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Las hormigas luminosas
from Oier
Oier ha estado a la espera de que la luz de la mañana entre por su ventana. Anoche no bajó las persianas; quería ver las luces del pueblo, que está un poco distante de su casa, esas luces que no se amedrentan ante la oscuridad de la noche.
Llega la mañana, porque empiezan a colarse algunos rayos, que producen algo de molestia a sus ojos insomnes e inundan de luz toda su habitación. En cierto momento de la noche se ha acordado de cuando era pequeño y le parecía que esas lucecitas nocturnas eran hormigas. Así se lo preguntó a alguien, quien se lo confirmó: por las noches transportaban la luz para que los niños o los adultos que se asustaban con la oscuridad las vieran desde la ventana.
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Sería su madre quien le contó esa historia.
Le ha bastado con ver entrar un poco de luz. Se viste, coge la mochila y se dispone a salir sin desayunar siquiera. Pero siente que antes tiene que hacer una cosa.
Se asegura de que aún no hay nadie en el piso de abajo, se dirige al comedor. Y allí lo ve.
El mantel, que ayer por la noche su madre no sacudió. Hecho una bola sobre la mesa. No extendido y cubriendo la mesa, con la esperanza de que la familia se reúna pronto. Pero tampoco guardado en su cajón, esperando la próxima ocasión.
Se da cinco segundos: permanece de pie, paralizado, cierra los ojos, siente dolor, pero respira hondo, abre los ojos y lo hace.
Coge el mantel. Va hasta la cocina y lo sacude en un rincón. Extiende los dos brazos para doblarlo por el medio. Y otra vez por el medio. Y otra vez, y otra. Así hasta que adquiere un tamaño adecuado para caber en el cajón. Le parece que le queda muy desparejado, y que debería de repetir la operación como su madre sabe hacer. Pero finalmente lo deja tal cual. Y se va.
Sale a la calle, por el camino de las hormigas luminosas.
Las hormigas se han apagado pocos minutos antes de que el autobús entrase en la estación. Justo cuando ha llegado Libe. No le ha querido contar lo de su madre. Ahora no, piensa Oier. No obstante, ella se lo ha notado. Suben al bus, se sientan juntos y se lo cuenta.
—Y ¿has dormido?
—Sí. Bueno. Algo.
—Pero, Oier, ¿estás bien?
—Sí.
—¿De veras?
—Que sí.
—No sé qué decir… si le pasase eso a mi madre… no sé. No sé lo que haría.
—Ya lo sé, Liv. Pero lo llevo bien. No te preocupes.
Más que a Libe, se lo dice a sí mismo. Estoy bien, estoy bien, estoy bien. Aunque no se lo termine de creer.
Pasan tres o cuatro curvas en silencio. Pero Libe tiene más preguntas para Oier.
—¿Y tú madre qué va a hacer?
—¿Qué quieres decir?
—Pues… no sé. ¿Qué tratamiento necesita?
¿Quimio o algo así?
—La verdad, todavía no nos han dicho nada.
—¿Cómo se lo ha tomado Jon?
—Mal.
—Bueno, es normal, ¿no?
Pero Oier no sabe si la actitud de su hermano mayor es normal. Nunca le ha dicho nada a Jon: es más, siempre respetó su decisión –la de irse de casa–, porque entendía qué había detrás de esa decisión, y lo ha ayudado. Cuántos mensajes le habrá enviado, para recordarle algún cumpleaños, para contarle lo que sucedía en casa… Pero lo de ayer no lo entiende. Siente que ha huido y lo ha dejado solo ante el peligro.
—¿Qué va a hacer tu madre con sus pacientes?
—No lo sé –responde Oier, un poco agobiado con las preguntas de Libe.
—¿Derivarlos todos a otros psicólogos? ¿O seguir tratando a unos pocos? –continúa preguntando Libe–. Yo no sé qué haría si me dieran un año de vida. Lo que es trabajar, no. Pero sé que para tu madre su trabajo es importante; ayudar a los demás y esas cosas. De todas maneras, ¿no es paradójico estar escuchando las mierdas de los demás mientras sabes que tu vida se está agotando? Agotando, Oier, agotando.
Mientras Libe no para de hablar, Oier la observa, sin atender a su perorata neurótica, por cortesía, y pensando que no tenía que haberle contado lo de su madre; que, de hecho, no quiere contárselo a nadie. Que no tiene ganas de hablar del tema. Y menos de escuchar lo que la gente pueda decirle después.
De pronto… hay un momento… un microsegundo… una sensación que no puede describir con palabras. Pero, de pronto, se da cuenta de que el amor que ha sentido durante años hacia Libe ha desaparecido. No sabe cuándo se ha ido, ni adónde, no se ha dado cuenta hasta ahora. Comienza a repasar mentalmente los momentos vividos con ella los últimos días, y no encuentra nada que haya hecho desaparecer su enamoramiento. Es cierto que, después de lo sucedido la primavera pasada, no tuvieron trato; sobre todo, en verano. Por él. Porque necesitaba tiempo para tratar de apagar esa peligrosa llama que sentía por Libe; aunque no parara de soplar, a pesar de saber que acabaría agotado. Empezó el curso y han continuado viajando juntos en el autobús. La relación entre ambos ha ido cambiando