JosĂŠ Luis Bobadilla: La realidad
ERRR BOOK #03
La realidad
Para Víctor Jiménez Muñoz y Germán Bringas, faros. Para Galo Ghigliotto, Marcelo Montecinos y Abel Ibañez Galván, compas.
Contenido
Veytia Estrellas en un cuenco La realidad
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Veytia
Viajas en tus palabras y tus palabras viajan.
Rodolfo Hinostroza
uno
Giró la llave y encendió el motor, es decir, giró la llave y de algún modo el mundo comenzó. Mundo y motor despertaron. Los párpados acompasados dejaron ver la línea blanca, el camino sobre el cual los engranajes iban a impulsar al viejo peugeot. Sonrió Veytia, sonrió. Mauricio Veytia mojó sus labios, sintió la mano de su última conquista sobre la rodilla. Los dedos finos de mujer se estiraron sobre la rótula y el mundo, la mañana, el auto, despertaron. El camino era, como todo camino, en ese despertar, una promesa. Cierta esperanza. Un impulso para deslizar el peugeot e ir. Eso, se dijo Veytia, bueno, hay que ir, ¿por qué no? La ciudad fue quedando atrás. Monterrey, una ciudad atrás, igual que la mañana, la primera mañana, la mañana violácea y el sol y el auto avanzaron. Ahí iban Veytia, Mauricio Veytia y su última conquista, una mano llena de pecas, unos pechos llenos de pecas, es decir, Betty, como le pidió que le dijera aunque después continuó, Conroy, Elizabeth Conroy, but I hate it, that’s the reason I prefer Betty, Betty, just Betty, like when I was a little girl from Wales. El peugeot iba. Afuera el campo, la luz, se abrían. Uno quisiera eso también, abrirse. Si el mundo, la mañana, se abrían, por
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qué no esperar también en uno esa posibilidad. Veytia había hecho el amor, había tomado vino, un vino franco, delicioso, una aguja aguda, una aguja que afinaba cada arista del mundo, la mañana siguiente, la luz.
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Un filo de luz de mañana sobre uno de los marcos del parabrisas. Unos dedos menudos aunque ligeramente pesados sobre una rodilla algo cansada, los ojos, la visión de esos ojos marrones, muy oscuros, a través del parabrisas que absorbía las líneas del pavimento, pero también, un filo de luz de la mañana, un brillo deslizándose sobre el marco del parabrisas. Veytia patinó. Sí. Patinó cuando niño. Las ruedas de fierro echaban chispas sobre el pavimento, esa palabra hoy, a sus treinta y dos años, p a v i m e n t o, le gustaba. Luego llegó la bicicleta, el placer de las piernas y los pies empujando las bielas, ese ritmo preciso, el fleco de pelo levantado, los hombros y los brazos en diagonal, las manos en el manubrio como empuñando las muñecas de las adolescentes, la constancia del cuerpo, aquello leído en algún libro: una felicidad tan remota como el día en que por primera vez consiguió sostenerse en equilibrio sobre una bicicleta. Alegría elemental del que corta el viento, la felicidad que el viento brinda al hinchar una camisa... Una noche antes, antes de hacer girar la llave, de aquella mañana, de la reanudación del mundo, Veytia hizo el amor con Betty. Aún antes de la salida en el auto, hubo otra mañana, la anterior, y hubo también un desayuno compartido. Eso fue
el comienzo. Un encuentro en un hotel de provincia. Huevos con machaca y jugo de toronja rosada. Jugo grueso y huevos frescos con tiritas de carne seca en una mañana de verano en Monterrey. Un documentalista que aspiraba a hacer también ficciones y una entomóloga pelirroja en un hotel pobretón, investigando grupos de rock regiomontanos el uno y bichitos la otra. Después 900 kilómetros de carretera y Elizabeth era ya Betty para Veytia y Veytia era Mauricio para ella. Salieron al día siguiente después de aquella mañana donde hubo un desayuno, un paseo a pie por calles cubiertas de polvo fino de arena, el regreso al hotel, unas copas de vino, besos, caricias, despacito, casi sin hablar y entonces, el encuentro –un mexicano y una inglesa– que despertarían juntos, extrañamente satisfechos y decididos a viajar en auto hasta la ciudad de México. Existía desde ese momento, por lo tanto, una promesa de diálogo en una atmósfera precisa. Eso fue lo que él pensó. Resguardados por el auto como por un secreto –porque cuando dos comparten un secreto se crea una burbuja que excluye a los demás– Veytia supo que esa inglesita pelirroja lo iba a escuchar sin más prejuicio que el de una vida vivida en otro lado, en medio de otras circunstancias. Y sin saber muy bien por qué, recordó que hace algunos días, hace algunas semanas, había estado muy solo y sin poder dormir. Desconcentrado durante el día, siempre un poco harto y resistiendo el verano, el calor del verano que lo hacía sudar pesadamente, una de esas noches sin sueño, cansado eso sí, y mucho, muy cansado, recostado y sin posibilidad de otra cosa que no fuera el vacío acentuado
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por el silencio extremo de la noche calcinante, sumido en esa densidad de un lunes o martes a mitad de la noche, sintió ganas de orinar. No había podido leer, aunque su Onetti estaba en la sillita de palo junto al colchón sin base que le servía de cama. Otras veces su “¡mundo loco, mundo loco!” lo acompañaba. Esta vez –esa noche de verano incorregible–, ni Onetti se dejaba. En eso estaba metido Veytia, en eso y en la oscuridad y en una dinámica del tiempo, en una suspensión. Entonces, apoyó los brazos sobre los codos, músculos y huesos se ordenaron para impulsar el resto del cuerpo, y casi como una rana, después del impulso, se puso en pie conteniendo el peso del esqueleto y la carne, la pesadez, que abandonó el descanso. Mareado, seguramente por el esfuerzo, algo torpe, arrastró un pie, el derecho, el que se hallaba más lejos de la cama, para después adelantar el otro y así avanzar por el pasillo tres o cuatro metros hasta el bañito, y sin encender la luz, con el brazo y la mano derecha estirados, levantar el rodete –una antigua costumbre que ni aún en esas circunstancias cedía– bajar sus calzoncillos acomodando el miembro desguanzado pero firme entre el pulgar y el índice para ahora sí, orinar. El líquido ambarino golpeó la superficie tensa del agua y el sonido fuerte, la tibieza ascendente, el olor cargado, envolvieron el baño y lo hicieron sentir bien –casi contento– y esto operó de tal modo que de vuelta a la cama, por el mismo pasillo de tres ó cuatro metros, después de rodear lentamente el colchón, pudo dormir.
Sonrió. Veytia, con las manos sobre el volante, sonrió. Betty se dio cuenta y Mauricio no pudo salvo contarle que hace algunos días, algunas semanas, había estado muy solo y por alguna razón, todo se compuso después de una noche en que orinó. Ella hizo un gesto un tanto burdo pero preciso, subió la mano y en el aire movió los dedos complacida. Sus ojos gris-pardo lo buscaron. Veytia bajó la mano derecha hasta la palanca que adelantó de cuarta a quinta y sintieron cómo el esfuerzo del motor volvía a liberarse.
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dos
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La primera vez fue con Pilar. El encuentro pasó cerca de la primavera. Había ido a Cuernavaca por casualidad. Caminé por las calles adoquinadas del centro, entre edificios desconocidos para mí, pero iguales a otros ya vistos. El viento era fresco y me pegaba en el rostro y hacía girar las hojas en el piso y el pelo rubio de la novia de un amigo a unos pasos de mí, daba a momentos destellos blancos y brillantes. El pelo largo de Solange quedaba suspendido en el aire y aparecía de frente una avenida grande como una invitación a continuar. El transcurrir del tiempo era imperceptible y pensé que avanzábamos –el cabello amarillo incluso ondulándose de pronto– pero no. Muchas veces era así para mí en aquella época, avanzar, pero no… Más bien, un especie de estado de suspensión, de situación de espera. Ese sábado Pedro, que tocaba la guitarra y cantaba, me había invitado a ir con él y Solange a Cuernavaca, a una de sus presentaciones. Pedro y yo habíamos compartido algunas cosas durante los años de la preparatoria, y aunque sus canciones me aburrían me gustaba acompañarlo y encontrarme en medio de la gente que lo escuchaba, además de juguetear con Solange. Abandoné la escuela por un tiempo y había empezado a trabajar con mi
padre en un negocio de herramientas que no me interesaba gran cosa, pero que consumía todos mis días. Los pocos momentos de ocio que tenía los ocupaba en leer y ver películas, por lo que no tenía oportunidades de conocer a nadie. El sexo me inquietaba y quería saber sobre el cariño y la compañía de las mujeres. El acuerdo con mi padre, en un principio, contemplaba una libertad futura que me permitiría realizar el proyecto de leer, de “escribir”. Esto fue antes de la escuela de cine. La verdad es que mi sentido de responsabilidad, el compromiso que tenía con mi padre, el peso de los días iguales, me agobiaban. No sabía muy bien cómo iba lograr lo que quería. En esos años estaba aburrido, sin centro, siempre enfermo… Conocí a Pilar en el momento en que las jacarandas, locas como son, se adelantan con su perfume a todas las demás flores. Su lila se notaba por todo Cuernavaca y sobre los parabrisas de los coches estaba ya salpicada la capa de resina que sueltan sus ramas. Las jacarandas en la zona del centro del país son quizá el último vestigio, por no decir ritual, del paso de las estaciones. En mi ciudad, sin jacarandas, cada vez, cada año, todo se vuelve más severo… Llegamos a Cuernavaca en un momento neutro de la tarde. Una vez, en una película de Godard que no entendí casi nada, había visto una imagen que me pareció hermosa y que me recordó lo que vivíamos: se congelaba todo –un barrendero, basura sobre el pavimento, nubes, una franja de pasto– y la cámara entonces en
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sentido contrario al movimiento del fondo de la imagen empezaba a seguir lentamente a un barco que, de izquierda a derecha, se desplazaba. Luego la luz se iba. El mundo se volvía negro, una masa negra, aunque retenido así en la mente, esa imagen –lenta, intensa– significó para mí una emoción rara, placentera, casi como esa escapada a Cuernavaca… Atravesamos en coche la parte norte hasta llegar a la plaza principal donde se encontraba el bar del evento. Nos estacionamos frente a una higuera casi desnuda y preguntamos por el mejor lugar para comer. El restaurante era bonito, con balcones, con cerveza clara de espuma gruesa y platillos italianos... Fue la primera vez que comí ñoquis… Muchos años después un amigo argentino me enseñó a amasarlos y cada ocasión en que los como, preparados o no por mí, los disfruto enormemente…
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Hablamos de muchas cosas. Teníamos la sensación de estar de vacaciones, aunque era sólo una escapada de fin de semana. Me produjo extrañeza estar muy cerca de nuestra ciudad y del aburrimiento de nuestras actividades. Pero estar de vacaciones era un lindo deseo… Pedro cantó y todo salió bien. Su voz se escuchó clara y fuerte y la gente que asistió se sintió contenta, y Solange y yo tomamos mucha cerveza, y yo me emborraché hasta terminar con la cabeza sin fuerza sobre la mesa mientras Solange me acariciaba la nuca. Ella estaba algo tomada también, pero no tanto, y cuando Pedro terminaba de cantar una mano flaca y flexible levantó mi cabeza y me puso los lentes
que se habían caído al piso. Agradecí balbuciendo y le pedí que se sentara. Entonces escuché su nombre: Pilar Angón. Después, algo nos dijimos, nos besamos porque estábamos cerca. Creo que estuvimos abrazados un rato y ella o yo, no sé bien, escribimos nuestros teléfonos en unos papelitos... Fue más o menos así, dijo Veytia, aunque desconfiando un poco de su exactitud al contar lo que sucedió en el encuentro con Pilar. Betty miraba por la ventanilla la franja de tierra que se recortaba intermitentemente por las curvas. La mañana avanzaba. Estaban ya muy cerca de Saltillo. Había transcurrido alrededor de una hora. La luz estaba ya casi sobre ellos. El calor también se sentía más. Betty suspiró y su piel bronceada adquirió una textura más áspera, de infinitos montículos diminutos y pelos erizados que excitaron a Veytia, obligándolo a desplazar el brazo y la mano hacia los pechos pronunciados, pero en un sobresalto de la razón se contuvo y desvió la energía contrayendo ese brazo y esa mano, para dirigirlos entonces hacia el espejo retrovisor en una maniobra algo ridícula. Quizá lo mejor hubiera sido ceder hasta poner la mano sobre el pecho izquierdo, acariciarlo con suavidad, pero abarcándolo todo, sentir entonces cómo eso recorrería el cuerpo, y así después con sus dedos saludar el pezón rosado debajo de la prenda, esperar una sonrisa de complicidad, para tomar de nuevo el volante con las dos manos.
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Decidí salir temprano del trabajo. Dije cualquier cosa y caminé varias calles hasta una librería donde estuve perdiendo el tiempo. No compré nada –me acuerdo– se hizo tarde y me fui a dormir. En la casa me dio hambre y preparé un poco de sopa que no comí. Finalmente la llamé… –Pensé que ya no ibas a llamarme, me dijo... –Pensé que el número era falso, contesté... –Ya ves que no... –¿Qué haces...? Y me contó que cuidaba a su niña. Era madre desde los diecisiete años, y apenas tenía veinte. Una nena haciéndose cargo de otra nena, pensé… Fue entonces que vinieron las cartas, aunque sólo recuerdo, o casi, alguna… Pilar: 22
Es muy tarde y todavía no me levanto. He pensado mucho en qué escribirte y no se me ocurre nada. Me siento débil, tonto, con las anginas inflamadas. Jamás imaginé qué difícil es escribir “cartitas”. Pero bueno. Llevo varios días enfermo, y aunque a veces la fiebre me noquea, siento que me hace bien estar tirado. No tengo que hacer nada. Leo. Me despierto sucio y me acuesto igual. Sí, ya sé, soy un
marrano. Pero al menos estoy contento y te conviene porque pienso mucho en ti. Cuídate. Me urges. La niña, la beba –como Pilar la llamaba– nos acompañó al campo. Fuimos a Zempoala, a unas lagunas cerca de Cuernavaca, que parecían la tapa de un frasco. No había viento y los gritos de la beba y los balidos lejanos de un rebaño eran todo el ruido. Habíamos abandonado el coche lejos de donde nos encontrábamos y el calor del mediodía nos recordaba el agua de jamaica que habíamos olvidado en la cajuela. Nos hicimos insinuaciones sobre ir al coche. Los dos nos reímos y ninguno de los dos se levantó del pedazo de pasto donde estábamos recostados. Decidimos rodar hasta la sombra de un pirul, que no nos quitó la sed pero sí disminuyó la sensación del calor. Escuché como golpes de máquina sus latidos a través de la tierra. Me contó su historia con Miguel, que para entonces yo ya sabía un fracaso. Me arrastré hasta ella. La abracé. Tuve el impulso de besarla pero no lo hice. No dije nada tampoco. Sentí tristeza y miedo. Me levanté y caminé hasta la orilla de la laguna. El mundo estaba quieto, pero vino el viento y una mano flaca y flexible me tomó del brazo y un cuerpo pequeñito abrazó mi pierna. Luego vinieron más encuentros, el invierno, otra carta.
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Pilar:
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A veces hace bien revisar lo que pasa. A mí me gusta entenderme, saber qué quiero. A veces también, reconozco que no me gusta enfrentar las cosas. Somos un poco como somos por lo que hacemos. Creo que los días que hemos vivido juntos han sido buenos. Nos conocimos ya hace tiempo y quisiera ir más lejos, poder prestarte más atención, a ti y a esto maravilloso, que tendría que ser nuestra única exigencia. Estar juntos y tranquilos… Sé que estás triste y todo eso, que andas viajando, sola, lejos de tu casa y de la nena, pero piensa que las noches de los amantes acumulan dulzura para la humanidad. Al menos, eso dicen. Muchas gracias por tu lindo mensaje de fin de año y por soportar todos estos delirios. Pásatela bien. Un beso. Hacia allá está Saltillo, dijo Veytia. Un pueblo triste, atascado, que algunos se atreven a llamar ciudad. Estamos atascados muchas veces, como aquellos burritos, míralos qué lindos y qué terrible caso. Jale y jale y nada. El calor es más rudo que el alcohol. Mucho más rudo. Uno suda gotas pesadas y hasta parece que se sale el corazón. Dicen que la piel con el sudor se humecta, pero la verdad es que la piel sudorosa no es más que
un terreno salado que no sirve. ¿Quién va acostarse con uno si eso que llamamos piel es más bien un pedazo de lodo…? El otro día estaba en una reunión con unos posibles productores y todos estaban pegados a los muros como tratando de que el yeso blanco les diera un poco de frescura. La verdad es que nadie entendía nada de lo que pasaba. Si eso hubiera sido un sueño, quizá tendría algún sentido. Todos allí lagrimeando, con los ojos ni abiertos ni cerrados, lo blanco de los ojos enrojecidos, las venas de los brazos dilatadas, todos al borde del desmayo, parados como sobre un filo de barranca preguntándose por el tipo de cambio y las aportaciones del rock regiomontano a la música mexicana. ¡Qué tipo de cambio ni qué rock regiomontano! Un río, eso sí que valdría algo, al menos en ese momento. O los pelos mojados de una burra, eso también valdría. Me acuerdo que una vez –tenía como 13 años– le jalaba las orejas a una burra y entonces me di cuenta que su pelaje oscuro estaba mojado por el calor que hacía. Me le pegaba al lomo para ver si yo también ganaba un poco de eso agradable que era el pelo mojado de la burra. Pero yo no. A mí nada de nada. Puros olores rancios. Son bonitos los burros ¿verdad? Una vez montando uno muy flaco me caí por el costado izquierdo. A otro lo castraron que porque estaba muy jarioso (Betty alzó las cejas) –horny, precisó Veytia– y espantaba a las niñas… A mí me gustan más lo burros que los caballos. Los caballos pueden ser presumidos, demasiado altos, pero los burros, aunque son pequeños, son fuertes, y sus patadas muy peligrosas, dicen que si te alcanzan pueden hasta matarte.
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No hacíamos el amor. Pilar frenaba. Tampoco podíamos hablarlo. A veces, cuando estábamos juntos, me decía que así estaba bien. Como yo no sabía qué era el sexo no podía decir nada. No decía nada, entonces esperaba. Una vez tuve un sueño. Era un cuarto vacío. Pilar mecía con calma una cunita. Al acercarme vi que el bebé que estaba adentro era yo mismo que me decía. Ya estás grande. Decidimos vivir juntos a partir del regreso de uno de sus viajes. No hubo ninguna fiesta. Pasaron dos o tres semanas antes de hacer el amor. –Esa fue la primera vez, por eso es que te lo cuento. Betty lo miró, interesada.
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Había decidido ser paciente y tierno. Hacerlo fue una experiencia dura. Me abrazó como a un niño y me dijo: yo estoy bien. Descubrí entonces otra forma de soledad. Un instante de alegría, de belleza. Recordé la imagen de la película de Godard y entendí que se trataba de eso, la quietud y el movimiento, la intensidad y la paciencia. Había pasado más de una hora. Ochenta kilómetros. Una hora y cuarto de curvas pronunciadas a una velocidad poco constante debido a los tráileres que venían de los Estados
Unidos, cargados de mercancías diversas. El paisaje era ese árido y seco del norte del país. Terrenos polvorientos que levantaban de vez en cuando algún espejismo sobre la línea blanca y entrecortada que dividía en dos la carretera de varios carriles. Veytia guardó silencio por un momento y supo que Betty repasaba aquel fragmento de su vida que había sido y que ya no era. Atestiguamos momentos, pensó. Pilar había sido uno de ellos para Mauricio. Uno casi al principio de todo, aunque todo empieza siempre otra vez, como la joven mañana que irremediablemente dejaba avanzar el sol desde la cajuela del coche hasta el vidrio trasero del peugeot, mientras los nudillos de la mano izquierda de Veytia empujaban el pequeño aditamento que abatiría el vidrio eléctrico para poder estirar el brazo, pagar la cuota en la caseta de cobro de Saltillo y dejar atrás otra ciudad, una más al sur de Monterrey, más impersonal y vulgar que la anterior. El calor del aire lo golpeó. Betty se acomodó unos rizos que volaban sobre su frente y tomó de nuevo la rodilla derecha de Mauricio, quien después de pagar y mover la palanca de velocidades a segunda giró ligeramente la cabeza junto al aire tibio y pesado que entraba a la cabina del auto, para estirar el cuello y alcanzar con su boca el cuello de Betty, luego su oreja, desde abajo hacia arriba, lóbulo, pabellón, y rematar al final –con los labios recién humedecidos, primero el superior y luego el inferior– sobre los labios de ella, secos, sorprendidos, aunque gruesos y cálidos. Veytia sonrió, dejó a Betty en correspondencia morder su labio inferior, que después arrastró y jaló con ella mientras volvía la espalda, la
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parte superior del cuerpo completa hacia al asiento, hasta que sĂşbitamente, el labio fue liberado por los dientes afilados, como una hoja suelta rasguĂąada por un alambre de pĂşas.
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tres
Betty le acariciaba el cuello. Por momentos bajaba su mano recorriéndole las costillas, pasando y repasando con las uñas los botones de la camisa, el esternón, el vientre algo abultado, el broche y el cierre, las costuras del pantalón. Veytia seguía hablando y Betty lo escuchaba, al menos hasta donde parecía, con atención. A veces fruncía un poco el rostro o se doblaba y ponía los pies sobre el plástico gris y cálido del tablero. A veces leía despacio y en voz bajita los letreros de la carretera. El último decía, por ejemplo, Despacio poblado próximo Matehuala. La mañana había dejado de serlo, lo que iniciaba era el mediodía. El sol bajaba aplomado en línea recta, cada cosa del mundo lo recibía de modo exclusivo. Betty encogía los dedos de los pies buscando atrapar los distintos rayos del sol. Las distintas calidades del calor. En su país de lluvias largas o cortas, suaves o intensas –en su isla de niebla– esas sensaciones, ese placer, eran escasos. Por lo tanto, lo que vivía en ese instante, al atravesar ese país tan poco parecido al suyo, acompañado de un hombre amable y algo impaciente, el sol, el movimiento, le hacían experimentar cierta paz. Se desplazaban a una velocidad aparentemente pareja, aunque lo cierto
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es que oscilaban. Veytia seguía empujando el acelerador e iban. Continuaban. Iban ahí, en esa densidad compleja de movimiento, sol, palabras, toqueteos, estremecimientos, temperaturas, respiración, ruido de motor, de motores, bandadas de pájaros, zopilotes solos, insectos voladores, reflejos múltiples en el interior del auto, en los anuncios de la carretera, en los acotamientos y reflectores, en el piso, a veces de concreto, a veces de asfalto, donde aparecían por segundos escurrimientos de chapopote, llantas reventadas, manchas diversas y marcas de derrapones negros, pero además espejismos, charcas de agua que se antojaba fresca en medio de ese territorio desértico de árboles escasos, si acaso uno que otro arrayán, órganos solitarios, biznagas, nopaleras, botellas de plástico y corcholatas aplastadas, gasolina evaporándose en el aire, mujeres, hombres, niños salpicados, por no decir abandonados, como islas de un archipiélago nunca descubierto.
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Matehuala se hizo presente con las casuchas aisladas que se volvieron pueblo, con la entrada de arcos de cemento despintados, los hoteles y moteles, las construcciones de pequeños comercios de discos de frenos, venta de llantas, empaques, herramientas, servicios de talacha, todos inmejorables en su vocación de fealdad. Desde Monterrey hasta ahí habían transcurrido algo más de tres horas, y cuando Veytia bajó por segunda vez el vidrio de su ventanilla el tufo caliente tomó el interior del coche, o quizá sea más preciso decir lo penetró, desorientando a Betty que se sobaba suavemente los muslos
en ese momento. Veytia miró los indicadores del tablero. La aguja de la gasolina marcaba medio tanque. Lo demás estaba en orden, aunque vino un impulso. Sintió que debía orillarse al ver el letrero de la gasolinera a unos metros. Orientó el peugeot hasta la primera bomba. Detenidos, él, el peugeot, Betty, detenido, con las dos manos sueltas, tiró el extremo superior del pantalón hacia el estómago, se acomodó los testículos, y bajó del auto. Caminó lentamente, con cierta torpeza, y estiró poco a poco todo su esqueleto. La muchacha que atendía le hizo un saludo de soldado. Veytia vio que era muy joven, y por un instante quiso verle las tetas. La adolescente con su traje de lona verde lucía un tanto masculina. Veytia, sin embargo, se imaginó los pezones duros de dieciséis o diecisiete años, y se sintió apenado. Desvió la vista al suelo. Se distrajo viendo una mancha de aceite que dibujaba en el piso algo como un elefante. La muchacha preguntó cuánto. Veytia dijo simplemente, lleno. Lleno. Sonrió. ¿Qué es lleno? Pensó. Lleno, le sonó a vacío. Una palabra hueca, sin referente, inmaterial, lejana en todos los sentidos de la mirada de Betty que lo observaba con cariño por el retrovisor. Betty. Una mujer que va en su coche, que lo-acaricia-y-excita desde la mañana, desde otra mañana, y que ahora a su lado lo hace sentir bien. Ya es mediodía, y aún más, deja de serlo, pues el sol empieza a trazar una columna de luz que se mueve unos grados, inclinándose. Para Veytia esto ha sido apenas percibido por un ligero desplazamiento de su sombra. Su sombra que se ha alargado
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sobre el elefante de aceite, la mancha como elefante en el piso de la gasolinera de Matehuala.
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Veytia sacó la cartera y extendió los billetes hasta la muchacha que lo miraba atraída por el grado de distracción con que se movía. Volvió a acomodarse el pantalón, los testículos, y se metió en el coche azotando la puerta. Cancelaba el mundo exterior. Miró rápidamente hacia su costado derecho y Betty seguía ahí, sonrojada, bien dispuesta, bajo la placidez del calorcito. Ella alargó su brazo izquierdo y puso su mano delicada sobre el muslo de Mauricio, aunque muy cerca de la bragueta. Veytia tuvo una erección y quiso echarse sobre ella. Betty se dio cuenta. Se miraron un segundo desde el fondo de su animalidad –inocentes–, muy frágiles ante eso que pasaba. Para Veytia fue como ver a todas sus mujeres. A Pilar y a la nena, a su madre y a sus hermanas, a la muchacha que acababa de servirle gasolina. En las pupilas amables, transparentes, gris-pardas, de aquella pelirroja, Veytia se perdía. Entraba en una realidad nebulosa, ambigua, que sólo sintió ilusoria cuando Betty lo besó, al mismo tiempo que con sus dedos ella alcanzó hasta apretar, también, los genitales. El relato que Veytia construía en su interior, o en las palabras que a momentos le extendía a Betty, palabras sobre cualquier cosa, siguió mientras buscaba la salida a la autopista. El infierno del desierto, del tiempo que sigue al mediodía, se quemaba en sus propias llamas, igual que sus recuerdos y
las palabras desordenadas que no alcanzaban a decir nada, y que eran pasado y presente –por un segundo–, para él, una sola cosa. Veytia, Mauricio Veytia, hizo correr los chorros de agua que acompañados por los limpiaparabrisas embarraron, antes de limpiar el cristal, a los bichos que a lo largo de casi cuatro horas de camino se habían estrellado ahí. Sabía que esto pasaría pero se distrajo. Se insultó a sí mismo y Betty sonrió discreta. Cuando salieron finalmente de Matehuala estaban ya doscientos cuarenta siete kilómetros al sur de Monterrey. Veytia –su mente–, cansado, cortó el hilo inconexo de palabras en que se encontraba, disolviéndolo. Estaba inquieto por su torpeza –molesto– y se calló. Tuvo de pronto nuevamente conciencia del peugeot, la presencia del auto en movimiento, y decidió abandonarse al placer de manejar. En otras ocasiones esto lo tranquilizaba. Betty acalorada se restregaba contra el asiento ignorando a Mauricio. Levantó los brazos y vio que sus axilas estaban sin rasurar. Unos pelitos gruesos empezaban a nacerle. Acercó su nariz y se olfateó ansiosa. Bajó el brazo izquierdo y lo llevó hacia el centro de su cuerpo. Su mano cayó sobre el sexo y los vellos del pubis le dieron primero la sensación de un toalla, después, de un imán. Intentó poner la otra mano en la bragueta de Veytia pero se arrepintió al verlo distraído. Para Veytia fue apenas un roce, una sensación, a la que no hizo caso. Betty se enroscó hacia lado derecho hasta quedar mirando hacia la ventanilla. Se retiró el cinturón de seguridad y empujó el respaldo del asiento hacia atrás. Recostada sobre su costado derecho, con el brazo de ese lado caído,
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y la mano y los dedos sueltos balanceándose en el hueco entre la portezuela y el asiento, tocó el piso donde palpó un objeto que la mano de inmediato empezó a reconocer. Era un rectángulo pequeño –tanto como su mano– de superficies duras, que mantenía su unidad rectangular con un resorte que lo ataba por uno de los extremos más largos. Betty finalmente se decidió a verlo. Apoyó el peso de su cuerpo sobre el hombro derecho y con los dos brazos y manos libres y listos puso el objeto frente a sus ojos. Era una libreta atada con un elástico. Una libreta del tamaño de un pasaporte. Una libreta hecha a mano con cartones y papeles diversos –ni diario, ni cuaderno de notas, aunque eso lo sabría más adelante– de pastas negras, duras, que en la primera página, con las letras mayúsculas manuscritas de Veytia, tenía una frase de Onetti (aunque eso ella no lo sabía, ni lo sabría tampoco), seguida de otras anotaciones:
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cuatro
SÓLO HAY DOS DIOSES: ESPERANZA Y OLVIDO
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Primavera. El viento pasa por la hierba y el verde nuevo se nota hasta en la última rama de los árboles
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Cae el hacha / el golpe deja una marca
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Los remos, uno detrás de otro, entran, acortan la distancia, un momento pausado, o r g á n i c o, sin símbolos, pura danza visual
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Calle cerrada Cerrada de “Retamas”, luz en un muro
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Cada átomo tuyo es también mío... (Walt Whitman)
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*
Las manos como de hoz, como ganchos en el aire.
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Una imagen: Una niñita (¿una adolescente?) haciendo tai chi, casi un ideograma contra el cielo…
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Leña a un fuego
*
En un sueño, el cielo nublado, el sabor de unas peras ácidas, un asta de alce, un zapato. Luego su rostro, tus manos, una caricia
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patos PatoS P A T O S
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Antes de Lascaux, los grabados de Cussac
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Betty sintió que su postura la incomodaba. Contrajo su cuerpo. Se estiró ligeramente, casi sin moverse. Se sentía cansada de la lectura al azar de las notas de Veytia, del esfuerzo por entender aquello en una lengua ajena a la suya, pero personal y enigmático. Adelantó con los dedos algunas páginas, mirándolas con rapidez, y a pesar del leve fastidio se decidió a revisar las últimas con rastros de tinta. El sol estaba en la tensión máxima. El sol, la luz, el calor. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero tuvo hambre. Un jaloncito, una vibración en la boca del estómago. Las contracciones pequeñas que salían de su vientre llamaron la atención de Veytia que preguntó si estaba dormida. Betty no dijo nada. Se acurrucó de nuevo sobre el costado derecho, el peso del cuerpo sobre el hombro, pero los brazos y las manos, siempre libres. La carretera era recta, monótona. Mauricio y Betty estaban cansados. San Luis Potosí era todavía un lugar remoto para ella. Para Mauricio en cambio, era otra cosa. Sabía que faltaba algo así como una hora. Al menos eso recordaba de los viajes anteriores hechos cada año, cuando niño y adolescente, con sus padres, en los que vio cómo la carretera se convertía en autopista.
