Memorias Fotográficas, Natalia Fortuny 130-148

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realmente competían muchísimo con la imagen. Y poco a poco fue teniendo cada vez menos” (Zout, 2011). Lo fotográfico lentamente se va autonomizando y deja de necesitar una explicación que sostenga desde fuera las imágenes. Para poder trabajar incluso en esta serie la palabra y la firma del poder represivo desde el interior mismo de la foto. Otras palabras del léxico jurídico-administrativo aunque provenientes de otro origen aparecen en Recuerdos inventados (2003), la serie en que Gabriela Bettini presenta −y donde se presenta junto a− su abuelo y su tío desaparecidos. Entre las diez fotos que componen este trabajo, donde también se superponen imágenes del pasado con acciones en el presente, hay cuatro que son fotos de textos: tres del informe Conadep; una de la carátula de un libro de poemas de Poe firmado por el abuelo. Si las instantáneas de falsos momentos vividos por el abuelo y el tío con la nieta/sobrina, al montar dos tiempos, contenían la verdad de lo imposible, entonces, ¿qué lugar juega el texto aquí? A diferencia de la palabra manuscrita, propia o ajena, Bettini se vale de testimonios ya dichos, ya escritos, para dar su propio testimonio. Aquí no se trata tanto de una voz familiar –salvo en la foto de la tapa del libro que lleva inscrita la subjetividad del desaparecido en la firma− sino del informe ‘objetivo’ acerca de cómo sucedieron las desapariciones. Es decir, son fragmentos del Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) creada por el gobierno nacional en 1983 para investigar la desaparición forzada de personas. Informe que dio origen, precisamente, al libro que se ve en otras de estas fotos, el Nunca más, publicado en septiembre de 1984 (Crenzel, 2008).

¿Qué reenvíos genera esta intromisión de la palabra de orden legal o jurídico, la palabra ‘verdadera’? Siguiendo a Luis García (2011: 94), “la farsa teatralizada en las imágenes se golpea contra el prosaico registro administrativo de esas muertes”. Los dos órdenes –el visual y el escrito− se ubican a su vez en dos registros diferentes. Las palabras burocráticas presentadas en esta serie se combinan así con fotos que son documentos falsos: imágenes que prueban y muestran lo que no ha sucedido. O, para decirlo mejor, aquello que no ha podido suceder porque el terrorismo de Estado lo impidió. En relación con esto, la tercera de las fotos, titulada “Conversación con Antonio”, muestra a la nieta señalando una página del libro Nunca más mientras el abuelo mira con gravedad el texto que cuenta su asesinato. Esta imagen es quizá la pieza clave del conjunto, al funcionar como puente de las fotos y los textos. La recursividad surrealista de esta foto, donde la nieta le presenta al abuelo-desaparecido los hechos de su desaparición, conecta la lectura de lo escrito con las imágenes, lo dicho con lo visible, la verdad de la imagen con la verdad de las palabras, para desestabilizar todo el conjunto. La foto aparece aquí como prueba subvertida: es prueba de lo que no se puede probar, de las desapariciones y de un tiempo imposible.

Las palabras de la ley están aquí de manifiesto: en la foto de Zout es la ley ilegítima del expediente secreto; en las de Bettini son las palabras de la Conadep que ha tomado el camino legal para conseguir información y justicia y se ha valido in extenso de testimonios. Los discursos, el legal y el ilegítimo, se presentan fragmentarios y combinados con fotos, demostrando, en un caso, la complicidad de la foto y la palabra al momento de poner en marcha la burocracia asesina; y haciendo tambalear, en el otro, la extendida idea de la fotografía como reflejo de lo real.

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COnTRATexTOS

Por último, otra de las formas en que la escritura acompaña las fotos es a partir de la presencia de la palabra testimonial alrededor de las imágenes.

Una llamativa combinación de testimonios y fotos se da en el libro Pozo de aire de Guadalupe Gaona (2009), que presenta imágenes de su álbum familiar –especialmente, las últimas vacaciones de la familia en Bariloche antes de la desaparición del padre– con fotos propias de los mismos escenarios y con poemas. Estos breves textos poéticos intercalados entre las imágenes ofrecen recuerdos y anécdotas vagas, mezclando voces de niña y de mujer –a veces son madre e hija. Al principio del libro, un breve prólogo poético narra un momento de felicidad. El texto describe con palabras su imagen favorita y amuleto: la única foto que tiene Gaona a solas con su padre y que ha sido tomada al borde del lago durante las vacaciones familiares.

