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Acerca del español como lengua literaria

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Introducción

Introducción

La reflexión a la que invita el título propuesto podría extenderse a todas las lenguas modernas, en las cuales abundan los estudios históricoculturales y filológicos que dan cuenta de los respectivos procesos que han llevado a esas lenguas a su estado actual, desde sus orígenes remotos.

En el caso del castellano, contamos con una bibliografía vasta y valiosa, al alcance de todos los estudiosos, pero no de todos los lectores: el grado de especialización requerido por esas lecturas puede ser mayor o menor, pero es una exigencia siempre algo intimidante para quien aspira a un acercamiento más bien familiar, que sin abrumarlo contribuya a enriquecer esas nociones recibidas por todo el mundo a lo largo de su educación. Nadie ignora, por ejemplo, las grandes manifestaciones fundacionales de la época medieval denominadas “Mester de Juglaría” y “Mester de Clerecía”: se hayan frecuentado o no, todo hablante de la lengua ha oído mencionar el Cantar de Mío Cid o las obras de Gonzalo de Berceo. A todos les resulta conocido el nombre de Celestina, figura emblemática de un libro famoso desde fines del siglo XV. Para no decir más del Quijote, ni detallar desde ahí el caudal de obras y autores constituyente de la tradición de nuestra cultura y nuestra lengua.

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Suele hablarse del río de la tradición literaria, y esa metáfora describe inmejorablemente el fluir continuo del quehacer humano llamado literatura: los distintos momentos de la historia encuentran su figuración más cabal en ese quehacer, que conjuga todas las formas, conflictos y transformaciones de la vida. Es por la palabra y gracias al arte de la palabra que podemos imaginar cómo fue la vida en el pasado, así como vemos el presente y hasta las posibilidades del futuro expresados en los poemas, dramas y novelas de las épocas más distintas y distantes.

El estudio de esas manifestaciones es, desde luego, inseparable de la historia de la lengua. En este punto encuentran su sitio los

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esclarecedores libros de Ramón Menéndez Pidal (Orígenes del español) y Rafael Lapesa (Historia de la lengua española), para citar solo a dos de las autoridades más reconocidas en la materia. Pero no es esa dimensión (la de los libros profesionales dirigidos a profesionales) la que interesa destacar en esta oportunidad, sino aquella que importa al “lector general”; digamos, nuestro semejante.

A ese lector me apresuro a recomendarle un libro ejemplar, que es al mismo tiempo una guía y una invitación para toda persona más o menos preocupada por estas cuestiones. Su autor es el escritor y filólogo mexicano Antonio Alatorre y su título es Los 1001 años de la lengua española, publicada por Fondo de Cultura Económica. No se trata solo de una historia de la lengua, sino que el autor sustenta esa historia en las diversas plasmaciones literarias que atestiguan, mejor que ninguna otra prueba, su evolución , sus transformaciones y su incesante enriquecimiento. El lector –todo lector- encontrará en esas páginas, al mismo tiempo amenas y sabias, cuantiosos datos importantes y reveladores de cómo el castellano llegó a ser la lengua literaria que ahora es.

Dicen bien los editores al presentar esta obra maestra de divulgación, que lo es en el sentido más apreciable de la palabra: “Lector ideal de Los 1001 años de la lengua española es todo aquel que alguna vez se ha preguntado cómo nació ‘nuestra lengua’, cómo se expandió, cómo se ha diversificado”.

Empresas como la llevada a cabo con tanto éxito por Antonio Alatorre se originan y crecen, desde luego, como un acto de amor, y así lo indica el autor en su prólogo: “El español es la lengua en que fui criado, la de mi familia y mi pueblo, la de los muchos libros y revistas que leí en mi infancia (...) El español es una lengua que me gusta. Y ese gusto, exactamente ese, es el que he supuesto en mis imaginarios lectores”.

