Inconcreta desdicha Por Alberto Masa
A los/as bedeles que creen en su trabajo
“Quise comprobar la naturaleza de su intoxicación e ingerí unas gotas de Haloperidol. Dejé papel y pluma al alcance de la mano y sólo acerté a escribir: Inconcreta desdicha. Dos gotas más borraron cualquier rastro de autoconciencia. No he tenido coraje científico suficiente para repetir el experimento” (Antonio Escohotado, en Aprendiendo de las drogas)
El día en que me sacaron para ducharme de nuevo Me pongo a reflexionar sobre este nuevo año de la única manera en que sé reflexionar, es decir, tecleando. Tecleando se reflexiona muy bien, la verdad. Los que no reflexionan nada tienen pinta de pensador, por la ropa y la postura, pero las ideas –o lo que sea eso– como salen es tecleando. Empiezo este día 31 con mi pijama (el azul) y alrededor no hay siquiera los restos de mi habitación, que está hecha de libros, todos de estilistas, y de pájaros, todos alucinados. Me hecho una cingla de loco en medio de esta locura que a veces ha sido llamada simplonamente Madrid. La primera vez que llegué al psiquiátrico (Esquerdo, 1996) ya me habían metido en la camisa de fuerza. Se siente uno puro dentro de una de esas camisas que además son muy chic. El universo era una sandía quemada y, mientras yo estaba dentro de mi camisa, los conductores de la ambulancia hablaban de lo que pasaba en sus casas ¿Qué mundo era ese? ¿Cómo podían existir siquiera sus casas? Yo miraba por la ventana. Mis pelos eran largos –tenía entonces una melena de príncipe negra– y por la ventana veía un repetir de luces y el sonido de una sirena que aún hoy resuena en todas las camisas que me pongo para estar majete. Ya dentro del psiquiátrico, una monja me espulgaba el demonio de entre el pelo, que 9
estaba sucísimo, porque yo había mandado a la imagen a lavarse por mí allá donde hiciera falta y la pobre me devolvía a un estudiante que, la verdad, no hacía falta en ningún lado. Yo, que creía que tenía amigos y novias, me vi ante el despacho del señor psiquiatra y dije que no sabía en qué día estábamos y, aún hoy que vivo en ese día, no lo sé. Era una noche fría como esta y nadie estaba en su casa celebrando la Navidad, el fin de año o como narices se llame esto. Mi novia era una chica impar que siempre estaba acompañada de borriquitos, aunque serían mejores las novias que me esperaban en el frenopático: todas me querían y eran inmensas debajo de sus ropas de dormir. Allí hablé con Puskin, que tenía miedo a cruzar los marcos de las puertas, y con Robinson Crusoe, que se había convertido en autor. Allí tocaba el piano roto, que es el único piano que funciona bien en mi grande y mala memoria. Y desde allí, adonde volveré si es que España vuelve a gozar de esos parques de atracciones de los que tanto necesitamos los pobres locos, es desde donde brindo hoy por el año, acompañado de mi amigo, el granadino Lovecraft, el día en que dijo que jamás saldría de su habitación. Hoy mi padre ha partido queso, la casa está en paz y, debido a mi fama –mala–, no han traído champán, que tanto se encarga de mirarme hacia el futuro y tan buenas soledades me ha hecho pasar partiéndoles la cara a todo aquel que viniese a usar mi soledad o a robármela, y luego rompiéndoles las piernas para que no anduviesen con ella, pues es la soledad de alguien en verdad dedicado a la literatura y no esos modelitos que me sacan en la televisión, en los programas serios. El año ha sido el año y España ha ganado el mundial. Yo lo he celebrado como todos, en mi celda. Qué grande es Andresito Iniesta. 10
Cuando me hicieron la cura de sueño me dieron unos calzones sucios y me quitaron los míos, que no me dio tiempo a mirar si estaban sucios o limpios. Al despertar, el mundo entraba por una diminuta ventana puesta en el techo y por la que no cabía el canto de ningún estúpido grajo. Era una habitación para no suicidas, que son las peores que hay, bien lo sabe Dios. Hoy leo “El desierto y su semilla” y veo, más allá de la ciudad, el día en que me sacaron para ducharme de nuevo, en un hoy en el que padre está partiendo jamón y en la televisión se desnudan los osirios. La nota de humor la pone aquello de que la realidad es un truco y que, hoy, aparecen de nuevo en los alfeizares los colores de la infancia, llena de niños, para los cuales la Navidad es un avión puesto en las manos y mi cerebro un rifle a punto de ser cargado por un manco en el salvaje Oeste. La monja desapareció y me besaron unas estudiantes de no sé qué que había por allí aprendiendo oficios. Yo me sentaba y era Glenn Gould ante el piano roto contándole que Napoleón, en Elba, era el más siniestro de todos los hombres. Me encantan los villancicos y los Reyes Magos. Mis estrellas se han caído fabricando un suelo hecho de metal en el lugar donde escribo para entenderme, un sitio cerrado donde jamás se le ocurriría entrar al demonio. PD: Que 2011 sea bueno con nuestras ropas y que forniquéis mucho y sano, amigos y amigas; y a mis novias, que eso, que sigan tan bonicas como siempre.
