Ernesto Alaimo
Alquimia para principiantes
Primera edici贸n: diciembre 2005. Presente edici贸n: abril 2016 ISBN 987-05-0289-X CDD A860 www.ernestoalaimo.com
primera lecci贸n No hay palabras para quien no desea.
LAS PREGUNTAS DE LOS CHICOS
Papá, ¿qué es la histeria? preguntó un niño con un osito de peluche colgando de la mano frente al sillón donde un hombre de familia descansaba. Éste sonrió ante una de esas típicas preguntas precoces y desubicadas de los niños y lo miró con ternura mientras murmuraba “la histeria...”. Pero de pronto borró su sonrisa y abrió redondos los ojos de un sobresalto, “¿qué es la histeria?”. Se levantó de un salto para correr a la cocina y pedirle a su mujer que le quitara esa repentina espina que él no llegaba a atrapar. Cuando la encontró le preguntó sin preámbulos ni más indicaciones ¿qué es la histeria? y parecía que su vida dependía en gran medida de ello. Ella oyó algo aturdida la pregunta y al instante estuvo en la misma situación que su marido. ¿Qué demonios era la histeria? Ella se agarró de los pelos y apretó los dientes empezando a resoplar con gran fuerza mientras él hinchaba como globos los pulmones para contener los bríos que se acumulaban en sus músculos. Al fin ella le dijo: “Pará, ya sé: llamemos a mi mamá. Ella nos va a decir”. Mucho antes de que acabara de decir estas palabras su esposo había salido corriendo de la cocina, tropezándose con sus pasos, para llegar al teléfono. Pero éste era inalámbrico y no estaba en su base, por lo que no era tan fácil llegar a él. Revolvió los
sillones, tiró las cosas que estaban sobre la mesa y en los estantes de la gran estantería sin resultados. ¡No lo encuentro! le gritó a su mujer que, habiendo oído la búsqueda, se había sumado a ella desde la cocina. Pasó a otra sala donde repitió los pasos con más velocidad y torpeza y con igual resultado; ella ya estaba en el baño, abriendo y cerrando cajones sin orden ni explicación alguna. Las fosas nasales del padre empezaban a emitir un silbido curioso y su cabello de alguna forma se había revuelto como por un fuerte viento. Volvió a la sala y al pasar junto a su hijito, lo vio mirándolo con grandes ojos de asombro y con el teléfono entre las manos. “¡Ah, lo tenías vos pendejo! ¡No te das cuenta que lo estamos buscando!” Se lo arrebató de un zarpazo y empezó a marcar números sin coherencia; cortaba, volvía a marcar, no podía llamar a ningún número. ¡Tomá! le gritó a su mujer quien en menos de un segundo apareció atropellada por sí misma con la cabellera en el mismo estado. Tomó el teléfono y le temblaban las manos. Demoró una eternidad en marcar bien el número de la casa de su madre, y esperó y esperó, mientras comprendía que empezaba a orinarse y los tonos seguían sonando una vez por siglo. Al fin dijo ¡no puedo más! y salió corriendo al baño chorreándose entre las piernas justo cuando su madre, a quien siempre le costaba llegar al teléfono, lo estaba logrando. Su marido, que contempló todo esto manteniéndose al margen a duras penas y con el silbido cada vez más audible en la nariz, empezó a tiritar pálido y sudoroso y dijo qué carajo es la histeria. Sus palabras fueron su
decisión y salió al pasillo del edificio; llegó a la puerta del vecino del D y apretó el botón del timbre hasta romperlo. El timbre quedó trabado y no paró de sonar mientras un molesto señor Benítez abría la puerta. Casi lo agarró de las solapas que su camiseta de entrecasa no tenía al preguntarle ¡qué es la histeria!, para ver los ojos del vecino perderse en una búsqueda inmóvil que olvidó rápido la ofensa y lo fue ganando y preocupando. “La histeria…” repetía Benítez sordo por completo al insoportable chillido del timbre que llamaba a la señora a Benítez a llamar al señor Benítez. Apareció ella en la puerta saludando brevemente al vecino bienhechor y antes que pudiera decirle nada a su marido éste le dijo histeria, qué era la histeria, y ella se olvidó también del timbre provisoriamente hasta dar con esa palabra con la que no dio. Benítez se empezó a preocupar en serio, y más cuanto que tenía problemas cardíacos y no le sentaba bien preocuparse; a todo esto el primer hombre, que se llamaba Roberto, ya estaba golpeando todas las puertas del pasillo como un lobo hambriento y la primera mujer, que se llamaba Hortensia, que ya había solucionado su problema úrico, salía corriendo como una pantera alegre para ganar el ascensor e ir a buscar ayuda a casa de su viejo profesor de lengua y literatura, quien no tenía teléfono. Las gentes salieron al pasillo, muchos armados con palos o revólveres por las dudas, y todos oyeron la pregunta y se sumieron en una ignorancia que no puede suprimirse, con grandes niveles de angustia, nerviosismo e irritación. Todos guardaron prudentemente sus armas
antes de precipitarse escaleras arriba y abajo buscando la respuesta que calmara todos sus dolores como un mágico bálsamo. El edificio se alborotó por completo, y por todas partes se oía cada dos palabras el término histeria, cada vez más agudo, más ronco y estrepitoso. Hortensia salió a la vereda y empezó a correr despavorida por la mitad de la calle más o menos vacía de la noche, con una sonrisa cadavérica dibujada en su rostro medio amarillo medio verdoso, con las polleras flameando por su cintura. La gente que se detenía a verla pasar no dejaba de oír sus palabras “la histeria, la histeria, la ra la li la lá, qué es la histeria qué es la histeria” y luego de un tiempo de que ya había pasado seguían todos en el mismo lugar masticando las palabras y preguntándose qué era la histeria. Poco a poco sus miradas se topaban entre sí y de pronto la calle entera se encontraba reunida por una sola situación. Ya un joven empezaba a gritar ¡histeria, histeria!, ya un anciano se agarraba la cabeza porque no podía conseguir acordarse de la palabra y estaba más allá del hartazgo de que le pasaran esas cosas, ya una adolescente empezaba a rugir y a arrancarse las mangas del pulóver. La pregunta se difundió por la calle en todo el recorrido de Hortensia quien terminó inconsciente en la esquina de Domingo Matheu y Córdoba tras tropezar con un adoquín y golpearse la cabeza y luego en forma radial por los espectadores de su carrera, y también se propagó por vía telefónica hacia otros puntos lejanos de la ciudad y hacia otras ciudades de la provincia y del país, desde los departamentos del edificio primero. Hombres y mujeres
invocaban a padres, madres, hermanos, tías, amigos doctos en la lengua, viejos sabios, jóvenes estudiantes, mentirosos tranquilizantes, y lo único que lograban era expandir el problema geográficamente. Como era de noche, algunos llamaron a otros países buscando bibliotecas, academias o universidades abiertas, y el problema se hizo internacional. Los empleados que atendían las llamadas pronto estaban recorriendo los establecimientos a los gritos o sacándose mechones de pelo con las manos o teniendo colapsos nerviosos, iniciando nuevos focos que se expandirían como el fuego sobre paja seca. En todas las ciudades, grandes y pequeñas, del Sur y del Norte, la gente empezó a salir a la calle desesperada buscando una respuesta. Los canales de televisión debieron interrumpir sus emisiones porque los llamados eran incesantes y en los estudios todos oían la pregunta y no podían sino preguntarse por todos los santos de la puta madre qué mierda es la histeria. La pregunta salía al aire en noticieros, emisiones deportivas y programas de entretenimiento, en las radios, en el viento, el bullicio en las calles crecía, y en los centros de las grandes ciudades la inquietud se aglomeraba tanto que estallaban por doquier luchas sanguinarias, saqueos, ataques a edificios públicos y grandes hogueras en esquinas y parques alrededor de las cuales danzaban multitudes enardecidas, y las fuerzas del orden no los reprimían porque todos sus efectivos daban vueltas por el suelo o saltaban de los techos de patrulleros y edificios o estaban danzando en las hogueras y porque sus jefes y los presidentes y sus
ministros se estaban ahogando en la piscina o rompiéndose la cabeza contra los muros del jardín de la fiesta que celebraban junto a las bailarinas del gran teatro que trepaban como reptiles las paredes de la gran residencia. En las casas de todos los sacerdotes las luces estaban encendidas porque rezaban y rezaban y no paraban de rezar cada vez más fuerte hasta los gritos abriendo de par en par las puertas que daban a los balcones, cayendo varios de ellos irremediablemente, los demás dando sin querer un fervoroso sermón a los fieles que se acercaban. En los mercados, en los cines, en las ferias del mundo el clamor era ensordecedor y las cosas volaban por los aires de un lado al otro. Varios gobernantes quisieron decretar el estado de emergencia o huir de sus jurisdicciones en llamas; varios generales quisieron tomar por las armas el gobierno y varios demagogos liberales aprovechar la situación para atraer a las masas con sus encantos carismáticos, pero nadie podía hacer nada porque les carcomía las entrañas esa pregunta que no podían sacarse de la cabeza ni dejar de repetir salvajemente. El mundo entero estaba despierto y se revolvía con frenesí en la fiebre más tremenda que hubiera visto la historia. El hijo de Roberto, que se llamaba Paco, que había quedado solo en su casa con la puerta abierta y solo en el edificio silencioso salvo por un timbre que no cesaba, oyendo poco a poco crecer el rumor que provenía de la calle abajo y los gritos en la televisión que había quedado encendida, ayudándose con una silla y unos cuantos libros había podido alcanzar el gran
diccionario que descansaba en un alto estante de la biblioteca del comedor. Lo bajó hasta el suelo y buscó esa palabra que no sabía qué era. La encontró y, tras reflexionar unos instantes, volvió a jugar a los autitos.
GÉNESIS
A lo largo del tiempo los hombres fueron descubriendo –mejor dicho, imaginando– partículas de materia cada vez más pequeñas, sin llegar nunca al final de este fraccionamiento, sin poder llegar a la porción elemental del cosmos a partir de la cual se desarrollan todas las combinaciones. ¿Por qué nunca se puede alcanzar este punto? Porque no existe. La materia se puede descomponer todas las veces que se quiera, en átomos, hadrones, fotones, lo que se invente, y siempre quedarán partículas que podrán a su vez ser divididas en otras aún más microscópicas. ¿Hasta dónde llegará la división? Continuará inacabables veces, ya que no puede existir un final, un punto en que la materia sea indivisible, porque significaría que es nula, que no tiene dimensiones, que no es materia. Siempre que conserve esta cualidad elemental, la de la extensión, podrá ser dividida por lo menos a la mitad, cambiando en el acto todas sus propiedades. Tal como entre el uno y el dos o entre el uno y cualquier fracción que le siga hay infinitos números, siendo la línea numérica una cadena de infinitos eslabones, cada porción de materia tiene infinitas partículas que la constituyen, y es además una infinitesimal porción de otro elemento. Esto explica que
todos los seres humanos, el mundo y los demás cuerpos celestes, en un cosmos que se extiende hacia lo incognoscible, no sean más que una migaja de existencia que compone otras sustancias y otros seres de un universo superior, al que sólo en abstracto podremos concebir, y que es tan insignificante como el nuestro. Somos eslabones de una cadena que se extiende hacia lo inmenso y hacia lo minúsculo sin acabarse jamás, porque si existiera un final negaría la existencia de todos los demás eslabones; nuestra existencia necesita de ese infinito. En cada parte de nuestro cuerpo tenemos infinita materia, que contiene infinitos cosmos que se cierran en su propia completitud como cápsulas, y éstas son partículas elementales de otros cosmos; cada parte de nuestro cuerpo tiene infinidad de infinitos. Es así como yo formo parte de mí mismo, porque en el infinito me vuelvo a encontrar, innumerables veces, tanto hacia afuera como hacia adentro. En una cadena inagotable de materia está toda la materia posible, todas las combinaciones de todas las naturalezas, y una vez acabadas las posibilidades (podría decirse que nunca, o sólo que en ningún punto determinado), en algún momento de las concéntricas formaciones, mi cuerpo y mundo se volverán a formar, en alguna (en todas y cada una) de mis partículas, siendo yo un imperceptible componente de mí mismo en alguna abismal altura que me prosiga, y también compuesto en mi estado actual por mí, ya que en mis infinitos me albergo también y te albergo a vos, innumerables veces. La cuestión me lleva
a la inevitable conclusión de que vos formás parte de mí, y que te necesito para vivir, porque si vos no estuvieras la cadena se cortaría y habría un final que negaría la existencia de todo lo demás, y puedo decir también que soy parte de vos, y que juntos formamos parte de cualquiera, y de todos. Si tomás agua, me estás tomando a mí, y a vos y al mundo; si llorás, me llorás a mí, a vos, y al mundo (y llorás infinito). Si prendés un fósforo estás incendiando al mundo, pero no importa, porque al ser cada parte de materia completa, absoluta, nada de lo que pase a una inconmensurable altura le podrá afectar, porque el cambio sería demasiado grande, y cambiaría al eslabón que forma al fósforo, no a los de adentro ni a los de afuera. Así también tenemos a nuestros verdugos dentro de nosotros, los gusanos que se comerán algún día nuestra carne están en ella, y nos tienen en todo su cuerpo. (Extraño es que no podamos vivir sin nuestros verdugos.) Alguien diría que hicimos una reducción al absurdo de la cuestión o algo parecido. Yo digo que hicimos una expansión al absoluto. Pero sea cual haya sido el método de razonamiento, lo único que importa es la conclusión. Cómo no comprender sin tantas premisas que somos inseparables, que vos nunca vas a dejar de estar en mí, porque sin vos no existo, y que somos inmortales, porque yo puedo morirme acá y ahora, pero no se va a morir ese yo que vive dentro de vos, ninguno de los incontables que están en cada parte de tu cuerpo, ninguno de los que formás con todos tus ejércitos de vos, quedando nosotros y todas las cosas
que hacemos guardados en cada punto de cada abismo. AsĂ el infinito nos crea y nos salva, eternamente.
