Cuentos enredados

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CUENTOS ENREDADOS María José Pardo “PUM”

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Primera edición Abril 2013 @ 2013, María José Pardo “PUM” @ 2013, V. Monahan por la fotografía de portada @ 2013, Andrea Campos, por las fotografías de la autora @ 2013, Cherardo Callejón Mínguez por la fotografía de La Enredadera

Esta obra puede ser distribuida, copiada y exhibida por terceros si se muestra en los créditos. No se puede obtener ningún beneficio comercial y las obras derivadas tienen que estar bajos los mismos términos de licencia que el trabajo original. Depósito Legal: Z 676-2013 Impreso en Zaragoza por Huella Digital

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PRÓLOGO “Espelungrada de grin, de grin-grin cuana” (de una canción de pep4, la sustituta de Pum en Jitanjáfora)

Pum tiene muchas virtudes. Algunas las conocemos y otras no. De las que conocemos, nos quedamos con tres. O, mejor, con cuatro. A Pum le gusta leer. Y el vino. Y la radio. Y compartir. Éstos son algunos de los ingredientes de Jitanjáfora, la sección que Pum dinamiza cada quince días en La enredadera de Radio Topo. Jitanjáfora es un espacio para aprender en torno a la literatura. Todo comenzó un domingo de junio. Celebrábamos los 10 años de La enredadera con una gran fiesta en la Plaza de la Madalena de Zaragoza. Allí nos enredamos vecinas y amigos, oyentes y oyentesas. Una de las personas que nos acompañó fue una chica de pelo rojizo, brillante, y con el gusanillo de la radio a flor de piel. A Pum, como a nosotras cuando empezamos con La enredadera (en junio de 2000) nos apetecía pasar de espectadores a protagonistas. Así nació Jitanjáfora. 5


Pum se enredó, como casi todas, medio en serio, medio en broma. De la mano de los amigos de Malavida, se estrenó en La enredadera con nervios, como no podía ser de otra manera. Empezaba, “Jitan,... ¿qué?”. Eso pensamos Pati y Nacho al oír por primera vez el título de su sección. Aprendimos a decir bien Jitanjáfora y, a partir de ahí, comenzó un continuo aprendizaje. De radio, de literatura, de vino y de compartir. Nos hemos enredado con prosopopeyas, binomios mágicos, librerías negras, juegos de palabras, libros en canciones, sinestesias,... ¡y lo que nos queda! Porque Pum, como nosotras, tiene cuerda para rato. Y saberes. La voz dulce y sensual de Pum llena los transistores y altavoces de literatura. Pum nos recuerda autoras y libros que ya tuvimos el placer de leer y otros que todavía nos quedan por descubrir. Hemos disfrutado de los retos literarios que nos propone y que luego lee en la radio. Hemos jugado cambiando el final de los cuentos populares, hemos dado voz a un objeto, hemos reído con nuestras malas favoritas o nos hemos inventado historias a base de palabras recortadas de otros textos. Billie Holiday nos trae Jitanjáfora y Debussy pone a Pum la música para la intriga, la diversión, la emoción, el costumbrismo, la ternura, el amor y el erotismo de los cuentos de Apolonia (que es como se llama el blog de Jitanjáfora). Estamos encantadas de contar con Pum en nuestra plantilla de loquicuerdos de La enredadera. Juntas, nos divertimos creando: 6


radio, propuestas, secciones, Radionovela Interactiva,... nos salimos del guión e improvisamos. Ya lo decía Cortázar en Rayuela, “andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”. Gracias, Pum, por compartir tu pasión por la lectura. Y por crear este libro con tus cuentos. A ti, lectora, lector, te agradecemos también que te enredes, a través del papel, la pantalla o las ondas hertzianas y que sigas disfrutando de las Jitanjáforas y cuentos de Pum, cada dos domingos en La enredadera de Radio Topo. “Los súper hermanitos”, Pati y Nacho. Los Escartines.

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PRÓLOGO DE LA AUTORA Una tarde de radio en la calle, en la Plaza de la Magdalena, fue cuando pensé por primera vez que me apetecía formar parte de este mundo. Murales en vivo, bailes de salón, charlas, entrevistas, poesía, reivindicaciones, testimonios, música en directo, tebeos, y sobre todo risas, muchas risas. La gente iba y venía. Unas niñas gitanas recorrían la plaza de un lado a otro, sin parar de bailar, sin parar de cantar. Se celebraba el décimo aniversario de La Enredadera. El barrio entero estaba de fiesta. Pasamos una tarde y una noche estupendas. El tiempo acompañaba y celebraba con nosotros, pues la ciudad empezaba esos días a oler a flores y se sentía llegar el calor. Borracha de gente, de vino, de tanto reír, de bailar, de hablar con todos y del humo de los cigarrillos, me senté en una banco frente a La Urbana. Justo a mi lado, un tipo escribía en su libreta. Era una libreta pequeña, de hojas recicladas, con las tapas de cuero marrón. Yo me miraba la falda. Él escribía, revisaba, volvía a escribir, alzaba la vista con el esfuerzo dibujado 9


en su expresión, concentrado. Yo me miraba la falda y metí la mano en el bolso con intención de sacar mi cuaderno. Pero no lo saqué hasta que no se levantó, porque me daba vergüenza. En cuanto se marchó me puse a escribir, casi sin mirar el papel. Registré todo lo que veía. Era un cuadro maravilloso, de esos que no se te borran en toda la vida. Al poco rato, ese mismo tipo se puso frente al micrófono y leyó un cuento. Pensé que a mí también me apetecía leer un cuento. No esa tarde, sino otra cualquiera, un día cualquiera. Me apetecía leer uno de mis cuentos en la radio. Pero, por supuesto, para no variar, deseché la idea enseguida, porque ¿cómo iba a leer yo algo para nadie? ¿A quién podría interesarle lo que escribo? Sin embargo, cuando se lo conté a Xcar, me convenció para que se lo dijera a Nacho. Vergüenza, otra vez la maldita vergüenza. Sin embargo se lo dije, y Nacho estuvo encantado, lo cual me dio fuerza. Llegó el verano. Vacaciones. Todo se queda en letargo esos meses. Hasta La Enredadera se queda en silencio. Y a la vuelta, con las pilas cargadas, nos encontramos de frente con todo revuelto. Eran tiempos de huelgas y mucho movimiento social. Un día recibí un mail de Nacho. Un mail que no esperaba, porque creía que todo lo hablado en aquella fiesta, al calor del vino y la excitación del momento, se habría quedado en el olvido con tantas cosas importantes de las que hacerse eco. Sin embargo ahí estaba mi mail de “colaboradores de La Enredadera”. No era para leer un cuento un día cualquiera, sino para 10


tener mi propia sección dentro del programa. ¿Yo? Me sentía incapaz. Estuve a punto de echarme atrás. Sin embargo ahí estaba mi salvavidas. Otra vez Xcar me insufló seguridad. Así que adelante. Pensé en hacerlo mensual. Al final me lancé a hacerlo quincenal. Nacho me daba total libertad para contar y hacer lo que quisiera en el espacio. Prepararlo, decidir la forma, pensar en contenidos y buscar un nombre fue lo fácil. Incluso elegir la sintonía fue sencillo. Lo difícil vino el día que tuve que ir por primera vez a la radio. Recuerdo que quedamos en La Vía Láctea para preparar el programa, decidir el orden de las secciones, descargar los audios, y para tomarme un vino que me diera algo de valor. Estaba como un flan. Después, mientras esperaba mi turno, los nervios se me pusieron en el estómago, ensayaba, ensayaba, los nervios aumentaban, sudaba, y a punto estuve de vomitar. Qué mala es la inseguridad. Ahora estoy ya en la tercera temporada de jitanjáfora, segunda de la radionovela, esperando que no sean las últimas ni de lejos. Nunca podré agradecerle a Xcar lo suficiente el haberme ayudado con mis tontas dudas, ni a Nacho el darme la oportunidad de participar y enseñarme a disfrutar de cada segundo con los cascos puestos frente al micrófono. Soy una más aquí, parte de esta pequeña gran familia que tantos buenos ratos y tanta ilusión me ha regalado. Gracias a Pati, a Pepa, a Serchio, a Carlos, a Melgares, a Xcar, al otro Carlos, a la gente de antena dislocada, y a todos los que han coincido conmigo en ese 11


s贸tano, por haber compartido mis momentos de radio. Sobre todo gracias a Nacho y a La Enredadera por hacer reales mis cuentos en Jitanj谩fora y a Edurne en la radionovela. Pum

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RAYUELA, LAS MUSAS Y PICASSO Empecé a buscar a las musas por culpa de “Rayuela” y he dejado de buscarlas gracias a Picasso, aunque todavía dude a ratos de si ha sido buena idea, pues no consigo sino emborronar papeles. Aquí sentado frente a mi página en blanco, me cuesta creer que una simple frase leída en un periódico me hiciera desistir de intentar encontrarlas. Pero claro, mientras las buscaba no escribía ni una palabra. Rayuela me despertó el deseo de ser escritor. Una frase pensada y pronunciada por Picasso me mostró que el camino para conseguirlo no era quedarme de brazos cruzados a esperar que llegara la inspiración. Si no hubiese leído aquel libro nunca habría salido desesperado en busca de las musas, dejándolo todo atrás, sin remordimientos, embarcándome en aquel viaje. Si no hubiese leído aquella frase, nunca habría dejado de buscarlas. El poco tiempo que me dejaba libre mi trabajo en la granja, lo dedicaba a leer casi con desesperación todo lo que conseguía que el servicio postal acercara hasta mi buzón. Vivía mi 13


vida a través de lo que me contaban aquellas palabras impresas, y el olor de las páginas me embriagaba más que el de la colonia de las chicas con las que me cruzaba cuando iba al pueblo. Pasaba lejos de mis libros el menor tiempo posible, porque todo era soso y vacío comparado con lo que ellos me hacían sentir. Paladeaba las palabras, las saboreaba, las masticaba, las hacía mías guardándolas en las tripas para poder rumiarlas cuando no pudiera pasear mis ojos por ellas. Sólo existían aquellos mundos. Aquella mañana de sábado hacía frío. Iba hacia el establo cuando escuché venir por el camino, esquivando a duras penas las piedras y los baches, la bicicleta del cartero. Me paré junto al buzón. Sin apenas frenar me lanzó el paquete. Un escalofrío, que nada tenía que ver con la madrugada, me recorrió de arriba abajo. Lo agarré con fuerza resistiéndome a abrirlo todavía y me fui cabizbajo a trabajar. Pero no aguanté mucho: entre faena y faena no tuve más remedio que romper el envoltorio. Leí a toda prisa el primer capítulo, pues no podía leer sólo un párrafo, sólo una página. Incluso un capítulo entero me pareció poco. Si mi realidad ya me parecía pequeña, ahora se había convertido en insignificante. No veía el momento de acabar, de esconderme en algún rincón del granero o de la casa, de apurar aquellas páginas exprimiéndolas del todo. La Maga, París. Podía verla, tocarla, pasear con ella. Todavía no era mediodía cuando terminé. Nunca había trabajado tan rápido. Recostado sobre la paja junto a uno de los 14


ventanos me puse a devorar la historia con ansia. Las hojas bailaban entre mis manos. Iba de adelante atrás sin orden, releyendo anárquicamente. Llegué al capítulo siete: “Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, …” Las tripas se me movieron como nunca se me habían movido, se me fue el apetito, me temblaban las manos, me sudaban los pies. Pensaba que era lo más intenso que había sentido en toda mi vida, hasta que llegué al capítulo sesenta y ocho: “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes”. Aquellas palabras desconocidas, pero tan llenas de sentido, como una melodía que teje imágenes mientras las notas recorren el espacio, describían lo que yo imaginaba que describían, y me deprimieron. Aquellas palabras, que tragué, vomité y volví a tragar, me pusieron de golpe y sin avisar, frente a la gran decepción que era para mí todo lo que me rodeaba. Lo releí hasta que los ojos se me hincharon tanto que apenas veía. Luego estuve varias horas sin moverme,

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con la mirada perdida en ninguna parte, en estado de shock. Aquella misma noche decidí que tenía que ser escritor. Terminé de leer la novela y no lo pensé demasiado. Creo que no le di sino un par de vueltas a la idea tras cerrar el libro. Sin embargo necesitaba una idea, inspiración, algo original. Y sabía quien podría ayudarme con eso. En el trastero del almacén estaba mi libro de mitología griega. No me costó encontrarlas. Ahí estaban ellas, las musas, las hijas de Zeus según algunos, de Apolo según otros. Tenía anotado en el margen “ver Homero”. Homero me llevó a Hesíodo y Hesíodo a Plutarco. Ahora no las quería encontrar sólo por la inspiración. Me había enamorado de ellas, de todas, de las nueve. Ante la horrorizada mirada de mis pobres padres dejé de trabajar en la granja. Me pasaba horas vagando por los cauces de los dos ríos que había cerca. Esperaba ingenuamente toparme con ellas. Las llamaba, les dejaba reclamos, a todas, aunque a la que más buscaba era a Calíope, la de la bella voz, la musa de la poesía, pero suponía que no estaba en condición de elegir. “Tienes que ser paciente”, me decía, “unas diosas, hijas de Zeus nada menos, no van a aparecer sólo porque a un simple granjero le apetezca ahora ponerse a escribir”. Pero mis padres no tienen tanta paciencia como yo, y una noche al llegar a casa después de pasarme todo el día sentado bajo un árbol, me abroncaron: o empezaba a trabajar otra vez en la granja o ya podía ir pensando en alguna solución aceptable porque no iban a alimentar a un vago. No me 16


quedó más opción, a grandes males grandes remedios. Tenía que encontrarlas enseguida. Iría a buscarlas a donde vivían, me haría notar, les mostraría la magnitud de mi necesidad de ellas, las convencería. Con la complicidad de la noche salí por la cancela de atrás con la bici en la mano, vestido de domingo, todos mis ahorros en el bolsillo, el libro envuelto en la ropa interior, y una mochila deshilachada en la que había escrito: “Shakespeare nunca lo hizo”. Seguro que Bukowski no se iba a enfadar por plagiarle. Comenzó mi viaje. Transcurrió como en un sueño hasta que llegué al pie del Olimpo, donde nacieron. Las busqué incluso bajo las piedras, hasta que conseguí enterarme de que vivían en otra parte. Me fui hacia el Este, como me habían indicado, a pesar de que dudaba mucho que estuvieran por allí, entre ruinas, entre derruidos templos, bailando solas entre las sombras de una ciudad muerta. Cualquier otro lugar de aquella región me parecía mejor para ellas. Durante un mes entero anduve dando tumbos. Subía la montaña, la bajaba, entraba en cualquier sitio en el que sonara música, cruzaba a nado los ríos. La gente empezaba a mirarme mal, así que volví a preguntar y me mandaron más hacia el Este todavía, hacia el mar. Era la primera vez que veía tanta agua junta y sentía el olor y el sabor del salitre. Me gustó. Allí sí que podía imaginarlas. Lo primero que hice al llegar al pueblo fue subir a la muralla. Desde allí arriba sentí que la suerte me iba a sonreír. Si no me sonreía iba a tener que improvisar, porque se me acababa el dinero. 17


Miré la llanura sembrada de olivos hasta que empezó a oscurecer. Entonces cerré los ojos un momento para que se me grabara todo aquello, tan nuevo, tan especial. Mis sentidos se agudizaron y escuché música. Escuché voces de mujeres, allí en alguna parte, en alguna de las calles que había a mis pies. No tardé en encontrar el sitio. Era un simple bar, pero allí estaban, las nueve. Parecía una gran fiesta. Todos bebían, cantaban y reían. Quise asegurarme, aunque tenía la certeza de que eran ellas y les pregunté. No podía levantar la vista del suelo, azorado y nervioso. Se que tartamudeé. “Claro que somos tus musas, cielo, invítanos a una copa”, me dijeron riendo. Fue una noche increíble. Talía, la que florece, la musa de la comedia, jugaba a imitar a los demás. Su risa seguro que podía escucharse a calles de distancia. Clio, musa de la historia, y Urania la celestial, musa de la astronomía, las más serias, no dejaban de cuchichear entre ellas. Todas fueron muy buenas y condescendientes conmigo. En ningún momento estuvo vacía mi copa. Yo no tenía ojos más que para Calíope, pero eso no parecía importarles a las demás. La única que pareció molestarse un poco fue Terpsícore, musa de la danza, que no hacía más que decirme que bailara con ella los sones que salían de la flauta de Euterpe, musa de la música. A la mañana siguiente tenía una resaca espantosa, los bolsillos vacíos y la seguridad de que la noche pasada con ellas habría dejado más de una semilla en mí. No iba a escribir un libro sino muchos libros. Seguro

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que ninguno de mis escritores se había ido de juerga con las musas. Quería volver cuanto antes a la granja para empezar mi gran obra. Pero como no tenía forma de pagar un pasaje en algún barco, y no estaban en ninguno dispuestos a dejarme trabajar durante el viaje para pagarlo, tuve que quedarme hasta conseguir el dinero suficiente para volver a casa. Empecé a trabajar en el campo, con un cuaderno escondido bajo la camisa por si acaso. Las ideas podían venir en cualquier momento. Pasaron tres días y no noté ningún cambio especial. La inspiración brillaba por su ausencia. Empecé a pensar que las musas no me consideraban digno de ellas, o que me estaban castigando a su manera por irrumpir en su fiesta. Decidí volver al bar aquella misma noche. Ni rastro. Sólo borrachos tristes en una barra cubierta de vasos de vino. ¿Qué podía hacer ahora? Sólo una cosa: volver con el rabo entre las piernas. Hace dos semanas, en el periódico del domingo, venía una cita de Picasso que me hizo recapacitar. “La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando”. Lo cierto es que había ido en busca de las musas tras la inspiración, pero nunca me había puesto a trabajar, nunca había escrito nada. Así que aquí estoy, frente a mi página en blanco, aunque todavía dude a ratos de si es buena idea, pues no consigo sino emborronar papeles.