Junto a la doble costura de presente y pasado de las fotos de Gaona, los poemas realizan un trabajo similar al buscar en las imágenes de la memoria para reconstruir un momento en permanente fuga. Intercalando textos entre las fotos presenta difusamente algunos momentos vividos, siempre entremezclados con percepciones presentes. ¿No son acaso los poemas imágenes hechas con palabras? La poesía es, dentro de la literatura, quien trabaja íntegramente con imágenes, hecho que aquí otorga a poemas y fotografías una gran empatía. Las palabras subrayan los contactos entre los mundos de ahora y del pasado que las fotos proponían y, así como las fotos, fallan justo al querer reponer un sentido:

A sus espaldas una frase está por salir de la luz. Su boca polar le dice algo.

Pero las palabras se pierden entre los escasos dedos de una mujer. Los ojos de ella se las devuelven igual que el eco.

Limpias de significado.

Aquello que las bocas quieren decir no puede decirse. Las palabras nacen limpias de significado, como un eco. Esta imposibilidad del habla denuncia la pérdida y el trauma. Y sin embargo es una imposibilidad de decir que se anuncia, como la foto movida que muestra a dos niños –Gaona y su hermano– bajo una vibración desenfocada. Hay una expectativa sobre ellos, una tensión que los acecha y que fotos y poemas se niegan a develar completamente.

En la página opuesta a la de la foto de la entrada a un bosque con un camino apenas marcado y algo de pasto quemado en el piso se lee:

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Durante años. Espera atrás de una línea amarilla. Todavía no puede pasar.

Los ojos vendados por el calor. Una loca adentro.

Dos hijos. Los sacude. Suenan como cascabeles.

El bosque ofrece, en la foto, la entrada que no será franqueada –o, al menos, eso dice el poema. El bosque se vuelve así un escenario atractivo pero impedido. Algo a lo que será imposible regresar. El uso de la foto familiar se duplica en estos “poemas familiares”, que aluden también a la narración oral y repetida que hilvana las fotos familiares de los álbumes. Por otra parte, se destaca tanto en imágenes como en poemas la figura de la madre. Frente a la foto de una enramada en el bosque, Gaona elige estos versos:

El ruido de una rama desprendiéndose. Vuela por los aires una cachetada.

Proviene de mi madre y no del bosque.

El paisaje-madre resuena aquí en rama-cachetada. Quien habla no parece saber del todo de dónde viene pero sí conoce el sonido y el dolor de ese golpe. Los recuerdos son presentados en los poemas de Gaona a través de percepciones táctiles y sonoras, como una involuntaria memoria proustiana de lo perdido, y van construyendo junto a las fotos ese paisaje añorado y temido de las vacaciones previas a la ausencia del padre. Un fragmento de Treintamil de Fernando Gutiérrez (1997) también recuerda enrarecidos climas de infancia en una mixtura de fotos y palabras. En la página opuesta a la fotografía en blanco y negro de la carcasa oxidada y abandonada de un auto en un descampado, Gutiérrez escribe:

Santi era Batman; Beto, Robin y nosotros atacábamos al batimóvil, un auto abandonado a orillas del río Reconquista. Tomé el volante cuando miré hacia atrás, vi por entre los árboles acercarse un patrullero. El reflejo fue escapar. Carrera de cien metros en diez segundos, que fue interrumpida por el seco ruido de disparos. Manos en alto. Fuimos obligados a volver.

Parados uno al lado del otro contra unos arbustos, desconcertados, escuchamos: “si no nos dicen quién fue, los partimos en dos y los tiramos al río. López traiga la ametralladora”. Lo seguí con la mirada. Fue hasta el auto y volvió enseguida. No podía más que mirar el caño

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del arma con que nos apuntaba. Más preguntas y más gritos desesperaron a Santi que, arrodillado y llorando, les pidió por favor que no nos matara, que no sabíamos nada. Nos dejaron ir. Esta vez no corrimos. Teníamos doce años y era el verano del 80.

Tanto Gaona como Gutiérrez demuestran con fotos y textos que han sido testigos infantiles, niños que sin entender las razones han vivido el horror, la amenaza y el peligro. Esta temerosa –y temblorosa– confusión habita también sus obras.

Otras dos series que ofrecen una combinación de testimonio escrito y fotos son las de Gerardo Dell’Oro y Martín Acosta. Aunque de manera diferente, ambos reconstruyen la historia del retratado a partir de narraciones que tienen el mismo estatuto que las fotografías.