DESENTONO
Seré de todos los colores menos del rojo, ese maldito chillón explosivo. No acepta la suavidad del celeste, la austeridad mojada del gris, ni siquiera la soberbia magnánima del amarillo, que al ser al menos fuerte se deja tocar y ver. Pero no, él hiere, maldito quisquilloso, malcriado histérico. Un poco de mamá blanco nomás, y ya puede ser blando como un beso de boca nueva, o del profundo, insondable, majestuoso azul, y recapacitaría en el sano delirio del violeta, emborrachándose en remolinos hasta el día después, el marrón, la náusea, resaca de tantas vueltas. Pero no, insiste en ser la incandescencia que descose toda la imagen, que hace sangrar las armonías, que exige ufana toda la atención para sí. Que sea el negro pues, severo verdugo el que lo castigue, invadiéndolo, dominándolo, apagándolo, amordazando todo su ardor vital y detonante, que hace sentir a cada instante que otro mundo brotará de él como en un agónico vómito de energía;
que le enseñe de una vez a respetar a su familia y a los ojos, que no alardee tanto de sus aires de contraste, que al fin deje a los demás hacer su danza en paz sobre el escenario, que la reanuden después de este desmánico “intermezzo”; que lo agote, que lo ahogue en una lúgubre nota de caverna que se va hundiendo en la ceniza del incuestionable volcán. Ya los que se han quedado parados mirándolo con la envidia atragantada aún en la incomprensión, con sus parlamentitos en la mano aguardando tímidamente, el exquisito ámbar, que estaba seguro de ser el asombro de la velada, el grotesco verde mostaza, que había estado tanto tiempo para aprenderse sus seguramente disonantes palabras, condescendidas por los demás, el áureo oro, tres veces campeón, erguido en su trono de sí mismo, lamido por todos los adulantes hermanitos menores que no comprenden aún, que sólo se encandilan, el gracioso naranja, “el tío” naranja, con sus chistes nuevos y fresquitos arrugándose entre los puños iracundos, mascullando entre dientes “sangre de mi sangre…”, (el místico índigo como una excepción, imperturbable con su aire ausente como siempre, la envidia del oro y del rojo también, tal vez por eso haya hecho todo esto –piensa el malicioso oro–, para
intentar inútilmente hacer decir una sílaba al índigo contra él, vanidoso exasperante) el joven y moderno cromo, que se comenta en voz baja que es el plateado que se estuvo arreglando todo el año, metamorfoseándose y cambiándose el nombre para quitarse los años (y tal vez poder competirle por una vez de igual a igual al oro su trono de oro, cómo ansía el trono dorado), la nena loca, otra rebelde sin causa, fucsia, que quiere ser el deseo de los fornidos cromados, con sus dos colitas en el pelo, la nena, su amiga del alma y mutuamente competidora secreta, lila, sabiéndose más linda y por eso alabándola tranquila, segura de sí misma, (la otra excepción, el transparente, resignadamente considerado loco por todos –salvo por el índigo y, casualmente, el rojo– hablando sin que lo escuchen, gesticulando de todas las formas posibles sin que nadie pueda entender lo que está queriendo decir) el verde paz, amante del canto soprano del amarillo con arreglos y base en fa menor del marrón y la danza solista del celeste, ya todos ellos han formado un vengativo círculo que se va cerrando de a sigilosos, resonantes pasos, sobre el bribón que se sigue proclamando a sí mismo (si le entiendo bien) como alma y puente, que pretende destruir lo acordado por todos y ya preparado y dispuesto alegremente, lo que se ha hecho siempre y todos gustan de repetir,
con palabras incendiarias, paroxísticas, convulsas, desesperadas, como si fuera el último día del mundo, por favor, a qué tanto escándalo. Si me preguntan, nada diré. Por supuesto que no votaré por él. Sí, me parece mejor, mucho mejor, que lo agarren así entre todos y lo calmen, y claro, si no se calma que lo repriman, que lo disuelvan, que ni se mueva papá negro, con sus graves cejas y su garganta como atorando una sentencia que mejor si no dice, sí, que ni se gaste, mejor si lo hacen los hermanos, para que después no anden diciendo que hay autoritarismo.
HOMBRE EN VANA (PERO INEVITABLE) ESPERA A Lucas Vanza Lento discurrir de tardes, una espera de tabaco y párpados y en una foto hay una gota que anhela mejillas y en una mejilla hay una espera que anhela gotas. Pero el olvido trama su arena tejiendo el fin de las tardes con un viento de oscuridad que barra toda sombra. Pero el crepúsculo no es una línea ni un momento; es también tiempo que sortear, es también el desvanecimiento de las sombras alargadas hasta morir (o fundirse en la gran sombra que es todas). “Si pudiéramos ser como las sombras que se funden en una supraexistencia” piensa el que espera...
EL INICIADO
Está Ud. invitado al desencuentro que se realizará el día sábado 27 de agosto en el Club del Desencuentro, en la calle Cancina Nº 2940, a partir de las 23 hs. No se lo pierda. La tarjeta marrón había llegado por debajo de la puerta de su departamento, unos días atrás. Vacío como estaba su fin de semana, no dudó en aceptar la invitación. Se vistió con su mayor elegancia, con el traje que se estaba empolvando desde el último casamiento o funeral, ya no recordaba qué había sido. Eligió corbata, se perfumó, se peinó, se revisó de pies a cabeza antes de salir. No olvidó la tarjeta antes de cerrar la puerta y bajar. Media hora a pie más tarde llegó a la calle Cancina, desierta y sólo iluminada por la luna casi llena en noche fresca de incipiente primavera. Era una avenida bastante abierta, las veredas eran anchas con césped y arbustos; era de esas excepcionales pero infaltables calles de afueras de ciudad, que parecen comodines, presagios.
Durante las cuatro cuadras que debió andar apenas pasaron unos cinco o seis vehículos frente a él, y al parecer todos iban al desencuentro. Al llegar al gran viejo edificio donde residía el Club reconoció algunos de esos autos junto a muchos otros estacionados en la cuadra. En el camino se había ido preguntando sobre el por qué de programar y citar un desencuentro con tantos constantes, imparables desencuentros en todo momento y todo lugar, como para concentrar el absurdo, y además, como si significara algo, citarlo siempre de noche; la cuestión lo había ido llevando del borde del abatimiento al de la diversión. Ahora, en el borde, miraba la casa con las luces y la música saliendo por las ventanas y por la puerta abierta, miraba a los que estaban entrando o detenidos en la recepción, y se sintió desorientado. Pero sabía cuánto se lamentaría la mañana siguiente si ahora daba la vuelta y se perdía de esa invitación que por el momento era sólo riesgo, pero que luego sería fantasías inalcanzablemente perdidas. Se encaminó hacia la entrada, desde la que ya podía ver un pasillo que llevaría a un hall; subió la escalera hacia la puerta donde un hombre con traje bastante ridículo perdía su mirada adelante, sin notar su llegada. Pasó a su lado, ansioso de curiosidad, y cruzó el breve pasillo sólo iluminado por la luz de la gran araña del salón al que abría paso. Al entrar vio el mar de gente, vestida como él de fiesta, monótonamente los hombres, despampanantemente monótonas las mujeres, todos con la alegría de la ocasión, parados, bailando o
caminando de un lado a otro, aislado cada uno en su propio goce. La música parecía dar la pauta de la noche, pues no sólo marcaba el ritmo del baile sino también el de los caminantes, y hasta de los que sólo estaban parados cerca de alguna pared sin mirar a ninguna parte pero siguiendo el compás, con una sonrisa en cada labio. Lentamente se introdujo en el desencuentro, esquivando a los mozos y las bailarinas y a los apresurados pasos que seguramente no iban a ninguna parte. Llegó al otro lado del salón donde estaba la barra a la que se apoyaban ya algunos codos, y levantó una de las copas allí servidas. Tomó el último asiento libre y se quedó contemplando la escena, entre trago y trago. Las jóvenes de espalda desnuda se movían y se reían, bebían también en el centro del salón y no decían una palabra. Algunos galanes se mezclaban con ellas y su danza, y apenas si las miraban; la mayoría de los hombres rodeaba el círculo femenino en algo parecido a la acechanza. Al terminar la copa se dio cuenta de que tenía unos incontenibles deseos de orinar. La dejó rápidamente en la barra para buscar el baño; tomó un pasillo que aparentemente iba al fondo del edificio y, vencida su prudencia por su prisa, abrió una a una las puertas cerradas y ojeó las abiertas, topándose con toda clase de desencuentros salvo con el que buscaba. Llegó al fondo del pasillo, que con una puerta corrediza daba a un atisbadamente hermoso jardín, que no pudo contemplar mucho porque la inminencia y el instinto lo
arrastraron por la escalera que había a la izquierda de la puerta, para repetir en el primer piso la búsqueda sin éxito. Pensó que tal vez los apresurados del salón de abajo habían estado (o estaban aún) en la misma circunstancia. Encontró un segundo salón más lleno todavía que el primero, con risas solitarias más fuertes, no tan iluminado, con los desencontrados concentrándose más en la pista de baile. Recorrió sus paredes buscando puertas, por las que encontró una cocina, un amplísimo y atiborrado guardarropas, y otro estéril pasillo. Al enfrentar la escalera tuvo el amargo presagio de que en los pisos siguientes no tendría mejor suerte, por lo que la desesperación otra vez decidió por él y lo llevó a la planta baja, para salvarse en el jardín. Corrió la puerta lo más sigilosamente que el apuro le permitió, y se internó en el césped iluminado buscando el no iluminado. Contra el paredón del fondo, en sombras, descargó sus ansias entre arbustos con un placer que pagaba por toda su aventura. Cuando hubo terminado sintió un ruido a su costado y se volvió en un sobresalto de espanto; alguien se movía, pero aún no podía verlo. Se arregló en un instante y adoptó una postura que hubiera resultado bastante bien disimulada si no hubiera sido por la palidez y el sudor de su rostro. Mientras tanto se hacía visible una figura femenina de tez algo menos blanca, de largo pelo castaño, de hombros desnudos y vestido azul, que avanzaba como un perrito olisqueando entre las plantas. La palidez de su rostro se acrecentó y el sudor se redobló al ver a la hermosa mujer empezar a sonreír
mientras iba quedando casi a su lado. Con el corazón martillándole las sienes, trató de acomodarse el peinado y secarse la frente de alguna manera que fuera elegante; ella, que ya se había detenido a un metro de distancia de él, bajando los párpados, iba ruborizándose lentamente. Él carraspeó, tragó y se alisó el traje de pasada con la mano que bajaba para esconderse en el bolsillo. Ella, algo cabizbaja, miraba al césped, y de vez en cuando le mostraba sus blancos focos en la oscuridad, con sus negros centros que a la luz eran marrón verdoso. Se mantuvo así con ella enfrente cinco minutos, a partir de los cuales el clima se empezó a distender, y pudo comenzar a largar el aire tanto tiempo contenido, poco a poco, al ritmo del corazón tranquilizado. Ella también fue acercando sus ojos desde los esquivos rincones hacia la figura de él, que no temblaba. Diez o quince o cuarenta minutos transcurrieron así, o tal vez fueron horas en las que todo quedó completamente olvidado y las sonrisas se fueron solidificando y naturalizando. En un momento, suavemente como desde el principio, ella dio un paso y todos los demás que la llevaron al interior del edificio, cuando el cielo empezaba a clarear. El desencuentro había sido perfecto. Él, con una tormenta impetuosa y una paz celestial debatiéndose en su interior, dio unas deliciosas vueltas por el jardín, y luego, con la sonrisa indeleble, se marchó a su departamento. No pasó una semana antes de que la volviera a desencontrar. Fue en una plaza a mediodía, aquello
duró toda la tarde hasta que se la llevó la noche. Luego en un café, en un parque, en su departamento... la línea habitual de los desencuentros llevando progresivamente a la mudanza de ambos a una sola casa, duramente hipotecada, donde podrían hacerlo en todo momento, ya que ése era el tipo de desencuentro que les interesaba, al igual que a los del Club (con el tiempo lo comprendió), el que se daba en el mismo lugar en un determinado momento, tan reducido y tangible que pudiera ser vivido. Más de veinte años y dos hijas (por demás muy lindas) fueron el fruto de ese primer desencuentro tan feliz. Todo fue un largo y poblado desencuentro que culminó con la muerte de ella, y que terminó con toda posibilidad de esperanza de encontrarse, que igualmente ninguno había tenido. Él siguió viviendo en la casa que ya era suya, cancelada años atrás la hipoteca, donde también vivieron esas lindas niñas hasta que se fueron a otros desencuentros en otros lugares, y sólo quedó él en la casa llena de recuerdos. Una vez le llegó otra tarjeta de invitación, todavía en el mismo Club, después de tantos años. Ya había llegado una, cinco o seis años después del casamiento, y había ido junto a ella, rememorando ese perdido tiempo, esa noche, cada uno con su recuerdo. Ahora, cansado, desistió de considerar la invitación siquiera como una oportunidad de llanto; nada lamentaría por la mañana siguiente.
