porque cortaba más monte y limpiaba más adornos de cobre, o por lo menos eso creía ella. La miseria en el rancho seguía siendo la misma, eso se veía reflejado en el estado de ánimo de mi madre, más triste que nunca, muy clara en saberse incompetente para ayudar a sus hijos a echar
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hacia adelante. Un día llegó Paloma y todos reconocían la extrañeza de esa persona dentro de Apamatico. Ningún desconocido pasa desapercibido en ese lugar, menos esta señora, con tantas plumas, telas, trapos encima, con ese acento tan raro, tan españolete. Paloma llegó “por casualidad” al pueblo. Andaba recorriendo el país y se topo con nosotros. M–E–N–T–I–R–A, nadie llega a Apamatico de casualidad, a turistear, N–A–D–I–E, créame usted, que se lo digo yo. Y creo que nos vamos a quedar sin gasolina. ¡Ay, mamá! No pasó ni una semana cuando la musiú dio con quien buscaba desde que llegó a nuestras tierras: yo. Sin mediar ni una palabra conmigo, fue derechito a donde mi vieja, quien como buena oriental la recibió como de la casa. “La explicación es sencilla señora, buscamos jóvenes emprendedores y trabajadores, con ganas de evolucionar y que puedan ayudarnos a desarrollar nuestro trabajo en Caracas. Ellos nos ayudan y nosotros los ayudamos a ellos: casa, comida y estudios. Todo redondito en nuestra ONG”. En esa corta mesa de negociación no participé yo, gran parte de ella ni la presencié, pero no me perdí de mucho (refiriéndome no a su duración más sí a su impacto en mi vida). No pasó mucho tiempo cuando me vi haciendo las maletas, ayudado por mi vieja, porque me iba a Caracas a “echar pa’lante” con la señora Paloma. Tenía mucho miedo, despedirme de Apamatico, de sus 8 calles, de la bodega y la pulpería, de sus carnavales, de la señora Fátima, la burra, de sus fiestas patronales, despedirme de mi mundo, todo por culpa del tamaño de mi pene… Son las 2 de la tarde, no puedo creer que siga en este taxi, no puedo creer que siga en la Cota Mil, esto tiene que ser un castigo. Salvando las distancias, me recuerda a La Autopista del Sur, de Cortázar, aunque espero no sea tan
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largo este asunto. No me había fijado en que rehabilitaron el Mirador Boyacá, más de una vez estuve ahí de chama, jajaja. Nota mental: visitar el Mirador. No me puedo fumar un cigarro más, el calor es inmamable. El hambre, el sueño, el olor, definitivamente esto que me está pasando es una anécdota para hijos y nietos, si los tuviera. Quizá escriba un cuento luego, si algún día puedo llegar a mi casa. Me hubiese gustado llevar el tiempo exacto, con minutos y segundos. Un día me quedé encerrada en un ascensor de Parque Central, piso 35. 45 minutos ahí, un trauma que no debí vivir, más aún porque yo trabajaba en el piso 16, por un desperfecto ese bicho subió hasta casi el final y ahí se quedó. No me quiero imaginar que hubiese pasado si eso cae de golpe. Además, los ascensores de Parque Central son una sabana, ahí caben como 30 personas. La construcción de Parque Central fue un impacto de dimensiones que no imaginamos para Caracas. Si con las torres de El Silencio entramos en el mundo de las grandes urbes sudamericanas, con Parque Central tocamos el cielo de esa categoría. –Ayer estaba jugando chapita con los muchachos y hoy estoy montado en este camastrón rumbo a Caracas y con esta señora que apenas conozco, bien bello pues, todo por el tamaño del que te conté, ese cuento de jóvenes emprendedores y toda esa paja no me lo como yo. Igual, bastante respetuosa que ha resultado la señora Paloma, no se dirige mucho hacia mí, y cuando lo hace, parece más una madre que otra cosa. Es una ciudad increíble, asusta, pone a uno chiquitico, no es nada parecido a lo más grande que haya podido ver en Apamatico. Caracas es otra cosa, tiene tantos carteles, tanto asfalto, tanto carro junto, tanta
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gente. Cruzando la avenida Libertador vi más gente junta que en todo mi pueblo. Así debe ser Maturín, porque los muchachos llegaban con el pecho inflado a Apamatico luego de sus fines de semana en Maturín. Maturín debe ser muy grande. Me instalé junto a Paloma en lo que creía eran las fulanas mansiones, una casa en el piso 16 de un edificio de Sabana Grande, un cuarto para mí solo, lavamanos, ducha y hasta poceta tenía. Más de lo que nunca tuve en mi pueblo, y me sentía cómodo. Efectivamente entré a una escuela a terminar el sexto grado con todos niños y niñas menores que yo. Por esos días la señora Paloma me regaló un libro, Manual de Buenas Costumbres, del fulano Carreño. ¡Dale! Qué pesado que era ese librito de bolsillo, una piña debajo del brazo. Yo leía mucho. Recuerdo cuando me dio por escribir cuentos. En algún lugar deben estar guardados. Son de las cosas que recuerdo con mucho amor. Había uno sobre un director de Teatro, Ignacio Rocotorconi, que luego de triunfar en grandes capitales del mundo con grandes obras, circunstancias de la vida lo hacen llegar a un pueblo muy pequeño de Bolivia, donde tiene que comenzar desde cero y como un perfecto desconocido. Cuando digo desde cero es desde C–E–R–O, no como director, sino como hombre, para sobrevivir. Ignacio empieza vendiendo salchichas en el mercado de La Paz, es un tipo con un muy mal genio, esto a causa de sus desventuras, de su caída cuesta abajo. Vivía en una pensión muy humilde, sólo para eso le alcanzaba con la venta de salchichas. En esa pensión, entre cigarrillos y coca, Ignacio escribió su más grande obra, que relata las vivencias de un viejo, Milton, y su lucha por mantener su conuco fuera de las garras de los latifundistas polacos. Luchó hasta morir y consiguió su objetivo: mientras vivió, nunca pudieron con él, ya muerto fue otra historia. De esto que me pasa en este carrito tengo que escribir un cuento, vale. Fue al día
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16 de mi estadía en Caracas cuando llegó el primer trabajo. Sentados en la sala del apartamento, en ese mueble que aún recuerdo por lo cómodo que era, la señora Paloma, título que hasta el sol de hoy sigue teniendo de mi parte, “Señora”, me soltó la perla: “M’ijo, ¿cómo van las clases? ¿Bien? Me alegro. Sigue así. Esa es una promesa que le hicimos a tu mamá. Fíjate que está esta señora, Dolores de Martínez, que se va un fin de semana a Margarita, cuestiones de trabajo, y necesita un ayudante, pues aprovechando la oportunidad le dije que tenía un candidato para ocupar ese puesto, va a pagarte bastante bien, pero de esas cosas administrativas me encargo yo, por eso no te preocupes”. El buen soldado ni se ofrece ni se niega. Además, para la señora Paloma, no había nada que hablar. Era martes, y el jueves en la noche salía a Margarita. Fuimos, caminamos mucho y me compró ropa, hasta zapatos nuevos, nunca había tenido zapatos nuevos. Margarita era otro país, una isla muy lejana para mí. Si bien me emocionaba conocer lugares nuevos, yo pendejo no era, intuía lo que luego se hizo realidad. A hacer lo que hay que hacer muchachito. Esas palabras no me sorprendieron, en lo absoluto. Por un momento me sentí nuevamente en Apamatico, en casa de la portuguesa, haciendo lo que había que hacer, “muchacho”. Volví de Margarita, la señora Dolores, esposa del General fulano de tal, me mandó en un taxi para mi casa en Sabana Grande, y por los favores recibidos me dio 40 bolívares. Me recibió una contentísima Señora Paloma, quien me dio mi comisión: 300 bolívares. Sin una palabra de por medio, sólo la advertencia de que saldrían más trabajos, que Dolores “daría buenas referencias en el gremio”. Y fíjese que salieron más trabajos: esposas de ministros inclusive, del gerente de un banco, pero lo que abundaba eran las esposas de militares. Pasaron 4 años y yo ya era pez en el agua dentro del negocio, con comisión
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de por medio para la Señora Paloma, con la que nunca pasó nada en esos ámbitos. Ahora, por encomienda, le mandaba a mi viejita plata siempre, y unas cartitas, contándole algunas cosas, particularmente las académicas, ya que estaba a un año y medio de salir de bachillerato y tenía dos años con Pilar, mi novia de entonces y con la que me iba muy bien. A la señora Paloma la veía con mucho cariño, sin duda me ayudaba, o ¿yo la ayudaba a ella? ¡¿Quién sabe?! Las comisiones que obtenía a costa de mis servicios no debían ser para nada malas, porque nunca le conocí oficio alguno. Pasaron los años y me dejé de esos oficios, me alejé de la señora Paloma, compré un carrito con unos ahorros, lo vendí, compré una moto, la vendí, y ni le cuento tantas cosas hasta el sol de hoy. Dentro de todo lo buena gente, dentro de todas esas cosas buenas que podía tener la Señora Paloma, mire, dígame usted si acaso ¿eso no es una actitud indecorosa? Qué digo indecorosa, señora. Por respeto no digo lo que pienso de toda esa situación. Por respeto no me dice lo que piensa pero me contó que tiene el pene exorbitantemente grande, durante todo el trayecto estaba esperando que se volteara y me ofreciera un vistazo, ¿tú has visto chico? Menos mal llegué. Tome, señor. 70 bolívares, gracias por sus servicios. “Gracias por sus servicios”: eso nuestro taxista lo había escuchando antes. Creo que tengo un cuento que escribir.
