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d/A [3]
] EXPANSIVA ]
colección de nueva literatura latinoamericana 2017
] Diseño, edición y diagramación / Nadia Sol Caramella - Juan Manuel Corbera ] Contacto editorial / escrituras.indie@hotmail.com ] Ilustración / Dech [ ilustracionesdech.tumblr.com ] [ escriturasindie.blogspot.com.ar ] + facebook.com/escrituras.indie [ issuu.com/escrituras.indie ] + facebook.com/difusionalternaed
difusión a/terna ediciones, la editorial de Escrituras Indie [4]
Motel Ciudad Negra Cristรณbal Gaete
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A Carlos Espinoza
“I’m a spy in the house of love know the dream, that you’re dreamin’ of I know the word that you long to hear…” The Doors [6]
Un hombre ingresa al Motel y sube las escaleras. Avanza por las habitacionesabriendo puertas, a veces esperando cortos lapsos en los pasillos. Pero no hay algo o alguien a quién esperar. Se levanta, sigue avanzando por las piezas vacías, hasta que llega a una en que desde sus ventanas puede ver las luces de la Ciudad Negra en su totalidad. Abre las ventanas, aspira el húmedo aire nocturno, como si pudiese alimentarse de él. Gira, y una mujer, Mona, se levanta agitada, desnuda, colocándose unas medias negras de lana. Al otro lado se viste una versión un poco más joven del mismo observador, con un poco más de cabello, con las venas resaltando en los delgados brazos, mientras la voz fuera de la habitación les dice acabó el tiempo. Los ojos parecen heridas de finos cuchillos a esas horas, alcoholizados, apenas entreabiertos. El observador la mira desnuda y sabe que no lo hizo en ese momento, o simplemente no lo recuerda, no recuerda su pelo enredado cayendo, sus senos amplios acercándose a las rodillas al vestir. Los ve salir del Motel, bajar la escalera y despedirse como si no fueran nada uno del otro. El observador se deja caer en la cama revuelta y se duerme. Al despertar ve la luz entrando y el contraste con la piel morena al lado de la suya, y el degradé de esa piel con el cabello aún más oscuro, que parece en los ojos entrecerrados un sueño de petróleo denso, que bebería en la resaca para que quedase adherido a su garganta. Se comienzan a rozar lentamente, él queda fijo en la cama mirando sus senosen el espejo del Motel. Alguna extraña mano la debe hacer retorcerse de esa manera casi circular, una naranja que se vacía. Ella se recuesta encima de él, se contradice, calla y lleva al observador a otras habitaciones del Motel. Detrás de cada una de las puertas ve a Mona con otro hombre, en distintas posiciones, cada una más intensa que la anterior. El [7]
observador cae vencido en el pasillo. Mona ya está en otra pieza y pasa un amigo que va con varias botellas en los brazos; entran donde hay chicos y chicas. Toman mal licor y bailan pese al reducido espacio. El vino mancha las paredes, los abrazos iniciales y risas. Nos golpeamos por mujeres que nunca debiéramos haber compartido, hasta que nos sangran los nudillos, las mejillas. A veces tratamos de lanzarnos los unos a los otros a la quebrada, océano, escalera que nos espera bajo las ventanas. No soportamos el encierro, estar entre mar y cerros, no soportamos todas las botillerías y bares de los que entramos y salimos continuamente. No se puede salir de una ciudad si no es posible salir de una habitación. Solos, en medio del vacío insondable de las calles, nos lanzamos contra las cortinas metálicas; el sonido seco despierta a alguien, que nos sabe acostados en medio del asfalto, rogando a dios por un camión, pero dios no existe. Ateridos por la garúa, preferimos quedarnos bebiendo en la escalera. Sabemos que las mujeres no aguantaran mucho más tiempo, menos con la policía cerca. A veces miramos ventanas: tienen las luces encendidas, alguien más está allá; resistimos las ganas de subir con alcohol fuerte. Amanece oscuro, alguna mujer baja por nosotros, nos arrastra a su habitación para que usemos su cuerpo gastado. Las olas se asoman por las ventanas de las habitaciones del Motel, los hombres montados sienten el pánico en su espalda, el sonido subterráneo. El hormigueo de la inquietud es inevitable pero las mujeres los retienen: gimen, susurran; sólo entrarán las gotas que humedecerán las paredes, ese es todo el amor que dejaremos entrar. Los espejos dispuestos en el techo y a los lados de la cama reproducen los cuerpos enlazados en distintos ángulos. Los cuerpos son sólo palabras enlazadas, su signo: el sudor. Todas las ventanas [8]