Los a帽os lo fueron encorvando y olvidando, y lleg贸 a morirse sin haberse dado cuenta de nada.
EL FANTASMA
Un fantasma recorre mis días: el fantasma de la buena suerte. No hace falta que lo busque (aunque nunca me hago caso) no hace falta que lo espere para que aparezca en el momento cualquiera desde sus felpudos pasos de silencio, desenredándose de entre el mar de caminantes que quedan hechos gris tras su figura llegándome desde el recodo más cercano regalándome ya la primera sonrisa qué buena suerte. Es presencia y es ausencia, claro está porque en su mismo ser hay negación casi con nombre y apellido, con mapa irrealizable la negación de la imprescindible distancia de todo fantasma. Un paso más y alguien quedará liquidado dice la misma sonrisa, que ya será la tercera así que ahí se queda, tirándome palabras de ventana a ventana, con broches y nudos.
De más está decir: un fantasma de buena suerte es un duro diagnóstico porque afirma la mala en cada minuto de ausencia pero casi con lógica me retribuye la ausencia presente con ausente presencia y hay algo de su no estar que se queda y ahí se queda, en mi pensamiento en la espera que no hace falta pero no falta. Basta para mí basta para todos. A mí no me queda más que vivir entre las gentes y dormir de costado y creer en la miseria ciudadana pegando las mejillas a las puertas; yo sé que otro remedio no habrá más que una inesperada visita de palabras mágicas, es decir, reales de un rostro despojado de todo velo de un sentir sin maquillaje de una amistad sin equipaje porque no hay destino ni boleto sino viaje. Y todo es cosa de minutos, no se crea a lo sumo horas, pura arena en que la velocidad pierde sentido
porque al empezar a andar se llega. Temprano o temprano parpadea antes de cumplir la fatalidad no sin dejar caer la promesa de que los días seguirán pasando y así se enreda en el laberinto fluido de veredas y rostros con esa vocación de perderse… Un fantasma recorre las calles no se asuste: no se le nota.
FUGA Y MISTERIO Tatára tata tára tata tára, tarará Arranca el bandoneón; lo vemos atlético, veloz, ha aparecido por una sombra y oímos sus pasos sagaces y perseguidos. Apenas nos dice eso, que guardemos silencio, que ellos están muy cerca, y que debe huir; nada nos explica sobre el por qué, no hay tiempo, mientras se deslizan sus ojos furtivos que siguen abriendo camino por los rincones. Trepa, baja, corre, y entra la guitarra persecutora, apurada también, repitiendo los mismos pasos, las mismas palabras, hablándonos en el centro del escenario del bandoneón fugitivo al que estamos viendo atrás, tomando uno y otro camino, trepando azoteas, bajando escaleras laterales. La guitarra nos mira con fuego en los ojos y pregunta, revisa rincones, busca rastros, se va alejando hacia un rincón para que llegue el violín, quien tal vez ha sido el injuriado, el acusador o el enemigo secreto del bandoneón, pues se lo ve muy alterado y casi exagera sus acusaciones y demandas a la orquesta, parece herido en su orgullo, y le pisa los talones a la guitarra, la detective. Suena acusadora porque repite exhaustivamente lo que ha venido gritando en falsete durante todo el camino, seguramente para mantener
eufórico al grueso de la horda que viene detrás, y es el piano. Ya se ve el traje oscuro de ese imponente, terrible sujeto que aparece con su tono grave, sus bigotes y su mollera calva, aparece a la vista por primera vez un revólver, que conmociona la escena al hacer pensar en el peligro que corre el bandoneón, al cual apenas podemos ver como un punto a lo lejos, si es que eso es él. Lo vieron, un tambor lo descubrió por lo bajo y se lanzan a una feroz persecución cuerpo a cuerpo, vemos correr al bandoneón con todas sus fuerzas, y a la enorme bestia (que tal vez sea la Justicia) que ya lo va confundiendo con ella misma, tan cerca, a un solo paso, por un empedrado mojado de noche que presiente ver una sien contra algún adoquín que no dolerá, se ven los rostros de los primeros persecutores, serios, se oyen sus pensamientos fríos mientras la carrera calienta húmedamente sus cuerpos bajo los trajes, en sus ojos brilla la imagen del bandoneón que ansían ver muerto. ¡Lo tocan! De un manotazo que largaron han alcanzado su hombro. ¡Otra vez! Lo han hecho tambalearse, pero él sigue corriendo. Sale a una avenida, se abre la escena de la eterna persecución y la persistencia de la fuga. Aquí toma distancia nuestro héroe, pero sabe que no puede esconderse más, no hay más rincones, están a la luz de una luna y varios faroles, se repiten los pasos, los recuerdos, pero esto que nunca acabará de alguna forma ha acabado. Lo que sigue parece el epílogo de Romeo y Julieta: los dos linajes lamentando las tragedias, culpándose anónimamente, lo inevitable.
Qué es esta caminata del violín, seguido por un séquito, con esa melancolía de que pese a todo no ha ganado nada, su fervor apaciguado en sus palabras pero después de todo, para qué, pero todo ya ha ocurrido, y es irreversible. ¿Qué tragedia ha ocurrido? ¿Ha muerto el bandoneón sin que el violín lo quisiera? No, aquí está el bandoneón, que también camina, despacio, como queriendo detenerse en cada lugar. ¿Acaso es un jardín de flores lo que está cruzando, lo que acaba de dejar atrás, está atravesando la ciudad para ir a la prisión, al tormento, a la Nada, a la escabrosa celda subterránea? ¿Ése es su lamento? ¿O es otro, y lo que está atravesando es el tiempo, las primaveras y los ocasos, los largos años con la melancolía de quien los pierde huyendo, en esa tonta, irremediable, eterna fuga? Frustrados el violín y el bandoneón, que en la avenida se dan la mano como buenos perdedores mientras siguen corriendo. El bandoneón suspira.
SILENCIO
Tu silencio piedra azul invisible en el desierto nocturno tu silencio navaja lenta, ardor lento, hielo a fuego lento tu silencio como el infinito, en un pozo, en un pie gigante tu silencio asesino de esperanzas, torpezas, flores tu silencio minando puentes cada vez más inútilmente sutiles tu silencio puño cerrado en plena cara, hinchazón del pómulo tu silencio mil nardos clavándose más y más en la piel lenta rueda aplastando sin apuro mi cuerpo de pies a cabeza tu silencio agudo grito, inaudible por lo alto y pavoroso tu silencio calla. Tu silencio murmullo de un arroyo nunca visto por los seres tu silencio cadencia de estrellas en mis ojos y en mi sombra tu silencio ventana a un fluir de ojos transparentes tu silencio testigo de la muda vibración del aire, traspaso inmóvil tu silencio de perfil que algo te está absorbiendo por completo
tu silencio carrera de plumas en cĂĄmara lenta bajo el sol a la vez hĂşmeda caverna soĂąada y polvo seco brillando junto a la ventana tu silencio pureza de momentos eternos aunque se olviden tu silencio aventura de dos, poblarlo de magia tu silencio de ha amanecido mientras nosotros en tu pieza tu silencio incontenible gaviota dando vueltas tu silencio habla.
FATALIDAD A Lucas Vanza (sí, otra vez) Mi hermano llora me ve ve su imagen en un espejo. El reflejo consiste en una simple diferencia de tiempo (rayuela invertida que es el tiempo); yo estoy en el cielo y él ya anda por los pisos bajos pero es cuestión de tiempo y él lo sabe y yo lo sé.
FRAGMENTO DE CONVERSACIÓN TELEFÓNICA
Hoy estamos todos te digo a los que veo desde acá: el coral, mi querido querubín el pavo real que se inclina cortésmente burlándose de los espectadores de su trasero lleno de párpados el ejército, reunido como por primera vez, todos de uniforme, todos de gala, con los ojitos vidriosos la vecina entusiasta, o como le digo yo “el resorte”, porque siempre su energía positiva me propulsa hacia la profundidad de mi colchón la nube que aquélla vez me dejó recordarte con luz artificial todas (pero todas) las espinas de pescado que me clavé en el paladar en años de sobreictícola esfuerzo mis amigos, los fantasmas nocturnos, pobres, compañeros de tantos silencios postllanto en los que intentaban distraerme con tremendas estupideces, y lo lograban, y me dolía, y cómo los fui empezando a querer el infaltable mendigo de caricias, el osito de peluche que carga conmigo desde que nací
la majestuosa Lady Baguette, con su intachable sentido de la frivolidad, y esos vuelos de peinado siempre más ridículos que nunca ¡uh, qué sorpresa, mirá quién vino! Ah… pero esto no me lo esperaba: ¡¡¡el tiempo perdido!!! … Sí, muchachos, sigan pasando, no por favor, pasen nomás… así que vino, che, y desde tan lejos, se jugó. No, la cosa fue así: yo estaba acá tomando unos mates conmigo y de repente –no sé de qué estábamos hablando– salió el tema: ¿che, te acordás? Me miré al pasar aún sin procesar los sonidos en mi cerebro después reaccioné: miré por la ventana, ese cielo nubarroso y me dije, como repitiéndome “te acordás” y ahí nomás empezó la charla segundo a segundo más encendida y empezaron a surgir los nombres, como brotando de la tierra todos embarrados y llenos de trozos de ladrillos y vajillas sepultadas y fue como una ola arcoírica abriéndose poco a poco hacia las alturas, y nos arrastraba, y de pronto tocó la cima, embarbó la espuma, y se lanzó hacia el horizonte a toda velocidad y a todo color
ay, era el frío y el calor, era propiamente el verano y chau, alguno de los dos cazó el teléfono y empezó a marcar. “¡Hooola, cómo andás!” escuchaba yo cada dos por tres por el tubo, tras la tela de gasa (o de araña, yo no entiendo mucho de electrónica) que separaba las voces en el teléfono y era unánime la respuesta “¡¿Qué mañana?! ¡Ahora mismo salgo para allá!” con vinos prometidos, sánguches y regalitos postergados que habían quedado en algún cajón y bueno, por supuesto la espera que no es espera, que es exactamente el enemigo de la espera, la ansiedad efervescente que se quiere salir por la boca y es frenada por las fuerzas de seguridad, generando un corte de tránsito a la altura de la garganta. Y al rato ya estaban llegando, pero obviamente algunos a su vez llamaron a otros, porque llegaban más y más y en todo el barrio se escuchaban los “hooola”, los “qué hacés”, las risas agudas de todo viejo amigo con cierto nivel de canas, los bocinazos de los que no pueden esperar a que el motor frene, los cantos improvisados a la vieja usanza y nunca pero nunca dice ausente el “¡aaaaaahhhh!” general ante la repentina frase del día, cuyo autor gana en mejillas lo que ha perdido en dignidad.