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LA BICICLETA Y LOS RAYOS Pablo no sabe cómo va a decirle a su madre que le ha vuelto a alcanzar un rayo. El primero le perforó los tímpanos, le quemó la espalda y le arrancó los empastes. Fue el más fuerte de los cinco. Los otros cuatro han sido cada vez menos intensos. Quizás porque su cuerpo se acostumbra un poco más a ellos con cada uno que le cae. Este apenas lo ha notado. Ha sentido, mientras caía al suelo, como si su columna vertebral fuese un hierro candente que entraba en agua, pero nada más. La que ha sufrido ha sido la bici, que echa humo toda chamuscada. Si no fuera por eso no tendría ni que contarlo, pues nadie se daría cuenta. Su madre se la compró después de caerle el tercero, que al contrario que el de hoy, le hizo sentir frío, como si lo atravesara un trozo de hielo. La bici le sirve para intentar ser más rápido que la tormenta y volver lo antes posible a casa, pedaleando a toda velocidad, un paso por delante de los rayos. Aún así es como si lo persiguieran. Para su desgracia no siempre consigue ser más veloz, 21


con lo cual su madre no lo deja salir a no ser que el cielo esté despejado de nubes. Encima ahora, en cuanto le diga que se ha quedado sin la bici, seguro que no lo deja pisar la calle más que para ir al colegio o comprar sardinas rancias para el almuerzo del abuelo. Se acabaron las excursiones a los acantilados del faro abandonado. Tendrá que encargarle a alguien que se ocupe de cambiar los esparadrapos que mantienen aún entera la gigantesca bombilla, lo que será difícil, porque a nadie le importa una bombilla fundida, por grande que sea. De los ventanales de fuera ya se ocupan los mayores, porque les interesa que no se cuele demasiado el aire, ya que sino las chicas no querrán subir. Su hermano mayor dice que le ha caído una maldición, pero Pablo sabe que lo que pasa es que Dios, o el cielo, o alguien importante, se ha enfadado con él por tocarle las tetas a la Mariola. Le daba envidia ver como el abuelo se las tocaba cuando le daba la gana. Y más desde que se dio el golpe en la cabeza al caerse del sofá. Aún se siente mal por aquello, porque aquel día lo tenía que cuidar él, así que fue un poco culpa suya. Esa tarde se despistó cuando se empezaron a oír las voces en la calle. Casi todo el pueblo bajaba deprisa hacia la rambla. Se llamaban unos a otros, con la excitación dibujada en las caras. Había aparecido un globo aerostático que anunciaba detergente sobre la playa; eso no se veía todos los días. Así que subió al piso de arriba, a la terraza, para intentar verlo. El abuelo, que todavía tenía buen oído pero ya mal entender, quería saber lo que pasaba. Al no obtener ninguna respuesta tras 22


preguntar tres veces, decidió levantarse el solo del sofá. Como lo hizo demasiado rápido, se mareó, dándose un tremendo coscorrón al caerse. El médico dijo que no había sido nada, un golpe sin importancia. Sin embargo, desde entonces, teta que veía, teta que quería tocar. Sobre todo si eran las de La Mariola. Mientras desayunaban en la cocina, Pablo la miraba trastear con las cosas sobre la mesa. Hasta que traían al abuelo jugaba a imaginar que lo que había dentro de aquel escote eran enormes tazones de leche. Por eso siempre llegaba el primero todas las mañanas. Por eso los bizcochos se le deshacían demasiado deprisa. Sus hermanos no tardaban mucho más: también a ellos les gustaba ver el bamboleo mal contenido del trajín de aquellas dos sobre los cacharros. Luego traían al abuelo y, cuando ella se agachaba al lado del viejo con la bandeja de las tostadas, él se las agarraba metiéndole la mano dentro de la camisa a medio abrochar. Su madre miraba para otro lado mientras arrugaba la frente. Santiguándose decía: “Dios mío ¿qué voy a hacer con este hombre?”. “No se apure señora, que a mí las tetas se me quedan en el mismo sitio. Además que así el señor Pablo se queda contento para todo el día y no da mal”, le contestaba La Mariola riéndose a carcajada limpia. Un día, en el pasillo de abajo, después de comprobar antes que su madre estaba en las habitaciones de arriba, le preguntó: “¿también se te quedarían en el mismo sitio si en vez del abuelo te las toco yo?”. “Prueba”, le contestó socarrona. Así que se las tocó. Se le quedaron en

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el mismo sitio, pero a él se le descolocaron los cuadros del pasillo. Esa misma tarde, cuando estaba ocupado con el esparadrapo en el mantenimiento de la bombilla gigante, el cielo se empezó a poner negro. El aire se colaba por las grietas mal tapadas del cristal de los ventanales, revolviendo todo lo que había dentro del faro. Corrió todo lo deprisa que pudo hacia casa, pero la tormenta llegó rápido y un rayo, su primer rayo, le cayó encima sin darle una sola oportunidad. Le costó tres días recuperarse lo suficiente para volver a ir al acantilado. Todavía con los oídos doloridos y la espalda vendada decidió que ya valía de estar encerrado en casa. Hacía un día buenísimo, de sol, de brisa fresquita, de cielo despejado. Su madre le dio una bolsa con fruta y un beso, cogió el esparadrapo y salió contento. Aún no había terminado de subir la empinada escalera del faro cuando escuchó el primer trueno. Unas nubes negras se acercaban a toda velocidad desde el mar. Dio media vuelta enseguida, pero terminó con olor a pelo quemado en el ribazo de un campo. Su madre se pasó la noche con el rosario en la mano, un disgusto enorme, la cara marcada por las lágrimas, ahogándole a besos al mismo tiempo que le daba gracias a Dios por haber protegido a su Pablito. Sólo pasó una semana antes de que le cayera el tercero. Por eso aparte de prohibirle volver a acercarse a las rocas, le habían puesto sobre dos ruedas. Pero él no tenía miedo. Se escapaba siempre que podía a pesar de que, 24


cada vez que lo hacía, acababa pedaleando a toda prisa delante de la tormenta, con los rayos persiguiéndole sin piedad. El cuarto no le habría pillado si no se le hubiese cruzado aquel coche en el camino. Pero de este, como llegó a casa sin marcas visibles antes de que notaran su ausencia, nadie se enteró. Hoy ha aprovechado el caos creado por un cazo de agua hirviendo, derramado por el suelo, para poder escabullirse. Ha salido mientras las mujeres se chillaban, echándose la culpa la una a la otra. Estaban tan ocupadas con la trifulca que ha pasado por delante de ellas sin que se dieran cuenta. De pie delante de su calcinada bici Pablo empieza a llorar. No sabe cómo va a decirle a su madre que le ha vuelto a alcanzar un rayo.

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INCLEMENTE Vicioso enredas mi pelo entre lilas y naranjas, anudando trenzas imposibles. Implacable azotas mi rostro, cruel e insensible ante las lĂĄgrimas de mis enrojecidos ojos. Entrometido hurgas glacial bajo mi falda, escuchas tras mi camisa y hueles mi aliento. NĂłmadas verdes trastocas en ocres, y quiebras las ramas que no las almas. Traidor, que haces tartamudear mis ganas ante tu gĂŠlida severidad, Obstinado en privarme de mi nocturno paseo.

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ENCANTADO DE HUNDIRTE TITANIC Soy un iceberg desde que me cansé de ser sólo hielo indiferenciado del resto. Al principio no me importaba, porque pasar desapercibido viene bien a veces. Lo malo es que uno tiene su orgullo y después de un tiempo empieza a pensar que ya vale de ser un don nadie. Sin embargo lo que me terminó de decidir fue la insulsa conversación del agua congelada que me rodeaba. Todos necesitamos hablar de tonterías, y no es bueno eso de que todas las conversaciones tengan un nivel altísimo. Pero es que lo del agua congelada raya en la vulgaridad. Todo eran cotilleos, destructivos chismes que no me aportaban nada más que dolor de cabeza. Ni siquiera conseguían hacerme reir. De donde yo vengo al agua congelada la llamamos “la portera” por algo. Pero no fueron las únicas razones mi orgullo y la mala compañía. Resulta que de pronto recordé que tenía una misión importante. Entre tanta cháchara sin sustancia me había adormecido y se me había olvidado que estaba aquí para cargarme a los humanos. Para eso me habían enviado, y para eso había viajado a 29


través del espacio desde muchos soles de distancia. En mi planeta nos preocupaba mucho la Tierra. Interminables debates tuvieron lugar antes de que el consejo decidiera que había que envíar a alguien. Fui el único que se presentó voluntario, a pesar de que todos eran capaces de ver la tremenda amenaza que representaba, por la crueldad que se anticipaba en las formas de vida que se iban generando con la evolución. Éramos testigos del potencial tan nefasto que se fraguaba. Lo que había que evitar era que esos seres llegasen a tener una conciencia mayor, que tuvieran el tiempo suficiente como para desarrollar inteligencia. Pero por desgracia, no conseguí hacer mucho. Fracasé nada más llegar, y la evolución siguió su curso mientras yo me recuperaba de un mal aterrizaje. Siguió su curso derechita hacia los humanos. Maldito el día en que aparecieron esos bípedos egoístas que piensan que son los únicos que tienen cerebro. Por haber fallado en mi misión inicial ahora estoy atrapado. Tan sólo conseguí extinguir a los dinosaurios. Meteorito de hielo fui. Y ahora ya veis, un simple iceberg que vaga con la esperanza de ir cargándose humanos a base de hundir barcos. Eso sí, no pienso cejar en mi empeño. Ya les fallé a los míos, así que mi penitencia será no evaporarme hacia el espacio para regresar hasta que no consiga algo importante, algo que me sirva de atenuante para evitar que me disocien cuando vuelva. Ya tengo en mi haber, aparte de lo de los dinosaurios, el diluvio universal y unos cuantos cientos de

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barcos llevados al fondo del mar. Pero no es suficiente. Se acerca un buque enorme. Oigo muchas voces. Esto es genial. Me cansaba ya de darle vueltas a la molécula de pensar. Si me dejo llevar por la corriente de la derecha lo alcanzaré de lado, de forma paralela a su avance, y le haré más daño. Acércate bonito que vamos a bailar un vals mecidos por las olas. ¿Cómo te llamas? Encantado de hundirte “Titanic”.

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RHUMA Y ELLA Rhuma viajaba sola por los caminos de la rutina. Todo ordenado. Todo prefijado de antemano. Todo con una meta o un fín. Todo descafeinado. Incluso el amor, a pesar de su espacio, estaba sujeto a horarios. Un día cualquiera, en la ciudad de LaTorreImposible, se sentó en un banco de una plaza sin árboles. Los codos apoyados en las rodillas, las manos sujetando la cabeza. Miraba al frente, a ninguna parte. Miraba fuera y veía dentro. Se desmontó el alma pieza a pieza, las limpió todas con cuidado, y entonces cerró los ojos. Al día siguiente del día cualquiera, desmontó también su vida. Rompió todas las cuerdas, escapó de todas las prisiones, y sin despedirse, sin equipaje, partió a construirse una nueva.

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Caminó sin rumbo. Sin planes. Un café en cada encrucijada. Una pieza más en su sitio. Tiempo de parar a disfrutar los rincones. Otro día cualquiera llegó a la ciudad de TodoEsPosible. Se sentó en la hierba, rodeada de árboles. Las piernas cruzadas, la espalda apoyada en un tronco. Miranba al frente, a todas partes. Miraba y veía fuera. Entonces vio a Ella, que caminaba sin prisas, como si quisiera sentir cada paso. Ella se sentó también en la hierba. Frente a Rhuma. Se miraron dentro. Se recorrieron el alma pieza a pieza la una a la otra, y después cerraron los ojos. Al día siguiente del otro día cualquiera, Rhuma y Ella se abrazaron bajo el agua, regalándose los cuerpos igual que se habían regalado el alma. Rhuma y Ella caminan ahora juntas, alejándose de la ciudad de TodoEsPosible. Van cogidas de la mano, entregándose en miradas, en busca de la ciudad de PáginaEnBlanco. Quieren empezar a escribir juntas una quimera, y han comprado el bolígrafo de AquíYAhora, que lleva tinta de EnCualquierMomento.

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Cuando lleguen a la ciudad de PáginaEnBlanco, han decidido coger una BorracheraDeIlusiones, y al día siguiente empezar a emborronar las calles, con anhelos y con sueños.

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LA OBRA MAESTRA Miro el libro que hay en el escaparate sin poder creer lo que veo. Sin poder creer que lo haya escrito mi ex mujer. De todas formas no se le escapa a la vista ni a la inteligencia que es un aborto, un insulto a la literatura. Ella jamás ha entendido el significado de esa palabra. Decía que quería escribir, pero sólo porque pretendía imitarme. Hasta se apuntó a cursos, participó en algún concurso y ganó algún premio de poca monta para profanos. Nunca comprendió que yo estaba por encima de todo eso. La conocí demasiado joven. Ya entonces, aunque todavía era un adolescente imberbe, yo tenía muy claro que quería escribir. Así que procuraba vivirlo todo con la mayor intensidad posible, pues leí en alguna parte que para ser un buen escritor hay que haber experimentado primero las cosas. No sé como no me di cuenta antes de su falta de apoyo, de lo poco que me aportaba y lo mucho que me frenaba. Nunca entendió mis sueños, le parecían chiquilladas. Siempre trató de que no pensara en ellos a base de sepultarlos en rutinas y 37


obligaciones. Incluso fue ella la que me forzó a buscar trabajo para comprar un piso cuando se quedó embarazada. Me tenía y me tiene envidia. Por eso ahora, porque no ha podido conseguirlo antes de lo malos que son sus textos, se ha propuesto humillarme con su libro. Es tan sólo otra forma más de intentar ser un obstáculo en mi camino. Pero con esto no consigue su propósito, sino sólo hacerme sonreír con ironía, porque mil escritos suyos no podrían hacer sombra al más simple pensamiento mío. Puso mala cara cuando dejé el trabajo. ¿Cómo es que no lo entendía? Terminaba demasiado tarde de trabajar, y demasiado cansado como para ponerme a escribir al llegar a casa. Necesitaba disponer de todo mi tiempo para materializar por fin esa obra maestra que llevaba en la cabeza. Lo malo es que no contaba con los ruidos de los vecinos. Tenía que salir a pasear para airear la cabeza, porque me la ponían como un bombo. Pasaba gran parte del día en la calle, lo cual me venía bien por otra parte, pues necesitaba documentarme y observar sitios que utilizar de fondo para la acción. Cuando volvía a toda prisa porque se me había ocurrido la escena perfecta, ella regresaba al poco tiempo, me miraba con la cara ajada de mala leche, y a mala leche se ponía a hacer sus quehaceres, molestándome todo lo que podía, a base de rezongar, de renegar, de mover las cosas con brusquedad, de arrastrar los muebles por el suelo, llamándome vago y parásito a gritos. ¡Así era imposible concentrarse!. Tuvo la desfachatez de decirle al juez que yo era un estorbo. Ella sí que era un 38


estorbo. Por su culpa pasaba los días sin poder escribir nada. Por su culpa todos aquellos años fueron perdidos, y no pude cumplir mi sueño de publicar. Qué si haz esto, qué si haz lo otro, qué si yo también necesito mi espacio, qué si tú no eres el único que tiene inquietudes. Todo eran inconvenientes. Mi presencia en la casa estoy seguro de que era vista como una especie de tortura. De forma que cuando me dijo que quería el divorcio me pareció una idea estupenda. Así podría por fin centrarme en mis procesos creativos sin la perturbación del sonido de la aspiradora o las quejas de esa voz chillona cuando regresaba del trabajo y me encontraba inmerso en la planificación de mi novela. Nunca supo respetar mi necesidad de espacio y de silencio. Me marché a vivir a la cabaña que tenía en el pueblo. Dejé que se quedara con el piso, con el coche y todo lo demás. ¿Para que los quería yo? A mí me sobraba con tener un sitio tranquilo donde componer frases, inventar diálogos, crear personajes y confeccionar situaciones. No tenía tiempo para perderlo entre juzgados y peleas por tonterías. En la cabaña todo era perfecto salvo el frío que me atenazaba las manos por las mañanas. Mi mejor momento creativo es el amanecer, pero con los dedos congelados no podía sino quedarme en la cama hasta que el sol entraba por la ventana y caldeaba el ambiente. Allí tumbado aprovechaba para reordenar los capítulos que imaginaba en el bar del pueblo por las noches mientras observaba a la gente mientras me tomaba un vino. Es tarea indispensable observar a la gente, 39


analizar sus gestos en las distintas situaciones de la vida, para que luego los personajes de ficción sean reales a ojos del lector. El vino ayuda en la tarea. Además del frío, me encontré con otros inconveniente en la cabaña. Uno fue que el tener que cuidar el huerto para poder comer me quitaba mucho tiempo. Si hubiese podido contratar a alguien que me arreglara la casa y guisara, entonces todo habría sido distinto. Luego llegó el verano, el calor era intenso, se me entumecían los sentidos con el sopor. Sólo a última hora de la tarde me encontraba despierto y con la mente despejada, pero ya no quedaba luz natural, y a mí me gusta escribir con luz natural. Sin embargo, a pesar de los contratiempos, era optimista; estaba seguro de que al día siguiente no vendría ningún pájaro a estorbar con su canto y me sentaría ante el papel. Parezco un pasmarote aquí delante del escaparate. Pero es que no puedo creer lo que veo. No puedo creer su torpe forma de venganza. Desde luego no pienso leerlo. Seguro que está lleno de filosofadas de perogrullo y frases empalagosas de serie romántica para mujeres vacías. Mejor me voy al asilo, porque ahora sí, ahora en la residencia he encontrado el lugar perfecto para escribir. ¡Y se va a enterar! Se enterarán todos lo que no han creído en mí. ¡Sobre todo ella! ¡Ahora se va a arrepentir! Porque lo que tengo en la cabeza es una auténtica obra maestra.

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TRES GOLPES La calma reinaba en la casa. El sol del mediodía entraba por la ventana de la cocina. El calor y la luz daban de lleno en la caja de cartón apoyada en el alféizar que hacía de casa, por el momento, para los tres polluelos. Estaban apretados uno contra otro, delante de una botella pequeña de plástico, que ocupaba casi todo el espacio, llena con agua caliente para hacerles de estufa. Eran tan pequeños que todavía tenían los ojos cerrados. Su piar, aunque continuo, sonaba débil. En una esquina, en silencio, la madre. amamantaba al bebé que llevaba en brazos, apostada en el camino de la luz, en el camino del calor, al ritmo acompasado y lento de la mecedora. Observaba con ternura a su hijo mayor, que con las negras hebras de pelo cayéndole sobre los ojos, de puntillas para llegar a verlos, paseaba los dedos con delicadeza por el plumón de los polluelos. La madre terminó de alimentar al pequeño, se recompuso la ropa y salió susurrándole una nana en busca de la cuna. 41


Todo estaba en silencio, lo que ayudó a que se durmiera enseguida. Mientras lo arropaba, escuchó uno, dos, tres golpes sordos. Tres fuertes golpes que no sabía reconocer, pero que venían de la cocina. Asustada salió a comprobar qué podía haber sido. Quizás su hijo se había hecho daño. Pero no, eso lo habría sentido dentro. Mientras caminaba por el pasillo sintió una corriente fría de aire, lo que le hizo apretar el paso. No era mucho el trozo que tenía que recorrer, pero llegó sin aliento. Se apoyó en la jamba de la puerta sin poder contener su asombro ante la escena que tenía delante. La ventana estaba abierta de par en par. El niño, subido en una silla, estaba de pie mirando hacia la calle. Al percatarse de su presencia se giró hacia ella, aún con la botella en la mano, ensangrentada y cubierta de pelusilla. Sonreía tranquilo. Despacio bajó de la silla, se acercó a su madre, que seguía inmóvil mirándolo como si no lo reconociera, la cogió de la mano y le dijo: “Ya está mami. Ahora ya no nos quitan más, ni a mí ni a mi hermanito, ni la luz ni el calor.”

