El camino abierto por jesus jose antonio pagola

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EL CAMINO ABIERTO POR JESÚS

JUAN


Coleeción: https://www.ebookscatolicos.com

José Antonio Pagola


PRESENTACIÓN Los cristianos de las primeras comunidades se sentían, antes que nada, seguidores de Jesús. Para ellos, creer en Jesucristo es entrar por su «camino» siguiendo sus pasos. Un antiguo escrito cristiano, conocido como carta a los Hebreos, dice que es un «camino nuevo y vivo». No es el camino transitado en el pasado por el pueblo de Israel, sino un camino «inaugurado por Jesús para nosotros» (Hebreos 10,20). Este camino cristiano es un recorrido que se va haciendo paso a paso a lo largo de toda la vida. A veces parece sencillo y llano, otras duro y difícil. En el camino hay momentos de seguridad y gozo, también horas de cansancio y desaliento. Caminar tras las huellas de Jesús es dar pasos, tomar decisiones, superar obstáculos, abandonar sendas equivocadas, descubrir horizontes nuevos… Todo es parte del camino. Los primeros cristianos se esfuerzan por recorrerlo «con los ojos fijos en Jesús», pues saben que solo él es «el que inicia y consuma la fe» (Hebreos 12,2). Por desgracia, tal como es vivido hoy por muchos, el cristianismo no suscita «seguidores» de Jesús, sino solo «adeptos a una religión». No genera discípulos que, identificados con su proyecto, se entregan a abrir caminos al reino de Dios, sino miembros de una institución que cumplen mejor o peor sus obligaciones religiosas. Muchos de ellos corren el riesgo de no conocer nunca la experiencia cristiana más originaria y apasionante: entrar por el camino abierto por Jesús. La renovación de la Iglesia está exigiéndonos hoy pasar de unas comunidades formadas mayoritariamente por «adeptos» a unas comunidades de «discípulos» y «seguidores» de Jesús. Lo necesitamos para aprender a vivir más identificados con su proyecto, menos esclavos de un pasado no siempre fiel al evangelio, y más libres de miedos y servidumbres que nos pueden impedir escuchar su llamada a la conversión. La Iglesia no posee en estos momentos el vigor espiritual que necesita para enfrentarse a los retos del momento actual. Sin duda, son muchos los factores, tanto dentro como fuera de ella, que pueden explicar esta mediocridad espiritual, pero, probablemente, la causa principal esté en la ausencia de adhesión vital a Jesucristo. Muchos cristianos no conocen la energía dinamizadora que se encierra en Jesús cuando es vivido y seguido por sus discípulos desde un contacto íntimo y vital. Muchas comunidades cristianas no sospechan la transformación que hoy mismo se produciría en ellas si la persona concreta de Jesús y su evangelio ocuparan el centro de su vida. Ha llegado el momento de reaccionar. Hemos de esforzarnos por poner el relato de Jesús en el corazón de los creyentes y en el centro de las comunidades cristianas. Necesitamos fijar nuestra mirada en su rostro, sintonizar con su vida concreta, acoger el Espíritu que lo anima, seguir su trayectoria de entrega al reino de Dios hasta la muerte y dejarnos transformar por su resurrección. Para todo ello, nada nos puede ayudar más que adentrarnos en el relato que nos ofrecen los evangelistas. Los cuatro evangelios constituyen para los seguidores de Jesús una obra de importancia única e irrepetible. No son libros didácticos que exponen doctrina académica sobre Jesús. Tampoco biografías redactadas para informar con detalle sobre su trayectoria histórica. Estos relatos nos acercan a Jesús, tal como era recordado con fe y con amor por las primeras generaciones cristianas. Por una parte, en ellos encontramos el impacto causado por Jesús en los primeros que se sintieron atraídos por él y le siguieron. Por otra,


han sido escritos para engendrar el seguimiento de nuevos discípulos. Por eso, los evangelios invitan a entrar en un proceso de cambio, de seguimiento de Jesús y de identificación con su proyecto. Son relatos de conversión, y en esa misma actitud han de ser leídos, predicados, meditados y guardados en el corazón de cada creyente y en el seno de cada comunidad cristiana. La experiencia de escuchar juntos los evangelios se convierte entonces en la fuerza más poderosa que posee una comunidad para su transformación. En ese contacto vivo con el relato de Jesús, los creyentes recibimos luz y fuerza para reproducir hoy su estilo de vida, y para abrir nuevos caminos al proyecto del reino de Dios. Esta publicación se titula El camino abierto por Jesús y consta de cuatro volúmenes, dedicados sucesivamente al evangelio de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Está elaborado con la finalidad de ayudar a entrar por el camino abierto por Jesús, centrando nuestra fe en el seguimiento a su persona. En cada volumen se propone un acercamiento al relato de Jesús, tal como es recogido y ofrecido por cada evangelista. En el comentario al evangelio se sigue el recorrido diseñado por el evangelista, deteniéndonos en los pasajes que la Iglesia propone a las comunidades cristianas para ser proclamados al reunirse a celebrar la eucaristía dominical. En cada pasaje se ofrece el texto evangélico y cinco breves comentarios con sugerencias para ahondar en el relato de Jesús. El lector podrá comprobar que los comentarios están redactados desde unas claves básicas: destacan la Buena Noticia de Dios, anunciada por Jesús, fuente inagotable de vida y de compasión hacia todos; sugieren caminos para seguirle a él, reproduciendo hoy su estilo de vida y sus actitudes; ofrecen sugerencias para impulsar la renovación de las comunidades cristianas acogiendo su Espíritu; recuerdan sus llamadas concretas a comprometernos en el proyecto del reino de Dios en medio de la sociedad actual; invitan a vivir estos tiempos de crisis e incertidumbres arraigados en la esperanza en Cristo resucitado 1. Al escribir estas páginas he pensado sobre todo en las comunidades cristianas, tan necesitadas de aliento y de nuevo vigor espiritual; he tenido muy presentes a tantos creyentes sencillos en los que Jesús puede encender una fe nueva. Pero he querido ofrecer también el evangelio de Jesús a quienes viven sin caminos hacia Dios, perdidos en el laberinto de una vida desquiciada o instalados en un nivel de existencia en el que es difícil abrirse al misterio último de la vida. Sé que Jesús puede ser para ellos la mejor noticia. Este libro nace de mi voluntad de recuperar la Buena Noticia de Jesús para los hombres y mujeres de nuestro tiempo. No he recibido la vocación de evangelizador para condenar, sino para liberar. No me siento llamado por Jesús a juzgar al mundo, sino a despertar esperanza. No me envía a apagar la mecha que se extingue, sino a encender la fe que está queriendo brotar.


EVANGELIO DE JUAN El evangelio de Juan es muy diferente de los relatos evangélicos de Marcos, Mateo o Lucas. Es cierto que encontramos algunas semejanzas importantes, pero el enfoque del escrito, el marco de la actividad de Jesús, su lenguaje y, sobre todo, su contenido teológico le dan un carácter propio. El evangelio de Juan ilumina la persona de Jesús y su actuación con una profundidad nunca antes desarrollada por ningún otro evangelista. La tradición cristiana ha atribuido la redacción del evangelio de Juan, sus tres cartas y el Apocalipsis a una sola persona: Juan, el hijo de Zebedeo, discípulo amado por Jesús. No es posible saber nada con certeza. Parece que el Apocalipsis se escribió durante las persecuciones del emperador Domiciano (81-99 d. C.). El evangelio y las cartas provienen de otro trasfondo y fueron redactados en torno al año 100. El evangelio es resultado de décadas de experiencia cristiana influida por la religión judía y la cultura griega. Parece dirigirse al mundo religioso-cultural de Asia Menor, a finales del siglo I. Los especialistas siguen discutiendo si es Juan, el hijo de Zebedeo, quien está en el origen de este escrito. • El evangelio de Juan va recordando los dichos y los hechos de Jesús «a la luz de su resurrección». El autor nos dice que los discípulos descubrieron el sentido de lo sucedido «cuando resucitó de entre los muertos» (2,22) o «cuando Jesús fue glorificado» (12,16). Más concretamente, explica que es el Espíritu Santo, enviado por el Padre, quien les va recordando a los discípulos todo lo que Jesús les ha dicho (14,26). Por eso, el autor lo llama «Espíritu de la verdad», que da testimonio fiel de Jesús (15,26). Por tanto, hemos de leer este relato de Jesús a la luz de la resurrección y dejándonos guiar por el Espíritu. Él nos puede «guiar hasta la verdad completa» que se encierra en Jesús (16,13-15). • Jesús es la Palabra de Dios hecha carne. Juan comienza su evangelio con un prólogo en el que nos ofrece una clave muy importante para leer bien su relato (1,1-18). El protagonista de este relato no es un profeta enviado por Dios para hablar y actuar en su nombre. Es mucho más. Jesús es la Palabra de Dios hecha carne. Dios no ha permanecido callado, encerrado para siempre en su misterio. Se nos ha querido comunicar. Ha querido decirnos su amor y darnos a conocer su proyecto. «La Palabra de Dios se ha hecho carne, ha puesto su morada entre nosotros y hemos contemplado su gloria» (1,14). Dios no se ha revelado por medio de conceptos y doctrinas sublimes. Se ha encarnado en la vida entrañable de Jesús, para que lo puedan entender hasta los más sencillos, los que saben conmoverse ante la bondad, el amor y la verdad que se encierra en Jesús. Al ir recorriendo este evangelio hemos de recordar que en las palabras y los gestos de Jesús nos estamos encontrando con el mismo Dios. • Jesús es el Enviado del Padre. El gran regalo que Dios hace al mundo, movido solo por su amor. «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (3,16-17). Estas palabras iluminan todo el relato de Juan. Jesús actúa siempre como «Enviado del Padre». No pronuncia sus propias palabras, sino las palabras que escucha al Padre (14,10; 17,8.14). No realiza sus propias obras, sino las del Padre (14,10; 5,15.36; 8,28; 14,10). En las palabras de Jesús estamos escuchando al Padre, en sus actuaciones nos está tendiendo su mano. El Padre está tan presente en él que Jesús dice a Felipe: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (14,8).


• Este Jesús, que viene directamente del corazón del Padre, es el único que lo puede revelar. Es su gran Revelador. «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (1,18). Jesús es el rostro humano de Dios. Conociendo de cerca a Jesús vamos conociendo a Dios. Ahora sabemos cómo nos mira cuando sufrimos, cómo nos busca cuando nos perdemos, cómo nos comprende y perdona cuando lo negamos. El evangelista nos dice que en Jesús «hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Unigénito, lleno de gracia y de verdad» (1,14). • Esa gloria que Jesús recibe del Padre se manifiesta en los «signos» que realiza. Al recorrer el evangelio de Juan nos encontramos con algunos «signos» que no aparecen en los evangelios sinópticos y que están cargados de gran fuerza reveladora. El episodio de la boda de Caná (2,1-12) constituye el comienzo de los «signos». La transformación del agua en vino nos ofrece la clave para captar a lo largo del evangelio la transformación salvadora. Entre los «signos» realizados por Jesús hemos de destacar dos: la curación del ciego de nacimiento (9,1-41) y la resurrección de Lázaro (11,1-44). En el primer episodio, Jesús se revela como «Luz del mundo», el que ha venido para que «los que no ven, vean, y los que ven, queden ciegos». En el segundo, Jesús se presenta con esta solemne proclamación: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá». • Jesús va revelando su mensaje de salvación no solo por medio de los signos que lleva a cabo, sino por medio de sus palabras. Recorriendo el evangelio de Juan conoceremos su diálogo con Nicodemo (3,1-21); el diálogo con la samaritana (4,1-42); el discurso del pan de la vida en la sinagoga de Cafarnaún (6,22-71). Según el evangelio de Juan, el mandato del amor constituye la culminación de todo lo que Jesús nos comunica desde la intimidad del Padre. Al menos, solo en ese momento subraya explícitamente el evangelista que Jesús les hace esta confidencia: «Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (15,12-15). • Hemos de destacar por su gran riqueza el «discurso de despedida», que comienza después del lavatorio de los pies a sus discípulos y termina con una solemne oración de Jesús por los suyos (caps. 13-17). Es aquí donde encontramos los grandes temas de la teología de Juan: la relación única e insondable entre el Padre y su Hijo encarnado; la acción del Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo para defender a los seguidores de Jesús y conducirlos a la verdad completa; el amor fraterno, inspirado en Jesús, como distintivo de la nueva comunidad; la permanencia de los seguidores en Jesús en sus palabras y en su paz; la presencia de la comunidad en el mundo sin ser del mundo… El evangelista Juan presenta este discurso como el testamento de Jesús a los suyos. • Además de Revelador, el evangelio de Juan presenta a Jesús como Salvador que cumple y supera al mismo tiempo las esperanzas humanas de salvación. Desde el inicio, los discípulos dicen que han encontrado al «Mesías», y Natanael confiesa que Jesús es el «Hijo de Dios». Pero el evangelista no se contenta con identificar a Jesús con los títulos tradicionales. Por medio de imágenes muy expresivas se nos da a conocer la fuerza salvadora de Jesucristo, que, como Enviado del Padre, responde plenamente a las necesidades fundamentales de la existencia humana. • «Yo soy el pan de vida. El que venga a mí no tendrá más hambre» (6,35); el ser humano busca diversas clases de pan para alimentar su hambre profunda: solo en Jesús encontrará el pan de vida que lo saciará plenamente. «Yo soy la luz del mundo: el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (8,12); el ser humano necesita luz para no errar en su camino; solo en Jesús encontrará la luz que lo guiará hasta la vida plena. «Yo soy la puerta; si uno entra por mí estará a salvo» (10,9); al ser humano se


le ofrecen muchas puertas y caminos: solo si entra por Jesús cruzará el umbral que lo llevará a la salvación. • «Yo soy el buen pastor… he venido para que mis ovejas tengan vida, y la tengan en abundancia» (10,10-11.15); el ser humano es frágil, indefenso y vulnerable: solo en Jesús encontrará al «pastor bueno» que le da la vida que su corazón anhela. «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás» (1,25-26): el que cree en Jesús tiene la vida, no solo como realidad presente, sino como plenitud futura. «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (14,6). Jesús, ofreciéndonos su vida y su verdad, nos abre el camino hacia el Padre. Después de la muerte y resurrección de Jesús, lo decisivo para sus seguidores es permanecer en ese camino, en esa verdad y en esa vida. Por eso dice Jesús a sus discípulos: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en él, ese da mucho fruto, porque separados de mí no podéis hacer nada» (15,5).


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EL ROSTRO HUMANO DE DIOS En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: «El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia: porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer (Juan 1,1-18). EL ROSTRO HUMANO DE DIOS El cuarto evangelio comienza con un prólogo muy especial. Es una especie de himno que, desde los primeros siglos, ayudó decisivamente a los cristianos a ahondar en el misterio encerrado en Jesús. Si lo escuchamos con fe sencilla, también hoy nos puede ayudar a creer en Jesús de manera más profunda. Solo nos detenemos en algunas afirmaciones centrales. «La Palabra de Dios se ha hecho carne». Dios no es mudo. No ha permanecido callado, encerrado para siempre en su Misterio. Dios se nos ha querido comunicar. Ha querido hablarnos, decirnos su amor, explicarnos su proyecto. Jesús es sencillamente el Proyecto de Dios hecho carne. Pero Dios no se nos ha comunicado por medio de conceptos y doctrinas sublimes que solo pueden entender los doctos. Su Palabra se ha encarnado en la vida entrañable de Jesús, para que lo puedan entender hasta los más sencillos, los que saben conmoverse ante la bondad, el amor y la verdad que se encierra en su vida. Esta Palabra de Dios «ha acampado entre nosotros». Han des aparecido las distancias. Dios se ha hecho «carne». Habita entre nosotros. Para encontrarnos con él no tenemos que salir fuera del mundo, sino acercarnos a Jesús. Para conocerlo no hay que


estudiar teología, sino sintonizar con Jesús, comulgar con él. «A Dios nadie lo ha visto jamás». Los profetas, los sacerdotes, los maestros de la ley hablaban mucho de Dios, pero ninguno había visto su rostro. Lo mismo sucede hoy entre nosotros: en la Iglesia hablamos mucho de Dios, pero ninguno de nosotros lo ha visto. Solo Jesús, «el Hijo de Dios, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer». No lo hemos de olvidar. Solo Jesús nos ha contado cómo es Dios. Solo él es la fuente para acercarnos a su Misterio. Cuántas ideas raquíticas y poco humanas de Dios hemos de desaprender para dejarnos atraer y seducir por ese Dios que se nos revela en Jesús. Cómo cambia todo cuando captamos por fin que Jesús es el rostro humano de Dios. Todo se hace más sencillo y más claro. Ahora sabemos cómo nos mira Dios cuando sufrimos, cómo nos busca cuando nos perdemos, cómo nos entiende y perdona cuando lo negamos. En él se nos revela «la gracia y la verdad» de Dios. RECUPERAR A JESÚS Los creyentes tenemos imágenes muy diversas de Dios. Desde niños nos vamos haciendo nuestra propia idea de él, condicionados, sobre todo, por lo que vamos escuchando a catequistas y predicadores, lo que se nos transmite en casa y en el colegio o lo que vivimos en las celebraciones y actos religiosos. Todas estas imágenes que nos hacemos de Dios son imperfectas y deficientes, y hemos de purificarlas una y otra vez a lo largo de la vida. No lo hemos de olvidar nunca. El evangelio de Juan nos recuerda de manera rotunda una convicción que atraviesa toda la tradición bíblica: «A Dios no lo ha visto nadie jamás». Los teólogos hablamos mucho de Dios, casi siempre demasiado; parece que lo sabemos todo de él: en realidad, ningún teólogo ha visto a Dios. Lo mismo sucede con los predicadores y dirigentes religiosos; hablan con seguridad casi absoluta; parece que en su interior no hay dudas de ningún género: en realidad, ninguno de ellos ha visto a Dios. Entonces, ¿cómo purificar nuestras imágenes para no desfigurar su misterio santo? El mismo evangelio de Juan nos recuerda la convicción que sustenta toda la fe cristiana en Dios. Solo Jesús, el Hijo único de Dios, es «quien lo ha dado a conocer». En ninguna parte nos descubre Dios su corazón y nos muestra su rostro como en Jesús. Dios nos ha dicho cómo es encarnándose en Jesús. No se ha revelado en doctrinas y fórmulas teológicas complicadas, sino en la vida entrañable de Jesús, en su comportamiento y su mensaje, en su entrega hasta la muerte y en su resurrección. Para encontrar a Dios hemos de acercarnos a ese hombre concreto en el que él sale a nuestro encuentro. Siempre que el cristianismo olvida a Jesús corre el riesgo de alejarse del Dios verdadero, para sustituirlo por imágenes empobrecidas que desfiguran su rostro y nos impiden colaborar en su proyecto de construir un mundo nuevo más liberado, justo y fraterno. Por eso es tan urgente recuperar la humanidad de Jesús. No basta confesar a Jesucristo de manera teórica. Necesitamos conocerlo desde un acercamiento más concreto y vital a los evangelios, sintonizar con su proyecto, dejarnos animar por su Espíritu, entrar en su relación con el Padre, seguirlo de cerca día a día. Esta es la tarea apasionante de una comunidad que vive hoy purificando su fe. Quien conoce y sigue a Jesús va disfrutando cada vez más de la bondad insondable de Dios. DIOS ENTRE NOSOTROS El evangelista Juan, al hablarnos de la encarnación del Hijo de Dios, no nos dice


nada de todo ese mundo tan familiar de los pastores, el pesebre, los ángeles y el Niño Dios con María y José. Juan nos invita a adentrarnos en ese misterio desde otra hondura. En Dios estaba la Palabra, la Fuerza de comunicarse que tiene Dios. En esa Palabra había vida y había luz. Esa Palabra puso en marcha la creación entera. Nosotros mismos somos fruto de esa Palabra misteriosa. Esa Palabra ahora se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros. A nosotros nos sigue pareciendo todo esto demasiado hermoso para ser cierto: un Dios hecho carne, identificado con nuestra debilidad, respirando nuestro aliento y sufriendo nuestros problemas. Por eso seguimos buscando a Dios arriba, en los cielos, cuando está abajo, en la tierra. Una de las grandes contradicciones de los cristianos es confesar con entusiasmo la encarnación de Dios y olvidar luego que Cristo está en medio de nosotros. Dios ha bajado a lo profundo de nuestra existencia, y la vida nos sigue pareciendo vacía. Dios ha venido a habitar en el corazón humano, y sentimos un vacío interior insoportable. Dios ha venido a reinar entre nosotros, y parece estar totalmente ausente en nuestras relaciones. Dios ha asumido nuestra carne, y seguimos sin saber vivir dignamente lo carnal. También entre nosotros se cumplen las palabras de Juan: «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron». Dios busca acogida en nosotros, y nuestra ceguera cierra las puertas a Dios. Y, sin embargo, es posible abrir los ojos y contemplar al Hijo de Dios «lleno de gracia y de verdad». El que cree siempre ve algo. Ve la vida envuelta en gracia y en verdad. Tiene en sus ojos una luz para descubrir, en el fondo de la existencia, la verdad y la gracia de ese Dios que lo llena todo. ¿Estamos todavía ciegos? ¿Nos vemos solamente a nosotros? ¿Nos refleja la vida solo las pequeñas preocupaciones que llevamos en nuestro corazón? Dejemos que nuestro corazón se sienta penetrado por esa vida de Dios que también hoy quiere habitar en nosotros. NO QUEDARNOS FUERA Hay quienes viven la religión como «desde fuera». Pronuncian rezos, asisten a celebraciones religiosas, oyen hablar de Dios, pero se limitan a ser «espectadores». Como dice el pensador francés Marcel Légaut, lo viven todo desde una «representación extrínseca» de Dios. No «entran» en la aventura de encontrarse con Dios. Se quedan siempre a cierta distancia. Sin embargo, Dios está en lo íntimo de cada ser humano. No es algo separado de nuestra vida. No es una fabricación de nuestra mente, una representación medio intelectual o medio afectiva, un juego de nuestra imaginación que nos sirve para vivir «ilusionados». Dios es una presencia real que está en la raíz misma de nuestro ser. Esta presencia no es evidente. No se capta como se captan otras cosas más superficiales. Se la percibe en la medida en que uno se percibe a sí mismo hasta el fondo. Su misterio es tan inalcanzable como lo es el misterio de cada ser humano. Dios se me hace presente cuando me hago presente a mí mismo con verdad y sinceridad. No es posible entrar en la experiencia de Dios si uno vive permanentemente fuera de sí mismo. Sin esta apertura interior a Dios no hay fe viva. La voz de Dios comenzamos a escucharla cuando escuchamos hasta el fondo nuestra verdad. Dios actúa en nosotros cuando le dejamos activar lo mejor que hay en nuestro ser. Toma cuerpo en nuestra existencia en la medida en que lo acogemos. Su presencia se va configurando en cada uno de nosotros adaptándose a lo que le dejamos ser.


Lo humano y lo divino no son realidades que se excluyen mutuamente. No tenemos que dejar de ser humanos para ser de Dios. Lo humano es «la puerta» que nos permite «entrar» en lo divino. De hecho, las experiencias más intensas de comunicación, de amor humano, de dolor purificador, de belleza o de verdad son el cauce que mejor nos abre a la experiencia de Dios. No es extraño que el evangelio de Juan presente a Cristo, Dios hecho hombre, como la «puerta» por la que el creyente puede entrar y caminar hacia Dios. En Cristo podemos aprender a vivir una vida tan humana, tan verdadera, tan hasta el fondo, que, a pesar de nuestros errores y mediocridad, nos puede llevar hacia Dios. Pero hemos de escuchar bien la advertencia del evangelista. La Palabra de Dios «vino al mundo», y el mundo «no la conoció»; «vino a su casa», y «los suyos no la recibieron». VIVIR SIN ACOGER LA LUZ Todos vamos cometiendo a lo largo de la vida errores y desaciertos. Calculamos mal las cosas. No medimos bien las consecuencias de nuestros actos. Nos dejamos llevar por el apasionamiento o la insensatez. Somos así. Sin embargo, no son esos los errores más graves. Lo peor es tener planteada la vida de manera errónea. Pongamos un ejemplo. Todos sabemos que la vida es un regalo. No soy yo quien he decidido nacer. No me he escogido a mí mismo. No he elegido a mis padres ni mi pueblo. Todo me ha sido dado. Vivir es ya, desde su origen, recibir. La única manera de vivir sensatamente es acoger de manera responsable lo que se me da. Sin embargo, no siempre pensamos así. Nos creemos que la vida es algo que se nos debe. Nos sentimos propietarios de nosotros mismos. Pensamos que la manera más acertada de vivir es organizarlo todo en función de nosotros mismos. Yo soy lo único importante. ¿Qué importan los demás? Algunos no saben vivir sino exigiendo. Exigen y exigen siempre más. Tienen la impresión de no recibir nunca lo que se les debe. Son como niños insaciables, que nunca están contentos con lo que tienen. No hacen sino pedir, reivindicar, lamentarse. Sin apenas darse cuenta se convierten poco a poco en el centro de todo. Ellos son la fuente y la norma. Todo lo han de subordinar a su ego. Todo ha de quedar instrumentalizado para su provecho. La vida de la persona se cierra entonces sobre sí misma. Ya no se acoge el regalo de cada día. Desaparece el reconocimiento y la gratitud. No es posible vivir con el corazón dilatado. Se sigue hablando de amor, pero «amar» significa ahora poseer, desear al otro, ponerlo a mi servicio. Esta manera de enfocar la vida conduce a vivir cerrados a Dios. La persona se incapacita para acoger. No cree en la gracia, no se abre a nada nuevo, no escucha ninguna voz, no sospecha en su vida presencia alguna. Es el individuo quien lo llena todo. Por eso es tan grave la advertencia del evangelio de Juan: «La Palabra era luz verdadera que alumbra a todo hombre. Vino al mundo... y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron». Nuestro gran pecado es vivir sin acoger la luz.


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TESTIGO DE LA LUZ Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. Los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran: –¿Tú quién eres? Él confesó sin reservas: –Yo no soy el Mesías. Le preguntaron: –Entonces, ¿qué? ¿Eres tú Elías? Él dijo: –No lo soy. –¿Eres tú el Profeta? Respondió: –No. Y le dijeron: –¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo? Él contestó: –Yo soy «la voz que grita en el desierto: “Allanad el camino del Señor”» (como dijo el profeta Isaías). Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: –Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta? Juan les respondió: –Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia. Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando (Juan 1,6-8.19-28). TESTIGOS DE LA LUZ Es curioso cómo presenta el cuarto evangelio la figura del Bautista. Es un «hombre», sin más calificativos ni precisiones. Nada se nos dice de su origen o condición social. Él mismo sabe que no es importante. No es el Mesías, no es Elías, ni siquiera es el Profeta que todos están esperando. Solo se ve a sí mismo como «la voz que grita en el desierto: “Allanad el camino al Señor”». Sin embargo, Dios lo envía como «testigo de la luz», capaz de despertar la fe de todos. Una persona que puede contagiar luz y vida. ¿Qué es ser testigo de la luz? El testigo es como Juan. No se da importancia. No busca ser original ni llamar la atención. No trata de impactar a nadie. Sencillamente vive su vida de manera convencida. Se le ve que Dios ilumina su vida. Lo irradia en su manera de vivir y de creer.


El testigo de la luz no habla mucho, pero es una voz. Vive algo inconfundible. Comunica lo que a él le hace vivir. No dice cosas sobre Dios, pero contagia «algo». No enseña doctrina religiosa, pero invita a creer. La vida del testigo atrae y despierta interés. No culpabiliza a nadie. No condena. Contagia confianza en Dios, libera de miedos. Abre siempre caminos. Es como el Bautista, «allana el camino al Señor». El testigo se siente débil y limitado. Muchas veces comprueba que su fe no encuentra apoyo ni eco social. Incluso se ve rodeado de indiferencia o rechazo. Pero el testigo de Dios no juzga a nadie. No ve a los demás como adversarios que hay que combatir o convencer: Dios sabe cómo encontrarse con cada uno de sus hijos e hijas. Se dice que el mundo actual se está convirtiendo en un «desierto», pero el testigo nos revela que algo sabe de Dios y del amor, algo sabe de la «fuente» y de cómo se calma la sed de felicidad que hay en el ser humano. La vida está llena de pequeños testigos. Son creyentes sencillos, humildes, conocidos solo en su entorno. Personas entrañablemente buenas. Viven desde la verdad y el amor. Ellos nos «allanan el camino» hacia Dios. Son lo mejor que tenemos en la Iglesia. EN MEDIO DEL DESIERTO Los grandes movimientos religiosos han nacido casi siempre en el desierto. Son los hombres y las mujeres del silencio y la soledad los que, al ver la luz, pueden convertirse en maestros y guías de la humanidad. En el desierto no es posible lo superfluo. En el silencio solo se escuchan las preguntas esenciales. En la soledad solo sobrevive quien se alimenta de lo interior. En el cuarto evangelio, el Bautista queda reducido a lo esencial. No es el Mesías, ni Elías vuelto a la vida, ni el Profeta esperado. Es «la voz que grita en el desierto». No tiene poder político, no posee título religioso alguno. No habla desde el templo o la sinagoga. Su voz no nace de la estrategia política ni de los intereses religiosos. Viene de lo que escucha el ser humano cuando ahonda en lo esencial. El presentimiento del Bautista se puede resumir así: «Hay algo más grande, más digno y esperanzador que lo que estamos viviendo. Nuestra vida ha de cambiar de raíz». No basta frecuentar la sinagoga sábado tras sábado, de nada sirve leer rutinariamente los textos sagrados, es inútil ofrecer regularmente los sacrificios prescritos por la Ley. No da vida cualquier religión. Hay que abrirse al Misterio del Dios vivo. En la sociedad de la abundancia y del progreso se está haciendo cada vez más difícil escuchar una voz que venga del desierto. Lo que se oye es la publicidad de lo superfluo, la divulgación de lo trivial, la palabrería de políticos prisioneros de su estrategia, y hasta discursos religiosos interesados. Alguien podría pensar que ya no es posible conocer a testigos que nos hablen desde el silencio y la verdad de Dios. No es así. En medio del desierto de la vida moderna podemos encontrarnos con personas que irradian sabiduría y dignidad, pues no viven de lo superfluo. Gente sencilla, entrañablemente humana. No pronuncian muchas palabras. Es su vida la que habla. Ellos nos invitan, como el Bautista, a dejarnos «bautizar», a sumergirnos en una vida diferente, recibir un nuevo nombre, «renacer» para no sentirnos producto de esta sociedad ni hijos del ambiente, sino hijos e hijas queridos de Dios. ALLANAR EL CAMINO HACIA JESÚS «Entre vosotros hay uno que no conocéis». Estas palabras las pronuncia el Bautista


refiriéndose a Jesús, que se mueve ya entre quienes se acercan al Jordán a bautizarse, aunque todavía no se ha manifestado. Precisamente toda su preocupación es «allanar el camino» para que aquella gente pueda creer en él. Así presentan las primeras generaciones cristianas la figura del Bautista. Pero las palabras del Bautista están redactadas de tal forma que, leídas hoy por los que nos decimos cristianos, no dejan de provocar en nosotros preguntas inquietantes. Jesús está en medio de nosotros, pero, ¿lo conocemos de verdad?, ¿comulgamos con él?, ¿le seguimos de cerca? Es cierto que en la Iglesia estamos siempre hablando de Jesús. En teoría, nada hay más importante para nosotros. Pero luego se nos ve girar tanto sobre nuestras ideas, proyectos y actividades que no pocas veces Jesús queda en un segundo plano. Somos nosotros mismos quienes, sin darnos cuenta, lo «ocultamos» con nuestro protagonismo. Tal vez la mayor desgracia del cristianismo es que haya tantos hombres y mujeres que se dicen «cristianos», y en cuyo corazón Jesús está ausente. No lo conocen. No vibran con él. No los atrae ni seduce. Jesús es una figura inerte y apagada. Está mudo. No les dice nada especial que aliente sus vidas. Su existencia no está marcada por Jesús. Esta Iglesia necesita urgentemente «testigos» de Jesús, creyentes que se parezcan más a él, cristianos que, con su manera de ser y de vivir, faciliten el camino para creer en Cristo. Necesitamos testigos que hablen de Dios como hablaba él, que comuniquen su mensaje de compasión como lo hacía él, que contagien confianza en el Padre como él. ¿De qué sirven nuestras catequesis y predicaciones si no conducen a conocer, amar y seguir con más fe y más gozo a Jesucristo? ¿En qué quedan nuestras eucaristías si no ayudan a comulgar de manera más viva con Jesús, con su proyecto y con su entrega crucificada a todos? En la Iglesia nadie es «la luz», pero todos podemos irradiarla con nuestra vida. Nadie es «la Palabra de Dios», pero todos podemos ser una voz que invita y alienta a centrar el cristianismo en Jesucristo. TESTIGOS DE JESÚS La fe cristiana ha nacido del encuentro sorprendente que ha vivido un grupo de hombres y mujeres con Jesús. Todo comienza cuando estos discípulos y discípulas se ponen en contacto con él y experimentan «la cercanía salvadora de Dios». Esa experiencia liberadora, transformadora y humanizadora que viven con Jesús es la que ha desencadenado todo. Su fe se despierta en medio de dudas, incertidumbres y malentendidos mientras lo siguen por los caminos de Galilea. Queda herida por la cobardía y la negación cuando es ejecutado en la cruz. Se reafirma y vuelve contagiosa cuando lo experimentan lleno de vida después de su muerte. Si, a lo largo de los años, esta experiencia no se contagia y se transmite de unas generaciones a otras, se introduce en la historia del cristianismo una ruptura trágica. Los obispos y presbíteros siguen predicando el mensaje cristiano. Los teólogos escriben estudios teológicos. Los pastores administran los sacramentos. Pero, si no hay testigos capaces de contagiar algo de lo que se vivió al comienzo con Jesús, falta lo esencial, lo único que puede mantener viva la fe en él. En nuestras comunidades estamos necesitados de estos testigos de Jesús. La figura del Bautista, abriéndole camino en medio del pueblo judío, nos anima a despertar hoy en la Iglesia esta vocación tan necesaria. En medio de la oscuridad de nuestros tiempos necesitamos «testigos» de la luz que nos llega desde Jesús.


Creyentes que despierten el deseo de Jesús y hagan creíble su mensaje. Cristianos que, con su experiencia personal, su espíritu y su palabra, faciliten el encuentro con él. Seguidores que lo rescaten del olvido para hacerlo más visible entre nosotros. Testigos humildes que, al estilo del Bautista, no se atribuyan ninguna función que centre la atención en su persona, robándole protagonismo a Jesús. Seguidores que no lo suplanten ni lo eclipsen. Cristianos sostenidos y animados por él que dejen entrever tras sus gestos y sus palabras la presencia inconfundible de Jesús, vivo en medio de nosotros. Los testigos de Jesús no hablan de sí mismos. Su palabra más importante es siempre la que le dejan decir a Jesús. En realidad, el testigo no tiene la palabra. Es solo «una voz» que anima a todos a «allanar» el camino que nos puede llevar a él. La fe de nuestras comunidades se sostiene también hoy en la experiencia de esos testigos humildes y sencillos que, en medio de tanto desaliento y desconcierto, ponen luz, pues nos ayudan con su vida a sentir la cercanía de Jesús. DESCONOCIDO Hay algo paradójico en la actitud de bastantes contemporáneos ante la figura de Jesucristo. Por una parte creen que lo conocen y no tienen mucho que aprender sobre él. Por otra, su ignorancia sobre la persona y el mensaje de Jesús es casi absoluta. En realidad, lo que saben de él apenas supera unas vagas impresiones que conservan desde la infancia. Después no han sentido necesidad alguna de conocerlo más a fondo. ¿Cómo podrán encontrar en él algo interesante para sus vidas? En algunos, su figura solo evoca episodios ingenuos y milagros irreales, representados mil veces por artistas, pero muy alejados de la trama de la vida moderna. Jesús puede, tal vez, aportar un poco de poesía, pero, si queremos ser eficaces, hemos de buscar por otros caminos. ¿Conocen mejor a Jesús los que se tienen por cristianos? Sorprende ver cómo los mismos practicantes reducen a menudo el evangelio a lo anecdótico y maravilloso, y cómo encierran el misterio de Jesús en imágenes simplistas, muy alejadas a veces de lo que realmente fue él. Por otra parte, mientras algunas cuestiones de carácter eclesiástico o moral suscitan notable interés, son pocos los que se interesan por conocer con más rigor y hondura al mismo Jesús. Analizando la actual situación, Josep Maria Lozano se hace estas preguntas: «¿Qué está ocurriendo en la Iglesia, que a los cristianos nos preguntan cómo nos afectan las palabras del papa y ya casi nadie nos pregunta cómo nos afectan las palabras de Jesús? ¿Qué está ocurriendo, que los católicos parecen más capaces de celebrar la presencia del papa que la presencia de Jesús?». Naturalmente, los creyentes hemos de escuchar la palabra de la jerarquía y el esfuerzo de la Iglesia entera por aplicar el evangelio al momento actual, pero, ¿no es paradójico detenernos casi siempre en ciertas discusiones, mientras apenas hacemos algo por conocer con más rigor el mensaje y la actuación de Aquel que ha de inspirar siempre a los cristianos? Después de veinte siglos de cristianismo hemos repetido hasta el exceso el nombre de Cristo, hemos llenado bibliotecas enteras con estudios especializados y, a veces, hemos terminado por creer que no necesitamos ya ahondar más en su persona y su mensaje. Tal vez también hoy se pueden repetir las palabras del profeta: «En medio de vosotros hay uno que no conocéis».


3

BAUTIZADOS POR JESÚS En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús, que venía hacia él, exclamó: –Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: «Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo». Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel. Y Juan dio testimonio diciendo: –He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: «Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que ha de bautizar con Espíritu Santo». Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios (Juan 1,29-34). LO PRIMERO Algunos ambientes cristianos del siglo I tuvieron mucho interés en no ser confundidos con los seguidores del Bautista. La diferencia, según ellos, era abismal. Los «bautistas» vivían de un rito externo que no transformaba a las personas: un bautismo de agua. Los «cristianos», por el contrario, se dejaban transformar internamente por el Espíritu de Jesús. Olvidar esto es mortal para la Iglesia. El movimiento de Jesús no se sostiene con doctrinas, normas o ritos vividos desde el exterior. Es el mismo Jesús quien ha de «bautizar» o empapar a sus seguidores con su Espíritu. Y es este Espíritu el que los ha de animar, impulsar y transformar. Sin este «bautismo del Espíritu» no hay cristianismo. No lo hemos de olvidar. La fe que hay en la Iglesia no está en los documentos del magisterio ni en los libros de los teólogos. La única fe real es la que el Espíritu de Jesús despierta en los corazones y las mentes de sus seguidores. Esos cristianos sencillos y honestos, de intuición evangélica y corazón compasivo, son los que de verdad «reproducen» a Jesús e introducen su Espíritu en el mundo. Ellos son lo mejor que tenemos en la Iglesia. Desgraciadamente, hay otros muchos que no conocen por experiencia esa fuerza del Espíritu de Jesús. Viven una «religión de segunda mano». No conocen ni aman a Jesús. Sencillamente creen lo que dicen otros. Su fe consiste en creer lo que dice la Iglesia, lo que enseña la jerarquía o lo que escriben los entendidos, aunque ellos no experimenten en su corazón nada de lo que vivió Jesús. Como es natural, con el paso de los años, su adhesión al cristianismo se va disolviendo. Lo primero que necesitamos hoy los cristianos no son catecismos que definan correctamente la doctrina cristiana ni exhortaciones que precisen con rigor las normas morales. Solo con eso no se transforman las personas. Hay algo previo y más decisivo: narrar en las comunidades la figura de Jesús, ayudar a los creyentes a ponerse en contacto directo con el evangelio, enseñar a conocer y amar a Jesús, aprender juntos a vivir con su estilo de vida y su espíritu. Recuperar el «bautismo del Espíritu», ¿no es esta la primera


tarea en la Iglesia? DEJARNOS BAUTIZAR POR EL ESPÍRITU DE JESÚS Los evangelistas se esfuerzan por diferenciar bien el bautismo de Jesús del bautismo de Juan. No hay que confundirlos. El bautismo de Jesús no consiste en sumergir a sus seguidores en las aguas de un río. Jesús sumerge a los suyos en el Espíritu Santo. El evangelio de Juan lo dice de manera clara. Jesús posee la plenitud del Espíritu de Dios, y por eso puede comunicar a los suyos esa plenitud. La gran novedad de Jesús consiste en que Jesús es «el Hijo de Dios» que puede «bautizar con Espíritu Santo». Este bautismo de Jesús no es un baño externo, parecido al que algunos han podido conocer tal vez en las aguas del Jordán. Es un «baño interior». La metáfora sugiere que Jesús comunica su Espíritu para penetrar, empapar y transformar el corazón de la persona. Este Espíritu Santo es considerado por los evangelistas como «Espíritu de vida». Por eso, dejarnos bautizar por Jesús significa acoger su Espíritu como fuente de vida nueva. Su Espíritu puede potenciar en nosotros una relación más vital con él. Nos puede llevar a un nuevo nivel de existencia cristiana, a una nueva etapa de cristianismo más fiel a Jesús. El Espíritu de Jesús es «Espíritu de verdad». Dejarnos bautizar por él es poner verdad en nuestro cristianismo. No dejarnos engañar por falsas seguridades. Recuperar una y otra vez nuestra identidad irrenunciable de seguidores de Jesús. Abandonar caminos que nos desvían del evangelio. El Espíritu de Jesús es «Espíritu de amor», capaz de liberarnos de la cobardía y del egoísmo de vivir pensando solo en nuestros intereses y nuestro bienestar. Dejarnos bautizar por él es abrirnos al amor solidario, gratuito y compasivo. El Espíritu de Jesús es «Espíritu de conversión» a Dios. Dejarnos bautizar por él significa dejarnos transformar lentamente por él. Aprender a vivir con sus criterios, sus actitudes, su corazón y su sensibilidad hacia quienes viven sufriendo. El Espíritu de Jesús es «Espíritu de renovación». Dejarnos bautizar por él es dejarnos atraer por su novedad creadora. Él puede despertar lo mejor que hay en la Iglesia y darle un «corazón nuevo», con mayor capacidad de ser fiel al evangelio. EL BAUTISMO DEL ESPÍRITU El novelista Julien Green describe una asamblea de cristianos con estas penetrantes palabras: «Todo el mundo creía, pero nadie gritaba de asombro, de felicidad o de espanto». Los cristianos de hoy no somos conscientes de la profunda contradicción que se produce en el interior de nuestra vida cuando la apatía y la indiferencia apagan en nosotros el fuego del Espíritu. Parecemos hombres y mujeres que, por decirlo con palabras del Bautista, han sido «bautizados con agua», pero a los que falta todavía «ser bautizados con Espíritu Santo y fuego». Cristianos que viven repitiendo lo que, tal vez, aprendieron hace años en algún catecismo o lo que escuchan hoy a los predicadores. Carecen de su propia experiencia de Dios. Personas que han ido creciendo en otros aspectos de la vida, pero que han quedado atrofiados interiormente, frustrados en su «desarrollo espiritual». Gentes buenas que siguen cumpliendo con fidelidad admirable sus practicas religiosas, pero que no conocen al Dios vivo que alegra la existencia y desata las fuerzas para vivir. Lo que falta en nuestras comunidades y parroquias no es tanto la repetición del mensaje evangélico o el servicio sacramental, sino la experiencia de encuentro con ese Dios


vivo. Por lo general, es insuficiente lo que se hace entre nosotros para enseñar a los creyentes a adentrarse en su interior y descubrir la presencia del Espíritu en el corazón de cada uno y en el interior de la vida. Escasos los esfuerzos por aprender prácticamente caminos de oración y silencio que nos acerquen a Dios como fuente de vida. Seguimos escuchando y repitiendo las palabras de Jesús como «desde el exterior». No nos detenemos apenas a escuchar su voz interior, esa voz amistosa y estimulante, que ilumina, conforta y hace crecer en nosotros la vida. Decimos de Dios palabras admirables, pero nos ayudamos poco a presentir a Dios con emoción y asombro, como esa Realidad en la que nos sentimos vivos y seguros, porque nos sentimos amados sin fin y de manera incondicional. Para gustar a ese Dios no bastan las palabras ni los ritos. No bastan los conceptos ni los discursos teológicos. Es necesaria la experiencia personal. Que cada uno se acerque a la Fuente y beba. No deberíamos olvidar los cristianos aquella observación que hacía Tony de Mello, con su habitual encanto: jamás se ha emborrachado nadie a base de pensar intelectualmente en la palabra «vino». Así de sencillo. Para gustar y saborear a Dios no basta teorizar sobre él. Es necesario beber del Espíritu. AMAR LA VIDA La gente no quiere oír hablar de espiritualidad, porque no sabe lo que encierra esta palabra; ignora que significa más que religiosidad, y que no se identifica con lo que tradicionalmente se entiende por piedad. «Espiritualidad» quiere decir vivir una «relación vital» con el Espíritu de Dios, y esto solo es posible cuando se experimenta a Dios como «fuente de vida» en cada experiencia humana. Como ha expuesto Jürgen Moltmann, vivir en contacto con el Espíritu de Dios «no conduce a una espiritualidad que prescinde de los sentidos, vuelta hacia dentro, enemiga del cuerpo, apartada del mundo, sino a una nueva vitalidad del amor a la vida». Frente a lo muerto, lo petrificado o lo insensible, el Espíritu despierta siempre el amor a la vida. Por eso, vivir «espiritualmente» es «vivir contra la muerte», afirmar la vida a pesar de la debilidad, el miedo, la enfermedad o la culpa. Quien vive abierto al Espíritu de Dios vibra con todo lo que hace crecer la vida y se rebela contra lo que la hace daño y la mata. Este amor a la vida genera una alegría diferente, enseña a vivir de manera amistosa y abierta, en paz con todos, dándonos vida unos a otros, acompañándonos en la tarea de hacernos la vida más digna y dichosa. A esta energía vital que el Espíritu infunde en la persona, Jürgen Moltmann se atreve a llamar «energía erotizante», pues hace vivir de manera gozosa, atractiva y seductora. Esta experiencia espiritual dilata el corazón: comenzamos a sentir que nuestras expectativas y anhelos más hondos se mezclan con las promesas de Dios; nuestra vida finita y limitada se abre a lo infinito. Entonces descubrimos también que «santificar la vida» no es moralizarla, sino vivirla desde el Espíritu Santo, es decir, verla y amarla como Dios la ve y la ama: buena, digna y bella, abierta a la felicidad eterna. Esta es, según el Bautista, la gran misión de Cristo: «bautizarnos con Espíritu Santo», enseñarnos a vivir en contacto con el Espíritu. Solo esto nos puede liberar de una manera triste y raquítica de entender y vivir la fe en Dios.

QUITAR EL PECADO


Los cristianos hemos olvidado con frecuencia algo que es nuclear en el evangelio. El pecado no es solamente algo que puede ser perdonado, sino algo que debe ser quitado y arrancado de la humanidad. Jesús es presentado como alguien que «quita el pecado del mundo». Alguien que no solo ofrece el perdón, sino también la posibilidad de ir quitando el pecado, la injusticia y el mal que se apodera de nosotros. Creer en Jesús no consiste solo en abrirnos al perdón redentor de Dios. Seguir a Jesús es comprometernos en su lucha y su esfuerzo por quitar el pecado que domina a los seres humanos con todas sus consecuencias. Quizá tengamos que comenzar por tomar conciencia más clara de que el pecado es algo que afecta a lo más profundo del ser humano, pues nos va deshumanizando tanto individual como socialmente. No se trata de una mera violación de la ley. Ni tan solo de una «ofensa» a Dios. En el mensaje de Jesús, el pecado aparece sobre todo como rechazo del reino de Dios. Pecar es no aceptar a Dios como Padre y, en consecuencia, no aceptar la fraternidad que Dios quiere ver implantada entre nosotros. Si escuchamos el mensaje de Jesús sin preocupaciones casuísticas, observaremos que el pecado consiste fundamentalmente en la autoafirmación del ser humano, que se encierra en su propio poder para asegurarse contra Dios y frente a su hermano. Somos pecadores en la medida en que nos cerramos a Dios como Padre, como gracia y como futuro último de nuestra existencia. Y en la medida en que nos servimos de nuestro pequeño poder físico, intelectual, económico, sexual, político… no para servir al hermano, sino para utilizarlo, dominarlo y lograr nuestra felicidad a sus expensas. Este pecado está presente en el corazón de cada ser humano y en el interior de las instituciones, estructuras y mecanismos que funcionan en nuestra economía, nuestra política y nuestra convivencia social. Toda reforma o revolución que no toca ni transforma esta estructura egoísta y pecadora del ser humano podrá ser un logro estimable, pero no nos conduce a una verdadera liberación. Por eso, solo Dios es nuestro último Liberador.


