d e R estOs y hue LLAs:
LA desAPAR ici Ó n en e L es PAci O P úb L icO
...excepto una presencia que cuesta definir, un rastro, como el olor del césped tras la lluvia nocturna, o el resto de una voz que nos avisa, sin tener que explicarlo abiertamente, que no desesperemos, y que si llega el fin, pasará eso también. mARk STRAnd
En su trabajo con producciones de discurso que testimonian en primera persona la vida bajo el regimen nazi en los campos de concentración, Michael Pollak (2006) ha investigado las maneras en que ciertas memorias sobreviven y se transmiten aun sin salir por completo a la luz. Pollak describe los mecanismos de las memorias subterráneas y los múltiples silencios –que funcionan como resguardo identitario− y resalta el espacio del entre para indagar cómo se dan las construcciones, las apropiaciones, las posibilidades de decir y comunicar un hecho que pone en cuestión a toda una sociedad. Las memorias subterráneas suponen siempre razones históricas, políticas, sociales e incluso personales para su ocultamiento y, a la vez, para su continuidad por lugares menos evidentes. Son memorias que pueden luego aflorar a la luz, en una coyuntura diferente.
Las memorias fotográficas de este capítulo, en especial las de Res y Travnik, parecen presentar muchas veces memorias subterráneas, visibilizaciones difusas y fragmentarias de un pasado doloroso. Obras que traen formas de insistencia de la memoria de la represión y la desaparición, que exploran lo urbano con mirada perpleja y subrayan las huellas del trauma en la ciudad. Cabe recordar, en relación con esto, que gran parte de estas fotos corresponden al período inmediatamente posterior a la dictadura –en el que el pasado doloroso aún no era claramente ‘pasado’. Ciertamente una etapa temprana donde, ‘show del horror’ mediante, todavía era difícil procesar desde una posición sensible y no sensacionalista los oscuros años vividos.5
Estas vistas extrañadas de la ciudad exponen las ausencias y ofrecen la desolación de los escenarios urbanos de la primera posdictadura. De allí que resultan memorias fotográficas interesadas en desnaturalizar y deshabituar la mirada hacia el paisaje cotidiano: en el espacio público como espacio amenazante, se mostrarán los restos de lo que hubo.
exTRAñOS mUndOS (nOCheS bLAnCAS)
Entre 1984 y 1989 y de regreso de su exilio en México, el fotógrafo Res (Córdoba, 1957) produjo la serie de imágenes ¿Dónde están?, una de las primeras obras fotográficas que
abordaron el tema de los desaparecidos durante la última dictadura militar. En su página web personal, Res dice que el título de este conjunto “es la consigna sostenida en los 80 por las organizaciones defensoras de los Derechos Humanos. Se trata de una serie de imágenes hechas de noche en las proximidades de un tramo de autopista que va de Paseo Colón a la Estación del Ferrocarril Roca en Constitución −los nombres hablan por sí mismos” (Res, 2010). En medio de una flamante democracia, Res crea estos extraños paisajes en blanco y negro, con fondo de autopista y ciudad desolada y vacía. En las imágenes se autorretrata como una mano sin cuerpo –con un cuerpo desvanecido, fantasmagórico, invisibilizado; en fin, desaparecido− que sostiene una foto también extraña: la de un animal nonato dentro de un frasco (la imagen de un feto de tapir en formol). El entorno urbano se presenta así sórdido, desértico y amenazante: los trazos monumentales de la autopista inconclusa, el blanco del hormigón, los alambrados de las veredas.6
Y sobre este espacio se imprime el espacio fantástico de una foto que sale de ninguna parte, que alguien −¿o algo?− mantiene en el aire increíblemente.
¿Dónde están? es un conjunto de fotos signado por el extrañamiento. En el sentido de ostranenie o extrañeza de la que hablaban los formalistas rusos de principios de siglo XX: algo en la obra (en este caso la fotografía, no ya la literatura) quiebra la expectativa de quien mira, rompe con la percepción automática.7 Algo disruptivo logra que lo habitual se convierta en extraño.
Lo habitual y cotidiano de esta serie son la ciudad y las autopistas, las veredas mil veces vistas de noche. Aunque sea necesario recordar que la ‘normalidad’8 de esas veredas nocturnas, prohibiciones represivas mediante, no era fácilmente transitable ni fotografiable durante la dictadura. Y es esa foto sostenida a su vez dentro de la foto por una figura fantasmal la que rompe con lo conocido y nos instala en el terreno de lo extraño, de lo siniestro. Un terreno siniestro que estaba ya bajo la superficie de la ciudad pero aún no salía a la luz, porque recién comenzaba a ser revelado.
Estos escenarios marcan, además, el regreso del exilio: vuelta la democracia, las calles de noche son un paisaje recuperado y novedoso para transitar tras años de censura, estado de sitio, persecución y muerte. Volver y poder salir a la calle es todo un síntoma, y sin embargo en estas fotos parece todavía algo pronto. La calle está vacía, como si a ella sólo la habitaran los restos de lo que fue. Pareciera que esta serie fotográfica de Res intenta incomodar la comodidad cotidiana y la normalidad citadina, introduciendo una fisura en el entretejido urbano. Y no sólo por la exhibición monumental y trágica de las construcciones sino, fundamentalmente, por la irrupción de la imagen del feto dentro de la foto misma.
La autopista a medio terminar y los alambrados9 que son protagonistas de estas fotos se ubican en un sitio muy particular de la ciudad: en los alrededores de donde fun-
6 No está de más recordar que efectivamente el gobierno militar se destacó por sus construcciones monumentales, todo un ‘progreso’ urbano muchas veces inconcluso que fue además una de las razones de la ingente deuda externa posterior.
7 Según los formalistas rusos, la literatura es considerada una especie de producción, en tanto el poeta cuenta con un sistema, la lengua, y una serie de procedimientos que puede elegir y combinar. La tarea del autor será quebrar, mediante esta combinatoria, la automatización en la percepción del lenguaje. debe provocar la ostranenie, la extrañeza, logrando que lo habitual se convierte en extraño (Erlich, 1969). Pueden encontrarse mecanismos similares en el montaje del surrealismo y en la extrañeza brechtiana.
8 Para un interesante análisis de la construcción fotográfica mediática de la normalidad y la normalización del país luego del golpe de Estado de 1976, véase Gamarnik (2011).
9 El motivo del alambrado recuerda también las pinturas y fotografías intervenidas de diana dowek, quien viene trabajando en este sentido desde los años de la dictadura.
cionó el centro clandestino de detención ‘El Club Atlético’ o ‘El Atlético’ –Paseo Colón al 1200. Este edificio fue demolido para construir la autopista 25 de Mayo que aparece en las fotos y sólo con posterioridad –gracias a un movimiento de sobrevivientes, familiares y vecinos− se encontraron sus ruinas a partir de excavaciones. Lentamente, se recuperó como espacio de memoria.10 Que el sitio saliera a la luz –literalmente− años más tarde explica esto casi increíble que cuenta Res (2010): “Años después supe que en el lugar donde estaba parado funcionó, durante la dictadura, un centro clandestino de detención llamado El Atlético”. Es decir, el artista –como casi todos− desconocía el emplazamiento de ese centro clandestino y sin embargo eligió intuitivamente ese sitio para realizar una obra sobre la represión y los desaparecidos, como si la experiencia represiva estuviera todavía lo suficientemente viva. Por eso aparece allí, sin necesidad de marcas mayores, espontáneamente junto a esos casi-cuerpos fantasmales debajo de la autopista.
Uno de los nudos de sentido de esta serie tiene que ver justamente con los cuerpos fantasmáticos que pone en juego. Como sostiene lúcidamente Pilar Calveiro, no hay metáfora en la noción del desaparecido ya que la desaparición no es un eufemismo sino una alusión literal: “una persona que a partir de determinado momento desaparece, se esfuma, sin que quede constancia de su vida o de su muerte. No hay cuerpo de la víctima ni del delito” (Calveiro, 2008: 26). Señalando lo desaparecido por su falta (de cuerpos) y a partir de escenificar su propia corporalidad en huida, Res crea en esta serie muchos y diferentes semi cuerpos. En una foto se ve un cuello de camisa y una mano que al parecer obtura la cámara a distancia. En otra se ven –junto a un alambrado− cuatro manos sin cuerpo ni cabeza, las palmas abiertas hacia el espectador, como si mediara un vidrio, una insonorización entre el adentro y el afuera: hay algo de ruido sostenido y acallado en esas manoscuerpos. “Las exposiciones fueron lo suficientemente largas como para darme tiempo a aparecer como un fantasma en las imágenes”, ha afirmado Res (2010). Se trata de cuerpos ‘desaparecientes’: incompletos, múltiples, desarmados, dolorosos, fantasmagóricos, en movimiento. Esta superposición de capas de sentido, ocultas a la vez por su misma ilegibilidad y su quebrada visibilidad, adquieren apariencia en las fotos de Res en este recurso de la exposición múltiple. Son fotografías palimpsestos cuyos pliegues contienen las memorias (González, 2003). Es la lentitud de las fotos de Res la que provoca la ausencia y hace que el tiempo juegue un rol fundamental en estas obras. Es el tiempo pasado, que se rememora y revisa, lo que aparece en la memoria siempre reiniciada de las fotografías. Y como visible contrapunto del cuerpo humano desvanecido y borrado, aparece y reaparece dentro de estas imágenes la fotografía del feto de un tapir sin vida dentro de un frasco con líquido. ¿Qué cosas presenta esta insistencia de la muerte sino la muerte misma? Una muerte ya sospechada ante la desaparición del cuerpo, pero que ahora en su reiteración es siempre la muerte de un nonato, la interrupción del puro futuro. Es decir, no es meramente la muerte sino lo interrumpido, la gestación detenida. Esta detención también puede hablar de procesos sociales colectivos arrancados en plena gestación, detenidos. En primer lugar, el motivo de lo no nacido sumado al título de la serie
10 El centro clandestino de detención ‘El Atlético’ funcionó entre febrero y diciembre de 1977 en el sótano de un edificio de tres plantas, ubicado en la avenida Paseo Colón entre Cochabamba y San juan. El edificio fue demolido en 1979 para construir la autopista 25 de Mayo y, aunque desde 1996 estaba la iniciativa de recuperarlo como sitio de memoria, recién en 2002 se hicieron las excavaciones arqueológicas.
remite fuertemente a la pregunta de las Abuelas de Plaza de Mayo acerca del paradero de sus nietos, centenares de niños paridos por embarazadas detenidas en condiciones aberrantes en los centros clandestinos de detención y luego apropiados, falseando sus identidades. Por otra parte puede pensarse, con mayor abstracción, en las utopías y los sueños de una generación que se vieron interrumpidos por la dictadura militar. En tercer lugar, el cuerpo evanescente del fotógrafo sostiene la foto del feto tal como las Madres llevan las de sus hijos desaparecidos y cargan la foto del ausente, de tamaño similar a la del feto. Así, esta autorreferencia de la foto dentro de la foto se vuelve también una referencia al mundo: a las marchas y los pedidos de aparición de familiares, en fin, a los usos de la fotografía dentro del movimiento de Derechos Humanos. Nuevamente, algo de lo real irrumpe en la foto, aunque mutado y trastrocado.
Por último, a todos estos juegos visuales se suma aquello que las aglutina y reconduce a otros sentidos: el título. La consigna ¿Dónde están?, que Res tomó para nombrar esta serie, era una consigna que sonaba fuerte desde los últimos años de la dictadura argentina. Las Madres junto a otros familiares reclamaban conocer el destino de sus seres queridos desaparecidos. En rondas y marchas, en habeas corpus y hasta en algunos medios, la pregunta “¿dónde están?” se repetía incansablemente.
Las fotografías de Res constituyen unas de las primeras representaciones artísticas fotográficas de ese mundo traumático y reciente, y dejan traslucir silencios e indicios. Muestran los comienzos de una memoria fotográfica en permanente cambio.
LOS ReSTOS CAPTURAdOS
Los restos pueden ser muchas cosas. Aquello que queda luego de que algo se ha ido. Algo que sobra. Un resto, en matemática, es el resultado de la operación de restar y también el número obtenido tras una división. Los restos pueden ser basura, residuos, lo inservible. Pero también los indicios, la huella, las migas. Es el resto del lenguaje que escapa a la significación, siempre en fuga. Y lo que aún queda de humano en un cadáver, el cuerpo después de muerto: restos recientes, restos fósiles.
Entonces, ¿puede la imagen fotográfica ser o traer un resto?
Toda foto es un recorte, la decisión de tomar algo para dejar afuera lo otro, despreciando lo no encuadrado –aunque muchas veces esto sobrevive metonímicamente en la foto final: lo que no se ve late en lo que se ve. Sin embargo, aunque en ocasiones puedan superponerse, la idea de encuadre o recorte no es del todo idéntica a la de resto. El resto supone una acción anterior: algo fue quitado-sustraído-arrebatado mientras que algo quedó. Hay un sentido eminentemente temporal en la idea de resto, una marca del paso del tiempo inequívocamente contenida en lo que permanece. Así, toda foto es un recorte y también un resto.
En la quinta de sus tesis sobre el concepto de ‘historia’, Walter Benjamin sostiene que “la imagen verdadera del pasado pasa de largo velozmente. El pasado sólo es atrapable como la imagen que refulge, para nunca más volver, en el instante en que se vuelve reconocible” (Benjamin, 2007: 25) A continuación se analizarán las fotos de Juan Travnik, entendiendo precisamente que se entretejen con la historia a partir de proponer alusiones y refulgencias del pasado cercano. Porque articular históricamente el pasado no implica
conocerlo “tal como verdaderamente fue” sino más bien apoderarse de un destello en su instantaneidad (Benjamin, 2007: 25). Y, justamente, la fotografía puede ubicarse en esta captación siempre inacabada de la verdad de lo que fue. Esa riqueza, ese fulgor indeterminado puede leerse en la serie de fotografías de Juan Travnik (Buenos Aires, 1950) tomadas a partir de 1984 y muchas de ellas compiladas en el libro Los restos (Travnik, 2007).
Cada foto tiene un tiempo de toma sugerido-exigido por las intenciones del artista y por la materia misma a ser fotografiada. Hay fotos instantáneas, rapidísimas, que captan lo extraordinario del tiempo puesto en pausa: un pie antes de terminar el salto y tocar el agua, una estrella de cine al sumergirse en su limusina, un soldado justo antes de caer al suelo. Otras fotografías precisan tiempos más largos: son fotos lentas, menos interesadas en la captación milimétrica del acontecimiento extraordinario (el instante decisivo) que en la demora detallada de una forma, de un lugar, de un rostro. Hacen que lo normal se vea extraño; obligan a detenerse a mirar, a escudriñar las luces, a encontrar los restos. Ubicables en este segundo grupo, las fotos de Travnik muestran diversos espacios, siempre vacíos de presencia humana.
En muchas de estas fotos se recorre la ciudad. Allí, en el blanco y negro característico de las imágenes de Travnik, se observan anodinas escenas del paisaje urbano que sin embargo terminan creando climas y situaciones ambiguas y misteriosas: una casa con puerta y ventanas de cortina metálica cerradas aunque sin paredes detrás, árboles reales confundidos con dibujos de árboles, construcciones cerradas y puertas tapiadas, vegetales trepando a carteles o apareciendo apenas en medio del hormigón de las casas. Naturalezas muertas de la ciudad, postales que parecen las ‘vistas’ de los viajeros de antaño pero desesperanzadas. Arquitecturas sin gente pero con restos de gente: ¿vivirá alguien detrás de esos muros?
Y sobre todo, ¿convive alguien día a día con la oscuridad que se cierne sobre estos escenarios? Porque los tonos de estas imágenes callejeras de cielos encapotados, días nublados y anocheceres grises instalan al espectador en una zona indecisa. Este clima ensombrecido, provocado más por la construcción general de las fotos que por el efectivo momento del día en que fueron tomadas, será una de las características principales de las fotos de Travnik aquí analizadas. Leídas en clave del contexto sociopolítico en el que la serie fue comenzada, es decir, la Argentina de los primeros años 80 en plena salida de la dictadura, tal como la obra de Res, las fotos podrían escenificar visualmente el enrarecimiento propio y la inquietud de una ciudad aún asediada por lo horroroso.
