Memorias Fotográficas, Natalia Fortuny 89-129

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en qué posición se colocarán delante de la proyección, con qué gestos. En palabras de la artista: “Las fotos se fueron haciendo entre todos, en cómo se armaba, las propuestas de cada uno (‘quiero que la foto sea en la terraza, que esté mi hijo, mi hermana, etc.’). Era parte de un proceso de 25 años de poder generar una imagen, después de haber pasado por la experiencia de HIJOS, como espacio colectivo. No hubiese sido lo mismo si yo hubiese hecho sola las fotos, no terminaba de transmitir cuál era el carácter de peso de toda una generación desaparecida” (Quieto, 2009: 3). La serie completa está conformada por 35 fotografías en blanco y negro de trece hijas e hijos de desaparecidos. En todas hay una notable centralidad de la composición, ya que la foto proyectada por detrás recrea un mundo virtual con el que los sujetos y objetos del mundo actual efectivamente dialogan. Ese mundo proyectado es muchas veces el mundo de la infancia: el mundo que iba a quebrarse con la desaparición, retratado justo un poco antes del quiebre.

Dos de estas imágenes pueden funcionar como representativas del resto de la serie. Una es un autorretrato de Lucila Quieto con su padre. Sobre la derecha, se proyecta la imagen de un hombre sonriente que mira a cámara. Lleva traje y bigotes, y lo acompaña una mujer de perfil que también sonríe, casi fuera de cuadro. El resto de la proyección de la foto –la parte más clara e iluminada− cae sobre la pared y sobre el cuerpo de una muchacha que ¿asustada? mira al hombre. Lleva una remera blanca en donde se proyectan sombras informes y nadie parece advertir su presencia. Otra foto muestra un plano medio de una joven con el torso desnudo, de espaldas contra una pared. Tiene los ojos cerrados y un gesto complacido. Sobre su cuerpo y sobre la pared se proyecta una fotografía. Lo que cae sobre la pared parece un fondo de ciudad: árboles, otras casas, gente mirando por una ventana. En su espalda, se dibujan con gran detalle las figuras de una pareja joven con un bebé: el padre y el bebé están serios y la madre sonríe. Los tres miran a cámara. Las fotos, en principio, fueron producidas para suplir la ausencia que se da no sólo en la vida cotidiana del entorno del desaparecido, sino también en el álbum familiar: la desaparición de un cuerpo reforzada por la ausencia de su retrato. “Me aferré a la imagen porque fue algo que me faltó de mi papá y que siempre agrandó el vacío que ya de por sí existía por su ausencia física” (Bullentini, 2010). Muchos familiares se ven afectados por esta carencia de imágenes de ellos junto a sus padres. El escritor Félix Bruzzone, hijo de una desaparecida, narra en uno de sus textos algo de esta falta al mencionar cómo el sol de Campo de Mayo −barrio donde él vive pero también donde estuvo secuestrada su madre− le va borrando la única imagen que conserva cerca de ella (Bruzzone, 2011).

Las fotos familiares que eligen proyectar los hijos en esta serie de Quieto corresponden en principio a la dimensión íntima, máxime cuando muestran retratos de familias jóvenes, de fiestas, de momentos cotidianos. Sin embargo, Quieto no idea la serie sólo para ella, sino también para sus compañeros de HIJOS y para evidenciar la tremenda falta de una generación desaparecida. Incluso la circulación pública de las obras está prevista antes de su hechura, tal como lo demuestran los primeros contextos en que se mostró la serie: en actos y escraches del colectivo HIJOS, antes de su circulación posterior en galerías y museos.

Son fotos para los hijos pero también para el mundo. Son fotos que no se presentan como documentos, sino como objetos estéticos (pero tampoco nunca sólo como tales, y

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en este indeterminado consista quizá su riqueza). Puede pensarse que esta zona intermedia entre las esferas de lo público y lo privado es compartida por muchas de las asociaciones de familiares de desaparecidos que operan en el mundo de lo público definiéndose por fuera de la esfera doméstica con un rótulo que es válido más bien para los espacios íntimos, es decir, por el vínculo de parentesco con las víctimas directas –hijos, madres, abuelas, hermanos. No es casual esta “identificación familística” de las organizaciones de DDHH en la esfera pública (Jelin, 2002). Así como las actividades de las organizaciones se instalan desde la esfera privada justamente para traspasarla y derramarse en lo público (como Antígona que se hace política por reivindicar los lazos de sangre), de la misma manera las fotos de Quieto son producidas para y recibidas por un público amplio y heterogéneo dentro y fuera de nuestro país. Las fotos de esta serie afirman que no se trata de una memoria solamente privada, sino profundamente política y social.

Aunque también trabaja con otros materiales como el collage y la pintura, Quieto eligió la cámara fotográfica como dispositivo técnico para realizar esta serie. La artista explica su elección en la ligazón de la fotografía a la memoria. “Inconscientemente me acerqué a la fotografía como la mejor herramienta posible de usar, creo que es lo mejor para certificar la memoria, es decir, registrarla de alguna manera” (Amado, 2004: 54). Al hacerlo, sus imágenes se inscriben en esas tradiciones anteriores, pero con un fuerte matiz lúdico. Un componente de juego no presente, por ejemplo, en aquellas fotos de los desaparecidos en marchas o pancartas, y más emparentado con la modalidad del escrache y otras actividades creativas de protesta de los HIJOS que señalan la impunidad y visibilizan la identidad del torturador en su entorno barrial. Tal como explica Pablo Bonaldi (2006), durante los escraches se satirizaba a los represores, siempre con un espíritu festivo, ligado a las representaciones teatrales, el circo y el carnaval. Se ponía en escena una imagen de los HIJOS más ligada a la alegría que al dolor o la tristeza. En relación con esto, Quieto narra que frente a sus fotos, a veces veía gente llorando y que eso le daba bronca. “Para mí el trabajo fue reparador. Reparó esa obsesión que tuve durante años de no tener la foto. Ahora la tengo. Eso es buenísimo. Había cerrado un ciclo. Encontré en un recurso técnico la forma de resolver una angustia, una fantasía de muchos años” (Quieto, 2009: 6). Sus fotos no quieren ser tristes, sino que documentan un momento feliz y ansiado, y son “reparadoras” –en un contexto de crímenes de lesa humanidad, el concepto de reparación no es menor. Recrean los recuerdos familiares para reconstruir recuerdos ficticios, reparadores, bellos y alegres. Las fotos de Quieto reconstruyen la escena familiar imposible, el encuentro con su padre que no ha podido ser (“la foto que nunca tuve”), y a la vez constituyen un testimonio colectivo al presentar las fotos de –y para− otros hijos de desaparecidos.27 Estas escenas familiares reconstruidas vienen a ocupar el lugar vacío en el conjunto incompleto del álbum. Las fotos son la foto que no fue.

27 Ludmila da Silva Catela ha presentado una hipótesis generacional al pensar los usos diferenciados de las fotos del desaparecido. “Es interesante notar que hay diferencias generacionales a la hora de ‘mostrar’ las fotos de los familiares desaparecidos. Los hijos de desaparecidos, siempre que les es posible, exhiben imágenes de sus padres en situaciones cotidianas, donde está retratada la familia y principalmente en las cuales aparecen ellos en brazos de sus padres. Por otro lado, muestran a sus padres, de ser posible, en fotos a color. En sus casas o departamentos, raramente encontramos que la foto elegida para recordarlos sea la misma que se lleva a las marchas. Esto marca, de alguna manera, no tanto la necesidad de testimonio y certificación de las fotos carnet, más usadas por la generación de las madres de los desaparecidos, sino la necesidad de marcar la singularidad que remite a esa huella física que ya no está, a ese individuo que fue particular y único” (da Silva Catela, 2009: 350).

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Además, el hecho de que esté a la vista la diferencia de materialidades entre la proyección y el hijo retratado (un haz de luz frente a un cuerpo tomado en todo su volumen) hace que estos roles se mantengan pero con un corrimiento. El montaje no se esconde sino que se presenta, precisamente para hacer evidente el encuentro fallido. Por ejemplo, el doblez y lo ajado de la foto proyectada subraya la materialidad de la foto y las marcas de su uso por parte de los hijos –quienes desde niños buscan, miran y tocan la única foto con su padre o madre desaparecidos. Según Durán, la particularidad es que Quieto “no busca borrar las marcas del montaje. Las dos partes de las imágenes, claramente tomadas en distintas épocas, desnudan la imposibilidad real de esa unión. De esta forma, su ensayo da cuenta de una tensión particular entre pasado y presente” (Durán, 2008: 137). Algo está mal en la imagen, algo falta, sobra o se tambalea, como en una foto movida. La reunión de las imágenes no prioriza el pasado ni el presente, sino una nueva ocurrencia temporal. La misma Quieto sugiere que sus fotos presentan un tercer tiempo irreal “que no es ni el tiempo de la foto del pasado, ni la foto del hijo sosteniendo la foto de su padre ausente mostrándola hoy. Un tercer tiempo ficcionado, que no está claro” (Quieto, 2009: 4). Este tiempo puede describirse como un tiempo anacrónico, ya que el anacronismo permite pensar en aquella supervivencia o latencia que en la imagen interrumpe la linealidad temporal del relato histórico, montando y superponiendo a la vez dos o más tiempos heterogéneos. Didi-Huberman piensa el anacronismo, con clara influencia warburgiana, como una latencia y una memoria enterrada que hace que las imágenes se encuentren sobre y predeterminadas por un “montaje de tiempos heterogéneos que forman anacronismos” (Didi-Huberman, 2008: 39). Es la intrusión de una época en otra, la coexistencia de tiempos diversos que rompe la linealidad de lo histórico e invita a leer, con Benjamin, la historia a contrapelo.

Según Quieto, estas fotografías muestran “algo que ya no existe pero que existió, que sucedió alguna vez. Y permite volver a reinventar, a recordar lo que sucedió en algún momento” (Quieto, 2009: 5). No se trata entonces de una foto del presente, sino de presentar una distorsión temporal que ponga al espectador en contacto con “un pasado que se ha encontrado demasiado tarde” (Krauss, 2004: 234). Precisamente, el montaje es válido no cuando esquematiza la historia sino “cuando inicia y vuelve compleja nuestra aprehensión de la historia (...). Cuando nos permite acceder a las singularidades del tiempo, luego a su esencial multiplicidad” (Didi-Huberman, 2004: 180). Es su impacto sobre la misma superficie de elementos heterogéneos, incluso conflictivos, lo que constituye precisamente la riqueza artística y política del collage y del fotomontaje (Rancière, 2010: 31). Como el resto de las fotos de este capítulo, que usan materiales de la propia vida desplegados sin ocultar lo artificioso de sus procedimientos, las fotos de Quieto proponen nuevos regímenes de verdad. Estos están ligados a la reconstrucción –“siempre estoy reconstruyéndome, reconstruyendo la historia que me generó”, ha dicho Quieto (Bullentini, 2010)−, a la autoficción y al montaje como formas estéticopolíticas de intervenir en la construcción de las memorias. 28

Un arqueólogo trabaja con restos: con indicios, huellas, marcas del pasado que se descubren en el presente. Un fotógrafo produce esas huellas. Así, Lucila Quieto indaga

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Para un análisis comparativo de las figuras del montaje y la alegoría en Benjamin, véase García (2010).

en esos restos mientras los causa: rodea con imágenes cada ausencia, precisamente para que salga a la luz en cada fotografía. Arqueóloga productora de restos visuales, Quieto ofrece sus fotos sin pretensión de verdad-objetiva o verdad-documento, más bien con la certeza de que cada foto reconstruye el mundo que muestra, a la vez que lo interpela.