de la Ciudad Negra tienen ropas colgadas, extendidas. Esta estructura oceánica del Motel provoca que nos espiemos mutuamente, las ventanas se enfrentan unas a otras, enlazadas por cordones de ropa que cubren el vacío. El ruido que traspasaría las delgadas paredes del Motel es silenciado por el porno a todo volumen. A veces hay piezas vacías. Las recorro con el espíritu de las hienas; en cada lugar hay otro, buscando, ansiando. A veces escalamos hasta el techo del edificio más alto para ver qué es lo que me pierdo, pero es pura gente gris, caminando o conduciendo apurados; vistiendo trajes y uniformes. En su habitación del Motel una mujer fabrica alfajores, los vende en bares y cibercafés. Cuando acaba la partida, invita a beber a chicos y chicas y termina en piezas ajenas, o entra a las funciones rotativas de westerns en el Cine del Motel Puerto. La retiene en el asiento las duras miradas, los silencios desérticos; es la única que ve la película, que escucha el ruido del proyector; los otros transitan por los pasillos al baño acompañados de alguien, masturbándose con los cuadros eróticos. Nos refugiamos de la fantasía en moteles o bares clandestinos; en desmantelados restaurants al borde de la playa, habitados por rayados intraducibles. Soñábamos con grafitiar algo en nuestros corazones; pero habitamos una ciudad sin memoria, un local nuevo para invitar la demolición de los recuerdos. No hay ningún terremoto en esta ciudad, es el vacío el que nos hace temblar. En mi habitación del Motel tengo superpuestas las cosas que las mujeres dejan mientras se visten, mientras me dan un beso en la cuneta de cualquier paradero; objetos imposibles: argollas, collares y aretes; solo cosas que no necesitan. A veces papelitos: mails y números de teléfono que se confunden con los que saco de mis bolsillos de mis rondas por el Motel. El Max siempre tiene la puerta de su habitación [9]
abierta. Detrás de ella está en una cuna su hija. Max fuma como un loco, y a lo que llegaba su mujer recorríamos los bares en el pasillo del Motel. En uno conocimos a Lluvia, la mejor pendeja del Motel. Vi su pelo y vi un espejismo de fuego en el desierto. Dijo que iría a pegar afiches de una tocata pank. Yo no era pank, apenas una mecha rubia y las rodillas de los jeans peladas de tanto orar por escucharla orinar desde la puerta del baño. Mientras la acompañaba esperaba la ternura de las panks del final de la noche, cuando se enroscan al lado de tu cuerpo ebrio. El observador está alcoholizado en el suelo. Se evoca en otra habitación de noche, con el cuerpo atenazado por el frío y la ansiedad, golpeando una puerta, con la única opción de entrar a través de una ventana demasiado alta, hasta que aparece un viejo: ladrón en Francia y Bélgica, jubilado en Ciudad Negra. Escala lentamente, avezado, y cuando ya está con la mayor parte de su cuerpo dentro, cae aparatosamente. La policía pasa cerca, caminan en silencio con la Mona, perdido por calles y pasajes, acercándose sin saber a la escalera del Motel, dudando en algún escalón. Entran a una habitación, se derraman en una cama sucia, ajena, de sábanas duras. Ve el cuerpo de Mona abrirse como un océano. Pero deben salir, las horas están contadas. Se separan como desconocidos. En otra habitación hay un bar, que no es más que otra habitación en que entra mucha gente a refugiarse, y por una cerradura se ve a sí mismo haciéndolo con otra amiga que no le importa demasiado, mirándose en los espejos del Motel Ciudad Negra, espiándose, desapegado: reflejo y carne. Detrás de otra puerta está la ciudad ploma, la violencia del ruido y luz de las calles para su cabeza maltrecha. Mientras baja o sube escalones se encuentra con unos amigos que beben ron y se queda con ellos, vuelve a oscurecer y el vacío de su estómago [10]
es el hambre del puerto tapada con más licor. Bajan a una fiesta, destruyen todo, sacan las mesas y la gente les da cigarrillos y cervezas para que se calmen, pero no es posible, se arrastran como gusanos, hacen de cualquier lugar su cama y baño. Aparece la Mona y lo calma, tratan de hablar, de llevarse a la cama, y resulta y no. Llegan a una habitación, pero no se acuestan, discuten y el ruido que podría traspasar los precarios muros de lata de cerro del Motel Ciudad Negra es reemplazado siempre por el porno. La fragilidad y el pudor del engaño hacen que Mona tenga que beber hasta caerse, casi quedar inútil, prohibirse el orgasmo. Como ahora, dormida, impenetrable. El observador despierta en una escalera, tapado de diarios y húmedo, y ve cómo algunos perros pelean a su alrededor, se muerden, recuerda a sus amigos, recuerda a la Mona mordiéndolo cuando los sentimientos se acercaban. Se levanta y camina azarosamente por las escaleras, hasta encontrar nuevamente el Motel Ciudad Negra. Detrás de una puerta ve una playa vacía, allí está él con la Mona, cobijados en el día gris, y es como si cada uno hablara algo distinto, como si no se escucharan o sólo hablaran las olas mientras fuman marihuana. Caminando por los pasillos del Motel ve al Javier con unas cervezas, sentado, y ven a través de un hoyo en la pared bailando a Julio y Paula. Julio sale de la habitación y bebe con Javier y el observador en el pasillo. Detrás de cada puerta ve a la Mona, algunos años más joven, acostándose con hombres diferentes, siempre borracha. Al final de todas esas habitaciones está ella, desnuda, repitiendo frente al espejo que quiere ser un hombre. El observador gira como un sereno, un voyeur de su propia vida y la de otros: ve a una amiga que parece en la intemperie, esperando en el medio de la calle a una chica que llega coquetamente a abrazarla, con una cerveza comprada [11]