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El año de mí vuelta a Caracas Mirá vos, ha cambiado muchísimo desde la última vez que la vi. No puedo decir que no está rozagante. Claro que sí, esta grandísima, está hermosa, muy cambiada y desarrollada, ya no es la niña que vi hace 50 años, ávida de cultura, de arte, de modernidad, de autos y motocicletas, de altura, de crecimiento. Caracas hoy, 25 de marzo de 2010, es otra, distinta a la que dejé a mediados de 1960 cuando apenas contaba con 20 años. Los caraqueños tenemos la particularidad de ver belleza donde otros no pueden, hay bellezas que no todos entienden, algo así pasa con nuestra ciudad. ¿Impactado?, por supuesto, esto no es ni la sombra de lo que dejé hace tanto, pero es mi Caracas, mi querida ciudad. La avenida Sucre no era ni de lejos este caos. Che, debo visitar El Calvario, que ahora se llama, según leí por ahí, Ezequiel Zamora. Lo que más recuerdo de esta ciudad, entre decenas de cosas, son los dulces que vendían en la esquina de Cují. Ojalá los encontrara de nuevo. Qué cosa tan buena. Soy Juan José Tovar Molina. Tengo 70 años. Los primeros 20 los viví en Caracas, el resto y hasta ayer en la provincia de Córdoba, Argentina. Un poco después, un año y pico para ser más precisos, de que asume Rómulo Betancourt la presidencia en Venezuela, tuve que salir del país. La persecución del Consejo Permanente de Guerra de Caracas era muy cruenta y, así como yo, muchos salieron del país en esa década. Mi plan era ir a La Paz, Bolivia, pero por cuestiones circunstanciales bajé un poco más de la cuenta y llegué a la que hoy es mi segunda ciudad. En política, más nunca me metí, y miren que salí de Guatemala a Guatepeor, porque después del General Perón, lo que vivía Argentina
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era dictadura de la más salvaje. Por cuanto me marcó el asesinato de tantos compañeros en Venezuela, creo que me alejé de la lucha nacional y popular en otras fronteras. Asistí en 1975 al entierro de Agustín Tosco, recordadísimo dirigente sindical cordobés de Luz y Fuerza, y el accionar militar ese día me recordó por qué huí de Caracas. En Córdoba entré en el negocio de la publicidad, que fue en el transcurso de estos años evolucionando hasta verme inmerso en el diseño gráfico. Me fue bastante bien, luego de los primeros años duros y austeros, logré una tranquilidad y estabilidad se puede decir que envidiable. Luego de vivir por 20 años bajo el sistema de alquiler, compré un departamento chiquitico en el centro, por Deán Funes, era extremadamente pequeño, pero era mío. Luego compré una casita, un toque más alejada del centro, por General Deheza, y recientemente, hace 5 años, compré un departamento en Nueva Córdoba. Con lo de la publicidad me fue muy bien. Hasta hace poco viví de ella y de la renta que me generaba el alquiler del departamento de Deán Funes y el de Nueva Córdoba, además de mi pensión de vejez. La decisión de venirme a Caracas fue de pe a pa determinante. No titubeé. Ha sido tan en serio que he vendido mis 3 inmuebles en la ciudad. ¿Por qué me vine a Caracas? No lo sé. Creo que la ciudad me llamaba desde siempre, desde que le di la espalda esperaba por mi vuelta. En Córdoba dejo toda una vida y un puñado de amigos. Siempre he sido un feliz hombre solitario, muy solitario. Tuve dos compañeras en estos 50 años, ninguna que haya marcado mi vida. Ahora estoy con la pequeña maleta que significa lo único que me acompaña desde el sur en este taxi llegando al centro de Caracas, que
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en definitiva es lo que más ha cambiado, y no sé a dónde carajo voy a llegar. Me bajé en la avenida Urdaneta, a la altura de la Santa Capilla. Buena elección, la guayabera blanca. Cuando me fui, esta calle que da a la plaza Bolívar no era peatonal. Todo está tan cambiado. El Teatro Principal está escondido tras un montón de latón en el que se lee la promesa de su pronta recuperación. ¿Qué carajo le habrá pasado? De resto, la plaza sigue muy linda, como siempre la recordaba. Hablando de recordar, recordé el hotel El Conde, recuerdo que no sirvió de mucho recordarlo porque no tienen habitaciones disponibles. Todas ocupadas por un grupo de parlamentarios, algo así. Con mi maleta anduve esa tarde calurosa por toda la avenida Universidad, conociendo y reconociendo lo mío, viendo cosas increíbles, la particularidad del transporte público, la impresionante cantidad de motos y los murales. Los murales en Caracas están por todos lados, las paredes gritan por el Comandante, por el Alba, en contra del Imperialismo, por los 10 millones, por que lo dejen trabajar, por la repatriación de Ilich. Las paredes están vivas y se lo hacen saber a todo el que las ve. Impresionante la cantidad de gente que entra y sale ahí en el Metro. Pasando por la estación La Hoyada me comí dos perros calientes con cebolla picadita, mucho repollo un poco de queso parmesano y salsa de ajo, y una malta. No recordaba lo que era la malta. Qué rica es, con el calor y bien fría, más aún. Al final de la tarde, a eso de las seis, andaba por la avenida México, aún impresionado con la ciudad que encontré. Crucé hacia la plaza Los Museos, di un par de vueltas sin poder entrar a ningún hotel porque ya para la hora estaban cerrados, razón por la cual seguí caminando hasta
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llegar al Parque Los Caobos. Lugar tranquilo, tanto que no pareciera formar parte de esta ciudad. Ya tenía medio día en Caracas y no me había procurado un techo, así que me despedí de ese lindo lugar y pegué la vuelta al hotel Alba Caracas, el cual crucé de camino al parque. Es un hotel de esos grandes y costosos, bastante cómodo. Ahí me quedé. Está en el centro de Caracas, me procura el desayuno a diario y el dinero por ahora no es una preocupación. Sí noté cierta extrañeza de parte del chico de la recepción, luego de mi respuesta de que estaría por tiempo indefinido en el hotel, creo que por lo costoso. Esa noche, luego de estar unas 3 horas sentado en el lobby, a eso de las 10 de la noche, decidí subir al piso 8 y desempacar, descansar un rato. De Córdoba me traje dos trajes, 3 pantalones y 3 camisas, además de un pequeño grupo de ropa interior. Me traje Operación Masacre y ¿Quién mató a Rosendo?, y mi viejo libro rojo de apuntes, que como yo, también era caraqueño. Ahí tenía antiguos números telefónicos y direcciones de viejos amigos de Caracas a los que más nunca vi. Me gusta la limpieza, me gustan los lugares impecables, especialmente el sitio donde duermo. Eso lo encontraba en este hotel, la habitación perfectamente limpia y la cama muy bien hecha, todos los días a las 8 en punto venía una señora blanca, muy pequeña y sonriente a asear, parecía portuguesa. Por respeto a su trabajo, llegando ella y saliendo yo. Mis primeras semanas el año de mi vuelta a Caracas fueron bastante turísticas. Me monté en el Teleférico, recorrí ese pintoresco barrio de La Pastora, en horas de la tarde frecuentaba mucho El Gran Café de una Sabana Grande muy cambiada, con un bulevar amplio y víctima del cariño
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de los gobernantes. Me volví asiduo lector del Ciudad Caracas. Lo que más me gusta y lo que más frecuenté de Caracas por aquellos días era el Parque Ezequiel Zamora. ¡Qué lugar tan hermoso para no hacer nada, carajo! Abro la ventana y veo hacia el este de la ciudad. Respiro profundo y recibo una armoniosa dosis de viento nocturno. Me devuelvo y me siento al lado de una pequeña mesita que hace esquina en un rincón de la habitación. Alcanzo los lentes, me tomo un trago de café... qué rico el café de mi país. Una galletica. Abro País Portátil, página 9: “La escalera cubre la cola del pájaro pintado. Se levantan las hojas. Se devuelven los tres muchachos a la salida del bar y suena un pito”. Justo en ese momento, me detengo. Calor y frío, mareos, invasión de un nervio acerca de la razón de mi vuelta a Caracas. ¿Qué me trajo de vuelta a esta ciudad? El mundo entero no tiene el derecho a saberlo, pero tengo que sincerarme conmigo, yo sí merezco saber las razones que me trajeron de vuelta. No me quiero mentir, no es mi intención. Si no lo sé, NO LO SÉ. Ahora ya tengo sueño, el libro puede esperar un poco más. Dormí toda la noche buscando esa explicación, ese motivo, esa razón. A las 6 de la mañana y con suficiente anticipación antes que viniera la señora de limpieza, luego del religioso y sacrosanto acto de rasurarme la cara, fui hasta las páginas de mi viejo libro rojo de apuntes sintiendo que ahí encontraría la respuesta a lo que me empezaba a atormentar la cabeza. Porque pienso que cualquiera se atormentaría en mi situación. Un viejo de 70 años, de los cuales 50 los pasó en otro país, donde le fue muy bien, no había mucho de qué preocuparse. De repente, volver. Dejar 50 años atrás y volver sin darse motivos. “Calle El Obispo, El Guarataro
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– en la bodega de Marta el negro Luis”, se dejaba leer una de las amarillentas páginas de mi viejo libro rojo de apuntes. “434131 La China”, a un costado y más legible que lo anterior descrito. Hoy estrenaba una guayabera roja. Debo confesar la gratísima opinión de mi parte que merecía el gobierno de Hugo Chávez. A fondo, soy desconocedor de su gestión, pero lo que mis ojos leen, lo que mis ojos ven y lo que mi viejo corazón siente hace que tenga clara simpatía por él. Y por eso me compré mi guayaberita roja. Podía hacer la llamada desde la habitación, pero puntualmente ya había llegado la señora de limpieza, así que pedí prestado el teléfono en la recepción. De todas formas, caso perdido. La línea que respondía al 434131 ya no existía o estaba desconectada. Intenté llamar un par de veces más sin resultados positivos. La China era una mujer espectacular. Yo era de los menores de la organización, se puede decir que no tenía labores de riesgo, exclusivamente la del diseño y enlaces para la impresión de los panfletos. En cambio, China era líder del grupo, custodiaba las armas y el poco dinero que teníamos. Era la mujer de los contactos, de dar un paso al frente antes que el resto, de obtener planos y mapas, de trazar estrategias. De China tenía el alias, no más. Era una morena nacida en El Valle, despampanante, voluptuosa, estaba buenísima esa mujer, y lo que la hacía más interesante era lo poco que sabíamos de su vida privada. Todos querían con esta China, pero ninguno se atrevía por temor a un coñazo de su parte. Era una camarada, jefa de un grupo guerrillero, no había espacios para deslices. Como pasó con el resto, más nunca crucé palabras con ella después de 1960. Además del
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recuerdo de una mujer aguerrida y hermosa, sólo tengo un número telefónico de la que solía ser su casa, pero de nada me sirve porque no recuerdo ni su verdadero nombre. “Calle El Obispo, El Guarataro – en la bodega de Marta el negro Luis”. Desde el hotel, agarré un taxi hasta el mencionado lugar, sin tanta exactitud, porque una vez en tal calle tuve que armarme de valor para preguntar a alguien por una bodega de hace 50 años, que probablemente era polvo sobre polvo. No me decidía a preguntar. Hice lo que cualquiera hubiese hecho, me metí en la primera bodega que vi temiendo ser delatado y tildado de musiú por mi acento cordobés. Con mi mejor guayabera roja y mi aspecto senil, pedí una malta y una torta de manzana de esas duras y pesadas en una bodega que compartía espacios con un taller mecánico. Como era de esperarse, el acento despertó interés en varias personas, con los que amigablemente conversaba y les explicaba que era tan venezolano como ellos, sólo que con una breve pasantía en otro país. Aprovechando chistes sobre Maradona y sobre la mala fama de pedantes de los argentinos, me atreví a preguntar por El Negro Luis. Ahí todo cambió. El rostro de todos cambió. En un segundo las vibras y el sentir eran distintos. Los 4 mecánicos, la señora de la bodega y su hija, inclusive a un niño de unos 13 años de edad, no dijeron ni una palabra. Se congeló el tiempo y sentía gran incomodidad, como si hubiese tocado un tema tabú entre los presentes, o un punto de honor. A los mil años, ó 10 segundos, uno de los mecánicos, el más viejo de todos, moreno y más bien petizo, se dirigió hacia mí preguntándome sobre el conocimiento que tenía yo acerca de El Negro Luis. No sabía bien por dónde empezar, quizás alguna palabra estaría de más, nunca conté sobre mis andanzas de aquellos años a nadie durante los últimos 50.