Visualmente relacionada con la serie de Quieto, en 2007, Verónica Maggi (Córdoba, 1976) presenta El rescate, un conjunto de fotos a color donde su cuerpo desnudo es escenario del pasado, recibiendo sobre la piel las fotos de la madre previas a su desaparición. Maggi afirmó, en comunicación personal, desconocer la obra de Quieto al tomar las imágenes de El rescate, a pesar de que ambas series se valen del mismo recurso de proyectar las fotos familiares sobre el hijo del desaparecido. Esta similitud y este desconocimiento no hacen más que reforzar una tendencia generacional y grupal, fruto de una misma falta, que acerca a los hijos de desaparecidos a la fotografía como herramienta de experimentación, en primer lugar, a las fotos familiares en segunda instancia −como tesoros del pasado con los que realizar productos estético/temporales de otro orden− y por último, a una puesta del cuerpo propio en cada obra.

La serie de Maggi se compone de 14 fotos a color del cuerpo desnudo de la artista sobre un fondo blanco –sin muebles u otros objetos que se interpongan− sobre los que se proyectan coloridas fotos familiares de los años 70. Las imágenes muestran en todos los casos a su madre: la mayoría de las veces de vacaciones, en el mar, en la montaña, en traje de baño, corriendo hacia la cámara, gritando, jugando con un perro; en varias aparece con su pareja –abrazados o besándose−, en otra el ojo de la madre se metamorfosea con el de la hija monstruosamente y en otra, la hija parece observar detenidamente y desde afuera la escena familiar que se dibuja en su propio pecho.

Las fotos se recortan en la oscuridad y se imprimen sobre los fragmentos del cuerpo de la fotógrafa. Estos fragmentos precisamente se perciben como tales con dificultad, y en una segunda mirada, ya que en un primer momento prevalece el extrañamiento. La foto que abre la serie, por ejemplo, sólo se comprende por las otras fotos, ya que muestra una forma imprecisa similar a un rectángulo con una pareja a color en ropa de playa. Que ese extraño rectángulo en algún momento, y sólo por contigüidad de sentido con las otras imágenes, se convierta en el cuerpo de la hija es toda una declaración de principios de la serie. Será sobre el cuerpo fragmentado y roto de la hija que se proyecta la ausencia de la madre –o su presencia fotográfica, a fin de cuentas lo mismo−; sobre sus desnudos retazos corporales se acunan las fotos de la memoria familiar.

En muchas de estas imágenes, no se trata tanto de la voluntad de inmiscuirse en una foto del pasado como el deseo de ser la arcilla que anime el cuerpo de la madre, para destacarlo y recortarlo de un fondo de oscuridad. Si en las series de Quieto y de Dell’Oro el espectador estaba invitado a encontrar los parecidos físicos entre padres e hijos, dada la continuidad visual de sus retratos, en El rescate dos fotos presentan esta perspectiva: en una, la hija mira de frente a cámara y se superpone sobre el cuerpo de la madre en pose similar; en la otra, ambas miran a cámara por el mismo ojo, un extraño, doble y siniestro ojo. En toda la serie, Maggi se vale de viejas fotos familiares, las fotos de su madre desaparecida, para reconstruir una vida anterior sobre los pedazos de su cuerpo, una vida de vacaciones y feliz.

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En el texto de presentación de su serie, Maggi afirma que a través de viejas diapositivas proyectadas sobre partes de su cuerpo desnudo: “puedo intentar esbozar un pasado −el mío− y al mismo tiempo un futuro −el de mi madre−. Ambos ineludibles. Y aquí ya con esto, parece que empezara a primar lo autorreferencial” (Maggi, 2007). Esta búsqueda “autorreferencial” por encontrarse a sí misma a partir de desnudarse y proyectar sobre sí la imagen de su madre es sin dudas también una búsqueda anacrónica, ya que le permite reunir el pasado de la hija –viva− y el futuro de la madre –asesinada. Tiempos a contrapelo que se juntan y se interconectan en una misma imagen gracias al montaje. El interés por conectar con –e incluso de ser− el futuro de la madre asesinada subraya la figura de los hijos como continuidad de los padres, sin dudas. Pero también grafica un cierto intercambio de roles, que puede verse en una foto donde la mano de Maggi parece sostener la mano mínima de un bebé, cuando en verdad es la mano de la fotógrafa sosteniendo el brazo de su madre que, por cuestiones de escala de la proyección, se asemeja a la mano de un recién nacido. Algo de esta imposible “certificación del futuro” y “reconstrucción del pasado para el presente y el futuro” de las que habla Maggi, acontecen aquí. Un trastrocamiento de los roles ‘naturales’ del ciclo de la vida. En su análisis sobre la generación de los hijos de desaparecidos, Gabriel Gatti sigue a Butler para pensar los modos paródicos en que los hijos de desaparecidos rearman los mandatos y los ritos familiares. “Se trata de un acatamiento distanciado (...), de la obediencia respetuosa pero con dudas de esas ficciones magníficas, eficaces llamadas mis orígenes, mi identidad, mi historia, mi herencia, mi sangre, mis deberes filiales, mis lealtades” (Gatti, 2008: 148). Gatti cree que toda identidad es ficción e implica un trabajo de distanciamiento. Y cree también que, en paralelo a aquel acatamiento distanciado, los hijos de desaparecidos se construyen a su vez en una continuidad con sus progenitores –coincidiendo con sus gustos culinarios, por ejemplo. Es decir, se da un doble movimiento de identificación y distancia paródica con la generación de sus padres. Una duplicidad que puede verse en algunas de las fotos de este apartado, cuyas reconstrucciones de las fotos familiares nunca son exactamente lo que se espera del álbum y cuyo trastrocamiento hacia lo inesperado es justamente su riqueza.

Otras de las series fotográficas que utiliza fotos familiares para evocar la ausencia del desaparecido en la propia vida es Recuerdos inventados (2003), en donde Gabriela Bettini (Madrid, 1977) presenta –y se presenta junto a− su abuelo y su tío desaparecidos. Ex militante de la sede de Madrid de HIJOS, ella es nieta, sobrina y bisnieta de desaparecidos. Este triple emplazamiento vincular suyo –que en verdad es mayor, ya que en total son cinco los desaparecidos en su familia−, se suma al hecho de que sus padres y ella se exilian desde Mar del Plata (donde vivían) a España, una vez acontecidas las desapariciones. Al igual que Brodsky, Luttringer y Germano, Bettini es también una exiliada, aunque a diferencia de ellos se ubica en la segunda generación de víctimas. Así, los temas del exilio, el trauma y la memoria estarán presentes en muchas zonas de su obra, fundamentalmente pictórica y objetual –hace instalaciones con muebles, con pasto artificial, con espejos y otros materiales. Por ejemplo, su muestra Cuarto y mitad (2008) investiga con mirada aguda el exilio y sus consecuencias en el espacio doméstico a partir de objetos atravesados por el filo del espejo (por ejemplo, un sillón partido al medio so-

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bre un espejo, con una mitad real y la otra especular o imaginaria, intangible).

En la serie fotográfica Recuerdos inventados, Bettini pone en juego un humor lúdico y teatral al presentar al tío y al abuelo desaparecidos –en rigor, sus retratos fotográficos− en diálogo con el cuerpo de la artista, mientras en contrapunto se ofrecen textos legales sobre los hechos de estas desapariciones. De las diez fotos que componen esta serie, tres muestran a la artista en diálogo histriónico con las fotografías de su abuelo Antonio y su tío Marcelo, enmarcadas y colgadas en la pared; dos muestran cuerpos de hombre que, a modo de máscaras, exhiben sobre sus rostros cuadros con retratos en tamaño natural de los desaparecidos (quien porta la foto del tío gesticula con su mano la V de la victoria peronista); cuatro son fotos de textos (tres del informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas -Conadep-, una de la carátula de un libro de poemas de Edgar Allan Poe firmado por el abuelo); y por último, la que cierra la serie se llama “foto de familia” y muestra a Gabriela sentada en una típica playa de la costa atlántica argentina delante de una enorme foto de familia en tamaño natural, donde se ve a una pareja y sus tres pequeños hijos. La continuidad puzzle de la foto final, el montaje de dos tiempos en las imágenes del diálogo ficticio e imposible y el uso de las fotos del álbum familiar para reconstruir la ausencia acercan las fotos de esta serie a las del resto del capítulo. Incluso la serie puede entenderse como un álbum ella misma, ya que las fotos tienen la medida justa de las fotos de los archivos familiares, “fotos para estar en un cuaderno o colgadas en un marquito en una casa; incluso también por la idea de las fotos antiguas, que son más pequeñas aún” (Bettini, 2011).

El juego con la reconstrucción se profundiza cuando Bettini, para evocar el cuerpo ausente, lo reconstruye a partir de otro cuerpo: un cuerpo real con una foto que reemplaza su cabeza. Como no hay cuerpo del desaparecido, hay que encontrarle uno, ponerle a esa cabeza/fotografía un cuerpo cualquiera, reanimarlo. En este sentido, la serie profundiza la puesta en juego del humor lúdico y teatral de algunas de las imágenes revisadas. Especialmente cuando Bettini elige las fotos de los desaparecidos y las ubica para que los gestos de los retratados dialoguen con ella: le sonríen, parecen estar leyendo el Nunca más de su mano, miran hacia donde ella les señala o hacen el gesto peronista por excelencia. Incluso hay una puesta que raya el humor negro al concederle un nuevo cuerpo al desaparecido, llevando así el retrato del ausente hacia un borde que incomoda o da risa.

El trasfondo de estas falsas instantáneas de falsos momentos vividos por abuelo, tío y nieta-sobrina contiene la verdad de lo imposible. Estas fotos existen para ser la prueba y la constatación de su imposibilidad, y el artificio evidente del mecanismo así lo confirma. Refiriéndose a la foto familiar tomada en la playa donde está sentada junto a su padre y sus tíos de niños, Bettini (2011) recordó lo trabajoso de este dispositivo a la vista: “para poder ser parte de la familia tengo que hacer un artificio tan forzado que hasta yo soy mayor que mi padre”. Como en las series anteriores, estos autorretratos son verdaderos como ficciones, autoficciones, que apuntan a la ausencia y a aquello que no pudo vivirse por la irrupción de la violencia estatal en la vida familiar. Imágenes de situaciones hipotéticas –una charla, unas vacaciones− generadas, según la artista, para “reparar”. Una vez más, el poder reconstructivo y reparador de la fotografía viene a suplir la ausencia y su correlato en la falta de fotos y otros recuerdos. Bettini (2011) ha

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tenido que inventar, en sus palabras, “cómo hubiera sido la relación con esas personas si las hubiera conocido. Tiene que ver con la idea de completar recuerdos que para mí son incompletos”. Y es en este camino donde acude a recuerdos fotográficos ficticios –aunque todo recuerdo sea siempre una ficción, un invento.

La otra serie analizada aquí es Ausencias: detenidos-desaparecidos y asesinados de la provincia de Entre Ríos. 1976-1983 de Gustavo Germano (Chajarí, 1964), quien es hermano de un desaparecido. La muestra se exhibió en diferentes ciudades del mundo y, en el verano de 2008, se presentó en el Centro Cultural Recoleta de Buenos Aires. Un ejemplo basta para entender la dinámica de la serie, que en total consta de 14 dípticos. En la primera foto de este díptico, la de la izquierda, se ve a dos jóvenes bajar corriendo un terraplén de pasto, con horizonte de cielo detrás y un alambrado bajo, apenas visible. Uno de los jóvenes, el de la derecha, lleva bigote y el corte de la foto impide ver la parte de arriba de su cabeza. En la foto de al lado, tomada por Germano treinta años después, se ve un adulto de bigotes, bajando solo el mismo terraplén pero ahora con un alambrado alto y nuevo detrás, con idéntica proporción de cielo y pasto, con el mismo encuadre que deja fuera la parte de arriba de su cabeza, ahora pelada. Nadie hay a su lado esta vez.