recién en un hotel bar clandestino; caminan transversalmente, cortando el aire de la ciudad puerto. No les interesa nada, se apoyan la una en la otra, se resbalan del hombro y caen. Se abrazan en el suelo, como perros, como despojos que tienen frío. El observador sonríe, y escucha los golpes en la puerta, pero ya no está para la Mona, que espera fuera. El observador está con Paula, que se ha metido con todos sus amigos, en una pieza anaranjada, chillona como su risa esquizofrénica. Los amigos del observador son tragados por las bocas clandestinas que los escupirán sin dinero de día, únicas opciones cuando ya están cerradas las botillerías, y no pueden sentarse a beber en cualquier escalera destinada al Motel Ciudad Negra. O en una casa, como cuando sus amigos despiertan, y las mujeres quieren volver a sus vidas, pero ellos no están dispuestos a irse, compran más copete y comienzan a beber con el día, y dejan que las horas bajen con las botellas, estirando la resaca hacia más adelante, hacia mañana. La Mona se va a su habitación, se encierra, bebe un vaso de vino detrás de otro, sola, llama por teléfono a deshoras escuchando boleros. Está olvidada porque quiere, mordió y traicionó a todos, buscó desesperadamente que la traicionaran, es un chaleco viejo abandonado en un clóset húmedo. Su habitación está construida a partir de la arquitectura de sus manías: frazadas en las ventanas para que no entre la luz, ropa interior sobre la cama, un espejo amplio para pasar su mano por su rostro y estirar el dolor. Mona cerró la puerta y tiró la llave al vacío de una quebrada. Quien recorre las habitaciones del Motel Ciudad Negra conoce esta tristeza, pero ya es incapaz de detenerse en ella. No siente nada, solo la insensatez de haber seguido a alguien en una noche por las rocas de una playa infinita. Los amigos se quedan [12]
en el bar, el salón cerca de la barra de donde pueden acceder a todas las habitaciones. Es donde deben estar, para ir a visitarlos, conservarlos allí cuando ya se han ido. Detrás de una puerta estalla parte de la ciudad, el Motel tiembla y las escaleras se curvan. Desde el pasillo, el observador ve el vacío que queda en la ciudad, como un nudo urbano se pulveriza, los pequeños trozos de vidrio brillan en la luz. Se gira, y en la habitación del observador, Mona se pasea en una ropa interior ajustada; en ella no hablan, no discuten, no tienen manías. Es lo que queda de ella, solamente un recuerdo, una habitación del Motel Ciudad Negra, del hotel memoria. Una mujer está sentada sola en un bar del Motel. El bar está vacío. Los locos prefieren beber en las calles o hacinarse en habitaciones con las piernas cruzadas uno encima de otro, sentir algo de calor. La mujer cruza las piernas, habla con el barman, y yo la miro con ansia desde la ventana. Las olas suenan detrás de mí. Con el espíritu de las hienas camino repetitivamente por fuera del bar. En el bar del Motel, el guitarrista toca ácidos blues en penumbras. No coquetea con las mujeres que lo miran silentes; tiene una resaca honda, ha recorrido por días y por noches de la Ciudad Negra. Se corto los párpados para registrarlo todo. El guitarrista deja caer sus párpados al suelo, pero en estas calles no crecerá ninguna flor de la contemplación. No crecerá tampoco en paredes descascaradas, ni en maderas o baldosas; ni en habitaciones precarias atravesadas por el viento, que escalofría los cuerpos atenazados. Sus manos espermáticas apenas lo dejan tocar, pero él ejecuta de manera autómata, está obsesionado oyendo los secretos que se derraman en lóbulos. Secretos densos, como la esperma que ralentiza sus dedos. Agotado de transitar el guitarrista queda ciego; se masturba en umbrales públicos; nadie lo castiga. Todos recuerdan algo en el Motel. Es dentro [13]
y fuera el único engaño permitido, los fragmentos a elección; recordar la secuencia, las sensaciones vuelven cuando se acerca la caída de la esperma. El guitarrista susurra a veces si sus ojos sanarán al ser acariciados por a mesera del bar en penumbras. Los ácidos blues caen mis ojos, absortos en un cuadro infernal, moviendo la mano arriba y abajo. El cuadro es una puerta levemente abierta; la boca. Pintar el mismo cuadro es una manera de destrozarlo continuamente. El ácido blues cae en la ducha del Motel, ardor de madrugada, ardor de la memoria. Cuando la conocí sus ojos eran intensísimos, efecto del alcohol, de la noche, de una celebración en la que me había colado. Discutir de las cosas que discutíamos es hablar de novelas, no tiene sentido. Solo las pupilas grandes en medio del humo, una polera negra y prender el fuego bajando la mano, para que se ilumine su rostro. Sus ojos, la chasquilla que escondía su pequeña frente, casi una transición a los ojos por sus delgadas cejas. Cuando cambiamos de local fue imposible volver a conectar, mientras caminábamos las silenciosas calles en la oscuridad y algunas amigas o amigos-qué importaban- hacían cosas para llamar la atención. Sí, como provocarme, qué tentación más repetitiva del Motel, siempre provocarte, tratar de robarte la mujer o sacarte del camino que ya has trazado. Pero a veces hay que plantar cara, como esa. Algo hay que hacer bien de vez en cuando, como aguantarle esa forma de beber que parecía fortalecerla más que dañarla. Todo caía y ella de pie, pero hay que decir algo básico, que evidencie el devenir, tomándome para que no erre a los clandestinos, con sus manos en mi pecho, cayendo con un beso a su cama con ventana a los cables que decoran las vistas del Motel. Entre ellos a veces el mar, a veces sólo los vecinos, o una quebrada. Cuantas veces nos replegamos acostados con esa vista [14]
