AL CORRO. Cuentos de aluches

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Cuentos de aluches



Al corro Cuentos de aluches



Al corro

Cuentos de aluches



Pablo Andrés Escapa Luis Artigue Antonio Barreñada Fulgencio Fernández Ángel Fierro Francisco Flecha Emilio Gancedo Pedro García Trapiello José María Hernández José Antonio Llamas Julio Llamazares Miguel Paz Cabanas José Luis Puerto Epigmenio Rodríguez David Rubio Antonio Toribios

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ECONOMÍA SUMERGIDA Pablo Andrés Escapa

A fuerza de contar el caso no sé si no estaremos ya pasándonos en la interpretación. Ahora que el verano trae gente nos ha dado por afectar una naturalidad ante lo extraordinario que anima mucho las curiosidades forasteras. Los excursionistas entran en el café y se paran sorprendidos ante una vieja fotografía colgada en la pared. Luego siempre hay alguno que pregunta y ahí estamos nosotros, atentos a responder. Con tanto público, vamos perfeccionando el cuento como sin enterarnos. Y qué más quiere el que cuenta que ganarse la atención del que escucha, sobre todo si se le ve con inquietudes. Por ejemplo los de la Escuela de Comercio, gente entregada a la ilusión de la prosperidad. A veces caen por aquí buscando nuevos horizontes. Así es que no es raro que a uno se le vaya el discurso a poco que se descuide. — ¿Entonces ese de la foto es el multimillonario? — De joven. — ¿Pero el Aurelio Huelde que va para presidente de México? — El mismo. — ¿Y qué hacía subido a esa bandera? — Volear. Ya ven que no renunciamos ni al lenguaje figurado. Y claro, dicho así, con esa suficiencia de iniciado en los misterios de una fotografía, no hay forastero que se resista a pedir detalles. Empezando por el verbo. —Volear es palabra traída de la lucha del país y viene a ser como echar por el aire al contrario. Aquí nunca falta otra voz caritativa que se sume al reclamo de las explicaciones.

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— Con el contrario en el aire, lo suyo es hacerle un abaniqueo para que pierda pie cuando pose. — Ah. Nunca nos gustó descuidar la pedagogía, es la verdad. Pero sin retórica ni charlatanerías vanas. Lo nuestro, llegado el caso de echar luz sobre los acontecimientos, es aventurar. Y tratándose de Aurelio Huelde, de Lelo, como lo conocimos aquí siempre, no creo que pequemos de imprudentes aventurando una máxima que viene a valer por toda su biografía: la vida es lucha, y por bien ser, lucha leonesa. Los de mi quinta recordamos a aquel rapaz enclenque y algo misterioso, con unos ojos ardientes como brasas. Era muy callado y todo lo miraba como en perpetuo estado de asombro. Ahora nos gusta pensar que bajo esa apariencia embaída ya urdía él cálculos muy precisos y sopesaba riesgos. Se le daban mal todos los juegos y prefería apartarse del grupo en cuanto tocaba correr o tirarse piedras. Las niñas lo mortificaban y él agachaba la cabeza para llorar, como un mártir paciente. Era muy enamoradizo. Cuando lo echábamos de menos y salíamos en su busca, lo normal era encontrarlo papando moscas junto a una tapia, tan entretenido que ni nos sentía llegar. Había veces que no lo encontrábamos, a saber por dónde andaría penando algún amor o perdido en sus cábalas. El permanente estupor infantil solo se disipaba en los aluches del verano. Era anunciarse el corro y verlo a él ya nervioso, que ni dormía la víspera. ¿Quién lo entiende, como no sea esa condición del débil a su pesar que sueña cada noche con ser el rey de la fuerza? Y Lelo, con la cabeza asomada entre las piernas de su padre, más que un espectador parecía una encarnación doliente de los luchadores, siempre a favor del más ligero, en quien vería él la sombra de sí mismo. A lo mejor le vino entonces esa fe en la maña como redención a su falta de fuerza. Porque no pocas veces vio sacar a hombros a un luchador menudo que lograba triunfar sobre la corpulencia de un adversario

