Algo azul (fanbook)

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ALGO AZUL

Varios autores


© Doctor Who pertenece a la BBC © Ilustración de la portada: Carolina Bensler © Algo azul es una antología sin ánimo de lucro. Todas las obras que se exponen aquí pertenecen a sus respectivos autores: Isidro LZ, Fluvia, Emma FM, @SherezadeSoL, Aitor Martínez. Noviembre 2013


Índice La bruja del bosque. Isidro LZ.…4 Primera noche. Fluvia… 18 Atrapados. Emma FM… 19 Chasing his starlight. Fluvia… 25 Viaje a la luna @SherezadeSoL… 26 Ilustración. Aitor Martínez …35


La bruja del bosque Isidro LZ

Galicia, año 1128 DC Lo primero que vieron el Doctor y Donna Noble en cuanto salieron de la TARDIS fue un bosque de un verdor tan intenso que la vista tardaba unos segundos en acostumbrarse. Los helechos y los árboles cubiertos de musgo crecían imponentes, llenos de vida, tratando de alzarse sobre sus compañeros para poder acariciar algunos rayos del sol suave que iluminaba aquella zona alejada del mundo. El bosque era tan espeso que apenas llegaba luz al suelo, la poca que dejaban pasar las copas de los árboles se filtraba entre las hojas y creaba un hermoso juego de luces y sombras. Donna extendió las manos, maravillada, y acarició una planta. La sintió cubierta de rocío. —Este sitio es precioso, Doctor, pero no es lo que me prometiste— comentó Donna, mirando a su amigo con cierto rencor—. ¡Se supone que íbamos a un spa! —¡Oh, vamos! ¿Dónde está tu sentido de la aventura?— exclamó el Doctor alegremente, saliendo de la TARDIS de un salto y bañándose en una marea de helechos y arbustos que resultaban esponjosos y húmedos al tacto—. Este bosque está pidiendo a gritos que lo exploremos, Donna, a gritos. ¿No los oyes? Donna miró al Doctor y frunció el ceño. Con él nunca se sabía si estaba hablando o no literalmente. Se mordió el labio. —Parece un buen plan, pero… —¡Venga, vámonos ya de paseo! —¡Oi, no te pongas así conmigo, que no soy un perro! ¡Me prometiste un spa! —Y te llevaré a un spa, Donna, te llevaré al spa más fantástico del planeta más brillante y más maravilloso que te puedas imaginar. Donna dejó de ponerse de morros y sonrió, muy a su pesar, con ilusión. —¿Me lo prometes? El Doctor le devolvió una sonrisa franca y confiada. —Te lo prometo. Donna, sin excusas ya para seguir dando guerra, se animó a salir de la TARDIS y pisó por primera vez aquella exuberante vegetación. Era tan frondosa que no alcanzaba a ver un solo trozo de tierra. —¿Dónde estamos?— quiso saber Donna. —Estamos en Galicia— explicó el Doctor mientras se abrían paso entre la maleza—, una tierra que un día muy, muy lejano formará parte del país que tú conoces como España. —¡Yo estuve de vacaciones en España! —Sí, Donna, todos hemos oído mil veces la historia de cómo buceabas en España mientras los Daleks invadían el mundo— murmuró el Doctor poniendo los ojos en blanco. —¡Hacía más cosas aparte de bucear! Me dieron masajes y comí paella, por no hablar de que conocí a un morenazo que también estaba para comérselo… El Doctor se llevó los dedos a la boca y pidió silencio murmurando shhh. —¡Eh! ¡A mí no me chistes! —Oigo algo, y esta vez es de verdad. Donna miró alrededor. Trató de agudizar el oído, concentrada, pero lo único que podía escuchar era el rumor del viento zarandeando las ramas de los árboles. —¿Qué oyes? —No acabo de identificarlo— respondió el Doctor, pasándose la lengua por los labios en ademán pensativo—. Pero no me gusta... Sigamos. La eventual de Chiswick continuó caminando tras el Doctor, puesto que con aquella espesura no había manera de ir uno al lado del otro, pero lo hizo sintiéndose un tanto desencantada. El bosque que antes le había parecido radiante ahora se había tornado oscuro y aterrador, con más sombras que luces. Se había convertido en un lugar que ocultaba algo entre sus árboles, algo que les acechaba. —Aguafiestas— murmuró Donna, molesta—. No podíamos dar un agradable paseo por el bosque sin que tú vinieras a decir que oyes algo que se esconde entre los árboles y nos metieras mal rollo en el cuerpo. Mal rollo, Doctor, mal rollo. —¿Qué has dicho? —Ya me has oído. —Desafortunadamente sí, te he oído. Donna iba a darle una réplica mordaz a ese comentario, pero el Doctor se dio la vuelta inesperadamente y la dejó con la palabra en la boca. —Pero, ¿y lo bien que te lo pasas conmigo? 4


Allí estaba, pensó Donna para sus adentros. Allí estaba esa sonrisa peligrosa y seductora a la que no había manera de resistirse… No pudo evitar sonreírle. —Sigamos adelante. Poco tiempo después encontraron algo parecido a una senda, donde por fin se podía vislumbrar parte del suelo. La siguieron durante varios minutos hasta que fueron directos a parar a lo que sin duda debía ser el camino principal, si podía llamarse eso a un trecho de tierra de unos pocos metros de ancho al que apenas seguía sin llegar a iluminar la luz del sol. Donna se sentía como si estuviera en una selva. —¿A dónde nos llevará este camino? —Todos los caminos conducen a Roma— respondió el Doctor enigmáticamente. —O a Pompeya, más bien… ¿Sigues oyendo ese sonido tan extraño? —No, ya no. Pero sigo sintiendo a esa criatura cerca. —¿Criatura? —Por llamarla de alguna forma. —¿Estamos en peligro? —¿Acaso estamos alguna vez a salvo? —No te me pongas chulo, Doctor. Espera, acabo de caer en la cuenta. No me has dicho en qué año estamos. —Estamos en el año 1128. —¡Vaya!— exclamó Donna, entusiasmada, mirando a su alrededor con un renovado interés—. ¡Donna Noble en el año 1128! ¡Qué emocionante!— se paró a pensar en ello detenidamente, frunciendo el ceño—. ¿Y qué se nos ha perdido en el año 1128 en Galicia? —No lo sé— respondió el Doctor con sinceridad—. Yo quería llevarte al mercado de Akhaten, pero la TARDIS decidió que debíamos venir a este lugar. ¡Ey! ¿Ves eso de allí? El Doctor extendió el dedo, señalándola, pero Donna ya había visto la columna de humo que se elevaba en la distancia. Los dos amigos se miraron a los ojos, emocionados, y comenzaron a correr cogidos de la mano hacía aquello que desentonaba por completo en la hermosa monotonía verde y frondosa de Galicia. Donna miró al Doctor un instante durante la carrera, pensativa, y comprendió que lo que más disfrutaba de viajar con él no era conocer sitios nuevos, apasionantes y maravillosos. Lo que más disfrutaba era su compañía, su amistad y, sobretodo, la forma en que le pillaba mirándola de vez en cuando, como si se sintiera orgulloso de ella. Ese brillo apasionado de su mirada que habría bastado para encender un fuego era lo más asombroso que jamás había visto Donna. El Doctor, siguió pensando ella, habría hecho del sitio más aburrido del mundo algo maravilloso, porque eso es lo que hacía él. Hacía mejores a los lugares y a las personas. La hacía mejor a ella. Y, le gustaba pensar a Donna con timidez en el fondo de su corazón, ella le hacía a él mejor. Finalmente llegaron a lo que se trataba de una cabaña de piedra muy modesta, pero de aspecto acogedor, que estaba construida entre los árboles. Daba la impresión de estar apretada, como si el bosque se la fuera a comer en cualquier instante. El Doctor y Donna se detuvieron a descansar y suspiraron, exhaustos. Él se pasó la mano por su pelo castaño, dejándolo revuelto. Sonrió. —¡Mira, Donna!— exclamó el Doctor, acercándose a un cartel que había clavado junto al camino—. Parece que esto es una posada. —¿Una posada? ¿Y quién se dejaría caer por este lugar? —Quizá alguien que esté haciendo el camino de Santiago. ¿Qué más da? Nosotros estamos aquí— repuso él, sonriente—. ¡Vamos a ver qué encontramos! —¡Pero, Doctor!— exclamó Donna mientras él corría hacia la puerta—. ¿Tienes al menos dinero? ¿Dinero que puedan aceptar unos gallegos del año 1128?... Para qué me molesto. Donna se dirigió al trote hacia la entrada de la posada. El Doctor estaba esperándola allí. —Damas primero, por favor— dijo el Doctor galantemente, sosteniéndole la puerta. —Gracias, caballerrro— respondió Donna con exquisitez, exagerando su acento inglés. Los dos entraron riendo al interior de la posada, alegres, y llamaron inmediatamente la atención de todos los que estaban en su interior. El Doctor y Donna miraron a su alrededor con curiosidad. Estaban en lo que era sin duda una especie de taberna. Una docena de viejas mesas de madera se extendían a lo largo de una sala relativamente grande de techo bajo. Las paredes de piedra estaban cubiertas de antorchas que emitían una débil luz que luchaba penosamente contra la penumbra del lugar. En la pared oriental de la sala había una chimenea donde crepitaba un alegre fuego, que era la fuente principal de iluminación de la estancia. Una decena de personas les miraban con tanta curiosidad como la que ellos mostraban, o quizá más. —Hola, ¿qué tal?— les saludó el Doctor amistosamente. Los clientes de la taberna les miraron con un sentimiento renovado: sorpresa. Antes de que ninguno pudiera decir nada, una mujer de mediana edad salió rápidamente del mostrador que había al fondo de la estancia y acudió a su encuentro. —¡Hola!— dijo, respondiendo al saludo. Llevaba el pelo rubio recogido en un moño, y sus ojos verdes les miraron con simpatía—. ¡No vienen muchos forasteros por aquí, y menos que sepan hablar tan bien gallego! Ni siquiera he tenido que llamar a mi marido, que es el único que habla castellano en la aldea… La mujer hablaba veloz y nerviosamente. Parecía muy emocionada por la idea de tener clientes nuevos en su negocio, 5


algo que sin duda no ocurría muy a menudo. —Qué amables sois por aquí— repuso el Doctor, sonriente. —¡Por supuesto que lo somos!— exclamó ella, mostrándose casi ofendida—. Para lo que gusten, señores. ¿Desea una habitación para vos y para su mujer? El Doctor y Donna cruzaron una rápida e incómoda mirada. —No estamos casados— aclaró el Doctor. —Ni en sueños— añadió Donna tajantemente. —Nunca. —Nunca, pero nunca, ¡nunca! —Jamás. —Yo, ¿casarme con este alien delgaducho y esmirriado? ¡Ni hablar! La mujer les miró sin comprender, con suspicacia. —Ya— respondió cortésmente—. En fin, no me he presentado, qué tonta. Me llamo Lucía. Si me siguen, por favor… Lucía les condujo hasta el mostrador, mientras el resto de la clientela no les quitaba el ojo de encima. Justo cuando el Doctor y Donna estaban preguntándose qué demonios iban a hacer a continuación, una mujer de la taberna dio el paso por ellos. —¡Yo te conozco!— soltó de repente la señora. Se levantó de su silla y miró en dirección a ellos, emocionada—. ¡Has vuelto, has vuelto! El Doctor sonrió con orgullo. —Ya puedes verlo, Donna— comentó, encantado—. Tengo admiradores allá adonde voy, incluso en este rincón perdido de la Tierra… —Quita de en medio— dijo la mujer con sequedad, apartando al Doctor de un empujón. La expresión de cómico asombro que se dibujó en su rostro bastó para que Donna estallase en carcajadas—. Eres tú, mi ángel. Has vuelto. Donna dejó de reírse y la miró con sorpresa. —No creo que frecuentemos los mismos sitios, créeme— respondió Donna con amabilidad, mirando a la mujer de treinta y pocos años, rostro bondadoso y pelo castaño que la observaba embelesada—. Te debes estar confundiendo. —Jamás olvidaría una cara como la tuya— insistió ella—. Nunca pude agradecerte lo que hiciste por mí, te fuiste tan rápido que ni siquiera pude darte las gracias… Antes de que la pelirroja pudiera reaccionar, la mujer se lanzó hacia ella. La abrazó con tanta fuerza y ternura que Donna se sintió conmovida. En cuanto se separaron Donna se dio cuenta de que ella estaba llorando, pero no tuvo tiempo de hablar, porque aquella mujer misteriosa se adelantó nuevamente a sus movimientos. —¡A la siguiente ronda invito yo, señores! La ovación entusiasta que siguió a esa afirmación habría bastado para despertar a todas las criaturas del bosque. *** Pasadas unas horas el Doctor y Donna ya se habían hecho amigos de la mayoría de los clientes de la taberna, a lo que contribuyó notablemente la generosidad de la mujer que Donna más tarde descubrió que se llamaba Adela. Los gallegos sabían que eran forasteros, pero por algún motivo lograban que el dinero de la cartera de Adela fluyese con la misma naturalidad que el agua de un río, así que los aceptaron sin reparos, encantados. Los dos compañeros disfrutaron de las historias que les relataron con mucho gusto los habitantes del lugar, que al parecer vivían en una pequeña aldea que quedaba un poco más alejada, bajando el camino principal. Conocieron a Vicenzo, un simpático leñador que se ganaba la vida recogiendo ramas y talando los árboles que estorbaban. Su risa franca y su mirada serena le hicieron saber a Donna que era la clase de hombre que ella hubiera querido tener a su lado en un aprieto. También conocieron a Teresa, una mujer ya entrada en años que les hizo reír en más de una ocasión con las anécdotas que les contó de sus hijos. Y, por supuesto, conocieron a Xavier, el marido de Lucía. Se trataba de un hombre que podía definirse básicamente como un armario. Era moreno y alto, tan alto que casi rozaba el techo con su cabello negro. Sus brazos parecían toneles, y en su torso atlético podría haberse rallado queso sin ninguna dificultad. Había nacido en los montes vascos, pero había pasado su vida recorriendo la cornisa cantábrica, visitando pueblos y ciudades y yendo de aquí para allá. —Hasta que la conocí a ella— concluyó Xavier, mirando a su mujer como si fuera la única del mundo—. En cuanto la vi supe que mis años de nómada habían terminado. Por fin había encontrado mi hogar. Lucía sonrió, encantada, y todos en aquella taberna pudieron apreciar que era la sonrisa de una mujer enamorada. Se puso de puntillas para darle un beso a Xavier que terminó por convertirse en todo un morreo en condiciones. Teresa y algunos vecinos más estallaron en carcajadas, vitoreándoles, pero el Doctor y Donna apartaron la mirada, sintiéndose un tanto incómodos. Sus ojos se cruzaron durante un fugaz instante. Era un hombre muy guapo, pensó Donna tontamente. Quizás fuera porque llevaba bebidas un par de copas de más, pero en aquel momento le pareció extraordinariamente guapo. Más guapo de lo habitual. Ni siquiera se trataba de 6


su sonrisa adorable ni de las pecas que cubrían sus mejillas. Podía sonar a tópico, o al menos sonaba a un cliché de lo más cutre en la mente de Donna, pero lo cierto era que ella encontraba hermoso no su aspecto, sino el interior. Había algo en su interior, una especie de luz, que la atraía de manera irremediable, haciéndola sentir como una polilla. Y era una luz terriblemente hermosa. Definitivamente has bebido de más, pensó Donna. Se rió y se puso en pie para tratar de despejarse. —¿Te encuentras bien?— le preguntó Adela, que pasaba por allí en ese momento. —Sí, claro, no te preocupes. Donna se fijó en que Adela no había venido sola. Había un niño pequeño de alrededor de dos años cogiéndola de la mano. Tenía una mata revuelta de pelo castaño que a Donna le resultó muy parecida a la de Adela pero que, por alguna razón, le recordaba aun más a la del Doctor. El niño le sonrió a Donna. —Hola— saludó el niño. —Hola— dijo Donna, devolviéndole la sonrisa. Se puso en cuclillas para estar a su altura—. ¿De dónde sales tú, pequeñín? —Del piso de arriba. ¡Estaba durmiendo!— exclamó él, emocionado, como si hubiera venido de vivir una gran aventura. —Dormir es bueno— aseguró el Doctor, que se agachó junto a ellos—. Dormir es muy, muy bueno, haces bien. Hay que dormir mucho y hay que comer muchos plátanos. Los plátanos son buenos, ¿lo sabías? —¿Qué es un plátano? —¿No sabes qué es un plátano?— replicó el Doctor, fingiendo escandalizarse. Metió la mano en sus bolsillos y sacó uno. Donna se preguntó por qué demonios llevaba un plátano encima—. ¿Quieres probarlo? Es algo bueno, se lo prometo— le dijo el Doctor en tono tranquilizador a Adela, que miraba la fruta con desconfianza. Finalmente, la mujer asintió. El niño extendió la mano y cogió la extraña pieza amarilla. —¿Qué se dice, Romanciño?— inquirió rápidamente Adela. —Gracias— murmuró el niño al canto, toqueteando la fruta con los ojos muy abiertos. El Doctor le enseñó a pelarlo y le explicó cuál era la parte que debía comer. Romanciño, tras unos cuantos segundos de expectación, le dio un bocado y acto seguido comenzó a dar saltitos de pura emoción. —¡Está muy bueno, mamá! —Te lo dije— insistió el Doctor, guiñándole un ojo. Donna miró al Doctor con cariño. —Se te dan muy bien los niños. El Doctor le sonrió en respuesta a su amiga, pero a ella se le partió el corazón, porque pudo ver con toda claridad que era una sonrisa amarga, llena de tristeza y nostalgia. Antes de que pudiera decir nada él ya se estaba levantando, murmurando algo sobre echar un vistazo a no sé qué cosa de no sé qué sitio. Donna también se puso en pie, encontrándose de frente a Adela, que sonreía divertida. —Tu hombre y tú sois las personas más extrañas que he conocido en mi vida. —Me dicen eso muy a menudo— bromeó Donna, sin molestarse en rectificar la parte en la que mencionaba que el Doctor era “su” hombre. Adela no le quitaba la vista de encima a Donna. —¿No vamos a hablar de lo que pasó, verdad? Ella se mostró nuevamente confusa. —No sé de lo que me hablas. ¡De verdad que no lo sé! Adela suspiró, resignada. —No voy a tratar de comprender a los ángeles, porque sé que nunca podría. He crecido en la tierra de las meigas, en una tierra de embrujos y de secretos. Conozco lo suficiente de la vida como para aceptar que hay cosas que nunca entenderé. Pero hoy todo eso no importa, lo único que importa es haberte podido dar las gracias al fin. Me basta con tenerle a él, a mi Romanciño, porque él es lo que hace que mi mundo funcione... Él es lo único de este mundo de locos que quiero comprender. —Es un niño muy mono— comentó Donna torpemente, asumiendo que había trozos del diálogo de esa señora que ella, definitivamente, no iba a comprender. —Es clavadito a su padre— aseguró Adela con orgullo contenido. Durante un instante, un breve instante, Donna identificó en los ojos de Adela la misma profunda nostalgia que había visto en los del Doctor—. Él ya no está con nosotros, mi ángel, pero yo no dejaré que le olvide. Todas las noches, antes de dormir, le cuento historias sobre su padre. Le hablo de lo valiente que era, de sus ojos azules, de sus heridas de guerra y, sobretodo, de su sonrisa. Cada vez que sonreía me hacía sentir cosas, cosas hermosas, aquí— murmuró ella, llevándose la mano al pecho—. La sonrisa de su padre es la magia más real que jamás he conocido. —Entiendo lo que me dices— respondió Donna, enternecida, y pensó en una persona muy concreta. —Él no será el último en caer. Habrá más— murmuró de repente una voz. Donna se dio la vuelta, sobresaltada, y reparó por primera vez en la presencia de una anciana a la que, sorprendentemente, no había visto en todo el tiempo que llevaba en la taberna. Estaba sentada a un par de sillas de distancia. —¡Señora! ¡Qué susto me ha dado!— gritó Donna. —Habrá más— repitió la mujer sombríamente. 7