A partir de presentar dos fotos casi idénticas Germano recrea, treinta años después, viejas fotos familiares de desaparecidos de su provincia, la misma donde desapareció su hermano: mismos lugares, mismo encuadre, misma luz, mismos gestos y mismos retratados salvo uno, el desaparecido, que en la foto segunda es siempre un vacío, una ausencia. Las primeras fotos son, en su mayoría, en blanco y negro, mientras que las fotos segundas fueron sacadas en color en todos los casos. Unos pocos datos acompañan cada par de imágenes: sólo el año de toma de cada foto, los nombres de las personas retratadas y, en el caso del desaparecido, un asterisco debajo de la segunda foto en lugar de su nombre. Nada se dice de lugares, parentescos o profesiones. Donde sí se habla de las vidas de los retratados es en una publicación del diario Página/12 , repartida gratuitamente a manera de catálogo durante la exposición. Allí, además de un prólogo escrito por Horacio Verbitsky, pueden verse algunos de los pares de imágenes acompañados de pequeños textos que narran la historia de cada secuestro y describen las vidas de los fotografiados. Sin embargo, este paratexto que hace las veces de catálogo liviano e incompleto (con el que puede recorrerse la obra en paralelo) no es indispensable para indagar los significados y alcances de las obras, que funcionan por sí solas de manera muy potente. Por último, la muestra va acompañada de un video en loop permanente que muestra el detrás de cámara de las fotos: con la canción “Desapariciones” de Rubén Blades de fondo, se ven imágenes de Germano viajando por Entre Ríos, eligiendo fotos junto a los familiares, encuadrando una y otra vez para que la foto de ahora copie fielmente a la de antes.

En una primera mirada, sucede con las fotos de Germano como con el juego de las diferencias. Es inevitable, al recorrerlas, buscar desigualdades y continuidades ligadas al paso del tiempo, no sólo en rostros y cuerpos: que si la cochera con techo de chapa detrás de las retratadas ahora es un garaje con losa, si el jarrón y el espejo son los mismos treinta años después, si lo que antes era horizonte de río hoy es represa, si el alambrado del campo es más fuerte y alto, si ampliaron la iglesia, si pusieron rejas en la casa. Marcas de la modernización y del avance temporal que se vuelven carga y opresión para los

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retratados, cuando se hace evidente que para ellos el tiempo continuó −y continúa− tras la interrupción abrupta de otra vida. De hecho, la angustia de no poder ver a su hermano envejecer fue uno de los disparadores del proyecto de Germano (Blejmar, 2008b). Hay en esta serie una intención similar a la obra de Brodsky al visibilizar las trayectorias interrumpidas de los desaparecidos, destacando las trayectorias de los sobrevivientes que siguieron su curso vital.

Veamos algunos juegos visuales que pone en marcha la serie. Respecto de las primeras fotos, estrictamente familiares en su origen, sucede como en el resto de las obras de este capítulo: se produce una refuncionalización. La foto sale del ámbito de lo privado para pasar a la esfera pública, con un marco institucional y artístico. La primera foto genera preguntas que no tienen respuesta (¿quién dispara la foto? ¿Cuál es la situación de toma? ¿Por qué el familiar eligió justo esta para retratar al desaparecido?) y, al ser puesta en el contexto de una obra artística, se despega de su función anterior ligada a la construcción identitaria familiar. Así, liberada de lo anecdótico, se generaliza. Es decir, enfatiza los roles por sobre los sujetos −padre, madre, hijo, hija, amigos, novia, hermanos− por lo que, a pesar de que no estén los datos precisos, las poses tantas veces vistas en álbumes propios y otros indicios hacen que las filiaciones se intuyan.

Mientras la primera foto sacude con preguntas sin respuestas, de la segunda foto se sabe todo. Porque la intención del artista es franca, evidente en el conjunto: ubicar, frente a la espontaneidad de la instantánea primera, una segunda fotografía que evidencie la falta, que explore la ausencia hasta un borde ridículo. Una reconstrucción forzada, teatral, falsamente mimética. Una reconstrucción imposible donde sus personajes están puestos para remedar la fugacidad de aquel instante: no sólo el cuerpo ausente lo impide, ni el evidente paso del tiempo en objetos y personas, también los gestos endurecidos, la tristeza, las caras –esta vez sin sonrisa ni alegría. No se trata ya del álbum familiar –Bourdieu (1989) dirá que la foto popular es un arte sin artista− sino de la producción artística de un sujeto. Germano logra homologar las primeras imágenes entre sí, disímiles en su origen, a partir de un dictamen implícito: “ahora son todas fotos de desaparecidos”. Se produce un quiebre en la expectativa de las fotos; la segunda subvierte la primera, modifica el esquema de lectura que la primera preveía; la hace devenir otra.

Sin embargo, la primera también tiene efectos sobre la segunda, convierte la imagen de un fotógrafo profesional en una foto de un −falso− álbum de familia. ¿Se trata de la foto que le falta o que le sobra al álbum? ¿Por qué el álbum necesita de estas imágenes? Frente a la funcionalidad de las fotos familiares, hay algo de inútil en la foto segunda. Este efecto encuentra su expresión más trágica quizás en la foto de un casamiento que muestra a una mujer sola arrodillada sobre un reclinatorio doble en una iglesia, con una rosa roja en la mano, y a un cura parado delante de ella. Esta foto explicita la falta por sí sola, la imposibilidad del rito ante la ausencia del otro: alguien puede estar sentado solo en una vereda, pero es imposible que una mujer se case sola –o con un fantasma. La mirada de esta novia, treinta años después, aparece con una tristeza quizá sólo equiparable al gesto de la madre que en el pasado acompañaba de pie a su hijo sentado y ahora está frente a la silla vacía, mirando terriblemente a cámara. Infectadas y contaminadas, las fotos de antes y las fotos de ahora se resemantizan de ida y de vuelta, generando una

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confusión alejada del equilibrio y poniendo en evidencia el hueco de la desaparición. Un movimiento similar al que anima a las madres de desaparecidos chilenos cuando bailan “la cueca sola”, un baile de a dos que ellas bailan sin pareja dejando en evidencia la falta del ausente –voluminosamente− en el espacio de la danza (Carvajal, 2011).

Mientras que la primera imagen corresponde a la espontaneidad y lo cotidiano del álbum familiar, las fotos segundas corresponden, según el fotógrafo a “situaciones generadas premeditadamente en las que alguien posa frente a la cámara –con naturalidad y sinceramente– y que fueron tomadas con una intencionalidad clara y definida: guardar/revelar en ese instante treinta años de ausencias” (Ranzani, 2008). De estas fotos de Germano puede decirse, con Butler, que “gracias a estas imágenes, el acontecimiento no ha cesado nunca de ocurrir” (Butler, 2010: 125). La desaparición aparece perpetuada densa y palpablemente entre una foto y otra. Quizá sea por el uso de una falsa instantánea para construir la segunda imagen, que evoca precisamente esos instantes de verdad que surgen cuando falta la verdad, según Hannah Arendt (Didi-Huberman, 2004: 57). Las imágenes de Germano constituyen una obra sobre el tiempo y las maneras como la ausencia provoca una extraña suspensión temporal, cercana al anacronismo y su montaje heterogéneo. Las fotos, además, se proponen abstractas al aludir a toda una generación, tal como Brodsky y Quieto también se habían propuesto. Por ejemplo, al elegir la foto junto al familiar del desaparecido, Germano evaluaba lo que fuera mejor para el conjunto del proyecto, para “poder rescatar a través de las particularidades la universalidad de esas 30.000 ausencias” (Ranzani, 2008).

La tarea de Germano puede equipararse, para usar una metáfora cinematográfica, con aquel director que filma la remake de una película ya existente: tiene un guión que no le pertenece y cuenta con elecciones de luz, actuación, encuadres, etc. que le anteceden (a Germano la foto anterior le viene dada, a lo sumo fue elegida entre varias). Las fotos de esta serie intentan ajustarse tanto a la anterior, que el rehacer de la foto se parece a la tarea de un Pierre Menard visual. El volver a poner en escena el modelo anterior intenta ser tanto más exacto, cuanto más imposible sea en virtud de la ausencia, cuanto más inútil devenga el resultado.

LA memORiA de viAje, LA memORiA en eL PAiSAje

Décadas atrás, por el costo de los materiales y el revelado, la fotografía analógica se reservaba para momentos especiales: casamientos, cumpleaños, viajes y vacaciones conformaban el valioso legado de las fotos familiares. Así, entre los ejercicios de memoria que utilizan las fotos familiares, se destaca un nuevo conjunto: el de aquellas obras que reconstruyen el viaje del desaparecido, buscando su memoria en los paisajes fotográficos donde posó su mirada antes de la desaparición.

El viaje de Papá (2005) es una serie de imágenes fotográficas de Pedro Camilo Pérez del Cerro (Buenos Aires, 1975). Se trata, en palabras del artista, de un “ensayo fotográfico con fotomontajes de las fotos del viaje por todo el mundo en la década del 60 de Hernán Pérez del Cerro y autorretratos míos, su hijo” (Pérez del Cerro, 2005). Cada foto tiene además en su borde inferior, formando parte de la obra y escrito en letra manuscrita, un fragmento de la carta que su tía Magdalena le escribió a su padre, un mes des-

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pués de que este fuera asesinado por la dictadura militar el 9 de junio de 1977. Además de las palabras de la carta desglosada que acompañan cada foto, Pérez del Cerro introduce y cierra la serie con textos –en la presentación de la serie, directamente se dirige en primera persona a su padre.

Las veinte fotografías que la componen muestran interiores de hoteles o pensiones, gente extranjera (hombres con turbantes, niños y adultos orientales, negros), pescadores, una mezquita, unos niños saliendo desnudos del mar. En casi todas ellas aparece también un hombre joven y flaco, de barba: es el padre desaparecido de Camilo, quien documentó sus viajes por el mundo desde detrás y delante de la lente. En diez de esas fotos, Camilo se entremezcla a partir del fotomontaje con las fotos que retratan a su padre. El hijo aparece por abajo, por detrás, como fantasma, como retrato en la pared, como otro comensal, como protagonista, como espectador. La aparición a color del hijo en las fotografías en blanco y negro del viaje del padre es a la vez extraña y natural, como lo es el parecido de estos hombres de edad aproximada.

Las fotos del padre, la carta de la tía y las intervenciones fotográficas del hijo crean un diálogo de tres voces y tres tiempos, construyen una voz múltiple. Además, al igual que en todas las obras que se valen de fotografías familiares, hay en esta un trabajo colectivo con quien tomó las fotos anteriores. “Este trabajo fotográfico lo hicimos juntos, papá”, dice el hijo al principio de la serie, e incluso pone al padre en los créditos de la obra, como coautor.