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EL PAN DE CADA DÍA Desde que soy cartero conozco mucho mejor a mi ex mujer. Cuando concluye su jornada laboral, el día no ha hecho más que empezar para ella. Termina con las rutinas de trabajo sin prisas ni agobios, con una sonrisa de satisfacción, porque ahora el tiempo será todo suyo. Segura de sí misma se dirigirá hacia casa, animándose a disfrutar del paseo. Le encanta que el eco de sus tacones se escuche por las calles del casco viejo; por eso los hace chocar con fuerza contra los adoquines. El vaivén de sus caderas, insinuantes a través de la ajustada falda, unido a la voz de sus pies enfundados en medias de seda y zapatos a lo años 60, harán que más de uno se gire a mirarla. Los tenderos se acercarán a los ventanales en busca de sus sugerentes saludos. De la pastelería saldrá la ronca risa del pastelero, mezclada con el dulce olor a caramelo y chocolate, a la vainilla de las galletas, a la 43


canela de la leche merengada. Cuando sacuda su melena ante la puerta, todos los hornos se pondrán a funcionar a un tiempo; la masa del bizcocho se esponjará en una sinfonía de mantequilla y frutas; Un beso de miel será lanzado hacia el interior, y un guiño insinuado hará de trampolín al deseo. Siempre ha llamado la atención por su imagen trasnochada y glamurosa. Siempre perfecta. Siempre con los labios pintados de rojo. Siempre con la mirada al frente. Su alegría es el pan de cada día para el chico de la frutería. El perfume de su pelo hace que la vida tenga sentido todavía para el vendedor del kiosco. Ella, que no es ajena a nada de esto, les regala cada tarde su paseo; deleitándose en saborear el placer que le produce toda esa admiración. Llegará a casa todavía con la sonrisa fresca. Se desnudará despacio frente al espejo, quitándose primero la falda. La gusta ver sus piernas enfundadas en esas medias. Medias de seda de línea perfecta, de costura alineada con sus curvas, hasta medio muslo, ni más ni menos. Saboreará el contraste de la negra seda con el blanco inmaculado de su piel, ni siquiera por el sol profanada. Se admirará unos instantes en ropa interior, bajará de sus tacones, soltará el liguero y se quitará las medias como si estuviese en una sesión de fotografía para Elvgren. Baño perfumado con olor a violetas amenizado con vino blanco y chocolate negro. El ritual de la belleza sin prisas. Su parte favorita es abrir el cajón de arriba, siempre en perfecto 44


orden, repleto de medias negras de seda, envuelta en un albornoz blanco, descalza, mientras tararea un blues. Cuando suene el timbre, justo a esa hora de penumbra que precede a la noche cerrada, ella estará perfecta. Perfecta para que ahora, después de haber seducido a media ciudad, la seduzcan a ella. Mañana, con las cartas al hombro, volveré a seguirla. Mientras estuvimos casados no supe verla. Nunca me fijé en sus medias de seda negra.

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LA CHICA PÁJARO El sendero que discurría paralelo al río estaba casi por completo cubierto de caracoles. Había llovido durante toda la noche, y ahora se arrastraban en desorden exponiéndose a terminar en una cazuela. Hasta los patos habían subido a verlos desfilar. No tardaría mucho en aparecer la gorda del hotel, armada con un número infinito de bolsas. Y es que desde que se había caído por las catorce escaleras, todo lo que pasara de catorce le parecía infinito. Decidió que no le apetecía contemplar el espectáculo de verla agacharse con cara de lujuria. Mucho menos aún el ser espectador de como mostraría, al hacerlo, sus bien alimentadas piernas. Hizo una ligera mueca de asco, porque visualizó, sin pretenderlo, las enormes bragas de algodón blanco que no conseguiría esconder la falda llena de lamparones. Se alejó de allí. No quería encontrarse con la gorda ni con nadie. Las garzas, más serias que los patos, seguían congregadas bajo el puente, en la misma posición que el día anterior. Las saludó al pasar, pero no le contestaron. Sin embargo, los sauces 47


movieron las hojas, alegres de verlo, cuando pasó junto a ellos. Y eso que los interrumpió, (esperaba que no fuera nada importante), en pleno susurrar con los robles. Cuando creyó que ya no había riesgo de tener que socializar, se sentó en un banco. Poco le importaba que estuviera mojado. Quizás le saliera un dedo más con la humedad. Eso sería genial porque un hombre nunca tiene suficientes dedos. Consiguió encontrar un cigarrillo en el forro de su sombrero, lo encendió, y se puso a mirar la otra orilla mientras fumaba. Tenía que buscar otro parque, porque en este, después de ya infinitos días, todo se le había hecho tan familiar que se le volvía transparente al mirar. Cuando pasara el tiempo necesario para que hubiese algún cambio, iría por allí de nuevo. Con tristeza se fijó en que hasta faltaban los reflejos en el agua, incluído el suyo. Los peces ya no le sonreían, sino que lo miraban aburridos. Eso pasaba. No se le hizo raro ver a la chica pájaro. Bajó casi sin rozar el suelo hasta el agua, en un planeo ligero, pero sin dejarse llevar del todo por la corriente de aire. No volaba mal. Se remangó la falda de colores hasta la cintura, caminó hacia el centro del río y cogió un pez con la mano. Será su desayuno, pensó. Siempre la miraba más y mejor que a cualquiera. Le llamaba la atención cada vez, quisiera él o no, por culpa de esas ropas de papagayo. No es que no mirase ni se dirigiese a los demás porque tuviera miedo de la gente, como decían por ahí; lo que pasaba es que todos le parecían estúpidos porque no sabían hablar bien. Sospechaba que la chica pájaro igual sí sabía hablar. 48


No tenía nada que hacer en todo el día, así que pensó en seguirla. Le vendría bien llenar el vacío con algo, aunque fuera con un rato de la vida de ella. Lo mismo podría tener quince años que treinta que cincuenta, pero la llamaba chica. Cuando no volaba, (y no solía volar mucho, más bien se limitaba a levitar sobre el suelo mientras se desplazaba),caminaba con saltitos como de picaraza, impulsada por el aletear de colibrí de su melena hecha de plumas de cuervo, así que era fácil no perderla de vista. Se dio cuenta enseguida de que se dirigía al hotel. No le apetecía nada volver por el mismo camino, pero la curiosidad ya se le había agarrado a las piernas y lo llevaba en volandas tras ella. Habría preferido dar un rodeo y así de paso quizás capturar algún libro de los que picoteaban en la calle siete. El sendero seguía cubierto de caracoles pese a los esfuerzos de la gorda. Culo blanco, pensó. Se quedó petrificado en el sitio cuando la chica pájaro se puso en cuclillas a su lado, le plantó un beso en la mejilla y le cambió el pez por un caracol. Estuvo inmóvil un buen rato, sin poder regresar al modo humano, porque no conseguía procesar que alguien pudiera darle un beso a la gorda y sonreír al mismo tiempo. Poco a poco lo consiguió, aunque le había quedado una esquirla torcida en el gesto. No le gustaba petrificarse, porque luego se quedaba helado. Aún tiritaba cuando salió del parque y cruzó la avenida. Ya en el hotel se sentó dentro de la cafetería, al fondo. La chica se había quedado en la terraza, al sol, rodeada de sus cosas. Siempre 49


iba cargada. Se estaba tomando una taza de chocolate con violines. Él, menos original, se pidió un agua esmaltada con tropezones. El hijo de la gorda estaba todavía dormido, lo cual no le impedía ronronear como un idiota. Casi le tira el agua por encima al traerle la taza, pero aún así no quiso ser maleducado y le pagó con uno de sus mejores maullidos. Debió de ser un buen maullido, porque ella miró hacia donde estaba y le dedicó una sonrisa que casi le prende fuego. Tuvo que resoplar trece veces, casi infinito, para volver a la temperatura normal. Ella tenía la mesa llena de sobres. En uno metió una pluma de color turquesa con un poco de tierra blanca. En otro un pétalo de margarita enrollado en un cable pelado. En otro una servilleta del bar con un beso de carmín violeta donde escribió algo. En otro un jirón de nube con una concha para que le diera conversación. Y así hasta el infinito, una y otra vez,porque fueron más de catorce veces catorce. Cuando hubo terminado de cerrar todos los sobres, se puso a escribir en la parte de atrás de una hoja de propaganda, que se metió después en el bolsillo. Escribió mucho rato. Cada poco hacia paradas para mirar hacia arriba, o hacia abajo, mientras se daba golpecitos con el lápiz en la barbilla. Su maullido al pagar fue gracioso, de sabor rosa pero de color picardía, con un puntito de acidez irónica en el resto. Pasó toda la mañana dejando los sobres en los lugares más insospechados: entre libros en la biblioteca, en bolsillos de chaquetas ajenas, medio escondidos en los paraguas de unos grandes almacenes (donde por cierto se 50


dedicó a cambiar los precios de sitio), enganchados en las esquinas de espejos de lavabos públicos, cogidos con pinzas en setos de parques, encima de contenedores de basura, en cestas de la compra en los supermercados, bajo ramas o piedras en bordes de caminos, sujetos con alambres en vallas de jardines, e incluso de adorno en las botas de una zapatería. Se quedaba algunas veces un rato, en modo de revoloteo indiferente, un poco alejada, para ver quien cogía el sobre. Llevaba una libreta cosida en la manga donde escribía sin prisa después de cada hallazgo. A medio día se dio cuenta de que ella sabía que la seguía. Le dio vergüenza, pero la curiosidad aún lo llevaba en volandas. Se dio cuenta porque le lanzó otra sonrisa incendiaria. Una tercera y no podría resistir la tentación de hablarle, aunque algo le decía que no iba a pasar tal cosa. Después de comer, tumbada boca abajo sobre el agua de una fuente, sin llegar a tocarla, escribió un poco más en el reverso de la hoja de propaganda. La volvió a meter en el bolsillo y en un discreto vuelo se plantó al otro lado de la calle en el tiempo que cuesta un parpadeo. Le gustaba verla volar. Las ropas le flotaban y podía ver el destello de su piel blanca en los descuidos de los pliegues. Se dirigió a la estación de tren. No sabía en qué momento ni donde la habría cogido, pero ahora llevaba una maleta de cartón forrada de fotos en blanco y negro. La dejó en un rincón de las taquillas, subió a un tren para sembrar los guardaequipajes con sobres, y bajó antes de que arrancara. Se quedó a esperar suspendida a 51


media altura. Un viejo se acercó a la maleta, la miró un buen rato pensativo, la abrió, y cuando miró dentro pareció que la felicidad lo secuestraba. Luego se fue a sentar frente a la vía, sin dejar de mirar hacia las taquillas. La había visto llenar los sobres, pero esa maleta lo intrigaba. ¿Qué habría en ella? La chica pájaro se fue tras anotar lo que fuera con fuerza y la lengua fuera en la libreta de la manga. Pero él no se fue: ya la volvería a seguir otro día. Cuando el viejo se marchó, después de un rato que le pareció catorce veces catorce veces catorce, abrió la maleta. También a él lo secuestró la felicidad. Y no estaba acostumbrado. Le gustó. Le gustó más aún que comer chocolate y beber café caliente al mismo tiempo para que se le derritiera en la boca. Cuando consiguió recuperarse, se fue hacia casa. Al entrar al portal miró despreocupado el buzón en un acto reflejo. Dentro había una red verde con caracoles y una hoja de propaganda escrita por el reverso. Empezó a leer mientras subía las escaleras: “¿Así que me llamas la chica pájaro?. Me gusta. “

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UNA HABITACIÓN CUALQUIERA Gerardo entra decidido en la recepción del hotel, deja el maletín en el suelo, y con su mejor sonrisa le dice a la mujer: “quiero dormir en la cama en la que durmió Rachel Welch.” Desde la puerta que da paso al restaurante, un acartonado Clint Eastwood, de tamaño natural, parece guiñarle el ojo, cómplice y socarrón. Ojalá esta vez tenga suerte y la habitación trescientos trece esté libre. Desde hace más de dos meses viene cada quince días por trabajo. Como termina demasiado tarde, le toca hacer noche aquí, lo cual no le hace gracia, porque no le gusta dormir fuera de casa, en una cama que no es la suya, sin el culo de su mujer al lado. La primera vez se enfadó al mirar la hora y percatarse de que no llegaba a coger el tren de vuelta. Se quedó parado en la esquina de la calle, con cara de cansado, mientras los demás le insistían para ir a tomar una copa. Les dijo que lo único que le apetecía era quitarse el traje y descansar un poco. En otra ocasión quizás. Lo mandaron a un hotel céntrico y de 53


buen precio. Añadieron que allí había dormido una vez Raquel Welch, lo que provocó que le subiera la temperatura un poco más, (si eso era posible, porque hacía un calor obsceno), con la imagen del bikini prehistórico que lucía en la película “Hace un millón de años”. Dio la vuelta a la esquina, a la altura que le habían señalado, y se encontró en pleno regocijo de terrazas, en pleno festín de jarras de cerveza, de bocadillos y piernas desnudas que asomaban por minifaldas demasiado cortas para su gusto. Quería llegar al hotel cuanto antes, llamar a casa, tomar una cena ligera y acostarse, pero la imagen del bikini, aquellas jarras frías y aquellas piernas, le secaron la boca de pronto, así que se sentó en la primera mesa que vio vacía. No podía quitarse de la cabeza la imagen de la Welch, y miraba con descaro, aunque sin pretenderlo, a todas las chicas de melena larga, aunque fueran morenas, con las piernas al aire. Las comparaba con ella mientras reponía los recuerdos de sus películas. Sintió inquieta la bragueta al volver a verla ducharse bajo un depósito junto a la vía del tren. “Cien Rifles” se titulaba aquella película, y la rodaron allí al lado, como la de “Hannie Caulder”. A veces tener tan buena memoria era una tortura. Llegó temprano al hotel. La recepción estaba llena de fotos de actores. La mujer que le atendió, cuando le dijo que era la primera vez que estaba en la ciudad, no paró de hablar. Allí se habían rodado muchas películas y su familia había tenido el honor de conocer y hacer amistad con actores importantes. Aquel de la foto de arriba a la derecha era su abuelo con 54


Peter O`Toole, que tenía aire de ser Lawrence de Arabia de verdad. Allí estaba el tío Esteban con Omar Sharif, al que le gustaba demasiado el vino viejo. Qué guapa era Claudia Cardinale, pero demasiado altiva para dejarse ver con la gente normal, así que se aislaba al terminar de rodar en el Cortijo Romero, que más tarde compraron los Beatles. Allí fue donde John Lennon escribió “Strawberry fields Forever”. Clint Eastwoodd si que era majo, y llano, uno más vamos. Pero la única que había dormido en el hotel había sido Raquel Welch, porque un día, mientras hacía “cien rifles” (que casualidad, justo su favorita), en vez de irse directa a donde la tenían alojada, se vino de tapas. Bebió alguna cerveza más de la cuenta y la trajeron Sancho Gracia, (con el que por cierto tuvo algo, que de eso ella se había dado cuenta), y Paco de Lucía, que era sólo un crío entonces y andaba con la guitarra a cuestas todo el día solo para complacerla. Era la habitación trescientos trece. Cada poco tiempo llevaban el colchón a “restaurar”, porque no lo habían cambiado desde entonces. Gerardo puso cara de sorpresa: no sabía que se pudieran restaurar los colchones. Cada quince días repite la rutina en la que busca quedarse solo para poder obsesionarse a sus anchas con la Welch. Ninguna de las veces ha aceptado las copas que le ofrecen al terminar el trabajo. Son todos unos golfos y se siente incómodo con sus conversaciones. Prefiere beberse tranquilo una jarra de cerveza con su bocata de paté, jamón y anchoas, llegar al hotel temprano, preguntar si la habitación trescientos trece está libre, porque 55


tiene la extraña fantasía de dormir allí, donde ella estuvo, sobre el mismo colchón que estuvieron aquellas increíbles piernas, escuchar que no lo está, oír las historias de cine de los dueños un rato, sentarse a beber una última cerveza en el bar que parece sacado de una peli del Oeste, llamar a su mujer, darse una larga ducha, y tumbarse en la cama bajo el ventilador a esperar el sueño sin que pase nada especial. Sólo una vez tuvo una mala noche, porque le dieron la habitación trescientos doce, y la presión en su entrepierna y su cabeza eran demasiado como para poder conciliar el sueño. “Hoy sí que está libre Gerardo”, le dice la mujer con una sonrisa. Gerardo deja de sudar de pronto. No esperaba que lo estuviera. Se había acostumbrado a escuchar el “no, hijo no, que esa habitación está muy solicitada”. Hoy pretexta un dolor de cabeza, apenas habla con los dueños, se bebe de un trago la cerveza y acorta la conversación con su mujer. Sube a la habitación, se da una ducha más larga de lo habitual para calmar la ansiedad, se tumba sobre la colcha bajo el ventilador, y piensa: ya estoy en la misma cama en la que durmió Raquel Welch, ¿ahora que?. No tarda ni cinco minutos en quedarse dormido.