En Imágenes en la memoria, Dell’Oro trama las fotos con testimonios suyos sobre su hermana, su familia, su sobrina y sobre Julio López. También agrega fotografías de recuerdos escritos de la vida de su hermana: una nota de la maestra, un cuento de cuando estaba en tercer año, la carta de su cuñado desde la conscripción –nuevamente la epístola como un importante tesoro familiar−, las anotaciones de López con letra temblorosa. Todas estas apariciones de lo manuscrito subrayan, como se ha visto, la aparición de la persona detrás de la letra. Y marcan también la materialidad de estos escritos realizados en un boletín, en una hoja de carpeta, en un papel arrugado y conservados como prueba de una vida. Todo este conjunto es, al igual que las fotos, ordenado pacientemente por el relato propio que Dell’Oro intercala en las fotos.

Por su parte, Acosta narra en ADN el camino del nieto recuperado desde la desaparición de sus padres hasta la restitución de su identidad, incorporando en su narración algunos testimonios de nietos recuperados. Aquí la relación con el texto es algo más distanciada, ya que no se trata del testimonio en primera persona del testigo o familiar, sino de la tercera persona del fotógrafo –la mirada del reportero− que intercala incluso pareceres propios sobre el retratado, presentando, a fin de cuentas, su singular perspectiva. Respecto de la centralidad del texto en su trabajo, Acosta ha dicho que le incorporó texto porque se dio cuenta de que faltaba, que era necesario. “¿Por qué? Porque yo soy fotoperiodista. Concibo al lenguaje no como un lenguaje visual exclusivamente: la participación de la palabra es fundamental. Yo no soy un artista (...) El trabajo es como vos lo ves, no es sin foto histórica o sin texto. Es indivisible” (Acosta, 2011). Confirmado por sus dichos, esta obra de Acosta se acerca a lo que Ribalta llama un patrón documental social, en el que “las imágenes se articulan con textos y el formato de la página impresa mantiene una tensión dialéctica con el espacio expositivo” (Ribalta, 2004, 15). La referencia de esta obra es el periódico y la centralidad y organización visual de las zonas textuales. Las intenciones explicitadas por Acosta se relacionan con las razones de la –brevísima− aparición del texto en la serie de Julio Pantoja, en la que cada foto de los hijos tucumanos lleva como epígrafe el nombre del retratado, su edad, ocupación y el año de toma de la foto. En la presentación de la muestra, Pantoja (2006) sostiene que “otro punto importante siempre, pero vital en este caso, es la relevancia del nombre que acompaña cada retrato, porque permite preservar la identidad y la historia de cada uno. Las fotos sin nombre son fotos de NN, como calificaban los militares a sus víctimas. Y debía ubi-

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carme en las antípodas”. De esta manera, el texto esclarecería identidad, hecho siempre negado por el aparato represor.

Por último, y como se ha mencionado, los restos de textos no son los únicos elementos lingüísticos presentes en la serie El lamento de los muros de Paula Luttringer, ya que un conjunto de frases en primera persona conforma también la muestra. Cada foto está acompañada por un largo epígrafe con el testimonio de una mujer secuestrada durante la dictadura. Las voces de las ex detenidas desaparecidas ofrecen desde fuera de los marcos un contrapunto a esas huellas difícilmente codificables que habitan en las paredes. La foto de los escalones, por ejemplo, lleva el siguiente testimonio:

Bajé alrededor de 20 o 30 escalones, se oyeron cerrar grandes puertas de hierro. Supuse que el lugar estaba bajo tierra; que era grande, ya que las voces retumbaban y los aviones carreteaban por encima o muy cerca. El ruido era enloquecedor. Uno de los hombres me dijo:

¿así que vos sos psicóloga? Puta, como todas las psicólogas. Acá vas a saber lo que es bueno. Y empezó a darme trompadas en el estómago. Marta Candeloro fue secuestrada en la ciudad de Neuquén el 7 de junio de 1977, y trasladada luego al Centro Clandestino de Detención La Cueva.