El trabajo de reconstrucción se hace evidente ya desde el uso del texto: lo primero que se advierte es que, foto a foto, se reconstruye la narración de una carta. En segundo lugar, por supuesto, se reconstruye el viaje del padre. La reconstrucción de los lugares, las comidas y las personas de ese viaje se logra aquí no por un traslado físico del hijo hacia esos horizontes –como en el caso de las series de Gaona y Nívoli analizadas a continuación− sino por una reconstrucción formal, en el sendero del montaje de las fotos de Quieto, Maggi y Bettini. Inmiscuirse en las imágenes viejas permite trastrocar el tiempo y la verdad de lo que muestran. Reconstruir esa foto faltante del álbum para que padre e hijo puedan compartir una anacrónica instantánea de viaje donde, paradójicamente, ambos tienen una edad similar. Tanto la edad como el parecido físico acentúan una de las características que propone la serie: la continuidad entre el padre y el hijo, que será permanentemente aludida y a la vez confirmadamente imposible, como lo prueban, por ejemplo, la distancia entre el color y el blanco y negro de las fotos. Esta continuación se manifiesta ya desde el texto de presentación, donde la lucha heroica parece ser retomada por el hijo: “Porque de adolescente seguí el ejemplo de tu rebeldía ante las injusticias. / Porque ahora entrando a la adultez puedo mantener mis convicciones. / Porque seguiré creciendo y luchando para ser tan humano como vos papá” (Pérez del Cerro, 2005). En algunas de las fotos, el hijo imita la pose del padre. E incluso colabora en esta identificación el intercambio de protagonismo que se da en tres de las imágenes, donde el hijo pasa a ocupar el lugar central en las fotos del viaje de su padre. En la primera de estas tres, se ve al hijo poniendo manteca a una tostada mientras detrás de él hay un cuadro colgado en la pared con la foto de su padre; en la segunda, el hijo de pie y de espaldas mira a través de una ventana la imagen fantasmal y gigante del padre; por último, la terce-

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ra es un autorretrato desenfocado donde se ve nítidamente detrás un primer plano del rostro del padre –peculiar autorretrato del hijo que no enfoca al hijo sino al padre. Estas imágenes parecen estar contando la vida del hijo más que los viajes del padre. Confundidos, igualados y distantes, padre e hijo aparecen en esta serie para exponer la ausencia y la falta del álbum. Y para subrayar, como el resto de los artistas, la importancia central de las fotos en la reconstrucción de la figura del padre desaparecido.

El libro Pozo de aire (2009) de Guadalupe Gaona (Buenos Aires, 1975) presenta también imágenes de su álbum familiar –algunas, previas a la desaparición de su padre− junto con nuevas fotos propias y poemas escritos por ella. Hay fotos de árboles, fotos familiares, un lago, montañas, dos chicos fuera de foco, un Renault 4R y su conductor victoriosos, una casa grande, una nena sobre un bote, de la mano de su padre. Hay también breves textos poéticos entre las imágenes, que ofrecen recuerdos y anécdotas vagas, y en los que conviven voces de niña y de mujer, confundidas con los ruidos del agua y el bosque. Los paisajes fotográficos/poéticos que conforman esta obra generan incomodidad y empatía. Desde las primeras páginas, Gaona introduce al lector/mirante en las imágenes que va a encontrar mediante un breve texto poético que hace las veces de prólogo esquivo. El texto explicita sin explicar; como al pasar describe aquello que está en el origen.

Con escaso equilibrio me paro en la proa del bote, mi papá en la isla, un conquistador en malla, me da la mano. Mi mamá corre a buscar la cámara. Clic. Esta es la única foto que voy a tener sola con mi papá.

El invierno llega más rápido de lo esperado y se lleva todo. El 21 de marzo de 1977 desaparece mi papá. Pero esa foto queda. Y muchas fueron las veces que revisé el cajón de la mesita de luz de mi mamá para mirarla. Es en la imagen que más confío. (Gaona, 2009)

Esta imagen amuleto, el único retrato a solas de Gaona con su padre desaparecido poco después de aquellas vacaciones en el Sur, será el nudo y sostén de todo el libro. A esta imagen del bote la rodean otras fotos. Las ‘de antes’ muestran diferentes vacaciones de la familia en su casa de Bariloche, vacaciones previas y posteriores a la desaparición de su padre. Junto a esas fotos de álbum hay otras, mezcladas. Son las fotos que Gaona, ya mujer y fotógrafa, toma muchos años después, cuando regresa a la casa de sus vacaciones familiares. Salvo por indicios cromáticos o por las poses y la ropa, nada explicita en el libro cuáles son fotos viejas del álbum familiar y cuáles nuevas. Aunque se puede adivinar. Por ejemplo, las fotos actuales presentan paisajes vacíos de personas: a lo sumo un joven a lo lejos, una mujer sentada en un banco de madera, unas siluetas en una ventana. Paisajes de la quietud y lo deshabitado que la autora ya había explorado en obras anteriores (por ejemplo en la serie sobre la casa vacía de su abuela). Y la dinámica de la serie hace que importe poco distinguir cuáles son fotos nuevas y cuáles no, sino más bien permite intuir lo que pasó entre ellas: la percepción de ese tiempo atascado, la captación imperceptible de esa diferencia.

Como hija de desaparecido –al igual que otros artistas/hijos−, Gaona parte de una falta y de un hueco: la ausencia de su padre, reforzada por la ausencia de fotografías con él. Así, con su cámara, sale a buscar lo que no tiene: fotos. Y en este salir, cámara y

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álbum en mano, va a escarbar para ver dónde estaba aquella felicidad, el rayo de luz de ese pasado que se escapa para siempre. Gaona fotografía para encontrar y reconstruir algo de esa imagen del bote, algo del momento feliz en esa huidiza refulgencia del pasado. Para ver si aparecen en los pastos las marcas, las huellas de esas vacaciones y de las fotos. Intentando atrapar el pasado no ‘tal como verdaderamente fue’ sino apenas en un destello antes de que se escape. Justamente en la captación siempre inacabada de la verdad de lo que fue puede ubicarse la fotografía. Por ello estas fotos de paisajes vacíos se convierten en intentos repetidos que buscan –una y otra vez− reponer el telón de fondo donde algo transcurrió: las luces del bosque en un claro, unas rosas o margaritas, la superficie brillante del lago, las montañas nubosas. Un trabajo similar al de las fotos hacen también los poemas, tanteando en las imágenes de la memoria para (re)construir un momento en fuga.

La imagen que cierra el libro es una foto de un claro de bosque. Entre nubes, montañas y árboles, lo que vemos por último es un hueco de pasto seco, un terreno limpiado por el hombre. Unas páginas atrás, uno de los primeros poemas anticipaba:

La familia que choca sus copas y ríe a carcajadas apenas me arrulla.

Entre ellos y yo hay un pozo de aire.

Aquella última foto podría ser también la foto de un pozo de aire: un hueco o una falta que evoca y distancia –a la vez− la experiencia propia y la memoria familiar. Es justamente esta distancia entre ella y los otros, entre la vivencia actual y el pasado que se resiste a volver, entre su mirada y las miradas de otros, aquello que hace rica y problemática esta obra. Son los hechos del pasado –la tragedia que late en la mirada del padre− lo que mira Gaona a través del lente, años después. La yuxtaposición anacrónica de las imágenes de antes y las de ahora crea ese tercer tiempo del que hablaba Quieto y que, al igual que en Germano, habita el espacio del entre de las fotos. La repetición de la forma confirma la imposibilidad de su repetición en el tiempo, pero también confirma la brecha que se abrió en el mundo doméstico con la intrusión de la historia en forma terrible. Respecto de la fotografía como técnica, las fotos de Gaona hacen tambalear el estatuto de original y copia, de pasado y presente. Esta ambigüedad parece la condición de posibilidad para evitar una mirada melancólica del pasado, al tiempo que evidencia la riqueza de la fotografía.

Si las fotos de su padre, que originan las nuevas fotos, no son –no pueden ser− leídas como originales; las suyas propias, las del presente, tampoco pueden ser definidas como copias (¿de qué serían copias?). Unas y otras arman simplemente series –correspondencias, diálogos− donde ninguna conserva un valor sagrado, intocable, irreproducible. La foto además no es aquí meramente un objeto de bella contemplación: el libro tiene una factura impecable pero no lleva papel ilustración ni fondo negro (las fotos aparecen al corte, completan cada página) e incluso tiene tamaño de agenda, cabe en

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una cartera. En todos los aspectos, incluso en éste, Gaona ha buscado que sea un libro familiar, doméstico.

Un espíritu hermano al de la serie de Gaona anima la muestra Cómo miran tus ojos (2007) en memoria de Mario Alberto Nívoli, nacido en Ucacha (Córdoba) y detenidodesaparecido en 1977, en la ciudad de Córdoba. Este ensayo fotográfico fue realizado por su hija María Soledad Nívoli (Córdoba, 1976) en colaboración con el fotógrafo Gustavo D’Assoro (Rosario, 1969). Dentro de los casos estudiados aquí, es el único en que la responsable del proyecto fotográfico no es ella misma fotógrafa, por lo que ha debido convocar a un tercero en calidad de coautor para que tome las fotografías actuales.

El origen de esta obra es el encuentro de la hija con sesenta diapositivas del padre, tomadas durante un viaje de estudios a Bariloche en 1965. Sorprendida y desilusionada, Nívoli advierte que de las sesenta imágenes, el padre sólo aparece en ocho: mirando para un costado, de lejos o apenas visible en medio de los árboles. El resto de las fotos corresponde a paisajes patagónicos, retratados por su cuidada mirada de aficionado. Son estos paisajes, que contienen ya no a su padre pero sí su mirada, los que finalmente sustentarán Cómo miran tus ojos. Nívoli presenta la muestra diciendo que comprendió “muy tarde que persiguiendo las huellas de su muerte había olvidado buscar las de su vida”. Y entiende que, a pesar de que en la mayoría de esas dispositivas su padre no aparece retratado, “allí estaba su mirada, su perspectiva particular, y un modo de representarse el mundo a través de la cámara”. Que “la experiencia efímera de la mirada −que hace reconocer la vida− estaba impresa en las imágenes que él había elegido sacar” (Nívoli, 2008). Entonces, y como puntapié para la nueva obra, Nívoli y su colaborador eligen siete de las imágenes de paisajes tomadas por el padre en Bariloche: un bosque de arrayanes, la baranda de un puente sobre un río, una calle, una flor en medio del pasto, el frente de un hotel de cuatro pisos, la Catedral al final de una calle y unas ramas de la isla Victoria que cubren toda la imagen. Decididos los encuadres, Nívoli y D’Assoro intentaron repetir esa manera de encuadrar el mundo recorriendo los lugares por donde transcurrió la vida del padre, buscando –con su mirada como referencia− calles, flores, árboles, frentes, ramas y barandas interpuestas. El equipo trabajó durante dos años y medio siguiendo el recorrido de la biografía del padre a lo largo de seis ciudades distintas, en un intento de Nívoli por ver con los ojos del padre los lugares en los que vivieron él y su familia, algunos de los cuales fueron un refugio cuando ya sentía la persecución a sus espaldas. Así, consiguieron dobles inexactos de los paisajes rionegrinos en los siguientes lugares: Ucacha (donde nació el padre), Las Perdices (donde vivió con sus padres), Santa Fe (donde estudió), Concordia (a donde se mudó con la madre de Nívoli tras sufrir un atentado del Comando Anticomunista de Litoral), Córdoba (donde vivió la familia: el padre, la madre, ella –nacida allí− y su hermano), nuevamente Santa Fe (tras la desaparición del padre, la madre y sus dos hijos vuelven a esta ciudad a vivir con los abuelos maternos) y Rosario (donde Soledad estudió Psicología y vive actualmente).