A lo lejos volaba un halcón solitario que Veytia reconoció como un peregrino, un halcón peregrino. Lo supo porque planeaba ligero. El peregrino o neblí es un viajero, es un cosmopolita, plomizo por arriba, con un capuchón negro típico y el vientre blanco u ocre. Mauricio recordó que uno de sus primos, que había estudiado para veterinario, le había enseñado muchas cosas sobre los halcones. Incluso también –de un modo muy vívido– pudo sentir aquel miedo, ese miedo de ver a dos cernícalos en cautiverio –bestias extraviadas en su furia– que desgarraban un pescuezo de pollo. Estas asociaciones lo llevaron hasta el sedimento de otro recuerdo, una conciencia vaga, de que alguno de sus antepasados, un tal Justo Veytia, había viajado a California buscando oro. Veytia lo supo en una ocasión en que encontró las cartas que ese tatarabuelo o bisabuelo había escrito a su familia. Veytia nunca supo muy bien la identidad de aquel hombre porque leyó todo eso a escondidas de sus padres y jamás quiso contárselos. Algunas de esas líneas decían cosas que quedaron tatuadas en su mente. En ocasiones Veytia las utilizaba sin saber de dónde venían. Eran registros de otro que ya eran suyos. Surcos, repeticiones, marcas de un pasado que incluso podían continuarse de una vida a otra, estableciendo, para desgracia suya, paralelos, resonancias, desencuentros. Líneas como “Una desgracia más. Paciencia, ya que nuestro destino es padecer…” “¡Ah! Con qué lentitud ha pasado este tiempo y qué amargas han sido sus horas, cuántos sufrimientos morales he tenido y cómo se han visto abatidas mis pasiones, mi orgullo y amor propio…” Veytia se
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sintió lastimado al recordar esto. Pero fue tan sólo un rasguño, no tuvo tiempo de precisar ninguna emoción, ya que una vaca que apareció de la nada se hizo amenaza. Betty experimentó el temor, la adrenalina de Veytia atomizada en su interior y tuvo miedo. Miedo de eso que llamamos muerte, de eso que algunas veces, por medio de un susto o una impresión fuerte, nos saca de nosotros al grado de hacernos perder el control. De ese volantazo vino el letargo, la suspensión. Hombre y mujer se retiraron de la carne y de los huesos, de la química y la biología de sus cuerpos, o más bien pasaron a una conciencia mayor de todo esto, e ingresaron, de nuevo, a un territorio neutro, a un extravío, al vagabundeo de sus mentes. *
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De unas gardenias olvidadas en el coche, el perfume de su perfume, sale un movimiento que avanza hacia el sol
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Desprendido de un sueño, pero en el sueño / r e d e s
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AbrĂamos el panal con las dos manos. Era como un sexo de mujer.
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El sol subiĂł a por los pies hasta las costillas
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hierbabuena del tĂŠ
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Noche oscura, sacudimientos de hojas, gira una bolsa, vuela / negro sobre negro
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En cámara lenta: Insectos dirigiéndose a la luz, encandilados, sus alas alborotadas quemándose, cientos de insectos, todos juntos, siguiéndose, jalándonos
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Lechuga para el sueño. Caminatas largas. Friegas de alcohol. Baño caliente por la noche. Borreguitos que saltan por la cerca
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Unos caballos lamen lo que no lamo, te lamen lo que no lamo
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Ni diario ni cuaderno de notas. Pedazos. Pedacitos de mundo. Recortes subjetivos. Tanteos. Porque entre lo legible había también tachaduras, dibujos, fotografías, papeles recortados, arena, granos de azúcar. Una suma. Suma de hilachas.
Betty subió la vista y miró el cielo acotado por la ventanilla de su portezuela. El cielo estaba azul claro –casi blanco, con algunas nubes grises– y entendió que San Luis Potosí estaba cerca.Volvió el respaldo a su lugar junto con el cuerpo, todo el peso de su cuerpo, y recuperó otra vez la sensación de estar con Mauricio, Mauricio Veytia. Es más, relacionó aquellos pedazos, esos retazos de palabras recientemente leídos, con ese hombre a su lado. Un hombre que, para ese momento, después de una mañana, otra mañana, algunas horas de viaje en carretera compartidas, seguía tan impreciso como cualquier otro. Aunque de pronto, algo se hizo sentir con intensidad, cuando Betty al contraer sus dedos, apretar el puño derecho, experimentó, en esa mano vacía que se cerraba (como una realidad tangible, conocida y relativa como suele ser eso que llamamos realidad) el tamaño específico –largo y grueso– del miembro, además de la suavidad del glande circunciso de Mauricio. Betty titubeó. Quiso decir. Contarle. Algo quiso decir, aunque no habló. El cielo para ese momento del viaje era más blanco, las nubes se extendían, el calor disminuyó de modo imperceptible. Betty retrajo sus pensamientos –los movió– flotó hacia el paisaje. Levantó el cuello. Lo puso firme, igual que la cabeza, hasta que logró alinear la vista con la línea que parpadeaba en el centro de la autopista. Entonces fue velocidad, acumulación y secuencia, ritmo, sobre todo, ritmo.
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Las pocas varas, las planicies del desierto –piedras, polvo– fueron desapareciendo. Dieron paso a otras cosas. El paisaje, súbitamente, hizo crecer arbustillos, pastos, y hasta árboles, un poco ralos, pero ya reconocibles como álamos, hileras de eucaliptos, fresnos. Empezaban a distinguirse lomas de colores verdes, rojas, pero también tierras de cultivos bajos, seguramente, fresas y cacahuates. Además, cebada, trigo, alfalfa. Campos verdes de cultivos mal regados, mal alineados, pequeños, poco productivos.
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Había en algunos de ellos tractores despintados, ovejitas flacas, vacas solas. Había por ahí hombres y niños, pocas mujeres que empujaban el arado o pastoreaban los ganados breves con una rama larga y algún perro criollo, desproporcionado –las patas, o muy cortas o largas, el cuerpo o la cabeza, que podían ser inmensos o diminutos en relación al todo. El calor también era distinto. Oblicuo como la luz. La luz que ahora venía sesgada. En un descenso los rayos iluminaban el costado derecho del auto, que a su vez proyectaba una sombra, igualmente oblicua, sobre el pavimento que bordeaba el costado izquierdo del
peugeot. Así, el coche iba, partido por la luz. Mauricio y Betty estaban en silencio. Veían el paisaje. Compartían esta actividad, sabiéndolo –degustándola– sin decirlo. Precisaban la misma atmósfera, la misma placidez, un idéntico sentido del tiempo, de la gracia de sus cuerpos estáticos, aunque en el desplazamiento inflexible del peugeot, que corría con plenitud sobre los primeros llanos que antecedían la ciudad de San Luis Potosí. Veytia fue atravesado por la conciencia del momento, del olorcillo suave que provenía de Betty. Fue un golpe. Una agitación. La descarga de sangre en su corazón se hizo un galope fuerte. Dos iban en un coche registrando desde dentro lo más que se podía del exterior. Dos, que en un instante supieron que estaban ahí, recibiendo una ampliación de algo, algo que no se sabe nunca qué es, pero que es, que está, y que para esos dos seres –Mauricio y Betty– era asumido desde todos los flancos, es decir, con todos los sentidos, a partir de una apertura de sus mentes, de sus emociones, de sus recuerdos, de sus pensamientos, su imaginación. Esto –un segundo–, después, fue solamente hambre. El hambre los tomó, los fue cercando. Veytia encendió la radio. Los anuncios locales le parecieron francamente detestables. Eran exaltados, antiguos, torpes. Metió la mano en un compartimiento de la portezuela y sacó un disco entre otros. Sin saber muy bien qué disco era lo pasó a su otra mano, sin soltar nunca el volante, hasta introducirlo en el reproductor a un lado de los instrumentos del tablero. El
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aparato hizo un esfuerzo que destapó la música. Betty sintió un estremecimiento, un temblorcillo interno, apagado, que Veytia nunca descubrió. La música no vino. La pista brincaba de un sonido a otro sin detenerse jamás en la sucesión de notas que supone una pieza musical. Veytia, sin embargo, hizo el repaso mental de los discos que llevaba y supo que se trataba de Sonic Youth –del disco de Sonic Youth con Mats Gustafsson y The Ex.
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Sin decir nada, se dio cuenta que no era la música para el momento, ese momento apacible, parco y cerrado del trayecto, a pesar de los quejidos de las tripas. Era música quizá demasiado concentrada, quizá demasiado introspectiva, así que el hecho de que el disco no hubiera sido bien leído por el reproductor le facilitó las cosas. Sin dar ninguna explicación, lo hizo expulsar, antes de apagar por completo el aparato. Veytia fue asaltado por un tronido del estómago que hizo voltear a Betty. Él preguntó si tenía hambre. Ella no dijo nada, pero esbozó un gesto suplicante. De inmediato, Mauricio modificó su postura, su semblante, se puso un poco serio y la miró al tiempo que exclamó con exageración Your word is my law… Aunque lo más exacto hubiera sido Your face is my law… The expressions on your face, on your delicate, delightful body, are my law… Esto sucedía también al mismo momento en que Veytia aceleraba escandalosamente. Mauricio vio el sol y cerró un instante los ojos.
Se aisló del mundo con sus párpados, a pesar del riesgo que esto implicaba –o quizás por esto mismo– y se observó volcado sobre un libro en que leía que los secoyas tenían la costumbre de que el joven pretendiente se engalana con sus mejores prendas, se depila y pinta el rostro, y se cubre la cabeza con un gran tocado de plumas multicolores. Embellecido así, se sienta silenciosamente a la vera de la amada en espera de su reacción. Veytia, con los párpados cerrados, pensó que para él hubiera sido muy cómoda esa práctica, pues siempre se sintió corto cuando se trataba de entablar el diálogo amoroso. Abrió los ojos descubriendo que todo en el frente estaba bien, giró la cabeza y vio a Betty algo nerviosa. Alargó el cuello hasta ella y le besó la frente. Se separó, con calma, lento, con suavidad. Tenemos hambre, ¿no…? Volvió a la posición acostumbrada de manejo y se apuró a llegar al letrero que indicaba la distancia
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entre San Luis Potosí y ellos. Vio el reloj en el tablero y contó cuatro horas y cuarenta y uno, cuarenta y dos minutos desde su salida de Monterrey, desde donde habían hecho ya, hacia el sur, quinientos catorce kilómetros –siempre, más o menos. El tiempo en la distancia acostumbrada, repasó. Todo en tiempo. En espacio y tiempo. El letrero adelante indicaba que para el centro de San Luis Potosí habría que desviarse de la autopista. Veytia cayó en la disyuntiva de seguir por la carretera hacia Querétaro o entrar a la ciudad. Consideró el tránsito, la mala señalización, el posible extravío, la gente que nunca sabe dónde está. Sin consultar a Betty, prefirió seguir adelante. Pisó con fuerza el pedal del acelerador y rebasó a un camión que venía despacio, cadencioso. Betty, al ver que los letreros anunciando la entrada a la ciudad se terminaban, se sintió desconcertada, pero otra vez no habló. Juntó simplemente sus manos en el estómago, las palmas volcadas hacia abajo, y levantó un poco el pecho, haciendo unos pucheros con la boca. Se desabotonó la blusa, una blusita de algodón que mantenía con eficacia –al margen de lo exterior– el sudor (para entonces, una sensación superficial de la piel pegajosa), los pechos sin sostén, los hombros, el vientre, la espalda, las costillas. Las pecas le parecieron más oscuras y atrayentes, nuevas, misteriosas. Se sintió atractiva, joven. Pero el hambre insistió. Le robó la mano derecha a Veytia que guiaba el volante y la puso sobre su vientre.
San Luis Potosí ya era pasado. Un pasado a algunos kilómetros y minutos. La carretera se olvidaba de las curvas y lanzaba hacia delante un andador recto muy parejo. Luego vinieron unas casitas. Otro pueblo en medio de la nada. San Luis de la Paz –un lugar entre San Luis Potosí y Querétaro, más cerca del primero, aunque tampoco lejos del otro– leyó Veytia. “Comedor Lolita”, volvió a leer. Se detuvo un instante por un semáforo en preventiva, que con sus luces amarillas ponía en alerta sobre un tren que tenía días, sino es que meses, sin pasar. Este alto total le permitió verificar que el “Comedor Lolita” era el lugar más concurrido, al menos hasta donde podía verse a simple vista. Había otros restaurantes y comercios. Pero los muros color crema, limpios, bien pintados, lo atrajeron. Betty se alegró sin pensar muy bien en el lugar ni en la calidad de la comida. Bajó la visera del techo frente a ella y corrió el plástico que ocultaba el espejo. Era como el de su coche. Su citröen estacionado en Wales. Se acomodó algunos mechones humedecidos que pasó de la frente, hacia la parte superior de la cabeza. Se sacudió la cola de caballo que no había tocado desde la mañana. Dio un jalón a la liga que retenía el pelo rojizo y ordenó todos los cabellos –sueltos y amarrados– en un solo mazo uniforme. Exageró luego unos golpecitos sobre el manojo de cabello con las palmas abiertas, derechas, hacia arriba. Mauricio la miraba desde que comenzó a moverse. Le gustaba. Betty le gustaba. Le gustaban sus pechos, sus pezones rosados, los huesos de su cadera, sus vellitos naranjas, tupidos –tan distintos a los suyos– el sentido que tenía de su fragilidad
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al abrazarla. Veytia se alejó de su pensamiento, se reintegró a la carne del instante, a la acción de enderezar su espalda, retirar las manos del volante, desplazar los brazos, abrir la portezuela, sacar el pie, la pierna izquierda, girar el tronco, el otro pie, la otra pierna, y empujar, sin demasiada fuerza, el piso de tierra. Sentado en el asiento, pero ahora dando la espalda a Betty –el “espinazo”, como su padre incontables veces llamaba en broma a la columna vertebral–, con los pies ya en el piso, Veytia bajó la cabeza para evitar el posible golpe con la carrocería del peugeot, y se puso de pie. Cerró la portezuela, cuando un tipo salió del “Comedor Lolita” gritándole: ¡Pendejo! Mauricio se asustó y antes de que Betty pudiera salir del coche él ya estaba sentado de nuevo frente al volante. Giró la llave y encendió el motor. El sudor le escurrió pesado por el rostro. El tipo seguía gritando cosas que sin entenderlas se entendían. Mauricio jaló el cinturón de seguridad de Betty, quien tomó la punta de acero y lo abrochó. Veytia dio marcha atrás. Dio una vuelta abierta que dejó rastros en el piso de tierra –además de nubes de polvo– y llevó el auto hasta el camino, la carretera. Antes de que Betty hablara, Veytia se adelantó. Otra vez sxplicó lo que había sucedido y se quedó callado. Se dio cuenta de que posiblemente el hombre le gritaba a alguien más. A alguien detrás de él, y no a él, a quien no conocía. Después pensó que si los habían confundido, al ver a Betty les pedirían perdón y los dejarían en paz. También pasó por su mente la posibilidad de un asalto. Esto le pareció mejor. El razonamiento fue que si buscaban robarlos, él, Mauricio, con su reacción, había protegido a Betty.
Eso le gustó. Lo hizo sentir orgulloso. Pero luego entendió que nunca sabría lo que había sucedido. Que para saberlo habría que regresar y enfrentar al hombre. Si estaban en San Luis de La Paz faltaba poco para la siguiente caseta antes de entrar a la autopista, que bien podría ser en ese tramo –entre San Luis Potosí y Querétaro– una pista de aterrizaje, salvo por dos o tres columpios mal trazados. Iniciaba ahí también, Veytia lo recordaba, un largo descenso, como otro que los esperaba antes de llegar a la ciudad de México, después de cruzar la caseta de San Juan del Río. Sabía que entre San Luis Potosí y Querétaro existían –siempre más o menos– doscientos ocho kilómetros. Lo recordó con precisión por haberlo verificado en el mapa un día antes. Una noche antes, luego de hacer el amor con Betty. Eso, una vez decidido ya el viaje que hoy hacían juntos. Antes de cualquier establecimiento apareció la siguiente caseta de cobro. Había hasta el libramiento de Querétaro, todavía, ciento veinte kilómetros. Veytia decidió continuar. Efectuó el pago, atravesó unos vibradores, avanzó algunos metros para detenerse al lado de la construcción con los sanitarios y la tiendita de abarrotes.
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No comieron en serio. Mauricio y Betty aplazaron el hambre con galletas, chocolates, botellas de agua. Se habían detenido. Estiraron los brazos y las piernas. Se besaron largamente, de pie, acomodándose con énfasis liviano. Se recargaron con gravedad y grandeza, como las piedras de los acantilados. El sol no estaba ya, sólo estaba su luz. Miraron los montes que cortaban el horizonte, los horizontes, que en el norte y el sur, pero también en el este y en el oeste, los rodeaban. Trescientos sesenta grados de montes, grandes, pequeños, chatos, puntiagudos, gruesos, delgados –la Sierra Madre Oriental, la Sierra Gorda, barnizados de luz muy tenue. Trescientos sesenta grados que los envolvían junto con el cielo, ahora un tanto gris, aunque aún transparente, con algunas nubes bajas, cargadas, en una burbuja perfecta. Seres humanos, naturaleza, máquinas. Autos, tráileres, camiones, motocicletas que los cruzaban zumbando a pocos metros. Sobre la carretera, la autopista, los “fantasmas” –esas pequeñas marcas cilíndricas de concreto a un lado del camino–, marcaban, poco a poco, la reducción de la distancia hasta
el libramiento de Querétaro. Del kilómetro ochenta y ocho pasaban al ochenta siete, luego al ochenta seis, y así hasta el final. Luego del libramiento para evitar el paso por la ciudad de Querétaro comenzaría el descenso, ligero, que se pronunciaría después de la caseta de San Juan del Río hasta la ciudad de México, la entrada norte a la ciudad de México. Caía, súbita, casi sin modificación en la temperatura todavía caliente, una lluvia frágil. Filamentos muy finos de agua dejaban su sello sobre los cristales del peugeot. Betty no pudo ver nada porque estaba dormida. Veytia en cambio fue atraído por el agua de la lluvia y el cielo blanco, que de un tono gris y claro se volvió más bien negro y turbio, recargado. Esa lluvia, esos alfileres y filos de agua hicieron vibrar a Veytia. Lo colocaron de nuevo en una suspensión. Trajeron la inmensidad, el miedo otras veces experimentado frente a lo inminente, lo caótico, el dominio del tiempo, la vida que corre, el cariño que se niega, la muerte infranqueable. Veytia recordó a Warburg. Recordó que había vivido entre los indios pueblo tratando de entender los orígenes del arte. Recordó que gracias a ellos pudo explicar que las formas de belleza y expresión habían sido creadas para preservar las experiencias más intensas del paso del hombre por el mundo. El coche desplazaba agua del piso, pues la lluvia ligera era ahora una tormenta. Agua del piso que salía bifurcada igual que dos labios separándose. Mauricio disminuyó la marcha mientras se adentraba en una zona más lejana de su ser, en
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una zona en donde su pensamiento buceaba, ya no en referencias culturales o razonamientos lógicos, en superficies, sino en capas, estratos de emociones más profundas de lo que él, Veytia, Mauricio Veytia, era. Sin saberlo –en medio de la lluvia, el auto luchando contra el agua, la fricción del camino– recobraba el temor y la inocencia de su infancia. El placer, la libertad de aquella protección de ser niño, que los padres, la escuela, los amigos, ilusoriamente otorgan. Veytia nadaba en eso. En esas orillas inciertas del pasado, de sus primeros besos, la primera de sus borracheras, la despedida, la primera de ellas, pero al mismo tiempo el último de sus besos, la embriaguez de un día antes, sus inevitables futuras despedidas.
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Comer, dormir, hacer el amor, ¿qué más? Comer, dormir, hacer el amor, despertar por la mañana, orinar, conversar, leer, ir al cine, ver llover. Sentir el agua, mojarse, desnudarse los pies y caminar descalzo sobre el piso mojado, patear los charcos, quitarse la camisa, caminar en la lluvia y ser golpeado por el beat, el tam tam del agua. Veytia soñaba que era una tortuga que se mojaba y que a su vez soñaba que quien en realidad se mojaba no era una tortuga, sino él, Mauricio, Mauricio Veytia. Casi inconsciente, pero alerta en cuanto a manejar, frenó. Se detuvo un segundo. Paró el auto un segundo. Alcanzó el acotamiento y bajó del peugeot en plena tormenta. Un relámpago aislado resplandeció en el cielo oscuro, entre las nubes negras. Veytia entonces ya no era una tortuga que soñaba, era Mauricio que se mojaba, el pantalón y la camisa que se mojaban, él que se mojaba, la cabeza,
la nuca, los brazos descubiertos que se mojaban. Betty despertó, se arrancó también del sueño, de uno distinto al de Mauricio, y lo vio fuera del coche, bajo la lluvia. Despierta, seguía sin entender lo que pasaba. No entendía, como nadie entiende a nadie. Porque ya entenderse uno mismo es difícil, imposible. Porque entender al otro es una fantasía, una navaja peligrosa. Porque han alimentado el corazón de fantasías, y en razón del alimento el corazón se ha vuelto brutal. Betty, arrebatada, empapada de pronto por una alegría injustificada, azotó la portezuela para llegar a Veytia. Se abrazaron, se mojaron los dos. Veytia no pudo más, la tomó de una de sus muñecas y la llevó del lado del paisaje, al costado derecho del peugeot. Levantó la falda corta, de mezclilla que Betty usaba y que, aún sin entender, se reía nerviosa. Con la otra mano Veytia, jaló su cinturón, desabrochándolo, tiró el cierre de la bragueta hacia abajo, sacó la verga caliente, que se mojó de inmediato al exponerse al agua, y haciendo a un lado la tanguita morada, metió, tenso, seguro, fuera de todo plan, instintivamente, el miembro. Betty lo recibió con un quejido leve que se volvió suspiro. Ella lo tomó por las nalgas, ansiosa, y se alzó un poco sobre las puntas de los pies. Veytia empezó a moverse, primero con fuerza, una, dos, tres arremetidas profundas, luego despacio y recorriendo, sin prisa, unos minutos, el canal completo de la vagina. Mauricio flexionó entonces las rodillas. Betty lo abrazó con sus piernas haciendo un candado preciso. Sintió la verga palpitante. Mauricio rechinó los dientes, sacudió el cuerpo entero y se vino. Betty estaba enrojecida, en el rostro y los pechos, jadeante,
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perfectamente acoplada. Fue asaltada por el sacudimiento de Veytia, pero también por el orgasmo, que le explotó atravesando incontables células, terminaciones nerviosas, huesos, órganos, músculos, piel. Los dos se descolgaron. Pusieron de nuevo el peso del cuerpo sobre los pies. Se miraron, sabiendo solamente que habían estado juntos, aunque intuyendo –cada uno por su cuenta– el gozo del otro. Por un segundo habían alcanzado a salirse de sí, de su autocontrol, del mundo, para adentrarse en una dinámica que culminó en una especie de soplo intemporal, en una sorpresa por el atisbo de ser parte de la hoja y el árbol, de la hormiga y la tierra, del calor y del sol, del fuego y la comida, de la lluvia y de otros.
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En el coche, sin vergüenza ni orgullo, continuaron el viaje. Se dejaron ir en el silencio de la tarde que avanzaba. Después de la tormenta, la primera de la temporada de lluvias del verano, la que, por cierto, había llegado tarde, vino una luz pareja, muy pálida, que fue casi la misma durante un par de horas. En el coche, sin agitaciones ni confianza, en el final de la tarde y de la ausencia, en el rincón de sus soledades, contra sus respaldos, uno, él, Mauricio, con las manos en el volante, otro, ella, Betty, con los dedos entrelazados, en silencio, continuaron.
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Libramiento Querétaro / Ciudad de México. Leyeron. Cada uno por su cuenta, sin decir nada. Cuando me subí a un coche –Veytia, pensó, arrastró desde el fondo– tenía un par de días de haber nacido. El coche era un modelo datsun del año setenta o setenta y uno. Así lo recordaba. Era blanco por fuera, de interiores negros. Nací en el setenta y cuatro, por lo que no era un auto viejo, aunque tampoco nuevo. Su forma era semejante a la de un huevo, un huevo un tanto recortado en el lomo y el piso. Veytia, prosiguió. Si cierro los ojos, puedo imaginarlo tal y como era. Y más. Probablemente eso que veo no es el recuerdo del datsun, sino el registro de alguna fotografía vista en años posteriores. Sin embargo, hay algo misterioso en esta imagen. Algo que se aproxima desde un rincón oscuro –de modo inverso a la tarde que desciende, al calor que desciende frente a ellos, frente a Mauricio y Betty– y se vuelve una sensación, un movimiento, un vuelo lento, agradable. Esto es quizá, también, mi primer recuerdo. Y hacía el esfuerzo por llegar más lejos. Pero impedido el paso, retomaba lo anterior. No una imagen precisa. Una sensación. Porque habría que decirlo –se decía, Veytia, se
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decía– la memoria, los recuerdos, son además de imágenes, casi exclusivamente sensaciones, emociones cargadas por presencias de gusto, aromas, tacto, sonidos. Cierro los ojos y no sólo puedo ver el datsun, además huelo su ambiente, sus plásticos interiores, escucho su motor, palpo el cuerpo de su volante, ése que probablemente tomé en mis manos un poco mayor, apoyado sobre las piernas de mi padre. Esta esfera de sencillez, de paz, seguía hasta hoy, acompañando a Veytia, mientras la rescataba del pasado, de los recovecos de la memoria. Lo acompañaba hoy, junto a Betty, su última conquista, una muchacha pelirroja, resuelta, a su lado. Cuando me subo a los coches –sondeaba aún más– los motores, a diferencia de otras personas, el ruido de los motores, me tranquiliza, reduce mi ansiedad, su ruido persistente en algunos casos, se vuelve algo como el canto de los monjes tibetanos. El ruido era un arrullo. Lo relacionaba, además, con lo que un amigo le había contado algunas semanas antes. Veytia, unió, hilvanó en su mente aquello –su recuerdo, su experiencia del datsun, la sensación que le brindaba el ruido de los motores– con otra cosa, con lo que Nacho, un amigo, le había contado. Un par de semanas antes, había nacido su hija. El primero de sus hijos era un niño ahora de dos años. Y como suele suceder, el primogénito tuvo celos. Buscaba la atención de los padres con actitudes caprichosas, actuaciones exageradas, incluso probó con gritos desesperados que lo ahogaban. La niña, entonces, también hacía crecer sus demandas. Era una lucha de fuerzas, de imposiciones. Cuando la situación se desbordaba, cuando los niños se exasperaban, Nacho los metía
al coche y les daba una vuelta. Esto aliviaba la cosa. Algo tan simple como que el movimiento del auto los arrullaba, igual que a Veytia lo tranquilizaba ir en el coche. Eso, meditaba. Cuando manejo, y desde antes de hacerlo, cuando solamente iba en el asiento trasero, entraba también en ese arrullo, en ese encantamiento. Aquel datsun blanco fue uno de los primeros deslizamientos, de los riesgos que correría, sobre la superficie del mundo. Y avanzó. Algo distinto y al mismo tiempo semejante al final de un poema –que entonces recordaba– en donde una anciana moribunda pregunta por “esas cosas”, que fuera de la ambulancia en la que iba, desde la ventanilla, tenían un aspecto “pelusiento”. “Árboles”, le contestaban. Entonces ella se volteaba sobre la camilla ignorándolos. Unas líneas que además de darle la sensación del movimiento, de la vida que va, los árboles como manchas desplazándose, le hacían notar también el hartazgo por una realidad que se está a punto de abandonar, y que ya no interesa. Veytia detuvo su mente un segundo. Se detuvo tratando de entender sus pensamientos. Trató de deshuesarlos, sin darse cuenta –con los mismos elementos y herramientas con que los había elaborado. El peugeot, mientras tanto, seguía su marcha sobre la autopista. Se movía con Mauricio, con Betty, con la tarde. Los otros dos recuerdos más antiguos –arrancó Veytia con esfuerzo de su mente– que poseo también se relacionan con movimientos sobre ruedas. Uno es el de una botella que se
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quiebra. Quien la rompe, estoy seguro –Mauricio estaba seguro como pocas veces se puede estar seguro– soy yo. Fue probablemente una botella de perfume. El recuerdo contenía un aroma fresco e insistente de lavanda. Me arrastraba en una salita bastante reducida, o algo así, sobre una andadera azul que tenía en el fondo un aro tubular cromado, que a su vez sostenía las ruedas. La andadera la recuerdo bien, como su funcionamiento. Esto se debía a que esa andadera de plástico azul había acompañado a su familia a lo largo de la infancia de todos sus hermanos. Habían sido seis –entre el último de ellos y Veytia existían once años. A Mauricio le había tocado ser el comienzo de esa colectividad de hijos, lo que le permitió ver a lo largo de los años cómo esa apoyatura, esa andadera, les ayudó a todos, a él y sus hermanos, a empezar a caminar. Debí haber tenido cerca de diez meses –porque, según su madre le contaba, había empezado a caminar muy pronto, antes de su primer cumpleaños. La imagen era casi una sola, pero sumaba algunos momentos. Me impulso y de algún mueble cae una botella que al estrellarse proyecta los vidrios, riega el líquido transparente por todo el piso. El perfume de inmediato envuelve los fragmentos y origina, crea, un archipiélago de vidrios irregulares sobre una franja líquida. Veytia se concentraba en esa imagen del pasado, de su pasado. Esa imagen hecha añicos, esos pedazos de vidrio, que habían sido, para él, importantes. Eso era la base, el apoyo que junto con otras cosas –las cartas de su tatarabuelo o bisabuelo, que sin haber sido escritas para él lo habían tocado, como su historia con Pilar, y la mañana, la noche compartidas
con Betty, y más– configuraban su visión última del mundo. En otra ocasión, leyendo a un filósofo francés, muchos años después, en la universidad, Mauricio quedó prendado de uno de los textos. Uno sin título (éste se había extraviado en la niebla de la memoria) que contenía la explicación de algo que Veytia, en el fondo, ya sabía. Una explicación simple, precisa, que revelaba que el lenguaje, las palabras, como los pedazos de vidrio de su botella de perfume rota, eran islas, asideros sobre un océano de indeterminación. Palabras que le permitían, ahora, articular en su mente –imágenes, aromas, sensaciones del tacto y del gusto ya vividas– fragmentos de una vida, que en el presente se disolvían sin remedio, mezclándose con el resto del pasado. Un presente que era un auto, una velocidad, una mujer a su lado, que además era una excitación constante, una armonía, palpitaciones, promesas. Veytia divagaba. Pero también manejaba sobre una autopista, un auto que recorría la distancia entre Monterrey y la inabarcable, mítica, ciudad de México. Ese lugar donde, una vez, se vio a un águila devorando a una serpiente. Un símbolo perfecto. El cielo y la tierra, el vuelo y el arrastre, enfrentados en el lomo de tierra, enmedio de la superficie tersa de un lago supuestamente hermoso, del cual, hoy, ha quedado un charco, donde unos niños, unas garzas perdidas, saltan los domingos. Mauricio Veytia se desplaza así en una onda entrecortada de frases mentales breves, de pensamientos cortos –líneas cercenadas– igual que los vidrios rotos de su recuerdo infantil.
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El último de los recuerdos primitivos que Veytia alcanzaba a ver viene con un carrito para el mandado. Voy de pie –Mauricio reanudaba sondeando otra vez en su mente– recargado sobre uno de los lados de la rejilla del prisma rectangular que lo articula. Mi madre hace rodar el carrito mientras lo jala con una de sus manos. Es un recuerdo un tanto difuso. Su madre carga también, con el otro brazo, a uno de sus hermanos recién nacidos. Vamos por una calle y los dos –Mauricio y su hermano– lloramos. Mi mamá me ignora por hacerle caso a mi hermano. Es una situación que ha quedado atrás y, sin embargo, lo sacude. El carrito de tianguis es un pequeño transporte, pero al mismo tiempo una cárcel. Me deja ver el mundo pero me separa de él y de aquello que quiero. Busco lo que me ha sido arrebatado, grito, caigo sobre el fondo de la reja, siento el movimiento que me arrastra…
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Con mis hermanos solíamos ocupar recostados la parte trasera del auto –Veytia vuelve a recordar recuperándose del blanco, de ese fragmento de vacío– encima de la cajuela aunque dentro del coche. Ahí, en ese espacio reducido, empujábamos otros cochecitos de juguete. Éramos como una muñeca rusa dentro de una más grande. Ahí, además, soñábamos con ser gente importante. Por un lado éramos personajes de la televisión que asumidos en un despintado ford o chevrolet, que nos cabía en la mano, protagonizábamos emocionantes y complicadas persecuciones. Por el otro, nosotros mismos nos convertíamos en “reyes” o “presidentes” que saludábamos, como suelen
hacer estas personas, a la gente que iba en otros coches o que esperaban en la calle su transporte colectivo, o a los novios que se besaban en las esquinas, o a otros niños que, cómplices, entendían nuestros saludos. Lo mismo sucedía cuando, después de aprender a caminar, lográbamos conducir algún vehículo, algún triciclo verde y oxidado, un coche de pedales. Quizá la diferencia es que para este momento los juegos dejaron a un lado las aspiraciones de ser alguien notable por otras más “comunes”, como las de ser, por ejemplo, policías y ladrones –Mauricio desentrañaba– en donde el carácter de los roles dependía más bien de ciertos deseos de heroicidad pero, también, otra vez, de imposiciones. La televisión y el cine comercial fueron sin duda, al menos para mí –Veytia se decía–, en este sentido, sustanciales. Moldearon una buena parte de sus emociones, de sus estructuras de pensamiento. Negarlo no sólo sería pretencioso sino ridículo, pensaba Mauricio. No se trata tampoco de anteponerlo a nada. Es simplemente un hecho más, un elemento dentro de un conjunto más amplio. Si al crecer me fui definiendo, si encaucé mi energía hacia ciertos núcleos de atracción como el cine y la literatura, la televisión y el cine comercial de mis primeros años están en mí como el primer día de clases, el sorbo primero de vino, haber hecho el amor con Pilar. Esto soy. Reconocía Veytia en su interior. Esto constituye lo que soy. Tanto como la lectura alucinante del Robinson Crusoe que encontró por casualidad abandonado en una banca de la escuela, y que hizo en plena adolescencia, tirado en una cama, durante días, o La noche de Antonioni, que le darían tanto placer. En su casa no hubo
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libros porque sus padres no los necesitaban. Las exigencias de sus vidas eran otras. Había que trabajar. Esa era su realidad. Una realidad que se imponía. Primero la papa, decía su padre. Hubo en cambio muchos paseos e idas al cine. Ir al cine era casi siempre una felicidad asegurada. Pero igualmente sucedía con los paseos.