De una manera similar a como Pilar Calveiro (2008) entrelaza en su libro los testimonios de otros sobrevivientes sin partir nunca de su propia experiencia, pero evidenciando un conocimiento al detalle de la maquinaria represiva, Luttringer se vale de los testimonios de otras mujeres para narrar su historia. Hay en ambos casos un alejamiento del lugar de víctima –del lugar testimonial subjetivo– y un recurrir al testimonio de los otros para mostrar esa parte terrible del pasado colectivo y de sus biografías. Tal como sostiene la propia fotógrafa: “nunca me ha gustado usar como estandarte el hecho de estar desaparecida, para que sea reconocida mi fotografía” y “no estoy hablando de mí, pero al mismo tiempo hablo de mí” (Luttringer, 2006 y 2011). Para narrar lo vivido, Luttringer se vale del testimonio del trauma de otras mujeres para presentar la historia y su historia –que haya elegido sólo a mujeres refuerza el hecho de que se trata de su historia.

“Tenía que preguntarles a otras mujeres qué recuerdos quedaban en sus memorias. (...) No me interesaba nunca saber la exactitud del recuerdo sino preguntarles: ‘Cuando te despertás mal en medio de la noche, ¿de qué te acordás?’” (Luttringer, 2011).38

La memoria del acontecimiento traumático, inexorable e incompletamente unida a la palabra, será necesariamente recreada y transformada en su pasaje a lo discursivo. El testimonio se vuelve la estructura fundamental de transición entre la historia y la memoria, ya que el sentido de lo que pasó no está fijado de una vez por todas (Ricoeur, 1999). Según Dominick LaCapra (2005), elaborar el trauma es lo que permite escapar a la repetición anclada en el pasado, a partir de reorganizar los sentidos sobre lo vivido

38 Respecto de la elección de testimoniantes mujeres, Luttringer (2011) explicó que al principio entrevistaba a hombres y mujeres, pero luego: “no pude enfrentar a los hombres. No pude enfrentar cuando los hombres empiezan a contar, se quiebran y lloran. Esa fue una falencia mía. No sabía cómo consolarlos, no entendía por qué lloraban tampoco. No supe cómo manejarlo, y de pronto empecé a abandonar eso. Cuando empecé a hablar sólo con mujeres, entendía de qué me estaban hablando. Además, mucho tiempo después me di cuenta de que la mujer no transmite la misma memoria que el hombre. La mujer tiene una memoria que tiene relación con colores, con olores, con sensaciones, con algo más ventral, del vientre. y era lo que yo estaba buscando”.

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para reubicarse en la vida presente y futura. El trauma, en tanto intransferible, se dice siempre y obligatoriamente en primera persona.

Entonces, ¿qué nuevos reenvíos crean estos testimonios en primera persona que subrayan la singularidad del sujeto que ha experimentado la tortura? ¿De qué manera modifican las fotos? Sin dudas, entablan un ida y vuelta entre cierta afirmación y claridad del testimonio –una claridad que no completa, sino que admite huecos, cosas no dichas y fisuras– y la opacidad de la fotografía. El juego entre lo dicho y lo no dicho, entre palabra y foto, arma un conjunto que tiene que ver con las memorias subterráneas y la oscuridad que caracteriza a los testimonios (Pollak, 2006). Luttringer no usa los dichos de las mujeres para explicar la foto. Una vez que se los ha leído, es más un clima o atmósfera de recepción de las fotos lo que se crea, que una descripción de lo que se ve (aunque haya un motivo que las aúna, en este caso los escalones, por ejemplo). El modo como se relacionan es el fragmento: dos partes diferentes puestas juntas para construir una nueva obra, ni plenamente clara ni caótica por completo. Fragmentos que hablan de una composición, de un todo abierto que sirve como mapa a medio camino entre lo decible y lo visible. Las palabras acompañan las fotos y expresan sin explicar. El testimonio deja oír el lamento de los muros para que persista como rumor. Un rumor que ni siquiera los testimonios de las mujeres que han estado detenidas logran, desde el otro lado del marco, explicar ni aclarar.39

Luttringer establece además la importancia de las palabras testimoniales en su dimensión fónica, en su forma y su sonoridad, más allá de lo que las palabras signifiquen. Prueba de esto es que cuando estas obras han sido mostradas en el extranjero y hubo que leer los testimonios a un público no hispanohablante la artista pidió que se leyeran primero en español, aunque el auditorio no las comprendiera. “Necesito dar mi voz, mi propia lengua, y luego compartir con ustedes en su idioma lo que pasó en mi país” (Diamond, 2008, traducción propia). La palabra es más que lo que dice, ya que es el testimonio de alguien en singular y lleva sus marcas enunciativas, en las que pueden rastrearse los rasgos identitarios e incluso sus fisuras.

