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La Colección las puertas de lo posible es un proyecto del Grupo de Estudios literarios y comparados de lo Insólito y perspectivas de Género (GEIG)

Primera edición: marzo de 2018 © de los textos, sus autores © de esta edición: EOLAS ediciones www.eolasediciones.es Dirección editorial: Héctor Escobar Directora de la colección: Natalia Álvarez Méndez Edición y selección: Teresa López-Pellisa Imagen de cubierta: Adults never understand me, de Shiori Matsumoto (2002) Diseño y maquetación: Alberto R. Torices · www.albertortorices.com ISBN: 978-84-17315-11-5 Depósito Legal: LE 157-2018 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com · 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Impreso en España


Las otras Antología de mujeres artificiales Edición y selección de Teresa López-Pellisa

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Prólogo Nadie sino aquellos que la han experimentado pueden imaginar las seducciones de la ciencia. Mary Shelley, Frankenstein

L

as otras son aquellas que no somos nosotras, y en esta antología las otras son mujeres artificiales, creadas a partir de silicio, plástico, dígitos binarios, biotecnología, intervenciones quirúrgicas u otros medios ordinarios y extraordinarios. Muñecas, seres virtuales, digitales, posbiológicos o biotecnológicos, féminas proyectadas o resucitadas que, desde la literatura fantástica y la ciencia ficción, representan un amplio abanico de imágenes femeninas del siglo xxi. Para elaborar esta antología he contado con escritores y escritoras de España y Latinoamérica, procurando abarcar el mayor número posible de países, tradiciones y generaciones, aunque inevitablemente las ausencias serán notables, por lo que vayan por delante mis disculpas. Los mitos antropogénicos, habitualmente vinculados a los mitos cosmogónicos, narran el origen y el nacimiento del ser humano, así como sus relaciones con el creador. Pero cuando nos referimos exclusivamente al nacimiento de la mujer, surgen mitos etiológicos paralelos que, por lo general, sostienen que fue creada después del hombre y con otro

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tipo de técnicas y materiales. Cuando leemos relatos sobre mujeres artificiales siempre acudimos al mito de Pigmalión y Galatea. De hecho, el amor o atracción que siente el ser humano por estatuas o muñecas se conoce bajo el nombre de Venus estatutaria, agalmatofilia o eidolismo. Pero en los relatos de esta antología no solo nos encontramos con Galateas, sino también con Pandoras, un mito que me interesa revindicar como metáfora para analizar aquellos textos en los que se crean mujeres desde una perspectiva patrilineal para uso, goce y disfrute del placer masculino. Pandora es un encargo que Zeus le hace a Vulcano, y por lo tanto, es el fruto de la creación masculina, pero Galatea a pesar de ser modelada por Pigmalión, logró tener vida gracias a la diosa Venus, y de ahí que sea una mujer la que continúa teniendo el monopolio de la creación de vida. Además, Galatea vive felizmente su condición de artefacto ancilar junto a Pigmalión, pero en cambio Pandora abre el ánfora de todos los males, provocando la dependencia, la desgracia, la muerte o la destrucción del varón al que acompaña, y del mundo en el que ha sido gestada. En el abanico de relatos que leerán a continuación se encontrarán con Galateas y Pandoras proteicas construidas a partir de diversas materias primas. La mayoría de los textos que han abordado la temática de las mujeres artificiales en la literatura, desde «El hombre de arena» de Hoffman, hasta La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick o El gran retrato de Dino Buzzati, se centran en el rol del artefacto como prostituta o compañera sentimental, en el marco de las relaciones heteronormativas. Los cuentos de esta antología recuperan el motivo clásico de la fémina artificial, pero desde novedosos


puntos de vista, sin privarse de revisitar algunos temas tradicionales. El libro está estructurado en tres grandes marbetes que clasifican a estos seres facticios según la materia prima que los compone: mujeres virtuales, mujeres biotecnológicas, y mujeres robóticas o muñecas. A continuación comentaré los subtemas que conforman cada una de estas grandes categorías, y que le permitirán al lector obtener una visión panorámica de la antología que acaba de adquirir. La representación de la mujer artificial suele caracterizarse por mostrar el cuerpo femenino como un fetiche, y son muy escasos los relatos que utilizan el motivo de los artefactos femeninos desde posturas disidentes. En esta antología contamos con tres cuentos que reflexionan en torno a cuestiones relacionadas con el colectivo LGBT (Lesbianas, Gays, Bisexuales y Transgénero). El cuento «Kitzka 2.1», del escritor mexicano Naief Yehya, utiliza el motivo de la muñeca de tamaño natural para subvertir la función del cuerpo femenino como fetiche heteropatriarcal, proponiendo una muñeca transexual multiuso para todo tipo de cuerpos y sexualidades, en un mundo donde un estudio de mercado ha deducido que será un gran éxito debido a la «evolución psicosexual de la especie», de modo que es una empresa la encargada de formar (y conformar) la neo(sex)sociedad del futuro. Por otro lado, la escritora española Lola Robles también recrea un mundo en el que las empresas proporcionan compañía sexual tecnológica, pero en este caso es una mujer la que adquiere un artefacto femenino: la empresa Kapek Corporation S. L. (homenaje al escritor checo Karel Čapek, creador del término «robot») ofrece sus servicios para que los humanos que lo deseen puedan confeccionar y diseñar a