Y acá estamos, ¿qué puedo decir yo de todo esto? Me ha excedido si te digo que hace cuatro horas ni soñaba con un reencuentro así en esta vieja casa que no volví a pintar nunca, te lo juro que tiene la misma chimenea inútil, el mismo cielo de tristeza y soledad pero que no puede contener los bríos de una fiesta, bah, de una reunión, que es una fiesta. Es como si fuera el primer día, como si fuera el último ¡¡están todos!! No entiendo si soy feliz o un hombre o si estoy muerto, o si perdí el conocimiento tras el último espasmo, pero no me importa en absoluto, porque por ejemplo mirá quién vino: ¡Tom el alguacil! ¡Viejo canalla, dónde anduviste tanto tiempo! ¡ja ja! ríos de tinta, ay, ustedes sí que son amigos del alma, pónganse cómodos pero no me manchen a la gente, por favor y mis infernales piojos, roedores salvajes, chistones inquietos, ¿también a ustedes los extrañaba? mis héroes, los bienhechores, ¡abrazados a mis archienemigos!, ya están borrachos ustedes vos sos… no… ¿vos sos el pájaro que me cagaba todas las mañanas la ventana? ¿Cómo andás, atorrante? Vení, pasá que estamos todos. No, ya sé igual que vos no vas a venir, ni te lo iba a decir es obvio que es tarde y estás lejos y todo
y claro, lo que hablamos de que nunca más, por eso pero nada más te quería contar, porque de pronto se me hizo tan lindo esto y a veces es tan necesario compartir con alguien un momento así pese a cualquier cosa, que le hice un tajito al contrato y te llamé. No, todo bien. Así es che, todos todos. Increíble la alegría que nos damos entre borbotones de lágrimas, miralo a Betunazo cómo llora, mi amor, perrito lindo. Es obvio que es por hoy y que como mucho a la mañana se van, y yo me quedo tan obvio como que mañana yo no me quedo, se queda el que estoy naciendo, en una cuna llena de amor, de cálida amargura mecido por todos y cada uno de los presentes que me van a reclamar para tenerme en brazos, un ratito aunque sea, pero cuidado con la cabeza, sostenela con la mano y que por supuesto estaré solo, pero adiviná qué acaban de decidir en eufórica y dudosa asamblea que van a pintarme toda la casa y acomodarla de arriba abajo y ya mismo se pusieron a hacerlo, si los vieras, todos de un lado para el otro, corriendo muebles, llevando escobas y cantando entre todos, no sabés qué lindo.
DÍA
Despertó. Pensó. Se levantó. Comió. Salió. Cerró. Caminó. Encontró. Saludó. Comentó. Escuchó. Se enteró. Ocultó. Saludó. Corrió. Corrió. Corrió. Llegó. Llamó. Esperó. Vio. Escuchó. No saludó. Entró. Caminó. Se sentó. Miró. Dejó. Miró. Dejó. Miró. Quiso. Oyó. Señaló. Se levantó. Paseó. Sobró. Rió. Suspiró. Volvió. Se sentó. Se quebró. Se encogió. Lloró. No escuchó. No quiso. Alzó. Miró. Acusó. Insultó. Despidió. Salió. Golpeó. Se ocultó. Lloró. Se calmó. Anduvo. Compró. Abrió. Fumó. Fumó. Fumó. Fumó. Caminó. Frenó. Se apoyó. Fumó. Fumó. Caminó. Llegó. Llamó. Esperó. Sintió. Encontró. Pasó. No respondió. Se acostó. Lloró. Fumó. Contó. Fumó. Gritó. Se levantó. Enloqueció. Rompió. Calmó. Se arrepintió. Lloró. Pidió. Recibió. Sonrió. Escuchó. Entendió. Se angustió. Aceptó. Serenó. Durmió. Soñó: huía, veía, llegaba, encontraba, buscaba, no encontraba, corría, tropezaba, volaba, caía. Despertó. Vio. Sonrió. Habló. Se consoló. Se levantó. Fue. Agradeció. Saludó. Salió. Llamó. Subió. Indicó. Esperó. Llegó. Pagó. Bajó. Entró. Buscó. Encontró. Preguntó. Escuchó. Se alejó. Pensó. Decidió. Volvió. Compró. Saludó. Esperó. Recorrió. Se sentó. Fumó. Fumó. Fumó. Se levantó. Se dirigió. Hojeó. Compró. Se sentó. Leyó. Oyó. Miró. Se
levantó. Caminó. Esperó. Entregó. Subió. Buscó. Encontró. Se sentó. Leyó. En otras palabras, se fue.
LOS ESPEJOS A Magalí Batiz El primero fue el regalo de nacimiento que le dio su padre. Ni este hombre recordaría el momento o el lugar exacto, pero admitirá que la dejó mirarse por primera vez a los ojos, para descubrir que tenía ojos, y no sólo eso sino que además eran grandes y ávidos, lúcidos todo el tiempo. El segundo lo encontró una mañana despejada en que un rayo del sol que la hizo despertar rebotó en algún lugar entre las plantas del jardín, figurando un pequeño sol alternativo, irradiando luz desde el nivel del suelo. Se acercó al resplandor receloso entre las hojas y en el interior de la cueva que formaban descubrió un trozo de espejo del tamaño de su mano. Desde donde lo vio reflejaba una pierna suya; ahí descubrió que tenía unas pequeñas, blanquísimas piernas de caballo. El tercero pasó estruendosamente por la calle mientras sus padres dormían la siesta y ella jugaba junto a la reja de su casa. El auto tenía, tan brillante como su roja carrocería, una línea plateada por la que ella, sentada en el pasto, pudo ver el delgado y efímero reflejo de una parte de sus altas orejas; supo que tenía orejas de liebre.
El cuarto apareció por primera vez en la risa de su amiga, sentadas en la cama a media tarde y con la leche chocolatada esperando en la mesa; tardaría mucho en mirarse en ese espejo y comprender (luego de mucho ocultárselo) que lo hermoso que había descubierto en la risa de su amiga estaba en ella también; tal vez por eso ese espejo volvió innumerables veces hasta que sus ojos se dieron por vencidos y aceptaron la ambivalencia, y vieron por primera vez un reflejo de lo que mucho se nombraba sin conocerse de vista. El quinto fue el agua de un arroyo que encontró en un viaje con su familia durante el cual se había ido alejando cada vez más de su compañía. Puso las manos sobre las rodillas y se buscó donde el sol no sofocara los reflejos; vio que su cara era joven, temblorosa y fluida, y que en ella estaba asomando una mujer. El sexto se clavó con la mirada de un chico del colegio; vio que su pecho era de fuego y sus labios de carne. Los espejos siguieron apareciendo: en una gran caverna donde el aire retumbaba delatando cada movimiento que se atrevía a hacer y amplificaba cada paso en falso de su miedo, el eco le reflejó los gritos; supo que su voz tenía la profundidad del delfín; una noche dolorosa de aplastantes estrellas e indolente luna le dejó ver que tenía alas de pato; gracias a un libro descubrió que tenía sueños de alas y esas alas no eran de pato sino de gaviota;
una espada y una pared conjuraron un mismo espejo; vio que tenía manos de hombre; entre la multitud, una noche lluviosa sobre calles empedradas y bajo antorchas ahogadas vio que tenía pies de gato; un señalador que le fabricó a un amigo le mostró su dedicación y talento de hornero; luego el amigo, mientras ella trazaba las líneas que su nueva agenda no tenía en cada hoja, lo ratificó; muchas otras espadas y paredes fueron sucesivamente reflejándole más cosas: sus miedos necesarios, su inteligencia esclarecida, su soledad compartida; –tantos otros rostros fueron igualmente fieles– en unos dolores vio que tenía vientre de vida; durante un viaje, un desconocido del lugar le regaló un pequeño espejo circular en el que vio algunas líneas bastante marcadas en su cara; de vuelta en casa, en el cajón de los recuerdos cayó sobre un espejito un cabello desteñido... Nunca apareció un espejo absoluto, al menos no de afuera.
VUELTA A CASA
Madre del dolor, si estás ahí, escuchame. Soy yo, tu viejo siervo, tu viejo cachorrito, primero tímido, después bocón, después arrogante, y al fin… Ya sé que te debo muchas disculpas; mi fuga la primera. Sé que no sos ciega, aunque lo aparentes e incluso juegues a serlo. Lo sé, porque sos mi propia madre. ¿Cómo no habría yo también de desgarrarme al partir, buscando que ese horizonte que prometía olvido se acercara en algún momento y se hiciera un lugar, un nuevo hogar, donde podría muy bien renegar de mi pasado y carcajear e inventarme yo mismo mi propia identidad, mis nuevas raíces ya no húmedas de llanto, ya no ancestralmente amargas, sino “¡puras!”, “¡jóvenes!”…? Cómo he blasfemado, mamá, qué insolente fui. Y ahora lo veo. Si estoy aquí (no me preguntes dónde tengo los pies, por favor, no seas tan severa, dignate a recibir esta humilde mirada), si estoy aquí es porque ya comprendo, y ahora veo con la claridad del tiempo y de la desventura, ya sé, el que me podría haber ahorrado, el que según tus palabras pretendías ahorrarme, por mi bien… Era un niño, nada más, y sabrás de sobra que era un niño asustado: todos los que
se van con grandes bocas hinchadas de burlas y proyectos, grandilocuentes y casi siempre hurtando algo de la cocina, todos esos pequeños tontos vanidosos, se van con un miedo terrible. No debe haber miedo más grande que el de ir a comprobar una fe, esa la primera, la única. No es que esté arrepentido de mi decisión, mamá, aunque sí te pido disculpas por todas esas palabras que eran absolutamente imprescindibles para que pudiera desprenderme de vos, para darme valor, para crear lo irreparable, y que desde hace tanto tiempo están de más en esa escena. Me asombro de ese fuego, de esa inocente audacia, ¡hasta le di propina al primer mozo! Todo habría terminado más rápidamente si de paso me hubieran sonado los mocos, pero habría sido fatal: en realidad necesitaba de este largo tiempo de haber probado los manjares, de haber sentido la culminación del éxtasis, y, te lo aseguro, sin ningún remordimiento, tenía que llegar a esas cimas plenas de vibrante gozo, de emoción húmeda que aún ahora y nunca dejará de hacerme arder el pecho y la garganta. Y es precisamente por ese ardor, madre, que aquí estoy, que mi frente está bien seca y ya no te tiene miedo, que ya no es un corazón inocente, que ya nunca jamás podrá ser ojos ciegos, aunque toda la niebla del mundo los obligue, aunque el mismo carozo amargo y comprimido que habita mi pecho sea un mundo de tinieblas, un pequeño cuarto perdido que ya ni recuerda las telarañas de alguna vez.
Estoy cansado, madre, estoy triste, estoy vencido. Ya lo sabés, con sólo mirarme. Es más, seguro que desde el principio, desde el primer día lo viste todo, supiste exactamente cuándo iba a volver, reconociendo así que lo que yo estaba haciendo tenía sentido, y era lógico, y… y… valía la pena. ¿Me darás esa indulgencia? ¿Tirarás de un empujón la balanza porque después de todo soy tu hijo!, y aquí estoy llorando en tus rodillas no como un niño, no como un pobre huérfano asustado, sino como un viejo, madre, como ya tu hermano! Si vos no envejecés nunca, si ya no podrías envejecer ni un minuto más, y a mí no me falta mucho para alcanzarte, si ya este carozo está duro y no puede más, y hasta brilla la gruesa capa de cenizas que lo recubre, donde, luego del fin, se depositará la nieve, y, sobre ella, el polvo. Ya no estoy para chistes, má, no te haré ninguno. Sé que vos tampoco, no sos tan cruel, es más, sos la compasión, el condoler, el consufrir, el compartir. Te prometo… ¡bah, ya basta de esas huellas de aventurero! Nada más te digo que vengo a quedarme callado, que no alzaré voz ni brazos, que ya estoy consagrado a lo que siempre fui, a lo que si alguna vez soñé con dejar de ser, fue por creer en el horizonte. Ésa será la frase con que me despida, eso tal vez sea lo único que salga de esta indiferente franqueza a mi lejana, lejana superficie: “No se puede llegar al horizonte. Es un invento de los ojos”. Y lo diré sólo si me lo piden, y sobre todo, sólo a quien yo esté seguro de no poder convencer. Porque, madre, te diré una
cosa: éste es mi hogar, es mi eterna casa, pero nunca dejará de ser mi eterno espanto; esto es horrible, mamá; si no fuera de tu sangre no podría mirarte por el asco y por la fiebre, y a nadie deseo que me acompañe en este destino. Pero yo me quedaré, má, y ahora es para siempre (como siempre lo fue), aunque allá no me lo crea, aunque crea ahora despertarme de un angustiante sueño, aunque no sepa luego nada de todo esto. Será nuestro secreto. ¿Me recibirás ahora, mami, perdonarás, má? ¿Eh?