El relato, motor de memorias y encargado del pasaje de la memoria individual a la memoria colectiva, es también voz y grafía, sonido e imagen que pueden conducir al testimonio. La necesidad de mostrar y de decir por parte del testigo aparece con fuerza en la serie de Luttringer. Incompletas e insuficientes, las palabras de las víctimas apuntalan la obra desde afuera.

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Desde la concepción platónica de la huella y la teoría aristotélica de la reminiscencia hasta nuestros días, la memoria ha estado profundamente relacionada con las imágenes como elemento central para su definición. Asimismo, y por otra parte, la palabra también resulta un vehículo central como hacedora y transmisora de memorias a lo largo de generaciones, como expresión –potente aunque inacabada– de la experiencia traumática. Entre muchos otros, Paul Ricoeur (2008) y Elizabeth Jelin (2002) piensan las

39 Primo Levi se ha referido también al lamento: “de hombres que han conocido esta privación extrema no podemos esperar una declaración en el sentido jurídico del término sino otro tipo de cosa, que está entre el lamento, la blasfemia, la expiación y el intento de justificación, de recuperación de sí mismos” (citado en Agamben, 2000: 25).

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narrativas como la manera primordial como los sujetos construyen, evocan y modelan su pasado. Dada esta importancia de las formas lingüísticas en la construcción del pasado, no es nunca azarosa su utilización en fotos que tematizan una cesura histórica. Por su parte, Beatriz Sarlo (2005) cree que el testimonio está ubicado en un lugar de “icono de la verdad” en esta época, por lo que es el recurso principal para la reconstrucción del pasado por parte de la generación siguiente a la de los desaparecidos. Sumado a esto, el efecto de testimonio que Barthes (2006) le adjudica a la foto y la idea de Ricoeur (2008) de que la huella es la raíz común al testimonio y al indicio permite comprender por qué estas fotografías, a fin de cuentas verdaderos testimonios visuales, arman junto a la palabra poderosos artefactos de memoria.

De hecho, las fotografías comparten en su mayoría las características pensadas para los testimonios verbales: suponen una primera persona –una perspectiva: la mirada de un ojo que establece un punto de vista particular–; hay en ellas tensión entre lo singular y lo social, y hay por supuesto en ambas ambigüedad, cosas no dichas, reconstrucción, silencios, incompletitud. En el lugar de intercambio entre lo individual y lo colectivo, las fotografías como testimonios visuales se ubican a medio camino entre una historia exterior y los esfuerzos siempre incompletos de una memoria. Y pueden ser, como se ha visto, un interesante escenario donde desplegar los testimonios escritos. Porque, tal como cree Huyssen (2009), en lugar de oponer palabra a imagen debemos reconocer que la imagen y la palabra están entrelazadas en las prácticas de representación y cuando una de ellas falla, la otra puede iluminar la escena. Las series revisadas otorgan a la palabra un lugar relevante en el armado final de la obra. Luttringer combina los trazos lingüísticos en una pared con el testimonio de las víctimas, problematizando incluso el lugar del testigo. Brodsky juega con la supervivencia de la memoria, con la letra del olvido. La carta de la tía al padre asesinado es el andamiaje que sostiene la serie de fotos de Pérez del Cerro, así como las esquelas manuscritas de Ulanovky dan entidad biográfica a la pérdida. Zout fotografía palabras policiales y fotos secretas para abrir el entramado de silencio y el texto de la Conadep le permite a Bettini complejizar en sus fotos las cuestiones de lo verdadero/falso. Los poemas de Gaona arman con las imágenes una costura que sumerge al lector en un ir y venir del presente al pasado, y Acosta y Dell’Oro narran las biografías previas de los desaparecidos a la vez que las historias de los hijos.

Algunas de estas fotografías ofrecen apariciones veladas de la palabra, muchas veces ilegibles o en diálogo con la ilegibilidad, donde ciertos sentidos sobrevienen y sobreviven –en las paredes, en los muros de las prisiones, bajo las inclemencias del tiempo– para poder leerse de manera transversal desde el presente. “Se trata de una letra pero fuera del lenguaje. Lo que se transmite es del orden de lo no-dicho, pero se escribe” (Rousseaux, 2007: 381). Aquí, entonces, las fotos –complejas huellas de lo real– muestran a su vez huellas lingüísticas y se presentan incompletas, aunque desbordantes de sentido. La letra funciona y se transmite más en la línea de la imagen y de las memorias subterráneas que como información explícita. La imagen fotográfica evidencia el grito y el quejido, la phoné donde aún no se articula lenguaje alguno, pero que gracias a la fotografía ha comenzado su camino al testimonio. Jacques Rancière retoma la distinción