La señora era realmente siniestra, pensó Donna con una mueca de disgusto. Iba vestida con una larga capucha oscura que sumía su rostro cubierto de arrugas en sombras. Su nariz ganchuda y afilada sobresalía, acabada en punta, mientras que sus ojos grandes, redondos y brillantes recordaban a los de un búho. Solo le faltaba un sombrero para dar la apariencia de una perfecta bruja, literalmente. —No la asustes con tus habladurías, Roxana— pidió Adela, mirándola con el mismo disgusto que Donna. —¿Qué se cuece por aquí?— preguntó el Doctor animadamente, que llegó dando brincos en cuanto se fijó en que una mujer espeluznante se disponía a relatar una historia de terror. —Acabo de descubrir a la tatarabuela gallega de la bruja Lola— informó Donna. —He dicho que habrá más, forasteros— insistió Roxana, molesta por la poca atención que estaba recibiendo. Agitó su melena rizada y canosa con un gesto teatral que a Donna le hizo pensar en un anuncio de Pantene. Reprimió una sonrisa—. El marido de Adela no fue el primero, ni será el último. —¿A qué se refiere?— quiso saber el Doctor. —No empieces— la advirtió Adela, fulminándola con la mirada. —Meh— repuso la bruja Roxana, agitando la mano con desdén—. Estás hablando, pero todo lo que oigo es: meh, meh, meh, meh, meh. —Comience ya la historia, que queremos oírla antes de que nos hagamos viejos y muramos— gruñó Donna. —No deberíais haberos dejado caer nunca por estas tierras, forasteros. En estos bosques habita la meiga más poderosa del mundo conocido. —¡Vaya humos, señora! ¡Se lo tiene usted muy creído! —¡No hablo de mí, zopenca! Hablo de una auténtica meiga, la única que he llegado a conocer de cerca. Siempre he sido una mujer muy sensorial, ¿sabes, moza? Lo he sido desde que era una niña pequeña y salía a jugar al bosque. Podía sentir el alma de los árboles y de los pájaros. Sentía algo, ¿comprendes? Era consiente de que estaban tan vivos como yo. Y fue uno de esos días cuando la… sentí. La escuché. —¿Qué escuchaste?— preguntó el Doctor, interesado. —No sabría explicarlo— repuso la bruja Roxana ansiosamente, contenta por tener un público nuevo que se mostraba tan entusiasmado—. Lo que escucho cada vez que la siento cerca es una especie de gemido, de cántico. Es lo más hermoso y lo más espantoso que he escuchado en toda mi vida, Doctor. —¿Cómo sabes que me llamo así? —Sé que es así como te haces llamar— repuso ella, sonriendo y mostrando su destartalada hilera de dientes amarillentos—. Ya os lo dije, Doctor. Soy muy sensorial. Soy capaz de captar las almas de los seres vivos de mi alrededor. Porque todos, incluso el más pequeño helecho, la tienen, y deben ser respetadas. —¿Qué es lo que captas en mí? ¿Qué ves cuando me miras? —Veo que el Silencio caerá— soltó la bruja Roxana, echándose a reír de una forma chirriante y desagradable que le puso los pelos de punta a Donna. Adela se adelantó, colocando a Romanciño junto a Donna, y se encaró con la señora maloliente: —Como digas una sola palabra más, bruja, lo que caerá no será el Silencio; será el Guantazo. Roxana dejó de reír y la miró con algo remotamente parecido a la compasión. —Deben de saberlo, Adela. Tienen tanto derecho a saberlo como tú y como yo. —Oi, escúpelo ya— pidió Donna, ansiosa. —La meiga del bosque nos está matando a todos. La pausa que siguió a esa frase fue tan tensa y larga que pareció cortar el ambiente como un cuchillo. Finalmente, Donna habló: —¿Qué estás diciendo? —No la hagas caso— intervino Vicenzo, que se había acercado a escuchar. Todos los clientes de la taberna, en realidad, estaban poniendo la oreja desde hacía rato—. Roxana perdió la cabeza hace mucho tiempo, todos lo saben. —Han sido accidentes— añadió Lucía, muy convencida, desde el mostrador. —Ni una sola de las muertes ha sido accidental. ¿No lo veis, borregos?— escupió la bruja Roxana, mirándoles con desprecio—. No hay persona más ciega que aquella que se niega a ver lo que sucede ante sus propios ojos. ¿De verdad creéis que las muertes de casi todos los vecinos de nuestra aldea, durante los dos últimos años, han sido casualidad? Los accidentes pueden ocurrir una vez, o dos, o tres, pero no tantas, no tantas veces— repitió Roxana histéricamente—. ¿Cómo no podéis verlo? Tu marido era experto montando a caballo, Adela, ¿cómo pudo morir mientras montaba uno? Tu hermana era nadadora desde los seis años. ¿Cómo se pudo ahogar en la ría? ¿Y qué me dices de tu primo, Vicenzo? ¿Cómo pudo resbalar por un precipicio por el que había caminado desde pequeño? Tus hijos, Teresa, todos ellos, murieron en intervalos de pocas semanas. ¿Crees que eso es tan solo una casualidad? Yo la sentí, juro que sentí a la meiga junto a ellos cuando murieron. Ella estaba absorbiéndoles la vida. —Cállate— pidió Teresa, al borde las lágrimas. Donna la miró, asombrada, sintiendo un escalofrío al comprender que todas las anécdotas tan divertidas que les había contado antes aquella mujer habían tratado sobre unos hijos que ya ni siquiera estaban vivos. —No digas que no te advertí. Adela se lanzó a toda velocidad y, finalmente, antes de que Donna o el Doctor pudiesen evitarlo, la profecía se cumplió: El Guantazo cayó. 8


La bruja Roxana se tambaleó y se cayó de su silla, que rebotó y fue a parar igualmente al suelo, a su lado, con un gran estrépito. Donna apretó a Romanciño contra sí, tapándole los ojos, y el Doctor se agachó a toda prisa junto al cuerpo inerte de la mujer. Palpó su mejilla izquierda, que era la zona que Adela había abofeteado con fuerza. —Esto se va a poner muy feo con el tiempo— comentó, sacándose unas gafas de uno de sus bolsillos y evaluando de cerca a la bruja, que parecía en estado de shock. —Ella se lo ha ganado. —Nunca es lícito usar la violencia— repuso el Doctor, mirándola con una gran seriedad—. No hay nada que justifique pegar a nadie, nunca. No lo olvides. La cara de Adela era un poema, pero no dio su brazo a torcer. —El mundo no es tan simple, Doctor. —El mundo es brutalmente simple, Adela. —Voy a traer unas hierbas para la pobre señora— comentó Lucía, mirando la escena con acritud—. Le harán bien. —Puedo ir yo, no hace falta que te molestes— se ofreció Xavier, que estaba su lado. —No te preocupes, cariño. Sé que hay un ejemplar de las que necesito aquí mismo, al borde del camino— aseguró ella. Se puso nuevamente de puntillas y le dio un besazo a su marido en la mejilla. Un sonoro ‘muac’ se pudo oír por toda la taberna. Xavier se giró y se quedó mirando cómo su mujer salía por la puerta delantera en busca de las hierbas. Pensó una vez más en lo mucho que la quería. Aquella fue la última vez que la vio. *** Lucía caminó los pocos metros que la separaban del camino principal con celeridad, buscando la planta que tenía en mente. Hacía un bonito día de mediados de otoño, pero los árboles eran tan frondosos que apenas dejaban pasar luz solar. Galicia siempre había sido una tierra donde eso no suponía nada extraordinario, pero últimamente Lucía no podía evitar pensar que aquellos árboles eran demasiado frondosos, si es que eso tenía algún sentido. Le costaba pensar con claridad desde hacía un tiempo, sentía la mente embotada. Cosas de la edad, acababa deduciendo. Al fin y al cabo ya era toda una anciana con sus buenos cuarenta y un años... Por fin encontró la planta que necesitaba. Se agachó y arrancó con delicadeza unos pocos tallos, que seguramente le harían mucho bien a la pobre loca de Roxana. Los colocó sobre el delantal de su viejo vestido, que empleó a modo de cesto, y decidió que ya era hora de regresar. De repente sintió un escalofrío recorrer su espalda. Se dio la vuelta, nerviosa, pero allí no había nadie ni nada a la vista, aparte de su posada. El viento mecía las hojas de los árboles, cuyas ramas finas danzaban con suavidad. Allí no había ningún peligro aparente. Sin embargo, se sentía muy inquieta, y pensó que quería regresar cuanto antes. Quería regresar con Xavier. Comenzó a caminar con ligereza hacia la puerta. O al menos intentó caminar con ligereza. Sentía las piernas extrañamente pesadas, y andar le suponía una odisea. Procuró apretar el paso, pero mover las piernas cada vez le suponía un esfuerzo mayor. Había algo tras ella. Intentó girarse sobre sí misma, pero sus piernas se hallaban ya completamente paralizadas. Perdió el equilibrio y cayó sobre una capa mullida de hierba fresca. Cerró los ojos, aterrada, sintiendo que algo se cernía sobre su cuerpo y la envolvía. Quiso gritar, pero no salió ningún sonido de sus pulmones. Y fue entonces cuando tuvo la horrenda y serena certeza de que iba a morir, y de que no lo haría a oscuras. Miraría a la muerte a la cara. Abrió sus hermosos ojos, que por un instante se confundieron con el verdor de Galicia. No vio a la muerte, pero supo que estaba allí y que se acercaba. La aceptó con una entereza que la sorprendió a sí misma. No desperdiciaría el tiempo que le restaba de vida con lágrimas inútiles que no la llevarían a ninguna parte. No era así como pasaría sus últimos segundos. Visualizó el rostro de Xavier. *** —Es cierto, ¿no es así, Doctor? El Doctor y Donna se habían sentado en una mesa algo apartada, buscando algo de intimidad. —Todo lo que ha dicho esa mujer, la criatura que mencionó— especificó Donna—. Esa bruja, o meiga, como las llaman por aquí. ¿Existe realmente? ¿Es la misma que tú escuchaste cuando caminábamos por el bosque? El Doctor sonrió. —Bueeeeeno— respondió, alargando la “e” de esa forma tan característica suya—. Quizás la respuesta te sorprenda un poco, Donna. —Oh, venga ya. He conocido a criaturas a las que les salen tentáculos de la cara y a enanos calvos espaciales, los Santarum esos, ya no hay nada que pueda sorprenderme. 9


—Sontaran— rectificó el Doctor con infinita paciencia. —Lo que sea. ¿Existen las brujas, Doctor? ¿Nos estamos enfrentando a una? —Claro que existen las brujas— aseguró su amigo—. He conocido a algunas con muy malas pulgas, créeme. Aunque no sé si esta vez bastará un expelliermus para derrotarla. —¡Entonces es una bruja!— exclamó Donna, impresionada—. ¿También existe Hogwarts? —No puedo revelar esa información— repuso el Doctor, sonriendo con picardía—. Si es una bruja, Donna, es una muy especial, desde luego, porque lo que sentí cuando la tuvimos cerca fue algo fuera de lo común. Roxana tiene razón; sea lo que sea, es una criatura poderosa. Y no es humana. —Nunca son humanos— murmuró Donna con los ojos en blanco. De repente la expresión del Doctor se tensó. Entrecerró los ojos y giró el cuello con brusquedad hacia la puerta de la posada. —¿Has sentido eso? —¿El qué? —Por supuesto que no lo has sentido— murmuró el Doctor, hablando para sí mismo. Se puso en pie y cruzó una mirada con los ojos de búho de Roxana—. ¿Lo has sentido tú? Ella asintió lentamente desde su nuevo asiento. —¿Qué está pasando?— quiso saber Xavier. El Doctor se fue corriendo hacia la salida, sin darle explicaciones a nadie. Donna no se lo pensó dos veces y salió tras él. Los dos sintieron una brisa de aire acariciándoles las mejillas en cuando llegaron al exterior. Miraron a su alrededor atentamente, pero no vieron a nadie. —Se acaba de ir— susurró el Doctor. —Ahí hay algo— comentó Donna, perspicaz. Donna condujo al Doctor hacia una serie de tallos, que pudo apreciar gracias a su vivo color verde claro, que resaltaba a la vista. Estaban tirados sobre la capa de hierba oscura que crecía salvaje entre la posada y el camino principal. El Doctor y Donna los miraron y comprendieron al instante. —Se ha llevado a Lucía— murmuró Donna, horrorizada. El Doctor estaba sumido en sus propias reflexiones. —Está jugando con nosotros— dijo, pensativo, sin dejar de mirar los tallos que había dejado caer Lucía—. Sintió mi presencia. La sintió desde el primer momento, estoy seguro. Sabe que estoy aquí, que soy un Time Lord y que voy a tratar de detenerla. Esa vieja arpía es muy inteligente, pero se siente sola y aburrida, por eso quiere jugar a un juego. Me está retando a jugar con ella. Le emociona la idea de poder tener un rival a su altura. ¡Ah, te vas a arrepentir de haberme retado! —¿¡Cómo has averiguado todo eso!? —Puedo sentir sus emociones con claridad— explicó el Doctor—. Con una claridad sorprendente, dicho sea de paso. Es como escuchar una radio, una radio sin palabras… Donna siguió al Doctor, que ya volvía a entrar a la posada. —… volverá muy pronto, Donna, tenemos que estar preparados. El problema es que sigo sin saber qué es exactamente… Los dos amigos se dieron de bruces con Xavier, que estaba sirviendo una mesa. El Doctor dejó de parlotear al instante, y a Donna se le hizo un nudo en la garganta. Le observaron fijamente, en silencio, sin saber qué decirle. Xavier levantó la vista y se quedó mirándolos. —¿Qué os ocurre?— preguntó, confuso—. ¿Por qué tenéis esas caras de pasmados? Donna se aclaró la garganta y trató de encontrar las palabras adecuadas. —Xavier, lo sentimos mucho, pero le ha pasado algo a Lucía. El rostro del hombretón se ensombreció. —No tiene ninguna gracia— respondió, mirándola como si no se pudiera creer que hubiera dicho algo así. Se dio la vuelta y caminó hacia el mostrador, indignado. Donna y el Doctor se apresuraron a seguirle. —Lo sentimos mucho, de verdad, pero tienes que escucharnos… —No tiene ninguna gracia— insistió él, apoyando sus manos sobre el mostrador—. ¿Por qué eres tan cruel conmigo? ¿Y cómo demonios conoces a Lucía, si puede saberse? Esa respuesta pilló totalmente desprevenida a Donna. —La hemos conocido hoy… —Mi mujer murió hace dos meses— respondió Xavier con sequedad. Donna dejó la boca abierta, anonadada, y sintió que una losa caía sobre su estómago. El Doctor, en cambio, levantó una ceja y abrió mucho los ojos. —¡Por supuesto!— exclamó, emocionado, dándose un golpecito en la frente—. ¡Claro! ¿Cómo no me he dado cuenta antes? ¡Soy un viejo tonto, un viejo muy, muy tonto! —¿Qué ocurre, Doctor? —Nos estamos enfrentando a una Lilaith. —¿Una qué? —Basta ya de tonterías. ¡Iros de mi taberna de una vez! ¡Y no volváis a pronunciar el nombre de mi mujer!— exclamó con 10