eléctrica, electrizados por la posibilidad de estar efectivamente cerca. Y sí, lo logramos en algún momento: una rutina perfecta, nadie hacía nada por las mañanas, veíamos películas y lo hacíamos de tarde y de noche, y cuando ella salía de la ducha y se colocaba unos calzones blancos con bordes azules que parecían afirmar su culo y yo se los bajaba y empezaba el sexo arrodillado, lamiéndola hasta que la volteaba y la colocaba sobre su pequeña cómoda donde escondía toda su ropa de colores. A veces bajábamos a tiendas de ropa usada y le regalaba camisones transparentes que fueron ocupados por putas de países del primer mundo o de Asia. Los amaneceres eran con las poleras fetiches que apretaban sus senos, la de un lobo azul en un fondo blanco, o de unas palmeras que aseguraban volverte salvaje. Que ella se sentara sobre mi cara y yo pudiera tocar sus senos mientras me masturbaba. Operábamos en la acción del cuerpo y sobre una inacción general que nos impedía productividades más allá que las de la carne. Yo nunca sentiré algo tan mío como ella en ese momento. Una ficción que debía romperse, o que debía romper, para no ser absorbido absolutamentey desaparecer, constituir una construcción unívoca. Hay cosas que son tan bellas que solo queda destruirlas sin ninguna clemencia; desapareciendo algunas noches cada tanto, llegando sangrando de algunas otras. En algún momento te distraes, te absorbe la máquina, y sólo queda transitar en los márgenes del Motel, ir a trabajar y hacer la farsa posible, con tus habitaciones a cuestas. Estirar la mano a la nada, mirando a la distancia a las genias atrapadas en mezclilla, o pasar por fuera de los bares en penumbra. Masticar las cervezas, anunciando la trampa a tus amigos, cuidando tus hijos. En sueños el vaivén de las olas nos empuja a las orillas del Motel. La estructura sostiene la inmovilidad; el deseo se [15]
arrastra quieto como las olas hasta chocar con las orillas de la realidad. Iniciado el simulacro, llegan los abrazos, la champaña densa en los rostros, las noches celebrativas y melancólicas del Motel. El fondo es cada pequeña luz en los cerros, microsistemas del todo efectivos, trabajos y familias. Una ficción intragable desde esta ventana, paseo, calle, en la que quebramos lo bebido, decorando el primer amanecer rotativo y sangriento de la ciudad de las botellas rotas. La rabia no ha acabado por más que nos haya absorbido el sistema. Conectados a sistemas digitales, veo las fotografías de las mujeres que nos llevaron por el Motel Ciudad Negra: algunas se casan, otras tienen hijos. Nosotros también los tenemos, podemos cambiar, amar más que nada en el mundo a las crías, pero nos recorre un similar el temblor al ver destapar una botella, un cuerpo desnudándose a la orilla de la cama. Algunas mujeres salen del Motel también, otras sólo están de paso. Descentradas, entran a religiones alternativas o partidos revolucionarios, las veo cantando y mendigando de noche. Cuelgan a internet las fotos de su pasado. Algunas mujeres nunca saldrán del Motel, aparecen desde cualquier mesón de bar, te esperan a la salida de los baños para absorberte la boca, por más que ya estés caminando a la salida. Las películas poético orientales nos sumergen más dentro de la resaca, escuchando el metraje marcar los segundos. Las secuencias obvias: coito, soledad, recuerdo Recuerdas cuando melancólicamente te fuiste del Motel, sin nada, como llegaste. Trataste salir, de vivir una familia, de ir todos los días a trabajar. Pero cuando salías a la calle era inevitable caminar al Motel y sus bares. Allí te podías quedar conversando con una chica hasta las tres de la mañana. Pasar por fuera de los bares escuchando los ácidos blues. O dormir con tu nenita, tu dolor, mientras la que creías tu mujer caminaba por su propio Motel y vivía en [16]