CADENCIA (para leer detenidamente) Yo Yo he Yo he aquí Yo he aquí sin Yo he aquí sin un Yo he aquí sin un minuto Yo he aquí sin un minuto para Yo he aquí sin un minuto para no Yo he aquí sin un minuto para no mirarte Yo he aquí sin un minuto para no mirarte he aquí sin un minuto para no mirarte aquí sin un minuto para no mirarte sin un minuto para no mirarte un minuto para no mirarte minuto para no mirarte para no mirarte no mirarte mirarte.
ADIVINANZAS
Con respuesta * Nunca sabré si me engañan, porque siempre viviré engañado. Les debo tanto y los castigo tanto (porque es preciso hacerlos sufrir). A veces son míos, a veces soy de ellos, me llevan, los llevo, me pesan, los quiero. ¿Quiénes son, y qué me muestran qué hay que no puedan alcanzar, qué prisión no pueden crear qué mundo es el que hay sin ellos? * No te preocupes por ella, nuestro ser la impide. Antes y después tal vez, pero ahora sólo en nuestra mente la aniquilamos con nuestro pensar en ella,
nuestro crearla, a ella que no quiere ser. ¿Quién no es? * De todo me arrepiento menos de una cosa: de esta confesión. Sólo los siglos me trajeron el remordimiento, sólo monotonía sin soles ni quienes, hasta decirme desde las palabras (que han quedado, como una especie de condena redentora) que estoy listo para no haber sido jamás quien me trajo a hoy. ¿Quién he sido? ¿Qué nombre me traerán los jueces mañana? ¿Vale la pena mi triste personaje (aunque no se me permite la tristeza, no han podido evitar que ante las caras nuevas yo haya ido envejeciendo), vale a no ser? ¿Mi naturaleza me permitirá redimirme y evitar mi ser o mi confesión (que no quiero evitar)?
* ¿Qué es, encontrada por este amordazado ser (tortura es de él que lo tiren por todas partes, hacia un afuera del que se oculta, pero que ansía,
por un camino que no es ningún rostro (o todos. pero no puede sangrar tanto)), por este sinnombre sinforma encontrada, propia de la caverna o llegada de un afuera o del fondo que ya no es caverna encontrada, usada por él y por los ecos que la trajeron al absoluto ser humano, para cifrar su palabra, tocar una forma, hacerlo vibrar para que estremezca los corazones del día que se sentirán tan inexplicablemente plenos, gozosos, apasionados, lacrimosos, tocados desde dentro de su propio ser? ¿Qué es, que eriza la piel cuando uno vuelve a su centro, y el centro llega a la piel y uno es por un momento nadie, ha perdido el rostro y a veces cree ver un Dios, porque así llama a veces al prisionero que grita su canto sublime para que lo escuchen y no nos olvidemos de él?
Sin respuesta * Tornas en gris todo mi día y como la vida a veces es espejo
a veces también mojo mi cara y pierdo los colores en el río que viene del sol y hacia la noche vas. ¿Quién eres? * No quiero creerte, porque hacerlo es no creerme. Tengo miedo de verte por que robes mis ojos (si el alma va hacia los ojos, hay un puente y no es imposible tocarte). ¿Quién sos? * No me aplastes, desde abajo ni me tragues con tu hambre, mezquino como eres a mi sed y a mi piel sordo como haces el silencio en tu vientre. Y tu tiempo, ¿cuál es tu tiempo? ¿es cierto que no tienes que soportarlo? ¿y tus dientes, tan blandos y cobardes, tan poderosos, atractivos, magníficos? ¿Y tú? ¿quién eres? *
Buscas mi cuerpo y rechazas mis besos, consumes mis horas y me pides mi pasado y me pides mi futuro y me quitas mi cielo, alientas el fuego y huyes de él y no quieres verme, no de tan cerca. ¿Qué quieres? * ¿Qué es, que está adentro pero se ha ido? ¿Qué es, que es de afuera pero se ha infiltrado hasta la esencia, hasta donde pierdo el rostro, caminos desandando sus divergencias hasta la unidad oculta, ermitaña, presa, esclava de los rostros, que quiere gritar desde el fondo su ser? * Te amo, Sol, eres mi padre. Sé que nunca te alcanzaré, aunque te emulo, en cada obra, cada día; te veo y no soporto mi carne y trato de ser luz y ser cielo y sueño con tocarte sin que me fulmines y fundirme como tu sangre para que me salves. Padre, ¿quién es mi madre?
EL SOL Y NOSOTROS el sol derritió los océanos y nosotros nos creemos dueños de algo el sol secó la tierra y nosotros nos creemos libres el sol raspó las arenas y nosotros queremos ser eternos el sol ató los crepúsculos y nosotros somos crueles el sol elevó las nubes y nosotros nos creemos intocables el sol mueve tus alas, pájaro y nosotros nos dejamos pasar el sol nos lee y nosotros nos creemos solos el sol hizo la sombra y nosotros destruimos cuanto podemos el sol es diminuto y nosotros somos gigantes el sol destruye cuanto quiere y nosotros nos atrevemos a matar el sol no sabe nada y nosotros queremos salir esa lámpara arriba, más vieja que este aire y esas maravillas efímeras que no entendieron nada y se van.
HIMNOS A NABUCODONOSOR I Un día fue árbol, aire, río subterráneo, hueso, otro día será charco, escarcha, hoja, carbón. Este día es el encuentro, la perfección, el rey. Soy esclavo de esa coincidencia de cosas, de días. II Misteriosas bocas se tienden a tu amor. Son tan frías, si tú pudieras verlas; pueden sublimar cualquier canto pero no rompen en llanto a la luz del sol. El público echa luz y no se ve adentro, sólo el reflejo fiel del día en las paredes y ya todos a tus pies, rey del día. III Dicha, dicha y más desiertos amén de tu nombre. Eso y seremos felices,
eso y grandes palacios desde donde ver la declinación del día, de la noche, de los combates, de la gloria, de nuestras sombras, de nosotros. IV De oro eres dios, no puedo verte de plata eres rey, no puedo tocarte de bronce eres mago, no puedo engañarte de hierro eres prócer, no puedo vencerte de barro eres hombre, no puedo salvarte. V Y tanto te glorías de todas tus manos, de todos los pies que conduces al horizonte que te crees todos, y eres tan tonto que te tranquiliza ese veneno del alma. VI Fue tu miedo el que elevó el muro, el miedo a tu propia sed (que fuera un reflejo del otro lado, eso fue tu obsesa perdición),
la sed que saciaste en Egipto y se asoma, repitiéndose, por el Norte. VII Tendiste tan grande la red que no pudiste recogerla y la presa aprendió a no volver nunca y tú al fin aprendiste que presa y cazador siempre se cruzan. VIII Cuántos años esperé para volver y vengarme y todo lo que encuentro es un montón de huesos y polvo, mucho polvo.
TIERRA LLENA
La luna llena es un viejito triste de bigote y ojos grises, cachetón, sin ojos, sólo fosas, sólo párpados. Así mira este inalcanzable cuerpo que fluye, y desea su ebullición, y no escucha los cantos a su quietud. A medida que se va vaciando, que puede volverse al infinito que es de ella que cierra los ojos a su envidia terrestre [y su desazón], que se nos esconde, una sonrisa se va quedando en la espera, callada sonrisa, toda su cara se va transformando en una gran boca que sonríe a su suerte, y puede esperar, mientras se come a sí misma para nacer de espaldas. La luna que no nos ve es feliz. Luego un desgarramiento, apenas un párpado que se entreabre del sueño y una boca en que no cabe la amargura, y el mal humor, otra vez la envidia, la vergüenza y el pavor, otra vez abrir lentamente la boca para llorar cada vez más ruidosamente
hasta que el paroxismo de ese llanto vomita al viejito triste, tan hermoso.
TE INVITO
Vení a mi barco de chocolate con nueces de buey a mi cascada de metal por la que corre húmedo viento a mi caricia untada en nubes como dedos a mi estanque de palabras dormidas como estrellas. Vení a buscar las grullas de papel que te esperan con mirada glacial a surcar mi hierba intacta marcando tu paso al sol a la montaña de cosas que tengo para decirte a volar en aviones de madera, o ni siquiera. Vení por donde viene a veces el cartero a consolar a mi buzón desde lo alto de las casas donde habita la gente, bajá como las aves vienen cuando les tiro unas migas como viene una amiga cuando le tiro una flor. Vení sin darte cuenta de que estás viniendo sin darte cuenta de que estás cumpliendo
esas promesas de día de semana, de jueves esas cosas que había que acordarse de no hacer. Vení y que no se te pase traer tus lápices de colores, la envidia de toda la clase y que no se te enrede esta vez en los pies el barrilete de ese pobre chico, que se le vuela. Vení a contarme lo que se traerá el futuro a mojar los pies en la pileta de la cocina a cambiarme las lamparitas, que no llego a saborear el postre de la abuela. Vení y quedate un buen rato, no te vueles jugá alfil por torre, que te conviene pintame una pared, pintame la cara pero por favor, no la pintes de verde. Vení y contá a la noche las estrellas conmigo y armá constelaciones con el canto de los grillos y rodá una par de veces por el living celeste y sacá tus cuchillos, matá a mis cortinas. Vení y no seas caradura, mirate al espejo para que te dibuje un bigote de jabón
y te corone reina del azulejo y celebremos bodas de cartón. Vení que te lo pido vení que ya hice la torta más fea del mundo vení ya cambié las sábanas del cielo vení que te lo pido. Vení, vení, vení, vení. Y cuando cumplas mi itinerario ite por donde has venido.
PERSPECTIVA
Posémonos sobre Madrid, sus deslumbrantes fachadas, sus clarísimos cielos antiguos, posémonos sobre Lima, las sinuosas calles y las colinas que parecen decir posémonos sobre Londres, sus vastas torres y todo en una noche oculta detrás del intangible telón, posémonos sobre La Plata, ahí está su catedral, la plaza mayor, sobre los bordes del horizonte el bosque; posémonos sobre la Atlántida, entre tanta oscuridad que tapa al verde que tapa al milenario blanco, allá en ese frío abismo negro y poblado de abominables criaturas, sus columnas destruidas, las ruinas de panteones un, dos, tres, cuaún dos tres cuatro ynomemiraynomemiraynomemiraamí, ynomemiraynomemiraynomemiraamí, ya vemos sus parques y sus torres y sus arenas y sus flores, todas llenas de la magia que no han podido borrar aún (dos, tres, cuatro) y de las ruinas surgirán palacios y monos, muchos monos sobre Roma, sus empedrados atestados de remolinos de gente, imposible llegar a algún lugar, como Bagdad, posémonos sobre Bagdad, no, mejor no nos posemos sobre Bagdad. Y ay, algunos ayes se suman: ¿dónde está mi libertad? “Yo creo haberla visto por Bogotá” Bueno, posémonos entonces sobre Bogotá. No, tampoco nos posémonos sobre allá.
Descreimientamos todo. Entonces qué queda sino un viaje al Sahara, posémonos debajo del Sahara, bajo su techo de fría arena que luego es caliente arena y luego caliente aire y luego frío aire y luego vacío y luego sol y luego vacío y luego sol y luego vacío y luego nos posaremos sobre donde ya no haya ni ningún testigo del silencio ni ningún pedazo de ruido, ahí, en una siesta de Sicilia, en ese verano de verdes colinas y pueblos llenos de invasiones y muerte, y vida, posémonos sobre Agriguento, o sobre esta silla, al lado de la pantalla que no sabemos cómo desde nuestro amanecer animal ha venido a parar aquí, a esclavizarnos con sus favores. Ya vamos comprendiendo que no nos queda ningún lugar donde reposar tranquilamente los oídos sin que se nos infecten los ojos, entonces posémonos sobre este cálido día de primavera, con ese esporádico viento que se cuela como burlándose entre multitudinarias piernas, seguramente poblado de pájaros en alguna parte, porque ya no nos posamos en otra quimera que la de ojos, y esta quimera sólo quiere desposémonos alegremente al son de nuestros pasos, desposémonos en el sabor de lo que nuestras manos saben hacer, desposémonos como conejos, desposémonos en las plazas, en cada esquina en las veredas en la calle, en un martes treinta y ocho de octubre a las once y seis de la mañana, por qué no, bajo el cielo despejado, más allá de toda nube. Un leve cambio de perspectiva nos devuelve de cada intento de fuga, entonces no podremos escapar huyendo sino sólo persiguiendo; un cambio que nos conmina “no los monos, sí las manos”. Y entonces
estaremos de verdad en el Congo, sus selvas como enormes marsupiales de plĂĄtano que a cada instante nos dan la bienvenida, o en los Alpes, sus curvas flameantemente verdes como si fuera Mendoza, sus hermosos valles hermosos, o en Atenas, sus ruinosas glorias a despertares pasados, a viejas cadenas, o en Bagdad, por quĂŠ no desposarnos en Bagdad.