voz ahogada—. Lucía lleva muerta dos meses. Lleva muerta dos meses— repitió, como si tratara de convencerse a sí mismo—. Dos meses… El Doctor miró a Xavier a los ojos. —Dime una cosa— pidió con suavidad—. Si tu mujer lleva muerta dos meses, ¿por qué puedes sentir su beso en la mejilla? —Eso es… Xavier se llevó la mano a la mejilla conforme hablaba, y calló al instante. Sus dedos temblaron mientras acariciaban con delicadeza la zona exacta de la mejilla que Lucía había besado solo unos minutos antes. Sus ojos se llenaron de lágrimas. El Doctor iba a decir algo más, pero Donna le detuvo del brazo y le obligó a mirarla a los ojos. —Basta— pidió con un susurro, a punto de echarse también a llorar—. No sigas, por favor. Le haces daño. Donna sabía que el Doctor no hacía las cosas con malicia, pero a veces, durante las aventuras, olvidaba que estaba tratando con personas que eran de carne y hueso y las veía, intuía ella, como piezas del puzzle que estaba intentando resolver. Donna sabía que era su mecanismo de defensa para no enloquecer, era consciente de que si se preocupase por todo el mundo arrastraría consigo un sufrimiento demasiado grande que no le correspondía. Sin embargo, se sentía en la obligación de recordarle que ellos no eran solo participantes de uno de sus juegos. Se preguntó, no por primera vez, cómo la vería a ella. —¡Mi hijo no está! ¡No encuentro a Romanciño por ninguna parte!— gritó de repente la voz de Adela. El Doctor y Donna se dieron la vuelta, sobresaltados. Varios vecinos trataron de calmar a Adela, pero ella no se dejó. Corría hacia una persona en concreto. —¡Mi ángel, mi ángel! ¡Romanciño ha desaparecido!— exclamó, angustiada—. No le encuentro por ninguna parte… —La Lilaith ha vuelto— anunció el Doctor, sombrío. Donna sintió que se le erizaba el vello de la nuca. —Necesito que pienses— dijo el Doctor bruscamente, cogiendo a Adela de los brazos. Ella le miró, sorprendida—. ¿Cuál ha sido el momento de más peligro que ha vivido tu hijo? —¿Qué? —¡Piensa!— insistió el Doctor, tenso—. Necesito que recuerdes el momento de la vida de Romanciño en que más cerca estuvo de la muerte. Adela cerró los ojos, con el dolor cruzando fugazmente su rostro. Resultaba obvio que estaba pensando en un momento específico. —Confía en él— pidió Donna. Adela la miró, conteniendo las lágrimas. —Tú conoces bien ese momento, mi ángel. —¿Cuál fue?— insistió Donna. Adela suspiró, resignada. —El día en que di a luz— respondió finalmente—. Hace dos años, durante el atardecer del primer día de 1126. El día más duro de toda mi vida. O el segundo, al menos. Ya tenían toda la información que necesitaban. El Doctor se puso en pie y corrió de nuevo hacia la salida. Donna, tras asegurarle a Adela que le traerían de vuelta a Romanciño, le siguió a toda prisa. Le encontró en el exterior, quieto como una estatua, contemplando la posada con expresión pensativa. —¿Qué ocurre? ¿Por qué te detienes? —¿Te has fijado en la posada, Donna?— preguntó él a modo de respuesta—. ¿Te has fijado en los árboles que la rodean? ¿Parece que se la vayan a comer, verdad? Realmente lo parecía. Los árboles crecían a ras de la posada de una forma que, ahora que lo meditaba, le resultó muy poco natural a Donna. —Sí… —Eso es porque el bosque se la está comiendo, a ella y a todas las personas de su interior. Y, dejando caer ese comentario tan inquietante, el Doctor se lanzó a la carrera nuevamente, con Donna pisándole los talones. —¿Qué es una Lalaip? —Una Lilaith— corrigió el Doctor—. Ellas fueron las que crearon los primeros bosques de la Tierra, Donna. Son seres incorpóreos que viven en el corazón de la naturaleza, que, de hecho, son el corazón de la naturaleza. Los humanos no podéis escucharlas. O, al menos, la gran mayoría de vosotros no podéis escucharlas— añadió, recordando a Roxana—. Aunque, si te paras a escuchar con detenimiento el rumor del viento en los árboles, quizás puedas intuirla. Hay gente muy perceptiva que es capaz de sentirlas, como has podido comprobar. —Por lo que me dices me estoy imaginando a una especie de hadas ecologistas muy agradables. —No estoy de acuerdo con esa definición, pero podríamos llamarlas así— suspiró el Doctor, sin dejar de correr—. La mayorías de ellas son puras, Donna. Son criaturas maravillosas. He oído hablar de casos de Lilaiths que han protegido a niños que se perdieron en sus bosques, cuidándolos y guiándolos de vuelta a casa. Aman la vida, Donna, porque ellas están llenas de vida. La respetan y la veneran. Son seres generalmente inofensivos, incapaces de hacer daño. Cuando 11


los humanos taláis un gran bosque, una Lilaith suele morir con él. Podría defenderse, oh, son muy poderosas, claro que podría, pero en la mayoría de los casos no lo hará. Son demasiado nobles. Algunas, las más leales, se quedarán a morir lentamente con su bosque, con sus árboles, pero otras huirán hacia tiempos mejores. —¿”Tiempos”? —Son viajeras del tiempo— explicó el Doctor, dejando el camino principal e internándose en la senda—. Se mueven entre los bosques y entre los tiempos de todas las épocas de la Tierra. Creo que en la tuya hay bastantes viviendo en Escocia. —Todo eso me suena muy bien— dijo Donna, exhausta, sin dejar de correr entre la vegetación—. Pero, ¿por qué la nuestra es una chiflada psicótica y asesina? —Eso es como preguntar por qué hay humanos buenos y malos— respondió el Doctor sabiamente—. Cada Lilaith es libre de elegir su propio camino desde el momento en que nace. La de aquí ha decidido que el suyo será algo diferente a los demás. —Ya veo, ya. —Es muy inteligente— aseguró el Doctor—. Lleva jugando con las mentes de la gente de esta aldea desde hace mucho, mucho tiempo. ¿No te parece extraño que todos los vecinos estuvieran en la taberna al mismo tiempo, y que pasen allí todo el día? Ya oíste a Adela, su hijo dormía en una de las habitaciones del piso superior. ¿Por qué dormir allí teniendo su propia casa en la aldea? —¿Qué pretende, Doctor? —Muy simple. Está llevando al ganado al matadero. Le resulta más fácil tenerlos a todos controlados en un mismo lugar. Donna sintió un escalofrío. —¿Cómo puede hacer todo esto? —Galicia es una tierra donde hay verde por todas partes, Donna. Ya lo hay a raudales en tu época, así que no hay ni que decir que, hace novecientos años, el verde era aun más extenso. Muchos dicen que ésta es una tierra donde bulle la magia. La tierra de las meigas— suspiró el Doctor, pensativo—. Quizá eso haya tenido algo que ver, quizá la Lilaith se esté aprovechando de ello, o tal vez ella sea especialmente poderosa al margen de todo eso. No lo sé. Lo que sí sé es que le ha resultado muy fácil jugar con los vecinos de una pequeña aldea de su bosque. Se está alimentando de ellos. —¿Cómo? —Es una carroñera, como los Weeping Angels. —¿Quiénes son esos? —Espero que nunca tengas que averiguarlo. El Doctor se detuvo a recuperar el aliento, y Donna hizo lo mismo. Ya habían llegado. El color azul de la TARDIS brillaba con luz propia entre el verde profundo del bosque. —Se alimenta de sus energías temporales— explicó el Doctor, apoyándose sobre la TARDIS—. Ya viste cómo actuaba Xavier. No recordaba a su propia mujer, y la tuvo a su lado hacía tan solo cinco minutos. No tenía manera de recordarla porque, técnicamente, murió hace dos meses. Pero eso está mal, Donna. Lucía realmente vivió esos dos meses, pero la Lilaith se los arrebató. Se alimentó de esa energía temporal. Crea pequeñas paradojas en torno a las personas. Lucía murió físicamente hace dos meses pero, de alguna forma, también los ha vivido. La Lilaith se aprovecha de eso, se vuelve más poderosa con cada una de sus víctimas. Es su alimento favorito. Es la manzana prohibida que la gran mayoría de las Lilaiths se niegan a tomar. Excepto la nuestra. Por eso es tan peligrosa, porque no respeta ni siquiera las reglas de su propia especie. —¿Por qué nosotros podemos recordar a Lucía y los demás no? —Porque nosotros también somos viajeros del tiempo. —No la olvidaré— se dijo Donna a sí misma, mirando con serenidad al Doctor—. Ella fue real, Doctor, y ninguna Liliputiense podrá cambiar eso. El beso que le dio a su marido sucedió, y siempre lo recordaré. Para mantenerlo vivo. Para honrarla. A los dos. El Doctor sonrió a Donna y la miró con ternura, con ternura y algo más... Allí estaba esa mirada otra vez… —Tenemos que irnos, ya hemos perdido demasiado tiempo— anunció el Doctor, como despertando de un sueño. El Doctor abrió las puertas de la TARDIS, y tanto él como Donna entraron apresuradamente en su interior. —Llévanos al atardecer del primer día de 1126, a este mismo punto. No, mejor, déjanos enfrente de la posada que ahí más allá, que mis corazones no podrán soportar tan pronto otra carrera tan larga. ¡Deprisa, preciosa! Dicho y hecho. La TARDIS se puso en marcha obedientemente, consciente de que era cuestión de vida o muerte. Les dejó, con su peculiar sonido, en el lugar que le pidió el Doctor. Él y Donna saltaron al camino sin perder ni un segundo más. La TARDIS quedaba aparcada muy a la vista, pensó Donna mientras fruncía el ceño. Cruzó los dedos para que nadie saliera de la posada en ese instante. —¡Oi, mira la posada!— exclamó ella. Los árboles del bosque no se volcaban de manera tan agresiva sobre ella, parecía que crecían a su alrededor con más armonía. Incluso el camino se hallaba algo más soleado, puesto que los árboles que crecían alrededor no eran tan frondosos. Se trataba de un entorno natural exuberante, pero que resultaba menos opresivo. —La Lilaith todavía no controlaba el lugar en este año. Solo acababa de comenzar— murmuró el Doctor—. Vamos. 12


El Doctor y Donna se lanzaron a correr de nuevo, siguiendo el camino. En menos de un minuto se encontraron ante una postal tan hermosa que tuvieron que detenerse un instante para admirarla. Estaban en lo alto de una colina desde la que se podía apreciar la panorámica de una aldea costera. Alrededor de una veintena de casitas humildes, con su iglesia en el centro, estaban construidas junto a una bella playa de arena blanca a la que iban a morir suavemente las olas. El Doctor y Donna podían escuchar el relajante sonido del mar. El sol se encontraba en ese punto en el atardecer, como había mencionado Adela, y el cielo era una radiante explosión de colores. Un poco más allá, se podía distinguir lo que se trataba sin duda de una ría. Donna nunca había visto una. No tenían más tiempo para entretenerse. Bajaron la colina a toda prisa y enfilaron por la calle principal del pueblo. Fueron a abordar a una muchacha de pelo castaño que pasaba por allí. —¡Hola!— saludó el Doctor, sacándose el papel psíquico del bolsillo—. ¿Sabes dónde está la casa de Adela? Hemos venido a… —¡Sois la ayuda!— exclamó la chiquilla, encantada—. Ya era hora. Pensábamos que no vendríais. Es esa— señaló una casa que quedaba un poco apartada de la aldea—. ¡Venga, iros, deprisa! ¡Mi hermana os necesita! El Doctor ya se iba al trote, pero Donna se detuvo un instante y la miró. —¿Eres la hermana de Adela? —Sí. —No deberías bañarte en la ría, al menos no durante un tiempo— le dijo Donna, recordando las palabras de Roxana—. Ten mucho cuidado. La muchacha, para sorpresa de Donna, sonrió. —Me da igual lo que digas, mujer. Me da igual lo que digáis todos. Nadar es mi pasión y es lo que pienso hacer. Haz tu trabajo y déjame en paz. Se dio la vuelta y se fue dignamente, dejando a Donna allí plantada con expresión consternada. —No me ha hecho caso— murmuró—. Va a morir, y no me ha querido escuchar… —La Lilaith a la que nos enfrentamos es así— murmuró el Doctor, apoyando su mano sobre el hombro de la pelirroja—. Viaja en el tiempo y detecta un momento en el que la persona en cuestión, por estar demasiado confiada, estuvo a punto de morir. La pobre Adela debía estar muy confiada el día de su parto, se sentiría feliz porque era el primer día que iba a ver a su hijo, al que llevaba esperando nueve meses. Nada podía salir mal, en teoría. Oh, pero ni Adela ni nadie contaba con la Lilaith. Ella manipula las circunstancias para que el a punto se convierta en algo definitivo. No sufras por la hermana de Adela, Donna. Ya está muerta. La Lilaith ya la ha matado. —No está muerta. La estoy viendo caminar. Estoy viendo cómo se aleja. —Mírame, Donna— dijo el Doctor, apoyando sus manos sobre las mejillas pecosas de su amiga—. No puedes salvar a todo el mundo, ¿comprendes? Como Time Lord tengo la capacidad de ver qué es lo que pasó, ha pasado, podría pasar y pasará. Ese ‘podría’ es con lo que podemos jugar. Ahora mismo Romanciño es quien nos necesita, porque él es ahora mismo el ‘podría’ más dudoso que puedas imaginar. Elige bien tus batallas. Lucha por él. —Quiero luchar por todos. —Eso es lo que haces, Donna Noble— murmuró él, abrazándola—. La familia de Pompeya puede corroborar eso. Pero ahora es la vida de Romanciño la que está en juego, no la de esa chica. —De acuerdo— aceptó Donna finalmente—, pero que no sirva de precedente que te estoy haciendo caso. —Descuida. Apenas un minuto después ya estaban frente a la casita que les había indicado la hermana de Adela. —La Lilaith está dentro. Puedo sentirla— susurró el Doctor. Donna no se lo pensó dos veces y abrió la puerta bruscamente, entrando en la casa de sopetón. Era de una única estancia, así que no tuvieron problemas en encontrar a Adela. Estaba tumbada sobre un montón de paja, con la frente perlada de sudor y el pelo revuelto alrededor suyo. La mujer que la atendía les miró con alivio, pensado que debían de ser la ayuda que probablemente habían mandado a alguien a buscar. El Doctor dio un paso atrás. —No puedo— dijo, de repente, mirando la escena con espanto. Donna se sorprendió de verle asustado. —¿Tanto miedo te da la Lolilaih? —No es ella. Es ella— especificó señalando a Adela, que estaba tan exhausta que apenas reparó en ellos—. Está teniendo un hijo, y esa imagen… me es demasiado familiar… demasiados recuerdos… Donna se enterneció al ver a su amigo así, temblando como un niño asustado. —No te preocupes, Doctor, no pasa nada. —Tendrás que ir tú sola. —¿¡Qué!? —Me voy a comer algo, estoy rendida— comentó la vecina, que pasó al lado del Doctor y Donna—. Adela ya lleva tres horas de parto— se acercó a ellos y susurró en voz muy baja—: creo que el bebé está muerto, pero no se lo digan a la madre. Traten de que lo expulse lo más rápidamente posible, y luego tírenlo al mar. Donna se quedó con la boca abierta por la brutal sinceridad de aquella señora, que se despidió de ellos con un amable saludo. 13


La vida en el 1126 no debía ser fácil, pensó con un estremecimiento. —Lo siento— se disculpó el Doctor—. No te dejaría sola si no supiera que realmente puedes hacerlo. Hazlo, por favor. Habla con ella. Ayúdala. Pero no me hagas pasar por esto… otra vez. Donna asintió con la cabeza, respetando la decisión de su amigo. Caminó lentamente hacía Adela, sintiendo que sus piernas se tambaleaban como la gelatina. Se agachó frente a ella y la miró, impactada. Era la misma Adela que la invitaría a varias rondas en una taberna, dos años más tarde. Adela trató de abrir los ojos. —Estoy tan cansada… Donna dio un respingo. —Trata de empujar, Adela. —Estoy cansada… —Sigue intentándolo. Tienes que hacerlo. —¿Para qué?— estalló ella, sobresaltando a Donna—. No creas que no he visto la expresión de Rut. Ella cree que mi bebé está muerto. —No está muerto— aseguró Donna—. Yo sé que no está muerto. —¿Cómo vas a saberlo? —Porque lo sé. ¡Empuja! Adela hizo un nuevo esfuerzo. Gritó de dolor. —No puedo más. —Claro que puedes— aseguró Donna—. Lo estoy viendo, ya falta poco. Lo peor ha pasado. Sigue. —No puedo. —Sí puedes. —¿Cómo sabes que mi bebé no está muerto?— insistió ella, desesperada—. ¿Cómo puedes saberlo? —Porque le he visto crecer— respondió Donna con suavidad—. Sé que será un niño, y será hermoso. Será el niño más encantador de toda Galicia. Y tú serás una madre fantástica, Adela. Vas a querer tanto a este niño que le dará sentido a tu mundo. Todas las noches te sentarás junto a él, en su cama, y le hablarás de su padre. Le hablarás de lo mucho que os quería, y de lo mucho que os sigue queriendo. Él está aquí, puedo sentirlo— dijo Donna desde el corazón—, y, ¿sabes qué? Está sonriendo. Adela miró a Donna como si la hubiera visto por primera vez. Las lágrimas cayeron por sus mejillas, pero su llanto no tenía nada que ver con el dolor del parto. —Ahora, ¡sigue empujando! Los minutos pasaron, y Donna siguió animando segundo a segundo a Adela a que no se rindiera. Finalmente, hubo un avance. —¡Espera!— exclamó Donna—. Se le ha enganchado el cordón umbilical en el cuello. Donna trató de desenredarlo, aterrada, temiendo matar al bebé con solo tocarlo. Fueron los segundos más tensos de toda su vida. —El bebé ya está bien. Un último esfuerzo. ¡Venga! Adela gritó con toda la fuerza que quedaba en sus pulmones, y finalmente Romanciño vio la luz. Donna lo tomó, alegre, sintiendo unas ganas locas de reír. —¿Por qué no llora?— preguntó Adela con un hilo de voz. Donna miró al bebé. Algo iba mal. —No, no, no— murmuró, angustiada—. ¡No dejaré que te lo lleves! Lo apretó contra su pecho con infinita delicadeza, dándole calor, y le dio unas suaves palmaditas en la espalda. —Llora, por favor— pidió Donna, estando ella misma al borde las lágrimas—. No dejaré que te lo lleves, no te dejaré… Romanciño, de pronto, rompió a llorar, y su sonido sonó como el de la lluvia tras una sequía interminable. Donna lloró junto a él, abrazándolo. —Mi bebé— murmuró Adela en cuando Donna se lo pasó con delicadeza—. Lo has salvado. Donna se puso en pie, mareada, y fue a ver al Doctor, que estaba esperándola al otro lado de la puerta. —Doctor, no me encuentro bien… —¿Ya te vas?— le preguntó Adela, sosteniendo al bebé en brazos, pero Donna no la oyó—. Nunca te olvidaré… Adiós, mi ángel. *** El Doctor estaba esperando fuera, nervioso. Se sentía mal por no haber acompañado a Donna, pero esperaba que ella lo entendiese. Además, ella se valía por sí sola, estaba seguro. Finalmente, la puerta se abrió a sus espaldas, y Donna apareció tras ella. —Doctor, no me encuentro bien… —¡Donna! ¡Lo lograste! ¡El niño está bien! —Doctor… Donna cayó de improviso al suelo, perdiendo la consciencia. El Doctor se agachó junto a ella, exclamando su nombre. Y entonces sintió de nuevo a la Lilaith. La sintió sumergiéndose en los recuerdos de Donna. 14