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Al frente tenía a media docena de extraños, extrañados por mi pregunta. ¿Qué hacer ante esto? Como pude y tratando de ser muy discreto expliqué un par de cosas. Nada particular, cualquier cuento que le hubiese podido ocurrir a un perseguido por el gobierno de Betancourt salió de mi boca. A medida que soltaba las palabras se relajaban esta manga de hijos de puta, y el insulto va por el susto que me han hecho pasar. Ahí me entero que El Negro Luis era un tipo muy querido por la comunidad, y desapareció en el año 74, estrenándose Rafael Caldera como presidente. También me entero que Pedro Luis Delgado, El Negro Luis, dejó una esposa y una niña, de mes y medio para los días de su desaparición. Cuentan que las dos mujeres se fueron al interior el mismo año de la muerte de El Negro, y no se supo más de ellas hasta el 2004, año en que vuelve al barrio su hija Libia, ya de 30 años y tras la pista de recuerdos de su padre que le dieran la idea de cómo era. Muchacha solitaria y medio loca, vive en una pieza a media cuadra de donde estábamos ubicados. Así la describen, pobre. Para mí fue suficiente jornada esa. 15 bolívares por las dos maltas, la torta de manzana y el primer cigarrillo en 30 años, fue lo que dejé en la bodega, además del agradecimiento por la cordialidad prometí que si en algún momento tenía un carro serían los amigos mecánicos de la Calle El Obispo los encargados de arreglar sus desperfectos. No tenía caso que buscara a la muchacha, quizá sabía menos del padre que yo mismo que sólo tengo un par de recuerdos. Luego que estuve en la avenida San Martín caminé muchísimo, muchísimo para un viejo de 70 años.
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Desde que llegué a Caracas no había hablado más de 30 minutos corridos con nadie ni con nada, porque a esta edad hablamos con las cosas, sino pregúntenle a mi viejo libro rojo de apuntes. Eso sí, pregúntenle cuando estén más viejos. Pues iba pensando en que me daba alegría haber hablado con gente relacionada con otras gentes que dejé en el pasado. Luis no era gran amigo mío, pero si éramos compañeros y tengo gratos recuerdos de él. A los pocos días me fui a La Guaira, dejando mi cuenta abierta en el Alba, estaba acostumbrado a mi habitación y no quería otra. Sin embargo ya pensaba en otro sitio, tal vez un departamento pequeño, y ese es un tema que trataría luego de salir del litoral central. Abro País Portátil, página 9: “La escalera cubre la cola del pájaro pintado. Se levantan las hojas. Se devuelven los tres muchachos a la salida del bar y suena un pito”. En ese momento me interrumpe un negrito ofreciéndome a la venta huevos sancochados, los cuales rechazo. Mi viejo estómago no soportaría eso con este calor y en la playa. En La Guaira pasé 4 días lindísimos. Ya estas playas no son las de otrora, pero puedo asegurar que mejor que Mar del Plata son, además puedes encontrar en cualquier época del año una buena catalana, aquel famoso pez que en algunos restaurantes te venden su carne haciéndola pasar por Langosta. Taxi rumbo a Bellas Artes, hotel Alba Caracas, cansado y más bronceado de la cuenta, entro al lobby, donde me informan que estuvo buscándome en dos ocasiones la señorita Libia Delgado, quien me dejó un número telefónico. Un sorpresivo susto y cosquilleo se apodero de mí por la visita inesperada. Una emoción de niño, como el que a mi lado, junto con su madre llora a gritos en el lobby, lugar que está a casa llena porque el hotel recibía una cumbre del Partido de la Revolución. Subo a
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mi habitación con el número telefónico que me dejó Libia sin saber qué hacer. Mi habitación siempre pulcra, provoca estar en ella. Llame a la recepción y pedí agua caliente para un mate, y un par de galletas saladas a las que por una vieja manía las rocío con un poco de pimienta. Por fin puedo descansar, siempre me ha parecido que uno no descansa ni un ápice en la playa. Lo que me está pasando confluye en la dualidad de dos mundos que no se pueden sostener entre sí. Hace un mes ni pensaba estar hoy como estoy, lo peor de todo esto es que sigo con la deuda de leer País portátil. “La escalera cubre la cola del pájaro pintado. Se levantan las hojas. Se devuelven los tres muchachos a la salida del bar y suena un pito”, pero esta vez me tengo que detener porque el papelito sobre la mesa con el número telefónico de Libia me mira y me desconcentra, interrumpe todos mis pensamientos se mete entre las páginas de País portátil, se apodera de toda la habitación me incita y me invita a usarlo, me pide que lo disque, que por el amor de Cristo y todos los apóstoles lo use, ¡carajo! Pero no. Ya viene siendo hora de que busque sitio. Es confortable esta habitación, pero quisiera un estudio, un sitio un poco más grande. Bajo esa bandera he estado desde hace días leyendo clasificados, la cuestión inmobiliaria en Caracas no es cosa fácil. Luego de ver un par de departamentos por Chacao y otras casas más, opté por la mejor y más económica opción: una pequeña casita vieja pero bastante cómoda en Las Acacias, por la calle Clavellinas. Sin ningún contacto productivo en la ciudad, tenía que ir recortando gastos, porque aunque el dinero aún no fuese problema, salía un rato más económico el pago por el alquiler de la casa que aquel flamante hotel.
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La fachada de la casa pinta que es viejísima, me la alquiló una pareja de españoles que ahora viven en Maracay con sus hijos. Tiene un jardín bastante maltratado y pequeño, y es de ventanas muy grandes. Tiene dos habitaciones, por lo cual me hice sin problemas de mi cuarto y mi estudio. Las sorpresas más gratas de mi nuevo hogar han sido un gato y un perro en el pequeño patio de atrás, los bichos parecen hermanos, ¡qué cosas! No tengo problemas con ellos. Han pasado diez días desde que me fui del Alba, los cuales se me han ido comprando un par de cosas para ambientar el nuevo hogar, incluyendo una cafetera, cortinas nuevas, un muy pequeño busto artesanal de Ezequiel Zamora y una portátil. Los dos últimos, para engalanar mi estudio aunque aún no sepa bien que haré en él. Tengo sólo lo necesario en casa, pan y mermelada, aceitunas, café y azúcar, leche y jugo, algunas galletas, un poco de mantequilla, sal, aceite y pimienta, con todo eso me procuro el desayuno y la cena, los almuerzos generalmente son en la calle. Ya conseguí un par de sitios tranquilos y baratos para tal fin. Los de la casa de al lado me miran raro y no los culpo, yo también lo hiciera. Un extraño de la nada alquila en lo de los vecinos, entra y sale, siempre solo, no le molestó ni el perro ni el gato, no mira a nadie ni habla con nadie. Confieso que me sorprendió su voz. No tenía nada en particular, pero me sorprendió. Sustico y emoción. Creo que estaba atando, sin aún conocerla, su existencia a la razón de mi vuelta a Caracas. Me dispensé por no haber llamado antes, explicando que había estado en procesos de mudanza y la cité para el día siguiente en horario de almuerzo a un restaurante de La Candelaria, por la esquina de Alcabala. No duró más de 3 minutos la conversación.
