La casa y sus formas ima ginar ias en la aut opista que nunca existió
VICTORIA GESUALDI
vista aérea 1978
vista satelital 2009, mapa interactivo de buenos aires
La casa y sus formas imaginarias en la autopista que nunca existió
VICTORIA GESUALDI
“Y siempre, en nuestros sueños, la casa es una gran cuna (…) La vida empieza bien, empieza encerrada, protegida, toda tibia en el regazo de una casa.”
Gastón Bachelard
Las casas de La Traza no eran casas hasta que fueron ocupadas. Eran esqueletos resquebrajados que sobrevivieron a los saqueos, las topadoras y los delirios de una dictadura que quiso desaparecerlas para que por allí pasara una autopista que nunca se construyó. Comenzaba la década del 80 y también la decadencia de un poder autoritario que dejaba en agonía algo más que la ciudad. Donde algunos vieron ruinas o negocios inmobiliarios, cientos de familias crearon casas y se apropiaron de un espacio arrasado para convertirlo en suyo, al menos por un tiempo, hasta que pudieran conseguir algo mejor. O hasta que alguien se acordara de ellos y los desalojaran.
¿Cuánto podía durar esa anomalía de gente pobre viviendo en barrios ricos de la ciudad de Buenos Aires? Duró más de treinta años. Y cada uno de ellos se vivió como el último. Mientras, acomodaban lo encontrado y aprendían a restaurar puertas, levantar paredes y tapar agujeros para que la humedad no avanzara sobre los cimientos y las estructuras no terminaran de ceder por los golpes recibidos. Entre lo que quedaba en pie, se intercalaban descampados que conservaban los rastros de lo que se había demolido. Sobre sus medianeras, las sombras de los muebles recreaban con restos de azulejos y pintura escenas interiores que poco tiempo después se cubrirían de musgo y se quemarían con el sol. Una escenografía de la destrucción que se volvió paisaje para los nuevos habitantes y les recordó cada día que ese podía ser su destino.
La casa y sus formas imaginarias en la autopista que nunca existió
Las casas de La Traza se reconstruyeron sobre esa incertidumbre. El desalojo era siempre una posibilidad inminente y la intemperie una imagen cercana. “¿Para qué voy a arreglar si ya me tengo que ir?”. Sin embargo, cada mes que pasaba sin una carta documento, cada ley que se aprobaba y les repetía que tenían derechos, los convencía por un tiempo de invertir los ahorros y los hacía creer que algún día esa casa, que todavía no era su casa, podía llegar a serlo. Y entretanto, pasaban cumpleaños, nacimientos, navidades y las fotos de cada uno de esos festejos empezaban a llenar las paredes. La casa comenzó a contar años y se convirtió en el lugar “donde tuve hijos y fui abuela”, una coordenada para anclar un origen, un principio de referencia desde donde empezar a contar la propia historia
Había una continuidad entre lo vivido y el espacio que permitió que la vida transcurriera.“Yo a mi casa la quiero, a pesar que sé que no es mía y ¿cómo le demuestro que la quiero?, trato de taparle la gotera, trato que no llueva, trato de hermosearla”. Mi casa no es mía, pero la quiero. Los habitantes las cuentan entrelazadas con sus vidas y las moldean con la forma de sus cuerpos, sacándolas del anonimato en que habían caído cuando la autopista las atropelló. La casa de la calle Holmberg pasó a ser la casa de Rosa, o de Laura o de la familia de Alberto. Y los descampados entre medio, las plazas donde juntarse los domingos. Sus muros derruidos se cubrieron con consignas y dibujos que narraban lo que cada día sucedía en las calles creando una voz colectiva que mutaba todo el tiempo. “Si el desalojo es ley, la ocupación es justicia”, decía una casa con aerosol negro.
En La Traza, los espacios había que ganarlos con presencia, cuidarlos con el propio cuerpo para que otros no creyeran que podían ser suyos o para que el gobierno de turno no los quisiera recuperar para venderlos al mejor postor. El cuerpo era la escritura que tenía valor en este contexto. “Yo lo abrazaba a mi hijo para cuidar el lugar”. Espacio deshabitado, espacio que se perdía. A veces no se salía ni al supermercado por miedo a no poder volver a entrar. Aunque también para no ser visto en una casa ocupada en un lugar donde todo era privilegio.
