déjame decirte qué día es hoy
Colección Caldera del Dagda
Rafael Gallego Díaz
déjame decirte qué día es hoy
A María, Xosé y Lupe.
Índice
Teresa, en su alcoba, la última mañana . . Junio de 1954 Pablo, tras los pasos de ella, el primer día . Junio de 1954 Teresa, envuelta en sueño, aquella noche . Junio de 1963 Pablo, entre recuerdos, una víspera de San Antonio Junio de 1963 Teresa, frente a su diario, un miércoles feliz . Agosto de 1977 Pablo, al descaste, otro día de caza . . Agosto de 1977 Teresa, bajo el calor manchego, en su cumpleaños Julio de 1982 Pablo, ante el televisor, el día de la derrota . Julio de 1982 Teresa, hundida en el pasado, al final de una vida Pablo, en su sillón, fuera del tiempo . . 9
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Teresa, en su alcoba, la última mañana
C
uando despertó esa mañana, todo era silencio. Silencio y oscuridad. Antes de encender la lámpara en la mesilla de noche, buscó a Pablo en el otro lado de la cama y sus manos no lo encontraron. Le pareció muy extraño, porque sabía que la noche anterior se habían acostado juntos; aunque a veces le pasaban cosas de ese estilo, confundía los días, mezclaba recuerdos, se despertaba en mitad de la noche sin conseguir identificar la habitación en la que estaba durmiendo y no pensó mucho más sobre el asunto, solo que le resultó sorprendente el tacto frío de las sábanas perfectamente estiradas a su lado. Si al menos las sábanas estuviesen arrugadas, si aún pudiese acariciar su calor en el colchón, se habría podido dar la vuelta y dormir un rato más esperando que él viniese a despertarla, que hubiese preparado el desayuno, que le trajese una rosa recién cortada del jardín para desearle buenos días. Pero 11
el tacto frío en ese lado de la cama que no era el suyo le decía claramente que, en contra de lo que ella recordaba, aquella noche había dormido sola. Encendió la lámpara de la mesita de noche y se sintió un poco más tranquila. En la habitación todo era reconocible. La descalzadora de Madre Teresa, el galán, el aguamanil que le había regalado la tía Elvira por la boda, con su palangana de filigranas de flores y las toallas a los lados, bordadas con las iniciales de los nuevos esposos, T de Teresa y P de Pablo. Un aguamanil sin espejo, sencillo, hermoso, como era la tía Elvira. Allí estaban los cortinones de terciopelo morado, la lámpara de cuentas también heredada de la abuela Teresa, el armario de tres cuerpos de madera de nogal teñido en un marrón oscuro casi negro. El cuadro de la Virgen con el Niño. Estaba en casa. Pablo no había dormido con ella quizá por los acontecimientos del día anterior, pero, al menos, ella estaba en casa. Todavía se quedó unos minutos en la cama. Tumbada boca arriba, con los ojos clavados en el dosel encarnado, trataba de hacer memoria, intentaba recordar cómo había sido la noche anterior, colocar la cabeza en el día apropiado. «¿Qué día era hoy?» Y su cabeza le decía que aquel día era domingo, un domingo de finales de primavera, el domingo 13 de junio de 1954. El día anterior había estado cabalgando por la tarde hasta que se desató la tormenta. Había galopado junto al Jabalón, bordeando los campos de cereales, cruzando luego el río para subir al Cerro del Obispo. Después, cuando las nubes se cerraron y oscu12
recieron el cielo, se había ido hasta la ermita de Nuestra Señora de Oreto y Zuqueca buscando el resguardo en la casa de los santeros, pero no llegó hasta allí, porque en algún momento que no podía precisar, Perezoso se había asustado con un trueno y ella había terminado en el suelo golpeándose con una piedra en la cabeza. Por lo que le habían contado, porque ella no se acordaba bien de esa parte, estuvo en el suelo bastante tiempo. El golpe en la cabeza la debió dejar sin sentido y se ve que estuvo a merced de la tormenta, porque sus ropas, cuando la encontraron, estaban completamente empapadas. Ella no debió de darse cuenta. Tampoco tuvo sensación del paso del tiempo. Simplemente, cuando se reanimó, su fiel montura estaba esperando a su lado, la tormenta había pasado y había charcos enormes que daban testimonio de la lluvia. Más abajo, el río venía muy crecido y revuelto. Se incorporó con mucha dificultad y tomó a Perezoso del ronzal, a pesar de los múltiples dolores, para bajar hasta la ermita en busca de ayuda. No tuvo que llegar hasta allí, porque Isabelo, un mozo de la Quintería que venía de Granátula de vender hortalizas en el mercado del sábado, la encontró así como estaba, empapada y desorientada, dolorida, tirando del caballo y con sangre en la cabeza. Se asustó y la subió al carro. Cuando llegó con ella a la Quintería hacía tiempo que los hombres habían salido a buscarla en batidas por el monte con Don Pablo a la cabeza. Las mujeres mandaron a Quinín ir con el caballo más veloz a buscar al médico, quien todavía llegó antes de que 13