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Fue justa y precisa, toma y dame las coordenadas necesarias para el encuentro, nada más. No me gusta el desorden, lo he repetido mil veces. Antes de acostarme esa noche, me dediqué a la laboriosa tarea de hacer la cama, debe quedar lisa y pulcra, como la del Alba. Hice mi mejor esfuerzo pero no llegó ni cerca, no tiene caso. Salí de la habitación, fui hasta el estudio y saqué mi viejo libro rojo de apuntes, del cual leí un fragmento de mi poema favorito: Alguna vez o voz o tiempo podemos estar juntos o ser juntos, vivir, morir en ese gran silencio de la dureza, madre del fulgor. La melancolía y la alegría son sentimientos que rara vez pueden estar juntos pero en ese momento era lo que sentía. Mi vida en Caracas fue muy corta y ahora en el otoño de ella siento que esa estadía inicial en esta ciudad me marca cada vez más, aunque no sirva de nada, aunque no pueda devolver el tiempo y quedarme… Pensándolo bien, si lo pudiera devolver, no creo que me quedara. Lo que me pasa es lo que me toca, si no hubiesen pasado estos lejanos 50 años no sintiera la alegría que siento por el próximo encuentro con una completa desconocida. Me quedé dormido luego de “La escalera cubre la cola del pájaro pintado. Se levantan las hojas. Se devuelven los tres muchachos a la salida del bar y suena un pito” y son las 6 de la mañana, me veo sin la ropa de dormir acostado en el mueble del estudio, lo único bueno es que no tendré que hacer la cama hoy antes de acostarme y que por primera vez usé el estudio.
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Es una mañana alegre a pesar de la lluvia, desistí de la compra de un televisor, pero sucumbí a la de un radio. Por él me entero mientras cebo un mate que a pesar de la lluvia no hay quebradas desbordadas en Caracas, que por el 0800–Capital puedes llamar a los bomberos en caso de una emergencia, que Raphael dará dos conciertos en Caracas y que el 487 signo Tauro es el número ganador de la lotería el día anterior. Pacientemente planché mi pantalón negro, una camiseta blanca. Saqué mis tirantes, lustré mis zapatos y descolgué mi guayabera blanca, llegada el día anterior de la tintorería. Ya listo para la batalla, me dirigí a ella, derechito a la arepera. Libré una cruenta guerra con un café con leche y una empanada de queso con mucha guasacaca, muy espesa por el aguacate. Eran las 9 de la mañana, tiempo suficiente para la lectura del Ciudad Caracas y tres diarios más de circulación nacional, quienes juntos pero no revueltos escenifican la propia guerra de cuarta generación. Contaban las 11 en punto cuando, paraguas en mano, me dirigí a La Candelaria, rumbo al encuentro con Libia. Tomé un taxi, así que llegué antes del horario acordado. No sé si conté que la reconocería porque llevaría, según prometió ella misma, una rosa en la mano para un compañero de su padre. Bonito gesto, llegó más temprano que yo y el encuentro fue frío y distante, porque así marqué la pauta yo, que extrañamente no inspiro esa querencia de abuelito simpático a pesar de mis 70 primaveras. La sentía emocionada por un encuentro con una misteriosa y vertiginosa ventana de su pasado. Era tan morena como su padre, con ojos negros muy profundos, y aparentaba menos de los 36 con los que contaba. Tenía
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un pequeño tic nervioso en un labio, casi imperceptible. Vestía muy sencillo: cholitas y pescador con una camisetica blanca. Esta joven, sentada frente a mí, con su informalidad y su juventud, contrastaba perfectamente conmigo, viejo solemne de 70. Sacó de su cartera una roída y en muy mal estado foto del padre, que por lo malo de la imagen podría ser cualquiera. “¿Cómo era él? Cuénteme algo. ¿Tiene fotos de él? ¿Sabe si dejó más hijos? ¿Cómo tenía la voz? ¿Era parrandero mi papá?”, soltaba la joven en ese restaurancito que era bastante acogedor, que servía una ensalada rusa muy fresca y que por cuenta de la casa daban unas aceitunas pasadas por un ajo en vinagre excelentes para acompañar con queso y un malbéc. Una ráfaga de preguntas que no podía responder salía de la boca y el corazón ansioso de Libia, ante mi imposibilidad de responder la mayoría de ellas. Le expliqué que raramente podría responder preguntas puntuales, que tenía un par de anécdotas, algunos recuerdos de su padre que con gusto y a continuación de esas palabras le relaté. Cómo las reuniones en Tierra de Nadie, en la UCV, donde junto con La China, su padre era el que llevaba la batuta, siempre con una botella de agua amarrada con una cabuya al pantalón y con esa cachuchita verde olivo que tenía una estrella roja por la parte de adentro, imperceptible a la vista y que para él representaba la clandestinidad de la que algún día saldría el pueblo venezolano. Un atún a la vinagreta que compartimos, aceitunas con ajo, ensalada rusa, una copa de vino blanco, un par de jugos de parchita y dos cafés estuvieron de por medio entre la Libia y mi persona.
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También le conté un poco de mi vida en Córdoba, mis quehaceres en el sur, todo de forma muy breve, y también algo de mi nueva estadía en Caracas, mi breve pasantía por el Alba y mi hogar en Las Acacias. La chica, descrita anteriormente en aquella bodega de El Guarataro como medio loca, y que acá no paraba de comer las aceitunas, me suelta en un momento determinado del encuentro que se sentía sola, y que conocerme y saber un poco de mí la hace sentir cerca de su padre y que en la medida de mis posibilidades, mantengamos encuentros como este a menudo, creo yo que en onda de hacer una amistad. Nos vimos un par de veces más. Con la Libia fui al Teleférico y otros lindos lugares de Caracas. Pasábamos los domingos en la plaza Los Museos y también volvimos muchas veces al restaurante de la primera vez por más aceitunas pasadas por ajo y vino blanco. Entre nosotros se iba desarrollando una amistad caracterizada por el silencio y la compañía. Ella era una muchacha bastante solitaria, yo no tenía conocidos en Caracas. En un principio me daba bastante igual estar con ella o no, luego lo necesitaba. Después de 3 meses seguíamos viéndonos a menudo, mi estudio dejó de ser un estudio y se convirtió en la habitación de esta chica. Habíamos desarrollado una pasión que no caminaba los linderos del sexo, aunque yo lo deseara cada vez con más fuerzas. Ese deseo de mi parte era tácito para los dos y no sé hasta qué punto era además recíproco, ya que Libia pasaba todo su tiempo a mi lado, viéndome escribir, viéndome dormir, viéndome cebar, siempre viéndome como con una especie de reverencia y admiración. ¿Será mi intenso encuentro con Libia la razón por la cual regresé después de tanto tiempo? No me sentía contento, me sentía tranquilo a su lado, con una compañía que parecía siempre me había faltado.
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La presencia femenina en casa había sentado muy bien, y se notaba apenas entraba. Cortinas nuevas y flores en la sala. Había también pañitos de cocina y un olor a lavanda que ni a palos se pudiera encontrar en una casa de hombre solo y de 70 años de edad. Libia me hizo comprar un televisor y una alfombra para la entrada de la casa. Ahora en la nevera siempre había variedades de quesos y en la alacena nunca faltaban vinos relativamente aceptables. Pasábamos muchas tardes tomando mates, que a ella no le gustaban, pero hacía un gran esfuerzo por acompañarme en esa arraigada costumbre. Tuve sí que hacer una concesión y ponerle azúcar para que fuera “más pasable”. De resto, el tiempo con Libia se pasaba muy bien, luego de tanta vida dejada atrás debo confesar que me sentía bastante ilusionado, cada día deseaba más estar con ella y a ella la deseaba más, deseaba su morena carne, deseaba sus curvas pronunciadas, deseaba su piel lisa y deseaba su sencillez. Ya estaba acostumbrado a que Libia llegaba a casa pasadas las 7 de la noche, con el pan caliente y siempre algo distinto para acompañarlo, por eso me extrañó que ese día, a las 10, aún no recibiera señales de ella, además pasé buena parte de la tarde preparando la sala para que jugásemos bingo, como habíamos acordado ya que era nuestra noche de diversión. Me impacientaba por el hecho de que le pudiese ocurrir algo, me molestaba por pensar que quizás estuviese bien y no me avisara y me molestaba más aún porque no me sentía en el derecho de exigirle explicaciones a ella. Casi a la medianoche llegó un poco alegre y pasada de tragos, llorando y riendo, con una botella de Triple A en la mano y tratando de explicar su borrachera entre carcajadas, eructos y lágrimas. Yo estaba, aunque tranquilo al verla relativamente bien, muy molesto y ofendido por todo el
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suceso. Además me sentía mal por pasar toda la tarde como un tarado preparando el bingo. La acompañé a su cuarto para acostarla, y pude ver su morena y lisa piel, sus nalgas pronunciadas y sus pechos perfectos mientras se desvestía sin ningún pudor para dormir. Libia pudo dormir mas yo no, así que estuve un par de horas meta cigarrillo y meta vino ahí, en el patio de la casa, en plena oscurana. No tenía por qué molestarme el hecho de que se fuera de joda y tampoco es que haya llegado tardísimo. No habíamos acordado un compromiso entre ambos como para rendirnos cuentas el uno con el otro. Lo que yo sentía por Libia estaba perturbando la convivencia. Me encantaba esa mujer, la deseaba, quería estar con ella y me había excitado muchísimo verla casi desnuda. Creo que inclusive ese momento fue mi paga por la molestia que agarré esperándola. Paga contraproducente porque cada día que pasaba luego de ese crecía y se hacía más evidente lo que sentía por ella y cuanto la deseaba. Esa mañana salí muy temprano a caminar, sintiéndome súbitamente mareado. No quise darle importancia al asunto y fui a la arepera a leer el periódico y a tomar un café. Eran unos mareos muy extraños ya que aunque tenían sus altas y sus bajas, eran consecuentes. Pasé así todo el día, en el que por primera vez en mucho tiempo decidí tomar un par de tragos. Para eso fui hasta un barcito en La Candelaria, y meta fernet con cinzano, uno y dos y tres y cuatro. Y meta fernet con cola, y así. Meta fernet y maní toda la tarde, toda la maldita tarde sin dejar de pensar en Libia y en cuánto deseaba a esa chica, ¡la puta que la parió!, ¡válgame Dios!, no tengo la misma fuerza, la misma potencia que hace 40 años. Muchas cosas que se fueron no vuelven de ninguna