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La memoria que no tengo Nada viene a mí de aquellas primeras visitas en el hospital para enfermos mentales. Apenas recuerdo mi bata, que era azul con amarillo, ni la cara de los dos psiquiatras que me atendían (en realidad no tenían por qué atenderme, pero yo salía de mi habitación para que la renovasen las señoras de la limpieza y entendía que me tenía que poner en cada cola de gente que hubiera, pues era así el resultado, por ejemplo, del pan con Nocilla, así como la visita a los dos psiquiatras, que aprendieron a verme como un pirado de verdad porque yo, entre esas paredes, hacía que hablaba ruso para entenderme el hecho de que tampoco afuera me entendieran). De las primeras visitas, mi madre dice que iba allí para encontrarse con quien no era su hijo, cosa que no soportaba, pues me dice que sólo se encontraba con algo a lo que hablar le era sumamente costoso y que apenas podía limpiarse las babas que le salían, pues la medicación hacía que no se las notara. Recuerdo esa época porque la mejor memoria que me ha salido viene de los lugares donde no recuerdo nada, y aquel encontronazo primero con las altas dosis de Haloperidol fue para mí un estar en un mundo lejano. Consistía la cosa en curar el pensamiento, pero pasaba por el mal de que el pensamiento no se produjese. Era aquella una iglesia anterior 13
a la inteligencia y crecía en mi cabeza a sus anchas. La lástima era que, afuera, la representase una baba que yo no era capaz de ver y que terminaba cayendo al suelo, que era el cáliz de ese bendito manicomio que ya nombré acá en mi anterior capítulo. Ni tan siquiera podía imaginar al amor de mi vida, una chica que luego descubriría tristona y algo vulgar y a quien llamaría en otras ocasiones volado por la misma droga en la que yo veía, más que una cura a mí mismo, una cura para el mundo entero. Quería abrazar las cosas que mi vocación hacia el pensamiento me había dado para, ahora que yo ya no era libre para pensarlas, permitirlas irse en un barco camino del otro mundo, de esa realidad en la que yo estaba contento, sujetado por amarras grises en un puerto del que no sé casi nada. Claro, en cuanto me bajaron la medicación, empezaría a follarme al resto de pacientes. Pero eso es otra historia. Y aquí quiero contar la memoria que no tengo sobre un sitio al que –no me engañaré– me fui acomodando hasta permitirme el aseo suficiente, que incluía la desaparición de mi andrajosa melena de rizos dorados, para salir de esa feria en la que conocí, como en el mundo de hoy, gente tarada y gente cuerda; y, entre ellas, me fue desvanecido el mito de la locura, pues comprendí que la inteligencia era un simple chisme que, o bien se manifestaba o bien no y, como todo niño, de esencia natural salvaje, una vez manifestado no podía someterse. Era mi dolor un animal. Y mi dolor era todo el cuerpo aunque los médicos señalasen el mal de la esquizofrenia, con sus chips colocados por los dentistas en las muelas y mierda de esa que yo acostumbraba a inventar para mis ficciones. Comprendí que uno se curaba sólo de la memoria y que, a partir de ahí, debía curarse también de los psicofármacos, cosa de la que no parecen haberse enterado los botiquines de la mayoría de las casas. 14
Lo mejor era quizá el piano roto y, luego, en las salidas, encontrarse con esos subnormales profundos que eran los amigos, cabrones que se batían en número con el cabrón que vivía en mí pero que, culminado en la desaparición a la que había sido sometida la inutilidad de mis pensamientos, me entorpecían mucho la manera de expresarme, que nunca ha sido poca porque hoy veo que es la única fuerza que he sabido comunicar al mundo. Hoy, que sé que ando camino de volver a aquella habitación, me dedico a ello a través de la letra, que muchas veces me provoca risa, y es una risa que sabe que esto se va al garete y que no hay otra que seguir contándolo. No obstante, me alegro mucho de poder fumar en casa. Y, bueno, pues mientras fumo, lo cuento. Planto mi semilla, que será del mal o a lo mejor no será y yo tan a gusto, esperando el puente de mayo. ¿Deberé citar a Leopoldo María Panero? Saqué los estudios más tarde para alimentar a la nada, me hice artista y un crítico decía de mis dibujos que eran flores en el agua, desperdigadas y dolientes. Yo, en mi caverna, fabricaba de nuevo paraísos rotos, y lo que siempre quise fue volver