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que imponía. Aquí se ganaron muchos cintos así, con esa rara justicia de lo pequeño que somete a lo grande. Llegados a este punto, hacemos una pausa soñadora, como quien medita sobre los misterios de la vida. Y en seguida se ve la impaciencia del forastero que quiere entrar en materia. Pero hay cosas que no admiten renuncias: no hay cuento que valga sin su prólogo. Así que decimos, como rondando: «parece mentira lo que puede caber en una anécdota». Y al momento previene otra voz, algo confusamente: «y lo que vale para entender comportamientos que si no, no se entenderían». No hace falta más. «¿Lo de la bandera?», pregunta el que atiende a la historia, por confirmar que no ha perdido el hilo. «Precisamente», confirmamos. A veces piensa uno si los de la Escuela de Comercio agradecerán estos rodeos o serán más de recoger beneficios yendo derechos al grano. Lo de la bandera tiene su historia y su derivación. Las cosas nunca vienen solas y tanto mirar y tanto fijarse en el arte de someter a un contrario a fuerza de tranques de pies y seguridad de manos, acabaría trayendo sus consecuencias. Porque lo de luchar en la vida es norma universal. Venimos empujando al mundo y saldremos agarrándonos a él. Lo de la bandera entraría en ese forcejeo que toca renovar de cuando en cuando, como un recordatorio de que nada se nos da en ningún sitio sin su carga de sudores. Esto ocurrió en Ciudad de México el año de 1950, recordamos. Pero el precedente hay que buscarlo una tarde de julio en la era del pueblo, quince años atrás. Eran fiestas y lo bueno estaba en el corro, quién lo duda. Se enfrentaba Fidel el molinero, campeón local de muchos años, contra un mozo nuevo venido de la Ribera que prometía. Nadie echó de menos la presencia de Lelo, entretenidos como estábamos en corretear entre la gente y admirar el gallo que, sofocado en una jaula, esperaba con el pico abierto y las plumas gachas al vencedor. Pero todos nos dimos cuenta de que nuestro amigo faltaba cuando lo vimos llegar, recién

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anunciado el primer cinto. Quien se hubiera fijado de lejos en la figura endeble que se acercaba por el camino del río, podía haber pensado en un luchador que llegase a destiempo, con la camisa abierta, descalzo y los pantalones remangados hasta la rodilla. Lo que no acababa de entenderse en la distancia es lo que sujetaba con dos manos por delante del cuerpo hasta casi quedar oculto por él. El caso es que todas las miradas fueron descuidándose del corro para dirigirse al niño que avanzaba con dificultad, las piernas abiertas, las manos levantadas para evitar el arrastre de la carga y el paso esforzado. Hasta que fue el propio molinero quien rompió la compostura del círculo abriéndose paso hacia el muchacho. — ¡La madre que lo parió, pero si es la trucha de la pesquera! Como para no reconocerla él, que llevaba años tras ella y ni garrafa, ni trasmallo, ni naso que la sujetara. Con la caña nunca le dio por probar. Cuando le preguntaron, el niño dijo que primero había embobado al pez con la mirada. Y eso lo tenemos ahora como prueba de la habilidad de Aurelio para insinuarse en las voluntades ajenas. Luego, según dijo, no tuvo más que meterse al agua y sujetarla. Lelo no era de dar explicaciones pero era fácil imaginarse. Que un rapaz más bien canijo, que en la báscula allá se andaría con aquella trucha colosal, fuera capaz de dominarla en su propio terreno, no se entiende si no es porque algo tenía aprendido de fijarse en los aluches. Hubo quien se acordó de Favila y el oso pero en la obtención de aquel trofeo hubo más de cadrilada oportuna y resuelto sobaquillo que de lucha ciega bajo el agua. A Lelo lo pasearon a hombros por la era. Rodeado de una multitud que ofrecía manos para levantarlo, se vio esponjarse al rapaz. Y algo más, poco común en el ardor del momento. En pleno homenaje, tambaleante sobre los hombros del pueblo, la preocupación del niño era saber dónde había quedado la trucha. Ahí apunta ya esa precaución que tanto habría de valerle luego en los negocios. — Entonces, lo de la bandera…

