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2A • Domingo 11 de septiembre de 2011

ENFOQUE

Ana Laura Magaloni Kerpel

Calderón vs. los jueces La lección de estos años de “guerra” es clara: la autoridad del Estado, esa que echa raíces y pude ser duradera, se construye a través de los procesos de aplicación de la ley. “Yo también le preguntaría al juez: ‘¿Por qué lo dejaste ir? ¿Por qué lo sacaron?’, y que se le exija rendición de cuentas. No es que yo la traiga contra los jueces, al contrario: los aprecio y todo, pero ya también empieza uno a cansarse, mano. Uno los agarra y los agarra y los agarra y los sacan y los sacan y los sacan”. Estas son las palabras del presidente Felipe Calderón, en el intercambio de comunicaciones vía internet con los ciudadanos, a propósito de su Quinto Informe de Gobierno. Se refería, obviamente, al caso de Néstor Moreno, ex director de la CFE, quien fue liberado por un juez federal dado que estaba vigente una suspensión provisional. La suspensión definitiva le fue negada pero el acusado se dio a la fuga. No es la primera vez que el Presidente se queja de los jueces. Quizá una de las más fuertes declaraciones fue la que tuvo lugar en su encuentro con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad en el Castillo de Chapultepec. En esa ocasión Calderón dijo: “Ya me sé la cantaleta de los jueces. Yo sé que están en la nómina, yo sé cuánto reciben. He sabido, por ejemplo, de jueces que han recibido dinero o que dialogan con criminales, y que liberan a criminales”. Hay muchas más declaraciones del presidente Calderón que tienen que ver con su enojo con el Poder Judicial. Hasta

un punto lo entiendo. Ha de ser frustrante lidiar con un sistema de procuración e impartición de justicia como el que tenemos en medio de la crisis de seguridad que estamos viviendo. Sin embargo, el problema no es un juez en específico ni una sentencia en particular. El problema es sistémico. Tenemos un sistema de procuración y administración de justicia colapsado. Y el Ejecutivo federal debe asumir la responsabilidad de haber ignorado, desde que se aprobó la reforma constitucional en 2008, la implementación de una reforma de gran calado dicho sistema. En sept iembre del 2010, Calderón lo expresó de la siguiente manera en un foro que tuvo lugar en Monterrey: “Sí, necesitamos un sistema de justicia mucho mejor articulado, pero en este momento la acción de la criminalidad y la acción de la violencia está mucho más allá de los ámbitos propios de lo que es el problema de justicia penal”, “tenemos que jerarquizar la importancia de contener la violencia y la criminalidad desde un planteamiento preventivo, tanto del área social, como preventivo desde el área policiaca y de acción de la fuerza pública”. El Presidente ha sido claro y consistente a lo largo de su sexenio: al crimen se le “vence” a través del poder coactivo del Estado principalmente y la reforma a la justicia no forma parte de esa estrategia. Yo creo, y lo he sostenido desde el inicio del sexenio, que es un error disociar la justicia de la seguridad y pensar que el

poder coactivo del Estado por sí solo va a contener el crimen. La impartición de justicia sirve como un proceso de reparación y curación de la sociedad. También sirve para que asegurar que el Estado, al enfrentar a los delincuentes, no busque la venganza sino la aplicación de la ley. Frente al hijo asesinado, la madre secuestrada o el amigo extorsionado lo que necesitan las víctimas y los ciudadanos es que el Estado “haga justicia”, es decir, que, a través de un proceso judicial, nos diga qué pasó, quién fue y cuál es la sanción que le corresponde. Tratándose de la

justicia, los cómos cuentan muchísimo. La forma en que transcurre el proceso forma parte intrínseca de la capacidad del Estado para curar lo que la violencia rompe. En la película Presunto culpable se puede mirar de qué está hecha la justicia penal en nuestro país. Es tan obscura, formalista, absurda y abusiva que frente a ese sistema no hay manera de que la víctima o el acusado salgan satisfechos. Un buen juicio penal, señala A lber to Binder -como esos que a veces se miran en las películas norteamericanas-, “captura la atención de la comunidad, cataliza la discusión social, moral y po-

lítica, se convierte en una vía de comunicación entre el Estado y los ciudadanos a través del cual se afirman valores, se insertan simbologías y se envían y reciben mensajes mutuos”. Ese es el corazón de la reforma que el Ejecutivo federal decidió no liderar y que de forma lamentable hoy se encuentra a la deriva. ¿Cuánto menor sería la fragmentación social producto de la violencia si la autoridad del Estado se construyera con los procesos judiciales y no al margen de ellos? ¿Cuánto más legítima sería la tarea de la policía y los militares si estuviesen acotados por un sistema de justicia ver-

daderamente garante del debido proceso? Quizá la única ventaja de haber postergado la reforma al sistema de justicia penal es que cada vez es más claro por qué necesitamos esa reforma. La lección de estos años de “guerra” es clara: la autoridad del Estado, esa que echa raíces y pude ser duradera, se construye a través de los procesos de aplicación de la ley y no con el ejercicio del poder coactivo. El sistema de justicia penal está fracturado. Es momento de tomarnos bien en serio su restauración. Regañar a los jueces o culpabilizarlos de la impunidad no ayuda en nada a ese proceso de reforma que tanto se requiere.

