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OIER Alaine Agirre
from Oier
Traducción de Angel Erro
—Me han dado un año de vida. Su madre lo suelta de sopetón, como si no hubiera nadie delante, como si no se dirigiese a nadie. Pero ahí están, uno a cada lado de la mesa del comedor, su padre, su madre, su hermano y él, Oier.
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Hace algunos años cenaban cada noche en esa mesa, cuando Jon era adolescente y Oier un crío. Su madre les preguntaba siempre cómo les había ido en la escuela y qué habían aprendido: en los libros y también fuera de ellos. Era el único momento del día en que se reunían los cuatro. Conversaban. Ponían la mesa entre todos, y, cuando terminaban, la recogían también entre todos. Sacudían el mantel en un rincón de la cocina, hasta que no quedara ni una miga; a continuación, lo doblaban bien y lo guardaban en el cajón, sabiendo que lo volverían a sacar la noche siguiente. Era su madre quien solía hacerlo.
A Oier le gustaba mirar cómo sacudía ella el mantel: con garbo y la dosis perfecta de fuerza; sin llegar a ser brusca, pero sin perder el fuste. Con energía medida. Y, por alguno de esos pensamientos mágicos de la infancia, Oier creía que, igual que dominaba el arte de sacudir el mantel, su madre sabía hacer cualquier otra cosa; pero especialmente, muy especialmente, que sabía cómo estar y cómo comportarse con todos y cada uno. Al niño se le antojaba que por el hecho de saber sacudir el mantel, su madre atinaba a ayudar a las personas. A él, por ejemplo. Con el paso de los años dejaron de usar la mesa, o lo que es casi lo mismo: la utilizaban solo para reunirse algunos domingos. Jon, cuando empezó los estudios, se mudó a la ciudad; su padre, por su parte, dejó la oficina de seguros y se metió a concejal en el ayuntamiento, y sus reuniones rara vez acababan para la hora de cenar. Entretanto, mientras todavía era pequeño, Oier era quien cenaba con su madre. Aunque no en la mesa grande del comedor: para los dos bastaba con la mesita de la cocina. Y al principio, sí; al principio, su madre compró un mantel más pequeño, y empezaron a utilizarlo. Pero, sin ser conscientes ni uno ni otro, Oier y su madre abandonaron la costumbre de cenar con mantel. Y, con ello, la de que su madre lo sacudiera y que él se quedara absorto mirándola.
Oier recuerda la anécdota del mantel. Eso y cómo se van olvidando los hábitos; tan poco a poco que los propios protagonistas casi ni lo advierten.
Su madre es la que hace por reunir a los cuatro a la mesa. La que siempre busca la ocasión de sacar el mantel.
Pero hoy ha sido su padre el que los ha convocado con un mensaje, por la mañana temprano.
«Tenemos algo importante que contaros. Venid a cenar a casa».
No les ha ofrecido ninguna otra explicación, y la primera cosa que se le ha ocurrido a Oier es que sus padres iban a divorciarse. Pero no se lo comenta a su hermano Jon, cuando este, nada más llegar a casa y antes incluso de darle las buenas noches, le pregunta:
—¿Qué es lo que nos tienen que contar?
—Ni idea.
—¿No sabes nada?
—No.
—Espero que acabemos pronto. Tengo casi una hora de viaje de vuelta. Y no me gusta conducir de noche.
Jon siempre quiso irse de casa: estudiar un módulo corto, buscarse un trabajo y vivir por su cuenta. Sin embargo, el año que terminó el instituto hizo un trato con sus padres: iría a la universidad, como ellos querían, pero, a cambio, ellos le pagarían el alquiler en un piso de estudiantes, aunque podría haber ido y venido todos los días en autobús. Una vez acabada la carrera, continuó en el piso, porque tenía que enviar currículums, etc. Durante las vacaciones de verano, no regresaba a casa. Solo retornaba, como el turrón, en Navidades y en festividades de ese estilo. Pero la mayoría de las veces no se quedaba a dormir. Cuando encontró trabajo, alquiló una casita que podía pagar con una parte del sueldo, y ya no regresó al pueblo.