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aristotélica entre phoné –el grito o el ruido animal, que expresa placer o displacer– y logos –la palabra humana, que expresa discernimiento. “La política consiste (...) en hacer visible aquello que no lo era, en escuchar como seres dotados de palabra a aquellos que no eran considerados más que como animales ruidosos” (Rancière, 2005: 15). Algunos de los artefactos fotográficos de este capítulo se proponen justamente comenzar a dar palabras allí donde sólo había ruido. Y así dar sentido a esas “imágenes sufrientes, a la espera de una posible, de una futura legibilidad” (Didi-Huberman, 2008: 48).

Incluso cuando, como es el caso de la letra manuscrita, las palabras cuentan algo, el pulso de la letra y su caligrafía singular ayudan a reponer el espesor no completamente decible de la ausencia y de quienes la sufren: los sujetos reales, con un cuerpo y una mano que escribe. Las palabras de estas obras, aun aquellas más narrativas, no explican las imágenes sino que agregan otro nivel de discurso. Ya que para explicar se necesita implicar las emociones, palabras e ideas en la presentación de las imágenes mismas (DidiHuberman, 2008: 48).

Por otra parte, la memoria está compuesta por fragmentos y a su vez cada foto es fragmentaria (es índice y recorte, el fuera de campo es central en la definición de la fotografía: es imposible no dejar algo afuera). Precisamente son los fragmentos textuales los que componen estas obras: la palabra rota o que ya no se lee, pero también el fragmento de testimonio, cuando la anécdota puntual no describe panorámicamente sino que cuenta partes mínimas, los pedazos de una carta, una breve esquela. Por todo esto, muchas de las fotos de estas series, antes que una visión totalizante, proponen una entrada incompleta y plena de lagunas como la memoria.

En estas imágenes, los sobrevivientes y familiares que portan su palabra lo hacen sin poder sustraerse de narrarlo una y otra vez, pero a la vez sabiéndose fatalmente imposibilitados de dar completa cuenta de lo vivido. Palabras fotografiadas y palabras escritas recrean y reconstruyen la experiencia del horror, siempre a mitad de camino entre la historia y la memoria individual, para ser y hacer memorias. Para devolver la palabra y, de esta manera, comenzar a elaborar el trauma.

Instaladas en espacios comunes a la fotografía y al testimonio –fragmentariedad, tiempo pasado, construcción identitaria, indicios de un haber estado ahí–, estas obras se comportan tal como describe Michel Foucault (1993: 80) la pintura de Magritte, dejando “que el discurso caiga según su propia gravedad y adquiera la forma visible de las letras. Letras que, en la medida en que están dibujadas, entran en una relación incierta, indefinida, embrollada con el propio dibujo, pero sin que ninguna superficie pueda servirles de lugar común”. Así, palabras y fotografías –cada lenguaje en su irreductible singularidad pero embrollados–,contraen aquí una unión nueva, que encuentra su punto justo precisamente por no tener equilibrio alguno. Poner textos en los muros de una exposición no es desterrar las imágenes, sino que, tal como piensa Rancière, las palabras también son materia de imagen y modelan formas visibles. “El arte y la política comienzan cuando (...) las palabras se hacen figuras, cuando llegan a ser realidades sólidas, visibles” (2008: 83). Frente al silencio y al enmudecimiento heredados del dispositivo represivo, estas obras enlazan imágenes fotográficas y testimonios en artefactos capaces de devolver(nos) la palabra.

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...creo que nuestra sociedad intenta completar su álbum de fotografías, quizá se trate sencillamente de eso. dieGO

Óscar Muñoz es un artista colombiano que ha trabajado sobre la memoria a partir de diversos soportes de la imagen, entre ellos la fotografía. Una de sus obras es Proyecto para un memorial (2005), una videoinstalación donde se documenta la ejecución de una tarea inútil: Muñoz pinta retratos con agua sobre el pavimento caliente de Cali, copiando algunas fotografías de la sección necrológica del diario. Cuando se acerca el momento de completar el dibujo los primeros trazos empiezan a desaparecer, a evaporarse, por lo que hay que empezar de nuevo otra vez. Esta acción de dibujar con agua sobre una piedra al sol las caras de muertos que desaparecen incesantemente y que es vuelta a recomenzar cada vez –en loop, como una tarea inacabable y a la vez indetenible− sirve para subrayar el pertinaz trabajo de la memoria desde el presente y con la imagen. Un trabajo repetido –quizás a primera vista vano− que vuelve a arrancar una y otra vez, y que compromete al espectador en un ejercicio de rememoración efímero pero obstinado.

