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Catalina Lasa: Un amor de leyenda, pero real
Francisco Zúñiga Esquivel/ ENFASIS
Catalina Lasa
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Un amor de leyenda que cimbró un mundo
Cuando el visitante entra al Cementerio Colón en La Habana, lo primero que ve son dos palmeras que desafían las alturas y parecen rozar el cielo.
El profano piensa seguramente que son parte inalienable del paisaje caribeño, pero en realidad, son una señal de un amor que trascendió más allá del tiempo, los convencionalismos y los prejuicios.
Las palmeras cuentan, a quienes saben escucharlas, la historia de Catalina Lasa del Río Noriega y Juan Pedro Baró, una saga real que todavía cautiva a los cubanos y a quienes tienen la suerte de conocerla. Vivieron un amor que se convirtió en leyenda, muestra certera del amor sublime y total, que ha trascendido a la mera existencia de los cuerpos para rondar por el místico camino de la eternidad, gracias a la adoración y el ingenio que él tuvo para complacerla siempre, incluso más allá de la muerte.
Fue quizá que rompieron con los atavismos de la época, o que enfrentaron a toda una sociedad y al mundo, pero este romance de principios del Siglo XX aún perdura en el recuerdo de los habaneros, que gustan de contarlo al extranjero que llega ávido de historias.
Cómo conocí a Catalina
Fue en la casa de la pareja, hoy Casa de la Amistad, en Paseo y 17, en La Habana, donde escuché por primera vez la historia de Catalina y Juan Pedro, y me cautivó a tal grado que me hizo seguirlos para conocerlos.
Catalina Lasa del Río Noriega, originaria de Matanzas, era considerada una de las mujeres más hermosas de Cuba. Su piel tan blanca como el nácar, diosa de perfil griego, blonda y de unos cautivadores ojos claros, azules como el mar que rodea a la isla; aunque dicen que sus mayores atractivos, eran la elegancia y su simple presencia.
Siempre desafiante de los prejuicios, a los 25 años participó en un concurso de belleza, que ganó y le hizo merecedora al mote de «La maga halagadora«, gracias a las publicaciones en periódicos de la época.
Cuando conoció a Pedro Baró –éstos eran los apellidos de Juan, este amante moderno- era una mujer casada. Su esposo era Pedro Luis Estévez Abreu, hijo de la patriota Marta Abreu y Luis Estévez Romero, primer vicepresidente de la República de Cuba. Ya tenían tres hijos y todo parecía consolidación, en un tiempo donde los matrimonios eran arreglados de acuerdo a las conveniencias sociales y políticas.
Catalina Lasa, célebre desde entonces por su beldad e intensa vida social, no gozaba de la preferencia de su suegra, quien le recriminaba constantemente sus banalidades y temperamento. Mucho se escandalizó cuando supo que Catalina, casada y con tres hijos, ganó dos un concurso de belleza promovido por el periódico El Fígaro. Sin dudas, el carácter de Marta nada tenía que ver con el de su nuera.
Martha Abreu olvidó que ella misma tuvo su propia historia de amor, pues su esposo, Luis Esteves era un joven pobre, cuatro años menor, cuando la conoció en 1868, y pese a la oposición de su familia por esas dos características, se casó con él en 1874. Incluso, cuando ella murió, en París, Estévez no superó el duelo y cuatro meses después se suicidó para seguirla.
Pero eso es otra historia.
Junto a Juan Pedro Baró protagonizó el mayor escándalo social que se conociera en Cuba, pero a la vez, la más cautivante historia romántica cuya esencia permanece aún en la memoria de la gente y en cada una de las cosas que él creó para complacerla, en la vida y en la muerte.
El destino los unió
En 1905 Catalina y Juan se conocieron en una fiesta, y la azul mirada de la divaa cubana cautivó el corazón del rico hacendado, cuya conducta de rompecorazones
está bastante documentada. Él era hacendado, con una riqueza cuantiosa, incluso para los parámetros cubanos de principios del siglo pasado, con una fama de Don Juan que le costó su matrimonio con Rosa Varona, madre de sus dos hijos. Cansada de las infidelidades la dama solicitó y obtuvo el divorcio en los Estados Unidos, pues en Cuba no existía la separación legal.