Este estado de inquietud se aprecia, por ejemplo, en la foto donde se ve un monolito solo al costado de una ruta, futuro pilar de la autopista Buenos Aires-La Plata. El motivo de la autopista inconclusa, ese resto de algo que no ha terminado de aparecer −o que no ha empezado aún a salir a la luz− remite a la serie de Res. En ambos casos está presente el gris del hormigón que acecha sobre una ciudad de sujetos ausentes. En ambos casos, la ciudad como espacio público –espacio político en sentido estricto− es el fondo trágico y opresivo sobre el que se recortarán los acontecimientos.
En otras fotos, Travnik presenta paisajes del interior de la provincia de Buenos Aires. Ya no es la ciudad, sino el campo o alguna ciudad del interior del país. En ellas se observan los efectos del paso del tiempo: construcciones avejentadas y abandonadas,
oxidadas por el efecto corrosivo del viento y ganadas por la ubicuidad del pasto y la vegetación trepadora. Son monumentos inútiles en medio del campo, elementos que ya nadie usa, semicosas, dispositivos afuncionales que no sirven para lo que fueron concebidos. Carteles sin cartel, columna sin autopista, maquinarias colonizadas por el pasto, cubos de hormigón, construcciones sin puertas ni ventanas invadidas por la hierba, casas con puertas tapiadas, un auto volcado, una chimenea de cemento en un médano. Estos rastros/restos hablan de un sujeto doblemente ausente: no está en la foto, ni tampoco conviviendo con su paisaje. El sujeto se ha ido dos veces: se encuentra desaparecido-borrado de la foto pero también de la faz de la tierra, al parecer.
Así, sin nadie que las use o habite, las cosas se convierten en monumentos arqueológicos, en restos fósiles contemporáneos ofrecidos, vía la cámara de Travnik, a la inteligibilidad visual del espectador. Las maquinarias agrícolas, por ejemplo, aparecen oscurecidas y semejan tanquetas, cañones y otras máquinas de guerra. Su carácter de herramientas se adivina apenas bajo sus apariencias amenazantes. Así como en las últimas décadas del siglo XIX las fotos de Antonio Pozzo construyeron la idea de un desierto a conquistar y las de Christiano Junior ayudaron a forjar la imagen de la incipiente Argentina moderna, las fotos de Travnik presentan más bien una tierra yerma, que sin embargo posee todavía las resonancias residuales de una producción agrícola previa. Muestra sus restos, sus migajas, sus ruinas.
Otras fotos de Travnik continúan los temas y las formas ya mencionadas, pero presentan indicios acaso más explícitamente políticos o más fácilmente ubicables en relación con las coordenadas históricas de la dictadura. La silueta del desaparecido11 aparece por ejemplo en una foto de 1985 que muestra un edificio que alterna siluetas y agujeros negros en su fachada –donde la repetición como pattern visual subraya la insistencia de la desaparición. O en otra foto de 1984 en donde se ve la huella agujereada de una figura humanoide arrancada de una pared de madera. La picana y la capucha son otros dos motivos que pueden leerse evocados en sus imágenes, ya en el póster de una película donde se ve a una chica con unos cables de electricidad hundidos en su sien, ya en la escultura de un caballo con una bolsa plástica atada en la cabeza.
Se advierte una llamada político-temporal en estas fotos: el presente está lleno de restos del pasado a desentrañar. Las huellas y los restos, incompletos por sí mismos, ponen en relación dos tiempos, como pequeñas marcas materiales de una memoria borrosa que habrá que deshilvanar (en contraposición a un régimen represivo que se ocupó sistemáticamente de borrar huellas y restos de la represión). Siguiendo a Richard en su análisis de algunas obras chilenas contemporáneas, se pueden pensar las formas visuales de las fotos de Travnik como ‘figuras de la desaparición’. Figuras de la ausencia, de la pérdida, de la supresión y del desaparecimiento que son propias de la posdictadura y a las que rodean “las sombras de un duelo en suspenso, inacabado, tensional, que deja sujeto y objeto en estado de pesadumbre y de incertidumbre, vagando sin tregua alrede-
11 En 1983, durante la tercera Marcha de la Resistencia de las Madres de Plaza de Mayo, se llevó a cabo la acción colectiva ‘siluetazo’, un fenómeno político-artístico de carácter colectivo que alentó la participación de los manifestantes en la elaboración de siluetas de tamaño natural para colgar en la plaza y sus alrededores. Esta intervención visual en el espacio público se ha repetido cientos de veces desde entonces, en los más variados contextos, logrando que la silueta del cuerpo humano, en general sin identificaciones ni marcas de edad o género, funcione como el mayor icono del desaparecido. véase Longoni y Bruzzone (2008).
dor de lo inhallable del cuerpo y de la verdad que faltan y hacen falta” (Richard, 2007: 138). Este cuerpo ausente, ausentado, desaparecido es presentado aquí por sus restos, por su incompletitud necesaria, por la evocación de las siluetas. No es casual, además, que silueta y fotografía vayan de la mano. Históricamente, la silueta –el dibujar y luego recortar el contorno de un rostro a partir de su sombra proyectada− ha sido uno de los antecedentes si no técnicos, al menos conceptuales de la fotografía (Freund, 2006). Ambas se suponen representaciones del ausente provocadas por un contacto efectivo con el cuerpo: a partir de la sombra en un caso, por sus emisiones de luz, en el otro.
En las imágenes de Travnik tomadas luego del regreso de la democracia lo que se daña son diversos cuerpos simbólicos: una escultura, una foto publicitaria, la figura humana del cartel de una estación de servicio, la estatua de un caballo. Este corrimiento es a la vez lo que convierte a estas fotos en “testimonios de una extendida e inevitable presencia urbana” de la violencia dictatorial, en palabras del artista (Travnik, 2006). El cuerpo ausente pero presente en la ciudad, lo desaparecido como el no-cuerpo que está, sin embargo, significativo como cuerpo aludido. Al contrario de la cosificación de los cuerpos provocada por la tortura, las fotos animan y corporizan los objetos hasta casi volverlos personas. Esta conversión −característica quizá de la fotografía en tanto transforma a un sujeto en una figura de papel− puede leerse profundizada en los casi-cuerpos de las fotos de Travnik y los semicuerpos de la obra de Res.
En el espacio fotográfico en “ambigua y confusa relación con lo real” (Travnik, 2006), esta obra construye sus sentidos. El desplazamiento del autor y el corrimiento de su subjetividad en un falso juego de objetividad, toma neutral y misterio revela el gesto siempre doble (cuando no múltiple) de sus imágenes.
LOS ReSTOS CReAdOS
¿Qué es real y qué no lo es cuando se trata de memorias? ¿Puede un espacio soportar la carga del recuerdo? ¿Pueden crearse –esto es, inventarse− los restos del pasado reciente? ¿Será el artificio un límite para la fotografía como medio de evocación del pasado?
Al analizar los modos en que la violencia y el terror repercuten en la traza urbana, Estela Schindel (2006) diferencia las pequeñas memorias que habitan las calles de Berlín y de Buenos Aires. Mientras Berlín sufrió los bombardeos de la guerra –cuyas ruinas transformaron visiblemente el espacio público y modificaron su topografía−, Buenos Aires ha asistido a los horrores más silenciosos de la violencia represiva y la desaparición forzada de personas. Entonces surge la pregunta de cuáles pueden ser las marcas de la pasada dictadura en una ciudad, ¿son invisibles? Schindel señala como posible respuesta ciertos antimonumentos o monumentos en movimiento para recordar a los desaparecidos (el ‘siluetazo’, los recordatorios en Página/12, las rondas de las Madres) que convocarían la idea de una memoria activa, participativa y en permanente movimiento. Una memoria viva.
Entre las marcas de la dictadura y la desaparición, sobresale en la ciudad de La Plata una casa atacada por las FFAA que aún conserva las señales originales de su destrucción. En esta vivienda platense vivió la familia Mariani-Teruggi y funcionó durante algún tiempo la imprenta clandestina que editaba la revista Evita montonera, a la que se accedía a través de un sofisticado mecanismo oculto bajo una fachada de cría de animales, de ahí
que se la conociera también como ‘la casa de los conejos’.12 El 24 de noviembre de 1976, un grupo de tareas atacó el lugar, en un operativo que duró cerca de cuatro horas. Allí murieron cinco militantes montoneros y fue secuestrada una beba de tres meses, Clara Anahí Mariani, quien continúa siendo buscada desde entonces. Como parte de esta búsqueda, su abuela Chicha Mariani fundó la Asociación Clara Anahí que, entre muchas otras acciones, recuperó el inmueble para convertirlo en Casa de la Memoria, hoy Monumento Histórico Nacional y Patrimonio Cultural de la Provincia de Buenos Aires. Esta singular casa en la que “persisten aún en las paredes las marcas de los impactos de bala de todos los calibres” 13 es evocada en la obra Calle 30 Nº 1134 (1998) del fotógrafo Hugo Aveta (Córdoba, 1965). En la imagen se ve, en una primera mirada, una casa con sus envejecidas paredes blancas y el portón del garaje plagados de agujeros de bala. En el lugar donde se adivina que debería haber una ventana hay un boquete, como si una bomba hubiera hecho estallar esa estructura, lo que se confirma al ver que hay vidrios rotos por el piso. También se ve el marco vacío de una puerta, sin puerta. Toda la escena está iluminada extraña y artificialmente: más en la línea de la iluminación cinematográfica que de la luz nocturna natural, las lámparas urbanas o el flash. Además, mientras las paredes se destacan en su presencia, la casa está encerrada entre un homogéneo cielo negro por arriba y un también muy parejo, largo y negro piso por debajo. Esto produce un primer extrañamiento, algo que rompe con la percepción automatizada lista para decodificar cualquier foto documental de un sitio arrasado. En una segunda mirada, se agrava esta sospecha con otros indicios extraños. Por ejemplo, ¿por qué si la casa muestra evidentemente el paso del tiempo y el deterioro de las paredes, los vidrios parecen recién caídos sobre el piso? ¿Por qué no se ven las veredas ni las casas vecinas ni ningún otro dato del barrio alrededor? ¿Cómo es que la vereda refleja tan impecablemente la casa bombardeada?
La respuesta es simple: la fotografía es la imagen de una maqueta de la casa de la Calle 30 y no una toma directa in situ de esta propiedad. La obra de Aveta no habla sólo del pasado sino que, para hablar del pasado y fundamentalmente de la posibilidad de construir memorias sobre él, habla también del dispositivo de creación de lo real –incluso de aquello que puede llamarse ‘lo real fotográfico’. Esta foto problematiza la relación con el mundo con que la fotografía ha lidiado desde sus inicios, considerada un dispositivo, por antonomasia, mimético. ¿Qué es real y qué no lo es en el juego de esta obra? Son posibles dos miradas simultáneas. En primer lugar, se trata de una foto que muestra lo que tiene delante de la cámara, es decir, algo que efectivamente estuvo ahí. En segundo lugar, lo que se exhibe es una maqueta, una construcción a escala −similar a la arquitectura utilizada en ferromodelismo− fotografiada con verosimilitud. El efecto de sentido continúa siendo complejo e inestable, y sólo puede comprenderse en su riqueza haciendo a un lado el par verdadero/falso para pensar más bien los procedimientos de construcción de lo real. Así como Michel Foucault (1996) ha reconocido el simulacro como lo propio de las obras contemporáneas, Joan Fontcuberta (1997) afirmará que la fotografía es, como toda producción artística, una mentira que nos permite decir la verdad (el Guernica de
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Picasso, por ejemplo, como uno de los testimonios más acabados de la guerra, o el uso de fotografías intervenidas o retocadas para narrar con fidelidad un acontecimiento). Se trata de artificios, ficciones que construyen sentidos sobre el pasado. Así, tanto una foto digital como una analógica –una maqueta o una toma directa, en este caso− tienen la posibilidad de crear un relato sobre algo, de construir verdad. Además del relato sobre el mundo, entonces, la foto de Aveta se vuelve una ars poetica que discute el lugar de la fotografía como reflejo mimético de algo. ¿No es, a fin de cuentas, la indeterminación entre la maqueta y la casa lo que genera el efecto expresivo de esta imagen?
La foto muestra las huellas ficticias, las marcas inventadas de un hecho que ocurrió y fue documentado. Presenta, en relación con las otras obras de este capítulo, los restos creados de ese pasado traumático. Como si sólo pudiera aludirse a ciertos hechos a partir de una zona ambigua entre la creación y el documento, explicitando lo que toda foto tiene de construcción y ficción.
Por su parte, Ribalta considera que la fotografía que es compuesta, manipulada y ficcionalizada de forma autorreflexiva, se basa en la estrategia de “utilizar la aparente veracidad de la fotografía en su propia contra” (Ribalta, 2004: 160). Así, este tipo de imágenes crea las ficciones a través de una aparente realidad sin costuras en donde se ha tejido una dimensión narrativa. Esa zona intermedia en que se ubica Aveta –según él mismo, esa “doble vía de la realidad y la ficción (...) sin sostener ninguna verdad ni descartar algún engaño” (Aveta, 2010)− es asimismo lo que implica un trabajo del espectador, forzado a poner en relación hechos y ficciones para dar sentido a la obra. En sintonía con el trabajo de la memoria, que implica una constante tarea por parte de los sujetos, se presentan estas maquetas reales y sus huellas ficticias a medio camino entre verdad y ficción, para dejarse completar por el que mira. Antes que de pruebas fotográficas se trata de una memoria algo distorsionada, a fin de cuentas como toda memoria. Incluso también una memoria viva, como lo confirma un video que forma parte de esta serie. En esta filmación se interviene ligeramente la imagen de la maqueta de la casa, que se va tiñendo de negro mientras por el techo y las paredes chorrea una negrura empetrolada y densa que oscurece todo.14 No se ve de dónde viene esta mácula que brota espesa, lenta y repetidamente, ni por qué sigue brotando aún hoy. El video refuerza entonces el carácter presente de la injusticia y el terror –ya que Clara Anahí Mariani aún no ha aparecido y vive desconociendo su verdadera identidad− y la consecuente necesidad actual de la memoria.
Por otro lado, la serie mayor a la que pertenece esta foto se llama Espacios sustraíbles (2008-2012), un conjunto formado por 18 fotografías de maquetas construidas y fotografiadas. Bajo la misma atmósfera oscura y enrarecida, Aveta presenta sus ‘maquetas reales’ de sitios urbanos emblemáticos, vacíos de gente y extrañados. Algunos de estos sitios son el subte, el Hotel de los Inmigrantes visto desde el agua (el mismo hotel que a principios del siglo XX hospedaba en el puerto de Buenos Aires a quienes llegaban desde Europa), el Hospital Santa María de Córdoba (creado para tratar la tuberculosis y usado luego como hospital psiquiátrico, actualmente en estado de semiabandono), el casi de-
rruido complejo habitacional de un plan de vivienda estatal, entre otros. Todos lugares urbanos desérticos lindantes con la desidia y el olvido, y que en sus propias construcciones develan decisiones estéticas y políticas de épocas pasadas. Las fotos de Aveta funcionan menos entregando el presente (fotografía de calle, de lo cotidiano o del instante decisivo), que presentando “una distorsión temporal que pone los espectadores en contacto con un pasado que se ha encontrado demasiado tarde” (Krauss, 2004: 234).
La propia idea de espacio sustraíble, con su connotación de resto, se emparienta con la idea de un espacio público relacionado con una falta, parece nombrar aquellos sitios que se pueden sustraer al recuerdo y a la historia. ¿Qué es aquello que se ha quitado o que puede quitarse de estos lugares? ¿O son ellos los que pueden sustraerse sin que nadie lo note, como monumentos olvidados? Aun los más identificables de estos lugares –por ejemplo, la foto de la ‘casa de los conejos’− funcionan además como abstracciones, generalidades, como universalizaciones de algo que no está claro (una de las imágenes de la serie es nombrada, en la página web del artista, sencillamente como “un lugar”).