su pieza de memoria, rotativamente. Ver un pequeño cuerpo frágil salir de esa mujer y tratar de mantenerlas atravesando borrachos para trabajar en mañanas azules y rojas. En ese atravesar mirar a cualquier lugar monótono para reemplazar un horizonte que no existe, evocar a los otros cuerpos que te han amparado. En la ducha arriba y abajo, para calmar la erección de cada oscuridad, que no logra atravesar el cuerpo que duerme o hace que duerme o se niega por cansancio, el que anula después de días extenuantes para animar las chinganas posmodernas. Con la evocación ella prendía su teclado y escribía cartas a un sujeto que se masturbaba mirando unas playboys. Esa imagen la alteraba, el falo brillante de otro. Hasta constituir la traición, aceptar su cuerpo pintado por otra eyaculación. O ella evitando bañarse para no limpiar esa eyaculación. Las consecuencias del sistema, el encierro, las paredes bajas de los departamentos modernos, asépticos. Las fotos en las murallas en las que no aparecemos. Los recuadros familiares que por suerte no imprimimos. Veo por las ventanas a unos tipos con canas volver al motel. Dejan los autos en quebradas, flotan en departamentos solitarios con la tele prendida, el cenicero lleno. Alrededor de ellos ropas sucia y discos. Las olas se abalanzan sobre el asfalto, superando las rocas. El agua huye por los desniveles del camino. Mirar esta habitación, pienso, al borde del pasillo, es entrar en el mar con una tabla, esperando que me trague. O me devuelva plomo. Una especie de animal hinchado, picoteado por las aves. Como unos náufragos cotidianos rompen una cadena para volver al motel, van gradualmente evocando y llegando. En los bares baratos te cuentan de sus hijos, que los extrañan y la muerte se pasea detrás, en cada padre que no está con su hijo. Pero se extrañan más a ellos en la Ciudad Negra. Se ven a ellos allí, siempre jóvenes. En [17]
la radio hablan de una ola, pero nunca llegó. Estaba dentro de estas habitaciones. En los márgenes del Motel Ciudad Negra se agolpan los topless; destilan música estridente, pegajosa y movediza, base sónica inconducente; nadie se mueve excepto los cuerpos de las mujeres llevando copetes de un lado a otro detrás de la barra, susurrando tarifas para ir a las habitaciones hechizas por intrincadas escaleras. Nos perdemos en el sinsentido, y tratamos de volver a entrar al Motel Ciudad Negra. Pero han perdido la audacia, o nunca la tuvieron, y deben transitar por los pasillos en que todo se debe pagar: la compañía, el sexo. Se extravían en las escaleras tratando de avanzar, se desplazan circularmente. La geografía de la Ciudad Negra se vuelve confusa según quien quiera entrar a ella; no queda más que nada que pagar por esas mujeres bajo letreros luminosos. Has estado en bares, moteles y escaleras, en tocatas de día domingo, bebiendo y fumando en bares subterráneos, pero faltan los protagonistas; declinas repetir en otro bar las cabezas sobre la mesa. En lugar de eso cruzas sigilosamente una plaza para asistir a tu envejecimiento en el único topless abierto. Bebes con una mujer que te rejuvenece, cree que aún eres bello y audaz, las puertas del motel se te abren de par en par apenas te acercas, pero te has sistematizado; eres un poco casado, un poco divorciado, un poco padre, un poco estúpido, pero eres joven para una mujer viuda, con 6 hijos, lo eres para el local, escenario. Entras por un pasillo de espejos a una especie de probador donde la mujer se desnuda. La palidez y caída de sus senos enuncian la derrota de tu vida, la eyaculación en sus senos te devuelve un segundo; pero escuchas cifras y propuestas para hacer tira el orto de una mujer con la edad de tu madre, encerrado en el abismo del látex. Habitualmente Max no paraba de beber. Habitualmente Max hablaba de su trabajo como editor de [18]
provincia, perdón, como guardia de discoteca. Llegó hecho bolsa el día domingo. Sacó la pistola. Me disparó en la mano. Max, jamás volveré a cerrar la mano. Sentado frente a mí me pregunta si quiero volver al motel, y saca su arma y me la coloca en la cabeza. No dispara. Me dispara en la mano. Max dice que como escritor podemos hacer todo lo que queramos. Es mentira. Y recorro en la camilla los iluminados pasillos del hospital de la ciudad tirado por hermosas enfermeras y camilleros con cara de ex boxeadores. Los policías y ratis abrían mi boca con tenazas, mientras el doctor me pregunta porque no he comido en tanto tiempo y la cocaína. Estaba en el Motel, doc. Es imposible cerrar los ojos en una sala de emergencia donde cada tanto llega alguien, hasta que aparece una señora con el cielo gris y me pasa una esponja para lavar. Mi mano se hincha. La policía y los ratis exprimen mi lengua hasta dejarme seco. En el motel, nadie es víctima. Llegan las mujeres melodramáticas pensando que pude morir. Te abrazan, te besan el borde de los labios. Aparecen después de años. Y piensas: mejor hubiese sido fingir mi muerte en mi habitación del motel, y citarlas para que me velen, y volver a tenerlas, por última vez. Una visita femenina rotativa. Al salir del hospital veo de refilón la entrada del loquero; la posta antialcólica con unas chicas punks que envían saludos que jamás daré a ex amigos que tampoco valen la pena; un amigo fumando entre rejas, al que un flaite le pasa las manos por el hombro, esperando la noche para intentar colgarse otra vez. Por un momento, pienso que entraré allí, pero quien tira mi silla pasa de largo. Tomo el primer bus fuera del Motel Ciudad Negra, por las ventanas, veo a quienes seguirán entrando. Detrás de una puerta aparece mi mejor amigo, con el que lejos del Motel comenzamos a ver amaneceres llenos de rondas por líneas [19]