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CREO QUE PODRÍA QUERERTE SIEMPRE El viejo se levanta despacio de la cama con los ojos sonrientes. Siente caliente el corazón porque el último aliento del sueño le ha dicho: “creo que podría quererte siempre”. El sol apenas asoma entre los dos picos que enmarca la ventana. Al mirar por ella desde la cama, el cielo le parece una fruta madura. Se despereza despacio, con esos movimientos rutinarios acompasados con los años. Se levanta todavía más despacio, con la felicidad asomada hasta en las manos por esas palabras que le laten con fuerza en el pecho, en la cabeza y en las tripas. Sale al cuarto grande, se prepara un té, abre la puerta y sale fuera a atrapar la brisa. Aún quedan días de frío, pero ya las primeras flores han comenzado a salir. Mientras acompaña el ascenso del sol, con la taza de té en la mano y la mirada vagabunda, empieza a cobrar fuerza la idea de que tiene que ir a verla. Sencillamente porque quiere verla. Le llevará unas margaritas, que son las que más le gustan. 57


Busca las más grandes, las más bonitas, y las protege con unos papeles, no se vayan a estropear en el camino. Se sienta en la silla del porche con ellas en la mano. Ya no puede ver el sol, pero sabe que está alto. Espera a que empiece a descender para comenzar a caminar ladera abajo alejándose de la cabaña. Deja la puerta abierta, como siempre: alguien podría necesitar refugio esta noche. Su caminar es lento, tranquilo. No así sus recuerdos. Se atropellan, se entremezclan, forman jirones de bruma que tratan de ocultar las cosas que decidió olvidar, aunque sin mucho éxito. Sin embargo, ya no le duelen como antes. No tiene prisa. Hay tiempo suficiente para ponerlos en orden. “¿Cuánto tiempo hace?”, piensa. Da lo mismo. Ella sigue teniendo los mismos ojos, y lo mira todavía con la misma intensidad que aquella noche. Cada vez. Por eso no puede evitar acercarse a buscar su calor todo lo a menudo que le permiten las obligaciones y la salud. A pesar de los años. Aquella noche la tiene grabada a fuego. Puede oler la chamusquina en el aire. Puede verse huyendo entre los campos de maíz. Corría como alma que lleva el diablo delante de los que hasta hacía muy poco habían sido amigos suyos. Esquivaba por instinto las balas, mientras aguantaba las lágrimas de rabia a duras penas. Con el cuerpo magullado y el estómago vacío intentaba sacar fuerzas de donde podía. Consiguió despistarlos y encontró un granero. Agotado como estaba casi se quedó dormido entre la paja. No tardaron mucho en acercarse, y pudo oír una voz de mujer que hablaba con 58


ellos. Una voz suave y dulce. La conocían, y la respetaban. Se notaba en la forma que tenían de dirigirse a ella. Nadie elevó el tono. Les ofreció vino y pan con manteca mientras lo registraban todo. Aún se pregunta cómo no lo encontraron. Está seguro de que intervino algo más que la suerte, pero poco importa ya. Se marcharon, pero al poco rato, esa voz, la voz de ella, que intentaba no mostrar signos de miedo, gritó: “¿quién va?. Sé perfectamente que has entrado aquí”. Se enamoró nada más verla. Parada en la puerta entreabierta, con un fusil torpemente aferrado, a contraluz del fuego que arrasaba los campos en su busca, le hizo sentirse niño de pronto. Y otro fuego muy distinto casi hizo arder el granero. El fuego que salió de él, alimentado por la mirada de ella cuando se acercó a curarle las heridas. Ninguno de los dos dijo nada. El sólo podía bajar la vista. Se olvidó de todo lo que acababa de suceder dejándose envolver por el olor a canela y jazmines. Los cuerpos se invadieron.. Quedaron los maderos desvencijados de tanto crujir. Estuvo más de un mes escondido. Ella lo cuidaba, lo alimentaba. Juntos hicieron un agujero bajo el nido de la clueca, donde se metía en los registros, cada vez menos frecuentes. Ocupaba el día en hacer los trabajos que no requerían salir al exterior, en espiar por los agujeros, en atisbar entre las grietas. Tallaba desde animales hasta flautas en las maderas que encontraba. Se los metía en el delantal cuando no se daba cuenta. Por las noches, ella le enseñaba a leer, le contaba historias de países 59


lejanos, le mostraba dibujos de mundos imposibles. Cada mañana, al despertar, allí estaba su cuerpo. Allí estaban esos ojos que le cauterizaban las heridas. Cada mañana, al despertar, ella le susurraba: “creo que podría quererte siempre”. Él se pellizcaba, porque aquello sólo podía ser un sueño. Después llegaron los miedos, las añoranzas, las rutinas que le dejaban suficiente espacio en la mente para pensar. Demasiado tiempo encerrado entre cuatro paredes para quien había perdido la costumbre de la paciencia. Tuvo que salir a buscar un poco de algo que salpimentara la miel. Se marchó de madrugada. Aprovechó el momento del sueño confiado tras la felicidad del cuerpo. Lo atraparon a mediodía, magullado, medio ahogado entre los juncos de una charca. Los sentidos se le habían atrofiado en la suave corriente que compartía con ella, dejándolo expuesto, no sólo a sus enemigos, sino también a su propia humanidad. Le dieron a elegir: eligió traicionarla para sobrevivir. Mientras la detenían no dejaba de buscar en ella una señal de odio, pues él se odiaba por haberle hecho algo así. Pero permaneció altiva e inexpresiva, sin oponer resistencia. Una lágrima asomó a sus ojos el único instante en que dirigió la mirada hacia él, queriendo arrancarle el alma al tiempo que le regalaba la suya. Ese “te perdono, lo entiendo todo” expresado sin palabras, hizo que se sintiera peor todavía, como si le arrancaran un pedazo. El viejo llega al pueblo cuando ya casi se ha puesto el sol. Ella está en la puerta, 60


esperándole, oliendo a canela y jazmines. De alguna forma ha sabido que venía. Lo sigue con la mirada mientras se acerca. Cuando llega a los escalones, alarga la mano para coger sus margaritas. Las huele mientras él amedrenta el aire que queda entre ellos. Se funden en un abrazo largo, un abrazo con todo el cuerpo, un beso que los hace temblar como la primera vez. El tiempo se para: es niño de nuevo. Mientras atraviesan la puerta ella dice: “creo que podría quererte siempre”. Y el viejo, sonriendo, se pellizca.

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LA TUMBA DEL SEPULTURERO José, el día que lo mataron, se levantó temprano porque tenía que cavar la fosa de una tumba doble. Unas campanas nocturnas habían tocado a mortichuelo, y así supo que los gemelos habían muerto. Como andaba en tratos con el insomnio de la vejez, decidió aprovecharlo y empezar a trabajar antes de que vinieran a meterle prisa, que ya no estaba joven y el trabajo se le hacía cada vez más cuesta arriba. A estas alturas estaba cansado de la vida, así que en cuanto le faltaran las fuerzas para ganarse el sustento, atentaría contra ella antes que pedir limosna. Al levantarse despertó sin querer a su mujer, lo que le valió discutir con ella. Casi le suelta un sopapo para que se callara: que si a donde vas a estas horas que todavía están los búhos de caza, que si estás malo y te va a dar el colerín, que si aunque sea Agosto seguro que va a caer rosada, que si luego tus huesos me duelen más a mí que a ti, porque me cargas con el trabajo extra de preparar las cataplasmas, que si las campanas bien podían decir otra cosa. 63


Pero él sabía bien lo que anunciaban, y lo habría sabido aunque no hubieran sonado: Su olfato ya había sentido la muerte, y no era una sola, que esta vez se le había agarrado a la garganta. Tendría que beberse una jícara de chocolate para que le bajara a las tripas, aunque mejor sería no desayunar, que sentía el estómago revuelto. Aún se levantó la Antonia de la cama y le quitó el ceñidor y las llaves del fosal en un último intento de que no se fuera. Le dio pena verla tan vieja, así que no se quitó el cinturón como otras veces, y la dejó que se le pasara el arrebato mientras terminaba de vestirse, se refrescaba la cara y se quitaba las legañas. Que yo sé bien lo que anuncian, le decía, que los gemelos de la del horno, la de los panes de moño, pillaron calentura, de las que no curan fácil, con la tormenta de la semana pasada, pero allí estaban al otro día, de madrugada, en la puerta grande, con los ojos brillantes y los brazos blandos, preparados para el reparto, que no consiguieron terminarlo, que les tuvo que echar una mano el chaval del granero de los piensos, que los llevó a casa y terminó el reparto por ellos, y la del horno, que no es roñosa, le metió unas monedas en el bolsillo y le dio pan para su casa, para toda la semana, que los panes esos, si los dejas al fresco y en sitio oscuro, con un trapo por encima, están tiernos igual después de un puñado de días, aunque yo prefiero que me cruja la miga entre los dientes, que no se me hunda el cuchillo al untar la manteca, y que no parezca aquello comida de patos cuando pongo las sardinas con aceite encima. Y los gemelos en la cama, que la fiebre 64


no les bajaba, que les subía, y decían cosas de fiebre, como si estuvieran locos y vieran cosas raras. El médico ya dijo desde que los vio la primera vez que la cosa estaba mal, que no creía que salieran de esta, así que la del horno, antes de empezar la faena, se va a la iglesia a rezarle a la virgen. A mí me da grima la virgen. La campana ha tocado a mortichuelo por los gemelos, que yo lo sé bien. José, el día que lo mataron, se levantó temprano y salió de casa cuando todavía era noche cerrada. Que la Antonia dijera lo que quisiera, porque las campanas habían sonado a muerto, que lo notaba en las tripas, y en los pies, y en las manos. Que olía a muerto reciente, y las piernas se le habían puesto temblonas al meterse la camisa y ajustarse el pantalón. Camino del cementerio intentó pensar en otras cosas, pero sólo le acudían a la cabeza los pesares de la casa, y se acordó de su hijo en la cárcel, que maldito el día en que le dio por matar al guarda por haberle guiñado el ojo a su hermana, que lo de arrancarle a su marido el brazo de un balazo no fue lo mismo, que bien se lo buscó por haberla pegado, que se le hacía bilis de pensar en los moratones que llevaba la pobre cuando se volvió a vivir con ellos, y bien sabe él que no es feliz, que necesita un hombre, y que le culpa más a él que a su hermano de todo lo que le ha pasado. En la casa eran cuatro amargados, él, la mujer, la hija y el nieto, que aunque ya iba siendo hombre, aún tenía cosas de chico, como lo de ir a nadar al canal con los Carrañas, porque ¿qué se le habría perdido a él en esas compañías?, que además no le gustaba nada que 65


se acercara al agua, que a ver si se iba a ahogar, pero claro, el chico sabía nadar, no como él, pero es que a él el agua como que no, que a no ser que estuviera malo, ni la bebía. José, el día que lo mataron, se levantó temprano y caminó despacio camino del fosal. Mientras pasaba por debajo de los olmos que bordeaban la salida del pueblo, intentó alejar las cosas que lo ponían triste, y en estas que sin apenas darse cuenta, de pronto ya vio las sombras de los cipreses, recortadas contra el cielo casi negro, por encima de la todavía más oscura sombra de la tapia del cementerio. Sin prisa se puso a preparar las herramientas. Sin prisa empezó a cavar, y para no masticar la soledad ni la presencia de los muertos silbaba entre dientes, bajito para no despertar a las almas en pena. Se notaba triste, se notaba el estómago revuelto, se notaba viejo, cansado y sin ganas. No llevaba ni una hora con la pala cuando sintió que alguien se acercaba por detrás, pero no le dio tiempo a volverse, y cerró los ojos cuando el punzón le entró en el cuello. Apenas se dio cuenta de que le vida se le había ido hasta que llegaron al canal, porque se deshacía en juramentos por la maldita idea de haber cerrado los ojos, ya que ahora no podía ver a los dueños de las cuatro manos que le arrastraban. Aunque más bien eran dueñas. Eran manos de mujer, cuatro manos de mujer. Y lo tiraron al agua. Mal lo querían pues, para dar al sepulturero muerte junto a una fosa y, en vez de tirarlo en ella, molestarse en moverlo de allí y tirarlo al agua con lo que la odiaba.

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José, el día que lo mataron, mientras se hundía en el agua del canal, pensaba: ¿quién cavará la fosa del sepulturero?. ¿Tendrá entierro el sepulturero?

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AMORES INANIMADOS Junto a la ventana, sentada en el sillón naranja, sus manos blancas juegan a recorrer los contornos de una vía abandonada, robada en una foto. Él la observa desde la puerta. Se apoya en un hombro sobre el marco, inclinado sobre la jamba, en diagonal, las piernas cruzadas, las manos en los bolsillos. Tiene la vista fija en la zona de su nuca y el comienzo de su espalda, al descubierto gracias al pelo recogido con tres horquillas de colores. Saca una mano del bolsillo y alarga el brazo. La mueve como si liberase el pelo, como si lo soltara y enredara sus dedos en los rizos negros. Ella se estremece y se gira. Lo descubre al tiempo que él devuelve la mano al bolsillo. Le señala distraída el cordón desatado del zapato izquierdo. Sonríen. Sin hacer caso del cordón, se le acerca con pasos largos y lentos, se inclina sobre ella, la abraza por detrás y apoya la barbilla en su hombro. Cuatro manos juegan ahora a dibujar las vías. Juntos pasan las fotografías despacio, todas de grano grande. Al revelarlas ha hecho virajes a cyan y magenta. Aquí las vías dando 69


cobijo a las sombras de la estación en ruinas, aquí el edificio desconchado y solitario, aquí el solar cubierto de botellas y papeles, aquí los contenedores de la zona de carga, desteñidos, abollados, con las puertas abiertas y trozos de metal arrancados. Llegan a una que ha dejado en blanco y negro. Es la puerta principal de la estación mientras anochece. Delante de ella una farola vieja, de las que tienen un candil en lo alto, está encendida. La luz, aunque sólo es una foto, parece parpadear. Una nube de polillas la rodea. Unos metros más atrás, sobre el hormigón de la acera, levantado por las raíces de un sauce vecino, se ve una papelera, cilíndrica, con los bordes mellados. Él la abraza un poco más fuerte y le da un beso suave en el nacimiento del pelo. Casi ha rozado el cuello. Un escalofrío la recorre, se miran, se sonríen y levantan la foto, dando paso a la siguiente. Pero no la dejan tras las demás, al final del montón, como han hecho hasta ahora, sino que la apartan, colocándola sobre la mesa. En la que ahora queda al descubierto se ve la misma imagen, excepto porque las polillas están ahora en torno a la papelera, y la farola está unos grados inclinada hacia ella. También la dejan sobre la mesa. Conforme pasan las fotos las polillas alternan su posición entre papelera y farola; papelera y farola se inclinan acercándose, y el abrazo de ellos es más estrecho. Al final, catorce fotos sobre la mesa, él sentado en el sillón, ella sentada sobre él. Miran la última abrazados muy fuerte. Miran la última foto, en la que la farola

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casi toca la papelera, con el candil sobre ella, iluminรกndola, y las polillas han desaparecido.

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LAURA El color de las cortinas del salón no se distingue, porque el sol se refleja desde los cristales de las ventanas del edificio de enfrente. Mira su foto, la foto de ella, junto a sus libros, los libros de ella, en la estantería. Se levanta del sofá y la pone boca abajo. Se acerca al balcón. Con un dedo abre la tela sólo un poco para mirar fuera. Se retira casi de inmediato, frotándose los ojos, cegados por el sol. Con pasos lentos, las manos a la espalda y la mirada fija en el suelo, sale del cuarto. Al poco tiempo vuelve a entrar, se acerca a la estantería, muy despacio, cabizbajo. Levanta la foto con suavidad, pero no la deja de pie sobre la balda, sino que se la acerca a la cara, para verla de cerca. Saca la mano del bolsillo, la acerca al marco, lo recorre, y pasa un dedo por el cristal. Luego se toca la cara, mesándose la barbilla, se humedece los labios, se los muerde, se besa dos dedos y deposita el beso sobre la fotografía. La vuelve a dejar boca abajo y se acerca otra vez al balcón. Con un dedo abre la tela sólo un poco y mira fuera. Todavía se refleja el sol en los 73


cristales de las ventanas del edificio de enfrente, sin embargo no es tan intenso y le basta con hacer de visera con las manos para poder fijar la vista en algún punto indefinido. Cuando se cansa de pasear los ojos, sale del cuarto, entra al poco rato, besa la foto y vuelve a mirar fuera. Cuando se cansa de pasear los ojos, sale del cuarto, entra al poco rato, besa la foto y vuelve a mirar fuera. El sol ya no se refleja en los cristales de las ventanas del edificio de enfrente. Se sienta en el sofá y piensa: “otra vez he pasado la tarde sin recordar olvidarme de Laura”.

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MANDARINAS DE POSTRE Ahora que estoy aquí arriba me doy cuenta de que no es tan buen escondite. Además creo que se me ha olvidado cómo bajar. Siempre se me olvidan las cosas importantes en los peores momentos. Mientras trepaba me acordaba muy bien de cómo se bajaba. Pero ahora ni idea. Así que tendré que saltar desde la copa del sicomoro éste, o como rayos se llame. A mí la verdad es que me parece una morera, pero el Inválido va por todos lados llamándolo sicomoro, y así es como debe llamarse. Pero mira que son raros estos ricos, porque es el único árbol que hay aquí, entre tanto seto, tanto arbusto y tanto rosal. Y por eso es tan mal escondite, pero ¿quién iba a pensar que no había más árboles en semejante jardín? No me da miedo saltar. No es muy alto, o al menos el suelo no se ve demasiado lejos. Cuando esté a punto de aterrizar, me enroscaré, y luego intentaré rodar, tal y como le he visto hacer al Inválido cientos de veces. La madre que me parió, que manera de caer más cutre. Menos mal que no me ha visto 75


nadie, porque sino me veo con el San Benito de por vida. Menuda leche me he dado contra la moto vieja esta que hay aquí tirada. Pero es que por fácil que parezca cuando se lo veo hacer al Inválido, yo no he conseguido controlar por donde ni a donde rodaba. Así que de premio dos golpes, uno contra el suelo y otro contra el cacharro éste. Me duele la cabeza. Mierda. Casi que mejor me quedó tumbado boca arriba sobre la hierba un rato, bien largazo, mientras recupero el aliento. ¿Me falta algún cacho?. No. Ni tampoco veo pájaros de colorines. Hostia que se me apagan las luces. Si es que no se está nada mal aquí tumbado, a la sombra. Encima se oyen de maravilla las conversaciones al otro lado de los setos. Si me pillan me la voy a cargar, que el Inválido tiene malas pulgas, pero la gorda tetuda de su mujer aún más. Aunque merecerá la pena si consigo ver a la Beatriz, o un cacho de su tobillo al menos. Se oyen los cacharros de la cocina y las voces de las dos criadas. Qué risa más tonta tiene la Remedios, si parece que le esté dando un mal o algo. Seguro que andan poniéndole ojitos al Aurelio, que estará en la puerta del establo, sin camisa, pavoneándose como siempre. Las tiene locas a las dos, y no solo a estas, que no duerme en frío ninguna noche. Y yo porque no quiero, pero es que sino luego la Beatriz me mira como si tuviera fiemo en la cara y yo prefiero que se me acerque, y notar el olor de las mandarinas en sus manos, y que me roce con el pelo cuando se gira. Ya ponen la mesa. ¿A quién tendrán hoy de invitado? Porque siempre tienen una visita u 76


otra. La hostia, tenía que ser el médico, que a ese no se le escapa ni una. Ya puedo andarme con ojo. Mierda vienen hacia aquí. Quédate bien quieto cabrón que sino te pillarán. Pero que bien huele, lo que daría por dar una chupada de esa pipa. Qué bueno que tiene que ser ese tabaco. ¿Qué demonios será un sarcófago? Alguna caja grande si el Inválido quiere que le entierren en uno de esos. Toma ya, desde Egipto que viene el arbolito, que a saber dónde rayos está eso, pero bien lejos seguro, y para ser la tumba del inútil este. Más le valía ser inválido de verdad en vez de parecerlo. Porque menuda facha que tiene. Lo único que hace con un poco de gracia es subir y bajar de los árboles, que mira tú que afán con la tontería. Si tuviera que hacerlo por obligación seguro que no le gustaba tanto. No hay quien entienda a los ricos, la verdad. Mi padre dijo un día en la taberna que se había ganado a pulso el mote por sus “inconsistencias en los razonamientos”, que menudo mi padre cuando se pone a presumir, al abrigo del vino, de lo poco que estudió. Y mira para lo que le ha servido: para que no lo entienda ni dios cuando se le pone la nariz colorada. Ya sale de la casa. Eso sí que es una risa, y no la de la garrula esa. Aunque ni pizca de gracia me hace que le ría ni un gesto al médico, que bien se yo que no le importaría oírla reír detrás de una puerta cerrada con llave. ¿No habrá ningún claro en este maldito arbusto por donde pueda mirar? Allí, allí hay uno. La madre que me parió, si estoy casi debajo de la mesa. Veo los pies de todos, las piernas de todos, y la cabeza de nadie. Esos zapatos azules son los 77


suyos. Intentaré darle con algo para que sepa que estoy aquí. Pero lo tengo complicado. A ver si le voy a ensuciar el zapato, o le hago mal o algo. ¿Con qué podría darle? Aquí hay una rama larga, a ver si llego. ¿Y esa que hace quitándose los zapatos? ¡No estires las piernas mala zorra, que así no llego! Pero ¿qué demonios? Si es la mujer del mayor calentándose el pie en la bragueta del pequeño. Y no es el único pie fuera de su sitio. No, si ya sabía yo. Pero a misa que no faltan tú. Y luego que juro en vano. Ahora llego. No apartes el pie joder, que se me va a salir el hombro. Claro, es que le hace cosquillas. ¿Qué haces? No pises la rama, que la partes, y ahora ¿como sigo yo intentando nada?, que no se si voy poder encontrar otra, y menos sin hacer ruido. Pero ¿qué es ese alboroto? Otra vez le ha caído al aparador la comida a la gorda. No me extraña, si es que tiene que hacer curva cada vez que se acerca la cuchara. Dudo mucho que vea el plato con semejante balcón. Mi Beatriz dice que tranquilos, que se ocupa ella, que vuelve enseguida y lo arregla todo. Ya se levanta, y va a pasar por aquí. Ha tirado algo. Un papel. No tiene un pelo de tonta mi Beatriz. Y bendito sea mi padre por enseñarme a leer. A ver qué pone. “Arboleda en la siesta”. Que vaya a la arboleda a la hora de la siesta. Me quedaré quieto hasta que se levanten de comer. A ver si no se me apagan las luces otra vez. Ojalá coman mandarinas de postre.