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¿QUÉ BUSCÁIS? En aquel tiempo estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús, que pasaba, dijo: –Este es el Cordero de Dios. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió, y, al ver que lo seguían, les preguntó: –¿Qué buscáis? Ellos le contestaron: –Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives? Él les dijo: –Venid y lo veréis. Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; serían las cuatro de la tarde. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encontró primero a su hermano Simón y le dijo: –Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo). Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo: –Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa Pedro) (Juan 1,35-42). SEGUIR A JESÚS Dos discípulos, orientados por el Bautista, se ponen a seguir a Jesús. Durante un cierto tiempo caminan tras él en silencio. No ha habido todavía un verdadero contacto. De pronto, Jesús se vuelve y les hace una pregunta decisiva: «¿Qué buscáis?», ¿qué esperáis de mí? Ellos le responden con otra pregunta: Rabí, «¿dónde vives?», ¿cuál es el secreto de tu vida?, ¿desde dónde vives tú?, ¿qué es para ti vivir? Jesús les contesta: «Venid y lo veréis». Haced vosotros mismos la experiencia. No busquéis otra información. Venid a convivir conmigo. Descubriréis quién soy y cómo puedo transformar vuestra vida. Este pequeño diálogo puede arrojar más luz sobre lo esencial de la fe cristiana que muchas palabras complicadas. En definitiva, ¿qué es lo decisivo para ser cristiano? En primer lugar, buscar. Cuando uno no busca nada en la vida y se conforma con «ir tirando» o ser «un vividor», no es posible encontrarse con Jesús. La mejor manera de no entender nada sobre la fe cristiana es no tener interés por vivir de manera acertada. Lo importante no es buscar algo, sino buscar a alguien. No descartemos nada. Si un día sentimos que la persona de Jesús nos «toca», es el momento de dejarnos alcanzar por él, sin resistencias ni reservas. Hay que olvidar convicciones y dudas, doctrinas y esquemas. No se nos pide que seamos más religiosos ni más piadosos. Solo que le sigamos. No se trata de conocer cosas sobre Jesús, sino de sintonizar con él, interiorizar sus actitudes fundamentales y experimentar que su persona nos hace bien, reaviva nuestro espíritu y nos infunde fuerza y esperanza para vivir. Cuando esto se produce, uno se


empieza a dar cuenta de lo poco que creía en él, lo mal que había entendido casi todo. Pero lo decisivo para ser cristiano es tratar de vivir como vivía él, aunque sea de manera pobre y sencilla. Creer en lo que él creyó, dar importancia a lo que se la daba él, interesarse por lo que él se interesó. Mirar la vida como la miraba él, tratar a las personas como él las trataba: escuchar, acoger y acompañar como lo hacía él. Confiar en Dios como él confiaba, orar como oraba él, contagiar esperanza como la contagiaba él. ¿Qué se siente cuando uno trata de vivir así? ¿No es esto aprender a vivir? APRENDER A VIVIR El evangelista Juan ha puesto un interés especial en indicar a sus lectores cómo se inició el pequeño grupo de seguidores de Jesús. Todo parece casual. El Bautista se fija en Jesús, que pasaba por allí, y les dice a los discípulos que lo acompañan: «Este es el Cordero de Dios». Probablemente, los discípulos no le han entendido gran cosa, pero comienzan a «seguir a Jesús». Durante un tiempo caminan en silencio. No ha habido todavía un verdadero contacto con él. Están siguiendo a un desconocido, y no saben exactamente por qué ni para qué. Jesús rompe el silencio con una pregunta: «¿Qué buscáis?». ¿Queréis orientar vuestra vida en la dirección que llevo yo? Son cosas que es necesario aclarar bien. Los discípulos le dicen: «Maestro, ¿dónde vives?». ¿Cuál es el secreto de tu vida? ¿Qué es vivir para ti? Al parecer no buscan conocer nuevas doctrinas. Quieren aprender de Jesús un modo diferente de vivir. Quieren vivir como él. Jesús les responde directamente: «Venid y lo veréis». Haced vosotros mismos la experiencia. No busquéis información de fuera. Venid a vivir conmigo y descubriréis cómo vivo yo, desde dónde oriento mi vida, a quiénes me dedico, por qué vivo así. Este es el paso decisivo que necesitamos dar hoy para inaugurar una fase nueva en la historia del cristianismo. Millones de personas se dicen cristianas, pero no han experimentado un verdadero contacto con Jesús. No saben cómo vivió, ignoran su proyecto. No aprenden nada especial de él. Mientras tanto, en nuestras Iglesias no tenemos capacidad para engendrar nuevos creyentes. Nuestra palabra ya no resulta atractiva ni creíble. Al parecer, el cristianismo, tal como nosotros lo entendemos y vivimos, interesa cada vez menos. Si alguien se nos acercara a preguntarnos: «¿Dónde vivís?, ¿qué hay de interesante en vuestras vidas?», ¿cómo responderíamos? Es urgente que los cristianos nos reunamos en pequeños grupos para aprender a vivir al estilo de Jesús, escuchando juntos el evangelio. Él es más atractivo y creíble que todos nosotros. Puede engendrar nuevos seguidores, pues enseña a vivir de manera diferente e interesante. ¿QUÉ BUSCAMOS EN JESÚS? El evangelista Juan narra los humildes comienzos del pequeño grupo de seguidores de Jesús. Su relato comienza de manera misteriosa. Se nos dice que Jesús «pasaba». No sabemos de dónde viene ni adónde se dirige. No se detiene junto al Bautista. Va más lejos que su mundo religioso del desierto. Por eso Juan indica a sus discípulos que se fijen en él: «Este es el Cordero de Dios». Jesús viene de Dios, no con poder y gloria, sino como un cordero indefenso e inerme. Nunca se impondrá por la fuerza, a nadie forzará a creer en él. Un día será


sacrificado en una cruz. Los que quieran seguirle lo habrán de acoger libremente. Los dos discípulos que han escuchado al Bautista comienzan a seguir a Jesús sin decir palabra. Hay algo en él que los atrae, aunque todavía no saben quién es ni hacia dónde los lleva. Sin embargo, para seguir a Jesús no basta escuchar lo que otros dicen de él. Es necesaria una experiencia personal. Por eso, Jesús se vuelve y les hace una pregunta muy importante: «¿Qué buscáis?». Estas son las primeras palabras de Jesús a quienes lo siguen. No se puede caminar tras sus pasos de cualquier manera. ¿Qué esperamos de él? ¿Por qué le seguimos? ¿Qué buscamos? Aquellos hombres no saben adónde los puede llevar la aventura de seguir a Jesús, pero intuyen que puede enseñarles algo que aún no conocen: «Maestro, ¿dónde vives?». No buscan en él grandes doctrinas. Quieren que les enseñe dónde vive, cómo vive y para qué. Desean que les enseñe a vivir. Jesús les dice: «Venid y lo veréis». En la Iglesia y fuera de ella son bastantes los que viven hoy perdidos en el laberinto de la vida, sin caminos y sin orientación. Algunos comienzan a sentir con fuerza la necesidad de aprender a vivir de manera diferente, más humana, más sana y más digna. Encontrarse con Jesús puede ser para ellos la gran noticia. Es difícil acercarse a ese Jesús narrado en los evangelios sin sentirnos atraídos por su persona. Jesús abre un horizonte nuevo a nuestra vida. Enseña a vivir desde un Dios que quiere para nosotros lo mejor. Poco a poco nos va liberando de engaños, miedos y egoísmos que nos están bloqueando. Quien se pone en camino tras él comienza a recuperar la alegría y la sensibilidad hacia los que sufren. Empieza a vivir con más verdad y generosidad, con más sentido y esperanza. Cuando uno se encuentra con Jesús tiene la sensación de que empieza por fin a vivir la vida desde su raíz, pues comienza a vivir desde un Dios bueno, más humano, más amigo y salvador que todas nuestras teorías. Todo empieza a ser diferente. LA EXPERIENCIA DEL CREYENTE Un número grande de personas está abandonando hoy la fe antes de haberla conocido desde dentro. A veces hablan de Dios, pero es fácil observar que no han tenido la experiencia de encontrarse con él en el fondo de su corazón. Tienen algunas ideas generales sobre el credo de los cristianos. Han oído hablar de un Dios que prohíbe ciertas cosas y que promete la vida eterna a quienes le obedecen. Pero no saben mucho más. Es normal que esa idea que tienen de la fe no les resulte atractiva. No ven qué es lo que podrían ganar creyendo ni qué les podría aportar el evangelio, si no es toda una lista de obligaciones, además de esa promesa tan lejana y difícil de creer como es «la vida eterna». No sospechan que la fe del verdadero creyente se alimenta de una experiencia que desde fuera no se puede conocer. Como todo el mundo, también los creyentes saben lo que es el sufrimiento y la desgracia. Su fe no los dispensa de los problemas y dificultades de cada día. Pero, en la medida en que la viven a fondo, su fe les aporta una luz, un estímulo y un horizonte nuevos. En primer lugar, el creyente puede acoger la vida día a día como regalo de Dios. La vida no es puro azar; tampoco una lucha solitaria frente a las adversidades. En el fondo mismo de la vida hay Alguien que cuida de nosotros. Nadie está olvidado. Somos seres aceptados y amados. Así dice el místico alemán Maestro Eckhart: «Si le dieras gracias a Dios por todas las alegrías que él te da, no te quedaría tiempo para lamentarte». El creyente conoce también la alegría de saberse perdonado. En medio de sus errores y mediocridad puede vivir la experiencia de la inmensa comprensión de Dios. El


creyente no se siente mejor que los demás. Conoce el pecado y la fragilidad. Su suerte es poder sentirse renovado interiormente para comenzar siempre de nuevo una vida más humana. El creyente cuenta también con una luz nueva frente al mal. No se ve liberado del sufrimiento, pero sí de la pena de sufrir en vano. Su fe no es una droga ni un tranquilizante frente a las desgracias. Pero la comunión con el Crucificado le permite vivir el sufrimiento sin autodestruirse ni caer en la desesperación. Siempre me ha conmovido esa postura noble del gran científico ateo Jean Rostand. «Vosotros tenéis la suerte de creer», le gustaba repetir a sus amigos cristianos. Y añadía: «De lo que yo estoy seguro es de que me gustaría que Dios existiera». Qué diferente es hoy la postura de quienes, teniendo todavía fe en su corazón, la descuidan hasta perderla del todo. La escena evangélica nos presenta a unos discípulos interesados en conocer mejor el mundo de Jesús. El Maestro les pregunta: «¿Qué buscáis?», y ellos contestan: «Maestro, ¿dónde vives?». La respuesta de Jesús es todo un programa: «Venid y lo veréis». No hay recetas mágicas para reavivar la fe. El camino es buscar, entrar en contacto con Jesús y conocer una manera nueva de vivir. HACERNOS MÁS CRISTIANOS ¿Esto que vivo yo es fe?, ¿cómo se hace uno más creyente?, ¿qué pasos hay que dar? Son preguntas que escucho con frecuencia a personas que desean hacer un recorrido interior hacia Jesucristo, pero no saben qué camino seguir. Cada uno ha de escuchar su propia llamada, pero a todos nos puede hacer bien recordar cosas esenciales. Creer en Jesucristo no es tener una opinión sobre él. Me han hablado muchas veces de él; tal vez he leído algo sobre su vida; me atrae su personalidad; tengo una idea de su mensaje. No basta. Si quiero vivir una nueva experiencia de lo que es creer en Cristo, tengo que movilizar todo mi mundo interior. Es muy importante no pensar en Cristo como alguien ausente y lejano. No quedarnos en el «Niño de Belén», el «Maestro de Galilea» o el «Crucificado del Calvario». No reducirlo tampoco a una idea o un concepto. Cristo es una «presencia viva», alguien que está en nuestra vida y con quien podemos comunicarnos en la aventura de cada día. No pretendas imitarle rápidamente. Antes es mejor penetrar en una comprensión más intima de su persona. Dejarnos seducir por su misterio. Captar el Espíritu que le hace vivir de una manera tan humana. Intuir la fuerza de su amor al ser humano, su pasión por la vida, su ternura hacia el débil, su confianza total en la salvación de Dios. Un paso decisivo puede ser leer los evangelios para buscar personalmente la verdad de Jesús. No hace falta saber mucho para entender su mensaje. No es necesario dominar las técnicas más modernas de interpretación. Lo decisivo es ir al fondo de esa vida desde mi propia experiencia. Guardar sus palabras dentro del corazón. Alimentar el gusto de la vida con su fuego. Leer el evangelio no es exactamente encontrar «recetas» para vivir. Es otra cosa. Es experimentar que, viviendo como él, se puede vivir de manera diferente, con libertad y alegría interiores. Los primeros cristianos vivían con esta idea: ser cristiano es «revestirse de Cristo», reproducir en nosotros su vida. Esto es lo esencial. Por eso, cuando dos discípulos preguntan a Jesús: «Maestro, ¿dónde vives?», ¿qué es para ti vivir?, él les responde: «Venid y lo veréis».


5

ALEGRÍA Y AMOR En aquel tiempo había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí; Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda. Faltó el vino, y la madre de Jesús le dijo: –No les queda vino. Jesús le contestó: –Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora. Su madre dijo a los sirvientes: –Haced lo que él diga. Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dijo: –Llenad las tinajas de agua. Y las llenaron hasta arriba. Entonces les mandó: –Sacad ahora, y llevádselo al mayordomo. Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llamó al novio y le dijo: –Todo el mundo pone primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora. Así, en Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él. Después bajó a Cafarnaún con su madre y sus hermanos y sus discípulos, pero no se quedaron allí muchos días (Juan 2,1-11). LENGUAJE DE GESTOS El evangelista Juan no dice que Jesús hizo «milagros» o «prodigios». Él los llama «signos», porque son gestos que apuntan hacia algo más profundo de lo que pueden ver nuestros ojos. En concreto, los signos que Jesús realiza orientan hacia su persona y nos descubren su fuerza salvadora. Lo sucedido en Caná de Galilea es el comienzo de todos los signos. El prototipo de los que Jesús irá llevando a cabo a lo largo de su vida. En esa «transformación del agua en vino» se nos propone la clave para captar el tipo de transformación salvadora que opera Jesús. Todo ocurre en el marco de una boda, la fiesta humana por excelencia, el símbolo más expresivo del amor, la mejor imagen de la tradición bíblica para evocar la comunión definitiva de Dios con el ser humano. La salvación de Jesucristo ha de ser vivida y ofrecida por sus seguidores como una fiesta que da plenitud a las fiestas humanas cuando estas quedan vacías, «sin vino» y sin capacidad de saciar nuestra sed de felicidad total. El relato sugiere algo más. El agua solo puede ser saboreada como vino cuando, siguiendo las palabras de Jesús, es «sacada» de seis grandes tinajas de piedra, utilizadas por


los judíos para sus purificaciones. La religión de la ley, escrita en tablas de piedra, está exhausta; no hay agua capaz de purificar al ser humano. Esa religión ha de ser liberada por el amor y la vida que comunica Jesús. Por eso no se puede evangelizar de cualquier manera. Para comunicar la fuerza transformadora de Jesús no bastan las palabras, son necesarios los gestos. Evangelizar no es solo hablar, predicar o enseñar; menos aún juzgar, amenazar o condenar. Es necesario actualizar, con fidelidad creativa, los signos que Jesús hacía para introducir la alegría de Dios haciendo más dichosa la vida dura de aquellos campesinos. A muchos contemporáneos, la palabra de la Iglesia los deja indiferentes. Nuestras celebraciones los aburren. Necesitan conocer signos más cercanos y amistosos por parte de la Iglesia para descubrir en los cristianos la capacidad de Jesús para aliviar el sufrimiento y la dureza de la vida. ¿Quién querrá escuchar hoy lo que ya no se presenta como noticia gozosa, especialmente si se hace invocando el evangelio con tono autoritario y amenazador? Jesucristo es esperado por muchos como una fuerza y un estímulo para vivir de manera más sensata y gozosa. Si solo conocen una «religión aguada» y no pueden saborear algo de la alegría festiva que Jesús contagiaba, muchos seguirán alejándose. ALEGRÍA Y AMOR Según el evangelista Juan, Jesús fue realizando signos para dar a conocer el misterio encerrado en su persona y para invitar a la gente a acoger la fuerza salvadora que traía consigo. ¿Cuál fue el primer signo?, ¿qué es lo primero que hemos de encontrar en Jesús? El evangelista habla de una boda en Caná de Galilea, una pequeña aldea de montaña, a quince kilómetros de Nazaret. Sin embargo, la escena tiene un carácter claramente simbólico. Ni la esposa ni el esposo tienen rostro: no hablan ni actúan. El único importante es un «invitado» que se llama Jesús. Las bodas eran en Galilea la fiesta más esperada y querida entre las gentes del campo. Durante varios días, familiares y amigos acompañaban a los novios comiendo y bebiendo con ellos, bailando danzas de boda y cantando canciones de amor. De pronto, la madre de Jesús le hace notar algo terrible: «no les queda vino». ¿Cómo van a seguir cantando y bailando? El vino es indispensable en una boda. Para aquellas gentes, el vino era, además, el símbolo más expresivo del amor y la alegría. Lo decía la tradición: «El vino alegra el corazón». Lo cantaba la novia a su amado en un precioso canto de amor: «Tus amores son mejores que el vino». ¿Qué puede ser una boda sin alegría y sin amor?, ¿qué se puede celebrar con el corazón triste y vacío de amor? En el patio de la casa hay «seis tinajas de piedra». Son enormes. Están «colocadas allí», de manera fija. En ellas se guarda el «agua» para las purificaciones. Representan la piedad religiosa de aquellos campesinos que tratan de vivir «puros» ante Dios. Jesús transforma el agua en vino. Su intervención va a introducir amor y alegría en aquella religión. Esta es su primera aportación. ¿Cómo podemos pretender seguir a Jesús sin cuidar más entre nosotros la alegría y el amor?, ¿qué puede haber más importante que esto en la Iglesia y en el mundo?, ¿hasta cuándo podremos conservar en «tinajas de piedra» una fe triste y aburrida?, ¿para qué sirven todos nuestros esfuerzos, si no somos capaces de introducir amor en nuestra religión? Nada puede ser más triste que decir de una comunidad cristiana: «No les queda vino».


VINO BUENO Jesús ha sido conocido siempre como el fundador del cristianismo. Hoy, sin embargo, comienza a abrirse paso otra actitud: Jesús es de todos, no solo de los cristianos. Su vida y su mensaje son patrimonio de la humanidad. Nadie en Occidente ha tenido un poder tan grande sobre los corazones. Nadie ha expresado mejor que él las inquietudes e interrogantes del ser humano. Nadie ha despertado tanta esperanza. Nadie ha comunicado una experiencia tan sana de Dios sin proyectar sobre él ambiciones, miedos y fantasmas. Nadie se ha acercado al dolor humano de manera tan honda y entrañable. Nadie ha abierto una esperanza tan firme ante el misterio de la muerte y la finitud humana. Dos mil años nos separan de Jesús, pero su persona y su mensaje siguen atrayendo a muchos. Es verdad que interesa poco en algunos ambientes, pero también es cierto que el paso del tiempo no ha borrado su fuerza seductora ni amortiguado el eco de su palabra. Hoy, cuando las ideologías y religiones experimentan una crisis profunda, la figura de Jesús escapa de toda doctrina y trasciende toda religión, para invitar directamente a los hombres y mujeres de hoy a una vida más digna, dichosa y esperanzada. Los primeros cristianos experimentaron a Jesús como fuente de vida nueva. De él recibían un aliento diferente para vivir. Sin él, todo se les volvía de nuevo seco, estéril, apagado. El evangelista Juan redacta el episodio de la boda de Caná para presentar simbólicamente a Jesús como portador de un «vino bueno», capaz de reavivar el espíritu. Jesús puede ser hoy fermento de nueva humanidad. Su vida, su mensaje y su persona invitan a inventar formas nuevas de vida sana. Él puede inspirar caminos más humanos en una sociedad que busca el bienestar ahogando el espíritu y matando la compasión. Él puede despertar el gusto por una vida más humana en personas vacías de interioridad, pobres de amor y necesitadas de esperanza. FALTA VINO El episodio de Caná es de gran riqueza para quien se adentra en la estructura y la intención teológica del relato. Esta boda anónima en la que los esposos no tienen rostro ni voz propia es figura de la antigua alianza judía. En esta boda falta un elemento indispensable. Falta el vino, signo de alegría y símbolo del amor, como cantaba ya el Cantar de los Cantares. Es una situación triste que solo quedará transformada por el «vino» nuevo aportado por Jesús. Un «vino» que solo lo saborean quienes han creído en el amor gratuito de Dios Padre y viven animados por un espíritu de verdadera fraternidad. Vivimos en una sociedad donde cada vez se debilita más la raíz cristiana del amor desinteresado. Con frecuencia, el amor queda reducido a un intercambio mutuo, placentero y útil, donde cada persona busca su propio interés. Todavía se piensa que es mejor amar que no amar, pero, en la práctica, muchos estarían de acuerdo con aquel planteamiento anticristiano de Sigmund Freud: «Si amo a alguien, es preciso que este lo merezca por algún título». No es fácil saber qué alegría puede sobrevivir ya en una sociedad modelada según el pensar de profesores como Fernando Savater, que escribe así: «Se dice que debo preocuparme por los otros, no conformarme con mi propio bien, sino intentar propiciar el ajeno, incluso renunciar a mi riqueza o a mi bienestar personal o a mi seguridad para ayudar a conseguir formas más altas de armonía en la sociedad, o para colaborar en el fin


de la explotación del hombre por el hombre. Pero, ¿por qué debo hacerlo?... ¿No es signo de salud que me ame ante todo a mí mismo?». En la nueva Constitución de nuestro país ha desaparecido el término «fraternidad», sustituido por la palabra «solidaridad». Cabe preguntarse si sabremos comprometernos en una verdadera solidaridad cuando no nos reconocemos como hermanos. ¿Es suficiente reducir la convivencia a una correlación de derechos y obligaciones? ¿Basta organizar la vida social como una mera asociación de intereses privados? Esta sociedad, donde la persona es fácilmente utilizada al servicio de intereses egoístas, necesita la reacción vigorosa de quienes creemos que todo ser humano es intocable, pues es hijo de Dios y hermano nuestro. El amor al hermano como alguien digno de ser amado de manera absoluta es un «vino» que comienza a escasear. Pero no lo olvidemos. Sin este «vino» no es posible la verdadera alegría. CASARSE Tengo la impresión de que la mayoría de los esposos cristianos viven su matrimonio sin sospechar siquiera la grandeza que encierra su vida matrimonial. Escuchan de la Iglesia una cuidada predicación sobre los deberes matrimoniales, pero no siempre se sienten invitados a vivir con gozo la mística que debería animar y dar sentido a su matrimonio. Y, sin embargo, las exigencias morales del matrimonio solo se entienden cuando se ha intuido de alguna manera el misterio que los esposos están llamados a vivir y disfrutar. Por eso, tal vez lo más urgente y apasionante para las parejas cristianas es entender bien qué significa «celebrar el sacramento del matrimonio». «Sacramento» es una palabra gastada que apenas dice hoy algo a muchos cristianos. Bastantes no saben siquiera que, en su origen, «sacramento» significa «signo», «señal». Cuando dos creyentes se casan por la Iglesia, lo que buscan es convertir su amor en sacramento, es decir, en signo o señal del amor que Dios vive hacia sus criaturas. Esto es lo que los novios quieren decir con su gesto en el momento de la boda: «Nosotros nos queremos con tal verdad y fidelidad, con tanta ternura y entrega, de manera tan total, que nos atrevemos a presentaros nuestro amor como “sacramento”, es decir, como signo del amor que Dios nos tiene. En adelante, cuando veáis cómo nos queremos, podréis intuir, aunque sea de manera deficiente e imperfecta, cómo os quiere Dios». Pero su amor se convierte en sacramento precisamente porque cada uno de ellos comienza a ser «sacramento» de Dios para el otro. Al casarse, los esposos cristianos se dicen así el uno al otro: «Yo te amaré de tal manera que, cuando te sientas querido o querida por mí, podrás percibir cómo te quiere Dios. Yo seré para ti gracia de Dios. A través de mí te llegará su amor. Yo seré un pequeño “sacramento” donde podrás intuir el amor con que Dios te quiere». Por eso, el matrimonio no es solo un sacramento, sino un «estado sacramental». La boda no es sino el inicio de una vida en la que los esposos pueden descubrir a Dios en su propio amor matrimonial. El amor íntimo que ellos celebran y disfrutan, los gestos de cariño y ternura que se intercambian, la entrega y fidelidad que viven día a día, el perdón y la comprensión que sostienen su existencia, todo tiene para ellos un carácter único y diferente, misterioso y sacramental. A pesar de sus errores y sus limitaciones, en el interior de su amor han de saborear ellos la gracia de Dios, su cercanía y su perdón. Nunca es tarde para aprender a vivir con más hondura. Aquel Jesús que iluminó con su presencia la boda de Caná puede enseñar a los esposos cristianos a beber todavía un


«vino mejor».


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INDIGNACIÓN DE JESÚS En aquel tiempo se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: –Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre. Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora». Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: –¿Qué signos nos muestras para obrar así? Jesús contestó: –Destruid este templo, y en tres días lo levantaré. Los judíos replicaron: –Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días? Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de lo que había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús. Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba con ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre (Juan 2,13-25). LA INDIGNACIÓN DE JESÚS Acompañado de sus discípulos, Jesús sube por vez primera a Jerusalén para celebrar las fiestas de Pascua. Al asomarse al recinto que rodea el Templo se encuentra con un espectáculo inesperado. Vendedores de bueyes, ovejas y palomas ofreciendo a los peregrinos los animales que necesitan para sacrificarlos en honor a Dios. Cambistas instalados en sus mesas, traficando con el cambio de monedas paganas por la única moneda oficial aceptada por los sacerdotes. Jesús se llena de indignación. El narrador describe su reacción de manera muy gráfica: con un látigo saca del recinto sagrado a los animales, vuelca las mesas de los cambistas, echando por tierra sus monedas, y grita: «No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre». Jesús se siente como un extraño en aquel lugar. Lo que ven sus ojos nada tiene que ver con el verdadero culto a su Padre. La religión del Templo se ha convertido en un negocio donde los sacerdotes buscan buenos ingresos y donde los peregrinos tratan de «comprar» a Dios con sus ofrendas. Jesús recuerda seguramente unas palabras del profeta Oseas, que repetirá más de una vez a lo largo de su vida: «Así dice Dios: “Yo quiero amor y no sacrificios”». Aquel templo no es la casa de un Dios Padre en la que todos se acogen mutuamente


como hermanos y hermanas. Jesús no puede ver allí esa «familia de Dios» que quiere ir formando con sus seguidores. Aquello no es sino un mercado donde cada uno busca su negocio. No pensemos que Jesús está condenando una religión primitiva, poco evolucionada. Su crítica es más profunda. Dios no puede ser el protector y encubridor de una religión tejida de intereses y egoísmos. Dios es un Padre al que solo se da culto trabajando por una comunidad más humana, solidaria y fraterna. Casi sin darnos cuenta, todos nos podemos convertir en «vendedores y cambistas» que no saben vivir sino buscando su propio interés. Estamos convirtiendo el mundo en un gran mercado donde todo se compra y se vende, y corremos el riesgo de vivir incluso la relación con Dios de manera mercantil. Hemos de hacer de nuestras comunidades cristianas un espacio donde todos nos podamos sentir en la «casa del Padre». Una casa acogedora y cálida donde a nadie se le cierran las puertas, donde a nadie se excluye ni discrimina. Una casa donde aprendemos a escuchar el sufrimiento de los hijos más desvalidos de Dios y no solo nuestro propio interés. Una casa donde podemos invocar a Dios como Padre porque nos sentimos sus hijos e hijas, y buscamos vivir como hermanos y hermanas. ¿QUÉ RELIGIÓN ES LA NUESTRA? Todos los evangelios se hacen eco de un gesto audaz y provocativo de Jesús dentro del recinto del Templo de Jerusalén. Probablemente no fue muy espectacular. Atropelló a un grupo de vendedores de palomas, volcó las mesas de algunos cambistas y trató de interrumpir la actividad durante algunos momentos. No pudo hacer mucho más. Sin embargo, aquel gesto cargado de fuerza profética fue lo que desencadenó su detención y rápida ejecución. Atacar el Templo era atacar el corazón del pueblo judío: el centro de su vida religiosa, social y política. El Templo era intocable. Allí habitaba el Dios de Israel. ¿Qué sería del pueblo sin su presencia entre ellos?, ¿cómo podrían sobrevivir sin el Templo? Para Jesús, sin embargo, era el gran obstáculo para acoger el reino de Dios tal como él lo entendía y proclamaba. Su gesto ponía en cuestión el sistema económico, político y religioso sustentado desde aquel «lugar santo». ¿Qué era aquel Templo?, ¿signo del reino de Dios y su justicia o símbolo de colaboración con Roma?, ¿casa de oración o almacén de los diezmos y primicias de los campesinos?, ¿santuario del perdón de Dios o justificación de toda clase de injusticias? Aquello era un «mercado». Mientras en el entorno de la «casa de Dios» se acumulaba la riqueza, en las aldeas crecía la miseria de sus hijos. No. Dios no legitimaría jamás una religión como aquella. El Dios de los pobres no podía reinar desde aquel Templo. Con la llegada de su reinado perdía su razón de ser. La actuación de Jesús nos pone en guardia a todos sus seguidores y nos obliga a preguntarnos qué religión estamos cultivando en nuestros templos. Si no está inspirada por Jesús, se puede convertir en una manera «santa» de cerrarnos al proyecto de Dios que Jesús quería impulsar en el mundo. Lo primero no es la religión, sino el reino de Dios. ¿Qué religión es la nuestra?, ¿hace crecer nuestra compasión por los que sufren o nos permite vivir tranquilos en nuestro bienestar?, ¿alimenta nuestros propios intereses o nos pone a trabajar por un mundo más humano? Si se parece a la del Templo judío, Jesús no la bendeciría. EL AMOR NO SE COMPRA


Cuando Jesús entra en el Templo de Jerusalén no encuentra gentes que buscan a Dios, sino comercio religioso. Su actuación violenta frente a «vendedores y cambistas» no es sino la reacción del Profeta que se encuentra con la religión convertida en mercado. Aquel Templo, llamado a ser el lugar en que se había de manifestar la gloria de Dios y su amor fiel, se ha convertido en lugar de engaños y abusos, donde reina el afán de dinero y el comercio interesado. Quien conozca a Jesús no se extrañará de su indignación. Si algo aparece constantemente en el núcleo mismo de su mensaje es la gratuidad de Dios, que ama a sus hijos e hijas sin límites y solo quiere ver entre ellos amor fraterno y solidario. Por eso, una vida convertida en mercado donde todo se compra y se vende, incluso la relación con el misterio de Dios, es la perversión más destructora de lo que Jesús quiere promover. Es cierto que nuestra vida solo es posible desde el intercambio y el mutuo servicio. Todos vivimos dando y recibiendo. El riesgo está en reducir nuestras relaciones a comercio interesado, pensando que en la vida todo consiste en vender y comprar, sacando el máximo provecho a los demás. Casi sin darnos cuenta nos podemos convertir en «vendedores y cambistas» que no saben hacer otra cosa sino negociar. Hombres y mujeres incapacitados para amar, que han eliminado de su vida todo lo que sea dar. Es fácil entonces la tentación de negociar incluso con Dios. Se le obsequia con algún culto para quedar bien con él, se pagan misas o se hacen promesas para obtener de él algún beneficio, se cumplen ritos para tenerlo a nuestro favor. Lo grave es olvidar que Dios es amor, y el amor no se compra. Por algo decía Jesús que Dios «quiere amor y no sacrificios». Tal vez, lo primero que necesitamos escuchar hoy en la Iglesia es el anuncio de la gratuidad de Dios. En un mundo convertido en mercado, donde todo es exigido, comprado o ganado, solo lo gratuito puede seguir fascinando y sorprendiendo, pues es el signo más auténtico del amor. Los creyentes hemos de estar más atentos a no desfigurar a un Dios que es amor gratuito, haciéndolo a nuestra medida: tan triste, egoísta y pequeño como nuestras vidas mercantilizadas. Quien conoce «la sensación de la gracia» y ha experimentado alguna vez el amor sorprendente de Dios, se siente invitado a irradiar su gratuidad y, probablemente, es quien mejor puede introducir algo bueno y nuevo en esta sociedad donde tantas personas mueren de soledad, aburrimiento y falta de amor. SIN SITIO PARA DIOS El dato ha sido recordado por los observadores del hecho religioso: Dios está presente en los pueblos pobres y marginados de la tierra, y se está ocultando lentamente en los pueblos ricos y poderosos. Los países que son pobres en poder, dinero y tecnología son más ricos en humanidad y espiritualidad que las sociedades que los marginan. Tal vez, el viejo relato de Jesús expulsando del Templo a los mercaderes nos pone sobre la pista, no la única, que puede explicar el porqué de este ocultamiento de Dios precisamente en las sociedades de la abundancia y del bienestar. El contenido esencial de la escena evangélica se puede resumir así: allí donde se busca el propio beneficio no hay sitio para un Dios que es Padre de todos. Cuando Jesús llega a Jerusalén, no encuentra gente que busca a Dios, sino comercio.


El mismo Templo se ha convertido en un gran mercado. La religión sigue funcionando, pero nadie escucha a Dios. Su voz queda silenciada por el ruido del dinero. Lo único que interesa es el propio beneficio. Según el evangelista, Jesús actúa movido por «el celo de la casa de Dios». El término griego significa ardor, pasión. Jesús es un «apasionado» por la causa del verdadero Dios y, cuando ve que está siendo desfigurado por intereses económicos, reacciona con pasión denunciando esa religión falsa e hipócrita. La actuación de Jesús recuerda las terribles condenas pronunciadas en el pasado por los profetas de Israel. Solo citaré las palabras que Isaías pone en labios de Dios: «Estoy harto de holocaustos... No me traigáis más dones vacíos ni incienso execrable... Yo detesto vuestras solemnidades y fiestas; se me han vuelto una carga que no soporto. Cuando extendéis las manos, cierro los ojos; aunque multipliquéis las plegarias, no escucharé. Vuestras manos están llenas de sangre. Lavaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones. Cesad de obrar el mal, aprended a obrar el bien. Buscad la justicia, levantad al oprimido; defended al huérfano, proteged a la viuda. Entonces venid» (Isaías 1,11-18). No es extraño que en la «Europa de los mercaderes» se hable hoy de «crisis de Dios» (Gotteskrise). Allí donde se busca la propia ventaja o ganancia, sin tener en cuenta a los necesitados, no hay sitio para el verdadero Dios. Allí el anhelo de la trascendencia se apaga y las exigencias del amor se olvidan. Esta Europa del bienestar, donde la crisis de Dios está ya generando una profunda crisis del ser humano, necesita escuchar un mensaje claro y apasionado: «Quien no practica la justicia, y quien no ama a su hermano, no es de Dios» (1 Juan 3,1). UN TEMPLO NUEVO Los cuatro evangelistas se hacen eco del gesto provocativo de Jesús expulsando del Templo a «vendedores» de animales y «cambistas» de dinero. No puede soportar ver la casa de su Padre llena de gentes que viven del culto. A Dios no se le compra con «sacrificios». Pero Juan, el último evangelista, añade un diálogo con los judíos en el que Jesús afirma de manera solemne que, tras la destrucción del Templo, él «lo levantará en tres días». Nadie puede entender lo que dice. Por eso el evangelista añade: «Jesús hablaba del templo de su cuerpo». No olvidemos que Juan está escribiendo su evangelio cuando el Templo de Jerusalén lleva veinte o treinta años destruido. Muchos judíos se sienten huérfanos. El Templo era el corazón de su religión. ¿Cómo podrán sobrevivir sin la presencia de Dios en medio de su pueblo? El evangelista recuerda a los seguidores de Jesús que ellos no han de sentir nostalgia del viejo Templo. Jesús, «destruido» por las autoridades religiosas, pero «resucitado» por el Padre, es el «nuevo templo». No es una metáfora atrevida. Es una realidad que ha de marcar para siempre la relación de los cristianos con Dios. Para quienes ven en Jesús el nuevo templo donde habita Dios, todo es diferente. Para encontrarse con él no es suficiente entrar en una iglesia. Es necesario acercarse a Jesús, entrar en su proyecto, seguir sus pasos, vivir con su espíritu. En este nuevo templo que es Jesús, para adorar a Dios no basta el incienso, las aclamaciones ni las liturgias solemnes. Los verdaderos adoradores son aquellos que viven ante Dios «en espíritu y en verdad». La verdadera adoración consiste en vivir con el «Espíritu» de Jesús en la «verdad» del evangelio. Sin esto, el culto es «adoración vacía».


Las puertas de este nuevo templo que es Jesús están abiertas a todos. Nadie está excluido. Pueden entrar en él los pecadores, los impuros e incluso los paganos. El Dios que habita en Jesús es de todos y para todos. En este templo no se hace discriminación alguna. No hay espacios diferentes para hombres y para mujeres. No hay razas elegidas ni pueblos excluidos. Los únicos preferidos son los necesitados de amor y de vida.


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DIOS AMA ESTE MUNDO En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo: –Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios (Juan 3,14-21). MIRAR AL CRUCIFICADO El evangelista Juan nos habla de un extraño encuentro de Jesús con un importante fariseo, llamado Nicodemo. Según el relato, es Nicodemo quien toma la iniciativa y va a donde Jesús «de noche». Intuye que Jesús es «un hombre venido de Dios», pero se mueve entre tinieblas. Jesús lo irá conduciendo hacia la luz. Nicodemo representa en el relato a todo aquel que busca sinceramente encontrarse con Jesús. Por eso, en cierto momento, Nicodemo desaparece de escena y Jesús prosigue su discurso para terminar con una invitación general a no vivir en tinieblas, sino a buscar la luz. Según Jesús, la luz que lo puede iluminar todo está en el Crucificado. La afirmación es atrevida: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna». ¿Podemos ver y sentir el amor de Dios en ese hombre torturado en la cruz? Acostumbrados desde niños a ver la cruz por todas partes, no hemos aprendido a mirar el rostro del Crucificado con fe y con amor. Nuestra mirada distraída no es capaz de descubrir en ese rostro la luz que podría iluminar nuestra vida en los momentos más duros y difíciles. Sin embargo, Jesús nos está mandando desde la cruz señales de vida y de amor. En esos brazos extendidos, que no pueden ya abrazar a los niños, y en esa manos clavadas, que no pueden acariciar a los leprosos ni bendecir a los enfermos, está Dios con sus brazos abiertos para acoger, abrazar y sostener nuestras pobres vidas, rotas por tantos sufrimientos. Desde ese rostro apagado por la muerte, desde esos ojos que ya no pueden mirar con ternura a pecadores y prostitutas, desde esa boca que no puede gritar su indignación por las víctimas de tantos abusos e injusticias, Dios nos está revelando su «amor loco» por la humanidad. «Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se


salve por él». Podemos acoger a ese Dios y lo podemos rechazar. Nadie nos fuerza. Somos nosotros los que hemos de decidir. Pero «la Luz ya ha venido al mundo». ¿Por qué tantas veces rechazamos la luz que nos viene del Crucificado? Él podría poner luz en la vida más desgraciada y fracasada, pero «el que obra mal... no se acerca a la luz para no verse acusado por sus obras». Cuando vivimos de manera poco digna, evitamos la luz, porque nos sentimos mal ante Dios. No queremos mirar al Crucificado. Por el contrario, «el que realiza la verdad se acerca a la luz». No huye a la oscuridad. No tiene nada que ocultar. Busca con su mirada al Crucificado. Él lo hace vivir en la luz. DIOS AMA EL MUNDO No es una frase más. Palabras que se podrían eliminar del evangelio sin que nada importante cambiara. Es la afirmación que recoge el núcleo esencial de la fe cristiana. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único». Este amor de Dios es el origen y el fundamento de nuestra esperanza. «Dios ama el mundo». Lo ama tal como es. Inacabado e incierto. Lleno de conflictos y contradicciones. Capaz de lo mejor y de lo peor. Este mundo no recorre su camino solo, perdido y desamparado. Dios lo envuelve con su amor por los cuatro costados. Esto tiene consecuencias de la máxima importancia. Primero, Jesús es, antes que nada, el «regalo» que Dios ha hecho al mundo, no solo a los cristianos. Los investigadores pueden discutir sin fin sobre muchos aspectos de su figura histórica. Los teólogos pueden seguir desarrollando sus teorías más ingeniosas. Solo quien se acerca a Jesús como el gran regalo de Dios puede ir descubriendo en él, con emoción y gozo, la cercanía de Dios a todo ser humano. Segundo. La razón de ser de la Iglesia, lo único que justifica su presencia en el mundo, es recordar el amor de Dios. Lo ha subrayado muchas veces el Vaticano II: la Iglesia «es enviada por Cristo a manifestar y comunicar el amor de Dios a todos los hombres». Nada hay más importante. Lo primero es comunicar ese amor de Dios a todo ser humano. Tercero. Según el evangelista, Dios hace al mundo ese gran regalo que es Jesús, «no para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él». Es peligroso hacer de la denuncia y la condena del mundo moderno todo un programa pastoral. Solo con el corazón lleno de amor a todos podemos llamarnos unos a otros a la conversión. Si las personas se sienten condenadas por Dios, no les estamos transmitiendo el mensaje de Jesús, sino otra cosa: tal vez nuestro resentimiento y enojo. Cuarto. En estos momentos en que todo parece confuso, incierto y desalentador, nada nos impide a cada uno introducir un poco de amor en el mundo. Es lo que hizo Jesús. No hay que esperar a nada. ¿Por qué no va a haber en estos momentos hombres y mujeres buenos que introducen en el mundo amor, amistad, compasión, justicia, sensibilidad y ayuda a los que sufren…? Estos construyen la Iglesia de Jesús, la Iglesia del amor. DIOS ES DE TODOS Pocas frases habrán sido tan citadas como esta que el evangelio de Juan pone en labios de Jesús. Los autores ven en ella un resumen de lo esencial de la fe, tal como se vivía entre no pocos cristianos a comienzos del siglo II: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único». Dios ama al mundo entero, no solo a aquellas comunidades cristianas a las que ha


llegado el mensaje de Jesús. Ama a todo el género humano, no solo a la Iglesia. Dios no es propiedad de los cristianos. No ha de ser acaparado por ninguna religión. No cabe en ninguna catedral, mezquita o sinagoga. Dios habita en todo ser humano acompañando a cada persona en sus gozos y desgracias. A nadie deja abandonado, pues tiene sus caminos para encontrarse con cada cual, sin que tenga que seguir necesariamente los que nosotros le marcamos. Jesús le veía cada mañana «haciendo salir su sol sobre buenos y malos». Dios no sabe ni quiere ni puede hacer otra cosa sino amar, pues en lo más íntimo de su ser es amor. Por eso dice el evangelio que ha enviado a su Hijo, no para «condenar al mundo», sino para que «el mundo se salve por medio de él». Ama el cuerpo tanto como el alma, y el sexo tanto como la inteligencia. Lo único que desea es ver ya, desde ahora y para siempre, a la humanidad entera disfrutando de su creación. Este Dios sufre en la carne de los hambrientos y humillados de la tierra; está en los oprimidos defendiendo su dignidad, y en los que luchan contra la opresión alentando su esfuerzo. Está siempre en nosotros para «buscar y salvar» lo que nosotros estropeamos y echamos a perder. Dios es así. Nuestro mayor error sería olvidarlo. Más aún. Encerrarnos en nuestros prejuicios, condenas y mediocridad religiosa, impidiendo a las gentes cultivar esta fe primera y esencial. ¿Para qué sirven los discursos de los teólogos, moralistas, predicadores y catequistas si no despiertan la alabanza al Creador, si no hacen crecer en el mundo la amistad y el amor, si no hacen la vida más bella y luminosa, recordando que el mundo está envuelto por los cuatro costados por el amor de Dios? ABRIRNOS AL MISTERIO DE DIOS A lo largo de los siglos, los teólogos han realizado un gran esfuerzo por acercarse al misterio de Dios formulando con diferentes construcciones conceptuales las relaciones que vinculan y diferencian a las Personas divinas en el seno de la Trinidad. Esfuerzo, sin duda, legítimo, nacido del amor y el deseo de Dios. Jesús, sin embargo, no sigue ese camino. Desde su propia experiencia de Dios, invita a sus seguidores a relacionarse de manera confiada con Dios Padre, a seguir fielmente sus pasos de Hijo de Dios encarnado, y a dejarnos guiar y alentar por el Espíritu Santo. Nos enseña así a abrirnos al misterio santo de Dios. Antes que nada, Jesús invita a sus seguidores a vivir como hijos e hijas de un Dios cercano, bueno y entrañable, al que todos podemos invocar como Padre querido. Lo que caracteriza a este Padre no es su poder y su fuerza, sino su bondad y su compasión infinitas. Nadie está solo. Todos tenemos un Dios Padre que nos comprende, nos quiere y nos perdona como nadie. Jesús nos descubre que este Padre tiene un proyecto nacido de su corazón: construir con todos sus hijos e hijas un mundo más humano y fraterno, más justo y solidario. Jesús lo llama «reino de Dios», e invita a todos a entrar en ese proyecto del Padre buscando una vida más justa y digna para todos, empezando por sus hijos más pobres, indefensos y necesitados. Al mismo tiempo, Jesús invita a sus seguidores a que confíen también en él: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios; creed también en mí». Él es el Hijo de Dios, imagen viva de su Padre. Sus palabras y sus gestos nos descubren cómo nos quiere el Padre de todos. Por eso invita a todos a seguirlo. Él nos enseñará a vivir con confianza y docilidad al servicio del proyecto del Padre.


Con su grupo de seguidores, Jesús quiere formar una familia nueva donde todos busquen «cumplir la voluntad del Padre». Esta es la herencia que quiere dejar en la tierra: un movimiento de hermanos y hermanas al servicio de los más pequeños y desvalidos. Esa familia será símbolo y germen del nuevo mundo querido por el Padre. Para esto necesitan acoger al Espíritu que alienta el Padre y a su Hijo Jesús: «Vosotros recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y así seréis mis testigos». Este Espíritu es el amor de Dios, el aliento que comparten el Padre y su Hijo Jesús, la fuerza, el impulso y la energía vital que hará de los seguidores de Jesús sus testigos y colaboradores al servicio del gran proyecto de la Trinidad Santa. EL CRISTIANO ANTE DIOS No siempre se nos hace fácil a los cristianos relacionarnos de manera concreta y viva con el misterio de Dios confesado como Trinidad. Sin embargo, la crisis religiosa nos está invitando a cuidar más que nunca una relación personal, sana y gratificante con él. Jesús, el Misterio de Dios hecho carne en el Profeta de Galilea, es el mejor punto de partida para reavivar una fe sencilla. ¿Cómo vivir ante el Padre? Jesús nos enseña dos actitudes básicas. En primer lugar, una confianza total. El Padre es bueno. Nos quiere sin fin. Nada le importa más que nuestro bien. Podemos confiar en él sin miedos, recelos, cálculos o estrategias. Vivir es confiar en el Amor como misterio último de todo. En segundo lugar, una docilidad incondicional. Es bueno vivir atentos a la voluntad de ese Padre, pues solo quiere una vida más digna para todos. No hay una manera de vivir más sana y acertada. Esta es la motivación secreta de quien vive ante el misterio de la realidad desde la fe en un Dios Padre. ¿Qué es vivir con el Hijo de Dios encarnado? En primer lugar, seguir a Jesús: conocerlo, creerle, sintonizar con él, aprender a vivir siguiendo sus pasos. Mirar la vida como la miraba él; tratar a las personas como él las trataba; sembrar signos de bondad y de libertad creadora como hacía él. Vivir haciendo la vida más humana. Así vive Dios cuando se encarna. Para un cristiano no hay otro modo de vivir más apasionante. En segundo lugar, colaborar en el proyecto de Dios que Jesús pone en marcha siguiendo la voluntad del Padre. No podemos permanecer pasivos. A los que lloran, Dios los quiere ver riendo, a los que tienen hambre los quiere ver comiendo. Hemos de cambiar las cosas para que la vida sea vida para todos. Este proyecto que Jesús llama «reino de Dios» es el marco, la orientación y el horizonte que se nos propone desde el misterio último de Dios para hacer la vida más humana. ¿Qué es vivir animados por el Espíritu Santo? En primer lugar vivir animados por el amor. Así se desprende de toda la trayectoria de Jesús. Lo esencial es vivirlo todo con amor y desde el amor. Nada hay más importante. El amor es la fuerza que pone sentido, verdad y esperanza en nuestra existencia. Es el amor el que nos salva de tantas torpezas, errores y miserias. Por último, quien vive «ungido por el Espíritu de Dios» se siente enviado de manera especial a anunciar a los pobres la Buena Noticia. Su vida tiene fuerza liberadora para los cautivos; pone luz en quienes viven ciegos; es un regalo para quienes se sienten desgraciados.


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JESÚS Y LA SAMARITANA En aquel tiempo llegó Jesús a un pueblo de Samaría llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José: allí estaba el manantial de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía. Llega una mujer de Samaría a sacar agua, y Jesús le dice: –Dame de beber. La samaritana le dice: –¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana? (Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.) Jesús le contestó: –Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva. La mujer le dice: –Señor, si no tienes cubo y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados? Jesús le contesta: –El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna. La mujer le dice: –Señor, dame esa agua: así no tendré más sed ni tendré que venir aquí a sacarla. Él le dice: –Anda, llama a tu marido y vuelve. La mujer le contesta: –No tengo marido. Jesús le dice: –Tienes razón que no tienes marido: has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad. La mujer le dice: –Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén. Jesús le dice: –Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre. Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así. Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad. La mujer le dice: –Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga él nos lo dirá todo.