Así que ahí están los cuatro. Cada uno a un lado de la mesa.
—¿Un año de vida?
Ha sido Jon el que ha hecho la pregunta. Y ha sido esa pregunta la que ha sacado a Oier de sus pensamientos.
—Pero… ¿por qué? ¿Qué tienes, ama? ¿Y desde cuándo?
—Vuestra madre ha estado mala últimamente. Yo le dije que fuera al médico, y finalmente me hizo caso –dice su padre.
—Me han hecho algunas pruebas –prosigue la madre, pero sin mirar a sus hijos.
Y en ese momento Oier es consciente de que está pasando de verdad, que no es una broma ni una pesadilla: se da cuenta al comprobar que su madre no les mira a los ojos al hablarles.
Es cierto. A su madre le han dado un año de vida.
—¿Qué pruebas? ¿Qué dices, ama? –le pregunta Jon, pero parece que ella no es capaz de responderle.
»¿Quién te lo ha dicho? ¿Y cuándo? –prosigue Jon, mirando esta vez a su padre, pidiendo al principio, una respuesta, y exigiéndosela más tarde, al ver que este también calla.
»¿Por qué no me habéis dicho nada? –insiste Jon, con los ojos llenos de rabia y lágrimas.
»¿Y tú? –se dirige ahora a Oier–. ¿Tú lo sabías? Oier no dice nada. Oier no mueve un músculo.
La vez que, de vuelta de hacer las compras, a su madre se le cayeron las bolsas. La vez en que su madre vino a casa del trabajo a media tarde, diciendo que estaba cansada y se metió en la cama. La vez en que su madre se mareó en las escaleras y se cayó. Es la tensión, se excusó su madre cuando sucedió. Eso es por la menopausia, le dijo su padre. El cansancio, pensó, sin darle más vueltas, Oier. No lo vio. No vio que su madre estaba enferma. No vio que su madre va a morirse…
—¡¡Oier!! –grita Jon, viendo que su hermano está en la luna.
—Jon –le dice su madre, y esta vez le mira a los ojos–, deja a tu hermano en paz.
Parece que su madre ha vuelto a su ser. O no: pero, al menos, ha recuperado el control de la situación. Aunque no el control sobre su hijo mayor.
—¡Por qué no me has llamado! –le dice a Oier–. ¿Y tú, aita? Qué pasa, ¿que tus deberes de concejal no te dejan tiempo para cuidar a la ama?
—¡Ya basta, Jon! ¡¡¡Basta!!!
Quien ha gritado ha sido el padre, que también parece haber vuelto en sí.
Al instante Jon se calla como si le hubieran dado un tortazo. Se mantiene paralizado unos pocos minutos, como tratando de asimilar lo que acaba de pasar. Luego se echa a llorar. A Oier acude otro recuerdo de niñez, pero no dice nada, y luego se le borra de la mente. Su padre también permanece callado. La madre parece que va a decir algo, pero Jon se levanta y se va. De casa.
Ella se queda mirando a la puerta, con las lágrimas cayendo por sus mejillas, en silencio, pero como rogando que regrese Jon. El padre continúa callado, mirando al plato; y, de repente, se pone a comer.
Oier no puede creerse lo que está pasando. Finalmente, habla:
—Ama. –La única palabra que le sale, en voz baja, aunque siente que muchas más se le traban en la garganta.
—¿Sí, Oier? –le dice su madre; con cariño, pero con miedo a que su segundo hijo también vaya a largarse, y también a lo que tenga que responderle.
—¿Qué tienes? –consigue preguntar Oier. Su madre aprieta los labios. A continuación, mira a su marido. Después a su hijo pequeño. Cierra los ojos con fuerza, más lágrimas; abre bien los ojos:
—Leucemia.