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Después del modelo datsun vino un volskwagen sedán. Un vochito blanco que después fue rojo. En esa época, la época “roja” –Veytia volvió a sumergirse–, descubrí también la fuerza sobrecogedora de las narraciones. Su padre solía referir con un entusiasmo desbordado historias de películas que había visto. Su madre jugaba en esta situación un papel fundamental. Ella, con mucha cautela, seguía las anécdotas precisando y corrigiendo. Agregaba detalles que estimulaban la imaginación. Sobre la narración de Ben Hur o Maratón de la muerte daba detalles imprescindibles. Muchas veces solíamos salir el domingo por la mañana a Tulancingo. Alguno de sus hermanos o él mismo viajaban en la cajuela que se integraba al modelo cerrado del escarabajo. Tomar la autopista era emocionante –y Mauricio, en el peugeot, se estremecía, su piel temblaba, su respiración, su ritmo cardíaco se alteraban. La tarde, por su parte, se extinguía. La luz del sol se apagaba. El calor, la lluvia, habían quedado atrás. El libramiento para evitar Querétaro estaba cerca. Tanto que la desviación, un puente que había que tomar a unos dos o tres kilómetros, podía verse como el final de la pendiente. Hasta ahí, habían transcurrido siete horas
y media. Setecientos diez kilómetros de novecientos treinta –siempre más o menos–, la distancia que separa Monterrey de México, la ciudad de México, todavía, a doscientos veinte kilómetros, según indicaba el letrero a un lado del puente, que Veytia, Betty, el peugeot, tomaban para alcanzar el libramiento que desembocaría sobre un llano después de Querétaro, cerca de Tequisquiapan. Había que salir por la avenida de los Indios Verdes –recuperaba Veytia de la madeja interna de su mente–, que siempre se hallaba saturada de autos. Ahí iniciaba todo, las historias, el viaje. Mi papá nos decía –aún ahora lo hace– que esto era así porque todos querían ir hacia donde nosotros íbamos. Y se dio cuenta que todavía, a veces, ese pensamiento ingenuo lo poseía. Veytia suspendió su inmersión cuando al final del puente una pluma automática que obligaba el pago lo interrumpió. Después sacó unas monedas de sus bolsillos, las arrojó a una canastilla y la máquina levantó el brazo mecánico, dándoles el paso, la posibilidad de ingresar de nuevo a la autopista entre Querétaro y la ciudad de México.
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En la autopista lisa de concreto, los ciento ochenta kilómetros restantes implicarían tan sólo una hora y cuarenta y cinco minutos, a lo más dos y cuarto, si hubiese tráfico. Betty a su lado, a su lado desde la mañana, azulada por la luz del crepúsculo de la tarde de verano que ahora se resbalaba por el techo y los costados del peugeot, seguía dormida. Dormida como lo hacía desde horas antes. Su sueño, después de hacer el amor, era siempre igual, muy profundo. Húmeda, además, todavía algo mojada por la lluvia pasada, aunque ya casi seca, corriendo el riesgo de enfermarse, estaba protegida mediante ese sueño por su propio cuerpo. Se hallaba sumergida. Sacada del alcance de Veytia y sus palabras, de ese desconocido ahí a su lado que le había revuelto alguno de los diversos estadios del placer que la habitaban, y la seguirían habitando. Ella estaba recostada, perdiéndose de la tarde. De la tarde que se iba. Del día que se iba. La transición de intensidades de la luz solar, que pasaban del azul más cargado al negro. Con la noche aparecieron las estrellas. Sobre el piso parejo de concreto los reflejantes rebotaban las luces de los coches, que de
pronto estaban encendidas. Luces brillantes que iban y venían. Luces rojas, algunas verdes, pocas, también azules, blancas, sobre todo amarillas. Los letreros ya no eran verdes, sino azules. La señalización se había vuelto excesiva, ridícula. Pero habría que precisar, ridícula, había sido, era, todo el tiempo. “No deje piedras en el pavimento”, y Veytia sonreía. Esta indicación, le sacaba siempre una línea de burla en la mejilla. El cambio más profundo era el del ambiente. El termómetro del tablero marcaba siete grados. Esos cambios eran sólo posibles en un país como México. Lluvia, calor extremo, frío, la mejor temperatura, todas estas variaciones del clima sucedían en un día de verano y en unas cuantas horas, pero también eran posibles en cualquier otro momento, durante todo el año. Un país sin estaciones, impredecible. Irónico a su modo. En las ciudades de México la gente parece una alcachofa. Se envuelven en capas, capas de ropa, que van desde las más livianas hasta las más abrigadoras. Qué tiempos, sonrió Veytia, sonrió, ya no en el comienzo de la noche sino en su transcurso lento hacia al día, en la divagación de otra imagen, otro recuerdo que venía, y que como un juego, una restricción mental que se imponía, elaboraba a partir de ese instante, como un guión, aunque sabía también que, desde la escuela, se había prometido evitar la ficción para dedicarse al documental, según él, la única alternativa para adentrarse, para diseccionar la masa de lo real. Así, sobre la pantalla de su mente, frente al parabrisas del peugeot que seguía sobre la autopista, manejando, aparecía
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el exterior de una calle muy vista, una calle bañada por la luz del día. En una imagen en contrapicada aparecían varios obreros afuera de una típica tienda de abarrotes en una esquina. Unos obreros fumaban y tomaban refrescos. Dos de ellos, jóvenes, hablaban, –¿Qué pasó con Rosario, ya…? El otro, muy serio, negaba con la cabeza. Con desparpajo, el primero se reía del segundo con palabras que podían ser, por ejemplo –No chingues… No te creo… El segundo, algo serio, mirando al primero con asombro y cierta dureza, unos segundos después, soltaba una carcajada. Esa suma de expresiones, esa actuación premeditada, pretendía decir, algo así como que “ese arroz, ya se coció”.
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Luego la fábrica reanudaba sus turnos y el silbato llamaba a los obreros. Un niño los miraba desde el otro lado de la calle, quieto, con miedo, en estado de alerta. Veía a los obreros con atención. Un niño de siete años con su uniforme percudido de escuela. Veytia podía verse ahí de nuevo. Ver en un close up los pies de los obreros que conversaban, los pies de esos hombres aplastando los cigarros aún con tabaco por quemar. Se veía como el niño que había sido, ahí parado, en espera de que los obreros se retiraran por el llamado del silbato. Después cruzaría la calle con precaución. Al llegar al otro extremo miraría hacia todos lados con miedo, procurando no ser visto, experimentando un temor grande por sus acciones “clandestinas”. Entonces recogería el mayor número de colillas
a su alcance. Algunas de ellas todavía encendidas las pondría entre sus dedos con cuidado, pero con urgencia. Miraría hacia la tienda a un costado de la fábrica y pondría los ojos en una cajetilla abierta colgada de una cadenita oxidada, que a su vez estaba atada a la reja sobre el mostrador. Tiraría sus colillas, otra vez con cuidado y urgencia, para acercarse a la tienda con cautela. Sentiría la sombra saliendo desde el local, el cambio de temperatura, de cálido a frío, que se exageraba por la agitación de su corazón, el sudor diminuto manando e instalándose en su frente. En ese instante, sobrecogido por la tensión acumulada, estiraría el brazo, aflojando los dedos de las manos, acercándose hasta arrancar la cajetilla de cigarros. Alguien desde adentro atisbaría el robo, sacaría la cabeza por el hueco de la reja, vería como un manchón los colores del uniforme escolar, intuyendo la edad del ladrón, y emitiría un grito casi sin entenderlo, sometido por la frustración recorriéndole el cuerpo –¡Escuincle! Veytia recobraba esa antigua emoción. Una emoción que lo transitaba ahora y que lo hacía pensar que podría, tal vez, escribir un guión, un guión de un fragmento de su vida, y que probablemente continuaría con la imagen de la esquina de una casa a la que el niño entraba a cuadro corriendo al dar la vuelta y detenerse exhausto junto a un grupo de seis o siete adolescentes. Ninguno de ellos tendría más de quince años. Luego de esa edad, en un barrio como ése, la vida de esos muchachos sería totalmente distinta. Alguno de ellos se casaría obligado
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por unos padres enojados e intransigentes; otro iría a la cárcel después de una absurda corretiza por haberse afanado un poco en broma los tapones de un viejo ford; otro más seguiría sus estudios hasta llegar a construir un puente en Coatzacoalcos, y así, como sucedería también con el niño –como me ha sucedido, pensaba Veytia–, con ese niño que corriendo, dando vuelta en la esquina, llegaría hasta a los adolescentes y quedaría en medio del círculo que esos muchachos formaba. Uno de ellos, no el más grande pero si el más decidido y fuerte, preguntaría, cómplice, por las colillas, –¿Las trajiste? El niño, Veytia, asentiría con la cabeza y el cuerpecito, orgulloso y agitado. Jadeaba, tembloroso, pues había corrido las cuatro cuadras más largas de su vida, de eso que había sido hasta ese segundo su breve vida. Entonces sacaría de uno de los bolsillos del pantalón la cajetilla. Veytia había vuelto a ese lugar, estaba ahí, escuchaba las carcajadas sórdidas y cómplices, y se reía ahí y junto a Betty, a su lado también se reía. Articulaba aquella historia como una película, un guión que se escribía en su mente y que se alargaba, por ejemplo, con el close up de una de las bocas de los adolescentes mostrando su franca carcajada, seguido de una disolvencia que se abría de nuevo en otro close up parecido al anterior, pero enseñando en este nuevo momento una boca, esa ya vista u otra, exhalando el humo de uno de los cigarros robados. La imagen se ampliaría entonces hasta dejar ver a los seis o siete muchachos junto con él, Veytia, el niño, fumando. El niño tosería, sentiría el golpe del humo bajando por la garganta y acelerando su pulso, luego
vendría un ligero mareo, cierta desviación de los ojos, un largo parpadeo. Los muchachos tirados o sentados en una construcción (después de la disolvencia se entendería que ya no están en la esquina donde el niño enseñó la cajetilla) lo verían perdiendo el color. Seguirían sus ojos ligeramente desorbitados y se reirían de él. El líder tomarndo una postura seria, repetiría las gesticulaciones de algún político de la televisión y levantantaría la voz con una palabra como –¡Compañeros! Todos lo mirarían afectados por la actuación, asumiendo cada uno su lugar en ese mundo. El líder, el “Todoapretadito” –como le decían–, llamaría al niño por su sobrenombre de “Bicho” (Veytia no podía contener el escalofrío que recorría su cuerpo al volante del peugeot), lo señalaría, haciéndole saber que con su hazaña se había ganado un premio. Si en lugar de colillas había conseguido cigarros enteros, el “Todoapretadito”, siempre fumando, diría que al día siguiente a la una y media los esperaría a todos donde –Ya saben. Veytia tejió desde su pasado la continuación. Cuando ese niño fue a su casa y se bañó para sacarse el aroma impregnado del cigarro. Hizo la tarea, se durmió. Al día siguiente, después de la escuela, volvió a su casa. Entró al baño como de costumbre y se lavó las manos. Salió caminando del baño y la recámara, atravesó la salita y entró a la cocina. La cocina era pequeña y limpia. Su madre era ordenada, y el niño, Veytia, preservaría ese orden práctico como una enseñanza amorosa y una disciplina para la vida. Una vez, en un cumpleaños, se
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había tomado cerca de treinta gelatinas de limón sin cuajar. Entrar a la cocina le recordaba aquella historia que en realidad conservaba en su memoria por cómo la referían sus padres, alternando turnos, presumiendo esa travesura de su hijo mayor, y se emocionaba. Abriría entonces el refrigerador, lo miraría y no encontraría nada, luego lo cerraría. Saldría de la cocina y entraría de nuevo inmediatamente, pero jalando una silla. La colocaría frente al refrigerador, se subiría con calma hasta alcanzar una canastita que, sin saberlo hasta ese instante, guardaba unos duraznos. Dos. Dos duraznos. Los miraría con desagrado. Sin embargo, considerando que no había otra cosa, se echaría uno a la boca y lo mordería. Según el plan –Veytia insistía con su película, con su guión– todos saldrían corriendo de la escuela para llegar a la cita. Él, como los demás, salía de la escuela a la misma hora, pero la primaria donde estudiaba estaba más cerca. Tenía hambre, estaba nervioso, y había ido a su casa. Lo único que encontró fueron esos duraznos. Le parecían horribles. Su cáscara atercioepelada, su sabor ácido, el hueso. Dentro del plan, el grupo de adolescentes subía por una escalera de mano a la azotea de una vecindad. El niño llevaba los ojos vendados. El techo de la vecindad se veía como una gran “U”. Ellos estaban en uno de los extremos. La vecindad tenía solamente un piso, y entre casa y casa había un pequeño patio con un lavadero que se compartía entre esas casas colindantes. Todos caminaban como si estuvieran en una misión de espio-
naje. El “Bicho” entonces preguntaría –¿A dónde vamos…? El “Todoapretadito”, tapándole bruscamente la boca, murmuraría con entusiasmo –¡Al piso! Amontonados, tirados en uno de los techos de la vecindad, verían el reloj de pulso del “Todoapretadito” que marcaba las 14:00. El “Todoapretadito” y los demás, con excepción del niño, se harían señas incomprensibles para cualquiera fuera de su pequeña comunidad. A los pocos minutos Veytia podría ver. Seguiría la mirada de sus acompañantes. Primero puesta sobre el ángulo recto que se formaba entre una de las paredes y el techo de enfrente, después en el fondo del patio sobre el lavadero entre las dos casas, y por último, un poco más arriba, en la pared, perpendicular a ellos, se fijaría sobre una ventana grande. Detrás del vidrio había una cama. Una cama hecha un relajo que era atravesada por una niña de unos trece años delatados por el uniforme usual de las escuelas de secundaria. Entraba en la habitación y se sentaba sobre el borde corto de la cama. Veytia sintió un tirón en el cuello, un tirón amplio y preciso y pudo ver, recordar, no el rostro de sus remotos amigos, pero si su expresión, el furor general de todo aquello. Recargados sobre el ángulo, babeantes, veían a la niña –no era sino una niña– que llegaba cansada de sus clases. En un espejo se proyectaba una imagen (Veytia, Mauricio Veytia, entendió de algún modo que eso era el cine antes de conocerlo, lo que entendería como cine, ficción o documental, y que quizás fue esa su primera intuición sobre un lenguaje que lo excedía, un modo de existencia, uno muy intenso, que lo podía elevar, en múltiples sensaciones y cono-
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cimientos nuevos y estimulantes), una imagen de esa niña morena de cola de caballo quitándose la blusa, la blusa blanca del uniforme. Después hizo lo mismo con la camiseta que llevaba debajo, blanca también, aunque con algunas manchas rosas, a lo mejor corazones, corazones rosas, ajustada, con cintas delgadísimas sosteniéndose en los hombros, sobre los huesos de las clavículas. Quedó desnuda. Muy sentadita. Dejó pasar unos instantes mirándose extrañada, presumida, los bultos diminutos en el espejo, y arrancó en un brusco movimiento una playera negra del revoltijo de la colcha y de las sábanas para montársela por la cabeza. Veytia, en la reconstrucción actual de esa pieza de su pasado, se daba cuenta de que aquella niña, por sus acciones calculadas, se sabía observada. Esta reflexión en el presente borró la imagen, la deshizo, y fue reclamado por la presencia sólida de la carretera, de la autopista lavada por la lluvia anterior, recortada por el alcance de sus luces, los conos de luz proyectados desde su peugeot. Para ese guión hipotético, esa película en su cabeza, tendría que haber igualmente un final hipotético, una voz en off, quizá, que acompañando la última visión de la niña concluyera lo que Veytia, en el presente, descubría: desde entonces, lo que sí, no han dejado de gustarme los duraznos.
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Veytia parpadeó. Sus ojos denunciaron luego de plegar y desplegar los párpados, el cansancio. Una descarga eléctrica lo recorrió feroz, lo hizo vibrar por el esfuerzo aparentemente ligero de abrir y cerrar sus ojos. Pero hubo aún otros esfuerzos, nuevas sinapsis. Su mente se agitó al tomar conciencia de que la hipotética voz en off de su guión recién trabado no sólo era artificial y explicativa, sino además sentimental. Entonces vino una incomodidad general. El peugeot se arrastraba todavía sobre la autopista. La noche oscura cada vez más negra era intervenida, a su vez, por más y más estrellas, puntos blancos, azules y amarillos, grandes, chicos, abandonándose al paso de las horas. Veytia parpadeó. Cerró y abrió los ojos asustado. Estaba cansado. Tuvo envidia al girar su cabeza hacia la derecha y ver a Betty, sentirla tan cerquita, tan profundamente dormida. Pero la envidia, el temblor del cansancio, cedió casi de inmediato. Se hizo placer. Quizá fue el mismo cansancio lo que produjo esa sensación placentera que desplazaba la incomodidad general anterior, las horas transcurridas que lo habían ablandado, incluso transformado, solamente un poco. La voz en off era dulzona, insuficiente, tramposa si trataba de
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hacer una película. El cine es imágenes. Las palabras sobran en el cine, si acaso, corrigió –su mente tomó un nuevo impulsó y corrigió–, las palabras son un elemento más, y no seguramente el más importante, se dijo. El cine demasiado hablado, el cine que explica con una voz, que no logra articularse sin palabras, que no encuentra ni genera sensaciones, emociones, pensamientos con imágenes, movimiento, modulaciones del tiempo, luz, sonido, actuación, presencia tangible de las cosas, no me gusta, para eso, otra cosa, escribir, se dijo, Veytia, se dijo.
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La noche, el comienzo de la noche, entonces, avanza. Se arrastra infatigable hacia el día. Hacia el proceso del día siguiente que no será hasta que sea. Hasta que la luz, si es que nada se lo impide, salga otra vez y cubra el mundo. Veytia, mientras tanto, piensa. Betty en cambio, sigue dormida. Protegida contra la enfermedad, la mentira, el olvido, la suspensión, pero también el sexo, el vino, la buena comida, el cariño, la atención. Betty está dormida. Envuelta, resguardada por el sueño –su sueño–, por el arrullo del auto que continúa, que desciende hasta la ciudad de México. Las estrellas brillan. Veytia también. Destellan en sus pupilas cansadas las luces de los coches que vienen en sentido contrario, por los carriles vecinos. Reflejan los espejos luces diversas, las calaveras de otros autos. Brillan además las uñas de Veytia, las uñas de sus manos contra el volante, la piel del rostro que ha sudado una jornada que termina, o parece terminar, y en eso, así, por un instante –en el fragmento mínimo de un instante– el toque, el
pálpito, o mejor, el latigazo de algo que sumándose en la mente va trenzando los cabos infinitos del mundo –las relaciones íntimas pasadas, los fracasos, los vidrios rotos de la botella en la memoria, los amigos, lo leído, el halcón peregrino, el ambiente, la situación, la experiencia de manejar, de Betty ahí a su lado, lo que acontece– y que de pronto, igual que el titubeo de las estrellas allá en frente, en medio de la noche, a través del parabrisas, la oscuridad, llega –una intuición balbuceante– eso, algo, así, de que el letargo, la suspensión, la espera, el movimiento del auto –ese estado de las cosas sucediendo que es pasado, presente arremolinándose, futuro posible– no es otra cosa que la aventura de la vida, la disonancia entre el tiempo objetivo y el tiempo subjetivo, los acontecimientos exteriores y los sucesos interiores. Y sin saber que Betty navegando en sus sueños, junto a él, ya lo ha pensado, hace unas horas, más cerca de la mañana que de la noche, ahora yendo hacia el día, a otro día, Veytia piensa, atestiguamos momentos, atestiguamos momentos, ¿no?, lo único permanente es el cambio, el cambio, se dice, reconociendo que esa expresión, “lo único permanente es el cambio”, no es suya ni de nadie, aunque al mismo tiempo, también, se le escapa que la otra, “atestiguamos momentos”, tampoco, como ninguna otra, le pertenece en realidad. Y así –abrazándolo las estrellas, el auto en movimiento, los árboles, las bestias, el campo, los anuncios informativos y publi-
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citarios, los tractores, los tráileres y camiones que se rebasan unos a otros, los otros coches, la autopista, sus luces, sus letreros, los bichos, las rayas en el piso, la presencia de la ciudad inmensa que se acerca en ráfagas de luces que suben desde el fondo de un valle, luces que dibujan cada vez con mayor precisión las retículas de las calles y, junto con esto, además, lo abrazan, un aroma de ella, de Betty, de su sexo, su temperatura, una mano sobre una rodilla, el auto que avanza, unos kilómetros más, y el día que se acerca, y él, Veytia, Mauricio Veytia, la placidez y el cansancio acumulados, que luego no serán sino otra cosa, la vida a quemarropa, hasta el día siguiente que se acerca, y así.
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Estrellas en un cuenco
Do no go gentle into that good night‌
Dylan Thomas
La cuerda de los días
…la antropología es, como se sabe, fundamentalmente multicultural. En el siglo XX apareció Levi-Strauss con sus distintos puntos de vista. Ahora tenemos perspectivas otra vez nuevas y necesarias como las que desarrolla Marc Augé. Pienso fundamentalmente en su breve libro el Oficio de antropólogo, donde repasa brevemente asuntos que un practicante de esta disciplina no debería perder de vista: el tiempo, la cultura, la escritura. Y quisiera detenerme, sobre todo, antes de terminar, en esta cuestión de la escritura. Cito a Augé que a su vez retoma a Michel Leiris: “Si Leiris tiene razón y si es posible aplicar a la literatura antropológica los mismos criterios que a la literatura en general, llegaremos a la conclusión de que la antropología que tenga más porvenir, que permanezca presente, es a la vez la más pertinente, la más comprometida dentro de su época, pero también la más personal y la más preocupada por la escritura.” Como ejemplos de este planteamiento puedo mencionar el libro del poeta norteamericano Gustaf Sobin, Luminous Debris, sobre grupos humanos de la Provenza, donde la arqueología, como sucede en una novela negra, articula igual que un investigador, las relaciones entre la naturaleza y el hombre: las olas del mar y las formas de las vasijas, los pliegues en los modos de usar los vestidos, por ejemplo; o los trabajos de otros poetas y antropólogos también norteamericanos como Nathaniel Tarn o Clayton Eshleman. Pero tampoco quisiera dejar de mencionar, aunque
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éste es quizá, habrá que ver, otro asunto, las películas de Robert Gardner como Forest of Bliss. Esta película —no creo que sea propiamente para fortuna nuestra un documental, y menos del tipo que se conoce como “antropológico”—, sobre un día en Benarés, una de las ciudades con mayor gravitación religiosa del mundo, que sin comentarios, subtítulos o diálogos, se sostiene exclusivamente sobre imágenes contrastantes o no, siempre diversas. En una entrevista más o menos reciente Gardner expresaba que para él hacer antropología, más que cualquier otra cosa, era hacer cine, jugarse con sus recursos, revelar una forma, como sostengo que Álvar Núñez Cabeza de Vaca hizo en sus escritos. No introducir, en el caso de Gardner, “palabras”, para hacer con esto, de cada espectador, un antropólogo. Hacer que las imágenes sean relacionadas con la vida que cada uno vive; hacer con el cine no un registro del mundo en “términos visuales” sino encontrar un orden que permita entender el mundo e investigarlo; hacer cine para “conocerse...”. Pero me desvío y creo que es momento de terminar. Y es por todo lo anterior que de todos los libros escritos por los conquistadores, aún todavía más que el libro fabuloso de Bernal Díaz del Castillo, o el “rigor” de los registros de fray Bernandino de Sahgún, que Los naufragios y los Comentarios, pero sobre todo el primero, es el texto que mayor relevancia tendría desde esta perspectiva que trato de plantear, pues lo que Álvar Núñez Cabeza de Vaca conquistó fue en realidad, mediante una cuidada expresión personal, la plasmación viva de un universo que, considero, funda de algún modo la antropología y la etnología cultural
y social como las conocemos hoy en día, pero además elabora una insoslayable obra de arte literaria, y que por esto mismo es todavía hoy presente, puro y cristalino presente… Terminé con eso. Las observaciones, los esbozos, los deslices que realicé me parecieron, después de esa hora de leer e improvisar, francamente ridículos. Otra vez pensé que nada de todo eso tenía ningún sentido, salvo acaso, como en otros momentos del pasado, ganarme algunos pesos. Me sequé el sudor de la cara acumulado en gotas pequeñitas e incontables en la frente, muchas otras más grandes y redondas recorriendo la superficie dura de los huesos de mi rostro: dentro de una semana cumpliría cuarenta años. Una de las profesoras que me habían invitado para hablar ahí me agradeció con un afecto excesivo, e invitó al público a plantear sus dudas, a dar sus comentarios. Por el modo en que lo hizo creí que habíamos vuelto a un tiempo pre-lingüístico. Me preguntó si estaba dispuesto. Pero no contesté, torcí la boca. Estoy seguro que entendió. Alguien alzó la mano en el fondo de la sala. Pude ver a través de la penumbra unos dedos que se agitaban. Otra de las profesoras señaló hacia a la mano y me levanté. —Discúlpenme, les dije, pero no me siento bien. Una más de las tres en la mesa tomó el micrófono y explicó retorcidamente mi indisposición. Para mí, bastaba con decir “coman mierda”. Recogí como pude los papeles sobre la mesa,
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los metí en el backpack que llevaba y salí del lugar recorriendo el pasillo con la impresión de haber hecho los trescientos metros hasta la salida en unos cuantos pasos. Atravesé el hall hasta las puertas de vidrio y empujé una de ellas con la misma fuerza de la carrera. Me detuve en el borde de la entrada, frente a la escalinata. Había que cruzar una explanada para alcanzar la reja. Todavía había luz. Una luz suave, difusa, casi blanca. Un soplo liviano me cruzó de derecha a izquierda y bajé la escalera amplia de cemento picado. Al llegar a la banqueta decidí cruzar la calle y alcanzar un banco alto en el puesto de jugos que pude ver desde donde estaba. Creo que pasé sin ningún cuidado, porque recuerdo los claxons y hasta algún rechinido de frenos. Me detuve un instante en el camellón al centro de la calle y miré el cielo. Llegar a los cuarenta no era una cosa que alguna vez hubiera imaginado. En primer plano, antes del cielo, una rama de álamo hacía bailar sus hojas. El color amarillo, la caída súbita de algunas de ellas, me hizo tangible la presencia del otoño. Siempre pensé que el otoño era la única estación con un relieve real en mi ciudad. Aunque sé que “relieve”, “real”, tampoco dicen gran cosa de esto que quisiera decir. Un bulto azul, quizá un renault o un volkswagen, me hizo poner de nuevo los pies en el piso y terminé de hacer el último tramo hasta el puestito. Sentado ahí, ni bien busqué la atención del despachador, ella ya estaba ahí a mi lado, sentada como si nada, sentada ahí mirándome, con una pierna encima de la otra, recortada en los muslos por una falda corta de mezclilla, un codo apoyado sobre la barra del puesto metálico pintado de blanco, el otro brazo
con la bolsa metida hasta el pliegue del antebrazo y la mano en el aire, y la coleta de caballo anudándole el volumen castaño y largo de su pelo y sus tetas proyectadas con plenitud, tapizadas por una playerita polo verde. —¿Qué tal? ¿Cómo está, Pedro?—y me miraba fijamente, con los ojos oliva bien abiertos y brillantes. —¿Sí?—le dije. —Laila, me llamo Laila, profesor… Atado a la costumbre del ejercicio profesional analicé el color de la piel, el brillo del cabello, la calidad de la ropa, la confianza de sus gestos, la seguridad expuesta derivada de la conciencia de su belleza. Siglos de esclavos, como leí en alguna ocasión ya no sé dónde, habían sido necesarios para tenerla ahí, sobria y contenta, trigueña por el sol de largos fines de semana en su casa de la playa o de campo. Sobria, educada, era probablemente la última en una larga generación de herederos. Las cejas y las pestañas venían del medio oriente, de Siria, de Irán o Afganistán, qué más da. —¿Y…?—le solté. Pero sólo cerró un poco los párpados, insinuando algo que yo no alcanzaba a interpretar. Luego de un instante asumí ese gesto como una provocación. Me buscaba aún más adentro con sus pupilas verde oliva, insinuándome algo así como un “reto”.
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—¿Quieres un jugo, un licuado…? —Agua, una botella de agua chica— contestó, y se pasó al banco más próximo a mi izquierda, lo que me hizo girar al otro lado para poder seguir sus movimientos ligeros pero sugerentes hasta acomodarse en su nuevo sitio.
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Hablamos durante horas, concentrados, no puedo negarlo, incluso exaltados. Estaba desconcertado. No quise preguntar su edad, aunque calculé bastante bien que tendría, como supe después, veintiún años. Por momentos ponía esa cara de venadita muerta que sólo es posible las primeras veces en que uno cree que se enamora. Pero ya se sabe que poco a poco las cosas se encargan de destejer las fantasías llevando cualquier expectativa, si acaso, al piso frágil del deseo. Después, más desgaste, luego nada. Pero una conclusión así no llega fácil. A veces llega de pronto, hilando sin querer algunos rastros del pasado. En este caso, quizá, había de más atrás, de otro tiempo y de otras circunstancias, el recuerdo de haber escuchado con una atención poco común, en alguna ocasión ya fuera de cualquier contexto, una canción, un viejo bolero: qué vulgares somos / al dejarnos igual que lo hacen todos, / cómo fuimos tontos / al pensar que lo nuestro era distinto / igual que los demás / quisimos dominarnos mutuamente / igual que los demás / juramos proceder sinceramente. / Qué vulgares somos / al decir que a ninguno nos importa / falsos y orgullosos / al querer ocultar nuestra derrota / y con frases hirientes / que alimenta el despecho / vamos a dejarnos / y después a llorar por haberlo hecho.
Nos despedimos posteriormente, supongo, dispuestos a un siguiente encuentro, pero sin promesas. Caminé entonces sobre la lateral del periférico para volver a la casa, aunque al llegar a Insurgentes, antes de la curva que baja hacia la avenida San Fernando, y viendo la entrada del sitio de Cuicuilco, me dieron ganas de entrar. Habían pasado años desde la última vez que había visto esas ruinas. Compré un boleto y de pronto ya estaba subiendo los anillos de la construcción principal. Desde el montículo de piedra negra y pasto, la vista del espacio inmediato era la de un tapete verde y despejado. A la distancia estaban recortados contra el cielo algunos edificios y entre ellos y las ruinas estaban los ocho carriles del Periférico que se veían sumidos y que cavaban un cauce. Salvo por la presencia intermitente del paso de los coches que, en su frecuencia en apariencia monótona o pareja daba una sensación semejante a la del golpeteo de las olas del mar, no había ningún ruido. Los charcos de la lluvia del día anterior entre las piedras y el pasto, remarcaban por alguna razón, todavía más, el ambiente desolado. Aunque el espacio en realidad solamente parecía desolado, pues una botella de agua, vacía, empujada por el viento, se arrastró de un lado a otro. Ese hecho, esa atmósfera, formaron una esfera a mi alrededor. Sentía también, como algo interminable, el efecto de estar “abandonado”. Además, estaban las ruinas, las piedras encimadas que conformaban la construcción, las piedras que las precedieron y que las prolongarán. Y la tarde, la humedad, el pasto verdísimo, el desamparo de un elemento a merced del viento, la desproporción entre la efímera botella de plástico y la engañosa eternidad de las ruinas.