Jesús le dice: –Soy yo: el que habla contigo. En esto llegaron sus discípulos y se extrañaban de que estuviera hablando con una mujer, aunque ninguno le dijo: «¿Qué le preguntas o de qué le hablas?». La mujer entonces dejó su cántaro, se fue al pueblo y dijo a la gente: –Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho: ¿será este el Mesías? Salieron del pueblo y se pusieron en camino a donde estaba él. Mientras tanto, sus discípulos le insistían: –Maestro, come. Él les dijo: –Yo tengo por comida un alimento que vosotros no conocéis. Los discípulos comentaban entre ellos: –¿Le habrá traído alguien de comer? Jesús les dijo: –Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra. ¿No decís vosotros que faltan todavía cuatro meses para la cosecha? Yo os digo esto: levantad los ojos y contemplad los campos, que están ya dorados para la siega; el segador ya está recibiendo salario y almacenando fruto para la vida eterna: y así se alegran lo mismo sembrador y segador. Con todo, tiene razón el proverbio: «Uno siembra y otro siega». Yo os envié a segar lo que no habéis sudado. Otros sudaron y vosotros recogéis el fruto de sus sudores. En aquel pueblo, muchos samaritanos creyeron en él por el testimonio que había dado la mujer: «Me ha dicho todo lo que he hecho». Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: –Ya no creemos por lo que tú dices, nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo (Juan 4,5-42). EL DIÁLOGO CON LA SAMARITANA La escena es cautivadora. Llega Jesús a la pequeña aldea de Sicar. Está «cansado del camino». Su vida es un continuo caminar por los pueblos anunciando ese mundo mejor que Dios quiere para todos. Necesita descansar y se queda «sentado junto al manantial de Jacob». Pronto llega una mujer desconocida y sin nombre. Es samaritana y viene a apagar su sed en el pozo del manantial. Con toda espontaneidad Jesús inicia el diálogo: «Dame de beber». ¿Cómo se atreve a entrar en contacto con alguien que pertenece a un pueblo impuro y despreciable como el samaritano? ¿Cómo se rebaja a pedir agua a una mujer desconocida? Aquello va contra todo lo imaginable en Israel. Jesús se presenta como un ser necesitado. Necesita beber y busca ayuda en el corazón de aquella mujer. Hay un lenguaje que entendemos todos, pues todos sabemos algo de cansancio, soledad, sed de felicidad, miedo o tristeza. Las necesidades básicas nos unen y nos invitan a ayudarnos unos a otros dejando a un lado nuestras diferencias. La mujer se sorprende porque Jesús no habla con la superioridad propia de los judíos frente a los samaritanos ni con la arrogancia de los


varones hacia las mujeres. Entre Jesús y la mujer se ha creado un clima nuevo, más humano y real. Jesús le expresa su deseo íntimo: «Si conocieras el don de Dios», si supieras que Dios es un regalo que se ofrece a todos como amor salvador… Pero la mujer no conoce nada gratuito. El agua la tiene que extraer del pozo con esfuerzo. El amor de sus maridos se ha ido apagando, uno después de otro. Cuando oye hablar a Jesús de un «agua» que calma la sed para siempre, de un «manantial» interior, que «salta» con fuerza dando fecundidad y vida eterna, en la mujer se despierta el anhelo de vida plena que nos habita a todos: «Señor, dame de beber». De Dios se puede hablar con cualquiera si compartimos nuestra sed de felicidad, superando nuestras diferencias: si profetas y dirigentes religiosos piden de beber a las mujeres, si descubrimos entre todos que Dios es Amor y solo Amor. ALGO NO VA BIEN EN LA IGLESIA La escena ha sido recreada por el evangelista Juan, pero nos permite conocer cómo era Jesús. Un profeta que sabe dialogar a solas y amistosamente con una mujer samaritana, perteneciente a un pueblo impuro, odiado por los judíos. Un hombre que sabe escuchar la sed del corazón humano y restaurar la vida de las personas. Junto al pozo de Sicar, ambos hablan de la vida. La mujer convive con un hombre que no es su marido. Jesús lo sabe, pero no se indigna ni le recrimina. Le habla de Dios y le explica que es un «regalo»: «Si conocieras el don de Dios, todo cambiaría, incluso tu sed insaciable de vida». En el corazón de la mujer se despierta una pregunta: «¿Será este el Mesías?». Algo no va bien en nuestra Iglesia si las personas más solas y maltratadas no se sienten escuchadas y acogidas por los que decimos seguir a Jesús. ¿Cómo vamos a introducir en el mundo su evangelio sin «sentarnos» a escuchar el sufrimiento, la desesperanza o la soledad de las personas? Algo no va bien en nuestra Iglesia si la gente nos ve casi siempre como representantes de la ley y la moral, y no como profetas de la misericordia de Dios. ¿Cómo van a «adivinar» en nosotros a aquel Jesús que atraía a las personas hacia la voluntad del Padre revelándoles su amor compasivo? Algo no va bien en nuestra Iglesia cuando la gente, perdida en una oscura crisis de fe, pregunta por Dios y nosotros le hablamos del control de natalidad, el divorcio o los preservativos. ¿De qué hablaría hoy con la gente aquel que dialogaba con la samaritana tratando de mostrarle el mejor camino para saciar su sed de felicidad? Algo va mal en nuestra Iglesia si la gente no se siente querida por quienes somos sus miembros. Lo decía san Agustín: «Si quieres conocer a una persona, no preguntes por lo que piensa, pregunta por lo que ama». Oímos hablar mucho de lo que piensa la Iglesia, pero los que sufren se preguntan qué ama la Iglesia, a quiénes ama y cómo los ama. ¿Qué les podemos responder desde nuestras comunidades cristianas? SI CONOCIERAS EL DON DE DIOS Son bastantes las personas que, al abandonar la práctica religiosa y su pertenencia a la Iglesia, han eliminado también de su vida toda experiencia religiosa. Ya no se comunican con Dios. Ha quedado rota toda relación con él. Esta ruptura con Dios no es buena. No hace a la persona más humana ni da más fuerza para vivir. No ayuda a caminar por la vida de manera más sana. Por otra parte, es


bueno recordar que hay muchos caminos para comunicarse con Dios. Cada vida puede ser un camino para encontrarse con ese Dios bueno que está en el fondo de todo ser humano. Dios es invisible. «Nadie lo ha visto», dice la Biblia. Es un Dios escondido. Según Jesús, ese Dios oculto se revela, no a los grandes e inteligentes, sino a los pequeños y sencillos, estén dentro o fuera de la Iglesia. Dios es inefable. No es posible definirlo ni explicarlo con conceptos. No podemos hablar de él con palabras adecuadas. Pero podemos hablarle y, lo que es más importante, él nos habla, incluso aunque no abramos nunca las páginas de la Biblia. Dios es trascendente y gratuito. No está obligado a nada. Nadie lo puede condicionar. Es amor libre e insondable. Ningún hombre o mujer queda lejos de su ternura, viva dentro o fuera de una comunidad creyente. A veces podemos captar su cercanía en nuestra propia soledad. En realidad, todos estamos profundamente solos ante la existencia. Esa soledad última solo puede ser visitada por Dios. Si escuchamos hasta el fondo nuestro propio desamparo, tal vez percibamos la presencia del Amigo fiel que acompaña siempre. ¿Por qué no abrirnos a él? Otras veces lo podemos encontrar en nuestra mediocridad. Cuando nos vemos atrapados por el miedo o amenazados por la depresión y la tristeza, él está ahí. Su presencia es respeto, amor y comprensión. ¿Por qué no invocarle? Podemos intuirlo incluso en nuestras dudas y confusión. Cuando todo se nos hunde y no acertamos ya a creer en nada ni en nadie, queda Dios. En medio de la oscuridad puede brotar la claridad interior. Dios nos entiende y nos atrae hacia el bien. ¿Por qué no confiar en él? Dios está también en las mil experiencias positivas de la vida. En el hijo que nace, en la fiesta compartida, en el trabajo bien hecho, en el acercamiento íntimo a la pareja, en el paseo que relaja, en el encuentro amistoso que renueva. ¿Por qué no elevar el corazón hasta Dios y agradecerle el don de la vida? Hemos de recordar aquella verdad que decía el viejo catecismo: «Dios está en todas partes». Está siempre, está en todo. Nadie está olvidado por su amor de Padre. Dios es un regalo para quien lo descubre. «Si conocieras el don de Dios... Él te daría agua viva». Así dice Jesús a una mujer samaritana. LA RELIGIÓN DE JESÚS Cansado del camino, Jesús se sienta junto al manantial de Jacob, en las cercanías de la aldea de Sicar. Pronto llega una mujer samaritana a apagar su sed. Espontáneamente, Jesús comienza a hablar con ella de lo que lleva en su corazón. En un momento de la conversación, la mujer le plantea los conflictos que enfrentan a judíos y samaritanos. Los judíos peregrinan a Jerusalén para adorar a Dios. Los samaritanos suben al monte Garizín, cuya cumbre se divisa desde el pozo de Jacob. ¿Dónde hay que adorar a Dios? ¿Cuál es la verdadera religión? ¿Qué piensa el profeta de Galilea? Jesús comienza por aclarar que el verdadero culto no depende de un lugar determinado, por muy venerable que pueda ser. El Padre del cielo no está atado a ningún lugar, no es propiedad de ninguna religión. No pertenece a ningún pueblo concreto. No lo hemos de olvidar. Para encontrarnos con Dios no es necesario ir a Roma o peregrinar a Jerusalén. No hace falta entrar en una capilla o visitar una catedral. Desde la cárcel más secreta, desde la sala de cuidados intensivos de un hospital, desde cualquier cocina o lugar de trabajo podemos elevar nuestro corazón hacia Dios. Jesús no habla a la samaritana de «adorar a Dios». Su lenguaje es nuevo. Hasta por


tres veces le habla de «adorar al Padre». Por eso no es necesario subir a una montaña para acercarnos un poco a un Dios lejano, desentendido de nuestros problemas, indiferente a nuestros sufrimientos. El verdadero culto empieza por reconocer a Dios como Padre querido que nos acompaña de cerca a lo largo de nuestra vida. Jesús le dice algo más. El Padre está buscando «verdaderos adoradores». No está esperando de sus hijos grandes ceremonias, celebraciones solemnes, inciensos y procesiones. Lo que desea es corazones sencillos que le adoren «en espíritu y en verdad». «Adorar al Padre en espíritu» es seguir los pasos de Jesús y dejarnos conducir como él por el Espíritu del Padre, que lo envía siempre hacia los últimos. Aprender a ser compasivos como es el Padre. Lo dice Jesús de manera clara: «Dios es Espíritu, y quienes le adoran deben hacerlo en espíritu». Dios es amor, perdón, ternura, aliento vivificador... y quienes lo adoran deben parecerse a él. «Adorar al Padre en verdad» es vivir en la verdad. Volver una y otra vez a la verdad del evangelio. Ser fieles a la verdad de Jesús sin encerrarnos en nuestras propias mentiras. Después de veinte siglos de cristianismo, ¿hemos aprendido a dar culto verdadero a Dios? ¿Somos los verdaderos adoradores que busca el Padre? NO SABEMOS SABOREAR LA FE Tal vez, una de las mayores desgracias del cristianismo contemporáneo es la falta de «experiencia religiosa». Son muchos los que se dicen cristianos y, sin embargo, no saben lo que es disfrutar de su fe, sentirse a gusto con Dios y vivir saboreando su adhesión a Jesús. ¿Cómo se puede ser creyente sin gozar nunca del amor acogedor de Dios? El desarrollo de una teología de carácter marcadamente racional y la importancia que se le ha dado en Occidente a la formulación conceptual ha llevado con frecuencia a entender y vivir la fe como una «adhesión doctrinal» a Jesucristo. Bastantes cristianos «creen cosas» acerca de Jesús, pero no saben comunicarse gozosamente con él. Algo parecido sucede a veces en la celebración litúrgica. Se observan correctamente los ritos externos y se pronuncian palabras hermosas, pero todo parece acontecer «fuera» de las personas. Se canta con los labios, pero el corazón está ausente. Se recibe el Cuerpo del Señor, pero no se produce una comunicación viva con él. Es significativo también lo que sucede con la lectura de la Biblia. Los avances de la exégesis moderna nos han permitido conocer como nunca la composición de los libros sagrados, los géneros literarios o la estructura de los evangelios. Sin embargo, no hemos aprendido a saborear el evangelio de Jesús. Todo esto produce una sensación extraña. Se diría que nos estamos moviendo en la «epidermis de la fe». En la Iglesia no faltan palabras ni sacramentos. Se predica todos los domingos. Se celebra la eucaristía. También hay bautizos, primeras comuniones y confirmaciones. Pero falta «algo», y no es fácil decir exactamente qué. Esto no es lo que vivieron los primeros creyentes. Necesitamos una experiencia nueva del Espíritu que nos haga vivir por dentro y nos enseñe a «sentir y gustar de las cosas internamente», como decía Ignacio de Loyola. Nos falta gustar lo que decimos creer; saborear en nosotros la presencia callada pero real de Dios. Nos falta espontaneidad con él, confianza gozosa en su amor. Esta experiencia de Dios no es fruto de nuestros esfuerzos y trabajos. Al Espíritu hay que «hacerle sitio» en la vida y en el corazón, en nuestras celebraciones y en la comunidad cristiana. La Iglesia de nuestros días ha de escuchar también hoy las palabras de Jesús a la samaritana: «Si conocieras el don de Dios...». Solo cuando se abre a la acción del


Espíritu descubre el creyente esa agua prometida por Jesús, que se convierte dentro de nosotros en «manantial que salta hasta la vida eterna».


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COMPARTIR EL PAN En aquel tiempo, Jesús se marchó a la otra parte del lago de Galilea (o de Tiberíades). Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos. Subió Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús entonces levantó los ojos y, al ver que acudía mucha gente, dijo a Felipe: –¿Con qué compraremos panes para que coman estos? (Lo decía para tantearlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer.) Felipe le contestó: –Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo. Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo: –Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces; pero, ¿qué es eso para tantos? Jesús dijo: –Decid a la gente que se siente en el suelo. Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron; solo los hombres eran unos cinco mil. Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados; lo mismo todo lo que quisieron del pescado. Cuando se saciaron, dijo a sus discípulos: –Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se desperdicie. Los recogieron y llenaron doce canastas con los pedazos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. La gente, entonces, al ver el signo que había hecho, decía: –Este sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo. Entonces Jesús, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo (Juan 6,1-15). NUESTRO GRAN PECADO El episodio de la multiplicación de los panes gozó de gran popularidad entre los seguidores de Jesús. Todos los evangelistas lo recuerdan. Seguramente les conmovía pensar que aquel hombre de Dios se había preocupado de alimentar a una muchedumbre que se había quedado sin lo necesario para comer. Según la versión de Juan, el primero que piensa en el hambre de aquel gentío que ha acudido a escucharlo es Jesús. Esta gente necesita comer; hay que hacer algo por ellos. Así era Jesús. Vivía pensando en las necesidades básicas del ser humano. Felipe le hace ver que no tienen dinero. Entre los discípulos, todos son pobres: no pueden comprar pan para tantos. Jesús lo sabe. Los que tienen dinero no resolverán nunca el problema del hambre en el mundo. Se necesita algo más que dinero. Jesús les va a ayudar a vislumbrar un camino diferente. Antes que nada es necesario que nadie acapare lo suyo para sí mismo si hay otros que pasan hambre. Sus discípulos tendrán que aprender a poner a disposición de los hambrientos lo que tengan, aunque solo


sea «cinco panes de cebada y un par de peces». La actitud de Jesús es la más sencilla y humana que podemos imaginar. Pero, ¿quién nos enseñará a nosotros a compartir si solo sabemos comprar? ¿Quién nos va a liberar de nuestra indiferencia ante los que mueren de hambre? ¿Hay algo que nos pueda hacer más humanos? ¿Se producirá algún día ese «milagro» de la solidaridad real entre todos? Jesús piensa en Dios. No es posible creer en él como Padre de todos y vivir dejando que sus hijos e hijas mueran de hambre. Por eso toma los alimentos que han recogido en el grupo, «levanta los ojos al cielo y dice la acción de gracias». La tierra y todo lo que nos alimenta lo estamos recibiendo de Dios. Es regalo del Padre destinado a todos sus hijos e hijas. Si vivimos privando a otros de lo que necesitan para vivir, es que lo hemos olvidado. Es nuestro gran pecado. Al compartir el pan de la eucaristía, los primeros cristianos se sentían alimentados por Cristo resucitado, pero, al mismo tiempo, recordaban el gesto de Jesús y compartían sus bienes con los más necesitados. Se sentían hermanos. No habían olvidado todavía el Espíritu de Jesús. COMPARTIR EL PAN Ningún evangelista ha subrayado tanto como Juan el carácter eucarístico de la «multiplicación de los panes». Su relato evoca claramente la celebración eucarística de las primeras comunidades. Para los primeros creyentes, la eucaristía no era solo el recuerdo de la muerte y resurrección del Señor. Era, al mismo tiempo, una «vivencia anticipada de la fraternidad del reino». Durante muchos años hemos insistido tanto en la dimensión sacrificial de la eucaristía que podemos olvidar otros aspectos de la cena del Señor. Quizá hoy tengamos que recordar con más fuerza que esta cena es signo de la comunión y fraternidad que hemos de cuidar entre nosotros y que alcanzará su verdadera plenitud en la consumación del reino. La eucaristía tendría que ser para los creyentes una invitación constante a vivir compartiendo lo nuestro con los necesitados, aunque sea poco, aunque solo sean «cinco panes y dos peces». La eucaristía nos obliga a preguntarnos qué relaciones existen entre aquellos que la celebramos, pues, siendo «signo de comunión fraterna», se convierte en burla cuando en ella participamos todos, los que viven satisfechos en su bienestar y quienes pasan necesidad, los que se aprovechan de los demás y los marginados, sin que la celebración parezca cuestionar seriamente a nadie. A veces nos preocupa si el celebrante ha pronunciado las palabras prescritas en el ritual. Hacemos problema de si hay que comulgar en la boca o en la mano. Y, mientras tanto, no parece preocuparnos tanto la celebración de una eucaristía que no es signo de verdadera fraternidad ni impulso para buscarla. Y, sin embargo, hay algo que aparece claro en la tradición de la Iglesia: «Cuando falta la fraternidad, sobra la eucaristía» (Luis González-Carvajal). Cuando no hay justicia, cuando no se vive de manera solidaria, cuando no se trabaja por cambiar las cosas, cuando no se ve esfuerzo por compartir los problemas de los que sufren, la celebración eucarística queda vacía de sentido. Con esto no se quiere decir que solo cuando se viva entre nosotros una fraternidad verdadera podremos celebrar la eucaristía. No tenemos que esperar a que desaparezca la última injusticia para poder celebrarla. Pero tampoco podemos seguir celebrándola sin que nos impulse a comprometernos por un mundo más justo.


El pan de la eucaristía nos alimenta para el amor y no para el egoísmo. Nos impulsa a ir creando una mayor comunicación y solidaridad, y no un mundo en el que nos desentendamos unos de otros. RESPONSABLES Por lo general criticamos con mucha tranquilidad a la sociedad moderna como injusta, insolidaria y poco humana, porque, en el fondo, pensamos que son otros los que tienen la culpa de todo. Los verdaderos culpables se encontrarían ocultos tras el sistema: las multinacionales, los dirigentes políticos, los mercados financieros... Y, naturalmente, si «ellos» son los culpables, «nosotros» somos inocentes. Sin duda hay culpables poderosos de los abusos e injusticias, pero hay también una culpa que está como «diluida» en toda la sociedad y que nos toca a todos. Hemos interiorizado un tipo de cultura que nos lleva a pensar, sentir y tener comportamientos que sostienen y facilitan el funcionamiento de esa sociedad poco humana. Pensemos, por ejemplo, en la cultura consumista. Podemos estudiar lo que significa objetivamente una economía de mercado, la producción masiva de productos, el funcionamiento de la publicidad y tantos otros factores, pero hemos de analizar también nuestro comportamiento, el de cada uno de nosotros. Si yo me dejo modelar por la cultura consumista, esto significa que valoro más mi propio bienestar que la solidaridad; que pienso que el bienestar se obtiene, sobre todo, teniendo cosas, más que mejorando mi modo de ser; que tengo como meta secreta ganar siempre más, y para ello lograr el mayor éxito profesional y económico. Esto me puede llevar fácilmente a considerar como algo «normal» una sociedad profundamente desigual donde cada uno tiene lo que se merece: hay individuos eficientes que consiguen un nivel apropiado a sus esfuerzos, y hay un sector de gentes poco hábiles y nada trabajadoras que nunca conseguirán un nivel digno en esta sociedad. A partir de aquí organizamos nuestra vida de manera «inteligente». Naturalmente, valoramos la amistad, la convivencia familiar y el círculo de amigos. Apreciamos incluso los gestos de generosidad y la ayuda al necesitado. Pero hay que saber calcular. No hemos de perder nunca de vista nuestro propio interés. Hay que saber dar «de manera inteligente». Podemos seguir echando la culpa a otros, pero cada uno somos responsables de este estilo de vida poco humano. Por eso es bueno dejarnos sacudir de vez en cuando por la interpelación sorprendente del evangelio. El relato de la multiplicación de los panes es un «signo mesiánico» que revela a Jesús como el Enviado a alimentar al pueblo, pero encierra también una llamada a aportar lo que cada uno pueda tener para alimentarnos todos. LA EUCARISTÍA COMO ACTO SOCIAL Según los exegetas, la multiplicación de los panes es un relato que nos permite descubrir el sentido que la eucaristía tenía para los primeros cristianos como gesto de unos hermanos que saben repartir y compartir lo que poseen. Según el relato, hay allí una muchedumbre de personas necesitadas y hambrientas. Los panes y los peces no se compran, sino que se reúnen. Y todo se multiplica y se distribuye bajo la acción de Jesús, que bendice el pan, lo parte y lo hace distribuir entre los necesitados. Olvidamos con frecuencia que, para los primeros cristianos, la eucaristía no era solo una liturgia, sino un acto social en el que cada uno ponía sus bienes a disposición de los necesitados. En un conocido texto del siglo II, en el que san Justino nos describe cómo


celebraban los cristianos la eucaristía semanal, se nos dice que cada uno entrega lo que posee para «socorrer a los huérfanos y las viudas, a los que sufren por enfermedad o por otra causa, a los que están en las cárceles, a los forasteros de paso y, en una palabra, a cuantos están necesitados». Durante los primeros siglos resultaba inconcebible acudir a celebrar la eucaristía sin llevar algo para ayudar a los indigentes y necesitados. Así reprocha Cipriano, obispo de Cartago, a una rica matrona: «Tus ojos no ven al necesitado y al pobre porque están oscurecidos y cubiertos de una noche espesa. Tú eres afortunada y rica. Te imaginas celebrar la cena del Señor sin tener en cuenta la ofrenda. Tú vienes a la cena del Señor sin ofrecer nada. Tú suprimes la parte de la ofrenda que es del pobre». La oración que se hace hoy por las diversas necesidades de las personas no es un añadido postizo y externo a la celebración eucarística. La misma eucaristía exige repartir y compartir. Domingo tras domingo, los creyentes que nos acercamos a compartir el pan eucarístico hemos de sentirnos llamados a compartir más de verdad nuestros bienes con los necesitados. Sería una contradicción pretender compartir como hermanos la mesa del Señor cerrando nuestro corazón a quienes en estos momentos viven la angustia de un futuro incierto. Jesús no puede bendecir nuestra mesa si cada uno nos guardamos nuestro pan y nuestros peces. EUCARISTÍA Y CRISIS ECONÓMICA Todos los cristianos lo sabemos. La eucaristía dominical se puede convertir fácilmente en un «refugio religioso» que nos protege de la vida conflictiva en la que nos movemos a lo largo de la semana. Es tentador ir a misa para compartir una experiencia religiosa que nos permite descansar de los problemas, tensiones y malas noticias que nos presionan por todas partes. A veces somos sensibles a lo que afecta a la dignidad de la celebración, pero nos preocupa menos olvidarnos de las exigencias que entraña celebrar la cena del Señor. Nos molesta que un sacerdote no se atenga estrictamente a la normativa ritual, pero podemos seguir celebrando rutinariamente la misa sin escuchar las llamadas del evangelio. El riesgo siempre es el mismo: comulgar con Cristo en lo íntimo del corazón sin preocuparnos de comulgar con los hermanos que sufren. Compartir el pan de la eucaristía e ignorar el hambre de millones de hermanos privados de pan, de justicia y de futuro. En los próximos años se van a ir agravando los efectos de la crisis mucho más de lo que nos temíamos. La cascada de medidas que se nos dictan de manera inapelable e implacable irá haciendo crecer entre nosotros una desigualdad injusta. Iremos viendo cómo personas de nuestro entorno más o menos cercano se van empobreciendo hasta quedar a merced de un futuro incierto e imprevisible. Conoceremos de cerca inmigrantes privados de asistencia sanitaria, enfermos sin saber cómo resolver sus problemas de salud o medicación, familias obligadas a vivir de la caridad, personas amenazadas por el desahucio, gente desasistida, jóvenes sin un futuro nada claro... No lo podremos evitar. O endurecemos nuestros hábitos egoístas de siempre o nos hacemos más solidarios. La celebración de la eucaristía en medio de esta sociedad en crisis puede ser un lugar de concienciación. Necesitamos liberarnos de una cultura individualista que nos ha acostumbrado a vivir pensando solo en nuestros propios intereses, para aprender sencillamente a ser más humanos. Toda la eucaristía está orientada a crear fraternidad.


No es normal escuchar todos los domingos a lo largo del año el evangelio de Jesús sin reaccionar ante sus llamadas. No podemos pedir al Padre «el pan nuestro de cada día» sin pensar en aquellos que tienen dificultades para obtenerlo. No podemos comulgar con Jesús sin hacernos más generosos y solidarios. No podemos darnos la paz unos a otros sin estar dispuestos a tender una mano a quienes están más solos e indefensos ante la crisis.


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CREER EN JESÚS En aquel tiempo, cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla del lago le preguntaron: –Maestro, ¿cuándo has venido aquí? Jesús les contestó: –Os lo aseguro: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura, dando vida eterna; el que os dará el Hijo del hombre, pues a este lo ha sellado el Padre, Dios. Ellos le preguntaron: –¿Cómo podremos ocuparnos en los trabajos que Dios quiere? Respondió Jesús: –Este es el trabajo que Dios quiere: que creáis en el que él ha enviado. Ellos le replicaron: –¿Y qué signo vemos que haces tú para que creamos en ti? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: «Les dio a comer pan del cielo». Jesús les replicó: –Os aseguro que no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo. Entonces le dijeron: –Señor, danos siempre de ese pan. Jesús les contestó: –Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará nunca sed (Juan 6,24-35). EL CORAZÓN DEL CRISTIANISMO La gente necesita a Jesús y lo busca. Hay algo en él que los atrae, pero todavía no saben exactamente por qué lo buscan ni para qué. Según el evangelista, muchos lo hacen porque el día anterior les ha distribuido pan para saciar su hambre. Jesús comienza a conversar con ellos. Hay cosas que conviene aclarar desde el principio. El pan material es muy importante. Él mismo les ha enseñado a pedir a Dios «el pan de cada día» para todos. Pero el ser humano necesita algo más. Jesús quiere ofrecerles un alimento que puede saciar para siempre su hambre de vida. La gente intuye que Jesús les está abriendo un horizonte nuevo, pero no saben qué hacer ni por dónde empezar. El evangelista resume sus interrogantes con estas palabras: «¿Y qué obras tenemos que hacer para trabajar en lo que Dios quiere?». Hay en ellos un deseo sincero de acertar. Quieren trabajar en lo que Dios quiere, pero, acostumbrados a pensarlo todo desde la Ley, preguntan a Jesús qué obras, prácticas y observancias nuevas tienen que tener en cuenta. La respuesta de Jesús toca el corazón del cristianismo: «La obra [¡en singular!] que


Dios quiere es esta: que creáis en el que él ha enviado». Dios solo quiere que crean en Jesucristo, pues es el gran regalo que él ha enviado al mundo. Esta es la nueva exigencia. En esto han de trabajar. Lo demás es secundario. Después de veinte siglos de cristianismo, ¿no necesitamos descubrir de nuevo que toda la fuerza y originalidad de la Iglesia están en creer en Jesucristo y seguirlo? La fe cristiana no consiste primordialmente en ir cumpliendo correctamente un código de prácticas y observancias nuevas, superiores a las del Antiguo Testamento. No. La identidad cristiana está en aprender a vivir un estilo de vida que nace de la relación viva y confiada en Jesús, el Enviado del Padre. Nos vamos haciendo cristianos en la medida en que aprendemos a pensar, sentir, amar, trabajar, sufrir y vivir como Jesús. Ser cristiano exige hoy una experiencia de Jesús y una identificación con su proyecto que no se requería hace unos años para ser un buen practicante. Para subsistir en medio de la sociedad laica, las comunidades cristianas necesitan cuidar más que nunca la adhesión y el contacto vital con Jesús, el Cristo. CÓMO CREER EN JESÚS Según el evangelista Juan, Jesús está conversando con la gente a orillas del lago de Galilea. Jesús les dice que no trabajen por cualquier cosa, que no piensen solo en un «alimento perecedero». Lo importante es trabajar teniendo como horizonte «la vida eterna». Sin duda es así. Jesús tiene razón. Pero, ¿cuál es el trabajo que quiere Dios? Esta es la pregunta de la gente: ¿cómo podemos ocuparnos en los trabajos que Dios quiere? La respuesta de Jesús no deja de ser desconcertante. El único trabajo que Dios quiere es este: «Que creáis en el que Dios os ha enviado». ¿Qué significa esto? «Creer en Jesús» no es una experiencia teórica, un ejercicio mental. No consiste simplemente en una adhesión religiosa. Es un «trabajo» en el que sus seguidores han de ocuparse a lo largo de su vida. Creer en Jesús es algo que hay que cuidar y trabajar día a día. «Creer en Jesús» es configurar la vida desde él, convencidos de que su vida fue verdadera: una vida que conduce a la vida eterna. Su manera de vivir a Dios como Padre, su forma de reaccionar siempre con misericordia, su empeño en despertar esperanza es lo mejor que puede hacer el ser humano. «Creer en Jesús» es vivir y trabajar por algo último y decisivo: esforzarse por un mundo más humano y justo; hacer más real y más creíble la paternidad de Dios; no olvidar a quienes corren el riesgo de quedar olvidados por todos, incluso por las religiones. Y hacer todo esto sabiendo que nuestro pequeño compromiso, siempre pobre y limitado, es el trabajo más humano que podemos hacer. Por eso, desentendernos de la vida de los demás, vivirlo todo con indiferencia, encerrarnos solo en nuestros intereses, ignorar el sufrimiento de la gente que encontramos en nuestro camino… son actitudes que indican que no estamos «trabajando» nuestra fe en Jesús. NO BASTA LO EFÍMERO Ya no son las religiones ni los pensadores los que marcan las pautas de comportamiento o el estilo de vida. La «nueva sociedad» está dirigida cada vez más por la moda consumista. Hay que disfrutar de lo último que se nos ofrece, conocer nuevas sensaciones y experiencias. La lógica de «satisfacer deseos» lo va impregnando todo. Ha nacido lo que el sociólogo francés Gilles Lipovetsky llama el «individuo-moda»,


de personalidad y gustos fluctuantes, sin lazos profundos, atraído por lo efímero. Un individuo sin ideales ni aspiraciones, ocupado sobre todo en disfrutar, tener cosas, estar en forma, vivir entretenido y relajarse. Un individuo más interesado en conocer el parte meteorológico del fin de semana que el sentido de su vida. No hemos de demonizar esta sociedad. Es bueno vivir en nuestros días y tener tantas posibilidades para alimentar las diversas dimensiones de la vida. Lo malo es quedarnos vacíos por dentro, atrapados solo por «necesidades superficiales». Dejar de hacer el bien para buscar solo el bienestar, vivir ajenos a todo lo que no sea el propio interés, caer en la indiferencia, olvidar el amor. No es superfluo recordar en nuestra sociedad la advertencia de Jesús: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura, dando vida eterna». El mismo Lipovetsky, que tanto subraya en sus estudios los aspectos positivos de la moda consumista, no duda en recordar que «el hombre actual se caracteriza por la vulnerabilidad». Cuando el individuo se alimenta solo de lo efímero, se queda sin raíces ni consistencia interior. Cualquier adversidad provoca una crisis, cualquier problema adquiere dimensiones desmesuradas. Es fácil caer en la depresión o el sinsentido. Sin alimento interior la vida corre peligro. No se puede vivir solo de pan. Se necesita algo más. NOSTALGIA DE ETERNIDAD Cuando observamos que los años van deteriorando nuestra salud y que también nosotros nos vamos acercando al final de nuestros días, algo se rebela en nuestro interior. ¿Por qué hay que morir, si desde lo hondo de nuestro ser algo nos dice que estamos hechos para vivir? El recuerdo de que nuestra vida se va gastando día a día sin detenerse hace nacer en nosotros un sentimiento de impotencia y pena. La vida debería ser más hermosa para todos, más gozosa, más larga. En el fondo, todos anhelamos una vida feliz y eterna. Siempre ha sentido el ser humano nostalgia de eternidad. Ahí están los poetas de todos los pueblos cantando la fugacidad de la vida, o los grandes artistas tratando de dejar una obra inmortal para la posteridad, o sencillamente los padres queriendo perpetuarse en sus hijos más queridos. Aparentemente, hoy las cosas han cambiado. Los artistas afirman no pretender trabajar para la inmortalidad, sino solo para la época. La vida va cambiando de manera tan vertiginosa que a los padres les cuesta reconocerse en sus hijos. Sin embargo, la nostalgia de eternidad sigue viva, aunque tal vez se manifieste de manera más ingenua. Hoy se intenta por todos los medios detener el tiempo dando culto a lo joven. El hombre moderno no cree en la eternidad, y por eso mismo se esfuerza por eternizar un tiempo privilegiado de su vida actual. No es difícil ver cómo el horror al envejecimiento y el deseo de agarrarse a la juventud llevan a veces a comportamientos cercanos al ridículo. Se hace a veces burla de los creyentes diciendo que, ante el temor a la muerte, se inventan un cielo donde proyectan inconscientemente sus deseos de eternidad. Y apenas critica nadie ese neorromanticismo moderno de quienes buscan inconscientemente instalarse en una «eterna juventud». Cuando el ser humano busca eternidad, no está pensando establecerse en la tierra de una manera un poco más confortable para prolongar su vida lo más posible. Lo que anhela no es perpetuar para siempre esa mezcla de gozos y sufrimientos, éxitos y decepciones que ya conoce, sino encontrar una vida de calidad definitiva que responda plenamente a su sed de felicidad.


El evangelio nos invita a «trabajar por un alimento que no perece, sino que perdura dando vida eterna». El creyente se preocupa de alimentar lo que en él hay de eterno, arraigando su vida en un Dios que vive para siempre y en un amor que es «más fuerte que la muerte». SUGERENCIAS PARA ENCONTRARNOS CON DIOS Hay personas que desean sinceramente encontrar a Dios, pero no saben qué camino seguir. Sin duda, cada uno tiene que hacer su propio recorrido personal, y nadie nos puede señalar desde fuera los pasos concretos que hemos de dar, pero hay sugerencias que a todos nos pueden ayudar. He aquí algunas. Si buscas a Dios, antes que nada deja de temerlo. Hay personas que, en cuanto oyen nombrar a Dios, comienzan a pensar en sus miserias y pecados. Esta clase de miedo a Dios te está alejando de él. Dios te conoce y te quiere. Él sabrá encontrar el camino para entrar en tu vida, por mediocre que seas. No tengas prisa. Actúa con calma. Hay personas que, durante unos días, se mueven mucho, rezan, quieren libros, buscan métodos para hacer oración; a los pocos días lo abandonan todo y vuelven a su vida de siempre. Tú camina despacio. Descubre humildemente tu pobreza y necesidad de Dios. Él no está al final de no sé que esfuerzos. Está ya junto a ti, deseando hacerte vivir. Desciende a tu corazón y llega hasta las raíces más secretas de tu vida. Quítate las máscaras. ¿Cómo vas a caminar disfrazado al encuentro con Dios? No tienes necesidad de ocultar tus heridas ni tu desorden. Pregúntate sinceramente: ¿qué ando buscando en la vida? ¿Por qué no hay paz en mi corazón? ¿Qué necesito para vivir con más alegría? Por ahí encontrarás un camino hacia Dios. Aprende a orar. Te puede hacer bien buscar un lugar tranquilo y reservar un tiempo apropiado. Al comienzo no sabrás qué hacer, y te puedes sentir incluso incómodo. Hace tanto tiempo que no te has parado ante Dios. Busca en la Biblia el libro de los Salmos y comienza a recitar despacio alguno de ellos. Párate solo en aquellas frases que te dicen algo. Pronto descubrirás que los salmos reflejan tus sufrimientos y tus gozos, tus anhelos y tu búsqueda de Dios. Cuando hayas aprendido a saborearlos, ya no los dejarás. Toma el evangelio en tus manos. No es un libro más. Ahí encontrarás a Jesús: él es el verdadero camino que te llevará a Dios. Tómate tiempo para leerlo y saborearlo. Se suele decir que el evangelio es una «regla de vida». Es cierto. Pero antes que nada es una «Buena Noticia». Medita las palabras de Jesús y sus gestos. Sentirás que algo empieza a moverse en tu corazón. Jesús te irá sanando. Te enseñará a vivir. Si eres constante y sigues alimentando tu vida en esos evangelios que te conducen a Jesús, un día descubrirás cuánta verdad encierran sus palabras: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará nunca sed».


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ATRACCIÓN POR JESÚS En aquel tiempo criticaban los judíos a Jesús porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo», y decían: –¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo? Jesús tomó la palabra y les dijo: –No critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre, que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: «Serán todos discípulos de Dios». Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que viene de Dios: ese ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron; este es el pan que baja del cielo para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo (Juan 6,41-52). ATRACCIÓN POR JESÚS El evangelista Juan repite una y otra vez expresiones e imágenes de gran fuerza para grabar bien en las comunidades cristianas que siempre han de acercarse a Jesús para descubrir en él la fuente de una vida nueva. Un principio vital que no es comparable con nada que hayan podido conocer con anterioridad. Jesús es «pan bajado del cielo». No ha de ser confundido con cualquier fuente de vida. En Jesucristo podemos alimentarnos de una fuerza, una luz, una esperanza, un aliento vital... que vienen del misterio mismo de Dios, el creador de la vida. Jesús es «el pan de la vida». Por eso precisamente no es posible encontrarnos con él de cualquier manera. Hemos de ir a lo más hondo de nosotros mismos, abrirnos a Dios y «escuchar lo que nos dice el Padre». Nadie puede sentir verdadera atracción por Jesús «si no lo atrae el Padre, que lo ha enviado». Lo más atractivo de Jesús es su capacidad de dar vida. El que cree en Jesucristo y sabe entrar en contacto con él conoce una vida diferente, de calidad nueva, una vida que, de alguna manera, pertenece ya al mundo de Dios. Juan se atreve a decir que «el que coma de este pan vivirá para siempre». Si en la Iglesia no nos alimentamos del contacto con Jesús, seguiremos ignorando lo más esencial y decisivo del cristianismo. Por eso, nada hay pastoralmente más urgente que cuidar bien nuestra relación con Jesús, el Cristo. Si no nos sentimos atraídos por el Hijo de Dios, encarnado en un ser tan humano, cercano y cordial, nadie nos sacará del estado de mediocridad en que vivimos sumidos de ordinario. Nadie nos estimulará para ir más lejos que lo establecido por nuestras instituciones. Nadie nos alentará para ir más adelante que lo que nos marcan nuestras tradiciones. Si Jesús no nos alimenta con su creatividad, seguiremos atrapados en el pasado,


viviendo nuestra religión desde formas, concepciones y sensibilidades nacidas y desarrolladas en otras épocas y para otros tiempos que no son los nuestros. Pero, entonces, Jesús no podrá contar con nuestra cooperación para engendrar la fe en el corazón de los hombres y mujeres de hoy. ESCUCHAR LA VOZ DE DIOS EN LA CONCIENCIA Jesús se encuentra discutiendo con un grupo de judíos. En un determinado momento hace una afirmación de gran importancia: «Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre». Y más adelante continúa: «El que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí». La incredulidad empieza a brotar en nosotros desde el mismo momento en que empezamos a organizar nuestra vida de espaldas a Dios. Así de sencillo. Dios va quedando ahí como algo poco importante que se arrincona en algún lugar olvidado de nuestra vida. Es fácil entonces vivir ignorando a Dios. Incluso los que nos decimos creyentes estamos perdiendo capacidad para escuchar a Dios. No es que Dios no hable en el fondo de las conciencias. Es que, llenos de ruido y autosuficiencia, no sabemos ya percibir su presencia callada en nosotros. Quizá sea esta nuestra mayor tragedia. Estamos arrojando a Dios de nuestro corazón. Nos resistimos a escuchar su llamada. Nos ocultamos a su mirada amorosa. Preferimos «otros dioses» con quienes vivir de manera más cómoda y menos responsable. Sin embargo, sin Dios en el corazón quedamos como perdidos. Ya no sabemos de dónde venimos ni hacia dónde vamos. No reconocemos qué es lo esencial y qué lo poco importante. Nos cansamos buscando seguridad y paz, pero nuestro corazón sigue inquieto e inseguro. Se nos ha olvidado que la paz, la verdad y el amor se despiertan en nosotros cuando nos dejamos guiar por Dios. Todo cobra entonces nueva luz. Todo se empieza a ver de manera más amable y esperanzada. El Concilio Vaticano II habla de la «conciencia» como «el núcleo más secreto» del ser humano, el «sagrario» en el que la persona «se siente a solas con Dios», un espacio interior donde «la voz de Dios resuena en su recinto más íntimo». Bajar hasta el fondo de esta conciencia, para escuchar los anhelos más nobles del corazón, es el camino más sencillo para escuchar a Dios. Quien escucha esa voz interior se sentirá atraído hacia Jesús. NO ES LO NORMAL A muchos hombres y mujeres de mi generación, nacidos en familias creyentes, bautizados a los pocos días de vida y educados siempre en un ambiente cristiano, les ha podido suceder lo mismo que a mí. Hemos respirado la fe de manera tan natural que podemos llegar a pensar que lo normal es ser creyente. Es curioso nuestro lenguaje. Hablamos como si creer fuera el estado más normal. El que no adopta una postura creyente ante la vida es considerado como un hombre o una mujer al que le falta algo. Entonces lo designamos con una forma privativa: «in-creyente» o «in-crédulo». No nos damos cuenta de que la fe no es algo natural, sino un don inmerecido. Los increyentes no son gente tan extraña como a nosotros nos puede parecer. Al contrario, somos los cristianos los que tenemos que reconocer que resultamos bastante extraños. ¿Es normal ser hoy discípulos de un hombre ajusticiado por los romanos hace veinte siglos, del que proclamamos que resucitó a la vida porque era nada menos que el Hijo de Dios hecho hombre? ¿Es razonable esperar en un más allá que podría ser solo la proyección


de nuestros deseos y el engaño más colosal de la humanidad? ¿No es sorprendente pretender acoger al mismo Cristo en nuestra vida alimentándonos de su cuerpo y su sangre en ritos y celebraciones de carácter tan arcaico? ¿No es una presunción orar creyendo que Dios nos escucha o leer los libros sagrados pensando que Dios nos está hablando? El encuentro con increyentes que nos manifiestan honradamente sus dudas e incertidumbres nos puede ayudar hoy a los cristianos a vivir la fe de manera más realista y humilde, pero también con mayor gozo y agradecimiento. Aunque los cristianos tenemos razones para creer –de lo contrario lo dejaríamos–, la fe, como dice san Pablo, «no se fundamenta en la sabiduría humana». La fe no es algo natural y espontáneo. Es un don inmerecido, una aventura extraordinaria. Un modo de «estar en la vida» que nace y se alimenta de la gracia de Dios. Los creyentes deberíamos escuchar hoy de manera muy particular las palabras de Jesús: «No critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre, que me ha enviado». Más que llenar nuestro corazón de criticas amargas hemos de abrimos a la acción del Padre. Para creer es importante enfrentarse a la vida con sinceridad total, pero es decisivo dejarse guiar por la mano amorosa de ese Dios que conduce misteriosamente nuestra vida. SABER VIVIR Cuántas veces lo hemos escuchado: «Lo que verdaderamente importa es saber vivir». Y, sin embargo, no nos resulta nada fácil explicar qué es en verdad «saber vivir». Con frecuencia, nuestra vida es demasiado rutinaria y monótona. De color gris. Pero hay momentos en que nuestra existencia se vuelve feliz, se transfigura, aunque sea de manera fugaz. Momentos en los que el amor, la ternura, la convivencia, la solidaridad, el trabajo creador o la fiesta adquieren una intensidad diferente. Nos sentimos vivir. Desde el fondo de nuestro ser nos decimos a nosotros mismos: «Esto es vida». El evangelio de hoy nos recuerda unas palabras de Jesús que nos pueden dejar un tanto desconcertados: «Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna». La expresión «vida eterna» no significa simplemente una vida de duración ilimitada después de la muerte. Se trata, antes que nada, de una vida de profundidad y calidad nuevas, una vida que pertenece al mundo definitivo. Una vida que no puede ser destruida por un bacilo ni quedar truncada en el cruce de cualquier carretera. Una vida plena que va más allá de nosotros mismos, porque es ya una participación en la vida misma de Dios. La tarea más apasionante que tenemos todos ante nosotros es la de ser cada día más humanos, y los cristianos creemos que la manera más auténtica de vivir humanamente es la que nace de una adhesión total a Jesucristo. «Ser cristiano significa ser hombre, no un tipo de hombre, sino el hombre que Cristo crea en nosotros» (Dietrich Bonhoeffer). Quizá tengamos que empezar por creer que nuestra vida puede ser más plena y profunda, más libre y gozosa. Quizá tengamos que atrevernos a vivir el amor con más radicalidad para descubrir un poco qué es «tener vida abundante». Un escrito cristiano se atreve a decir: «Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida cuando amamos a nuestros hermanos» (1 Juan 3,14). Pero no se trata de amar porque nos han dicho que amemos, sino porque nos sentimos radicalmente amados. Y porque creemos cada vez con más firmeza que «nuestra vida está oculta con Cristo en Dios». Hay una vida, una plenitud, un dinamismo, una libertad, una ternura que «el mundo no puede dar». Solo lo descubre quien acierta a arraigar su vida en Jesucristo.


ACOMPAÑAR HASTA EL FINAL El progreso de la medicina ha hecho crecer el número de enfermos a los que se les prolonga la vida durante un cierto tiempo, aunque sin posibilidad alguna de curación. Estos enfermos que viven el duro trance de ir «terminando» su vida de manera inevitable requieren hoy una atención particular. No es difícil entender lo que el enfermo terminal vive en su caminar hacia el final. Agotamiento y debilidad extrema, miedo al dolor, impotencia al ver que la vida se le escapa sin remedio, temor ante lo desconocido, pena inmensa al tener que abandonar a los seres queridos. La proximidad de la muerte no aflige solo al enfermo. Hace sufrir intensamente a sus familiares, amigos y a cuantos quieren de verdad a esa persona. Es duro estar junto al que va a morir. Se intenta, de muchas formas, mitigar la situación, pero todos nos sentimos impotentes ante una vida querida que termina. ¿Qué podemos hacer? Lo primero es estar cerca, no dejar solo al enfermo. Ya no se le puede curar, pero se le puede cuidar, acompañar, ayudar a vivir los últimos días de manera digna, serena y confiada. Es el momento de envolver a la persona enferma con lo mejor de nuestro afecto y ternura. Es importante aliviar al máximo su sufrimiento para que pueda vivir su proceso con la mayor serenidad posible. Esto significa calmar el dolor físico con los medios apropiados, pero también confortarlo en el sufrimiento moral y alentarlo en el momento de la crisis o la depresión. El enfermo necesita los cuidados sanitarios que aseguren su mejor calidad de vida, pero también ayuda para curar heridas del pasado, para enfrentarse con serenidad a sentimientos oscuros de culpabilidad, para reconciliarse consigo mismo y con Dios, para despedirse de este mundo con paz. Es el momento de atender a sus demandas más hondas: ¿cómo se siente interiormente?, ¿a quién quiere tener cerca?, ¿cómo le podemos ayudar mejor?, ¿desea algo mas? Cuánto ayuda entonces poder hablar con fe y desde la fe. Poder sugerir al enfermo, con palabras y gestos sencillos, la ternura y la bondad de Dios, que nos espera y acoge al final de la vida con amor insondable de Padre. Entonces tal vez escuchamos con mas hondura las palabras de Jesús: «Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna».


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ALIMENTARNOS DE JESÚS En aquel tiempo dijo a Jesús a los judíos: –Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo. Disputaban entonces los judíos entre sí: –¿Cómo puede este darnos a comer su carne? Entonces Jesús les dijo: –Os aseguro que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre, que vive, me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre (Juan 6,51-59). EXPERIENCIA DECISIVA Como es natural, la celebración de la misa ha ido cambiando a lo largo de los siglos. Según la época, teólogos y liturgistas han ido destacando algunos aspectos y descuidando otros. La misa ha servido de marco para celebrar coronaciones de reyes y papas, rendir homenajes o conmemorar victorias de guerra. Los músicos la han convertido en concierto. Los pueblos la han integrado en sus devociones y costumbres religiosas… Después de veinte siglos puede ser necesario recordar algunos de los rasgos esenciales de la última cena del Señor, tal como era recordada y vivida por las primeras generaciones cristianas. En el núcleo de esa cena hay algo que jamás ha de ser olvidado: sus seguidores no quedarán huérfanos. La muerte de Jesús no podrá romper su comunión con él. Nadie ha de sentir el vacío de su ausencia. Sus discípulos no se quedan solos, a merced de los avatares de la historia. En el centro de toda comunidad cristiana que celebra la eucaristía está Cristo vivo y operante. Aquí está el secreto de su fuerza. De él se alimenta la fe de sus seguidores. No basta asistir a esa cena. Los discípulos son invitados a «comer». Para alimentar nuestra adhesión a Jesucristo necesitamos reunirnos a escuchar sus palabras y guardarlas en nuestro corazón; y acercarnos a comulgar con él identificándonos con su estilo de vivir. Ninguna otra experiencia nos puede ofrecer alimento más sólido. No hemos de olvidar que «comulgar» con Jesús es comulgar con alguien que ha vivido y ha muerto «entregado» totalmente por los demás. Jesús insiste en ello. Su cuerpo es un «cuerpo entregado» y su sangre es una «sangre derramada» por la salvación de todos. Es una contradicción acercarnos a «comulgar» con Jesús resistiéndonos egoístamente a vivir para los demás. Nada hay más central y decisivo para los seguidores de Jesús que la celebración de


esta cena del Señor. Por eso hemos de cuidarla tanto. Bien celebrada, la eucaristía nos moldea, nos va uniendo a Jesús, nos alimenta con su vida, nos familiariza con su evangelio, nos invita a vivir en actitud de servicio fraterno y nos sostiene en la esperanza del reencuentro final con él. CADA DOMINGO Para celebrar la eucaristía dominical no basta con seguir las normas prescritas o pronunciar las palabras obligadas. No basta tampoco cantar, santiguarnos o darnos la paz en el momento adecuado. Es muy fácil asistir a misa y no celebrar nada en el corazón; oír las lecturas correspondientes y no escuchar la voz de Dios; comulgar piadosamente sin comulgar con Cristo; darnos la paz sin reconciliarnos con nadie. ¿Cómo vivir la misa del domingo como una experiencia que renueve y fortalezca nuestra fe? Para empezar, hemos de escuchar con atención y alegría la Palabra de Dios, y en concreto el evangelio de Jesús. Durante la semana hemos visto la televisión, hemos escuchado la radio y hemos leído la prensa. Vivimos aturdidos por toda clase de mensajes, voces, noticias, información y publicidad. Necesitamos escuchar otra voz diferente que nos cure por dentro. Es un respiro escuchar las palabras directas y sencillas de Jesús. Traen verdad a nuestra vida. Nos liberan de engaños, miedos y egoísmos que nos hacen daño. Nos enseñan a vivir con más sencillez y dignidad, con más sentido y esperanza. Es una suerte hacer el recorrido de la vida guiados cada domingo por la luz del evangelio. La plegaria eucarística constituye el momento central. No nos podemos distraer. «Levantamos el corazón» para dar gracias a Dios. Es bueno, es justo y necesario agradecer a Dios por la vida, por la creación entera y por el regalo que es Jesucristo. La vida no es solo trabajo, esfuerzo y agitación. Es también celebración, acción de gracias y alabanza a Dios. Es bueno reunirnos cada domingo para sentir la vida como regalo y dar gracias al Creador. La comunión con Cristo es decisiva. Es el momento de acoger a Jesús en nuestra vida para experimentarlo en nosotros, identificarnos con él y dejarnos trabajar, consolar y fortalecer por su Espíritu. Todo esto no lo vivimos encerrados en nuestro pequeño mundo. Cantamos juntos el Padrenuestro sintiéndonos hermanos de todos. Le pedimos que a nadie le falte el pan ni el perdón. Nos damos la paz y la buscamos para todos. LO DECISIVO ES TENER HAMBRE El evangelista Juan utiliza un lenguaje muy fuerte para insistir en la necesidad de alimentar la comunión con Jesucristo. Solo así experimentaremos en nosotros su propia vida. Según él, es necesario comer a Jesús: «El que me come a mí vivirá por mí». El lenguaje adquiere un carácter todavía más escandaloso cuando dice que hay que comer la carne de Jesús y beber su sangre. El texto es rotundo. «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él». Este lenguaje ya no produce impacto alguno entre los cristianos. Habituados a escucharlo desde niños, tendemos a pensar en lo que venimos haciendo desde la primera comunión. Todos conocemos la doctrina aprendida en el catecismo: en el momento de comulgar, Cristo se hace presente en nosotros por la gracia del sacramento de la eucaristía. Por desgracia, todo puede quedar más de una vez en doctrina pensada y aceptada piadosamente. Pero con frecuencia nos falta la experiencia de incorporar a Cristo a nuestra


vida concreta. No sabemos cómo abrirnos a él para que nutra nuestra vida y la vaya haciendo más humana y más evangélica. Comer a Cristo es mucho más que adelantarnos distraídamente a cumplir el rito sacramental de recibir el pan consagrado. Comulgar con Cristo exige un acto de fe de especial intensidad, que se puede vivir sobre todo en el momento de la comunión sacramental, pero también en otras experiencias de contacto vital con Jesús. Lo decisivo es tener hambre de Jesús. Buscar desde lo más profundo encontrarnos con él. Abrirnos a su verdad para que nos marque con su Espíritu y potencie lo mejor que hay en nosotros. Dejarle que ilumine y transforme las zonas de nuestra vida que están todavía sin evangelizar. Entonces, alimentarnos de Jesús es volver a lo más genuino, lo más simple y más auténtico de su evangelio; interiorizar sus actitudes más básicas y esenciales; encender en nosotros el instinto de vivir como él; despertar nuestra conciencia de discípulos y seguidores para hacer de él el centro de nuestra vida. Sin cristianos que se alimenten de Jesús, la Iglesia languidece sin remedio. PAN Y VINO Empobreceríamos gravemente el contenido de la eucaristía si olvidáramos que en ella hemos de encontrar los creyentes el alimento que ha de nutrir nuestra existencia. Es cierto que la eucaristía es una comida compartida por hermanos que se sienten unidos en una misma fe. Pero, aun siendo muy importante esta comunión fraterna, es todavía insuficiente si olvidamos la unión con Cristo, que se nos da como alimento. Algo semejante hemos de decir de la presencia de Cristo en la eucaristía. Se ha subrayado, y con razón, esta presencia sacramental de Cristo en el pan y el vino, pero Cristo no está ahí por estar; está presente ofreciéndose como alimento que sostiene nuestras vidas. Si queremos redescubrir el hondo significado de la eucaristía, hemos de recuperar el simbolismo básico del pan y el vino. Para subsistir, el hombre necesita comer y beber. Y este simple hecho, a veces tan olvidado en las sociedades satisfechas del bienestar, revela que el ser humano no se fundamenta a sí mismo, sino que vive recibiendo misteriosamente la vida. La sociedad contemporánea está perdiendo capacidad para descubrir el significado de los gestos básicos del ser humano. Sin embargo, son estos gestos sencillos y originarios los que nos devuelven a nuestra verdadera condición de criaturas, que reciben la vida como regalo de Dios. Concretamente, el pan es el símbolo elocuente que condensa en sí mismo todo lo que significa para la persona la comida y el alimento. Por eso el pan ha sido venerado en muchas culturas de manera casi sagrada. Todavía recordará más de uno cómo nuestras madres nos lo hacían besar cuando, por descuido, caía al suelo algún trozo. Pero, desde que nos llega de la tierra hasta la mesa, el pan necesita ser trabajado por quienes siembran, abonan el terreno, siegan y recogen las espigas, muelen el trigo, cuecen la harina. El vino supone un proceso todavía más complejo en su elaboración. Por eso, cuando se presenta el pan y el vino sobre el altar, se dice que son «fruto de la tierra y del trabajo del hombre». Por una parte son «fruto de la tierra» y nos recuerdan que el mundo y nosotros mismos somos un don que ha surgido de las manos del Creador. Por otra son «fruto del trabajo», y significan lo que los hombres hacemos y construimos con nuestro esfuerzo solidario.


