CUENTOS EN CÁRMENES

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Cuentos en Cármenes

colección cúa


© de los textos, sus respectivos autores © Fotografía de cubierta: Mauricio Peña © de esta edición: EOLAS Ediciones, 2016 facebook.com/EOLAS.EDICIONES Dirección editorial: Héctor Escobar Diseño y maquetación: Alberto R. Torices ISBN: 978-84-16613-37-3 Depósito Legal: LE-306-2016 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com · 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Impreso en España


Cuentos en Cármenes Basilio Fernández Julio Llamazares · José Vicente Pascual David Rubio · Antonio Manilla · Ángel Fierro Juanita Fierro · José Antonio Llamas Aurelio Loureiro · Jesús Díez Fulgencio Fernández (coord.)



Índice

A modo de prólogo. Alto Torío · 9 · Basilio Fernández La noche (en) que llegué al Café Sidoro · 11 · Julio Llamazares El entierro de Joselín · 19 · José Vicente Pascual Misa de España · 25 · David Rubio Tabaco de menta · 33 · Antonio Manilla El glayo que mira hacia el poniente. Río Torío · 39 · Ángel Fierro El criao · 51 · Juanita Fierro Tocante al último de los ‘jamaros’ de Angelillo · 57 · José Antonio Llamas El fantasma de Tabanedo · 65 · Aurelio Loureiro La fotografía rota · 79 · Jesús Díez La noche (en) que cerró el Café Sidoro · 91 · Fulgencio Fernández



A modo de prólogo

Alto Torío (fragmento)

Soledades eternas hacen crujir la brisa de los trigos, pero la luz del pecho va a remotas alturas, hacia anteriores soledades, albas, donde el cielo clarea entre perecederos abedules. Y tantos leves siglos en el aire, y muros rotos del amor en vilo. Vaho de aguas perdidas por insensibles peñas impasibles al tiempo y a las nubes. Basilio Fernández (Valverdín, 1909 - Gijón, 1987)

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La noche (en) que llegué al Café Sidoro

Julio Llamazares



Julio Llamazares

L

a noche en que llegó al café Gijón, Paco Umbral comenzó a desmitificar —según su propia confesión— el oficio de escribir y la literatura. Yo debo admitir, por el contrario, que comencé a sacralizar esas enfermedades del espíritu la noche (en) que llegué al Café Sidoro. El Café Sidoro está en Cármenes, por las altas montañas de León, allí donde entroncan su memoria la piedra fita de los romanos y el viejo río sagrado de los hijos del dios Thor. Tiene Cármenes, pese a ello, nombre morisco, melancólico recuerdo de la vega de Granada traído hasta estos valles en sus razzias por algún antepasado del lloroso Boabdil. Y, en efecto, si hacemos caso a Fierro (y a quienes a él se lo contaron al amor de la lumbre cuando era niño), todavía es posible, en las noches más lúgubres del largo y crudo invierno montañés, encontrarse en algún cruce de caminos al ánima penante del legendario Moro Qil cabalgando a la grupa del mejor purasangre de cuantos para la guerra se adiestran en la antigua almuzara del Torío. El Café Sidoro asienta, pues, sus piedras en sólidos cimientos: la inagotable sed de los hijos del desierto y el panteísmo primitivo

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del pueblo celta-astur. Hay quien sostiene, incluso, como el plumilla Fulgencio o el poeta Toño Llamas, a partir del octavo cuba-libre, que el pequeño mirador transparedado del Café ocupa hoy exactamente el lugar mitológico y sagrado en el que, hace ya cuatro mil años, los antepasados más lejanos de los clientes actuales bailaban bajo la luna cantando y bebiendo cerveza fermentada por el soplo del dios Thor. Y que, si un día, algún arqueólogo avisado se molestara en excavar debajo de la estufa, sin duda encontraría el cáliz de madera y piedras engarzadas por el que realizaban sus sagradas y nocturnas libaciones los primeros ancestros del llorado Montanel. Pese a todo, pese a tan venerables y arcaicas ascendencias, el café de Sidoro es discreto y humilde —como su dueño— y le sucede un poco lo que al fraygerundesco villorrio de Campazas: que aunque pequeño bien podría ser el mayor Café del mundo, pues sitio tiene para extenderse, sobre todo para la parte de la huerta. Pero eso ya llegará. De momento, el Café de Sidoro se basta y se sobra como está —pese a contar con la parroquia más fiel y más adicta que nunca cura alguno pudiera desear para la suya— con la pequeña y casi siempre solitaria galería, las seis o siete mesas donde se libra diariamente la batalla del honor y la invernal rinconada de la estufa desde la que Angelillo, mirando a un tendido que a esa hora ya es todo él de sol y sombra, repite cada noche con el cura de la televisión: —Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? La noche (en) que llegué al Café Sidoro, hace ya algunos años, una desolación extraña imperaba, sin embargo, en el local. El Café estaba a esa hora totalmente vacío y su dueño espantaba las moscas con el rabo detrás del mostrador. En la pared del fondo, junto a un cartel de Sidra El Fugitivo, el reloj señalaba las once de la noche de un espléndido sábado de agosto y nada, ni la hora, ni la climatolo— 14 —