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forma. Aún si ella quisiera, yo sin la ciencia no podría, y eso tiene sus claros riesgos. Una vez soñé que lo hicimos en el baño de la casa, que la tuve desnuda entre mis brazos, sus senos redondos y perfectos contra mi pecho, su boca que me recorría todo el cuerpo, su flexibilidad sorprendente que me dejaba incapacitado y sus insaciables energías que me dejaron extasiado de rodillas con la ducha mojándonos todo. La cabeza me reventaba, el fernet, el mareo y Libia conspiraban para mi próxima muerte. Libia tenía que ser mía a como diera lugar y estaba decidido a que eso pasara. De lo contrario no existía en el mundo ninguna razón valedera para que llegase a Caracas después de 50 años. El calor era insoportable, sudaba a litros y ese sudor iba mezclado con las decididas ganas de poseer a Libia, de poseerla hoy mismo. Enfilé hacia casa, donde sabía que la encontraría. Sin ninguna vergüenza, me sentía un viejo sádico, pero poco me importaba, era una cuestión de vida, de sentido de las cosas, de encontrarle la vuelta a mi vuelta a Caracas, a esta, la ciudad de la furia, y estaba convencido de que esa era la razón. Era un manojo de nervios, sudaba como nunca antes y no podía hilar ni una palabra ni un pensamiento que no fuera Libia. Encontrarla no fue casualidad, ni tampoco salir de Córdoba luego de 50 años sin motivo aparente, todo está íntimamente relacionado. En ocasiones el universo actúa de formas que no entendemos y el peor de los errores será pretender entender su accionar. En honor a esa frase que usé durante toda mi vida, entre nerviosismo y en el peor punto de mis mareos a la casa, mientras sentía que las gotas de sudor recorrían mi cuerpo, por dentro de la camisa, de los pantalones, de los calzones. A medida que daba cada paso en el pasillo que daba a la habitación donde estaba
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Libia el sudor y los mareos aumentaban hasta convertirse en un ensordecedor ruido, molesto y casi diabólico. Cada paso significaba una bala de cañón en mi cabeza y una lluvia de sudor en mi ya empapado rostro. Me desabroché el cinturón y me toqué, a mis 70 años algo de erección aún quedaba. Estaba ante la puerta de Libia y el mareo y el sudor se multiplicaron de una forma que no imaginé que fuese posible. Te deseo tanto, Libia. Quiero tocar tus pechos y penetrarte como nunca nadie lo hizo, eres la razón por la cual estoy aquí y no podemos perturbar el destino. Tenemos que estar juntos. Y sentí un horrible y escalofriante dolor en un costado de la cabeza cuando caí al piso. La caída fue lenta, lentísima y mientras tocaba fondo recordé Maiquetía, la bodega, el Alba, los mecánicos, La Candelaria y el Teleférico. El golpe fue fuerte y antes de un brevísimo instante, antes de caer por el inminente mareo, pude ver a Libia desnuda, de pie frente a mí y sonriéndome. El paciente Juan José Tovar Molina, de 70 años de edad, que ingresó sin signos vitales al Hospital Italiano de Córdoba, murió el 25 de marzo de 2010 de un infarto al miocardio, nadie ha venido a retirar su cadáver.
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El Flaco de El Cementerio A Pancho. A todos los maltratados mejores amigos del hombre Pegaba el sol de una forma tan directa, que parecía que se derretía el asfalto. La calle estaba desierta a excepción de la esquina del abasto donde descansaban 3 flacos y hambrientos perros. Las fachadas de las casas mostraban la cara de sus habitantes, gentes alegres y emprendedoras, eternos improvisadores de la vida, los invisibles para los gobiernos, resolviendo como se pueda, tapando un huequito aquí al tiempo que se abre otro allá, pintando de los tonos más coloridos y con raras combinaciones esas paredes, ajustando la reja con cualquier pedacito de alambre, sosteniendo con una tablita la puerta de la entrada, haciendo de un cuñete de pintura una maceta. Van a cerrar el callejón, pa’ abrilo por otro lao, ‘na güevoná. No hay casa que no tenga un anuncio, heladitos de teta a 4 bolos, se vende malta y refresco, se pegan cierres y se hacen ruedos, se transcriben trabajos, tenemos cigarrillos detallados, se venden tortas y quesillos, uste’ pregunte que “si ay”. La calle El Cementerio, en la parroquia La Vega, no tiene nada de especial, es una entre millones de calles de Caracas, Venezuela. El flaco vivía ahí en la calle El Cementerio. Aunque no tenía techo propio, ni comida y en ocasiones buscaba con qué alimentarse en el basurero. Las gentes de la cuadra se jactaban de presumir que lo querían y lo cuidaban. A un perro no se le puede querer porque le demos las sobras de la cena cada tanto, o por una cobija vieja que se le dé, pero en todo caso, a este lo querían y de cierto modo esta gente llevaba vidas de perros y él llevaba una vida de humanos (humanos de la calle El Cementerio). Era el Flaco de El Cementerio.
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En la memoria del Flaco hay de todo, ha presenciado fiestas de San Juan, navidades y años nuevos, ha sido testigo de asesinatos, fiestas y pleitos. Tiene 15 años, la misma edad que el hijo de Érika, por eso siempre han sido tan unidos, desde recién nacidos parecen hermanos. Ese niño siempre con el perro al lado, eterno pleito con la mamá que más de una vez capturó al Flaco en la madrugada en el cuarto de Erick durmiendo junto a él. El Flaco lo llevaba al colegio, se quedaba merodeando por la plaza y esperaba a que saliera de clases el niño. El día que Erick cumplía 9 años, dejó a los invitados a su fiesta esperando más de dos horas y fue a buscar al Flaco, ya que no estaba dispuesto a picar la torta sin él. Al rato llegaron ambos llenos de lodo de pies y patas a cabeza, porque se había “distraído” en el camino. No saben la que se armó ahí. Son innumerables las anécdotas acaecidas en las viejas y olvidadas calles de La Vega entre estos dos seres. Sin embargo, últimamente no se la llevan tan bien, o eso nota el Flaco. Erick ha crecido, tiene 15 años y ya estar con un perro viejo y flaco no es de las prioridades, su compañía la cambió por el grupete de la esquina, y por esa gente mala y sombría que al Flaco no le gusta. Hay que fijarse bien en las esquinas de Caracas, son históricas, algunas por sus peculiares nombres y los motivos de tales, otras por sus historias, por sus acontecimientos. Paradójicamente ahora el Flaco intenta estar más cerca de una cada vez más preocupada y aprensiva Erika, la madre de Erick, la que con el tiempo aprendió a querer al huesudo perro. La señora sabía que su hijo no andaba en buenos pasos, la droga rondaba sus vidas y esto la llenaba de dolor. El Flaco no entendía de drogas, pero sí del bien y del mal, y padecía similar a Erika. El 2011 fue un año de sucesos
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determinantes para el otoño de la vida de nuestro canino protagonista. Erick había dejado de estudiar, sin embargo aún iba al liceo, uno público ubicado por Montalbán 3. Digamos que sólo en los papeles cursaba el primer año del diversificado. A la salida siempre estaba el Flaco esperándolo, aunque el joven ya no notase mucho su presencia, el perro lo seguía de lejos, siempre pendiente del muchacho. Era usual que Erick se juntara con otros muchachos, algunos de su edad y otros un poco mayores, en un rincón de la plaza Bolívar de La Vega y ahí pasaban horas. Al Flaco no le gustaba la actitud del muchacho cuando eso ocurría, un día, inclusive, intentó golpearle al perro. Pero no lo hizo, inclusive en estados de alteración mental, Erick reconocía la autoridad moral y fraternal que ejercía sobre él el Flaco, y este, en resumen, no le daba mayor importancia a esas actitudes agresivas porque entendía que sobre su amigo ocurrían cosas malas. Al nuevo grupo de Erick no le agradaba el perro y está de más decir la valoración que el Flaco tenía de estos muchachos. Un día mordió en una nalga a uno de ellos, sin razón aparente, el muchacho andaba sin Erick, sólo pasó por la esquina del abasto, y el Flaco no perdió oportunidad y le zampó ese impresionante mordisco, reprochado por toda la comunidad, ignorante de motivos. Un día, por la segunda de San Miguel, Erick se peleó con uno de los chamos del grupo, quien bajo los efectos del alcohol y las drogas pretendía darle una golpiza al viejo perro. Ese suceso, por momentos lo acercó de nuevo al Flaco, lo que lo puso muy feliz, pero fue algo esporádico, ya que al poco tiempo las cosas marcharon de la misma lamentable manera. La actitud de Erick cambiaba cada vez más, se volvió