TONTOS
Como cuerpos nos entrevimos como todo nos encontramos como lenguas nos enredamos como tontos nos perdimos.
OCTAVO LAMENTO (GRANDÍSIMO)
Me muero. Minuto a minuto moriré por la calle, en casa, en ómnibus, en aulas. Vos te vas y yo me muero. Lo peor es que seré testigo de mi muerte, mi letárgica espera y mi resurrección, todo en la misma línea. Yo era un alguien que necesitaba de tus manos, que las tenía, que no pensaba en otra cosa que ellas y que sin ellas no podía vivir. Ahora tampoco puedo, por eso sé que estoy muriendo, para que venga y tome mi cuerpo y mi hilo de voz y mi memoria otro alguien, radicalmente diferente, que no necesitará de tus manos para levantarse de la cama, y que te recordará tan dulcemente, tan desesperantemente dulcemente, ya tan mortalmente lejos. Seré otro, pero aún no lo soy. Ahora me muero.
ÉL SE SENTÓ EN MI CABEZA
En Armnenburgo tuve un problema de cuchillos, porque había estafado (pero sin querer) al hombre que me había hospedado y protegido, porque yo estaba prófugo, me había escapado porque realmente yo no tenía nada que hacer ahí, me parecía una total pérdida de tiempo, con los días hermosos que debía estar haciendo, como el de hoy, mirá qué sol, yo vi unos días… espléndidos, en las islas Galápagos, ¿viste?, eran un paraíso de islas vírgenes y el cielo enorme, playas de corales, y las tortugas, con suerte veías una gigante, pero tenías que estar buceando, y yo solamente una vez buceé en mi vida y nunca más me meto en el mar para siempre, porque se me cruzó un tiburón y tuve la suerte de que no me hubiera olido ni visto, pero le vi el ojo derecho, la mandíbula, el hocico gigante, todo el lado derecho que medía como cinco metros, con la cola, las fosas, y cuando lo vi, que salió de la nada, de lo oscuro, porque era medio de noche, ése fue el error, y le vi el ojo y los dientes insinuándose… yo no entro nunca más al mar, pero vos seguro que fuiste al mar, ¿no?, seguro que a Mar del Plata alguna vez, con tu familia, yo te digo porque supongo, viste, pero yo no tuve familia, ni tampoco la tengo ahora, si qué la voy a tener si estoy esperando que me venga a buscar la ambulancia para
llevarme de nuevo, ¿de dónde querés que saque una familia?, no, no hay nada que hacerle che, ya está, no tuve padre, y mi madre me dijeron que vivió muy poco, que se murió cuando yo era chiquito, pero mentira, o es que ellos tampoco sabían, porque yo, después de muchos años, ya adulto, la volví a encontrar, y sabés que nos reconocimos che, yo había conocido en un barco a Philip Danover cuando iba para Indochina, y cuando llegamos al puerto ya estábamos decididos a ir de bandidos, compinches, para ir de a poco hasta Lhasa, al templo del Dalai Lama, y ahí quedarnos para vivir con los monjes, pero desde que tuve ese suceso yo no puedo ya estar ni tranquilo ni desagradecido por seguir con la vida, y que ahora pueda estar acá hablando con vos, ¿viste?, es una suerte y más para mí que estaba, así nomás, en la calle, y al lado había un asalto, creo, no puedo precisar, pero hubo un tiroteo y una bala me atravesó la cabeza, por acá, en el medio de la frente, y pasó de lado a lado y no me hizo absolutamente nada, bueno, sí, fui al hospital, pero a la semana ya estaba saliendo, y en el hospital me robaron el reloj, no sabés el reloj que tenía, en Córdoba creo que lo había comprado, en una compra-venta, lo cambié por el revólver que había usado mi abuelo en la guerra, me parece que era Amnesburgo, o Hammennburgo, bueno, es que no se podía salir y yo necesitaba esconderme y Philip me había ofrecido una pieza para esconderme y así pude pasar unas noches, pero hace un poco de frío, ¿no?, ¿vos tenés calor?, es que cambia mucho, porque yo tengo fiebres, me dan, y estoy muy caliente, y
después transpiro, me pasa cada dos por tres y ellos me dan unas pastillas pero en realidad es por eso que me agarra la fiebre y es por eso que me escapé, porque ya no soportaba más a ese señor que hacía el ruido con la lengua despegándose del paladar, me irritaba en serio, yo tengo un póster de Snoopy, ése me lo pegaron, fue una señora vieja, ése no me importa, pero yo pegué uno de un paisaje hermoso que es un calendario de la empresa donde yo trabajaba, mirá, capaz que esa ambulancia me está buscando a mí, y no sé por qué me pareció así, ¿viste?, yo lo miré y dije “pero esto no son cinco kilos” y me hicieron un gesto de que estaban a punto, entonces yo ya está, me quedé callado y cerré todo y me fui, ahí fue donde se me cruzó el conde de Yansebride, que mi cara le pareció tan linda que la quería en un retrato en su salón de invierno, sí, vos también te preguntarás qué carajo estaba viendo, ¿no?,je, je, no debía ver una vaca a un metro, pero bueno, yo chocho, fui a posar para que me retrataran, y ahí pasé una semana en la casa del conde, pero en la de verano, y conocí a la señorita Dorothisa, una hermosa niña, tendría unos dieciséis años, pero vos cuántos tenés, dieciocho, bueno, cómo cambian las cosas, y… es que son costumbres también, ésa sí que es mi ambulancia, yo sé lo que te digo porque ese médico es el tipo que me quiere matar, pero, si ya no pudieron, ¿ves el punto acá en la frente?, ¿ves que no macaneo?, me llevaron preso, estuve en el infierno propiamente dicho, en el último rincón del mundo me sentía, uno no se imagina los lugares que existen, esos sótanos oscuros
aunque afuera esté el sol, ¿viste?, pero no, como las Galápagos no hay, me sale Donsen, pero no, Jonson, Arthur... sabés que no me puedo acordar, pero que lo maté, lo maté, y es que no podía hacer otra cosa, llega un momento en que estás ahí, y es la ocasión y tenés que hacerlo porque lo tenés que hacer, ahí vienen, si yo ya sabía, fue un gusto hablar con vos, eh, seguro que no nos vemos nunca más, no me toquen, che, que voy yo solo, pero che, ¡bueno, un abrazo, mucho gusto!, ¡me parece que era Amnesburgo!
Tal vez algunas semillas han florecido de su ombligo atroz seguramente sus ojos cargan con un par de muertos se ve en la tez de su boca que no se perdona ningún olvido y que conoce el lenguaje de las aves, del viento, de los árboles que guardado en su pulpa fluye su cuerpo milenario el que está unido a cada ser desconocido de sus ojos. Quizás sea de las que saben bailar cualquier sospecha quitarle así nomás el velo melancólico (aunque sus ojos digan al oído que ya han sido malditos por incontables heridas) Ay, seguramente (¡qué delicia!) hay algo que nunca está diciendo hay un sobre en su mesa y no lo toca, no lo piensa, ni lo ve sí, una hermosa interrogación que la habita, y que la esquiva tanto como es rehuida pero ella, que se miente, se oculta los anteojos y prefiere mirar a la ventana
ella que tiene ese tan dulce dolor, que es como el hijo de su alma ella saca la sal y la pimienta del cajón porque sabe y con una sonrisa que haría llorar a las piedras sazona la carta, condimenta todas las sospechas, y se las come en una ensalada fresca que es la sed de las nubes. Sí, llueve, seguro que llueve, y entonces aquí, en el mundo hay como un silencio, una densidad, porque ella está lloviendo y no se puede seguir, no se puede, hay que parar y esperar que amaine.
METAMORFOSIS DE LA FURIA
Furiosa mañana de encanto tibio sueña un ave rota que tiembla de escozor en la noche que revuelve una y otra vez sus mejillas. Ahora sabe que la tristeza no devolverá ninguna nota por la piedrita que tire a su negra boca de aljibe, ya los pájaros se han dormido porque envidian las estrellas, porque las anhelan tanto que no pueden verlas, porque el mundo se moriría con empalago si oyera su unánime penar, si viera los esfuerzos de sus alitas en una carrera sin otro término que el prado, o el río que les reflejaría cruelmente el sueño disuelto en un sorbo lacrimoso. Hasta las odiadas manzanas se pudren y se llevan las armas que pretendían destrozarlas, todas las moscas patalean con fruición sobre lo que no puede edificarse al fin, pero siempre algo llena los vacíos y sobreviene otro fruto aún más amargo y más culpable y más perdido, desdichado el hambriento que sólo encuentra ese árbol. Desdichada la sombra del hambriento que se come la furia chupándose los dedos, porque en su silencio sospecha que pronto habrá de penetrarse con negro brazo, con sombría arma, que se la comerá la tierra que no tiene luz en su interior. La manzana tiembla en la rama también, la neblina se hace vapor al tocarla y emite un silbido
burbujeante que relamen las lechuzas y los sapos acompañan, porque ha llovido, pero ha llovido furia, y los sapos de carne asada y de venas puras, son enjambres de vasos que conducen un flujo sin parar y sin encontrar jamás su destino, salvo por los ojos saltones, los saltos oculares y las exclamaciones de su miedo, de su llamado a la compañía porque la noche en el mundo les es demasiado insoportable. Así se van drenando poco a poco los venenos, antes de que salga el sol para volver a dar calor a esta tierra húmeda y fría, ávida de más tormenta, siempre al borde de quedarse en el silencio, siempre en el silencio esperando romperse y temiendo su fatal minuto que ya no pase, cuando ya nadie tenga nada que sufrir. Así poco a poco voy dejando cerrarse la herida, para que cuando vuelva el cuchillo esté a sus anchas para entrar donde quiera.
EN LA PLAZA
I En algún lugar de la plaza… hombres pastan en las lomas, niños van de los juegos a los árboles, enamorados ocupan los inagotables bancos, se detienen en los puestos de panchos, beben de las fuentes más cristalinas y se bañan en las más sucias, viejos juegan a las bochas con algún que otro joven, crepusculares partidos de fútbol en las zonas menos accidentadas del terreno con arcos de buzos, troncos, piedras o ramas clavadas, y equipos migran con su pelota de un llano al otro buscando nuevos rivales, tratando inútilmente de consagrarse con verdad los campeones de la plaza, o desbandándose y reagrupándose para conseguir mejores resultados, o siguiendo juntos aunque pierdan siempre, las bicicletas surcan senderos que van quedando de sus anónimos pasos, y sin quererlo anónimamente van organizando el rumbo que no dará más opciones, nadie ha visto jamás a un barrendero o un jardinero, ni lo busca, a nadie se le ocurriría que tal ocupación existiera, el pasto y los arbustos se cuidan solos, señoras caminan lentamente bajo el sol o enfundadas en sus abrigos, charlando sobre el clima que pasó o que se aproxima, sobre otras
señoras que han o no han visto, sobre las enfermedades u orgullosas de sus hijos, y sobre todo, pero sólo con la mirada, sobre los chicos que se revuelcan en las piedras y el olor que dejan todos en los bosquecitos… Nadie cruza la calle. La plaza no da a ninguna calle. II Después hicieron casas en la plaza, querían dormir seguros de que no les fueran a quitar la comida cuando ya hubo que ir muy lejos para encontrar árboles con frutos o raíces o fuentes que dieran abasto; había que resguardarse de las lluvias, los vientos fuertes, el frío, el calor; empezaron a plantar lo que comerían después, y a guardar reservas, y los más astutamente violentos consiguieron monopolizar los bienes en vastas zonas; se organizaron para vivir un poco mejor y protegerse de los violentos y repartieron las tareas, hicieron armas para matarse entre sí, y sólo luego se concibió la ética y la diplomacia, que trataban de llevar, por medio de equipos de fútbol cruzados, a los horizontes más lejanos que se pudiera alcanzar, desarrollaron conocimientos y prácticas, investigaciones y construcciones, para tratar de alargar la vida lo más posible así podían recorrer mayor cantidad de plaza antes de que nos vayamos a la mierda.