—No— murmuró el Doctor, con un brillo furioso en su mirada—. A ella no. No lo permitiré. Tomó en brazos a su amiga y corrió hacia la TARDIS. Logró alcanzarla en un tiempo que resultaba record incluso para él, que llevaba cientos de años corriendo. Sin embargo, eran escasas las ocasiones en las que corría con los cuerpos inertes de sus compañeras en brazos. Eso no resultaba ni remotamente divertido. La apoyó con cuidado sobre el suelo de la TARDIS. —Necesito tu ayuda— le pidió el Doctor a la TARDIS—. No sé qué hacer, no sé a dónde ir… solo sé que no puedo perderla… La TARDIS respondió a la llamada del Doctor y se puso en marcha. Él abrió sus ojos hasta límites insospechados, sintiéndose estupefacto al comprender que la TARDIS lo estaba llevando a un lugar específico. Miró a Donna, que estaba tendida en el suelo. ¿Cómo sabía la TARDIS a qué momento exacto debía ir? ¿Estarían conectadas de alguna forma? No tuvo tiempo para pensar en eso. Ya había llegado a su destino. Se lanzó a la carrera hacia las puertas de la TARDIS y salió al exterior. Era un precioso día de verano, y la protagonista era la campiña inglesa. El paisaje recordaba al de Galicia. Se extendía ante él un inmenso prado verde y, al fondo, una cadena de montañas boscosas. Un poco más allá se apreciaban unos altísimos acantilados a los que iban a romper las olas del mar. Y, entre todo ese color verde y azul, se veía uno rojo que brillaba como una llama. El Doctor corrió hacia la niña pelirroja que se asomaba al acantilado. Era ella, era su Donna. La vio resbalar. El Doctor casi sintió que le daba un infarto en sus dos corazones, pero logró agarrarla de una mano en el preciso instante en que tropezaba, evitando su caída. —¿Quién eres?— preguntó mini—Donna, mirándole con ojos inocentes. —Bueeeeno, alguien que pasaba por aquí— respondió él, sonriendo y sintiendo unas ganas locas de abrazarla. Era sorprendentemente mona—. ¿Qué hacías asomándote ahí, si puede saberse? Deberías tener más cuidado, los acantilados son peligrosos. —Oi— respondió ella, mirándole con mala cara—. ¡Es que tenía que salvarlo! Le tendió su mano izquierda, mostrándole un pajarito de color blanco que tenía un ala rota. —Se había caído a una rama que sobresalía del acantilado, y no podía abandonarle… —Porque tú luchas por todos— murmuró el Doctor, mirándola con orgullo. Él no había cambiado a Donna, comprendió el Doctor. Todos los viajes y todas las aventuras que habían vivido no habían hecho más que potenciar una fortaleza que ya estaba allí. No podía evitarlo. Se sentía orgulloso de ella. —¡Donna!— gritó un joven Wilfred en la distancia—. ¿Qué haces? ¿Estás bien? —Es hora de irse— dijo el Doctor, poniéndose en pie. —Ey, espera— gruñó mini—Donna—. No he podido agradecerte que me hayas echado una mano. Muchas gracias, señor. —De nada, monada. —¿Volveré a verte alguna vez? —Si tengo suerte… El Doctor se fue a paso rápido, decidiendo que ya había pasado demasiado tiempo con mini—Donna. Sonrió. —Te he ganado, Lilaith. “Que te lo has creído” respondió ella. —¿Esto qué eeees?— replicó el Doctor, sorprendido. Hasta entonces solo había comprendido a la Lilaith por las emociones que desprendía. Había tenido que esforzarse por descifrar su bello y terrible cántico, un idioma que ni siquiera él podía comprender del todo. Sin embargo, ahora se encontraba con que aquella Lilaith le hablaba con un inglés que tenía un perfecto acento de Oxford—. ¿Puedes hablar? “Yo puedo hacer lo que me de la gana” —Sal de mi cabeza— murmuró el Doctor, molesto. “No” —¿Qué quieres? “La quiero a ella” —¿Por qué? “Es deliciosa” —Y tanto que lo es— respondió el Doctor sin pensar. Luego rectificó, sonrojado—: ¿Qué quieres decir con que es deliciosa? “Tiene un sabor especial. Nunca antes había probado a alguien así” —Déjala en paz. No permitiré que le hagas daño. “¿Te he pedido permiso?” El Doctor sintió a la Lilaith alejándose. Corrió de regreso a la TARDIS. Donna seguía tumbada donde la había dejado, desmayada. Pudo sentir a la Lilaith navegando por sus recuerdos, por su mente, por su línea temporal de principio a fin. Eso le puso nuevamente furioso. Sintió ira, tanta que estuvo a punto de perder el control. Suspiró, obligándose a sí mismo a calmarse. 15


No necesitó decirle nada a la TARDIS. Ella se puso en marcha de forma automática y dejó al Doctor en una nueva época. —Esta es tu última oportunidad— murmuró el Doctor para sus adentros—. Ni siquiera una Lilaith como tú podría interferir en la línea temporal de una persona más de dos veces. Fue a parar a otro día de verano. Se encontraba en algún lugar del interior de Inglaterra. Era un entorno natural, hermoso y despoblado. La única huella de los humanos era la media docena de mesas de madera que había en una zona del campo, a la sombra de un grupo de árboles. Pudo apreciar que Donna estaba allí, comiendo, sentada en una de las mesas junto a una amiga. Se sorprendió al ver que tenía el mismo aspecto que la Donna actual. Quizás se encontrase en la etapa del año que pasó entre la primera vez que se vieron y cuando se volvieron a reencontrar. Sí, eso era lo más probable. ¿Qué pasaría si le veía?... No tuvo tiempo de pensar en las consecuencias. Se fijó en que Donna comenzaba a atragantarse, moviéndose con frenesí, y acudió rápidamente a su rescate. La amiga que estaba al lado resultó ser Nerys, que no movió un dedo para ayudarla, puesto que estaba demasiado ocupada riéndose. El Doctor se colocó tras Donna e hizo presión en su estómago para que echase la bola de comida que casi la asfixia. —¡Ugh!— exclamó Donna, alterada—. ¡Esos jalapeños casi me matan! ¿Esto es obra tuya, Nerys? Nerys agachó la vista sospechosamente. —No sé por qué acepté venir a esta merienda contigo… Se dio la vuelta y se fijó en su salvador, que sonreía de oreja a oreja, encantado. —Muchas gracias por tu ayuda, de no ser por ti…— murmuró Donna. —Ah, no ha sido nada— murmuró el Doctor alegremente—. ¿Puedo quedarme a comer con vosotras? Así me aseguraré de que no te pase nada malo. Creo que tengo otro plátano por aquí… El Doctor iba a sentarse junto a ellas, pero Donna le detuvo del brazo. —Disculpa, ¿quién eres? El Doctor iba a responder con alguna broma, pero se encontró de cerca con los ojos de Donna y leyó la verdad en ellos. Realmente no le conocía. Y, de pronto, comprendió en qué etapa de la línea temporal de Donna se encontraba. En su futuro. Sintió a la Lilaith riéndose con algo que no podía ser otra cosa que malicia. “Yo soy la que gana, Doctor. Quizá no sea debido a mi causa, pero un día, un día que está más cerca de lo que podrías imaginar, la perderás” El Doctor se fue corriendo sin mirar atrás, dejando a Donna sintiéndose un tanto desconcertada. Pronto se olvidaron de aquel extraño hombre y volvieron a disfrutar de la merienda, aunque desde aquel momento Donna tuvo especial cuidado en no acercarse a los jalapeños. Aquella noche, Donna sintió unas ganas inexplicables y ridículas de llorar, y sollozó sobre su almohada hasta que se quedó dormida de puro cansancio. A la mañana siguiente, volvía ser un día normal. *** Finalmente, el Romanciño del 1128 resultó que apareció en la parte trasera de la taberna, durmiendo acurrucado entre dos bidones. Lo encontraron Donna y el Doctor. —Vuelves a salvar a mi hijo— dijo Adela, riéndose, en cuanto Donna se lo llevó en brazos con sumo cuidado, para no despertarlo. Donna realmente había comenzado a encariñarse con el niño. Era la segunda vez en su vida que lo sostenía de aquella manera. Y, también por segunda vez en su vida, tuvo que devolvérselo a su madre. Llegaba el momento de la despedida. Todos los vecinos salieron al exterior para decirles adiós. Incluso la bruja Roxana. —No creas que no sé lo que habéis hecho— murmuró en el oído del Doctor—. Desconozco de qué forma, pero habéis logrado que la meiga abandone estos bosques. Gracias, Doctor. Él asintió con solemnidad. Giró la vista y reparó en Xavier, que estaba unos metros más allá. Se acercó a él. —Siento mucho la forma en que me comporté antes. —No importa— respondió él, sonriendo con cansancio—. Soy consciente de lo que son capaces de hacer dos copas de más. Nublarían el juicio incluso del hombre más sensato. No os culpo a vos. Me culpo a mí mismo— añadió en voz baja—. Porque, por un breve momento, casi os creí… El Doctor le miró en silencio. —No puedo vivir enamorado de un fantasma. Tengo que seguir adelante. Ni siquiera sé cómo he podido pasar dos meses aquí sin ella— el Doctor sí tenía una ligera sospecha de cómo había sido posible eso, pero continuó guardando silencio—. Volveré a viajar. Quizás vaya al sur, o quizás me monte en un barco que me lleve a Francia. El lugar es lo de menos. Necesito moverme, necesito seguir adelante, porque si miro atrás… si miro atrás una sola vez, me moriré. El hombre de Gallifrey no pronunció una sola palabra. Tampoco es que hiciera falta. En aquel momento él y Xavier se entendieron con la mirada que cruzaron, y esa misma mirada les bastó como despedida. Donna se acababa de despedir de Vicenzo, y ahora le tocaba el turno a Adela. La gallega la abrazó con tanta fuerza que Donna sintió que crujían todos sus huesos. 16


—Adiós, mi ángel— susurró Adela, emocionada—. Ojalá tengas en el cielo el lugar que te mereces. Romanciño estaba al lado de su madre, contemplando la escena con mirada atenta. Donna se agachó junto a él y envolvió su cuerpecito con un abrazo. —Adiós, pequeñín— dijo Donna, a punto de echarse a llorar—. Cuídate, ¿vale? —Adiós, Dona— respondió Romanciño, pronunciando mal su nombre—. Te quiero. Donna nunca lo reconocería delante del Doctor, pero en aquel momento sí que lloró. Solo un poquito. El Doctor y Donna se despidieron de ellos con la mano hasta que quedaron demasiado lejos. Finalmente, los aldeanos retomaron sus vidas. A ambos amigos les alivió comprobar que seguían el camino de regreso a la aldea y no volvían a entrar a la posada. —El embrujo se ha roto— murmuró el Doctor. Caminaron hacia la TARDIS sumidos en un silencio que a Donna le resultó muy pesado y extraño. En cuando subieron a ella no se pudo contener más. —¿Te ocurre algo? —No, claro que no— respondió él, sonriendo de una manera que Donna supo que era forzada. Fingió animarse—. ¡Venga! ¿A dónde vamos ahora? Podríamos ir ya a tu spa, si quieres, aunque conozco otro sitio… —Ahora, Doctor, lo único que quiero es llegar hasta ti— dijo ella, acercándose a él—. Sé sincero conmigo. No creas que puedes engañarme. ¿Qué te pasa? Su expresión se volvió sombría e indescifrable. —Llevo viajando toda mi vida, Donna— dijo él suavemente—. Y creía que al fin había encontrado un hogar. La culpa es mía, en realidad. Soy un viejo que nunca aprende de sus errores. Ni creo que vaya a aprender nunca de ellos. Donna no comprendió el alcance de las palabras del Doctor, pero captó lo suficiente como para entender que su mejor amigo necesitaba un abrazo. Le rodeó con sus brazos y trató de hacerle entender que ella estaba allí, que ella estaría allí siempre. —¿Eres feliz, Doctor? Aquella pregunta le pilló totalmente desprevenido. —Es una pregunta complicada, Donna… —Es muy sencilla, en realidad. Ahora mismo, Doctor, ¿eres feliz? El Doctor sonrió, y Donna supo que era una sonrisa sincera. —Ahora mismo sí lo soy. —Yo también lo soy. Aquí y ahora, en este preciso instante, contigo, soy feliz. Eso es todo lo que importa, ¿no crees? Lo que tenga que venir, vendrá. Donna miró a los ojos al Doctor, sonriendo al comprender lo honestas que habían sido sus propias palabras y lo real que era la amistad que compartía con él. Él también la estaba mirando. Donna rió, encantada. Allí estaba esa mirada otra vez…

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Primera noche Fluvia – Entonces, ¿adónde vamos ahora, Doctor? – preguntó Amy, su voz llena de alegría y emoción. Aún no podía creerse que finalmente tuviera a los dos hombres que más quería en el mundo a su lado, y que pudiera disfrutar de ellos sin necesidad de tener que elegir entre la aventura y el amor. – ¡A vuestra habitación! – el Doctor exclamó, bailando alrededor de la consola mientras ajustaba algunos controles. – ¡Menos mal! – se alivió Rory, que después de tantas emociones estaba completamente agotado y tenía ganas de dormir. Además de cumplir las nuevas obligaciones que marcaba tradicionalmente el inicio de una vida de casados. Amy le lanzó una mirada de desafío que le hizo enmudecer, antes de volver a enfrentarse al Doctor: – ¿Qué quieres decir con “nuestra habitación”? ¡Dijiste que viajaríamos por el espacio! – poniendo los brazos en jarra, intentó intimidar al Doctor, que consiguió resistir y avanzó hacia el corredor que daba acceso a los innumerables pasillos de la TARDIS. – Y lo haremos, pero después de que hayáis descansado. Los humanos tenéis menos aguante que mi especie, y lleváis toda la noche bailando, debéis dormir – razonó, haciéndoles una señal para que le siguieran. – Entre otras cosas... – susurró Rory, de forma que sólo Amy le escuchara. Esto por fin pareció tranquilizar su indignación, y le dedicó su mejor sonrisa seductora. Rory la cogió de la mano y empezaron a seguir al Doctor por el interior de la nave. Aunque no era la primera vez que Rory la veía por dentro, sí que era la primera en la que tenía tiempo para explorar, y observaba a cada recoveco con asombro. Finalmente, llegaron a una puerta que no se parecía en nada a las demás, ya que se enmarcaba en un arco de herradura con clara decoración de arabescos. Amy levantó una ceja interrogante, lo que provocó que el Doctor explicara: – Regalo de boda de la TARDIS: pensó que os gustaría tener una habitación diferente al resto – y, con una sonrisa radiante, abrió la puerta. Amy y Rory ahogaron exclamaciones de asombro, ante la belleza y el lujo de la estancia, que era el doble de grande que la habitación normal de Amy en la nave. Toda ella estaba decorada de forma típicamente árabe, con una cúpula de mocárabes en el centro del techo, las paredes adornadas con filigranas geométricas y el suelo lleno de finas alfombras. Había varios divanes de color rojo, un gran armario de caoba y diversas mesitas distribuidas por toda la habitación. Enfrente de ellos, al fondo, había otra pared con una puerta de herradura, cubierta con cortinas. Rory miró a Amy, y ella le guiñó un ojo. – ¿Os gusta? ¡Aquí tenéis todo lo que podéis desear! En el área del dormitorio hay también un baño enorme, con todo lo necesario para que os sintáis como si estuvierais en la Alhambra. Y bueno, hay velas y otras cosas para que sea todo romántico... – fue explicando, mientras se paseaba señalando con emoción todos los detalles. – Gracias, Doctor. Pero, ¿y el dormitorio? – presionó Amy, estrechando con más fuerza la mano de Rory. – ¡Claro! Aquí lo tenéis – el Doctor abrió la cortina e hizo un ademán con la mano para que entraran primero. Con una última mirada, ambos entraron al que sería su primer dormitorio de casados. – La TARDIS, no sé por qué, insistía en poner una cama gigante, llena de cojines, justo en el centro, ¡pero yo conseguí que me dejara colocar sólo esta preciosa litera! – exclamó con voz triunfal, señalando ala fea, industrial y, sobre todo, absolutamente no adecuada para una pareja de recién casados, litera de dos plazas. – Doctor... – Rory empezó a decir, su cara una máscara de incredulidad. – ¡No hace falta que me lo agradezcáis! ¡Lo he hecho encantado! – le cortó agitando la mano, acercándose a la cortina para irse. – No, Doctor, lo que Rory quiere decir es que no... – intento explicar Amy, pero el Doctor volvió a cortarla, acercándose a ella y abrazándola. – Sí, sí, ¡ya sé que queréis dormir! Nos vemos cuando os despertéis – y, con una sonrisa llena de la ilusión de un niño, salió casi corriendo. – ¡Doctor! – gritó Amy, pero la puerta de salida ya se había cerrado y, conociendo todo lo que corría, sabía que era muy probable que ya estuviera llegando a la consola. – Lo... ¿lo ha hecho aposta? – preguntó Rory, completamente desconcertado. Amy negó con la cabeza tristemente. – No, me temo que no. Es el Doctor – comentó con sencillez, encogiéndose de hombros, como si eso fuera suficiente explicación. – ¿Y ahora qué hacemos? Amy sonrió, acercándose lentamente a Rory y llevando ambos brazos a su cuello. – Ahora, vamos a dormir igualmente – afirmó guiñándole un ojo, antes de sellar sus labios con los suyos. 18