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DE CONSUELOS Y TOMATES Violeta, así dijo que se llamaba, apareció al segundo día paseando su descaro por entre los puestos de la feria, comiéndose un tomate a mordiscos. Ojos verdes enmarcados en noches profundas, aros de vértigo en las orejas, mil anillos, mil colgantes, casi descalza. Anunció su llegada con el tintinear de las monedas que adornaban sus pulseras y pañuelos, dejando que el viento de la mañana jugara con sus faldas, que nos trajera su perfume de madera y almizcle. Caminaba despacio, sin prisa, miraba todo con curiosidad, saludaba a todo el mundo. Conquistaba las luces. Gitana de piel blanca. Al verla aparecer pensé en mentiras, en cuentos, en mentecatos, en necios, en marujas desesperadas por escuchar que su vida no era un enorme fraude construido por ellas mismas. La miraba bajar y ya no podía pensar en nada. Era temprano cuando llegó. A primera hora, con todo a medio montar, la feria cerrada todavía, la gente preparándose para salir a la 79


calle. Dormido como estaba, ella me despertó de golpe. El café que acababa de tomar quiso volver a la taza, la cabeza me empezó a dar vueltas, el pulso se me aceleraba por momentos, las manos me sudaban a pesar del frío. Miré a la gente de los demás puestos. Muchos pensaban, como yo, que había llenado la calle por completo. Casi bailaba al caminar, y su impúdica forma de saborear el tomate, nos tenía a todos atontados. “Cucharas de madera”, rezaba el rótulo de mi parada. Quería decirle algo, que me mirase, que se fijase en mí. No sé cómo, pero conseguí reunir el valor suficiente para preguntarle: “¿Me lees la buena ventura a cambio de una?”. Ella me contestó: “Pues claro chico, toda buena bruja necesita una buena cuchara para remover el caldero.” Guiñó un ojo al tiempo que desde el otro lado de la calle me lanzaba una carcajada alegre. “¿Y bailarás esta noche conmigo?”, me atreví a añadir, envalentonado por su frescura. Dibujó una sonrisa con la mirada mientras decía: “bailaré con todos.” El día transcurrió tranquilo, entre ventas, cambalaches, trueques y risas. Violeta iba de puesto en puesto, sólo miraba, sin comprar nada. Hacía risa del aire que soplaba dejando tras de sí el desastre de un revoltijo de cosas viejas. De esas cosas que permanecían abandonadas en un orden desordenado, invisibles hasta que el viento las puso al descubierto haciéndolas desfilar a la fuerza por las calles. Esperó a que llegase la caída de la tarde. Entonces preparó su mesa, justo enfrente 80


de mí, lanzándome insolentes guiños al tiempo que extendía la tela tejida de sueños ajenos, mientras encendía las velas. Se puso a barajar las cartas. El sol bajaba. Una pequeña luna se acercó. Le preguntó: ¿me haces magia? Violeta le señaló la silla a la pequeña luna, y la pequeña luna sonrió. Muchos de los que se sentaron ni siquiera querían que les leyese las cartas o la mano, sino contar su vida a una desconocida que no les juzgase. Era buena en eso. Yo la observaba entre las cucharas. No era ni de lejos parecida a las otras que había conocido en mi ir y venir de feria en feria. Algunos se pusieron nerviosos, porque cuando estaban hablando con ella, les prestaba toda su atención, mirándolos directamente a los ojos. Era como si quisiera entrar en sus cabezas y mirar sus mundos desde dentro. Aquella gitana sabía escuchar como nadie. Llegó la noche. Aún quedaban algunas almas en pena que se acercaban temerosas en busca de la bruja buena. Se había corrido la voz de que la gitana de piel blanca, la del vestido verde y los ojos chispeantes, regalaba consuelos. Yo también quería el mío, y esperaba que lo que me había atrevido a ofrecerle a cambio, lo único que podía darle, fuese suficiente. Ella los atendió a todos, aunque yo sabía por sus guiños que tenía ganas de irse a bailar, de dejar que los pies la llevasen a todas partes. De bailar con todos como me había dicho por la mañana. Los puestos cerraban y la oscuridad se adueñaba de todo. Cuando el último de los 81


últimos se marchó, ella se quitó el pañuelo de la cabeza agitando el pelo. Yo me acerqué con mi mejor cuchara y el tomate más rojo que pude encontrar. Me traspasó con sus ojos. No me había equivocado: sabía mirar. — ¿Te quedan fuerzas para uno más? — le pregunté. — Claro chico, quiero mi cuchara — contestó ella. Se puso de pie, cogió la cuchara, cogió el tomate, y los dejó sobre su mesa. — Dame las manos. — ¿Las dos? — Las dos chico. Ninguno dijo nada. Ella, con los ojos fijos en mis manos, se echó a llorar en silencio. El viento hizo tintinear las monedas que adornaban los pañuelos y las pulseras. Me envolvió en su perfume de madera y almizcle, mientras veía toda mi vida condensada en cada una de sus lágrimas. Entonces, cogió el tomate, levantó la vista hasta mis ojos, le dio un mordiscó y, sin dejar de mirarme, me lo ofreció.

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SU PADRE FUE PILOTO Para mi querido y admirado Carlos Azagra “Mi padre fue aviador. Piloto de combate. Sí, piloto de combate. Y también comisario de policía”. Tras releer lo escrito, un borrón sobre el papel. No le gusta. Algo no le gusta. Algo sobra y mucho falta. Sobra la sensación de vértigo en el estómago, aunque no podrá con las ganas de desayunar. Lo que falta es que no parezca que se atropellan las ideas. Las palabras, de vez en cuando, acercan penumbras que creíamos más lejanas, dejándose con frecuencia parte de la información entre líneas. Son las siete de la mañana. No importa la hora a la que se acueste: a las siete de la mañana ya está levantado, cada día, frente a la mesa, con el ordenador encendido y el lápiz en la mano. La casa huele a café, a mermelada de mora, a tostadas con mantequilla, al despertar de la ciudad, y en los días despejados, si la brisa se siente generosa, incluso al salitre cercano. El 83


perro, tumbado en el suelo junto a su silla, disfruta del silencio mientras espera el momento de bajar a la calle. Antes de que el resto se levante, no ladrará, ni aunque se pose alguna paloma en las tomateras de la ventana. Echa la silla hacia atrás, inclina la cabeza hacia arriba, con el pie se balancea despacio, cierra los ojos, pone los brazos en el cuello y deja que las imágenes de los recuerdos le invadan. Pasan unos minutos. Algo en su cabeza se reordena, como un puzzle de infinitas piezas. Las palabras acuden sin prisa, porque la prisa desapareció de su vida hace tiempo. Brotan sin esfuerzo, así que, para no perderlas de nuevo en la memoria, coge otra vez el lápiz, y comienza a vestir con ellas, sobre el papel, los relieves de la vieja mesa, llena de cosas, cubierta de recortes, de revistas, de libros y de objetos de todo tipo. Apoyada sobre la pared, inclinada sobre las sombras de la primera luz, está la foto que las inspira. “Sí, piloto de combate. Con un FIAT CR32, alias “Chirri”, su cazadora de piloto, sus gafas de piloto y su corazón de piloto, surcó el mismo cielo que yo puedo ver ahora desde mi ventana. El mismo que me hace libre cuando me siento en la playa frente a las olas a observar el mar. Mi padre también fue comisario de policía, cuando aparcó sus aviones, el FIAT y el BUCKER en Morón de la Frontera”. Ahora estoy aquí, tumbada en mi sofá, mientras escribo esto en mi cuaderno, pero aquel día estaba en su casa. Aquí, ahora, estoy acompañada por el sonido del viento contra todo. Hay un andamio frente a la ventana que no 84


para de protestar, que no deja de luchar para no caer ante las embestidas del furioso Cierzo. ¿Por qué está tan furioso? O ¿será otro algo o alguien enfadado quién lo envía con la intención de torturar equilibrios y corduras? Es cruel el Cierzo. Ahora estoy aquí, tumbada, haciendo preguntas tontas a nadie, pero aquella mañana estaba en su casa, y no había viento cruel, sino brisa generosa. Estaba en la habitación de al lado del baño del fondo, el que tiene la ducha con el suelo de pequeños cuadrados oscuros de baldosa, pequeños y cuadrados, como los que decoraban las piscinas de los baños árabes de Granada el verano que fui a su otra casa. Pero esa es otra historia, que pertenece a otro tiempo que no es ahora, aunque está encadenada con esta y con muchas otras que tienen que ver con él. Aquella mañana, la mañana en que fotografié la fotocopia de una foto coloreada con rotulador, de un piloto de combate, comisario de policía más tarde, tomada en Morón de la Frontera, en marzo de 1944, él ya estaba levantado a las siete de la mañana. A las siete de la mañana ya estaba frente a la mesa, con el ordenador encendido y el lápiz en la mano. Silencio. Sólo se escuchaba silencio, sólo se tocaba silencio, se saboreaba silencio, y olía a silencio cuando salí de la habitación del fondo, por el pasillo, hacia el salón. Caminaba despacio, trataba de amortiguar los pasos para no romper con ruido la mañana, el libro en la mano y la certeza de que él llevaba horas levantado. El perro vino a mi encuentro con el rabo en loca danza de derecha a izquierda. 85


Quería caricias y las consiguió. Estaba feliz. Yo también estaba feliz. Llegué al salón y lo vi allí sentado, en la habitación de enfrente, abarrotada de cosas, la puerta abierta de par en par, sentado frente a su mesa, el ordenador encendido y el lápiz en la mano. Con nuestras voces comenzó el movimiento de la casa: los buenos días, las caras de sueño, el sonido del agua en las duchas, el ir y venir de la cocina al salón, de los baños a las habitaciones. El perro ladraba e iba de uno a otro en busca de manos y piernas, en busca de calor. La casa olía a café, a mermelada de mora, a tostadas con mantequilla, al despertar de la ciudad, y al salitre cercano. Aquella mañana, la mañana en que me mostró las maquetas de los aviones que había pilotado en combate su padre el comisario, fuimos a la playa. Bandera amarilla. Las olas nos revolcaron a todos, una y otra vez. Arena en todos los pliegues del cuerpo. Me besé los hombros para disfrutar el sabor del salitre. Se reían de mi ocurrencia. Y aquí tumbada en mi sofá naranja, si cierro los ojos, huelo los colores de la luz sobre el agua, soy capaz de saborear de nuevo las sonrisas y la paz, mi piel siente el calor del sol, y mi mente descubre detalles que aquel día no vi ni escuché. Aquella mañana me contó la historia de su padre. Siempre vuelvo a mi casa de la suya con historias. Y con el olor del café, la mermelada de mora y las tostadas con mantequilla.

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UN ECLIPSE MÁS Y UNA JIRAFA MENOS Fingía estar dormida, no fuese que a su madre se le antojare darse vuelta por el cuarto. A duras penas había conseguido mantenerse despierta, a base de recordar los colores aprendidos ese día, y de contar del menos doce al doce, saltándose, porque nunca los recordaba, del siete al diez, mientras esperaba a que volvieran su padre y su hermano. Se habían llevado a la Pepa con ellos, colgada con un gancho de la mochila de las excursiones. Qué nervios, ahora que el tato ya era mayor de forma oficial, se suponía que la Pepa sería para ella sola. Con la puerta entreabierta podía oír lo que decían, muy bajito, allí en la cocina. Podía también oler el chocolate y el café que su madre había preparado para calentar las manos y las tripas. Allá en el campo, en lo alto del monte que se ve en medio de los pinos , el que llaman “La torta el flan”, porque tiene forma de flan, debía de hacer un frío terrible.

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Fingía estar dormida incluso durante el trajín de abrigos que le traía olor a campo, aunque nadie se iba a acercar. Cuando escuchó “vamos a dejar a la Pepa con tu hermana, bien tapada, que también tiene que entrar en calor”, cerró tan fuerte los ojos que le dolieron las pestañas. Su hermano salió solo al pasillo, porque “ahora ya soy mayor”. Se acercó despacio a la habitación, como si anduviera de puntillas. Se quedó un momento que a ella le pareció infinito, porque se cansaba de apretar los párpados, parado en la puerta. — Sé que estás despierta —le dijo mientras entraba e iba hacia la cama. — ¿Cómo lo sabes? Los dos hablaban en susurros para que sus padres no los oyeran. — Por como respiras. — ¿Y cómo respiro? El tato se quedó callado sin terminar de soltar a la Pepa. Ella, sentada en la cama, la agarraba por el otro lado, mirándolo a los ojos con los suyos muy abiertos porque la habitación estaba a oscuras. — ¿Me prometes que la cuidarás? — ¿De verdad es mía, para mi sola, para siempre? ¿No vas a volver a jugar más con ella? Porque aunque sea mía para mi sola para siempre, puedes jugar con nosotras. — Se supone que jugar con jirafas de peluche no es de chico mayor. El papa me ha hecho dejarla en el coche mientras íbamos a la Torta el Flan.

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— ¿Y cómo ha sido? ¿Qué ha pasado? ¿Qué has visto? — He pasado mucho miedo. Estaba todo oscuro, y luego negro. Pero duérmete anda. Y cuídala bien. Se arrebujó bajo las sábanas enroscándose. Sabía que el tato le contaría lo de aquella noche a trozos sueltos, a ratos largos, sin dejarla encajar bien las cosas, así que miró su reflejo en los ojos de cristal de la Pepa para no dormirse y se puso a escuchar, bien atenta, más que en la escuela cuando hablaba la señorita. Pero aunque la curiosidad que sentía era muy grande, el cansancio ya se dejaba notar. Era muy tarde. De vez en cuando se sobresaltaba dándose cuenta de que se había dormido unos momentos, no sabía por cuanto tiempo. Aún así consiguió enterarse de que su padre, para hacer mayor al tato de forma oficial, lo había llevado a ver un eclipse, y que había sido sobrecogedor. ¿Qué sería sobrecogedor? ¿Y qué sería un eclipse? Sobrecogedor sonaba malo malo, así que seguro que un eclipse era una especie de monstruo, el más terrorífico de todos. El que repitieran tantas veces “miedo y “oscuridad” la hizo afianzarse en su teoría. El tato dijo que todo estaba muy negro allí en la Torta el Flan, que el silencio era terrible. No tanto, no tanto. Su padre se reía mientras contaba que se podían escuchar los ruidos de los coches en la autopista, y que se veían las luces de los faros a lo lejos, a toda velocidad. Luego el tato dijo que no conseguía reconocer apenas nada allí, y que por eso notaba más que nunca las pocas cosas que le resultaban familiares, 89


como el sabor del bocata de tortilla, mezclado con el olor del romero y el tomillo del monte que le llegaba con el aire frío de la noche. “Y aunque ha pasado mucho miedo, se ha portado genial”, añadió su padre, “porque ha resistido la tentación de cogerme de la mano varias veces”. Cuando se apagó la luz de la cocina intentó dormirse, pero de pronto estaba muy despierta. Besó a la Pepa. La imaginó allí, en el asiento del coche, tan sola, con frío, asustada porque las voces se alejaban. La besó otra vez. Los besos le sabían a jabón y pinturas de cera. Siguió besándola hasta que los ruidos se apagaron del todo en la casa. El tato ya es un chico mayor. Eso la asustaba. Sólo podía pensar en sobrecogedor, eclipse, miedo y oscuridad, así que tomó una decisión. Se levantó y fue al cuarto de su hermano. Todavía estaba despierto. Desde la cama la miró sorprendido. — Tato, tenemos miedo. ¿Podemos dormir aquí contigo? ¿Es de chico mayor cuidar a tu hermana pequeña y a la Pepa? Sin contestar, él abrió la sábana y la ayudó a subir. Se quedaron dormidos enseguida, abrazados, con la Pepa entre los dos.

