ÁNGELES, DETECTIVES Y OTROS FRACASADOS Miguel Paz Cabanas
ÁNGELES, DETECTIVES Y OTROS FRACASADOS Miguel Paz Cabanas
EOLAS
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ÁNGELES, DETECTIVES Y OTROS FRACASADOS © El autor Todos los Derechos Reservados Ilustración de Portada: Silvia Álvarez López-Dóriga Edita:
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Director Editorial: Héctor Escobar ISBN: 978-84-15603-01-6 Depósito Legal: LE-547-2012 Diseño y realización: GRÁFICAS ALSE, S.L. Polígono Industrial de León - 2ª fase C/ Riello, 1 - 24009 León info@alse.com.es
A la memoria de Tomás Martínez Rubio y Mª Jesús Ocampo García
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de que Adán y Eva fueran expulsados del Paraíso, se me encargó la misión de salvaguardar su entrada, pero yo, presa del tedio, ignoré la ley: dejé de blandir mi espada flamígera y me interné, bajo el peso de las alas, en la fronda de Edén. Ante mí se desplegó un jardín colosal, suntuoso, una casa tapizada de hojas brillantes. Todas las especies vivían allí, hasta las más sublimes, como las libélulas y las panteras, y también la serpiente, “aquella que por tentar a la mujer fuese condenada a arrastrarse por el polvo, y a perpetuar la enemistad entre su linaje y el de los hombres”. Del valle umbrío subí a los Montes Zagros, con intención de ver Edén en todo su esplendor, y conocí los ríos que, con el paso del tiempo, darían notoriedad a los hombres: los llamaron, según supe, Tigris y Éufrates. Vagué un tiempo por el Paraíso, buscando sucesos que pudieran maravillarme. Cazaba pájaros de plumas nupciales, o probaba hongos de textura carnosa. Otras veces aplastaba
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la cabeza de las serpientes y forraba con ellas mi espléndido carcaj. No tardé en dar con el Árbol de la Ciencia, del Bien y del Mal, aquel por el que Adán y Eva, osados e ingenuos, se condenaron para siempre. Mordí sus frutos y me pregunté si el castigo infligido, la punición eterna, no se asociaría a su repulsivo sabor. Tras pisar los mirtos que perfuman los Montes Tauro, me pregunté dónde vivirían los expulsados de Edén y fue así que divisé a Caín, errando por los desiertos de Nod, después de golpear y matar a su hermano. Curiosamente su padre volvió a yacer con Eva y concibieron, ya centenarios, a su hermano Set. Me asombraba lo fértiles que podían ser los hombres (como Lamec, que engendró a Enoc con ciento setenta años) y lo longevas que se tornaban sus estirpes. Por entonces había gigantes que poblaban la tierra y seres divinos que, como yo, profanaban sus casas. Esas rapiñas, sin embargo, no se prolongaron durante demasiado tiempo. Más asiduas fueron las guerras (fui testigo de las batallas que se libraron en Ham, donde los hombres se exterminaron tras descubrir el bronce) y el hedor manso que acompañaba a la sangre. La corrupción convirtió a Noé, ya anciano, en el justo de Sodoma: de allí salió con los suyos al alba, mientras se derramaba sobre la ciudad una lluvia de azufre. Sí, durante cuarenta días y sus noches cayó sobre la tierra un diluvio atroz y el cielo se transformó en una máscara. Antes de esa calamidad Noé construyó un arca gigante, calafateada con pez y armada en cedro. Tenía trescientos codos de largo y navegó con ella por el mundo, hasta que una tarde (la tierra ebria de muerte) encalló en el monte de Ararat. He de admitir que las andanzas de Noé, su esparcimiento y sus luchas, me solazaron y conmovieron. Noé fue el primer hombre en levantar una viña y en embriagarse después con
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sus frutos tibios. Fueron sus hijos quienes lo sorprendieron borracho, entonando salmos en su choza de mimbre. También fue el primero en rezar postrado y en ofrecer sacrificios a Yahvé. Tuvo una prole notoria, llena de hombres polémicos, como su biznieto Nimrod, que alzó en Babilonia la ciudad de Nínive. Esos clanes, como dije, fueron longevos, pero a todos les fue llegando la muerte. Entonces, según su semblanza, acudían a Edén y cruzaban a pie el umbral: vestidos con sus túnicas, apoyados en báculos, los reyes y los viejos mendigos. Todos, sin distinción, caminaban solos, con un júbilo ceremonioso y solemne. Había quien chapoteaba en el río y se saciaba de fruta, dejándose acariciar por la brisa; nunca dormían y pude comprobar que, pareciendo felices, todos adolecían de luz. Fue esa tristeza inexpresable la que me