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Luego de eso entré al museo. El edificio era horizontal, pequeño, apacible. Apenas dos habitaciones con un piso de losas de piedra negra. No encontré ninguna referencia sin embargo, las dimensiones y el modo en que me moví me hicieron pensar en el Museo de Antropología. Otras veces he tenido esa sensación de sentirme ajustado a un edificio, a un corredor, a una plazoleta, pero nunca como en el conjunto del Museo de Antropología. Todo me gusta de ese lugar y es probable que fuera precisamente eso, esa sensación agradable y al mismo tiempo de grandeza, lo que quizá me llevara a tomar las desiciones para ir construyendo lo que puedo reconocer como “mi vida”. Estuve ahí por primera vez a los once o doce años. Habíamos ido con un grupo de la primaria, y como pasaba entonces nada era más interesante que bromear con los otros y reírse de las niñas. Pero con todo y mis distracciones recuerdo que la plaza central, el hall o la antesala, se me impusieron infranqueablemente, la primera por su apertura y su despliegue horizontal, y la segunda por su altura inmensa y al mismo tiempo acotada. En algún momento nos sentamos en el patio central a un costado de la fuente. Todavía puedo sentir la frescura del agua hecha bruma que llegaba ligera hasta mi cara, el sonido penetrante del chorro continuo, la placidez de la sombra y la intensa claridad de la calidad indirecta de la luz. Alguien gritó mi nombre dos o tres veces antes de que pudiera salir de ese arrebato, pues el recuerdo siguiente es el de la maestra María Elena con sus trenzas y su presencia parca caminando hacia mí para jalarme del brazo y decirme con su voz ronca y
atenta: ya estuvo suave Señor Aguirre, pon atención, qué estás sordo Pedro, no entiendo como puedes estar todo el tiempo en la luna y sacar dieces… Luego avanzamos por los pasillos, vimos en el fondo infinidad de ídolos, piedras grises, rosas, negras y blancas, talladas, rotas, alucinantemente incomprensibles. Me acuerdo que de todas la que más me gustó fue una cabeza de serpiente. Me sorprendió su rotundidad, su peso pesado, que una línea horizontal la recorriera de un extremo a otro, y que eso fuera casi todo lo que la hiciera ser lo que era, una serpiente de cabeza genial. Años después tuve impresiones parecidas pero con una escultura de Mathias Goeritz. Algo más que recuerdo de aquella visita al museo fue la representación de una escena: una familia de yeso o cera coloreada, un hombre, un papá, una mamá, un hijo, vestidos con ropa precaria, avanzando en medio de un pastizal. Estaban tiesos y eso les daba un semblante curioso, como de seres temerosos. Avanzaban en la inmensidad de un llano sin nada más que su compañía. Ya no sé muy bien, pero es posible que me haya preguntado por el rumbo que tomaban, por el lugar a dónde irían. Sus rostros grotescos, más próximos a la fisonomía de los animales que a la de los mismos seres humanos, me horrorizaron. Guardé esa imagen espantosa varios días o semanas, me acuerdo, sobre todo porque ha sido un sueño recurrente hasta ahora, sintiendo por momentos cómo el corazón se me sale, cuando pienso en ella…
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De las piezas de colección del sitio de Cuicuilco nada llamó mi atención, salvo quizá una pieza de joyería que hoy podríamos confundir a lo mejor con una moneda. Un círculo imperfecto de oro mate, dibujado con surcos poco profundos sobre su superficie levemente martillada. La figura antropomórfica dibujada ahí, a pesar de estar trazada con esquemáticas líneas rectas, tenía una gracia infantil que evocaba a Klee.
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Ese tipo pequeñito, viéndolo con cuidado, por la disposición de la línea de la boca, parecía sonreírnos, como invitándonos a la complicidad de algo que, suponía, conocíamos. Fue gracias a la lectura encantadora y después cuidadosa que hice de Paul Westheim que pude sacarme los prejuicios de muchos de mis profesores, mexicanos y extranjeros, y descubrir la asombrosa relación entre las piezas arqueológicas prehispánicas y el arte de nuestro tiempo. Pasó mucho tiempo antes de poder disfrutar desde un punto de vista estético de esos objetos olvidados, pues antes sólo se les consideró en cuanto a sus funciones religiosas o utilitarias. El tema me obsesionó a tal grado que viajé a Machu Pichu para corroborar las observaciones y comparaciones del pintor César Paternostro sobre la arquitectura inca y el arte abstracto geométrico. Visité como en trance la recreación del taller de Brâncuşi en la explanada del Pompidou cargando un tomo pesadísimo sobre las esculturas de las islas griegas Cícladas, y midiendo y comparando algunas curvas y elipses de las esculturas que había ahí con un compás y un transportador. Con el tiempo también organicé un archivo sobre el asunto y he juntado cientos de referencias sobre el tema en donde el ensayo de Guy Davenport “El símbolo de lo arcaico” constituye, al menos para mí, uno de los textos más imaginativos y capaces de relacionar cosas extremas que jamás haya leído: Es muy temprano para decidir si la noción de lo arcaico que se gestó en este siglo sirvió para mitigar nuestra enajenación de lo que fuera una vez lo más familiar, o si tal enajenación ha caído en un contraste mucho
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más alto con respecto a aquellas edades en las que dábamos románticamente por sentado que entre el hombre, sus dioses y la naturaleza había una mayor afinidad. Sin duda, esta idea de lo arcaico ha ahondado nuestra percepción trágica del mundo y nos ha llevado a emprender la búsqueda del sitio donde radican los principios de nuestra cultura. Ninguna época se ha preparado como la nuestra para sentir la significación de un grabado en una costilla de buey que tiene 230 mil años de antigüedad o para crear —y responder a— una pintura como la Guernica de Picasso, ejecutada en alusión al estilo auriñacense de los cazadores de renos de hace 50 mil años.
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Salí de Cuicuilco ausente de mí, buscando el camino de regreso y miré con sorpresa el grupo inmenso de personas que eran escupidos de la boca del puente peatonal que debía cruzar. Había estado separado del mundo y súbitamente el planeta se había poblado. El olor de grasa requemada y dulces rancios mezclado con el olor fuerte a gasolina de los coches que cruzaban el Periférico se me impuso. No pude continuar y avancé otra vez hacia la calle. Me sentí ridículo, extraviado, indispuesto para la vida, la de ese momento, lo que sea que eso significara. Una vez en el puente me detuve. La tarde se arrancaba desde el cielo en una mancha gris muy oscura y los coches abajo encendían sus luces poco a poco. En un sentido los faros hacían saltar chispazos blancos y amarillos y, desde el otro lado, aparecían en cambio destellos rojos y naranjas. El movimiento acelerado y contrapuesto, las voces que cruzaban a mi lado, la franja pareja de cielo
que bajaba, borraron un instante la inmundicia circundante. El ruido por su parte había venido creciendo hasta hacerse insoportable. Alcancé entonces la otra orilla del puente. Cuarenta años, cuarenta años de fracasos y lamentos, alguna buena compañía, algún amigo, para encontrarse sin nada planeado todavía, nel mezzo del cammin, en medio de la cuerda de los días, y unos ojos nuevos, prolongando el cliché de la misteriosa seducción del medio oriente, de color verde oliva.
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Los días siguientes cumplí mi cuota de responsabilidades. De lunes a viernes me encargaba de preparar mis clases, de releer lo viejo y avanzar con lo desconocido. Me levantaba y arrastraba los pies como podía. Lucía, mi mujer, salía al menos una hora antes para llegar a su trabajo en un despacho de abogados en Polanco. Entonces me quedaba solo. Acomodaba el cepillo de dientes sobre la toalla azul, me descalzaba y desnudaba sumergiéndome en mi ritual cotidiano. Encerrado en el baño abría la llave de agua caliente, me ponía frente al espejo sobre el lavabo, repartía la espuma blanca de afeitar y me pasaba el rastrillo. No empezaba el día, nada, hasta el momento “sagrado” de pasarme el rastrillo. Ese rito secreto me acompaña desde la adolescencia, desde los trece años, desde que mi padre, un poco en broma, me regaló una navaja de hojas que hoy son sólo la imagen difusa de un objeto que dejó de existir. Quizá exagero, pero no demasiado. Algunas de esas navajas aparecen todavía en una que otra burda película donde alguien quiere suicidarse. En algunas peluquerías de barrio siguen usándose, se afilan todavía contra el cincho de cuero grueso, o ¿me equivoco? La impresión de que las cosas, los afectos, las sensaciones se me escapan es cada día más grave. Recordar es ahora un fenómeno extraño, un proceso inestable, aleatorio, inverosímil. El otro día Lucía se comía un mango con las manos, se les escurrían los hilos de baba y jugo por las comi-
suras, se manchaba el vestido verde, sin consideración, y pensé que hacía mucho, muchísimo, que no me comía un mango. Quise acordarme y nada. Me sentí triste porque se lo comía con tanto gusto, y a mí me gustaban tanto los mangos que no podía entender por qué me había privado de ello. Lo mismo con todo lo demás. Siempre, antes, al rasurarme, me era fácil ir repasando los días pasados, los inmediatos, pero también los más lejanos, si no con facilidad sí con avidez y relativa fortuna. Ahora, en cambio, todo se me resbala. Recuerdo cosas generales, vagas. Me cuesta mucho articular el día anterior. Si leí algo, por ejemplo, tardo bastante tiempo en recuperarlo y sacar conclusiones. Pero pasa lo mismo con lo que comí, con lo que vi, con los diálogos que sostuve. Con Lucía todo se me confunde. Todo se mezcla. Lucía, claro, ve todo esto como un problema, lo sé, mi distracción la cansa y la lastima, pero como es y ha sido desde que la conozco baja sus ojos negros y omite cualquier comentario para mirarme con desconcierto y docilidad. En otro tiempo ese gesto me gustaba. Me parecía signo de una paciencia que iría ayudándome a calmar mi ímpetu a veces más bien violento. Y de algún modo creo que ha sido así. No creo haber sido nunca violento con ella. Es muy probable que en ocasiones hayamos discutido y haya alzado demasiado la voz. Eso y no otra cosa. Aunque también debo admitir que tanta aparente cordialidad lo ha desgastado todo. Tanta mansedumbre ha dejado nuestras vidas sin ninguna vibración. No habría por qué alterar el orden. Los lobos no deben soportar el hambre por consideración a los corderos.
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La siguiente vez fue ella quien me buscó de nuevo. Estaba en clase hablando de Walt Whitman. Acostumbraba leer algún poema, algún ensayo, un cuento antes de empezar la clase. Esa vez me quedé hablando de las primeras líneas de “El canto a mí mismo”: Me celebro y me canto / y lo que asumo / tendrás que asumirlo tú también / puesto que cada átomo que soy / eres… Y les decía, no sé, cosas, que esas palabras no sólo eran hermosas y que hacían una música sutil en su idioma original, sino que además decían algo importante de un modo sencillo y sincero, y que sin duda seguirían atravesando el tiempo y nos trascenderían, y entonces se apareció. La sentí un segundo antes de que abriera la puerta y se metiera como si nada. Quizá se detuvo y me ubicó desde la ventanita rectangular de la puerta. Quizá solamente se acomodó el cabello y entró, tan decidida como antes. Me distraje y el salón entero se dio cuenta de mi sorpresa. Serio, como suelo ser cuando doy clase, me puse aún más rígido y me trabé al hablar. Alguno de los muchachos quiso hacerse el chistoso con algún comentario irónico y lo alcancé en el hombro, dándole un apretón que lo dejó como tabla. Los saqué a todos con algún pretexto. —¿También yo?—me dijo, con una sonrisa franca que me hacía saber que entendía perfectamente que la instrucción de salida no era para ella. —¿Y tú, qué haces aquí? —Pues me acordé de ti y quise visitarte, profesor. —Ah, ya veo, ¿Laila, verdad? ¿No me equivoco, o sí?—
pero mentía, mentía como un adolescente, pues así como casi todos los recuerdos se me resbalaban o desaparecían, con ella me sucedía que desde el primer encuentro no había podido olvidar su nombre, sus ojos, su presencia. —Sí, Laila— y marcaba enfáticamente las “L” con la lengua— a poco ya se te olvidó, profesor. —No, no, sólo quería estar seguro. Lo que no es nada, porque, ¿quién puede estar seguro de nada, no?— quería que me llamara por mi nombre pero insistía con ese horrible “profesor”. Pasamos esa tarde yendo de un lado a otro del campus. Tomamos café y té de hierbabuena hasta el hartazgo. En un momento decidimos entrar a la biblioteca y fue entre los pasillos que sentí que los roces de sus brazos llevaban ya una intención. Era un hecho que yo le atraía, “¿pero cómo?, era una niña…”. Su voz también me parecía distinta, más grave, un poco ronca. Estoy de acuerdo que en la biblioteca no podíamos hablar muy alto, pero el volumen bajo de su voz era distinto. De la larga hilera de palabras que intercambiamos, aunque no recuerdo el diálogo en realidad, resaltaron algunas como “peso”, horizontal”… —Entonces, profesor, ¿qué hace cuando no viene a la escuela? —Leo, camino por ahí, ¿qué otra cosa voy a hacer? —Pero está casado, ¿no?
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—¿Casado? Me clavó la mirada en las manos, y con una torpeza descomunal, innoble, no pude verme el anillo metido en el anular izquierdo. No podía explicarme como había sido posible que estuviera enterada de mi matrimonio, pero ahí estaba el anillo, esa estúpida demostración de la unión. —¿Casado? —Sí, prof, ¿o ese anillito qué?, fue un tesoro recuperado de algún “cofre” extraviado de su Cabeza de Vaca…
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Entonces me di cuenta. Estaba exaltado, aunque intentaba conservar la calma. En un impulso un tanto atrevido, con el corazón a todo tren, la tomé del brazo y la puse frente a mí. Sentí en ese momento una palmada en la espalda. Era alguno de mis alumnos que preguntaba sobre un libro. El autor era Irving Leonard, su libro sobre el barroco. Eso aflojó la tensión, y seguramente el deseo, que igual que un cáncer ya había enquistado su semilla. Comimos en la universidad y no pude zafarme de los límites de su mirada. Antes de despedirme la acompañé a su coche. Mientras metía su bolso a la cajuela le miré las piernas y las nalgas, y me dije que para ser una “niña” estaba bastante “crecidita”. Su cuerpo poseía trazos bien delineados, tanto como el jaguar verde botella, descapotado, que tenía.
—¿Y esa carcacha? —No te gusta, prof. —No, no, no es eso… Me gusta tu “cochecito” ese, pero no me explico cómo un modelo tan reciente maneje una reliquia como ésa… —Pues sí… Me lo dio mi papá… Tiene muchos, los colecciona. Cuando vi este verdecito se me antojó, ¿a usted no se le antojan cosas, profesor...? Pues a mí sí, todo el tiempo, cómo coche verde, y otras cosas más, siempre gano. Una vez, en Francia, estaba “chiquita”, vi a unos niños afuera de un quiosco en un parque, y nada… No importa… Soy una caprichosa—y deslizó, confiada, feliz, sus dedos sobre una de mis mejillas. Me quedé estático, anestesiado. —¿Y ahora qué? —¿Cómo que qué?—me lanzó. Luego anduvimos un camino de pasos fugaces, intempestivos. Intercambiamos correos y llamadas, conversaciones telefónicas infinitas y a escondidas sembradas y cosechadas de emociones que se contenían y desbordaban sobre los márgenes de dos voces distantes pero envueltas por la promesa del encuentro y la liquidación del deseo. Las primeras veces esperaba un poco para pensar y contestar a sus mensajes, pero después esto fue imposible. A ella no le importaba nada, me buscaba a todas horas, y quería siempre una respuesta inmediata. Me contaba
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todo tipo de cosas. Me deslizaba nombres como si nos conociéramos de toda la vida. Algunas de sus historias revelaban una moral más bien abierta y relajada. En un principio creí que todo ese universo de sexualidad expuesta, de amigos extravagantes, eran en realidad un despliegue de sus fantasías, quizá, con cierto sustrato de verdad. Los estudiantes de arqueología y antropología solían ser vistos como bichos raros. Se tatuaban el rostro y el cuerpo simulando a los maoríes, se perforaban grotescamente, casi con odio hacia sí mismos, hablaban con gesticulaciones afectadas que buscaban infundir miedo a sus interlocutores. Tenían miedo, eso era todo, eso lo supe tras años de convivir con ellos. Era un vestigio de la adolescencia que les permitía identificarse como una tribu entre otras. Sin embargo, se comprometían como pocos, lo leían todo. Había excepciones, claro. Los veía arrinconados en algún pasillo, o agrupados en la cima de la escalinata, y los quería. Cuando empecé a verme con Laila me di cuenta que era una de ellos. Aunque ella era más compleja. Vivía vidas paralelas, por eso poco a poco fui descubriendo que sus historias no eran falsas, probablemente las alteraba un poco, pero eran verdaderas. Sus narraciones solían ser muy visuales, casi cinematográficas. Parecían citas de ésta o aquella película. Era una especie de imaginación moldeada, chata y conocida. Sus historias comenzaban con una comida en un jardín, en una casa “enorme”, donde sobraba el alcohol, la mota, la cocaína, donde después de diálogos inconexos y episodios eróticos sutiles, muchachas que se besaban, desnudamientos, bailes calientes —cuando
había sexo sólo decía que “cogían”—, todos los participantes terminaban desayunando en el restaurante caro de un hotel o en cualquier changarro de quesadillas junto a alguna carretera. En una ocasión, casi al inicio de ese intercambio desigual que llamamos “lo nuestro”, caminando frente a la plaza de Santo Domingo, en Oaxaca, ya habiendo roto la distancia física, tomados de la mano, sacó de uno de los bolsillos traseros de sus jeans una bachita con una de las puntas bien quemada, y sin ningún amaneramiento o exageración se la metió entre los labios, la chupó haciéndola girar de un lado a otro de la boca, y la encendió despacio. Le dio dos o tres jalones, quiso pasármela, y asustado, buscando alrededor cualquier mirada, la rechacé. —¿Qué pasa, no le pega, prof? Llevaba años sin hacerlo, pero además hacerlo ahí, en un lugar público, de un modo tan desentendido, me pareció una provocación innecesaria. —Si te incomoda lo apago. No quería incomodarte Corazón, sólo que no quería perderme una oportunidad así, el día está tan lindo, tú me gustas, y el cielo, y la altura de los “buildings”, y el espacio en la calle, y el calorcito, habría que meterle un freno al tiempo, ¿no…? —Ya— creo que le dije, y realmente todo era como decía,
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todo estaba en orden, bien puesto en su lugar. Me relajé y también le di un jalón. El humo me bajó por el pecho y lo contuve unos segundos. Casi al instante de soltarlo sentí el abrazo del sol. Nos sentamos entonces sobre el muro que bordeaba la plaza. Las sombras de los árboles a nuestro alrededor eran como manchas extendidas y sin movimiento. Las dimensiones del espacio y los volúmenes dentro de éste me parecieron muy ajustados. Laila contaba algo, aunque no lo recuerdo, no pude seguirla. Trataba de concentrarme en las señales que me enviaban los sentidos. “Somos cuerpo”, pensaba, “primero somos cuerpo, si no sé lo que soy, no puedo serlo”. No había viento, por ejemplo, algo tan simple como eso, pero no lo había percibido, y así todo lo demás: la brillantez de los colores, el peso de las perlas de sudor, el desorientado tambor del corazón, el perfume fresco de la piel de Laila y los sonidos: el murmullo de la gente, el paso de los coches a lo lejos y el zureo de las palomas, las notas destartaladas de una trompeta acompañando una tarola... Traté de acordarme de la última vez que había experimentado algo parecido. Con Lucía invitábamos amigos regularmente a la casa y tomábamos por lo general un poco de vino, siempre con mesura. Me gustaba el alcohol y esa sensación de aturdimiento que a veces se consigue. Creía como Borges que uno toma para emborracharse y no para hacer alarde de la resistencia frente al “líquido de los dioses”. Pero después de casarme todo eso se había acabado. Durante mis años en la Escuela de
Antropología, luego de algunas lecturas sobre chamanismo, llegué al libro de Mircea Eliade. Decidí entonces, después de leer sus páginas, que quizá estaría bien pasar por una experiencia de ese tipo y me subí a un camión con rumbo a San José del Pacífico. Por esa época oía mucha música y andaba de arriba para abajo con los audífonos. Durante el camino había escuchado algunas piezas de Morton Felman y de un compositor persa, creo que de Ostad Elahi. En San José hacía frío. Como no iba preparado tuve que comprar un suéter de lana que Lucía odiaba cada vez que lo usaba. No me había dado cuenta, pero era quizá justamente eso lo que le molestaba, el suéter me alejaba de ella, hacía patentes nuestros intereses divergentes. A Lucía la conocí en casa de una tía. Era la amiga más cercana de una prima. Nos vimos varias veces y desde el principio me gustó. Era seria y alegre al mismo tiempo, estaba siempre dispuesta a escucharme, y a pesar de que muchas veces me parecía ingenua me gustaban su franqueza, su falta de complicaciones y su manera de fruncir los labios cuando algo no le salía. Me di cuenta que sería una buena abogada —era una “niña aplicada”—, que tendría hijos, y que todo quizá le resultaría sin demasiados contratiempos si encontraba un “buen hombre”. Venía de una clase media más o menos acomodada donde el trabajo cotidiano en una farmacia bien conocida en la colonia, y que era probablemente lo que nucleaba a su familia, le daba una sensación de paz y armonía. Los dos hermanos mayores habían logrado, entre
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éxitos y fracasos, continuar y expandir el negocio del padre, y Lucía, siendo la última, pudo gozar en medio de esta situación del cariño, el estímulo y la atención de los demás. La rigidez de la madre le había forjado un carácter humilde y servicial. Era amable con todos. Nos casamos a pesar de las diferencias, fundamentalmente en cuanto a nuestras aspiraciones profesionales, y hoy sigue siendo hermosa. Nunca me gustaron las trampas, y si algo hicimos bien, pienso que ha sido sobre todo el espacio que hemos sabido darnos y la franqueza, pero además, una compañía casi sin fricciones…
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En el pueblito de San José busqué un lugar para quedarme. Era un cuarto sin baño en una cabaña a la mitad de la montaña más arriba de las casas que conformaban el asentamiento ratonero. Por la noche bajé hasta la tienda junto a la carretera y hablé un rato con dos muchachas alemanas y sus pesadas mochilas de alpinista que esperaban el camión para continuar su viaje hacia las playas del Pacífico Sur. Me orientaron un poco y así pude llegar hasta la puerta de Soledad. Abrió un muchacho con marcados rasgos indígenas, muy flaco, sin edad. Llevaba un paliacate amarrado en la cabeza y una sudadera americana que le quedaba ridículamente grande. Era un poco afeminado, e incluso, creo, me coqueteó. Le pregunté por Soledad y me dijo que no estaba, pero que podía esperarla. El piso de la cabaña era de tierra y en el centro había un montículo de piedras negras sin ninguna utilidad aparente. Había una sola cama y en una pared un altar para la Virgen de Guadalupe
lleno de veladoras apagadas. Dentro de la chimenea humeaban tronando de vez en cuando unas ramitas de pino alrededor de un tronco grande, y salvo eso, nada más. El muchacho me pelaba los dientes y sus colmillos eran grotescamente grandes. El brillo de sus ojos era un rombo de plata. Estaba muy inquieto y no podía concentrarse en nada. Se levantaba, daba una vuelta sobre su eje, caminaba de un lado a otro y luego volvía a sentarse. En un momento, me acuerdo, fijó sus ojos en mí, pero en realidad veía los audífonos que me colgaban en el cuello. Se los pasé acomodándoselos en las orejas y encendí el aparato. Seguía la música de Feldman y me llamó la atención ver como casi inmediatamente, después de escuchar un poco, se quedó quieto. Sus ojos se clavaron en el piso y sus labios perdieron la tensión. La puerta se abrió y los dos dimos un salto grande. Soledad entró cargada de hierbas y en silencio. No fue hasta que pudo verme de frente que extendió su mano y tocó mi mejilla. —Mi niño—me dijo—ya es muy tarde... No sé porqué entendí eso de un modo que me pareció “trascendente”, pero me fui a dormir encandilado por aquellas palabras. “Ya es muy tarde…”, me hizo pensar en mi vida de hasta ese día como un sueño vago y desconocido, perturbador, aunque seguramente ella sólo se refería a la hora, quería decirme ni más ni menos: “Ven mañana”. A partir de ese hecho simple, muchas otras veces he intentado escuchar literalmente lo que otros me dicen, reconociendo que de este modo podía obtener un conocimiento
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más preciso de los demás y de las cosas en general. Fue una lección importante para mi trabajo futuro y quizá la piedra de toque para la serie de elecciones que me llevó a definir mi lugar en el caos. Haberme dado cuenta de que no habría por qué sobreinterpretar ninguna palabra me sirvió como una medida para tomar distancia y poder observar el mundo sin fantasías ni predisposiciones, sin malos entendidos. “Ya es muy tarde”, me dijo, y no había nada más que un hecho preciso y acotado, y que nada tenía que ver con especulaciones.
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La mañana siguiente empezó temprano. Llegué alrededor de las siete, según el acuerdo con Soledad, que a sus sesenta y tantos seguía levantándose con el sol a limpiar y ordenar sus hierbas. Algunas las metía en frascos con alcohol que con los días teñían el líquido de un verde intenso. Otras las ataba en manojillos que separaba meticulosamente sobre repisas de madera pegadas a un muro dejando entre cada una unos diez centímetros para que no se tocaran. Cuando llegué se hacía una trenza. Se veía en un espejito roto y al sentarme a unos metros de la cabaña se levantó del banco donde estaba y se acercó para abrazarme. Su confianza excesiva me parecía un teatro y me irritaba un poco, pero sabía que no podía hacer otra cosa que aguantar. Me hizo esperarla en la puerta unos minutos y luego me pasó al interior. El cuarto olía a copal y había humo en todas partes. Se sentó y empezó a rezar. De los “padresnuestros” pasó a un largo listado de santos y sandeces, seguido de un “ruegapornostros” que también repetía según su
petición. Pensé que todo estaba muy ensayado, y me sentí ridículo. Me dio los hongos esbeltos de cabecitas blancas y el gusto amargo por poco y me hace vomitar. Soledad empezó a cantar algo incomprensible, una especie de arrullo, y de un instante a otro comencé a escuchar sus aplausos marcando un ritmo monótono que sentía cada vez más lejos de mí. Me acompañó a la puerta y salí caminando. Hacía frío y la niebla era espesa y cubría el entorno por completo. Avanzaba despacio, sin poder ver dónde ponía los pies, así estaba de espeso. Luego sucedió lo del árbol. No creo que haya sido un pino porque la corteza era o me pareció muy gruesa y tuve miedo. Un miedo denso. Al chocar con el árbol lo abracé. Vi la corteza tan de cerca que sentí que se abría por una de sus grietas y que me invitaba a pasar. Pero tenía miedo, y le pedí perdón. Luego el miedo se fue y me sentí fuerte y lo oriné. Me alejé entonces llorando y me quedé dormido. No he podido sopesar del todo aquella experiencia. Fue lo que fue, pero ciertamente el abandono, el fuera de foco general, el desbocado despliegue emocional, me dieron algo, la sensación de cierta conexión con el entorno, nada de mareos religiosos, no me refiero a eso, sino a algo más bien como cuando hacemos el amor, y como dicen, se está más allá de todo.
—Prof, Pedro… Laila en cuclillas jugaba con una niña. Empujaban unos
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carritos de metal mientras representaban los sonidos de un choque y una ambulancia. —¿Qué pasó?, ¿a dónde te me fuiste, cuenta? —No, no, nada, todo bien.
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Para cuando hicimos el amor ya habían pasado meses. Me resistí cuanto me fue posible. Debía ir a Puebla durante un fin de semana y la invité conmigo. Hablamos todo el camino. Le conté algunas cosas sobre Los naufragios y ella consultaba el libro y me leía fragmentos. No puedo negar que haber escuchado su voz pausada y alegre me produjo visiones de posibles escenarios futuros que como ondas de agua se expandían. Me arriesgué varias veces a ponerle la mano en la rodilla y el cuello y nunca hubo un rechazo. Por el contrario, con timidez fingida, ella en realidad estaba resuelta y me hacía un juego, deslizaba su mano suave sobre mi muslo. En Puebla hablé en el congreso y salí apurado con la idea terca de llevármela a la cama. La veía sentada en la primera fila, escuchándome, con las piernas desnudas, con sus ojos verde oliva encajados en mí. Usaba una playerita azul con letras blancas donde se leía a mitad de los pechos Virgin Island. Llevaba el cabello anudado en un mazo elevado que dejaba el cuello descubierto, y que al menor movimiento se hacía presente en el entorno. No cenamos. Corrimos al hotel y me arrastró hasta la tina. Se quitó la falda y la playerita, abrió las llaves y se metió bajo el agua hasta que el top de algodón ajustado y la tanga morados se oscurecieron por
completo. Me quité el suéter y me senté en la taza. Debí haber puesto una cara de borrego extraviado porque me veía como con cariño de madre. Se desnudó y pude verle finalmente los senos como dos medallones fijos. Los pezones eran dos fresas aplastadas, muy distintos de los botones cilíndricos y morenos de Lucía y eso me asustó. El ombligo también era distinto. En lugar del nudo al que estaba acostumbrado había un huequito donde cabía una canica. No tenía cadera, pero sus nalgas eran pronunciadas y altas. La mancha del sexo estaba recortada y dibujaba apenas una franja recta. Sin cerrar la llaves se sentó en mis piernas. —Tengo frío, sécame… La llevé entre mis brazos igual que a un bebé hasta la cama. Con sus manos puestas en los pezones la besé. Su cuerpo era largo y grande pero ligero. Tenía mucha fuerza. Al principio me sentí incomodo con esto, pero después la seguí en sus maneras rápidas y violentas. Con Lucía nunca fue así, todo era, digamos, lento y tierno. Algo cambió después de aquel encuentro, tanto, que por ese tiempo tuve más sexo con ella que en todos los años de nuestro matrimonio. Dos o tres ocasiones, envuelto en el torbellino al que Laila me arrastraba, arrebatado, llegué a morderle un pecho lastimándola, había empezado a desbocarme. En el comienzo solíamos ser discretos. Laila iba a la universidad, entraba a mis clases y su comportamiento era como el de los demás. Quizá fui yo
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quien perdió el piso primero. Le ponía demasiada atención. Dejé de comer con mis compañeros, pero me sentaba en la misma cafetería que ellos, junto a ella. Pensaba que ir a otro lado, escondernos, podría volver nuestra cercanía más sospechosa y generar comentarios suspicaces. Laila no sólo era linda y desenvuelta, era inteligente, muy lectora y tenía opiniones propias bastante desarrolladas. Eso produjo que mi disposición fuera volcándose y enredándose. Construí, olvidándome del resto de mi vida, un universo envolvente donde Laila era todo. Nosotros dos. Fuimos el mundo.
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Lecciones del Oficio de Tinieblas
Salí de una película de Herzog al mediodía. Era verano. Llovía y todas las tardes vivía distraído. No trabajaba, no lo suficiente. Iba al cine. De la universidad salía para encerrarme en las salas de cine. Obsesivamente recapitulaba, volvía sobre lo ocurrido con Laila. Recapitulaba, absorbido, cada detalle, y no entendía. Desde entonces la ruta fue un declive cuesta abajo. A Lucía no me importó decirle nada. Para mí, el daño mayor era la infidelidad. Sin embargo, para ella, lo peor no fue el reconocimiento de la existencia de alguien más, sino el engaño. La cosecuencia: el abandono. Cuando Lucía me pidió un tiempo, sólo dije que sí, que estaba bien. Pero nunca volvió. De Gesulado, el documental de Herzog que vi aquella vez, me impactó desde luego el personaje, pero sobre todo una secuencia. Herzog en general me gustaba, pero muchas veces había visto películas suyas de las que esperaba una revelación como la de Aguirre, la primera película suya con la que me crucé. Las imágenes de esa balsa llevada por aquel río de aguas turbias saturada de muertos y de ratas por el arrastre de aquel hombre alucinado, el conquistador movido por el oro, me había hecho reconocer que la persistencia no es sino otra forma de la locura y que funciona, si acaso, como la peor de las apuestas. De Cabeza de Vaca opinaba distinto. Álvar Núñez se había aprovechado de los demás haciendo suya la locura ajena, la fe
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ciega en irreflexivas creencias colectivas. Sabía que la locura era distinta para todos, y a cada uno le dijo lo que necesitaba. La mejor secuencia de Gesualdo sucedía de pronto. Dentro de un paseo por Venosa, la ciudad del músico italiano, la cámara se desviaba hacia un caballo que entraba en una casa. Ahí el animal, montado por un niño con algún tipo de retraso mental, corría en círculos dentro de una especie de carpa. Se trataba de un método curativo. El caballo corría y la cámara giraba con él unos minutos, aunque esas imágenes resultaban una distracción dentro del contexto general de la película. Con Herzog muchas veces pasa así. Estudia territorios, se disgrega, e igual que cuando miro a veces con cuidado una huella en el lodo, en esa digresión, algo misterioso se insinúa, en este caso, algo así como que toda deriva tiene un fin.