Lo real, la creación, la memoria y la historia conviven en estas obras para afirmar que sólo en la ambigüedad y la confusión habita el sentido de lo que fue.
ReCORTeS de memORiA
Como coda a este corpus fotográfico, es interesante ponerlo en diálogo con algunas estrategias presentes en la obra de Fernando Gutiérrez (Buenos Aires, 1968) tanto por sus características formales como por el lugar donde posa su mirada.
En 1996, Gutiérrez recibe en Cuba el Premio Ensayo Casa de las Américas por su ensayo fotográfico Treintamil que un año más tarde publica en formato libro. Terrenos de ambigüedades, de extrañezas visuales presentadas por toma directa en blanco y negro, las fotos de Gutiérrez se alinean con las ya trabajadas porque presentan un mundo de restos. La carcasa de un auto en medio de una abundante vegetación; varias tomas desde un coche en movimiento; paisajes vagos, las gotas de lluvia en los vidrios que no dejan ver bien el afuera; una ruta, montañas, árboles. Una segunda parte muestra sombras en muros, restos de edificios, el rostro de un hombre apareciendo fantasmalmente en la oscuridad o reflejándose; ventanas tapiadas con cemento, muros escritos pero ilegibles y atrás, construcciones abandonadas o interrumpidas (pilares como ruinas de algo que nunca fue); un avión detenido, alambres de púa y camiones del ejército estacionados en la vereda. La tercera parte muestra campos o ríos, o ríos que parecen campos; bosques inundados de agua; tulipanes en primer plano por delante de una montaña. Por último, la foto que cierra el libro ofrece tres pares de zapatos puestos en línea junto a los pies desnudos del fotógrafo.
La sucesión de fotos se ve interrumpida en tres ocasiones por textos, con muchísimo peso dentro de la breve serie ya que se vuelven ordenadores de la lectura de las imágenes de cada apartado. El primero de ellos abre el libro junto a la primera foto –los restos de un auto abandonado en el campo− y cuenta una anécdota de infancia en la que policías amenazan de muerte al fotógrafo y dos amigos, sin razón aparente. El segundo texto combina la cita de un ex gobernador de facto de Buenos Aires y unas líneas sobre la existencia de los centros clandestinos de detención. El tercero es una cita (sin
fuente) que explica el modo como se arrojaba a los cuerpos de los secuestrados al río en los ‘vuelos de la muerte’. La presencia fundamental del texto acompañando las imágenes ya se observa en el Treintamil del título, que se pliega al ¿Dónde están? de Res, en tanto consigna de los organismos de DDHH y piedra fundamental de su reclamo. 15 La primera parte del libro construye un clima de acecho o miedo vivido desde el auto, la soledad de la ruta, del vidrio empañado; la intimidad del automóvil aparece apenas como una forma de pobrísima libertad. La segunda parte alude a la detención a partir de los muros de edificios que alojaron a detenidos, las maquinarias de la captura (los camiones, el avión del ejército), los restos de algo, las ruinas. La tercera parte es el final: el río, el agua; es un final anticipado por las gotas del parabrisas en las primeras fotos. En tanto, la foto última de los pies y zapatos parece cerrar y resumir estos tres momentos. Por un lado, la aparición del fotógrafo ancla la perspectiva de un sujeto (antes sólo se había adivinado en la mano sobre el volante y, por supuesto, en el texto), instala un yo con el que regresar a las fotos anteriores. Por otra parte, los tres pares de zapatos usados –alineados como en una línea temporal de pasado, presente y futuro− son decisivos para hablar de los ausentes. Esta elección se inscribe en una larga tradición de monumentos y recordatorios de víctimas de distintas matanzas que incluyen calzados vacíos para referir la ausencia. La relación entre las cosas –presentes− y los individuos –que faltan− es de índole similar a la fotografía, según Cristian Boltanski. “Uso fotos porque estoy muy interesado en la relación sujeto-objeto. Una foto es un objeto, y su relación con el sujeto se ha perdido. Tiene también una relación con la muerte” (Semin y otros, 1999: 25, traducción propia). Boltanski agrega además que la ropa, la fotografía y el cuerpo muerto comparten una característica: ya no hay nadie allí. La exposición de la ropa convoca siempre al ausente y fuerza algunas preguntas: ¿qué une al objeto con su usuario?, ¿cómo el objeto repone, si es factible, a ese dueño ausente? y, finalmente, ¿qué relación es posible entre sujeto y objeto?
La obra de Gutiérrez apuesta por lo residual desde las ambigüedades del espacio público y sirve además de bisagra y puente hacia el próximo capítulo al adelantar sutilmente la cuestión del campo de detención como máquina de muerte. En lo pausado de su mirada, en el exponer la ausencia, en el título, en la intimidad de sus imágenes y en su trabajo con los territorios de memoria, la serie también convoca los restos de un pasado en el espacio colectivo, un espacio que será, a la vez, siempre necesariamente personal e íntimo.
indiCiOS fOTOGRáfiCOS
Las series de fotos de este capítulo son apariciones estéticas que construyen memorias incompletas, con suturas y parciales, elaboradas a partir de ficciones, claroscuros y silencios. Memorias en imágenes que irrumpen en lo habitual, que deshabitúan y vuelven extraño lo cotidiano para instalar en quien mira un interrogante. Ante una política de desaparición sistemática de personas emprenden una estética de la desaparición. La insistencia en la deshabituación se hace evidente, por ejemplo, en las maneras en que estas fotografías muestran, en plena primavera democrática, lo que no se veía aún pero
permanecía latente en el paisaje urbano desolado. Una ciudad en la que permanecían los efectos del dispositivo concentracionario sobre la vida cotidiana. Estos eran perceptibles en las dos dimensiones por las que se dispersa el terror: el secreto y el conocimiento; en suma, un secreto a voces para diseminar el miedo (Calveiro, 2008). Algo de este doble régimen de lo visible se juega en estas fotos, plagadas de rastros subterráneos del dispositivo aterrorizante instalado por la dictadura.
Las obras fotográficas tempranas de los artistas analizados aquí muestran lo que no se puede explicitar todavía en esos años, pero se percibe en la atmósfera enrarecida, en aquello que por entonces no salía a la luz por completo. Por supuesto que esto no implica que en esos años no se supiera lo que estaba pasando. Paradójicamente el nacimiento de algunas de estas series coincide con el momento mediático conocido como ‘show del horror’ por la funesta espectacularización de los hallazgos de la represión. Antes que de un desconocimiento o un espectáculo macabro del pasado, estas fotos dan cuenta de las huellas del terror inscriptas en la cotidianeidad y en el espacio público.
Giorgio Agamben sostiene que “verdaderamente histórico es lo que cumple el tiempo no en la dirección del futuro ni simplemente hacia el pasado, sino en el exceder un medio”, en presentar un tiempo como resto (Agamben, 2000: 156). El resto agambeniano es menos un residuo que un espacio testimonial y habitable (Agamben, 2006). Estas fotos, “verdaderamente históricas”, no sólo tematizan lo que queda sino que rodean y presentan las resonancias para armar el rompecabezas, para poder saber. Vienen y van desde y hacia otros tiempos. Hacen historia con los restos, con los detritos de esa misma historia, permitiendo que se produzca el “secreto compromiso de encuentro” entre la generación del pasado y la nuestra (Benjamin, 2007: 23).
Para todo ello, el recurso elegido es la fotografía. Quizá porque la imagen fotográfica comparte con fantasmas y espectros el ambiguo y perverso registro de lo presente-ausente, de lo real-irreal, de lo visible-tangible, de lo aparecido-desaparecido, de la pérdida y del resto (Richard, 2006: 165). Los cuerpos desaparecientes en Res, los claroscuros de Travnik, el resto construido de Aveta y los recortes desenfocados de Gutiérrez refuerzan esto. En Res, el cuerpo es una presencia fantasmática evanescente en medio de un enrarecido clima urbano. En Travnik, el resto se evidencia en los cuerpos doblemente ausentes y simbolizados, en las calles espectrales de una ciudad silenciada, en las siluetas livianas que persisten en las paredes, en las extrañas arquitecturas a medio terminar. En Aveta, son las maquetas reales y las huellas ficticias, a mitad de camino entre verdad e invención, las que estimulan la memoria. En Gutiérrez, el miedo desenfoca los recuerdos de por sí borrosos de la infancia. Además, los artistas despliegan tiempos morosos en sus imágenes: Travnik ofrece la lentitud de la mirada y el escrutinio del detalle; Res, la larga exposición, partera de fantasmas y dobles; el tiempo paralizado del instante se advierte en Aveta y en Gutiérrez es el mecanismo descalibrado que favorece la falta de detalles nítidos en las fotos.
Fotografías, en suma, que recuperan los restos para hacerlos hablar, deshabitúan, desnaturalizan. Porque los restos son, sobre todo, una multiplicidad inagotable que exige del que mira una tarea: desenrollar el ovillo desde el presente de la imagen hacia los nudos de un pasado que no ha dejado de doler.
Máquin A fOtOGR áficA : LOs dis POsitivOs y LAs tecn OLOGÍAs de LA R e PR esi Ó n
Torturábamos lo más humanamente posible
AnTOniO PeRníAS, ex OfiCiAL de inTeLiGenCiA 16
Dentro del universo de la fotografía argentina contemporánea que tematiza el pasado dictatorial traumático, un subconjunto se conforma a primera vista: aquellas fotos que tienen como objeto las máquinas o dispositivos de muerte, los mecanismos técnicos y los espacios racionalmente planificados y puestos en marcha como máquinas de matar. Puntualmente, las maquinarias del horror que toman visibilidad en las fotografías aquí analizadas son los automóviles Ford Falcon, los aviones y los centros clandestinos de detención como lugares maquínicos de exterminio. Por último, se verán fotos que exponen la máquina torturante a partir de sus secuelas: los sobrevivientes y las marcas que quedaron en ellos.
Aunque posiblemente no pueda equipararse la maquinaria burocrático-administrativa y asesina del Holocausto a la que impusieron los militares argentinos, tampoco hay que desdeñar la sistemática planificación de la desaparición, la tortura y la muerte llevada a cabo a diario en los centros clandestinos de detención de las Fuerzas Armadas. Según Alejandro Kaufman (1997) el éxito de la represión argentina radicó en haber producido desaparecidos en forma deliberada y técnicamente planeada. ¿De qué manera entonces narrar visualmente el funcionamiento de maquinarias represivas tan centrales para la dictadura? Precisamente, la fotografía en su calidad de técnica y máquina ha resultado uno de los soportes elegidos para poner el pasado traumático en imágenes. El uso de la cámara misma, en tanto dispositivo mecánico, otorga a su vez a estas fotos un nivel metarreflexivo sobre la propia disciplina fotográfica.
Ya en sus inicios, la fotografía como técnica fue una herramienta clave para la vigilancia y el control social en los estados modernos. Desde finales del siglo XIX, la técnica probatoria de la foto en tanto tecnología de vigilancia ha sido vehículo y compañera del poder disciplinador, tanto en el interior de las sociedades –retratando delincuentes y luego ciudadanos comunes− como en los emprendimientos colonizadores e incluso en los usos de la etnografía clásica (Crenzel, 2010: 285). Basta como ejemplo, en primer lugar, la foto en el documento de identidad: la foto del DNI como claro registro y dominio estatal sobre el cuerpo. Paradójicamente, la misma foto que, ampliada, será usada en marchas y recordatorios para poner en evidencia en la escena pública la humanidad y la previa existencia de los desaparecidos. Por otra parte, la dictadura ha llevado a su máxi-
16 declaración del miembro del Grupo de tareas 3.2.2 ante el tribunal oral Federal 5 en el juicio a 17 represores por los crímenes de lesa humanidad cometidos en la ESMA durante la dictadura. En la edición del 26 de agosto de 2010 del diario digital MinutoUno.com
ma expresión el poder identificatorio estatal al fotografiar y fichar, dentro de los centros clandestinos de detención –en adelante, CCD−, a los secuestrados incluso tras sesiones de tortura. Así lo prueban los negativos sacados de contrabando de la ESMA, con riesgo de vida, por Víctor Melchor Basterra, que se vuelven una parodia amarga de la ‘normalidad’ de las fotos del DNI y se asemejan también a las fotografías de prontuario policial, aunque con las marcas propias de la clandestinidad: los detenidos fotografiados tienen signos de golpes, están despeinados y llevan, por ejemplo, los cordones de los zapatos desatados. Las fotos muestran retratos de personas secuestradas, hombres y mujeres agotados y con evidentes marcas de la violencia física de la tortura, de frente mirando a la cámara y en blanco y negro. Estas imágenes han sido de los primeros y escasos registros de fotos de desaparecidos durante su detención de los que se tiene noticia (Longoni y García, 2013).
Las obras de este apartado, cercanas a algunas fotos del capítulo anterior por cuanto señalan los restos o presentan fósiles de un pasado a desentrañar, van a escarbar allí donde las configuraciones del poder no pueden esconderse: en las máquinas que lo componen. Dentro de este conjunto, merecen una atención especial los CCD, que son los dispositivos tecnológicos espaciales paradigmáticos de la represión, en tanto lugares donde la maquinaria represiva dictatorial llevó adelante de manera organizada su plan sistemático de desaparición, tortura y muerte. Décadas después, muchos de estos lugares del horror han sido recuperados como espacios de memoria. En este capítulo se verá también cómo estas máquinas fijas son evocadas fotográficamente, evidenciando así que los lugares y las marcas territoriales son elementos fundamentales para la construcción de memorias y relatos sobre el pasado. En ellos se dan las disputas acerca de los sentidos sobre la historia y sobre el presente, volviéndose protagonistas centrales de la construcción política del recuerdo, dentro de los cuales el emplazamiento del memorial es el ejemplo por excelencia (Nora, 1984; Silvestri, 2000; Jelin y Langland, 2003; Guasch, 2005; Fleury y Walter, 2011).
Si se cree, con Pilar Calveiro (2008: 25), que los mecanismos y las tecnologías de la represión revelan la índole del poder y la forma en que se concibe a sí mismo, es vital el trabajo de estas memorias fotográficas que, al presentar imágenes de estas singulares y siniestras tecnologías, ayudan a entender la estructura toda del poder.
i − máqUinAS móviLeS: eL fALCOn
En octubre de 1908, Henry Ford lanza al mercado el auto modelo Ford T: producido en serie, sencillo, barato y destinado al consumo masivo de la clase media norteamericana. Rápidamente esta máquina se vuelve un símbolo de la técnica de producción fordista, de la sociedad de consumo basada en el american way of life, de la cultura de masas y de otros rasgos del liberalismo capitalista propios de la primera mitad del siglo XX. A finales de la década del 50, la empresa Ford comienza a comercializar un auto compacto de 6 cilindros y con capacidad para seis pasajeros: el Falcon. En nuestro país, este automóvil se comercializa desde el año 1963 y ha sido el más vendido en los años 1965, 1971, 1972, 1974, 1979 y 1983 (Seoane, 2006; Dandán, 2006). Durante la última dictadura, el Falcon se convierte en el vehículo utilizado por las patrullas policiales y parapoliciales
que llevan a cabo sus ‘operativos’ de asesinato, traslado, secuestro y desaparición. En un decreto de 1977, el ministro del Interior de la dictadura Albano Harguindeguy da la orden para adquirir 90 unidades de Falcon verdes para equipar a las policías provinciales, con la instrucción de que no fueran identificables –es decir, que fueran autos privados, de particulares, para civiles; autos nacidos para operativos ilegales.17
El fotoperiodismo ha documentado la extensa presencia de este vehículo antes y durante la dictadura. Baste como ejemplo la famosa foto de 1974 que muestra tres cadáveres tirados en la vereda junto a un Falcon sin identificación y una decena de hombres sin uniforme (Cerolini y Reynoso, 2006). Las líneas del Falcon, desde esos años, van entonces claramente unidas al accionar represivo, volviéndose nudo de significaciones amargas y de recuerdos dolorosos. Asimismo, el Falcon será un motivo retomado por el universo de las producciones artísticas. Una de las obras recientes y de gran visibilidad, seguramente nacida en diálogo con algunas fotografías de este apartado, es la instalación Autores ideológicos (2006). Realizada por Omar Estela, Javier Bernasconi, Marcela Oliva, Marcelo Montanari, Luciano Parodi y Margarita Rocha, se trata precisamente de la deconstrucción a tamaño real de un Ford Falcon (sus medidas son 6,90 x 4,50 x 3,00 m). La obra ofrece las partes desarmadas de un Falcon pintadas de blanco y dispuestas de tal modo que las personas pueden incluso transitar por el medio (a lo largo del coche) y ver por dentro los detalles de ese esqueleto de la represión.