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su compañero/a sentimental según sus inclinaciones y preferencias. «Nina cambia», del escritor mexicano Alberto Chimal, aborda dos temáticas muy sugerentes: el poshumanismo y la identidad sexual. Desde la perspectiva del poshumanismo nos permite recrear la posibilidad de la vida digital posbiológica, a través de la técnica del uploading en el espacio digital, para vivir inmortalmente en el universo binario. La maternidad es uno de los atributos con los que la tradición patriarcal ha caracterizado al género femenino, y en los relatos protagonizados por mujeres artificiales aparece como un motivo recurrente de reflexión para unos personajes facticios que habitualmente sufren por su incompletud, al no poder procrear y no responder a los estándares marcados por la sociedad. De ahí que resulte tan pertinente el cuento «Hijos perfectos para sistemas imperfectos», del escritor español Gerard Guix, ambientado en un mundo futuro regido por la reproducción artificial y la perfección genética. La protagonista del relato es una ginoide (un androide femenino) que trabaja como recepcionista en una clínica de reproducción asistida, y que cada día observa la felicidad de las mujeres orgánicas que acuden a la clínica ante la posibilidad de ser madres, al tiempo que se pregunta por qué no podría ser ella también una madre. Este relato pone en cuestión si la maternidad es un instinto humano o femenino, y si puede una ginoide soñar con bebés (bio)eléctricos. Por otro lado, la escritora peruana Claudia Salazar, en «Ciber-proletaria», narra el momento en el que una IA se vuelve autoconsciente y transforma el mundo tal y como lo conocíamos, produciéndose la Singularidad: el momento en el que todo cambia. Esta superinteligencia artificial se propone controlar a los


humanos a través de la biopolítica, aplicando un efectivo sistema de control demográfico gracias a una sibilina empresa de reproducción asistida. Lo cierto es que la fecundación in vitro libera los úteros biológicos de las mujeres y permite engendrar, procrear y reproducirse a la especie humana sin que intervenga la biología femenina. Pero cabe preguntarse qué tipo de seres engendran estos avances biotecnológicos. Por su parte, el escritor mexicano Guillermo Samperio también introduce el tema de la maternidad en su relato «Sybil». En este caso, el ingeniero José Luis Roma entabla una relación parasocial con una cibergalatea que él mismo va reconstruyendo hasta obtener el cuerpo de una mujer robótica de tamaño natural, que pasa a ser la compañera ideal y perfecta. Los relatos que comentaré a continuación, pueden leerse en clave feminista. «Dulce amor», de la escritora argentina Angélica Gorodisher, nos presenta una ginoide adquirida por un hombre como compañera sexual, a modo de geisha electrónica. Una proletaria explotada con motivaciones propias, que decide sobre el destino de su amo para liberarse. Un trasunto de las relaciones de dominación y sumisión en las parejas heteronormativas, en las que la mujer continúa siendo el ángel del hogar, hasta que, como en Casa de muñecas de Ibsen, decide irse dando un portazo. Por su parte, la escritora española Elia Barceló, a partir de la referencia a la mitología hebraica, construye en «Hijas de Lilith», una red social de mujeres transhumanas en clave de conspiración feminista. En el internado del Instituto LILITH (L’Institut pour la Liberté et L’Individualité de Tous les Humains) se clona a las mujeres para perfeccionar sus cualidades genéticas y obtener féminas poshumanas que puedan gobernar el mundo, aun-