blancas. No puede hablar bien, su lengua está ralentizada por las pastillas; aparte, su madre y un vigilante están a su lado. Ha comenzado su rehabilitación, ya no habrá más amaneceres negros con él. Camino triste por el pasillo, y escucho la puerta abrirse a mi espalda; mi amigo escapa de su percherón, corre hacia el bar y pide una botella. Toma un cuchillo de la mesa y se corta las venas antes de beber. Cae desmayado. Después de varias noches y trabajar, pierdo el sentido chocando contra cortinas de locales tomando vuelo a grandes distancias, o raspando el asfalto con mi cara, comprendo la insensatez de mantener una chapa funcional mientras me caigo a pedazos. Mi cuerpo es un derrumbe. Una serpiente de metal negra cruza desde mi corazón hasta la muñeca derecha; su mordida alcanza las cicatrices de mis manos; su cuerpo pasa por el mapa que es mi pecho. Es el registro de que mi sangre se congelará en cualquier momento; que no tiene sentido vivir como un esclavo, encerrado en las paredes asépticas de un departamento, en la rutina del trabajo. Mi cuerpo es un mapa que cada vez que sale a caminar por el Motel se derrama en una cama que no conoce. A veces en moteles tan baratos que el baño es una separación inventada. A veces en otros tan caros que hasta aparecen combinados. Al despertar sin ya poder llegar al trabajo, vi a alguien bebiendo, aún escuchando Gun´s Roses. Es la hora de partir. Tirar las llaves a una quebrada, meter mi dinero en bolsillos y calcetines. Caminar por las orillas de los bares. Volver a entrar a habitaciones conocidas. Insertar monedas en teléfonos públicos para ver si aún existen los números garrapateados en servilletas escondidas en cajones. Visitar mujeres que te acogieron en sus habitaciones, para darte cuenta que ya no es lo mismo, que están tan heridas como tú. Es mejor seguir caminando. Escuchar una voz cantando desde una ventana. [20]
Una mujer, Claudia, en una habitación vacía, cantando. La miro silencioso desde el espacio de su puerta entreabierta, mientras bebe un vaso de vino blanco. Habla. Hablamos. Se acerca triste, y bajamos escalas al bar del motel. Allá la escucho hasta que dice que irá a dormir conmigo, y me toma del brazo mientras cruzamos los pasillos; en la calle vacía, me besa, incendia mi cuerpo y el asfalto. Huimos por los pasillos a un barco detenido, metido en la ciudad. Sobre su piso de madera bailamos, y dejamos caer un poco de copete por el vaivén. Tomamos un colectivo que sube por estrechas vías de cerros; ella cae al abrir la puerta, el asfalto quema su rodilla y deja una marca que no desaparece cuando veo sus infinitas piernas. Una excusa para curarla con agua y viajar por suspiernas. Cuando amanezco con el sonido del vómito, estoy fuera del motel mental; mi pieza se ha trasladado. Debo ir a trabajar, y le digo quédate y beso su pie y ella abre los ojos y me pregunta si quiero de verdad que se quede: quédate por siempre. Alguna vez me acuesto en su habitación, y veo todas las fotos de sus hijos en la pared, su hijo de distintos tamaños y aparece Edipo (leer a Edipo, debería leer a Edipo para traducirlos al coa, como ese hijo que se acostó con su madre en volá de pasta). Y ella me habla de su hijo, su hombre. De cómo la viste en las mañanas, rechazando o aceptando peinados en paraderos o plazas de juegos; habla de su trabajo; me saca del Motel recordándonos porque ya no habitamos este lugar, porque debemos ganarnos la vida, hacer de padre o madres. Y mi tránsito por el despertar/salir/trabajar es el devenir de un barco ebrio a punto de naufragar, avanzando lentamente a una habitación en llamas donde ella canta desnuda. En el umbral, dudo, pienso en el dolor, pero recostado su fuego lo consume, me calma. Quema mi piel, pero su caricia me cura. Sus gemidos van en leve ascenso hasta una explosión [21]
cuando tiene su mano en mi cuello, escuchando, sintiendo mi pulso. Mientras en las murallas se acumulan frases, en los baños, en los árboles, en las primeras páginas de libros que arrancaremos para conseguir otros, en mails; palabras innecesarias. Sientes el pulso, mi pulso. Yo en medio de sus pequeños senos busco su corazón, un campo minado, porque ella ha ido y venido de este motel. Esta habitación prestada tiene grandes ventanales abiertos. Mientras lo hacemos la noche comienza a desaparecer; la luz la sentimos con los ojos cerrados. Escuchas una banda de escolares marchando, pasando por encima de los cuerpos que dejó la noche del Motel. No amanece, tú haces amanecer al levantarte desnuda, iluminando la ciudad con tu cuerpo. Puedo ver en las escaleras los que quisieron llegar acá y quedaron tirados, borrachos, fermentando sus copetes a pleno sol. Puedo ver a los perros cerca de ellos. Puedo ver a algunos que aún beben y ríen, endurecidos por la cocaína pateada quevenden en el clandestino. Puedover ensortijarse el pelo liso de Claudia en su espalda larga al estar sentada en la cama tratando de atenazar la realidad, que su cabeza se establezca en esta única mañana del Motel. Tu cuerpo es un campo de batalla. Tomo con mis manos tus piernas o brazos y los apretó a la cama, inserto mi lengua en tu vagina y en tu boca mientras tu cara se va cerrando lentamente, el aro de su ano respirando entre mis dedos atenazados cuando la volteo. Mi experiencia estética es ver la totalidad de tu belleza cuando te levantas de la cama al baño. Tu devenir. Tu tránsito en esta habitación imposible. Y la suspensión de la experiencia estética es observándote. Es la suspensión del dolor de perder la única patria posible para un ciudadano del Motel, su hija. Ella se va, yo me quedo en esta pieza que subalquilo, con todos los recuerdos en las mañanas frías que trabajaré. Con los recuerdos de la ternura tacha amor y [22]