En el ámbito de la fotografía, en 2001 Fernando Gutiérrez produce una de las obras de su serie Secuela. Se trata de una instalación sin título de 12 fotos de tomas directas de diferentes Ford Falcon estacionados en medio de la nada, con el chasis iluminado en oscuras y anónimas calles de las que nada se muestra. En las fotografías de los autos, prevalece el blanco y negro, excepto en tres coches que son de un azul metalizado, policial. Algunos de los vehículos están abollados, despintados, chocados: los objetos retratados llevan las marcas del paso del tiempo y de cierta violencia ejercida sobre (con) ellos. La obra de Gutiérrez trabaja a partir de la repetición obsesiva del icono. Como en un grabado pop, cada uno es igual y diferente de los otros. Y, en medio de la repetición, la memoria del dolor que ‘se cuela’, que insiste en este conjunto de repetición y diferencia. En palabras del propio fotógrafo, la serie “trabaja sobre esta cosa de la reiteración, la repetición. Una especie de bombardeo, como un martillazo que golpea tuc, tuc, tuc... una y otra vez en el mismo lugar” (Gutiérrez, 2003). Como también sucedía con los restos, una secuela trata siempre de algo anterior: residuos de un auto, fierros oxidados, restos de memoria, trazos del pasado que sobreviven y punzan desde las fotografías. Aquí no es un cuerpo humano deteriorado, sino el cuerpo arrumbado de la máquina: el dispositivo de muerte en descomposición.
Otra de las obras que alude al Falcon como signo de la dictadura es la fotografía
“Falcon incendiado con dos personas no identificadas dentro. Se trata presuntamente de dos desaparecidos” (2000-2006) de la fotógrafa Helen Zout (Santa Fe, 1957). Esta imagen fue posteriormente incluida en el libro Desapariciones en el que Zout (2009)
17 también hay que recordar a los 25 delegados de la Ford argentina desaparecidos durante los primeros meses de la dictadura, hecho en el que estarían involucrados los ex directivos de la compañía, sobre los que pesa una demanda civil, un pedido de indagatoria y de prisión (entre ellos, el jefe de seguridad, un teniente coronel retirado). Para este tema, véase Basualdo (2006)
armó un recorrido elocuente por algunos momentos de las luchas políticas en torno a la memoria en los años de posdictadura. La foto, además de referir al automóvil emblemático de la represión, abre otras cuestiones en las que merece detenerse.
En principio, se trata de la fotografía de una fotografía: la toma directa de una imagen extraída de un archivo policial. A eso se debe el deterioro de la imagen, su pobreza visual evasiva, el blanco y negro granulado y evanescente. La foto es confusa, indeterminada, próxima a desaparecer. El título, que proviene de la jerga policial, marca la inestabilidad e indecisión de la imagen (“no identificadas”, “presuntamente”). Nada es certero en ella. No pueden observarse los restos humanos en el auto incendiado, sus espectros se advierten apenas entre el blanco de los fierros del auto paradigmático de los operativos represivos. Ni siquiera el cuerpo del auto está completo: el baúl y las ruedas son absorbidos por el fondo negro. Máquina asesina, víctimas y fotografía se evaporan a la vez: se resisten a ser vistos y esta resistencia es, aunque pobre e insuficiente, su única visibilidad posible.
La fotografía original no es, además, una imagen cualquiera, y marca un claro momento histórico de las reivindicaciones de los DDHH en la Argentina: la apertura de diversos archivos policiales −instrumentos de control, persecución y muerte− que incluyen no sólo documentos escritos, sino también fotográficos. Precisamente, el trabajo de Zout con el material de archivo policial es extenso, ya que ha sido la curadora de la muestra “Imágenes robadas/ Imágenes recuperadas”, una serie de fotografías tomadas por agentes de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (DIPPBA) entre los años 1936 y 1998. El archivo de la DIPPBA (2003), gestionado por la Comisión por la Memoria, es el primer archivo de Inteligencia policial recuperado y abierto de nuestro país. Es un largo registro de persecución político-ideológica sobre hombres y mujeres a lo largo de medio siglo.
La riqueza de estas imágenes de archivo radica en todo lo que puede rastrearse en ellas acerca de los modos de producción de los acontecimientos: la persecución, la toma fotográfica, el tipo de imagen, el dentro y fuera de cuadro, las marcas posteriores. Según Jacques Derrida (1997: 24), “la estructura técnica del archivo archivante determina asimismo la estructura del contenido archivable en su surgir mismo y en su relación con el porvenir. La archivación produce, tanto como registra, el acontecimiento”. En esta senda, la obra de Zout subraya y revela que el hacer fotográfico es siempre producción. Un hacer que colabora para clasificar y definir, tal como hace este archivo al catalogar las imágenes, los roles específicos de ‘delincuente’, ‘subversivo’ o ‘madre de terrorista’. Asimismo –y especialmente−, la obra de Zout afirma que cada archivo, además de ser productor de cierto pasado, construye también el tiempo presente: el horizonte de sentido desde el que se abren e interpretan los materiales pretéritos. Por esto, es interesante constatar la manera en que archivos, fotografías y huellas del pasado se van resignificando en sus distintos recorridos. Al principio, frente a los expedientes que llegaban a sus manos, Zout reproducía la foto tal cual pero el resultado, según ella, no funcionaba visualmente o no tenía suficiente potencia. Es entonces cuando, según la fotógrafa, apareció un expediente con la foto “de un Falcon donde habían incendiado a dos personas que habían muerto adentro. Entonces yo invertí la imagen porque creía que esa situa-
ción había sido de noche. Empecé a tomar todas las fotos como lo que yo sentía de esa situación, las empecé a invertir. Yo ya no era la documentalista que documentaba ese expediente sino la persona que revivía esa escena a partir de mi propia experiencia y mi imaginación” (Zout, 2011).
Anna María Guasch afirma que, desde finales de la década de los 60 del siglo XX, existe una constante creativa: un giro hacia la obra de arte “en tanto que archivo” o “como archivo” (Guasch, 2005: 157). Se trata de artistas que comparten un común interés por el arte de la memoria, tanto la memoria individual como la memoria cultural y la memoria histórica. Frente a la violencia del archivo –en especial de los archivos policiales−, el artista se erige como el sujeto que subvierte el archivo, que selecciona y recombina sus documentos para crear una narración diferente. Así, Zout reencuadra, invierte la luz, reinterpreta y resignifica el material. De esta manera, se introduce en el archivo del poder, pura cristalización y determinación de significado, para generar sentidos tambaleantes y nuevos en esas imágenes, ya que no apunta a la claridad del concepto o al análisis teórico, sino que expone una memoria desenfocada y viva, siempre en movimiento.
ii − máqUinAS móviLeS: eL Avión
En marzo de 1995, aparecen publicadas en el libro El vuelo, de Horacio Verbitsky, las declaraciones del ex militar Adolfo Scilingo sobre su participación, entre 1976 y 1977, en el centro clandestino de la ESMA y en vuelos militares durante los cuales se lanzó al mar, vivos y desnudos, a detenidos ilegalmente. La información brindada sobre estos ‘vuelos de la muerte’, por primera vez pública, fue la clave para que el juez español Baltasar Garzón pidiera en 1997 la extradición del represor, quien sería luego condenado a 1084 años de prisión por sus crímenes.18
Instrumento de estos terribles vuelos, el avión de las Fuerzas Armadas será otra de las máquinas de matar de las que dará cuenta la fotografía artística argentina contemporánea.
Una de las imágenes de la serie Treintamil, de Fernando Gutiérrez (1997) muestra una fotografía en blanco y negro de un avión a hélice detenido y con un paño negro que le cubre el parabrisas. La trompa del avión apunta al cielo, y deja en oscuridad la parte de abajo del fuselaje. Estacionado en un lugar sin referencias (¿qué lugar es este?, apenas se ven detrás unas construcciones bajas), espera cumplir su destino a la intemperie, solo y oscuro. No es difícil pensar que el avión aparece aquí como tabicado: si la trompa asemeja una nariz y el parabrisas cumple el papel de los ojos, entonces el paño negro podría ser una venda. A la vez, máquina y metáfora. Metáfora doble, triple, múltiple: la máquina-detenida-tabicada, máquina de muerte en estado de reposo, sin señas de ubicación espacio temporal, apunta su trompa al cielo. No hay por ahora fotos de los ‘vuelos de la muerte’, pero mientras tanto esta imagen se pregunta: ¿qué queda de aquellos vuelos en estas máquinas cuando descansan?
La exterioridad del avión militar se vuelve interior en una de las fotografías de Helen Zout que parece responder exactamente a esa misma pregunta. En “Interior de
un avión similar a los usados en los vuelos de la muerte”, se observa o adivina la parte interna de un avión, prácticamente vacía salvo por algo así como unas tablas o asientos al fondo, movida, en blanco y negro difuso, fuera de foco. La imagen inestable muestra el lugar donde habrían sido llevados los cuerpos dormidos de los desaparecidos en su último vuelo antes de ser arrojados con vida a las aguas. La foto convoca los fantasmas de fantasmas porque el desaparecido es ya una presencia difusa, lo que hace a la foto doblemente espectral.
Esta obra de Zout expone una memoria subjetiva y desenfocada, en movimiento, que no clarifica ningún hecho puntual. La falta de claridad de una imagen movida, con su difuminado y su confusión, expone una fuerza ambigua que es interesante para pensar las memorias. Las imágenes movidas se atreven a la línea, la profundidad y la duración, y su expresividad tiene que ver con el grado cero de la imagen movida: el estremecimiento (Bellour, 2009: 91). Este estremecimiento es entre móvil e inmóvil y pone en escena una dureé, instala una duración, hace al tiempo visible. Por otra parte, si hay tiempo puede haber relato y en este sentido pareciera que las imágenes movidas de Zout están efectivamente narrando algo. Hay un tiempo atascado y móvil que otorga a estas imágenes incluso un poder de dramatización y ficción. Se sabe que el ojo humano no ve en movimiento y, por eso, la imagen movida bajo su disfraz de transmisora real de una presencia movediza delante de la cámara certifica extrañamente a la foto como invención. Según Bellour, “es una de las maneras más seguras que tiene la fotografía para designarse como artificio, para desearse como arte” (Bellour, 2009: 87) y para captar un efecto de lo real sin tomarlo como realidad. Así, y aunque sean dos recursos claramente diferentes, en su artificiosidad vedada al ojo humano se asemejan la imagen movida –el rastro del movimiento− y lo borroso de lo desenfocado. Ambos recursos son puestos por Zout en estas fotos para generar un efecto singular de afección.
En las fotografías de Zout, el título tiene una importancia central, hace las veces de epígrafe y aquí refuerza incluso la idea del artefacto artístico como doble inexacto: este avión es similar, no es el mismo de los ‘vuelos de la muerte’, sino uno equivalente. Se trata de un corrimiento para subrayar que no hay nada seguro o visible: ni los cuerpos, ni el avión propiamente utilizado en aquellos vuelos, ni hay tampoco nitidez para la contemplación de este avión similar. Aquel ‘presuntamente’ que Zout toma de la jerga policial para el título de la foto del Falcon, se confunde con otros sentidos, da a sus obras el espesor de una memoria plena de silencios, huecos y fracturas, inestable y movida.
Respecto del movimiento de la imagen, la artista se refiere así a la génesis de la foto del interior del avión: “Llegaba un momento en que perdía la conciencia, perdía el pensamiento lógico. Parece que la foto estuviera inclinada y esa sensación la tuve cuando saqué el interior del avión. Y creo que caí con la cámara. Fue algo físico lo que yo sentí adentro del avión” (Zout, 2011). Estas palabras de Zout al narrar el momento de toma describen una metodología de trabajo basada en una búsqueda intuitiva y experiencial. Parece haber, al instante de obtener la imagen, algo ligado a la pérdida de la razón y al fluir de una memoria corporal –proustiana− que implica necesariamente el cuerpo del fotógrafo embarcado en la tarea del retrato (hay incluso artistas que ven en el gesto de fotografiar “un momento de trance”, Bellour, 2009: 89).
Zout fotografía este avión en otras versiones. Son dos fotos del avión de frente volando sobre el río hacia el espectador, con extraños cuerpos fantasmales como presencias agregadas a la escena (de la serie de 2003, El agua como tumba) y una imagen movida del exterior del avión estacionado (de la serie de 2002, Descubrimientos, la misma serie a la que perteneció originalmente la foto del interior del avión, a la que por cierto complementa). Esta última fotografía tiene una peculiaridad en la textura de la figura del avión recortada sobre lo negro. Y es que la fotógrafa, tal como ella misma explica, superpuso esta foto a una imagen de sus propios cabellos, inspirada en el relato de un represor arrepentido quien contó que el pelo y la sangre eran lo más difícil de limpiar del fuselaje tras cada ‘vuelo de la muerte’. Es notable este uso de la imagen doble, donde una de las imágenes subyace latente. Además, nuevamente, es el propio cuerpo de la fotógrafa lo que está implicado: su pelo es también el pelo de las víctimas. Desde dentro o desde fuera de la foto, su cuerpo se afecta al momento de lograr la toma.
iii − máqUinAS fijAS
En 1998, de regreso de un largo exilio, la fotógrafa y ex detenida desaparecida Paula Luttringer (La Plata, 1955) presenta El matadero, su primera exposición, en la Fotogalería del Teatro Municipal General San Martín. Allí construye, a partir de las faenas del sacrificio animal para consumo humano, un sutil trabajo alegórico respecto del dispositivo estatal desaparecedor de personas durante la última dictadura, aludiendo específicamente a sus maquinarias de tortura y muerte.
Las fotos en blanco y negro presentan la actividad cotidiana de un frigorífico: vacas corriendo, vacas encadenadas, manchas de sangre y unos pocos encapuchados anónimos que acompañan de soslayo estas tareas. Muchas de las tomas se concentran en detalles y utilizan la luz ambiente para mostrar primeros planos parcialmente desenfocados o en movimiento de las vacas en el momento inmediatamente anterior y posterior a la muerte. Las fotos muestran la indefensión del animal frente a la planificación y consumación del asesinato. Es la victoria de la razón técnica: la administración de la muerte se planea por anticipado, con métodos, fines y racionalización de gastos. Y de manera anónima, ya que en la serie no aparecen los rostros de los trabajadores del frigorífico. Cuando aparecen figuras humanas, lo que se ve son cuerpos enfundados en plástico blanco: botas, delantales y máscaras que cubren por completo la cabeza y no permiten ver la carne humana. Los operarios son engranajes del mismo material que la maquinaria; son objetos, partes, cosas de la muerte en el matadero. La deshumanización configura a estos trabajadores/victimarios.
Cada tanto, en medio del movimiento −las vacas se aplastan, luchan contra su destino, se suben unas a otras− y el fuera de foco, un ojo de vaca mira a cámara, claramente enfocado. Un ojo delator que interpela al que ve. Ese ojo vacuno se vuelve un ojo humano, un ojo víctima y denunciante. El ojo hace ver.
¿Tienen estas fotos de Luttringer un tratamiento más crudo o precisamente más distanciado, trópico? Dentro de este capítulo, las fotos de Luttringer exponen una máquina actualmente en uso, que opera, funciona y mata. Aunque esta única máquina en funcionamiento no mate personas sino vacas, no deja de ser un dispositivo propio de las
sociedades actuales y permite pensar una continuidad entre las matanzas programadas de animales y el exterminio humano. Estas imágenes pueden remitir también al registro de escritura teórica de Pilar Calveiro, también desaparecida durante la dictadura y sobreviviente, que prefiere usar la tercera persona para mencionarse –apenas− a sí misma en Poder y desaparición (Calveiro, 2008), extraordinario análisis del terror concentracionario en la Argentina. En cierta forma, Calveiro y Luttringer describen la máquina represiva sin poner en primer plano el testimonio personal, pero a la vez evidenciando un profundo y detallado conocimiento (vivencial).