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«Lo de la bandera», repetimos nosotros como quien confirma un interés común que únicamente exige sus plazos para resolverse. Lo de la bandera viene ahora que están sembrados los antecedentes, la semilla, como quien dice, de la fértil cosecha futura. Y se sigue por senda que ya barrunta el valor edificante de la historia: hace cuarenta años, a la vista de la fotografía de Aurelio –a la vista del documento histórico, diríamos, que el propio Lelo nos remitió, donde se le ve subido al asta de la bandera que ondea sobre el edificio del Banco Nacional de Ciudad de México–, alguien tuvo una inspiración, creo recordar que yo mismo. «Esta maña, dije entonces, viene de la escuela del Sastrín de Rucayo». Y no encontré más que cabezas que se acercaban a la fotografía y asentían a mi alrededor tras el examen. Del Sastrín, que en paz esté, llevamos todos grabadas muchas tardes de gloria. Lo suyo sí que valía para ilustrar el triunfo de David sobre Goliat, a tantos gigantes le vimos tumbar siendo él tan poca cosa. Así que bastó esa invocación en torno a la fotografía para que la minúscula figura de Lelo, del don Aurelio Huelde que empezaría a ser esa remota mañana en la que su silueta se recortó sobre el cielo mexicano como un emblema premonitorio del destino que habría de venir, hallara su fundamento en el magisterio de los más ilustres campeones de la lucha admirados verano tras verano de atenta contemplación infantil en primera línea del corro. Y parecería que abusamos de las correspondencias, pero si se acepta el valor de un gesto que vale por una vida, ¿por qué renunciar en el cuento a la misma concisión? De manera que, antes de que nadie nos venga con reservas, seguimos refiriendo lo extraordinario con toda naturalidad. Lelo, emigrante en suelo americano desde el año cuarenta, después de una década de observaciones y ensimismamientos, cabe suponer, y quizá de alguna gestión tímida y fallida, tuvo una de esas inesperadas ocurrencias suyas que alcanzan su mejor crédito en el día de la trucha. La mañana del cuatro de octubre de 1950, Lelo trepó a

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la bandera del banco nacional de México para exigir la mano de la hija del banquero, que se negaba a dejar a la heredera de su imperio en brazos de aquel gachupín de aspecto desnutrido que ejercía de ujier en el edificio. El día de la ascensión un huracán barría la capital. Pronto se formó un corro en la acera que, incrédulo, contemplaba la resistencia de aquel hombre menudo, capaz de bandear los embates del aire sin perder pie del mástil. No bastó la rebelión del trapo, que barullaba con el viento azotándole la cara y envolviéndole en sus enredos como si quisiera estrangularlo. Lelo falseaba con éxito los asaltos del aire y las marañas de la tela. Y del público que ya interrumpía la circulación por las aceras, brotaron testimonios de angustia, se rezaron oraciones, surgieron cámaras de fotos atentas a una desgracia, se alzaron vivas y aplausos a medida que corrían los minutos sin que el hombre fuera doblegado por el vendaval. No hubo fuerza ni amenaza que lo hiciera bajar del estandarte. Solo la voz del banquero prometiendo boda por un megáfono logró que Lelo aflojara su lazo sobre el mástil y con la gracia de un funambulista bajara de su altura. Quien lo hubiera visto, como vimos nosotros muchas veces al Sastrín de Rucayo sujetarse sobre el pecho de un rival, no habría tenido duda de dónde le venía la industria a Lelo. Hasta el suegro en ciernes, hombre severo pero sensible al espíritu de superación de sus empleados, quedó boquiabierto con la exhibición. Y puede que ya intuyera en el asalto del ujier al símbolo nacional, precisamente en día de viento diablo, no tanto la manifestación de un carácter propenso a lo excesivo como la prueba de un espíritu capaz de arriesgadísimas empresas, adornado, a mayores, de la virtud de una resistencia pasiva que lo hacía apto para sostener operaciones de largo plazo y liberar negocios enquistados. En resumen, un hombre a la altura de su confianza y su fortuna. Mencionar el viento diablo siempre trae sus beneficios. Por lo general, nos vale para insistir en que hasta lo más peregrino tiene su importancia en la confirmación de un carácter.