Las fotos, de tamaño relativamente pequeño, se ubican en la muestra formando un entramado de imágenes, de la siguiente manera: arriba una línea horizontal con las fotos del padre, las fotos antiguas, y debajo de cada una cuelga una línea vertical con esa misma foto repetida en las diferentes ciudades. La muestra puede recorrerse ho-

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rizontalmente, apreciando el espacio: los distintos lugares y los hitos de la vida familiar que transcurrieron en cada sitio. O verticalmente, apreciando el paso del tiempo: al transportar la mirada del padre desde su fotografía en Bariloche a los otros sitios donde transcurrió la vida familiar, incluida la desaparición. El doble efecto de lectura es reforzado por el hecho de que cada foto se acompaña de una breve descripción de lo que se muestra (“Costanera de Santa Fe, adonde iban a caminar mi mamá y mi papá”; “Entrada al pasillo de nuestro depto. en Córdoba. Allí lo secuestraron el 14 de febrero de 1977”, “Facultad de Psicología de la UNR, a la que ingresé en 1995 y de la que soy egresada y docente desde el año 2000”, entre otras). Nívoli presenta visualmente un cuadro de imágenes de doble entrada con el periplo biográfico de su padre y el suyo propio –sus mudanzas, sus trabajos, los nacimientos−, y todo a partir de la mirada que el padre desplegó años antes. Lo que Jordana Blejmar ha llamado un “crossword iconográfico de la memoria” (Blejmar y Fortuny, 2011).

Al igual que Gaona, Nívoli vuelve a los escenarios en busca de un imposible: las huellas del padre en aquello que miró, los ecos de su mirada en el paisaje. En un montaje de presentes y pasados, las imágenes testimonian de una manera singular el paso del tiempo y cómo la trayectoria familiar se ha visto afectada por la violencia política y la represión estatal. Mientras algunos escenarios permanecen casi intactos respecto del recuerdo de la vida familiar en ellos, otros han desaparecido o se vieron notablemente modificados −como el CCD “La Perla”, convertido en Espacio para la Memoria desde el 2007. Por otra parte, la propia mirada desde el presente modifica y resignifica la visión de esos sitios, ignorante del próximo futuro siniestro: la mirada de las fotos que muestran Bariloche desconocía lo que iba a acontecer en los años siguientes, y sin embargo es imposible no bucear en ellas desde el conocimiento de la posterior desaparición. Casi buscando la resonancia del horror que está por venir.

Por último, la muestra se acompaña de dos paneles con fotos del backstage de la producción fotográfica, que muestran los encuentros de Nívoli con parientes y amigos, entre otras imágenes. Este modesto apéndice de la muestra da otra clave de lectura, y es que el ensayo se convierte también en el motor y la excusa que le permite a la hija regresar –o ir por primera vez− a los lugares más significativos de la vida del padre y de la familia toda. Tal como ella lo relata, Nívoli se acerca a la gente, recoge testimonios, indaga en ciertos sitios que hasta entonces sólo existían en el relato familiar pero en donde ella nunca había estado. Por empezar, viaja por primera vez a Ucacha para tomar la foto y allí conoce la casa donde nació su padre –incluso un tiempo más tarde expondrá allí la muestra, cumpliendo un objetivo largamente ansiado. Además, en la producción de esta serie hubo un hecho que marcaría un antes y un después en la historia familiar. Así lo explica Nívoli: “Durante el viaje pude conocer, por ejemplo, a la última persona que lo vio con vida, en La Perla. Él nos confirmó que a mi papá lo habían matado tres días después de su detención. Hasta ese momento nosotros no sabíamos si estaba muerto” (González Cortiñas, 2007). Si, tal como se ha visto, el armado de una imagen permite muchas veces a los hijos de desaparecidos empezar a realizar el duelo o suturar la falta, aquí el camino hacia la imagen colabora explícitamente con la tramitación de la ausencia.

Desandando los caminos de su padre detrás del lente de una cámara, Nívoli (2008)

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cree que las fotos “me ofrecieron la ocasión de encontrarlo un poquito en sus lugares, recuperar fragmentos de su vida y sentir –aunque sea fugazmente− cómo miran sus ojos”. La identificación ya referida para otras obras de hijos de desaparecidos pasa aquí por compartir un ojo, por andar en la mirada del padre, que es también una forma de ponerse sus zapatos.

TiemPOS ReCOnSTRUidOS

Recapitulando, este conjunto de memorias fotográficas trabaja con las fotos familiares para exponer los efectos de la represión como interrupción de una trayectoria biográfica singular. Las consecuencias de este quiebre en la vida familiar y el entorno íntimo del desaparecido hacen que hijos, hermanos, nietos recuperados y otros familiares sean los protagonistas de estas imágenes. Para visibilizar las repercusiones de la desaparición, estas obras retoman y reconstruyen aquellos retratos informales y ritualizados que se toman en el interior de la vida cotidiana para construir una memoria familiar fotográfica: instantáneas de la vida corriente, de un tiempo anterior, donde no se veía relumbrar el instante de peligro. En los casos de estas familias, una memoria en imágenes que necesariamente tiene un hueco, una falta constitutiva. Como sostiene Joon Ho Kim (2003), las comunidades imaginarias también son mediadas por las ausencias –por las fotos que faltan y por quienes faltan en las fotos. Para reparar la ausencia de sus familiares es que estos artistas proponen sus fotografías, alejándose además del lugar de fotógrafo único: comparten su estar detrás de cámara con aquellos familiares –o anónimos casuales− que tomaron las primeras fotos. Así, hay siempre dos fotógrafos: juntos en la misma imagen en la obra de Quieto, Maggi, Pérez del Cerro y Bettini; en diálogo en conjuntos entremezclados en Dell’Oro, Gaona y Brodsky; separados en dos copias casi idénticas en los casos de Germano y Nívoli. En algunas obras como las de Quieto y de Germano, hay además una gestación colectiva en tanto las fotos primeras son elegidas por los hijos, familias o amigos de los desaparecidos, e incluso los hijos comparten elecciones respecto de la composición final de la imagen.

Al usar las fotos familiares para reconstruir la foto que falta en el álbum, los artistas evidencian con nuevas imágenes el hueco de la ausencia. Aquí la imagen se vuelve reconstrucción de una foto y un pasado imposibles de rehacer (donde los padres verían crecer a sus hijos y registrarían esos momentos para el álbum). Constituido por dos tiempos imposiblemente coexistentes, el montaje ficcional anacrónico funciona a la vez como exposición del dolor y a veces como sutura simbólica de una tremenda falta. En estas fotos no prevalece lo falso, aunque sí muchas veces lo actuado: en las obras de Germano, Pérez del Cerro, Bettini, Quieto y Maggi, por ejemplo, hay una actuación que no oculta su procedimiento ficcional (como cuando la actriz Analía Couceyro hace de Albertina Carri en la película Los rubios, 2003). Los artistas que usan las fotos familiares no intentan tanto representar el horror o el destino de los desaparecidos, como la personalísima falta que han dejado, la ausencia en las redes familiares propias o del familiar que retratan. Por eso rescatan las fotos de la vida anterior al secuestro, bucean en el instante feliz del pasado anterior a la tragedia. Las fotos no muestran mártires ni héroes, sino personas comunes en situaciones cotidianas y aun cuando alguna foto deja

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traslucir la carga política del contexto histórico, lo que prima en ellas es el encuentro íntimo entre padre e hijo.

Estos fotógrafos, hijos y hermanos de desaparecidos, intentan en sus obras dar cuenta de la vida del ausente –de su biografía antes de la tragedia, sus gustos, su manera de mirar al mundo− y del quiebre familiar y el vacío provocados por su desaparición. Los artistas acuden al álbum como reservorio familiar de imágenes, como imperfecta prueba de felicidad pasada. Distintas de las obras de los dos capítulos anteriores, focalizadas en las huellas de la desaparición en el espacio público y en los dispositivos maquínicos que llevaron adelante la represión, las obras de este capítulo –y también las del próximo− hacen pie en una búsqueda que comienza en lo subjetivo y lo familiar, incluso por lo afectivo, evidenciando la trayectoria interrumpida de la persona desaparecida. Estos artistas exponen sus memorias ahuecadas para ir de lo familiar a lo público. Reparando y evidenciando la ausencia, se inmiscuyen en las imágenes viejas para trastrocar el tiempo y denunciar la irrupción de la historia colectiva en sus vidas. Sucede lo que sostiene Amado (2005: 225) para la serie de Quieto, que “no restituye ni colma el vacío con ningún efecto de presencia”, sino que sólo puede registrar ausencia. Y, al reflexionar sobre la ausencia, estos artistas exponen un trabajo sobre sus propias memorias: sus inicios, sus quiebres, sus faltas. Las obras fotográficas parecen dar cuenta de la “socialización en ausencia”, que es un rasgo característico de los hijos de desaparecidos, capaces de hacer identidad en el trauma: ese lugar lleno de heridas que puede ser a la vez habitable y narrable (Gatti, 2008: 113). Lo lúdico –especialmente en las obras de Quieto, Maggi, Germano y Pérez del Cerro− y hasta el humor negro en el caso de Bettini colaboran en la tramitación visual de esta experiencia traumática.

Por otra parte, como se ha dicho, la generación de los hijos ha estado muy ligada al uso de la imagen en sus intervenciones públicas de reclamo. Los artistas familiares ponen numerosos recursos visuales en juego en estas fotografías, principalmente el uso del montaje. Esta puesta en conjunto de dos tiempos en una misma imagen –a lo sumo en un díptico−, convoca la extraña aparición de un tiempo que no coincide exactamente con el presente ni con el pasado. Este nuevo tiempo, tercero y anacrónico, expone el doblez y el quiebre en la historia reciente, tanto familiar como colectiva. Las fotos familiares reconstruidas dialogan con el dictamen barthesiano del ‘esto ha sido’, al ser precisamente un documento de lo que nunca fue, de lo que fue interrumpido (en algunos casos hasta es un documento de lo que se muestra a pesar de no haber sucedido). Este intento repetido de reconstruir un momento imposible, lejos de anular el valor de verdad de estas fotos, expone la verdad de lo perdido al jugar con el tiempo, al presentar un nuevo tiempo que desnuda la ausencia. Si lo propio de las fotografías es ese momento irrepetible que captan, en las obras de estos artistas lo irrepetible también sucede: en ese encuentro nuevo entre padres e hijos, en el modo único en que la luz de la foto más antigua cae aquí y ahora sobre el cuerpo de los hijos (Quieto, Maggi), en la distancia que media entre las fotos de antes y ahora (Germano, Gaona, Nívoli, Dell’Oro), en el compartir un viaje (Pérez del Cerro), en la instantánea del diálogo con los familiares ausentes (Bettini) y en la explicitación de la trayectoria truncada (Brodsky).

Proponiendo nuevos regímenes de verdad metarreflexivos, plegados y autoficcio-

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nales, estas series mezclan, funden y confunden fotos de antes −que es siempre antes de la desaparición de sus seres queridos, ocurrida durante la infancia o la juventud de los artistas− con fotos de ahora. La puesta en común de dos tiempos tiene mucho de distancia extrañada y anacrónica, de imposible encuentro entre dos miradas. Mientras las fotos de ahora intentan alcanzar-rememorar algo de las de antes, es precisamente la totalidad de cada una de estas series lo que documenta la imposibilidad de lograrlo. Justamente porque exponen la lejanía, el hueco, el espaciamiento, el hiato entre el que mira (o miró) y lo mirado. A la vez que estas obras intentan achicar la distancia, nos perturban con la mostración de esa distancia, correlato de la grieta que se abrió con la desaparición. En el espacio del entre de las imágenes del pasado y del presente, en esa confusión, se genera un tiempo atascado que se vuelve precisamente el corazón de cada serie. Necesariamente imposibles, estas miradas anacrónicas remontan la pérdida a partir de lo poco que queda: apenas algunas fotos como restos de lo que fue. Y tras esas huellas del pasado parten, con la cámara, para seguir produciendo huellas.