Por otra parte, cuando Luttringer habla de esta serie no aparece en el origen una búsqueda consciente de exponer la temática de la dictadura: “te mentiría si, quince años después, te digo que tenía una idea preconcebida de que iba a transmitir el horror de la represión a través de fotos del matadero” (Luttringer, 2011). También ha dicho que en su trabajo no ha intentado hacer imágenes violentas, sino que eligió la carne porque era un tema que para ella representaba lo argentino. Fue cuando consiguió entrar a un matadero y compartir los diferentes aspectos de la faena cuando se dio cuenta de que se trataba del lugar apropiado para lo que quería decir. En sus palabras, “El matadero son las primeras 48 horas que pasé en detención, mi búsqueda de ver lo que quedaba de aquellos recuerdos” (Luttringer, 2006). Nuevamente como en Zout, la búsqueda comporta la intuición, lo corporal y la mirada en un tanteo que se acerca a su objeto sin completa conciencia del objetivo de la obra final. Incluso El matadero de Esteban Echeverría, el relato fundacional que junto a las pinturas de Carlos Alonso constituyan quizá los intertextos más precisos de esta serie, no fue leído por Luttringer sino hasta después de haber terminado el trabajo. En sus palabras, “no hubo una búsqueda intelectual para llegar a esto” (Luttringer, 2011).
Las imágenes de esta serie muestran la violencia de la maquinaria del matadero: marcas de sangre en las paredes, los guardapolvos y el piso; el sello sobre las reses que dice ‘consumo especial’; el movimiento de las vacas tratando de escapar; las cadenas y grilletes que sostienen los cuerpos vacunos inertes que cuelgan del techo; los encapuchados. Se trata de una visión movida, sesgada y fragmentaria del espacio de muerte del matadero. Es un trabajo con el movimiento, con el fuera de foco y con el fragmento, con lo que no se ve o no puede verse del todo. Al preguntarle por estas características, Luttringer encuentra las razones de sus elecciones estéticas con posterioridad a la toma:
Nunca entendí que hacía fragmentos, nunca pretendí hacer fragmentos. Hasta que un día recordé que cuando estás secuestrado tenés una venda en los ojos, esa venda te impide ver pero no te impide ver todo. Porque cuando vos tenés una venda siempre ves hacia abajo. Normalmente no ves nada, pero cuando estás secuestrado y no tenés un guardia enfrente, lo primero que hacés es desajustarla para tener la posibilidad de ver tus pies. No te sirve para nada, no ves si llega un golpe, no ves nada, pero eso te da un poco de libertad. Te hace ganar terreno contra el torturador que tenés enfrente. Porque ya no estás completamente sin vista, sino que sin que él lo sepa vos estás viendo algo. Un día dije “lo de los fragmentos es porque yo vi fragmentos”. Vi fragmentos de mis pies, fragmentos del cuarto donde estaba, todo era fragmentos. (Luttringer, 2011)
Se trata de nuevo de una puesta corporal de la memoria y de una manera de mirar que está en relación con hechos clave de su propia experiencia traumática antes que orquestada por elecciones estéticas previas. Y es por eso mismo que el movimiento inscrito en los efectos de movido y borroneado, en el fragmento y lo sesgado, conforman elecciones visuales pertinentes y precisas para transmitir la experiencia del horror, el trauma que late.
Así como los posibles sentidos de la serie se cuelan a través del detalle, así las fotos de El matadero de Luttringer funcionan metafóricamente, desnudando las tecnologías de la represión con la cámara, justamente el dispositivo técnico que puede servir también como herramienta de control estatal y como productor de pruebas jurídicas y policiales legítimas. Los fragmentos de máquinas y animales en movimiento, la atmósfera enrarecida en blanco y negro, extraña y oscura, en fin, todo en estas fotos convoca elípticamente la percepción de muerte y de horror de la dictadura.
Las otras máquinas fijas fotografiadas para referir el pasado de tortura y muerte son precisamente los centros clandestinos de detención (CCD): aquella red de lugares que llevaron adelante la tarea de ocultar a los desaparecidos, deshumanizarlos mediante tortura física y psíquica, y llevarlos por último a su destino final. Los CCD, preanunciados aquí por el matadero de Luttringer, aparecen como el motivo central de las siguientes series de fotos, que exploran de maneras diversas estos emplazamientos del horror, algunos reconvertidos ahora en lugares de memoria.
¿Cómo se fotografía un espacio de desaparición? ¿Cómo abordar el lugar que ha visto por última vez al desaparecido? ¿Cómo contar los hechos a partir de las paredes que pueden dar testimonio? ¿Cómo desandar la huella sobreviviente para así poder construir un relato? ¿Cómo mostrar, tal como concebía Calveiro, la máquina para hablar del poder?
En Santa Lucía. Arqueología de la violencia (2001-2008), Diego Aráoz (Tucumán, 1978) presenta un ensayo de fotos en blanco y negro de sitios rurales vacíos y semiabandonados donde no aparecen personas. Sus fotos comparten algunas estrategias con las de Travnik, tanto por su factura visual como por la investigación de las huellas y los restos.19 Aráoz − quien ha estudiado Arqueología−, ofrece indicios de lo que se ha vivido en un escenario donde la represión atacó con violencia y ferocidad: el pueblo tucumano de Santa Lucía y el ingenio azucarero que lleva el mismo nombre y que alojó durante la dictadura una base militar y CCD. En esta serie pueden verse: una gran pared gris que se extiende por los cuatro lados de la imagen –haciéndose infinita− llena de marcas y agujeros, con una pequeña ventana rectangular como tragaluz; una cruz con la pintura descascarada cayendo sobre el espectador en contrapicado; las paredes sin techo y en ruinas de varios ambientes con trozos de ladrillos sobre el piso; cinco fotos con restos de textos e inscripciones; un boquete sobre una pared de ladrillos grandes que fue rellenado con ladrillos más pequeños; ventanas o grandes huecos en los que asoma la vegetación del exterior en contraste con las ruinas oscuras; cuatro grandes heladeras blancas, sucias y amontonadas en desuso sobre un piso de tierra; huellas en el pasto y las
baldosas de un camino; el interior de una monumental construcción vacía y sin techo; dos esqueletos de colectivos quemados junto a unos eucaliptos; una cadena que sale de un orificio en la pared; una chimenea, sombras y, al final, unas cañas que se recortan entrelazadas sobre un cielo nublado, conforman la última imagen de la serie.
Las fotos de Aráoz muestran construcciones abandonadas que se erigen solitarias sobre un fondo de campo junto a detalles que proporcionan claves de lectura, en una escala que va desde primeros planos de chapas agujereadas hasta la panorámica de los edificios en un paisaje nuboso. En estas imágenes sobresale un trabajo con lugares deshabitados y carcomidos por el tiempo, donde justamente puede leerse la historia reciente. Aráoz se interesa por narrar la dictadura en medio del campo y no exclusivamente en los CCD más emblemáticos de Buenos Aires y otros centros urbanos. El fotógrafo cuenta que “reflejar lo que fue el terrorismo de Estado en ámbitos rurales” fue una decisión que estuvo desde el origen. Y también que “desde un inicio tenía la decisión tomada de que no fotografiaría personas. Quería reforzar la sensación de vacío y ausencia que finalmente resultó del terrorismo de Estado” (Aráoz, 2011). Esta decisión de no mostrar personas se repite en las fotos sobre maquinarias trabajadas en este capítulo, exceptuando por supuesto el último apartado con las fotos de Zout de los sobrevivientes. Salvo alguna mínima excepción –en cuyo caso la aparición de la persona se borra por el movimiento o la vestimenta o la falta de nitidez−, se trata de máquinas y sitios sin sujetos, o con sujetos deshumanizados. Aunque su presencia se pueda intuir por sus huellas, aquí los protagonistas no son las víctimas ni los victimarios, sino las tecnologías de poder que llevaron adelante los horrores de la violencia política, la tortura y el asesinato durante la dictadura.
Es indispensable mencionar también la serie de Paula Luttringer El lamento de los muros (2000-2010). Este conjunto de fotografías realizado tras la serie El matadero, investiga visualmente los interiores de los ex CCD −sus muros, las inscripciones ilegibles, los restos de objetos, los rastros en las paredes− y los pone en relación con fragmentos de testimonios de mujeres víctimas de la dictadura que funcionan como largos epígrafes. Las imágenes en blanco y negro muestran fragmentos de construcciones edilicias corroídas por el tiempo, trazos de letras desdibujados, sitios oscuros y húmedos. Y también objetos de uso cotidiano que aparecen aquí extraños y transformados: una ventana inalcanzable, una pelota de fútbol endurecida, algunos peldaños de una escalera, una cerradura, una lamparita encendida. Sólo una hormiga y un cuerpo humano −que, en virtud del movimiento de la toma, carece de cabeza− parecen ser lo único que tiene (algo de) vida en esta serie. Sobre el origen de esta obra Luttringer ha dicho que:
...en ese lugar donde pasó lo que pasó, algo había quedado. Yo venía de ser gemóloga. Tengo una colección de piedras con imágenes, de las que había en los gabinetes de curiosidades.
Roger Caillois escribió un libro hermoso donde habla de esas piedras llamadas les pierres de rêve. También los chinos tienen una tradición de piedras con imágenes donde ellos dicen que se abisman, que caen en el abismo de la contemplación. Cuando tuve que buscar un tema, tenía dos cosas muy claras: que yo tenía que volver a los lugares donde estuvimos y ver qué quedó; y por otro lado tenía que preguntarles a otras mujeres qué recuerdos quedaban en sus memorias (Luttringer, 2011).
Se trata de ir hacia los recuerdos que quedaron impregnados en los lugares, hacia las piedras con imágenes que hacen caer en el abismo de la contemplación y que funcionan en paralelo con las memorias de las mujeres violentadas. Hay una fascinación de Luttringer por el rastro y los lugares, por los restos –y aquí tampoco es menor la impronta de la obra de Travnik, quien fue su maestro. Pierre Nora dirá incluso que “los lugares de la memoria son, en primer lugar, restos” (citado en Ricoeur, 2008: 522) y también que todos los lugares de memoria son ‘objetos en abismo’, por ser su propio referente y duplicarse en espejos (Nora, 1984). En este sentido, las imágenes que presenta Luttringer se alejan también de la idea de la fotografía como prueba y constatación, como vehículo de una verdad del pasado que las imágenes tomadas con la cámara vendrían a reponer. En sus palabras:
Creo que mucha gente usa la fotografía como prueba. En El lamento de los muros hay alguna foto que no es de un centro de detención. Y yo nunca dije cuál es, ni me interesa decirlo. Fue una manera de decir: poco importa que yo fotografíe adentro o afuera de un centro clandestino de detención. Porque del centro de detención yo estoy todavía adentro. Una vez un editor inglés me propuso hacer un libro y me pidió que pusiera el lugar donde saqué cada foto. Yo le dije “eso no lo pienso hacer”. Yo estuve secuestrada en un lugar que ignoré durante años donde había estado. Me enteré diez años después de que me liberaron donde había estado secuestrada. Yo no le voy a dar al que recibe mi proyecto esas certezas. No tengo por qué dar la certidumbre a quien va a observar mi trabajo cuando todo mi proyecto es acerca de la incertidumbre, de no saber. Yo no sé dónde están enterrados mis amigos muertos. Hay muchas cosas que no tienen cierre en Argentina, y yo no quiero que mi trabajo tenga un cierre (Luttringer, 2011).
La incertidumbre en la obra de Luttringer viene a corresponderse entonces con la atmósfera que quiere narrar, con la falta de cierre del propio mecanismo de la desaparición y con la imposibilidad de duelo que perpetúa el trauma. Ella subraya que es su mirada y lo que su mirada construye lo que delinea el campo de concentración, más que la objetividad de la piedra que se muestra. Aunque la piedra que se muestra –salvo una− corresponda a la vez efectivamente al sitio donde ocurrieron los hechos. Si Zout temblaba al fotografiar el avión, aquí hay también una vibración involuntaria, una intuición poética visual a la vez que a un trabajo previo con los testimonios de otras mujeres, con otras voces.
Las fotos de Aráoz y Luttringer retratan la manera en que aún resuenan los sentidos en los lugares donde el pasado tensó la cuerda. Otra serie que muestra no sólo un CCD sino quizá el sitio paradigmático de la represión en la Argentina es ESMA de Inés Ulanovsky (Buenos Aires, 1977), expuesta en 2011 en la Fotogalería del Teatro San Martín.
El edificio de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) ha obtenido su celebridad como centro de detención clandestina por su gran tamaño (se calcula que pasaron por la ESMA alrededor de 5000 detenidos desaparecidos, de los cuales sólo sobrevivieron aproximadamente 200), por su emplazamiento en una zona residencial de la ciudad de Buenos Aires, por ser la maternidad clandestina más grande de la dictadura
(el robo de bebés ha sido un novedoso plan organizado) y porque era el lugar donde los cadetes de todo el país venían a ser entrenados y puestos en contacto –y de esta forma convertidos en cómplices− con un centro modelo de torturas, desaparición y muerte en la clandestinidad. La ESMA ha sido además un nodo neurálgico de operaciones de información durante la dictadura, una usina de producción de fotos y papeles para la que se ocupaba a los mismos detenidos, en grupos denominados ‘staff’ y ‘mini-staff’, en una suerte de rehabilitación y apropiación de prisioneros con altas calificaciones intelectuales y políticas (Calveiro, 2008; Schindel, 2003; Jelin, 2010).
La serie de fotos de Ulanovsky muestra detalles del edificio a partir de los cuales se infiere el funcionamiento completo de la ESMA durante la dictadura, en un sentido general –y no sólo del Casino de Oficiales donde se mantenía y torturaba a los secuestrados. Antes que –o además de− un ensayo sobre la desaparición, este es un interesante ensayo sobre los restos de los usos anteriores de ese predio, sobre la transición de un lugar castrense que está mutando a sitio de memoria. Es un relevamiento justo antes de que algo cambie, de que ese espacio se transforme en otra cosa, e incluso se olvide. “Hay muchos de los espacios que fotografié que ya no existen”, sostuvo Ulanovsky (2010) al explicar su ansiedad y premura para tomar las imágenes. “La idea era registrar ese momento anterior, lo que quedaba en los edificios y distintos lugares antes de que empezaran los arreglos, los cambios de aspecto en general y la ocupación y la presencia de gente” (Forster, 2011). Ulanovsky empieza esta serie en el 2008 –le llevará dos años concluirla− mientras trabaja en el Área audiovisual del Archivo Nacional de la Memoria que está ubicado en uno de los edificios del predio de la ex ESMA. Es entonces cuando, al ver que se estaba perdiendo para siempre la fisonomía del lugar tal como era usado por los militares, decide documentar la transición y fotografiarlo todo, casi taxonómicamente. Para ello, emplea el formato medio que tiene tiempos lentos y laboriosos de toma: “tenía que esperar la luz, el momento justo, incluso el momento preciso del año” (Ulanovsky, 2010). Cada rollo de película tiene sólo 12 fotogramas por lo que hay que controlar las variables antes del disparo. Además, por la calidad y el nivel de detalle, este formato está habitualmente ligado a una imagen más imparcial, que da cuenta de aquello que está delante de la cámara con fidelidad y con bajo nivel de ruido.