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agresivo con la madre y con el resto de la comunidad, dejó de ir al liceo y ahora se la pasaba todo el día con estos muchachos, montado en una moto rondando toda la zona y llegando tarde y drogado a casa. El Flaco no era un perro de esos de las películas que combate el mal y saca de apuros a la gente, pero sí era un viejo sabio, sabía por lo que estaba pasando Erick y lo que estaba sufriendo Érika, y lo único que podía hacer, y así lo hizo, fue seguir de cerca a su amigo y estar mucho más tiempo junto a la madre. De patas largas y color indefinido, como gris y marrón, con poco pelaje en el cuerpo pero mucho en la cara, ahora el Flaco de El Cementerio, después de 15 años, dormía bajo el techo de su amigo, ya que Érika había por completo aceptado su necesaria y pulgosa compañía. El día que a Erick lo encontró la policía con una pequeña pero considerable porción de marihuana, el perro estaba ahí y ante la detención del joven, el Flaco resultó herido en una pata debido a una patada de un policía ante la reacción agresiva de ese callejero. No fue nada grande lo del Flaco, a quien llevaron a la Sociedad Venezolana Protectora de Animales, ahí en la calle San José de La Vega, mejor conocida como la “Perro Seco”. Por su parte, lo de Erick no pasó a mayores, pero ese mes la madre se vio en una situación complicada ya que tuvo que darle 3 mil bolívares a los policías que lo agarraron. Luego de ese suceso, Erick estuvo mucho más calmado, avergonzado con la madre y sintiéndose culpable con el perro, y los días siguientes pasó más tiempo ayudando a Érika en los quehaceres diarios y compartiendo con el Flaco, casi como en los viejos tiempos. Casi como en los viejos tiempos, porque duró poco. De forma paulatina aumentaba la presencia de Erick en el mundo de las drogas. Como consumidor y microtraficante,
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pronto el muchacho tenía pequeñas posesiones materiales, zapatos y ropa costosa y una moto, que le habían otorgado como por arte de magia un excesivo carácter opulento y egocéntrico. La avaricia en poco tiempo lo consumió, ante la mirada desconsolada del perro y la madre, sumida en los últimos tiempos en conductas rarísimas y un infinito llanto y depresión que sólo una madre puede entender al ver como su hijo poco a poco se aleja de ella y del mundo que ella soñó para él, ese sueño al que todas las madres asisten. Tal era la avaricia de Erick, comprensible dada su inmadurez y los pasos que seguía; dinero fácil, drogas, prostitución, que pronto se encontró metido en un lío del que no salió más. Los proveedores de droga del muchacho eran jíbaros de los pesados en Caracas. Tenían clientela por toda la ciudad, algunos más grandes otros más discretos. Erick era de esos microtraficantes aprendices, por decirlo de alguna forma, y lo que estos tipos ganaban vendiéndole a Erick, para que él a su vez revendiera, era insignificante en comparación con otros negocios. Sin embargo, así comenzaban todos, y en él veían un buen cliente a mediano plazo. Esa fue la razón por la cual accedieron una tarde a darle a Erick una cantidad importante de droga, a petición de él. El plan lo tenía muy claro, para matar a un hombre sólo hace falta una bala, y desde un mendigo hasta a un jefe jíbaro, una bala en su cabeza es una bala en su cabeza. El trato era la paga una semana exactamente después de la entrega, 20 mil Bolívares en efectivo, inversión que Erick podía triplicar. Cuando se cumplió la semana, Erick ya había sacado más de 20 mil Bolívares, pero no tenía intenciones de pagarlo. Durante todo el día había sido un manojo de nervios, lo notaba su madre, en su actitud extraña, aprensiva, nerviosa… Ido. Erick estaba ido y el Flaco de El
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Cementerio ese día encontró en su amigo un cariño como hace años no pasaba.
Erick y Érika. El Flaco había sido testigo del asesinato de un hijo a manos de su madre y el posterior suicidio de esta.
El reloj marcaba las 6:00pm cuando Erick se encerró en su cuarto. Del colchón sacó un revólver calibre 38, con cacha de madera y el serial limado. Lentamente se fue vistiendo: pantalones cortos, chaqueta negra con rojo, del equipo de fútbol de la capital, zapatos deportivos y gorra. Salió de su casa. Caminando lentamente llegó hasta la esquina del Bucare, ahí mismo en la calle El Cementerio, sitio donde se efectuaría el pago.
Al perro no se le vio más por la calle El Cementerio, muchos lo daban por muerto. Sin embargo, no murió. Y, técnicamente, en honor a sus nuevos predios, ese apodo de El Flaco de El Cementerio todavía le es aplicable.
Marcaban las 7:00pm en el reloj cuando llegaron dos hombres en una moto Yamaha modelo YT. Coló café más de 8 veces ese día, lo que denota nervios de punta. Después de tantos años probó nuevamente el cigarrillo, y fueron muchos esa tarde. Los últimos años habían sido muy amargos, muy tristes, una paulatina despedida de su bebé, a quien de a poco veía cada vez más alejado, menos suyo. Sin que la viera, Érika salió detrás de su hijo, siguiéndole los pasos, para cerrar con broche de oro una fatídica noche. Ese aireado intercambio de palabras, de insultos, amenazas de muerte y miradas letales, terminó finalmente con un estruendoso sonido, un cañón haciendo lo que sabe hacer, accionado por la triste mano de Érika. El hombre cayó al instante para sorpresa de los demás presentes. Estupefacción inclusive para las mentes más retorcidas. Los dos tipos del YT huyeron en el acto y pasaron segundos cuando se escuchó el segundo disparo: el suicidio de Érika. El Flaco del Cementerio yacía junto a los dos cadáveres,
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Corre, te va a dejar el autobús A mi Tranquilidad, gracias por apoyarme. Por estar ahí. Siempre. Se sentó en su sillón y abrió la novela. –Si me alcanzas el pincel fino que tienes ahí en la mesita te doy el libro. No, no, no. No hay trato. Pásame el pincel, chico. Jajajaja déjate de esos juegos y ven acá que te voy a pintar toda la cara. –Mejor suelta esas pinturas y salgamos a pasear. O mejor bésame, ¿sí? –Mejor me das mi pincel, así te puedo pintar toda la cara, y ya. Salgamos a pasear. Salieron por la cuadra del centro comercial La Villa rumbo a la parada del MetroBus, donde se detuvieron en la fila a esperar. Camila y Facundo eran una pareja de cuento, jóvenes e independientes, bohemios, una pintora, otro escritor, disfrutaban de su tiempo libre, disfrutaban de las cosas sencillas. Juntos, no necesitaban nada más. Nunca se agotaban los temas de conversación y siempre se les veía tan entretenidos, uno y uno, no uno y otro, los dos eran uno, compenetración y felicidad total. La vida era asombrosamente fácil. Sorprendentemente felices. Más o menos de 27 años cada uno, desde los 23 vivían juntos en ese apartamentico tipo estudio de Montalbán II, en el oeste de Caracas, Venezuela. Camila era pequeñita y flaquita, cabello castaño claro, sencillísima. Siempre vestía, cómoda y fresca, camisas de telas muy suaves, nunca pantalones pegados ni zapatos de tacón, y siempre con un bolsito de lado, donde llevaba lápiz y papel blanco, ya sea cuaderno o
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papel suelto, donde solía dibujar en cualquier momento del día, donde estuviese, lo que de repente viera interesante, inspirador. Trabajaba pintando cuadros por encargo a señoras de Montalbán II, italianas y portuguesas, tenía una clientela hecha y la recomendaban estas señoras a otras amigas, así que siempre tenía un cuadro que pintar, nada costoso, pero era feliz con lo que hacía. Es difícil hoy en día encontrar a alguien que viva de lo que realmente le hace feliz, y más difícil aún es encontrar una pareja que viva de lo que a ambos los hace felices. Una vez llegado el MetroBus lo abordaron rumbo a la estación La Paz, y posteriormente sin destino fijo, porque no había plan. De la nada les provocó salir y eso hicieron, quizás sólo pasearían en el Metro, de una estación a otra, por toda la Línea 2 y luego volverían a casa, riendo y recordando caras y actitudes peculiares de las gentes que vieron en el viaje. Facundo, trigueño alto y con pinta desaliñada, medio barbudo, sin llegar a extremos, era sociólogo. Tenía un trabajo que sus amigos nunca terminaron de entender. Era una especie de instituto que hacía investigaciones sociológicas y publicaba trabajos relacionados con la materia. Lo de Facundo era una especie de beca trabajo, daba clases en los primeros niveles del instituto, escribía prólogos de libros poco conocidos y también redactaba algunos artículos para revistas aún menos conocidas. Al igual que su compañera, eso lo hacía feliz. Con los trabajos de ambos tenían bastante tiempo libre. Ese tiempo libre lo dedicaban a andar. Ya sea en Caracas o el interior, y en un par de ocasiones, inclusive al exterior, cuando visitaron a una pareja amiga que tenían en Quintana Roo, México. Ese día viajaron hasta la estación Ruiz Pineda y luego volvieron, ya entrada la noche, entre risas, recordando a la señora que peleaba porque aumentaron el ticket de metro
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cincuenta céntimos y al señor que se quedó dormido en el regazo de una alarmada señora que no se animaba a decirle nada. Esas anécdotas las contaban a pie, desde La Paz hasta su casa, caminando por el Puente de Los Leones, la avenida O’Higgins, luego la Páez y desviándose en la cuadra que da hacía el centro comercial Uslar, en la primera transversal de Montalbán, sitio donde se detuvieron en una casa hecha restaurante de sushi para cenar. –Deberíamos montar un restaurant así Facu, lo decoramos con mis cuadros. Pero no de sushi, de cualquier cosa, con las tortas que hace tu mamá, café, unas birras, libros, revistas, coroticos que consigamos por ahí. –Sí, y mis libros, mis artículos, los promocionamos acá. Que la gente los lea. Ya basta tanto escribir para nadie– respondía entre risas –Dale que sí podemos, pero dónde. Si metemos una silla en la casa, alguno de los dos debe dormir afuera. Además vivimos alquilados. Mejor dame un beso y solucionamos este asunto. –Cada vez que venimos a comer acá soñamos lo mismo, y siempre lo solucionamos de la mejor manera posible: con un beso tuyo. –Tuyo. –Mis besos son tuyos. –Y tuyos. –Problema resuelto. –Bueno, besador, mañana van los muchachos a la casa. –Lo sé. –¿Y qué hacemos? –Lo de siempre. Estar allí y hablar. El vino y las birras. –Las aceitunas.