Atrapados Emma FM Charlotte estaba agazapada en un rincón de la estancia apretando sus sienes con las dos manos. Le dolía mucho la cabeza, más que nunca, creía que le estallaría de un momento a otro como si fuese una olla a presión y que el estruendo que iba a causar salpicaría las cuatro paredes de la habitación con sus sesos. La imagen de una niña sonriente con un par de coletas siendo balanceada por su padre en un columpio durante una mañana soleada se repetía en bucle en su mente desde hacía cinco minutos y, aunque podía parecer un recuerdo feliz de su niñez, no lo era: la secuencia siempre se detenía justo cuando llegaba aquel terrible instante que quería olvidar. Sin embargo, por mucho que presionara los párpados, el dolor que le producían sus recuerdos infantiles no se aliviaba, por mucho que gritara, tampoco. Temía que el terrible final estuviera por venir. No se quería marchar, ella no, y mientras se aferraba a este efímero pensamiento las pupilas se le tornaron blanquecinas como la nieve. A continuación, sobrevino el fatal desenlace que tanto temía: Charlotte quedó inconsciente en el suelo. El grupo de gente que se encontraba en la misma estancia dio un paso atrás: estaban muy asustados. —No os acerquéis a ella—dijo Sacha con voz queda al resto de personas que acababa de presenciar lo sucedido. —Tenemos que salir de aquí—susurró Olivia, asustada. El resto asintió. —Aún no sabemos cómo, lo hemos intentado todo—señaló lord Braxton sin ocultar su nerviosismo. Los tres se quedaron con la espalda pegada a la pared, conteniendo la respiración mientras contemplaban estupefactos el estado en el que había quedado el cuerpo inmóvil de Charlotte. Ninguno de ellos quería ser el siguiente en caer presa de la locura que la había llevado a ese trágico estado. *** Edimburgo, otoño.1893 El Doctor fue el primero en bajar de la TARDIS para inspeccionar el lugar donde habían aterrizado. Era de noche, eso le gustaba porque así podía seguir contemplando las estrellas desde la Tierra, su segundo hogar. Sin embargo, había demasiado silencio en el callejón donde estaba, y eso ya no le agradaba tanto. Además, estaba helando y el frío le entumecía el cuerpo; por suerte, llevaba la gabardina puesta. Rose salió detrás de él luciendo un vestido victoriano en un tono malva que realzaba su figura. Por un lado, le parecía un poco agobiante, pero también encontraba divertido ir ataviada acorde a la época que iban a visitar, no era algo de lo que todo el mundo pudiese presumir de haber hecho alguna vez en la vida perteneciendo al siglo XXI —Por fin estamos pisando el Londres victoriano—dijo Rose, sonriente y cogiéndose del brazo del Doctor. —Bueno, a lo mejor no es Londres, nos hemos desviado un poco—explicó el Doctor, rascándose la cabeza—, pero estamos en la época victoriana, eso está claro—prosiguió señalando las lámparas de gas que alumbraban la ciudad. Algunas de ellas estaban apagadas, lo cual le pareció normal teniendo en cuenta que eran más de las ocho de la tarde. —No importa, vayamos a ver qué hay por aquí—añadió Rose, encogiendo los hombros. La chica londinense todavía recordaba la primera vez que pisó esa época: en esa ocasión conoció a un Charles Dickens envuelto en un problema de unos supuestos fantasmas que resultaron ser unos alienígenas que pretendían invadir la Tierra, esto sucedió en Cardiff y en ese momento estaban en Edimburgo, a cientos de millas de distancia de la lluviosa capital galesa. El impresionante castillo medieval les observaba estoico desde la imponente colina en la que se alzaba. El Doctor suspiró al volver a verlo de nuevo; habían sucedido centenares de peripecias entre sus antiguas murallas y él estuvo presente en las importantes. Sin embargo, la fortaleza no era su preocupación en ese instante. —¿Por qué no hay gente en la calle?—Quiso saber Rose. —Es muy tarde y no querrán pasear a estas horas con la temperatura que hace, refresca demasiado incluso para ser Escocia en esta época del año—concluyó el Doctor—. ¿Rose? La muchacha no contestó porque había desparecido de su lado de pronto. El Doctor se preocupó por ella. No le gustaba perder de vista a sus compañeros de manera repentina, mientras viajaban junto a él eran su responsabilidad, y además, Jackie jamás le perdonaría que no la devolviese de una pieza; sus dos corazones tampoco. Caminó un trecho para buscarla; por suerte, no se encontraba muy lejos de donde había aterrizado la TARDIS. Frente a ellos había una casa de dos plantas y un jardín, con la extensión necesaria para que cupiesen varias estatuas de mármol de tamaño natural. No era capaz de contar cuantas había en total, esto le llamó mucho la atención ya que no había visto tanta escul19


tura junta en su vida, salvo aquella vez que estuvieron en las galerías del Museo Británico, claro. Rose trató de contarlas, pero estaban demasiado pegadas entre ellas; no obstante, la abundante vegetación que crecía a su alrededor también era un impedimento para discernirlas con nitidez, y además de eso no había suficiente luz en la fachada porque las lámparas de la entrada también estaban apagadas. Estaban a oscuras, la única luz que tenían era la de la luna. Desde la puerta exterior no se veía ningún movimiento dentro del edificio. Quizá las personas que debían vivir allí se habían ido a dormir ya o la casa estaba deshabitada por alguna razón. Rose prefería la primera opción. —¿Diez? ¿Quince? ¿Veinte? ¿Cuántas crees que hay, Doctor? —No lo sé, pero la puerta está abierta, averigüemos cuántas estatuas hay—dijo sonriendo tras abrir la cerradura con el destornillador sónico. Todas ellas tenían el rostro tapado con las manos, lo cual les resultaba más inquietante. El Doctor había visto muchas criaturas imposibles a lo largo de sus novecientos años, pero nunca algo tan estremecedor como aquello. Parecían estar vivas bajo la capa pétrea de la que estaban hechas, aunque pudo comprobar que estaban inmóviles por completo. No obstante, estaba escuchando sus voces murmurando dentro de su cabeza, todas a la vez, pero no le dijo nada a Rose para no preocuparla. Eran humanas, masculinas y femeninas, que provenían de un tiempo lejano, un eco constante martilleando su mente de Señor del Tiempo. A veces su capacidad telepática le resultaba incómoda, pero mantenía la compostura con una sonrisa dibujada en los labios. Tenía que concentrarse en sus palabras para averiguar de dónde venían. —Creo que hay veintitrés en total. ¿Quién es capaz de adornar su jardín con tantas estatuas? Es espeluznante—sentenció la chica. —Tienes razón, hay demasiadas para ser una mera decoración—prosiguió el Doctor. —No será un cementerio, ¿verdad?—Dijo de pronto Rose—.No, vaya estupidez. Es una casa la gente no tiene lápidas en sus jardines. Ambos caminaron entre las esculturas sin tocarlas por lo que pudiese suceder. Vistas de cerca parecían más reales; las había de distintos tamaños, hombres y mujeres que vestían con la indumentaria propia de la alta sociedad de esos días. —Esto es muy raro—murmulló el Doctor. —No parece muy normal, a lo mejor deberíamos volver a la TARDIS, pero… mejor llamemos a la puerta—le animó Rose cuando la tuvieron delante. Dio dos golpes con la aldaba, esperaron unos minutos y nadie abrió. Rose aprovechó para asomarse por uno de los ventanales, pero seguía sin ver nada. Al cabo de un rato insistió de nuevo y la puerta se abrió por fin para dejarles entrar. Detrás no había ningún mayordomo para recibirles ni nada que se le pareciera, solo una amplia entrada iluminada por unos candelabros. Los dos cruzaron sus miradas extrañados: esto era nuevo incluso para el Doctor. Por supuesto, no creía en los fantasmas y en esa época no habían inventado los sistemas automáticos para abrir puertas. Entraron cogidos de la mano. *** —¡Doctor! ¡Doctor! ¿Dónde estás?—llamaba Rose. El Doctor se había esfumado de su lado y eso no le gustaba. Ante ella había un pasillo largo que conducía hasta una puerta, su instinto le dijo que debía abrirla, ¿y si estaba allí? Rose se convenció de que debía ser valiente, el Doctor no la iba a abandonar. Nunca lo hacía, no la dejaba atrás,… Eso comenzaba a ser una broma de muy mal gusto. El corredor olía a humedad y estaba repleto de cuadros situados en hilera que imaginó que debían ser muy valiosos. La mayoría eran retratos de un hombre del que no pudo distinguir bien el rostro debido a la escasa iluminación de la casa, era algo que empezaba a detestar en ese sitio, no había luz; si el Doctor hubiese estado a su lado usaría el destornillador sónico para alumbrarlo, esa función la conocía. Rose giró el pomo de la puerta con sigilo, todavía no sabía si la casa estaba deshabitada, pero entre esas cuatro paredes también hacía mucho frío. La joven pensó que las chimeneas, estuvieran donde estuvieran, estarían apagadas. Al entrar en la habitación vio a tres personas que le hacían señas con las manos para que se marchara, pero ella desobedeció y se quedó dentro de la estancia observando sus semblantes atemorizados, entonces Rose comprendió que necesitaban su ayuda. La puerta se cerró tras de ella con un estruendo. *** El Doctor corría por pasillos en busca de Rose. No podía haberse desvanecido de su lado, tenía que existir un motivo para eso. —¡Rose! ¡Rose!—La llamó, pero no le contestaba. Eso le preocupó. La buscó por cada rincón de la casa, hasta que se dio cuenta de que había estado dando vueltas en círculo durante 20


más de media hora, sin encontrar una salida. Las puertas con las que se iba encontrando estaban cerradas con llave y el destornillador sónico no las desbloqueaba. No lo entendía, las cerraduras eran metálicas, debía funcionar. El Doctor estaba atrapado y eso le divertía. No obstante, tenía una prioridad más apremiante: encontrar a Rose. De forma que usó su artilugio sónico para averiguar qué sitio era ese y buscar algún rastro de su compañera de viaje. El destornillador detectó cuatro señales de vida humana y tres presencias imposibles. No tenía ni idea de por dónde empezar pero daría con ellos costase lo que costase, ya se ocuparía de saber qué era aquella cosa desconocida. El suelo crujía bajo sus pies mientras corría de un lado para otro. *** —¡Oh, no! ... ¿Cómo has entrado?—Susurró Sacha, temerosa. —La casa debe dejar entrar a la gente—aseguró lord Braxton—, pero no salir. —¿Quién eres?—Preguntó Olivia. —Rose…—se presentó—, ¿y vosotros? ¿Qué está sucediendo? ¿Por qué hay tantas estatuas en el jardín? Nunca había visto tantas juntas—aseguró, encogiéndose de hombros. Después temió haber sido tan directa. —¿Estatuas?—Inquirió lord Braxton, arqueando la ceja—.Yo no tengo ninguna estatua en el jardín—aseguró. Después de decir esto, el lord se presentó y el resto le imitó. Sacha era la cocinera de la casa y Olivia una visitante ocasional que se había quedado atrapada en ese sitio, igual que Rose. La primera era una mujer de baja estatura, caderas anchas, cabellos rizados y ojos azules; llevaba el mandil puesto y sus manos todavía olían a mantequilla. La segunda era una chica espigada y pelirroja ataviada con un traje bermellón. —He vivido en esta casa durante cuarenta y cinco años y jamás he tenido una estatua en mi jardín, me parece de un gusto tétrico—añadió lord Braxton. Este tenía un aspecto impecable; era un hombre de mediana edad que vestía con un elegante traje de seda ocre y llevaba un reloj de bolsillo guardado en el chaleco. Trataba de mantener la compostura delante de las mujeres con las que compartía estancia; sin embargo, los acontecimientos que estaban sucediendo bajo su techo le superaban. Entonces Rose recordó algo muy importante: —¿Habéis visto al Doctor? Venía con él pero ahora no sé donde está… tengo que encontrarle como sea. —¿El Doctor?—Preguntaron el resto. —Sí, es un hombre alto, delgado, de pelo castaño y que viste con un traje marrón… —describió Rose. Los demás negaron con la cabeza. —No ha entrado nadie de esas características aquí, por suerte—resopló Sacha—.No tiene que entrar nadie más porque acabaremos como ella—dijo, señalando el cuerpo inerte de Charlotte. Su cuerpo parecía un papel arrugado, pálido y carente de vida. Rose se sobrecogió al verla. —Era mi prometida—susurró lord Braxton, conteniendo la respiración. —¡No la toques!—Dijo Olivia de manera repentina, agarrando el brazo de la joven londinense para evitar que se acercara. *** El Doctor ya no escuchaba los lamentos en su cabeza, eso era un alivio. No obstante, ya no se encontraba en el interior de la casa: estaba bajo un cielo anaranjado y pisaba un suelo escarpado que estaba muy lejos de la Tierra y que le resultaba familiar; el Doctor estaba en Gallifrey. Demasiado lejos. —¡Brillante! ¿Quieres jugar conmigo? Pues aquí estoy—dijo el Doctor, golpeando su pecho—.Pero ni si te ocurra tocarle a ella—sentenció mientras buscaba una salida. Nadie respondió. Era consciente de que aquello era una anomalía producida por algo que desconocía. La TARDIS estaba aparcada en el exterior de la casa victoriana, no podía haber viajado con ella y menos al planeta en el que había crecido, porque no podía recorrer su propia línea temporal. El Doctor se encontró frente a la entrada de la academia de los Señores del Tiempo. Estaba tal y como la recordaba, antes de que fuese destruida en la Guerra del Tiempo. Había pasado muy buenos momentos estudiando en sus aulas, corriendo por sus pasillos y leyendo en su inmensa biblioteca donde aprendió todo lo que sabía, aunque el Doctor nunca fue un gran estudiante. Volver a ver aquello le hizo recordar que había perdido todo lo que amaba y también lo que le disgustaba. Los Daleks eran la causa de su desgracia, ellos eran los culpables de la destrucción de su planeta, solo ellos. El Doctor respiró hondo para evitar que se le escaparan las lágrimas, las emociones no eran buenas consejeras en ese momento, trató de mantener la cabeza fría, no debía dejarse llevar por la melancolía, aquello no era real, era solo 21


una ilusión que alguien había creado para él. Dio un respingo, tenía que encontrar una puerta, cualquier cosa que le pudiese sacar de allí. A continuación encendió el destornillador sónico para rastrear una salida y se dio cuenta de que hacerlo solo no era tan emocionante. *** —Vaya, lo siento—dijo Rose mirando a lord Braxton, que estaba frente a ella conservando el porte. —Nunca la olvidaré…—suspiró. —¿Qué pasó exactamente? Quiero decir… ¿Notaste algo extraño durante estos días?—Quiso saber Rose. El lord negó con la cabeza. —Estábamos celebrando la pedida de mano, nuestros familiares y amigos más cercanos estaban en el salón disfrutando de una agradable velada en la que no faltaba el mejor champagne—explicó el dueño de la casa—.Entonces escuchamos un estruendo que venía del exterior, pero ninguno de los presentes le dimos importancia porque nadie sufrió daños. —¿Cuánta gente había en esa fiesta?—Preguntó Rose. —No estoy seguro pero debíamos de ser alrededor de quince o veinte—respondió lord Braxton. —Veintitrés en total y tres personas del servicio—añadió Sacha. Rose recordó algo. —Ese era el número de estatuas que había fuera—aseguró—Tenemos que salir de aquí como sea y encontrar al Doctor—La joven estaba convencida de que aquellos acontecimientos tenían alguna conexión. Rose intentó abrir la puerta pero no lo consiguió, estaba atrancada. —¿Por qué no se abre?—Inquirió Rose, furiosa. —Ya te lo he dicho jovencita, no podemos salir—contestó Lord Braxton—, lo cual es inexplicable, igual que todo lo que está sucediendo aquí dentro. Acabaremos como ella. —No, eso no sucederá—prosiguió Rose. —¿Quién es ese Doctor?—Preguntó Olivia, balbuceando. Todas las miradas se volvieron a centrar en ella. —Es el único que nos podrá sacar de aquí. Es un buen hombre, siempre sabe qué hay que hacer. Ha visto millones de estrellas, ha salvado el universo miles de veces…—comenzó a decir Rose. Olivia asintió. —Pero no podrá salvarnos a nosotros—añadió Sacha temblando. —¿De dónde proviene ese hombre?—Inquirió Olivia. —De Gallifrey—aseguró Rose. —¿Eso está en Irlanda?—interrumpió lord Braxton. Rose no contestó. No sabía explicarle donde estaba el planeta de dónde del que procedía el Doctor porque nunca le había llevado a verlo y nunca lo haría. Solo le hablaba de su hogar en contadas ocasiones, cuando se ponía nostálgico. —En cualquier caso, ese Doctor no está aquí y no creo que tenga nada que ver con esto. Nadie puede salvarnos—espetó Lord Braxton—.No descansaremos en paz. —Él sí—aseguró Rose con firmeza, nadie la iba a hacer cambiar de opinión—.Me encontrará, nos encontrará a todos. *** La academia de los Señores del Tiempo estaba intacta, sus pasillos vacíos y su biblioteca rebosante de libros de las épocas del universo y todos los idiomas que se existían a lo largo y ancho del cosmos. Por aquel entonces el Doctor todavía no tenía la TARDIS, no la había robado. Esa fue su mayor locura y, sin embargo, la mejor decisión que había tomado en su existencia. Pero el Doctor nunca descansa, el Doctor siempre va hacia adelante. No mira hacia atrás. Volvió a sentir frío. No tenía miedo, pensaba en que Rose estaba cerca y no tardaría en dar con ella. Gallifrey se diluyó en el suelo de forma repentina. El Doctor sonrió. No obstante, la presencia que encontró en su lugar le hizo torcer el gesto. —Ya está, lo arreglé—dijo un hombre vestido con indumentaria militar, ojos azules y una gran sonrisa dibujada en su atractivo rostro, sujetaba una especie de pistola con la mano derecha—.Ya no habrá más ilusiones ópticas. —¿Jack?—Inquirió el Doctor, haciendo una mueca. Este le saludó como si fuese un mando superior. —Nos volvemos a encontrar, Doctor—dijo el capitán—.Pero no tenemos mucho tiempo para ponernos al día. Llevo investigando aquí desde que me enteré del accidente de anoche y aún no sé lo que ha sucedido, pero ha desaparecido gente y esto tiene mala pinta… El Doctor asintió. 22


Por unos instantes le costó admitir que su presencia era muy oportuna: el capitán Jack le daba mala espina. Sin embargo, por una extraña razón los dos hacían un buen equipo cuando había emergencias. —¿Sabes cómo salir de aquí?—le preguntó. —Puedo intentarlo—dijo Jack, ladeando la cabeza. El Doctor le explicó lo sucedido desde que aterrizó en Edimburgo y entonces Jack pensó en un plan apresurado. Tenían que ser rápidos actuando porque el ser que estaba recreándose en esa casa les había encontrado, sabía que uno de los dos estaba arruinando sus planes y no le hacía ninguna gracia. El Doctor y Jack corrieron juntos de nuevo. *** Rose estaba acurrucada en el suelo junto a los demás, se le agotaban las ideas. También había perdido la noción del tiempo, y eso nunca le había sucedido mientras había viajado con el Doctor, por mucho que disfrutara a su lado. Había un día y una noche, un horario solar establecido, aunque en ocasiones era una locura y optaba por ignorarlo, ya que era diferente en cada planeta. Así que si tenía hambre comía de lo que encontraba en la despensa de la TARDIS, si tenía sueño dormía en su propia cama, era mucho más grande que la que tenía en Londres y más cómoda. También tenía un aseo individual donde podía disfrutar un relajante baño de espuma en una antigua bañera romana. —No tenéis nada para comer, ¿verdad?—Preguntó Rose. Sacha negó con la cabeza. —La cocina está en el piso de abajo—aseguró. Rose se encogió de hombros. —Yo he escuchado hablar de Gallifrey otras veces—irrumpió Olivia de pronto. Rose se giró al escuchar el nombre del planeta. —Pero eso es imposible…quiero decir, Gallifrey despareció—explicó la muchacha. Sacha y lord Braxton también estaban sorprendidos por aquella revelación. —Gallifrey está situado en la constelación de Kasterborous, era un lugar apacible, pleno de belleza… —¿Cómo puedes saber eso?—Inquirió Rose. Olivia sacó de sus faldas un cubo luminoso, cubierto por otro más grande de cristal. En una de sus caras había dibujado un pico y un cincel cruzados entre sí en forma de equis. —Es una rareza que compré en el mercadillo de Akhaten. El comerciante que me lo vendió tenía prisa por deshacerse de él y me lo dejó a un buen precio, aseguraba que era una obra del diablo porque en su interior se podían escuchar voces… —¿Akhaten?—exclamó lord Braxton. Sacha arqueó una ceja. —Necesitaba víveres para regresar a casa y ese parecía un planeta agradable. Venía recomendado en La guía del autoestopista galáctico. —¿El planeta Akhaten?—Repitió lord Braxton—.Creo que has leído demasiado Julio Verne. —No, me temo que no… ¿eres una viajera del espacio?—Preguntó Rose. —Lo era, mi nave se estrelló justo detrás de esta casa cuando chocó con algo que no vi y no pude esquivar—explicó Olivia—,intenté repararla y al no conseguirlo, decidí buscar ayuda usando el filtro de percepción; mi indumentaria espacial no era la más apropiada para esta época, y terminé metida en una fiesta de compromiso en la que no había sido invitada. —Eso es un descaro—espetó lord Braxton. —Lo siento, creía que podría encontrar un mecánico, alguien que me pudiese ayudar…—se disculpó la mujer. —¡O un Doctor!—exclamó una voz desconocida para la mayoría de ellos. Había conseguido abrir la puerta y estaba plantado en el umbral para que todos pudiesen verle. —¡Doctor!—Exclamó Rose y luego se abalanzó hacia él para abrazarle. Este la correspondió. —Y un capitán—tosió Jack detrás de él. Sostenía la pistola sónica con ambas manos cubriendo el paso. —Vamos, hay que salir deprisa, no hay tiempo—apremió el Doctor. Rose le imitó y les animó a que salieran. —¿Qué sucede, Doctor?—Quiso saber Rose. —Sácales de la casa, rápido—dijo. Hacía frío, una figura grisácea se acercaba hasta ellos gimiendo. —Ya viene, ya viene—sollozó Sacha, estaba paralizada por el terror. —Está llegando, vamos, tenéis que iros—dijo Jack viendo que se retrasaban. Lord Braxton trató de convencerle de que no podían retrasarse pero Sacha se quedó agachada en el suelo, era demasiado tarde para ella. Decidieron dejarla atrás. Rose iba delante con lord Braxton y la viajera espacial, mientras el Doctor les seguía en la retaguardia. Se escucharon unos disparos a los que les siguió un silencio sepulcral.