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— Porque lo del viento diablo, como mínimo será perjudicial para subirse a las alturas... Un visitante así inspira. De manera que apoyados en el viento, en el propio triunfo sobre los elementos podríamos decir, poco cuesta ya que se acepten sin asombro los éxitos de Lelo en otros terrenos igualmente convulsos. El hombrín que con su aguante venció un huracán y se ganó la confianza de la jerarquía mexicana, estaba llamado a seguir acumulando victorias. Y todas sin alterar el gesto pasmado de la infancia que aún desconcierta a escultores y retratistas de su expresión. Las publicaciones financieras de medio mundo no dejan de proponerlo como ejemplo de un secreto empuje, de una ambición atenuada por las maneras contenidas y la condición anodina de un rostro que no induce a desconfiar. Y esa circunstancia, en la esfera política y en el oficio de la especulación, se tiene por ventajosa. Pero nosotros, cada vez que miramos la fotografía que pone fecha al ascenso en la vida de nuestro paisano, vemos al emigrante benefactor de sus vecinos, que aquí le debemos la traída del agua, las escuelas nuevas y hasta el arreglo de la iglesia, edificio que sorprende por su monumentalidad en esta montaña más bien distraída en cuestiones de celo religioso. Al que no concedemos mayor mérito es al Aurelio Huelde de los pozos petrolíferos y los astilleros, al de las industrias del metal y las colecciones de cuadros que ambicionan los museos de medio mundo, al dueño, en fin, de ganaderías que vagan hasta donde la vista alcanza, rumiando sin saber que el amo podría presidir el país entero el mes que viene. — ¿Pero cómo se puede ignorar tanto provecho? Nunca falla esta reserva, sobre todo frente al ramo empresarial que viene por aquí a solazarse. El que escucha, que a lo mejor sueña con una prosperidad ultramarina semejante, siempre deja entrever su disgusto ante nuestra apatía por quien es benemérito ejemplo de progreso universal y útil correctivo contra incurias localistas. Pero

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ahí es precisamente adonde queremos llegar nosotros, a la raíz local que explica un éxito en la vida que también es nuestro. Aquí, quien más quien menos, ha multiplicado el capital siguiendo el mismo método que Lelo. Lo único es que una naturaleza física más generosa –y noviazgos menos comprometidos– nos libraron de tener que reafirmarnos con un órdago internacional para hacernos valer. Ahora que el oyente se queda pensativo, quizá urdiendo algún arbitrio que sacuda al país de la pereza, es cuando se hace una seña para que nos traigan de beber. Con los primeros sorbos en seguida se crea un ambiente de lo más propicio para la confidencia. Pero nosotros aplazamos todavía un poco el gran momento. Estamos por revelarle al de la Escuela de Comercio las derivaciones bursátiles de la escuela del Sastrín. Y quién sabe si no acabará en el aula magna este lenguaje que aquí todos damos por probado para llegar al éxito en cuestiones financieras: falsear prorrateos, trabar dividendos, volear beneficios, zancajear valores, amarrar empréstitos, abaniquear plusvalías, rendir con la dedilla, doblegar con la mediana... El bachiller, de pronto alterado, pide que repitamos mientras toma nota en una servilleta. Y nosotros repetimos. Ya digo que últimamente quizá andemos algo excedidos en el cuento.

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«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)»

© de los textos, los autores. © de las ilustraciones, Amancio González. © de la edición, EOLAS EDICIONES. Diseño y maquetación: contactovisual.es ISBN: 978-84-15603-52-8 Depósito legal: LE-595-2014 Impreso en España - Printed in Spain



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