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Al salir de la función fui a enterarme de Gesualdo. El compositor encontró en el lecho a su mujer y a su amante. A los dos los mató in flagrante delicto di fragante peccato. Como príncipe debía salvar su honor. Como príncipe también fue perdonado. Luego no pudo salvo encerrarse en una torre para escribir, cosa poco frecuente entre la realeza de su tiempo, algunas de las composiciones, según dicen, más tristes y dolorosas de la historia musical. Ese hombre “taciturno” había abandonado el mundo para purgar sus culpas en el fuego de las exigencias de sus Lecciones de Oficio de Tinieblas. Se me ocurrió entonces que hubiera sido preferible que Lucía nos encontrara a Laila y a mí en lugar de haberse enterado del modo en que lo hizo. Pensé que quizá lo mejor hubiera
sido que ella nos olfateara entre las sábanas o en el coche, impregnados con la fragancia de alguien más, para sin desesperación, humillada y miserable, después de haberlo planeado meticulosamente, nos hubiera matado. Quizá al final no era tan mala idea que mi mujer nos hubiera encontrado “in flagrante delicto di fragante peccato” y nos matara a los dos. En algún momento me exigió una resolución, pero ésta se me escapaba empujándome dentro del túnel de eso perverso y oscuro que se fraguó en mi relación con Laila. Habíamos cumplido, sin demasiado esfuerzo, dos años juntos. Dos años completos de remordimientos y obsesiones, regidos por algo que ya no sé en realidad si puedo llamar “deseo”. Y aunque en algún momento pensé que la quería, después de caer en la cuenta de que había un abismo de años y costumbres, diferencias sin duda insalvables de pulsaciones y energía distintas, cada que la veía con el torso desnudo e imponente frente al espejo del tocador de la recámara que compartía con Lucía, pasándose un lipstick que no era suyo, experimentaba un miedo feroz que terminó sin más por adherírseme al cuerpo. El color discreto que solía usar Lucía puesto en los labios frescos e hinchados de Laila me hacía sentir que había que terminar, pero no me atreví. La invasión viral del miedo fue absoluta y naufragaba. Tenía que parar. “Nunca más”, me dije, “de esto, nunca más”, pero como suele ocurrir, un día, un día de otoño o primavera, no puedo recordarlo, ahora tampoco importa, escuché de sus labios, adelantándose a mi tentativa oculta, su despreocupada despedida: “No puedo atarme”, me dijo, “no todavía, me queda mucha vida”, y me dejó colgado de la brocha.
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Estrellas en un cuenco
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No existía ya ninguna grieta. La resistencia lacónica con que Lucía había sobrellevado mi desviación dejó de incomodarme y volví a sentirme otra vez muy próximo a ella, aunque fue tarde. La mentira se había instalado y el tiempo hizo su parte. Ni primavera, ni verano, tampoco otoño. El invierno era ahora permanente como las ramas torcidas de los árboles alrededor, del encino que veo, separado de todo, frente a esta ventana. Lucía se fue, junto con Laila. En un pasado “romántico”, en una novela policiaca, la pasión, el crimen, hubieran producido la catarsis y como consecuencia cierta compasión. Pero esto, ya se sabe, no es así. Es como es. Algunas noches cierro los ojos intentando conciliar el sueño y los rostros de Laila y Lucía se entremezclan en una sola llama. El deseo por desgracia me lacera. Ha sido la carga para un desvencijado montacarga, ha sido como el hambre padecida por Cabeza de Vaca a lo largo de todos sus naufragios. De aquello, eso, lo que podría llamar mi pasado, mi desgracia presente, sólo Cabeza de Vaca se mantuvo. Y bueno, he llegado hasta acá y ya no sé muy bien por qué. Me he pateado el camino desde la costa del noreste del golfo hasta Nuevo México. Si el recorrido se trazara con una línea roja sobre un mapa parecería el dibujo perfecto del contorno del lomo de un búfalo. Un búfalo como aquellos casi extintos que los indios de Norteamérica persiguieron incansablemente por las llanuras inmensas y desoladas de sus territo-
rios abiertos. Esas planicies que propiciaron, quizá, el miedo norteamericano a los desastres naturales, su perversa paranoia. Frente a la ventana de este cuarto que un arqueólogo amigo me ha prestado tomo un poco de mezcal, un tipo de mezcal hecho en la zona, algo más rasposo que el de las regiones del sur al que estoy acostumbrado, y que mezclado con el aire helado del lugar me embriaga hasta hacer resplandecer en el horizonte líneas de espejos de hielo que me hacen pensar por un segundo en un lago o en un río extenso. Sobre la superficie dura de la tierra pelona o erosionada del desierto se mece con ternura algún matorral muy ralo que produce destellos que por momentos llegan a lastimar los ojos. El sol es blanco y cenital, aunque tanta blancura enferma. Cada uno de mis parpadeos se vuelve más lento que el anterior, y debajo de los párpados la línea oscilante del horizonte, que permanece clavada en mi visión de ojos cerrados, corta su dirección en una fuga impredecible que sube o baja. El cuerpo recargado contra el marco de madera que detiene el vidrio se densifica y siento que su peso me lleva inevitablemente hacia el piso. Estoy lento, seguramente estoy lento. Me apoyo con la mano derecha sobre el vidrio y con la izquierda en el muro. Las piernas se tensan ligeramente aunque al mismo tiempo se relajan. El equilibrio se logra por fin y está conmigo en el estómago, la cadera, las nalgas. Abro los ojos, pero la luz me ciega y el cielo ni azul-cielo, ni blanco, ni gris, ni amarillo, deja su huella, que una vez con los ojos cubiertos por la telilla de carne
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que impone un fondo rojo, o más bien naranja, frente a los ojos, me da la sensación de fuegos artificiales que revientan y de los cuales podría jurar que escucho sus tronidos distantes. De reojo ubico la botella de mezcal y me doy cuenta que la he bebido toda. Me empujo hacia la cama y quedo sentado con las piernas abiertas, una de cada lado del ángulo que la remata. Con los brazos extendidos y los puños cerrados sobre los márgenes del colchón vuelvo a pensar en Cabeza de Vaca. Me sonrío, pero, ¿por qué? Ah, sí, me acuerdo. Creo que algo descubrí y estaba celebrando. Laila, su raja rosa... Lucía nunca preguntó, pero me hubiera gustado decírselo, la de ella era violeta, más negra que violeta. Se trata sólo de eso, eso... Vulvas y falos, desde el principio de esta peripecia que empezó quién sabe cómo, una explosión, gases, mundo, seres humanos, sexo... Vulvas y falos tallados en las piedras, grabados en los muros de las cuevas, en templos orientales, en pinturas de vírgenes de tetas aplastadas con niñitos mamones, en El origen del mundo de Courbet, en las películas de Antonioni y la publicidad de Calvin Klein. Pero Cabeza de Vaca no, ese adelantado no. Lo de él se trata de otra cosa. Es el maestro del engaño, el camaleón. De joder a unos y otros. Jaja… Joder otra vez... Joder, chingar, hacer el amor, una suma de mentadas de madre para simplemente empatar vulvas y falos, el gran “asunto” universal. Lenguaje, poesía, ideas, símbolos, sociedades, emociones, arte, su puta madre para esperar que cada uno haga lo que realmente quiere, su trabajo, digamos, jaja, y abra su hendidura o salpique su semilla para contribuir a esta
supuesta continuidad, a este proceso sin sentido... Hoy no soy yo, pero tampoco ella, ellas son nada... Pero algo descubrí, sí, eso, ah, me acuerdo... Al parecer en la ruta conocida por los expertos hubo una omisión. Los acoma, un clan de los indios pueblo se instaló alrededor del siglo XI en una meseta elevada. Ahí creían que estaban protegidos, los infelices. La “gente de la piedra blanca” en la “división del cielo”. Un tal Juan de Oñate mató por órdenes del rey a todos cuantos pudo y los indios hicieron lo que les fue posible para también matar a cuanto barbudo se les pusiera en frente. Luego la vieja historia... Los españoles terminaron por construir la iglesia y la misión de San Esteban Rey por 1641. Ese lugar ahora es esta mierda de turistas, guías de turistas, fotógrafos aficionados, alfareros y charlatanes de todo tipo: New Mexico is so cool, and there is a lot of very good artists, you know... Pero Álvar Núñez pasó por aquí... Levantó una iglesia y la misión de San Esteban Rey, fray Juan Ramírez, franciscano olvidado, caminó a pie desde Santa Fe a Acoma. Cuando llegó, después de ayudar a una niña caída en un barranco se ganó a los locales y “convenció” a los brutos de cargar toneladas de piedra desde la zona montañosa a treinta millas de la “meseta del cielo”, desde el monte Kaweshtima o Mount Taylor Mountain, como sea, cada quien que le ponga el nombre que más le guste, para hacerle otra casita a dios, eso. Pero Cabeza de Vaca había pasado por aquí... Juan de Oñate llegó en 1598, creo, Cabeza de Vaca murió en 1560. Cuando pasó, ningún español había pisado el territorio. El documento que encontré, una carta, estaba ahí, a la vista
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de todos, en el Archivo General de Indias. La carta escrita a su mujer, María Marmolejo, fechada en 1536, seguramente escrita mucho después de los hechos ahí narrados, cuenta que un grupo de indios “esbeltos”, “envueltos en cueros”, le dijo que la luna ocultaría el sol, y que ese día la oscuridad cubriría el mundo para borrar el “tiempo pasado”, y entonces darle al “tiempo presente” una nueva oportunidad. Cabeza de Vaca abandonó unos días a sus acompañantes y caminó junto con dos nativos hasta la punta del monte Kaweshtima donde miró el eclipse. Cuando bajó, siguió su viaje hacia el sur y según se cuenta no habló salvo para lo estrictamente necesario hasta tomar su barco de regreso en 153... 7... Este desvío no tiene, sin duda, ninguna importancia. Pero sucedió, me trajo aquí...
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Desperté con la boca seca y un gusto pesado a alcohol. Llevaba meses caminando y fui hasta el espejo. Los pelos tiesos de la barba me parecieron insoportables y me pasé el rastrillo. No había visto mi rostro y los ojos me parecieron dos pelotas vidriosas irreconocibles. Al rasurarme me corté ligeramente por encima del labio, la sangre se corrió sobre mi boca y el sabor oxidado me recordó a un halcón cola roja que había bajado a desprenderle la cabeza a un ratón o una ardilla, hace apenas unos días. El cuerpo me pesaba en los huesos y la carne. Me quité la camisa y los pantalones y me metí bajo la regadera. El día todavía no comenzaba. Las luces distantes parpadeaban a través de la ventana y un azul profundo estaba instalado alrededor. Me calcé las botas y emprendí el camino a
la montaña. En el inicio de la cuesta, el último ser humano que vi fue una niña. La vi ceñirse el sostén sobre los montículos puntiagudos de sus senos. Estaba sentada frente a un gran espejo y sólo pude verla de la cintura para arriba. La luz de su cuarto era apenas la de una lamparita. De su ventana un haz de luz rectangular se perdía en el espacio. La deseé y me sentí miserable. Caminé pendiente arriba durante algunas horas. El tiempo transcurrió, como suele hacerlo, con violencia, sin prisa. La noche fue apacible aunque muy fría. En la cima vacié un poco de agua en un cuenco de jícara que había llevado a propósito. Lo había visto en uno de los documentales de Robert Gardner. Es muy posible que Cabeza de Vaca lo haya hecho igual. Sin desbordar la jícara, el agua se tensó, lisa y clara en el recipiente. Esperé unas horas sentado frente a ese cuenco. De un punto indeterminado, unas voces, el viento, se materializó encarnándose en el polvo y pobló el entorno. De pronto vi en el agua tersa cómo unos brillos como estrellas aparecieron hasta que la luna, desplazándolos del reflejo, se interpuso totalmente ante el sol, y el aire, la tierra y todo lo demás se volvía negro, para poco después dejar que un rayo de luz iniciara, con ternura, sin motivo aparente, el proceso irremediable de vuelta a la costumbre.
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La realidad
...qué busca el vuelo cuando vuela? qué busca cuando baja? qué busca el vuelo cuando sube y sube?
Hugo Gola
—Ve, la cosa es muy sencilla... Que muestre, que no explique. Una película de pocas secuencias. Satie… Los dedos del Turco revoloteaban en el aire. —Escucha, Satie de fondo. Una de las Gymnopédies… Tarán, tarán, tarán… Entonces unos columpios. Una pareja. Una niña y un muchacho. Quizás un plano abierto. Un plano americano. Cada uno en su columpio. Él la mira, todo muy lento, sale. Salta y se pone detrás de ella. La empuja con cariño. Están contentos. Son jóvenes y han sufrido poco. ¿Te acuerdas…? Entonces la cámara empieza a subir delicadamente, sin alterar el plano, recorriendo los cuerpos, los rostros, los brazos de él, las manos de ella en las cadenas, las cadenas tensas, viejas y oxidadas, rechinando. Satie de fondo, siempre en el fondo. Al final, quedan los ángulos de los tubos, las cadenas. Finalmente las manos del Turco aterrizan sobre la mesa del café. El Turco, como le dicen sus amigos, llama con un movimiento de la cabeza, amable, eso sí, a la Meserita. La conoce desde hace tiempo, y está habituada a los gestos de su cliente regular. Ella ha escuchado cómo lo llaman, pero para ella ha sido, y seguirá siendo, el feo-guapo, el coqueto, como lo piensa cuando no está, pues no ha logrado decidirse sobre si le gusta o no, ese tipo de las mañanas de nueve a once los lunes, miércoles y viernes, de vez en cuando los domingos después del mediodía.
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El Turco recibe su tercera taza de espresso cortado del día, mientras su interlocutor, un cliente menos frecuente, pero no irreconocible, niega con la cabeza ante la pregunta reiterada de ¿algo más? Pato, Patricio, ha tomado hasta el momento un americano. No disfruta del café por la mañana, pero como el Turco lo ha llamado muy temprano insistiendo en que ahora sí tiene la historia terminada, se ha calzado los tenis de lona, y ha caminado sus buenas siete cuadras para encontrarse con el loco de su amigo.
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—Te decía. Hasta ahí, después de ocho o nueve minutos, aparecen los créditos. Bueno, no. En realidad solamente se lee el título. No lo tengo todavía claro, y aunque sé que no es lo de menos, ya llegará. El título se lee sobre una hoja blanca con letras de una vieja máquina de escribir que todavía conservo, una Remington. Un título breve, quizá dos palabras, en una imagen muy cerrada que amplifica las letras, pero también los defectos del papel, su porosidad, lo rugoso, lo profundo del surco que los mecanismos de las teclas han dejado. Patricio sigue con poco interés la narración de su amigo. El Turco lo sabe porque ha visto cómo Patricio apoya uno de los cantos de la mano izquierda en una curva que baja desde la frente hasta la sien. Conoce ese gesto desde años atrás, y entiende que si quiere seguir debe atraer la atención de su amigo de algún modo. Entonces da un golpecito sobre la mesa con la palma abierta. —Caminan. Ya no hay Satie. Bueno, Satie desapareció desde
el título. En fin. El audio es el del ambiente: un coche que pasa a lo lejos, risas de niños, etc. Al menos eso creo. Caminan. La imagen abre con ellos en una esquina. Cerca de la cámara, pero no tanto. Terminan de besarse. Acuérdate que están bien enamorados, es lo que parece. Avanzan, suben por el cuadro en diagonal. Digamos que del ángulo inferior izquierdo hacia el ángulo superior derecho. Debe ser una calle larga, una de esas perpendiculares al parque de Barranca del Muerto, de las que suben hacia a Las Águilas. La cámara está fija, y una vez que ellos, de espaldas, se alejan, cuando estén a unos metros de salir del cuadro, empieza un travelling. Uno muy simple, de izquierda a derecha. La cámara llega al otro lado cuando terminan de salir de la imagen. Muy sencillo. Nada de explicar, mostrar. Como eso que nos decía el Viejo Zorro, “cuenten no canten”, “cuenten no canten”. Piénsalo Pato, hasta ahí van ya unos veinte minutos. ¡Apenas tres imágenes! —Pero quién va aguantar todo eso—dice Patricio—, no ha pasado nada. —Por eso. El mundo es distracción, entretenimiento, mi Pato. En-tre-te-ni-mien-to. Entretenerse, no estar ni aquí ni allá, en medio. Pero esto es otra cosa. Se trata de otra cosa. —¿Y la lana?, ¿quién va a poner la lana? —No te preocupes. Todo está aquí—dijo, llevándose el índice derecho a la cabeza. La hacemos en video, con la cámara de Cristián. Ya basta de estupideces. De jugar lo que todos juegan. Esto empezó, literalmente, con un sueño.
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Cursilerías a un lado, desde luego. Un día me levanto y tengo todavía, en una especie de proyección intermitente dentro de la cabeza, una imagen, una pareja, no sé, un tipo y una tipa que se parecen a Abel y Pola, pero más jóvenes, más contentos, irradiando esperanza, fíjate, es-pe-ran-za, caminando en una calle, que sin estar seguro puedo identificarla o casi. Eso se repite y se repite. No es nada, está bien. Pero se repite. Viene y viene. Así durante meses. Luego, anoche, rento La soledad del corredor de fondo, quedo absorbido de esa atmósfera, me acuesto y, otra vez, la parejita caminando, sin antes ni después. Bajo, subo, tomo agua, vuelvo a acostarme, no lo consigo y ahí está, insiste. No es un cuento. Es una película. Una película completa. Aburrida, puede ser. Pero ahí está. —Bueno, ¿entonces?
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Patricio acomoda la columna sobre el respaldo de la silla. Se recoge y cede. Quizá el Turco, ahora sí, está oficialmente loco. Piensa que se lo contará todo después a Perla, y que se reirán durante horas a expensas del pobre tipo. “Ahora sí se le botó”, le dirá a su compañera. Le dirá: “imagínate al pobre tipo sentadito en el café, con su tacita de un lado para otro entre sus dedos gordos, emocionado, contándome una historia como cualquier otra, con planos y todo, lo hubieras visto Perla, yo conteniendo la risa y el comentario crítico. Luego le pregunté que por qué esos nombres habiendo tantos otros. A ellos los conoces, qué van a decir, le dije”. —Nada, nada. Si les estoy haciendo un favor. Además pién-
salo, no eres tonto, yo también lo pensé. Pola tiene su fuerza, su grado de extrañeza. Paola sería demasiado convencional, demasiado melodramático. También es breve, cuatro letras, cuatro letras igual que Abel. Las coincidencias son lindas, simbólicas, me gustan, aunque reconozco que no suceden con frecuencia en la realidad. Pero bueno, esto es ficción, ¿no? Además, y esto no es cualquier cosa, está el sustrato mítico, la sugerencia, ¿o no fue Caín quién mató al bueno de su hermanito Abel? Ya vas a ver. En fin, es lo de menos, Pato. Fíjate, fíjate. Viene una secuencia erótica. Estábamos con que se quieren, ¿no? Eso lo suponemos por lo que hemos visto. El Turco junta las manos. Se moja los labios con un ligero roce de la lengua y sacude un poco el cuerpo que se ha mantenido casi invariablemente recto y continúa. —Una cogida. Nada del otro mundo, Pato. Se ve la cama sin tender, los cuerpos que se desvisten tensos, están sentados en la orilla. Abrazos, besos, etcétera. La cámara siempre a una distancia prudente. Nada de acercamientos ni esas barbaridades de cuadros abstractos de piel. Dos personas que se desvisten y se meten a la cama a coger. Me gustaría además que jueguen, que se rían, son jóvenes, tienen esperanza, la malicia no los ha tomado por completo, y aunque sin demasiada experiencia reconocen que lo que han visto en la tele, en el cine, en las páginas XXX de la web, no son sino exageraciones. Saben que no existe el coito perfecto. Que a veces no
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se puede. Que no siempre la máquina está plenamente engrasada. Que la gravedad a la que los cuerpos se ven sometidos en la horizontal tiene sus inconvenientes. Que los olores pueden ser un impedimento. Que el cabello de ella a veces se enreda y eso le molesta. Que el súper-macho y la hembra-de-fuego son una fantasía y que ellos no quieren sentirse frustrados como el resto de la humanidad. Por eso pensé que los modelos de los personajes podían ser Pola y Abel. Es su discurso, o era, hace tiempo que no los veo.
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Patricio, menos distraído, ha seguido las palabras del Turco. Escuchándolo ha recordado su encuentro sexual con Perla en la mañana. Había notado que ella lo abrazaba sin demasiado entusiasmo, pero como el carro estaba echado a andar él no quiso detenerse. En otras ocasiones hubiera preferido contenerse. No entendía por qué no lo había hecho. Probablemente había titubeado por sentir que perdía, en la débil dedicación de ella, algo de su influencia, de la imposición de sus deseos, y aún peor, de su virilidad. Perla nunca se negaba, él en cambio lo hacía en ocasiones. Patricio no era fiel. Tenía más bien una idea laxa de la fidelidad que le impedía estar con su compañera algunas veces. Por las noches llegaba cansado y satisfecho, y por eso se había establecido, como una rutina, hacer el amor por las mañanas. A ella le parecía bien, según se lo había dicho. Así que tenían un acuerdo más entre muchos otros, como el de quien cocinaba no lavaba los trastes, y que les permitían continuar en ese flujo uniforme, esa concurrencia de células o
átomos que llamaban su relación. El Turco se daba cuenta de la distracción de su amigo, pero estaba emocionado por continuar su relato. Volvió a llamar a la Meserita, pero esta vez en voz alta, con la doble intención de sacar a Patricio del vacío así como de inyectarse más cafeína. Había dejado de fumar, pero el café en cambio era imposible abandonarlo. Además tampoco le parecía tan grave, al contrario, creía que una persona sin vicios, sin algún vicio, estaba, por decir, podrida en el interior. Lo que desde luego era peor que la contribución al deterioro, el cual, sin tregua, reconocía inaplazable. Por lo demás, nuestro asombro ante los numerosos juicios rápidos que se emiten en todas partes respecto a cualquier cosa, como el que acaba de construir en su cabeza el Turco sobre los vicios, sus pros y sus contras, viene dado, porque siempre caemos en la misma trampa: todas esas manifestaciones de la vida se presentan con la forma de un juicio, pero lo hacen como juicios sólo porque tienen una forma determinada y un gesto lógico (¡obligados por el lenguaje!), mientras que por dentro están llenos de la misma sustancia que cualquiera de las múltiples palpitaciones de la vida: sea el ataque o la defensa, sea el intento de afirmar el propio valor o desacreditar el del otro, sea el intento de decir en voz alta aquello que deseamos creer en un determinado momento porque sirve para fortalecer nuestra fuerza vital. Resumiendo: lo que se considera un juicio no se distingue esen-
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cialmente de un rápido movimiento de la mano, por ejemplo, o del fugaz cambio del semblante cuando uno conversa con diversas y diferentes personas en una reunión… casos éstos en que la velocidad de la reacción automática no nos extraña en absoluto, pues los “juicios” no son nada distintos, sólo que se han puesto un disfraz lógico, el disfraz con el que el lenguaje viste cualquier reacción al salir de la boca. Un tubo de ensayo lleno del líquido turbio de la vida, una muestra del cual hemos sacado al azar: eso son los “juicios”, pero son un tubo de ensayo lógico. Los juicios se generan al menos con la misma rapidez que la tos, que una sonrisa, que una rabieta. Sí, en el fondo no difieren en absoluto del estado que presenta el cutis en un determinado momento, por dormir vueltos hacia la derecha o hacia la izquierda. De hecho, la forma de juzgar de la mayoría de las personas es simplemente una manera de generalizar sus propias exhalaciones.
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Con las más recientes palabras del Turco, la petición de café hecha a la Meserita, las pupilas de Patricio se dilataron y con esto dio señal de vida. Estaba de vuelta y su amigo se mostraba entusiasta al conseguir su objetivo. —Mira, si la pareja está en la cama, si la cámara los deja ver a una distancia prudente, el lugar común de las escenas de sexo se quiebra, ¿no te parece…? Patricio afirmaba con una ligera inclinación del torso y la cabeza. —Además—se extendía el Turco—, me gustaría que fuera
en tiempo real, o casi, unos quince minutos, veinte. Que el tipo se pusiera el condón, o que ella se lo pusiera, no importa, pero que esto se viera. Después un fade a negros. Una pausa larga, la primera de este tipo. Para intensificar su narración, o creyéndolo así, el Turco también hizo una pausa. Se detuvo y el silencio, o la sensación que se articulaba, pues el barullo en realidad jamás dejó de sobrevolar el café, los encerró en una esfera introspectiva. Patricio buscaba recordar el rostro de Perla por la mañana hasta en el más mínimo detalle, luego de su encuentro, ya que aunque borroso reconocía que en éste no había ninguna seña de relajamiento. Lo que después de acostarse significaba, sin duda, que el encuentro no había producido ningún efecto en ella. Con los años sabía que Perla estaba complacida si en su rostro se atenuaban los leves surcos de las arrugas alrededor de sus ojos. Le preocupaba no observar esta respuesta. Le preocupaba, además, sentirse engañado. Perla, como hizo desde el principio, le susurraba frases como “bichito, métete” o “ándale, clávate” o simplemente un “piérdete” y le mordía los lóbulos. Las marcas llegaban a quedarse incluso varios días. Pero para él eran premios, evidencias de su cabronería. El Turco mientras tanto se aferraba a su película. Repasaba las características físicas de sus conocidos y se sentía satisfecho en el entendido de que Pola y Abel eran la encarnación, o mejor dicho, el origen de sus personajes. Todo en esto le parecía ideal.
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Consideraba también con entusiasmo lo que para él suponían ratificaciones felices de esta revelación. Le parecían pruebas irrefutables de su hallazgo que Pola y Abel no sólo fueran muy parecidos físicamente entre ellos, sino además cosas como que sus nombres tuvieran cuatro letras. Esto era así porque en el fondo sabía que improvisaba. Había llamado a Patricio con la noticia de que por fin la historia de su sueño había cuajado. Sin embargo, esto no era cierto. Había vuelto a soñar la imagen, eso sí. Se levantó otra vez con la insistencia de la conocida imagen que aparecía y desaparecía en su mente de la parejita caminando. Estaba harto aunque esta vez en su radio-despertador la melodía de My favorite things tocada por Coltrane, le había sugerido, en su estructura acotada y su melodía por momentos discontinua, que lo mejor para pasar a otra cosa era simplemente dejarse llevar. Cuando colgó reconocía que había mentido al decir que tenía un principio y un fin para esa imagen que lo perseguía. Hasta ese segundo de su vida existía un plan, un mapa que aminoraba su ansiedad y sus temores, pero ahora no lo quería. Si de los suaves deshilachamientos de My favorite things Coltrane había transitado hasta el sonido puro de Ascension o Interstellar Space, por qué no podría él lograr de igual modo un tránsito hacia algo más suelto. Entonces pensó que tendría que obligarse: “Debo seguir”, se dijo. —Bueno, Pato. Sigo. Estiró los brazos y reanudó su historia. Consideró que para
continuar, para que Patricio lo siguiera escuchando, no debía presionarlo demasiado y decidió resumir un poco en qué iba la cosa. Luego prosiguió. —Estábamos con que Pola y Abel—comenzó a llamarlos de ese modo—se habían dado un revolcón. Todo muy sencillo, sin exageraciones. De la pausa larga a negros aparecería, imagínatelo, es más, visualiza la avenida de Tlalpan, de noche, recorrida por las luces de los coches que pasan. Autos que avanzan rápido, en una hilera infinita, produciendo ruidos que suben su volumen al acercarse, disminuyéndolo al irse. La cámara está fija, dando una perspectiva diagonal de la avenida, a la altura promedio de la vista de una persona. Esto así por unos minutos, dos o tres, y corte. ¿Te das cuenta? La cámara fija, pero adentro, sucediendo frente a la lente de la cámara que lo registra, el parpadeo de los coches, el ritmo del sonido intermitente, el rompimiento de esta armonía cada tanto, cuando en el fondo, a mitad de la avenida, en sentido contrario al flujo del tránsito, una hilera de vagones de metro anaranjado interrumpen este instante de aparente organización. Patricio se frotaba los ojos. Esta vez estaba atento. Era sólo una respuesta a la luz del sol que se intensificaba en los cuadros de las ventanas del café. El Turco también había percibido la variación de la luz, e incluso el ligero ascenso de la temperatura. Creyó conveniente acumular cierta energía, y mirando de reojo a la Meserita inclinada sobre otra mesa cerca de ellos volvió
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a sentir la palpitación surgida de su afición por ella. Frecuentaba ese lugar porque no estaba lejos de su casa y porque los precios le parecían adecuados. Le gustaba, además, que no lo molestaran. En otros lados lo molestaban cada tanto preguntándole si quería otra cosa, o pasaban mil y una veces el trapo húmedo sobre la mesa. Pero en este lugar el trato era distinto. La chica, apenas entraba, le hacía un saludo con los ojos. Esto le gustaba pues intuía en ese aguijonazo de la vista cierto afecto. Él respondía casi del mismo modo, y al minuto tenía su espresso sobre la tabla redonda de la mesa. Lo tomaba de un trago. La Meserita se acercaba y a veces pescaba un segundo pedido o no. El Turco se sentía a gusto en esos ritos, y éste en particular lo sentía necesario para salir vacunado contra las posibles contrariedades del día. Ella sintió la mirada de su cliente, de quien a su vez deducía, en la cautela de sus palabras y la coquetería discreta con que la veía, algo más que cierto afecto.
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A diferencia del Turco, fantasioso pero tímido, la Meserita se había metido al baño a tocarse pensando en él. La seducía muchísimo no saber si el hombre del espresso la atraía o no. Era mayor que ella. Algunos años. Tenía, quizá, más experiencia. Esto también le gustaba. Sin embargo ese hombre de los lunes, miércoles, viernes y domingos, nunca le había siquiera preguntado su nombre. Ella lo veía sentado, muy quieto, pasando las hojas del periódico o el libro en turno, y pensaba que alguien así carecía de impulsos imprevistos. Se daba cuenta que su timidez era un impedimento, y uno
bastante grave. Ella, una Meserita de café, nada fea, aunque tampoco una princesa, sin aspiraciones intelectuales ¿cómo podría interrumpir a ese hombre poco atrevido volcado en sus lecturas o perdido en quién sabe qué planeta? Cuando la Meserita llegó a la mesa de Patricio y el Turco, Patricio sintió que necesitaba azúcar. Con la voz alterada, dijo: “una coca, de lata”. La chica asintió. El Turco, removido en sus entrañas por un piquete de celos extraños, levantó los hombros con desaprobación y pidió agua con hielo. La Meserita percibió la incomodidad del Turco y salió volando. Sin esperar las bebidas, y olvidándose de la preservación de su energía, arrancó. —Corte, ok. Estamos en un bar. Un lugar más bien pequeño. El White Horse, por ejemplo… Bueno, no, el Yerbabuena, sí, el Yerbabuena, ese túnel angosto con todo y su tarima en el fondo. Un prisma rectangular, con la barra en un costado y un sillón largo en el otro. En el centro, algunas mesitas cerveceras con sus respectivos changuitos. Una barra sencilla, bien surtida con lo de costumbre, cerveza, vodka, tequila, ron. El lugar no está lleno ni vacío. Sobre la tarima, a la altura de un escalón, hay tres tipos tocando. Guitarra, bajo, batería. El núcleo básico. Improvisan. Saltan ruidos, notas sueltas. Al Turco, en ese momento, le hubiera gustado decir: “impro-
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visan, como yo ahora”.
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—La secuencia—continuó—, la imagen, se abre a la mitad de una pieza. El guitarrista es Abel, está en lo suyo. Los otros dos también. Cuando terminan, invitan por el micrófono a alguien más para que los acompañe. No sé bien, podría ser, quizá, un saxofón. Alguien más viejo, eso sí. Lo presentan, se monta el instrumento y la música aumenta vertiginosamente su volumen y su velocidad. El ritmo de la imagen está dado por las ligeras o abruptas inclinaciones de los tipos. No todos tocan al mismo tiempo. Esto da el ritmo, la sensación de que el tiempo corre frente a la cámara. Eso es importante. Es importante. Entonces, nada. Vuelven a terminar, están sudando, el tipo del sax da las gracias al público y al grupo por permitirle acompañarlos. La cámara, entonces, inclina un poco la visión hacia abajo, e inicia un giro sobre su propio eje. Se ven los tipos en las mesas, aplauden. Entre ellos está Pola emocionada, y la imagen se detiene en su rostro. Nada de planos cerrados, todo siempre a una buena distancia. Patricio, mientras tanto, había comenzado a interesarse en el relato del Turco. Sin plena conciencia, las palabras de su amigo habían abierto una grieta por la que se colaba un recuerdo sin demasiada precisión. Hace algunos años había conocido a Perla en un concierto de John Zorn en el Teatro de la Ciudad. La había visto recargada en una columna como esperando a alguien con su bandana blanca y su cabello suelto. Entonces se hizo la promesa interna de que si era una chica y no un hombre a quien esperaba iba a vencer el miedo para acercarse. Durante
el concierto se olvidó de los sonidos imprevisibles del saxofón de Zorn, y estuvo absorto en sus fantasías. Cuando salieron se echó hacia atrás el fleco largo que le nacía en la frente y caminó hacia ella. Sus ojos le parecieron más brillantes, pero había una sonrisa. A Perla el contraste entre el fleco largo y el cabello bien recortado de Patricio le pareció gracioso. Eso facilitó las cosas. Tiempo después estaban atorados en algo inesperado. Las exigencias de ella eran muchas a pesar del trato amable que se dispensaban. Se enredaron en los trámites de la rutina y el perfume que una vez era incitante, fue, en el futuro, en el actual presente, un olorcillo poco tolerable. En el presente, pero desde el inicio de la relación, ella ganaba dinero, mucho. Él, en ese sentido, la llevaba más o menos. Ella era ordenada y práctica, él, desde siempre, más o menos. El Turco levantó su vaso y le dio un sorbo. La Meserita había abandonado las bebidas unos minutos antes, con una destreza especial, que obedecía a su intención de pasar desapercibida. Patricio, viéndolo, pensó en la coca cola que había ordenado y acomodando la lata en una de sus manos con la otra jaló la llave de aluminio que desbordó una espuma suave. Motivado por su interés, pero sin querer exagerarlo, Patricio extendió una invitación a continuar. —Entonces estamos con tu Pola, su rostro frente a la cámara, y ¿corte…? —Sí, corte. Lo que viene no lo tengo del todo resuelto. Es
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una llamada. Ella va a recibir una llamada. Algo muy simple, está en el trabajo, pero no sé qué hace, de qué la mueve. Debe ser algo simple, sencillo. Se requiere cierta privacidad, no puede estar detrás de un mostrador. No es una vendedora. Tampoco está detrás de un escritorio. No la imagino así. El Turco traza entonces con su mirada un dardo que busca clavarse en la suspicacia de Patricio. —Está bien, Turco, recibe una llamada, es joven, atractiva… Lo primero que le viene a la cabeza a Patricio es compararla con Perla, por lo que hace, por el lugar en donde está. Es arquitecta, y como es una de las socias del despacho, la titular del área de diseño de interiores, tiene oficina propia. Sin embargo, lo que el Turco necesita es otra cosa.