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Esperaron al lado de la TARDIS, estaban a salvo. —¿Así que tú eres el Doctor? ¿Doctor qué?—Inquirió lord Braxton. —Sólo el Doctor—contestó Olivia, Rose y el Doctor clavaron sus miradas en ella—.El cubo dice su nombre…—explicó, depositándolo entre sus manos. —Es un mensaje del Escultor, que ocultaba algo más en su interior—explicó. —¿Le conoces?—preguntó Olivia. —Sí, claro, le encantaba esculpir estatuas de mármol cuando era estudiante, por eso escogió ese nombre…—contestó el Doctor. Entonces se detuvo y miró el jardín—. ¡Oh, no! —¿Qué ha pasado con ese capitán? ¿Por qué no viene con nosotros?—quiso saber lord Braxton. —Está bien—aseguró, ladeando la cabeza. El Doctor se guardó el cubo en el bolsillo de la chaqueta con disimulo. Después todos presenciaron como la mayoría de las estatuas volvían a su estado normal, la gente podía moverse. Lord Braxton suspiró aliviado. Y el Doctor comprendió lo que había sucedido. Aquella cosa que les perseguía era lo que debía de ser Jack si hubiese seguido siendo mortal, era una versión suya alternativa que vagaba a la deriva por el universo sin destino, era un fantasma interestelar. El otro capitán debió cruzarse en algún momento con el cubo mensajero del Escultor, este conservaba en su interior la esencia destructiva del Señor del Tiempo y ambos elementos se fusionaron creando una criatura escalofriante que necesitaba material para esculpir. La viajera se estrelló en la Tierra, ya que era el planeta donde más materia prima había para su fin, el otro Jack provocó el accidente de la nave al hacerse fuerte. Aquel ser había decidido torturarles con sus peores recuerdos antes de convertirles en estatuas vivientes, en el caso de Charlotte fue la repentina muerte de su padre de un infarto al corazón cuando jugaba con ella en el parque. *** El capitán fue a buscarlos más tarde. —¿Qué hacéis ahí plantados mirando? Todavía hay que reparar una nave—dijo Jack, sonriente. Luego saludó por fin a lord Braxton y Olivia. —Encantado. —Jack, no empieces…—le reprendió el Doctor. —Solo estoy siendo educado…—aseguró. Rose sonrió, aliviada; todo había vuelto a salir bien gracias al Doctor. Por su parte, Jack consiguió reparar el vehículo espacial de la viajera con ayuda de los repuestos que le proporcionó la TARDIS y lord Braxton recuperó su mansión y a su prometida. —¿Qué vais a hacer vosotros?—preguntó lord Braxton. —Seguiremos viajando con la TARDIS—contestó Rose. —¿A dónde iréis?—Quiso saber Charlotte. El Doctor se encogió de hombros. —No lo sé, ¿a que es fascinante?—Contestó. —Ya veo, os iréis con esa caja azul mágica a explorar el espacio y Olivia en esa crisálida gigante. Es demasiado para mí— Aseguró lord Braxton. —En ese caso es mejor que no cuentes nada de lo sucedido—sugirió el Doctor—,la tecnología apenas está emergiendo en este siglo, aunque lo cierto es que Leonardo da Vinci destacó en el Renacimiento por sus inventos… —Nadie me creería—aseguró. La pareja se despidió de los viajeros para siempre: la TARDIS se disipó delante de ellos emitiendo un sonido agudo que resonó en sus oídos durante unos instantes. —Gracias, Doctor—dijo Charlotte susurrando. Olivia despegó tras ellos sin dejar rastro. Los daños provocados llevarían más tiempo para ser reparados; no obstante, todos habían regresado a la vida sin saber que era lo que les había sucedido. Jack regresó a Cardiff llevando un nuevo artilugio alienígena con él, uno de los más preciados junto con la mano amputada del Doctor, para ponerla a buen recaudo puesto que era un objeto muy peligroso. —¿Dónde te habías metido, Jack?—Le preguntó una mujer morena con acento galés al verle aparecer. —Fui a ver al Doctor. No le dijo más, porque sabía que no estaba preparada para conocer su historia.

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Chasing his starlight Fluvia

El título está inspirado por una frase de la canción Starlight de Muse y significa “persiguiendo su luz estelar”. In memoriam of Elisabeth Sladen (1946-2011) Quizá fue por la marcha de Amy y Rory, quizá la razón era lo que River le había pedido, o quizá simplemente era porque se sentía solo y necesitaba abrazar a un amigo. Sabía que había mucha gente que se alegraría de verle, incluso que se lo agradecería con profusión, después de que los hubiera ignorado durante tanto tiempo. Pero en ese momento sentía que sólo había una persona en el mundo que podría comprenderle y darle el abrazo que necesitaba. Probablemente era egoísta por su parte, acudir a ella después de todo el tiempo durante el que la había ignorado en el pasado, pero sabía que ella siempre le aceptaría. Al menos después de la potencial y merecida bronca inicial. Por primera vez en lo que parecían milenios, el Doctor volvió a sentirse feliz ante la perspectiva de poder ver su sonrisa de nuevo. Debía haberse imaginado antes que todos los signos indicaban que algo iba a salir mal. Por mucho que había discutido con la TARDIS e intentado fijar las coordenadas que quería, ella había volado adonde había deseado, más de un año antes de lo que él pretendía. Cuando por fin habían aterrizado, una simple mirada al monitor le hizo saber que ni siquiera estaban en su casa, sino en las afueras. Su instinto le dijo que no revisara el entorno antes de salir de la TARDIS, abriendo la puerta sin saber dónde se encontraría. Tardó unos segundos en procesar lo que sus ojos veían, su mente rechazando la simple idea y las implicaciones que suponía. Sinténdose presa de un déjà vu de muy mal gusto, salió de la TARDIS y comenzó a andar, esquivando lápidas y tumbas, hacia el grupo de gente situado a lo lejos. Ocultándose detrás de la estatua de un ángel, contempló con un nudo en la garganta el oficio. Todo lo que el pastor estaba diciendo le parecían tonterías, palabras vanas sacadas de un formulario predeterminado y que no tenían nada que ver con la mujer a la que rendían homenaje. ¿Por qué no estaba hablando de su increíble inteligencia? ¿O de todas esas veces que había salvado a alguien? ¿Por qué no mencionaban su gran valentía, su puntería al disparar, su curiosidad innata, su sentido del deber? ¿Por qué nadie decía lo fuerte que siempre había sido, sin dejarse amilanar por nada ni nadie, ni siquiera él? ¿Por qué había tenido que morir, ella entre todas las personas? No fue consciente de que se estaba moviendo, pero ya se encontraba cruzando entre las hileras de personas vestidas de negro, personas que estaba seguro que no entendían ni una pizca de cuán maravillosa era la mujer a la que estaban despidiendo. Los murmullos de indignación no alcanzaban a sus oídos, y ninguna de las manos que intentaban detenerle llegaron a tocarle. Ahora ya nada importaba. Cuando llegó el ataúd y la vio por primera vez, sus ojos se llenaron de lágrimas. De nuevo, el adiós llegaba demasiado tarde y él se sentía fatal por haberla fallado de nuevo. Cogiendo con reverencia sus heladas y rígidas manos, depositó un tembloroso beso sobre ellas, notando como un par de lágrimas se deslizaban por sus mejillas. – Adiós, Sarah – susurró, la voz henchida de pena y quebrándose al pronunciar su nombre, por última vez en su presencia. Sin una palabra más, se dio media vuelta dispuesto a marcharse, sin fuerzas para siquiera dirigir una mirada a su alrededor. – ¡Doctor! Fue su nombre lo único que lo paró, deteniéndose y fijando la mirada en quien lo había llamado. Luke estaba visiblemente destrozado, sus ojos ribeteados de rojo y más pálido de lo que era saludable. Su voz había sonado titubeante pero firme, y había una extraña determinación en su mirada. El Doctor sabía lo que tenía que hacer: consolarle, decirle que el mundo no se acababa, que fuera fuerte porque así era como ella lo habría querido pero, en ese momento, no fue capaz. No podía creerse sus propias palabras, que le parecieron vanas y sin sentido. Sin decir nada, apoyó una mano en su hombro, apretándolo, con la intención de darle algo de afecto. Sabía que era inútil, pero era lo único que podía hacer por él. Con una última mirada en dirección del ataúd donde reposaba su gran amiga, echó a correr sin preocuparse de las voces que lo tachaban de lunático o maleducado. Ellos no entendían, a ella no le habría importado, se habría reído y habría corrido a su lado, como siempre había hecho. Cuando finalmente se sintió seguro, dentro de la TARDIS de nuevo, el Doctor se dejó caer de rodillas al suelo, sin ahogar las lágrimas más. De nuevo, el universo le recordaba que todo el mundo se iba y él siempre se quedaba atrás. 25


Viaje a la luna @SherezadeSoL Dado que la TARDIS solía aterrizar, normalmente, en algún lugar del Reino Unido o bien en algún planeta lejano, hasta el Doctor quedó sorprendido cuando, al salir de la cabina azul, él y Amy se encontraron en un paisaje de lo más mundano. —Vaya. Qué… Interesante —ironizó la pelirroja, observando el paisaje corriente que la rodeaba. Podía ser prácticamente cualquier ciudad occidental de la Tierra—. ¿Otra vez te has vuelto a equivocar de botón? —No —replicó el Doctor con una mueca de confusión—. Mi TARDIS nunca elige un lugar al azar. —Y, tras levantar el índice para, aparentemente, comprobar de dónde soplaba el viento y luego lamerse levemente el dedo, afirmó: —Esto es… ¿El siglo XIX? Sí, sí. Con un regusto del XVIII. Debemos estar en las primeras décadas. La cuestión es… ¿En qué lugar? Hizo un ademán de volver a alzar el dedo, pero Amy lo detuvo, poniendo los ojos en blanco. —París, Doctor. París. —¿Y cómo…? —preguntó el Señor del Tiempo, irritado al ver que su compañera había adivinado el enigma antes que él; pero se calló al alzar la vista y ver cómo, en la lejanía, se erguía la majestuosa catedral de Notre-Dame. —En fin, supongo que al fin y al cabo podemos aprovechar el viaje… Nunca había estado en París —se encogió de hombros Amy. —Y, además, reconozco que la moda de este siglo me gusta bastante —añadió, mirando con ojos envidiosos los atuendos de las mujeres que caminaban por las aceras. —No, no hay tiempo para hacer turismo… —murmuró el Doctor, ajustándose la pajarita—. La TARDIS nos ha llevado hasta aquí por alguna razón. ¡Vamos! —agarró a Amy del brazo y tiró de ella—. ¡Come along, Pond! Tras dar un par de vueltas sobre sí mismo, empezó a correr seguido por su acompañante por las calles de París, bajo la mirada atónita del resto de transeúntes. —¿Pero a dónde vamos? —preguntó Amy entre gritos y resoplos, mientras pugnaba por seguir el ritmo enérgico del Doctor—. ¡No tenemos…! Pero antes de poder acabar la frase, el Doctor giró una esquina y tuvo que hacer un esfuerzo extra para poder perseguirle. Cuando su falda corta le impidió mantener el ritmo por más tiempo, obligó al Señor del Tiempo a detenerse y se apoyó en la pared de un edificio para recuperar el aliento. —Se puede… Saber… ¿Qué buscamos? —preguntó, con la respiración entrecortada. —Tiene que haber algo… ¡Algo! —alegó el Doctor, sin mostrar un ápice de cansancio—. Siempre hay algo, allí donde vamos. Solo es cuestión de dar vueltas hasta que nos encuentre. Amy se cruzó de brazos, poco convencida. —¿Otra vez me has hecho correr por nada? —¡Pero si a ti te encanta correr, Amelia! —contestó el Doctor, jovial, sin dejar de observar todo lo que ocurría en la calle. Antes de que la muchacha pudiera replicar, señaló con la incipiente barbilla una figura vestida de color blanco que caminaba hacia ellos. —¿Será lo que estamos esperando? Amy arqueó una ceja por toda respuesta. La mujer de blanco se acercaba lentamente. Llevaba un moño alto, bien recogido, y tenía el semblante serio, aunque amable. El pequeño gorro que llevaba en la cabeza les dio una pista sobre su identidad. —Mademoiselle —saludó el Doctor cuando esta llegó a su lado. Ignoró que la TARDIS ya traducía sola sus palabras, porque le gustaba la pronunciación del francés. —Le estaba buscando —respondió ella, con una leve sonrisa. —¡Ah! Me lo imaginaba —El Doctor se balanceó sobre sus pies, orgulloso—. ¿Y en qué…? Pero se calló, contrariado, al ver que la mujer se dirigía a Amy, que devolvió al Undécimo una sonrisilla victoriosa. —¿Qué necesita? —respondió la pelirroja. Era obvio que no se conocían. —Soy enfermera del hospital Léopold Bellan —les explicó la francesa—. Uno de los pacientes me la describió… Y me pidió que la buscara y le diera eso. —Le tendió un pequeño papel con algo escrito—. Discúlpeme si es una molestia, pues no sé muy bien de qué se trata, pero es un hombre que está bastante enfermo y… —Torció el labio, como diciendo que no quería cuestionar los deseos de un moribundo. —Muchas gracias —le agradeció Amy. La enfermera inclinó la cabeza y dio la vuelta. La pelirroja alzó el papelito y chasqueó la lengua, esperando que el Doctor lo cogiera. Éste, vencido por la curiosidad, lo abrió y lo leyó. —Es un número —reveló, algo decepcionado—. ¡Ah! ¡Debe de ser el número de habitación del hospital! ¡Vamos, pues! Y, antes de que Amy pudiera protestar, ya volvían a correr por las calles de París. *** —De acuerdo, es aquí —señaló la chica—. ¿Tienes idea de lo que nos vamos a encontrar? El Doctor negó con la cabeza. 26


—De momento nada parece sospechoso… ¿Lista? —giró el pomo de la puerta y la empujó. Era una estancia sencilla, con una pequeña ventana, una mesilla de noche y un armario de corte austero. En la cama, de sábanas blancas impecables, yacía un hombre de particular bigote y frente sudorosa que solo reaccionó cuando vio a Amy. —¿Por qué hoy nadie me hace caso? —masculló el Doctor, infantilmente indignado. —¡Face de lune! —exclamó el viejo desde la cama, reavivado de repente—. Sabía que vendrías… ¡Lo sabía! Amy y el Doctor cruzaron una mirada interrogadora, pero él la empujó a acercarse al anciano. Ella tomó la mano que le ofrecía el enfermo, confundida. —¿Nos conocemos? —le preguntó con dulzura. —Ah… ¡Y tanto! Ha pasado tanto tiempo… Tanto tiempo en Montparnasse… —Ajá… —Amy forzó una sonrisa, sin saber muy bien qué decir. —Solo quería… —El anciano tosió al reclinarse—. Devolverte… Esto. Abrió el cajón de la mesilla de noche y sacó un pequeño objeto: un pendiente en forma de perla blanca. Abrió la mano de Amy y dejó la joya sobre su palma. —Pero yo ya… —Amy examinó el pendiente, sorprendida—. Es mía… —Ya lo… Entenderás… —suspiró el viejo—. Ahora vete, querida… —Y, finalmente, sus ojos vidriosos reconocieron al hombre que esperaba detrás de Amy—. Doctor… Me alegro ver… Que todo va bien… Él se echó un poco para delante, haciendo una pequeña reverencia. —Iros…No me queda mucho tiempo… —susurró—. Partez, allez-y… —Allons-y. —El Doctor apretó la mandíbula y acompañó a Amy hasta el pasillo. —Volveremos a vernos, supongo —dijo al desconocido. —Yo no… —repuso este, sonriendo a pesar de todo—. Mucha suerte… Doctor. Se envolvió con las mantas y cayó dormido. El Señor del Tiempo cerró la puerta detrás de él y empezó a andar mientras Amy le atosigaba con preguntas. —¿Le conoces? ¡Me ha llamado Cara de luna? ¿Y cómo se supone que tenía mi pendiente? ¡Doctor! El dueño de la TARDIS se detuvo y le cogió la mano para observar el pendiente. Luego le miró las orejas, de donde colgaban dos joyas exactamente iguales que la tercera. Cogió las tres y las rozó levemente. Una chispa saltó con el roce de las perlas. —¿Qué…? —exclamó Amy. —El mismo objeto, pero de diferentes líneas temporales —explicó el Doctor—. Una pequeña paradoja. —¿Pero cómo…? Nunca nos hemos cruzado con ese hombre. A menos que… —Sus ojos verdes se abrieron al comprender lo que estaba pasando—. ¡A menos que lo conozcamos en el futuro! El Doctor sonrió. —Exactamente. —¿Pero cómo lo encontraremos? ¿Quién era? Él alzó sus finas cejas, haciéndose el interesante. —Creo que lo sé. ¡Vamos, a por la TARDIS! —¡No, no, espe…! Pero Amy no tuvo más remedio que ejercitar sus piernas de nuevo. *** Amy salió de la TARDIS, esta vez satisfecha. Llevaba un vestido largo, de color marrón, con delicados bordados florales y volantes blancos que conjuntaban con el pequeño sombrero que llevaba en la cabeza. Se había ataviado —por una vez en su vida— con algo acorde con la época que visitaban. El Doctor también se había engalanado, cambiándose la pajarita y poniéndose una chaqueta algo más distinguida que de costumbre. —¿Lista? —le preguntó él, ofreciéndole el brazo. Ella lo aceptó y empezaron a andar por el centro iluminado de París, lleno de burgueses charlatanes. —Sí, pero ¿a dónde vamos? A parte de a conocer a nuestro hombre misterioso, digo. ¿Dónde esperas encontrarle? —¡Ah! —respondió el Doctor alegremente—. Por aquí. Exactamente, aquí —señaló la puerta de un edificio en el que se aglomeraba un buen grupo de gente trajeada. —¿Qué es? —Algo que no has visto nunca, la revolución del entretenimiento público. Teatro de variedades, rezaba el rótulo, según avistó Amy. —¿Vamos a ver un número de cabaré? —ironizó. —No… —se negó el Doctor—. …no exactamente —rio. —¡Estás a punto de descubrirlo! Sorteando los burgueses que colapsaban la entrada, consiguieron abrirse paso y entrar en el teatro. Con un poco de simpatía y mucho uso del Papel psíquico, el Doctor consiguió dos asientos muy bien situados. El murmurio de la multitud solo se silenció cuando las luces se apagaron. Amy se removió en el asiento, impaciente, mientras el Doctor se jactaba de su éxito. El telón del escenario subió, y, tras un ruido mecánico, una proyección apareció en la pared. 27