Además, al tematizar la ausencia del cuerpo del desaparecido, estas series de imágenes presentan muchos y diferentes cuerpos: de papel, de carne, de luz. En Quieto y Maggi, los duros tiempos de felicidad perdida –los tiempos del nacimiento y de la infancia, o incluso muchos previos− aparecen proyectados sobre el cuerpo de los hijos. Ellos, duplicados y crecidos, dan testimonio del tiempo que se interrumpió. Sobre los hijos se proyectan las fotografías de los desaparecidos, así como en las marchas los familiares cargan en sus cuerpos las fotos de los ausentes. La piel desnuda o la ropa son el soporte material de estas imágenes, y se vuelven huella en un doble sentido: huella fotográfica y también huella de los padres −la huella familiar− sobre los cuerpos de los hijos: una marca real, una huella de luz indeleble (como en un rollo de película, los hijos se ‘exponen’ a la luz que proyectan sus padres). En el viaje reconstruido de Pérez del Cerro, los cuerpos de padre e hijo, semejantes en edad y parecido físico, conforman un juego de dobles que deja a la vista, a la vez que el artificio del montaje, la puesta del cuerpo del hijo. También Bettini pone el cuerpo propio en estas fotos, aunque ya no es tanto entrar en las imágenes viejas de álbum para subvertirlas desde adentro, sino armar con ellas un escenario de diálogo en donde se pueda poner en palabras y explicar –a ella misma, a los desaparecidos− el pasado doloroso. Otro recurso visual que elige Bettini es el reemplazo del cuerpo, el agregado de la cara del desaparecido –a partir de la foto− a un cuerpo real, absurda y tristemente convertido ahora en el ausente. Si Germano evidencia la falta del cuerpo a partir de escenificar su falta, Bettini propone una reconstrucción/reanimación del cuerpo del otro a partir de un nuevo cuerpo. Por su parte, las series de Gaona y Nívoli buscarán en el paisaje las marcas y huellas de la mirada de su padre –casi como último atributo físico paterno con el que se cuenta.29 En el caso de Germano es la falta de cuerpo lo que queda en evidencia, la prueba de la falta de pruebas, la muerte como abrazo a la nada, como foto de veraneo sin gente y como puntos en lugar de nombres. Cobra importancia lo que no puede verse, el vacío subrayado por los sobrevivientes en acciones

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29 Así como la mirada es rescatada por estas series como un rastro identitario que les permite a las hijas un acercamiento a las figuras del padre, la voz grabada del desaparecido (y escuchada por su hijo y su nieto) genera en la obra Mi vida después (2009) de Lola Arias, un efecto parecido.

inútiles y repetidas, gastadas. Todos son intentos de escenificar el primer componente de la triple falta –cuerpo, duelo y sepultura− constitutiva de la desaparición.

Desde los juegos con la imagen y el tiempo, cada serie reinventa paisajes particulares, logrando construir memorias fotográficas del pasado doloroso. Las obras parten de la incompletitud del álbum, de una memoria familiar en imágenes que tienen un hueco, una falta constitutiva e irreparable. Será con la creación de nuevos artificios visuales, ya subrayando o remediando la falta, que se intente cerrar el círculo familiar quebrado. Son artificios que, al trastrocar el orden de las cosas, desafían momentáneamente a la historia e indagan en el pasado reciente desde la vivencia propia. Antes que proponer una versión verdadera y definitiva de ese pasado doloroso, estos ejercicios fotográficos de memoria toman la forma de singulares reconstrucciones que proponen juegos temporales y montajes. Así, estas obras se valen de la fotografía para presentar la verdad anacrónica de la ausencia y para forjar como un laborioso constructo una identidad familiar contra los avatares de la historia que la ha impedido de hecho. No desean el regreso al pasado, ni se instalan en la melancolía. Se abocan a la construcción de un tiempo presente y nuevo, donde lo que duele está vivo, y duele como falta.

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cA jAs chin As: LA fOtO dent RO de LA fOtO y e L R et RAtO cOMO tesORO

De la misma manera que el niño agrupa por primera vez sus miembros al mirarse en un espejo, nosotros oponemos a la descomposición de la muerte la recomposición por la imagen.

Como se ha visto, la fotografía es la técnica artística paradigmática para evocar al ausente. Su –tan discutida− relación con lo real y su calidad de huella del sujeto plasmada en el material fotosensible la convirtieron en verdadero registro y garantía de perduración del pasado. Por esta razón, será con la muerte –aquella ausencia máxima− con quien la fotografía mantendrá estrechos y variados vínculos desde sus inicios. Según Barthes (2006) el punctum de la fotografía es ‘va a morir’, ya que la fotografía expresa la muerte en futuro. En cada foto, ocurre a la vez la presencia −la seudopresencia− del objeto en imagen, además de la certera ausencia de este: el signo de la ausencia es, precisamente, la propia fotografía. Es decir, se produce en ella, simultáneamente, un atascamiento de la imagen en el tiempo y la consecuente desaparición del futuro como posibilidad, anticipando sin embargo el futuro de la propia ausencia en el mundo. Así, la fotografía constata, en la seguridad del ‘algo ha sido’, el certero ‘ya no será’. En la misma dirección, Susan Sontag (2006) cree que toda la foto es un memento mori, ya que certifica el paso del tiempo.30

A fines del siglo XIX y comienzos del XX, debido al alto costo de las primeras tomas y a lo poco frecuente del evento fotográfico, muchas veces algún integrante de la familia fallecía sin haber sido retratado. La última oportunidad de hacerlo era durante las primeras horas que seguían a la muerte, dentro de un género preciso y muy usual por entonces: el retrato fotográfico de difuntos. Respecto de la importancia de la foto mortuoria para el duelo, Virginia de la Cruz Lichet sostiene que “la fotografía funciona en cierto modo como una compensación (...); ocupa así un lugar en un ceremonial que cumple su función social y constituye su último acto. Permite a la vez recordar y dar licencia para olvidar” (De la Cruz Lichet, 2005: 166) Por su parte, Piroska Csúri (2004) afirma que fotografiar a los familiares muertos era una costumbre general después de la difusión del proceso fotográfico, ya que permitía tener un último recuerdo a la gente que no tenía los medios económicos para acceder a retratos pintados de sus seres queridos. “Cuando la muerte natural gradualmente se retiró del hogar familiar y se trasladó al hospital, la representación del cadáver también se retiró poco a poco de la narrativa visual de la familia” (Csúri, 2004).

En paralelo a los retratos fotográficos de difuntos era también costumbre tomar retratos de personas o familias fotografiadas durante el luto por el ser querido, hecho

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30 Agradezco a Gustavo tudisco, Norberto Salerno y diego Guerra el haberme proporcionado para este capítulo, incluso antes de empezar a escribirlo, valiosos aportes en ideas e imágenes antiguas.

indicado no sólo por la vestimenta negra de los familiares o la gravedad de su pose, sino fundamentalmente por la aparición del retrato fotográfico del difunto –retrato, en general, tomado en vida− acompañando como si estuviera allí con su familia.31 Como es de sospechar, no fue la técnica fotográfica sino la pintura el medio donde nació el ‘retrato con retrato del familiar ausente’: tanto las pinturas como los daguerrotipos con retratos pintados del familiar ausente anteceden y coexisten con las fotografías de los deudos sosteniendo fotos.32 Parafraseando la cita de Régis Debray (1994) que abre este capítulo, el objetivo de estos retratos es evidente: recomponer físicamente el cuerpo ausente mediante el artificio de recomposición de lo real más acabado y más barato, es decir, la fotografía. Una vez recompuesto, se fotografiará ese cuerpo de papel impresionado por la luz junto a los otros cuerpos, los reales, para convertir al conjunto familiar en un nuevo momento detenido en una imagen.

Estos retratos confirman la ficción de la reunión de la familia a pesar de la muerte y la ausencia física. Por supuesto, nunca se los ha considerado una falsificación, sino una muestra de unidad simbólica. En su libro sobre fotografía y remembranza, Geoffrey Batchen (2004) cree asimismo que las personas que sostienen álbumes en las fotos representan su relación con la dinastía familiar. “Sostener una fotografía dentro de una fotografía responde a la necesidad de incluir la presencia virtual de aquellos que, de otra manera, están ausentes” (Batchen, 2004: 12, traducción propia). Por ello, el luto es una de las principales razones para tomar uno de estos retratos dobles, que permiten que la vida y la muerte estén cara a cara frente a la cámara. Estos retratos convierten la experiencia de ser fotografiado en un acto explícito de recuerdo.

Acerca de estas imágenes, Andrea Cuarterolo sostiene que “el retrato dentro del retrato funciona como un ‘objeto transicional’, es decir, un objeto mediador que permite poseer simbólicamente el cuerpo del otro, del ser amado que ha partido. La segunda fotografía resume así, de alguna manera, la función de la primera: la representación y el recuerdo de la persona amada. Este tipo de retratos tenía además otro propósito. El luto era casi un mandato social. Las mujeres seguían vistiendo de negro, pasados incluso varios años de la muerte de sus esposos o hijos. La fotografía mostraba así que las mujeres eran buenas y cumplían las pautas y costumbres establecidas para la gente de su clase” (Cuarterolo, 2003: 98). Así estas fotografías, engarzadas en las convenciones propias de la época, retoman y profundizan los roles del retrato familiar. La foto dentro de la foto

31 Las capas burguesas, en su afán de representación y de obtener signos que confirmaran su reciente seguridad material, fueron la clientela dilecta del retrato fotográfico, democratizándolo de manera definitiva –antes, el retrato pictórico era un lujo exclusivo de la clase más acomodada; ahora, la posesión de un retrato fotográfico otorgaba al burgués cierto status social y económico (Freund, 2006). En los principios de la fotografía las imágenes, que necesitaban largos tiempos de exposición, se tomaban en los interiores del estudio del fotógrafo (en general, un pintor o comerciante seducido por los beneficios económicos de la nueva técnica). Esto, sumado a los estereotipos propios del género pictórico al que quería emparentarse el retrato fotográfico, establecieron pautas rígidas que debían seguirse al tomar la imagen, reguladas por fuertes convenciones respecto de ángulos, encuadres, iluminación, fondos, escenografías, vestimenta, accesorios y, fundamentalmente, las poses y gestos de los sujetos.

32 En cuanto a la pintura, no hubo sólo retratos mortuorios (pintados estando la persona ya muerta, muchas veces con el agregado de su propio cabello en la pintura) sino también de retratos pintados de los deudos mostrando el retrato pintado del difunto (en la mano, en una mesita contigua). Por otra parte, es necesario mencionar que el daguerrotipo se distingue de la fotografía con negativos por su calidad de objeto único del que no se pueden hacer copias (la imagen se formaba en él sobre una superficie de plata pulida como un espejo). Su cualidad de original lo hacía muy valioso, un objeto único, imposible de reproducir, que atesoraba muchas veces la única imagen de una persona. quizás, el fotografiar un daguerrotipo haya sido una inteligente manera de reproducirlo y de multiplicar así las posibilidades limitadas de circulación de esa imagen.

cajas chinas

hace que el propio retratado no sólo manifieste su condición de individuo mostrado en su singularidad (con los atributos que correspondan a su posición, por ejemplo) sino que se presente fundamentalmente en virtud de la relación que lo une a la persona ausente: son claramente retratos de hijos, madres, padres, esposos, hermanos. Retratos de deudos. Por el pequeño espacio de la foto del muerto se cuela un sentido nuevo que impregna todo, como lo hacen las señales de luto. Algo ineludible que ubica la falta en primer plano.