MADURACIÓN
Tengo las manos llenas de recuerdos y hoy es un día para destejerlos. Tan cansadas están de su carga que más de una vez lloré por ellas; como si no hubiera olvido debo ver sin sombras en los ojos, barrido y sin nombre, poniendo sol o no, eligiendo el destino del día. Tengo las manos llenas de memoria y hoy es día para desandarla. Son soplos, crispes, qué más podría tener si apenas estoy aprendiendo, si recién llego con todo el silencio para llenar las arcas de otros soplos, crispes, qué más puede esto ser. De tantos pasos borré mis propias huellas –ya sé, yo mismo lo hacía desesperado–, me he matado tantas veces, uno a uno comiéndome poco a poco los errores del pasado, pero cobarde de juguete, por astucia pues siempre supe de la memoria de las manos. Tengo las manos llenas de recuerdos y hoy es buen día para recordar.
Hoy parezco ser de pronto un hombre, uno de ésos que están en paz, que no muerden aunando todos mis retazos en mis manos y mirándolos (con ellos no puedo ni hablar). Pero no importa si me pegan, no importa que me paguen con la moneda que tengan guardada desde hace tantos giros. Hoy pago yo, hoy me entrego entero para que los recuerdos hagan de mí lo que mi pasado se merezca. Hoy tengo las manos llenas de recuerdos y voy a estrellármelos en la cara.
CAMPO SEMÁNTICO
Hola, hola, hola hola, qué tal, hola hola, chau, hola. Ojos, ojos, ojos los, ojos, ojos ojos, ojos, abrir. “Presenta un territorio muy diverso describe cierta zona bastante variada muestra un paraje en abundancia dispar exhibe alguna región asaz diferente” . . . ... Hay que estar muy alerta hay que estar con alerta el estar muy alerta hay que estar muy verde.
color de cambiarรก des te cuenta cuando No escapar no escapar escapar no no escapar no dejarlo.
NOLAMENTO
Es hora de salir del silencio que agota el aire de toda esta cueva en ruinas. Parece que sí, hay que salir al frío y al dolor y al mañana, larga noche que espera, pero también en la cueva es de noche, porque las cenizas pueden aniquilar lo que queda de fuego, y el fuego tal vez ya no me quiere. Es hora. (Pero yo creía que esta cueva era el paraíso buscado, con su fuego eterno y sus paredes esperando dibujos, y no crucecitas, no más crucecitas.) ¿Soportaré este frío? La noche es demasiado desolada, mi piel se había curtido ya con ese fuego, transpiraba con un fuego divino y ese frío… la brisa me invita a tiritar (soy cobarde, tal vez lo he sido demasiado tiempo y eso me ha permitido ser feliz, pero qué felicidad de heridas profundas, de ojos quemados (y la luna afuera) y ahora debo dejar de serlo, sólo porque muere el fuego). Después de todo, siempre hay árboles afuera y hay animalitos amarillos de ojos redondos,
pero eso está después de todo, ¿y antes? Antes la noche, ya es antes, ya es hora, hora de noche, noche de afuera, caverna de antes, mi piel se está empezando a marcar poco a poco el estigma del destierro, se seguirá hundiendo y marcando y doliendo, y en la noche cargaré con esa rueda, mi espalda corva reptará y tiritará en la noche, con gracia, pintando sus máscaras de blanco frío con algún roce liviano, áspero y amargo, el cargar con esta rueda que fue mi paraíso.
MUNDO AZUL
Al final recordaría algunos indicios que habían pasado inadvertidos en los últimos tiempos. (Pero luego de la sorpresa de nada sirven las sospechas inconclusas.) Su vida no había cambiado para nada todavía. Había sentido algo extraño, pero aún no había podido definir las causas, ni la sensación. Sólo había advertido, mas con indiferencia, que cada vez se veían más patrulleros por la calle. Esa mañana al despertar encendió la radio y escuchó a la insoportable Magdalena mientras desayunaba, no ya las palabras sino la voz, que tenía el timbre de la mañana con sueño. Charló unos minutos con Eva, que le contaba sobre la moda que se venía, el azul. Tomó el portafolio, se arregló el pelo y salió a la calle. Vivía en Necochea y casi esquina Alberti, por lo que tenía que bordear por dos cuadras la plaza Moreno para llegar a su trabajo. Los primeros metros los caminó aún envuelto en la atmósfera de su sala con Eva y la radio, aunque todo eso se hubiera cortado en seco con un frío de ciudad y un torbellino de olores, ruidos y baldosas. Luego se concentró en algún pensamiento, por demás intrascendente, y así cruzó, ensimismado, la calle Larrea, por lo que nada advirtió aún. Cuando llegó a mitad de cuadra, ya inmerso correctamente en la
rutina que, tragádolo por completo, manejaba sus pasos, levantó la mirada hacia la plaza, y tuvo que detenerse cuando su sangre se congeló de golpe como su corazón, que saltó hasta el cuello: estaba llena de policías. Llena. No era una multitud, no seguía ninguna organización; parecía ser gente común disfrazada, hombres y mujeres de distintas edades dispersos en sus vidas particulares, todos uniformados. Y ahora en la calle también, en su vereda y hasta en los autos, donde predominaban los patrulleros, salvo mínimas excepciones verdes. Todos eran policías. Sólo después de esa revelación le empezaron a volver las imágenes recogidas sin pensar en los últimos tiempos, como oníricas, como jeroglíficas premoniciones de esa apabullante realidad; había cada vez más uniformes; había él mismo comentado alguna vez que se veían cada vez más patrulleros por la calle; el azul había empezado poco a poco a hegemonizar el paisaje. Y ahora había culminado ese proceso. Hasta los niños que gritaban en los juegos de la plaza tenían sus pequeños trajes azules y subían y bajaban por el tobogán con cuidado de no perder sus sombreritos. El primer golpe sorpresivo se mezcló con ese cierto temor que infunde la repetición de las cosas, como si en lugar de un Papá Noel bajasen por la chimenea dos Papá Noel, y luego un tercero. Escalofríos ante una escena que no podía acusar de repentina, porque se había ido gestando bajo sus narices y detrás de ese muro de pensamientos al caminar.
Una vez pasado el shock (no sin ya alguna pesadez) fue a trabajar, pero no encontró a nadie allí, todo estaba desierto. Como si ésa fuera la excusa, se precipitó de inmediato a la comisaría segunda para solicitar un trabajo en la policía, y se encontró con una larga cola de gente, que aún vestía de civil.
POEMA PLATÓNICO
No eres bella, eres la belleza (¿de dónde es que te recuerdo?) pese a que por estos burdos ojos llegué a saber que tal cosa existe. No puedo tomar de tu cuerpo dos fragmentos y que uno asole al otro, eres irreductible. En ti no hay reminiscencia alguna: eres la pura fuente de la memoria. Todo mi yo se estremece, se agita, se agota y vuelve en la contemplación de tu resplandor que no ceja, pues es inmutable, y no duermo, me abro y me desabro en los días del mirarte pero en mí, igual que en ti, la maravilla no sufre, eres eterna. No perteneces a esas tontas fantasías que reclaman mis sentidos, me has dejado ciego a ellas como el sol a un recién venido, te me revelas la causa de aquellos placeres, más perfecta, más completa, más real.
Maldito el opuesto que engendras, por su absoluta ignominia, pero alabado por estar de tal forma ligado a ti aunque nunca lo toques. Cómo quisiera yo ser tu sombra, buscándote hacia lo alto, que mi naturaleza fuera un camino hacia tu felicidad mía, que me dejaras un pedazo de tu ser para poblarlo en otra vida. Pero bien sé que tu claridad es inalcanzable, que tú misma no podrías condescender a una imperfección, fiel hija de tu padre, soberano sol de soles, a quien debo eternamente la gloria de tu existencia, de la mía y de este encuentro.
ESPIRAFATAL
¿Qué me importa lo que no es ella si sin ella estoy perdido? Porque es así, sólo ella me salva. Pero ella me dice que si estoy perdido sin ella, la pierdo y quedo sin ella, perdido. Así que debo aprender a no estar perdido sin ella porque sin ella… estoy perdido.
CUARTA CUESTIÓN
Uno es en vano. Uno se cita y no viene. Uno desespera, llega, se va y desespera de nuevo. Uno canta a los mares que nunca soñó tan reales como los mares de los que se aleja. Uno descarga piedra y metales sobre las sedas, llora, vuelve a tejer las sedas y las envuelve con sedas, para que no se rompan, son un tesoro. Uno se traiciona con lo que no ha de venir y luego se esfuerza con poder llegar, después que se fue. Uno sueña. Uno deshace hoy lo que rehizo mañana. Uno desemboca en sequedad las maravillas por la curiosidad de ver si las había cuando en la naturaleza no hay maravillas, las hay en la fuente en que bebe nuestra oniria y en el misterio (condición). Uno por insistir y pretender que sea más largo algo que en esencia es corto, todo resumido, lo acaba por desviar, desinflar, desteñir
(como yo con estas frases, que debieron ser s贸lo las primeras tres).
LOS SUMISOS
Rubén llamó a Carla porque hacía ya media hora que la estaba esperando con el arquitecto en su estudio para la planificación. Carla, en su casa, atendió y ante la pregunta de por qué tardaba tanto contestó que era él quien tenía que ir a la casa donde sería la reunión, ya que el arquitecto se encontraba con ella esperándolo. Rubén, incrédulo, pidió hablar con él, y Carla lo comunicó. Escuchó Rubén al teléfono la voz del arquitecto que lo saludaba y le preguntaba si tenía inconvenientes. Rubén, incrédulo, le dijo que lo comunicaría con él mismo y le pasó el tubo al arquitecto. Éste se escuchó y maldijo; Rubén y Carla oyeron una breve discusión algo violenta, tanto más cuantas veces repetía el arquitecto sus palabras. Cuando cortó la comunicación, el arquitecto le rogó a Rubén que lo disculpara por el inconveniente y que fueran adonde Carla y el arquitecto estaban para solucionar el problema y continuar la planificación. A su vez el arquitecto explicó a Carla que un problema inesperado había ocasionado el “malentendido” y que se solucionaría enseguida. Luego de veinte minutos de tráfico pesado e incómoda espera, llegaron a la casa donde los esperaban; el arquitecto reconoció el auto que había desaparecido de su casa y que creía robado, por lo
que había llamado a Rubén para que la reunión fuera en el estudio. En la antesala que daba a la calle el arquitecto le pidió a Rubén que entrara solo y enviara al arquitecto para que a solas se arreglara el problema. Así lo hizo Rubén y junto a Carla esperó en la sala de estar a que en el recibimiento se resolviera el asunto. Escuchaban las palabras agitadas discutiendo, pero se resistían a descifrarlas; preferían esperar a que la puerta se abriese. La detonación de un disparo les astilló el cuerpo entero oprimiendo el pecho. Oyeron abrirse la puerta de calle, un cuerpo arrastrándose, pasos volviendo y cerrando la puerta, y vieron entrar al arquitecto, jadeando y aliviado. Él los vio paralizados de terror, los comprendió y se explicó: –Sepan disculpar, no fue mi intención... esto me ocurre a veces –suspiró–. Lo sospeché al amanecer cuando no vi mi auto en el garaje, ni las llaves en la mesa, pero uno se resiste a creer lo peor, para poder seguir con la vida, ¿no? No busqué las llaves y me limité a denunciar el robo. Lo llamé a usted, Rubén, para que fuera a mi estudio, pero no pensé que el impostor podría venir aquí y que ocurriría este desagradable desencuentro. Rubén y Carla lo miraban sin parpadear, no queriendo reparar en el bulto en su bolsillo derecho. –Por suerte nunca son muy orgullosos, debe ser que en su esencia saben que es de mí que han salido y no al revés. Cada vez me molesto menos en explicárselo cuando esto pasa; es más sano para ellos que termine rápido y sin dolor. No es que tengan el valor y la
bondad de dejarse morir para salvarme, creo que son más sumisos que otra cosa, y yo más temeroso a la muerte, y sumiso a ese miedo. Pero, en fin, sólo me pasa las noches en que duermo parado. La reunión se cumplió sin posteriores inconvenientes, hasta terminar la planificación y dar comienzo a la obra. Rubén y Carla hubieran preguntado más cosas, o buscado otro arquitecto, pero el miedo y la vergüenza pudieron más en ellos.
LECCIONES DE WATERLOO
El Congreso debatía con vehementes palabras y agitadas manos que pasaban pañuelos por rojas frentes. Los de adentro no sabían ya cuántos días hacía que estaban sesionando sin descanso. En un momento, interrumpiendo al portador de la palabra en medio de su discurso, un congresal se levantó de su banca con prisa y gritó: –¡Yo he leído mucho sobre la batalla de Waterloo! ¡Pero realmente mucho! ¡Difícilmente haya algo que no sepa sobre esa batalla! –el silencio clamó en la sala de una forma en que no había ocurrido desde hacía mucho, mucho tiempo. Mientras el congresal miraba las caras de los demás y se iba acobardando poco a poco, las miradas de los demás lo iban acobardando poco a poco– ¡Bueno! ¡Así que, si necesitan saber algo sobre la batalla de Waterloo, estoy aquí para ayudarles! El congresal se sentó; el orador retomó la palabra; el Congreso siguió debatiendo con calma, y en ningún momento se volvió a hacer referencia a la batalla de Waterloo. (Pero sí muchos días después, cuando al fin acabó la agitada sesión y los congresales volvieron a sus casas, cuando no hubo uno que no buscara por
todos lados un libro que hablara sobre la batalla de Waterloo.)