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LA GUITARRA Allí todos sabían tocar. Por eso el verdadero concierto empezó después, en los camerinos, alrededor de la mesa llena de latas de cerveza y porciones de pizza a medio comer. Las tres habitaciones y el pasillo que llevaba a las duchas del complejo estaban atestados de gente. Amigos de amigos y fans. Algunos ni siquiera habían pagado entrada, con el pase al back stage conseguido a golpe de teléfono para tener cena gratis. Ella nunca había estado en un sitio así. Nunca tras el escenario, nunca después de una actuación, nunca con ese tipo de gente. Se sintió decepcionada porque esperaba otra cosa, como bebidas caras, sillones de cuero negro y trajes de diseño. Aprovechó que nadie hacía caso de la comida ni de ella para llenarse la mochila de pastelitos de chocolate y frutos secos. Localizó al amigo de su amiga, el segundo guitarra, para que le presentara a los demás. Hacía mucho calor a pesar de correr el aire desde el río a través de las ventanas abiertas de par en par. Demasiada gente. Dos besos a cada uno y quítate del medio. Alguien la empujó 91


cuando todos se revolucionaron al llegar la mujer del cantante. Traía un regalo de cumpleaños: la carísima guitarra que desaparecería más tarde. Otro empujón. Esta vez se hizo daño en la pierna con el canto de la mesa. No se quedó mucho rato. Tampoco tenía nadie con quien conversar, ni siquiera con el amigo de su amiga, porque lo había conocido aquella misma tarde, poco antes de que abrieran las puertas del concierto. Además, le agobiaban las risas exageradas por el alcohol y las drogas. La música que venía de alrededor de la mesa no compensaba el ruido, ni la presencia de tantos babosos faltos de sexo. Se sentía invisible, fuera de lugar, por eso alrededor de media noche ya estaba en casa. Así que no, no sabía cómo ni cuando podía haber desaparecido la guitarra, que ni siquiera había llegado a ver con el tumulto. Sentía que el tal “Lini”, que para ella no era “Lini”, sino el Tomás, el amigo de su amiga, hubiera aparecido ahogado en el río dos días después, y sí, era muy fan del cantante y del primer guitarra, pero ella de guitarras entendía lo mismo que de fontanería, o sea nada. No la entretuvieron mucho. Estaban interrogando a todos los que estuvieron aquella noche en los camerinos de “Las Playas”, pero ella no era sino una fan a la que habían colado y que tan sólo quería que le presentaran a los del grupo. Casualidad que tuviera una amiga en común con el segundo guitarra, casualidad que fuera el muerto. Desde luego, aquella universitaria de vaqueros y mochila, con el pelo recogido en una coleta y sin la más mínima

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presencia de maquillaje en la cara, no parecía sino lo que era: una cría. Volvió despacio, dando un paseo. Antes de subir al piso decidió tomarse un vino con la camarera del bar de abajo y contarle como le había ido por comisaría. Cuando empezó a llegar el rebaño habitual, se despidió con una excusa. No tenía intención de que se le liara la noche. Al entrar por la puerta se le echó encima el olor a cerveza y tabaco. Se miró con un mueca en el espejo del recibidor, lanzó el bolso a un sillón y se tiró sobre el sofá con el mando de la tele en la mano. En ningún canal había nada que le apeteciese ver, así que la apagó. Recorrió la habitación con la mirada. Después de los últimos días parecía una mezcla entre puesto del rastro y barra comunitaria de peña de pueblo, con la ropa tirada de cualquier manera por todas partes, comida, latas y platos sucios en cada rincón. Pero encima de la mesa grande no había ni desorden ni suciedad. Se levantó y se acercó a ella. Al levantar la guitarra y leer el pos-it rosa que había pegado en ella, una sonrisa imprecisa se dibujó en su cara: “Para la más bonita. De tu Lini”.

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TRISTES OJOS AZULES Mi hambre se alimentó del recuerdo durante el camino. Había comido los botillos y los cocidos de su madre. ¡Ojalá ella cocinase igual de bien!. Podía masticar el olor, sentir el calor de la cocina y oler el pan untado con tocino de cuando era pequeño. Sin embargo, ella permaneció inmutable durante todo el viaje, sin hablar, con esos ojos azules, tan tristes, fijos en el horizonte del llano. Si no hubiese sido por el ruido de los cascos de su mula habría creído que iba solo. Me alegré cuando el tabernero de la encrucijada me dijo que aquella chica iba al mismo sitio que yo. Todavía me alegré más cuando supe de quien era hija. Pero no era muy buena compañía. Cada vez que intentaba conversar con ella, me miraba como si fuera transparente, o ni me miraba. Cuando llegamos era ya de noche. No había vuelto por allí desde que mi padre había decidido, en mala hora, probar suerte en la ciudad. Me sorprendió que todo siguiera igual, como si el tiempo se hubiera parado. La misma arboleda rodeaba la casa, las mismas piedras en 95


el camino que la atravesaba, la misma luna que jugaba al escondite con la sombra de la montaña, y el mismo frío, sin nieve, sin viento, pero capaz de petrificarle a uno los huesos. Nos esperaba un farol encendido en el portalón. Todo estaba en silencio. Ella había dejado de mirar al frente y ahora miraba el suelo. A la noche siguiente, tumbado sobre el saco que me hacía de cama, presté oídos a lo que decían los demás. Todos estaban contentos, no sólo por el cocido del medio día, el mejor que habían comido en mucho tiempo, sino porque ella se había acercado al alcornocal por la mañana, no a buscar corcho para las alpargatas como las otras, sino a recoger hojas y bellotas. Se había quedado un rato frente a los árboles del extremo por donde se pone el sol, los más jóvenes, que todavía no habían dado su primera cosecha. Y mientras ella miraba los alcornoques, estos asquerosos atesoraban imágenes para luego masturbarse a su salud. Todos los días se acercaba por la mañana. Demasiado guapa para andar sola por el campo rodeada de hombres de bragueta floja. Muchas veces le gritaban barbaridades, pero ella nunca se volvía, nunca los miraba, nunca decía nada. Un par de veces tuvo que salir corriendo y volvió sofocada a la cocina por la carrera. Yo la defendía siempre. Me daban pena sus ojos azules, tan tristes. Las otras se reían de ella, y la criticaban. Decían que se le estaba bien, que se sentía superior, que nunca participaba de los chismes, que no se molestaba en acercarse y hacerse amiga suya.

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El día que se cayó por las escaleras nos enteramos de que era muda. Lo dijo el médico mientras les echaba una bronca a todas, porque no se había caído por accidente, sino que alguien había tirado aceite justo antes de que tuviera que subir al comedor a servir a los señores, y aunque no tenía daños muy graves, podía haberse abierto la cabeza. Cuando se marchó el médico, la señora fue a su cuarto con un plato de sopa. Estuvo mucho rato. Cuando salió, nos hizo arrancar uno de los alcornoques que miraba por las mañanas y plantarlo en la arboleda. Así pudo seguir echando hojas y bellotas al cocido, que ese era su secreto, sin tener que acercarse a los hombres. Si no fuera por su belleza no la habrían perseguido, ni habría despertado las envidias de todas, ni les habría importado que no hablara, ni habría en la arboleda un alcornoque.

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A TRAVÉS DE LA VENTANA Hace calor, así que me levanto y abro la ventana. Las palomas dejan regalos en la ropa tendida de la tetuda del piso de abajo. Desde que vino a vivir la loca de la melena blanca al piso de arriba, mi salón huele a humedad. Les deja comida en el alfeizar de la ventana y acuden a docenas, dejándolo todo perdido de cagadas. Así que toca tender dentro. Lo prefiero a intentar entenderme con alguien para quien tiene más razón quien más grita. Casi no puedo abrir los ojos. El sofá es todo mi mundo ahora. La brisa me trae imágenes que querría atrapar, pero se las llevan los vapores de la ginebra. Una pena. Las mejores acuden cuando estoy borracha y en la resaca se quedan. Luego nunca consigo recordarlas, tan apenas sus sombras. La presión en la frente, en las sienes, y la boca seca, son lo de menos. Lo que me molesta en realidad son las palomas. Ellas me han despertado. A través de la ventana abierta me invade ese odioso ruido como de frúfrú exagerado. Cada día vienen más. Sobre todo a estas horas. Amanece. Los comederos a 99


rebosar. Su momento favorito. Oigo a la loca moverse por el piso de arriba. Arrastra las zapatillas al caminar. Las llama, les habla, las deja entrar en casa. He debido dormir un par de horas. Ahora sí que me va a estallar la cabeza, pero por culpa de la tetuda del piso de abajo. Está histérica. A través de la ventana abierta no sólo entran el parloteo de las palomas y el aire fresco. Grita y grita sin parar. Cada uno de sus gritos se me clava como si me dieran un martillazo en lo más alto del cráneo. Vestido, carísimo, zorra, malnacida, ratas con alas, puta, planta favorita, limpiar la terraza. ¡Cállate ya! ¡Joder! Qué no son ni las nueve de la mañana. Qué es domingo. Se va a quedar afónica. Aunque no sé cómo no se le han roto ya las cuerdas vocales de tanto gritar a los que mean en el callejón de madrugada. ¡Qué oído tiene la jodida! Imagino que estará despierta, o andará a medio despertarse, o tiene el sueño más ligero del mundo. Aunque de poco te sirve vocear ¿verdad?, porque a esos tíos cargaditos de cerveza les da igual, y les daría igual aunque llamaras al mismísimo hijo del infierno. A través de la ventana escucho como mean, bien a gusto, contra la pared de tu terraza. Tienes la negra con la terraza, entre los meones y las palomas. ¡Vieja loca! ¡Qué te de una apoplejía o algo! Hostia que portazo. Ha debido de desencajar la puerta. Protestan las tripas. Comeré algo. La vieja se ríe. Su risa me llega a través de la ventana abierta. No me gusta. Suena a lata vacía que rebota contra una piedra. Me da grima. Ahora ataque de tos. Eso aún me da más grima. 100


Qué tarde más vaga. Frente a la tele. Sin enterarme mucho de lo que salía por ella. Agua. Mucha agua. Y chocolate a carretadas. Mañana también me dolerá el estómago. Tengo que dejar de salir hasta tan tarde, que luego el domingo es día nulo y el lunes parezco una zombi en la oficina. Pondré una lavadora, que esto ya está seco. Odio tender dentro de casa. Odio el olor a humedad. Anochece. A estas horas las palomas ya están más tranquilas, pero no me fío. A través de la ventana abierta he sentido un golpe enorme en el piso de arriba, cerca de los comederos. A la vieja se le ha debido de caer algo. Ha sonado fuerte. Y la tetuda debe estar con una sonrisa de oreja a oreja. La mala leche de antes se la ha curado su marido con un “aquí te pillo aquí te mato” en el jardín. A través de la ventana abierta me llegaban los gemidos y el estruendo de platos rotos junto a la barbacoa. ¿Cara a cara o de espaldas? Pondré una de color, y la siguiente serán las sábanas. Tengo que acordarme de cambiar el tono del despertador. Este ya casi no me despierta. Me he acostumbrado a él. La cabeza en su sitio y las tripas parece que también. No ha sido para tanto esta vez. Ventilar. Qué bien huele hoy el amanecer. Otra cosa no, pero la tetuda sabe cuidar las flores. A través de la ventana abierta puedo masticar su perfume. Llaman al timbre de la vieja. ¿Quién la llamará todos los días a estas horas? Alguna otra loca. Ahora llenará los comederos y se irá. En poco rato esto se llenará de palomas. Tengo que acordarme de cerrar bien los postigos antes de irme, no se me vaya a colar alguna. 101


Tarde, como siempre. A ver si me acostumbro a no deleitarme tanto debajo de la ducha. Pero es que es tan buena la sensación del agua caliente desde arriba, por todo el cuerpo, por la cabeza, como una mano gigante que me cubriera entera. Siguen llamando al timbre. Qué raro que la vieja no conteste. Y qué raro que las palomas estén tan calladas. Las oigo revolotear, pero no arman el escándalo de costumbre, aunque ya lo armaron ayer para los restos. Quizás mi borrachera lo exagerase, pero yo diría que ayer vinieron más que nunca y estaban más nerviosas que nunca. A través de la ventana abierta me llegan las voces de la calle. Alguien corre a la parada del bus. Lo coge. Bien. Cierro a cal y canto. Ha sido un día duro. Echaba de menos mi sofá. La resaca ha aparecido a mitad de mañana y todavía me acompaña. La tetuda y su marido están en el jardín. Él prepara la cena. Ella arregla las plantas. Los miro desde arriba. Abro. Me tiro sobre el sofá. A través de la ventana abierta me llegan sus voces, y el olor del carbón en la barbacoa. Ella le cuenta su día a él, y así me entero de que quien llamaba esta mañana al piso de la vieja de arriba ha aporreado el timbre hasta que la tetuda, cabreada como una mona, ha salido con intención de coger a quien estaba armando tanto ruido de los pelos. Era otra vieja loca. Insistía mucho porque todas las mañanas van juntas a buscar la comida para las palomas a no sé donde. Raro, muy raro que no contestara. Han subido las escaleras y han llamado a la puerta. Nada. La otra se ha ido, pero ha vuelto al medio 102


día. Nada. Así que ha vuelto a mitad de tarde con la policía. La vieja estaba muerta. Caída tonta y golpe en la cabeza. El ruido fuerte de ayer, seguro. Las palomas se habían apoderado del piso y le habían picoteado los ojos. A través de la ventana abierta me llega el olor a suavizante de la colada de la tetuda, que se siente mal por haberle deseado una apoplejía. No le durará mucho el reconcome. Ya puedo volver a tender fuera.

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LAS MOSCAS MUERTAS HABLAN Todos se quejaban de que el olor era insoportable. Alguien llamó a mantenimiento y vino un chico que revisó las bombas de calor. Las desmontó, las limpió, cambió los filtros, y al día siguiente cuando entramos en la oficina, olía todavía peor. Así que no era la calefacción. Las chicas de postventa torturaron a todo el mundo con un rociado compulsivo de ambientador, que aún empeoró más el asunto. Así que alguien llamó a mantenimiento de nuevo. Esta vez aparecieron dos señores, uno con uniforme de trabajo, y el otro con uniforme de trabajo también, pero encorbatado. El de la corbata daba órdenes desde abajo. El otro, sobre una escalera de mano, desmontaba el falso techo de corcho que cuelga del verdadero gracias a una especie de red metálica. No vieron nada, pero al quitar uno de los paneles, aquello dejó de oler mal para pasar a ser insoportable. ¿Algún bicho muerto? Era evidente que sí. Debía estar en la parte de los tubos, inaccesible con una escalera de mano desde abajo. Sería necesario entrar en los conductos, pero como sólo les 105


habían pagado por dos horas de trabajo, que hay crisis, nos dejaron plantados con aquel hedor, y la sospecha de un cadáver, con la consecuente paranoia por insalubridad y posible infección o similares. Las moscas no tardaron en invadirnos. Trabajar era casi imposible. Moscas por la cara, en las tazas de café, en la pantalla del ordenador, y hasta por debajo de la mesa. Alguien llamó por tercera vez a mantenimiento. Ni caso. Y protestar no sirvió de nada. Que nos quejábamos de vicio. Que no era para tanto. ¡Qué no era para tanto! ¡Ni el guano! Ya les vale. De la crisis se acuerdan sólo para estas pequeñas cosas, que recortar recortan de lo más absurdo, pero nunca la tienen presente cuando se trata de las facturas hinchadísimas de las comidas de los jefes, de cantidades que mejor no pongo por escrito. Las chicas de postventa casi nos ahogan por la tarde, total para apenas disimular la peste entre tanto perfume de lavanda y violetas. Al día siguiente no había mejorado nada la cosa. Tampoco había empeorado, o quizás nos estábamos acostumbrando. Yo soy incapaz de matar moscas. Las aventaba todas a la esquina de la mesa en diagonal con la mía, donde está mi compañera, que las aplastaba sin contemplaciones. A mitad de mañana, por mucho que intentaba ahuyentarlas no había manera de que se largaran. Claro, sabían que al otro lado les esperaba la muerte. Una muerte rápida, pero muerte al fin. Y mira que eran gordas. Nos reíamos. Nos lo tomamos a guasa, porque ¿qué 106


otra cosa podíamos hacer? Ella dijo: “es que las moscas muertas hablan, y les dicen a las otras que no vengan, que las mato.” Y era cierto que hablaban. Ellas nos dijeron donde estaba lo que fuera que nos apestaba, y así conseguimos que vinieran de nuevo los de mantenimiento. Una rata enorme se descomponía sobre nuestras cabezas. El hedor duró un par de días más a pesar del desinfectante. Y yo sigo siendo incapaz de matar moscas.

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LA BIBLIOTECARIA No había nadie. Sólo estaba ella, sentada en la mesa del fondo, el pelo recogido en un abultado moño, haciéndola parecer mayor, la mirada fija en las páginas de un libro antiguo. El sol entraba por la ventana que había a su espalda, y arrancaba reflejos cobrizos de su pelo, esparciéndolos por los lomos de los libros que atestaban las infinitas estanterías de la biblioteca. Lo miró, ahí parado en la puerta, sin atreverse a ensuciar el suelo con el barro de sus botas. Se acercó a él sin apenas mover el aire y le preguntó sin hablar. Había venido corriendo desde la obra, estaba sin aliento, no conocía las palabras adecuadas y aquel silencio le intimidaba. Así que se lo contó atropellado, con prisas, casi con brusquedad. Pero la expresión en la cara de la bibliotecaria no cambió. Señalándole la silla más cercana con la mano extendida y los ojos le pidió que se sentara, que la esperase. No podía cerrar la biblioteca sin más. Ya no faltaba mucho para la hora. Se dirigió despacio a la mesa del fondo de nuevo, se sentó en el mismo lugar en el que estaba antes 109


de que la interrumpiera, cerró el libro, puso las manos sobre él y clavó la vista en un punto indeterminado de la estantería de historia. Él no podía dejar de mirarla mientras estrujaba la gorra bajo la mesa. Procuraba que no le temblaran las piernas, pero no podía evitarlo, y tuvo que poner las manos sobre las rodillas para frenarlas. Por fin se escuchó a lo lejos el reloj del Ayuntamiento. Uno, dos, tres, hasta ocho. Cuando terminó de alejarse el eco de la última campanada, se levantó, dejó el libro en su sitio, bajó las persianas, comprobó dos veces que todas las ventanas estuvieran bien cerradas, apagó la calefacción, se puso el abrigo, revisó el bolso, comprobó que había apagado la calefacción, y le dijo que ya podían irse. Mientras giraba la llave en la cerradura, sin apartar la vista de ella, y sin cambiar la expresión de su cara, le preguntó: Y ¿cómo decías que ha muerto mi marido?.