En el barrio estaban los frentistas y los de La Traza separados por una calle y un certificado de propiedad. Ser de La Traza era un modo de definirse y a veces un estigma que se quería negar esquivando la mirada de los demás. Desde La Traza se iba a la escuela y al trabajo, la ciudad estaba atravesada por ese prisma espacial que se recortaba por un cruce de cuatro calles en sólo quince manzanas del Norte de la ciudad. Apenas un rectángulo alargado en el entramado urbano que marcaba un adentro y un afuera de muchas cosas.
A La Traza se caía, o se entraba buscando un techo. Algunos cayeron por no haber podido sostener el pago de un alquiler y tuvieron que aprender cómo se vive en los márgenes del sistema; otros, que ya conocían pensiones, villas o asentamientos entraron a un lugar en mejores condiciones del que venían. Hubo quienes pusieron el cuerpo para romper puertas y ganar espacios, e hicieron de la causa una reivindicación política y otros que entregaron dinero a revendedores que ofrecían lo que no era suyo para especular con la necesidad. “Yo tomé y compré. Compré sabiendo que no compraba una casa. Compré el espacio para poder vivir”. Todos se convencieron de que La Traza era su oportunidad para poder seguir viviendo en la ciudad. Y de que, además, tenían ese derecho.
Las casas de La Traza quedaron atravesadas por todo esto. Para contarlas, no alcanza con describir la precariedad de su estructura, o cómo el agua penetró los techos y dejó rastro por las paredes, los muebles y los pulmones de los ocupantes. No sirve decir que muchas familias vivieron hacinadas, con peligro de derrumbe, sin que nadie las asistiera, a la espera de que lentamente el deterioro se les cayera encima. Es redundante insistir con el terror que desparramaron los desalojos forzosos y las demoliciones ejemplares, y la angustia que provoca no saber nunca si se tiene una casa. Porque para Rosa, Laura o Alberto es una realidad que se convirtió en cotidiana.
Cuando se entra a La Traza, se puede ver un poco más. La casa vivida se filtra entre las grietas y convoca imágenes que se construyen cuando el tiempo va dejando sus huellas invisibles en el espacio. ¿Qué tiene esa ventana de diferente a las otras? ¿Y ese rincón? ¿Qué puede significar la chapa descascarada que identifica con un número el portón de entrada?
¿Dónde está lo que motiva que una casa pueda ser vinculada con la calidez de un útero o con la fortaleza de un cuerpo, percibida como una obra de arte, o personificada al punto de verla arrugada, reseca, agotada?
Memoria e imaginación se confunden en los relatos y expresan una dimensión sutil opacada cuando la casa es contada como un bien de intercambio. Estos espacios habitados existen porque fueron vividos, y serán recordados. Su superficie está ligada al movimiento de quienes los transitaron, y de algún modo, los crearon en ese mismo acto. Su existencia sobrevive a las máquinas de demoler.
De la autopista al barrio parque
La Traza es el término que los habitantes usan para nombrar la zona por donde debería haber pasado la Autopista 3 o Central si hubiese existido. A fines de la década del 70 la dictadura cívico militar (1976-1983) la proyectó como una de las nueve vías rápidas que sobrevolarían la ciudad de Buenos Aires para convertirla en una urbe del futuro. Para abrirles camino, era necesario demoler 15.000 parcelas y expulsar a 150.000 personas de sus viviendas sin ofrecerles una solución habitacional alternativa: un costo menor, si se trataba de impulsar a los porteños a su destino de progreso y modernización. Sin embargo, sólo dos proyectos llegaron a concretarse, y la Autopista 3 o Central no fue uno de ellos. Cuando anunciaron el abandono de las obras a mediados de 1981, el entonces intendente de facto Brigadier Osvaldo Cacciatore ya había forzado a más de 900 familias a vender sus inmuebles al Estado, dejando una franja de abandono y destrucción que partía a la ciudad en dos.