Ese pan y ese vino se convertirán para los creyentes en «pan de vida» y «cáliz de salvación». Ahí encontramos los cristianos esa «verdadera comida» y «verdadera bebida» que nos dice Jesús. Una comida y una bebida que alimentan nuestra vida sobre la tierra, nos invitan a trabajarla y mejorarla, y nos sostienen mientras caminamos hacia la vida eterna. EL NUEVO DOMINGO El domingo ya no es lo que era hace unos años. En poco tiempo ha crecido y se ha convertido en el «fin de semana», que comienza ya el viernes por la tarde y en el que la mayoría puede vivir de manera diferente, escapando de las obligaciones del trabajo, de los horarios impuestos y de la rutina diaria. No todos vivimos el fin de semana de la misma manera. Para algunos es una verdadera suerte: tienen iniciativa, posibilidades y amigos para disfrutar esos días. Para otros es un tiempo cruel, pues sienten con más fuerza su soledad, enfermedad o vejez; el domingo solo despierta en ellos tristeza y nostalgia. Otros temen el domingo, no saben qué hacer con él, se aburren; si no hubiera fútbol sería insoportable. Teólogos y liturgistas se preguntan hoy cómo será en el futuro el domingo cristiano. ¿Se reducirá a una celebración de la misa aislada y sin conexión alguna con el fin de semana de la gente? Por el contrario, «¿no será posible –se pregunta Xabier Basurko– una integración dinámica de los valores humanos del fin de semana en la mística del domingo?». El liturgista vasco nos ofrece algunas pistas. El domingo cristiano puede ser el alma del fin de semana, que ayude a los creyentes a experimentar mejor su libertad de hijos de Dios, sin imposiciones ni fines utilitaristas. La eucaristía podría ayudar a recuperar el sosiego y reavivar el aliento interior. El fin de semana podemos ser un poco más «nosotros mismos». Por otra parte, se podría recuperar el sábado como fiesta de la creación; de esta manera se podría proseguir el domingo con la celebración de la salvación. Así piensan algunos liturgistas. La fe ayudaría entonces a vivir el fin de semana como una celebración al Creador y un encuentro con la naturaleza, no a través del trabajo, sino del disfrute y la contemplación. Por último, la celebración de la «asamblea eucarística» puede dar un sentido más hondo a esa otra dimensión del fin de semana, que es la comunicación entrañable y gratificante con amigos y familiares, o el encuentro con otras personas y otros pueblos. El fin de semana puede ser experiencia de encuentro y comunión de hermanos. ¿Crecerá el domingo cristiano hasta ser «fermento y sal» del fin de semana de la actual cultura? En cualquier caso, podemos hacernos una pregunta: ¿sabemos los cristianos extraer de la eucaristía dominical aliento y alegría para vivir el nuevo domingo?


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¿A QUIÉN ACUDIREMOS? En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: –Este modo de hablar es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso? Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: –¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida. Y, con todo, algunos de vosotros no creen. Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo: –Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede. Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce: –¿También vosotros queréis marcharos? Simón Pedro le contestó: –Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos. Y sabemos que tú eres el Santo, consagrado por Dios (Juan 6,61-70). ¿POR QUÉ NOS QUEDAMOS? Durante estos años se han multiplicado los estudios sobre la crisis de la religión cristiana en la sociedad moderna. Esta lectura es necesaria para conocer mejor algunos datos, pero resulta insuficiente para discernir cuál ha de ser nuestra reacción. El episodio narrado por Juan nos puede ayudar a interpretar y vivir la crisis con hondura más evangélica. Según el evangelista, Jesús resume así la crisis que se está creando en su grupo: «Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y, con todo, algunos de vosotros no creen». Es cierto. Jesús introduce en quienes le siguen un espíritu nuevo; sus palabras comunican vida; el programa que propone puede generar un movimiento capaz de orientar al mundo hacia una vida más digna y plena. Pero no por el hecho de estar en su grupo está garantizada la fe. Hay quienes se resisten a aceptar su espíritu y su vida. Su presencia en el movimiento de Jesús es aparente; su fe en él no es real. La verdadera crisis en el interior del cristianismo siempre es esta: ¿creemos o no creemos en Jesús? El narrador dice que «muchos se echaron atrás y no volvieron a ir con él». En la crisis se revela quiénes son los verdaderos seguidores de Jesús. La opción decisiva siempre es esa: ¿quiénes se echan atrás y quiénes permanecen con él, identificados con su espíritu y su vida? ¿Quién está a favor y quién está en contra de su proyecto? El grupo comienza a disminuir. Jesús no se irrita, no pronuncia juicio alguno contra nadie. Solo hace una pregunta a los que se han quedado junto a él: «¿También vosotros queréis marcharos?». Es la pregunta que se nos hace hoy a quienes seguimos en la Iglesia: ¿qué queremos nosotros? ¿Por qué nos hemos quedado? ¿Es para seguir a Jesús, acogiendo su espíritu y viviendo a su estilo? ¿Es para trabajar en su proyecto? La respuesta de Pedro es ejemplar: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes


palabras de vida eterna». Los que se quedan lo han de hacer por Jesús. Solo por Jesús. Por nada más. Se comprometen con él. El único motivo para permanecer en su grupo es él. Nadie más. Por muy dolorosa que nos parezca, la crisis actual será positiva si los que nos quedamos en la Iglesia, muchos o pocos, nos vamos convirtiendo en discípulos de Jesús, es decir, en hombres y mujeres que vivimos de sus palabras de vida. PALABRAS LLENAS DE ESPÍRITU Y VIDA En la sociedad moderna vivimos acosados por palabras, comunicados, imágenes y noticias de todo tipo. Ya no es posible vivir en silencio. Anuncios, publicidad, noticiarios, discursos y declaraciones invaden nuestro mundo interior y nuestro ámbito doméstico. Esta «inflación de la palabra» ha penetrado también en algunos sectores de la Iglesia. Hoy los eclesiásticos y los teólogos hablamos y escribimos mucho. Quizá más que nunca. La pregunta que nos hemos de hacer es sencilla: ¿qué capta la gente en nosotros?, ¿palabras «llenas de espíritu y vida», como eran las de Jesús, o palabras vacías? A lo largo de los años he oído muchas críticas a la predicación de la Iglesia. Se nos acusa de poca fidelidad al evangelio, falta de atención al magisterio del papa, alianza con una ideología política de un signo o de otro, poca apertura a la modernidad... Intuyo que no pocos que se alejan hoy de la Iglesia quieren saber si, al menos para nosotros, nuestras palabras significan algo. La palabra de Jesús era diferente. Nacía de su propio ser, brotaba de su amor apasionado al Padre y a los hombres. Era una palabra creíble, llena de vida y de verdad. Se entiende la reacción espontánea de Pedro: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna». Muchos hombres y mujeres de hoy no han tenido nunca la suerte de escuchar con sencillez y de manera directa las palabras de Jesús. Su mensaje les ha llegado muchas veces desfigurado por demasiadas doctrinas, fórmulas ideológicas y discursos poco evangélicos. Unos de los mayores servicios que podemos realizar en la Iglesia es poner la persona y el mensaje de Jesús al alcance de los hombres y mujeres de nuestros días. Ponerles en contacto con su persona. La gente no necesita escuchar nuestras palabras, sino las suyas. Solo ellas son «espíritu y vida». Es sorprendente ver que, cuando nos esforzamos por presentar a Jesús de manera viva, directa y auténtica, su mensaje resulta más actual que todos nuestros discursos. ¿TAMBIÉN VOSOTROS QUERÉIS MARCHAROS? El mundo en que vivimos no puede ya ser considerado como cristiano. Las nuevas generaciones no aceptan fácilmente la visión de la vida que antes se transmitía de padres a hijos por vía de autoridad. Las ideas y directrices que predominan en la cultura moderna se alejan mucho de la inspiración cristiana. Vivimos en una época «poscristiana». Esto significa que la fe ya no es «algo evidente y natural». Lo cristiano está sometido a un examen crítico cada vez más implacable. Son muchos los que en este contexto se sienten sacudidos por la duda, y bastantes los que, dejándose llevar por las corrientes del momento, lo abandonan todo. Una fe combatida desde tantos frentes no puede ser vivida como hace unos años. El creyente no puede ya apoyarse en la cultura ambiental ni en las instituciones. La fe va a depender cada vez más de la decisión personal de cada uno. Será cristiano quien tome la decisión consciente de aceptar y seguir a Jesucristo. Este es el dato tal vez más decisivo en


el momento religioso que vive hoy Europa: se está pasando de un cristianismo por nacimiento a un cristianismo por decisión. Ahora bien, la persona necesita apoyarse en algún tipo de experiencia positiva para tomar una decisión tan importante. La experiencia se está convirtiendo en una especie de criterio de autenticidad y en factor fundamental para decidir la orientación de la propia vida. Esto significa que, en el futuro, la experiencia religiosa será cada vez más importante para fundamentar la fe. Será creyente aquel que experimente que Dios le hace bien y que Jesucristo le ayuda a vivir. El relato evangélico de Juan resulta hoy más significativo que nunca. En un determinado momento, muchos discípulos de Jesús dudan y se echan atrás. Entonces Jesús dice a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?». Simón Pedro le contesta en nombre de todos desde una experiencia básica: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos». Muchos se mueven hoy en un estado intermedio entre un cristianismo tradicional y un proceso de descristianización. No es bueno vivir en la ambigüedad. Es necesario tomar una decisión fundamentada en la propia experiencia. Y tú, ¿también quieres marcharte? ¿A QUIÉN ACUDIREMOS? Quien se acerca a Jesús, con frecuencia tiene la impresión de encontrarse con alguien extrañamente actual y más presente a nuestros problemas de hoy que muchos de nuestros contemporáneos. Hay gestos y palabras de Jesús que nos impactan todavía hoy porque tocan el nervio de nuestros problemas y preocupaciones más vitales. Son gestos y palabras que se resisten al paso de los tiempos y al cambio de ideologías. Los siglos transcurridos no han amortiguado la fuerza y la vida que encierran, a poco que estemos atentos y abramos sinceramente nuestro corazón. Sin embargo, a lo largo de veinte siglos es mucho el polvo que inevitablemente se ha ido acumulando sobre su persona, su actuación y su mensaje. Un cristianismo lleno de buenas intenciones y fervores venerables ha impedido a veces a muchos cristianos sencillos encontrarse con la frescura llena de vida de aquel que perdonaba a las prostitutas, abrazaba a los niños, lloraba con los amigos, contagiaba esperanza e invitaba a la gente a vivir con libertad el amor de los hijos de Dios. Cuántos hombres y mujeres han tenido que escuchar las disquisiciones de moralistas bienintencionados y las exposiciones de predicadores ilustrados sin lograr encontrarse con él. No nos ha de extrañar la interpelación del escritor francés Jean Onimus: «¿Por qué vas a ser tú propiedad privada de predicadores, doctores y de algunos eruditos, tú que has dicho cosas tan sencillas, tan directas, palabras que siguen siendo palabras de vida para todos los hombres?». Si muchos cristianos que se han ido alejando estos años de la Iglesia conocieran directamente los evangelios, sentirían de nuevo aquello expresado un día por Pedro: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos». VIVIR LAS DUDAS CON SINCERIDAD No pocos cristianos sienten hoy brotar en su interior dudas, no sobre tal o cual punto particular del mensaje de Cristo, sino sobre la totalidad de la fe cristiana. Lo que les preocupa no son los dogmas, sino algo más fundamental y previo: ¿por qué he de orientar


mi vida siguiendo las fórmulas ingenuas de Cristo que encuentro en unos documentos tan arcaicos y, al parecer, tan legendarios? ¿Por qué mi anhelo por la vida, el placer y la libertad han de subordinarse a una moral rigurosa y casi imposible? Muchas veces, sin formularlo de manera precisa, experimentan en su interior una división profunda: «Quisiera creer, pero me siento incapaz de adherirme con sinceridad al cristianismo». «Siento que no puedo o no debo abandonar mi fe cristiana, pero, al mismo tiempo, me encuentro cada vez más lejano y extraño a todo eso». Es fácil entonces sentirse culpable de algo sin saber con seguridad de qué: ¿qué me ha pasado? ¿Qué he hecho a lo largo de los años para llegar a esta situación? Es posible, ciertamente, que haya una parte de responsabilidad en todo ello, pero ahora lo importante es vivir esa experiencia de duda religiosa de manera positiva. Esa falta de certeza interior puede ser precisamente una ocasión para superar el inmovilismo y la rutina, para liberarse de una religión excesivamente infantil y para descubrir a Jesucristo de manera nueva. Quizá, por vez primera, descubro que soy libre para creer o no creer. Ciertamente, es más cómodo no plantearme cuestión alguna y vivir tranquilo, pero es más digno enfrentarme a mi propia libertad y saber por qué abandono la fe o por qué me comprometo a seguir a Cristo. Si sigo buscando la verdad, pronto sentiré que no soy yo solo el que hago preguntas. Ahora es el mismo Jesús quien me interpela a mí: «¿También tú quieres marcharte?». Y uno se ve obligado a introducir nuevas cuestiones en su planteamiento: ¿por qué me resisto a reorientar mi vida desde la llamada de Cristo? ¿Puedo responder sinceramente por qué? Tarde o temprano llega el momento de tomar una decisión: o bien pongo a Jesús en el mismo plano que otras grandes figuras de la humanidad, o bien me decido a experimentar personalmente qué hay de único en su persona y su mensaje. Lo importante es la sinceridad del corazón. No hay que fiarse de las certidumbres y seguridades del pasado ni desanimarse cuando comienzan las dudas. La verdadera fe no está en nuestras explicaciones bien fundadas ni en nuestras dudas, sino en la sinceridad del corazón que busca a Dios. Cuando uno busca con honestidad, tal vez no encuentre respuesta inmediata a todos sus interrogantes, pero es fácil que sienta en el fondo de su corazón lo mismo que Pedro: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna».


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AMIGO DE LA MUJER En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el Templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los letrados y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: –Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices? Le preguntaban eso para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: –El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra. E, inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos, hasta el último. Y quedó solo Jesús, y la mujer en medio, de pie. Jesús se incorporó y le preguntó: –Mujer, ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado? Ella contestó: –Ninguno, Señor. Jesús dijo: –Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más (Juan 8,1-11). AMIGO DE LA MUJER Sorprende ver a Jesús rodeado de tantas mujeres: amigas entrañables como María Magdalena o las hermanas Marta y María de Betania. Seguidoras fieles como Salomé, madre de una familia de pescadores. Mujeres enfermas, prostitutas de aldea... De ningún profeta se dice algo parecido. ¿Qué encontraban en él las mujeres?, ¿por qué las atraía tanto? La respuesta que ofrecen los relatos evangélicos es clara. Jesús las mira con ojos diferentes. Las trata con una ternura desconocida, defiende su dignidad, las acoge como discípulas. Nadie las había tratado así. La gente las veía como fuente de impureza ritual. Rompiendo tabúes y prejuicios, Jesús se acerca a ellas sin temor alguno, las acepta en su mesa y hasta se deja acariciar por una prostituta agradecida. La sociedad las consideraba como ocasión y fuente de pecado; desde niños se les advertía a los varones para no caer en sus artes de seducción. Jesús, sin embargo, pone el acento en la responsabilidad de los varones: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio en su corazón». Se entiende su reacción cuando le presentan a una mujer sorprendida en adulterio, con intención de lapidarla. Nadie habla del varón. Es lo que ocurría siempre en aquella sociedad machista. Se condena a la mujer porque ha deshonrado a la familia y se disculpa con facilidad al varón.


Jesús no soporta esta hipocresía social construida por el dominio de los varones. Con sencillez y valentía admirables, pone verdad, justicia y compasión: «El que esté sin pecado, que arroje la primera piedra». Los acusadores se retiran avergonzados. Saben que ellos son los más responsables de los adulterios que se cometen en aquella sociedad. Jesús se dirige a aquella mujer humillada con ternura y respeto: «Tampoco yo te condeno». Vete, sigue caminando en tu vida y, «en adelante, no peques más». Jesús confía en ella, le desea lo mejor y le anima a no pecar. Pero de sus labios no saldrá condena alguna. ¿Quién nos enseñará a mirar hoy a la mujer con los ojos de Jesús?, ¿quién introducirá en la Iglesia y en la sociedad la verdad, la justicia y la defensa de la mujer al estilo de Jesús? EN DEFENSA DE LA MUJER Le presentan a Jesús una mujer sorprendida en adulterio. Todos conocen su destino: será lapidada hasta la muerte, según lo establecido por la ley. Nadie habla del adúltero. Como sucede siempre en una sociedad machista, se condena a la mujer y se disculpa al varón. El desafío a Jesús es frontal: «La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras. Tú, ¿qué dices?». Jesús sabe muy bien lo que tiene que decir. No soporta la prepotencia de aquellos maestros de la ley. Él no se siente representante de la ley, sino profeta de la compasión del Padre hacia todos sus hijos e hijas. Aquella sentencia no viene de Dios. Aquella mujer es víctima más que culpable. Dios no quiere la destrucción de nadie: «El que esté sin pecado, que arroje la primera piedra». Los acusadores se retiran avergonzados. Ellos saben que son los más responsables de los adulterios que se cometen en aquellas aldeas. Jesús se dirige a la mujer que acaba de escapar de la ejecución y, con respeto grande, le dice: «Tampoco yo te condeno». Luego le anima a que su perdón se convierta en punto de partida de una vida nueva: «Anda, y en adelante no peques más». Así es Jesús. Por fin ha existido sobre la tierra alguien que no se ha dejado condicionar por ninguna ley ni poder opresivo. Alguien libre y magnánimo que nunca odió ni condenó, nunca devolvió mal por mal. En su defensa y su perdón a esta adúltera hay más verdad y justicia que en nuestras reivindicaciones y condenas resentidas. Los cristianos no hemos sido capaces todavía de extraer todas las consecuencias que encierra la actuación liberadora de Jesús frente a la opresión de la mujer. Desde una Iglesia dirigida e inspirada mayoritariamente por varones no acertamos a tomar conciencia de todas las injusticias que sigue padeciendo la mujer en todos los ámbitos de la vida. Después de veinte siglos, en los países de raíces supuestamente cristianas, seguimos viviendo en una sociedad donde con frecuencia la mujer no puede moverse libremente sin temer al varón. La violación, el maltrato y la humillación no son algo imaginario. Constituyen una de las violencias más arraigadas y que más sufrimiento genera en la sociedad actual. ¿No ha de tener el sufrimiento de la mujer un eco más vivo y concreto en nuestras celebraciones y un lugar más importante en nuestra labor de concienciación social? Pero, sobre todo, ¿no hemos de estar más cerca de toda mujer oprimida para denunciar abusos y proporcionar defensa inteligente y protección eficaz? CAMBIAR


Todos esperan que se sume al rechazo general a aquella mujer sorprendida en adulterio, humillada públicamente, condenada por escribas respetables y sin defensa posible ante la sociedad y la religión. Jesús, sin embargo, desenmascara la hipocresía de aquella sociedad, defiende a la mujer del acoso injusto de los varones y le ayuda a iniciar una vida más digna. La actitud de Jesús ante la mujer fue tan «revolucionaria» que, después de veinte siglos, seguimos en buena parte sin querer entenderla ni asumirla. ¿Qué podemos hacer en nuestras comunidades cristianas? En primer lugar, actuar con voluntad de transformar la Iglesia. El cambio es posible. Hemos de soñar con una Iglesia diferente, comprometida como nadie en promover una vida más digna, justa e igualitaria entre varones y mujeres. Hemos de tomar conciencia de que nuestra manera de entender, vivir e imaginar las relaciones entre varón y mujer no proviene siempre del evangelio. Somos prisioneros de costumbres, esquemas y tradiciones que no tienen su origen en Jesús, pues conducen al dominio del varón y la subordinación de la mujer. Hemos de eliminar ya de la Iglesia visiones negativas de la mujer como «ocasión de pecado», «origen del mal» o «tentadora del varón». Desenmascarar teologías, predicaciones y actitudes que favorecen la discriminación o descalificación de la mujer. Sencillamente, no contienen «evangelio». Hemos de romper el inexplicable silencio que hay en no pocas comunidades cristianas ante la violencia doméstica que hiere los cuerpos y la dignidad de tantas mujeres. Los cristianos no podemos vivir de espaldas ante una realidad tan dolorosa y frecuente. ¿Qué no gritaría Jesús hoy? Hay que reaccionar contra la «ceguera» generalizada de los varones, incapaces de captar el sufrimiento injusto al que se ve sometida la mujer solo por el hecho de serlo. En muchos sectores es un sufrimiento «invisible» que no se sabe o no se quiere reconocer. En el evangelio de Jesús hay un mensaje particular, dirigido a los varones, que todavía no hemos escuchado ni anunciado con fidelidad. EL ÚNICO QUE NO CONDENA Es sorprendente la actuación de Jesús, radicalmente exigente al anunciar su mensaje, pero increíblemente comprensivo al juzgar la actuación concreta de las personas. Tal vez el caso más patente es su comportamiento ante el adulterio. Jesús habla de manera tan radical al exponer las exigencias del matrimonio indisoluble que los discípulos opinan que, en tal caso, «no trae cuenta casarse». Y, sin embargo, cuando todos quieren apedrear a una mujer sorprendida en adulterio es Jesús el único que no la condena. Quien conoce cuánta oscuridad reina en el ser humano y lo fácil que es condenar a otros para asegurarse la propia tranquilidad, sabe muy bien que en esa actitud de comprensión y de perdón que adopta Jesús, incluso contra lo que prescribe la ley, hay más verdad que en todas nuestras condenas resentidas. El creyente descubre además en esa actitud de Jesús el rostro verdadero de Dios y escucha un mensaje de salvación que se puede resumir así: «Cuando no tengas a nadie que te comprenda, cuando todos te condenen, cuando te sientas perdido, y no sepas a quién acudir, has de saber que Dios es tu amigo, él está de tu parte. Dios entiende tu debilidad y tu pecado». Esa es la mejor noticia que podíamos escuchar todos. Frente a la incomprensión, los enjuiciamientos y las condenas fáciles de las gentes, el ser humano siempre podrá esperar


en la misericordia y el amor insondable de Dios. Allí donde se acaba la comprensión de los seres humanos sigue firme la comprensión infinita de Dios. Esto significa que, en todas las situaciones de la vida, en todo fracaso, en toda angustia, siempre hay salida. Todo puede convertirse en gracia. Nadie puede impedirnos vivir apoyados en el amor y la fidelidad de Dios. Por fuera las cosas no cambian. Los problemas y conflictos siguen ahí con toda su crudeza. Las amenazas no desaparecen. Hay que seguir sobrellevando las cargas de la vida. Pero hay algo que lo cambia todo: la convicción de que nada ni nadie nos podrá separar del amor de Dios y de su perdón. NO LANZAR PIEDRAS En toda sociedad hay modelos de conducta que, explícita o implícitamente, configuran el comportamiento de las personas. Son modelos que determinan en gran parte nuestra manera de pensar, actuar y vivir. Pensemos en la ordenación jurídica de nuestra sociedad. La convivencia social está regulada por una estructura legal que depende de una determinada concepción del ser humano. Por eso, aunque la ley sea justa, su aplicación puede ser injusta si no se atiende a cada hombre y cada mujer en su situación personal única e irrepetible. Incluso en nuestra sociedad pluralista es necesario llegar a un consenso que haga posible la convivencia. Por eso se ha ido configurando un ideal jurídico de ciudadano, portador de unos derechos y sujeto de unas obligaciones. Y es este ideal jurídico el que se va imponiendo con fuerza de ley en la sociedad. Pero esta ordenación legal, necesaria sin duda para la convivencia social, no puede llegar a comprender de manera adecuada la vida concreta de cada persona en toda su complejidad, su fragilidad y su misterio. La ley tratará de medir con justicia a cada persona, pero difícilmente puede tratarla en cada situación como un ser concreto que vive y padece su propia existencia de una manera única y original. Qué cómodo es juzgar a las personas desde criterios seguros. Qué fácil y qué injusto apelar al peso de la ley para condenar a tantas personas marginadas, incapacitadas para vivir integradas en nuestra sociedad, conforme a la «ley del ciudadano ideal»: hijos sin verdadero hogar, jóvenes delincuentes, vagabundos analfabetos, drogadictos sin remedio, ladrones sin posibilidad de trabajo, prostitutas sin amor alguno, esposos fracasados en su amor matrimonial... Frente a tantas condenas fáciles, Jesús nos invita a no condenar fríamente a los demás desde la pura objetividad de una ley, sino a comprenderlos desde nuestra propia conducta personal. Antes de arrojar piedras contra nadie, hemos de saber juzgar nuestro propio pecado. Quizá descubramos entonces que lo que muchas personas necesitan no es la condena de la ley, sino que alguien las ayude y les ofrezca una posibilidad de rehabilitación. Lo que la mujer adúltera necesitaba no eran piedras, sino una mano amiga que le ayudara a levantarse. Jesús la entendió.


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OJOS NUEVOS En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Y sus discípulos le preguntaron: –Maestro, ¿quién pecó: este o sus padres, para que naciera ciego? Jesús contestó: –Ni este pecó ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios. Mientras es de día tengo que hacer las obras del que me ha enviado: viene la noche y nadie podrá hacerlas. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo. Dicho esto, escupió en la tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo: –Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado). Él fue, se lavó y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: –¿No es ese el que se sentaba a pedir? Unos decían: –El mismo. Otros decían: –No es él, pero se le parece. Él respondía: –Soy yo. Y le preguntaban: –¿Y cómo se te han abierto los ojos? Él contestó: –Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y que me lavase. Entonces fui, me lavé y empecé a ver. Le preguntaron: –¿Dónde está él? Contestó: –No sé. Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. (Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos.) También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista. Él les contestó: –Me puso barro en los ojos, me lavé y veo. Algunos de los fariseos comentaban: –Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado. Otros replicaban: –¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos? Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego: –Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos? Él contestó: –Que es un profeta.


Pero los judíos no se creyeron que aquel había sido ciego y había recibido la vista, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron: –¿Es este vuestro hijo, de quien decís vosotros que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve? Sus padres contestaron: –Sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego; pero cómo ve ahora no lo sabemos nosotros, y quién le ha abierto los ojos, nosotros tampoco lo sabemos. Preguntádselo a él, que es mayor y puede explicarse. Sus padres respondieron así porque tenían miedo a los judíos, pues los judíos ya habían acordado excluir de la sinagoga a quien reconociera a Jesús por Mesías. Por eso sus padres dijeron: «Ya es mayor, preguntádselo a él». Llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron: –Confiésalo ante Dios: nosotros sabemos que ese hombre es un pecador. Contestó él: –Si es un pecador, no lo sé; solo sé que yo era ciego y ahora veo. Le preguntan de nuevo: –¿Qué te hizo, cómo te abrió los ojos? Les contestó: –Os lo he dicho ya, y no me habéis hecho caso: ¿para qué queréis oírlo otra vez?, ¿también vosotros queréis haceros discípulos suyos? Ellos lo llenaron de improperios y le dijeron: –Discípulo de ese lo serás tú; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero ese no sabemos de dónde viene. Replicó él: –Pues eso es lo raro: que vosotros no sabéis de dónde viene, y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es religioso y hace su voluntad. Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si este no viniera de Dios, no tendría ningún poder. Le replicaron: –Empecatado naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros? Y lo expulsaron. Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: –¿Crees tú en el Hijo del hombre? Él contestó: –¿Y quién es, Señor, para que crea en él? Jesús le dijo: –Lo estás viendo: el que te está hablando, ese es. Él dijo: –Creo, Señor. Y se postró ante él. Dijo Jesús: –Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos. Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le preguntaron: –¿También nosotros estamos ciegos? Jesús les contestó: –Si estuvierais ciegos no tendríais pecado; pero como decís que veis, vuestro pecado persiste (Juan 9,1-41). CAMINOS HACIA LA FE


El relato es inolvidable. Se le llama tradicionalmente la «curación del ciego de nacimiento», pero es mucho más, pues el evangelista nos describe el recorrido interior que va haciendo un hombre perdido en tinieblas hasta encontrarse con Jesús, «Luz del mundo». No conocemos su nombre. Solo sabemos que es un mendigo, ciego de nacimiento, que pide limosna en las afueras del Templo. No conoce la luz. No la ha visto nunca. No puede caminar ni orientarse por sí mismo. Su vida transcurre en tinieblas. Nunca podrá conocer una vida digna. Un día Jesús pasa por su vida. El ciego está tan necesitado que deja que le trabaje sus ojos. No sabe quién es, pero confía en su fuerza curadora. Siguiendo sus indicaciones, limpia su mirada en la piscina de Siloé y, por primera vez, comienza a ver. El encuentro con Jesús va a cambiar su vida. Los vecinos lo ven transformado. Es el mismo, pero les parece otro. El hombre les explica su experiencia: «Un hombre que se llama Jesús» lo ha curado. No sabe más. Ignora quién es y dónde está, pero le ha abierto los ojos. Jesús hace bien incluso a aquellos que solo lo reconocen como hombre. Los fariseos, entendidos en religión, le piden toda clase de explicaciones sobre Jesús. Él les habla de su experiencia: «Solo sé una cosa: que era ciego y ahora veo». Le preguntan qué piensa de Jesús, y él les dice lo que siente: «Que es un profeta». Lo que ha recibido de él es tan bueno que ese hombre tiene que venir de Dios. Así vive mucha gente sencilla su fe en Jesús. No saben teología, pero sienten que ese hombre viene de Dios. Poco a poco, el mendigo se va quedando solo. Sus padres no lo defienden. Los dirigentes religiosos lo echan de la sinagoga. Pero Jesús no abandona a quien lo ama y lo busca. «Cuando oyó que lo habían expulsado, fue a buscarlo». Jesús tiene sus caminos para encontrarse con quienes lo buscan. Nadie se lo puede impedir. Cuando Jesús se encuentra con aquel hombre a quien nadie parece entender, solo le hace una pregunta: «¿Crees en el Hijo del hombre?», ¿crees en el Hombre nuevo, el Hombre plenamente humano precisamente por ser encarnación del misterio insondable de Dios? El mendigo está dispuesto a creer, pero se encuentra más ciego que nunca: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?». Jesús le dice: «Lo estás viendo: el que te está hablando, ese es». Al ciego se le abren ahora los ojos del alma. Se postra ante Jesús y le dice: «Creo, Señor». Solo escuchando a Jesús y dejándonos conducir interiormente por él vamos caminando hacia una fe más plena y también más humilde. JESÚS ES PARA EXCLUIDOS Es «ciego de nacimiento». No sabe lo que es la luz. Nunca la ha conocido. Ni él ni sus padres tienen la culpa, pero allí está él, sentado, pidiendo limosna. Su destino es vivir en tinieblas. Un día, al pasar Jesús por allí, ve al ciego. El evangelista dice que Jesús es nada menos que la «Luz del mundo». Tal vez recuerda las palabras del viejo profeta Isaías, asegurando que un día llegaría a Israel alguien que «gritaría a los cautivos: “¡Salid!”, y a los que están en tinieblas: “¡Venid a la luz!”». Jesús trabaja los ojos del pobre ciego con barro y saliva para infundirle su fuerza vital. La curación no es automática. También el ciego ha de colaborar. Hace lo que Jesús le indica: se lava los ojos, limpia su mirada y comienza a ver. Cuando la gente le pregunta quién lo ha curado, no sabe cómo contestar. Ha sido


«un hombre llamado Jesús». No sabe decir más. Tampoco sabe dónde está. Solo sabe que, gracias a este hombre, puede ver la vida con ojos nuevos. Esto es lo importante. Cuando los fariseos y entendidos en religión le acosan con sus preguntas, el hombre contesta con toda sencillez: pienso que «es un profeta». No lo sabe muy bien, pero alguien capaz de abrir los ojos tiene que venir de Dios. Entonces los fariseos se enfurecen, lo insultan y lo «expulsan» de su comunidad religiosa. La reacción de Jesús es conmovedora. «Cuando se enteró de que lo habían echado fuera, fue a buscarlo». Así es Jesús. No lo hemos de olvidar nunca: el que viene al encuentro de los hombres y mujeres que no son acogidos por la religión. Jesús no abandona a quien lo busca y lo ama, aunque sea excluido de su comunidad religiosa. El diálogo es breve: «¿Crees tú en el Hijo del hombre?». Él está dispuesto a creer. Su corazón ya es creyente, pero lo ignora todo: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?». Jesús le dice: no está lejos de ti. «Lo estás viendo: el que te está hablando, ese es». Según el evangelista, esta historia sucedió en Jerusalén hacia el año treinta, y sigue ocurriendo hoy entre nosotros en el siglo XXI. OJOS NUEVOS El relato del ciego de Siloé está estructurado desde la clave de un fuerte contraste. Los fariseos creen saberlo todo. No dudan de nada. Imponen su verdad. Llegan incluso a expulsar de la sinagoga al pobre ciego: «Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios». «Sabemos que ese hombre que te ha curado no guarda el sábado». «Sabemos que es pecador». Por el contrario, el mendigo curado por Jesús no sabe nada. Solo cuenta su experiencia a quien le quiera escuchar: «Solo sé que yo era ciego y ahora veo». «Ese hombre me trabajó los ojos y empecé a ver». El relato concluye con esta advertencia final de Jesús: «Yo he venido para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos». A Jesús le da miedo una religión defendida por escribas seguros y arrogantes, que manejan autoritariamente la Palabra de Dios para imponerla, utilizarla como arma o incluso excomulgar a quienes sienten de manera diferente. Teme a los doctores de la ley, más preocupados por «guardar el sábado» que por «curar» a mendigos enfermos. Le parece una tragedia una religión con «guías ciegos» y lo dice abiertamente: «Si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán al hoyo». Teólogos, predicadores, catequistas y educadores, que pretendemos «guiar» a otros sin tal vez habernos dejado iluminar nosotros mismos por Jesús, ¿no hemos de escuchar su interpelación? ¿Vamos a seguir repitiendo incansablemente nuestras doctrinas sin vivir una experiencia personal de encuentro con Jesús que nos abra los ojos y el corazón? Nuestra Iglesia no necesita hoy predicadores que llenen las iglesias de palabras, sino testigos que contagien, aunque sea de manera humilde, su pequeña experiencia del evangelio. No necesitamos fanáticos que defiendan «verdades» de manera autoritaria y con lenguaje vacío, tejido de tópicos y frases hechas. Necesitamos creyentes de verdad, atentos a la vida y sensibles a los problemas de la gente, buscadores de Dios capaces de escuchar y acompañar con respeto a tantos hombres y mujeres que sufren, buscan y no aciertan a vivir de manera más humana ni más creyente. BUSCAR LA LUZ No estamos hechos para vivir en la oscuridad. Nos da miedo caminar en medio de tinieblas. Y, sin embargo, la vida se nos presenta, con frecuencia, como un camino que


hemos de recorrer «a tientas». No queremos aceptar el misterio. Pero el misterio está presente en lo más profundo de nuestra vida. El ser humano se ha ido abriendo camino en la historia tratando de iluminar la existencia con su razón. Y ciertamente ha dado pasos gigantescos. La humanidad ha ido acumulando cada vez más datos, ha organizado esos datos en sistemas y ciencias cada vez más complejos, y los ha transformado en técnicas cada vez más poderosas para dominar el mundo y la vida. Y, sin embargo, la razón es una luz que nos deja todavía en las tinieblas. La razón puede explicarlo todo menos a sí misma. Se diría que el ser humano lo puede conocer y dominar todo, pero no puede conocer y dominar su origen ni su destino último. Los científicos más avanzados de nuestro siglo se encuentran tan impotentes como los humildes pobladores del paleolítico para responder a las preguntas decisivas del ser humano. ¿Cuál es el destino último de la humanidad? ¿Qué va a ser de todos y cada uno de nosotros? ¿Es la vida un paréntesis entre dos grandes «vacíos»? ¿Nos espera algo o alguien más allá de la muerte? Lo más racional sería reconocer que nuestra vida se mueve humildemente en el horizonte de lo desconocido. Es en este horizonte donde se sitúa el creyente. No como alguien que pretende «ver» y «explicar» el enigma último de la existencia, sino como un ciego que busca luz, se deja iluminar por Jesús y se atreve a enfrentarse con confianza al misterio de la vida porque cree en un Padre. Muchos cristianos hablan hoy de su fe con una inseguridad cada vez mayor. Sienten en su interior el enfrentamiento de diversas ideologías, corrientes y creencias. Querrían reformular su fe y lograr una nueva síntesis cristiana de la vida, pero no lo consiguen. Tal vez sin atreverse a confesárselo a sí mismos, se van sintiendo interiormente increyentes porque descubren que su fe se ha ido convirtiendo en algo irreal. Es entonces cuando, lejos de palabras vacías y falsas seguridades, hemos de adoptar una postura humilde y sincera de búsqueda, como aquel ciego de nacimiento que se dejó iluminar por Jesús. También hoy él puede hacer que «los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos». TESTIGO DE LA VERDAD Hay un rasgo que define a Jesús y configura toda su actuación: su voluntad de vivir en la verdad. Es sorprendente su decisión de vivir en la realidad, sin engañarse ni engañar a nadie. No es frecuente en la historia encontrarse con un hombre así. Jesús no solo dice la verdad. Cree en la verdad y la busca. Está convencido de que la verdad humaniza a todos. Por eso no tolera la mentira o el encubrimiento. No soporta la tergiversación o las manipulaciones. No hay en él atisbos de disimular la verdad o de convertirla en propaganda. Su honradez con la realidad le hace libre para decir toda la verdad. Jesús se convertirá en «voz de los sin voz, y voz contra los que tienen demasiada voz» (Jon Sobrino). Jesús va siempre al fondo de las cosas. Habla con autoridad porque habla desde la verdad. No necesita falsos autoritarismos. Habla con convicción, pero sin dogmatismos. No necesita presionar a nadie. Basta su verdad. No grita contra los ignorantes, sino contra los que falsean interesadamente la verdad para actuar de manera injusta. Jesús invita a buscar la verdad. No habla como los fanáticos, que la imponen, ni como los funcionarios, que la «defienden» por obligación. Dice las cosas con absoluta sencillez y soberanía. Lo que dice y hace es diáfano y fácil de entender. La gente lo percibe


enseguida. En contacto con Jesús, cada cual se encuentra consigo mismo y con lo mejor que hay en él. Jesús nos lleva a nuestra propia verdad. Cuando este hombre habla de un Dios que quiere una vida digna para los más desgraciados e indefensos, se hace creíble. Su palabra no es la de un farsante interesado por su propia causa. Tampoco la de un religioso piadoso en busca de su bienestar espiritual. Es la palabra de quien trae la verdad de Dios para quienes la quieran acoger. Según el cuarto evangelio, Jesús dice: «Yo he venido a este mundo para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos». Es así. Cuando reconocemos nuestra ceguera y acogemos su evangelio, comenzamos a ver la verdad.


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LA PUERTA En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos: –Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ese es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A este le abre el guarda y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas, camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz: a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños. Jesús les puso esta comparación, pero ellos no entendieron de qué les hablaba. Por eso añadió Jesús: –Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará, y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; yo he venido para que tengan vida, y la tengan abundante (Juan 10,1-10). ACERTAR CON LA PUERTA El evangelio de Juan presenta a Jesús con imágenes originales y bellas. Quiere que sus lectores descubran que solo él puede responder plenamente a las necesidades más fundamentales del ser humano. Jesús es «el pan de la vida»: quien se alimente de él no tendrá hambre. Es «la luz del mundo»: quien le siga no caminará en la oscuridad. Es «el buen pastor»: quien escuche su voz encontrará la vida. Entre estas imágenes hay una, humilde y casi olvidada, que, sin embargo, encierra un contenido profundo. «Yo soy la puerta». Así es Jesús. Una puerta abierta. Quien le sigue cruza un umbral que conduce a un mundo nuevo: una manera nueva de entender y vivir la vida. El evangelista lo explica con tres rasgos: «Quien entre por mí se salvará». La vida tiene muchas salidas. No todas llevan al éxito ni garantizan una vida plena. Quien, de alguna manera, sintoniza con Jesús y trata de seguirle, está entrando por la puerta acertada. No echará a perder su vida. La salvará. El evangelista dice algo más. Quien entra por Jesús «podrá salir y entrar». Tiene libertad de movimientos. Entra en un espacio donde puede ser libre, pues solo se deja guiar por el Espíritu de Jesús. No es el país de la anarquía o del libertinaje. «Entra y sale» pasando siempre a través de esa «puerta» que es Jesús, y se mueve siguiendo sus pasos. Todavía añade el evangelista otro detalle: quien entre por esa puerta que es Jesús «encontrará pastos», no pasará hambre ni sed. Encontrará alimento sólido y abundante para vivir. Cristo es la «puerta» por la que hemos de entrar también hoy los cristianos, si queremos reavivar nuestra identidad. Un cristianismo formado por bautizados que se relacionan con un Jesús mal conocido, vagamente recordado, afirmado de vez en cuando de manera abstracta, un Jesús mudo que no dice nada especial al mundo de hoy, un Jesús que


no toca los corazones… es un cristianismo sin futuro. Solo Cristo nos puede conducir a un nivel nuevo de vida cristiana, mejor fundamentada, motivada y alimentada en el evangelio. Cada uno de nosotros podemos contribuir a que, en la Iglesia de los próximos años, se le sienta y se le viva a Jesús de manera más viva y apasionada. Podemos hacer que la Iglesia sea más de Jesús. JESÚS ES LA PUERTA Jesús propone a un grupo de fariseos un relato metafórico en el que critica con dureza a los dirigentes religiosos de Israel. La escena está tomada de la vida pastoril. El rebaño está recogido dentro de un aprisco, rodeado por un vallado o pequeño muro, mientras un guarda vigila el acceso. Jesús centra precisamente su atención en esa «puerta» que permite llegar hasta las ovejas. Hay dos maneras de entrar en el redil. Todo depende de lo que uno pretenda hacer con el rebaño. Si alguien se acerca al redil y «no entra por la puerta», sino que salta «por otra parte», es evidente que no es el pastor. No viene a cuidar a su rebaño. Es «un extraño» que viene a «robar, matar y hacer daño». La actuación del verdadero pastor es muy diferente. Cuando se acerca al redil, «entra por la puerta», va llamando a las ovejas por su nombre y ellas atienden su voz. Las saca fuera y, cuando las ha reunido a todas, se pone a la cabeza y va caminando delante de ellas hacia los pastos donde se podrán alimentar. Las ovejas lo siguen porque reconocen su voz. ¿Qué secreto se encierra en esa «puerta» que legitima a los verdaderos pastores que pasan por ella y desenmascara a los extraños que entran «por otra parte», no para cuidar del rebaño, sino para hacerle daño? Los fariseos no entienden de qué les está hablando aquel Maestro. Entonces Jesús les da la clave del relato: «Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas». Quienes entran por el camino abierto por Jesús y le siguen viviendo su evangelio son verdaderos pastores: sabrán alimentar a la comunidad cristiana. Quienes entran en el redil dejando de lado a Jesús e ignorando su causa son pastores extraños: harán daño al pueblo cristiano. En no pocas Iglesias estamos sufriendo todos mucho: los pastores y el pueblo de Dios. Las relaciones entre la jerarquía y el pueblo cristiano se viven con frecuencia de manera recelosa, crispada y conflictiva: hay obispos que se sienten rechazados; hay sectores cristianos que se sienten marginados. Sería demasiado fácil atribuirlo todo al autoritarismo abusivo de la jerarquía o a la insumisión inaceptable de los fieles. La raíz es más profunda y compleja. Hemos creado entre todos una situación difícil. Hemos perdido la paz. Vamos a necesitar cada vez más a Jesús. Hemos de hacer crecer entre nosotros el respeto mutuo y la comunicación, el diálogo y la búsqueda sincera de verdad evangélica. Necesitamos respirar cuanto antes un clima más amable en la Iglesia. No saldremos de esta crisis si no volvemos todos al espíritu de Jesús. Él es «la puerta». ESCUCHAR LA VOZ DE JESÚS En algunos ámbitos de la Iglesia se insiste más que nunca en la necesidad de un «magisterio eclesiástico» fuerte para dirigir a los fieles en medio de la crisis actual. Estas llamadas no logran, sin embargo, detener su creciente «devaluación» entre amplios sectores


de cristianos. De hecho, no pocas intervenciones de los obispos provocan reacciones encontradas. Unos las alaban con fervor, otros las critican duramente, y la mayoría las olvida a los pocos días. Mientras tanto, en el evangelio se nos recuerdan unas palabras de Jesús que nos interpelan a todos: «Las ovejas siguen al pastor porque conocen su voz». Lo primero y decisivo también hoy es que, en la Iglesia, los creyentes escuchemos «la voz» de Jesucristo en toda su originalidad y pureza, no el peso de las tradiciones ni la novedad de las modas, no las «preocupaciones» de los eclesiásticos ni los «gustos» de los teólogos, no nuestros intereses, miedos o acomodaciones. Esto exige no confundir sin más la voz de Jesucristo con cualquier palabra que se pronuncia en la Iglesia. No hemos de dar por supuesto que en toda intervención de los obispos, en toda predicación de los curas, en todo escrito de los teólogos o en toda exposición de los catequistas se está escuchando fielmente la voz de Jesús. Siempre existe un riesgo. Que llenemos la Iglesia de escritos y cartas pastorales, de documentos y libros de teología, de catequesis y predicaciones, sustituyendo con nuestro «ruido» la voz inconfundible de Jesús, nuestro único maestro. Lo recordaba una y otra vez el obispo san Agustín: «Tenemos un solo maestro. Y, bajo él, todos somos condiscípulos. No nos constituimos en maestros por el hecho de hablar desde el púlpito. El verdadero Maestro habla desde dentro». Hemos de preguntarnos si la palabra que se escucha en la Iglesia proviene de Galilea y nace del Espíritu del Resucitado. Esto es lo decisivo, pues el magisterio, la predicación o la teología han de ser una invitación a que todos y cada uno de los creyentes escuchemos de manera fiel la voz de Cristo. Solo cuando uno «aprende» algo de Jesús se convierte en su seguidor. NO SE IMPROVISA No es raro encontrarnos hoy con personas que valoran sinceramente la religión y están convencidas de que la fe en Dios no es una ilusión. Sin embargo, su fe está como bloqueada. Hace tiempo que no rezan ni toman parte en una celebración religiosa. No aciertan a comunicarse con Dios ni con Cristo. Esta comunicación con Dios no se improvisa. No es algo que brota sin más desde la superficie de la persona. Requiere una actitud interior de apertura y un cierto aprendizaje. Lo primero es situarnos ante Alguien. Para los cristianos, Dios no es una fuerza temible, la energía que dirige el cosmos o algo semejante. Antes que nada es Amigo y Padre. Lo importante ante Dios es captar su presencia amistosa. Todo lo demás viene después. Sentir a Dios como Amigo lo cambia todo. En segundo lugar, nos hemos de arriesgar a confiar. La vida no es siempre fácil. Tarde o temprano todos conocemos la experiencia del vacío, la impotencia o el sinsentido. No siempre acertamos a encontrar descanso y paz. Quien se abre al Dios revelado en Jesucristo aprende a escuchar en el fondo de su ser estas palabras decisivas: «No tengas miedo». Es importante además captar a Dios como creador de vida. En lo más hondo de cada uno de nosotros habita su Espíritu, que es «Señor y dador de vida». Acoger a Dios no consiste en vivir de forma ingenua, infantil o irresponsable. Al contrario, es reforzar nuestra verdadera identidad, crecer como personas, aprender a vivir la vida intensamente, con hondura, desde su raíz. El creyente trata también de escuchar la voluntad de Dios, es decir, «lo bueno, lo


agradable, lo perfecto», lo que puede estar en sintonía con Aquel que solo quiere el bien y la felicidad de todo ser humano. No es fácil. Hemos de aprender a descubrir nuestro deseo más profundo, no los deseos que lo enmascaran y desfiguran, sino «eso» que realmente anda buscando nuestro corazón desde lo más hondo. Ese deseo interior necesita siempre ser purificado, pero no está lejos de la «voluntad de Dios». Para el evangelista Juan es decisivo en la fe cristiana «atender a la voz» de Cristo. Solo las ovejas que reconocen la voz del Pastor y se sienten llamadas por él son capaces de seguirle fielmente. Ese Pastor nos conduce hacia el Padre. EL MANDATO DE VIVIR Nos quejamos tanto de los problemas, trabajos y penalidades de nuestro vivir diario que corremos el riesgo de olvidar que la vida es un regalo. El gran regalo que todos hemos recibido de Dios. Si no hubiéramos nacido, nadie nos habría echado en falta. Nadie habría notado nuestra ausencia. Todo habría seguido su marcha, y nosotros hubiéramos quedado olvidados para siempre en la nada. Y, sin embargo, vivimos. Se ha producido ese milagro único e irrepetible que es mi vida. Como dice el genial pensador judío Martin Buber, «cada uno de los hombres representa algo nuevo, algo que nunca antes existió, algo original y único». Nadie, antes de mí, ha sido igual que yo ni lo será nunca. Nadie vera jamás el mundo con mis ojos. Nadie acariciará con mis manos. Nadie rezará a Dios con mis labios. Nadie amará nunca con mi corazón. Mi vida es irrepetible. Es tarea mía y solo yo la puedo vivir. Si yo no lo hago, quedará para siempre sin hacer. Habrá en el mundo un vacío que nadie podrá llenar. Por eso, aunque muchas veces lo olvidamos, el primer mandato que los hombres recibimos de Dios es vivir. Mandato que no está escrito en tablas de piedra, sino grabado en lo más hondo de nuestro ser. Nuestro primer gesto de obediencia a Dios es vivir, amar la vida, acogerla con corazón agradecido, cuidarla con solicitud, desplegar todas las posibilidades encerradas en nosotros. Pero vivir no significa solo asegurar un buen funcionamiento de nuestro organismo físico o lograr un desarrollo armonioso de nuestro psiquismo, sino crecer como seres plenamente humanos. El ideal de mens sana in corpore sano –mente sana en un cuerpo sano– puede ser algo perfectamente inhumano y empobrecedor si no vivimos escuchando la llamada del Creador, abiertos al amor, creando en nuestro entorno una vida siempre más humana. Son bastantes los cristianos que no llegan siquiera a sospechar que la fe es precisamente un principio de vida, y vida sana. Les falta descubrir por experiencia personal que Dios no es alguien a quien conviene tener en cuenta por si acaso, sino que Dios es precisamente y antes que nada «alguien que hace vivir». A pesar de sus dudas e incertidumbres, el creyente va descubriendo a Dios como alguien que sostiene la vida, incluso en los momentos más adversos, alguien que da fuerzas para comenzar siempre de nuevo, alguien que alimenta en nosotros una esperanza indestructible cuando la vida parece apagarse para siempre. Al escuchar las palabras de Jesús: «Yo he venido para que tengan vida, y la tengan abundante», el creyente no necesita acudir a otros para que le expliquen su sentido. Él sabe que son verdad.