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—Mira, mi Turco, si es joven, no es verosímil que tenga una oficina para ella sola. Tampoco es vendedora o mesera, así que tus opciones se reducen bastante. Es recepcionista, esto podría darle cierto aislamiento, o una muchacha metida en un cubículo de un call center, por ejemplo. Algo así… Ante las sugerencias de su amigo el Turco se siente complacido. —Está bien. Eso está bien, mi Pato. Lo de recepcionista me
gusta. Una tipa de faldita corta, sin medias. Tiene la diadema de teléfono puesta y levanta el auricular de otro aparato. Pide un segundo para terminar la llamada que responde, concluye y vuelve a tomar el auricular después de liberar la oreja de la cortina de cabello que la cubre. Lo que sigue es relevante. Es un detalle. Nuestra Polita, aunque pequeña, tiene su historia, es todo. Nada de engañar al espectador, ya sé que eso no te gusta. El Turco conocía a Patricio desde el inicio de los cursos de la escuela de cine, y sabía a la perfección lo que éste prefería y lo que rechazaba del trabajo de los otros. Después prosiguió. —En la mano que sostiene el auricular, en el dedo anular, el usual en estos casos, lleva una argollita matrimonial que mueve con alguno de los otros dedos. La cámara lo registra y listo. Es una secuencia de transición igual que la siguiente. El Turco esconde su voz y toma el resto del agua de su vaso largo. Al hacerlo percibe la atención actual de Patricio, por lo que decide no extender la pausa. Cuando el vaso toca la mesa un quejido grave sale del fondo de la garganta despejando la voz del Turco, seguido de palabras, notas, sonidos. —Lo que vemos ahora es un restaurante. El interior de un lugar elegante, sin exageraciones. Por ahí, en una de las mesas, está un hombre solo. La aparición del antagonista. Y tampoco. El infierno no está en los otros, está en uno. Pero esto es otra
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cosa. Se trata simplemente de un triángulo. Siempre es un triángulo. Alguien señala a alguien que alguien más no había visto. El tipo es agradable, un poco mayor que ella pero nada grave. Tiene el pelo chino, alborotado, la barba algo crecida. Es agradable, está guapo, es lo que nosotros no somos ni seremos. Con esta última frase el Turco ha manoteado en el aire para dibujar unas comillas con los dedos. Es un gesto común, que a Patricio le extrae sin embargo una sonrisa irónica de complicidad jalada por unos hilos que se tensan en los extremos de sus labios. El Turco, impulsado por la simpatía de su amigo, por el hecho de descubrir que entiende lo mismo que él entiende, que sabe lo que él sabe, se apura a reanudar.
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—Pola entra, camina entre las mesas hasta ese hombre solo que la espera. Se besan suavemente. Están ahí, los vemos a lo lejos, envueltos por el sonido de los tenedores, los platos y el ruido habitual de los restaurantes. Hablan con afecto, con entusiasmo. En un momento ella revisa el celular, toma de un trago su copa, el tipo tenía una botella abierta cuando ella llegó, y a negros. De nuevo, pausa larga. Al pensar en el vino, el Turco sintió también sed. Tenía ya un rato conversado, no había más agua en el vaso, la garganta le incomodaba y la lengua era una masa gorda deshidratada. —Oiga, Compa, cómo ve si nos vamos por una cerveza y
un cevichito… —Pinche Gordo, estás cabrón. Son las once de la mañana… —Pues por eso, mi Pato. ¿No dicen que al que madruga dios lo ayuda...? Yo no creo en dios, ya se sabe, pero los dichos son sabiduría acumulada para todos, ¿no…? —Estás loco. Además, a lo mejor voy a comer con Perla… Le dijo, aunque en alguna zona profunda de sus pensamientos no sabía si iba a verla. Se daba cuenta que una madeja de nudos se había interpuesto entre ellos, y que quizá ninguno de los dos iba a tomar al toro por los cuernos. —¿Y eso qué? Se trata de una inocente cerveza y un cevichito antes de los sagrados alimentos. De que llegas con tu mujer, llegas, de eso me encargo yo. —Está bien, está bien… El Turco vio que Patricio se removía en la silla y torcía la cabeza hacia una de las ventanas. Entendió que debía pagar él, no sólo porque ahora lo convencía de acompañarlo, sino porque también lo había sacado de la cama cuando lo llamó comunicándole que tenía un antes y un después que agregar a la imagen de su sueño. Estiró el brazo y la Meserita entendió que se iban. Abandonó la charola con lo que llevaba en una mesa y se dirigió a la caja. El Turco no pudo evitar mirarle las nalgas. Sintió la frustración de no hacerlas suyas. Volvía a pedir la cuenta sin haberle dicho nada. Para ella fue lo mismo pero con una carga sutil de coraje. La
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mayor parte de las veces ella sentía el influjo de su belleza en los hombres que la circundaban. Con su cliente habitual, en cambio, nunca se sabía. Quería que le dijera algo, que le preguntara su nombre, y eso no sucedía. Volvió a la mesa y puso la bandejita frente a su guapo-feo con cierto desprecio. El Turco, aludido, se contrajo en la silla y puso un billete grande. Ella tomó el dinero como otro sesgo de maltrato, pues el billete implicaba una ida y un regreso hasta la mesa del Turco. Los dos amigos se levantaron. La Meserita se sorprendió al descubrir que la seguían. Se frenaron los tres junto a la caja, y una vez que tuvieron el cambio, antes de que ella fuera inalcanzable, el Turco la tomó de una muñeca. Esto materializó la intuición sobre las dimensiones pequeñas de esa chica que le gustaba. Y en un ataque de atrevimiento le puso unas monedas, también grandes, en la palma de la mano angulosa. —¿Vamos caminando?—le soltó el Turco a Patricio. —Vamos… 148
Salieron del café y del estancamiento físico, percibiendo el re-acomodo de sus esqueletos y sus músculos. Hasta ese momento el Turco, viendo los zapatos tenis de lona de Patricio, descubrió que había salido de su casa con sus pantuflas desgastadas. Reconocía ese hecho como una distracción notable que debía analizarse. Repasó con cuidado su salida y se dio cuenta que al vestirse, luego de haber decidido no bañarse, se había vestido antes de llamar a Patricio. Al colgar, simplemente se guardó la cartera y las monedas en el pantalón. Caminó hasta
la puerta y tomó, como usualmente lo hace, las llaves del canastito que descansa en la repisa que había puesto para eso en la entrada. El canastito le servía como un recado, o mejor dicho, como una indicación para su memoria. Habiendo establecido el hábito de que cada vez que entrara o saliera de la casa las llaves estarían ahí, jamás tendría que preocuparse por buscarlas. Este asunto, junto con otros, el orden de los zapatos en el closet, las plumas y lápices en el bote pegado al escritorio, las medicinas en el refrigerador, le facilitaban la existencia. Creía que sus sistemas de orden eran, en realidad, formas de la disciplina que le permitían, impidiendo el extravío de su mente, domar su imaginación. Odiaba la fantasía, el peor de sus pecados, y la poca concentración, la distracción como el lugar común del mundo contemporáneo. Le chocaban conceptos como estimulación temprana o síndrome de déficit de atención, que se aplican tan comunmente hoy en día a los niños que por desgracia en lugar de jugar lo suficiente con sus padres y hermanos, o convivir con las personas de su entorno más inmediato, han crecido frente a la televisión, la computadora y los juegos de video. Estos niños luego serían como sus alumnos de la universidad, jóvenes consentidos, pobres o ricos, seducidos por la publicidad más burda, incapaces de abstraer, cuestionar, analizar o hilar cualquier idea. El Turco reconocía que había excepciones, niveles o grados de complejidad en el asunto, de cualquier modo, pensaba en la masa de rostros de sus salones de clases y se reía por dentro. Un día antes había llovido, por lo que el uso de sus pantu-
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flas de fieltro era más bien un inconveniente. La cerveza y el ceviche, sin embargo, eran un buen estímulo para olvidarse del problema. Había hablado durante largo tiempo y ahora tenía sed y hambre. Patricio mientras tanto se había adelantado unos treinta metros y había alcanzado la esquina. Las calles eran pequeñas y poco transitadas. Se había detenido ahí, no tanto por esperar al gordo de su amigo que venía atrás, moviéndose despacio, y con un aspecto un tanto estúpido que lo avergonzaba y le parecía gracioso al mismo tiempo. Estaba ahí, al borde de la banqueta, porque un charco que cubría varios metros, casi tantos como el ancho de la calle, le cerró el paso. Ésta era una coincidencia perversa que lo intimidaba. El charco le impedía el paso, como el revoltijo actual que le provocaba su relación con Perla, le impedía la vida, al menos hasta como la conocía desde hacía algunos años. El charco era un símbolo de la situación que atravesaba. Era una suerte que debía trascender. Pensaba en cómo hacerlo, en cómo cruzar sin mojarse. Un salto sería imposible. Ir por las orillas tampoco representaba una opción. En un extremo la calle, el charco se cortaba por una avenida en curva que no dejaba ver si venían autos. En el otro, el charco crecía hasta perderse en algo parecido a un pequeño lago, pero a fin de cuentas lago. Conocía esas calles y sabía que el charco tenía por lo menos unos quince centímetros en su parte más profunda. Calculaba que en extensión esta zona profunda tenía cerca de dos metros, lo demás, otros tres metros, era apenas una tela de agua. Cuando el Turco lo alcanzó Patricio miró las pantuflas de su amigo y
sumó ese accidente a la cadena de infortunios del día. —Está cabrón, ¿no…? —Sí, Gordito, ¿ahora qué…? Con todo y todo, la solidaridad, la confianza mutua, relampagueó en las pupilas de ambos. El Turco soltó una risita tonta. —Ni tan altas las trancas, ni tan alto el brinco… Se quitó resuelto las pantuflas y atravesó descalzo la película de agua haciendo unas ondas que se expandían con cada pisada. Ese acontecimiento alentó en Patricio un temblor, el jalón de una cuerda que lo hizo consciente de sus pies. De algún modo sintió cómo el agua, sus propiedades, su frescura, su proclividad a la caricia, esa agua que el Turco removía, lo estimulaba a él. La tersura del agua era una sensación que se le ofrecía por medio del Turco. Con esta sensación recordó la cita de Heráclito, o una variante de ésta que se organizaba en su mente: los que entran en los mismos ríos se bañan en la corriente de un agua siempre nueva… Al llegar al otro lado el Turco miró a Patricio, que lo veía sorprendido. Se secó las plantas de los pies frotándolas, una a la vez, contra las partes más bajas y secas de su pantalón de mezclilla. —Ni modo, Pat, o esto, o nada de cerveza y ceviche. Estás palabras tocaron a Patricio de un modo sólido y casi
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sin pensarlo, sin retomar sus consideraciones anteriores, ésas que lo habían detenido frente al abismo de agua, saltó sobre el charco destruyendo las ondas suaves que todavía se erizaban en la superficie y en dos pasos largos mágicamente salió, casi sin mojarse, de la espesura del problema. Con los pies en la otra banqueta, al lado del Turco, levantó una de sus manos y palmeó, por detrás, en el hombro, con cariño, a su amigo. El Turco soltó sus pantuflas y se calzó con cuidado. —¿Vamos?—dijo. —Vamos—respondió Patricio. Los dos emprendieron la marcha, conservando el paso en una sincronización apacible. Luego de avanzar unas cuadras reestablecieron la conversación.
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—Y qué más, Turquito, cuéntame… —¿Qué, qué cosa? —Sí, tu Pola toma vino con su amigo, pausa, ¿y…? —Ah, sí. Termina su copa, luego negros. Le complacía notar que lo que seguía era casi exactamente lo mismo que ellos hacían, una caminata. Además, casi en el mismo escenario. El Turco consideraba las calles del otro lado del Periférico, cerca de Barranca del Muerto, para la secuencia siguiente, las calles próximas al Club Japonés, aunque ellos ahora caminaban en sentido contrario a esa avenida pues
se dirigían al mercado de Mixcoac. Sin embargo, los barrios tenían un aire común, que intensificaba la emoción del Turco, lo animaba. —¿Y…? Patricio insistía ante el paréntesis de silencio de su amigo. —Ah, sí, perdóname, un lapsus sin importancia. Pola, Polita va a caminar. Se va a mover despacio, digna y sola por las calles. Primero puede aparecer, desde donde está detenida, del otro lado de la calle, una malla de acero que tejida desde el piso sube cerca de tres metros hasta rematar en una hilera de puntas dobles, abrazadas y filosas. El Turco pensaba en una imagen muy concreta de la realidad. Conocía perfectamente el lugar donde quería que iniciara la secuencia. —¿Lo ves? Patricio, caminando, asintió con la cabeza. El Turco continuó. —Había contenido la respiración y los árboles, los arbustos, los pastos largos detrás de la malla le parecían, por un segundo, una sola cosa, una especie de franja verde y pareja sometida
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por la retícula de los alambres de acero trenzados. Luego va a soltar suavemente el aire. Un golpecito intermitente le va a subir a la cabeza. Ya sé que eso no se ve. Es una indicación para la actriz... Un golpecito. Una presión ligera pero incontenible. Su cuerpo extraviado la jala al piso. Su mente, sin embargo, hace un esfuerzo y resiste. Entonces emprende la marcha. Da un paso titubeante que después de otros se vuelve firme. Avanza por la banqueta de una calle despejada… Sin detenerse, el Turco pregunta a Patricio si lo sigue, éste vuelve a asentir, otra vez con la cabeza, y entonces continúa. Patricio no lo sabe, pero para el Turco esta secuencia es fundamental. Lleva en sus pensamientos un título rotundo: la encrucijada.
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—No hay miradas hacia atrás —prosigue—, se distrae caminando con las cosas más a la mano. Una piedrita que el tacón de su zapato desprende de algún surco. El canto de un petirrojo que en esa época es brillante y agitado. Se fija también en unos zapatos colgados de un alambre de corriente que, movidos por el viento, se enredan muy lentamente, y en su mirada se percibe el olor de los ligustros que desprenden, al azar, unos cuantos puntos amarillos que se contorsionan en el aire. Luego baja por otra calle tratando de olvidar la fragancia de su hombre. De ése que ha sido su hombre y del que ha decidido despedirse. Al llegar al primer cruce opta por girar a la izquierda. Siempre debe girar a la izquierda, forma parte de la coherencia visual y de su debilidad psicológica en ese momento de su existencia
para decidirse a tomar otra dirección. Dobla por la izquierda como un instinto… Patricio ha seguido hasta ahí la concentración que intenta e lTurco con una vigilancia milimétrica. Piensa en Perla como si fuera Pola. Se siente culpable por la soledad, el hartazgo y la violencia, el distanciamiento que siente y que también percibe en ella. —Ve que la calle está cerrada y gira sobre su propio eje. Estos detalles insinúan su sensación de deriva. La cámara debe seguirla de cerca, pero no tanto. Continúa hasta el cruce donde ha dado vuelta y sigue de frente. Es temprano todavía. A lo lejos se escuchan coches que pasan zumbando. Ese zumbido le recuerda el sonido del mar. Un ritmo repetido, irregular. Las olas van y vienen. Se parecen unas a otras, pero solamente eso. Se parecen y ya. Son distintas siempre. Esto es lo que piensa. A lo mejor puede intercalarse una imagen donde ella, sentada, muy tranquila, ve a su hombre brincando las olas en alguna playa… Para Patricio las palabras del Turco se vuelven insoportables. Incluso duda de la procedencia de la historia que le narra su amigo. Se pregunta si no son él y Perla el sustrato, el momento de su relación por el que pasan, lo que hilvana las palabras del gordo que camina junto a él. Pero se tranquiliza y se da cuenta que ese relato, en realidad, es como casi todos. Que todos repetimos las mismas cosas. Que los lugares comunes son comunes justamente por eso, y que la individualidad exige un esfuerzo del ejercicio de la libertad, bastante raro, por no decir improbable. —El zumbido crece—agrega el Turco— y Pola sabe que la
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avenida está cerca. Ve que dos niñas de uniforme se aproximan a ella, aunque todavía bastante lejos, sobre la misma banqueta. Las niñas tomadas de las manos suben conversando y ella solamente baja. Enonces medita: Ellas suben, yo bajo. Ellas van, yo…
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El Turco se da cuenta de que si su personaje medita será muy difícil verlo en la película. En este sentido el cine le parece pobre. La voz en off siempre le ha resultado un recurso ridículo. Piensa entonces que su última frase tiene, por lo tanto, un carácter más bien narrativo que visual. Ausculta la recepción de ese fragmento de su historia y se siente satisfecho al encontrar el rostro contraído de Patricio. Lo que para el Turco resulta un logro de su capacidad narrativa, para Patricio, en cambio, es la obligación de enfocar desde los ángulos más difíciles su débil conexión con Perla. El Turco, agitado por el ejercicio, con la respiración entrecortada —es asmático, y hablar y caminar le generan un gasto de energía excesivo—, pero excitado por la reacciones del rostro de su amigo, insiste. —Se da cuenta entonces de que no la habían visto, ¿de acuerdo…? Se recarga contra el marco de un zaguán cuando una de ellas, la que venía por el extremo exterior de la calle, que puede ser blanca, flaquita, de cabello negro, suelta su mochila para liberar el brazo. La otra, rubia, peinada con una cola de caballo, digamos, se detiene. Se acomodan una frente a la otra y se besan. Ella las ve con timidez. Se besan despacio, acurrucándose en el abrazo. Recorren con sus lenguas la
cavidad de las bocas, se muerden los labios. Luego a Pola, una lágrima pesada le recorre la mejilla. No entiende. Llora. Todo el tiempo es ella quien las ve, sin cortes. Sacude la cabeza y cruza al otro extremo de la calle. Toma la banqueta con discreción y al llegar a la esquina dobla nuevamente hacia la izquierda. Lee en el recuadro de lámina azul, sobre la pared de una casa en la contraesquina, el nombre de la calle, Lomas de Plateros, por ejemplo, cualquier otro, qué sé yo… Después de unos pasos llega hasta un muro cubierto por una enredadera. Con su brazo y su mano izquierda estirados y viendo hacia el cielo, pero al ras del muro, sin dejar de caminar, toca las puntas de las hojas aferradas a la pared. Esa sensación es una caricia que le da cierta calma. Aspira con fuerza. La punta de uno de los zapatos se arrastra contra un borde salido del piso, pero como viene bajando tiene que alargar y acelerar con torpeza sus pasos. Para un segundo. Ve de reojo la raspadura gris que contrasta contra el azul oscuro de su calzado. Luego piensa que no importa, que ahora su presupuesto para esas cosas será mayor pues no tendrá que pagar, salvo por un té, una comida, una entrada para el cine... Ya sé que vamos a necesitar una buena actriz, una larga tira de rieles para que la cámara la siga, pero ese es otro problema… ¿Me sigues…?—el Turco continúa—, vuelve a girar a la izquierda. El aroma inconfundible del café la pone en alerta. No tiene hambre, pero algo caliente le vendría bien. Había entrado a una calle más amplia que sin ser una avenida particularmente importante tiene algunos comercios. Hay una estética, una tienda de abarrotes,
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un taller de talachas y en una puerta vieja de fierro oxidado un letrero, donde se informa que se cosen cierres de pantalón. Alguna vez, jugando con la bragueta de su hombre, se había lastimado el dedo índice con la cremallera. Esos habían sido otros tiempos. Cuando se conocieron, cuando se gustaron, cuando fueron capaces de soportar el sudor y las ligeras gotas de saliva expulsadas por la emoción de querer contarlo todo. Ella llega al café pero el aire abandonado del lugar le impide el paso de entrada. Camina de frente hasta la esquina y toma de nuevo por la izquierda. A pesar de haber caminado tan sólo unos minutos se siente cansada. No es que otras veces no se hubiera separado, pero esta vez la cosa es un poco distinta. No volverá a la casa de sus padres, pero tampoco al departamento compartido durante los últimos años…
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Patricio se siente castigado por la historia del Turco. No quiere decir nada. Sabe que es un asunto suyo del que difícilmente alguien que no sea él o Perla podrá resolver nada. Con un tropezoncito, el Turco reitera su tirada de frases. —Jamás había vivido con alguien. Ella solamente empacó. El hombre la trató bien… ¿Entiendes?, siempre fue amable. No era eso. Era ella quien se iba y sin saber muy bien por qué. Es el tipo con el que en la secuencia anterior se había echado su copa de vino. Es ese tipo. Ahora sube, vaga por las calles del que ha sido su barrio. Una semilla dura de jacaranda golpea firmemente el piso. Desde la contraesquina ve de nuevo la
malla que se despliega de izquierda a derecha. Es el mismo lugar donde se había despedido. Contiene el aire y siente un fuerte mareo. Saca de su bolsa el tubo para el asma, ya sé, esto me expone, pero le da un efecto de realidad, ¿no crees…? Y, sin esperar respuesta, la verdad es que no quiere ser interrumpido pues sabe que termina, el Turco sigue. —Le da un jalón profundo. Y como en una maceta de barro mal cocido, una grieta mínima, pero implacable, la quiebra. Curiosamente, al mismo tiempo que el Turco finaliza su secuencia, llegan a la avenida Río Mixcoac y doblan a la izquierda. El mercado con el ceviche y la cerveza están relativamente cerca. Antes deben avanzar tres cuadras más, y lo hacen suprimiendo la comunicación. El sondeo interior de Patricio y el esfuerzo anterior de coherencia del Turco los hace sentir extraños. No están cansados o saturados, si acaso algo afectados por el ejercicio infrecuente de la caminata. El sol también ejerce una influencia sobre ellos. Como un día antes había llovido, la luz, la temperatura alrededor del mediodía, hace irradiar desde el pavimento una humedad cálida y espesa. Lo más misterioso no es la noche profunda sino el mediodía, el momento en que todas las cosas están instaladas en su evidencia, en el que se desnuda el hecho mismo de la existencia de las cosas. El hecho de que estén allí es más misterioso que la noche que despierta pensamientos vagos. La tarde anterior, después de la lluvia, el Turco había ido a
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tomarse un vermouth. Ahí, sentado en una terraza, mojándose los labios, removiendo con la lengua el barniz del último trago de vermouth, más bien, del trago anterior, ya que no podía ser el último, pues todavía había bebida en la copa. Miraba, con el brazo pesado, con la circulación de la sangre cortada por completo aunque sintiendo breves pulsaciones eléctricas, ésas que preceden el hormigueo y la curiosa sensación de ausencia o intangibilidad del miembro sin flujo de sangre, la sensación de que dejamos de poseerlo. El Turco, apoyado en ese brazo, el izquierdo, miraba. Recargado sobre el barandal de la terraza primero recorría con la mirada la banqueta más abajo. A unos pasos, seguía las grietas saturadas de hierba, la línea amarilla que trazaba su borde y que indicaba un desnivel, luego la calle por donde circulaban los autos, el otro extremo de la calle, que no era otra banqueta con su borde amarillo sino una glorieta. Era algo así como una isla circular, poblada de árboles rectos, bien cuidados. Alguien, seguramente, pensaba, se ha tomado la molestia de sembrarlos, abonarlos, ponerles agua, recortarlos, etcétera. Son, aunque no sabía del todo si podía ser preciso, seis vermouth, contaba uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis fresnos, tres eucaliptos dólar, nueve liquidámbares, los más lindos del conjunto, sin duda, recordaba, y cuatro extrañas palmeras, que a pesar de indicar los puntos cardinales producían extrañeza y afeaban, le parecía, esa pequeña isla. Veía, miraba, frente a él, sobre la mesa, más allá de su copa y la servilleta que dobló con la mano izquierda mientras miraba la glorieta y el meneo de las astas de los árboles que la vestían, dos mujeres que entraban
del fondo del bar al espacio de la terraza en donde se encontraba. Luego de revisar el área eligieron su mesa, la primera, la más próxima a las puertas automáticas de cristal que separa al bar de la terraza. Cada una había efectuado la acción con un trago en la mano. Cada una, ya sentadas, sostenía su bebida con la mano derecha como en un espejo, pero el Turco notó en esa simetría cierto defecto. “Son casi como la representación del ying y el yang”, aunque sólo eso, “casi”, consideraba. Una era rubia, la otra morena. La morena llevaba un vestido blanco, satinado, que resaltaba el tono de su piel al dejar desnudos sus hombros y sus brazos. La otra, la de pelo amarillo, usaba vestido negro más bien aterciopelado. Las dos tenían el cabello recogido, la rubia en una trenza francesa, o así era al menos como recordaba haber escuchado a su hermana llamar a ese peinado, y la morena, también de trenza, que sin ninguna certeza intuyó exactamente igual a la otra. Hasta ahí la simetría con el símbolo chino, pues según recordaba lo negro envolvía lo blanco, igual que el blanco lo negro, en un círculo perfecto que contenía ese balance. Pero no ocurría así, pues las zapatillas de ambas, nunca había sabido realmente cómo se llamaban esos zapatos de tacón espigado, eran negras. Esta pincelada desajustaba la imagen, sin embargo, entretenía y divertía al Turco. Extraía de su memoria, sin precisión, pero bajo la confianza de que su recuerdo era relativamente cierto, que Tanizaki hacía notar que, para los japoneses, la belleza incluía, dentro de sus múltiples elementos, un detalle de imperfección. En una mujer de rostro hermoso, una pequeña cicatriz, una
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ligera asimetría en la boca. En una mesa de laca negra, por ejemplo, una de sus esquinas ligeramente desgastada. Las dos mujeres, de cualquier modo, lucían hermosas. Poseían figuras ajustadas, buenos pechos, o al menos hasta donde podía considerárselos, y se imaginó que, aunque amigas, las dos se sentían inseguras, incluso celosas, por la presencia, la gracia, la proyección y la recepción de la otra. El Turco las miraba, las veía, juntas, acompañándose, y sentía en realidad que quien tenía celos era él, pues mientras ellas estaban contentas y locuaces, hablaban de hombres y sus voces lo alcanzaban con bastante claridad, él estaba más bien solo, o no, o casi, porque bien o mal tenía todavía vermouth en la mesa. “El vermouth es una buena compañía”, se decía. Le gustaba su color oscuro, cristalino, su fragancia múltiple, su liquidez espesa, su sabor dulce, y también, esto es importante, alcoholizado: “beberlo no raspa como el tequila, claro, aunque tampoco te habita como un buen vino”, precisaba, en su cabeza. Con el paso de un auto se situaba de nuevo en la terraza. Salvo la dos mujeres, él, no había nadie más. Era jueves, y la verdad, con todo y que era ya pleno verano, el bar estaba vacío. Adentro no había más de diez personas. Sintió entonces súbitamente el sudor que había ido naciendo hasta acumular unas gotas pesadas en la frente. No sabía si eso se debía al verano, la franqueza envolvente del verano, o al vermouth, a la embriaguez, de cualquier modo se secó con la servilleta doblada que levantó de la mesa. Después llegó un viento cálido y húmedo que atravesó su rostro. Una urraca descendía sobre el barandal y con ella se daba cuenta
que la tarde empezaba a confundirse con la noche. La urraca afiló el pico contra el fierro del barandal, levantó una de sus patas, se rascó la mollera, desajustando el plumaje corto, se sacudió, ajustando todo de nuevo, y dio un salto a la mesa. El Turco la veía, la miraba, y no había temor alguno en su maniobra impecable. Su conducta, de pronto, muy de ave, le pareció semejante a personas que conocía, a Patricio, a Pola, a Marcia: “Me está retando sin hacerlo, no sé por qué lo pienso. Creo que si trato de aplastarla su agilidad, su vuelo, siempre serán más resueltos. Si la miro otra vez, me hará bajar la vista, si le grito, chillará con más violencia, desde arriba, además, verá toda mi impotencia, la desgracia, y aún tendrá la alternativa de cagarme. Su vida es corta, pero no mejor ni peor que la mía. Tampoco menos o más impredecible. No posee memoria ni conciencia, yo, en cambio, sobra decirlo, estoy condenado, con todo y esta sonrisa floja bajo el bigote, a mis fantasías, al miedo…” Sacudió bruscamente su cabeza y habían transcurrido ya las tres cuadras. Durante la pausa de la conversación, la niebla secreta en la que el Turco se internó, Patricio se concentró en sentir su cuerpo. El ritmo de su corazón era distinto, ligeramente más agitado, aunque sin ninguna exageración. Su respiración era constante, quizá más profunda y con intervalos más largos. Caminando había eliminado su preocupación por Perla. Ahora estaban frente al semáforo, un crucero complejo que les exigía recobrar la atención, ese viejo y persistente
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mecanismo que preserva, en general, la vida.