La atracción mutua fue instantánea, y Juan Pedro Baró se deshizo en halagos para Catalina, quien respondió con ardientes miradas. De la nada, prácticamente, comenzaron una relación clandestina, viéndose a escondidas y luego perdiéndose en un mundo propio cada tarde que pasaban en una habitación del Hotel Inglaterra, uno de los más exclusivos de La Habana de principios del Siglo XX. Ahí todo era libertad para amarse sin recato, lejos de las miradas de toda la sociedad habanera.
Ya dijimos que el divorcio no era legal en Cuba, así que no era opción para los amantes, si es que lo pensaron alguna vez, pero algo precipitó el escándalo: La aventura fue descubierta por la familia de su esposo. Según un artículo del periodista Fernando García, el alboroto estalló cuando una tía del entonces marido de Catalina, Pedro Luis Estévez Abreu, hijo de la patriota y acaudalada dama villareña Marta Abreu, descubrió el amorío a través de un detective.
Catalina se atrevió a pedir a su esposo la separación, pero éste no quiso aceptar por lo que la prensa de la época, entre ellos el citado “El fígaro” se ensañó con la amorosa y controvertida relación.
Voluntariosa, abandonó la casa familiar y se fue a vivir con su amante, lo que desató una persecución en su contra. En la intimidad eran felices, pero en público, ella era una apestada social.
Se cuenta que se atrevieron a aparecer en público, sin recato alguno. En una ocasión acudieron a una función teatral, ya en 1906, y cuando apareció la pareja, los aristócratas asistentes se levantaron de sus asientos, abandonaron la sala y los dejaron solos. El director de la obra salió a escena, conmovido al ver cómo Juan Pedro Baró abrazaba a Catalina para consolarla por el desaire, y dijo: Tenemos un público exclusivo, actuemos.
La función siguió como si nada hubiese pasado, y al concluir, Catalina se acercó al escenario, agradecida se quitó todas sus joyas y las envolvió en una pañoleta para regalarlas a los actores.
Al día siguiente, presionado por su familia, Pedro Luis Estévez abrió un expediente judicial contra Catalina, y se dictó una orden de captura por bigamia. De inmediato, ella y Baró salieron secretamente de Cuba, e iniciaron un exilio pasional. Se pasearon por Europa y Nueva York, pero no dejaron de ser perseguidos, hasta que se establecieron en Paris. No volverían a La Habana hasta 11 años después.
Todo parecía felicidad, pero para Catalina ningún lugar del mundo que recorrieron era tan hermoso como La Habana, y la extrañaba. Juan Pedro sentía que eso era un obstáculo para la felicidad completa de su amada.
Fue cuando el ingenio y la riqueza del hacendado convirtieron su amor en leyenda. Hombre de muchas relaciones, amparado en el poder que da Don Dinero, Juan Pedro Baró logró una entrevista con el Papa Pío XII, quien les dedicó una tarde para escuchar su historia, los motivos que
Catalina Lasa y Juan Pedro Baró en uno de los últimos viajes que realizaron juntos por Europa, pues una parte del año vivían en París.
los empujaron, y al final, bendijo su unión y dispuso la disolución del matrimonio de Catalina Lasa del Río Noriega y Pedro Luis Estevez Abreu.
Aún con la bendición papal no podían regresar a Cuba, pero Juan Pedro Baró uso toda su influencia y poder para convencer a los diputados para que el Congreso aprobara el divorcio civil.
En 1917, el entonces Presidente de la República, Mario García Menocal, firmó la ley del divorcio, y el de Catalina quedó registrado como el primero en la historia cubana. El segundo fue el de Juan Pedro Baró con Rosa Varona.
El regreso a Cuba
Los amantes volvieron a Cuba, donde Juan Pedro prometió a Catalina construir la casa más hermosa de La Habana. Y así fue. En 1925 encargó a los arquitectos Govantes y Cabarrocas que construyesen una mansión, para la cual llevaron a La Habana los materiales más lujosos de todo el mundo: Arena del río Nilo para los revestimientos, mármol de Carrara para los pisos; los estucos se realizaron en la Casa Dominique de Francia, que envió su personal a Cuba para realizar esos trabajos por el método “en caliente”, y el cristalero francés René Lalique se encargó de los hermosos vitrales y las lámparas, entre ellas una con motivos vegetales cuyas hojas se abren con el calor de la luz.
Se cuenta que Juan Pedro mandó pedir de Europa unas costosas vajillas, y pidió a sus sirvientes que se quebraran todos los platos para proveer del cristal necesario.