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PASTOR BUENO En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos: –Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; y doy mi vida por las ovejas. Tengo además otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor. Por eso me ama el Padre: porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla. Este mandato he recibido del Padre (Juan 10,11-18). VA CON NOSOTROS El símbolo de Jesús como pastor bueno produce hoy en algunos cristianos cierto fastidio. No queremos ser tratados como ovejas de un rebaño. No necesitamos a nadie que gobierne y controle nuestra vida. Queremos ser respetados. No necesitamos de ningún pastor. No sentían así los primeros cristianos. La figura de Jesús, buen pastor, se convirtió muy pronto en la imagen más querida de Jesús. Ya en las catacumbas de Roma se le representa cargando sobre sus hombros a la oveja perdida. Nadie está pensando en Jesús como un pastor autoritario, dedicado a vigilar y controlar a sus seguidores, sino como un pastor bueno que cuida de sus ovejas. El «pastor bueno» se preocupa de sus ovejas. Es su primer rasgo. No las abandona nunca. No las olvida. Vive pendiente de ellas. Está siempre atento a las más débiles o enfermas. No es como el pastor mercenario, que, cuando ve algún peligro, huye para salvar su vida, abandonando al rebaño: no le importan las ovejas. Jesús había dejado un recuerdo imborrable. Los relatos evangélicos lo describen preocupado por los enfermos, los marginados, los pequeños, los más indefensos y olvidados, los más perdidos. No parece preocuparse de sí mismo. Siempre se le ve pensando en los demás. Le importan sobre todo los más desvalidos. Pero hay algo más. «El pastor bueno da la vida por sus ovejas». Es el segundo rasgo. Hasta cinco veces repite el evangelio de Juan este lenguaje. El amor de Jesús a la gente no tiene límites. Ama a los demás más que a sí mismo. Ama a todos con amor de buen pastor, que no huye ante el peligro, sino que da su vida por salvar al rebaño. Por eso, la imagen de Jesús, «pastor bueno», se convirtió muy pronto en un mensaje de consuelo y confianza para sus seguidores. Los cristianos aprendieron a dirigirse a Jesús con palabras tomadas del Salmo 22: «El Señor es mi pastor, nada me falta... aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo... Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida». Los cristianos vivimos con frecuencia una relación bastante pobre con Jesús. Necesitamos conocer una experiencia más viva y entrañable. No creemos que él cuida de


nosotros. Se nos olvida que podemos acudir a él cuando nos sentimos cansados y sin fuerzas, o perdidos y desorientados. Una Iglesia formada por cristianos que se relacionan con un Jesús mal conocido, confesado solo de manera doctrinal, un Jesús lejano cuya voz no se escucha bien en las comunidades... corre el riesgo de olvidar a su Pastor. Pero, ¿quién cuidará a la Iglesia si no es su Pastor? EL PASTOR BUENO La figura del pastor era muy familiar en la tradición de Israel. Moisés, Saúl, David y otros líderes habían sido pastores. Al pueblo le agradaba imaginar a Dios como un «pastor» que cuida a su pueblo, lo alimenta y lo defiende. Con el tiempo, el término «pastor» comenzó a utilizarse para designar también a los jefes del pueblo. Solo que estos no se parecían siempre a Dios, ni mucho menos. No sabían cuidar del pueblo y velar por las personas como lo hacía él. Todos recordaban las duras críticas del profeta Ezequiel a los dirigentes de su tiempo: «¡Ay de los pastores de Israel, que se apacientan a sí mismos! No fortalecéis a las ovejas débiles, ni curáis a las enfermas, ni vendáis a las heridas; no recogéis a las descarriadas, ni buscáis a las perdidas, sino que las habéis dominado con violencia y dureza». El profeta anunciaba un porvenir diferente: «Aquí estoy yo, dice el Señor, yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él». Cuando en las primeras comunidades cristianas comenzaron los conflictos y disensiones, los seguidores de Jesús sintieron la necesidad de recordar que solo él es Pastor Bueno. Felizmente hubo un escritor que recogió una bella alegoría para presentarlo como el pastor modelo, capaz de desenmascarar a todos aquellos que no son como él. Jesús había actuado solo por amor. Todos recordaban todavía su entrega a las «ovejas perdidas de Israel»: las más débiles, las más enfermas y heridas, las más descarriadas. El pastor bueno siempre trata a las ovejas con cuidado y amor. El pastor que se preocupa de sus propios intereses es un «asalariado». En realidad «no le importan las ovejas» ni su sufrimiento. Jesús no había actuado como un jefe dedicado a dirigir, gobernar o controlar. Lo suyo había sido «dar vida», curar, perdonar. No había hecho sino «entregarse», desvivirse, terminar crucificado dando la vida por las ovejas. El que no es verdadero pastor piensa en sí mismo, «abandona las ovejas», evita los problemas y «huye». La alegoría del «buen pastor» arroja una luz decisiva: quien tenga alguna responsabilidad pastoral ha de parecerse a Jesús. EN LO COTIDIANO Nuestra vida se decide en lo cotidiano. Por lo general no son los momentos extraordinarios y excepcionales los que marcan más nuestra existencia. Es más bien esa vida ordinaria de todos los días, con las mismas tareas y obligaciones, en contacto con las mismas personas, la que nos va configurando. En el fondo somos lo que somos en la vida cotidiana. Esa vida no tiene muchas veces nada de excitante. Está hecha de repetición y rutina. Pero es nuestra vida. Somos «seres cotidianos». La cotidianidad es un rasgo esencial del ser humano. Somos, al mismo tiempo, responsables y víctimas de esa vida aparentemente pequeña de cada día. En esa vida de lo normal y ordinario podemos crecer como personas y podemos también echarnos a perder. En esa vida crece nuestra responsabilidad o aumenta nuestra


desidia; cuidamos nuestra dignidad o nos perdemos en la mediocridad; nos inspira y alienta el amor o actuamos desde la indiferencia; nos dejamos arrastrar por la superficialidad o arraigamos nuestra vida en lo esencial; se va disolviendo nuestra fe o se va reafirmando nuestra confianza en Dios. La vida cotidiana no es algo que hay que soportar para luego vivir no sé qué. Es en esa vida de cada día donde se decide nuestra calidad humana y cristiana. Ahí se fortalece la autenticidad de nuestras decisiones; ahí se purifica nuestro amor a las personas; ahí se configura nuestra manera de pensar y de creer. El gran teólogo Karl Rahner llega a decir que «para el hombre interior y espiritual no hay mejor maestro que la vida cotidiana». Según la teología del cuarto evangelio, los seguidores de Jesús no caminan por la vida solos y desamparados. Los acompaña y defiende día a día el Buen Pastor. Ellos son como «ovejas que escuchan su voz y le siguen». Él las conoce a cada una y les da vida eterna. Es Cristo quien ilumina, orienta y alienta su vida día a día hasta la vida eterna. En el día a día de la vida cotidiana hemos de buscar al Resucitado en el amor, no en la letra muerta; en la autenticidad, no en las apariencias; en la verdad, no en los tópicos; en la creatividad, no en la pasividad y la inercia; en la luz, no en la oscuridad de las segundas intenciones; en el silencio interior, no en la agitación superficial. HACIA UNA MAYOR COMUNICACIÓN Cuando entre los primeros cristianos comenzaron los conflictos y disensiones entre grupos y líderes diferentes, alguien sintió la necesidad de recordar que, en la comunidad de Jesús, solo él es el Pastor bueno. No un pastor más, sino el auténtico, el verdadero, el modelo a seguir por todos. Esta bella imagen de Jesús, Pastor bueno, es una llamada a la conversión, dirigida a quienes pueden reivindicar el título de «pastores» en la comunidad cristiana. El pastor que se parece a Jesús solo piensa en sus ovejas, no «huye» ante los problemas, no las «abandona». Al contrario, está junto a ellas, las defiende, se desvive por ellas, «expone su vida» buscando su bien. Al mismo tiempo, esta imagen es una llamada a la comunión fraterna entre todos. El buen pastor «conoce» a sus ovejas y las ovejas le «conocen» a él. Solo desde esta cercanía estrecha, desde este conocimiento mutuo y desde esta comunión de corazón, el buen pastor comparte su vida con las ovejas. Hacia esta comunión y mutuo conocimiento hemos de caminar también hoy en la Iglesia. En estos momentos no fáciles para la fe necesitamos como nunca aunar fuerzas, buscar juntos criterios evangélicos y líneas maestras de actuación, para saber en qué dirección hemos de caminar de manera creativa hacia el futuro. Sin embargo, no es esto lo que está sucediendo. Se hacen algunas llamadas convencionales a vivir en comunión, pero no estamos dando pasos para crear un clima de escucha mutua y diálogo. Al contrario, crecen las descalificaciones y disensiones entre obispos y teólogos; entre teólogos de diferentes tendencias; entre movimientos y comunidades de diverso signo… Pero, tal vez, lo más triste es ver cómo sigue creciendo el distanciamiento entre la jerarquía y el pueblo cristiano. Se diría que viven dos mundos diferentes. En muchos lugares, los «pastores» y las «ovejas» apenas se conocen. A bastantes obispos no les resulta fácil sintonizar con las necesidades reales de los creyentes, para ofrecerles la orientación y el aliento que necesitan. A muchos fieles les resulta difícil sentir afecto e interés hacia unos pastores a los que ven alejados de sus problemas.


Solo creyentes llenos del Espíritu del Buen Pastor pueden ayudarnos a crear el clima de acercamiento, mutua escucha, respeto recíproco y diálogo humilde que tanto necesitamos. LA NECESIDAD DE UN GUÍA Para los primeros creyentes, Jesús no es solo un pastor, sino el verdadero y auténtico pastor. El único líder capaz de orientar y dar verdadera vida al ser humano. Esta fe en Jesús como verdadero pastor y guía adquiere una actualidad nueva en una sociedad masificada como la nuestra, donde las personas corren el riesgo de perder su propia identidad y quedar aturdidas ante tantas voces y reclamos. La publicidad y los medios de comunicación social imponen al individuo no solo la ropa que ha de vestir, la bebida que ha de tomar o la canción que ha de escuchar. Se nos imponen también los hábitos, las costumbres, las ideas, los valores, el estilo de vida y la conducta que hemos de adoptar. Los resultados son palpables. Son muchas las víctimas de esta «sociedad-araña». Personas que viven «según la moda». Gentes que ya no actúan por propia iniciativa. Hombres y mujeres que buscan su pequeña felicidad, esforzándose por tener aquellos objetos, ideas y conductas que se les dicta desde fuera. Expuestos a tantas llamadas y reclamos, corremos el riesgo de no escuchar ya la voz de la propia interioridad. Es triste ver a las personas esforzándose por vivir un estilo de vida «impuesto» desde fuera, que simboliza para ellos el bienestar y la verdadera felicidad. Los cristianos creemos que solo Jesús puede ser guía definitivo del ser humano. Solo desde él podemos aprender a vivir. Precisamente, el cristiano es aquel que, desde Jesús, va descubriendo día a día cuál es la manera más humana de vivir. Seguir a Jesús como buen pastor es interiorizar las actitudes fundamentales que él vivió, y esforzarnos por vivirlas hoy desde nuestra propia originalidad, prosiguiendo la tarea de construir el reino de Dios que él comenzó. Pero, mientras la meditación sea sustituida por la televisión, el silencio interior por el ruido y el seguimiento a la propia conciencia por la sumisión ciega a la moda, será difícil que escuchemos la voz del Buen Pastor, que nos puede ayudar a vivir en medio de esta «sociedad de consumo» que consume a sus consumidores.


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VOLVER A JESÚS En aquel tiempo dijo Jesús: –Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna: no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno (Juan 10,27-30). VOLVER A JESÚS Se pueden hacer toda clase de estudios y diagnósticos. Lo cierto es que el mundo necesita hoy savia nueva para vivir. Las Iglesias andan buscando aliento y esperanza. Las muchedumbres pobres del planeta reclaman justicia y pan. Occidente ya no sabe cómo salir de esa tristeza mal disimulada que ningún bienestar logra ocultar. El problema no es solo de cambios políticos ni de renovaciones teológicas, sino de vida. Estamos necesitados de algo parecido al «fuego» que prendió Jesús en su breve paso por la tierra: su mística, su lucidez, su pasión por el ser humano. Necesitamos personas como él, palabras como las suyas, esperanza y amor como los suyos. Necesitamos volver a Jesús. Desde el inicio, los cristianos vieron que él podía guiar a los seres humanos. Con su conocido lenguaje, el cuarto evangelio lo presenta como el «pastor» capaz de liberar a las ovejas del aprisco donde se encuentran encerradas para «sacarlas afuera», a un país nuevo de vida y dignidad. Él marcha por delante marcando el camino a quienes lo quieren seguir. Jesús no impone nada. No fuerza a nadie. Llama a cada uno «por su nombre». Para él no hay masas. Cada uno tiene nombre y rostro propios. Cada uno ha de escuchar su voz sin confundirla con la de extraños, que no son sino «ladrones» que quitan al pueblo luz y esperanza. Esto es lo decisivo: no escuchar voces extrañas, huir de mensajes que no vienen de Galilea. Siempre que la Iglesia ha buscado renovarse se ha desencadenado una vuelta a Jesús para seguir de nuevo sus pasos. Como se ha recordado tantas veces, «sígueme» es la primera y la última palabra de Jesús a Pedro (Dietrich Bonhoeffer). Pero volver a Jesús no es tarea exclusiva del papa ni de los obispos. Todos los creyentes somos responsables. Para volver a Jesús no hay que esperar ninguna orden. Francisco de Asís no esperó a que la Iglesia de su tiempo tomara no sé qué decisiones. Él mismo se convirtió al evangelio y comenzó la aventura de seguir a Jesús de verdad. ¿A qué tenemos que esperar para despertar entre nosotros una pasión nueva por el evangelio y por Jesús? ESCUCHAR SU VOZ Y SEGUIR SUS PASOS La escena es tensa y conflictiva. Jesús está paseando dentro del recinto del Templo. De pronto, un grupo de judíos lo rodea acosándolo con aire amenazador. Jesús no se intimida, sino que les reprocha abiertamente su falta de fe: «Vosotros no creéis porque no sois ovejas mías». El evangelista dice que, al terminar de hablar, los judíos tomaron piedras para apedrearlo.


Para probar que no son ovejas suyas, Jesús se atreve a explicarles qué significa ser de los suyos. Solo subraya dos rasgos, los más esenciales e imprescindibles: «Mis ovejas escuchan mi voz... y me siguen». Después de veinte siglos, los cristianos necesitamos recordar de nuevo que lo esencial para ser la Iglesia de Jesús es escuchar su voz y seguir sus pasos. Lo primero es despertar la capacidad de escuchar a Jesús. Desarrollar mucho más en nuestras comunidades esa sensibilidad que está viva en muchos cristianos sencillos, que saben captar la Palabra que viene de Jesús en toda su frescura y sintonizar con su Buena Noticia de Dios. Juan XXIII dijo en una ocasión que «la Iglesia es como una vieja fuente de pueblo de cuyo grifo ha de correr siempre agua fresca». En esta Iglesia vieja de veinte siglos hemos de hacer correr el agua fresca de Jesús. Si no queremos que nuestra fe se vaya diluyendo progresivamente en formas decadentes de religiosidad superficial, en medio de una sociedad que invade nuestras conciencias con mensajes, consignas, imágenes, comunicados y reclamos de todo género, hemos de aprender a poner en el centro de nuestras comunidades la Palabra viva, concreta e inconfundible de Jesús, nuestro único Señor. Pero no basta con escuchar su voz. Es necesario seguir sus pasos. Ha llegado el momento de decidirnos entre contentarnos con una «religión burguesa», que tranquiliza las conciencias, pero ahoga nuestra alegría, o aprender a vivir la fe cristiana como una aventura apasionante de seguir a Jesús. La aventura consiste en creer lo que el creyó, dar importancia a lo que él se la dio, defender la causa del ser humano como él la defendió, acercarnos a los indefensos y desvalidos como él se acercó, ser libres para hacer el bien como hizo él, confiar en el Padre como él confió y enfrentarnos a la vida y a la muerte con la esperanza con que él se enfrentó. Si quienes viven perdidos, solos o desorientados pueden encontrar en la comunidad cristiana un lugar donde se aprende a vivir de manera más digna, solidaria y liberada siguiendo a Jesús, la Iglesia estará ofreciendo a la sociedad uno de sus mejores servicios. DIOS NO ESTÁ EN CRISIS Es más frecuente de lo que pensamos. Los creyentes decimos creer en Dios, pero en la práctica vivimos como si no existiera. Este es también el riesgo que tenemos hoy al abordar la crisis religiosa actual y el futuro incierto de la Iglesia: vivir estos momentos de manera «atea». Ya no sabemos caminar en «el horizonte de Dios». Analizamos nuestras crisis y planificamos el futuro pensando solo en nuestras posibilidades. Se nos olvida que el mundo está en manos de Dios, no en las nuestras. Ignoramos que el «Gran Pastor» que cuida y guía la vida de cada ser humano es Dios. Vivimos como «huérfanos» que han perdido a su Padre. La crisis nos desborda. Lo que se nos pide nos parece excesivo. Nos resulta difícil perseverar con ánimo en una tarea sin ver el éxito por ninguna parte. Nos sentimos solos, y cada uno se defiende como puede. Según el relato evangélico, Jesús está en Jerusalén comunicando su mensaje. Es invierno y, para no enfriarse, se pasea por uno de los pórticos del Templo, rodeado de judíos, que lo acosan con sus preguntas. Jesús está hablando de las «ovejas» que escuchan su voz y le siguen. En un momento determinado dice: «Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre». Según Jesús, «Dios supera a todos». Que nosotros estemos en crisis no significa que


Dios esté en crisis. Que los cristianos perdamos el ánimo no quiere decir que Dios se haya quedado sin fuerzas para salvar. Que nosotros no sepamos dialogar con el hombre de hoy no significa que Dios ya no encuentre caminos para hablar al corazón de cada persona. Que las gentes se marchen de nuestras Iglesias no quiere decir que se le escapen a Dios de sus manos protectoras. Dios es Dios. Ninguna crisis religiosa y ninguna mediocridad de la Iglesia podrán «arrebatar de sus manos» a esos hijos e hijas a los que ama con amor infinito. Dios no abandona a nadie. Tiene sus caminos para cuidar y guiar a cada uno de sus hijos, y sus caminos no son necesariamente los que nosotros le pretendemos trazar. NO GOBERNAR, SINO DAR VIDA La imagen del pastor está cargada de simbolismo religioso en la tradición bíblica. El pastor simboliza al jefe que gobierna y dirige al pueblo. Su principal tarea es vigilar, guiar y proteger al rebaño. Dios es «el pastor de Israel», porque conduce al pueblo, vela por él y lo protege. Ese es también hoy su principal significado cuando se habla en la Iglesia de los pastores que «guían al pueblo». Sin embargo, cuando los primeros cristianos hablan de Jesús como «buen pastor», no lo hacen para presentarlo como jefe y caudillo de un pueblo, sino para destacar su preocupación por la vida de las personas. Jesús es «Buen Pastor» no porque sepa gobernar, conducir y vigilar mejor que nadie, sino porque es capaz de «dar su vida» por los demás. Esta teología del Buen Pastor recoge perfectamente la actuación de Jesús. Su primera preocupación no fue salvaguardar la doctrina, vigilar la moral o controlar la liturgia, sino desvivirse por la gente, luchar contra el sufrimiento bajo todas sus formas y trabajar por una vida más digna y dichosa para todos, llegando «hasta dar su vida» en este empeño. La Iglesia tiene la responsabilidad de invitar y orientar a los creyentes hacia la verdad de Cristo, pero Cristo se dedicaba precisamente a quitar sufrimientos y dar vida. Solo desde ahí revelaba y anunciaba al verdadero Dios. En estos tiempos en que tanta gente «abandona el rebaño» y se aleja de la fe, la mejor manera de guiar hacia la «verdad de Cristo» sería ver a una Iglesia dedicada en cuerpo y alma a que la gente sea más dichosa, se sienta menos desamparada y viva más protegida contra el mal y el sufrimiento. Los mismos cristianos que confesaron a Jesús como «pastor» lo presentaron también como «cordero» sacrificado por los demás. Es un buen recordatorio para los pastores de la comunidad cristiana. El trabajo pastoral no se hace imponiéndonos «desde arriba», sino sirviendo desde abajo. No se conduce hacia Cristo desde el poder y el dominio, sino desde la compasión y la lucha contra el sufrimiento y el desamparo. AMIGO Y MAESTRO Los primeros creyentes plasmaron su fe en Jesús empleando imágenes y títulos válidos para su mundo de experiencia, pero necesitados a veces de «traducción» para ser vividos por los hombres y mujeres de hoy. Así sucede con títulos como «Señor», «Rey» o «Pastor», que, leídos desde una cultura reacia a todo lo autoritario, pueden no expresar –o no expresar bien– la experiencia original de los primeros cristianos. Concretamente, la bella imagen de Jesús como «Buen Pastor» tuvo gran arraigo en los primeros siglos del cristianismo (recuérdese su presencia en las catacumbas romanas), pues sugiere el cuidado de Cristo por los suyos, su servicio y entrega total, su disponibilidad a dar la vida por las ovejas. Sin embargo, ha ido perdiendo atractivo y fuerza


en nuestros días en la medida en que puede evocar el seguimiento gregario de Cristo de un «rebaño» de cristianos poco conscientes y responsables. En la cristología contemporánea se advierte hoy un desplazamiento hacia dos títulos, de origen neotestamentario ambos, y que, tal vez, responden mejor a la experiencia actual: Cristo Amigo y Maestro. El título de «Amigo» arranca del evangelio de Juan y subraya la relación amistosa y confiada que establece Jesús con los creyentes: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer» (Juan 15,15). Cristo no es solo el Señor que salva, sino el Amigo cercano que comprende y acompaña. La teología actual subraya la importancia de un Cristo Amigo en una época en la que no pocos experimentan la soledad existencial. Son varios los cristólogos que llaman la atención sobre esa frase que, según Mateo, resume la actuación de Jesús: «La caña cascada no la quebrará, y la mecha humeante no la apagará» (Mateo 12,20). El título de «Maestro» tiene también sus raíces en la tradición evangélica: «No llaméis a nadie maestro, porque uno solo es vuestro maestro, Cristo» (Mateo 23,10). Jesús no es solo el gran Revelador del Padre, sino el Maestro interior que enseña a vivir con sabiduría. Algo que es importante recordar en tiempos de crisis de sentido en que no pocos son víctimas de la confusión, el desconcierto y la fragmentación interior. No basta confesarnos cristianos y seguidores de Jesús. Es decisivo el tipo de relación que establecemos con él. No es lo mismo obedecer a Cristo Legislador que comunicarnos confiadamente con Jesús Amigo y compañero de camino. No es igual aceptar a Cristo «Revelador de la doctrina cristiana» que dejarnos enseñar día a día por él.


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LLORAR Y CONFIAR En aquel tiempo, un cierto Lázaro, de Betania, la aldea de María y Marta, su hermana, había caído enfermo. (María era la que ungió al Señor con perfume y le enjugó los pies con su cabellera: el enfermo era su hermano Lázaro.) Las hermanas le mandaron recado a Jesús, diciendo: –Señor, tu amigo está enfermo. Jesús, al oírlo, dijo: –Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella. Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días donde estaba. Solo entonces dice a sus discípulos: –Vamos otra vez a Judea. Los discípulos le replican: –Maestro, hace poco intentaban apedrearte los judíos, ¿y vas a volver allí? Jesús contestó: –¿No tiene el día doce horas? Si uno camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si camina de noche tropieza, porque le falta la luz. Dicho esto añadió: –Lázaro, nuestro amigo, está dormido: voy a despertarlo. Entonces le dijeron sus discípulos: –Señor, si duerme se salvará. (Jesús se refería a su muerte; en cambio ellos creyeron que hablaba del sueño natural.) Entonces Jesús les replicó claramente: –Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de que no hayamos estado allí, para que creáis. Y ahora vamos a su casa. Entonces Tomás, apodado el Mellizo, dijo a los demás discípulos: –Vamos también nosotros y muramos con él. Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Betania distaba poco de Jerusalén: unos tres kilómetros; y muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María, para darles el pésame por su hermano. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús: –Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aun ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá. Jesús le dijo: –Tu hermano resucitará. Marta respondió: –Sé que resucitará en la resurrección del último día. Jesús le dice: –Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?


Ella le contestó: –Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo. Y, dicho esto, fue a llamar a su hermana María, diciéndole en voz baja: –El Maestro está ahí, y te llama. Apenas lo oyó, se levantó y salió a donde estaba él: porque Jesús no había entrado todavía en la aldea, sino que estaba aún donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con ella en casa consolándola, al ver que María se levantaba y salía de prisa, la siguieron, pensando que iba al sepulcro a llorar allí. Cuando llegó María a donde estaba Jesús, al verlo se echó a sus pies diciéndole: –Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Jesús, viéndola llorar a ella y viendo llorar a los judíos que la acompañaban, sollozó y, muy conmovido, preguntó: –¿Dónde lo habéis enterrado? Le contestaron: –Señor, ven a verlo. Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: –¡Cómo lo quería! Pero algunos dijeron: –Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera este? Jesús, sollozando de nuevo, llegó a la tumba. (Era una cavidad cubierta con una losa.) Dijo Jesús: –Quitad la losa. Marta, la hermana del muerto, le dijo: –Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días. Jesús le dijo: –¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios? Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: –Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crea que tú me has enviado. Y, dicho esto, gritó con voz potente: –Lázaro, ven afuera. El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: –Desatadlo y dejadlo andar. Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él (Juan 11,1-45). NUESTRA ESPERANZA El relato de la resurrección de Lázaro es sorprendente. Por una parte, nunca se nos presenta a Jesús tan humano, frágil y entrañable como en este momento en que se le muere uno de sus mejores amigos. Por otra, nunca se nos invita tan directamente a creer en su poder salvador: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque muera, vivirá... ¿Crees esto?». Jesús no oculta su cariño hacia estos tres hermanos de Betania que, seguramente, lo acogen en su casa siempre que viene a Jerusalén. Un día Lázaro cae enfermo, y sus


hermanas mandan un recado a Jesús: nuestro hermano «a quien tanto quieres», está enfermo. Cuando llega Jesús a la aldea, Lázaro lleva cuatro días enterrado. Ya nadie le podrá devolver la vida. La familia está rota. Cuando se presenta Jesús, María rompe a llorar. Nadie la puede consolar. Al ver los sollozos de su amiga, Jesús no puede contenerse y también él se echa a llorar. Se le rompe el alma al sentir la impotencia de todos ante la muerte. ¿Quién nos podrá consolar? Hay en nosotros un deseo insaciable de vida. Nos pasamos los días y los años luchando por vivir. Nos agarramos a la ciencia y, sobre todo, a la medicina para prolongar esta vida biológica, pero siempre llega una última enfermedad de la que nadie nos puede curar. Tampoco nos serviría vivir esta vida para siempre. Sería horrible un mundo envejecido, lleno de viejos, cada vez con menos espacio para los jóvenes, un mundo en el que no se renovara la vida. Lo que anhelamos es una vida diferente, sin dolor ni vejez, sin hambres ni guerras, una vida plenamente dichosa para todos. Hoy vivimos en una sociedad que ha sido descrita por el sociólogo polaco Zygmunt Bauman como «una sociedad de incertidumbre». Nunca había tenido el ser humano tanto poder para avanzar hacia una vida más feliz. Y, sin embargo, tal vez nunca se ha sentido tan impotente ante un futuro incierto y amenazador. ¿En qué podemos esperar? Como los seres humanos de todos los tiempos, también nosotros vivimos rodeados de tinieblas. ¿Qué es la vida? ¿Qué es la muerte? ¿Cómo hay que vivir? ¿Cómo hay que morir? Antes de resucitar a Lázaro, Jesús dice a Marta esas palabras, que son para todos sus seguidores un reto decisivo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que crea en mí, aunque haya muerto, vivirá... ¿Crees esto?». A pesar de dudas y oscuridades, los cristianos creemos en Jesús, Señor de la vida y de la muerte. Solo en él buscamos luz y fuerza para luchar por la vida y para enfrentarnos a la muerte. Solo en él encontramos una esperanza de vida más allá de la vida. LLORAR Y CONFIAR A todos nos pasa lo mismo. No queremos pensar en la muerte. Es mejor olvidarla. No hablar de eso. Seguir viviendo cada día como si fuéramos eternos. Ya sabemos que es un engaño, pero no acertamos a vivir de otra manera. Se nos haría insoportable. Lo malo es que, en cualquier momento, la enfermedad nos sacude de la inconsciencia. En nuestros días es cada vez más frecuente una experiencia antes desconocida: la espera de los análisis médicos. ¿Cuál será el resultado? ¿Positivo o negativo? De pronto descubrimos, al mismo tiempo, la fragilidad de nuestra vida y nuestro deseo enorme de vivir. Si el tumor es benigno, respiramos: podemos seguir con nuestras ilusiones y proyectos. Si el resultado es negativo, nos hundimos: ¿por qué ahora?, ¿por qué tan pronto?, ¿por qué me tengo que morir? Siempre es así. Cualquiera que sea nuestra ideología, nuestra fe o nuestra postura ante la vida, todos hemos de enfrentarnos a ese final inevitable. Ante la muerte sobran las teorías. ¿Qué podemos hacer?, ¿rebelarnos, deprimirnos o, sencillamente, engañarnos? Ante la muerte, Jesús hizo dos cosas: llorar y confiar en Dios. En Betania ha muerto su amigo Lázaro. Al ver llorar a su hermana y a quienes la acompañan, Jesús, conmovido, se echa a llorar. La gente comenta: «¡Cómo lo quería!». Es su primera reacción: pena, compasión y llanto. Jesús sufre al ver la distancia enorme que


hay entre el sufrimiento de los seres humanos y la vida que Dios quiere para todos ellos. Pero Jesús tiene fe en el Padre: «Esta enfermedad no acabará en muerte». Es su segunda reacción: una confianza total en Dios. Un día Lázaro morirá. El mismo Jesús terminará sus días ejecutado en una cruz. Nadie escapa a la muerte. Pero Dios, amigo de la vida, es más fuerte que la muerte. Hemos de confiar en él. Inevitablemente, un día nuestros análisis nos indicarán que nuestro final está próximo. Será duro. Seguramente nos echaremos a llorar. Nuestros familiares y amigos más queridos llorarán con nosotros su aflicción e impotencia. Pero, si creemos en Jesucristo, podremos decir con fe: «Ni siquiera esta enfermedad acabará en muerte», porque Dios solo quiere para nosotros vida, y vida eterna. NUESTROS MUERTOS VIVEN El adiós definitivo a un ser muy querido nos hunde inevitablemente en el dolor y la impotencia. Es como si la vida entera quedara destruida. No hay palabras ni argumentos que nos puedan consolar. ¿En qué se puede esperar? El relato de Juan no tiene solo como objetivo narrar la resurrección de Lázaro, sino, sobre todo, despertar la fe, no para que creamos en la resurrección como un hecho lejano que ocurrirá al fin del mundo, sino para que «veamos» desde ahora que Dios está infundiendo vida a los que nosotros hemos enterrado. Jesús llega «sollozando» hasta el sepulcro de su amigo Lázaro. El evangelista dice que «está cubierto con una losa». Esa losa nos cierra el paso. No sabemos nada de nuestros amigos muertos. Una losa separa el mundo de los vivos y de los muertos. Solo nos queda esperar el día final para ver si sucede algo. Esta es la fe judía de Marta: «Sé que mi hermano resucitará en la resurrección del último día». A Jesús no le basta. «Quitad la losa». Vamos a ver qué es lo que sucede con el que habéis enterrado. Marta pide a Jesús que sea realista. El muerto ha empezado a descomponerse y «huele mal». Jesús le responde: «Si crees, verás la gloria de Dios». Si en Marta se despierta la fe, podrá «ver» que Dios está dando vida a su hermano. «Quitan la losa» y Jesús «levanta los ojos a lo alto», invitando a todos a elevar la mirada hasta Dios, antes de penetrar con fe en el misterio de la muerte. Ha dejado de sollozar. «Da gracias» al Padre porque «siempre lo escucha». Lo que quiere es que quienes lo rodean «crean» que es el Enviado por el Padre para introducir en el mundo una nueva esperanza. Luego «grita con voz potente: “Lázaro, sal afuera”». Quiere que salga para mostrar a todos que está vivo. La escena es impactante. Lázaro tiene «los pies y las manos atados con vendas» y «la cara envuelta en un sudario». Lleva los signos y ataduras de la muerte. Sin embargo, «el muerto sale» por sí mismo. ¡Está vivo! Esta es la fe de quienes creemos en Jesús: los que nosotros enterramos y abandonamos en la muerte viven. Dios no los ha abandonado. Apartemos la losa con fe. ¡Nuestros muertos están vivos! UNA PUERTA ABIERTA Estamos demasiado atrapados por el «más acá» para preocuparnos del «más allá». Sometidos a un ritmo de vida que nos aturde y esclaviza, abrumados por una información asfixiante de noticias y acontecimientos diarios, fascinados por mil atractivos que el desarrollo técnico pone en nuestras manos, no parece que necesitemos un horizonte más amplio que «esta vida» en la que nos movemos.


¿Para qué pensar en «otra vida»? ¿No es mejor gastar todas nuestras fuerzas en organizar lo mejor posible nuestra existencia en este mundo? ¿No deberíamos esforzarnos al máximo en vivir esta vida de ahora y callarnos respecto a todo lo demás? ¿No es mejor aceptar la vida con su oscuridad y sus enigmas, y dejar «el más allá» como un misterio del que nada sabemos? Sin embargo, el hombre contemporáneo, como el de todas las épocas, sabe que en el fondo de su ser está latente siempre la pregunta más seria y difícil de responder: ¿qué va a ser de todos y cada uno de nosotros? Cualquiera que sea nuestra ideología o nuestra fe, el verdadero problema al que estamos enfrentados todos es nuestro futuro. ¿Qué final nos espera? Peter Berger nos ha recordado con profundo realismo que «toda sociedad humana es, en última instancia, una congregación de hombres frente a la muerte». Por ello, es ante la muerte precisamente donde aparece con más claridad «la verdad» de la civilización contemporánea, que, curiosamente, no sabe qué hacer con ella si no es ocultarla y eludir al máximo su trágico desafío. Más honrada parece la postura de personas como Eduardo Chillida, que en alguna ocasión se expresó en estos términos: «De la muerte, la razón me dice que es definitiva. De la razón, la razón me dice que es limitada». Es aquí donde hemos de situar la postura del creyente, que sabe enfrentarse con realismo y modestia al hecho ineludible de la muerte, pero que lo hace desde una confianza radical en Cristo resucitado. Una confianza que difícilmente puede ser entendida «desde fuera» y que solo puede ser vivida por quien ha escuchado, alguna vez, en el fondo de su ser, las palabras de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida». ¿Crees esto? MÁS QUERIDOS QUE NUNCA Por lo general no sabemos cómo relacionarnos con los seres queridos que se nos han muerto. Durante un tiempo vivimos con el corazón apenado, llorando el vacío que han dejado en nuestra vida. Luego los vamos olvidando poco a poco. Llega un día en que apenas significan algo en nuestra existencia. Está muy extendida la idea de que los difuntos son seres etéreos, despersonalizados, con una identidad vaga y difusa, aislados en su mundo misterioso, ajenos a nuestro cariño. A veces se diría que pensamos como los antiguos judíos, cuando hablaban de la existencia de los muertos en el sheol, separados del Dios de la vida. Sin embargo, para un cristiano morir no es perderse en el vacío, lejos del Creador. Es precisamente entrar en la salvación de Dios, compartir su vida eterna, vivir transformados por su amor insondable. Nuestros difuntos no están muertos. Viven la plenitud de Dios, que lo llena todo. Al morir nos hemos quedado privados de su presencia física, pero, al vivir actualmente en Dios, han penetrado de forma más real en nuestra existencia. No podemos disfrutar de su mirada, ni escuchar su voz, ni sentir su abrazo. Pero podemos vivir sabiendo que nos aman más que nunca, pues nos aman desde Dios. Su vida es incomparablemente más intensa que la nuestra. Su gozo no tiene fin. Su capacidad de amar no conoce límites ni fronteras. No viven separados de nosotros, sino más dentro que nunca de nuestro ser. Su presencia transfigurada y su cariño nos acompañan siempre. No es una ficción piadosa vivir una relación personal con nuestros seres queridos que viven ya en Dios. Podemos caminar envueltos por su presencia, sentirnos acompañados


por su amor, gozar con su felicidad, contar con su cariño y apoyo, e incluso comunicarnos con ellos en silencio o con palabras, en ese lenguaje no siempre fácil pero hondo y entrañable que es el lenguaje de la fe. Nuestros difuntos ya no viven entre nosotros, pero no los hemos perdido. No han desaparecido en la nada. Los podemos querer más que nunca, pues viven en Dios. Es Jesús el que sostiene nuestra fe: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá». Un día, todos juntos resucitaremos con Cristo para siempre.


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EL ATRACTIVO DE JESÚS En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos gentiles; estos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: –Señor, queremos ver a Jesús. Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: –Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará. Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: –Lo he glorificado y volveré a glorificarlo. La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: –Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el príncipe de este mundo va a se echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí (Juan 12,20-33). EL ATRACTIVO DE JESÚS Unos peregrinos griegos que han venido a celebrar la Pascua de los judíos se acercan a Felipe con una petición: «Queremos ver a Jesús». No es curiosidad. Es un deseo profundo de conocer el misterio que se encierra en aquel hombre de Dios. También a ellos les puede hacer bien. A Jesús se le ve preocupado. Dentro de unos días será crucificado. Cuando le comunican el deseo de los peregrinos griegos, pronuncia unas palabras desconcertantes: «Llega la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre». Cuando sea crucificado, todos podrán ver con claridad dónde está su verdadera grandeza y su gloria. Probablemente nadie le ha entendido nada. Pero Jesús, pensando en la forma de muerte que le espera, insiste: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí». ¿Qué es lo que se esconde en el Crucificado para que tenga ese poder de atracción? Solo una cosa: su amor increíble a todos. El amor es invisible. Solo lo podemos captar en los gestos, los signos y la entrega de quien nos quiere bien. Por eso, en Jesús crucificado, en su vida entregada hasta la muerte, podemos percibir el amor insondable de Dios. En realidad, solo empezamos a ser cristianos cuando nos sentimos atraídos por Jesús. Solo empezamos a entender algo de la fe cuando nos sentimos amados por Dios. Para explicar la fuerza que se encierra en su muerte en la cruz, Jesús emplea una imagen sencilla que todos podemos entender: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto». Si el grano muere, germina y hace brotar


la vida, pero si se encierra en su pequeña envoltura y guarda para sí su energía vital, permanece estéril. Esta bella imagen nos descubre una ley que atraviesa misteriosamente la vida entera. No es una norma moral. No es una ley impuesta por la religión. Es la dinámica que hace fecunda la vida de quien sufre movido por el amor. Es una idea repetida por Jesús en diversas ocasiones: quien se agarra egoístamente a su vida la echa a perder; quien sabe entregarla con generosidad genera más vida. No es difícil comprobarlo. Quien vive exclusivamente para su bienestar, su dinero, su éxito o su seguridad, termina viviendo una vida mediocre y estéril: su paso por este mundo no hace la vida más humana. Quien se arriesga a vivir en actitud abierta y generosa, difunde vida, irradia alegría, ayuda a vivir. No hay una manera más apasionante de vivir que hacer la vida de los demás más humana y llevadera. ¿Cómo podremos seguir a Jesús si no nos sentimos atraídos por su estilo de vivir y de morir? ATRAÍDOS POR EL CRUCIFICADO Un grupo de «griegos», probablemente paganos, se acercan a los discípulos con una petición admirable: «Queremos ver a Jesús». Cuando se lo comunican, Jesús responde con un discurso vibrante en el que resume el sentido profundo de su vida. Ha llegado la hora. Todos, judíos y griegos, podrán captar muy pronto el misterio que se encierra en su vida y en su muerte: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí». Cuando Jesús sea alzado en una cruz y aparezca crucificado sobre el Gólgota, todos podrán conocer el amor insondable de Dios, se darán cuenta de que Dios es amor y solo amor hacia todo ser humano. Se sentirán atraídos por el Crucificado. En él descubrirán la manifestación suprema del Misterio de Dios. Para ello se necesita, desde luego, algo más que haber oído hablar de la doctrina de la redención. Algo más que asistir a algún acto religioso de la Semana Santa. Hemos de centrar nuestra mirada interior en Jesús y dejarnos conmover al descubrir en esa crucifixión el gesto final de una vida entregada día a día por un mundo más humano para todos. Un mundo que encuentre su salvación en Dios. Pero, probablemente, a Jesús empezamos a conocerlo de verdad cuando, atraídos por su entrega total al Padre y su pasión por una vida más feliz para todos sus hijos e hijas, escuchamos –aunque sea débilmente– su llamada: «El que quiera servirme que me siga, y dónde esté yo, allí estará también mi servidor». Todo arranca de un deseo de «servir» a Jesús, de colaborar en su tarea, de vivir solo para su proyecto, de seguir sus pasos para manifestar, de múltiples maneras y con gestos casi siempre pobres, cómo nos ama Dios a todos. Entonces empezamos a convertirnos en sus seguidores. Esto significa compartir su vida y su destino: «Donde esté yo, allí estará mi servidor». Esto es ser cristiano: estar donde estaba Jesús, ocuparnos de lo que se ocupaba él, tener las metas que él tenía, estar en la cruz como estuvo él, estar un día a la derecha del Padre, donde está él. ¿Cómo sería una Iglesia «atraída» por el Crucificado, impulsada por el deseo de «servirle» solo a él y ocupada en las cosas en que se ocupaba él? ¿Cómo sería una Iglesia que atrajera a la gente hacia Jesús? UNA LEY PARADÓJICA Pocas frases encontramos en el evangelio tan desafiantes como estas palabras que recogen una convicción muy de Jesús: «Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra


y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto». La idea de Jesús es clara. Con la vida sucede lo mismo que con el grano de trigo, que tiene que morir para liberar toda su energía y producir un día fruto. Si «no muere» se queda encima del terreno. Por el contrario, si «muere» vuelve a levantarse trayendo consigo nuevos granos y nueva vida. Con este lenguaje tan gráfico y lleno de fuerza, Jesús deja entrever que su muerte, lejos de ser un fracaso, será precisamente lo que dará fecundidad a su vida. Pero, al mismo tiempo, invita a sus seguidores a vivir según esta misma ley paradójica: para dar vida es necesario «morir». No se puede engendrar vida sin dar la propia. No es posible ayudar a vivir si uno no está dispuesto a «desvivirse» por los demás. Nadie contribuye a un mundo más justo y humano viviendo apegado a su propio bienestar. Nadie trabaja seriamente por el reino de Dios y su justicia si no está dispuesto a asumir los riesgos y rechazos, la conflictividad y persecución que sufrió Jesús. Nos pasamos la vida tratando de evitar sufrimientos y problemas. La cultura del bienestar nos empuja a organizarnos de la manera más cómoda y placentera posible. Es el ideal supremo. Sin embargo, hay sufrimientos y renuncias que es necesario asumir si queremos que nuestra vida sea fecunda y creativa. El hedonismo no es una fuerza movilizadora; la obsesión por el propio bienestar empequeñece a las personas. Nos estamos acostumbrando a vivir cerrando los ojos al sufrimiento de los demás. Parece lo más inteligente y sensato para ser felices. Es un error. Seguramente lograremos evitarnos algunos problemas y sinsabores, pero nuestro bienestar será cada vez más vacío y estéril, nuestra religión cada vez más triste y egoísta. Mientras tanto, los oprimidos y afligidos quieren saber si le importa a alguien su dolor. NO SE AMA IMPUNEMENTE Pocas frases tan provocativas como las que escuchamos hoy en el evangelio: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto». El pensamiento de Jesús es claro. No se puede engendrar vida sin dar la propia. No se puede hacer vivir a los demás si uno no está dispuesto a «des-vivirse» por los otros. La vida es fruto del amor, y brota en la medida en que sabemos entregarnos. En el cristianismo no se ha distinguido siempre con claridad el sufrimiento que está en nuestras manos suprimir y el sufrimiento que no podemos eliminar. Hay un sufrimiento inevitable, reflejo de nuestra condición creatural, y que nos descubre la distancia que todavía existe entre lo que somos y lo que estamos llamados a ser. Pero hay también un sufrimiento que es fruto de nuestros egoísmos e injusticias. Un sufrimiento con el que las personas nos herimos mutuamente. Es natural que nos apartemos del dolor, que busquemos evitarlo siempre que sea posible, que luchemos por suprimirlo de nosotros. Pero precisamente por eso hay un sufrimiento que es necesario asumir en la vida: el sufrimiento aceptado como precio de nuestro esfuerzo por hacerlo desaparecer de entre los hombres. «El dolor solo es bueno si lleva adelante el proceso de su supresión» (Dorothee Sölle). Es claro que en la vida podríamos evitarnos muchos sufrimientos, amarguras y sinsabores. Bastaría con cerrar los ojos ante los sufrimientos ajenos y encerrarnos en la búsqueda egoísta de nuestra dicha. Pero siempre sería a un precio demasiado elevado: dejando sencillamente de amar. Cuando uno ama y vive intensamente la vida, no puede vivir indiferente al


sufrimiento grande o pequeño de las gentes. El que ama se hace vulnerable. Amar a los otros incluye sufrimiento, «compasión», solidaridad en el dolor. «No existe ningún sufrimiento que nos pueda ser ajeno» (K. Simonow). Esta solidaridad dolorosa hace surgir salvación y liberación para el ser humano. Es lo que descubrimos en el Crucificado: salva quien comparte el dolor y se solidariza con el que sufre. ANTE LA ENFERMEDAD No están habituados nuestros oídos a escuchar palabras como estas de Jesús: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto». Nosotros pensamos que lo único que puede construir positivamente nuestra vida es la salud, la fuerza, el trabajo, lo que nos sale bien. ¿Qué pueden aportar de bueno y positivo a nuestra existencia la enfermedad, el sufrimiento, la desgracia o el fracaso? Pensemos, por ejemplo, en esa experiencia dolorosa de la enfermedad que todos podemos sufrir, tarde o temprano, en nuestra propia carne. La enfermedad se nos presenta como algo totalmente malo y negativo. Una fatalidad absurda e injusta que echa por tierra todos nuestros proyectos. Sin embargo, los mismos científicos nos advierten de que la enfermedad no es siempre algo dañoso. Puede ser también la reacción sabia del organismo, que emite una señal de alarma para que la persona se cure de heridas y conflictos profundos, reorientando su vida de manera más sana. En cualquier caso, la enfermedad puede ser una experiencia de crecimiento y renovación si el enfermo acierta a vivirla de manera positiva. He aquí algunas sugerencias. La enfermedad grave rompe nuestra seguridad. Vivíamos tranquilos y sin problemas, y de pronto nos vemos obligados a dejar el trabajo, detener nuestra vida y permanecer en el lecho. Entonces llegan las preguntas: ¿por qué me sucede esto a mí? ¿Me curaré? ¿Podré hacer de nuevo mi vida de siempre? Al enfermar comprobamos que nuestra vida es frágil y está siempre amenazada. Si estamos atentos, escucharemos que la enfermedad nos invita a apoyarnos en algo o alguien más fuerte y seguro que nosotros. Al mismo tiempo, en esas largas horas de silencio y dolor, el enfermo comienza a revivir recuerdos gozosos y experiencias negativas, deseos insatisfechos, errores y pecados. Y surgen de nuevo las preguntas: ¿esto ha sido todo? ¿Para qué he vivido hasta ahora? ¿Qué sentido tiene vivir así? Es el momento de reconciliarse consigo mismo y con Dios, confesar los errores del pasado y acoger en nosotros la paz y el perdón. Pero la enfermedad nos ayuda además a abrir los ojos y ver con más lucidez el futuro. Al caer muchas falsas ilusiones, el enfermo empieza a descubrir lo que de verdad es importante en la vida, lo que no quisiera perder nunca: el amor de las personas, la libertad, la paz del corazón, la esperanza. Es el momento de reorientar nuestra vida de manera más humana. Intuimos que nos irá mejor. Pasarán los días y las noches. El organismo se curará o, tal vez, caerá en un proceso incurable. Pero, siguiendo a Cristo, más de uno podrá descubrir que el grano que muere da fruto, el sufrimiento purifica y la enfermedad puede conducir a una vida más sana.