anarquía. Vamos en un auto a toda velocidad en la vía rápida hacia la Ciudad Negra, se ve el mar brillando bajo las luces que te atraen, casi cantan, y el viento golpea nuestra cara. Claudia toma mi billetera y la abre, y la lanza por la ventana. Veo volar mis documentos y el dinero, y en realidad no sirve de nada, ya que tengo en mis manos un whisky robado que paso por todas las puertas de los bares y mezclo con cerveza; imaginándome como Dylan Thomas reventándose en el Hotel Chelsea. Pero él no tenía al demonio a su lado, meneando su cuerpo y volviendo a los giles sentados sus espectadores, murmurando, envidiando. De un lado a otro, moviendo el barco a su disposición. Pero en mi naturaleza de cóndor llevo un botín en llamas en mi boca, un botín con el que no podré llegar muy lejos; todo se deshace en mi boca, va dejando pedazos que los otros animales de rapiña ven y siguen mi camino. Un motel con tu nombre, en que todos los orgasmos lleguen con los ojos cerrados y las piernas dobladas. O entreguen un gemido más alto, quizá el único cuando se acerquen al orgasmo. Con todas las habitaciones distintas, como el estado de ánimo de tus días. Unas llenas de ternura, estrechas, y otras a punto de congelarse. Una cara borrosa la preña y la deteriora, hace que no esté sola para siempre, que cargue con su hijo. Jamás con un hombre, porque eres la virgen de los panks en este Motel, pura anarquía; escupes al amor, que no tiene sentido. Desaparecer, entre la soledad y el alcohol cada tanto. La miro anegado con lo que me sobra, el amor que me golpea a cada tanto como el mar, superando las rocas, llegando hasta el pasillo en que estoy, mojando el piano que debo tocar perfectamente para sobrevivir. Tratar de hacerlo, es como entrar con una tabla al océano desatado: todo sale de control, y se agradece. Como yo mismo, alguna vez: inmerso en un tráfico por bares y calles a las que golpeaba las [23]
cortinas, con un amigo entramos a un subterráneo lleno de mujeres negras. Parece un barco de mujeres traído de África, encallado en el que se escucha el bombo de quienes reman. Hay ofertas por los cuerpos y yo entro a un pequeño privado y la veo desnuda, sus grandes senos, su cuerpo depilado totalmente, la oscuridad que solo contrasta con los colores de su vagina. El látex me protege mientras sus labios maman el sabor del plástico, chupando el capitalismo. Te aseguro que cuando me persigno frente al Motel, moviendo mi mano arriba y abajo, casi siempre pienso en tu culo en habitaciones lujosas. También eres mi virgen. En una amplia habitación se extiende la exposición de un viajante: Max Pam. La gigantografía central es una mujer con sus pechos al aire; en los muros de las estructuras se agolpan distintos cuerpos,algunos de mujeres negras, toscas; la disposición hace que las veamos de abajo, como asomándose a una desnudez, rozando la vellosidad inferior, donde comienza el verdadero viaje; algunas imágenes no son fotografías sino dibujos no del todo logrados, acompañados de textos que registran la experiencia de acercarse a esos cuerpos en los lugares de origen. Es fácil imaginar a Max Pam trabajando sobre esos cuerpos, él no se encuentra en esta habitación, está recorriendo los maravillosos topless de Motel City. A veces ha de registrar la mirada húmeda de los cuerpos juveniles en tránsito por los pasillos. Esas visiones intensas y frágiles que preceden los orgasmos en las habitaciones. Aunque fuera amanece, los tímidos rayos de luz no disipan la noche en el lugar. La plaza Echaurren vacía, extraña los espíritus nocturnos que la habitan, refugiados en camas propias o ajenas, o en lugares como el Factory, que no se detiene al salir el sol. Pese a que dentro artificialmente siga la noche, la luz por mínima que ingrese por las ventanas causa efecto en los que no desean empezar [24]