Este impulso por la descripción −sin dudas estas fotos describen más que narran− se percibe en las fotos de Ulanovsky que muestran la ESMA. Allí pueden verse, entre otros, la capilla, la pileta de natación con venecitas, los escalones que llevaban a la tortura,20 el garaje (donde les cambiaban las patentes a los autos de los detenidos, a los que luego se les proveían las cédulas verdes que se imprimían en la imprenta de la ESMA), el polígono de tiro con objetos agujereados de bala, el pasillo que lleva a “los Jorge” (las oficinas así llamadas de Vildoza, Radice y Acosta), la casa donde vivía con
20 La foto alude en cierta manera a la gran cadena de conocimiento y complicidad en el interior de la Armada, que se extendía por todo el país. Los cadetes de toda la Argentina pasaban tres meses alojados en el mismo Casino de oficiales donde se mantenía secuestrados a los desaparecidos. Los detenidos ocupaban la planta alta del 3er piso (los sectores de Capucha y Capuchita) y eran torturados en el sótano, por lo que cualquiera que conviviera en ese edificio los veía pasar de ida y vuelta por las escaleras, desde y hacia la tortura, encadenados y con grilletes. de estos grilletes son precisamente las marcas en los escalones del Casino de oficiales de la ESMA. Es interesante la relación que se puede establecer con la foto de los escalones de Luttringer.
su familia Rubén Jacinto Chamorro,21 la Boîte refaccionada en los 70, el Salón Dorado del Casino de Oficiales donde se planificaban las operaciones de secuestros, el gran gimnasio del Pabellón Delta (actualmente cedido a la agrupación HIJOS), un sillón de dentista en una habitación vacía (donde les arreglaban los dientes a los secuestrados), el jardín en flor iluminado por un benévolo sol, la cantina con sus sillas de cuerina y, en otra foto, el detalle de su empapelado de barquitos. Cada imagen lleva un epígrafe sobrio, en consonancia con el matiz descriptivo de las imágenes. El título de la foto solamente aclara el nombre del lugar retratado y ancla la imagen en la nominación de cada espacio.
Todas las fotos son a color y muestran espacios vacíos, bien iluminados. En las antípodas de las fotos casi ‘en trance’ de Luttringer o Zout, no prevalece el movimiento ni el claroscuro del blanco y negro ni el fuera de foco o el pulso tembloroso de la mano. Tampoco se parecen a la investigación más fantasmagórica de Aráoz, que buscaba en las ruinas del CCD las presencias o visiones alegóricas de lo sucedido. Ulanovsky simplemente parece decir: “la ESMA es esto que muestro”. Las ruinas coloridas y francas de sus fotos son algo menos ruinosas ya que se advierte que fueron recientemente abandonadas –en la percha colgada y vacía, en las flores de plástico, en los armarios azarosamente abiertos. Lo terrible y lo siniestro se presentan aquí en medio de singulares y elegantes decorados: en la delicadeza de los empapelados, el brillo rancio de la cuerina de los asientos, la sobria y atroz alcurnia del Salón Dorado. Toda una indagación en la arquitectura y el diseño del espacio del poder en el que se decidía a diario sobre la vida y la muerte. Ulanovsky ha dicho que quiso reflejar “la estética muy propia del lugar, propia de la Marina, entre naif y espeluznante” (Ulanovsky, 2010) y también que decidió usar trípode para hacer un registro bien frontal, en el que su mirada quedara lo más desapercibida posible. “Ya me parecía tan impresionante lo que yo veía, las paredes o los lugares o los colores, cómo estaban pintadas o las flores que había, que me parecía que tenía que ser bien frontal con la cámara derecha, sin ninguna angulación ni contrapicado ni picado no, lo más directo posible” (Arenas Fernández, 2010: 3). En sintonía con este corrimiento de su propia mirada, Ulanovsky subrayó que se siente fotógrafa y no artista, más cercana a la fotografía documental clásica. Sin lugar a dudas, esta influencia es medular en la mirada contemplativa y austera que dio lugar a la serie.
Un contrapunto notable que sobresale en la serie ESMA es el contraste entre los cálidos espacios verdes bañados de luz natural y la frialdad de los interiores –recién− abandonados, de los ambientes azulejados donde sucedió la represión puertas adentro. Esta belleza del jardín frente a lo siniestro y desangelado del interior –aunque su arquitectura petulante sea muchas veces pretendidamente bella− problematizan un punto interesante: el adentro y el afuera del centro clandestino de detención, la tensión entre visibilidad y secreto, entre lo que se muestra y lo que se oculta (Feld, 2013).
21 Chamorro fue director de la ESMA durante los primeros años de la dictadura y se alojaba con su familia en una vivienda a la entrada del Casino de oficiales. Algunos sobrevivientes narraron incluso haber comido las sobras del cumpleaños de quince de su hija, que se festejó en la ESMA. Información tomada de la página web del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), disponible en http://www.cels.org.ar/esma/responsables.html
iv – LOS SObRevivienTeS
Como apéndice al tema de las máquinas y los sitios donde funcionó la maquinaria represiva, las consecuencias de su accionar pueden verse también en los cuerpos de los sobrevivientes que denuncian y atestiguan en persona las atrocidades cometidas. Fotos que hacen evidente el rastro de la máquina torturante en quienes fueron su objeto y materia de daño. Esta difícil tarea la emprendió Helen Zout en las fotos de su libro Desapariciones y en la exposición homónima que se realizó en la Fotogalería del Teatro San Martín en 2011 –que incluye las fotos del libro, además de muchas otras.
Zout muestra a las víctimas de la desaparición forzada, a quienes estuvieron detenidos en los centros clandestinos de la última dictadura y lograron sobrevivir.22 La artista, compañera de militancia y amiga de muchos desaparecidos de La Plata, refiere a menudo el hecho de que los militares la fueron a buscar a su casa pero, como ella no estaba, logró esconderse y, de esa manera, salvarse. Este suceso, según sus palabras, la marcó profundamente y es por ello que se considera también ella misma una sobreviviente. Precisamente, en sus fotos se ve con claridad esta perspectiva generacional y biográfica empática con el desaparecido. Zout afirmó que su “lugar es el lugar que hubiera tenido el desaparecido: la persona torturada, tirada al río. Cada cual hace su trabajo desde su lugar” (Zout, 2011). Una perspectiva emparentada con las fotos de Luttringer en cuanto al acercamiento al objeto, tal como se ha dicho. Si Luttringer hacía entrar en sus fotos los testimonios de mujeres que habían estado desaparecidas durante la dictadura, Zout retrata directamente a los sobrevivientes. Muestra sus cuerpos, sus rostros, los lleva al lugar donde estuvieron detenidos para retratarlos, hace varias tomas fotográficas que superpone. Incluso, algunas de estas fotos escenifican el espacio de los CCD de una manera diferente de las fotos mencionadas anteriormente. En general, Zout siempre elige una acción que moviliza la imagen: un sobreviviente caminando o el equipo de antropólogos recorriendo el lugar, mientras el centro clandestino aparece como pesado fondo de la imagen.
Una de estas fotos muestra a Cristina Gioglio, sobreviviente del centro clandestino platense Pozo de Arana, en medio del plano general de un cementerio de autos en un descampado. La imagen está tan movida que la retratada, rodeada de autos viejos encimados y chatarra, se transparenta y su presencia parece a punto de borrarse. Con poca claridad, llega a verse el contorno de un cuerpo y la mano que sostiene un abrigo; y con casi ninguna nitidez un rostro borrado mira a cámara. Su perfil vibrante y difuminado se funde con el paisaje debajo del cual, según Zout, hay un cementerio de NN. El temblor de la mirada crea una incertidumbre que impide clarificar, sin embargo, este o ningún otro hecho. La molestia y el ruido presentes en esta foto la hacen trabajosa para quien mira.
M. –tal como aparece mencionada en el epígrafe− y Nilda Eloy son otras dos sobrevivientes retratadas por Zout con un recurso frecuente en su obra: el de la doble exposición. En el caso de M., su cara doblemente expuesta y superpuesta (unos segundos ojos aparecen en sus mejillas) mira a cámara desde el centro iluminado de una foto oscurísima y movida, donde ella está vestida de negro sobre un fondo también negro.
22 Zout incluso ha retratado en su libro a quien acaso sea uno de los más tristemente célebres sobrevivientes de la dictadura: jorge julio López, ex detenido-desaparecido y sobreviviente, vuelto a desaparecer en el año 2006 tras atestiguar en la causa que condenó a Miguel Etchecolatz a prisión perpetua. López continúa desaparecido desde entonces.
Como un contrapunto de esta imagen, la foto de Nilda es predominantemente blanca, tanto en el fondo como en la vestimenta de la retratada. En ella, Nilda mira a cámara de frente, con el pelo suelto largo y canoso y, aunque en una primera mirada parecería un retrato convencional, pronto se observa alguna rareza que provoca extrañamiento. En un segundo momento, se aprecia que la cara de Nilda también está atravesada y arañada por su propio cabello, ya que Zout hizo una doble exposición del negativo, retratándola a la vez de frente y de espaldas. Así, la textura del cabello se sobreimprime a la foto toda, dando un aire extrañado, quizá como las huellas que el trauma dan al sobreviviente. En este sentido, Zout ha dicho que “Nilda es una persona que tiene el cabello muy largo y muy canoso. Y para mí ese cabello significaba una insistencia de su juventud, una resistencia a envejecer. Como esas personas que en algún punto quedaron fijadas después de un hecho traumático en esa edad. (...) A mí me surgió que el cabello de Nilda tenía que estar muy presente. La retraté dos veces en el mismo negativo” (Zout, 2011).
Las exposiciones lentas –porque, según Zout, el tiempo tiene que fluir en las fotos− y las exposiciones dobles confieren a las imágenes y a los retratados esa atmósfera movida y confusa que habitaban las otras fotos analizadas de Zout y de Luttringer. ¿Cómo fotografiar a un sobreviviente? Encontrar el modo de hacerlo es el desafío que se propone la artista. Y sin embargo, aún cabe la pregunta por la falta de claridad de los rostros de los sobrevivientes. ¿Por qué no se muestran bien a cámara? ¿Por qué siempre el movimiento o algún otro recurso les añade confusión? Hay una posible respuesta en la reflexión de Judith Butler sobre las fotos de torturas por parte de soldados estadounidenses en la prisión iraquí de Abu Ghraib, donde ve la difusa huella visual de lo humano en el rostro ensombrecido y el nombre ausente de los torturados –en las fotos de Zout algunos sobrevivientes sólo se nombran por la inicial. “Los humanos torturados no se conforman fácilmente del todo a una identidad visual, corpórea o socialmente reconocible, sino que su oclusión y obliteración se convierten en el signo continuador de su sufrimiento y de su humanidad”, según Butler (2010: 136). Como si el hecho mismo de la tortura estuviera reñido con una manifestación visual clara o estable.
La incertidumbre visual que Zout elige para hablar de los sobrevivientes y de su sufrimiento permanente es similar a la que elige para hablar de las maquinarias que llevaron a cabo y pusieron en marcha el horror. En cierta forma, Zout fotografía con recursos similares los aviones, los lugares y las personas, buscando en ellos las resonancias de un mismo dolor. “Creo que mi trabajo Huellas de desapariciones refleja la búsqueda de esas marcas que esas personas desaparecidas dejaron en los sobrevivientes, en sus propios familiares y en los lugares en los que ocurrieron sus secuestros durante la dictadura militar” (Fanjul, 2006). Las fotografías de sobrevivientes de Zout invocan los mismos recursos sencillos que pone en práctica para retratar las máquinas –presentando imágenes movidas, morosas o superpuestas− y complejiza así el problema representacional de los desaparecidos, abordando a la vez diferentes planos, tiempos, actores y procesos.
mAPAS de memORiA
Tras analizar las obras fotográficas que tienen como objeto las máquinas y los dispositivos de muerte de la dictadura, sobresalen algunos puntos relevantes. En principio,
en estas fotografías no hay sujetos: no hay cuerpos –vivos ni muertos−, no hay retratos, no hay sobrevivientes. Y cuando los hay, en especial en el particular último apartado dedicado a las fotos de Zout de las víctimas, los sobrevivientes aparecen afectados en el rasgo identitario más propio como es el rostro (que asoma borroneado, desdibujado, movido, tapado). De esta manera, las fotos instalan como tema central la deshumanización que genera el aparato técnico represivo. Las víctimas son convertidas y modeladas en el interior de estas maquinarias en figuras, en no-hombres (Primo Levi, 2006; Agamben, 2000). La desaparición forzada de personas supone, en palabras de Héctor Schmucler, “un acto que es peor que la muerte y que no encuentra explicación en ninguna contingencia histórica: negar la posibilidad de morir como un ser humano, desdibujar la identidad de los cuerpos en los que la muerte puede dejar testimonio de que ese que murió había tenido vida” (citado en Feld, 2010: 34). El mismo sentido opera en la pérdida del nombre de cada prisionero y su reemplazo por un número dentro de los CCD argentinos. Los números reemplazaban los nombres y apellidos de “personas vivientes que ya habían desaparecido del mundo de los vivos y ahora desaparecerían desde dentro de sí mismos, en un proceso de ‘vaciamiento’, que pretendía no dejar la menor huella. Cuerpos sin identidad; muertos sin cadáver ni nombre: desaparecidos” (Calveiro 2008: 99). El desaparecido, cuando habita estas fotos sobre las tecnologías de la represión, lo hace cosificado e invisibilizado (Schindel, 2003). Además, como otra cara de esto, cuando aparecen quienes mueven los engranajes de estas máquinas –los represores, los matarifes− lo hacen también de una manera deshumanizada y ocultada. Aunque quizá el terrible epígrafe de este capítulo lo contradiga sádicamente, la máquina deshumaniza también al verdugo. Ya que la administración político-burocrática, dirá Hannah Arendt, es el imperio de Nadie: es “esencial en todo gobierno totalitario, y quizá propio de la naturaleza de toda burocracia, transformar a los hombres en funcionarios y simples ruedecillas de la maquinaria administrativa, y, en consecuencia, deshumanizarlos” (Arendt, 2003: 172).
Por otra parte, algunas de las máquinas exploradas aquí se han convertido en lugares de memoria (los CCD fotografiados por Luttringer y Ulanovsky están recuperados como tales, no así el fotografiado por Aráoz en Tucumán). Y sin embargo, los fotógrafos que se ocupan de ellos no documentan todavía este pasaje sino que buscan en ellos, de diferente modo, las huellas del pasado reciente traumático que en ellos aconteció –o, más bien, del pasado que estos sitios colaboraron en llevar adelante. Su búsqueda trata de ir hacia las piedras, las paredes, los objetos: ir hacia la configuración espacial del poder para exponerlo y revelarlo.
En cuanto a los recursos visuales, muchas de las fotos de este apartado utilizan recursos técnicos para generar incertidumbre en la mostración de los dispositivos represivos. Abundan las imágenes movidas, borroneadas, llovidas, morosas, superpuestas, fragmentarias, temblorosas que tienen que ver con las memorias subterráneas que no transmiten ningún hecho puntual, sino constelaciones de sentidos indefinidos e inestables. En relación con este punto, algunos artistas incluso hablan de una búsqueda intuitiva y un acercamiento corporal no completamente consciente a la imagen fotográfica final. Zout y Luttringer describen el trance y el abismo en el que caen al realizar algunas
de estas fotos, hecho seguramente relacionado con su condición de sobrevivientes y con el acercamiento a la experiencia traumática vivida que necesariamente supone cada toma. Por último, el efecto es notable en el trabajo con los archivos policiales en el caso de Zout, ya que acude a ellos y los presenta para entender visualmente los mecanismos de la represión, indagando en sus imágenes, apropiándolas y resignificándolas.
En palabras de Jameson, quien imagina el nuevo arte político con la difícil misión de trazar mapas en medio de un espacio global posmoderno, todas estas obras sobre maquinarias y espacios podrían conformar una estética del trazado de mapas cognitivos. Son estos modos de representación los que permitirán “aprehender nuestra ubicación como sujetos individuales y colectivos y recobrar la capacidad para actuar y luchar que se encuentra neutralizada en la actualidad por nuestra confusión espacial y social” (Jameson, 1991). Esta tarea de ubicación puede extenderse al plano de las memorias. Langland (2005) ve la fotografía como herramienta para las luchas por la memoria: por su relación con la ‘verdad’, por su impacto emocional y por su posibilidad de reproducción, útil para implementar políticas de memoria.