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NUESTRA IDENTIDAD Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: –Ahora es glorificado el Hijo del hombre y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará. Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros (Juan 13,31–33a.34-35). UN ESTILO DE AMAR Los cristianos iniciaron su expansión en una sociedad en la que había distintos términos para expresar lo que nosotros llamamos hoy amor. La palabra más usada era filía, que designaba el afecto hacia una persona cercana y se empleaba para hablar de la amistad, el cariño o el amor a los parientes y amigos. Se hablaba también de eros para designar la inclinación placentera, el amor apasionado o sencillamente el deseo orientado hacia quien produce en nosotros goce y satisfacción. Los primeros cristianos abandonaron prácticamente esta terminología y pusieron en circulación otra palabra casi desconocida, agape, a la que dieron un contenido nuevo y original. No querían que se confundiera con cualquier cosa el amor inspirado en Jesús. De ahí su interés en formular bien el «mandato nuevo del amor»: «Os doy un mandato nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado». El estilo de amar de Jesús es inconfundible. No se acerca a las personas buscando su propio interés o satisfacción, su seguridad o bienestar. Solo piensa en hacer el bien, acoger, regalar lo mejor que tiene, ofrecer amistad, ayudar a vivir. Así lo recordarán años más tarde en las primeras comunidades cristianas: «Pasó toda su vida haciendo el bien». Por eso su amor tiene un carácter servicial. Jesús se pone al servicio de quienes lo pueden necesitar más. Hace sitio en su corazón y en su vida a quienes no tienen sitio en la sociedad ni en la preocupación de las gentes. Defiende a los débiles y pequeños, los que no tienen poder para defenderse a sí mismos, los que no son grandes o importantes. Se acerca a quienes están solos y desvalidos, los que no conocen el amor o la amistad de nadie. Lo habitual entre nosotros es amar a quienes nos aprecian y quieren de verdad, ser cariñosos y atentos con nuestros familiares y amigos, para después vivir indiferentes hacia quienes sentimos como extraños y ajenos a nuestro pequeño mundo de intereses. Sin embargo, lo que distingue al seguidor de Jesús no es cualquier «amor», sino precisamente ese estilo de amar que consiste en acercarnos a quienes pueden necesitarnos. No lo deberíamos olvidar. NO PERDER LA IDENTIDAD Jesús se está despidiendo de sus discípulos. Dentro de muy poco no lo tendrán con ellos. Jesús les habla con ternura especial: «Hijitos míos, me queda poco de estar con vosotros». La comunidad es pequeña y frágil. Acaba de nacer. Los discípulos son como niños pequeños. ¿Qué será de ellos si se quedan sin el Maestro? Jesús les hace un regalo: «Os doy un mandato nuevo: que os améis unos a otros


como yo os he amado». Si se quieren mutuamente con el amor con que Jesús los ha querido, no dejarán de sentirlo vivo en medio de ellos. El amor que han recibido de Jesús seguirá difundiéndose entre los suyos. Por eso Jesús añade: «La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros». Lo que permitirá descubrir que una comunidad que se dice cristiana es realmente de Jesús no será la confesión de una doctrina, la observancia de unos ritos o el cumplimiento de una disciplina, sino el amor vivido con el espíritu de Jesús. En ese amor está su identidad. Vivimos en una sociedad donde se ha ido imponiendo la «cultura del intercambio». Las personas se intercambian objetos, servicios y prestaciones. Con frecuencia se intercambian además sentimientos, afectos y hasta amistad. Sin embargo, Erich Fromm llegó a decir que «el amor es un fenómeno marginal en la sociedad contemporánea». La gente capaz de amar es una excepción. Probablemente sea un análisis excesivamente pesimista, pero lo cierto es que, para vivir hoy el amor cristiano, es necesario resistirse a la atmósfera que envuelve a la sociedad actual. No es posible vivir un amor inspirado por Jesús sin distanciarnos del estilo de relaciones e intercambios interesados que predomina con frecuencia entre nosotros. Si la Iglesia «se está diluyendo» en medio de la sociedad contemporánea, no es solo por la crisis profunda de las instituciones religiosas. En el caso del cristianismo es también porque muchas veces no es fácil ver en nuestras comunidades discípulos y discípulas de Jesús que se distingan por su capacidad de amar como amaba él. Nos falta el distintivo cristiano. Los cristianos hemos hablado mucho del amor. Sin embargo no siempre hemos acertado a darle su verdadero contenido a partir del espíritu y de las actitudes concretas de Jesús. Nos falta aprender que él vivió el amor como un comportamiento activo y creador que lo llevaba a luchar contra todo lo que deshumaniza y hace sufrir al ser humano. COMUNIDAD DE AMISTAD Jesús comparte con sus discípulos los últimos momentos antes de volver al misterio del Padre. El relato de Juan recoge cuidadosamente su testamento: lo que Jesús quiere dejar grabado para siempre en sus corazones: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado». El evangelista Juan tiene su atención puesta en la comunidad cristiana. No está pensando en los de fuera. Cuando falte Jesús, en su comunidad se tendrán que querer como «amigos», porque así los ha querido Jesús: «Vosotros sois mis amigos»; «ya nos os llamo siervos, a vosotros os he llamado amigos». La comunidad de Jesús será una comunidad de amistad. Esta imagen de la comunidad cristiana como «comunidad de amigos» quedó pronto olvidada. Durante muchos siglos, los cristianos se han visto a sí mismos como una «familia» donde algunos son «padres» (el papa, los obispos, los sacerdotes, los abades...); otros son «hijos» fieles, y todos han de vivir como «hermanos». Entender así la comunidad cristiana estimula la fraternidad, pero tiene sus riesgos. En la «familia cristiana» se tiende a subrayar el lugar que le corresponde a cada uno. Se destaca lo que nos diferencia, no lo que nos une; se da mucha importancia a la autoridad, el orden, la unidad, la subordinación. Y se corre el riesgo de promover la dependencia, el infantilismo y la irresponsabilidad de muchos. Una comunidad basada en la «amistad cristiana» enriquecería y transformaría hoy a


la Iglesia de Jesús. La amistad promueve lo que nos une, no lo que nos diferencia. Entre amigos se cultiva la igualdad, la reciprocidad y el apoyo mutuo. Nadie está por encima de nadie. Ningún amigo es superior a otro. Se respetan las diferencias, pero se cuida la cercanía y la relación. Entre amigos es más fácil sentirse responsable y colaborar. Y no es tan difícil estar abiertos a los extraños y diferentes, los que necesitan acogida y amistad. De una comunidad de amigos es difícil marcharse. De una comunidad fría, rutinaria e indiferente, la gente se va, y los que se quedan apenas lo sienten. EL CAMINO UNIVERSAL HACIA DIOS Hace algunos años, el prestigioso teólogo francés Joseph Moingt, en una de sus obras más conocidas, hacía esta afirmación central: «La gran revolución religiosa llevada a cabo por Jesús consiste en haber abierto a los hombres otra vía de acceso a Dios distinta de la de lo sagrado, la vía profana de la relación con el prójimo, la relación vivida como servicio al prójimo». Este mensaje sustancial del cristianismo queda explícitamente confirmado en la revolucionaria parábola del juicio final. El relato evangélico es asombroso. Son declarados «benditos del Padre» los que han hecho el bien a los necesitados: hambrientos, extranjeros, desnudos, encarcelados, enfermos; no han actuado así por razones religiosas, sino por compasión y solidaridad con los que sufren. Los otros son declarados «malditos», no por su incredulidad o falta de religión, sino por su falta de corazón ante el sufrimiento del otro. Por lo general no solemos captar el cambio sustancial que esto introduce en la historia de la religión. Se puede formular así: la salvación no consiste ya en buscar a través de la religión un Dios salvador, sino en preocuparnos de quienes padecen necesidad. Lo que salva es el amor al que sufre. La religión no es requerida como algo indispensable, y no podrá nunca suplir la falta de este amor. Seguimos pensando que el camino obligatorio que conduce a Dios y lleva a la salvación pasa necesariamente por el templo y la religión. No es así. El cristianismo afirma que el único camino indispensable y decisivo hacia la salvación es el que lleva a ayudar al necesitado. Esta es la gran revolución que introduce Jesús: Dios es amor gratuito, y solo se encuentra con él quien, de hecho, se abre a la necesidad del hermano. En estos tiempos de crisis religiosa en que bastantes viven una fe vacilante y sin caminos claros hacia Dios, esta es la Buena Noticia que nos llega de Cristo. Se puede dudar de muchas cosas, pero no de esta: hay un camino que siempre conduce hasta Dios, y es el amor al necesitado. Las religiones no tienen ya el monopolio de la salvación. Solo salva el amor. Este es el camino universal, la «vía profana» accesible a todos. Por él peregrinamos hacia el Dios verdadero, creyentes y no creyentes. Desde ahí hemos de entender el mandato de Jesús: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que os conocerán que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros». MÁS QUE UN DEBER La vida del ser humano tiene su origen y su término en el misterio de un Dios que es amor infinito e insondable. Por eso, lo reconozcamos o no, la fuerza vital que circula por cada uno de nosotros proviene del amor y busca su desarrollo y plenitud en el amor. Esto significa que el amor es mucho más que un deber que hemos de cumplir o una tarea moral que nos hemos de proponer. El amor es la vida misma, vivida de manera sana.


Solo quien está en la vida desde una postura de amor está orientando su existencia en la dirección acertada. Los cristianos hemos hablado mucho de las exigencias y sacrificios que comporta el amor, y, sin duda, es absolutamente necesario hacerlo si no queremos caer en falsos idealismos. Pero no siempre hemos recordado los efectos positivos del amor como fuerza básica que puede dinamizar y unificar nuestra vida de manera saludable. En la medida en que acertamos a vivir amando la vida, amándonos a nosotros mismos y amando a las personas, nuestra vida crece, se despliega y se va liberando del egoísmo, de la indiferencia y de tantas servidumbres que la pueden ahogar. Además, el amor estimula lo mejor que hay en la persona. El amor despierta la mente dándole mayor claridad de pensamiento. Hace crecer la vida interior. Desarrolla la creatividad y hace vivir lo cotidiano, no de manera mecánica y rutinaria, sino desde una actitud positiva y enriquecedora. Precisamente porque arraiga al hombre en su verdadero ser, el amor pone en la vida color, alegría, sentido interno. Cuando falta el amor, la persona puede conocer el éxito, el placer, la satisfacción del trabajo bien hecho, pero no el gozo y el sabor que solo el amor pone en el ser humano. No hemos de olvidar que el amor satisface la necesidad más esencial de la persona. Ya puede uno organizarse su vida como quiera, si termina sin amar ni ser amado, su vida es un fracaso. Vivir desde el egoísmo, el desamor, la indiferencia o la insolidaridad es vaciar la propia vida de su verdadero contenido. Los creyentes sabemos que el amor es el mandato cristiano por excelencia y el verdadero distintivo de los seguidores de Cristo: «La señal por la que conocerán que sois mis discípulos será que os amáis unos a otros». Pero no hemos de olvidar que este amor no es una carga pesada que se nos impone para hacer nuestra vida más difícil todavía, sino precisamente la experiencia que puede traer a nuestra existencia mayor gozo y liberación.


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JESÚS ES EL CAMINO En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: –No perdáis la calma, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias, si no os lo habría dicho, y me voy a prepararos sitio. Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y a donde yo voy, ya sabéis el camino. Tomás le dice: –Señor, no sabemos a dónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino? Jesús le responde: –Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto. Felipe le dice: –Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Jesús le replica: –Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: «Muéstranos al Padre»? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores. Porque yo me voy al Padre (Juan 14,1-12). NO OS QUEDÉIS SIN JESÚS Al final de la última cena, Jesús comienza a despedirse de los suyos: ya no estará mucho tiempo con ellos. Los discípulos quedan desconcertados y sobrecogidos. Aunque no les habla claramente, todos intuyen que pronto la muerte lo arrebatará de su lado. ¿Qué será de ellos sin él? Jesús los ve abatidos. Es el momento de reafirmarlos en la fe, enseñándoles a creer en Dios de manera diferente: «Que no tiemble vuestro corazón. Creed en Dios y creed también en mí». Han de seguir confiando en Dios, pero en adelante han de creer también en él, pues es el mejor camino para creer en Dios. Jesús les descubre luego un horizonte nuevo. Su muerte no ha de hacer naufragar su fe. En realidad, los deja para encaminarse hacia el misterio del Padre. Pero no los olvidará. Seguirá pensando en ellos. Les preparará un lugar en la casa del Padre y un día volverá para llevárselos consigo. ¡Por fin estarán de nuevo juntos para siempre! A los discípulos se les hace difícil creer algo tan grandioso. En su corazón se despiertan toda clase de dudas e interrogantes. También a nosotros nos sucede algo parecido: ¿no es todo esto un bello sueño? ¿No es una ilusión engañosa? ¿Quién nos puede garantizar semejante destino? Tomás, con su sentido realista de siempre, solo le hace una pregunta: ¿cómo podemos saber el camino que conduce al misterio de Dios? La respuesta de Jesús es un desafío inesperado: «Yo soy el camino, la verdad y la


vida». No se conoce en la historia de las religiones una afirmación tan audaz. Jesús se ofrece como el camino que podemos recorrer para entrar en el misterio de un Dios Padre. Él nos puede descubrir el secreto último de la existencia. Él nos puede comunicar la vida plena que anhela el corazón humano. Son hoy muchos los hombres y mujeres que se han quedado sin caminos hacia Dios. No son ateos. Nunca han rechazado a Dios de manera consciente. Ni ellos mismos saben si creen o no. Tal vez han dejado la Iglesia porque no han encontrado en ella un camino atractivo para buscar con gozo el misterio último de la vida que los creyentes llamamos «Dios». Al abandonar la Iglesia, algunos han abandonado al mismo tiempo a Jesús. Desde estas modestas líneas yo os quiero decir algo que bastantes intuís. Jesús es más grande que la Iglesia. No confundáis a Cristo con los cristianos. No confundáis su evangelio con nuestros sermones. Aunque lo dejéis todo, no os quedéis sin Jesús. En él encontraréis el camino, la verdad y la vida que nosotros no os hemos sabido mostrar. Jesús os puede sorprender. SABEMOS EL CAMINO Solo habían convivido con él dos años y unos meses, pero junto a él habían aprendido a vivir con confianza. Ahora, al separarse, Jesús lo quiere dejar bien grabado en sus corazones: «No os turbéis. Creed en Dios. Creed también en mí». Es su gran deseo. Jesús comienza entonces a decirles palabras que nunca han sido pronunciadas así en la tierra por nadie: «Voy a prepararos sitio en la casa de mi Padre». La muerte no va a destruir nuestros lazos de amor. Un día estaremos de nuevo juntos. «Y adonde yo voy, ya sabéis el camino». Los discípulos le escuchan desconcertados. ¿Cómo no van a tener miedo? Si hasta Jesús, que había despertado en ellos tanta confianza, les va a ser arrebatado enseguida de manera injusta y cruel. Al final, ¿en quién podemos poner nuestra esperanza última? Tomás interviene para poner realismo: «Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino?». Jesús le contesta sin dudar: «Yo soy el camino que lleva al Padre». El camino que conduce desde ahora a experimentar a Dios como Padre. Los demás no son caminos. Son evasiones que nos alejan de la verdad y de la vida. Esto es lo fundamental: seguir los pasos de Jesús hasta llegar al Padre. Felipe intuye que Jesús no está hablando de cualquier experiencia religiosa. No basta confesar a un Dios demasiado poderoso para sentir su bondad, demasiado grande y lejano para experimentar su misericordia. Lo que Jesús les quiere infundir es diferente. Por eso dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». La respuesta de Jesús es inesperada y grandiosa: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre». La vida de Jesús: su bondad, su libertad para hacer el bien, su perdón, su amor a los últimos… hacen visible y creíble al Padre. Su vida nos revela que en lo más hondo de la realidad hay un misterio último de bondad y de amor. Él lo llama «Padre». Los cristianos vivimos de estas palabras de Jesús: «No tengáis miedo, porque yo voy a prepararos un sitio en la casa de mi Padre», «Quien me ve a mí está viendo al Padre». Siempre que nos atrevemos a vivir algo de la bondad, la libertad, la compasión… que Jesús introdujo en el mundo, estamos haciendo más creíble a un Dios Padre, último fundamento de nuestra esperanza. ¿QUÉ ES EL CRISTIANISMO?


Los cristianos de la primera y segunda generación nunca pensaron que con ellos estaba naciendo una religión. De hecho, no sabían con qué nombre designar a aquel movimiento que iba creciendo de manera insospechada. Todavía vivían impactados por el recuerdo de Jesús, al que sentían vivo en medio de ellos. Por eso, los grupos que se reunían en ciudades como Corinto o Éfeso comenzaron a llamarse «iglesias», es decir, comunidades que se van formando convocadas por una misma fe en Jesús. En otras partes, al cristianismo lo llamaban «el camino». Un escrito redactado hacia el año 80 y que se llama carta a los Hebreos dice que es un «camino nuevo y vivo» para enfrentarse a la vida. El camino «inaugurado» por Jesús y que hay que recorrer «con los ojos fijos en él». No hay duda alguna. Para estos primeros creyentes, el cristianismo no era propiamente una religión, sino una forma nueva de vivir. Lo primero para ellos no era vivir dentro de una institución religiosa, sino aprender juntos a vivir como Jesús en medio de aquel vasto imperio. Aquí estaba su fuerza. Esto era lo que podían ofrecer a todos. En este clima se entienden bien las palabras que el cuarto evangelio pone en labios de Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Este es el punto de arranque del cristianismo. Cristiano es un hombre o una mujer que en Jesús va descubriendo el camino más acertado para vivir, la verdad más segura para orientarse, el secreto más esperanzador de la vida. Este camino es muy concreto. De poco sirve sentirse conservador o declararse progresista. La opción que hemos de hacer es otra. O nos organizamos la vida a nuestra manera o aprendemos a vivir desde Jesús. Hay que elegir. Indiferencia hacia los que sufren o compasión bajo todas sus formas. Solo bienestar para mí y los míos o un mundo más humano para todos. Intolerancia y exclusión de quienes son diferentes o actitud abierta y acogedora hacia todos. Olvido de Dios o comunicación confiada en el Padre de todos. Fatalismo y resignación o esperanza última para la creación entera. SEGUIR EL CAMINO DE JESÚS Los catecismos suelen hablar de algunas «notas» o atributos que caracterizan a la verdadera Iglesia de Cristo. Como confesamos en el credo, la Iglesia de Cristo es «una, santa, católica y apostólica». Ciertamente, no podríamos reconocerla en una Iglesia de comunidades enfrentadas, donde predominara la injusticia, se excluyera a los demás o se abandonara la fe inicial predicada por los apóstoles. Pero hay algo que es previo y no hemos de olvidar. Una Iglesia verdadera es, ante todo, una Iglesia que «se parece» a Jesús. Si no tiene algún parecido con él, en esa misma medida estamos dejando de ser su Iglesia, por mucho que sigamos repitiendo que pertenecemos a una Iglesia santa, católica y apostólica. Parecerse a Jesús significa reproducir hoy su estilo de vida y su manera de ser; encarnarnos en la vida real de la gente como se encarnaba él; despertar en el corazón de las personas confianza en Dios y, sobre todo, amar como amaba él. Lo dice Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». La manera de caminar hacia el Padre es seguir sus pasos. A la Iglesia se le nota que es de Jesús si se preocupa de los que sufren, si se arriesga a perder prestigio y seguridad por defender la causa de los últimos, si ama por encima de todo a los desvalidos. Si queremos a la Iglesia hemos de preocuparnos de que en ella y desde ella se ame a la gente como la amaba Jesús. Una Iglesia donde se quiere a las personas y se busca una vida más digna y dichosa


para todos «se hace notar» hoy, porque eso es precisamente lo que más falta en el mundo: en las relaciones entre pueblos ricos y pobres, en la economía controlada por los poderosos, en la sociedad dominada por los fuertes. Por otra parte, solo así se hace la Iglesia creíble. Si no sabemos reproducir hoy el amor de Jesús, es inútil que tratemos de hacernos creíbles por otros medios. Se verá que somos como todos: incapaces de regirnos solo por el amor compasivo. No seremos «Iglesia de Jesús», pues nos faltará el rasgo que mejor lo caracterizó a él. Jesús habrá dejado de ser para nosotros «el camino, la verdad y la vida». CREERLE A JESÚS, EL CRISTO Hay en la vida momentos de verdadera sinceridad en que surgen de nuestro interior, con lucidez y claridad desacostumbradas, las preguntas más decisivas: en definitiva, yo ¿en qué creo?, ¿qué es lo que espero?, ¿en quién apoyo mi existencia? Ser cristiano es, antes que nada, creerle a Cristo. Tener la suerte de habernos encontrado con él. Por encima de toda creencia, fórmula, rito o ideologización, lo verdaderamente decisivo en la experiencia cristiana es el encuentro con Jesús, el Cristo. Ir descubriendo por experiencia personal, sin que nadie nos lo tenga que decir desde fuera, toda la fuerza, la luz, la alegría, la vida que podemos ir recibiendo de Cristo. Poder decir desde la propia experiencia que Jesús es «camino, verdad y vida». En primer lugar, descubrirlo como camino. Escuchar en él la invitación a caminar, avanzar siempre, no detenernos nunca, renovarnos constantemente, ahondar en la vida, construir un mundo justo, hacer una Iglesia más evangélica. Apoyarnos en Cristo para andar día a día el camino doloroso y al mismo tiempo gozoso que va desde la desconfianza a la fe. En segundo lugar, encontrar en Cristo la verdad. Descubrir desde él a Dios en la raíz y en el término del amor que los seres humanos damos y acogemos. Darnos cuenta, por fin, que la persona solo es humana en el amor. Descubrir que la única verdad es el amor, y descubrirlo acercándonos al ser concreto que sufre y es olvidado. En tercer lugar, encontrar en Cristo la vida. En realidad, las personas creemos a aquel que nos da vida. Por eso, ser cristiano no es admirar a un líder ni formular una confesión sobre Cristo. Es encontrarnos con un Cristo vivo y capaz de hacernos vivir. Jesús es «camino, verdad y vida». Es otro modo de caminar por la vida. Otra manera de ver y sentir la existencia. Otra dimensión más honda. Otra lucidez y otra generosidad. Otro horizonte y otra comprensión. Otra luz. Otra energía. Otro modo de ser. Otra libertad. Otra esperanza. Otro vivir y otro morir.


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LA VERDAD DE JESÚS En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: –Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo porque no lo ve ni lo conoce: vosotros, en cambio, lo conocéis, porque vive con vosotros y está con vosotros. No os dejaré desamparados, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis, y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él (Juan 14,15-21). NO ESTAMOS HUÉRFANOS Una Iglesia formada por cristianos que se relacionan con un Jesús mal conocido, poco amado y apenas recordado de manera rutinaria es una Iglesia que corre el riesgo de irse extinguiendo. Una comunidad cristiana reunida en torno a un Jesús apagado, que no seduce ni toca los corazones, es una comunidad sin futuro. En la Iglesia de Jesús necesitamos urgentemente una calidad nueva en nuestra relación con él. Necesitamos comunidades cristianas marcadas por la experiencia viva de Jesús. Todos podemos contribuir a que en la Iglesia se le sienta y se le viva a Jesús de manera nueva. Podemos hacer que sea más de Jesús, que viva más unida a él. ¿Cómo? Juan recrea en su evangelio la despedida de Jesús en la última cena. Los discípulos intuyen que dentro de muy poco les será arrebatado. ¿Qué será de ellos sin Jesús? ¿A quién le seguirán? ¿Dónde alimentarán su esperanza? Jesús les habla con ternura especial. Antes de dejarlos quiere hacerles ver cómo podrán vivir unidos a él, incluso después de su muerte. Antes que nada, ha de quedar grabado en su corazón algo que no han de olvidar jamás: «No os dejaré huérfanos. Volveré». No han de sentirse nunca solos. Jesús les habla de una presencia nueva que los envolverá y les hará vivir, pues los alcanzará en lo más íntimo de su ser. No los olvidará. Vendrá y estará con ellos. Jesús no podrá ya ser visto con la luz de este mundo, pero podrá ser captado por sus seguidores con los ojos de la fe. ¿No hemos de cuidar y reavivar mucho más esta presencia de Jesús resucitado en medio de nosotros? ¿Cómo vamos a trabajar por un mundo más humano y una Iglesia más evangélica si no le sentimos a él junto a nosotros? Jesús les habla de una experiencia nueva que hasta ahora no han conocido sus discípulos, mientras lo seguían por los caminos de Galilea: «Sabréis que yo estoy con mi Padre y vosotros conmigo». Esta es la experiencia básica que sostiene nuestra fe. En el fondo de nuestro corazón cristiano sabemos que Jesús está con el Padre y nosotros estamos con él. Esto lo cambia todo. Esta experiencia está alimentada por el amor: «Al que me ama... yo también lo amaré y me revelaré a él». ¿Es posible seguir a Jesús tomando la cruz cada día sin amarlo y sin sentirnos amados entrañablemente por él? ¿Es posible evitar la decadencia del cristianismo sin reavivar este amor? ¿Qué fuerza podrá mover a la Iglesia si lo dejamos


apagar? ¿Quién podrá llenar el vacío de Jesús? ¿Quién podrá sustituir su presencia viva en medio de nosotros? VIVIR EN LA VERDAD DE JESÚS No hay en la vida una experiencia tan misteriosa y sagrada como la despedida del ser querido que se nos va más allá de la muerte. Por eso el evangelio de Juan trata de recoger en la despedida última de Jesús su testamento: lo que no han de olvidar nunca. Una cosa es muy clara para el evangelista. El mundo no va a poder «ver» ni «conocer» la verdad que se esconde en Jesús. Para muchos, Jesús habrá pasado por este mundo como si nada hubiera ocurrido; no dejará rastro alguno en sus vidas. Para ver a Jesús se necesitan unos ojos nuevos. Solo quienes lo amen podrán experimentar que está vivo y hace vivir. Jesús es la única persona que merece ser amada de manera absoluta. Quien lo ama así no puede pensar en él como si perteneciera al pasado. Su vida no es un recuerdo. El que ama a Jesús vive sus palabras, «guarda sus mandamientos», se va «llenando» de Jesús. No es fácil expresar esta experiencia. El evangelista la llama el «Espíritu de la verdad». Es una expresión muy acertada, pues Jesús se va convirtiendo en una fuerza y una luz que nos hace «vivir en la verdad». Cualquiera que sea el punto en que nos encontremos en la vida, acoger en nosotros a Jesús nos lleva hacia la verdad. Este «Espíritu de la verdad» no hay que confundirlo con una doctrina. No se encuentra en los libros de los teólogos ni en los documentos del magisterio. Según la promesa de Jesús, «vive con nosotros y está en nosotros». Lo escuchamos en nuestro interior y resplandece en la vida de quien sigue los pasos de Jesús de manera humilde, confiada y fiel. El evangelista lo llama «Espíritu defensor», porque, ahora que Jesús no está físicamente con nosotros, nos defiende de lo que nos podría separar de él. Este Espíritu «está siempre con nosotros». Nadie lo puede asesinar, como a Jesús. Seguirá siempre vivo en el mundo. Si lo acogemos en nuestra vida, no nos sentiremos huérfanos y desamparados. Tal vez la conversión que más necesitamos hoy los cristianos es ir pasando de una adhesión verbal, rutinaria y poco real a Jesús hacia la experiencia de vivir arraigados en su «Espíritu de la verdad». NO APARTARNOS DE LA VERDAD Las gentes del Primer Mundo no estamos hoy para escuchar verdades. Lo que de verdad interesa es vivir tranquilos nuestro propio bienestar. No queremos ver la realidad ni enterarnos de cómo va el mundo. Nos molesta pensar en los que sufren. Lo real somos nosotros; el mundo va bien. Así pensamos en nuestra arrogancia. Algo parecido sucede en la Iglesia. No estamos para escuchar la verdad del evangelio. Da miedo decir en voz alta las exigencias concretas que podría tener en Roma, en nuestras diócesis y en nuestras comunidades. Preferimos olvidarla y buscar la seguridad que proporciona vivir cómodamente en una tradición religiosa multisecular. ¿No somos los católicos la religión más poderosa del mundo? Si algo caracteriza a Jesús es su voluntad de vivir en lo real. No se deja engañar por el poder y el bienestar de los romanos, que dominan el mundo. No se deja seducir por la liturgia del Templo ni la ortodoxia de la religión judía. Él busca la verdad de Dios. Solo cree en esa verdad, la única que puede humanizarnos. Por eso Jesús va al fondo de las cosas. No se queda en las apariencias. Mira a las


personas como las mira Dios. Capta sus miedos, sufrimientos y aspiraciones como los capta él. No vive de ideologías políticas ni de teorías religiosas. Busca el reino de Dios y su justicia. En esto consiste para él la verdad. Según el cuarto evangelio, este es el espíritu que quiere Jesús para que sus seguidores se defiendan de lo que puede desviarlos. «Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad». La primera tarea de la Iglesia es cuidar este «Espíritu de la verdad», no apartarnos de él, dejarnos transformar por su fuerza, difundirlo y contagiarlo entre nosotros. En su libro El Dios de Jesucristo, el actual papa, Benedicto XVI, dice así: «La fuente del Espíritu es Jesús. Cuanto más penetramos en Jesús, tanto más realmente penetramos en el Espíritu y este penetra en nosotros». Según él, una Iglesia «marcada por el Espíritu» es aquella que sabe recordar con profundidad el evangelio y compenetrarse más con la palabra de Jesús para irse haciendo más viva y más fecunda. TENEMOS UN DEFENSOR La verdad es que los seres humanos somos bastante complejos. Cada individuo es un mundo de deseos y frustraciones, ambiciones y miedos, dudas e interrogantes. Con frecuencia no sabemos quiénes somos ni qué queremos. Desconocemos hacia dónde se está moviendo nuestra vida. ¿Quién nos puede enseñar a vivir de manera acertada? Aquí no sirven los planteamientos abstractos ni las teorías. No basta aclarar las cosas de manera racional. Es insuficiente tener ante nuestros ojos normas y directrices correctas. Lo decisivo es el arte de actuar día a día de manera positiva, sana y creadora. Para un cristiano, Jesús es siempre su gran maestro de vida, pero ya no le tenemos a nuestro lado. Por eso cobran tanta importancia estas palabras del evangelio: «Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad». Necesitamos que alguien nos recuerde la verdad de Jesús. Si la olvidamos, no sabremos quiénes somos ni qué estamos llamados a ser. Nos desviaremos del evangelio una y otra vez. Defenderemos en su nombre causas e intereses que tienen poco que ver con él. Nos creeremos en posesión de la verdad al mismo tiempo que la vamos desfigurando. Necesitamos que el Espíritu Santo active en nosotros la memoria de Jesús, su presencia viva, su imaginación creadora. No se trata de despertar un recuerdo del pasado: sublime, conmovedor, entrañable, pero recuerdo. Lo que el Espíritu del Resucitado hace con nosotros es abrir nuestro corazón al encuentro personal con Jesús como alguien vivo. Solo esta relación afectiva y cordial con Jesucristo es capaz de transformarnos y generar en nosotros una manera nueva de ser y de vivir. Al Espíritu se le llama en el cuarto evangelio «defensor» o «paráclito», porque nos defiende de lo que nos puede destruir. Hay muchas cosas en la vida de las que no sabemos defendernos por nosotros mismos. Necesitamos luz, fortaleza, aliento sostenido. Por eso invocamos al Espíritu. Es la mejor manera de ponernos en contacto con Jesús y vivir defendidos de cuanto nos puede desviar de él. EL ARTE DE VIVIR DESDE EL ESPÍRITU DE DIOS Nunca los cristianos se han sentido huérfanos. El vacío dejado por la muerte de Jesús ha sido llenado por la presencia viva del Espíritu del Resucitado. Este Espíritu del Señor llena la vida del creyente. El Espíritu de la verdad que vive con nosotros está en nosotros y nos enseña el arte de vivir en la verdad. Lo que configura la vida de un verdadero creyente no es el ansia de bienestar ni la


lucha por el éxito, ni siquiera la obediencia a un ideal, sino la búsqueda gozosa de la verdad de Dios bajo el impulso del Espíritu. El verdadero creyente no cae ni en el legalismo ni en la anarquía, sino que busca con el corazón limpio la verdad. Su vida no está programada por prohibiciones, sino que viene animada e impulsada positivamente por el Espíritu. Cuando vive esta experiencia del Espíritu, el creyente descubre que ser cristiano no es un peso que oprime y atormenta la conciencia, sino que es dejarnos guiar por el amor creador del Espíritu que vive en nosotros y nos hace vivir con una espontaneidad que nace, no de nuestro egoísmo, sino del amor. Una espontaneidad en la que uno renuncia a sus intereses egoístas y se confía al gozo del Espíritu. Una espontaneidad que es regeneración, renacimiento y reorientación continua hacia la verdad de Dios. Esta vida nueva en el Espíritu no significa únicamente vida interior de piedad y oración. La verdad de Dios genera en nosotros un estilo de vida nuevo, enfrentado al estilo de vida que brota de la mentira y el egoísmo. Vivimos en una sociedad donde a la mentira se le llama diplomacia; a la explotación, negocio; a la irresponsabilidad, tolerancia; a la injusticia, orden establecido; al sexo; amor; a la arbitrariedad, libertad; a la falta de respeto, sinceridad. Difícilmente puede esta sociedad entender o aceptar una vida acuñada por el Espíritu. Pero es este Espíritu el que defiende al creyente y le hace caminar hacia la verdad, liberándolo de la mentira social, la farsa y la intolerancia de nuestros egoísmos.


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LA PAZ DE JESÚS En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: –El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre, que me envió. Os he hablado ahora que estoy a vuestro lado; pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy: no os la doy como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: «Me voy y vuelvo a vuestro lado». Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que, cuando suceda, sigáis creyendo (Juan 14,23-29). EL GRAN REGALO DE JESÚS Siguiendo la costumbre judía, los primeros cristianos se saludaban deseándose mutuamente la «paz». No era un saludo rutinario y convencional. Para ellos tenía un significado más profundo. En una carta que Pablo escribe hacia el año 61 a una comunidad cristiana de Asia Menor, les manifiesta su gran deseo: «Que la paz de Cristo reine en vuestros corazones». Esta paz no hay que confundirla con cualquier cosa. No es solo una ausencia de conflictos y tensiones. Tampoco una sensación de bienestar o una búsqueda de tranquilidad interior. Según el evangelio de Juan, es el gran regalo de Jesús, la herencia que ha querido dejar para siempre a sus seguidores. Así dice Jesús: «Os dejo la paz, os doy mi paz». Sin duda recordaban lo que Jesús había pedido a sus discípulos al enviarlos a construir el reino de Dios: «En la casa en que entréis, decid primero: “Paz a esta casa”». Para humanizar la vida, lo primero es sembrar paz, no violencia; promover respeto, diálogo y escucha mutua, no imposición, enfrentamiento y dogmatismo. ¿Por qué es tan difícil la paz? ¿Por qué volvemos una y otra vez al enfrentamiento y la agresión mutua? Hay una respuesta primera tan elemental y sencilla que nadie la toma en serio: solo los hombres y mujeres que poseen paz pueden ponerla en la sociedad. No puede sembrar paz cualquiera. Con el corazón lleno de resentimiento, intolerancia y dogmatismo se puede movilizar a la gente, pero no es posible aportar verdadera paz a la convivencia. No se ayuda a acercar posturas y a crear un clima amistoso de entendimiento, mutua aceptación y diálogo. No es difícil señalar algunos rasgos de la persona que lleva en su interior la paz de Cristo: busca siempre el bien de todos, no excluye a nadie, respeta las diferencias, no alimenta la agresión, fomenta lo que une, nunca lo que enfrenta. ¿Qué estamos aportando hoy desde la Iglesia de Jesús? ¿Concordia o división? ¿Reconciliación o enfrentamiento? Y si los seguidores de Jesús no llevan paz en su corazón, ¿qué es lo que llevan? ¿Miedos, intereses, ambiciones, irresponsabilidad? LA PAZ EN LA IGLESIA


En el evangelio de Juan podemos leer un conjunto de discursos en los que Jesús se va despidiendo de sus discípulos. Los comentaristas lo llaman el «discurso de despedida». En él se respira una atmósfera muy especial: los discípulos tienen miedo a quedarse sin su Maestro; Jesús, por su parte, les insiste en que, a pesar de su partida, nunca sentirán su ausencia. Hasta cinco veces les repite que podrán contar con «el Espíritu Santo». Él los defenderá, pues los mantendrá fieles a su mensaje y a su proyecto. Por eso lo llama «Espíritu de la verdad». En un momento determinado, Jesús les explica mejor cuál será su quehacer: «El Defensor, el Espíritu Santo... será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho». Este Espíritu será la memoria viva de Jesús. El horizonte que ofrece a sus discípulos es grandioso. De Jesús nacerá un gran movimiento espiritual de discípulos y discípulas que le seguirán, defendidos por el Espíritu Santo. Se mantendrán en su verdad, pues ese Espíritu les irá enseñando todo lo que Jesús les ha ido comunicando por los caminos de Galilea. Él los defenderá en el futuro de la turbación y de la cobardía. Jesús desea que capten bien lo que significará para ellos el Espíritu de la verdad y Defensor de su comunidad: «Os estoy dejando la paz; os estoy dando la paz». No solo les desea la paz. Les regala su paz. Si viven guiados por el Espíritu, recordando y guardando sus palabras, conocerán la paz. No es una paz cualquiera. Es su paz. Por eso les dice: «No os la doy yo como la da el mundo». La paz de Jesús no se construye con estrategias inspiradas en la mentira o en la injusticia, sino actuando con el Espíritu de la verdad. Han de reafirmarse en él: «Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde». En estos tiempos difíciles de desprestigio y turbación que estamos sufriendo en la Iglesia, sería un grave error defender nuestra credibilidad y autoridad moral actuando sin el Espíritu de la verdad prometido por Jesús. El miedo seguirá penetrando en el cristianismo si buscamos asentar nuestra seguridad alejándonos del camino trazado por él. Cuando en la Iglesia se pierde la paz, no es posible recuperarla de cualquier manera ni sirve cualquier estrategia. Con el corazón lleno de resentimiento y ceguera no es posible introducir la paz de Jesús. Es necesario convertirnos humildemente a su verdad, movilizar todas nuestras fuerzas para desandar caminos equivocados y dejarnos guiar por el Espíritu que animó la vida entera de Jesús. UNA CULTURA DE LA PAZ Son muchos los conflictos que sacuden hoy nuestra sociedad. Además de las tensiones y enfrentamientos que se producen entre las personas y en el seno de las familias, graves conflictos de orden social, político y económico impiden entre nosotros la convivencia pacífica. Para resolver los conflictos hemos de hacer siempre una opción: o escogemos la vía del diálogo y del mutuo entendimiento o seguimos los caminos de la violencia y del enfrentamiento. Por eso, muchas veces, lo más grave no es la existencia misma de los conflictos, sino que una sociedad termine creyendo que los conflictos solo se pueden resolver por medio de la imposición de la fuerza. Frente a esta «cultura de la violencia» necesitamos promover hoy una «cultura de la paz». La fe en la violencia ha de ser sustituida por la fe en la eficacia de los caminos no violentos. Hemos de aprender a resolver nuestros problemas por vías dignas del ser humano. No estamos hechos para vivir permanentemente en el enfrentamiento. Antes que


cualquier otra cosa somos humanos y estamos llamados a entendernos buscando honestamente soluciones justas para todos. Esta «cultura de la paz» exige buscar la eliminación de las injusticias sin introducir otras nuevas, y sin alimentar y ahondar más las divisiones. Solo los que se resisten a los medios injustos y combaten todo atentado contra la persona pueden ser constructores de paz. Una «cultura de paz» exige además crear un clima de diálogo social promoviendo actitudes de respeto y escucha mutuos. Una sociedad avanza hacia la paz renunciando a los dogmatismos, buscando el acercamiento de posturas y esclareciendo en el diálogo las razones enfrentadas. La «cultura de paz» se arraiga siempre en la verdad. Deformarla o manipularla al servicio de intereses partidistas o de estrategias oscuras no conduce a la verdadera paz. La mentira y el engaño al pueblo engendran siempre violencia. La «cultura de paz» solo se asienta en una sociedad cuando las gentes están dispuestas al perdón sincero, renunciando a la venganza y la revancha. El perdón libera de la violencia del pasado y genera nuevas energías para construir el futuro entre todos. En medio de esta sociedad, los cristianos hemos de escuchar de manera nueva las palabras de Jesús, «la paz os dejo, mi paz os doy», y hemos de preguntarnos qué hemos hecho de esa paz que el mundo no puede dar, pero necesita conocer. NO DA LO MISMO El pluralismo es un hecho innegable. Se puede incluso afirmar que es uno de los rasgos más característicos de la sociedad moderna. Se ha fraccionado en mil pedazos aquel mundo monolítico de hace unos años. Hoy conviven entre nosotros toda clase de posicionamientos, ideas o valores. Este pluralismo no es solo un dato. Es uno de los pocos dogmas de nuestra cultura. Hoy todo puede ser discutido. Todo menos el derecho de cada uno a pensar como le parezca y a ser respetado en lo que piensa. Ciertamente, este pluralismo nos puede estimular a la búsqueda responsable, al diálogo y a la confrontación de posturas. Pero nos puede llevar también a graves retrocesos. De hecho, no pocos están cayendo en un relativismo total. Todo da lo mismo. Como dice el sociólogo francés G. Lipovetsky, «vivimos en la hora de los feelings». Ya no existe verdad ni mentira, belleza ni fealdad. Nada es bueno ni malo. Se vive de impresiones, y cada uno piensa lo que quiere y hace lo que le apetece. En este clima de relativismo se está llegando a situaciones realmente decadentes. Se defienden las creencias más peregrinas sin el mínimo rigor. Se pretende resolver con cuatro tópicos las cuestiones más vitales del ser humano. Algo quiere decir A. Finkielkraut cuando afirma que «la barbarie se está apoderando de la cultura». La pregunta es inevitable. ¿Se puede llamar «progreso» a todo esto? ¿Es bueno para la persona y para la humanidad poblar la mente de cualquier idea o llenar el corazón de cualquier creencia, renunciando a una búsqueda honesta de mayor verdad, bondad y sentido de la existencia? El cristiano está llamado hoy a vivir su fe en actitud de búsqueda responsable y compartida. No da igual pensar cualquier cosa de la vida. Hemos de seguir buscando la verdad última del ser humano, que está muy lejos de quedar explicada satisfactoriamente a partir de teorías científicas, sistemas sicológicos o visiones ideológicas. El cristiano está llamado también a vivir sanando esta cultura. No es lo mismo ganar


dinero sin escrúpulo alguno que desempeñar honradamente un servicio público, ni es igual dar gritos a favor del terrorismo que defender los derechos de cada persona. No da lo mismo abortar que acoger la vida, ni es igual «hacer el amor» de cualquier manera que amar de verdad al otro. No es lo mismo ignorar a los necesitados o trabajar por sus derechos. Lo primero es malo y daña al ser humano. Lo segundo está cargado de esperanza y promesa. También en medio del actual pluralismo siguen resonando las palabras de Jesús: «El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará». PERSONAS EMPOBRECIDAS Todo ser humano vive condicionado por la realidad sociológica e histórica en la que se encuentra inserto. Sin que podamos evitarlo, somos parte integrante de un mundo complejo que incide poderosamente en nuestra manera de ser, actuar y vivir. El marco sociocultural en el que vivimos marca decisivamente nuestra conducta, nuestra actitud existencial y nuestro ser entero. Por eso deberíamos estar más atentos a aquellos fenómenos sociológicos que están modelando al ser humano de nuestros días. Fenómenos tales como la tecnología, el consumo, la movilidad, el anonimato social, la incomunicación, el pluralismo... No son pocos los observadores que, al estudiar las posibilidades y los riesgos de la sociedad contemporánea, señalan con tono alarmante el empobrecimiento interior y el vacío que parece amenazar al hombre contemporáneo. Hemos avanzado técnicamente de manera insospechada, pero vivimos dependiendo cada vez más de aquello que fabricamos. Con frecuencia estamos encadenados a un oficio especializado, sin poder desarrollar adecuadamente más que una parte mínima de nuestro ser. Vivimos de manera acelerada, sometidos a un ritmo de vida agotador, sin posibilidad de detenernos serenamente ante nuestra propia vida. Nos alimentamos de una información múltiple y variada de noticias y datos, pero sin medios para discernir, reflexionar y formarnos un juicio con responsabilidad y lucidez. Vivimos seducidos por los mil engañosos atractivos de la sociedad de consumo, pero «infra-alimentados» espiritualmente. Alienados por diversos reclamos y distraídos por innumerables modas o consignas, sin capacidad para enfrentarnos a nuestra propia verdad. Los creyentes entendemos que la fe puede ser la gran fuerza interior que nos ayude a liberarnos de la alienación, la superficialidad, la desintegración o el vacío interior. Para vivir de manera más humana y liberada necesitamos una energía interior capaz de animar y dinamizar nuestras vidas. Por eso escuchamos hoy con gozo las palabras de Jesús: «El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él».


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PERMANECER EN JESÚS En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: –Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y al que da fruto lo poda para que dé más fruto. Vosotros estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como al sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseéis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos (Juan 15,1-8). CONTACTO VITAL Según el relato evangélico de Juan, en vísperas de su muerte, Jesús revela a sus discípulos su deseo más profundo: «Permaneced en mí». Conoce su cobardía y mediocridad. En muchas ocasiones les ha recriminado su poca fe. Si no se mantienen vitalmente unidos a él, no podrán subsistir. Las palabras de Jesús no pueden ser más claras y expresivas: «Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí». Si no se mantienen firmes en lo que han aprendido y vivido junto a él, su vida será estéril. Si no viven de su Espíritu, lo iniciado por él se extinguirá. Jesús emplea un lenguaje rotundo: «Yo soy la vid y vosotros los sarmientos». En los discípulos ha de correr la savia que proviene de Jesús. No lo han de olvidar nunca. «El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada». Separados de Jesús, sus discípulos no podemos nada. Jesús no solo les pide que permanezcan en él. Les dice también que «sus palabras permanezcan en ellos». Que no las olviden. Que vivan de su evangelio. Esa es la fuente de la que han de beber. Ya se lo había dicho en otra ocasión: «Las palabras que os he dicho son espíritu y vida». El Espíritu del Resucitado permanece hoy vivo y operante en su Iglesia de múltiples formas, pero su presencia invisible y callada adquiere rasgos visibles y voz concreta gracias al recuerdo guardado en los relatos evangélicos por quienes lo conocieron de cerca y le siguieron. En los evangelios nos ponemos en contacto con su mensaje, su estilo de vida y su proyecto del reino de Dios. Por eso, en los evangelios se encierra la fuerza más poderosa que poseen las comunidades cristianas para regenerar su vida. La energía que necesitamos para recuperar nuestra identidad de seguidores de Jesús. El evangelio de Jesús es el instrumento pastoral más importante para renovar hoy a la Iglesia.