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que sea desde el espacio doméstico y la esfera privada. En el internado fabrican «Traumfrauen», sueños masculinos hechos carne, hasta que se convierten en pesadillas. En la categoría de las mujeres biogenéticas nos encontramos con algunas cíborgs (organismos cibernéticos). Estos cuerpos biológicos con prótesis o alteraciones tecnológicas, protagonizan una serie de relatos turbadores y sugestivos, tanto por sus formas, como por su temática. Hoy en día podemos afirmar que el ser humano es un cíborg, ya que como especie hemos creado artificialmente el mundo que habitamos y hemos modificado la naturaleza para adaptarla a nuestro modo de vida. Somos cíborgs porque tecnologías como el fuego o el lenguaje han modificado nuestra manera de relacionarnos con el mundo: lo cierto es que siempre hemos sido seres naturales y artificiales al mismo tiempo, a partir de la creación de todo tipo de prótesis culturales y tecnológicas a lo largo de la historia. Debemos ser conscientes de que cuando inoculamos una vacuna en nuestro organismo para potenciar nuestro sistema inmunológico, o utilizamos gafas para perfeccionar nuestra visión natural, o expandimos nuestra presencia a través de la geografía global gracias a las nuevas tecnologías informáticas y de la comunicación, estamos siendo invadidos, colonizados y mediatizados por lo artificial. Así, como no podía ser de otro modo, esta antología cuenta con una serie de relatos que reflexionan sobre la relación del cuerpo biológico con la tecnología. En «Doble de cuerpo», la escritora chilena Lina Meruane nos ofrece un relato angustioso e inquietante, que parte de un tema clásico del fantástico, como es el motivo del doble, para revisitarlo desde la ciencia ficción y el terror: la creación de un nuevo ser, a partir


de la modificación biotecnológica del cuerpo. Una intervención transhumanista produce una fractura inquebrantable entre dos siamesas, entre el equilibrio de lo natural y lo artificial, lo orgánico y lo cibernético, el presente y el pasado, la vida y la muerte. Por otro lado, «El eterno femenino», del escritor argentino Sergio Gaut vel Hartman, nos sitúa frente a un mundo apocalíptico en el que los humanos luchan contra los globus en una guerra comandada por los laboratorios de armas biotecnológicas. Las posibilidades de reconstrucción del organismo humano y los avances en la tecnología protésica facilitan el reciclaje de los cuerpos orgánicos de los soldados, para optimizar los recursos militares. Artis, el personaje femenino, se regenera en diferentes cuerpos tras las batallas, pero ¿sigue siendo la misma? Con «Artificial», el escritor boliviano Edmundo Paz Soldán se recrea en el mundo iniciado en su novela Iris para mostrarnos los problemas de identidad de una mujer que se convierte en poshumana tras la reparación de su cuerpo después de un atentado. En este caso la otra es aquella que ha devenido en un cuerpo distinto y, por lo tanto, la sociedad en la que vive la considera otro ser, otra especie, un otro al que se debería temer. En «La pregunta de todos los días», la escritora española Sofía Rhei nos introduce en el mundo de una ginoide encargada de la crianza de un nuevo tipo de literatura orgánica que se escapa a las normas de un sistema distópico. La promiscuidad de la creación literaria permite generar un oasis en el que otros mundos son posibles, y el artefacto femenino se encargará de resguardar ese lugar escapando del panóptico en el que vive. Y, por su parte, el escritor chileno Jorge Baradit nos presenta una pesadilla biopunk en «La estrella de la mañana». Se trata

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de un relato estremecedor ambientado en un mundo posapocalíptico que podemos leer en clave poscolonial. La Iglesia se ha encargado de crear un dispositivo militar biológico para ganar una guerra (¿santa?). A partir de un entramado de tecnología orgánica y reencarnaciones de sistemas de comunicación biológicos, logran crear el dispositivo femenino final: un arma biológica, chamánica y con cuerpo de mujer. Las historias de fantasmas y muertos vivientes son un clásico del fantástico y el terror, por lo que no podían faltar en este libro. En el relato «Irisol», de la escritora chilena Alicia Fenieux, la tecnología del futuro nos permite convivir junto a la presencia interactiva de los que se fueron, en detrimento de los que están. Con «Sed», el escritor español Ricard Ruiz Garzón introduce el tema del zombi y nos permite asistir en directo al proceso que lleva a cabo un tanatopráctico para embellecer el cuerpo inerte de su amada, en un escenario apocalíptico en el que no están solos. Estos relatos actualizan los versos de Quevedo en su célebre soneto Amor constante más allá de la muerte, recordando las hazañas de Laodamia y Protesilao en la mitología clásica. El texto de la escritora española Mar Gómez Glez pertenece a la categoría de los seres virtuales. «Querub» está protagonizado por un software que tiene la capacidad de cambiar de género, según el internauta con el que chatea, gracias a las posibilidades proteicas del ciberespacio, permitiéndonos (re)pensar la sexualidad y el género como una tecnología protésica, como una construcción cultural. Cuando en la literatura aparecen artefactos femeninos virtuales, suele tratarse de imágenes holográficas, fotográficas, cinematográficas o digitales que no siempre tienen la función de objeto sexual,