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EL VESTIDO AMARILLO Tengo dos días de viaje hasta Pernisom. Eso si consigo una nave en condiciones y no me han anulado la acreditación de miembro libre de la agrupación. Pongamos un día para conseguir la nave, otro día para equiparla y ponerla a punto, los dos días de viaje, y al menos otro día más para estudiar el terreno y planear el rescate. No, rescate no. La palabra es fuga. Suman cinco. La ejecutan dentro de una semana, así que muy feas se tienen que poner las cosas para no llegar a tiempo. Cuento con Urma y Jesa para pilotar. Tamer se infiltrará al llegar: se las sabe todas. Sin él no habríamos podido conseguir el maldito Transportador Bitemporal. Mi dulce Iria. Cuanto siento no haber estado a la altura. Si te hubiese escuchado quizás no estarías ahora a punto de morir. Me siento como un idiota cuando recuerdo el día en el que viniste nerviosa, con la cara enrojecida porque habías corrido hasta casa. Esperaste a que sonara el toque de queda para decirme con los ojos que tenías algo que contarme. Yo supuse que te habrían aumentado el cupo de 111


provisiones, o te habrían premiado con algún viaje a la luna Juterma, a descansar en los balnearios de los barros azules, o que te habrían concedido comunicaciones extras con los satélites Mirilan para hablar con tus padres y tu hermana. Después de cenar en silencio seguiste la rutina de todos los días, pero sin dejar de lanzarme miradas apremiantes. Sonreías con los ojos. Sólo cuando estuviste segura de que todo estaba dormido, te levantaste despacio, lo sacaste de tu bolso, donde estaba doblado sobre sí mismo infinitas veces, y me lo enseñaste. Era un vestido: un vestido amarillo, de tela suave, muy ligera, vaporosa, que te pusiste en la penumbra de la habitación. Las pocas luces que entraban por la ventana, procedentes de los focos de contención de las azoteas cercanas, acompañaron tu silenciosa danza alrededor de la cama. Estabas preciosa. Y yo fui un idiota, porque sólo supe asustarme, preocuparme de que pudieran verte así, con ese vestido amarillo, así que te pedí con gestos que te lo quitaras enseguida. ¿De dónde lo habías sacado? ¿Quién te lo había conseguido? ¿En qué sitios habías estado? Me aterraba tu sonrisa de felicidad. El amarillo es tu color. Me decía: no, no, no. Porque aquello era infringir la ley de mil maneras. Pero a ti no te importaba. Te pusiste un dedo sobre los labios en señal de silencio, subiste a horcajadas sobre mí, cogiste mis manos y me hiciste acariciarte a través del vestido. Te inclinaste y, arriesgándote a ser oída, me dijiste en un susurro que no pensabas quitártelo, que te lo quitara yo, pero que lo que querías era echar un polvo con él puesto. Yo no podía creer 112


lo que estaba pasando. Aquel vestido te había vuelto atrevida y primitiva. Conseguiste contagiarme a pesar de mi autocontrol. Me regalaste la noche perfecta. Cuando quisiste contarme, cuando quisiste compartir conmigo tu secreto, te pedí que te deshicieras de él. Era demasiado arriesgado. No dijiste nada. Sólo volviste a ser la de antes. A los pocos días se filtró la información de que alguien había conseguido utilizar la energía de la brecha Bitemporal que rasgaba el agujero negro de Nadei, y que habían construido un transportador. Nunca imaginé que tú pudieras tener algo que ver con eso. Ni se me pasó por la cabeza que el vestido amarillo podía tener la más mínima relación con algo así. Empezaron a correr rumores sobre gente que había desaparecido, sobre extraños artilugios en el mercado negro, sobre detenciones en las afueras, luces extrañas en algunas zonas despobladas, y sobre esperanza, una palabra que carecía de significado entonces para mí. Yo no hice mucho caso de todo aquello. Seguí con mi vida como siempre, pero tú estabas muy rara. Fui un idiota porque pensé que estabas enferma, así que te dije que deberías ir al médico. Me agarraste fuerte por la muñeca y me miraste con intensidad, sin pestañear, como si quisieras entrar dentro de mi cabeza, pero creyéndote febril yo te mandé a la cama con una aspirina. Al día siguiente cuando me desperté ya te habías ido. Al día siguiente te detuvieron. Registraron la casa y encontraron el vestido amarillo. Yo me quería morir. Mi dulce Iria, se que eres fuerte, más que yo, pero también había 113


oído lo que ocurría en los interrogatorios, y me quería morir. A los pocos dias Tamer me captó. Me encontró, me sacó de la ciudad, me lo contó todo y consiguió hacerme llegar un mensaje tuyo donde me pedías que creyese, donde me decías que me querías, donde me dabas esperanza. Así que aquí estoy, con la intención de ir a buscarte, de no perder esa esperanza que me has regalado, de sacarte de allí y desaparecer contigo en uno de esos pasados bitemporales que otros han construido, dispuesto a emprender este viaje. Quiero salvarte, salvarme contigo. El transportador está listo, el paso temporal, el paso temporal programado, y una maleta llena de vestidos amarillos, para que hace un millón de años, podamos empezar de nuevo.

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MI TAZA El camión por fin se metió al carril de la derecha. Le había costado más de diez minutos pasar al otro camión. Lo adelantó y dejó que la pasaran todos. Se había creado una buena fila de coches. Muchos conductores, nerviosos, aceleraron de forma brusca. Ella se limitó a subir la música y mirar al frente. Ya quedaba poco para el desvío. El desayuno le bailaba en el estómago. Se lo notaba revuelto. Sólo se había tomado una taza de té negro, como todas las mañanas. En la oficina desayunaría mejor. Otro té y algo de comer. Había pasado mala noche. Tuvieron discusión antes de acostarse. Una nadería, como siempre. Pero a ella, fuera por lo que fuera, siempre le quedaba un rastro de bilis. A las cuatro de la mañana ya estaba despierta, con los ojos abiertos, sin poder dejar de mirar los dígitos rojos del despertador, y sin moverse por no despertarlo a él. Le dolía la cintura de tener todo el peso de su brazo sobre ella. Al final había conseguido, poco a poco, escaparse de la presión, y se había levantado, demasiado 115


temprano. Había mirado por la ventana como se aclaraba el patio interior. Se veían algunas luces en el edificio de enfrente. Conforme pasaban los minutos se encendían más. Cuando escuchó como se levantaban sus vecinos de arriba, decidió meterse a la ducha. Otro camión. Pero le faltaba muy poco para el desvío esta vez, así que no lo iba a adelantar. ¿Para qué? Llegaba pronto, como todos los días. Al entrar en el carril de desaceleración se vio a sí misma, de pie en la cocina. Se puso de nuevo a verter el agua caliente en su taza. Estaba vieja esa taza, como todas las demás. Ya sólo podía verse media cabeza de Marilyn, y los colores estaban descoloridos. Habían llegado más tazas después, pero siempre usaban las mismas: ella la de Marilyn y él la de las jirafas sin cabeza. En el trabajo se puso otro té. Esta vez un té verde. Nunca tomaba café. Lo había dejado en el primer año de universidad, cuando se conocieron. Su taza favorita humeaba sobre la mesa. Su taza favorita por llevar impresa una reproducción de “El beso” de Gustav Klimt. La cogió con las dos manos, para calentárselas. Hacía frío a primera hora en la oficina. Al poco le entró un mensaje de correo. Él le pedía perdón por lo de la noche anterior. Lo perdonó, por supuesto. Ni siquiera estaba enfadada. Sólo le dolía la cabeza por la falta de sueño, así que decidió hacerse otro té. Esta vez uno negro con canela. Pero primero tenía que lavar la taza y la bolita metálica para que no se mezclaran los sabores. Al ir a entrar en el baño se desprendió el asa de la taza y se estrelló contra el suelo 116


rompiéndose en mil pedazos. Una compañera vino a ayudarla a recoger. Le dijo que era una pena, su taza favorita, una pena. Y ella le contestó sonriendo, que no era importante, que sólo era una taza. Por la tarde al llegar a casa el fregadero estaba lleno de vajilla sucia. Se puso a fregarla. Y cuando terminó, se puso a lavar todas las tazas. Las dejó para que se secaran sobre un paño de cocina en la encimera. Él no había llegado todavía. Hoy saldría tarde del trabajo y al salir tenía algo que hacer para alguna de las mil historias en las que estaba metido. Encendió un cigarrillo. Miraba las tazas secarse. Demasiadas tazas, demasiado chillonas, demasiado estridentes. Actores, actrices, escenas de películas, personajes de dibujos animados. Abrió el grifo para apagar el cigarro, tiró la colilla al cubo de la basura y, una por una, rompió todas las tazas contra el suelo. Sin rabia. Sólo las cogía y las dejaba caer. La vecina de abajo subió a ver qué pasaba. Le dijo que tranquila, que un mal día, que había necesitado romper algo. La vecina la entendía. Vaya si la entendía. Si necesitaba hablar sólo tenía que bajar. Después de recoger el estropicio se fue de compras. Al volver él ya estaba en casa. —¿Qué ha pasado con las tazas? —Las he roto. Me cansaba de verlas. Ya no somos unos críos para andar con el té en unas tazas tan infantiles. —Pensaba que ibas a decir que “se habían roto”, no que “las habías roto”

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vez?

—¿Acaso tienes ganas de discutir otra —No, ni de lejos. —Esta bien. He comprado tazas nuevas.

Sacó casi una docena de tazas, todas de colores suaves, y con algún detalle delicado, minimalista. —¿Te gustan? —Me gustaba mi taza de jirafas descabezadas. —Esa no la he roto. Abrió el armario de arriba del todo, sacó la taza y se la dio. —¿Qué te apetece para cenar? He comprado algo de pescado. —Lo que quieras, como siempre. Al día siguiente, camino del trabajo, iba contenta. Tranquila, a su marcha, apenas veía ni oía a los otros coches. Sólo veía las nubes, y de vez en cuando echaba una ojeada al asiento del copiloto. Allí, envuelta en papel de regalo, con una pegatina donde ponía “porque te lo mereces”, estaba su taza favorita, con una reproducción impresa de “el beso” de Gustav Klimt.

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MI VECINO EL ESCRITOR “El artista en su trabajo debe ser como Dios en su creación, invisible y todopoderoso. Debe sentírsele en todos los sitios, pero no debe ser visto.” Gustav Flaubert Tengo un vecino que es escritor y me da pena que esté tan flaco. No es que no tenga éxito, es que no sabe ni ahorrar ni cocinar. Por eso cada mañana, antes de irme a trabajar, bajo a comprar pan y leche, preparo un desayuno para dos, lo pongo en una bandeja con el periódico, unas flores también, y llamo a su puerta. Es la mejor parte del día para mí. Escribe sobre todo poesía. Pero la poesía no le reporta muchos beneficios. Así que malvive con lo que le queda de las ventas de sus tres novelas. Me gustan mucho sus novelas, pero me gusta más que me lea sus versos, que me busque a horas intempestivas para contarme una imagen o un sueño, y que me recite de memoria cogiéndome las manos y mirándome a los ojos.

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Hoy se ha abalanzado sobre las tostadas con un ansia poco habitual en él. Las ha devorado a toda prisa mientras me contaba que las musas lo visitaron anoche. Se ha despertado inquieto de madrugada, con la sensación de tener una jaula de grillos en la cabeza, y ha tenido que ponerse a escribir de inmediato, para no olvidar el argumento de lo que será su próxima novela. Las ideas se le atropellaban, los personajes se empujaban unos a otros y no conseguía teclear con la suficiente velocidad. Ya conozco la historia. Será la cuarta vez que la vivo. Ahora estará una temporada imposible, inaccesible, arisco de prepotente y ni siquiera me mirará. En cuanto termine con el argumento se lo llevará a su agente. A su agente le encantará, como siempre. Le dará un adelanto, como siempre. Se lo gastará en rubias, copas y cenas, como siempre. Se sentirá, y será, omnipotente, tanto dentro de su relato con las palabras, como fuera de él con el dinero del adelanto. No tardará mucho en dejar colgado el trabajo, todo para mañana, porque sólo se vive una vez. Parece que para él vivir consiste en irse de juerga. Se le pondrán la cara y la nariz coloradas, bien acompañadas por la risa estúpida del borracho crápula. Cuando queden un par de días para que termine el plazo en el que tiene que entregar el borrador, acabará con prisas, de malas maneras, y dibujará un final precipitado con los personajes en situaciones absurdas e ilógicas. Su agente le echará la bronca, así que no le quedará más remedio que encerrarse en casa y ponerse a escribir en serio. 120


Cuando llegue el momento, cuando esté desesperado, me buscará. Se cruzará de forma accidental conmigo en la escalera. Me dirá que cuánto tiempo, y me invitará a un café en su casa. Me dará un abultado montón de folios sucios para que le diga mi opinión. Otra vez habrá adelgazado, porque es incapaz de perder tiempo en prepararse algo de comer, además de que se habrá fundido ya todo el dinero y no podrá tampoco ir de restaurantes. Lo trataré con frialdad, porque estaré enfadada, pero no tengo remedio, y volverá a darme pena que esté tan flaco. A la mañana siguiente llamaré a su puerta con el desayuno, el periódico, unas flores, y el texto corregido. Por supuesto, me prometerá una cena que nunca llegará, porque en cuanto su agente le de el resto del dinero, volverá a las rubias, a las copas, y a esas cenas donde yo sobro. Nunca le dura mucho esta fase. Es derrochador y demasiado generoso con los conocidos por accidente en las barras de los bares. Se siente Dios durante el tiempo que lo posee la febril inspiración inicial, y hasta que se le acaban las presentaciones, los viajes, las rubias, las copas y las cenas. Luego vuelve siempre a casa a refugiarse en su poesía, y a refugiarse en mis desayunos y mi sosa presencia silenciosa.

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LA PRIMAVERA DE LA CIUDAD El día que perdí mi cometa, el viejo del árbol me contó cómo había llegado la primavera a la ciudad. Él leía sentado en el suelo, recostado contra el tronco. No me di cuenta de que estaba allí, así que tropecé con su pierna. Al caer de bruces solté el hilo, y aunque me incorporé todo lo rápido que pude, no fui capaz de volver a atraparlo. Lo único que conseguí fue caerme otra vez, con un sonoro culetazo, hacerme daño en el tobillo y pillar un berrinche de lo más tonto. Cuando se me pasó un poco, me puse de pie y me alisé la falda. Mi cometa jugaba con el viento, cada vez más lejos de mi alcance. Me acerqué al viejo del árbol, que había dejado de leer y me miraba. Le pedí disculpas por haber tropezado con él. Me dijo que sentía mucho lo de mi cometa, que era muy bonita, y me contó la historia de la primavera de la ciudad para que se me olvidara el disgusto. Yo pensaba que las cosas siempre habían sido como son ahora, pero resulta que no eran ni parecidas. Antes sólo había un gran 123


páramo gris, con el gran río cruzándolo. En un extremo estaba la ciudad, también gris, donde siempre hacía frío. En el otro extremo estaba la montaña, llena de colores, distintos en cada estación. Sólo había una montaña, sólo había una ciudad, y el gran río las unía. En la montaña vivían la chica verde, la dama azul y el señor blanco. Entre los tres controlaban la plantas, el agua y los vientos. La chica verde y la dama azul iban por todas partes, pero el señor blanco, el señor de la montaña, siempre estaba en lo alto, en la cumbre, en las nieves perpetuas, en las que estaba prohibido entrar. Cuando llegaba la primavera, se despertaba el viento del este y derretía la nieve con la ayuda de la dama azul, mientras la chica verde llamaba a las hojas de los árboles y a las flores. La noche en la que el señor blanco encerraba al viento del norte, había una fiesta para celebrarlo, a la que todos acudían. El año que la primavera llegó a la ciudad, la señora pájaro fue muy asustada a donde la chica verde y la dama azul estaban con los preparativos para la celebración. Su hijo había desaparecido, no lo encontraba por ningún sitio. Esa mañana había salido a probar sus alas por primera vez y no había regresado. Se pusieron a buscarlo enseguida, pero no conseguían dar con él. Al final fue el viento del este quien lo encontró, en las nieves perpetuas, en las que estaba prohibido entrar, desfallecido y a punto de congelarse. Mientras pasaba todo esto, el señor blanco encerraba al viento del norte hasta el 124


próximo invierno. Atrancó bien la puerta, se puso su manto blanco más bonito y se dirigió a reunirse con los demás. La casualidad hizo que acertara a pasar por el lugar donde el pequeño pájaro había caído, enterándose así de que alguien había entrado donde sólo podía estar él. Todos esperaban al señor blanco para empezar la fiesta. La chica verde y la dama azul sabían que se enfadaría cuando le contaran lo del pequeño pájaro, pero seguro que lo entendía. Con un poco de ponche de frutas, se le pasaría el rápido. Ensayaban cómo decírselo cuando él llegó. En su cara se reflejaba el disgusto. Todos se asustaron al verlo tan serio, tan rígido, con el gesto torcido, una ceja más alta que otra, más pálido que nunca. Se asustaron tanto que se marcharon a toda prisa sin despedirse y dejaron solas a la chica verde y a la dama azul. El señor blanco no las dejó hablar. Les dijo que se llevaran la primavera a otra parte, que en su montaña ya no habría primavera nunca más. Dio media vuelta, volvió con paso rápido a la cumbre y dejó libre de nuevo al viento del norte. Al día siguiente ellas se marcharon de la montaña. Algunos se fueron con ellas. Se quedaron cerca unos días para ver si el señor blanco se arrepentía de su decisión, pero no parecía que eso fuese a suceder. Todo estaba otra vez cubierto de nieve y hielo. Así que empezaron a esparcir la primavera por el páramo primero, y por la ciudad después. Las cosas parecían estar vueltas del revés. La gente de la ciudad estaba feliz, y muchos sonreían por primera vez en sus vidas. Hasta entonces no conocían ningún color que no fuera el gris. Ellas 125


también sonreían, pero estaban tristes por haberse marchado de la montaña, por los árboles y las flores condenados a un invierno que no se merecían, por los que habían quedado allí. El viento del norte disfrutaba de lo lindo. Campaba a sus anchas. Pasó la primavera, llegó el verano, después el otoño, el invierno, y la siguiente primavera. Cuando comenzaba, el pequeño pájaro, en secreto, emprendió vuelo hacia la montaña. Luchó con el viento del Norte, y subió y subió, hasta lo más alto, hasta que encontró al señor blanco. Cuando lo encontró no pudo decirle todo lo que tenía pensado decirle, porque se había quedado sin fuerzas, y por segunda vez, cayó desfallecido sobre las nieves perpetuas. El señor blanco lo recogió, lo cuidó, y cuando despertó le dijo: “¿es que no aprendes nunca?”. Pero el pequeño pájaro no tenía miedo y poniéndose frente a él, habló y habló durante horas. Ahora ya no hay páramo gris, ni ciudad gris, ni montaña blanca. Ahora todo está lleno de colores, distintos en cada estación. La chica verde y la dama azul van de un lado a otro, siempre contentas. Ahora yo soy amiga del señor blanco, que viene a leer al parque cuando hace buen tiempo, y me cuenta historias de ellas.