—¿Es un cine? —susurró Amy. —De los auténticos —afirmó él. Imágenes en blanco y negro, acompañadas por la música alegre de un piano, empezaron a aparecer en la pantalla: una casa encantada con figuras que se desvanecían en el aire, una carta de baraja cuya reina cambiaba del papel al carne y hueso… —¿Qué estamos viendo, exactamente, Doctor? —¿Que qué estamos viendo? ¡El nacimiento de la ciencia ficción, de la fantasía, del cine tal y como lo conoces! —exclamó, con voz demasiado alta, provocando los reñidos de otros espectadores—. ¡Amy! Hay muy pocos hombres en la historia tan creativos e imaginativos como nuestro amigo… —Y señaló con la cabeza a un hombre alto y bigotudo que, sonriente, observaba las películas desde la zona de los trabajadores. Amy frunció el ceño. Aunque el hombre era mucho más joven y su actitud mucho más alegre, estaba bastante segura de que era el anciano que habían visitado en el hospital. —Pero, ¿quién es? —¡Georges Méliès! —¿Qué? —Amy miró de nuevo al hombre, estupefacta, y aplaudieron cuando finalizaron las proyecciones—. ¿Ese que hizo... Esa película del cohete clavándose en el ojo de la luna? —En realidad en este año aún no la ha producido… Pero sí —ratificó el Doctor, torciendo el labio—. Vamos a saludarlo. —¿Y qué vamos a decirle? —Amy, este hombre es una de las personas con más ganas de conocer el universo que han existido en la faz de la Tierra. ¡Desde Julio Verne no ha habido nadie igual! ¿No crees que se merece un viaje con la TARDIS? —Visto así… —le concedió ella, colocándose bien el sombrero—. ¿Pero cómo vamos a convencerle de que no estamos locos? El Doctor hizo como que no la había oído. Se acercaron discretamente a Méliès y aguardaron su turno para poder mostrarle sus felicitaciones. Cuando por fin les tocó, le encajó la mano y la sacudió efusivamente. —¡Un placer, un placer, Monsieur Méliès! ¡Bonito bigote! —El cineasta se pasó el dedo por el bigote, que se inclinaba un poco hacia arriba, confuso y algo desconfiado, pero aceptó su saludo con cortesía. Amy dio un codazo a su acompañante. —Hum… Señor Méliès, somos… Hum… ¿Inventores? Y queremos enseñarle nuestra nueva… Máquina de cinema. El Doctor la miró, burlándose de su salida cogida por los pelos, y sacó el papel psíquico. —En efecto, hemos venido desde Londres para enseñarle nuestro invento, y estamos seguros de que le gustará… Mucho. —Agradezco las ofertas, pero ahora mismo me basta con el cinematóg… —No pudo acabar la frase porque el Doctor se sacó el destornillador sónico del bolsillo y se lo enseñó—. ¡Virgen santa! ¿Cómo ha conseguido que haga estas luces? —Ya le ha dicho que somos inventores —intervino Amy con falsa seguridad. Les bastó otra muestra de las “lucecitas y sonidos” del destornillador, como lo describió Méliès, para que les siguiera por las calles de París. Ralentizaron el paso cuando llegaron al callejón donde habían aparcado la TARDIS. En ese momento, un rayo de luz cayó sobre el rostro de Amy, y Georges se la miró con fascinación. —¡Oh! ¡Tu cara iluminada parece la luna! ¿Nunca te lo habían dicho? —Eh… No, supongo… —mintió—. ¿Gracias? —Georges, por aquí, por aquí —le indicó el Doctor—. Es esta caja azul. —¿Cómo funciona? —preguntó él, colocándose las gafas para poder examinar mejor la cabina. —¿Esto es un teléfono? —Sí, sí. ¡Tú entra! —le apresuró el Doctor—. Funciona desde dentro. Aunque vacilante, finalmente el cineasta obedeció. El Señor del Tiempo y Amy le siguieron, sabiendo perfectamente qué ocurriría a continuación. Las luces de la TARDIS se encendieron y el motor se puso en funcionamiento. Méliès dio una vuelta de ciento ochenta grados, maravillado y observando cada detalle de la nave espacial. —Pero… Pero… -Balbuceó—. ¿Cómo…? ¿Cómo lo habéis hecho? ¡Es más grande por dentro! —Corrió hasta el centro de la TARDIS, estudiando todos los botones—. ¿Qué clase de ciencia avanzada es esta? Nunca había visto nada igual… ¿Esto de aquí… Es un cinematógrafo en miniatura? —señaló la pequeña pantalla de navegación, estupefacto. El Doctor, que apenas podía contener su orgullo, le dio unas palmaditas en el hombro. —Aún no has visto nada, amigo —le aseguró—. Vamos a ver… ¿A dónde podría llevarte? —¿Llevarme? El Doctor miró a Amy en busca de ideas y su cara se iluminó. —¡Claro, cómo no! Querido Georges, seguro que te encantará… La luna —anunció, triunfante, y activó las palancas de despegue—. Siéntate, siéntate, disfruta del espectáculo, sé el público y no el director por una vez. Méliès, pálido por la sorpresa, se dejó caer en una de las sillas acolchadas. Amy le dio ánimos y se acercó al Doctor. —¿La luna, en serio? —puso los ojos en blanco. —¡La luna ha inspirado a grandes artistas! ¿De dónde te crees que sacó Frank Sinatra su Fly me to the moon? —replicó el Doctor sin dejar de tocar botones. —¿En serio? ¿Has llevado a más gente a la Luna? 28


—Si tú supieras… —murmuró él, pensando en las circunstancias en las que conoció a Martha Jones, cuando el hospital donde hacía prácticas fue trasladado a la Luna y estuvieron a punto de morir ahí. Hacía mucho tiempo de eso… —¡Venga! —su semblante cambió repentinamente de seriedad a diversión, en un intento de animar a sus acompañantes—. ¡Ya hemos llegado! La TARDIS nos protegerá con un campo de oxígeno. ¿Estás listo, Georges? —Listo… ¿Para qué? —contestó él, que parecía algo mareado. —Para dar comienzo al espectáculo —respondió el Doctor, abriendo la puerta de la TARDIS. Fue el primero en salir. Dio un par de pasos, resbaló y se cayó de bruces. Amy fue a rescatarlo y también patinó en el intento. —¿Desde cuándo el suelo lunar es tan resbaladizo…? —Me temo… —El Doctor carraspeó, incómodo—. Que me he equivocado con las coordenadas… —¿Qué insinúas? —rugió Amy. —Que no estamos en la Luna. —Creo que eso es evidente —intervino Georges Méliès, que, azorado, señalaba el cielo estrellado. Amy y el Doctor levantaron la cabeza por primera vez y vieron algo que les dejó atónitos. —¿Qué…? ¿Planetas con caras? ¿PLANETAS CON CARAS, DOCTOR? El Undécimo tardó un rato en reponerse de la sorpresa. —¡Brillante! —exclamó, aplaudiendo—. ¡Fijaos bien, Amy, Georges, porque esto es algo que no volveréis a ver nunca! — señaló un planeta sospechosamente azul con dos grandes ojos y labios finos que resplandecía en la distancia—. Estamos en una galaxia muy parecida a la Vía Láctea… Ese es el equivalente a nuestra Tierra… ¿Lo veis? Con la diferencia de que los planetas de aquí son entes vivos. —Es terrorífico —dijo Amy, siendo secundada al instante por Georges. —Oh, ¡vamos! ¡Seguro que son inofensivos! —Pero solo había acabado de decir eso cuando un terremoto les sacudió y les tiró al suelo. —Oh, oh… —Oh oh, ¿qué? —Será mejor que entremos a la TARDIS… ¡Rápido! Sin hacerse de rogar, los tres corrieron hacia el interior de la nave espaciotemporal. El Doctor se apresuró a teletransportar la TARDIS. —Es posible que… —mascullaba mientras conducía—. Hayamos… Llegado… En el equivalente a la luna de este sistema… —Vaya, al final sí que nos has llevado a la luna, ¡qué bien! la luna equivocada —celebró sarcásticamente Amy. —…Y puede que hayamos aterrizado sobre su ojo… —¿Una nave que aterriza en el ojo de la luna? —Georges, a pesar de su evidente espanto ante los sucesos, disfrutaba demasiado de lo surrealista de la situación—. ¡Eso es espectacular! —¿Verdad? —rio el Doctor—. Pero es posible que esté un poquito enfadada. —¡Pues larguémonos! —propuso Amy. —Ah, no. Tenemos que disculparnos al menos, ¿no? —¿A una luna con rostro? Has tenido ideas mejores… —opinó la pelirroja. —¡Vamos! —la alentó el Doctor, sin hacerle caso. Abrió la puerta de la TARDIS y les invitó a salir—. Voy a ir a intentar comunicarme con la luna. ¡Quedaos aquí! Amy cruzó los brazos y observó en silencio cómo se iba, sorteando los cráteres lunares. —¿Vas a quedarte aquí? —preguntó Georges. —Claro que no —respondió ella, que, en cuanto vio desaparecer al Doctor, empezó a caminar en su misma dirección. —¡Ah! Ya decía yo —murmuró Méliès, siguiéndola. —¿Cómo lo llevas, Georges? Muchos en tu lugar ya se habrían desmayado. —Creo que estoy en estado de shock… Quizás cuando me dé cuenta de lo que está ocurriendo, de que es verdad, me desmaye. Eres… ¿Vienes del futuro? —Ajá. ¿Cómo lo has sabido? —Bueno… Siempre he tenido… Cierta visión para el futuro y las cosas imposibles. Ya me imaginé que en el futuro las mujeres llevarían faldas más cortas… Y eso. —Amy se miró la minifalda con la que había sustituido su vestido de época. Era más cómoda—. Y la cabina azul… Esto… —Georges abarcó con los brazos todo lo que tenía alrededor—. Es muy raro, pero de alguna forma ya lo había imaginado en mi cabeza. Siempre he sido un soñador, supongo. —Eso está bien, supongo. Yo soñé muchos años con que el Doctor volviera… Y volvió —le contó Amy, observando las estrellas que tanto la habían acompañado en las largas noches de espera (y, al mismo tiempo, intentando ignorar los siniestros planetas con caras que se divisaban en el firmamento). —¡Ah! Pero yo prefiero cumplir mis sueños. La magia no existía, por eso inventé los trucos cinematográficos. Así mis espectadores pueden soñar conmigo. Dime, ¿cómo es el cinema en el futuro? —Ah, si tú supieras —rio Amy—. Quizás puedes pedirle al Doctor que te lleve a ver una película moderna. —Eso estaría bi… ¿Qué es esto? Unos extraños bultos crecían en el horizonte. Él y Amy se acercaron, curiosos, y descubrieron unas enormes setas que crecían en pequeñas cuevas bajo la superficie. —¿Ese no es el Doctor? —advirtió Georges cuando vio una silueta en una de las cuevas. —Sí, es él… ¡Doctor! —Amy le llamó y al, no obtener respuesta, bajó a la cueva donde le habían visto. Se encontraron al 29


Señor del Tiempo tendido en el suelo, inerte. Amy corrió a su lado, temiendo lo peor. —¡Georges, ayúdame! Mientras el cineasta bajaba, se dejó caer de rodillas al lado del Doctor y le tocó la mano, fría como el hielo. Aterrorizada, le tomó el pulso y le tomó la respiración para después comprobar, aliviada, que seguía vivo, aunque inconsciente. —¿Qué le ha pasado? —preguntó Méliès. —No lo sé… No lo… —contestó Amy. De repente sentía un estupor dulce invadiéndole los sentidos; su alrededor se difuminaba y su mente se nublaba. Georges cayó dormido a su lado, y ella solo pudo agarrar la mano del doctor antes de rendirse al sueño. *** El despertar fue repentino y pesado. Una mano le tocaba insistentemente la mejilla y oía cómo decían su nombre una y otra vez. —Amy, ¡Amy! —Qué, qué… —rezongó ella, incorporándose. La cabeza le daba vueltas y tenía los huesos entumecidos. Tardó un rato en recordar la situación: se habían quedado dormidos… En la luna equivocada. —¡Menos mal! Levántate —contestó el Doctor, que, a juzgar por lo despeinado que iba, también estaba recién despertado—. ¡Ha desaparecido la TARDIS! —¿Qué? —Amy se puso en pie. A su alrededor seguían las setas gigantes, meciéndose suavemente sin ningún viento que las acunara—. Espera… ¿Y Georges? —Oh. —El Doctor sacó el destornillador sónico y lo encendió en el aire—. No hay ni rastro de él. Ni de mi TARDIS. —¿Has perdido al invitado? ¡Qué poco típico de ti! —ladró Amy, inspeccionando los alrededores—. ¿Esta luna tampoco es tan grande, no? Tienen que estar en alguna parte. ¿Alguien habita por aquí? —Ahí tienes la respuesta —titubeó el Doctor, señalando a sus espaldas. Amy se giró para ver, atónita, un grupo de lo más extraño acercándose a ellos a toda velocidad. Eran seres de forma humanoide… Más o menos. Tenían extremidades y caminaban derechos, pero en vez de piel tenían un esqueleto exterior de color metálico bastante siniestro, y en vez de manos tenían pinzas parecidas a las de un cangrejo. En la cabeza, que era un rectángulo de hueso alargado, se distinguían dos agujeros negros que debían de ser las cuencas de los ojos. —N-no parecen muy amigables —comentó Amy, echando un paso atrás. Los selenitas estaban empezando a rodearles. Uno de ellos, el que parecía el cabecilla, estaba algo adelantado y repetía, con voz tenebrosa, “¡nos habéis atacado, nos habéis atacado!”. —¿Crees que tienen a Georges y a la TARDIS? —Creo que no es momento de intentar racionalizar con ellos… —El Doctor tragó saliva y agarró a Amy del brazo—. Ya sabes lo que hay que hacer… ¡Corre! Se abrieron paso a trompicones y corrieron con todas sus energías, sorteando los cráteres y buscando cuevas subterráneas donde esconderse de sus perseguidores, que, por lo visto, gracias al cielo, no tenían muy buenas técnicas de rastreo. Al fin consiguieron despistarles, quedándose quietos en una de las cuevas oscuras que parecía desierta. Y, como comprobaron a los pocos minutos, solo “parecía”; porque, mientras se reponían del esfuerzo de la huida, una voz de ultratumba resonó por las paredes. —¿Quiénes sois? El Doctor y Amy gritaron sorprendidos al unísono. El Undécimo sacó el destornillador sónico y aprovechó para iluminar tenuemente la instancia. Dio un salto cuando vio uno de los rostros de hueso selenitas a pocos centímetros de él. —¡Doctor! —gritó Amy, apartándolo del extraterrestre. —¡No os vayáis! No quiero haceros daño —dijo el selenita, intentando calmarles. —¡Ah! Si es así… —El Doctor se colocó bien la pajarita—. Ehm. ¡Hola! Soy el Doctor y ella es AmyPond. —Yo soy Torkkrack. —era extraño oír su voz cuando por boca tenía solo un orificio en el hueso que no se movía. Amy se lo miraba con recelo, pero el Doctor, acostumbrado a tratar con todo tipo de especies, parecía fascinado. —¿Por qué no estás con tu gente, Torkkrack? Pareció que el alien ladeaba la cabeza. —Hace dos años que me separé de ellos al descubrir que el cabecilla, Gorock, está controlado por la misma luna. Les ha vuelto seres sumamente hostiles. Intenté hacérselo ver, pero… Me he convertido en un paria. —Puedo entenderlo —el Doctor se cruzó de brazos, serio—. Amy y yo hemos venido con una nave especial y otro humano, que ha desaparecido. ¿Es posible que los hayan secuestrado ellos? —Es probable —asintió Torkkrack—. Ya te he dicho que son seres muy hostiles: cada vez que llega alguien nuevo… Bueno… Supongo que ya habéis encontrado las setas gigantes. Son trampas para retener a los recién llegados y hacerse con ellos. —Los demás selenitas —intervino Amy—. Dijeron que les “habíamos atacado…”—parafraseó. —Se referían a nuestro… Pequeño desliz… Con el ojo de la luna, supongo —contestó el Doctor—. Aterramos por descuido sobre él. 30