El recorrido proyectado conectaba el Acceso Norte de la ciudad a la altura del barrio de Saavedra con la zona Sur cruzando el Puente Uriburu. Cientos de casas y edificios fueron demolidos y otros tantos quedaron a la deriva de la necesidad de vivienda de sectores populares que desde entonces los ocuparon, recuperaron y habitaron. Aunque también de especuladores que convirtieron la desidia estatal en un botín de ladrillos de oro para hacer negocios y pagar favores políticos. Cerca de la mitad de las expropiaciones se concentraron en un tramo de un kilómetro y medio que cruza barrios residenciales de casonas bajas y grandes mansiones como Villa Urquiza, Coghlan y Belgrano R, y se conoce como Sector 5. Rodeado por trenes, plazas, escuelas y hospitales, se trata de un destino de privilegio impensado para quienes no pueden pagar la tierra más costosa de la ciudad, y un objeto de deseo para los que describen el espacio urbano según el valor del metro cuadrado.
Con los años y tras once gobiernos municipales, La Traza dejó de ser un proyecto faraónico de la Dictadura para convertirse en una denominación de origen. Desde el regreso de la democracia en 1983, distintas legislaciones buscaron regular un derecho que se había ejercido sobre la ausencia del Estado. La movilización de los ocupantes y la falta de otras soluciones que dieran respuesta a esa deuda social motivaron la creación de figuras transitorias como la de locatario o beneficiario que brindaron cierta estabilidad en la tenencia de las viviendas. La más importante fue la aprobación en 1999 de la Ley 324 que abarcaba un Plan Integral para todo el trazado con distintas alternativas habitacionales, urbanas y patrimoniales, pero su aplicación
fue ineficiente y quedó subejecutada. El mercado inmobiliario y las conveniencias de los distintos gobiernos ejercieron una presión constante sobre estas conquistas sociales que se desmoronaron en la práctica ante los sucesivos intentos de desalojo.
Finalmente, en diciembre de 2009, la Legislatura de la Ciudad sancionó la Ley 3396 que afectó únicamente al Sector 5 - el más codiciado – y relegó al resto del trazado con graves problemas de habitabilidad. La iniciativa permitió la venta de la mitad de sus terrenos para la construcción de edificios de alta categoría y parques lineales dentro del proyecto urbano comercializado como Barrio Parque Donado Holmberg. A cambio, se repartieron subsidios y promesas. Su aprobación fue resultado de un consenso entre distintos actores – especialmente vecinos propietarios y vecinos ocupantes - luego de una política de desalojos compulsivos impulsada por la primera gestión de Mauricio Macri a cargo de la Jefatura de Gobierno de la Ciudad (2007 -2011) que sacó a más de 70 familias de sus viviendas, y del intento de crear una Corporación de Estado que gestionaría sin control legislativo los inmuebles de La Traza.
Para vender, primero había que demoler y antes, vaciar las casas de todo rastro de vida. Más de la mitad de las 392 familias que vivían allí aceptaron el dinero en efectivo y las abandonaron, mientras el resto decidió esperar que se concretaran las viviendas sociales que proyectaba la Ley para poder permanecer en el barrio. Más de tres años después sólo unas pocas familias pudieron mudarse a ellas y lo construido presentó importantes problemas de infraestructura apenas inaugurado. La estrategia del Gobierno de la Ciudad fue instalar la incertidumbre y alentar la opción por el subsidio ofrecida como una certeza. La urgencia fue reducir el conflicto para alentar a los inversores, recuperar el barrio para devolverlo a los vecinos 1, y finalmente terminar con esa grieta de pobreza que rompía con el paisaje residencial del norte de la ciudad. La herida de La Traza debía cerrarse clonando el tejido urbano 2 para reconstruir su homogeneidad. En poco tiempo desaparecieron casas, plazas y también los graffitis que mantenían la memoria de sus habitantes en las paredes. El nuevo Barrio Parque les pasó por encima.
La ciudad de Buenos Aires fue declarada en emergencia habitacional en el año 2004. Más de 500.000 personas la habitan en viviendas precarias o de tenencia irregular.3 Mientras tanto, alrededor de 340.000 inmuebles, un 23,9 por ciento del total, se encuentran desocupados u ociosos.4
El útero
En algunas casas crecen raíces y en la de Rosa podían verse enmarcadas en la pared. Madre de seis hijos y abuela de diez nietos, vive desde 1986 en un departamento frente al Paseo de la Paz, una plaza que quedó abandonada, sin juegos y fue vendida como un lote más en las subastas del nuevo proyecto urbano que la convertirá en cemento de lujo. La puerta de entrada a su edificio tiene unas rejas que la separan de la calle, pero las ventanas de Rosa están siempre abiertas.