En esta construcción, las obras fotográficas de estos artistas posibilitan la discusión, la instalan desde el campo estético, denuncian la estrechez del vínculo entre máquinas y espacios y poder represivo, y dibujan un trazo siempre abierto en medio de los debates por el sentido de lo pasado. Y de esta manera se constituyen en memorias fotográficas: obras como tecnologías de memoria que, de manera diversa, exponen algunas de las tecnologías para la muerte. Porque el campo de detención no es exactamente una máquina de olvido sino una máquina que reformatea la memoria y la amolda a sus necesidades. “Su objetivo es borrar, vaciar y regrabar” (Calveiro, 2008: 106). Como en el relato de Franz Kafka (1995) “En la colonia penitenciaria”, donde un oficial explica al visitante las bondades de una nueva y peculiar máquina de tormento para asesinar condenados. Se trata de un mecanismo en donde el culpable se acuesta y la máquina va escribiendo con agujas sobre el cuerpo cuál fue el delito cometido, desangrándolo hasta provocarle la muerte. La máquina graba sobre la piel del reo, ‘explica’ en el último instante las razones de la condena. Graba en imperativo, como en un pizarrón escolar −“no debo hacer esto, no debo hacer aquello”− hasta que la letra entre definitivamente en la carne. Y, entonces, sólo queda sobre las sábanas una mezcla de tinta, sangre y piel: icono, fotografía o mapa de la maquinaria del poder sobre los cuerpos.
fOtOs de fAM i L i A : de L á L bu M incOMPL etO A LA fOtO R ecO nst RuidA
A las cosas no les importan los mortales. Ayer encontré esa foto que ni recordaba, y te juro que parecíamos tranquilos en ese simulacro del papel y de la luz.
fAbián CASASLa familia es núcleo de transmisión de la cultura, de formación de identidades, ámbito primero de pertenencia y de construcción de la subjetividad, y también lugar de transmisión de silencios, vergüenzas y secretos. En todos esos roles, la fotografía juega un lugar fundamental para la conformación identitaria del grupo y de cada uno de sus componentes. Todos tenemos o tuvimos un álbum, caja, lata o cajón lleno de fotos nuestras y de nuestros seres queridos. ¿Qué clase de padre es aquel que no retrata a sus hijos?, podría preguntarse con Susan Sontag (2006). La fotografía –la análogica antes, tanto como hoy la digital− es un imperativo familiar: el álbum del recién nacido, las fotos de la infancia, del casamiento, los rituales religiosos, los actos escolares, las vacaciones, las fiestas, las fotos antiguas de abuelos y tíos, etc., son imágenes que acompañan el devenir de cada persona. La foto anual escolar, por su parte, aumenta año a año el stock familiar fotográfico, lentamente pero con mucha relevancia. Los álbumes, muchas veces con evidentes libretos ceremoniales que los guían, arman una narración visual a partir de ritos aprendidos y reproducidos en el seno de la familia. Por generaciones, portan los secretos familiares a la vez que los ocultan, relacionando siempre el tiempo íntimo o familiar con la historia social. Los álbumes son el paso del tiempo para una familia.
Así, las fotos van armando una narrativa visual donde se guarda mucho de la memoria colectiva familiar y en la que la familia construye una crónica-retrato de sí misma para subrayar la firmeza de sus lazos (Jonas, 1996; Sontag, 2006). La salvaguarda de los recuerdos familiares, el depósito identitario del grupo y la creación de un pasado común son algunas de las funciones que estos álbumes poseen. Según Pierre Bourdieu (1989), la práctica fotográfica funciona como solemne ritual de consagración del grupo y del mundo. Los padres preparan el álbum como un valioso legado al futuro, transfiriendo allí las imágenes de lo que ha sido. Esta conservación confirma la unidad del grupo en el pasado, refuerza la unidad familiar en el presente y proyecta el grupo hacia el futuro. Sin embargo, aunque los recuerdos visuales de cada familia parezcan únicos al referir momentos compartidos por pocos, nada hay más estereotipado que un álbum fotográfico.
Es la paradoja de la toma instantánea ritualizada: en cada fotografía hay convenciones que la regulan, dispuestas en ángulos, encuadres, sujetos fotografiados, acontecimientos
fotografiables y, por supuesto, las poses y los gestos de estos sujetos como sonrisas, abrazos, mirada a cámara, etc. Las fotografías familiares son objetos no solamente privados, sino impersonales y estereotipados que en general muestran exclusivamente situaciones felices y personas sonriendo (Odin, 2003). Las imágenes de familia –pura diversidad dentro de la estereotipia−, registran, presentan y re- presentan los buenos momentos vividos. Es un mundo de sol perpetuo (Jonas, 1996: 105). Además, otra de las características de estas fotografías es que, a diferencia del arte, en ellas la exhibición de los afectos prevalece sobre la búsqueda de lo bello por sí mismo. En términos de Bourdieu (1989), la fabricación y contemplación de la fotografía de familia ponen entre paréntesis todo juicio estético, ya que prevalecen el carácter sagrado de lo fotografiado y la relación que tiene con el fotógrafo. Este primado de la dimensión funcional-afectiva por sobre la estética es propia de la fotografía íntima. Según Hirsch (1997), las fotografías se localizan precisamente en el espacio de la contradicción entre el mito de la familia ideal y la realidad vivida de la vida familiar (muestran lo que se quiere que la familia sea y, a la vez, lo que ella no es). En la misma dirección, las fotos familiares son el lugar donde se traza la intersección entre historia pública y privada, entre las memorias individuales o de grupo y la historia social. “Si el álbum es rito, es memoria. Pero esa memoria ha de entenderse relacionada al olvido, pues los acontecimientos que guarda la familia en fotos no son todos los de su vida, sino algunos que pasaron el proceso selectivo puesto en el tiempo” (Silva, 1998).
Se conforma así una memoria selectiva en imágenes: no todas las situaciones se retratan, no todas las fotos se conservan o se imprimen, no todas las fotografías impresas se guardan en el álbum. Las fotos que quedan hablan también de las fotos que hubieran podido ser y no fueron, y en las imágenes grupales pueden evidenciarse las ausencias de ciertos miembros de la familia. El álbum colabora con el establecimiento de un pasado que es construido y dinámico, ya que los cambios son posibles: se puede agregar fotos, quitar otras o cambiarlas de lugar.
fOTOGRAfíA y ReCOnSTRUCCión
Como se ha dicho, las fotografías familiares transitan siempre entre los mundos de lo privado y lo público. Pero en ocasiones, sin embargo, la intrusión de la historia en la vida familiar es superlativa. ¿Qué pasa cuando las fotos familiares sirven para exponer un quiebre social?
En su análisis de las fotografías como narrativas visuales de las generaciones siguientes al Holocausto, Marianne Hirsch examina “la idea de ‘familia’ en el discurso contemporáneo y su poder para negociar y mediar algunos de los cambios traumáticos que han dado forma a las mentalidades posmodernas, y para servir como una coartada a su violencia” (Hirsch, 1997: 13, traducción propia). Una de las herramientas que la familia tendrá para ello será la fotografía, ubicada entre las memorias sociales y personales, entre los mitos colectivos y lo no consciente. Nuestra memoria nunca es nuestra, ni las fotos son representaciones inmediatas de nuestro pasado: mirándolas se construye un pasado y también se estudian las huellas de posibles versiones diferentes de ese tiempo anterior. La fotografía familiar media entre la memoria familiar y la posmemoria,
gracias a su “poder emotivo” (Hirsch, 1997). Precisamente respecto de las memorias de los hijos de las víctimas de la dictadura, Beatriz Sarlo (2005) discute y resignifica tanto el concepto tradicional de memoria como el de posmemoria instalado por Hirsch para pensar la memoria de la generación siguiente a la que sufrió un genocidio u otro momento histórico traumático. Sarlo polemiza con el carácter de ‘pos’ y sostiene que la memoria de los hijos simplemente se trata de una memoria diferente, marcada por una fuerte subjetividad y relacionada más con lo privado y con la reconstrucción que con lo público. Para iluminar, entonces, las memorias de los familiares de desaparecidos a partir de los recursos fotográficos de sus trabajos, se retomará el concepto de reconstrucción. Creyendo, sin embargo, que las memorias de la segunda generación no están reñidas con lo público sino que, más bien, entremezclan de diferentes y nuevas formas las instancias de lo público y lo privado en la propia visualidad y circulación de las obras. La categoría de reconstrucción es clave también porque luego del proceso dictatorial, en que el concepto mismo de persona se ha trastrocado, debe sobrevenir la tarea de reconstruir, entre otras dimensiones, lo identitario (Da Silva Catela, 2001). Y precisamente las memorias y reinterpretaciones son clave en los procesos de (re)construcción de identidades individuales y colectivas (Jelin, 2002: 5). Incluso el Equipo Argentino de Antropólogos Forenses (EAAF)23 denomina reconstrucción a su trabajo: “La reconstrucción embiste contra [la negación de la existencia pasada de la persona desaparecida], niega esa negación, afirmando la existencia del ausente como portador de una historia, de su historia, que no termina en ausencia” (Somigliana, 2005: 83). Sin dudas, en el mismo sentido –reconstructivo− operan las fotografías del álbum familiar del desaparecido al ser exhibidas como evidencia y prueba de la biografía del ausente.
Los HIJOS, que aparecen como tales en la arena política en 1994 (Da Silva Catela, 1999), y otros familiares han acompañado desde tempranamente su reclamo con fotografías, tal como lo venían haciendo las Madres y Abuelas desde la dictadura. Sin embargo, añadieron al reclamo una potencia expresiva y estética –otras imágenes, otros recursos visuales− que ha caracterizado sus producciones desde el principio. Ana Amado sostiene que “los familiares de las víctimas de la dictadura genocida recurrieron, en sus intervenciones públicas, a creativas formas de expresión para compaginar la agitación y la denuncia de los crímenes con las imágenes íntimas del dolor y el trabajo de duelo” (Amado, 2004: 43). Y también que los hijos forman parte de una generación que privilegia las expresiones visuales y que explora distintos lenguajes artísticos “a modo de pacto con los espectros amados y con su memoria, para sustraerse, como herederos, al imperativo compacto de un legado que abarca una dimensión familiar e ideológica” (Amado, 2004:49). Respecto de la inclinación de este grupo hacia lo visual, Pantoja (2006) refiere el siguiente diálogo entre dos hijos de desaparecidos:
−Mi viejo es color sepia, ¿y el tuyo?
−¡Aguante el blanco y negro!, la foto de mi viejo es la del documento.
23 El Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) es una organización científica, no gubernamental y sin fines de lucro que aplica la antropología y arqueología forenses a la investigación de violaciones a los derechos humanos. El equipo se formó en 1984 para investigar los casos de desaparecidos argentinos, y desde entonces ha trabajado ininterrumpidamente en América Latina, áfrica, Asia y Europa.
La llamada segunda generación construye su reclamo y sus ficciones visuales para exponer la ausencia, ubicada en un terreno ambiguo, a caballo entre las esferas de lo público y de lo privado, de lo artístico y lo popular. Las fotografías analizadas a continuación, aunque no todas correspondan a los hijos sino también a otros familiares de desaparecidos, problematizan constantemente estas ambigüedades: múltiples sentidos se abren al exponer fotos familiares al público, ya que transparentan a la vez que modifican su funcionalidad anterior, salen del álbum para insertarse en otra serie. Y este movimiento denuncia y expone en la escena pública un retazo del orden familiar antes de ser quebrado por la violencia estatal (Longoni, 2010). Dado que los familiares llevan adelante hegemónicamente su reclamo de justicia en la esfera pública, entonces no es de extrañar la centralidad del uso de la fotografía –precisamente de familia− en sus producciones estéticas, donde se vuelve entonces la herramienta perfecta.
En torno del análisis de las nuevas memorias y las producciones artísticas que las expresan, Leonor Arfuch (2008) describe el fenómeno de la autoficción cuando, mediante un novedoso régimen de verdad, se construye una narrativa autobiográfica que sin embargo no promete fidelidad a lo real o a los hechos de una vida. La autoficción, que atraviesa asimismo las fotos de este capítulo, puede entenderse como aquella compulsión de realidad que “no necesariamente oculta el artificio de sus procedimientos, más bien –y éste es quizá uno de sus rasgos diferenciales− a menudo los muestra, postulando otros regímenes de verdad” (Arfuch, 2008: 114). La antropóloga Paula Sibilia (2008), en su análisis del fenómeno contemporáneo de exhibición de la intimidad, llama “extimidad” (intimidad exhibida) a la exposición del yo en nuevas formas de expresión y comunicación, como por ejemplo las propiciadas por Internet y sus posibilidades. “Espectacularizar el yo consiste precisamente en eso: transformar nuestras personalidades y vidas (ya no tan) privadas en realidades ficcionalizadas con recursos mediáticos” (Sibilia, 2008: 223). Este giro del arte sobre la subjetividad opera entonces en la línea del afecto, poniendo en práctica mecanismos identificatorios que apuntan al grupo. Por su parte, Ana Amado (2004), analiza de qué manera el trabajo memorialista de los familiares de las víctimas hace eje en la filiación, la genealogía y las imágenes para construir los relatos sobre el pasado violento y traumático.
Estos nuevos regímenes de verdad parecen funcionar para explicar gran parte de la fotografía de este capítulo, cuyos ensayos erigen una verdad que difiere de la simple mostración de los hechos y que a la vez ponen en cuestión la transparencia del dispositivo fotográfico, especialmente en cuanto al no-ocultamiento de sus recursos y en el hacerse cargo de su condición de artificio. Son obras que se ubican mejor, siguiendo a Ticio Escobar (2005), del lado de una memoria construida con residuos y pliegues, con silencios y ficciones, antes que proponiendo una versión verdadera y definitiva de ese pasado. La fotografía, de por sí ligada a los procedimientos de construcción de lo real, se vuelve reconstrucción de un pasado en las fotos aquí trabajadas. El doble movimiento que constituye a estas imágenes muestra la duplicidad inabarcable de dos tiempos, inevitable e imposiblemente coexistentes. Las obras que siguen fueron realizadas por familiares de desaparecidos argentinos –puntualmente, tres artistas son hermanos pertenecientes a la generación de los desaparecidos mientras que seis artistas pertenecen a la segunda gene-
ración, la de los hijos. La mayoría de ellos ha tenido además militancia en organizaciones de DDHH, por lo que pueden pensarse como artistas-activistas y sus obras acuden a las fotos de sus propios álbumes familiares para abrir una rica y compleja zona donde se intersectan lo social y lo individual, la historia y las trayectorias singulares.
Estas series fotográficas fueron realizadas en el amplio abanico temporal que va de 1997 a 2010. Es decir, empezaron a ser pensadas y concebidas recién a partir de la segunda mitad de los años 90. Precisamente, hay bastante coincidencia en establecer, a partir de mediados de esa década, el surgimiento de un tiempo más intenso y abierto de memoria frente al anterior clima de impunidad que instalaron las leyes del perdón y los indultos (Da Silva Catela, 2001; Jelin, 2005; Bonaldi, 2006; Schindel, 2003; Lvovich y Bisquert, 2008; Casullo, 2009; Crenzel, 2010; entre muchos otros). Esto, por supuesto, no indica que anteriormente el silencio fuera absoluto, baste nombrar la persistencia de las rondas de las Madres desde 1977 y de los reclamos de otras organizaciones de DDHH, el tratamiento escandaloso de las exhumaciones de fosas masivas de NN en 1984 o el desarrollo del Juicio a las Juntas en 1985.