impulsó a dejar Edén. Me preguntaba si la abstinencia sonámbula de los hombres era la clave de su muerte, y si ese era el fin que luego añoraban. ¿Dónde moraba su sensualidad, su vigor, su incesante avidez de antaño? ¿Qué había sido de quienes prosperaban viviendo en los bosques? Me pareció que era un magro salario el que recibían al fallecer y el día en que los hititas dieron sepultura a la esposa de Abraham, con las alas plegadas, decidí marcharme de allí. No diré que esta parte de mi viaje sea fácil de describir, ni que pueda evocarla con exactitud. ¿Cómo representar la expresión de los hombres que me vieron, mientras hablaban despreocupados junto al río Jordán? Emergiendo del agua, con mis alas relucientes, debí parecerles un demonio. ¿Cómo no aterrarse al verme en la orilla, salpicando de espuma sus caras? Asumí que mi presencia era antinatural y que los humanos, fueran profetas o pastores, nunca la
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asimilarían. No podía ser de otro modo, pues mi visita no había sido anunciada, ni precedida de estigmas celestes. Mi presencia era una anomalía y solo provocaba reacciones de espanto. Peregriné sin rumbo, por lugares donde la vida, como una reliquia, era un vestigio casual. Junglas impenetrables, páramos monstruosos, montañas donde el agua, solidificada, se extendía en inmensos glaciares. Pero no tardé en percibir, con asombro, la inquietud de los hombres. Fuese a través de su éxodo o como nómadas (a lomos de bestias, cargando la prole y el pan), iban cubriendo la tierra, viajando hacia confines remotos. Llegaban a pie, en canoas, con un espíritu recio e inquebrantable. Hacia los polos helados o las dunas de arena, sin mirar jamás a su espalda. Colonizando tierras que, desde el Paraíso, parecían yermas, pero que ellos cultivaban con ansia. Me parecían admirables, lo admito, a pesar de su codicia y su rivalidad. Llegó el día en que no pude esquivarlos, tan numerosas eran sus hogueras. Fue entonces cuando divisé aquel asentamiento, los carromatos y sus dueños febriles. Aún oigo la voz del enano, extendiendo sobre la mesa un mazo de cartas: –No sé si eres realmente un ángel o no, pero en este sitio tenemos tipos con dos cabezas y mujeres con el cuerpo cubierto de pelo. Así que, si no te importa comer a rancho y dormir en un mísero jergón, puedes sumarte al espectáculo con tus alas. Un fenómeno de feria: en eso me convertí, no sabría decir si con entusiasmo fingido. Pero nunca estuve tan cerca de los hombres, de la miseria y la pasión de su alma. Qué lejos quedaba el Paraíso, los tiempos en que observaba, con desdén, a los viejos caldeos. Durmiendo entre las bestias
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descubrí el corazón de los hombres y supe que, siendo una estirpe despiadada, podía ser generosa. Puedo afirmar que allí, entre los suyos, conocí la verdad. Luego levantaron sus ciudades, excavadas en la roca, formando entre los hemisferios archipiélagos de luz. Allí donde miraras veías sus pináculos, sus torres, las agujas esbeltas de sus catedrales albas. Un frenesí recorría el mundo y asumí que todos –ángeles y demonios– tenían cabida en él. Una noche llamaron a mi carromato y comprobé que era otro ángel. No me nombró y supuse que quería saldar cuentas conmigo. Imaginé que lo enviaba Yahvé y que sus intenciones no eran pacíficas. Se sentó en mi cama y durante toda la noche, mientras me miraba, le hablé sin cesar. Sí, le hablé de los hombres, de sus pasiones, de su aplomo y de su candor; traté de hacerle ver el mundo desde su lujuria y fragilidad. Tenía dos ranuras por ojos y sus labios, dorados y finos, eran brillantes como espuelas. No me interrumpió a lo largo de aquella noche ni una sola vez. Había algo en su inexpresividad que lo hacía temible, que inspiraba un miedo antiguo. Yo sabía lo que significaba y no osaba mirarlo. Al amanecer, desplegando sus alas, empuñó la espada. No pensaba ofrecer resistencia, así que incliné mi cuello blanco. Segundos después salió de allí y supe, por un tiempo, que respetaría mi vida. Era consciente de que, tarde o temprano, nos volveríamos a ver. Han pasado siglos desde aquel encuentro, las cosas se han vuelto, sin aspereza, más sencillas. Al menos esa es la impresión que tengo ahora. El mundo es una mezcla de fragancias y ponzoña, pero no ha dejado de crecer: tanto que las criaturas que lo pueblan, vengan de donde vengan, encuentran en él su patria.