Entre los trabajos con imágenes que, como el de Muñoz, son verdaderos esfuerzos de memoria y apelan al espectador desde lugares no evidentes ni completamente conscientes o cristalizados, se encuentra el conjunto de obras fotográficas que a lo largo de estas páginas se presentaron y pusieron en diálogo. Entenderlas como memorias fotográficas resulta fructífero para estas producciones que son, a la vez, memorias sociales de un pasado en común, artefactos fotográficos –con sus particularidades temporales, estéticas y políticas− y elaboraciones artísticas creadoras que ponen en marcha recursos visuales singulares.

Desde sus orígenes, las artes de la memoria han intentado generar recuerdos a través de las imágenes, ya guiando al orador en su discurso, ya transmitiendo enseñanzas a destinatarios no familiarizados con la escritura. En una línea no demasiado alejada de esta matriz, aunque por supuesto menos estrictamente pedagógica y más autónoma, los artistas aquí revisados toman y producen imágenes de su memoria –personal y colectiva− para traerlas e instalarlas en otros, para tocar una fibra de la sociedad y para finalmente intervenir en la construcción del recuerdo, es decir, para tomar la palabra y hacer memorias. Estas obras suponen construcciones y reconstrucciones del pasado desde un presente y contienen también miradas hacia el futuro, en medio de variados contextos memoriales y de diversas condiciones históricas de decibilidad.

En estos trabajos, la fotografía es la técnica recurrente para la insistencia de la memoria del horror de la dictadura, especialmente para la evocación de la desaparición. Cada una de estas obras explota la duplicidad propia de la imagen fotográfica, a la vez huella de lo real y construcción. Las fotografías funcionan como artefactos de memoria precisamente en esa condición dual. En este reconocerse, en primer lugar, como indi-

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etA nd O e L á L bu M cOL ectivO

cios y restos de vidas interrumpidas por la violencia del secuestro y la desaparición. Pero también, como la abierta posibilidad de creación de sentidos nuevos para revisitar aquella traumática experiencia desde el presente, para indagarla desde sus secuelas.

Asimismo, en las obras se destaca la evocación del desaparecido, en especial a partir de la alusión y escenificación de su ausencia, esto es, de la construcción de un recurso que evidencia en sus mismos procedimientos la consecuencia principal del exterminio represivo. La figura del desaparecido condensa el horror de la dictadura por antonomasia: ha sido arrancado violentamente de la calle, del aula, de la fábrica, de su casa, de la vida y jamás regresará. En su lugar queda un vacío, y ya no se le reconocerá cuerpo ni historia desde entonces. En estas fotos, el cuerpo ausente se presenta como una identificable presencia urbana; lo desaparecido carece de cuerpo y sin embargo significa y está presente, se torna perturbadoramente visible. El cuerpo ausentado y desaparecido es evocado aquí por su necesaria incompletitud. Baste pensar, entre otros, en los cuerpos desaparecientes de Res; los cuerpos ausentes, las siluetas y las figuras humanoides en Travnik; los zapatos vacíos de Gutiérrez; las imágenes movidas del cuerpo lastimado del sobreviviente en Zout; los cuerpos animales torturados en Luttringer; los cuerpos faltantes en Germano; los cuerpos de los hijos que soportan en su piel las imágenes de los padres ausentes en las fotos de Quieto y Maggi; el cuerpo suplantado en Bettini; los cuerpos de papel fotográfico en Pantoja y Ulanovsky; el cuerpo recuperado de los nietos en Acosta.

Por otra parte, ciertas memorias fotográficas evocan la represión a partir de la visualización de la violencia política, tanto mediante la mostración de los instrumentos y las tecnologías del poder que llevaron adelante la desaparición y las torturas, como haciendo visibles las huellas de la represión en el espacio público. Este conjunto de memorias convoca el dispositivo desaparecedor de personas y cuerpos a partir de sus maquinarias y restos: las huellas en una ciudad vacía; el Falcon; el avión de las FFAA; el matadero; el archivo policial; la picana; la capucha y los restos de los centros clandestinos de detención. Evidenciando la configuración espacial y técnica del poder, muchas muestran de soslayo las marcas del trauma en la ciudad, en el espacio público, los territorios de memoria y las heridas, como sentidos de un sinsentido en el que se arraigan y del que, de alguna manera, son manifestación y presencia.