Retomando los conceptos de Hirsch (1997) acerca de cómo las fotografías se localizan en el espacio de la contradicción entre el mito de la familia ideal y la realidad vivida de la vida familiar, puede afirmarse que el ideal de familia al que apuntan estas fotos es, en principio, el de la familia completa. Aquí, la completitud es claramente un rasgo perdido y es la fotografía la que viene, por partida doble, a remediar esta eventualidad, a cerrar gracias a su artificio visual el círculo familiar quebrado.

Por otra parte, estas fotos de deudos con fotos subrayan el carácter material de la fotografía. Según Batchen, en las fotos dentro de fotos pareciera que “los sujetos quisieran llamar nuestra atención no sólo hacia la imagen que sostienen, sino también a la fotografía misma como una entidad tangible, a la solidez reconfortante de su función memorial” (Batchen, 2004: 14, traducción propia). La foto, por supuesto, no es sólo una imagen en dos dimensiones sino una cosa en tres dimensiones. Es innegable que desde el instante que un cuerpo es fotografiado, el papel fotográfico comienza a amarillear (Belting, 2009: 228). Toda foto es, a la vez, una imagen y un objeto físico, ya que tiene volumen, opacidad, tactilidad y una presencia física en el mundo, además de estar inmersa en interacciones subjetivas y corporales (Edwards y Hart, 2004). Las fotos son objetos que existen en el tiempo y en el espacio, que se atesoran y se avejentan, incluso que se pierden. Sin embargo, esta cualidad objetual de la foto no aparece en primer plano cuando se la mira. La transparencia del medio es tal que, siguiendo a Batchen, para poder ver aquello acerca de lo que es la fotografía debemos primero suprimir nuestra consciencia de lo que la fotografía es en términos materiales.

Este interesante y temprano uso de la fotografía dentro de la fotografía modelará un formato cuyos ecos pueden imaginarse en algunas elecciones estéticas actuales, bajo la premisa de que existe una “pos-vida, o capacidad (...) que tienen las formas de jamás morir completamente y resurgir allí y cuando menos se las espera” (Didi-Huberman, 2008: 17). La fotografía en su condición material será abordada entonces por ciertos artistas, en especial para documentar la relación de los familiares de desaparecidos con la imagen del ausente, en todo su espesor de papel fotográfico. Esta comparación intenta promover un diálogo y una relación que no será ni lineal ni determinista sino anacrónica (Didi-Huberman, 2008) entre los viejos formatos y algunas figuras contemporáneas de los desaparecidos.

eL ReTRATO deL deSAPAReCidO COmO GéneRO Como se ha afirmado, la fotografía como recurso de la memoria tiene una larga historia junto a los movimientos de DDHH, en especial en el reclamo de las Madres de Plaza de Mayo y otros familiares por conocer el destino de sus hijos desaparecidos. Llevar sobre el pecho la foto del desaparecido se ha convertido en parte de la iconografía de este reclamo, reconocida mundialmente. Y puede relacionarse con el uso antiguo de llevar la foto de un

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ser querido muerto en un medallón. “La imagen del desaparecido transportada sobre el cuerpo es una forma minimalista de exhibición pública que denota la fuerza del vínculo familiar primordial”, afirma Ludmila da Silva Catela (2009: 352). La publicidad de la emoción privada se constituye así en parte del reclamo. Por su parte, Nelly Richard asegura que el compromiso con el recuerdo es la clave central de las elaboraciones simbólicas de los familiares de las víctimas que “frente a la ausencia del cuerpo deben prolongar la memoria de su imagen para mantener vivo el recuerdo del ausente” (Richard, 2007: 144). A su vez, los retratos colgados en los cuerpos de los manifestantes –retratos que sí dan la cara− se vuelven acusadores del anonimato que protege muchas veces a los victimarios (Richard, 2007: 168). Es la mirada de los ausentes la que acusa y clama por justicia.

Una vez más, la técnica fotográfica es pensada como dispositivo paradigmático de representación de la ausencia, a la vez que herramienta de lucha por la memoria y la justicia, como estandarte político de la desaparición de los cuerpos. La foto, entonces, bandera acusadora que viste un cuerpo, aparece en el espacio público en un intento de quebrar tanta invisibilidad. La foto se vuelve una prueba de vida ante la fuerza desaparecedora que borra personas y, junto a ellas, borra también sus huellas. Si los militares “no sólo habían desaparecido a las personas sino que después desaparecieron a los desaparecidos” al borrar sus huellas (Calveiro, 2008: 163), precisamente las fotos −contigüidades de luz de esos cuerpos y esas vidas− se convierten en una herramienta de identidad y memoria. Las fotos extraídas del álbum familiar o del documento de identidad han tenido como efecto denunciar no sólo las circunstancias de la desaparición de miles de personas sino el hecho de que esas personas tenían una vida, una identidad, un nombre y una biografía previa al secuestro (Longoni y Bruzzone, 2008: 52).

Precisamente y como se ha visto, en este uso de la fotografía como herramienta de reclamo y lucha por la memoria hay una fuerte puesta en primer plano de los vínculos familiares. Serán los integrantes de la familia del desaparecido –en sus roles de madres, hijos, abuelas, hermanos−, quienes reclamen por la aparición con vida del ser querido. La memoria del desaparecido, resguardada en su retrato fotográfico, aparecerá entonces fuertemente acompañada por los restos de una familia necesariamente incompleta. Este hecho se ve prontamente reflejado en manifestaciones artísticas, muchas nacidas de los relatos visuales que los propios familiares van armando acerca del ausente. A continuación, se analizarán tres series de fotografías que, además de dialogar con la herencia de estas ‘fotos del desaparecido’, arman visualmente una escena que no es extraña al género comenzado por aquellos daguerrotipos y primeras fotos de familias sosteniendo las imágenes del ausente.

LA fOTO COmO TeSORO

Antes de emprender su trabajo sobre la ex ESMA, Inés Ulanovsky presentó en 2006 la muestra y libro Fotos tuyas, donde indaga la relación de las familias de los desaparecidos con las fotos de los ausentes. Las fotos muestran a hijos, hermanos, padres junto a portarretratos, junto a fotos en cajas o sobre la mesa. Muestran qué hace cada uno con las fotos, que es preguntar también qué hace cada uno con la ausencia. Qué fotos conservan, cómo las guardan, cómo posan junto a ellas y otras cuestiones atraviesan estas

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imágenes, divididas en nueve secciones, nueve grupos familiares. Cada uno de estos grupos está además antecedido por una pequeña esquela manuscrita de alguno de los retratados: “Mi querido hermano Mario, mi amigo, fue asesinado...”; “mi hermana... habita el río desde entonces...”; “Mi viejo. Se iba mientras yo llegaba. Nunca pudimos vernos las caras. A veces puedo sentirlo, a través de sus fotos...”. En el texto que acompaña a la muestra, la curadora Julieta Escardó explica que las fotos exploran el lugar que ocupan “las fotografías de los desaparecidos, atesoradas por sus hijos, hermanos o padres. Acercándose a ellos íntimamente, los confronta con esas imágenes y bucea en la relación particular que surge entre el familiar y sus fotografías” (Escardó, 2006).

La foto aquí no es solamente una evidencia o la salvaguarda de un recuerdo: es además y principalmente un objeto. Una cosa que ocupa espacio, se atesora, se apila, se avejenta. La foto aparece como objeto de cuidado, de descuido, olvido y memoria. Hay fotos de cajas y cajones llenos de fotografías, de fotos en álbumes, en repisas, en paredes. Estas fotos/objetos van acompañadas por partes de cuerpos de los familiares: espaldas, cabezas, torsos, brazos y manos que las sostienen. Aunque muchas veces también aparecen retratos de sujetos de cuerpo entero (uno o varios), el efecto metonímico refuerza la idea de resto, de recorte o retazo, y confirma que el protagónico del ensayo lo tiene la relación con las fotos del desaparecido. Fotos que son tuyas en dos sentidos: porque el familiar podría nombrar así las fotos del ausente −“son tus fotos las que conservo”−, pero también porque no son autobiográficas de la artista sino que son de otros − “tuyas”−, de los familiares del ausente a quienes se propone retratar.

Algunas de estas fotos proponen un juego de cajas chinas, especialmente al tomar las fotos del pasado como objetos que son, en suma, cosas fotografiables. Por ejemplo, el noveno y último grupo de fotos presenta a la familia de un joven desaparecido: hay una foto de una foto en blanco y negro del muchacho con las manos en los bolsillos. Luego esa misma foto se ve en las manos de una mujer que podría ser su hermana o su esposa, y también colgada de una soga sobre las cabezas de su ¿madre? y ¿tía o hermana? La visión de la foto sola y luego sumada a la foto en manos de otros refuerza la ausencia −no haría falta la foto en mano si estuviera la persona− y el vínculo –claramente, estas mujeres son la familia del desaparecido.

En otros casos, aparecen sólo las fotos. Fotos de fotos, fotos de portarretratos de marco brillante, que sobresalen sobre fondo oscuro como los fotogramas de una memoria. Este efecto de quitar todo alrededor a una imagen, de despojarla de los familiares que la atesoran y de los lugares donde las guardan, no quita sin embargo y debido al efecto de la serie, las marcas de lo que falta. Por ejemplo, hay una foto vieja en donde se ve a una mujer con dos niños, todos con una mueca grave o triste en la cara. La ausencia del padre, reforzada por la carta de la hija hablando de su padre asesinado y por el resto de las fotografías de este grupo, hace que se resignifique la lectura de la foto sola. Y que se abran otras preguntas: ¿Qué pasaba en ese momento? ¿Se parece esta foto a la de cualquier álbum? ¿Quién, la fotógrafa o la hija, eligió esta imagen entre tantas?

De esta manera, tal como ocurría con otras fotos, se produce una salida de la foto del álbum familiar y una reinserción en la nueva serie de ‘fotos del desaparecido’ que las reubica y trastroca. Ocurre también aquí una refuncionalización de fotos que en princi-

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pio eran estrictamente familiares y que, frente a la desaparición, se modificaron al tener que salir al ámbito de lo público. La propia Ulanovsky refiere que se imaginaba el momento en que habían sido sacadas esas fotos familiares. En una tarde de sol, o durante un cumpleaños, o en alguna noche aburrida, alguien capturó esas imágenes, sin imaginar cuál sería, finalmente, su destino (...) hasta que un día se convirtieron en algo más: ahora son pruebas, son símbolos, son historia” (Ulanovsky, 2006).

En este espacio ambiguo entre lo doméstico-familiar y la historia colectiva también se ubican los textos manuscritos que acompañan y abren cada subconjunto de la serie. En principio, permiten el anclaje de los roles de los sujetos fotografiados. Que hablen de un hijo, un hermano o un padre genera un horizonte de expectativas en quien mira y ayuda a imaginar los lazos que unen al retratado con el ausente. Además, aunque cada texto es diferente y extremadamente singular, todos cuentan las circunstancias de la pérdida y de esa manera se universalizan en su especificidad. Lo que cuenta cada familiar allí es único, aunque esta misma construcción de sentido los convierta a todos en familiares de desaparecidos.

Así, la serie permite adentrarnos en la singular relación de cada grupo familiar con sus fotos, ya que expone indicios sobre el tipo y la cantidad de fotos de los ausentes; sobre el lugar de la casa en que ubican las imágenes; las maneras en que se paran frente a ellas; el cuidado posterior de esas imágenes (si están recortadas, fotocopiadas, enmarcadas, en álbum); si conviven con los objetos cotidianos o tienen un lugar destacado. Las fotos son las respuestas visuales a las preguntas que Ulanovsky les hacía a los familiares en sus visitas, durante las que indagaba acerca del vínculo con las fotos, cuáles eran significativas y por qué, con qué frecuencia las veían, de qué manera las conservaban. De esos diálogos mientras se tomaban las imágenes dan cuenta unos textos más largos que el libro de Ulanovsky (2006) tiene como cierre al final de cada historia familiar y donde cuenta lo que los familiares les decían de su relación con las imágenes. En realidad, Ulanovsky quería que ese fuera el tema de las esquelas manuscritas, pero todos los retratados prefirieron escribir sobre el ausente, sobre las circunstancias de su desaparición y, en algunos casos, sobre la propia vida como familiar de desaparecido.