el día. El maquillaje ya no está, la ropa ajustada tampoco, así como la pretensión de ser alguien que no se es. Es la fiesta de los desparejados, ya nadie busca ni espera nada, al igual que la solitaria cadena colgada del roído techo. Muchos se sientan, otros beben e incluso bailan, pero de manera natural, la noche acabó, no vale la pena fingir más. Subo por los escalones de madera al segundo piso, buscando los sillones cubiertos con imitación de leopardo. En realidad voy solo en el asiento trasero de un taxi y hablo y hablo, y el conductor jamás se comunica con nadie por radio, escuchamos Charlie Parker y fuera de las ventanas la gente entra en búsqueda de sensaciones en callejones o locales. Yo miro hacia fuera, siempre fuera para no topar con los ojos de quien maneja. Que sabe que no hay lugar que me cobije esta noche. Confío que las luces del camino seguirán infinitamente, que no se acabará nunca la Ciudad Negra. Porque si no estaré donde el aire acondicionado se acabe y si no hay botillerías cerca no habrá como beber ron para calentar el cuerpo ni cigarros. Porque si no debo colocar punto final. Dentro del Motel hay fabulosos topless, en los cuales las chicas se asoman a los pasillos cubiertas solo con abrigos, los mínimos atuendos brillan con la luz fosforescente como las risas; estar aquí no es un castigo, sino una opción de pausa entre los cuerpos que se te cruzan. Aquí las chicas tienen el caño en un local lleno de espejos que reflejan sus espaldas perfectas y desnudas, pues sus trajecitos son sostenidos desde su cuello. Para bailar se disfrazan, y van dejando una estela de atuendos del estereotipo elegido para bajar a montarse brevemente en cada uno de los asistentes, que pueden tocar su cuerpo desnudo, sazonado con aceite para que brillen. Piensas en los propios estereotipos de tu memoria: enfermera, profesora, revolucionaria, y cómo podrías armar un topless [25]
a las anchas de tu memoria, cómo vestiría cada una. Alguna lo haría con jeans negros ajustados solamente, mostrando sus amplios pechos mientras se acerca a ti con una metralleta, otra vestiría de profesora con grandes lentes y una chaqueta abierta, otra haría lo mismo pero con falda y ropa ajustada, la misma que debe provocar masturbaciones a sus alumnos adolescentes; sin traje casi es una menor: boceteada por Klimt en otra vida o desamparada y arrojada pequeña nikita. En el escenario estaría de tu propia reina, bailando heroína de Sumo, como lo hizo varias noches durante su paso por tu habitación, antes de darte su culo. Prohibiéndote tocarte mientras se agachaba, impidiéndote el doble placer/estimulación. Imagina un privado con Claudia, en el cual ella se recueste y le pases la lengua por toda su vagina, largamente, hasta escuchar el gemido grave del orgasmo. O Mona mamándolo, dejando tu río de espermatozoides en su boca, nadando en su garganta. Sería tu propio lugar, nunca más lo tocaría nadie. O tus amigos, los que antes tuvieron alguna de tus mujeres o eran de ellos, en la fantasía de verlas penetradas cuando ya es imposible, tocarte en silencio mientras tienen sexo. Tu reina se sentaría a tu mesa con esos vestidos que se ajustan a sus hermosos senos y culo a tomar y tomar, sin dejar que la toque en mucho tiempo. Entra a tu habitación que es una cabaña desprendiéndose de la Ciudad Negra, y ella se recuesta reflejando su culo en el espejo, y le paso la lengua por su vagina y ano, lubricándola antes de penetrarla. La miro erecto mientras la toco, y ella se vuelve loca. Primero me da su vagina y luego se coloca en cuatro patas y toma mi pene y lo inserta suavemente en su ano en forma circular; me prohíbe moverme, yo me mantengo firme detrás, haciendo fuerza suavemente; parafrasea el ritmo de las olas bajo la madera. La giro sin separarla de mí, y rasguña mis hombros [26]
y brazos, y compartimos el placer y el dolor. Vas por tu hija, piensas inevitablemente en lo que has perdido en este tránsito, una mano, una familia, aprendizajes. Todo es ir y venir. Esperar el dolor cuando estás feliz. Esperar estar bien cuando estás destrozado. Es inevitable. Por lo menos ya lo sabes. Como habitante casual del Motel, no sabes muy bien qué hacer. Volver a trabajar, vivir de prestado un tiempo más. Miro el día dispuesto a salir pero no a volver a fracasar. Pasada la Ciudad Negra se avistan las salidas. Sólo quienes forman temple llegan allá, de vuelta del alcohol y la poligamia. Parten para siempre. No sienten arrepentimiento. No sienten nostalgia. Salen solos, a veces acompañados, La mayor parte jamás saldrá del Motel, deambulan eternamente, mientras su pelo lentamente encana. Perfeccionan la conversación en bares aumentando su poder de seducción. Tocan las mismas canciones, canciones que no crearon, pero que interpretan perfectamente, de a poco se enajenan, olvidando su origen. Pasan el sombrero después de cada actuación, anunciando su miseria. O cantan como yo, esta canción, circularmente.
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] EXPANSIVA ]
colección de nueva literatura latinoamericana 2017 ] La Belle Époque
/ Rita Gonzalez Hesaynes (ARG) ] Los tiempos de una obra
/ Fernando Bogado (ARG) ] Índigo tirando a negro
/ José Villanueva Criales (BLV) ] Motel Ciudad Negra
/ Cristóbal Gaete (CHL) ] Primavera nuclear andina
/ Agustín Guambo (ECU) ] Me llamo Sudor
/ Antonio Chumbile (PER) ] Oh! Yo
/ Willni Dávalos (PER) ] Flores muertas en jarrones sin agua
/ Pamela Rahn (VNZ)
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1ra y 3ra impresión Buenos Aires, enero y abril del año 2017 en los talleres de Dagas del Sur 2da impresión Lima, febrero del año 2017 *siguientes impresiones* en algún lugar de este bello continente disponible y descargable en escriturasindie.blogspot.com
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