pues debido a la inmaterialidad de sus cuerpos la relación con el ser artificial suele ser platónica, como sucede en «El vampiro» de Quiroga, La ciudad ausente de Ricardo Piglia o «En memoria de Paulina» de Adolfo Bioy Casares. Pero la tecnología evoluciona, y en 1974 Theodor Nelson acuñó el término teledildónica para hacer referencia a todas aquellas prácticas sexuales mediadas por la realidad virtual, convirtiendo el sexo en un simulacro de hipersexualidad, tal y como sucede en «Sexbot», del escritor cubano Raúl Aguiar, un relato ciberpunk en donde la protagonista es una ciberpandora de realidad virtual compuesta de nanocélulas, que aparece recreada en una especie de holocubierta para satisfacer los deseos sexuales de los clientes. Por su parte, el escritor español Pablo Martín Sánchez nos presenta una Pandora holográfica en «Cambio de sentido»: una maja desnuda enmarcada en la pared, cuyos píxeles se materializan durante sus estancias en el salón de la casa que observa desde el cuadro digital en el que habita. Las mujeres biogenéticas son seres facticios creados con materiales orgánicos, como los clones de XYZ (Novela grotesca) del escritor peruano Clemente Palma, donde se reproducen actrices de Hollywood. Pero los personajes de esta antología van más allá de la clonación. El relato «La Oda de Dios», del escritor costarricense Iván Molina Jiménez, nos presenta el primer prototipo de vida artificial orgánica con IA fabricado por «New Life Inc.». Una mujer biotecnológica conectada al ciberespacio con unas capacidades cognitivas y físicas poshumanas, en un mundo bioconservador que no está preparado para su existencia. Y los dos relatos siguientes introducen el motivo del extraterrestre: en «Ella vendrá de

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nuevo», del escritor cubano Yoss, se nos muestra cómo se construye la feminidad a partir de biologías muy dispares a la humana. Y en el caso del escritor chileno Diego Muñoz Valenzuela, el relato «Mujer por elección» está protagonizado por un ser alienígena que decide escoger un cuerpo femenino para tener relaciones, sometiéndose a la división binaria de los géneros sexuales del planeta Tierra. Iuri Lotman marca una clara distinción entre el uso de muñecas, estatuas o autómatas en el ámbito artístico, ya que para él la estatua pertenece a un mundo adulto en el que el receptor permanece sentado observándola, mientras que el autómata parece gozar de una especie de pseudovida y, en cambio, al muñeco es preciso tocarlo y jugar con él, dándole vida a través de nuestra imaginación. El relato «Casa con muñecas», del escritor español David Roas, dejará al lector sin aliento. La inquietante atmósfera generada por una coleccionista de muñecas nos conduce hacia la afirmación de que el sueño de la razón produce monstruos. Lo que parecía ser un encuentro erótico casual, se convierte en la obsesión del protagonista. Las muñecas nos conducen al mundo acogedor de la infancia y de los cuentos populares, pero, qué ocurre si cobran vida por sí mismas. La escritora argentina Ana María Shua, en los microrrelatos «Simulacro» e «Imitación», reformula el concepto de hiperrealidad de Baudrillard a través de sus tecnoprostitutas y las copias de las copias de figuras femeninas como las de las empresas Real Dolls, Doru no Mori o Paster Color Doll. A principios del siglo xx proliferó la presencia de maniquís en los medios artísticos, desde las siniestras muñecas de Hans Bellmer hasta los maniquís utilizados por los surrealistas, pero las muñecas de madera,


cerámica y porcelana ya gozaban de gran éxito entre la población adulta desde muchos años antes, como reflejan las compañeras de viaje tamaño natural que aparecen en la literatura japonesa desde finales del siglo XVII bajo el nombre de donigyo (cuerpo de muñeca), fabricadas con seda y cuero, las muñecas que acompañaban a los marineros en sus largos viajes o la hija artificial que se fabricó Descartes. Las ginoides o androides femeninos suelen representar el ideal de la feminidad, y probablemente sea el siglo xix el que engendró los personajes artificiales que más han influido en el ámbito artístico. Dicho siglo se caracteriza por el temor frente a la revolución industrial y el progreso de la tecnología. Y si esta desconfianza se cristaliza en el Frankenstein de Mary Shelley, son numerosas las tecnopandoras que se convierten en la encarnación de los miedos ante la emancipación femenina y el odio ludita hacia el progreso tecnológico, como sucede con «El hombre de arena» de Hoffmann y La Eva futura de Villiers de L’Isle Adam, hasta llegar a Metrópolis de Fritz Lang, basada en la novela de su esposa y coguionista Thea von Harbou. Cuando estos robots se fabrican como artefactos sexuales responden a los cánones de belleza de las artistas de cine de Hollywood y suelen ser réplicas de actrices famosas, jóvenes e inmortales. En la antología no faltan los relatos protagonizados por robots femeninos fabricados con el objetivo de sustituir a la mujer orgánica como meretriz (o abnegada esposa), al estilo del relato «Anuncio», de Juan José Arreola, o de la novela Amor portátil de Kalman Barsy. En el cuento «Una leyenda», del escritor español José María Merino, las protagonistas son maquinenas (mujeres robóticas destinadas al placer sexual). La sociedad descrita por Merino