La Traza parece moverse mirada desde su ventanal. Todo a su alrededor cambió en poco tiempo. Las casas de la esquina fueron demolidas, la casilla lindera también, y su departamento es el único que permanece habitado a la espera de que finalmente se entreguen las viviendas sociales. Cuando Rosa se vaya, su casa también se convertirá en escombros y engrosará la memoria de lo que alguna vez hubo allí. Mientras, observa las gigantografías que promocionan lo que viene a paso acelerado, una escenografía de ensueño para familias felices: jardines flotantes, piscinas aéreas, plazas internas con modernos juegos.
El departamento de Rosa tiene las marcas del deterioro que suelen tener las casas de La Traza, una humedad estructural que descascara los intentos de cubrirla con capas de pintura, algunos vidrios rotos y un uso intensivo del espacio para que los metros disponibles sirvan de albergue para todos los integrantes de la familia. Primero los hijos y luego los nietos movieron las paredes y los muebles para crear espacio donde no lo había. En un momento llegaron a ser ocho durmiendo entre cuchetas en dos ambientes pequeños. Venían de vivir en un sótano y para entrar tuvieron que comprar una llave a un vecino que les entregó a cambio una puerta abierta. Pero nada más.
Más de cinco veces quisieron desalojarla, y cada intento multiplicó el miedo que sintió apenas entró a La Traza, cuando todavía las ocupaciones eran continuas y a veces violentas. Su hija Sabrina, que tenía seis años entonces, contó que pasaron los primeros días encerrados trabando la puerta con una mesa por temor a que se les metieran adentro. “Eso me re acuerdo. Mi papá hacía los mandados, y mi mamá no salía, no abría la puerta, estábamos todo el día acá metidos, éramos tres hermanos ahí”. Miedo a las ocupaciones y miedo a los desalojos: “Mamá se ponía re mal, re loca, cuando llegaban las cartas documentos se empezaba a mover, a hablar con los vecinos, eso sí me acuerdo, que todos los vecinos la tranquilizaban, la gente que estaba ya de antes, le decía - No Rosa, no va a pasar nada, vas a ver que vas a ser abuela-, y mi mamá no dormía…”.
Rosa fue abuela muchas veces, pero siguió sin dormir. La posibilidad de tener que irse la enfrentaba
a un desarraigo constante que no llegaba a concretarse y sin embargo atravesaba todo lo que hacía. Dejar la casa no era sólo quedarse sin el techo para su familia, era también perder la coordenada desde donde comprendía su propia historia. La angustia la llevó a una depresión que la dejó sin salir a la calle durante meses. “La casa es un útero”, dijo mientras contaba esa época. Sólo entre sus paredes cubiertas de portarretratos podía sentirse protegida. Esa casa, precaria y vulnerable, tomaba para ella el valor de un refugio y en ese trance se convertía en su lugar en el mundo. En el pasillo verde que comunica el comedor con la habitación cuelgan dos cuadritos pintados con arena, uno dibuja una paloma y el otro un paisaje de casas. Rosa los descolgó para mostrármelos y contarme lo que veía ahí: “Acá está la casa y la libertad”.
La casa es la matriz donde se aloja todo lo vivido. La biografía de sus habitantes se entromete en la estructura y le imprime un nombre propio que la convierte en mi casa, a la que puedo cuidar, querer y extrañar. “A mi casa la sentí propia, de hecho la quiero, aunque siempre sé que algo pasa y hay que llamar a que te la arreglen un poquito. Se remienda más que arreglar. Sí, la quiero mi casa. Aprendí a quererla. Fueron muchos años, tuve hijos acá y fui abuela acá. Me cuesta muchísimo desarraigarme y decir, agarro el subsidio y me voy”, contó Rosa mientras desde su ventanal, miraba a sus nietos correr en la vereda.
¿Qué es lo que se demuele cuando se demuele una casa? La casa apropiada queda en jaque ante las topadoras y su desaparición es vivida como un despojo. Hay una historia compartida que se fragmenta en miles de pedazos que algunos habitantes convierten en amuletos para llevarlos a cuestas y prolongar su potencia de refugio. “¿Me podré llevar esa puerta mamá?”, preguntó el hijo de Carmen antes de dejar la casa de su infancia. La imagen del útero queda proyectada sobre estas superficies que condensan el tiempo vivido y le dan unidad en el recuerdo. “Me llevé el número de la vivienda y el día que pueda le voy a poner Villa Anita de La Traza de la ex AU3”, contó Maricel, que después de diez años de aferrarse a esa chapa descascarada decidió aceptar el subsidio y colgar el número en una nueva pared.