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gía, ni siquiera un presunto e impensable madrugón dominical, explicaba en apariencia tan extremo y solidario absentismo laboral. Desconcertado por la hora, corrido como un galgo tras la sardónica sonrisa que, a mi inocente y cándida pregunta sobre si iba a cerrar, el dueño del local me dedicó, cogí el café que acababa de servirme y fui a sentarme en una mesa del rincón. No había acabado aún de hundir la cucharilla en el azúcar, sin embargo, cuando, de pronto, un fuerte griterío me sobresaltó. Casi al instante, una puerta se abrió con gran estrépito a mi espalda y un gentío sudoroso y jadeante se abalanzó a carrera en dirección al mostrador. Cuando la puerta dejó, al fin, de vomitar personas, me levanté de la mesa y me acerqué. Tras ella, descubrí una estrecha y alargada galería, iluminada apenas por la luna y por la débil lamparilla de un pequeño proyector. Al fondo, contra el tabique de un extremo, una arrugada sábana hacía las veces de pantalla de aquel improvisado cine parroquial. Lo de parroquial lo deduje porque un cura, colorado y con carlancas pastorales, presidía junto al cabo de la Guardia Civil aquella pintoresca reunión: una alargada mesa atestada de platos y botellas en las que, a juzgar por los restos aún visibles del bautizo —pues ninguna otra explicación podría tener la presencia de aquel niño en medio del revuelo general—, habían fallecido cuando menos dos corderos. Mientras el ingeniero de sonido —un asturiano gordo que oficiaba en el centro de la mesa entre la admiración y la ansiedad de los demás— operaba en las tripas de la máquina para cambiar la cinta y proseguir la proyección, me dediqué a observar desde una esquina aquella extraña y clandestina reunión. Niños, hombres y mujeres con la faja reventada y el palillo y la faria entre los dientes se agolpaban en torno a la mesa en democrática e inocente conjunción. Unos se aferraban a sus sillas con un sentido estricto de la propiedad. Otros se asomaban por los ventanucos de — 15 —


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la galería para tomar el aire que ya empezaba a faltar en el local. Estos rumiaban todavía algún resto de cordero y arrojaban los huesos hacia los demás. Aquellos peregrinaban cada poco al mostrador del bar con el fin de reponer el combustible de sus copas y echar una rápida ojeada a la televisión. Pero todos, absolutamente todos, niños, hombres y mujeres, se hallaban invadidos por una extraña e inexplicable excitación que llevaba a algunos de ellos a imprecar al ingeniero su tardanza y puesta a punto del proyector: —¡Venga, date prisa! —¡Un momento! El cura contemplaba a sus ovejas con paciente y beatífica sonrisa. El cabo dirigía aquel congreso desde la solemnidad de sus bigotes perlados por la grasa y el sudor. Por fin, el asturiano de la máquina apagó la lamparilla y reanudó la proyección. Un silencio profundo recorrió la galería mientras, en la pantalla, aparecían ya los títulos de la tercera o cuarta parte de aquel interminable maratón. No tardé en entender las miradas encendidas con las que había sido recibido al traspasar la puerta de aquella sacristía singular. No tardé en comprender los jadeos misteriosos que la cargada atmósfera del antro volvía nuevamente a reavivar. Sobre la improvisada pantalla de la sábana, de repente, otra sábana arrugada había venido a proyectarse y, en ella, un semental cetrino e impresionantemente armado y una rubia escarlata de tetas desbordadas se revolcaban en un travelling perfecto jadeando gritos entre los espontáneos gritos del local: —¡Dale caña. Métele la guillotina! —¡Mira qué tetas, Perrona! —¡Saca la mano del bolso, Mael! En la pantalla, el garañón y la rubia de tetas desbordadas se habían empeñado en una impresionante cadrilada vertical y, en el lo— 16 —


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cal, el griterío del inicio empezaba a dejar paso a un espeso silencio enardecido que amenazaba con convertir la ya cargada atmósfera en una peligrosa olla a presión. Fue en ese mismo instante cuando ocurrió el milagro. Fue en ese mismo instante, mientras en la pantalla la cámara avanzaba lentamente hacia el exacto punto de fricción, cuando entendí por fin que la literatura era algo más que una pasión. De pronto, en el silencio de la sala, se alzó la voz del cura, beatífica, nerviosa, inconfundible, transida de piadosa devoción: —Ya es tarde. Si no, ahora mismo bajábamos a putas a León.

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