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Frente a ellos, ahí estaba. Un animalito sucio, ni pequeño ni grande, con el pelo ensortijado, de un color humo que en otro tiempo, quizá, había sido blanco. Sentado sobre la cola, el perro levantaba la pata izquierda trasera y se rascaba con énfasis la parte superior del pescuezo. Ahí estaba, en la esquina de enfrente, hacia donde Patricio y el Turco, que venían caminando, distraídos en sus buceos interiores, se dirigían. Patricio pensaba en el dinero que necesitaba para reparar el lavabo de baño, que había desprendido por la mañana en su discusión con Perla, después de hacer el amor. Ella no había llegado por la noche. Era la primera vez. Nunca antes no había llegado. Patricio la esperó hasta que el sueño lo obligó a abandonarse, hasta desparramarlo, sobre el sillón individual de la sala. Avanzaba con pasos inciertos, las manos en los bolsillos, preocupado por el dinero, el lavabo roto, y también, sin duda, por los posibles despliegues de su relación con Perla. En la esquina de enfrente estaba el perro, que a su vez, en la otra esquina, tenía enfrente a una niña que lamía con entusiasmo una paleta grande y redonda de caramelo rojo. Estaba sola, con su falda tableada y sus rodillas limpias. Sin tetas todavía, con la cinta de la mochila cruzándole la espalda y la parte frontal de su tórax, la camisita blanca, limpia, el peinado bien hecho salvo por unos vellos sueltos en la nuca, seguramente dirigiéndose hacia a la escuela, hacia el turno de la tarde, pues aunque el cielo estaba llenándose de nubes que atenuaban la luz del día
eran, según el reloj que Patricio acariciaba en uno de sus bolsillos, las 11:45, es decir, un cuarto de hora antes de las doce, una hora y cuarto antes de que terminaran los turnos escolares matutinos. Entonces ahí estaban Patricio y el Turco detenidos, la niña con la lengua sobre la paleta, también detenida viendo el semáforo, y el perro ensimismado retirándose las pulgas del pescuezo en la otra esquina. En la esquina restante, la última de las cuatro del crucero, frente a Patricio y el Turco, pero también frente a la niña y al perro, estaba un bote de basura que un borracho había pateado en la madrugada desde la entrada del restaurante italiano que terminaba justo en esa esquina. No había sobras de comida porque estaban en otra bolsa que había quedado intacta. Había en cambio desperdicios de verdura, frascos de salsa de tomate y pesto, latas de agua mineral y coca cola aplastadas, bolsas de plástico hechas bola, botellas de aceite y vino vacías, trozos de papel aluminio. Pero algo crujió en el cielo. El ruido de un relámpago que se descargó desde lo alto, entre las nubes bajas. Un sonido metálico, que recorría el espacio desde el bote de basura pasando por encima de la niña, el perro, para después girar hacia la esquina donde estaban el Turco y Patricio que, en ese momento, emergieron de sus pensamientos, detuvieron su paso y miraron, con calma, levantado la cabeza, el cielo. La niña, por su parte, simplemente bajó la paleta, que como un medallón le cubrió el triángulo que la camisita desabotonada le dejaba descubierto. Estaba detenida, un tanto molesta por la posibilidad de la lluvia. El perro, en cambio, vivió el sonido de otro modo. Fue,
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por decir, un cañonazo. La vibración del sonido lo congeló un segundo, igual que un cuadro de imagen manipulado en una moviola. Ahí estaba, casi por terminar, de sacudirse la incomodidad producida por la mugre, las pulgas, el pelo enmarañado, la resequedad de la piel, y se contrajo. Los objetos, alterables, también se afectaron. Resonó en su materia una gama de ecos imperceptibles e infinitos, que produjeron una música polirrítmica incontenible. Luego todo experimentó el vacío. Un chasquido del viento, la agitación de los cables y los árboles. La presencia inminente del viento. Primero fue una succión que venía de arriba, después una ráfaga que desde el cielo recorría las cuatro esquinas. Patricio y el Turco cerraban los párpados impidiendo que el polvo los cegara cuando el perro ponía la pata con que se rascaba sobre la banqueta. La niña metía la mano a la mochila buscando la envoltura para cubrir la paleta, y su cabello, los vellos desatados en la nuca, se agitaban erizándole el cuello, los hombros, los brazos, los pezones, el vientre, el sexo, los muslos en su parte interior, las pantorrillas y hasta un piquete en la planta del pie. Sintió frío, mientras escuchó cómo una botella de vidrio iniciaba un desplazamiento en la contraesquina, se caía de la banqueta y se quebraba contra el pavimento de la calle. Unas hojas de papel aluminio también se despegaron del piso en varias direcciones. Todo fue agitación. Un fragmento que ahí estaba, recortándose del tiempo, acotando el espacio. En eso, los semáforos se quedaron sin corriente y detuvieron su intercambio de luces. Dos autos que aparecieron encontrándose en el centro del crucero zigza-
guearon evitándose, dibujando marcas negras de llanta sobre el pavimento también negro, pero además emitieron chirridos que subían desafiando, perturbando el entorno que ahí estaba, en un orden intenso. Y aún más, para el Turco y Patricio, la niña, el perro y la basura, el acontecimiento, fue otro. Una sensación de ausencia, traída y arrastrada por el vértigo de la velocidad, el vértigo en dos bloques de ruido sobrepuestos yéndose, el vértigo que se mostraba como dos manchas, una roja y otra azul, que se perdían a lo lejos, en el fondo de las calles, después de encimarse una sobre otra, la roja sobre la azul o la azul sobre la roja, según la esquina. Esto sumó al instante un vacío. Un vacío mínimo hacia dentro y hacia fuera, que se rompía enseguida, cuando, disparados, Patricio y el Turco, el perro y la niña, algunos objetos del bote pateado de basura, se proyectaron hacia la siguiente esquina, para continuar, abandonando el fragmento atado en que se hallaron, su irrenunciable viaje. El viento cesó. A pesar del cielo nublado, hacía calor. Habían llegado hasta el local de mariscos y eligieron una mesa sobre la calle para sentarse. A esa hora el mercado estaba limpio y casi abandonado. Trabajaban solamente algunas muchachas que echaban agua y barrían, el vendedor de flores y dos o tres meseros que, ociosos, miraban el tránsito de personas que bajaban de los camiones, las micros y los taxis de las esquinas de las avenidas Revolución y Río Mixcoac. Un muchacho rubio, de ojos verdes y un bigotito delgado sobre los labios
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gruesos, se acercó con los menús. El Turco expresó que no era necesario, pues tenían bastante claro lo que buscaban. —Dos negras, dos ceviches—miró a Patricio solicitando su complicidad, pero recibió a cambio un gesto de hartazgo. —¿De pescado?—exclamó el muchacho. —¿Cómo ve, mi Pato, dos de pescado o compartimos y pedimos otra cosa…? —Cómo quieras, me da igual… Recapacitando un segundo, el Turco consideró el ofrecimiento anterior del muchacho. —¿A ver la carta…?
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El muchacho le acercó el cartón forrado con los platillos del menú que ofrecía el lugar, y el Turco estiró la mano con una elegancia desmedida. Patricio veía a su amigo, molesto pero reconociendo que el Turco siempre se había hecho notar por su carácter jodón. Ese “gordito feliz”, ese “buda azteca”, era un hombre inteligente, comprensivo, y hasta un buen amigo, y más, a veces divertido. El Turco luego se hizo oír. Después de un repaso concienzudo, opinó que pescado y jaiba. —Ceviche de pescado y jaiba. ¿Cómo ves…? Patricio, al escuchar la solicitud que el Turco le extendía sintió
una palpitación que hinchó su lengua, excitándola. Pensó en la pulpa de la jaiba, ese amasijo carnoso conformado de filamentos infinitos, y si el pescado le daba lo mismo, la jaiba era otra cosa. Sonrió, y asintió. El Turco, motivado por ese gesto, hizo partícipe al muchacho de su decisión. —En qué iba—expresó el Turco. Patricio se quedó extrañado y levantó los hombros. —Ah sí, ya… Pola camina, luego, otra secuencia. La misma habitación del inicio, el nidito de amor. La cámara recorre lentamente la habitación vacía. La cama del encuentro con Abel. Recoge algunas cosas que mete en una bolsa grande. Sin dramatismo. Tranquila, sin prisa. Luego va a la ventana. Deja la bolsa en el piso, abre la persiana y mira la calle. La cámara sigue su recorrido en la habitación. Se detiene en una mesita en donde está la máquina de escribir de Abel. Él tiene su máquina, que es como una de mis máquinas, en la recámara. Hay pilas de papeles, papeles que ella nunca se ha atrevido a leer. En el carro de la máquina está un texto sin terminar. Sabe que Abel lo escribió después de hacer el amor. Ella se había levantado un segundo al baño y él se había puesto frente a la máquina. Toma el papel sin sacarlo del rodillo, lo ve sin leerlo y después lo suelta. Está luchando, mi Pato. No entiende lo que quiere, lo que siente. Finalmente está casada. Acomoda nuevamente su anillo en el dedo. Mira hacia a la ventana: el mundo
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de afuera. Pero ella está adentro, no afuera. Vuelve a tomar el papel, otra vez sin sacarlo de la máquina y lo lee. La cámara lo muestra en un raro encuadre en primer plano. La imagen se concentra en los detalles del texto, de la lisura del papel, de su blanco violado, de las letras, las distintas profundidades de los golpes con que se han impreso las letras…
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Patricio atendía con tensión el discurso de su amigo. De nuevo tenía la sensación de que él era el personaje masculino de aquella hipotética película que intentaba articular el Turco. Como el personaje del Turco, él también hacía anotaciones aunque no en una máquina de escribir, sino en una computadora portátil que usaba generalmente tirado en su recámara. No podía recordar si el Turco había entrado alguna vez a esa habitación, sin embargo, el parecido era muy grande. No quiso continuar con su reflexión, pues lo que venía era un tanto desagradable. Si él no recordaba haber estado con el Turco en su recámara, la única persona que podía haberlo invitado o acompañado a esa habitación era Perla. Pensar en su mujer llevando al pinche gordo a su recámara le produjo un enorme desagrado. Sobre todo porque el momento por el que transitaba no era el mejor de su relación con Perla. La sospecha de que ella tuviera otro hombre no había surgido todavía, pero empezar a experimentar el corte de ese cuchillo seguramente lo llevaría a la desesperación y a la insistencia del sentimiento intransferible del fracaso. Recapacitó un segundo y se dio cuenta que también cabía la posibilidad de que estu-
viera fantaseando. Han alimentado el corazón de fantasías, y en razón del alimento, el corazón se ha vuelto brutal. Se repetía. La cita era de Yeats y la había aprendido de su padre. Se la dijo en muchas ocasiones, sin embargo, fue hasta el día en que decidió irse a vivir solo, cuando empezó a trabajar, que cobró un sentido real. Recapitulaba las palabras del Turco y reconocía que quizá estaba un poco paranoico. Al final, esa habitación con una cama, una mesa, una máquina de escribir, una ventana, tampoco era nada del otro mundo. Aunque, también, por otro lado, estaba el inconveniente de que un día antes Perla no había llegado a dormir. Según le dijo, se había ido del trabajo a casa de sus padres porque estaba cansada y el viaje desde Cuernavaca en ese estado no era lo más recomendable. Lo había llamado múltiples veces, pero no había cargado su teléfono celular y se había olvidado de pagar el recibo de teléfono de la casa. Esa situación lo ponía contra la pared. Antes de que el Turco mencionara lo que el texto decía, recordó también que él, por su parte, en la mañana, antes de salir después de la llamada del Turco, había garabateado en una hojita un sueño. Era probablemente el último de la noche, el que había retenido, y que después quizá pasaría en limpio a su computadora portátil para insertar el texto en una de las carpetas que tenía en el escritorio de su pantalla. La carpeta que llamaba «columna de los sueños», distinta a la «columna de los cuentos» y la «columna de los imprecisos»: Hay tantas mujeres como galaxias. Con una de ellas, bajo una escalera. Veo mis pies. Llevo mis tenis de lona negra con
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suelas blancas algo sucias. Me dan lástima. Tomo su mano. Tengo quince años. Al llegar al borde, ella se adelanta y me distraigo. Siento un clavel en la mano y se lo entrego a una niña de cabello castaño que no conozco. Roza mis antebrazos con las yemas de los dedos. Percibo el perfume espeso de unos eucaliptos. Camino junto a un acueducto al aire libre. Atravieso los arcos. Hay pasto crecido que me llega hasta la cintura. Alguien me llama desde atrás. No veo quién es. Doy la vuelta y atravieso una calle. En la esquina me espera. Lleva una playerita blanca recortada por el vientre. Es Perla, me espera y mueve la cabeza.
Un instante antes de hacer la anotación había leído otra que había pasado en limpio una semana antes y que había destinado a la «columna de los imprecisos»:
Alguien vendrá, más libre, sabio —acorralada en el rincón,
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meciéndose despacio— alguien vendrá, para decirle eso que solamente ella sabe, desde hace tanto tiempo —metida ahí— arraigada en su oscilación durante años (da la impresión de que nunca ha sido de otro modo), en su cabeza repasando, alguien vendrá para pasar las tardes, para tomar el té, mirarse tranquilamente durante horas, y las cosas entonces
papá, el gato o el gorrión— alguien, lo sabe, en su centro más profundo, vendrá.
La había puesto ahí, porque era una imagen. Una mujer sola en su mecedora, una mujer sola. Era su abuela. Su abuela materna. La reina de un matriarcado de abusos y chantajes que la habían orillado a un exilio en su vejez. Pero el Turco reanudó su aventura narrativa. —Lo lee, Pola lo lee. El plano cerrado ve las letras que como espectadores relacionamos. Luego el Turco saca del pantalón una libreta negra pequeñita, y sin dejar de hablar la abre en la última página con tinta. —Esto es lo que lee, a ver qué te parece. Lo escribí en la mañana, quizá haya que darle una expurgada, se aceptan sugerencias. Tenía que ser breve, en fin… Y dejando la libreta sobre la mesa e impidiendo que se cerrara con la mano, comienza a leer, en voz alta y libre de cualquier énfasis o acentuación, despacio, con cautela:
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El Turco esperó la reacción de Patricio, pero fue inútil. Patricio ya no estaba. Se había ido a un territorio del pasado en el que conservaba una historia que Perla le había relatado, y que lo había convencido de casarse con ella. Traía cada una de sus palabras con delicadeza, sin querer estropear la intimidad de aquel instante. Estaban en la cama. Él había entrado a la casa grande de sus padres en Cuernavaca por la ventana después de haber saltado la barda con la enorme buganvilia violeta. No era la primera vez y eso los divertía. No era una situación del todo necesaria. Los padres de Perla eran gente mayor pero con ideas liberales. Perla había crecido en ese ambiente relajado e incluso a veces llegó a molestarle la ligereza con que sus padres expresaban su interés por ella. Siempre tenía permiso. “Cómo tú quieras mijita, tú decides...” Esa ocasión, en esa atmósfera de clandestinidad, ella le contaba: Me levanté a las tres y media. Tenía que tomar un avión de la ciudad de México a Nueva York, y desde la caída de las torres los aeropuertos del mundo entero se han puesto insoportables. Tomar un avión ahora significa hacer colas eternas. En fin. Tomé un baño de agua tibia y esperé en la salita de mi casa a que llegara el taxi que había llamado desde la tarde porque mis papás también estaban de viaje, creo que en Francia. En fin. Mientras estuve ahí sentada, experimentaba cierta excitación por el viaje y el reencuentro con algunos amigos. Con Ceci, o aun con Miguel, que se había portado tan mal conmigo. ¿Sí te acuerdas de lo que te conté, verdad, Pat…? Y bueno, estaba ahí
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sentada, como decía, y entonces vi las flores, las lilis amarillas ancladas en el florero rectangular de cristal azul, y sentí pena. Pensé que estaría fuera tres semanas. Que mis papás también estaban de viaje. Que las flores de tallos delgados no durarían con esa poca agua y que privarse de su belleza sería, la verdad, como a veces se dice con exageración, un crimen. Las lilis habían llegado dos días antes escondidos en tu espalda. Me las habías regalado después de que tu grupo tocó en el barecito que tanto nos gusta. Habíamos caminado a mi casa y me pediste una lata de boquerones, cosa que por supuesto no tenía. Me dijiste que debía salir, pues como a las mujeres embarazadas, según tu madre, sin ese antojo, algo grave podría sucederle a la criatura. Como estoy acostumbrada a tus chifladuras te dije que te abstuvieras de explicaciones guajiras y que te fueras por tus pescaditos. Cuando volviste, traías las flores. Tú mismo fuiste quien escogió el florero, puso el agua y las clavó ahí. Las miraba entonces, tan delicadas, tan a sus anchas, quince lilis con las puntas de los pétalos un tanto verdosas y los pistilos de un amarillo intenso, que no pude soportarlo. Pensé en ti y te llamé para decirte que tenías que recoger las flores. Que era absolutamente necesario que lo hicieras y que mi taxi llegaría en cualquier momento. Estabas desconcertado, claro, pero no me importó. En un momento de la conversación me dijiste que tomara aire y reconsiderara la situación. Que eran las cuatro y media de la mañana, que era invierno y hacía frío, que ir de México a Cuernavaca a esa hora no era en realidad una de las peticiones más amables del mundo, en fin, que tratara de recuperar la sensatez. Yo desde luego me
molesté y te dije que eso no era posible. Te dije que las flores me lo pedían sí o sí y que si no venías por ellas que mejor comenzaras a buscarte otra noviecita... Me dijiste que me calmara y que ni bien te metieras en los pantalones saldrías para mi casa. Eso me reconfortó. Pero no mucho después de que colgamos llegó el taxi del aeropuerto. El chofer me preguntó desde el interfón por el equipaje. Arrimé las tres maletas a las escaleras de la entrada, tres maletas para tres semanas, lo lógico, me acuerdo que pensé, y volví por las lilis. Las saqué con el mayor cuidado posible del florero, les sacudí el agua y las envolví en un pedazo de plástico adherente que recorté del rollo de la cocina. Estaba tan sumida en el asunto de las flores que me olvidé de las maletas, luego tuvieron que enviármelas, ¿te acuerdas…? Traía las lilis abrazadas y sentí varias veces su presencia por la fragancia. Como la casa es grande, la distancia del corredor de la entrada es considerable. No sé muy bien por qué, pero sentí que debía atravesarlo lo más rápido posible. El jardinero, don Mateo, un hombre fuerte de unos setenta años, me miró desde la puerta y me gritó que con cuidado, justo entonces me resbalé aunque pude meter la mano libre. Don Mateo se acercó para ayudarme. Cuando vio las flores sonrió. Estaban intactas. Los dos nos miramos cómplices y complacidos mientras las veíamos envueltas en el plástico y apretadas en medio de mi pecho. Luego me dijo apenas en un susurro algo así como “alguien se metió con mi carita linda”. Salí a la banqueta y no habías llegado. Subí al taxi y te llamé a tu celular. Te dije que tendrías que alcanzarme en el aeropuerto. Tu respuesta no fue la más agradable pero accediste. Por el espejo
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retrovisor vi unas franjas amarillas en mi rostro y recordé y entendí de pronto la frase de don Mateo. Las flores me habían manchado. Algo en todo eso me gustó y decidí no limpiarme. Cuando el taxi entró en la terminal de vuelos internacionales, te vi de pie justo en la entrada principal. Eso me tranquilizó, y mucho. Me miraste desde lejos y moviste la cabeza censurando mi petición. Me esperaste ahí, como enojado, pero en realidad no lo estabas. Siempre has sido un payasito. Era sencillamente ese modo tuyo de demostrarme cariño. Cuando estuvimos uno enfrente del otro me abrazaste de lado, tomaste las lilis con delicadeza, me diste un beso en la frente y me dijiste con ese acento que tanto me gusta “pórtese bien, güerita”.
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Patricio sondeaba la ciénega de “esa vez”, analizando qué había sido lo que lo había conquistado, lo que lo había decidido. Ya no lo veía con claridad, pero en esa ocasión él escuchaba a Perla recargando la cabeza en sus piernas. Ella le revolvía sus cabellos, el mechón largo de su frente y podía oler el perfume de la crema mezclada con la piel después del baño que seguramente había tomado antes de que él entrara por la ventana. Pasaron la noche juntos, acurrucados. Se habían besado largamente y habían hecho el amor. No era la primera ocasión en que esto sucedía, pero Patricio no recordaba que probablemente “esa vez” los dos habían quedado francamente satisfechos antes de que el sueño los tomara. A la vuelta de ese viaje Patricio le propuso que se casaran. La había echado de menos, mucho, esas tres semanas. La historia de Perla, aquel momento
de intimidad y satisfacción, eso que a veces por no tener otras palabras llamamos instantes de plenitud o felicidad, había sido una base, una sensación como de volver a casa, sobre la cual se fundó y se sostuvo su relación. Todo eso había quedado oculto en los tejidos desgatados del tiempo compartido con Perla. Patricio despertó de su recuerdo y miró al Turco que, un tanto decepcionado por su poca pericia narrativa, bebía un poco de la cerveza oscura. —Perdóname Gordito, se me fueron las cabras. Es que discutí con Perla. No anda muy bien la cosa… Patricio tomó un poco de su cerveza. El Turco entendió. Porque aunque su experiencia amorosa era escasa, el tema lo obsesionaba. Las relaciones de pareja, el encuentro, eran un asunto recurrente en sus conversaciones. Con Patricio siempre llegaba el momento en que el tema se desmenuzaba. Al Turco le chocaban las reducciones de la idea del destino, de la media naranja. Aunque sus argumentos eran siempre parecidos. Parafraseaba a Rilke, la carta cuatro de las Cartas a un joven poeta: “Se trata de naranjas completas, quién quiere medias naranjas”, solía repetir. Se daba cuenta que existía un margen enorme de irracionalidad que ni Freud, ni Marx, ni Einstein o Lacan, Wittgenstein o Gould, el biólogo no el pianista como precisaba, o cualquier otro, podrían explicar. Sin embargo, trataba de indagar hasta donde más se pudiera. A sus diecisiete años algo había dejado una marca que, como al ganado, lo había tatuado de un modo imborrable.
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Marcia, de jalar y apretar la verga con su mano ansiosa, la acomodaba en la entrada de la vagina, impaciente, aunque sin errar ninguno de los movimientos. Habían sido hasta ese momento solamente amigos, los más íntimos, y lo que estaba sucediendo los tenía entre otras cosas en un arco de tensión generado por la envidia que los aislaba del placer, para sumergirlos ahí y en sus futuros encuentros en una ira implacable que no los abandonaría. Marcia y Tamara estaban ya dispuestas, una a emprender, la otra a aceptar, después de acompañarse a la salida de la escuela o al centro comercial a comer helados y mirar muchachos, o a andar sencillamente por ahí, a encerrarse en alguna de sus recámaras y compartir la cama. Se tocaban con algo más que inocencia, pero sin morbo todavía. Era placer y ya. Un estado de alegría extrema que les impedía revisar lo que hacían; por lo demás, sus cuerpos estaban listos. Con el índice y el pulgar en un pezón, y la palma completa removiendo el otro seno, pasaban horas mordiendo y retirando sus labios, metidas bajo las sábanas que las cubrían de pies a cabeza creando una órbita cálida. Las primeras veces se tomaban las manos, se contaban cosas, se justificaban de besarse bajo la mentira de que practicaban para cuando estuvieran frente algún tipo. Cada nueva ocasión dominaban con mayor pericia los elementos del juego, es decir, el manejo de los labios, la lengua, el paladar y hasta los dientes. Luego los besos no bastaron y empezaron a tocarse. Marcia se daba cuenta de que los senos de Tamara eran más grandes que los suyos. Tocarlos le producía envidia y placer. Ella iniciaba siempre, y conforme la envidia fue en
aumento sus exploraciones fueron también más arriesgadas. Le gustaba chupar cada vez con mayor vehemencia el cuello recto de Tamara, mientras de un modo sutil rozaba la parte baja de la nuca, apenas con los dedos de la mano, buscando, en ese contraste de fuerza y sutileza, el abandono de su amiga. A veces también, descoyuntada, le sacudía los pechos con mayor agresividad, entonces, sumida en esa locura, sucedía que con avidez alguna de sus manos llegaba torpemente hasta la mancha de vello arremolinada y oscura bajo el vientre. Tamara en cambio, menos atrevida, pero con mayor capacidad para extraviarse en el placer, se dejaba avanzar, intentando, y consiguiéndolo casi siempre, en una intuición suprema, acumular una tras otra las acciones de Marcia que, una vez iniciadas, continuaban con obstinación. Antes de que sus encuentros terminaran, ambas buscaban extender cada vez más esos momentos juntas. Sin embargo, la impaciencia las vencía y una mano terminaba arrastrándose hasta el pubis. Tamara notaba la desesperación de Marcia en sus caricias, eso le daba cierta seguridad, le hacía sentir sus senos más amplios y duros, la cadera mejor asentada, las piernas más largas. Sin embargo, jamás reconoció cómo la envidia de su amiga, ese placer que ella, Tamara, experimentaba, iba arrebatándose… El Turco bajó de un salto largo el muro desde el que había estado observando, con furor, a las mujeres que intercambiaban tiros. Más allá de las faldas cortas y las camisetas insinuantes, e incluso más allá de la elasticidad y musculatura de
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las piernas, el vaivén de las tetas, los repentinos rompimientos de ritmo del cabello indicando la inclinación del cuerpo, el Turco se excitaba viendo como se aferraban a la raqueta, empuñándola con las dos manos, para alcanzar la bola fluorescente. Iba ahí porque su hermano lo había llevado alguna vez con un discurso enigmático que terminó por atraparlo. Cuando su hermano se aburrió él siguió yendo, regularmente bajo el mandato imperioso de la sensualidad que le otorgaba esa rutina al mediodía. Niñas finas, inalcanzables, lavadas con shampoo, bien perfumadas, enrojecidas por el esfuerzo pero sin desprender ni una sola gota de sudor. Corría después, como parte de su entrenamiento, y también obligado por su bolsillo, una hora sin descanso hasta llegar al gimnasio. Más joven había roto dos o tres tabiques, y aunque una vez perdió uno de los dientes frontales superiores quería convertirse en boxeador. En ese tiempo no era el gordo del presente, tenía ya la misma altura, pero su vientre era más bien plano. La primera pelea oficial vendría pronto, mientras tanto se entretenía salpicándole el rostro a algún tarado con el que su hermano se arreglaba para ganarse algunos pesos. Las tardes sin compromisos las pasaba con Marcia, su vecina. Nunca había sucedido nada entre ellos, salvo un beso consentido por los dos siendo aún niños, que más bien les había dado asco. Cuando el Turco empezó con lo del box Marcia y él se veían cada vez menos. Ninguno de los dos tenía muchos amigos, pero ella iba a la escuela y se aplicaba. Él, por su parte, o se perdía en el muro, en el cine cuando tenía dinero, o sudaba
en el gimnasio. Esto fue así hasta que Marcia le presentó a Tamara. Marcia no se dio cuenta, pero ese hecho sencillo, una amiga suya conociendo a un amigo también suyo, sería una ola, una ola lenta que crecería hasta desplomarse para arrastrarla en una inercia irrevocable que modificaría su existencia por completo. En ese primer encuentro el Turco y Tamara se miraron evitando revelar en el saludo, la timidez y la agitación, la dilatación de las pupilas, el rojo de la sangre que se dejaba ver en las mejillas de ella y en los antebrazos de él. El Turco no había pasado por algo así. Se parecía, eso sin duda, al momento en que la adrenalina le subía por el cuerpo cuando alguno de sus oponentes, muy cansado o maltratado por sus golpes, se tambaleaba y lo hacía sentirse, con esta muestra de torpeza, aplomado y entusiasta por la certeza de la caída, y por lo tanto del final de la pelea. Fue por esa época que dejaron de llamarlo por su nombre. En ningún otro momento había reconocido que su sangre tenía un origen que se había desplazado desde lejos, en el tiempo y en el espacio, hasta fundarlo a él. Luego descubrió que Azar, su apellido, tenía como antecedente a Özer, un nombre, por lo demás, bastante común en Turquía. A la llegada de su bisabuelo a la costa de Veracruz, ante la ignorancia del oficial de inmigración, los Özer se habían convertido en los Azar. La curiosidad por sus antepasados, de cualquier modo, le vino hasta mucho después. En esa adolescencia del Turco, la última fracción de ella, la cuestión no era que antes alguien no le hubiera gustado. Incluso no era tampoco el hallazgo del placer sexual o el vigor del deseo.
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Era más bien la sensación de entrar en pausa, de sentirse, no arrollado, pero casi, por la sola presencia de alguien. Marcia, cuando reunió al Turco y a Tamara, veía que se veían, estaba confusa, emocionada, aunque sin entender del todo. Tamara por su parte, en ese primer encuentro, calculó, poseída por un impulso irreconocible e inaplazable, el tamaño de las manos del Turco. Nada tenía que ver con que boxeara, sus consideraciones eran otras. Era algo como el reconocimiento del peso de esas manos en sus huesos, la intuición de que esas manos de dedos gruesos podrían apretarle los tobillos, las muñecas, una buena parte de los muslos, la cadera, la espalda, el cuello y, desde luego, cubrirle los senos por ese segundo más hinchados y palpitantes. Esto fue algo nuevo para ella, algo súbito y orgánico que la invadía y que traía de sus recuerdos, de su memoria y su conciencia, pero no como una imagen sino como un estímulo vívido, las caricias y el placer registrados en el pasado, quizá la tibieza materna, el abrazo esporádico e intenso del padre, su primer intercambio de besos, pero además, también, sin duda, los instantes de búsqueda compartidos con Marcia. Ella, Marcia, estaba ahí frente a ellos, sus dos amigos, viviendo el encuentro, con pasión y desprecio. Hasta después de verlos juntos no lo supo. El Turco le gustaba. Escuchaba un martillo que, sin comprenderlo, le metía los clavos de la ira y los celos. El Turco estuvo con Tamara mientras el aburrimiento no se impuso. Un día, con la ceja izquierda floreada, se levantó de la lona y ella no estuvo más en la primera fila. Decidió entonces no volver a pelear y retomó sus estudios. Para Marcia vinieron
otros. Nunca más el Turco, nunca el “cabrón del Turco”, el “cabroncísimo del Turco”. Sin embargo, llegaron a estar juntos alguna vez, borrachos y violentos, humillándose, pensando, cada uno por su cuenta, en su antigua amiga. Esto lo repasó súbitamente el Turco y bebió un poco más de cerveza. Patricio era quien ahora lo veía despertar. —¿Qué pasa Turquito? ¿A dónde te me fuiste? —Nada, nada. Me acordé de algo… —¿Marcia y Tamara…? —Sí, pero nada. Te decía. Volvió abrir la libreta que había guardado y la dejó otra vez sobre la mesa. Leyó nuevamente el texto y explicó que se trataba de algo aún por revisar. —¿Cómo lo ves?, ¿cursi…? —Para nada, bien, bien. Puede andar —dijo Patricio.
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El muchacho rubio se acercó de nuevo dejando esta vez sobre la mesa los dos platos hondos con el ceviche de pescado y el ceviche de jaiba. Miraron los platos y guardaron silencio. Al mismo tiempo voltearon hacia al mesero y pronunciaron las palabras “tostadas, por favor”. Se vieron con delicadeza y humor, alzaron los hombros y se acomodaron en sus sillas. El Turco tomó un limón de un platoncito y lo exprimió con la tenaza que forman los dedos índice y pulgar. Miró de nuevo a Patricio, que sin decir nada expresó que estaba bien. El Turco dio un apretón y el líquido se atomizó en gotas redondas sobre el pescado. Repitió la operación dos o tres veces, cerciorándose de que todo el alimento hubiera recibido su porción de jugo. Luego mezcló con un tenedor el contenido de los platos, y cuando el muchacho había vuelto con el pan la comida estaba lista. En silencio prepararon los primeros bocados. Se sentían agotados. La comida les haría bien. No habían tomado casi nada, sin embargo el calor, la caminata anterior, el cansancio que sentían por el traqueteo de sus procesos interiores hicieron que los tragos de cerveza amarga les produjeran un estado prematuro de embriaguez. Los dos descubrieron que la jaiba merecía mucho y la terminaron antes. Con el pescado fueron más despacio. Lo suficiente para no hablar por unos minutos y mirar el movimiento de la calle. El hombre de las flores hacía su trabajo con frescura. Era un hombre viejo, con sombrero de paja tejido, que usaba una camisa amarillenta arremangada y abierta por debajo del pecho. Su piel estaba quemada. Tenía un color ocre como consecuencia de la exposición al sol durante años. Se metía entre los coches
en una especie de danza. Una niña sucia y maliciosa se acercaba también hasta las ventanillas no tanto para ofrecer, sino para obligar a los automovilistas a comprar algún dulce. Chicles, piñas y tamarindos con chile, alegrías, pepitorias, chocolates, chilitos en polvo, paletas de mango, cigarros sueltos, cajetillas completas. El Turco veía hacia el puesto de periódicos. Alguien había gritado “¡Esto, el Esto!”. Sin precisar la procedencia exacta del grito, pero sí la dirección, había girado su cabeza hasta detenerse en la absurda cantidad de revistas y de diarios a la venta. Las portadas variaban sus fotografías y sus colores. Predominaba sin embargo el rojo, el naranja, el amarillo, pero además los cuerpos de mujeres jóvenes bien moldeados por el ejercicio o las operaciones, los encabezados con referencias en doble sentido o frases con pretensiones escandalizantes o jocosas, más bien vulgares. Las promesas de información pasaban por la sexualidad fantasiosa, el cine industrial, la música sin rigor, el chisme, la ciencia, lo esotérico, la broma, lo grotesco, el deporte, los avances tecnológicos, la recomendaciones de salud, la arquitectura efectista, los automóviles imposibles, la bicicleta deportiva, los dibujos ramplones de tejidos, de carpintería prefabricada, la computación, los programas de televisión, los videojuegos, la pornografía, la política, la economía, una suma del mundo que excluía otras cosas como el nombre y el cuidado de los árboles, de las flores. Viendo todo eso el Turco recordaba las últimas líneas que quería que se leyeran en la imagen de su posible proyecto cinematográfico:
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¿y este instante dónde en trescientos quinientos años?