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Tal vez la excepción pueda ser yo. Sí, soy consciente del tiempo transcurrido, pero aunque me tienen por un jorobado excéntrico (no es fácil ocultar las alas), no renuncio a mi pizca de gloria. Me complace confesar que soy mercader, de artículos raros y sensibles. Ahora son otros los peregrinos infatigables, los que acuden a mí para entablar conversación. Algunos me miran con suspicacia y otros me hacen preguntas. Por lo demás, no suelo pensar en el pasado, ni tampoco en el futuro. He dejado de volar por las noches, por miedo a ser descubierto. Es algo que echo de menos, rozar las cúpulas de las ciudades, atravesar sus esferas de luz. Si son ustedes turistas y desean localizarme, pregunten por una tienda de vinilos: es un local polvoriento, entre Adams y Tillary, en ese distrito que llaman Brooklyn. Es un extraño hogar para quien cruzó, un día, el desierto de Berseba. He comprobado que los descendientes de Noé, después de tanto tiempo, no añoran el Paraíso. Es como si hubiesen renunciado a él, a sus pompas y fertilidad, a su amparo oscuro y remoto. Son curiosos, los hombres, nunca me fatigaré de observar sus vidas. A veces oigo repicar las campanas, pero todas tañen, con vaga certeza, el mismo himno: Camina por el mundo, solo y errante, un ángel sin patria, no trae noticias de Edén. Ese ángel, sospecho, debo ser
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Indice
7… La versión de lucifer 15… La peluca 25… Pasoslargos 32… Secundario 37… Alguien sin pasado 49… Señor polilla 55… El temblor del cosmos o el origen de los dj’s 69… Las zapatillas rojas 77… Ceniza 79… Mogambo 91… En mitad de Madrid 99… Leonor y los tiempos amarillos 107… Las hienas 115… Dos hombres y un destino 125… Debajo de tus ojos 133… El olor de los árboles 135… Las sirenas 145… Ana K. 151… In memoriam 155… Retrovisor 167… El fracaso de los prologuistas 173… Los túneles se sucedían 183… Las axilas del capitan 185… La paciencia de los jardineros 199… No lo sé con certeza 207… No es mal sitio este 209… Una llama oscura 219… La isla del tesoro 229… El lanzador de cuchillos 235… Despedida
Estas historias hablan de los Montes Tauro, de árboles que huelen a tempestad, de pelucas cobrizas y enfermas, de lanzadores de cuchillos y catalejos de latón. Hablan de una guitarra con fondo de palosanto, del lecho turbio de un río, de un espejo de aguas heladas, de un negro que amaba a Mozart, de mirlos de pico naranja. Hablan de llamas oscuras, de la belleza de la depravación, de hombres que besan la lona y de niños de cabeza pelada. Hablan de Ana Karenina, de la virtud de los jardineros, del resplandor del hambre y de la isla del tesoro. Hablan del Redentor, de ballenas y sirenas, de púas suaves y ardientes, de la muerte de los prologuistas. Hablan, querido lector, de la arquitectura de un pájaro en invierno y del plomo ocre de la noche. Hablan de las cartas que nunca se entregaron y del despojo sombrío del alba. Hablan de oscuros parques desolados. HABLAN DE MI Miguel Paz Cabanas
ISBN 978-84-15603-01-6
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788415 603016
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