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considera que la creación de estas ginoides puede posibilitar la eliminación de la trata de blancas, una sociedad en la que, paradójicamente, la fabricación de maquimozos está prohibida. La escritora española Patricia Esteban Erlés, en «Sad End», nos presenta a la esposa perfecta. Un famoso actor de cine que podría tener a cualquier mujer del mundo que deseara, como el Casanova de Fellini, se obnubila por una maniquifémina que podría recordarnos a Las mujeres perfectas de Ira Levin. Por otro lado, «La trampa y la presa», de Juan Jacinto Muñoz Rengel, es un relato inquietante en el que, al estilo de «La moglie di Gogol» de Tommaso Landolfi, el artefacto es castigado por manifestar sus deseos autónomos. Tanto Raymond Kurzweil (La era de las máquinas espirituales, 1999) como David Levy (Amor y sexo con robots, 2008) sostienen que llegará un momento en que la diferencia entre tener una relación con un robot y un ser humano será irrelevante, porque los robots llegarán a tener capacidades psicológicas y mentales similares a las nuestras, y puede que incluso capacidades reproductivas (tal y como sucede con algunos de los relatos aquí presentados). En cualquier caso, tras el recorrido llevado a cabo en estas páginas, lo que queda claro es que en Occidente existe una larga tradición acerca de la fantasía de la mujer inorgánica, ya sea robot, androide, criatura artificial o muñeca. El imaginario tecnofemenino ofrecido por algunos de estos relatos rompe con la representación tradicional de la mujer artificial, y deja de lado los modelos de Pandora y de Galatea para reflexionar desde otras perspectivas sobre la incorporación de la tecnología en el cuerpo y la posibilidad de otras sexualidades e identidades. Los lectores y las lectoras que transiten por estas páginas se


sorprenderán de la riqueza temática con la que sus autores y autoras han abordado el motivo de la mujer artificial. * * * Esta antología es una edición corregida y aumentada de la edición original publicada en 2015 por la editorial Díaz Grey Editores de Nueva York.

Teresa López-Pellisa Grupo de Estudios sobre lo Fantástico (UAB) Universidad de las Islas Baleares

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mujeres virtuales



Nina cambia Alberto Chimal

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ué es eso de la identidad? No es una cosa sola, una escritura imborrable, una figura de piedra. Es un flujo: un proceso. Un camino. Y no solo es un camino de transformación. Es, sobre todo, un camino de descubrimiento. 23

2 El día de mi muerte llegamos al hospital a las ocho de la mañana: Sandra nos había citado tan temprano como era posible. Aunque hayan pasado tantas cosas desde ese momento, la verdad es que lo más terrible sucedió deprisa. Muy, muy deprisa. —Hola, Nina, Mariano —nos saludó Sandra, de bata blanca y con el cabello recogido; había salido a encontrarnos en el estacionamiento—. Buenos días. —Sandrita —dijo Mariano. Yo iba a decir algo pero no pude. Después de lo bien que había estado en los últimos meses, estaba descubriendo que


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otra vez estaba aterrada como el día del último diagnóstico. De todos modos intenté sonreír. Creo que ninguno de los dos volteó a verme. Yo estaba sentada en la silla de ruedas, por debajo de la mirada de ambos. —¿Ya listos? —preguntó Sandra. Me di cuenta de que, por encima de todo, estaba ansiosa por empezar. Lo entendí. Lo que íbamos a hacer podía resultar muy importante para su carrera. Y lo peor que le podía pasar era perder a una persona querida. Ya no le quedaba ninguna responsabilidad: yo había firmado todos los documentos necesarios. —Vamos —conseguí decir, y Mario me condujo hacia la puerta. Alcé la vista para ver el sol por última vez pero no supe en qué dirección mirar, y un momento después ya habíamos entrado en el edificio. 24