Alrededor del vigésimo aniversario del Golpe, en 1995, ocurren una serie de hechos que llevan a hablar de un momento caliente de memoria, donde el tema de la dictadura militar y los desaparecidos vuelve a instalarse en la esfera pública.24 Se crea el colectivo HIJOS, se publican las declaraciones del ex militar Adolfo Scilingo sobre los ‘vuelos de la muerte’ en el libro El vuelo de Horacio Verbitsky y el entonces jefe del Ejército general Martín Balza realiza su ‘autocrítica’. En 1996, las Abuelas de Plaza de Mayo presentan una querella criminal por el delito de sustracción de menores durante la dictadura militar, dado que sostienen que este crimen no prescribe. Aparecen también documentales cinematográficos y libros testimoniales sobre los años 70: en 1994, Andrés Di Tella estrena Montoneros, una historia , en 1996 aparece la película Cazadores de utopías de David Blaustein y en 1997 se publica el primer tomo de La voluntad. Una historia de la militancia revolucionaria de Eduardo Anguita y Martín Caparrós. Asimismo, los tribunales españoles juzgan la responsabilidad de los militares argentinos en las desapariciones de sus ciudadanos a partir de la figura de crímenes de lesa humanidad y comienzan en la Cámara Federal de La Plata los Juicios por la Verdad. Por otra parte, se redobla la aparición pública del problema de la “recuperación material, expresada en la búsqueda de restos de desaparecidos así como de los hijos de prisioneras secuestrados al nacer y dados en adopción bajo una falsa identidad” (Schindel, 2003: 282). En suma, desde 1995, se da un claro aumento en la visibilidad pública del pasado dictatorial, con el fundamental florecimiento de los testimonios de las víctimas: la posibilidad de tomar la palabra, de recuperar la voz, y de que se reconozca, entre otras cuestiones silenciadas, la vida política de los desaparecidos. Es en este contexto donde los artistas aquí anali-
24 La profusión de memorias familiares que se da en las fotografías producidas a partir de la segunda mitad de la década del 90 funciona en paralelo con un importante momento de memoria en relación con la pasada dictadura. En medio de una década signada por la impunidad a la que coadyuvaron las leyes del perdón y los indultos, se producen cambios en los marcos políticos, culturales y sociales (en el sentido de Halbwachs, 2004) y en las coyunturas de escucha –social, política, cultural− (de las que habla Pollak, 2006) que ofrecen un terreno fértil para que afloren los posicionamientos –visuales, en este caso− sobre el pasado traumático, dando lugar a discusiones que la sociedad aún no se había permitido. La creación de HIjoS, por ejemplo, parece haber funcionado como un importante encuadramiento social de memoria, promoviendo entre sus integrantes y allegados producciones artísticas en diálogo explícito con el pasado de represión, la desaparición de sus padres y sus propias memorias familiares.
zados comienzan a desarrollar sus obras, muchos de ellos en paralelo a su militancia en HIJOS u otras asociaciones de familiares de desaparecidos, en ocasiones emergiendo a la par como sujetos políticos y sujetos artistas. Se entiende, entonces, que a partir de los veinte años del Golpe, se abra un tiempo histórico y biográfico que habilita a empezar a procesar la experiencia traumática con una centralidad importante de las nuevas generaciones. Las obras fotográficas que siguen así parecen confirmarlo.
eL áLbUm COmenTAdO
Es necesario comenzar el análisis de los artistas a los que se dedica este capítulo con un antecedente indiscutido de quienes retoman sus fotografías familiares para evocar al desaparecido. Se trata de una obra de Marcelo Brodsky (Buenos Aires, 1954), cuya trayectoria extensa dentro del arte ligado a la memoria comienza en 1997 con la exposición en el Colegio Nacional de Buenos Aires y posterior libro Buena memoria, en homenaje a alumnos y ex alumnos desaparecidos.25 Dentro de las producciones visuales argentinas referidas a la memoria del pasado reciente, esta obra fotográfica y las posteriores realizaciones de Brodsky han sido probablemente las que han tenido mayor visibilidad y presencia en la crítica y la prensa nacionales e internacionales (Huyssen, 2001; Battiti, 2007; Bystrom, 2009, entre otros análisis). La primera parte del libro Buena memoria (Brodsky, 2006) está compuesta casi por completo por textos de Martín Caparrós, José Pablo Feinmann, Juan Gelman y del propio Brodsky (donde explica el proceso de trabajo de las fotos del libro). De regreso de su exilio en España, Brodsky realiza una gigantografía del retrato grupal de su división de primer año del Colegio Nacional de Buenos Aires tomado en 1967. Luego, interviene este retrato con reflexiones escritas. Sobre la foto, dibujados con colores, numerosos círculos tachan las cabezas de los que ya no están o simplemente rodean y sacan flechas y comentarios. Junto a cada compañero, aparecen datos y pareceres sobre su vida: los que se exiliaron, los que se quedaron, los que murieron en un enfrentamiento, los que no quieren hablar, los que estuvieron presos, los que se dedican a la política y, en especial, su mejor amigo Martín, desaparecido veinte años atrás. Tras esta foto, el libro presenta los retratos actuales de sus ex compañeros, delante de la foto grupal o con la foto en la mano, junto a breves textos que narran sus vidas desde entonces. Las fotos nuevas son retratos clásicos, a color y sin ninguna puesta en particular de recursos visuales. Las fotos de antes aparecen reproducidas enteras sin retoques ni intervenciones, salvo la mencionada foto grupal. El siguiente momento del libro, en un giro recursivo, muestra a los alumnos del colegio mirando la muestra de Brodsky, reflejados observando sobre las mismas fotos que acaban de verse en el libro, mientras se suceden sus testimonios acerca de qué les provocó ver las imágenes (se subraya en estos testimonios la empatía que provoca en los jóvenes de ahora ver a aquellos jóvenes de los 70 en los mismos pupitres y poses que ellos). Dos páginas constituyen un apartado especial titulado “Martín, mi amigo” y dedicado al compañero de curso desaparecido, con quien Brodsky mantenía una estrecha amistad. La última parte del libro “Nando, mi hermano” está dedicada al hermano desaparecido del fotógrafo
y es un recorrido por fotos viejas del álbum familiar −de infancia y juventud− donde presenta la vida de su hermano ausente y sus recuerdos de momentos juntos. Los textos se centran, muchas veces, en las descripciones de las fotos: quién la sacó, si salió movida, si la madre ganó un premio con ella, cómo es la pose del retratado, etc. En medio de este conjunto, aparece la que hasta ahora es la última foto con vida de Fernando Brodsky: el retrato tomado en la ESMA por los militares y que Víctor Basterra logró sacar clandestinamente. El libro cierra y abre con fotos del Río de la Plata, en alusión al destino final de los desaparecidos arrojados con vida al agua, en los ‘vuelos de la muerte’.
Esta muestra-libro, que se expuso cientos de veces en la Argentina y el mundo, acude al álbum para reconstruir desde ahí, por un lado, los recuerdos de los desaparecidos y, por otro, las trayectorias posteriores de los sobrevivientes, reflexionando sobre las marcas de una generación signada por las desapariciones y la violencia del terrorismo de Estado. Las fotografías intervenidas relacionan lo social con lo individual: la foto del grupo en el pasado se acompaña de la foto individual actual, que marca el paso del tiempo tanto en la experiencia singular como en la colectiva. La primera foto habla de un grupo afectado por las mismas experiencias históricas y luego cada caso adentro del libro desarrolla el trazo singular de cada vida “después de” la foto escolar, es decir, después de la catástrofe. Lo singular está dado por cada rostro y por el trazo de las letras que intervienen la foto. Andreas Huyssen ha dicho que en esta obra los textos añaden a los rostros adolescentes una dimensión fantasmal, “como si la foto fuera visitada por el espectro de un futuro aterrador, representable menos en imágenes que en palabras” (Huyssen, 2001: 8). Lo escrito es el futuro de esa foto, lo que los jóvenes –casi niños− de 1967 aún desconocen. Las palabras y en especial las tachaduras grafican el hueco, la terrible futura y temprana ausencia de los desaparecidos en el grupo y en el tejido social. La mirada generacional de esta serie se contacta y abre a su vez con otros grupos etarios ya desde el centro mismo del libro. Los reflejos de las caras de los actuales estudiantes del colegio sobre el vidrio de las imágenes que son incorporados a la obra instalan el problema de la transmisión de la experiencia traumática entre generaciones. Incluso Brodsky afirma que “no tenía una pretensión artística sino de comunicación cuando puse por primera vez la foto en el colegio” (Brodsky, 2009). Ya que la obra supone fundamentalmente una entrada consciente en el debate sobre el pasado dictatorial y la construcción de sus memorias.
Otra obra que evoca un álbum comentado es la muestra y el libro Imágenes en la memoria (2007) de Gerardo Dell’Oro (La Plata, 1966), hermano de una joven desaparecida. La serie abre con un retrato de sus padres y a partir de allí presenta tres conjuntos de imágenes diferenciadas en cuanto al tema y al tratamiento visual, cada uno bajo un subtítulo. El primer conjunto −“Pasado”− es un compendio de fotos familiares de su hermana Patricia sacadas por el padre de ambos, también fotógrafo. Las fotos ilustran desde su niñez hasta la adolescencia y el casamiento con Ambrosio, a los 20 años. También hay fotografías nuevas de recuerdos materiales de Patricia: el boletín de la escuela primaria (donde se reclama presentar más deberes a Religión), anotaciones manuscritas, dibujos en cuadernos, cuentos y una carta –con foto− de su compañero Ambrosio mientras hacía el servicio militar –luego, él habrá de ser secuestrado junto a ella. Como ocurrirá
también en el resto de la serie, algunos textos funcionan como epígrafes explicativos de las fotos. Al final de este apartado, un texto comunica el secuestro de ambos cuando su primera hija tenía apenas 25 días y la inexistencia de fotos de Patricia con la beba ya que “seguramente estaban sin revelar, en la Rollei que también se llevaron quienes los secuestraron” (Dell’Oro, 2011).
La segunda parte −“Mariana”− corresponde a fotos que el fotógrafo tomó de su sobrina Mariana, hija de Patricia, que conoció por fotos a sus padres. En paralelo a la línea de tiempo que formaban las fotos de su madre, aquí vemos fotos de Mariana joven, muchas de ellas a los 21 años, la misma edad en que desapareció su madre, y tomadas en la casa quinta de Villa Elisa donde los secuestraron mientras vacacionaban con toda la familia. En otras fotos, Mariana está con su abuela, con su novio, embarazada y finalmente con su beba. Las fotos nuevas se interrumpen algunas veces por la aparición de fotos viejas de Patricia. Al principio, una foto rectangular recorta los ojos de Patricia, y luego una similar hace lo mismo con los de Mariana. Más adelante, una foto de Mariana con su novio está colocada al lado de una foto de sus padres, en una pose similar. Por otra parte, sobresale, en toda esta serie, el enorme parecido físico de madre e hija: en el rostro, en el pelo y la forma de peinarse, en los ojos. Todo ello acentúa la continuidad narrativa entre la madre y la hija que las imágenes proponen, casi en una búsqueda de las huellas de la madre-hermana en la hija-sobrina. Dos veces la foto de Patricia aparece dentro de la imagen: rodeada de velas y también en una foto carnet sostenida por una mano sobre el dibujo de una silueta. Esta silueta pertenece a un cuadro de la madre y, tal como se advierte en otra imagen, la hija la lleva tatuada sobre el hombro. La aparición de la foto carnet de Patricia se une a otro de los textos que abre este conjunto de fotos: el recordatorio que la hija ha publicado en Página/12 para conmemorar la desaparición de su madre. Por último, tres imágenes retratan a Mariana de joven, arriba de una hamaca, subrayando su calidad de niña o hija.
La tercera y última parte −“Árboles”− es un ensayo sobre los últimos días de Patricia, asesinada junto a su compañero en el CCD Pozo de Arana un mes después de su secuestro. La familia se entera de este hecho en 1999, cuando ya llevaba 23 años de incansable búsqueda. Dell’Oro fotografía sin saberlo, “intuitivamente” según sus palabras, los árboles cercanos al último lugar que habitó su hermana, en el mismo año en que se dan los Juicios por la Verdad en La Plata –lo que el fotógrafo describe como ‘el marco emocional’ de estas imágenes. En estas fotos no prevalecen retratos sino que muestran árboles y escenarios nocturnos llenos de vegetación, tomados temblorosa y morosamente. Se hace presente aquí la misma falta de luz que hace que el tiempo fluya con movimiento en las imágenes de Zout y Luttringer. Es de noche y la luz viene de un siempre imperfecto flash, o de los faros de un auto, o del sol quebrando el horizonte apenas. Sobre estas imágenes, Dell’Oro sostuvo que “la idea de incluirlas tiene que ver con los altibajos en la búsqueda de justicia, la esperanza y la derrota. Algunas son oscuras y movidas, otras tienen formas de tumbas, de siluetas y hasta de un puño en alto” (Meyer, 2008). Los árboles, también presentes en algunas fotos de Zout y de Brodsky, son también la dramática constatación de la continuidad de la vida, aún allí donde el horror aconteció. Luego de estas fotos de la huella del horror en la intemperie, Dell’Oro fotografía –ahora con cla-
ridad− lo que parece una carpeta de expediente, y luego dos manuscritos con dibujos y anotaciones hechos por Jorge Julio López, compañero de militancia desaparecido en el mismo CCD y que, como testimoniante, narró el asesinato de Patricia y su compañero. El testimonio del padre de Patricia y el testimonio de López acompañan este conjunto de fotos. El fotógrafo cree que López, quien llevó a su familia un mensaje de amor para su beba, que le había dado Patricia horas antes de morir, le “dio la foto que me faltaba, una imagen relatada que estaba en su memoria” (Meyer, 2008). Este motivo de la foto que falta es posiblemente el impulso principal de todas las fotos de este capítulo, que exponen el hueco no sólo por la ausencia del desaparecido sino por el hueco en el álbum que esa ausencia ha provocado –la falta de la foto de Patricia con su hija, en este caso.
En su serie, Dell’Oro reconstruye la biografía de su hermana a partir de la mirada de su padre y la biografía de su sobrina hija de desaparecidos a través de la mirada propia, a la vez que da cuenta del terror al explorar visualmente escenarios siniestros junto al testimonio de las torturas infligidas a su hermana y cuñado, y del asesinato de ambos. El caso López cierra el libro y deja en evidencia qué nuevas-viejas formas continúan aún hoy difuminando el terror en nuestra sociedad.
Tanto Brodsky como Dell’Oro buscan en el álbum fotográfico el recuerdo de sus hermanos desaparecidos. Buscan respuestas en la reconstrucción de la biografía del ausente a partir de las fotos y también –especialmente− en la reconstrucción del tiempo de vida desde ahí, para hablar de esa manera de la ausencia provocada por la desaparición.
Aunque todo álbum posiblemente esté hecho para ser comentado y rearmado según sea el relato que lo conduce, casi ninguno está hecho para exponerse al público. Y este es precisamente el movimiento que intentan estos artistas en sus trabajos.
eL mOnTAje de LA AUSenCiA
El primer conjunto de fotografías de este apartado corresponde a la ya célebre serie Arqueologías de la ausencia de Lucila Quieto (Buenos Aires, 1977).26 Es hija de Carlos Quieto, desaparecido por la dictadura militar cuando ella estaba aún en la panza de su mamá. La idea de estos retratos surge a partir de una falta: en su álbum de fotos, ella no tenía ninguna foto junto a su padre. “Lo que tengo que hacer”, se dijo, “es meterme en la imagen, construir esa imagen que siempre había buscado” (Quieto, 2009: 2). Entonces, en 1999, y como trabajo de tesis de la escuela de fotografía, escaneó las imágenes que tenía de su padre, las proyectó sobre la pared, y se metió en medio para tomar una nueva fotografía, una imagen doble e imposible, que los contuviera por primera vez a ambos. Luego de ver el resultado y la reacción emocionada de algunos de sus compañeros, puso un cartel en la sede de HIJOS de la calle Venezuela que decía: “Si querés tener la foto que siempre soñaste y nunca pudiste tener, ahora es tu oportunidad, no te la pierdas. Llamame”. Y así el juego con las fotos empezó a hacerse colectivo. Doblemente colectivo porque además Quieto deja que el retratado intervenga activamente en el proceso de construcción de la nueva imagen, eligiendo con ella cuál foto usarán, en dónde la proyectarán,
26 Estas fotos, que fueron además compiladas en formato de libro (quieto, 2011), han sido largamente analizadas. véase, entre otros: Amado (2003), Arfuch (2008), durán (2008), Blejmar (2008) y Longoni (2010b). también el film H.I.J.O.S.: El alma en dos (2002), de Marcelo Céspedes y Carmen Guarini.