Muchos cristianos buenos de nuestras comunidades solo conocen los evangelios de «segunda mano». Todo lo que saben de Jesús y de su mensaje proviene de lo que han podido reconstruir a partir de las palabras de los predicadores y catequistas. Viven su fe sin tener un contacto personal con «las palabras de Jesús». Es difícil imaginar una «nueva evangelización» sin facilitar a las personas un contacto más directo e inmediato con los evangelios. Nada tiene más fuerza evangelizadora que la experiencia de escuchar juntos el evangelio de Jesús desde las preguntas, los problemas, sufrimientos y esperanzas de nuestros tiempos. NO SEPARARNOS DE JESÚS La imagen es sencilla y de gran fuerza expresiva. Jesús es la «vid verdadera», llena de vida; los discípulos son «sarmientos» que viven de la savia que les llega de Jesús; el Padre es el «viñador» que cuida personalmente la viña para que dé fruto abundante. Lo único importante es que se vaya haciendo realidad su proyecto de un mundo más humano y feliz para todos. La imagen pone de relieve dónde está el problema. Hay sarmientos secos por los que no circula la savia de Jesús. Discípulos que no dan fruto porque no corre por sus venas el Espíritu del Resucitado. Comunidades cristianas que languidecen desconectadas de su persona. Por eso se hace una afirmación cargada de intensidad: «El sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid»: la vida de los discípulos es estéril «si no permanecen» en Jesús. Sus palabras son categóricas: «Sin mí no podéis hacer nada». ¿No se nos está desvelando aquí la verdadera raíz de la crisis de nuestro cristianismo, el factor interno que resquebraja sus cimientos como ningún otro? La forma en que viven su religión muchos cristianos, sin una unión vital con Jesucristo, no subsistirá por mucho tiempo: quedará reducida a folklore anacrónico que no aportará a nadie la Buena Noticia del evangelio. La Iglesia no podrá llevar a cabo su misión en el mundo contemporáneo si los que nos decimos «cristianos» no nos convertimos en discípulos de Jesús, animados por su espíritu y su pasión por un mundo más humano. Ser cristiano exige hoy una experiencia vital de Jesucristo, un conocimiento interior de su persona y una pasión por su proyecto que no se requerían para ser practicante dentro de una sociedad de cristiandad. Si no aprendemos a vivir de un contacto más inmediato y apasionado con Jesús, la decadencia de nuestro cristianismo se puede convertir en una enfermedad mortal. Los cristianos vivimos hoy preocupados y distraídos por muchas cuestiones. No puede ser de otra manera. Pero no hemos de olvidar lo esencial. Todos somos «sarmientos». Solo Jesús es «la verdadera vid». Lo decisivo en estos momentos es «permanecer en él»: aplicar toda nuestra atención al evangelio; alimentar en nuestros grupos, redes, comunidades y parroquias el contacto vivo con él; no apartarnos de su proyecto. NO QUEDARNOS SIN SAVIA La imagen es de una fuerza extraordinaria. Jesús es la «vid», los que creemos en él somos los «sarmientos». Toda la vitalidad de los cristianos nace de él. Si la savia de Jesús resucitado corre por nuestra vida, nos aporta alegría, luz, creatividad, coraje para vivir como vivía él. Si, por el contrario, no fluye en nosotros, somos sarmientos secos. Este es el verdadero problema de una Iglesia que celebra a Jesús resucitado como


«vid» llena de vida, pero que está formada, en buena parte, por sarmientos muertos. ¿Para qué seguir distrayéndonos en tantas cosas si la vida de Jesús no corre por nuestras comunidades y nuestros corazones? Nuestra primera tarea hoy y siempre es «permanecer» en la vid, no vivir desconectados de Jesús, no quedarnos sin savia, no secarnos más. ¿Cómo se hace esto? El evangelio lo dice con claridad: hemos de esforzarnos para que sus «palabras» permanezcan en nosotros. La vida cristiana no brota espontáneamente entre nosotros. El evangelio no siempre se puede deducir racionalmente. Es necesario meditar largas horas las palabras de Jesús. Solo la familiaridad y afinidad con los evangelios nos hace ir aprendiendo poco a poco a vivir como él. Este acercamiento frecuente a las páginas del evangelio nos va poniendo en sintonía con Jesús, nos contagia su amor al mundo, nos va apasionando con su proyecto, va infundiendo en nosotros su Espíritu. Casi sin darnos cuenta nos vamos haciendo cristianos. Esta meditación personal de las palabras de Jesús nos cambia más que todas las explicaciones, discursos y exhortaciones que nos llegan del exterior. Las personas cambiamos desde dentro. Tal vez este sea uno de los problemas más graves de nuestra religión: no cambiamos, porque solo lo que pasa por nuestro corazón cambia nuestra vida; y, con frecuencia, por nuestro corazón no pasa la savia de Jesús. La vida de la Iglesia se trasformaría si los creyentes, los matrimonios cristianos, los presbíteros, las religiosas, los obispos, los educadores, tuviéramos como libro de cabecera los evangelios de Jesús. ENCUENTRO PERSONAL CON CRISTO La fe no es una emoción del corazón. Sin duda, el creyente siente su fe, la experimenta y la disfruta, pero sería un error reducirla a «sentimentalismo». La fe no es algo que depende de los sentimientos: «Ya no siento nada... debo de estar perdiendo la fe». Ser creyente es una actitud responsable y razonada. La fe no es tampoco una opinión personal. El creyente vive creyendo personalmente en Dios, pero la fe no puede ser reducida a «subjetivismo»: «Yo tengo mis ideas y creo lo que a mí me parece». La realidad de Dios no depende de mí ni el cristianismo es fabricación de cada uno. La fe no es tampoco una tradición recibida de los padres. Es bueno nacer en una familia creyente y recibir desde niño una orientación cristiana, pero sería muy pobre reducir la fe a «costumbre religiosa»: «En mi familia siempre hemos sido muy de Iglesia». La fe es una decisión personal de cada uno. La fe no es tampoco una receta moral. Creer en Dios tiene sus exigencias, pero sería un error reducirlo todo a «moralismo»: «Yo respeto a todos y no hago mal a nadie». La fe es, además, amor a Dios, compromiso por un mundo más humano, esperanza de vida eterna, acción de gracias, celebración. La fe no es tampoco un «tranquilizante». Creer en Dios es, sin duda, fuente de paz, consuelo y serenidad, pero la fe no es solo un «agarradero» para los momentos críticos: «Yo, cuando me encuentro en apuros, acudo a la Virgen». Creer es el mejor estímulo para luchar, trabajar y vivir de manera digna y responsable. La fe comienza a desfigurarse cuando olvidamos que, antes que nada, es un encuentro personal con Cristo. El cristiano es una persona que se encuentra con Cristo y en él va descubriendo a un Dios Amor que cada día le convence y atrae más. Lo dice muy bien


Juan: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es Amor» (1 Juan 4,16). Esta fe solo da frutos cuando vivimos día a día unidos a Cristo, es decir, motivados y sostenidos por su Espíritu y su Palabra: «El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada». FE ESTÉRIL La imagen es realmente expresiva. Todo sarmiento que está vivo tiene que producir fruto. Y si no lo hace es porque no circula por él la savia de la vid. Así es también nuestra fe. Vive, crece y da frutos cuando vivimos abiertos a la comunicación con Cristo. Si esta relación vital se interrumpe, hemos cortado la fuente de nuestra fe. Entonces la fe se seca. Ya no es capaz de animar nuestra vida. Se convierte en confesión verbal, vacía de contenido y experiencia viva. Triste caricatura de lo que los primeros creyentes vivieron al encontrarse con el Resucitado. Digámoslo sinceramente. Esa ausencia de dinamismo cristiano, esa incapacidad para seguir creciendo en amor y fraternidad con todos, esa inhibición y pasividad para luchar arriesgadamente por la justicia, esa falta de creatividad evangélica para descubrir las nuevas exigencias del Espíritu, ¿no están delatando una falta de comunicación viva con Cristo resucitado? Por paradójico que pueda parecer, el vacío interior puede apoderarse de más de un cristiano. Atrapado en una red de relaciones, actividades, ocupaciones y problemas, puede sentirse más solo que nunca en su interior, incapaz de comunicarse vitalmente con ese Cristo en quien dice creer. Quizá la derrota más grave del hombre occidental sea su incapacidad de vida interior. Las personas parecen vivir siempre huyendo. Siempre de espaldas a sí mismas. Se diría que el alma de muchos es un desierto. La falta de contacto interior con Cristo como fuente de vida conduce poco a poco a un «ateísmo práctico». De poco sirve seguir confesando fórmulas si uno no conoce la comunicación cálida, gozosa, revitalizadora con el Resucitado. Esa comunicación de quien sabe disfrutar del diálogo silencioso con él, alimentarse diariamente de su palabra, recordarlo con gozo en medio del trabajo cotidiano o descansar con él en los momentos de agobio.


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PERMANECER EN SU AMOR En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: –Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido; y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros (Juan 15,9-17). NO DESVIARNOS DEL AMOR El evangelista Juan pone en labios de Jesús un largo discurso de despedida en el que se recogen con intensidad especial algunos rasgos fundamentales que han de recordar sus discípulos a lo largo de los tiempos para ser fieles a su persona y a su proyecto. También en nuestros días. «Permaneced en mi amor». Es lo primero. No se trata solo de vivir en una religión, sino de vivir en el amor con que nos ama Jesús, el amor que recibe del Padre. Ser cristiano no es en primer lugar un asunto doctrinal, sino una cuestión de amor. A lo largo de los siglos, los discípulos conocerán incertidumbres, conflictos y dificultades de todo orden. Lo importante será siempre no desviarnos del amor. Permanecer en el amor de Jesús no es algo teórico. Consiste en «guardar sus mandamientos», que él mismo resume enseguida en el mandato del amor fraterno: «Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado». El cristiano encuentra en su religión muchos mandamientos. Su origen, su naturaleza y su importancia son diversos y desiguales. Con el paso del tiempo, las normas se multiplican. Solo del mandato del amor dice Jesús: «Este mandato es el mío». En cualquier época y situación, lo decisivo para sus seguidores es no salirnos del amor fraterno. Jesús no presenta este mandato del amor como una ley que ha de regir nuestra vida haciéndola más dura y pesada, sino como una fuente de alegría: «Os hablo de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud». Cuando entre nosotros falta verdadero amor se crea un vacío que nada ni nadie puede llenar de alegría. Sin amor no daremos pasos hacia un cristianismo más abierto, cordial, alegre, sencillo y amable donde podamos vivir como «amigos» de Jesús, según la expresión evangélica. No sabremos cómo generar alegría. Aun sin quererlo seguiremos cultivando un cristianismo triste, lleno de quejas, resentimientos, lamentos y desazón. A nuestro cristianismo le falta, con frecuencia, la alegría de lo que se hace y se vive


con amor. A nuestro seguimiento de Jesucristo le falta el entusiasmo de la innovación y le sobra la tristeza de lo que se repite sin la convicción de estar reproduciendo lo que Jesús quería de nosotros. DEL MIEDO AL AMOR No se trata de una frase más. Este mandato, cargado de misterio y de promesa, es la clave del cristianismo: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor». Estamos tocando aquí el corazón mismo de la fe cristiana, el criterio último para discernir su verdad. Únicamente «permaneciendo en el amor» podemos caminar en la verdadera dirección. Olvidar este amor es perdernos, entrar por caminos no cristianos, deformarlo todo, desvirtuar el cristianismo desde su raíz. Y, sin embargo, no siempre hemos permanecido en este amor. En la vida de bastantes cristianos ha habido y hay todavía demasiado temor, demasiada falta de confianza filial en Dios. La predicación que ha alimentado a esos cristianos ha olvidado demasiado el amor de Dios, ahogando así aquella alegría inicial, viva y contagiosa que tuvo el cristianismo. Aquello que un día fue «Buena Noticia», porque anunciaba a las gentes «el amor insondable» de Dios, se ha convertido para bastantes en la mala noticia de un Dios amenazador, que es rechazado casi instintivamente porque no deja ser ni vivir. Sin embargo, la fe cristiana solo puede ser vivida, sin traicionar su esencia, como experiencia positiva, confiada y gozosa. Por eso, en este momento en que muchos abandonan un determinado «cristianismo» –el único que conocen–, hemos de preguntarnos si, en la gestación de este abandono, y junto a otros factores, no se esconde una reacción colectiva contra un anuncio de Dios poco fiel al evangelio. La aceptación de Dios o su rechazo se juega, en gran parte, en el modo en que lo sentimos de cara a nosotros. Si lo percibimos solo como vigilante implacable de nuestra conducta haremos cualquier cosa para rehuirlo. Si lo experimentamos como amigo que impulsa nuestra vida, lo buscaremos con gozo. Por eso, uno de los servicios más grandes que la Iglesia puede hacer al ser humano es ayudarle a pasar del miedo al amor de Dios. Sin duda hay un temor a Dios que es sano y fecundo. La Escritura lo considera «el comienzo de la sabiduría». Es el temor a malograr nuestra vida cerrándonos a él. Un temor que despierta a la persona de la superficialidad y le hace volver hacia Dios. Pero hay un miedo a Dios que es malo. No acerca a Dios. Al contrario, aleja cada vez más de él. Es un miedo que deforma el verdadero ser de Dios, haciéndolo inhumano. Un miedo dañoso, sin fundamento real, que ahoga la vida y el crecimiento sano de la persona. Para muchos, este puede ser el cambio decisivo. Pasar del miedo a Dios, que no engendra sino rechazo más o menos disimulado, a una confianza en él que hace brotar en nosotros esa alegría prometida por Jesús: «Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a la plenitud». AL ESTILO DE JESÚS Jesús se está despidiendo de sus discípulos. Los ha querido apasionadamente. Los ha amado con el mismo amor con que lo ha amado el Padre. Ahora los tiene que dejar. Conoce su egoísmo. No saben quererse. Los ve discutiendo entre sí por obtener los primeros puestos. ¿Qué será de ellos? Las palabras de Jesús adquieren un tono solemne. Han de quedar bien grabadas en todos: «Este es mi mandato: que os améis unos a otros como yo os he amado». Jesús no


quiere que su estilo de amar se pierda entre los suyos. Si un día lo olvidan, nadie los podrá reconocer como discípulos suyos. De Jesús quedó un recuerdo imborrable. Las primeras generaciones resumían así su vida: «Pasó por todas partes haciendo el bien». Era bueno encontrarse con él. Buscaba siempre el bien de las personas. Ayudaba a vivir. Su vida fue una Buena Noticia. Se podía descubrir en él la cercanía buena de Dios. Jesús tiene un estilo de amar inconfundible. Es muy sensible al sufrimiento de la gente. No puede pasar de largo ante quien está sufriendo. Al entrar un día en la pequeña aldea de Naín se encuentra con un entierro: una viuda se dirige a dar tierra a su hijo único. A Jesús le sale desde dentro su amor hacia aquella desconocida: «Mujer, no llores». Quien ama como Jesús vive aliviando el sufrimiento y secando lágrimas. Los evangelios recuerdan en diversas ocasiones cómo Jesús captaba con su mirada el sufrimiento de la gente. Los miraba y se conmovía: los veía sufriendo o abatidos, como ovejas sin pastor. Rápidamente se ponía a curar a los más enfermos o a alimentarlos con sus palabras. Quien ama como Jesús aprende a mirar los rostros de las personas con compasión. Es admirable la disponibilidad de Jesús para hacer el bien. No piensa en sí mismo. Está atento a cualquier llamada, dispuesto siempre a hacer lo que pueda. A un mendigo ciego que le pide compasión mientras va de camino lo acoge con estas palabras: «¿Qué quieres que haga por ti?». Con esta actitud anda por la vida quien ama como Jesús. Jesús sabe estar junto a los más desvalidos. No hace falta que se lo pidan. Hace lo que puede por curar sus dolencias, liberar sus conciencias o contagiar su confianza en Dios. Pero no puede resolver todos los problemas de aquellas gentes. Entonces se dedica a hacer gestos de bondad: abraza a los niños de la calle: no quiere que nadie se sienta huérfano; bendice a los enfermos: no quiere que se sientan olvidados por Dios; acaricia la piel de los leprosos: no quiere que se vean excluidos. Así son los gestos de quien ama como Jesús. ALEGRÍA Desde su nacimiento, el cristianismo se ha presentado como la proclamación de una gran alegría: Dios está con sus hijos e hijas buscando su dicha final. Sin esta alegría, el cristianismo resulta incomprensible. De hecho, la fe cristiana se extendió por el mundo como una explosión de alegría, y comienza a perder terreno allí donde esta alegría se va apagando. No deja de ser significativa la acusación de Friedrich Nietzsche a los cristianos: «Tendrían que cantarme cantos más alegres. Sería necesario que tuvieran rostros de salvados para que creyera en su Salvador». Estas palabras, tantas veces citadas, son un buen indicador de lo que sienten no pocos ante un cristianismo que les resulta demasiado triste, sombrío y envejecido. Digámoslo enseguida. La alegría del cristiano no es fruto del bienestar material o del disfrute de una buena salud. No nace de un temperamento optimista. Es consecuencia de una fe viva en el Dios salvador, manifestado en Jesucristo. Como recuerda el teólogo ortodoxo P. Evdokimov en su apasionante libro El amor loco de Dios, Jesús pide a sus discípulos que vivan con una gran alegría «por el único y asombroso hecho de que Dios existe». Esta alegría no es solo un sentimiento. Es una manera de estar en la vida, un modo de entenderlo y vivirlo todo, incluso los momentos malos. Es experimentar día a día la verdad de las palabras de Jesús: «Permaneced en mi amor... Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría sea


completa». Son bastantes los cristianos que no dan importancia a la alegría. Les parece algo secundario y hasta superfluo, de lo que no hay por qué ocuparse. Grave error. Sin alegría es difícil amar, trabajar, crear, vivir algo grande. Sin alegría es imposible una adhesión viva a Cristo. La alegría es, de alguna manera, «el rostro de Dios en el hombre», según el bello titulo de un libro reciente del escritor A. Goettmann. Cristo es siempre fuente de alegría y paz interior. Quienes lo siguen de cerca lo saben, y, a su vez, se convierten en fuente de alegría para otros, pues la alegría cristiana se contagia. ALEGRÍA DIFERENTE Las primeras generaciones cristianas cuidaban mucho la alegría. Les parecía imposible vivir de otra manera. Las cartas de Pablo de Tarso, que circulaban por las comunidades, repetían una y otra vez la invitación a «estar alegres en el Señor». El evangelio de Juan pone en labios de Jesús estas palabras inolvidables: «Os he hablado... para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría sea plena». ¿Qué ha podido ocurrir para que la religión de los cristianos aparezca hoy ante muchos como algo triste, aburrido y penoso? ¿En qué hemos convertido la adhesión a Cristo resucitado? ¿Qué ha sido de esa alegría que Jesús contagiaba a sus seguidores? ¿Dónde está? La alegría no es algo secundario en la vida de un cristiano. Es un rasgo característico. La única manera de seguir y de vivir a Jesús. Aunque nos parezca «normal», es realmente extraño «practicar» la religión cristiana sin experimentar que Cristo es fuente de alegría vital. Esta alegría del creyente no es fruto de un temperamento optimista. No es el resultado de un bienestar tranquilo. No hay que confundirla con una vida sin problemas o conflictos. Lo sabemos todos: un cristiano experimenta la dureza de la vida con la misma crudeza y la misma fragilidad que cualquier otro ser humano. El secreto de esta alegría está en otra parte: más allá de la alegría que uno experimenta cuando «las cosas le van bien». Pablo de Tarso dice que es una «alegría en el Señor», que se vive estando arraigados en Jesús. Juan dice más: es la misma alegría de Jesús dentro de nosotros. La alegría cristiana nace de la unión íntima con Jesucristo. Por eso no se manifiesta de ordinario en la euforia o el optimismo a todo trance, sino que se esconde humildemente en el fondo del alma creyente. Es una alegría que está en la raíz misma de la vida, sostenida por la fe en Jesús. Esta alegría no se vive de espaldas al sufrimiento que hay en el mundo, pues es la alegría del mismo Jesús dentro de nosotros. Al contrario, se convierte en principio de lucha contra la tristeza. Pocas cosas haremos más grandes y evangélicas que aliviar el sufrimiento de las personas contagiando alegría realista y esperanza.


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TESTIGO DE LA VERDAD En aquel tiempo preguntó Pilato a Jesús: –¿Eres tú el rey de los judíos? Jesús le contestó: –¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí? Pilato replicó: –¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho? Jesús le contestó: –Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí. Pilato le dijo: –Con que, ¿tú eres rey? Jesús le contestó: –Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz (Juan 18,33-37). ANTE EL TESTIGO DE LA VERDAD Dentro del proceso en el que se va a decidir la ejecución de Jesús, el evangelio de Juan ofrece un sorprendente diálogo privado entre Pilato, representante del imperio más poderoso de la tierra, y Jesús, un reo maniatado que se presenta como testigo de la verdad. Precisamente, al parecer, Pilato quiere saber la verdad que se encierra en aquel extraño personaje que tiene ante su trono: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Jesús va a responder exponiendo su verdad en dos afirmaciones fundamentales, muy queridas al evangelista Juan. «Mi reino no es de este mundo». Jesús no es rey al estilo que Pilato puede imaginar. No pretende ocupar el trono de Israel ni disputar a Tiberio su poder imperial. Jesús no pertenece a ese sistema en el que se mueve el prefecto de Roma, sostenido por la injusticia y el poder. No se apoya en la fuerza de las armas. Tiene un fundamento completamente diferente. Su realeza proviene del amor de Dios al mundo. Pero añade a continuación algo muy importante: «Soy rey... y he venido al mundo para ser testigo de la verdad». Es en este mundo donde quiere ejercer su realeza, pero de una forma sorprendente. No viene a gobernar, como Tiberio, sino a ser «testigo de la verdad», introduciendo el amor y la justicia de Dios en la historia humana. Esta verdad que Jesús trae consigo no es una doctrina teórica. Es una llamada que puede transformar la vida de las personas. Lo había dicho Jesús: «Si os mantenéis fieles a mi palabra... conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres». Ser fieles al evangelio de Jesús es una experiencia que lleva a conocer una verdad liberadora, capaz de hacer nuestra vida más humana. Jesucristo es la única verdad de la que nos está permitido vivir a los cristianos. ¿No


necesitamos en la Iglesia de Jesús hacer un examen de conciencia colectivo ante el «Testigo de la Verdad»? ¿Atrevernos a discernir con humildad qué hay de verdad y qué hay de mentira en nuestro seguimiento a Jesús? ¿Dónde hay verdad liberadora y dónde mentira que nos esclaviza? ¿No necesitamos dar pasos hacia mayores niveles de verdad humana y evangélica en nuestras vidas, nuestras comunidades y nuestras instituciones? TESTIGOS DE LA VERDAD El juicio tiene lugar en el palacio donde reside el prefecto romano cuando acude a Jerusalén. Acaba de amanecer. Pilato ocupa la sede desde la que dicta sus sentencias. Jesús comparece maniatado, como un delincuente. Allí están, frente a frente, el representante del imperio más poderoso y el profeta del reino de Dios. A Pilato le resulta increíble que aquel hombre intente desafiar a Roma: «Con que, ¿tú eres rey?». Jesús es muy claro: «Mi reino no es de este mundo». No pertenece a ningún sistema injusto de este mundo. No pretende ocupar ningún trono. No busca poder ni riqueza. Pero no le oculta la verdad: «Soy rey». Ha venido a este mundo a introducir verdad. Si su reino fuera de este mundo, tendría «guardias» que lucharían por él con armas. Pero sus seguidores no son «legionarios», sino «discípulos» que escuchan su mensaje y se dedican a poner verdad, justicia y amor en el mundo. El reino de Jesús no es el de Pilato. El prefecto vive para extraer las riquezas de los pueblos y conducirlas a Roma. Jesús vive «para ser testigo de la verdad». Su vida es todo un desafío: «Todo el que es de la verdad escucha mi voz». Pilato no es de la verdad. No escucha la voz de Jesús. Dentro de unas horas intentará apagarla para siempre. El seguidor de Jesús no es «guardián» de la verdad, sino «testigo». Su quehacer no es disputar, combatir y derrotar a los adversarios, sino vivir la verdad del evangelio y comunicar la experiencia de Jesús, que está cambiando su vida. El cristiano tampoco es «propietario» de la verdad, sino testigo. No impone su doctrina, no controla la fe de los demás, no pretende tener razón en todo. Vive convirtiéndose a Jesús, contagia la atracción que siente por él, ayuda a mirar hacia el evangelio, pone en todas partes la verdad de Jesús. La Iglesia atraerá a la gente cuando vean que nuestro rostro se parece al de Jesús, y que nuestra vida recuerda a la suya. BUSCAR A DIOS DE NUEVO No todos los que han abandonado la práctica religiosa tienen la misma postura ante Dios. Algunos rechazan todo contacto con lo religioso; Dios les resulta un ser incómodo del que prefieren prescindir. Otros viven absolutamente despreocupados de estas cosas; les basta con ir resolviendo los problemas de cada día: Dios no tiene sitio en su vida. Hay, sin embargo, un número creciente de no practicantes en los que comienza a despertarse una inquietud religiosa. No es fácil expresar lo que sienten ni lo que buscan. Ciertamente no están pensando en volver al cristianismo que un día conocieron y que, por una razón u otra, han abandonado. Su búsqueda se sitúa ahora en otro nivel diferente. Andan detrás de algo que ni ellos mismos aciertan a definir con precisión. Lo que conocen de la Iglesia les parece excesivamente complicado. El lenguaje eclesiástico les resulta extraño. Tampoco les convence mucho la vida de los cristianos practicantes que conocen. Pero sienten la necesidad de algo que dé más coherencia y sentido a su vida.


En el fondo de todo está la cuestión de Dios. La mayoría no duda de que Dios existe. Pero, ¿cómo es ese Dios del que la Iglesia habla tanto? ¿Es un Dios terrible y peligroso del que uno no se puede fiar nunca del todo? ¿Es un Dios bueno que entiende nuestra debilidad y busca siempre nuestro bien? Pero, ¿con quién hablar de todo esto? Al que se ha alejado de la Iglesia no se le hace fácil acercarse a un sacerdote. Es normal. Si al menos pudiera hablar con toda confianza con algún amigo creyente. Porque es bueno escuchar la experiencia de alguien que vive gozosamente su fe para aclarar equívocos, deshacer prejuicios o exponer las propias dudas. En cualquier caso, lo importante son los pasos que uno mismo va dando por dentro. Hay cuestiones que es bueno aclarar: ¿Por qué he abandonado yo el contacto con lo religioso? ¿Me ha hecho bien alejarme de Dios? Ahora sé lo que es vivir de espaldas a la fe, ¿quiero terminar así mi vida? ¿No necesito encontrarme con un Dios Amigo? Hay personas que se alejaron hace mucho de todo lo religioso, pero tampoco tienen nada contra Dios. En este momento no sabrían cómo rezar; han olvidado las palabras del Padrenuestro; no les sale ninguna oración. ¿Es difícil decir a Dios: «Tú me conoces y me entiendes. Ayúdame a vivir. Enséñame a creer»? Puede parecer algo trivial y, sin embargo, una invocación sincera a Dios puede significar un cambio interior importante. Las palabras de Jesús son alentadoras: «Todo el que es de la verdad escucha mi voz». CON VERDAD Es raro que una persona pueda vivir la vida entera sin plantearse nunca el sentido último de la existencia. Por muy frívolo que sea el discurrir de sus días, tarde o temprano se producen «momentos de ruptura» que pueden hacer brotar en la persona interrogantes de fondo sobre el problema de la vida. Hay horas de intensa felicidad que nos obligan a preguntarnos por qué la vida no es siempre dicha y plenitud. Momentos de desgracia que despiertan en nosotros pensamientos sombríos: ¿por qué tanto sufrimiento?, ¿merece la pena vivir? Instantes de mayor lucidez que nos conducen a las cuestiones fundamentales: ¿quién soy yo? ¿Qué es la vida? ¿Qué me espera? Tarde o temprano, de una manera u otra, toda persona termina por plantearse un día el sentido de la vida. Todo puede quedar ahí o puede también despertarse de manera callada, pero inevitable, la cuestión de Dios. Las reacciones pueden ser entonces muy diversas. Hay quienes hace tiempo han abandonado, si no a Dios, sí un mundo de cosas que tenían relación con Dios: la Iglesia, la misa dominical, los dogmas. Poco a poco se han ido desprendiendo de algo que ya no tiene interés alguno para ellos. Abandonado todo ese mundo religioso, ¿qué hacer ahora ante la cuestión de Dios? Otros han abandonado incluso la idea de Dios. No tienen necesidad de él. Les parece algo inútil y superfluo. Dios no les aportaría nada positivo. Al contrario, tienen la impresión de que les complicaría la existencia. Aceptan la vida tal como es, y siguen su camino sin preocuparse excesivamente del final. Otros viven envueltos en la incertidumbre. No están seguros de nada: ¿qué es creer en Dios? ¿Cómo se puede uno relacionar con él? ¿Quién sabe algo de estas cosas? Mientras tanto, Dios no se impone. No fuerza desde el exterior con pruebas ni evidencias. No se revela desde dentro con luces o revelaciones. Solo es silencio, oportunidad, invitación respetuosa... Lo primero ante Dios es ser honestos. No andar eludiendo su presencia con


planteamientos poco sinceros. Quien se esfuerza por buscar a Dios con honradez y verdad no está lejos de él. No hemos de olvidar unas palabras de Jesús que pueden iluminar a quien vive en la incertidumbre religiosa: «Todo el que es de la verdad escucha mi voz». CONTRA LA MENTIRA No es frecuente escuchar a alguien defender el derecho a la verdad. Uno se pregunta por qué no se oyen en nuestra sociedad gritos de protesta contra la mentira, al menos con la misma fuerza con que se grita contra la injusticia. ¿Será que no somos conscientes de la mentira que nos envuelve por todas partes? ¿Será que, cuando exigimos justicia, nos sentimos solo víctimas y nunca opresores? ¿Será que para gritar contra la mentira, la hipocresía y el engaño es necesario vivir con un mínimo de sinceridad personal? La mentira es hoy uno de los presupuestos más firmes de nuestra convivencia social. El mentir es aceptado como algo necesario tanto en el complejo mundo del quehacer político y la información social como en «la pequeña comedia» de nuestras relaciones personales de cada día. Todos nos vemos hoy obligados a pensar, decidir y actuar envueltos en una niebla de mentira y falsedad. Indefensos ante un cerco de engaños, falacias y embustes del que es difícil liberarse. ¿Cómo saber la «verdad» que se oculta tras las decisiones políticas de los diversos partidos? ¿Cómo descubrir los verdaderos intereses que se encierran tras campañas y acciones que se nos pide defender o rechazar? ¿Cómo actuar con lucidez en medio de la información deformada, parcial e interesada que diariamente nos vemos obligados a consumir? Se diría que la mentira es necesaria para actuar con eficacia en la construcción de una sociedad más libre y más justa. Pero, realmente, ¿hay alguien que pueda garantizar que estamos haciendo un mundo más humano cuando desde los centros de poder se oculta la verdad, cuando entre nosotros se utiliza la calumnia para destruir al adversario, cuando se obliga al pueblo a que sea protagonista de su historia desde una situación de engaño y de ignorancia? En el fondo de todo ser humano hay una búsqueda de verdad, y difícilmente se construirá nada verdaderamente humano sobre la mentira o la falsedad. En el mensaje de Jesús hay una invitación a vivir en la verdad ante Dios, ante uno mismo y ante los demás. «Yo he venido para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz». No es absurdo que se vuelvan a escuchar en nuestra sociedad aquellas palabras inolvidables de Jesús, que son un reto y una promesa para toda persona que busca sinceramente una sociedad más humana: «La verdad os hará libres» (Juan 8,32).


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MISTERIO DE ESPERANZA El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo a quien quería Jesús, y les dijo: –Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro. Vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entro también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos (Juan 20,1-9). ¿DÓNDE BUSCAR AL QUE VIVE? La fe en Jesús, resucitado por el Padre, no brotó de manera natural y espontánea en el corazón de los discípulos. Antes de encontrarse con él, lleno de vida, los evangelistas hablan de su desconcierto, su búsqueda en torno al sepulcro, sus interrogantes e incertidumbres. María de Magdala es el mejor ejemplo de lo que acontece probablemente en todos. Según el relato de Juan, busca al Crucificado en medio de tinieblas, «cuando aún estaba oscuro». Como es natural, lo busca «en el sepulcro». Todavía no sabe que la muerte ha sido vencida. Por eso el vacío del sepulcro la deja desconcertada. Sin Jesús se siente perdida. Los otros evangelistas recogen otra tradición que describe la búsqueda de todo el grupo de mujeres. No pueden olvidar al Maestro que las ha acogido como discípulas: su amor las lleva hasta el sepulcro. No encuentran allí a Jesús, pero escuchan el mensaje que les indica hacia dónde han de orientar su búsqueda: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado». La fe en Cristo resucitado no nace tampoco hoy en nosotros de forma espontánea, solo porque lo hemos escuchado desde niños a catequistas y predicadores. Para abrirnos a la fe en la resurrección de Jesús hemos de hacer nuestro propio recorrido. Es decisivo no olvidar a Jesús, amarlo con pasión y buscarlo con todas nuestras fuerzas, pero no en el mundo de los muertos. Al que vive hay que buscarlo donde hay vida. Si queremos encontrarnos con Cristo resucitado, lleno de vida y de fuerza creadora, lo hemos de buscar no en una religión muerta, reducida al cumplimiento y la observancia externa de leyes y normas, sino allí donde se vive según el Espíritu de Jesús, acogido con fe, con amor y con responsabilidad por sus seguidores. Lo hemos de buscar no entre cristianos divididos y enfrentados en luchas estériles, vacías de amor a Jesús y de pasión por el evangelio, sino allí donde vamos construyendo comunidades que ponen a Cristo en su centro, porque saben que «donde están reunidos dos o tres en su nombre, allí está él». Al que vive no lo encontraremos en una fe estancada y rutinaria, gastada por toda


clase de tópicos y fórmulas vacías de experiencia, sino buscando una calidad nueva en nuestra relación con él y en nuestra identificación con su proyecto. Un Jesús apagado e inerte, que no enamora ni seduce, que no toca los corazones ni contagia su libertad, es un «Jesús muerto». No es el Cristo vivo, resucitado por el Padre. No es el que vive y hace vivir. JESÚS TENÍA RAZÓN ¿Qué sentimos los seguidores de Jesús cuando nos atrevemos a creer de verdad que Dios ha resucitado a Jesús? ¿Qué vivimos mientras seguimos caminando tras sus pasos? ¿Cómo nos comunicamos con él cuando lo experimentamos lleno de vida? Jesús resucitado, tenías razón. Es verdad cuanto nos has dicho de Dios. Ahora sabemos que es un Padre fiel, digno de toda confianza. Un Dios que nos ama más allá de la muerte. Le seguiremos llamando «Padre» con más fe que nunca, como tú nos enseñaste. Sabemos que no nos defraudará. Jesús resucitado, tenías razón. Ahora sabemos que Dios es amigo de la vida. Ahora empezamos a entender mejor tu pasión por una vida más sana, justa y dichosa para todos. Ahora comprendemos por qué anteponías la salud de los enfermos a cualquier ley o tradición religiosa. Siguiendo tus pasos, viviremos curando la vida y aliviando el sufrimiento. Pondremos siempre la religión al servicio de las personas. Jesús resucitado, tenías razón. Ahora sabemos que Dios hace justicia a las víctimas inocentes: hace triunfar la vida sobre la muerte, el bien sobre el mal, la verdad sobre la mentira, el amor sobre el odio. Seguiremos luchando contra el mal, la mentira y los abusos. Buscaremos siempre el reino de ese Dios y su justicia. Sabemos que es lo primero que el Padre quiere de nosotros. Jesús resucitado, tenías razón. Ahora sabemos que Dios se identifica con los crucificados, nunca con los verdugos. Empezamos a entender por qué estabas siempre con los dolientes y por qué defendías tanto a los pobres, los hambrientos y despreciados. Defenderemos a los más débiles y vulnerables, a los maltratados por la sociedad y olvidados por la religión. En adelante escucharemos mejor tu llamada a ser compasivos como el Padre del cielo. Jesús resucitado, tenías razón. Ahora empezamos a entender un poco tus palabras más duras y extrañas. Comenzamos a intuir que el que pierda su vida por ti y por tu evangelio la va a salvar. Ahora comprendemos por qué nos invitas a seguirte hasta el final cargando cada día con la cruz. Seguiremos sufriendo un poco por ti y por tu evangelio, pero muy pronto compartiremos contigo el abrazo del Padre. Jesús resucitado, tenías razón. Ahora estás vivo para siempre y te haces presente en medio de nosotros cuando nos reunimos dos o tres en tu nombre. Ahora sabemos que no estamos solos, que tú nos acompañas mientras caminamos hacia el Padre. Escucharemos tu voz cuando leamos tu evangelio. Nos alimentaremos de ti cuando celebremos tu cena. Estarás con nosotros hasta el final de los tiempos. EL NUEVO ROSTRO DE DIOS Ya no volvieron a ser los mismos. El encuentro con Jesús, lleno de vida después de su ejecución, transformó totalmente a sus discípulos. Lo empezaron a ver todo de manera nueva. Dios era el resucitador de Jesús. Pronto sacaron las consecuencias. Dios es amigo de la vida. No había ahora ninguna duda. Lo que había dicho Jesús era verdad: «Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos». Los hombres podrán destruir la


vida de mil maneras, pero, si Dios ha resucitado a Jesús, esto significa que solo quiere la vida para sus hijos. No estamos solos ni perdidos ante la muerte. Podemos contar con un Padre que, por encima de todo, incluso por encima de la muerte, nos quiere ver llenos de vida. En adelante solo hay una manera cristiana de vivir. Se resume así: poner vida donde otros ponen muerte. Dios es de los pobres. Lo había dicho Jesús de muchas maneras, pero no era fácil creerle. Ahora es distinto. Si Dios ha resucitado a Jesús, quiere decir que es verdad: «Felices los pobres, porque tienen a Dios». La última palabra no la tiene Tiberio ni Pilato, la última decisión no es de Caifás ni de Anás. Dios es el último defensor de los que no interesan a nadie. Solo hay una manera de parecerse a él: defender a los pequeños e indefensos. Dios resucita a los crucificados. Dios ha reaccionado frente a la injusticia criminal de quienes han crucificado a Jesús. Si lo ha resucitado es porque quiere introducir justicia por encima de tanto abuso y crueldad que se comete en el mundo. Dios no está del lado de los que crucifican, está con los crucificados. Solo hay una manera de imitarlo: estar siempre junto a los que sufren, luchar siempre contra los que hacen sufrir. Dios secará nuestras lágrimas. Dios ha resucitado a Jesús. El rechazado por todos ha sido acogido por Dios. El despreciado ha sido glorificado. El muerto está más vivo que nunca. Ahora sabemos cómo es Dios. Un día él «enjugará todas nuestras lágrimas, y no habrá ya muerte, no habrá gritos ni fatigas. Todo eso habrá pasado». LAS CICATRICES DEL RESUCITADO «Vosotros lo matasteis, pero Dios lo resucitó». Esto es lo que predican con fe los discípulos de Jesús por las calles de Jerusalén a los pocos días de su ejecución. Para ellos, la resurrección es la respuesta de Dios a la acción injusta y criminal de quienes han querido callar para siempre su voz y anular de raíz su proyecto de un mundo más justo. No lo hemos de olvidar. En el corazón de nuestra fe hay un Crucificado al que Dios le ha dado la razón. En el centro mismo de la Iglesia hay una víctima a la que Dios ha hecho justicia. Una vida «crucificada», pero vivida con el espíritu de Jesús, no terminará en fracaso, sino en resurrección. Esto cambia totalmente el sentido de nuestros esfuerzos, penas, trabajos y sufrimientos por un mundo más humano y una vida más dichosa para todos. Vivir pensando en los que sufren, estar cerca de los más desvalidos, echar una mano a los indefensos… seguir los pasos de Jesús, no es algo absurdo. Es caminar hacia el Misterio de un Dios, que resucitará para siempre nuestras vidas. Los pequeños abusos que podamos padecer, las injusticias, rechazos o incomprensiones que podamos sufrir, son heridas que un día cicatrizarán para siempre. Hemos de aprender a mirar con más fe las cicatrices del Resucitado. Así serán un día nuestras heridas de hoy. Cicatrices curadas por Dios para siempre. Esta fe nos sostiene por dentro y nos hace más fuertes para seguir corriendo riesgos. Poco a poco hemos de ir aprendiendo a no quejarnos tanto, a no vivir siempre lamentándonos del mal que hay en el mundo y en la Iglesia, a no sentirnos siempre víctimas de los demás. ¿Por qué no podemos vivir como Jesús, diciendo: «Nadie me quita la vida, sino que soy yo quien la doy»? Seguir al Crucificado hasta compartir con él la resurrección es, en definitiva, aprender a «dar la vida», el tiempo, nuestras fuerzas y, tal vez, nuestra salud por amor. No nos faltarán heridas, cansancio y fatigas. Una esperanza nos sostiene: un día, «Dios


enjugará las lágrimas de nuestros ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque todo este mundo viejo habrá pasado». MISTERIO DE ESPERANZA Creer en el Resucitado es resistirnos a aceptar que nuestra vida es solo un pequeño paréntesis entre dos inmensos vacíos. Apoyándonos en Jesús, resucitado por Dios, intuimos, deseamos y creemos que Dios está conduciendo hacia su verdadera plenitud el anhelo de vida, de justicia y de paz que se encierra en el corazón de la humanidad y en la creación entera. Creer en el Resucitado es rebelarnos con todas nuestras fuerzas contra el hecho de que esa inmensa mayoría de hombres, mujeres y niños, que solo ha conocido en esta vida miseria, humillación y sufrimientos, quede olvidada para siempre. Creer en el Resucitado es confiar en una vida en la que ya no habrá pobreza ni dolor, nadie estará triste, nadie tendrá que llorar. Por fin podremos ver a los que vienen en pateras llegar a su verdadera patria. Creer en el Resucitado es acercarnos con esperanza a tantas personas sin salud, enfermos crónicos, discapacitados físicos y psíquicos, personas hundidas en la depresión, cansadas de vivir y de luchar. Un día conocerán lo que es vivir con paz y salud total. Escucharán las palabras del Padre: «Entra para siempre en el gozo de tu Señor». Creer en el Resucitado es no resignarnos a que Dios sea para siempre un «Dios oculto» del que no podamos conocer su mirada, su ternura y sus abrazos. Lo encontraremos encarnado para siempre gloriosamente en Jesús. Creer en el Resucitado es confiar en que nuestros esfuerzos por un mundo más humano y dichoso no se perderán en el vacío. Un día feliz, los últimos serán los primeros y las prostitutas nos precederán en el reino. Creer en el Resucitado es saber que todo lo que aquí ha quedado a medias, lo que no ha podido ser, lo que hemos estropeado con nuestra torpeza o nuestro pecado, todo alcanzará en Dios su plenitud. Nada se perderá de lo que hemos vivido con amor o a lo que hemos renunciado por amor. Creer en el Resucitado es esperar que las horas alegres y las experiencias amargas, las «huellas» que hemos dejado en las personas y en las cosas, lo que hemos construido con amor, quedará transfigurado. Ya no conoceremos la amistad que termina, la fiesta que se acaba ni la despedida que entristece. Dios será todo en todos. Creer en el Resucitado es creer que un día escucharemos estas increíbles palabras que el libro del Apocalipsis pone en labios de Dios: «Yo soy el origen y el final de todo. Al que tenga sed, yo le daré gratis del manantial del agua de la vida». Ya no habrá muerte ni habrá llanto, no habrá gritos ni fatigas, porque todo eso habrá pasado.


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ENCUENTRO CON EL RESUCITADO Los discípulos, entonces, volvieron a casa. María se quedó junto al sepulcro, fuera, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro, y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y el otro a los pies, en el lugar donde había estado el cuerpo de Jesús. Le preguntaron ellos: –Mujer, ¿por qué lloras? Ella les respondió: –Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto. Dicho esto, se volvió hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le preguntó: –Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas? Ella, pensando que era el encargado del huerto, le dice: –Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo me lo llevaré. Jesús le dice: –¡María! Ella, volviéndose, le dice en hebreo: –¡Rabbuní! (que quiere decir «Maestro»). Le dice Jesús: –Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Pero vete a mis hermanos y diles: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios». Fue María Magdalena y dijo a los discípulos: –He visto al Señor y me ha dicho esto y esto (Juan 20,10-18). BUSCAR AL RESUCITADO Según el relato evangélico, después de ver el sepulcro de Jesús vacío, Pedro y el discípulo que Jesús quería tanto se vuelven a casa. Junto al sepulcro se queda una mujer llorando. Es María de Magdala. Está sola, triste y desconsolada. Le falta Jesús. Han matado a quien era todo para ella. El Maestro que la había comprendido y curado. El Profeta al que ella había seguido fielmente hasta el final. Su vida ya no tiene un centro. No sabe para quién vivir. A todos descubre su tristeza: «Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto». María no puede dejar de amar a Jesús. Necesita agarrarse, al menos, a su cuerpo muerto. Busca a Jesús entre los muertos. Es su grave error. Pero lo importante y decisivo es que sigue buscando a Jesús más allá de la muerte. No se queda pasiva. No descansa. No se hunde en el desconsuelo. Su corazón busca a Jesús. El narrador nos describe con detalle este proceso de búsqueda. María acude en primer lugar a Pedro y al discípulo amado, los dos discípulos más cercanos a Jesús. Los dos responden con su silencio. No saben nada. No le pueden comunicar ninguna esperanza. María se dirige después a dos ángeles vestidos de blanco que están en el sepulcro. Son dos enviados de Dios que le hacen una pregunta decisiva: «Mujer, ¿por qué lloras?».


No basta que indague por fuera pidiendo a otros información. Le invitan a que busque en su interior: ¿por qué está triste su corazón? ¿Qué le falta para recuperar la paz? La mujer no les atiende. Se vuelve y «ve a Jesús», pero, cegada por el dolor y las lágrimas, no logra reconocerlo. Piensa que es el encargado de aquel huerto. Jesús le hace la pregunta completa: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?». Este relato conmovedor nos invita a buscar al Resucitado haciendo un recorrido interior. Es un error que busquemos «pruebas» para creer en su resurrección. No basta tampoco con acudir al Magisterio de la Iglesia. Es inútil que acudamos a los teólogos en busca de información. Es el amor a Jesús, conocido por los evangelios y buscado en el fondo de nuestro corazón, el que puede conducirnos al encuentro con el Resucitado. Hemos de buscar con honestidad. El Señor en quien creemos, ¿es un Cristo lleno de vida o un Cristo muerto cuyo recuerdo se va apagando poco a poco en nuestro corazón? ¿Qué hemos hecho de Jesús? ¿Dónde lo hemos puesto? ¿Por qué va perdiendo atractivo y fuerza de seducción en nuestras comunidades cristianas? También nosotros hemos de preguntarnos: ¿por qué nuestra fe es a veces tan triste? ¿Cuál es la causa última de nuestro desaliento y pesimismo? ¿Por qué esa falta de alegría y esperanza que se puede observar entre nosotros? ¿No nos falta precisamente el Señor en quien decimos creer? ¿Qué buscamos los cristianos de hoy? ¿Qué añoramos? ¿Buscamos seguridad, tranquilidad, reconocimiento social? ¿Buscamos seguir a Jesús? ¿Colaborar con él en la búsqueda del reino de Dios y su justicia? ENCONTRAR AL RESUCITADO No basta buscar a Jesús para encontrarnos con el Resucitado. Según el relato de Juan, María de Magdala llega a verlo, pero «todavía no sabe que es Jesús». Está ante ella, habla con él, pero no lo reconoce. Es entonces cuando Jesús la llama por su nombre, con la misma ternura que ponía en su voz cuando caminaban por Galilea: «¡María!». Ella se vuelve rápida: «¡Rabbuní!», ¡Maestro! María se encuentra realmente con el Resucitado cuando se siente llamada personalmente por él. Siempre es así. Jesús se nos muestra lleno de vida cuando nos sentimos llamados por nuestro propio nombre y escuchamos la invitación que nos hace a cada uno. Comienza para María una vida nueva. Podrá estar de nuevo con su querido Maestro, pero ya no será como en Galilea. María lo llama «¡Rabbuní!», como lo ha llamado siempre. Todavía no llega a la fe de Tomás, que, después de un camino de dudas y recelos, cae rendido a sus pies: «Señor mío y Dios mío». María solo piensa en disfrutar de su encuentro con Jesús. Se agarra a sus pies. Se olvida de los discípulos que todavía no conocen la Buena Noticia de que está vivo. María desearía vivir para siempre abrazada a Jesús. Se equivoca: el Resucitado nunca es solo para nuestro disfrute personal. El Resucitado le va a cambiar su proyecto. María tendrá que aprender a abrazarlo en sus hermanos y hermanas: «Suéltame». No es el momento de disfrutar del Resucitado, sino de anunciarlo: «Vete a mis hermanos». María será su testigo. Comunicará a todos su experiencia. Les comunicará la Buena Noticia de Jesús resucitado. La respuesta de María es admirable. Ella, que no se había detenido ante nada hasta encontrarse con Jesús, tiene ahora fuerzas para soltarlo y llevar su Buena Noticia a los demás hermanos. No les transmite ninguna doctrina sobre la resurrección. Les contagia lo


que ella misma ha vivido, lo que ha experimentado: Jesús está ya con el Padre; todos somos hermanos y hermanas; siguiendo a Jesús, estamos caminando hacia el Padre. Los seguidores de Jesús hemos de preguntarnos qué estamos viviendo en nuestras comunidades y qué estamos comunicando. ¿Transmitimos doctrinas, creencias, palabras... en las que, tal vez, creemos menos de lo que parece, o contagiamos la experiencia de nuestra adhesión vital a Jesús resucitado? ¿Qué irradian hoy nuestras comunidades cristianas? ¿Esperanza, confianza en Dios y fuerza para vivir... o pesimismo, desaliento y mediocridad? ¿Qué aportamos a la sociedad? ¿Solidaridad fraterna, generosidad, lucha contra la marginación... o egoísmo religioso y búsqueda del propio bienestar? NO ESTÁ ENTRE LOS MUERTOS «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado». Según Lucas, este es el mensaje que escuchan las mujeres en el sepulcro de Jesús. Sin duda, el mensaje que hemos de escuchar también hoy sus seguidores. ¿Por qué buscamos a Jesús en el mundo de la muerte? ¿Por qué cometemos siempre el mismo error? ¿Por qué buscamos a Jesús en tradiciones muertas, en fórmulas anacrónicas o en citas gastadas? ¿Cómo nos encontraremos con él si no alimentamos el contacto vivo con su persona, si no captamos bien su intención de fondo y nos identificamos con su proyecto de una vida más digna y justa para todos? ¿Cómo nos encontraremos con «el que vive», ahogando entre nosotros la vida, apagando la creatividad, alimentando el pasado, autocensurando nuestra fuerza evangelizadora, suprimiendo la alegría entre los seguidores de Jesús? ¿Cómo vamos a acoger su saludo de «Paz a vosotros» si vivimos descalificándonos unos a otros? ¿Cómo vamos a sentir la alegría del Resucitado si estamos introduciendo miedo en la Iglesia? ¿Y cómo nos vamos a liberar de tantos miedos si nuestro miedo principal es encontrarnos con el Jesús vivo y concreto que nos transmiten los evangelios? ¿Cómo contagiaremos fe en Jesús vivo si no sentimos nunca «arder nuestro corazón», como los discípulos de Emaús? ¿Cómo le seguiremos de cerca si hemos olvidado la experiencia de reconocerlo vivo en medio de nosotros, cuando nos reunimos en su nombre? ¿Dónde lo vamos a encontrar hoy, en este mundo injusto e insensible al sufrimiento ajeno, si no lo queremos ver en los pequeños, los humillados y crucificados? ¿Dónde vamos a escuchar su llamada si nos tapamos los oídos para no oír los gritos de los que sufren cerca o lejos de nosotros? Cuando María Magdalena y sus compañeras contaron a los apóstoles el mensaje que habían escuchado en el sepulcro, ellos «no las creyeron». Este es también hoy nuestro riesgo: no escuchar a quienes nos anuncian a un Jesús vivo. EL NUEVO ROSTRO DE DIOS Ya no volvieron a ser los mismos. El encuentro con Jesús, lleno de vida después de su ejecución, transformó totalmente a sus discípulos. Lo empezaron a ver todo de manera nueva. Dios era el resucitador de Jesús. Pronto sacaron las consecuencias. Dios es amigo de la vida. No había ahora ninguna duda. Lo que había dicho Jesús era verdad: «Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos». Los hombres podrán destruir la vida de mil maneras, pero, si Dios ha resucitado a Jesús, esto significa que solo quiere la vida para sus hijos. No estamos solos ni perdidos ante la muerte. Podemos contar con un


Padre que, por encima de todo, incluso por encima de la muerte, nos quiere ver llenos de vida. En adelante solo hay una manera cristiana de vivir. Se resume así: poner vida donde otros ponen muerte. Dios es de los pobres. Lo había dicho Jesús de muchas maneras, pero no era fácil creerle. Ahora es distinto. Si Dios ha resucitado a Jesús, quiere decir que es verdad: «Felices los pobres, porque ellos tienen a Dios». La última palabra no la tiene Tiberio ni Pilato, la última decisión no es de Caifás ni de Anás. Dios es el último defensor de los que no interesan a nadie. Solo hay una manera de parecerse a él: defender a los pequeños e indefensos. Dios resucita a los crucificados. Dios ha reaccionado frente a la injusticia criminal de quienes han crucificado a Jesús. Si lo ha resucitado es porque quiere introducir justicia por encima de tanto abuso y crueldad como se comete en el mundo. Dios no está del lado de los que crucifican, está con los crucificados. Solo hay una manera de imitarlo: estar siempre junto a los que sufren, luchar siempre contra los que hacen sufrir. Dios secará nuestras lágrimas. Dios ha resucitado a Jesús. El rechazado por todos ha sido acogido por Dios. El despreciado ha sido glorificado. El muerto está más vivo que nunca. Ahora sabemos cómo es Dios. Un día él «enjugará todas nuestras lágrimas, y no habrá ya muerte, no habrá gritos ni fatigas. Todo eso habrá pasado». EL CORAZÓN DEL MUNDO La Pascua no es la celebración de un acontecimiento aislado que sucedió hace muchos años. No se canta el aleluya solo porque «algo debió de ocurrir» después de la crucifixión de Jesús. Es mucho más. La resurrección de Cristo ha decidido el final glorioso de todo. Resucitando a Jesús, Dios ha iniciado algo que ahora mismo está sucediendo: el movimiento del mundo entero hacia la vida eterna. Por eso, la Pascua no es propiamente una «fiesta exclusiva» para cristianos. Algo que afecta solo a la Iglesia. Es el hecho más decisivo para la humanidad. Un acontecimiento universal que lo orienta y arrastra todo hacia la salvación. A Karl Rahner le gustaba decir que el Resucitado es «el corazón del mundo», la energía secreta que sostiene el cosmos y lo impulsa hacia su verdadero destino, la ley secreta que lo mueve todo, la fuerza creadora de Dios que atrae la historia del ser humano y del mundo hacia su vida misteriosa e insondable. Todo esto se nos escapa porque aún estamos en camino. Hoy todo está todavía entremezclado. Conocemos la vida y la muerte, el sentido y el sinsentido, el disfrute y el dolor, los éxitos y el fracaso. En el fondo, parece que nos habita una esperanza secreta: vivimos buscando una vida feliz y eterna. Pero todo queda luego a medias. ¿Por qué vamos a pretender la inmortalidad? Estas son las grandes preguntas que lleva dentro de sí el ser humano, por mucho que la trivialidad o el escepticismo de estos tiempos quieran borrarlas de su corazón. ¿Tenemos motivos verdaderos y fundados para vivir y morir con esperanza? Todo lo demás, como decía Miguel de Unamuno, es retórica. Si no hay vida eterna, nada ni nadie nos puede consolar de la muerte. Por eso, lo más grande y también lo más atrevido del cristianismo es la fe en la resurrección. Cristo resucitado está vivo en su palabra evangélica, aunque a no pocos les parezca hoy utópica o vacía. Está vivo en la Iglesia, aunque su ser más hondo no sea a veces captado ni siquiera por los que viven dentro de ella. Está vivo en el corazón de todos los hombres y mujeres, despertando en ellos un hambre de amor, de justicia y de vida que


no puede ser saciado en esta tierra que ahora conocemos. Dios se ha convertido en «la inquietud eterna de este mundo» (Karl Rahner). Sería una falsificación mezquina de la fe pascual reducirla a esperar la vida eterna solo para uno mismo. «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen a conocer la verdad» (1 Timoteo 2,4). Si al celebrar la resurrección de Jesús se despierta dentro de mí un gozo único es porque espero la vida eterna de Dios, sobre todo para tanta gente a la que veo sufrir en este mundo, sin conocer la dicha y la paz.