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–Los cigarrillos. –No. –Yo me mando. –Entonces no me beses. –Te beso y te beso cuando quiera. Voy a fumar y te beso. Ya vengo. Del sushi salieron pasadas las 10 de la noche, sólo quedaban unas 4 cuadras para llegar a casa. Hacía frío esa noche, iniciaron la caminata y Camila le pidió la chaqueta a Facundo. Luego de ponérsela, sacó un cigarrillo del bolsillo de la misma y lo encendió. Ella también fumaba y bromeaba con Facundo imitando a quienes les aconsejaban que dejaran de fumar, por los daños producidos y toda esa historia. Ella siempre había querido tocar guitarra, desde niña, era una pasión reprimida, un deseo frustrado. Facundo siempre la animó a que aprendiese, inclusive le regaló en su cuarto aniversario una acústica, pero nunca, a pesar de ese espíritu libre que la caracterizaba, se animó a aprender. Sin que ella se diese cuenta, Facundo muchas veces la veía sacando la guitarra de su estuche, acariciándola, tocándola sin tocar, imitando a cualquier experto guitarrista. Esa noche terminó con una botella barata de vino tinto Malbéc en la azotea del edificio, en un vano intento de ver estrellas en Caracas, cosa muy cotizada y escasa por estos días en la querida capital. Por cábala, nunca compraron una cama. Dormían en un buen colchón comprado en una de esas tantas tiendas de la avenida Sucre, propiedad de un árabe. Cuando llegaron a ese apartamento, la única pertenencia era el colchón. Poco a poco fueron comprando lo necesario: sillas, mesas, muebles, cafetera, televisión, elementos decorativos y la casa iba agarrando vida, y de felices no más se les pasó eso de comprar la cama. Ya para cuando entraron en razón de que faltaba, llegaron a la conclusión de que no
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faltaba porque habían, hasta ese momento, sobrevivido y vivido sin ella. A la mañana siguiente, Cronopio los levantó muy temprano, a eso de las 7 de la mañana. Era un perrito chiquito que trajeron de la calle hacía 1 año. Era una fresca mañana sabatina. Facundo se paró del colchón a petición tácita del perro, puso a hervir agua para el café y bajó a pasear a su pequeño amigo. Fue a la panadería de La Villa y escogió 3 panes dulces y mermelada de guayaba. De regreso, también compró 2 naranjas y una manzana. Al llegar, lo recibió Camila con un sorpresivo salto desde un mueble situado al lado de la puerta, de forma tal que no la viera cuando entrara. Con un beso de buenos días, café, pan, mermelada y frutas, empezó el sábado de esta joven pareja. Al mediodía estaban Facundo, Cronopio y Camila en la montaña situada al frente de Montalbán, llamada El Tanque, haciendo una caminata por la naturaleza, por los pedacitos de naturaleza que sorteamos los caraqueños. Volvieron temprano a casa, para limpiar un poco y poner a enfriar las dos botellas de vino y la caja de cerveza. Hoy tenían visita. Lucía, Gabriel, Daniel, Verónica y Marcelo los visitaban hoy, como es costumbre, cada quince días desde hace bastante tiempo. Lucía era maestra de artes plásticas, Gabriel era un novato escritor de cuentos, Daniel era un experto, como pocos, en todo lo que al tango se refiera y trabajaba de cajero de supermercado, Verónica hacía teatro y Marcelo era productor cinematográfico. Ellos, junto a Facundo y Camila, eran una especie de círculo cerrado, muy cerrado de amigos, quienes, salvo excepciones, se reunían cada 15 días a escuchar tangos gracias a la dictadura musical de Daniel, a hablar un poco de sus vidas y de la vida y a tomar vino, comer pan, queso, aceitunas, lo que hubiese.
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Lucía y Daniel, esta rara pareja, fueron los primeros en llegar, pasadas las 7 de la noche. A los minutos llegó la otra pareja, Verónica y Marcelo, acompañados de Gabriel, amigo soltero, especie de hijo con el que creían iban a cargar siempre. Los invitados se encargaban siempre de la comida y la música (Daniel) y los anfitriones de la bebida. –Afiches es tal vez el tango más desgarrador que he escuchado. Y mira que he escuchado muchos tangos. Escuchar a Goyeneche cantarlo y que no se te ponga la piel de gallina, es no tener corazón– soltó Daniel de rodillas frente al pequeño equipo de sonido. –Toda mi vida no se queda atrás, Danielito– replicó Camila– es horriblemente desgarrador. –Es triste, chica. Desgarrador es Afiches, que el tipo le provoca balearse en un rincón. ¡Dime tú! –Pues sí. Concuerdo con Daniel. Y esta vez te estoy dando la razón porque la tienes Dani, no para que dejes de joder– dijo la espigadísima Verónica. Facundo, concentrado en una partida de Ajedrez con Gabriel, pensaba en ese momento que De la canilla era, a su manera, un tango desgarrador. Lucía, cogiendo dos cervezas de la nevera, se sentó en el piso, a un costado de la mesita de fotos, junto a Camila, las dos brindaron por Adiós Muchachos y rieron ante su ignorancia sobre el tango. Marcelo empezó con un monólogo sobre sus últimos trabajos, hablaba y hablaba, mientras hacía un vano intento de bailar tango. Relacionaba lo que hacía con los trabajos de Wong Kar–wai. Un estilo sensual de narración, una obra postmoderna, sin limitaciones por marcos de géneros. –La próxima vez que nos encontremos, lo traigo para que disfruten. Lo merecen. Recordemos que era un tipo estudio, así que seis personas acompañadas de cerveza, vino y humo de cigarrillo
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eran una verdadera multitud. Cerca de las 3 de la mañana, mientras Daniel ponía muy bajito un disco de Julio Sosa, que empezaba con Cambalache, Verónica recordó la invitación que habían hecho sus tíos a la casa de la playa en Choroní, en las costas de Aragua, al centro de Venezuela. La casa estaba presta para ser ocupada por este grupete durante el próximo fin de semana y, con lo que a todos les gustaba ese pintoresco pueblo costero, accedieron en el instante en el que ella les informó. Casi a las 5 de la mañana llamaron a un taxista amigo, quien remolcó a los 5 invitados a sus casas, quedando pendiente coordinar los detalles del viaje durante la semana. Ese domingo durmieron hasta muy tarde, y mientras lo hacían, Camila soñaba con Choroní, y que durante las afamadas fiestas de San Juan se apoderaba de la atención de todo el pueblo, amenizando la celebración al son de su guitarra. Casi al mediodía, cuando despertaron, cada uno fue a lo suyo. Facundo debía entregar a primera hora del lunes el prólogo de un libro y Camila debía dos cuadros que debían ser entregados a más tardar el martes a primera hora. Sólo con ropa interior puesta, se encontraba Camila frente al lienzo en el que se dejaba ver una calle otoñal con un grupo de niños jugando en un parque. En la cocina, Facundo pasaba dos huevos por agua y los salpicaba de pimienta, al tiempo que picaba un trozo de pan, todo lo que, sumado a un jugo de guayaba recién hecho, serviría de almuerzo. Uno es como es por la persona que tiene al lado, o uno busca la persona que necesita para ser como se quiere ser, pensaba Facundo mirando a una concentrada Camila. Un amigo, citando a grandes escritores, Dos Passos, Borges, me comentaba que quien escribe es Dios, pero quien es parte de ese universo de la escritura, como personaje, hace que el escritor sea escritor. Tú eres escritor porque me creaste, me
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dice Facundo, a quien he tenido ganas de desaparecer del cuento. Te debes a mí, quizás, si me desapareces, esto no existiría y no serías escritor. Pasaron todo el día en el apartamento. Entrada la noche, Facundo montó la bicicleta y fue hasta el edificio Ámsterdam, en la avenida Páez, frente a la Plaza Washington en El Paraíso. Llevaba consigo una copia del prólogo que recién había hecho, para finiquitarlo con su jefe. Mientras tanto, Camila iba a la mitad del segundo cuadro, más sencillo: una foto horrenda de una anciana recién fallecida. La foto, por supuesto, no era de la señora fallecida, era de esas todas solemnes que estilan poner en algunas casas. De regreso a casa, Camilo llevaba consigo una botella de sangría para compartir con su amor y empezar la semana de la mejor manera. Así bebieron ese domingo hasta muy tarde e hicieron el amor una y otra vez, hasta que, sin darse cuenta, durmieron profundamente hasta bien entrada la mañana del lunes. Camila tenía una cena con sus padres, en ocasión del próximo nacimiento de su sobrina. Las reuniones familiares la ponían de mal humor y más aún si Facundo no iba, la ponía muy triste. El muchacho tenía un encuentro con antiguos amigos de la facultad, cosa que tampoco le entusiasmaba mucho, pero se había comprometido y tampoco era que le desagradaba la reunión. –Vas y te portas de lo más “fancy” con tu familia, mamasita. Bien cacherosa. –Ridículo. Bueno, bueno, no creas que voy encantada a esta “reu”. Es insoportable el alardeo de 4 pendejos por una sillita que tienen en la administración pública. –No vayas. –Debo. –No debes. –Bueno, en alguna medida siento curiosidad.