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YO TAMBIÉN SOY BRUJA Mis abuelas eran brujas. Brujas buenas las dos, de esas que llaman blancas. Yo también soy bruja. No podía ser de otra manera. Mis abuelas echaban las cartas, se ponían pañuelos de colores en la cabeza, preparaban pociones de amor, invocaban a los muertos, y hacían todas esas tonterías que les pedían las marujas. Pero su verdadero poder era otro. Ese que pensamos que sólo existe en los cuentos, o en las historias y leyendas antiguas. Podían escuchar al viento, hablar con los árboles, con las plantas y leer en la lluvia. Lo que más miedo y envidia me daba era como se metían dentro de ti sólo con mirarte, sólo con escucharte. Descubrí que yo también soy bruja todavía siendo pequeña. Un hada verde se hizo amiga mía gracias a que un demonio del fuego me robó la lengua durante una tormenta para que no pudiera gritar pidiendo ayuda. Un hada verde de las que viven en los helechos. Y no es muy habitual ser capaz de ver hadas verdes, ni mucho menos de escucharlas, que encima te cuenten sus secretos y te enseñen sus conjuros. 127


Por no hablar de ser capaz de ver a un demonio del fuego. Estuve casi un mes entero en cama, abatida, sin querer ver ni oír tampoco, porque no sólo se llevó mi lengua, sino que mató al árbol más grande del bosque. Me torturaba con el recuerdo, una y otra vez, de la cara del demonio. Podía escuchar, tumbada en la cama, con las sábanas hasta el cuello, su risa y el aullido del fuego, como si estuviese dentro de mi habitación. Mi abuelo, con sus cuidados y sus cuentos, consiguió que me levantara y saliera de casa. Lo primero que hice fue plantar un árbol en el vacío gris que había quedado en el bosque. Todos los días, al atardecer, llenaba la regadera grande con agua fresca del pozo. “La niña que riega incendios”, me llamaban. A mí me daba todo igual. Me había levantado por fin, salía de casa después de muchos días, caminaba junto a ellos, pero seguía sin mirar ni escuchar. Sólo quería que aquel desgarrón en el bosque volviera a ser verde. Me ponía mi vestido lila, el más bonito que tenía, para ir a regarlo. Se reían de mí. Les hacía gracia verme atravesar la calle, cargada con aquel pesado mamotreto de hierro, las sandalias atadas entre ellas y colgadas al hombro en bandolera. Se había corrido la voz de que me había tocado el demonio y se había llevado mi lengua, así que me gritaban cosas porque sabían que no podía responderles. Cuando habían pasado cinco días desde que planté el árbol decidí que ya estaba harta y no atravesé el pueblo: lo rodeé. Un chico me siguió. Era Carlos, el hijo del tapicero. Nunca 128


había hecho coro de las burlas con los otros en la calle. Siempre estaba callado. Aunque él sí que tenía lengua. A cien pasos del claro de fuego se apoyó en un tronco y ahí se quedó, sin acercarse más. Supongo que quería dejarme intimidad. Eso me gustó. Cuando estaba ya arrodillada, con la regadera inclinada, la vi, vi al hada. Estaba sentada en el extremo que daba al bosque, alta, delgada, con brazos y piernas como ramas, el pelo verde, la piel verde, y el vestido verde. No se parecía a nada ni a nadie. Cuando empezó a caer el agua sobre la tierra, de pronto estaba junto a mí. Era mucho más alta y delgada de lo que me había parecido. Empezó a bailar en círculos. Cantaba una extraña canción acompañada de gestos. Su danza duró lo que duró el agua de la regadera. Luego desapareció. Al sexto día volvió a suceder lo mismo: el chico, Carlos, me siguió, el hada bailó y cantó, pero nadie dijo nada. Al séptimo día, aunque todavía no había oscurecido, se podía ver la luna, redonda, amarilla, grande, amenazante sobre los árboles. Luna llena. Me acordé de mis abuelas, y cuando llegué a donde estaba plantada la semilla, le recé en silencio. Cuando abrí los ojos, el hada verde me había cogido las manos, Carlos estaba junto a nosotras, y entre los tres regamos la tierra quemada. Al octavo día, le di las gracias a mi abuelo por el desayuno, pero esta vez no con gestos, sino hablando. Mucho después, cuando él ya se había marchado con los animales, me di cuenta de ello, y pasé un buen rato cantando a gritos para celebrar que había recuperado la 129


lengua. Recorrí la calle del pueblo de arriba abajo, varias veces. Entré en todas las tiendas, y dejé callados a todos los que se habían reído de mí. Al atardecer, cuando llegué al claro, asomaba de la tierra un tallo verde. Minúsculo, pero prometedor. Carlos no se separó de mí, y el hada verde me contaba, sin palabras, como le había arrebatado mi lengua al demonio del fuego y me la había devuelto mientras yo dormía. Al octavo día, los tres bailamos alrededor del agua que caía de la regadera, los tres cantamos, y los tres tuvimos sueños que se cumplieron. Ha pasado mucho tiempo. Conseguí vencer dos veces más al demonio del fuego, pero eso es otra historia. Carlos sigue sin separarse de mí, y no sólo las hadas verdes me cuentan sus secretos.

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EL RAMO DE NOVIA Cuando todos se marchen pondré tu ramo de novia, tu ramo de azahar, y el velo blanco, sobre la lápida. Nadie se atreverá a tocarlo, porque sabrán que he sido yo. Quizás algún día, cuando en los cementerios no sólo haya duelos y lágrimas, una chica bonita se pregunte por qué alguien pondría algo así en una tumba. Un día en los cementerios habrá gente que buscará historias, o estatuas, o mausoleos, con los ojos muy abiertos. Habrá gente que buscará la belleza que a veces rodea la muerte y la paz de los muertos. Esa chica bonita paseará entre los panteones neogóticos, sobrecogida por las figuras macabras, los santos vigilantes, los ángeles perfectos, las cruces enormes, la piedra fría, los árboles protectores y la soledad. Tendrá el pelo largo, como tú. Tendrá los ojos grandes, como tú. Llevará una cámara de fotos al cuello, pero estará tan ocupada en mirar, en no perderse detalle, que la cámara colgará inútil. Llegará a tu panteón. La sorprenderán los cactus que lo rodean y la falta de puerta tras las rejas. 131


No podrá evitar acercarse, coger los barrotes con las manos y mirar dentro. Entonces lo verá. Verá tu ramo de novia ajado y maltrecho por el paso del tiempo, las flores petrificadas, el velo que ya no será blanco y se deshará en polvo con solo una brisa. Verá tu foto, leerá tu nombre, y se preguntará por tu historia. Anochece. No quieren esperar. No quieren duelo ni velatorio. Que acabe rápido. Te entierran con la piel aún tibia. Yo no estoy todavía triste. Sólo miro a la gente y pienso si tendrán tantas ganas de matarlo como yo. De quitarle la vida y devolverle el favor. Tu madre y tus hermanas no dejan de llorar. No encuentran consuelo las unas en las otras. Tu padre tiene los puños apretados. Yo no dejo de pensar en él, en que voy a donde lo tienen preso y lo ahogo con mis propias manos mirándolo a los ojos. Quiero hacerle sufrir y ver como sufre. Quiero verlo morir. Alguien me toca el brazo para avisarme de que ya traen el ataúd. Se me humedecen los ojos, pero no de pena, aún no. Tiemblo de rabia, y me contengo para no estrujar tu ramo de novia, tu ramo de azahar, para no estropear tu velo, porque son para tu tumba. Estás en esa caja de madera, con tu vestido blanco ensangrentado. Se me nubla la vista, quiero irme de aquí, quiero ir a buscarlo, quiero matarlo. Ayer estabas feliz, radiante. No dejabas de hablar, de ir de un lado a otro. Poco imaginábamos que él, mientras tanto, se preparaba para que, si no ibas a ser suya, tampoco fueras mía. Se creía con derecho sobre ti sólo porque tus abuelos y los suyos 132


bromeaban cuando erais pequeños. Siempre jugabais juntos por la amistad de vuestras familias. Siempre se hizo ilusiones de que acabarías enamorada de él. Pero aparecí yo. Ayer estabas tan feliz, tan radiante, que ni siquiera te dabas cuenta del cansancio acumulado por el ajetreo de los últimos días. Y esta mañana no querías levantarte, querías apurar unos momentos más en la cama. Total, las novias se pueden permitir llegar tarde. Pero has salido de casa a tiempo, para estar en la puerta de la iglesia con el retraso justo. Aunque no has llegado a pisar los escalones. Todo se ha vuelto gris con el estruendo del disparo, y yo no he podido ver tu vestido blanco, porque cuando he llegado junto a ti, ya estaba todo teñido de rojo. A él tres hombres lo sujetaban, aunque no se defendía. Sólo gritaba que no podías casarte conmigo, que no teníamos derecho ni tú ni yo a arrebatarle lo que le pertenecía. Cuando has cerrado los ojos, después de decirme adiós, cinco han tenido que sujetarme a mí para que no lo matase allí mismo. Luego he vuelto junto a ti, junto a tu pelo largo, a tus ojos grandes ya cerrados por tu madre, y he cogido tu ramo de novia, tu ramo de azahar, y tu velo. Era lo único que no había manchado la sangre.

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RUMIANDO BOTONES Eres una hija de perra. No te esperaba tan pronto. Me pillas sin terminar de repasar los recuerdos con los dedos, sin haber acabado todavía de rumiar los botones que atesoro en la caja de galletas. ¿Te sorprende que mis gafas cuelguen del cordón? No las necesito para esto. Los reconozco con los ojos cerrados. Los he acumulado durante toda mi vida. Con la excusa de que los colecciono, todos me traen alguno cuando se marchan de viaje, o buscan rarezas para regalarme en las ocasiones especiales. Los he acumulado durante toda mi vida, al igual que las fotografías, las prendas olvidadas, los libros sobrantes en las mudanzas, los pequeños objetos, viejos y no tan viejos, que quedaron apresados por la indolencia, la dejadez o el pasado de moda, al igual que he acumulado durante toda mi vida los olores detenidos en los rincones de la memoria, que me llevan a hacer viajes en el tiempo cuando menos lo espero. Ahora que has llegado no tengo ninguna prisa. Cuando me digas nos vamos, aunque no dejaré de pensar que eres una hija de perra. De 135


todas formas lo pensaría igual si hubieses venido dentro de tres horas, o mañana, o pasado mañana. ¿Que no son más que botones?¿Que las fotos no son más que papel impreso? ¡Serás hurgamandera! Querida, lo que ves aquí es un pequeño tesoro. Recuerdos propios y ajenos que se revalorizan conforme pasan los días, conforme se construyen las vidas. Cada noche, a la hora de la cena me piden que cuente una historia, y todas salen de esta caja de galletas, del álbum o de algún arcón del trastero, sin necesidad de abrir la primera, pasar de mano en mano el segundo o subir al tercero, pues yo soy la depositaria de cada crónica y testimonio, en varias versiones además. No pongas esa cara que no soy ninguna lloraduelos. Ya estoy vieja para andar con súplicas por nada ni a nadie, y menos a ti, que caducaste hace días en mis temores. Pero tampoco me metas prisa. ¿Qué miras? ¿El que reluce? Tengo muchos que relucen. Pónmelo en la mano a ver. Ah, éste más que relucir deslumbra. Pertenecía a mi padre. Lo arranqué de la casaca que le colocaron como mortaja. Mi tía abuela Renata casi le acompaña del disgusto que se dio cuando alguien le dijo que faltaba este botón. Aún puedo ver, si cierro fuerte los ojos, lo colorada que se puso, de tan furiosa. Cada cosa en su sitio, la cara lavada, el muerto oliendo a jazmines y el ataúd bien pulido. Pero faltaba un botón de la casaca. Aquello era un auténtico desastre para ella. Inquisitiva paseó cual urraca al acecho entre mis primos. No se le hubiera ocurrido sospechar de mí, pues era tan pequeña que tuvieron que auparme para darle a mi padre 136


el beso de despedida, lo cual me dio mucho asco, pues de cerca no olía a jazmines, sino a podrido. Nunca le dije a nadie que lo cogí yo. ¿Qué te parece si tomamos algo? ¿Una copita? Creo que hay una botellita de mistela en el mueble bar. No, ni hablar, al ajedrez no pienso jugar contigo, que siempre ganas. Jaque mate en todas las partidas. Además, las apuestas no me gustan, menos todavía si sé de antemano que voy a perder. ¿Cuál dices? Perdona, esto culpa tuya no es, me falla el oído. Hace tiempo que no me reconozco en el espejo, aunque me dan igual las arrugas y el gravitar de las carnes. Siempre he sabido seguir el ritmo de mi cuerpo, incluso cuando se instaló la vejez. Sin embargo lo de no oír bien siempre me ha frustrado. ¿El que tiene un prado pintado? ¿De qué color es el cielo, azul o rosa? ¿El rosa? Igual da, porque vienen del mismo sitio. También los robé de niña, cuando la hermana pequeña de mi madre, la tía Julia, puso en venta la casa encantada. Había más de veinte espíritus allí. Los pasillos a medio día se llenaban de risas que sonaban inocentes, de susurros que daban frío por las noches. La temperatura de las habitaciones cambiaba bruscamente al ponerse el sol. La tía Julia, sola en aquella casona, cada día estaba más flaca, más pálida y más loca. Vino a vivir con nosotros, lo cual fue un regalo para mi pobre madre, tan cansada de tanto trabajo con siete pícaros corriendo entre los muebles a todas horas. La ayudamos a hacer las maletas mi hermana Marta y yo. Marta temblaba todo el tiempo. Las dos querían salir de allí a toda prisa, pero yo lo estaba pasando bien. Nunca les he tenido miedo 137


a los fantasmas. Era divertido jugar con ellos, hacerles creer que eran ellos los que jugaban conmigo. Fingía que me asustaba para tenerlos contentos, para hacerme su amiga. En uno de los armarios había un vestido antiguo, blanco, con el cuello y los puños de un encaje que daba vértigo. En la pechera y en las mangas llevaba botones pintados a mano como cuadros. Cogí tres, los dos prados que tienes ahí, y un amanecer sobre el mar. Buscar un botón concreto en esta caja es tarea tediosa, así que no te esfuerces. No lo vas a encontrar. ¿Que si compraron la casa? Creo que ahora es un albergue juvenil o algo parecido, pero ha sido hotel durante muchos años. El que acabas de sacar no necesito ni verlo ni tocarlo. Me llega el olor a canela y clavo. Mi pequeña Shira. Mi amiga del alma. Mi gitanilla alegre. Lo pasábamos bien juntas, corriendo de ventana en ventana por las calles del pueblo en verano, a la hora de la siesta, subidas en cajas de madera cogidas de la basura, testigos de gemidos a escondidas. Mis padres me prohibieron verla. Sus padres le prohibieron verme. Sólo éramos unas crías, pero las dos entendimos. Me regaló ese botón de su camisa de los domingos. Yo le di mi cinta favorita del pelo. Nos encontramos de nuevo siendo adultas. Habían pasado más de veinte años desde la última vez que nos habíamos visto, y no nos hemos vuelto a ver más. Fue mi mejor amiga. Esos seis que levantas ahora, ensartados con un hilo, en forma de collar, son de las bodas de mis hermanos. Sosas, aburridas, 138


sin interés. Podría pasarme horas hablando de cada una de ellas, igual que de la mía. Pero no tuvieron nada de particular. Las anécdotas normales. No me mires así. ¿Acaso no tengo derecho a que no me gusten las bodas? Pues no, ni siquiera. Odiaba el vestido, las flores eran espantosas, tenía calor aprisionada entre tanto refajo, me daba vergüenza que todos me mirasen como si estuviera en un escaparate, aparte de que mi estómago nunca ha soportado nada bien las comilonas ni las reuniones por compromiso. Desde que me levanté sólo deseaba que acabara ese día. ¿La noche? Claro mujer, a ti nada más y nada menos, te voy a contar yo algo de mi noche de bodas. Hay un botón negro, con el contorno verde esmeralda, que tiene una frase grabada por detrás. Si lo encuentras, sabrás como fue. Oye, que yo no he dicho nada de la primera vez. He dicho “noche de bodas”. ¿Acaso resulta que ahora son sinónimos? Que yo sepa no lo han sido nunca. Me siento cansada. Pero todavía no nos vamos ¿verdad? Sí, tienes razón, es un granate precioso, con los ocres haciendo aguas. Parece más un camafeo que un botón. Sin embargo es un botón. De una boina de mujer. Se lo arranqué a la zorra de mi nuera mientras forcejeaba con ella un día que intentó abofetear a mi Esteban en mi presencia. Como se nota que no tiene hijos. A ninguna mujer en su sano juicio se le ocurriría darle una bofetada a un hombre delante de su madre. Claro que mi nuera cuerda, lo que es cuerda, creo que no ha estado nunca. Pero no por loca, sino por malcriada. Es una niñata que pretende vivir 139


como la princesa que no es, ni será. Que para ser princesa al menos hay que tener clase. Y saber sentarse con las piernas cerradas cuando procede. Tienes razón. Se hace de noche. Entonces ¿nos vamos ya? Dame un momento, que falta un botón en la caja. Este que llevo en el bolsillo. Entre tantos no hay ninguno que sea mío. ¿Es bonito verdad? Es del cuello de la bata que me puse después de dar a luz a cada uno de mis tres hijos. ¿Por qué te llamo hija de perra? ¿Acaso no está claro? Porque con cada vieja como yo que te llevas es como si robaras un banco. Un banco de recuerdos. De recuerdos propios y ajenos. Ya lo decía mi madre: “la muerte es ladrona de guante blanco, no sólo se lleva a la gente, sino que roba bancos, porque las memorias son bancos. Pero somos nosotras, las que quedamos, las que cumplimos condena por ella, las que tenemos que hacer el trabajo de volver a reunir los recuerdos viejos y no dejar que se escapen los nuevos entre los jirones de niebla de las rutinas. Somos nosotras, que no ellos. Ellos siempre se llevan el morral con agua y comida. Nosotras les llenamos los caminos de sentido”. Era sabia mi madre. El de terciopelo azul turquesa era de su abrigo favorito. Pero no te pongas nerviosa. Aunque sigo pensando que has llegado demasiado pronto, creo que está todo. Ya podemos irnos hija de perra.

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ÍNDICE Rayuela, las musas y Picasso..…………………..13 La bicicleta y los rayos……………………………..21 Inclemente…………………………………………….27 Encantado de hundirte Titanic…………………..29 Rhuma y Ella…………………………………………33 La obra maestra……………………………………..37 Tres golpes…………………………………………….41 El pan de cada día…………………………………43 La chica pájaro………………………………………47 Una habitación cualquiera………………………53 Creo que podría quererte siempre………………57 La tumba del sepulturero………………………….63 Amores inanimados…………………………………69 Laura…………………………………………………...73 Mandarinas de postre………………………………75 De consuelos y tomates………………………….79 Su padre fue piloto………………………………….83 Un eclipse más y una jirafa menos……………87 La guitarra…………………………………………….91 Tristes ojos azules…………………………………..95 A través de la ventana………………………………99 Las moscas muertas hablan……………………105 La bibliotecaria……………………………………..109 El vestido amarillo…………………………………111 Mi taza………………………………………………..115 Mi vecino el escritor………………………………119 La primavera de la ciudad………………………123 Yo también soy bruja……………………………127 Ramo de novia………………………………………131 Rumiando botones………………………….……..135

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Puedes escuchar más cuentos como estos en la sección “Jitanjáfora” del programa “La enredadera”, todos los domingos, de 21:00 a 23:00 en Radio Topo (101.8 FM de Zaragoza), y seguir la sección en el blog http://loscuentosdeapolonia.blogspot.com y en el canal de ivoox de jitanjáfora http://jitanjaforasenredadas.ivoox.com.

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