La casa útero cuenta tres generaciones que comenzaron a vivir la ciudad y el mundo desde ahí, cargando de un sentido inaugural cada uno de sus rincones. Su imagen cálida y acolchonada queda vinculada a una experiencia original que no resiste descripciones y permanece enlazada a quienes la habitaron. La resonancia de cada nacimiento, cada festejo y cada duelo la hacen mirar hacia abajo, donde la tierra se confunde con las vigas de hormigón para sostener lo que transcurre y dejarlo crecer.
La intemperie
Las casas de La Traza están acostumbradas a los golpes y al deterioro que deja el tiempo cuando no hay dinero para refacciones y la incertidumbre desalienta a invertir lo poco que se tiene. Algunas ya nacieron precarias y son casillas de chapa construidas sobre terrenos baldíos que con el tiempo se convirtieron en pequeñas villas, donde se encuentra la pobreza más extrema del lugar. “Estas casas fueron muy golpeadas, no te olvidés que acá hubieron topadoras moviendo todo, entonces vos la casa la podés mantener hasta un límite, llega un momento que decís: Yo tendría que hacer todo el techo nuevo, y ¿qué vas a hacer?”, pregunta Beatriz después de dos décadas de hacer lo que puede.
Laura se crió en la humedad de su casa y cuando piensa en su hija sabe que no quiere lo mismo para ella. “A mi me partiría el alma irme, pero en las condiciones que yo estoy viviendo no quiero vivir tampoco”. La casa como refugio se desmorona cuando la intemperie ingresa al espacio íntimo y lo deja expuesto a las inclemencias climáticas, especialmente a la lluvia. El espacio querido que ofrecía reparo es también una estructura frágil donde ya no se puede estar. “Te sentís desprotegido, así uno se siente en La Traza. Uno está con un techo, pero está como desprotegido”, dice Maricel y piensa en los años que vivió así.
El agua es una presencia latente como el riesgo de desalojo. Su fluidez y las diversas formas de mostrarse señalan permanentemente la vulnerabilidad del espacio habitado. “A veces me ponía en cuclillas y me ponía a llorar, porque si pintaba me goteaba y brotaba la humedad, y no era que brotaba, me bordeaba” cuenta Nora que desde hace treinta años quiere poder irse de ahí. La
humedad se pronuncia en los cimientos, las paredes y los techos, y obliga a improvisar parches caseros. El piso se llena de baldes y las paredes se recubren con membranas que retrasan su avance, aunque sólo por un tiempo. “Yo no le meto más nada ahí. Le puse membrana a todo y sigue lloviendo” agrega Sabrina mientras me muestra cómo acomodó los muebles para que no se arruinen. Esta es la tercera casa de La Traza en la que vive y en la anterior, el techo se le cayó encima. “El día de mañana voy a disfrutar tanto los días de lluvia…”
Muchas veces, el agua aparece con la demolición de una casa lindera. Los muros se quiebran y las grietas abren los caminos para que el agua entre. Algunos sectores de la casa quedan clausurados por riesgo de derrumbe. “En la ultima inundación entró muchísima agua y la pinotea se pudrió, mi tía pasaba por un pozo de dos metros de ancho con una tabla”, recuerda Maricel narrando sólo una de las tantas lluvias. La casa se achica y se acomoda para seguir siendo habitable. Las filtraciones se esconden o disfrazan para no ser tan visibles, pero el cuerpo no necesita verlas para percibirlas, y la humedad se traduce en neumonía y asma, especialmente entre niños y ancianos.
La imagen de la intemperie acapara la comprensión de la casa cuando el deterioro lo invade todo y no da respiro. Los relatos de los habitantes describen escenas que se repiten y recrean la impotencia de no poder detener un abandono que avanza sobre ellos y destruye lo que fueron construyendo. Arreglé ese techo, tapé esa ventana, llené las paredes de tergopol, pero el agua insiste. La casa húmeda pierde su capacidad de albergue y es vivida en su fragilidad. “Muchos le toman cariño a la casa, pero yo no. Es terrible lo que pasé” dice Nora. Y no deja más lugar para decir.