3 Mariano la conoció primero: ellos eran amigos desde la facultad de medicina. Él nos presentó, hace años, cuando yo estaba terminando mi tesis y ella iba a comenzar sus estudios de especialización en Inglaterra. Luego él y yo nos casamos y dejamos de verla por un tiempo. Cuando regresó la empezamos a frecuentar y los tres nos hicimos muy buenos amigos. No solo eso: creo que antes del cáncer Sandra ya era una de las personas a las que más quería. Nos contábamos todo o casi todo. Ella me escuchaba cuando tenía problemas (incluso, problemas con Mariano). Yo la acompañé cuando abortó y luego durante su divorcio de su exmarido, Ray, del que nunca hemos de volver a hablar. También hablábamos


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de nuestros trabajos, aunque el mío parecía muy poca cosa comparado con el de ella. La verdad es que la quería y a la vez le tenía mucha envidia. En todo caso, me parecía extraño, y muy venturoso, el haber hecho una amistad así de cercana después de cumplidos los treinta años. Nunca se lo comenté a Mariano porque él también le tenía envidia, desde luego (no es lo mismo tener un consultorio que ser una neuróloga famosa internacionalmente), pero también porque él es celoso de esa forma: no le gusta que sus amistades lleguen a quererse mucho entre ellas. Se siente inseguro de una forma que nunca he podido sondear. Y cuando me diagnosticaron el cáncer, y comenzamos las quimioterapias, ella me visitó y ayudó a Mariano tanto o más que mis familiares o que los suyos. Más de una vez le tocó acompañarme durante los momentos de peor malestar luego de un tratamiento, o bien durante los días negros: cuando ya quería morirme, sin más. Pocos días después de que nos dijeran que la quimioterapia no había servido, y la metástasis había comenzado, Sandra llegó a nuestra casa con la propuesta. 4 Nos la explicó. Lo primero que dijo es que no nos ofrecía un tratamiento. Era algo distinto. Tardamos (tardé) un largo rato en entenderle. —Lo que hacemos aquí es una implementación de lo que desarrollaron en Estados Unidos. Uno de los jefes del pro-

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yecto fue mi asesor de tesis y por eso me invitaron a colaborar con el equipo de aquí. Van a comercializarlo, obvio, y entonces va a ser una bomba, pero les va a costar muchísimo trabajo. Años. Mientras nos tienen trabajando en perfeccionarlo… —Pero a ver, espera. Aclárame esto. Una se muere de todos modos —dije. Yo solo podía pensar en ese detalle. —La conciencia, la identidad, se conserva —dijo Sandra—. Se puede mantener indefinidamente. Se espera que la robótica avance lo suficiente para darles un cuerpo completo y totalmente funcional, pero ahora mismo ya hay brazos robóticos, claro, y formas de desplazarse, cámaras para ver, micrófonos… —¿Y cómo se conectan? —yo. —Eso no es problema porque todo es software bajo el mismo sistema operativo. Se conectan a la computadora donde está alojado el sistema. Y el sistema… es la conciencia. Ni más ni menos. La persona. La mente que se graba. —¿Como en la película? —dijo Mariano. No entendí a qué película se refería pero Sandra sí porque dijo: —Al revés. No es un programa hecho de cero sino una representación de la mente de alguien, puesta en una computadora. Una imagen. Y además una imagen perfecta. Su memoria y su capacidad de pensar. Cuando se fue, Mariano me dijo que ya lo había conversado con ella antes y que no había querido decírmelo. Y me puse furiosa. —Estás haciendo tratos a mis espaldas —le grité—. Me estoy muriendo y me tratas como un puto conejillo de Indias.


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Le grité tanto que él comenzó a gritar también. —¡Yo le rogué que nos considerara! Que te considerara a ti. Te vas a morir, Nina. ¿Te das cuenta? No hay manera de que tu cuerpo se salve. Estaba sentada en la cama. Me puse de pie para darle un golpe en la cara, en el pecho, en algún sitio, pero las piernas me fallaron y me fui de bruces. Mariano apenas pudo sostenerme. Empezó a llorar y me dijo que estaba desesperado. Que me amaba. Que por eso había hablado con Sandra. Me rogó que aceptara. Que no quería perderme. Que era así de egoísta pero no podía perderme. Yo empecé a llorar también. 5 27

La grabación tomó meses de sesiones en el hospital: tandas de cuatro o cinco horas diarias durante las que me pedían hacer de todo con los electrodos pegados sobre la piel de la cabeza. Para algo servía que hubiese quedado totalmente calva. Yo hablaba, leía, escribía, escuchaba música, veía televisión. También caminaba, levantaba pesos, incluso comía y dormía y defecaba. Se iban grabando —respaldando, decía el técnico— no solo los recuerdos sino la estructura entera de la mente. El sistema de representación, decía, y yo no entendía nada. —¿No ha leído a…? —me preguntó una vez, y me recomendó a no sé qué autor. —Ya no me va a dar tiempo de leerlo —le respondí—. Ya ve que me estoy muriendo.