El Torkkrack emitió un sonido que casi podía interpretarse como una risa. —Ese es el menor de vuestros problemas —explicó—. Mi pueblo está embarcado desde hace tiempo en un… Ambicioso proyecto. —¿Proyecto? —Para poder controlar el resto de planetas vivientes de esta galaxia —les reveló—. Siguen los mandatos de esta luna. —¿Y por qué la luna no está oyendo lo que decimos? —Solo puede controlar a los autóctonos… Menos a mí, puesto que al expulsarme de la tribu, cortaron todo contacto mental conmigo —se lamentó Torrckrack—. En realidad ya no soy un selenita. Dejé de serlo cuando ellos me echaron. Amy miró al Doctor, que, con aspecto sombrío, se había quedado en silencio, y decidió coger las riendas de la conversación. —¿Y cómo pretenden llevar a cabo su proyecto de control? —Ya os he dicho que los selenitas están conectados con la misma luna, ¿verdad? —ellos asintieron—. Pues ocurre así con todos los planetas y satélites de este sistema. Han construido una máquina y, conectando un habitante de cada planeta a ella, podrán manipular las conexiones con los respectivos astros para someterlos a su voluntad. —Pero eso es horrible —murmuró Amy. —Por eso intenté evitarlo. —Respóndeme a una cosa, Torkkrack —intercedió el Doctor—. ¿La máquina es mortal para los seres que conectan a ella? —Muy probablemente —confirmó el selenita. Entonces el Señor del Tiempo clavó los ojos en Amy, que le comprendió enseguida. —Creen que Georges proviene de la Tierra con rostro y van a utilizarlo para su proyecto —adivinó. —¿Vuestro amigo también era humano? Un terrícola era el último espécimen que les faltaba para llevar a cabo el experimento —dijo Torkkrack. El Doctor apretó la mandíbula y se acercó a la salida de la cueva. —Quédate con él y que te cuente todo lo que sepa de los selenitas —le pidió a su compañera. —¿Y tú? —Intentaré recuperar la TARDIS. Con ella podré salvar a Georges. Lo más probable es que quieran utilizarla como motor de la máquina. Sin embargo, Amy sabía que algo no iba bien: el brillo natural de los ojos del Doctor se había extinguido, y en su lugar había parecido una seriedad oscura que pocas veces había visto. —No. Vendremos contigo. —No, Amy, tú te quedarás aquí. —¿Vas a obligarme? —le desafió. Se aguantaron las miradas un largo rato, pero finalmente el Doctor se dio la vuelta y empezó a caminar sin decir nada. Amy le hizo un gesto a Torkkrack para que les siguiera y este, consternado, obedeció. Caminaron por el desolado paisaje lunar un buen rato en silencio. Intentando descubrir qué le ocurría al Doctor, la pelirroja avanzó unos metros hasta quedar a su nivel. —¿Doctor, confías en nuestro nuevo amigo? —preguntó, refiriéndose al selenita solitario. —Retó a su pueblo y ahora está solo. Lo único que quiere es recuperarlos; no creo que quiera hacernos daños —reflexionó, sin apartar la vista del infinito—. Vamos. Tenemos que rescatar a Georges antes de que le conecten a la máquina. Por suerte, pronto apareció en el horizonte la silueta de un gran edificio. —El palacio —indicó Torrckrack. —¿Hay alguna manera de infiltrarse? —No. Es el único edificio de la luna y lo tienen muy vigilado. —Entonces tendremos que entrar por la puerta grande. —¿Pretendes entregarte? —le preguntó Amy, vacilante. —Hablaremos con ellos como invitados —resolvió el Doctor, con más optimismo del que sentía. Sabiendo que no podría hacerle cambiar de opinión, decidieron acompañarle hasta las puertas del extraño palacio. Era una construcción erguida en medio de la nada, hecha de piedra lunar, extraña y blanda. El edificio era de formas onduladas, como si fueran una duna más del desierto de la luna. Nada más acercarse, un grupo de selenitas les detuvieron. —Digas lo que digas, estos fósiles andantes dan mal rollo —comentó Amy por lo bajini—. Sin ofender —añadió mirando a Torrckrack No pudieron decir mucho más, porque les condujeron hasta el interior del palacio; el Doctor parecía confiado y tranquilo, pero Amy le conocía lo suficiente como para saber que en realidad no tenía ningún plan más que el de improvisar. En una larga estancia de ventanas redondas, con un mapa circular del sistema planetario local dibujado en el suelo, les recibió el que debía de ser Gorock, el jefe del pueblo selenita controlado por la luna con cara. Gorock tenía la cabeza huesuda algo más grande que los demás y llevaba una capa de color escarlata que le señalaba 31


como líder. Al ver llegar a los prisioneros, se levantó del trono donde estaba sentado y se acercó a ellos. —Vaya, vaya. Torrckrack ha vuelto a casa. —Sí, bueno, no tenemos tiempo para reencuentros —le interrumpió Amy—. ¿Dónde está Georges? —¿Ese humano tiene nombre? —se carcajeó Gorock—. Está siendo preparado para servirnos. Pronto la luna, sí, esta pequeña luna tan olvidada por los grandes y poderosos planetas, controlará toda la galaxia. —La luna que está hablando a través de este pobre selenita —corrigió el Doctor. Gorock aplaudió ante su deducción. —Sí, muy bien, muy bien… ¡Humanos, siempre tan locuaces! —suspiró a través de su dura boca—. Pero no, no vamos a devolveros a vuestro amigo ni a vuestra nave. Les necesitamos a ambos. Lo mejor que podéis hacer es darme una razón para dejaros salir con vida de aquí. —¿Pero cómo puedes ser tan miserable? —gritó Amy, dejando aflorar su carácter escocés—. ¡Estás intentando pasar por encima de todo un sistema! —Si queréis criticar, primero juzgar a vuestros amigos. Gorock lo dijo de un modo significativo. Todas las miradas se clavaron en Torrckrack, el paria. —Torrckrack solo intentó devolver la cordura a vuestro pueblo —le defendió el Doctor, frío. —¿Matándonos a todos? —exclamó Gorock—. Sí, sí, así es, no pongas esa cara. ¿No lo sabías? Torrckrack intentó solucionar los problemas de nuestro pueblo… A base de cometer genocidio contra toda su especie. La cara del Doctor se transformó en una mueca de pura rabia que Amy había visto muy pocas veces. El Señor del Tiempo se apartó del selenita que les acompañaba y, con violencia, le apuntó con el dedo. —¿Es cierto? Torrckrack no contestó. —He estado ciego —masculló el Doctor para sí mismo, con los puños bien apretados—. “Retó a su pueblo y ahora está solo. Lo único que quiere es recuperarlos; no creo que quiera hacernos daño”… ¿Cómo he podido ser tan estúpido? Yo, más que nadie, debería haberlo sabido… Amy solo podía intuir de lo que estaba hablando. El Doctor le había hablado muy poco de su pasado, de los Señores del Tiempo y de Gallifrey, pero sin duda se veía reflejado en Torrckrack. Y por eso le condenaba. —No, Doctor —le dijo con cura—. Las cosas no son tan sencillas. —Sí, sí que lo son —la contradijo—. Pero si algo tengo claro, ¡es que no dejaré que muera nadie más por mi culpa! —Doctor… —Gorock —la ignoró él—, me ofrezco como sustituto a Georges Méliès. Si eres listo, aceptarás el intercambio. —¿Y por qué debería hacer eso? —Porque tenéis mi nave. Y sabéis que yo la conduzco y la cuido; entiendo mucho de mecánica. Con mi mente mejoraréis vuestra máquina. Gorock vaciló. —Está bien. —Hizo una señal a sus secuaces—. Cambiemos a los humanos. Amy tiró al Doctor del brazo y le obligó a mirarla. Sus enormes ojos verdes brillaban con preocupación y con miedo. —¿Qué estás haciendo, Doctor? —Amy, encuentra el modo de recuperar la TARDIS y llevarte a Georges de aquí. Sé que puedes hacerlo, ¿de acuerdo? —¿Y dejarte aquí? Ni de broma. —Georges Méliès y sus películas cambiaron el rumbo de la historia y la cultura. ¿Realmente crees que mi vida es más importante? —replicó el Doctor, con el rostro pétreo como una estatua. —¡Sí! —respondió a ella, reteniendo las lágrimas perladas que amenazaban con caer de su rostro—. Doctor, por favor… —Encuentra la TARDIS y volved a la Tierra —repitió el Doctor—. Hazme caso, Amelia. —Pero… —la llegada de un asustado Georges Méliès interrumpió su conversación. —¡Face de lune! —exclamó este, con infinito alivio, al reconocer a sus compañeros. Sus piernas temblaban cuando le dejaron libre y retuvieron al Doctor en su lugar. —Llevaros al humano con la máquina —ordenó Gorock—. Y echad a los otros dos. A Torrckrack encerradle en las mazmorras. Los selenitas obedecieron con una coordinación admirable y, a pesar de su resistencia, Amy no pudo evitar que la separaran de su Señor del Tiempo. *** El Doctor fue conducido por los extraños pasadizos del palacio lunar. Gorock guiaba la comitiva, contento por su éxito. Con las pinzas que tenía por manos abrió una de las puertas y obligó a su prisionero a entrar. La máquina era enorme; llegaba hasta un techo muy alto, en forma de cilindro, y estaba hecha de materiales orgánicos y de piedras preciosas de colores azulados y verdáceos. De la columna central salían cables plateados que ataban, cada uno de ellos, a un ser de cada planeta y satélite distintos. Había formas familiares, como humanoides o dinosaurios, pero otras que el Doctor nunca había visto. Solo una de las cuerdas estaba libre: la que esperaba a él. —¿Qué me dices? —preguntó Gorock, satisfecho con su proeza—. ¿Es una obra de arte, no te parece? 32


—Sin duda —coincidió el Señor del Tiempo—. Aunque funcionaría mejor si hubierais utilizado tentáculos de Calamar Alado en vez del Calamar Volador corriente… —Bah —Gorock hizo un gesto de desdén, malhumorado—. Conectadlo a la máquina. No hay tiempo que perder. Empujado por los selenitas, el Doctor fue atado con el cable plateado alrededor del cuello. Un zumbido molesto hacía vibrar el material. Cuando todos los seres estuvieron conectados a la máquina, ésta se encendió, iluminando con luz azul toda la sala. Gorock se acercó al control central, donde había una larga palanca para cada conexión. —Ah, sí. No sabes el tiempo que nos ha llevado conseguir a un humano —murmuró, más que él que para los demás—. Pero por fin hemos completado el círculo. Por primera vez la Luna será, por fin, el centro del sistema… Y no una mera decoración. Activó la primera palanca y el Doctor sintió que la energía que circulaba a través del cable se intensificaba hasta que un calor ardiente le recorrió el cuerpo, concentrándose en su tórax, a tocar de su corazón izquierdo. La luz de la máquina central también se hizo más intensa, dotando los rostros huesudos de los selenitas de un aura fantasmal. Las cuencas de los ojos de Gorock le observaban con impaciencia mientras bajaba más la palanca. El zumbido del cable subió de volumen. El Doctor aguantó el dolor que le producía el cable ardiente alrededor de su cuello y se concentró en la reacción de la máquina central a la energía que le transmitía. Un humano, y Georges el primero, ya habrían caído ante semejante absorción vital. Pero… —Hay algo que no has tenido en cuenta —dijo, dirigiéndose a Gorock y a la luna que lo controlaba—. Algo que destrozará todos tus planes. Y es que… Yo no soy humano. Las chispas saltaron de los cables y el ruido de la máquina se hizo ensordecedor. Aprovechando el desconcierto, el Doctor se desató y corrió hacia el control central, del cual empezaban a caer piezas. Pulsando unos botones, consiguió que los demás seres aprisionados fueran soltados. Gorock saltó encima de él y rodaron por el suelo. —Una… Sobrecarga… De energía —balbuceó el Doctor, intentando que las pinzas de Gorock no alcanzaran su cuello—. Te recomiendo… Que intentes evitar… La explosión… Antes de que sea demasiado tarde. Gorock, furioso, intentó golpearle la cabeza, pero finalmente no tuvo más remedio que hacer lo que le decía e intentar salvar su gran proyecto; pero el Doctor cogió dos cables, uno con cada mano, y, ignorando el dolor, procuró que ningún selenita se acercara a él con sus pocas dotes de lucha. Fuese como fuese, su idea funcionó. La máquina, sobrecargada, emitía una luz tan fuerte que cegó a todos los presentes.El Doctor corrió hacia la salida, hasta que la inevitable explosión hizo temblar los cimientos del palacio y le tiró al suelo. Se cubrió la cabeza con las manos para protegerse de los trozos de techo que empezaban a caer. Los gritos graves de los selenitas se oían a través de un mar de polvo y fragmentos de la máquina esparcidos. Los seres de los otros planetas, finalmente libres, se abrían paso desesperadamente para huir. La explosión tardó un buen rato en atenuarse. Un rato en el que Amy y Méliès contemplaron, impotentes, cómo el techo del palacio salía volando y no podían entrar para recuperar la TARDIS. “El Doctor está ahí dentro” pensaba Amy, demasiado preocupada como para que se le ocurriese ninguna idea. Y sí, el Doctor estaba ahí dentro. Cuando la explosión terminó, rezó para que su plan hubiera funcionado. No quería matar a nadie con la explosión, y esperaba que la potencia no hubiera sido suficiente como para hacer daño a nadie… O a casi nadie. Volvió a entrar en la sala de la máquina, ya destruida, y se acercó al cilindro que perforaba el suelo para echarle un vistazo. Tal y como había intuido, el mecanismo bajaba hasta las entrañas de la luna. A juzgar por el estado de las conexiones, la explosión había bajado y había destruido la luna viviente desde el interior. Los selenitas estaban inconscientes. No dejó pasar ni un segundo antes de salir e ir al encuentro de su TARDIS, que encontró encerrada en una de las mazmorras. Con ella se teletransportó al lugar donde se habían escondido Amy y Méliès. —¡Doctor! —exclamó la pelirroja, exultante al verle sano y salvo—. La explosión… Has sido tú —afirmó, más que preguntó, al ver el polvo que le cubría el pelo y la ropa. Él sonrió a la fuerza, cansado. —Más o menos. Ellos no sabían que yo no era humano… Y que el resultado de mi conexión sería diferente a la de uno de verdad. La máquina se ha sobrecargado y, al estar conectada a la mismísima luna, la ha destruido. ¡Georges! Sabía que estarías bien. ¿Ha sido toda una aventura, verdad, amigo? El cineasta asintió, aturdido por los extraordinarios acontecimientos. —Digno de una película, sin duda… —balbuceó. —¡Esperad! ¡Esperad! —les llamó alguien desde la distancia. La voz inconfundible de Gorock no dejó de pedirles que no se fueran hasta que llegó a donde estaban. —Soy… Soy… Soy… —les dijo nada más alcanzarles—. ¡Libre! —La luna ya no puede controlarte —afirmó el Doctor. —Y debo agradecértelo a ti —reconoció el jefe de los selenitas—. ¿Cómo puedo agradecértelo? El Señor del Tiempo le dio una palmada en el hombro huesudo. —Me basta con saber que los afanes de control de la luna se han acabado —respondió—. Nuestra expedición aquí se ha acabado, así que nos iremos a casa. —No, espera. Una cosa más... —le rogó Gorock—. Traed al prisionero. 33


Los selenitas empujaron a Torrckrack hasta dejarle delante del Doctor. —¿Qué deberíamos hacer con él? Nada más verle, el aura de oscuridad que tanto temía Amy había vuelto a poseer al Undécimo. —Justicia —sentenció él, con frialdad. —¿Ejecutarlo? El Doctor no lo negó. Amy, desesperada, se tendió hacia él para que la escuchara. —Doctor, ¿qué estás diciendo? Todo el mundo se merece ser perdonado. ¡Reacciona! No podemos dejar que le maten. Nosotros no matamos a la gente, la salvamos. Él bajó la mirada, indeciso. —Que hagan lo que quieran. —¡Doctor, por favor! —suplicó la pelirroja. —Deberías hacerle caso —intervino Georges Méliès, serio. —Está bien, está bien… Lo que vosotros digáis… Castigadlo, o no; no sé, pero ya habéis oído a Amy. No le matéis —le dijo a Gorock. —Entonces le condenamos al exilio. —¿Al exilio? ¿A dónde? —preguntó el afectado, preocupado. Todo el mundo se quedó en silencio, sin una respuesta. —¿Y si le llevamos a la luna? La nuestra —propuso Amy—. Allí estarás bien. Aunque un poco solo. —¿Solo? —un chiste que solo parecía entender el Doctor le hizo reír y devolverle un poco de alegría—. Sí, me parece una buena idea. Nos lo llevaremos con la TARDIS. Y así lo hicieron. Tras recibir infinitos recibimientos de los selenitas y de los planetas con caras que brillaban en el firmamento, dejaron a un inquieto pero aliviado Torrckrack en la luna —la luna, la de verdad, en la que Georges Méliès paseó con fruición— y volvieron al siglo XIX para dejar al cineasta en su tiempo. Habían llegado a París de noche y, curiosamente, había luna llena. —Doctor. —Amy había empleado el tono que parecía decir “tenemos-que-hablar” y el Señor del Tiempo la atendió—. ¿Qué te ha pasado? —¿Qué quieres decir? —Tú nunca condenarías a nadie a morir. Torrckrack… —Torrckrack intentó matar a toda su especie —replicó él con rabia. —¿Y eso te recuerda a ti y a los Señores del Tiempo? —adivinó Amy—. Doctor… Apenas conozco nada de tu pasado, pero te conozco a ti, y sé que tú eres bueno… El más bueno de todos —sonrió—. El que se ha ofrecido para salvar a Georges Méliès, el que ha salvado a tanta otra gente, el salvador de mundos, el guardián del universo. El último Señor del Tiempo sonrió con tristeza. —Querida Amelia… —suspiró, cogiéndole la mano—. ¿Qué haría sin ti? —Despidámonos de Georges —murmuró ella. El cineasta aún estaba invadido por la incredulidad y la estupefacción por el viaje espaciotemporal. Le costaba creer que lo sucedido era verdad y no producto de su desbordante imaginación, aunque al mismo tiempo se mostraba más feliz que nunca por haber cumplido su sueño de viajar a la luna. (A las dos lunas). — ¡Face de lune, Doctor! No sé cómo daros las gracias. De este increíble viaje saldrán grandes películas, os lo aseguro. —Lo sabemos muy bien —rio Amy—. Tú disfruta de tu trabajo… Y cuídate mucho. —Vendrán tiempos difíciles, Georges —le advirtió el Doctor. Unos años después de producir “Viaje a la luna”, Georges Méliès quedaría en bancarrota y acabaría trabajando de dependiente en una tienda de chucherías hasta que, por fin, un experto en cinema le redescubriría y le devolvería la gloria perdida. —Seguro que sí. Así es la vida, ¿no? —reflexionó el hombre—. Pero ya lo he aprendido… ¡La luna siempre acaba saliendo de entre las nubes! Amy sonrió y se quitó un pendiente, que le tendió. —Es una perla. Parece una luna llena, ¿no te parece? Georges asintió, emocionado. —Me recordará siempre de ti, face de lune. Y, mirando a los dos y a la TARDIS con nostalgia, preguntó: —¿Volveremos a vernos? —Seguro que sí —afirmó el Doctor. —Pues Bon voyage, amigos míos. Nunca me olvidaré de este viaje a la luna. Con un último abrazo, se despidieron; él, con la esperanza de volver a verles, y ellos, sabiendo que era la última vez que se encontrarían con él. —Al menos volveremos a verle muchas veces… En sus películas —suspiró Amy, melancólica. Lo primero que fue al llegar a su tiempo fue correr a ver Viaje a la luna, y se llevó una gran sorpresa: el cohete que aterrizaba en el ojo del astro ya no era un cohete… Sino una elegante cabina azul.

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Aitor MartĂ­nez


El blog Vete a tu colina celebra el 50º aniversario de Doctor Who con esta pequeña antología que contiene distintos relatos inspirados en la serie. Acompaña al 10º Doctor y a Donna a la Galicia medieval, a Amy y a Rory en su primera noche en la TARDIS, al 10º Doctor y a Rose al Edimburgo victoriano, al 11º a una triste despedida y también a un viaje a una luna con Amy y un personaje histórico. Allons-y!

Vete a tu colina


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