Otro gran conjunto de memorias fotográficas, por su parte, trabaja con las fotos familiares para exponer los efectos de la represión como interrupción de una trayectoria biográfica singular. Las consecuencias de este quiebre en el entorno íntimo del desaparecido hacen que hijos, hermanos, nietos recuperados y otros familiares recurran a las fotos del álbum para realizar unas nuevas imágenes, guiados por una voluntad anacrónica de reconstrucción. Por último, la palabra y el testimonio aparecen también en muchas de estas obras. En algunas, la letra se transmite más en la línea de la imagen y de las memorias subterráneas, mientras que en otras aparece como información que forma parte de la obra. La palabra fotografiada reconstruye junto a las fotos la infijable memoria del horror, siempre entre la historia y las vivencias individuales.

Estas memorias fotográficas conmueven e intranquilizan porque develan un territorio escondido en los pliegues de la experiencia colectiva a partir de mecanismos estéticos que suponen siempre la generación de formas, espacios e interrogantes abiertos.

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AGRAdeciMientOs

A Ana Longoni y Felisa Santos, por guiarme en los caminos del pensamiento, por su amistad y por enseñarme, además, la manera en que el trabajo de escribir y la maternidad pueden acompañarse mutua y felizmente.

A las y los artistas que permitieron que escribiera sobre sus fotos, me enviaron las obras, abrieron sus talleres y casas, me contaron sus historias y respondieron mis preguntas.

A mis compañeras y compañeros de estudio y trabajo en estos años. En especial a Jordana Blejmar, Luis Ignacio García, Claudia Feld, Cora Gamarnik y a quienes forman parte del grupo Ubacyt.

A Gabriel Valansi, Karin Idelson y Pablo Caligaris, que me impulsaron hacia la fotografía.

A Jacqui Behrend por sus charlas metodológicas.

A Julieta Escardó y Eugenia Rodeyro que acompañaron pacientemente la edición de este libro, y muy especialmente a Malena La Rocca por comentar puntillosa la versión final.

A Gabi Franco por sus consejos editoriales y poéticos.

A mi prima Paula por sus traducciones y por estar cerca.

A mis amigas y amigos de la vida.

A mi tía Ro, por su presencia constante.

A mis hermanas Lau y Ani, y mi sobrina Meyu, que siempre traen alegrías y ayudas.

A mis padres, por acompañarme cada vez y todas las veces. Y por enseñarme a no olvidar.

A Diego y Simón que, con infinita paciencia en largas horas y largos días, me dieron cariñosamente mucho más que el apoyo y el tiempo necesarios para cursar, leer, investigar y escribir. A la hermosa Eloísa, que llegó justo después de la tesis. Con ellos, que comparten mi vida, se queda todo mi amor.

Agradezco también al Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas por haber financiado la investigación y escritura de la tesis doctoral cuyas principales ideas y capítulos fueron condensados en este libro. El Doctorado en Ciencias Sociales fue dirigido por Ana Longoni en el ámbito del Instituto Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.

Los cruces entre fotografía artística y violencia de Estado en la Argentina configuran en este libro un corpus notablemente articulado de ensayos fotográficos realizados desde el fin de la dictadura en adelante. No fueron gestados durante, sino después: en medio de las instancias difíciles de elaboración de las memorias de la represión. Con una escritura que conjuga su condición poética y a la vez crítica, Natalia Fortuny indaga incisivamente en torno a esta serie de producciones artísticas que optan por el dispositivo fotográfico para preguntarse sobre su capacidad de ser huella o resto de lo que dejó el horror entre nosotros, y que a la vez catalizan la construcción de nuevos sentidos y elaboraciones. Son ejercicios de memoria personales, persistencias y ubicuidades del dolor y de la ausencia.

Natalia Fortuny es poeta, docente e investigadora del Conicet. Estudió Comunicación (UBA) e Historia del Arte (IDAES/UNSAM) y es Doctora en Ciencias Sociales (UBA). Ha coeditado junto a Jordana Blejmar y Luis Ignacio García el libro Instantáneas de la memoria: fotografía y dictadura en Argentina y América Latina (Libraria, 2013). También publicó los libros de poesía Hueso (Ediciones En Danza, 2007) y La construcción (Gog y Magog, 2010).

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