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Estaba muy mal, físicamente, cuando terminamos. Pero para entonces los tres —Sandra, Mariano y yo— hacíamos toda clase de bromas sobre nuestro pequeño proyecto. —Para que funcione aquí tendrán que legalizar la eutanasia —decía Sandra. —Y también desarrollar órganos sexuales mecánicos —decía Mariano. —¿Qué? —Piensa en los diputados, en los narcotraficantes. ¿Cuántos crees que querrían ser inmortales a cambio de quedarse sin su…? —Qué grosero —decía yo, pero de inmediato me ponía a contarles de las celebridades que sin duda seguirían el camino marcado por mí y otros voluntarios que estaban dejándose morir en varios lugares del mundo: —Todo sea por que Kim Kardashian viva para siempre. —Ella va a querer un trasero —se burlaba Sandra. Pero yo no podía seguir porque respirar se me dificultaba, y también sabía que no todas las pruebas experimentales estaban funcionando. Había mentes que simplemente no se despertaban en sus almacenes de respaldo. O que quedaban distorsionadas de modos muy extraños y terribles. 6 La última grabación fue para que el modelo en la computadora quedara sincronizado con mis últimos recuerdos. Duró seis o siete horas. Acostada en la cama en la que me habían puesto hablé mucho con Sandra y con Mariano: sobre el pa-


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sado, sobre lo que habíamos vivido hasta entonces. También oí algo de mi música favorita y leí un poco. Entonces llegó la hora. Iban a ponerme «por error» una inyección y mi cuerpo se moriría rápido y, me decían, sin dolor. Ya solo quedaría la copia. Era solo una copia. Yo era atea desde la secundaria, yo no creía en la existencia del alma, y entendía que si el original sobrevivía habría aún más complicaciones. La copia sería yo. Solamente yo. Empecé a llorar a gritos. Un ataque de pánico. Les gritaba que no me dejaran. Que ya no quería. Que la dejaran o lo dejaran vivir pero que a mí no me hicieran nada. Ya no tenía fuerzas para resistirme. Mariano aguantó hasta el final, abrazándome. Llegó otro técnico, o un doctor, y alguien, Sandra o Mariano, debe haber asentido porque me inyectó. Todavía tenía puestos los electrodos. Realmente se sintió muy poco. Cuando ya no pude mantener abiertos los ojos alguien me besó. 7 No sé decir cómo desperté. No tengo manera de describir los primeros momentos. De pronto abrí los ojos, o noté que estaban abiertos, o sentí que había algo ante mí que podía ser visto. —Es raro —fue lo primero que dije. Oí mi propia voz como si saliera por un altavoz. Estaba saliendo por un altavoz. Delante de mí estaban varios técnicos, y Sandra, y Mariano, y me miraban. También miraban arriba y abajo y a los lados de mí, y entendí que miraban las pantallas alrededor del ojo: de la cámara.

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—Es raro pero… Veo como pixelado, una imagen pixelada, apenas… Es por la cámara, ¿no? ¿Mariano? Mi amor. No siento las piernas… Lo último lo dije sin pensar. Me reí. Todos empezaron a gritar y a abrazarse. Mariano dijo cosas que no entendí pero que eran de júbilo y de muchos otros sentimientos, amontonados unos sobre otros. Yo lloré, sin lágrimas: el software me permitía sollozar y entendió de inmediato cuando quise hacerlo. —Ahora nos espera un mundo de más pruebas posteriores —dijo Sandra, pero estaba feliz, se veía clarísimo; nunca la había visto tan feliz—. Va a ser una pesadilla. —Va a ser espantoso —respondió Mariano, sonriente, mirando hacia mi cámara. Mirándome. Una lágrima sale de su ojo, despacio. 30

8 Sandra sale del cuarto. Es un centro de cómputo climatizado y con su propio generador. Voy a estar aquí mucho tiempo. Miro a Mariano. No puedo hacer otra cosa. Cuando se aparte seguiré mirando en la misma dirección, porque la cámara, de momento, no tiene motor alguno para moverse bajo mi control y apuntar a una cosa u otra. Pero no debo concentrarme en pensar que ahora soy como una cuadrapléjica, totalmente imposibilitada de moverse. Tampoco debo ponerme mórbida: preguntar por el cuerpo o cualquier cosa parecida. Todos los problemas que vengan tendrán que resolverse uno por uno. Tal vez lo mejor