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ALIENTO DE VIDA Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: –Paz a vosotros. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: –Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: –Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos (Juan 20,19-23). ALIENTO DE VIDA Los hebreos se hacían una idea muy bella y real del misterio de la vida. Así describe la creación del hombre un viejo relato, muchos siglos anterior a Cristo: «El Señor Dios modeló al hombre del barro de la tierra. Luego sopló en su nariz aliento de vida. Y así el hombre se convirtió en un [ser] viviente». Es lo que dice la experiencia. El ser humano es barro. En cualquier momento se puede desmoronar. ¿Cómo caminar con pies de barro? ¿Cómo mirar la vida con ojos de barro? ¿Cómo amar con corazón de barro? Sin embargo, este barro ¡vive! En su interior hay un aliento que le hace vivir. Es el Aliento de Dios. Su Espíritu vivificador. Al final de su evangelio, Juan ha descrito una escena grandiosa. Es el momento culminante de Jesús resucitado. Según su relato, el nacimiento de la Iglesia es una «nueva creación». Al enviar a sus discípulos, Jesús «sopla su aliento sobre ellos y les dice: “Recibid el Espíritu Santo”». Sin el Espíritu de Jesús, la Iglesia es barro sin vida: una comunidad incapaz de introducir esperanza, consuelo y vida en el mundo. Puede pronunciar palabras sublimes sin comunicar el aliento de Dios a los corazones. Puede hablar con seguridad y firmeza sin afianzar la fe de las personas. ¿De dónde va a sacar esperanza si no es del aliento de Jesús? ¿Cómo va a defenderse de la muerte sin el Espíritu del Resucitado? Sin el Espíritu creador de Jesús podemos terminar viviendo en una Iglesia que se cierra a toda renovación: no está permitido soñar en grandes novedades; lo más seguro es una religión estática y controlada, que cambie lo menos posible; lo que hemos recibido de otros tiempos es también lo mejor para los nuestros; nuestras generaciones han de celebrar su fe vacilante con el lenguaje y los ritos de hace muchos siglos. Los caminos están marcados. No hay que preguntarse por qué. ¿Cómo no gritar con fuerza: «¡Ven, Espíritu Santo! Ven a tu Iglesia. Ven a liberarnos del miedo, la mediocridad y la falta de fe en tu fuerza creadora»? No hemos de mirar a otros. Hemos de abrir cada uno nuestro propio corazón. NUEVO INICIO Aterrados por la ejecución de Jesús, los discípulos se refugian en una casa conocida.


De nuevo están reunidos, pero ya no está Jesús con ellos. En la comunidad hay un vacío que nadie puede llenar. Les falta Jesús. No pueden escuchar sus palabras llenas de fuego. No pueden verlo bendiciendo con ternura a los desgraciados. ¿A quién seguirán ahora? Está anocheciendo en Jerusalén y también en su corazón. Nadie los puede consolar de su tristeza. Poco a poco, el miedo se va apoderando de todos, pero no tienen a Jesús para que fortalezca su ánimo. Lo único que les da cierta seguridad es «cerrar las puertas». Ya nadie piensa en salir por los caminos a anunciar el reino de Dios y curar la vida. Sin Jesús, ¿cómo van a contagiar su Buena Noticia? El evangelista Juan describe de manera insuperable la transformación que se produce en los discípulos cuando Jesús, lleno de vida, se hace presente en medio de ellos. El Resucitado está de nuevo en el centro de su comunidad. Así ha de ser para siempre. Con él todo es posible: liberarnos del miedo, abrir las puertas y poner en marcha la evangelización. Según el relato, lo primero que infunde Jesús a su comunidad es su paz. Ningún reproche por haberlo abandonado, ninguna queja ni reprobación. Solo paz y alegría. Los discípulos sienten su aliento creador. Todo comienza de nuevo. Impulsados por su Espíritu, seguirán colaborando a lo largo de los siglos en el mismo proyecto salvador que el Padre ha encomendado a Jesús. Lo que necesita hoy la Iglesia no es solo reformas religiosas y llamadas a la comunión. Necesitamos experimentar en nuestras comunidades un «nuevo inicio» a partir de la presencia viva de Jesús en medio de nosotros. Solo él ha de ocupar el centro de la Iglesia. Solo él puede impulsar la comunión. Solo él puede renovar nuestros corazones. No bastan nuestros esfuerzos y trabajos. Es Jesús quien puede desencadenar el cambio de horizonte, la liberación del miedo y los recelos, el clima nuevo de paz y serenidad que tanto necesitamos para abrir las puertas y ser capaces de compartir el evangelio con los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Pero hemos de aprender a acoger con fe su presencia en medio de nosotros. Cuando Jesús vuelve a presentarse a los ocho días, el narrador nos dice que todavía las puertas siguen cerradas. No es solo Tomás quien ha de aprender a creer con confianza en el Resucitado. También los demás discípulos han de ir superando poco a poco las dudas y miedos que todavía les hacen vivir con las puertas cerradas a la evangelización. BARRO ANIMADO POR EL ESPÍRITU Juan ha cuidado mucho la escena en que Jesús va a confiar a sus discípulos su misión. Quiere dejar bien claro qué es lo esencial. Jesús está en el centro de la comunidad, llenando a todos de su paz y alegría. Pero a los discípulos les espera una misión. Jesús no los ha convocado solo para disfrutar de él, sino para hacerlo presente en el mundo. Jesús los «envía». No les dice en concreto a quiénes han de ir, qué han de hacer o cómo han de actuar: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Su tarea es la misma de Jesús. No tienen otra: la que Jesús ha recibido del Padre. Tienen que ser en el mundo lo que ha sido él. Ya han visto a quiénes se ha acercado, cómo ha tratado a los más desvalidos, cómo ha llevado adelante su proyecto de humanizar la vida, cómo ha sembrado gestos de liberación y de perdón. Las heridas de sus manos y su costado les recuerdan su entrega total. Jesús los envía ahora para que «reproduzcan» su presencia entre las gentes. Pero sabe que sus discípulos son frágiles. Más de una vez ha quedado sorprendido de su «fe pequeña». Necesitan su propio Espíritu para cumplir su misión. Por eso se


dispone a hacer con ellos un gesto muy especial. No les impone sus manos ni los bendice, como hacía con los enfermos y los pequeños: «Exhala su aliento sobre ellos y les dice: “Recibid el Espíritu Santo”». El gesto de Jesús tiene una fuerza que no siempre sabemos captar. Según la tradición bíblica, Dios modeló a Adán con «barro»; luego sopló sobre él su «aliento de vida»; y aquel barro se convirtió en un «viviente». Eso es el ser humano: un poco de barro alentado por el Espíritu de Dios. Y eso será siempre la Iglesia: barro alentado por el Espíritu de Jesús. Creyentes frágiles y de fe pequeña: cristianos de barro, teólogos de barro, sacerdotes y obispos de barro, comunidades de barro… Solo el Espíritu de Jesús nos convierte en Iglesia viva. Las zonas donde su Espíritu no es acogido quedan «muertas». Nos hacen daño a todos, pues nos impiden actualizar su presencia viva entre nosotros. Muchos no pueden captar en nosotros la paz, la alegría y la vida renovada por Cristo. No hemos de bautizar solo con agua, sino infundir el Espíritu de Jesús. No solo hemos de hablar de amor, sino amar a las personas como él. ACOGER LA VIDA Hablar del «Espíritu Santo» es hablar de lo que podemos experimentar de Dios en nosotros. El «Espíritu» es Dios actuando en nuestra vida: la fuerza, la luz, el aliento, la paz, el consuelo, el fuego que podemos experimentar en nosotros y cuyo origen último está en Dios, fuente de toda vida. Esta acción de Dios en nosotros se produce casi siempre de forma discreta, silenciosa y callada; el mismo creyente solo intuye una presencia casi imperceptible. A veces, sin embargo, nos invade la certeza, la alegría desbordante y la confianza total: Dios existe, nos ama, todo es posible, incluso la vida eterna. El signo más claro de la acción del Espíritu es la vida. Dios está allí donde la vida se despierta y crece, donde se comunica y expande. El Espíritu Santo siempre es «dador de vida»: dilata el corazón, resucita lo que está muerto en nosotros, despierta lo dormido, pone en movimiento lo que había quedado bloqueado. De Dios siempre estamos recibiendo «nueva energía para la vida» (Jürgen Moltmann). Esta acción recreadora de Dios no se reduce solo a «experiencias íntimas del alma». Penetra en todos los estratos de la persona. Despierta nuestros sentidos, vivifica el cuerpo y reaviva nuestra capacidad de amar. Por decirlo brevemente, el Espíritu conduce a la persona a vivirlo todo de forma diferente: desde una verdad más honda, desde una confianza más grande, desde un amor más desinteresado. Para bastantes, la experiencia fundamental es el amor de Dios, y lo dicen con una frase sencilla: «Dios me ama». Esa experiencia les devuelve su dignidad indestructible, les da fuerza para levantarse de la humillación o el desaliento, les ayuda a encontrarse con lo mejor de sí mismos. Otros no pronuncian la palabra «Dios», pero experimentan una «confianza fundamental» que les hace amar la vida a pesar de todo, enfrentarse a los problemas con ánimo, buscar siempre lo bueno para todos. Nadie vive privado del Espíritu de Dios. En todos está él atrayendo nuestro ser hacia la vida. Acogemos al «Espíritu Santo» cuando acogemos la vida. Este es uno de los mensajes más básicos de la fiesta cristiana de Pentecostés. ABIERTOS AL ESPÍRITU


No hablan mucho. No se hacen notar. Su presencia es modesta y callada, pero son «sal de la tierra». Mientras haya en el mundo mujeres y hombres atentos al Espíritu de Dios será posible seguir esperando. Ellos son el mejor regalo para una Iglesia amenazada por la mediocridad espiritual. Su influencia no proviene de lo que hacen ni de lo que hablan o escriben, sino de una realidad más honda. Se encuentran retirados en los monasterios o escondidos en medio de la gente. No destacan por su actividad y, sin embargo, irradian energía interior allí donde están. No viven de apariencias. Su vida nace de lo más hondo de su ser. Viven en armonía consigo mismos, atentos a hacer coincidir su existencia con la llamada del Espíritu que los habita. Sin que ellos mismos se den cuenta son sobre la tierra reflejo del Misterio de Dios. Tienen defectos y limitaciones. No están inmunizados contra el pecado. Pero no se dejan absorber por los problemas y conflictos de la vida. Vuelven una y otra vez al fondo de su ser. Se esfuerzan por vivir en presencia de Dios. Él es el centro y la fuente que unifica sus deseos, palabras y decisiones. Basta ponerse en contacto con ellos para tomar conciencia de la dispersión y agitación que hay dentro de nosotros. Junto a ellos es fácil percibir la falta de unidad interior, el vacío y la superficialidad de nuestras vidas. Ellos nos hacen intuir dimensiones que desconocemos. Estos hombres y mujeres abiertos al Espíritu son fuente de luz y de vida. Su influencia es oculta y misteriosa. Establecen con los demás una relación que nace de Dios. Viven en comunión con personas a las que jamás han visto. Aman con ternura y compasión a gentes que no conocen. Dios les hace vivir en unión profunda con la creación entera. En medio de una sociedad materialista y superficial, que tanto descalifica y maltrata los valores del espíritu, quiero hacer memoria de estos hombres y mujeres «espirituales». Ellos nos recuerdan el anhelo más grande del corazón humano y la Fuente última donde se apaga toda sed.


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NO SEAS INCRÉDULO Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: –Paz a vosotros. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: –Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: –Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes los retengáis, les quedan retenidos. Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: –Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: –Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo. A los ocho días estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: –Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: –Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: –¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: –¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto. Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para qué, creyendo, tengáis vida en su Nombre (Juan 20,19-31). ALEGRÍA Y PAZ No les resultaba fácil a los discípulos expresar lo que estaban viviendo. Se les ve acudir a toda clase de recursos narrativos. El núcleo, sin embargo, siempre es el mismo: Jesús vive y está de nuevo con ellos. Esto es lo decisivo. Recuperan a Jesús lleno de vida. Los discípulos se encuentran con el que los ha llamado y al que han abandonado. Las mujeres abrazan al que ha defendido su dignidad y las ha acogido como amigas. Pedro llora al verlo: ya no sabe si lo quiere más que los demás, solo sabe que lo ama. María de Magdala abre su corazón a quien la ha seducido para siempre. Los pobres, las prostitutas y los indeseables lo sienten de nuevo cerca, como en aquellas inolvidables comidas junto a él. Ya no será como en Galilea. Tendrán que aprender a vivir de la fe. Deberán llenarse de su Espíritu. Tendrán que recordar sus palabras y actualizar sus gestos. Pero Jesús, el


Señor, está con ellos, lleno de vida para siempre. Todos experimentan lo mismo: una paz honda y una alegría incontenible. Las fuentes evangélicas, tan sobrias siempre para hablar de sentimientos, lo subrayan una y otra vez: el Resucitado despierta en ellos alegría y paz. Es tan central esta experiencia que se puede decir, sin exagerar, que de esta paz y esta alegría nació la fuerza evangelizadora de los seguidores de Jesús. ¿Dónde está hoy esa alegría en una Iglesia a veces tan cansada, tan seria, tan poco dada a la sonrisa, con tan poco humor y humildad para reconocer sin problemas sus errores y limitaciones? ¿Dónde está esa paz en una Iglesia tan llena de miedos, tan obsesionada por sus propios problemas, buscando tantas veces su propia defensa antes que la felicidad de la gente? ¿Hasta cuándo podremos seguir defendiendo nuestras doctrinas de manera tan monótona y aburrida, si, al mismo tiempo, no experimentamos la alegría de «vivir en Cristo»? ¿A quién atraerá nuestra fe si a veces no podemos ya ni aparentar que vivimos de ella? Y, si no vivimos del Resucitado, ¿quién va a llenar nuestro corazón, dónde se va a alimentar nuestra alegría? Y, si falta la alegría que brota de él, ¿quién va a comunicar algo «nuevo y bueno» a quienes dudan, quién va a enseñar a creer de manera más viva, quién va a contagiar esperanza a los que sufren? VIVIR DE SU PRESENCIA El relato de Juan no puede ser más sugerente e interpelador. Solo cuando ven a Jesús resucitado en medio de ellos, el grupo de discípulos se transforma. Recuperan la paz, desaparecen sus miedos, se llenan de una alegría desconocida, notan el aliento de Jesús sobre ellos y abren las puertas porque se sienten enviados a vivir la misma misión que él había recibido del Padre. La crisis actual de la Iglesia, sus miedos y su falta de vigor espiritual tienen su origen en un nivel profundo. Con frecuencia, la idea de la resurrección de Jesús y de su presencia en medio de nosotros es más una doctrina pensada y predicada que una experiencia vivida. Cristo resucitado está en el centro de la Iglesia, pero su presencia viva no está arraigada en nosotros, no está incorporada a la sustancia de nuestras comunidades, no nutre de ordinario nuestros proyectos. Tras veinte siglos de cristianismo, Jesús no es conocido ni comprendido en su originalidad. No es amado ni seguido como lo fue por sus primeros discípulos y discípulas. Se nota enseguida cuando un grupo o una comunidad cristiana se siente habitada por esa presencia invisible, pero real y operante, de Cristo resucitado. No se contentan con seguir rutinariamente las directrices que regulan la vida eclesial. Poseen una sensibilidad especial para escuchar, buscar, recordar y aplicar el evangelio de Jesús. Son los espacios más sanos y vivos de la Iglesia. Nada ni nadie nos puede aportar hoy la fuerza, la alegría y la creatividad que necesitamos para enfrentarnos a una crisis sin precedentes como puede hacerlo la presencia viva de Cristo resucitado. Privados de su vigor espiritual, no saldremos de nuestra pasividad casi innata, continuaremos con las puertas cerradas al mundo moderno, seguiremos haciendo «lo mandado», sin alegría ni convicción. ¿Dónde encontraremos la fuerza que necesitamos para recrear y reformar la Iglesia? Hemos de reaccionar. Necesitamos de Jesús más que nunca. Necesitamos vivir de


su presencia viva, recordar en toda ocasión sus criterios y su Espíritu, repensar constantemente su vida, dejarle ser el inspirador de nuestra acción. Él nos puede transmitir más luz y más fuerza que nadie. Él está en medio de nosotros comunicándonos su paz, su alegría y su Espíritu. ABRIR LAS PUERTAS El evangelio de Juan describe con trazos oscuros la situación de la comunidad cristiana cuando en su centro falta Cristo resucitado. Sin su presencia viva, la Iglesia se convierte en un grupo de hombres y mujeres que viven «en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos». Con las «puertas cerradas» no se puede escuchar lo que sucede fuera. No es posible captar la acción del Espíritu en el mundo. No se abren espacios de encuentro y diálogo con nadie. Se apaga la confianza en el ser humano y crecen los recelos y prejuicios. Pero una Iglesia sin capacidad de dialogar es una tragedia, pues los seguidores de Jesús estamos llamados a actualizar hoy el eterno diálogo de Dios con el ser humano. El «miedo» puede paralizar la evangelización y bloquear nuestras mejores energías. El miedo nos lleva a rechazar y condenar. Con miedo no es posible amar al mundo. Pero, si no lo amamos, no lo estamos mirando como lo mira Dios. Y, si no lo miramos con los ojos de Dios, ¿cómo comunicaremos su Buena Noticia? Si vivimos con las puertas cerradas, ¿quién dejará el redil para buscar las ovejas perdidas? ¿Quién se atreverá a tocar a algún leproso excluido? ¿Quién se sentará a la mesa con pecadores o prostitutas? ¿Quién se acercará a los olvidados por la religión? Los que quieran buscar al Dios de Jesús nos encontrarán con las puertas cerradas. Nuestra primera tarea es dejar entrar al Resucitado a través de tantas barreras que levantamos para defendernos del miedo. Que Jesús ocupe el centro de nuestras iglesias, grupos y comunidades. Que solo él sea fuente de vida, de alegría y de paz. Que nadie ocupe su lugar. Que nadie se apropie de su mensaje. Que nadie imponga un estilo diferente al suyo. Ya no tenemos el poder de otros tiempos. Sentimos la hostilidad y el rechazo en nuestro entorno. Somos frágiles. Necesitamos más que nunca abrirnos al aliento del Resucitado para acoger su Espíritu Santo. NO SEAS INCRÉDULO, SINO CREYENTE La figura de Tomás, como discípulo que se resiste a creer, ha sido muy popular entre los cristianos. Sin embargo, el relato evangélico dice mucho más de este discípulo escéptico. Jesús resucitado se dirige a él con unas palabras que tienen mucho de llamada apremiante, pero también de invitación amorosa: «No seas incrédulo, sino creyente». Tomás, que lleva una semana resistiéndose a creer, responde a Jesús con la confesión de fe más solemne que podemos leer en los evangelios: «Señor mío y Dios mío». ¿Qué ha experimentado Tomás al encontrarse con Jesús resucitado? ¿Qué es lo que ha transformado a este discípulo, hasta entonces dubitativo y vacilante? ¿Qué recorrido interior lo ha llevado del escepticismo hasta la confianza? Lo sorprendente es que, según el relato, Tomás renuncia a verificar la verdad de la resurrección tocando las heridas de Jesús. Lo que le abre a la fe es Jesús mismo con su invitación. A lo largo de estos años hemos cambiado mucho por dentro. Nos hemos hecho más escépticos, pero también más frágiles. Nos hemos hecho más críticos, pero también más inseguros. Cada uno hemos de decidir cómo queremos vivir y cómo queremos morir. Cada


uno hemos de responder a esa llamada que, tarde o temprano, de forma inesperada o como fruto de un proceso interior, nos puede llegar de Jesús: «No seas incrédulo, sino creyente». Tal vez necesitamos despertar más nuestro deseo de verdad. Desarrollar esa sensibilidad interior que todos tenemos para percibir, más allá de lo visible y lo tangible, la presencia del Misterio que sostiene nuestras vidas. Ya no es posible vivir como personas que lo saben todo. No es verdad. Todos, creyentes y no creyentes, ateos y agnósticos, caminamos por la vida envueltos en tinieblas. Como dice Pablo de Tarso, a Dios lo buscamos «a tientas». ¿Por qué no enfrentarnos al misterio de la vida y de la muerte confiando en el Amor como última Realidad de todo? Esta es la invitación decisiva de Jesús. Más de un creyente siente hoy que su fe se ha ido convirtiendo en algo cada vez más irreal y menos fundamentado. Tal vez ahora, que no podemos ya apoyar nuestra fe en falsas seguridades, estamos aprendiendo a buscar a Dios con un corazón más humilde y sincero. No hemos de olvidar que una persona que desea sinceramente creer, para Dios es ya creyente. Muchas veces no es posible hacer mucho más. Y Dios, que comprende nuestra impotencia y debilidad, tiene sus caminos para encontrarse con cada cual para ofrecernos su salvación. RECORRIDO HACIA LA FE Estando ausente Tomás, los discípulos de Jesús han tenido una experiencia inaudita. En cuanto lo ven llegar se lo comunican llenos de alegría: «Hemos visto al Señor». Tomás los escucha con escepticismo. ¿Por qué les va creer algo tan absurdo? ¿Cómo pueden decir que han visto a Jesús lleno de vida, si ha muerto crucificado? En todo caso, será otro. Los discípulos le dicen que les ha mostrado las heridas de sus manos y su costado. Tomás no puede aceptar el testimonio de nadie. Necesita comprobarlo personalmente: «Si no veo en sus manos la señal de sus clavos... y no meto la mano en su costado, no lo creo». Solo creerá en su propia experiencia. Este discípulo, que se resiste a creer de manera ingenua, nos va a enseñar el recorrido que hemos de hacer para llegar a la fe en Cristo resucitado a los que ni siquiera hemos visto el rostro de Jesús, ni hemos escuchado sus palabras, ni hemos sentido sus abrazos. A los ocho días se presenta de nuevo Jesús. Inmediatamente se dirige a Tomás. No critica su planteamiento. Sus dudas no tienen para él nada de ilegítimo o escandaloso. Su resistencia a creer revela su honestidad. Jesús le entiende y viene a su encuentro mostrándole sus heridas. Jesús se ofrece a satisfacer sus exigencias: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos. Trae tu mano, aquí tienes mi costado». Esas heridas, antes que «pruebas» para verificar algo, ¿no son «signos» de su amor entregado hasta la muerte? Por eso Jesús le invita a profundizar más allá de sus dudas: «No seas incrédulo, sino creyente». Tomás renuncia a verificar nada. Ya no siente necesidad de pruebas. Solo experimenta la presencia del Maestro, que lo ama, lo atrae y le invita a confiar. Tomás, el discípulo que ha hecho un recorrido más largo y laborioso que nadie hasta encontrarse con Jesús, llega más lejos que nadie en la hondura de su fe: «Señor mío y Dios mío». Nadie ha confesado así a Jesús. No hemos de asustarnos al sentir que brotan en nosotros dudas e interrogantes. Las dudas, vividas de manera sana, nos rescatan de una fe superficial que se contenta con repetir fórmulas, sin crecer en confianza y amor. Las dudas nos estimulan a ir hasta el final


en nuestra confianza en el Misterio de Dios encarnado en Jesús. La fe cristiana crece en nosotros cuando nos sentimos amados y atraídos por ese Dios cuyo rostro podemos vislumbrar en el relato que los evangelios nos hacen de Jesús. Entonces, su llamada a confiar tiene en nosotros más fuerza que nuestras propias dudas. «Dichosos los que crean sin haber visto».


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¿ME AMAS? En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera. Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, apodado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice: –Me voy a pescar. Ellos contestan: –Vamos también nosotros contigo. Salieron y se embarcaron; y aquella noche no consiguieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: –Muchachos, ¿tenéis pescado? Ellos contestaron: –No. Él les dice: –Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: –Es el Señor. Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: –Traed de los peces que acabáis de coger. Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos no se rompió la red. Jesús les dice: –Vamos, almorzad. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos. Después de comer dice Jesús a Simón Pedro: –Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que a estos? Él le contesta: –Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Él le dice: –Apacienta mis corderos. Por segunda vez le pregunta: –Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Él le contesta:


–Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Él le dice: –Pastorea mis ovejas. Por tercera vez le pregunta: –Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó: –Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero. Jesús le dice: –Apacienta mis ovejas. Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras. Esto dijo aludiendo a la muerte con la que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: –Sígueme (Juan 21,1-19). SIN JESÚS NO ES POSIBLE El encuentro de Jesús resucitado con sus discípulos junto al lago de Galilea está descrito con clara intención catequética. En el relato subyace el simbolismo central de la pesca en medio de mar. Su mensaje no puede ser más actual para los cristianos: solo la presencia de Jesús resucitado puede dar eficacia al trabajo evangelizador de sus discípulos. El relato nos describe, en primer lugar, el trabajo que los discípulos llevan a cabo en la oscuridad de la noche. Todo comienza con una decisión de Simón Pedro: «Me voy a pescar». Los demás discípulos se adhieren a él: «También nosotros nos vamos contigo». Están de nuevo juntos, pero falta Jesús. Salen a pescar, pero no se embarcan escuchando su llamada, sino siguiendo la iniciativa de Simón Pedro. El narrador deja claro que este trabajo se realiza de noche y que resulta infructuoso: «Aquella noche no cogieron nada». La «noche» significa en el lenguaje del evangelista la ausencia de Jesús, que es la Luz. Sin la presencia de Jesús resucitado, sin su aliento y su palabra orientadora, no hay evangelización fecunda. Con la llegada del amanecer se hace presente Jesús. Desde la orilla se comunica con los suyos por medio de su Palabra. Los discípulos no saben que es Jesús. Solo lo reconocerán cuando, siguiendo dócilmente sus indicaciones, logren una captura sorprendente. Aquello solo se puede deber a Jesús, el Profeta que un día los llamó a ser «pescadores de hombres». La situación de no pocas parroquias y comunidades cristianas es crítica. Las fuerzas disminuyen. Los cristianos más comprometidos se multiplican para abarcar toda clase de tareas: siempre los mismos y los mismos para todo. ¿Hemos de seguir intensificando nuestros esfuerzos y buscando el rendimiento a cualquier precio o hemos de detenernos a cuidar mejor la presencia viva del Resucitado en nuestro trabajo? Para difundir la Buena Noticia de Jesús y colaborar eficazmente en su proyecto, lo más importante no es «hacer muchas cosas», sino cuidar mejor la calidad humana y evangélica de lo que hacemos. Lo decisivo no es el activismo, sino el testimonio de vida que podamos irradiar los cristianos. No podemos quedarnos en la «epidermis de la fe». Son momentos de cuidar, antes que nada, lo esencial. Llenamos nuestras comunidades de palabras, textos y escritos, pero lo decisivo es que entre nosotros se escuche a Jesús. Hacemos muchas reuniones, pero la


más importante es la que nos congrega cada domingo para celebrar la cena del Señor. Solo en él se alimenta nuestra fuerza evangelizadora. ¿ME AMAS? Esta pregunta que el Resucitado dirige a Pedro nos recuerda a todos los que nos decimos creyentes que la vitalidad de la fe no es un asunto de comprensión intelectual, sino de amor a Jesucristo. Es el amor lo que permite a Pedro entrar en una relación viva con Cristo resucitado y lo que nos puede introducir también a nosotros en el misterio cristiano. El que no ama apenas puede «entender» algo acerca de la fe cristiana. No hemos de olvidar que el amor brota en nosotros cuando comenzamos a abrirnos a otra persona en una actitud de confianza y entrega que va siempre más allá de razones, pruebas y demostraciones. De alguna manera, amar es siempre «aventurarse» en el otro. Así sucede también en la fe cristiana. Yo tengo razones que me invitan a creer en Jesucristo. Pero, si le amo, no es en último término por los datos que me facilitan los investigadores ni por las explicaciones que me ofrecen los teólogos, sino porque él despierta en mí una confianza radical en su persona. Pero hay algo más. Cuando queremos realmente a una persona concreta, pensamos en ella, la buscamos, la escuchamos, nos sentimos cerca. De alguna manera, toda nuestra vida queda tocada y transformada por ella, por su vida y su misterio. La fe cristiana es «una experiencia de amor». Por eso, creer en Jesucristo es mucho más que «aceptar verdades» acerca de él. Creemos realmente cuando experimentamos que él se va convirtiendo en el centro de nuestro pensar, nuestro querer y todo nuestro vivir. Un teólogo tan poco sospechoso de frivolidades como Karl Rahner no duda en afirmar que solo podemos creer en Jesucristo «en el supuesto de que queramos amarle y tengamos valor para abrazarle». Este amor a Jesús no reprime ni destruye nuestro amor a las personas. Al contrario, es justamente el que puede darle su verdadera hondura, liberándolo de la mediocridad y la mentira. Cuando se vive en comunión con Cristo es más fácil descubrir que eso que llamamos «amor» no es muchas veces sino el «egoísmo sensato y calculador» de quien sabe comportarse hábilmente, sin arriesgarse nunca a amar con generosidad total. La experiencia del amor a Cristo puede darnos fuerzas para amar incluso sin esperar siempre alguna ganancia o para renunciar –al menos alguna vez– a pequeñas ventajas para servir mejor a quien nos necesita. Tal vez algo realmente nuevo se produciría en nuestras vidas si fuéramos capaces de escuchar con sinceridad la pregunta del Resucitado: «Tú, ¿me amas?». CUALQUIERA NO SIRVE Después de comer con los suyos a la orilla del lago, Jesús inicia una conversación con Pedro. El diálogo ha sido trabajado cuidadosamente, pues tiene como objetivo recordar algo de gran importancia para la comunidad cristiana: entre los seguidores de Jesús, solo está capacitado para ser guía y pastor quien se distingue por su amor a él. No ha habido ocasión en que Pedro no haya manifestado su adhesión absoluta a Jesús por encima de los demás. Sin embargo, en el momento de la verdad es el primero en negarlo. ¿Qué hay de verdad en su adhesión? ¿Puede ser guía y pastor de los seguidores de Jesús? Antes de confiarle su «rebaño», Jesús le hace la pregunta fundamental: «¿Me amas


más que estos?». No le pregunta: «¿Te sientes con fuerzas? ¿Conoces bien mi doctrina? ¿Te ves capacitado para gobernar a los míos?». No. Es el amor a Jesús lo que capacita para animar, orientar y alimentar a sus seguidores, como lo hacía él. Pedro le responde con humildad y sin compararse con nadie: «Tú sabes que te quiero». Pero Jesús le repite dos veces más su pregunta, de manera cada vez más incisiva: «¿Me amas? ¿Me quieres de verdad?». La inseguridad de Pedro va creciendo. Cada vez se atreve menos a proclamar su adhesión. Al final se llena de tristeza. Ya no sabe qué responder: «Tú lo sabes todo». A medida que Pedro va tomando conciencia de la importancia del amor, Jesús le va confiando su rebaño para que cuide, alimente y comunique vida a sus seguidores, empezando por los más pequeños y necesitados: los «corderos». Con frecuencia se relaciona a jerarcas y pastores solo con la capacidad de gobernar con autoridad o de predicar con garantía la verdad. Sin embargo, hay adhesiones a Cristo, firmes, seguras y absolutas, que, vacías de amor, no capacitan para cuidar y guiar a los seguidores de Jesús. Pocos factores son más decisivos para la conversión de la Iglesia que la conversión de los jerarcas, obispos, sacerdotes y dirigentes religiosos al amor a Jesús. Somos nosotros los primeros que hemos de escuchar su pregunta: «Me amas más que estos? ¿Amas a mis corderos y a mis ovejas?». ALGUIEN NOS ESPERA El verdadero y decisivo problema que tiene planteado la humanidad es «el problema del futuro». ¿Qué va a ser de todos y cada uno de nosotros? ¿Qué va a ser de mí mismo, de mi familia, mis proyectos, mis aspiraciones? ¿Qué va a ser de mis hijos, de mi pueblo, de la humanidad entera? ¿En qué van a terminar nuestras luchas, trabajos y esfuerzos? Son bastantes los que, sintiéndose «hombres de mente moderna», rechazan la esperanza cristiana como pura mitología carente de todo valor. Utopías fantásticas propias de una época aún no iluminada por la razón. Los pensadores marxistas pretenden enseñarnos a vivir con otro realismo, sin poner nuestra mirada en ilusiones vacías y engañosas. Hemos de aceptar con resignación nuestra propia muerte individual. Lo importante es que la sociedad continúa: es en el progreso y en el desarrollo de esa sociedad siempre mejor donde hemos de poner nuestra esperanza. Así escribe el marxista checo V. Gardaysky: «Mi muerte es para mí, el fin de las esperanzas, a pesar de lo cual constituye una esperanza pura obrar para la sociedad». La muerte es la derrota personal de cada individuo, pero, gracias a la aportación de cada uno, la sociedad progresa y camina con esperanza hacia el futuro. Quizá son hoy bastantes los que, sin ser marxistas, tienen una concepción de la muerte muy semejante a la de este pensador. Pero, ¿se ha resuelto así el problema de nuestro futuro? ¿Es esa toda la esperanza que podemos tener? ¿Qué decir entonces de todos los que han sufrido en el pasado y han muerto sin ver cumplidas sus esperanzas? ¿Qué decir de nosotros mismos, que no tardaremos en formar parte de ese número de personas que no han visto colmadas sus ansias infinitas de felicidad? ¿Hay que abandonar a la desesperación y al absurdo a todos los débiles, los vencidos, los tarados, los enfermos y todos aquellos que no pueden contribuir al progreso de la sociedad, porque no pertenecen a la élite de quienes empujan la historia hacia un futuro más feliz?


Pero, además, ¿podemos tener la seguridad de que la sociedad está progresando hacia ese mundo dichoso que el ser humano busca como su verdadera patria? Este mundo, cada vez más dominado por el poder humano, ¿es un mundo cada vez más libre de amenazas? ¿No se perfila a veces con más claridad la posibilidad de un final catastrófico que la de una consumación feliz? Los cristianos creemos que, cuando se desvanece la esperanza en la salvación de Dios, el mundo no se enriquece, sino que se vacía de sentido y queda privado de horizonte. Nos atrevemos a creer que solo Cristo resucitado, en quien Dios nos ha abierto una esperanza definitiva de futuro, nos puede proteger de la desesperación, del vacío, del sinsentido y de la frustración final. Por eso, mientras nos afanamos «en medio del mar» de la vida, tenemos puesta nuestra mirada en ese Resucitado que nos espera «en la orilla» para invitarnos a saciar por fin toda nuestra hambre de felicidad: «Venid a comer». EL GESTO FINAL Durante muchos años, Jean-Paul Sartre ha sido en Europa el predicador más escuchado del existencialismo ateo. El mensaje de su ateismo caló hondamente en las generaciones de la posguerra: Dios no existe. El hombre está solo, arrojado a este mundo absurdo, prisionero de su propia libertad, abocado a la «nada» final. Según Sartre, «es absurdo que hayamos nacido y es absurdo que muramos». El hombre no es sino «una pasión inútil», y la muerte, un hecho brutal y absurdo que nos convierte en «despojo de los supervivientes». Este es el resultado de su devastador análisis. Sin embargo, al final de su vida, y después de un intenso contacto con su amigo judío Benny Levy, creyente en Dios, escribía así en Le Nouvel Observateur, de París (marzo de 1980): «Yo me siento no como un polvo aparecido en el mundo, sino como un ser esperado, provocado, prefigurado, como un ser que no parece poder venir sino de un Creador, y esta idea de una mano creadora que me hubiera creado me remite hacia Dios». Naturalmente, sus amigos más cercanos protestaron vivamente. Simone de Beauvoir habló de un Sartre enfermo y acabado, fatigado, influenciable y sin lucidez. Sin embargo, el hecho es de importancia grande. El representante máximo de un ateísmo desesperanzado parece haber preferido, al final, abrirse al misterio y no quedar encerrado en el absurdo. Ahora llega hasta mis manos un artículo del pensador francés Jean Gitton en Le Figaro, donde comenta así el gesto de Sartre: «¿Cómo hemos de interpretar las palabras de la última hora, del último momento, cuando, liberado de su “personaje”, reducido a su sola persona, uno es, por fin, él mismo?... Yo me inclino ante el último gesto de Jean-Paul Sartre. Veo en este gesto el rastro de una valentía soberana que nos permite desmentirnos para acabarnos eternamente». He recordado al autor de El ser y la nada al leer de nuevo el maravilloso relato del evangelista Juan. Los seres humanos nos sentimos, con frecuencia, pescadores que se fatigan trabajando «de noche» y sin pescar «nada». Es fácil sentir entonces la tentación de que la vida es «una pasión inútil». Se nos olvida que a todos nos espera ese Cristo que vive resucitado en la orilla de la vida eterna. Es bueno que, antes de cerrar los ojos y despedirnos de este mundo, sepamos desmentirnos de nuestros errores y necedades, para abrirnos humildemente al misterio santo de un Dios que nos espera, aunque junto a nosotros haya quienes nos tachen de débiles, cobardes o ciegos.


ÍNDICE LITÚRGICO CICLO A (MATEO) NAVIDAD Natividad del Señor. El rostro humano de Dios (1,1-18) CUARESMA 3er Domingo. Jesús y la samaritana (4,5-42) 4º Domingo. Ojos nuevos (9,1-41) 5º Domingo. Llorar y confiar (11,1-45) PASCUA Domingo de Resurrección. Misterio de esperanza (20,1-9) 2º Domingo. No seas incrédulo (20,19-31) 4º Domingo. La puerta (10,1-10) 5º Domingo. Jesús es el camino (14,1-12) Domingo de Pentecostés. Aliento de vida (20,19-23) Santísima Trinidad. Dios ama este mundo (3,14-21) TIEMPO ORDINARIO 2º Domingo. Bautizados por Jesús (1,29-34)

CICLO B (MARCOS) ADVIENTO 3er Domingo. Testigo de la Luz (1,6-8.19-28) NAVIDAD Natividad del Señor. El rostro humano de Dios (1,1-18) CUARESMA 3er Domingo. Indignación de Jesús (2,13-25) 4º Domingo. Dios ama este mundo (3,14-21) 5º Domingo. El atractivo de Jesús (12,20-33) PASCUA Domingo de Resurrección. Misterio de esperanza (20,1-9) 2º Domingo. No seas incrédulo (20,19-31) 4º Domingo. Pastor bueno (10,11-18) 5º Domingo. Permanecer en Jesús (15,1-8) 6º Domingo. Permanecer en su amor (15,9-17)


Domingo de Pentecostés. Aliento de vida (20,19-23) TIEMPO ORDINARIO 2º Domingo. ¿Qué buscáis? (1,35-42) 17º Domingo. Compartir el pan (6,1-15) 18º Domingo. Creer en Jesús (6,24-35) 19º Domingo. Atracción por Jesús (6,41-52) 20º Domingo. Alimentados por Jesús (6,51-59) 21º Domingo. ¿A quién acudiremos? (6,61-70)

CICLO C (LUCAS) CUARESMA 5º Domingo. Amigo de la mujer (8,1-11) PASCUA Domingo de Resurrección. Misterio de esperanza (20,1-9) 2º Domingo. No seas incrédulo (20,19-31) 3er Domingo. ¿Me amas? (21,1-19) 4º Domingo. Volver a Jesús (10,27-30) 5º Domingo. Nuestra identidad (13,31-35) 6º Domingo. La paz de Jesús (14,23-29) Domingo de Pentecostés. Aliento de vida (20,19-23) TIEMPO ORDINARIO 2º Domingo. Alegría y amor (2,1-11) Cristo Rey. Testigo de la verdad (18,33-37)


GUÍA PARA UNA LECTURA TEMÁTICA Alegría. Alegría y amor; alegría; alegría diferente; alegría y paz. Amor. Alegría y amor; el amor no se compra; un estilo de amar; el camino universal hacia Dios; más que un deber; no desviarnos del amor; del miedo al amor; al estilo de Jesús; ¿me amas?. Cruz. Mirar al Crucificado; atraídos por el Crucificado,; una ley paradójica; no se ama impunemente. Dios. El rostro humano de Dios; Dios entre nosotros; no quedarnos fuera; sin sitio para Dios; Dios ama al mundo; Dios es de todos; Dios no está en crisis; el nuevo rostro de Dios. Véase también Encuentro con Dios. Encarnación de Dios. El rostro humano de Dios; recuperar a Jesús; Dios entre nosotros. Encuentro con Dios. No quedarnos fuera; vivir sin acoger la Luz; abrirnos al Misterio de Dios; el cristiano ante Dios; el diálogo con la samaritana; si conocieras el don de Dios; sugerencias para encontrarnos con Dios; escuchar la voz de Dios en la conciencia; no se improvisa; el camino universal hacia Dios; sabemos el camino; el arte de vivir desde el Espíritu de Dios; del miedo al amor; buscar a Dios de nuevo. Véase también Dios; Fe. Esperanza. Nostalgia de eternidad; nuestra esperanza; llorar y confiar; misterio de esperanza; alguien nos espera; el gesto final. Véase también Resurrección. Espiritualidad. Dejarnos bautizar por el Espíritu de Jesús; el bautismo del Espíritu; amar la vida; no apartarnos de la verdad; tenemos un defensor; el arte de vivir desde el Espíritu de Dios; aliento de vida; barro animado por el Espíritu; acoger la vida; abiertos al Espíritu. Eucaristía. Compartir el pan; la eucaristía como acto social; eucaristía y crisis económica; experiencia decisiva; cada domingo; lo decisivo es tener hambre; pan y vino; el nuevo domingo. Evangelizar. Allanar el camino hacia Jesús; lenguaje de gestos; ojos nuevos; abrir las puertas; sin Jesús no es posible. Véase también Testigos. Fe. La experiencia del creyente; hacernos más cristianos; no sabemos saborear la fe; no es lo normal; ¿por qué nos quedamos?; ¿también vosotros queréis marcharos?; vivir las dudas con sinceridad; caminos hacia la fe; buscar la luz; acertar con la puerta; encuentro personal con Cristo; fe estéril; no seas incrédulo, sino creyente; recorrido hacia la fe. Véase también Fe en Jesús. Fe en Jesús. Lo primero; dejarnos bautizar por el Espíritu de Jesús; el bautismo del Espíritu; ¿qué buscamos en Jesús?; la experiencia del creyente; hacernos más cristianos; vino bueno; un templo nuevo; el corazón del cristianismo; cómo creer en Jesús; atracción por Jesús; ¿a quién acudiremos?; caminos hacia la fe; escuchar la voz de Jesús; la necesidad de un guía; volver a Jesús; escuchar y seguir sus pasos; amigo y Maestro; el atractivo de Jesús; atraídos por el Crucificado; no os quedéis sin Jesús; sabemos el camino; creerle a Jesús, el Cristo; no estamos huérfanos; vivir en la verdad de Jesús; no separarnos de Jesús; no quedarnos sin savia; encuentro personal con Cristo; fe estéril; no desviarnos del amor; no seas incrédulo, sino creyente; ¿me amas?. Véase también Seguimiento de Jesús. Iglesia. Algo no va bien en la Iglesia; cambiar; hacia una mayor comunicación; no gobernar, sino dar vida; no perder la identidad; comunidad de amistad; seguir el camino de


Jesús; la paz en la Iglesia; aliento de vida; nuevo inicio; barro animado por el Espíritu; alegría y paz; vivir de su presencia; abrir las puertas; cualquiera no sirve. Véase también Jesús. Jesús. Desconocido; allanar el camino hacia Jesús; la indignación de Jesús; la religión de Jesús; amigo de la mujer; en defensa de la mujer; el único que no condena; Jesús es para excluidos; testigo de la verdad; Jesús es la puerta; El Pastor Bueno; amigo y maestro; un estilo de amar. Véase también Fe en Jesús. Matrimonio. Casarse. Muerte. Acompañar hasta el final; llorar y confiar; nuestros muertos viven; más queridos que nunca. Véase también Resurrección. Mujer. Amigo de la mujer; en defensa de la mujer; cambiar. Paz. El gran regalo de Jesús; la paz en la Iglesia; una cultura de la paz; alegría y paz. Pecado. Quitar el pecado; nuestro gran pecado. Religión. ¿Qué religión es la nuestra?; un templo nuevo; la religión de Jesús; ¿qué es el cristianismo?. Resurrección. Llorar y confiar; nuestros muertos viven; una puerta abierta; más queridos que nunca; misterio de esperanza. Resurrección de Cristo. ¿Dónde buscar al que vive?; Jesús tenía razón; el nuevo rostro de Dios; las cicatrices del Resucitado; misterio de esperanza; buscar al Resucitado; encontrar al Resucitado; no está entre los muertos; el nuevo rostro de Dios; el corazón del mundo. Véase también Esperanza. Seguimiento de Jesús. Seguir a Jesús; aprender a vivir; ¿qué buscamos en Jesús?; escuchar su voz y seguir sus pasos; seguir el camino de Jesús; al estilo de Jesús. Véase también Fe en Jesús. Sociedad. Falta vino; no basta lo efímero; no da lo mismo; personas empobrecidas. Solidaridad. Nuestro gran pecado; responsables; eucaristía y crisis económica. Testigos. Testigos de la Luz; en medio del desierto; testigos de Jesús; allanar el camino hacia Jesús; testigos de la verdad. Véase también Evangelizar. Verdad. Vivir en la verdad de Jesús; no apartarnos de la verdad; ante el testigo de la verdad; testigos de la verdad; con verdad; contra la mentira. Vida. Aprender a vivir; saber vivir; el mandato de vivir; en lo cotidiano; acoger la vida.


Notas Presentación 1 Puede verse mi obra Jesús. Aproximación histórica. Madrid, PPC, 82008, pp. 463-470.


Contenido Portadilla Presentación Evangelio de Juan 1. El rostro humano de Dios (1,1-18) 2. Testigo de la luz (1,6-8.19-28) 3. Bautizados por Jesús (1,29-34) 4. ¿Qué buscáis? (1,35-42) 5. Alegría y amor (2,1-11) 6. Indignación de Jesús (2,13-25) 7. Dios ama este mundo (3,14-21) 8. Jesús y la samaritana (4,5-42) 9. Compartir el pan (6,1-15) 10. Creer en Jesús (6,24-35) 11. Atracción por Jesús (6,41-52) 12. Alimentarnos de Jesús (6,51-59) 13. ¿A quién acudiremos? (6,61-70) 14. Amigo de la mujer (8,1-11) 15. Ojos nuevos (9,1-41) 16. La puerta (10,1-10) 17. Pastor bueno (10,11-18) 18. Volver a Jesús (10,27-30) 19. Llorar y confiar (11,1-45) 20. El atractivo de Jesús (12,20-33) 21. Nuestra identidad (13,31-35) 22. Jesús es el camino (14,1-12) 23. La verdad de Jesús (14,15-21) 24. La paz de Jesús (14,23-29) 25. Permanecer en Jesús (15,1-8) 26. Permanecer en su amor (15,9-17) 27. Testigo de la verdad (18,33-37) 28. Misterio de esperanza (20,1-9) 29. Encuentro con el resucitado (20,10-18) 30. Aliento de vida (20,19-23) 31. No seas incrédulo (20,19-31) 32. ¿Me amas? (21,1-19) Índice litúrgico Guía para una lectura temática Notas Créditos


Diseño: Ignacio Molano Estudio SM Ilustración de cubierta: Arturo Asensio

© 2012, José Antonio Pagola © 2012, PPC, Editorial y Distribuidora, S.A. © De la presente edición: PPC, Editorial y Distribuidora, SA, 2013 Impresores, 2 Urbanización Prado del Espino 28660 Boadilla del Monte (Madrid) ppcedit@ppc-editorial.com www.ppc-editorial.com ISBN: 978-84-288-2530-6

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