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Las repasaba, las repetía en su interior, viendo el puesto y su ridícula saturación. “¿Dónde… dónde?” No era una condena del mundo contemporáneo, era otra cosa. Lo “viejo” y lo “nuevo” son los polos perennes de todo sentimiento y sentido de orientación en el mundo. No podemos deshacernos de lo viejo porque en eso está invertido todo nuestro pasado, nuestra sabiduría, nuestros recuerdos, nuestra tristeza, nuestro sentido del realismo. No podemos deshacernos de la fe en lo nuevo porque en ella invertimos toda nuestra energía, nuestra capacidad de optimismo, nuestro ciego anhelo biológico, nuestra capacidad para olvidar: la capacidad curativa sin la cual toda reconciliación es imposible… Reflexionaba. Esta reflexión le hubiera venido bien a Patricio en sus condiciones presentes, quien pasaba de observar al hombre de las flores y la niña de los dulces a enfocar una manchita que recorría de un tramo a otro, un pedazo de la banqueta que los protegía de los autos. Primero pensó que era una cucaracha. Le vibró adentro una campanilla por la repugnancia y el desprecio que le producía ese bicho, pero luego, afinando la mirada, reconoció que el insecto no era una cucaracha sino una lagartija. Esto lo reconfortó, sobre todo después de ver cómo inflaba y desinflaba su cuerpecito de hule. Hacía calor, así que su dilatación era un modo
perfecto para defenderse contra la temperatura. Su piel verdeolivo, percudida, lanzaba diminutos destellos desde uno de sus costados. Le llamó la atención ver cómo interactuaba con los humanos, es decir, con su presencia. No parecía amenazada. Patricio no recordaba una sola lagartija como esa. Siempre le habían parecido demasiado inquietas, nerviosas, temerosas del hombre. De niño había cazado algunas y las conocía más o menos. Sabía, por ejemplo, que una vez desprendida la cola, ésta podía manifestar por varios minutos el resto de su pulsión de vida mediante sacudidas intempestivas. A lo mejor el bicho escapaba, pero ver la cola brincoteando le daba un placer enorme. Reconocía, en este pensamiento del presente, que había en ese extraño placer una intuición que colocaba a la vida por encima de la muerte. Sin embargo, ahora estaba deshecho. Sofocado por su situación. No imaginaba siquiera la posibilidad de una vida sin Perla. No estar con ella significaba el fracaso y hacer a un lado los pocos momentos de alegría que tenía de vez en cuando, al final del coito, por ejemplo, o como cuando le leía en la cama, en voz alta antes de dormir, o aun a veces cuando, encerrados en el coche, protegidos del mundo por ese encapsulamiento, se tomaban la mano y sin decirse nada se mentían creyendo que vivían sin rebabas de diferencia la misma cosa. La lagartija se inflaba y se desinflaba. Patricio no pudo hacer a un lado, entonces, una nueva inquietud. La lagartija estaba a punto de morir. De un minuto a otro todo le pareció distinto. Estaba así porque estaba muriendo. Eran sus últimos espasmos de vida. Su estertor fallaba. Era inminente.
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Iba a morir. El bicho iba a morir. Seguramente ignoraba a los humanos por esta situación. Esta era la razón por la cual no reconocía el nerviosismo de las otras lagartijas que guardaba en su memoria. Luego el animalito dio un salto y subió por un tubo hasta perderse en el toldo que les daba sombra. Patricio se sintió como un imbécil y preparó otra tostada con trocitos de pescado. El sabor había variado. El Turco también lo había notado. El pescado estaba mejor ahora. Tenía un gusto y un aroma más fuerte. Chocaron sus cervezas y el toque del vidrio originó un sonido limpio que se dispersó pausadamente en el aire. La vibración del sonido se iba y ellos, Patricio y el Turco, estaban juntos otra vez. —¿Y…?—exclamó Patricio. —¿Y, qué…? —¿Cómo que qué…? —¿De qué…? 190
El Turco reconocía que su amigo quería que volviera al asunto de su historia, pero estaba molesto. En un momento anterior él le había leído su texto con el ánimo de recibir algún comentario. No le importaba el halago o la crítica. Buscaba alimentar la alianza, la compañía. En cambio, la distracción de Patricio, su ausencia, le había parecido más bien una descortesía, lo incomodaba. En el fondo su actitud era egoísta. Pensaba en él, en sus requerimientos. Nunca reparó en que quizá su amigo necesitaba también ser escuchado.
—Ya, mi Turco, no te hagas, ¿qué más…? —¿Qué más de qué? —¿Cómo que de qué? Patricio empezaba a impacientarse. Sentía que el Turco estaba siendo injusto. El “imbécil”, no había otra definición para él en ese instante, no sabía de su ansiedad, de su tristeza, de su desconcierto ante los recientes acontecimientos de su relación con Perla y la ansiedad que le provocaban. Lo único que le importaba al “gordo desgraciado” eran sus cosas. Su estúpida historia. Su burda narración. —Ah, ya sé… La historia que tanto te importa… —Bueno, me distraje. No te enojes Gordito. Se te quiere, se te quiere bien, ya sabes… El Turco recapacitó un segundo y bajó la guardia. —Está bien, va. Lo leo de nuevo. Se empujó un trago más de cerveza. Vio a Patricio hacer lo mismo y entonces volvió a leer de su libreta las líneas que había escrito. Esta vez Patricio estaba concentrado. Volcado hacia la voz del Turco, exprimiendo hasta donde le era posible el sentido de las palabras, las relaciones que éstas creaban. No le parecía tan malo. El ritmo marchaba. Los sonidos, sin agregar demasiado, alcanzaban a hilvanar cierta musicalidad.
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El contenido, desde su punto de vista, importaba poca cosa. La intención era producir un efecto en el posible espectador de la imagen. Pero a él, a Patricio, lo que le parecía relevante era lo sutil, lo que pocos percibirían. Nuevamente, no quiso externarle a su amigo lo que consideraba con detalle. Cuando el Turco terminó, sus miradas, suspicaces, se encontraron. Después, de un modo imperceptible, modificaron sus intenciones hasta volverse claras. La del Turco se definió inquisitiva. La de Patricio era compasiva. —Anda. La cosa anda, Turquito… —¿No te parece demasiado…? ¿No sé…? ¿Explicativo…? Con cierta malicia Patricio respondió… —¿Explicativo? No, no, no... En todo caso, tierno, “too sweet”...
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El Turco atisbó el tono malicioso y decidió no darle demasiada relevancia. Finalmente, las palabras de su amigo indicaban también aprobación. Eso sí que le interesaba. Lo animaba, le daba confianza para seguir lanzado el hilo de su narración. El muchacho rubio se acercó y retiró los platos que ya no tenían nada. Preguntó si querían algo más y pidieron, los dos, retándose, otra cerveza. Como les explicaron que no se podía vender alcohol sin alimento, y a pesar de que ya habían comido, no sin antes demostrar su indignación, pidieron una orden con dos quesadillas de camarón. Una vez servidos, con
un afán ridículamente vengativo, se tragaron casi sin saborear las quesadillas. Les quedó un gusto fuerte al aceite que había freído la tortilla doblada con los camarones y bebieron cerveza. Sin comunicárselo, la experiencia del momento, para los dos, era parecida, similar y solamente eso. Cada uno llenaba ese instante calculando la ecuación de sus procesos interiores presentes, pasados, sus proyecciones futuras, sometidos además por la multiplicidad, la diversidad del confuso barullo de las cosas. Era como estar atrapados en un pozo, abocados a una lucha por no ahogarse en el agua. —Siempre es un rincón, siempre es un ensayo, siempre es un primer beso. Con eso comienza todo. De eso se trata, Patito… El Turco reanudó la conversación. Empezaba a sentir que no tenía mucho más que decir. Sabía que su historia no podía ir más lejos. Si Pola estaba en una encrucijada eso no podía durar eternamente. Ante el conflicto la tensión se incrementa hasta un estado en que la decisión se vuelve irremediable. Quizá en alguna telenovela eso podría alargarse en cada nuevo capítulo. Pero en la realidad uno no puede soportar la carga por demasiado tiempo, siempre se llega al punto de inflexión. Si Pola había tenido un encuentro con sus dos posibilidades, sus dos amores, el espectador potencial, Patricio en este caso, empezaría a inquietarse si el asunto se alargara innecesariamente. El propósito del Turco, por otro lado, no era engañar
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a nadie. Buscaba lo sencillo, lo directo, lo menos retorcido. Si las formas del arte funcionaban como modelos u órdenes de la caótica realidad, lo que le interesaba era trazar algo contundente, sin vericuetos. Ya el mundo estaba bastante retorcido para agregar más caos al caos. Además, desde la saturación que percibía por dondequiera, una limpiadita era forzosa. —Después de que la cámara recorra la habitación vacía con Pola ahí, revisando su corazoncito, después de que se detenga en la máquina y lea el texto de don Abel, entonces habría otra pausa larga.
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Patricio tuvo miedo. Mediante las herramientas con que había sido equipado, y los otras que había conquistado, lograba entrever que el Turco terminaba. El final de aquella historia empezaba a significar mucho para él. Era de algún modo una visión posible de lo que vivía con Perla. Sabía que estaba loco, que no había que especular. Sin embargo, estaba presionado por la cuña de la desconfianza. Muy adentro sabía que la posibilidad de un nuevo fracaso lo pondría mal. Se sentiría terrible separándose de Perla. Él, Patricio, ni mucho ni poco, pero respetado, con algún reconocimiento por su trabajo en el cine, por su inteligencia, su capacidad de escuchar, estaría mal, a pesar de que todos continuaran diciéndole: “Me gusta estar contigo, porque me escuchas”. Esa frasecita lo perturbaba. No todo el tiempo escuchaba. Casi siempre estaba en otro lado. Le costaba subir a la superficie. Nunca había sido distinto.
Sentado frente al pizarrón no hubo un solo día de escuela en que no estuviera ausente. Se detenía en los alambres detrás de la ventana, en las mesas de sus compañeros, en las pantorrillas de sus compañeras, en el más leve deslizamiento de la ropa de ellas, una blusa que se abría, una falda que se corría mientras las piernas se cruzaban. También le atraía seguir las líneas que su mente proyectaba más allá de los salones. Se paseaba por las calles aledañas, recordando rincón por rincón. Armaba vidas, completaba historias. Eso le daba mucho placer. Como la de alguna de sus maestras de música, por dar una idea. Una muchacha joven, andaluza, de cabello negro, ojos de venadita, violonchelista, nieta de exiliados, pero nacida en Jaén en una visita que sus padres hacían a la familia de allá, tenía un novio chino, pianista, que había conocido en Londres en un concierto. El chino era feo. El típico caso de una mujer hermosa con un hombre feo. Si se los veía juntos, pensaba, la gente se diría: “Pobrecita, con ese tipo… Seguro que es una puta y él es su padrote, si no, ¿pues cómo…?” Su maestra por supuesto ni era andaluza ni tocaba el chelo. Era, si acaso, una joven bonita, para él inabordable. Vagabundeos de adolescencia y punto. También escribía, aunque eso se inició cuando fue un poco mayor. Sucedía frecuentemente en la cafetería de la escuela de cine. Leía el periódico y si alguna cosa le interesaba o le parecía curiosa la tomaba prestada y le daba su toque. Como pasó, por ejemplo, con una noticia…
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Puso la mano derecha sobre el tronco grueso y lo palp贸 despacio. -
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mitad del patio.
Lo que a Patricio le sorprendía era que le dijeran que sabía escuchar. No entendía. Estaba todo el tiempo en otros lugares. En su interior algo ocurría, que era imposible detener, y que se le imponía hasta extraviarlo. Por eso le gustaba el cine. Estar en la sala era su ambiente. Ahí, como se dice, era un pez en el agua. Sentado en esa oscuridad, en el anonimato y el silencio, podía concentrarse. Al contrario de otros, para él el cine no era una distracción sino la forma verdadera de aproximarse a eso que, en un abuso del lenguaje, encerramos en una palabra, en una suma de letras que luego leemos como realidad. Antonioni,
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Welles, Bergman, Fellini, Godard, Truffaut, Tarkovski, Kiarostami, Depardon, las películas de Murnau, de Von Stroheim, Cero en conducta de Vigo, Renoir, El hombre de la cámara de Vertov, los documentales de Jean Rouch, Las Hurdes, El discreto encanto de la burguesía de Buñuel, las obras condenadamente hermosas de su admirado Robert Bresson, eran piezas sin duda tan importantes para su experiencia como su relación con Perla. Patricio tenía miedo. No quería escuchar el final que el Turco preparaba. Un anticuerpo de su inconsciente lo protegía, desviando su atención para evitar que se concentrara en las palabras de su amigo. Después movió el pie y empujó una piedrita. La arrastró con la suela del zapato hasta donde pudo verla y vio el dibujo de una flecha trazada en el piso. La punta señalaba el camino a los sanitarios. Se levantó, hizo una seña al Turco indicando hacia donde se dirigía y avanzó. El Turco veía la calle, pensaba en las últimas coyunturas de su historia. Patricio avanzó hasta la puerta doble abatible y antes de cruzarla se arrepintió. En realidad no tenía ganas de ir al baño. Sentía una especie de náusea y quería estar solo un segundo. Cruzó la puerta de nuevo y vio de frente un camión de basura y unos hombres que pasaban los desperdicios de los botes de metal al contenedor cilíndrico del camión que, abierto por la parte trasera, guardaba más basura. Los hombres eran viejos, o así le parecía. Mal rasurados, con paliacates de colores diversos, rojo, azul, negro, blanco, mantenían a raya el sudor, pero también los pelos lacios, entrecanos, que les caían en la nariz. Los usaban de modos distintos, ya sea anudados
por detrás, esbozando una banda o cubriéndoles toda la cabeza, o simplemente colgados alrededor del cuello. Sus trajes naranjas de cuerpo completo estaban manchados aunque resplandecientes bajo el sol directo de esa hora. El trabajo era duro, pero para Patricio la imagen era suave. El movimiento repetitivo de sus movimientos, la lentitud que emanaba de éstos, producían el efecto extraño de una lentitud que contrastaba con la velocidad de los coches que pasaban detrás de los hombres. Hablaban a gritos. Sin embargo, nada se entendía. Era como estar frente a un mundo vaporoso, fantasmagórico. Esto acentuó la náusea de Patricio, y evitando permanecer ante ese espectáculo giraba el cuello a la derecha, hacia otra presencia de color, que lo atrapaba. Era la zona de las flores. Mujeres y ancianos que vendían flores, cientos de ellas, agrupados en puestos que en varios niveles presentaban arreglos y tallos sueltos que explotaban en una gama multicolor diversa e imprecisa. Había gladiolas, lilas, rosas por supuesto, dalias, azucenas, margaritas, claveles, tulipanes, florecitas silvestres púrpuras, blancas y amarillas, aves del paraíso, manojitos de gardenias, girasoles y unas de tallos largos, escarlatas, que no pudo identificar. Volteó hacia al Turco y se dio cuenta que no lo miraba. Caminó entonces hacia el bote de plástico azul con las flores rojas. —¿A cómo?—exclamó. —¿Cuáles?—respondió la señora sentada en un banquito de madera que apenas sostenía las nalgas inmensas, desparramadas.
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—Ésas—Patricio las señaló. —Las rojas. —Ah, sí. Son importadas. Se venden sueltas. —Ah, ya. ¿Cómo se llaman…?
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Patricio trató de recordar desde cuando no compraba flores. Aunque considerándolo un vestigio del antiguo cortejo amoroso, un acto en desuso, totalmente fuera de moda entre la gente como él, le gustaba regalar flores, pues reconocía que muchas veces eran más un auto-regalo que propiamente un regalo. Le gustaba verlas en las casas de sus amigas. Si les hacía una trastada siempre estaban las flores para apoyarlo. A Perla le había regalado cientos, miles de ramos o flores sueltas. A ella también le gustaban. Era parte de una alegría compartida. Les gustaba cocinar y meter pétalos distintos en sus comidas. Eran eventos que los divertían y los unían. Pero eso formaba parte de un pasado, ni lejano ni próximo, pues Patricio era incapaz de jalar de su memoria la última vez en que había puesto una flor en las manos de Perla. —Es flor de lis, se llaman flor de lis, le salen a veinticinco cada una. ¿Están bonitas, verdad? —Sí. Mucho, están bonitas—afirmó Patricio despertando de su distracción. Entonces pidió tres que escogió de entre el mazo compacto explicitando su petición a la mujer que nunca se levantó del banco. Ella, con los dedos pequeños y regordetes, les recortó
el tallo y las envolvió en un celofán transparente, para atarlas con un listón también rojo. Patricio pagó y volvió con el Turco, que para ese momento ya lo esperaba con otra cerveza llena en la mesa y una mirada interrogativa. A Patricio no le gustó la solicitud del Turco, la indicación que lo obligaba a dar alguna explicación. Se dirigió de nuevo hacia el baño. Se miró en el espejo, preguntándose: “¿Quién está ahí?, ¿quién es ése que está ahí?”. Lo hacía riéndose, mofándose de sí mismo, de la insignificancia de una pregunta como ésa. Apretaba las flores en la mano, con ímpetu, haciendo crujir el celofán y los tallos. “Flores rojas”, “flores importadas”, “flor de lis, se llama”, eso le diría a Perla, pero nada cambiaría. “¿Tres pinches flores qué diferencia harían?” El espejo en que se había mirado estaba roto. Le faltaba un pedazo que recortaba el rostro de Patricio. Su barbilla, su pómulo derecho, no existían en el espejo. Esa ausencia era una broma también. Una broma asquerosa. Ya no tenía rostro, al menos no uno como todos. Ya no tenía una vida compartida, al menos no una con Perla, eso había quedado atrás, nadando en la inmensidad de la nada, como la famosa botella en el mar con el mensaje del náufrago. Rompió las flores. Las dejó rotas sobre el lavabo, sin lavarse las manos. —¿Y las flores Patito? —¿Cuáles?—contestó Patricio, demostrando su enojo. El Turco, notándolo, no insistió.
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—¿Quieres otra cerveza…?—preguntó el Turco buscando emancipar la tensión. Patricio no respondió, pero su gesto indicaba un “no”. El Turco estaba desorientado. Su humor no le servía ante una situación como la que se le presentaba, y la seriedad nunca había sido lo suyo. Esa capacidad le estaba vedada desde años atrás, desde que se preocupó por jamás demostrarla. Esto no la había eliminado por completo pero estaba atrofiada. Quería ser solidario con su amigo. No entendía nada, pero quería acompañarlo en eso que parecía desesperación y desencanto. ¿Cómo hacerlo entender que estaba ahí con él, solidarizándose? —¿Termino?—deslizó el Turco. —Si quieres, ¿por qué, no? A eso venimos. De eso se trata esto. Dale. Antes que “un pan en el horno se nos queme”.
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El Turco se sintió nuevamente emocionado. Reconocía con entusiasmo la variación de la cita del verso de Vallejo que su amigo había introducido para ajustarla al flujo de su discurso. Lo emocionó, además, notar que no sabía muy bien lo que seguiría. Estaba improvisando desde el principio, desde la mañana, desde que llamó a Patricio. La coincidencia entre la ejecución de lo que narraba y el flujo inestable de la vida, de eso que abusivamente se reduce, se compacta para acomodarse a la palabra realidad, lo excitaba ahora más que antes. La inestabilidad, lo simultáneo, se cifraban en ese filo de barranca en que
se encontraba. Se imaginó que estando ahí parado, en ese filo, a una altura fatal, perseguido o cercado quizá por una estampida de búfalos asustados, escapando a su vez de otros perseguidores, estaba obligado a formular una buena salida, la gran fuga. Moisés había abierto y cerrado el Mar Rojo para salir del bache. Ulises se había tapado los oídos con cera para no dejarse seducir por la belleza, el infierno, el canto de las sirenas. Esos ejemplos los sacaba de entre otros del baúl de su cabeza. Desde el principio había presumido que sería algo sencillo. Esto no lo olvidaba. La opción de Poe de tejer a partir de un final era para ese momento impracticable. Necesitaba terminar, llevar a Pola y Abel, al tercero en discordia, hacia algún lugar. No era necesario resolver tajantemente nada. Hoy nadie se suicidaría por amor, pensaba. Eso no era una salida. Ni heroísmos, ni truculencias. Eso estaba claro. Repasó otra vez eso que había narrado en una especie de mirada panorámica. Hizo un recuento de los hechos, una lista de escenas: los columpios, el título, Pola y Abel caminando, el nido de amor, el bar, la llamada, el reencuentro con el otro, ella sola recapitulando, decidiendo, ella en la habitación, la habitación vacía, la imagen con la máquina de escribir y las líneas de Abel… —Está bien. Acabo—dijo el Turco—, pero antes otro traguito, ¿no…?
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Patricio mostró su complacencia con una sonrisa grande igual que la del Turco. Chocaron los tarros con la cerveza oscura y espumosa que se ladeaba trazando una línea inclinada en el cilindro de vidrio y empinaron los codos. El gusto era ya más amable, menos amargo, pero también frío, refrescante, delicado. El líquido resbalaba por el cuello, entraba mientras el aire del estómago salía, dándole espacio. Sin escándalo alguno, salía el aire y entraba el líquido. “Un lugar sigue sin ser ocupado por dos masas al mismo tiempo”, pensó el Turco, al darse cuenta de lo que le ocurría. Algo similar entendía Patricio. Se miraban contentos. Un soplo, una corriente de ligereza los envolvía. Era como si de pronto la gravedad de las cosas se emancipara y el mundo —los coches, los transeúntes, las flores, el hombre de las flores, la mujer de la flores, la niña vendedora, el mercado, el muchacho rubio recargado en una pared, el cielo sembrado de nubes, de espesas malezas de gris alrededor del mediodía, sus digresiones, los casos particulares de éstas, Perla, Pola y Abel, el tercero en discordia, la posible resolución de la historia, los pasajes anteriores o mejor dicho los sobrevuelos de la memoria, las fantasías, las reflexiones, los pensamientos, es decir, los vagabundeos interiores pasados, presentes o futuros, lo real—, encontrara una armonía que se anudaba en la vaguedad agraciada de ese momento. Una fragilidad dislocó el rapto de alegría. Una fragilidad encarnada en mariposa, ni rosa, ni amarilla, ni naranja tampoco. Un color hecho, sin embargo, de rosa, amarillo y naranja. Un papelito casi transparente que aleteó en medio de la mesa, entre ellos,
la mirada de ellos que se arrancaba como una rama del tronco en que estaban anclados. Al dejar los tarros descansar sobre la superficie cuadrada, horizontal, con ese sonido particular del choque de la mesa de metal y el vidrio de los tarros, ingresaron como por un reducto al caos general de la vida. —En qué iba—el Turco se rascó suavemente la cabeza. —Ah, sí, ya sé. A Patricio, que también volvía, le parecieron extraños los monosílabos del Turco y los escribió con rapidez, en uno de los pizarrones de su mente, para visualizarlos, leerlos y por fin reconocerlos: “ah, sí, ya sé”. “Ah, sí, ya, sé”, se dijo, dijo él también al asimilarlos. Luego repasó la escena completa y descubrió que lo que era extraño no eran las palabras sino la enunciación de ellas acompañada del gesto de la mano del Turco rascándose la cabeza. Estaba revelándose una idea, una pequeña, casi nada, que consistía en la interpretación de ese gesto, como si fuera un interruptor de la inteligencia, o un detonador que se activaba, o un órgano que se estimulaba para empezar a funcionar. Perla, algunas ocasiones, se tomaba la mejilla con las yemas de los dedos, antes de iniciar la exposición o expresión de algún sentimiento, idea o emoción. Pero él, Patricio, ¿qué era lo que hacía? ¿Cuál era su costumbre? Se llevó la mano izquierda a la frente y acomodó ahí, presionando, la mano apoyada en una curva que iba desde el índice al pulgar, descubriendo al mismo tiempo que ése era su gesto.
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Lo realizaba y lo pescaba. El Turco, mientras tanto, sin notar nada particular en Patricio y, por el contrario, leyendo en el gesto conocido de su amigo que ponía la mano en la frente una indicación de que estaba listo, se dispuso a continuar.
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—Nada. Lo que sigue es la nada. La mismisísima nada. —¿Es decir…? —Sí, fácil. No hay conclusión. El cuadro se abre en la misma habitación, el ex-nido-de-amor, el cuarto de la máquina y la hoja, y entra don Abel. Luz baja, limpia. Luz de la tarde diluyéndose. La persiana abierta, a lo mejor Pola la abre antes de irse. La última luz de la tarde entrando desde la ventana. Abel lo sabe. Ahora está solo. Está solo, fue abandonado. Camina muy despacio. Arrastra los pies, alguna mano contra la pared, y llega hasta la ventana. Una tira de vidrio larga, horizontal. La ventana es eso. Un rectángulo de vidrio que lo deja ver la calle mientras busca concentrarse en el mundo de afuera, aunque está impedido. Juega con los dedos de los pies sobre un tapete afelpado. A lo mejor siente comezón en uno de sus muslos. Se rasca. Cuenta entonces las ramas pelonas de los dos álamos del vecino, las puntas limpias de las hojas del árbol que se menea quedito. Luego se pone a recorrer con la vista los techos bajos contando los tinacos negros, las antenas de televisión, los tendederos poblados, los tendederos desplumados. Una vez ahí, en la oscuridad que empieza a rodearlo, en el duelo que ya libra, dispersándose con toda la materia, la próxima y la más lejana, desprendiéndose de la delgada realidad, sus pensa-
mientos, la actividad intensa de su cuerpo, la piel, el orden de los muebles, la habitación, la casa, las otras casas de su calle, los edificios, las avenidas de su ciudad, la ciudad que sigue afuera, más o menos como siempre. La organización de sus calles, la alineación de los postes de alumbrado, la líneas curvas de los cables de teléfono, los autos recorriéndola veloz o parsimoniosamente, los niños jugando en los parques, en las resbaladillas, los sube-y-baja y los columpios, los adolescentes besándose en la bancas, o acariciándose aquello que les habían prohibido, los oficinistas fingiendo su empeño en el trabajo, conversando por teléfono, o de plano volcados sobre la lectura de algún mediocre periódico deportivo, las mujeres dando forma a su cuerpo, corriendo sobre las banquetas o en el gimnasio, sin darse cuenta que el instructor las viola en su cabeza mientras saltan, o el licenciado en su casa chica, con su amante, metido en su labor, buscando recuperar aquella juventud que ya no está y acelerando el próximo infarto, o el carpintero, el plomero, el intendente de edificio postergando lavar el coche del vecino del nueve, o el músico limpiando su instrumento, o una niña sacándose los mocos, o un viento resquebrajando una rama, o un grupo entusiasta de perros persiguiendo a una perra, o una muchacha eligiendo su falda para ver al pretendiente, o un pretendiente yendo al banco a retirar dinero que no tiene para invitar a una muchacha que después lo rechazará, cuando descubra que no es quién cree que es, o un chef haciendo pastelitos, o una remolcadora removiendo agua y cemento y cal, o las ratas ansiosas, muertas de hambre, espe-
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rando la noche, o simplemente él, o ella, o eso, aquello, lo que sea, la luz de la tarde caminando hacia lo negro, la ciudad en fin, y las montañas fuera de ella, las nubes deshilachadas de la incipiente noche, el cielo, la luna menguante, los planetas, las estrellas lejanas, la negrura total del fondo que se cierra poco a poco, en el espacio estrecho de su habitación, ahí, viendo el mundo exterior, con los brazos descolgados, de espaldas, la cámara, lentamente, también lo abandonará. Y luego de que ésta cruce la puerta, nada. La mismisísima nada. Satie…
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Los dos, sin entenderlo bien, después del apretón de manos con que se despedían, se dieron una pequeña palmada cruzada en el hombro del otro. Sumergidos en una canción de Juan Gabriel que venía desde lejos reconocían que el mundo era real, y mucho, como casi nunca. Patricio recordó entonces el rostro de Perla, sus perfiles, sus formas, y pensó que estar enamorado no era otra cosa que una situación extrema de exposición y fragilidad. Reconocía que lo terrible era cobrar conciencia de su insignificancia, de su imposibilidad. El lavabo y el dinero ya no importaban nada. Existe una maldad que no se puede explicar, una maldad virulenta y terrible que, de todos los animales, sólo el hombre posee. Una maldad irracional y que no está sujeta a ley alguna. Cósmica. Gratuita. Inmotivada. No hay nada de lo que tengan tanto miedo los hombres como de esta maldad incomprensible e inexplicable. Desde el principio, en un pasado remoto, fue así. La maldad estaba en el inicio de la transformación que el hombre había llevado a cabo. La
maldad no es otra cosa que violencia, y la violencia es necesaria para sobrevivir, para trascender el miedo, el abandono. Cuando el hombre descubrió que como una capacidad propia tenía la de leer el peso y el tamaño de la presa en sus pisadas, reconocer su tipo, su sexo por el pelo desprendido y colgante en alguna rama, o registrar, clasificar, interpretar o analizar hilillos de baba o deshechos, la situación cambió. Ese primer descubrimiento le dio la pauta para iniciar la lectura del mundo, el lenguaje, pues el cazador era el único que se hallaba en condiciones de articular una realidad sin tenerla enfrente. Podía leer en los rasgos mudos, cuando no imperceptibles dejados por la presa, una serie coherente de acontecimientos, que después volvería conocimiento, cultura. Pero Patricio ya no podía leer nada. Estaba de nuevo en el comienzo, en el océano de la inocencia y la ternura, en la ignorancia absoluta. Segundos antes de irse sobre el lavabo había alzado la mano hasta alcanzar a Perla, que sin decirle nada lo había puesto frenético. Estaban impacientes. Vino una cachetada. El golpe seco de una mano abierta. Eso había levantado un muro, un muro inquebrantable. Había saltado lo peor, no lo mejor de él. Perla también lo entendía así. Alejándose del Turco, de la historia que éste le había narrado, caminó hacia su casa pero nunca entró. Ni ese día, ni el siguiente. Frente a su casa, de un lado para otro, primero dio diez pasos en un sentido, y luego nueve en el otro. Revolvía las monedas, su reloj y las llaves en sus bolsillos, iba de aquí para allá, dejándose aplastar por el cielo, las sombras que bajaban de los árboles, experimentando
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cómo el suelo, materializando la fuerza de la gravedad, lo jalaba ineludiblemente hacia la lona. Mientras tanto, después de despedirse y de avanzar hacia la protección de su hogar, el Turco traía de un cajoncito de su mente una entrevista con el escultor John Chamberlain que había visto en la televisión, en la que el artista norteamericano definía la escultura como una cosa que si te cae en los pies te los rompe. Al palmearse los hombros, antes de volver a sus soledades, a la vaguedad de sus vidas, hubo un reflejo blanco, un brillo idéntico, irónico, que se cruzaba en los ojos de ambos y que, vaciándolos, borraba al mismo tiempo el universo, y con certeza, ese solo reflejo marcó la vuelta, también, al territorio de la ausencia.
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La edición e impresión de este libro fue posible gracias a la colaboración y apoyo de:
Dennise Abush
Ximena De La Guardia
Daniela Acosta
Antonio de la Torre Bravo
Missy Aff
Laura Erazo
Jesy Almaguer
Valeria Estefan
Anaité Ancira
Jorge Alonso Fajardo Silva
Pamela Aponte Herrera
Fernanda Farjeat
Carlos Armando
Daniel Fernández de Córdova Shore
Irene Arredondo
David Fidgett
Victoria Asch
Ari Guerrero
Alejandra Avalos Leal
Tito Fuentes
Olga Ávila
María Teresa G. de Villarreal
Mariori Barriga
Guadalupe Galván de Culebro
Edna Basurto
Patricia Galván
Andrea Belmont
Alexander Ganem
Pablo Belmont
Aura García
Mauricio Bustos
Mariana García de León
María Nora Caballero Verdejo
Leonardo Garvas
Angel Camaño Andrade
David González
Alexa Calderón
Viridiana Gutiérrez
Chizo
Fernanda Gutiérrez Kobeh
Centro Cultural Border
Jazmín Esmeralda Guzmán Alcántara
Daniela Constantini
Juan Manuel Herrero
Marlon de Aquino
Andrea Hm.
Ivania Hum
Nelcy Núñez
Abel Ibáñez Flores
Yoshua Okón
Abel Ibáñez Galván
Adrián Orit
Abraham Ibáñez
Carlos Ortega Hoyos
David Ibáñez
Luis Ortiz
Juan Carlos Infante
Amalia Ortiz Cortéz
Paco Insolente
Carlos José Pérez Sámano
Aaron Jasso
Elizabeth Pérez Tapia
Gabriela Jauregui
Mauno Pertu
Amarilis Jiménez Acevedo
Ricardo Pohlenz
Raúl Jesús Justo Medina
Fa R-O
Jimena Lascurain
Josué Ríos
Sheyla López González
Adriana Rubio Mendiola
María Martínez
Yeni Rueda
Paola Maq
René Serrano
Iván Medina Castro
Mafer Silva
Marshiari Medina
Casandra Lucrecia Solís Morales
Josh Mendoza Meneses
Yuri Vargas Llerardo Villalpando
Marlen Mendoza Villarreal
Ruy Xoconostle
Dann Miranda
Paulina Zamora
Armando Moreno Luis Nava Ana Ofelia Negrete Fernández
ERRR Books
Volumen 1 #01 #02
Iván Sierra: Chinga tu madre, papá Pepe Casanova: Arnold Swazchzeneyer, o como se escriba,
en China pero en Nueva York
Volumen 2 #03
José Luis Bobadilla: La realidad
#04
BD: La herida del cable
#05
Gabriel Bernal Granados: Detritos
#06
Txema Novelo: Patria Celeste
#07
Eduardo López: Notes on Stefan Brüggemann (a vocabulary)
Los dos, sin entenderlo bien, después del apretón de manos con que se despedían, se dieron una pequeña palmada cruzada en el hombro del otro. Sumergidos en una canción de Juan Gabriel que venía desde lejos reconocían que el mundo era real, y mucho, como casi nunca. Patricio recordó entonces el rostro de Perla, sus
imposibilidad. El lavabo y el dinero ya no importaban nada.