La construcción se hizo en secreto y toda
La Habana se preguntaba quiénes eran los dueños de tanto lujo. Juan Pedro llevó a Catalina a conocerla cuando estuvo lista, y le dijo que haría una gran recepción para inaugurarla. -Pedro, la gente no me quiere, nadie vendrá- dijo ella tristemente.
En su libro Catalina, Mario Coyula, relata que la condesa de Buenavista pidió a sus amistades boicotear la inauguración. Juan Pedro fue a visitarla y la amenazó con desafiar en duelo a su hijo. Baró era un gran esgrimista y tirador, y la aristócrata quedó convencida que lo mejor era dejarlos en paz y vivir su vida.
El ingenio volvió a relucir. Baró mandó diseñar una joya única como regalo para cada uno de los invitados y adjuntó a las invitaciones cuadros de famosos pintores cubanos. Incluyó una tarjeta donde pedía confirmar o devolver la invitación. Nadie la devolvió y la fiesta fue grandiosa y un éxito total.
La casa, ubicada todavía en Calle Paseo 407, casi a la altura de Calle 17, en El Vedado, costó un millón de pesos en oro. En el jardín, Juan Pedro hizo sembrar un rosal único, con los colores favoritos de la Maga Halagadora, el amarillo y tonos rosados, creada a base de injertos en el Jardín El Fénix, por encargo del enamorado. Es una rosa redonda y de pétalos muy cerrados llamada –obviamente- Catalina.
Todo era poco para ofrecerle a Catalina. Pidió al famoso perfumista Molinard que creará una fragancia especial para ella. El Habanita es un perfume femenino que revolucionó la industria de la perfumería en el año 1921, tanto en diseño del frasco, realizado por René Lalique, como su aroma, al convertirse en la primera fragancia oriental de la historia donde el vetiver, hasta la fecha reservado para las fragancias masculinas, seduce a las mujeres.
Más allá de la Muerte
Pero para convertirse en leyendas, las historias de amor suelen ser trágicas. Sólo tres años disfrutó Catalina de su mansión, pues enfermó, y aunque Pedro Baró buscó los mejores médicos del mundo, la Diva falleció a los 55 años en 1930, en París.
Se cuenta que Juan Pedro ordenó embalsamar el cuerpo y la trasladó en barco a La Habana. El viudo mandó rodear el féretro de orquídeas y azaleas que se cambiaban cada día, para que nunca le faltaran flores. En La Habana fue el sepelio más elegante de la historia, los hombres vestían de frac y las mujeres de largo. A Catalina se le enterró como a las reinas egipcias, con todas sus joyas, en una cripta que su amado ordenó construir en el elegante Cementerio Colón.
Baró encargó a Lalique el panteón art déco que aún hoy asombra a los visitantes del cementerio de La Habana, en mármol de Carrara. El vidriero utilizó la rosa Catalina como motivo en las grandes puertas de granito negro y los vitrales del lucernario de la cúpula.
Es una gran mole de estilo Art Déco, semicircular, de mármol y con dos puertas monumentales de cristal que lucen sendos ángeles de alas amplias en bajorrelieve, y alrededor de ellos, un marco de rosas Catalina. La obra costó un poco más de un cuarto de millón de pesos en oro y tardó tres años en quedar lista.
Siempre había flores en la tumba de Catalina, y cada tarde, Juan Pedro Baró la visitaba. Al salir, lo hacía caminando hacia atrás, para no mostrarle la espalda a su amada.
Un día, al llegar, desde la entrada del Cementerio vio el enorme monumento en honor a 18 bomberos fallecidos en un gran incendio en La Habana, que estaba justo frente al mausoleo de Catalina, y pensó que su magnificencia y tamaño opacaba al de ella.
No había espacio para comprar alrededor, y entonces su ingenio le hizo concebir algo muy sencillo: Plantar dos palmeras junto a la tumba, que hoy, es lo primero que el visitante ve cuando entra al cementerio Colón, e indica el lugar donde reposan ambos, pues diez años después, en 1940, Juan Pedro Baró falleció y tras ser depositado en la tumba, la sellaron para siempre.
Cuenta la leyenda que pidió ser sepultado de pie, para seguir velando por su amada.
Hace un par de años visité nuevamente la tumba de Catalina y Juan Pedro. Los vándalos habían quebrado los vitrales, y a través de los ventanales se veía que los cuerpos habían sido exhumados. Seguramente siguen juntos en la muerte, como lo lograron en la vida. Y su historia –seguramente igual que su amor- sigue tan viva como hace un siglo. E