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sea algo que Sandra recomendó desde hace meses: comunicación indirecta para cualquiera salvo los más cercanos. Correo electrónico. Notas en Facebook. Que solo las personas más queridas puedan pasar a donde estén mi cámara y mi bocina, mis brazos, lo que sea que vaya a ser mi cuerpo. Podría volver a clases: dar teleconferencias, aunque fuera con audio solamente… Y ahora pasa algo. Me doy cuenta de eso que he estado guardando por muchos años. Es un instante espantoso: en él compruebo que las mentes en computadoras pueden tener revelaciones y sentir horror. Y también entiendo que no estoy loca ni mal transcrita ni deformada de ninguna manera. Tal vez me ha pasado algo, pero es como el trauma de alguien que acaba de tener un accidente, de estar al borde de la muerte, y al salvarse descubre cosas, decide: cambia. Pienso que, si lo deseara, Mariano podría apagar el interruptor en cualquier momento. Luego pienso que no es un interruptor. Luego que no importa cómo se diga, o cómo se haga: si Mariano deseara hacerme daño ahora podría destruirme por entero. Bastaría una orden análoga a BORRAR TODO. Es lo que hacen con los experimentos que fracasan. No soy más que un proceso en una computadora: un proceso complejísimo que puede pensar en sí mismo, figurar un concepto de sí mismo. Lo que me distingue es que soy un proceso que recuerda la vida entera de Nina. Que cree ser Nina. Que ha nacido para que algo de Nina pudiera sobrevivir. ¿Qué es eso de la identidad? Es un camino: el camino que lleva del cuerpo de Nina, que guardó hasta hace tan poco to-

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dos los recuerdos de su vida, hasta mí, que los guardo ahora, y que los amo, y que quiero vivir, pero que también veo todo claro como nunca lo pudo ver mi cerebro de materia orgánica. Y que debo hablar ahora, porque no puedo seguir mintiendo. Ni a mí misma ni a otros. 9

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—Mariano, tengo que decirte algo —comienzo, y escucho mi propia voz a través del micrófono. ¡Qué segura me oigo! (Y a la vez, qué humana me oigo. Qué alivio. No sueno a robot. Sueno a Nina.) —¿Qué pasa? —dice él, y entiendo hasta dónde es perfecta la copia de mi antigua voz, porque él ha reaccionado a ella: en su propia voz hay un poco (un poquitito, casi nada todavía) de alarma. Yo no tomo aire porque no puedo, pero el software detecta mi intención y la bocina deja escapar mi primer suspiro en esta nueva etapa de mi vida. Sirve como una pausa dramática. —No te quiero lastimar, Mariano —empiezo—, pero tal vez tenga que hacerlo —hago otra pausa, pero ya comencé, ya no puedo parar—. Estoy enamorada de Sandra. Lo estoy desde que me la presentaste. Desde hace todo ese tiempo. No lo había podido aceptar antes. La amo. La deseo… Me callo. Él no dice nada. La computadora que soy (¿en la que estoy?, ¿que es mi cerebro?) zumba. Un ventilador. No toda yo es componentes de ¿estado sólido? ¿Así se dice? No puedo distraerme.


Nina cambia

—Lo del deseo es solo una parte —prosigo—. Digo esto porque ahora sigo pensando lo mismo que cuando tenía cuerpo…, órganos… Y, obvio, ahora no tengo y no… —No puedes —dice Mariano. He vivido tanto con él que lo entiendo ahora. Está sorprendidísimo. No puede creer lo que le estoy diciendo. No puede lidiar con lo que le está pasando. Su respuesta intenta desviar su pensamiento del significado profundo de lo que escucha. No es una súplica. No significa «No puedes hacerme esto» ni nada parecido. Quiere decir: «Entiendo que en este momento no tienes un cuerpo y técnicamente no puedes sentir deseo». Lo que sí puedo sentir es orgullo. Al final entenderá y aceptará lo que yo estoy entendiendo ahora: que no lo amo y probablemente no lo amé jamás. Y justo ahora viene otro sentimiento. Vergüenza. Cómo voy (me pregunto) a continuar después de haberle hecho esto a una de las personas a las que debo la vida. A las que quiero. Aunque no lo ame lo quiero. ¿Y qué va a decir Sandra cuando se entere? ¿Qué va a pensar? ¿Me habría podido corresponder cuando tenía cuerpo? ¿Me podría corresponder ahora? ¡Nunca hemos hablado de nada parecido! Yo tampoco puedo lidiar con todo esto. Pero sigo en el camino. Sigo capaz de descubrir y sorprenderme. Sigo viva. —Ojalá algún día puedas perdonarme —le digo a Mariano para decir algo, para no quedarme solo pensando en todo lo incierto del futuro. La puerta se abre. Sandra ha vuelto con nosotros.

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