y nada más, morir en silencio, aunque no necesariamente despacio: Jenny me dice que mundo queda mucho. Una paciente feísima que ahora he superado en edad creía de mí que yo pasaba drogas y se acercó porque decía que quería ácido. Esperé a que los bedeles no miraran para llevarle a mi habitación y, una vez dentro, le dije que si quería de lo suyo que me la chupase. Iba a empezar a hacerlo la desesperada dama (a saber para qué quería ácido) cuando me cogí el pantalón del pijama y la dije: oye, mejor no, guapa, anda, coge un rosario conmigo y hagamos una seguidilla por San Pedro, que murió en una cruz puesta boca abajo para no obtener el honor de su maestro y, hoy, queda como su reflejo en La Tierra, pues el Evangelio no renuncia a la imagen lírica. No sé si me entendió o no, pero así hicimos. Al quinto 15
rezo yo recordé que ella estaba allí nada más que por el ácido y que yo no lo tenía. Pero bueno, esa es otra historia.
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Indice El día en que me sacaron para ducharme de nuevo . . . . . . . . . . . . 9 La memoria que no tengo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 Tres mariquitas armados al uso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17 Acerca de la cita con la Sra. Carrington . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21 Drogadictos perdidos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25 Platón come plátanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29 Acerca del ángel negro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33 Sobre el ángel negro (2), carta de agradecimiento con motivo de algunos solos de Paul Chambers . . . . . . . . . . . . . . . . . 39 Médicos, médicas, esquizofrenia y apnea del sueño . . . . . . . . . . . 45 Sol de la infancia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49 Lápidas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53 Sobre el ángel negro (3) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55 Lo que sé que soy . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57 Sobre el ángel negro (4) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59 Sobre el ángel negro (5) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61 Sobre la medicación antipsicótica y otras muertes . . . . . . . . . . . . 63 El intruso y Papá oso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65 La Gaya ciencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67 Estimado amigo, Dr. Becerril Marcos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71 Estimado director de este edificio, Sr. Pons Andújar . . . . . . . . . . . 73 153
Kárate a muerte en Bangkok . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77 Estimado bedel, Juanito . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81 Mamá en domingo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83 Capítulo no sé cuál. En el que el paciente (llamado Alberto durante el año 1997) se enfada con cosas y personas desconocidas entre las que se encuentra una invención llamada Dr. Suplente. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85 El mosquito . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89 Secuelas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91 Albertícola . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95 Un vulgar zarapito . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99 Oración de domingo-lunes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103 Balada del injuriador de bellezas (Un agujero de verdad en el año 2018) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107 Desde el barrio de Aluche en Madrid, Teresa . . . . . . . . . . . . . . . 111 El Dr. Albóndiga, dueño de mi corazón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117 La visita al centro de mi hermano, el que no existe . . . . . . . . . . . 123 Mamá . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127 La ducha . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131 Tú y tú . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135 Dr. Albóndiga reloaded . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137 Teresa, a lo lejos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141 La llegada y la salida del párroco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145 La nada definitiva . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149
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