YA NO
Esas alas oscuras recortadas del cielo que van por donde yo no puedo canta el pájaro para sus hermanos yo lo veo desde mis pies aplastados yo he sido ese pájaro él se ha visto por estos pies llanos, yo he sentido la brisa caliente y el sol, hemos sido la brisa, las alas, los dos. Luego puse un espejo a mis pies, me fui cayendo a la sombra recortada desde aquí, se me subió el afuera, al volar desde mis pies lo veo, recuerdo ese pájaro, ha sido nosotros.
LLUVIA
Al fin mi mente explotó. Sus pedazos ascendieron disparados hasta las nubes y empezaron a caer en una lluvia amarga, en algunas partes ácida (fue esa acidez la que detonó la amargura). Las gentes de la calle que por supuesto no oyeron el estallido, vieron de pronto que el cielo se había hecho borrosamente gris, metálico y ceniciento, y se parapetaron como pudieron antes de que llegaran las primeras lágrimas, y las segundas, y las terceras. Desde sus ventanas los afortunados vieron linealmente el transcurso del aterrizaje de mis restos, en todas sus etapas: la primera llovizna, puramente amarga y silenciosa, apenas un murmullo al tocar el suelo, que sonaba como un gemido apagado; el paulatino crecimiento de la intensidad debido a la composición salínica de los pedazos siguientes, que aumentaban su masa, de forma que se habían disparado más alto y caían más tarde, con un rumor más audible, ahora sí como un leve llanto agudo, que no obstante aún se reprime, aún es manso, pero que ya no pudo aguantar que salga un hilo de voz, como de llantito infantil, todavía con un hueco de vergüenza para la culpa; el segundo avance, que ya parecía articular palabras, que ya
tenía una melodía en la caída de esas gotas que se intercalaban en amargas (casi el total de la lluvia) y dulces, que formaba una leve armonía según ellas cayeran en el asfalto, en los techos, en los árboles, en los autos, en las cabezas de los huyentes o en las manos de los curiosos, un cantar de cada instante, una melodía de un segundo que se repetía incesante subiendo o bajando conforme a que el tono del nubarrón se hacía más opaco o más transparente (todo esto quiere decir el punto medio de la lluvia); de pronto, la avalancha ácida del chaparrón, las gotas más gruesas, macizas, maduras, las más fuertes lágrimas de los más fervientes dolores, que de un segundo a otro arrasaron con toda imagen, todo sonido, todo olor que no fueran lluvia, y con todo equilibrio, pues a esta fase ya no la soportaron los que se ocultaban en estrechos paraguas improvisados, y salieron corriendo despavoridos para quemarse más con la tormenta agria, caliente y dolorosa: el llanto se había desatado por completo de todo pormenor, ya no había silencios que pudieran interponerse entre él y su agonía, hasta la calle, hasta cada golpe final de gota que producía truenos espantosos, truenos terrestres que hacían temblar el cielo; la boca había abierto por completo sus fauces y el sollozo era total, el follaje de los árboles se marchitaba y el asfalto humeaba, las baldosas de las veredas se quebraban, la nube gris de la lluvia se volvía de un amarillo desteñido, viejo, el olor a flores podridas que caía del cielo inundaba todo rincón y era espesamente irrespirable, y ningún oído se mantuvo en pie ante ese penetrante silbido y ese
crepitar de truenos; finalmente, también de pronto, el instante de silencio infinito después del último trueno, de la última gota (la que había llegado más alto, la que lloró mejor), y el lento desvanecimiento del telón gris y amarillento, del olor, de la lluvia que una vez amainada se demoraba en el vapor que ascendía de las calles y techos ardientes, en el vaho ya tranquilo del que no tiene más por qué llorar, sin fuerzas, sin ganas, sin palabras; el suave desgarramiento de ese telón para dar paso otra vez a los colores conocidos, a los ruidos y dolores de la ciudad cotidiana. Los afortunados de las ventanas (que durante el chaparrón habían debido retroceder en sus balcones para evitar las abrasadoras salpicaduras), a lo largo de la lluvia pudieron distinguir en el nubarrón de la caída una silueta, una figura que se desenvolvía serenamente, callada y con los ojos tristes.
ASUFRE
A parece como una persona normal, simple y pelo corto, clase media familiera y mate y un poco de domingos pero más bien amigos y eso sí, con trabajo, aire fresco de vez en cuándo no, por qué no un poquito de sombra en playa si estamos en enero, eh, después de tantas ocho horas diarias a la mesa del desayuno con mujer, por qué no, compañera de un amor desvanecido en cotidianas ocho horas más otras ocho horas durmiendo y otras dos viajando y otra comiendo y otras dos mirando televisión y tres de nada. SUFRE nte sin embargo o por eso mismo, eso no se lo pregunta, no está lo bastante alta, no tanto como hace dos días que no tanto como hace cuatro (espiral), y tampoco como ve las de los demás, pecho al frente contra el escupitajo que procuran para dar otro paso y desquitarse con tal vez lo mismo que A tiene y no se puede sacar, porque si lo intenta eso acaba por clavársele más en la piel, más insacable que antes, frente
más abajo que antes, y sí, mucho debe ser esa mujer, pero por qué esa mujer, y tal vez en la causa de ese dolor esté el primero, que de a poco poquito, va de a retazos vislumbrando, tratando de comprender.
LA LÍNEA
Aquí te veo, en este suelo, enfrentándome. Hijos de la misma semilla, la vida, estás parado frente a mí. Atraviesa el mundo una línea que lo corta en dos mitades y esa línea que divide el mundo pasa entre nosotros, a nuestros pies, y nos dice (le decimos) que ahora hay dos mundos: el tuyo y el mío. A los océanos no les importa. A los pájaros tampoco. Pero ahora es una mitad o la otra. No se puede ser neutral aunque las piedras sean neutrales. Es tu mundo o es mi mundo y nuestros pies aplanados por su fuerza madre. No somos dueños de nada, y trazamos líneas. Nuestros hermanos arden, se ensucian, se asfixian y nosotros trazamos líneas. Nosotros ardemos, nos ensuciamos, nos destruimos pero trazamos la línea que separa tu perdición de la mía. Y velarás la línea, salvaguardando tu terreno; no tus pájaros, tus océanos, tus rocas,
ni tus hijos ni tus mujeres; velarás tu propia sed que se reproduce cada día y así serás mi enemigo. Por una línea que sólo sirve para restar, para crear leyendas, fusiles y traiciones y dejar para siempre a dos hijos de los mismos padres marcharse en silencio a dos mentiras diferentes; huérfanos, estériles, solos en cada mundo, buscando por todos los rincones de su tierra algo que les recuerde por qué trazaron esa línea.
CADENAS
al fin la noche con sus cadenas me libra de las cadenas del dĂa al fin el dĂa con sus cadenas me libra de las cadenas de la noche
UN DÍA (RARO EL DÍA EN QUE)
Venía todas las tardes a verme al mismo lugar, en la plaza, a la sombra de ese nuestro pino. No sé por qué ahora, cuando quiero ver su rostro por esos días, todo se ha vuelto tan borroso, y su cara se me hace indescifrable. Recuerdo la vez que llegó con la cara retorcida y las lágrimas eran todo su maquillaje. “¿Por qué te fuiste?” me dijo, y parecía recriminarme. Vi las hojas en sus manos, que ahora estaban arrugadas y amarillentas. Vi su cara, y quizás estaba arrugada y amarillenta también. “¿Por qué estás muerto?” Y me vi encerrado en infinitas cajas negras, en una existencia donde no habitaba nadie más (había sentido antes esa existencia, pero éramos dos). Las hojas se hicieron mis cartas y las lágrimas un funeral. No sé por qué también ese día se me pierde entre tantos otros, anteriores y posteriores, si ése debería ser el que rompiera la ilusión. Pero veo después muchos más días de encuentro con la mujer borrosa, que era tal vez la razón que sostuviera todo ese mundo, pero que tenía la distancia de las personas con que se está en los sueños, luego de despertar. –¿Y todo este tiempo vos sabías que estabas muerto? –me decía su voz temblorosa esa tarde creo más soleada que nunca.
Seguramente nunca descubriré de quién era ese mundo, si suyo o mío, quién era el que necesitaba todos esos días, entre los cuales, para peor, me halló muerto sin aviso. Acantilados cubiertos de brillantes blancas nubes, rodeados por todo un horizonte de cielo, que sé que se pierde infinitamente hacia donde sea que mire. Igual no me atrevo a ver abajo, por el vértigo que siento al mirar arriba. Rocas que se hacen arena y más finas aún y se desvanecen mientras mis manos recorren su cuerpo. Sentados en la cima estamos, lo que me muestra que somos dos migajas de existencia en una inconmensurable ola de abismos, pero esos abismos hoy son todos de ella, y ninguna de esas colosales explosiones que ni siquiera sentimos afuera podrán venir a perturbarla, porque la siento feliz, y las paredes de todo lo que existe nos aprietan la espalda. Adiós acantilados, adiós cielo, yo me voy a su pecho, a hacerle el amor a su corazón. Sería que también soñaba en ese constante pasaje de días, pasaje de tardes soleadas en una plaza. O sería que se me mezclaban otros recuerdos, quizás de la caja que estaba más adentro, o de alguna de afuera, nunca podría saber. Quizás hubiera un pequeño agujero en las paredes negras, el cual me dejaba ver cosas a la espera de ser vividas, o recuerdos de antes de nacer a este mundo de plazas en tardes soleadas. O tal vez fuera a ese mismo mundo al que estaba espiando desde otro
lugar (espero que desde acantilados), yo o ella u otro, y haya sido la irrupción de un instante de lucidez lo que hizo intercalar en la monotonía de infinitos reflejos de un solo día el que llamaba a la realidad de quien estuviera por despertar, entonces dueño de ese mundo. Ella, yo, ¿y el otro quién era? ¿Era el árbol que con su sombra nos dejaba ver nuestras caras, que ya no tan borrosas se distinguían felices? Sonrisa de manantiales frescos, reflejos dorados en la arena del desierto y fuegos salvadores en cavernas heladas, hechos labios. Sonrisa de labios rojos tenía. En su hermosa cara, sonrisa de labios rojos tenía. Ya se me iba haciendo mi religión, no había forma de escapar, no en esa trampa de espejos, cada vez más, mi religión en su hermosa cara sonrisa de labios rojos. En un solo instante todo se esfumó. Así como esos días eran infinitos, y se repetían y pasaban y pasaban (¡y cómo no me gustaba verla morirme!) ocupando todo el tiempo que se pudiera pensar, todo eso de pronto se apagó, y llegó mi cuerpo, que parecía de gigante, a estar sentado en una caja negra, que parecía gigante pero que apenas dejaba lugar libre a mi cuerpo gigante. Y todas esas tardes de plaza se perdieron y no las pude volver a encontrar. No vi agujeros en la caja, así que no pude buscar el sol o el pino o a ella afuera de ésa que me tocaba vivir, existencia eternamente presente, que ya se había vuelto el único tiempo imaginable, una lástima. “Alguien quitó uno de los espejos” escuché decir, retumbando la voz en las que ahora se me presentaban sólidas y gruesas
paredes. Lo dije yo o lo dijo el otro. Se había venido conmigo, o las paredes en que rebotó la voz eran mi cabeza. Pero de cualquier forma estaba atrapado en ese reducido, gigante y encerrado universo, y te buscaba por los rincones y no estabas. Recuerdo que los siglos pasaron volando, fácil decirlo para el que está afuera. Pero quizá sólo sea que estoy en otro pasillo que tomó ella o el otro o que tomé yo, mientras busco en incomprensibles reflejos que nunca se repiten iguales un rastro de la tu mi nuestra felicidad que sé que por algún lugar de éstos andaba, si ilusiones, infinitos, tardes soleadas en una plaza, siglos en una caja negra atrás, la vi y fue ella el inconmensurable templo de vida y horas que tramposas siempre pasan más rápido que nunca. Raro sería que existiera una salida de este laberinto, porque ¿qué habría afuera?
Y como una figuraci贸n caen sin moverse hacia la inexistencia interna.