volvieran los que habían salido a buscarla, y la limpiaron, le dieron friegas para que recuperara el calor, la vistieron con su ropa de dormir. —Afortunadamente, no se ha roto nada. Al menos esto es lo que sugiere mi primer examen. No obstante —dijo el doctor a Don Pablo horas después—, conviene hacer una exploración más exhaustiva. Los golpes en la cabeza no me gustan nada. Ahora que descanse hasta el lunes, que no se levante de la cama para nada y que se tome estas gotas. —Como usted diga, Don Juan, pero ¿no sería más conveniente llevarla a Ciudad Real? No me perdonaría que le pudiera pasar algo. —Tranquilo, Pablo, su esposa es joven y fuerte. Ha sido una caída desgraciada por el golpe en la cabeza, pero en este momento se encuentra orientada y no presenta signos que nos den señal de alarma. Créame. Lo más oportuno es dejar que la naturaleza actúe. Remitirán los dolores y, en unos días, como nueva. Mándeme aviso no obstante si observa alguna alteración significativa. Probablemente fuese esta la conversación. Teresa no lo podía saber, porque, cuando su marido volvió a la habitación, ella ya se había dormido. Notó en sueños que le daba un beso en la frente, que le preguntaba si dormía, si necesitaba algo, pero no se acordaba bien. Debía ser ya muy tarde cuando todos se fueron a dormir y el silencio se hizo de nuevo en la Quintería. Hubiera jurado que, minutos más tarde, Pablo se acostaba junto a ella, hubiera dicho 14
que sintió su calor, que conversó con él, que le preguntaba qué había dicho el médico, pero todo eso no había podido pasar, porque las sábanas permanecían estiradas a su lado. ¿Cómo podía recordar lo que habían hablado su marido y el médico? ¿Qué estaba sucediendo? ¿Cómo se podía acordar de haber hablado con su marido en la cama si él, esa noche, no se había acostado con ella? Buscó un reloj. Encima de la mesita no estaba el despertador de viaje Europa, un reloj que se encierra en un estuche que imita en tonos crema y blanco la piel del cocodrilo, con los bordes y el cierre dorados. Es prácticamente cuadrado y tiene la esfera negra con los números y las manecillas blancas, fosforescentes en la noche. Siempre lo tenía abierto sobre la mesilla. Alguna de las doncellas debió cerrarlo y guardarlo en un cajón, pensó. —¿Por qué haría una doncella algo así? ¿Tal vez lo guardase Pablo? ¿Por qué no querría que yo usase el despertador, si precisamente me lo había comprado él en su último viaje a Madrid? No encontró respuesta a sus preguntas. Tampoco encontró el reloj en el cajón. Tampoco pudo buscar bien. Le dolía todo el cuerpo. No era un dolor semejante al de otras veces en las que se había caído. Al caerse del caballo, una siente el cuerpo machacado. Es como si el dolor te llegase de fuera hacia dentro, se dijo, y este dolor…, este dolor es diferente; es como si estuviese en el interior de mis huesos, es un dolor que ya está dentro. Se movía a duras penas en la cama, girada sobre su costado derecho tratando de en15
contrar el despertador en el cajón con su mano izquierda. Entonces ocurrió algo que la aterrorizó. Al sacar la mano del cajón vio una mano que no era la suya. Aquella mano que estaba al final de su brazo no era su mano, estaba llena de arrugas, tenía manchas de edad en la piel, era la mano de una anciana. Aquella no podía ser su mano, y sin embargo allí estaba. Gritó desesperada. Llamó a Pablo, a las criadas, a quien pudiera atenderla. Quiso salir corriendo de la cama. No pudo. Tuvo que colocarse de costado e ir poco a poco arrastrándose hasta el borde, apartó las sábanas, las mantas y la pesada colcha. Por su cabeza cruzó fugaz un pensamiento que la avisaba de que algo no estaba bien. No hacían falta todas esas mantas en una noche de junio. Claro que en ese momento tenía otras prioridades y no le prestó atención. Por fin pudo costosamente levantarse y caminar hasta la puerta. ¿Por qué le costaba tanto andar? ¿Era por la caída? La puerta estaba cerrada con llave. No podía imaginar qué estaba pasando. Estaba encerrada en su propia habitación. ¿Por qué? ¿Por quienes? ¿Y Pablo? ¿Y el servicio? ¿Dónde estaban todos? ¿Por qué nadie respondía a su llamada? Sabía que era inútil, pero golpeó la puerta con sus escasas fuerzas y volvió a ver sus manos envejecidas, sus manos, impropias de una mujer de treinta años, unas manos frágiles, quebradizas, avejentadas. Abrió la puerta del armario para verse en el espejo. Allí estaban todos sus vestidos, sus blusas, sus faldas, la 16
ropa blanca ordenada como a ella le gustaba. Solo que en el armario ya no había espejo. Alguien no quería que pudiera verse. Se levantó el camisón para verse las piernas, unas piernas enjutas, pálidas, recorridas de varices. No eran sus piernas. Volvió a la cama y lloró. Lloró un llanto incontenido, desbordado, durante horas. Un llanto que la dejó exhausta. Se durmió.
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Otros títulos de la Colección Caldera del Dagda 1. La sombra del Toisón. El relato oculto de una conjura Pedro Víctor Fernández 2. Educando a Tarzán Francisco Flecha Andrés 3. Braganza César Gavela 4. EL INFIERNO DE LOS MALDITOS. Conversaciones con el mal (I) Luis-Salvador López Herrero 5. EL HOMBRE INACABADO y otros cuentos Aníbal Vega 6. Perro no come perro, veinte relatos inquietantes Ricardo Magaz 7. Segundo cuaderno de St. Louis. Diario, Volumen VII Luis Javier Moreno 8. secretos de espuma Cristina Peñalosa Giménez 9. Iluminada Alberto Ávila Salazar 10. CONFESIONES DE UN HOMBRE RAQUÍTICO Alberto Masa 11. la verdadera historia de montserrat c. Luis Miguel Rabanal 12. EL INFIERNO DE LOS MALDITOS. Conversaciones con el mal (y II) Luis-Salvador López Herrero 13. WASSALON (V Premio de Novela Corta Fundación MonteLeón) Salvador J. Tamayo
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