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–¿Nos vemos acá o hacemos algo luego? –Nos escribimos y cuadramos. Te amo mi reina. –Y yo a ti. Así, cada uno partió a sus destinos. Camila iba a una zona del este de Caracas muy burguesa: Alto Prado. Por su parte, Facundo se dirigía a La Pastora, populosa y pintoresca parroquia caraqueña. No tiene importancia citar acá lo acontecido en cada una de las reuniones, ya que ninguna resulta trascendente para el desarrollo de la historia. Vale plasmar el eterno empeño de la madre de Camila porque esta dejara la pintura y entrara a trabajar en la compañía del papá, ayudándolo en la administración. Ya pasadas las once de la calurosa noche del oeste caraqueño, Facundo y su compañera se encontraron en la redoma de La India, en La Vega. Comieron arepas en Los 3 Mil Sabores y decidieron hacer las cuadras que les restaban para llegar a casa, como de costumbre, caminando y contándose entre sí las anécdotas vividas durante el día: los amargos cafés, las ínfulas de los colegas, el té con la madre, la cerveza con el gordito que hace tanto no veía, la risa fingida por el chiste clasista, el excesivamente fuerte apretón machista de mano, las preguntas banales sobre el por qué de la barba, Facundo, y dale con esa pinta de jipi, Camila. A primera hora del martes, Camila salió con los dos cuadros bajo el brazo hacia la casa de la señora Fátima De Gouveia. 5 mil Bolívares que le caerían muy bien, una parte para ahorrar para la renta del apartamento, la otra destinada a ser moneda de cambio en Choroní el siguiente fin de semana. –No dejaré de sorprenderme. Con esa pinta que te gastas y mira qué lindo pintas. –No comencemos, mi doña. ¿Me va a dar efectivo? –No, querida. Con los peligros que se viven hoy en
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día, yo nunca tengo efectivo. Mucho mono en la calle. Cheque. –Bueno, dele. Por favor. –Deja el apuro y siéntate que te hago café. Mi hija, que se fue la semana pasada de vuelta a su casa en Funchal, dejó unas blusitas mortales, te las voy a meter en una bolsita. Eso sí: es europeo. E–U–R–O–P–E–O. No se encuentra aquí. –No, señora Fátima. En serio. Déjelo así. –¡Shhhh! –Dele, y apúrese con el café. ¡Qué carajo…! –Muchacha grosera. Eso se te pega del jipi ese. –¡Perdón, perdón! Cuantas veces no vi a esta vieja de mierda comprando en las jornadas de Mercal que hacen ahí, frente al I.N.D, o en el Barrio Adentro. A ella y a las amigas, siempre tan malas gentes, tan peyorativas hacia el resto del mundo, tan arrogantes, frustradas de la vida. Y no es que yo sea chavista, con la política estoy un poco divorciada. Al fin y al cabo Europa la tiene a 10 horas. Deberían coger sus cachachás e irse para la mierda. Pensando la cosa bien, no todo es malo con estas mujeres. Gracias a ese altísimo ego que tienen, por lo menos 8 cuadros he pintado, que me parecen horrendos en su mayoría, pero que, con altas y bajas, me han resuelto casi todo este año. Cruzando la esquina El Cují, Facundo caminaba a paso redoblado a causa de una llovizna a un encuentro con Verónica en un bar pequeño de la zona. Cada uno en sus cosas, coincidieron en la misma zona de Caracas, así que acordaron almorzar cerca de la una de la tarde. Así aprovechaban y se comentaban un poco cualquier cosa relevante del viaje del fin de semana. –Salimos más bien temprano, flaco. El viernes a las 8
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de la mañana yo pregunté a todos y ninguno se negó. –No puedes hacer que nos levantemos tan temprano, Vero. –Dale: ustedes y su pereza. –Así somos, mujer. –Vale. A las ocho en el terminal La Bandera. –Haremos lo posible. –¿Compramos comida acá? –No, chica. Son 3 días nada más. Empanaditas y pescadito barato. –Dale. –Bueno. Rico todo. Gracias por la invitación, te debo el postre para luego, ando hasta las manos editando un libro de mi jefe. –Que nadie lee, querido. –Por eso me pagan. –Qué suerte tienes. Salúdame a Cami. Por la tarde quedaron Camila y Facundo para ir al cine. Resulta que el cine venezolano pasaba por una especie de renacer y eso los contentaba muchísimo. Compraron unas galletas y pasaron a la función. Al rato salieron contentos por lo que vieron y cogieron un congestionado metro desde la estación Chacao teniendo como destino final La Paz. Durante el viaje, Camila, impredecible y volátil, decidió que no quería viajar en metro en hora pico y se salieron en Bellas Artes. Ahí caminaron por el tramo México– Universidad en plena hora de caos caraqueño. Antes de llegar a Capitolio, se desviaron y subieron por la cuadra de Bolívar, plaza San Jacinto, plaza Bolívar y salieron por la esquina Principal, contemplando el recién remozado teatro homónimo de la esquina. Se detuvieron un par de metros más adelante, en el Bar La Indiecita, popularmente conocido por quienes hacen vida por esos lados como
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“Cancillería”, debido a que está literalmente al frente de la Casa Amarilla. Comieron unas arepas con mariscos a la vinagreta y tomaron dos tercios negros cada uno. Camila sostenía su negativa a montarse por la noche de hoy en el metro, así que subieron a una camionetica que cruzaba toda la Baralt, El Paraíso y los dejaba muy cerca de casa, lugar al que llegaron cerca de las 10 de la noche. No pasaron más de tres minutos mientras subieron al apartamento y bajaron con Cronopio a dar un paseo nocturno. Conversaban sobre el día, la vieja desagradable, el almuerzo con Vero y el viaje a Choroní. A Camila le excitaba mucho la idea de que un día pudiesen mudarse a ese pueblo. Sería tan feliz. Facundo la secundaba, Choroní tenía muchas bondades, pero ver feliz a Camila era la mayor de todas. La amaba mucho, la admiraba por ser tan feliz, por ser tan sencilla y fresca, por inspirar tanto, por ser su musa, la amaba porque él era ella, él no podía ser solo: sin ella, él no era. Sin saberlo, este viaje a Choroní iba a cambiar la vida de todos. Representaría un giro de 360 grados en su día a día, marcaría por siempre sus acciones, sus pensamientos. Serían protagonistas de acontecimientos increíbles, experiencias incontables, sensaciones que un ser humano no es capaz siquiera de pensar. El amor y el odio, la tristeza, felicidad, el dolor, eran sensaciones y sentimientos que ni remotamente podían describir lo que estaba por suceder. El resto de la semana la pasaron más juntos que nunca, queriéndose con más intensidad, disfrutando uno del otro, admirándose, conociéndose, reconociéndose y amándose. Felices de que la vida los cruzara. Sentían la necesidad casi agónica de no separarse, quizás como un presagio de lo que podía suceder prontamente. Como un día te sonríe, al día siguiente la vida se caga sobre ti. Y llegó el viernes. Lograron Camila y Facundo
Unos Cuentos Cortos para Caracas
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despertarse muy temprano y a las siete de la mañana ya habían salido de casa, rumbo a La Bandera. A la altura de la redoma de La India, el MetroBus en el que viajaban estremeciendo a todos los pasajeros chocó con una camionetica que bajaba de La Vega. Aunque no pasó nada grave, fue un lio el asunto y hasta que no llegó un nuevo transporte a remolcar a los pasajeros nadie se movió del sitio a excepción de Camila y Facundo que optaron por hacer la corta ruta que les quedaba a pie. –Madre mía, ¡qué susto! El día ha comenzado de una forma horrible. –No paso nada, mi bella. No comenzó tan bien pero terminará genial. –Seguro, pero me asusté. –Te amo, y no pasó nada. En un rato estamos en Choroní. Lo demás sobra. –¿Y si nos quedamos? Hagamos algo en casa, Facu. –Ni hablar. Vamos a la playa mi amor. No pasa nada. –Bueno, si yo decidiera, me quedaría. –No, mi vida. Los dos decidimos ir. –Vamos –dijo Camila, sorpresivamente asustada. Así siguieron y se llevaron a los pocos minutos otro gran susto. Un carro viejo, de esos que en Venezuela les dicen catamarán, se abrió de canal de forma imprudente ocasionando un choque múltiple. Dos motorizados y dos carros en total, todo, a 3 metros de la pareja y al tiempo que presenciaban un robo a mano armada, con tiros al aire y múltiples gritos causados por los nervios colectivos. Todo pasaba ahí donde termina el puente de Los Leones y hay una salida que viene de la autopista donde resulta un infierno para los transeúntes poder cruzar. Camila no era supersticiosa, pero a pesar de eso, le pidió a Facundo
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volver a casa y cancelar el viaje. El joven, tranquilizándola y brindándole seguridad, la convenció de dejar tal idea a un lado y llegar de una vez por todas al terminal de autobuses. Se lamentaba de todo lo que había ocurrido en los últimos quince minutos y contenía las ganas de frenar de golpe, darse la vuelta y volver a casa, seguros con Cronopio. Llegaron a la estación La Paz en medio de un sorpresivo y fortísimo aguacero y un repentino y extrañísimo llanto de Camila. Facundo, abrazándola muy fuerte, compró dos tickets, solo de ida. En ese momento, se paró de su sillón. Corre, te va a dejar el autobús, le gritó la madre. El muchacho agarró su bolso y paró la novela que estaba leyendo, como cualquiera que cierra un libro en el que está inmerso por tener otras cosas que hacer. Salió de casa y llevo consigo la novela Camila y Facundo, el increíble viaje a Choroni, que apenas comenzaba a leer y que le emocionaba tanto.
ÍNDICE Teléfono Gardel en el Principal La Cooperativa RS Total, más nunca la voy a ver El año de mi vuelta a Caracas El Flaco de El Cementerio Corre, te va a dejar el autobús
11 23 33 41 55 75 83
Se terminó de imprimir en agosto de 2011 en el Sistema Nacional de Imprentas San Felipe estado Yaracuy República Bolivariana de Venezuela La edición consta de 500 ejemplares