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A diez años del 11 de septiembre

No deja de ser extraña la mórbida expectativa que suscita cada aniversario de los atentados terroristas perpetrados el 11 de Septiembre de 2001: pese a la ansiedad anticipatoria que rodea cada año esa fecha, los dantescos atentados conmemorativos siguen sin producirse. Lejos de presumir que tal vez no se produzcan en el futuro, algunos medios especulan sobre la particular dimensión simbólica del nuevo aniversario: según parece, alcanzar la década tendría algún abstruso significado cabalístico. Por suerte hay razones para suponer que el recurso a la nigromancia volverá a defraudar a los aprendices de brujo. Para empezar, habría que recordar que las diversas ramas de Al-Qaeda jamás dejaron de proferir amenazas estentóreas contra los Estados Unidos y sus aliados desde la creación del núcleo inicial a fines de los 90: si no han cumplido con esas amenazas

no es por que hayan hecho un ejercicio de autocontención que estarían a punto de abandonar para dar rienda suelta a sus bajas pasiones. Prueba de ello son los numerosos intentos fallidos develados por los servicios de inteligencia de los países miembros de la OTAN. El últimos atentado de gran magnitud contra objetivos civiles perpetrado por Al-Qaeda en uno de esos países data de 2005 (V., contra el sistema de transporte público en Londres). Si Al-Qaeda no ha reeditado una acción de ese tipo no es porque no haya querido, sino porque no ha podido. Y si llegara a tener de nuevo la capacidad para hacerlo probablemente la aprovecharía de inmediato, antes que esperar la llegada de una fecha simbólica, corriendo el innecesario riesgo de ser descubiertos mientras esperan. De producirse acciones de Al-Qaeda por estas fechas, es improbable que se

trate de un atentado de gran magnitud coordinado por una red transnacional. Lo más probable es que asuma una de dos formas: un atentado por alguna de sus ramas contra blancos locales en su ámbito de operación habitual (como el que se perpetró al momento de escribirse estas líneas contra una sede judicial en Nueva Dehli). La otra posibilidad es que uno de los denominados “Lobos Solitarios” perpetre un atentado contra un blanco elegido por la facilidad de acceso, antes que por su valor simbólico o el número de víctimas que pudiera causar (como el que perpetró el mayor estadounidense Nidal Hasan en un fuerte militar en 2009, dando muerte a 13 personas). Ahora bien, en el caso de Nidal Hasan se pudo establecer que mantenía correspondencia por vía electrónica con Anwar Al Awlaki, líder de la rama autodenominada “Al-Qaeda en la Península Arábi-

ga”: es decir, se trató de un atentado que podría haberse conjurado de haber sido procesada a tiempo la información disponible. El caso de terrorista noruego Anders Brevik presenta una posibilidad menos promisoria: un individuo que actúo en solitario, sin nexos con organización política alguna. Más aún, la mayoría de sus fuentes de inspiración ideológica las obtuvo de Internet, y fue en Internet donde colgó un extenso manifiesto en el que expresaba sus motivaciones. Fue además a través de Internet que obtuvo información sobre como diseñar una bomba a partir de insumos de uso civil (como ciertos fertilizantes químicos), y fue a través de Internet que compró algunos de ellos. El punto no es sostener que esos atentados hubieran sido imposibles antes de la era informática. Es más bien constatar que los nuevos medios de comunicación le permitieron acceder de manera discreta, con poco esfuerzo, en

poco tiempo y a bajo costo a la información y los medios necesarios para llevarlos a cabo. Todo lo cual plantea un reto mayúsculo para la labor de inteligencia: ¿Cómo identificar a tiempo las intenciones de un individuo que no tiene antecedentes, ni vínculos con alguna organización conocida? Lo único bueno que se puede decir en el caso de los denominados “Lobos Solitarios” es que, precisamente por su carencia tanto de un adiestramiento adecuado como de una red de respaldo, son más proclives a cometer errores que o bien los delaten (como aquel individuo que intentó detonar en un avión de pasajeros el explosivo que llevaba en un zapato), o bien hagan que su proyecto fracase (como aquel individuo que dejó una bomba de tiempo dentro de un auto en la ciudad de Nueva York, la cual no estalló por un chapucero error de diseño).


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