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Esta cita me ha parecido ideal para presentar a mi vez el libro que el lector tiene en sus manos. Después de ese proceso cifrado por Alatorre en “Los 1001 años” de su título, considerando las razones que motivaron su escritura y que, cambiando lo que hay que cambiar, podrían fundamentar también la historia de otras lenguas modernas, se puede entender plenamente que diez autores principales del siglo XX, escritores en lengua castellana, hayan merecido el consagratorio reconocimiento significado por el Premio Nobel de Literatura. Con el agregado de que son varios más los autores de nuestra lengua que podrían haberlo recibido igualmente, con justicia; pero esta es otra cuestión.

Vuelvo a las razones ya apuntadas de la historia de Alatorre. Ellas me remiten a otras figuraciones y juicios acerca de la importancia literaria de nuestra lengua. A Antonio de Nebrija, por ejemplo, autor de la primera gramática del castellano -y también primera gramática de una lengua moderna-, aparecida en agosto de 1492 en Salamanca, en fecha tan próxima al comienzo de la empresa que llevaría a Cristóbal Colón al encuentro con el Nuevo Mundo.

No sin razón menciono a Antonio de Nebrija en esta nota, poco después de haber calificado el trabajo de Alatorre como un acto de amor por la lengua española: un famoso grabado –talvez de comienzos del siglo XVI- muestra al sabio gramático Nebrija dictando una lección ante don Juan de Zúñiga, maestre de Alcántara, y un grupo de cortesanos. Impresiona ver ese grabado, porque hoy lo entendemos también como un acto de amor por la lengua que ellos hablaban y que sentirían, sin duda, como “compañera del Imperio, según el decir del mismo Nebrija, quien no dejó de señalar a la reina Isabel la Católica lo que significaría la expansión del idioma en tierras entonces desconocidas.

Así fue, en efecto: numerosos grupos humanos que poblaban las enormes extensiones del Nuevo Mundo recibieron esa lengua, que pronto fue la dominante, como suele suceder en las empresas de

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conquista y colonización. Pero a su vez las lenguas indígenas, que eran centenares y muy diversas, enriquecieron el español en una medida extraordinaria. Decenas de esas lenguas han desaparecido, y tal ocurrencia es una pérdida irreparable para la humanidad; pero la verdad es que son muchas las voces de ese mundo originario que animan nuestros diálogos cotidianos en toda la América hispana, sin que nos demos cuenta cabal de su presencia. Un rápido registro del aporte americano al español peninsular remite, como sabemos, a familias lingüísticas tan influyentes y extendidas en su hora como el taíno, el náhuatl, las numerosas lenguas mayas, el quechua, el aymara, el mapudungun y el guaraní, por citar solo algunas de ellas.

En tiempos muy próximos a Nebrija, el gran humanista Hernán Pérez de Oliva (sabio preocupado también por los viajes colombinos) le encarecería a su sobrino Agustín de Oliva “usar bien la lengua en que naciste. Porque sabrás que en el hombre discreto es parte principal de la prudencia saber bien su lengua natural. Y además de esto, ella es atadura de amistades, testigo del saber y señal de la virtud...”.

Molinos de Castilla la Mancha

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Nebrija y Pérez de Oliva dijeron, pues, en su hora, la preocupación y el amor por la lengua castellana.

Los ejemplos como estos son muchos y podrían multiplicarse, pero no es inoportuno atraer precisamente esos dos nombres y esos momentos a esta breve nota de presentación de un libro que registra y expone lo que en el siglo XX ha sido una expresión mayor del reconocimiento universal a los valores y a los bienes artísticos conquistados en nuestra lengua, esos bienes que Pablo Neruda describió certeramente en los versos finales de su poema Los libros:

Los libros tejieron, cavaron, deslizaron su serpentina y poco a poco, detrás de las cosas, de los trabajos, surgió como un olor amargo con la claridad de la sal el árbol del conocimiento.

Esta exaltación de la palabra escrita en los versos nerudianos me ha parecido la mención necesaria para cerrar estas fugaces reflexiones sobre un asunto de larga y permanente actualidad, pues la literatura y los libros son todavía el espacio en el cual puede sobrevivir lo mejor del pensamiento y de la sensibilidad humanas.

Pedro Lastra Santiago de Chile, julio de 2009

Biblioteca Nacional de España (Madrid). La escultura de Nebrija fue ejecutada por Anselm Nogués.

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