Las fotos de los familiares retratados por Ulanovsky, en su mayoría hermanos e hijos, se distinguen de los usos más experimentales y anacrónicos de la fotografía vistos en el capítulo anterior. Aquí más bien, la foto familiar del ausente es conservada como un tesoro y este gesto es subrayado por la cámara de Ulanovsky al darle protagonismo a cada imagen. En la entrevista, la artista afirmó que “muchos de los hijos conocieron a sus viejos por las fotos. La típica caja de zapatos con fotos es su tesoro. (...) Es un vínculo más largo y desarrollado en el tiempo con el objeto foto que con la persona. (...) A mí me impresionaba mucho la escena del pibe agarrando una y un millón de veces la foto, buscando algo que no haya visto, porque es lo único que tiene a mano de su padre” (Ulanovsky, 2010). Al retratar la relación con el objeto fotográfico, las imágenes de esta serie vienen a presentar –y ayudan a reconstruir− lo que el aparato desaparecedor interrumpió: una vida anterior, una historia singular de la que muchas veces no queda casi nada, salvo unas huellas en papel.

Otra serie que presenta a los familiares en relación con las fotos del ausente es Los hijos. Tucumán veinte años después (1996-2001) de Julio Pantoja (Tucumán, 1961). Se

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trata de 38 retratos clásicos de hijos de desaparecidos tucumanos que miran fijamente a cámara en casi todos los casos. Del total de retratados, doce hijos han elegido sostener una o varias fotografías de su padre o madre desaparecidos, muchas veces junto a ellos mismos de bebés. Al presentar este conjunto, Julieta Escardó destaca el formato clásico que retrata de manera frontal y sin artificios y sugiere que “Pantoja se vale en algunos casos de fotos heredadas que los hijos portan como estandartes. Uno tras otro, los gestos orgullosos de los retratados, van revelando con contundencia la continuación de un ‘linaje’” (Escardó, 2006).

En estas imágenes, la continuidad visual con el formato antiguo es mayor que en el caso de Ulanovsky. La cámara de Pantoja se pone a la altura de la mirada, sin experimentar con angulaciones ni encuadres, más en sintonía con el retrato clásico y con su formación de fotoperiodista. Los sujetos, en el centro de la foto en casi todos los casos, están claramente posando ante la lente, con mirada fija. Seriamente, ofrecen a la lente la imagen de su cuerpo y algunos recuerdos: una foto, un lugar de la casa, un piano, un cuadro. Escardó acierta cuando habla de estandartes y de linaje, ya que hay cierto orgullo exhibitorio en los retratos de Pantoja, algo que refuerza la idea de hijos, la definición identitaria en función del ausente. En cada foto se unen dos tiempos, dos generaciones. En el texto que acompaña a la muestra Pantoja habla de un vaso comunicante: “en aquel entonces sus padres tenían aproximadamente las edades que ellos tienen hoy” (Pantoja, 2006). Esta homologación con el universo congeladamente joven de los padres propicia el efecto de compartir un mismo y nuevo tiempo –al menos en el breve instante de una foto. Este hecho puede apreciarse en algunos recursos visuales de estas imágenes, por ejemplo, en la foto de una chica bajo un árbol con un retrato del padre contra la cara. Esta imagen crea una continuidad de sombras entre la foto sostenida (un hombre a mediodía, con sombra sobre su pelo y cara) y el fondo del árbol que rodea a la hija (con efecto de claroscuro similar). Como si la continuidad espacial pudiera efectuar o reforzar una cercanía temporal, permitiendo compartir un imposible mismo tiempo. La fotografía se vuelve posibilitadora de esta reunión, gestada colectivamente al igual que en los casos de Quieto, Germano y Ulanovsky. Así lo explica Pantoja: “tomar cada una de estas fotografías llevó horas, y hasta días, de charlas y confidencias con desteñidos álbumes de fotos también descoloridas sobre nuestras manos” (Pantoja, 2006). Amuleto familiar y vehículo de recuerdos, al igual que en la serie de Ulanovsky, la fotografía habla aquí sobre la fotografía para conseguir su objetivo y afirmar el estrecho vínculo de las familias de los desaparecidos con la imagen revelada. En este sentido, Pantoja también entiende como una característica notoria el gran vínculo de los hijos de desaparecidos con la imagen y con la fotografía en particular. “A sus padres los conocieron por fotos. Los recuerdos refieren a fotos. También sus reliquias son álbumes con fotos familiares. (...) No es casual que un gran número de Hijos se hayan acercado de modo amateur o inclusive profesionalmente a la fotografía o al cine. Con miembros de ningún otro grupo humano, con excepción de los fotógrafos, me descubrí conversando tan apasionadamente y durante tanto tiempo sobre aspectos vinculadas a la fotografía” (Pantoja, 2006).

Frente a la desaparición de los cuerpos –de los padres− y con la idea de reclamar desde el quiebre provocado en sus vidas por la ausencia, la fotografía se vuelve emble-

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ma político de la desaparición de los cuerpos y permite la reconstrucción de un relato familiar imposible. Como en las obras analizadas en el capítulo anterior, también aquí se puede pensar en los términos de una ‘foto familiar reconstruida’. Por otra parte, también el juego de cajas chinas se reitera aquí –profundizado− en una foto triple en que se ve a una chica sosteniendo dos fotos: en la primera, una pareja sujeta a un bebé; en la otra (de tamaño mayor), una nena pequeña muestra la foto de la pareja con el bebé. Claramente, se trata de sus padres y de ella, y esta segunda foto suma un escalón temporal –intermedio−, agravando el efecto de ausencia: convierte a esa niña ya en hija, mostrando tempranamente la forma del retrato ‘hijo de desaparecido con foto del ausente en la mano’ y evidenciando la falta todo a lo largo del tiempo de una vida.

En otra foto, hay una chica sobre un fondo infinito −puede ser cualquier lugar, lo que es decir, ninguno− con una suerte de estuche de papel en donde se recorta un círculo con la pequeña foto de un hombre, al parecer es la foto de su documento. El tratamiento que se le da, desde el montaje de la fotito del desaparecido hasta la factura de la foto final –la mirada grave y estática, casi en un gesto de dolor, la falta de datos de tiempo/espacio (salvo quizás el vestuario: la remera como único dato certero, sin contar el texto que acompaña a la foto) y la relación de tamaño entre el cuerpo real y el fotografiado− hacen de esta imagen una continuación clara del formato clásico de la foto de duelo.

Por último, en su entrevista, Pantoja (2010) remarcó el peso temporal de estas fotos, en “esa especie de anillo de Moebius que se daba a partir de las fotos, [al] abrir la puerta al túnel del tiempo. Era la puertita donde se articulaban los espacios y los tiempos”. La visión de la foto más vieja produce un giro con que regresar para reexaminar la foto del hijo, una recursividad anacrónica que conecta los dos tiempos en uno nuevo: el tiempo de la ausencia.

En tercer lugar, la serie ADN (2008) de Martín Acosta (Buenos Aires, 1960) presenta un uso de la foto familiar que se relaciona tanto con las obras de este capítulo como con las del anterior. La novedad de esta serie es que es la única de todas las analizadas que presenta el tema de la apropiación de al menos cuatrocientos bebés durante la última dictadura y la lucha de las Abuelas de Plaza de Mayo por recuperarlos. Desde agosto de 2001, Acosta ha retratado a los jóvenes restituidos junto al familiar que trabajó en ese proceso de búsqueda y recuperación. La serie es novedosa no sólo por su temática, sino además por la forma en que la presenta haciendo uso de fotos familiares. Se trata de doce cuadros en total, doce trípticos enmarcados compuestos por, de izquierda a derecha: un texto que narra la historia del nieto recuperado y contiene los dos epígrafes (con nombres y fechas), una foto actual en formato medio tomada por Acosta del nieto recuperado junto al familiar que llevó adelante la búsqueda y, por último, una foto más pequeña del padre o madre desaparecidos, a veces junto al niño antes de la desaparición. La serie, cuyo desarrollo llevó unos siete años, supuso una difícil tarea para el autor, tanto por la dificultad de contactar a los nietos –tarea en que fue asistido por la Asociación Abuelas− como por la misma característica del formato medio que supone una preparación más compleja de la situación retratada. Además, en cada foto siguió adelante una metodología de trabajo que consistía en una primera entrevista, una sesión de fotos y luego una entrevista final, lo que no pudo hacerse en todos los casos. El formato que relaciona dos imágenes y un texto en una misma obra convoca tanto algunas series con-

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temporáneas fotográficas más conceptuales y artísticas –que integran el texto dentro del marco de la obra fotográfica−, como a la tarea del fotoperiodismo, terreno donde la imagen está siempre en función de un texto que la conduce.

Basta tomar como ejemplo una de estas doce obras para entender la dinámica de la serie. Se trata del primero de los cuadros, “Paula”, cuyo texto, además de indicar los epígrafes de las dos fotos que lo acompañan, incluye el testimonio del nieto o la nieta recuperados:

“Cuando me vio por primera vez gritó ‘¡Paula!’. La abuela Delfina es la única persona que me llama Paula. A los tres años me enteré que era adoptada. A los doce más o menos, tenía pesadillas con hechos de violencia. Empecé a asociar las fechas y le pregunté a mi mamá si yo era hija de desaparecidos. Lloré como una condenada, pero fue un gran alivio. En 1995, comencé a buscar. Una señora me vio en canal 3 de Rosario. Enseguida pensó que era la nieta de Agustín, mi abuelo, el papá de Enrique. Ella ubicó mi teléfono por la guía. Habló con mi mamá y se encontraron. Fueron a ver a Delfina, y ella le mostró una foto de Blanca. Ahí mi mamá pensó que podía ser posible”. Paula-Carolina trabaja por saber sobre sus padres y encontrar a su hermano, o hermana. Blanca, su mamá, estaba a punto de parir cuando la secuestraron. Dos años después de recuperar su identidad, Paula-Carolina encontró los restos de Blanca y los enterró en el cementerio de Venado Tuerto. “Estuvimos juntos hasta el final. Blanca era una madraza. Me encanta saber que ellos tenían una idea y creían en ella. Me encanta saber que ellos trabajaban en las villas. Estoy orgullosa de lo que hicieron mis viejos.”

La foto principal que acompaña a este texto muestra a una mujer anciana de pelo blanco y anteojos acariciando el pelo de una joven que está sentada a su lado. Ambas tienen los ojos cerrados, no se miran entre ellas ni tampoco miran a cámara. Parecen compartir un silencioso momento íntimo. A la derecha de esta imagen central, hay una pequeña y más vieja foto de una pareja sonriente, cuyas sonrisas permiten liberar algo de la pesada carga de la foto actual. Incluso la mirada del padre hacia el fuera de campo de la izquierda crea la extraña ilusión de que el padre parece ver la imagen de la nieta con su abuela.

Aunque la foto tomada en la actualidad tenga, obviamente, mayor lugar en la composición, es claro que Acosta ideó una obra compuesta de tres partes indisociables. Aquí la foto familiar entra en un juego triple donde no puede faltar nada: texto, foto de ahora y foto de antes están enmarcados por igual bajo el vidrio que confirma su unidad. De hecho, en la entrevista, Acosta (2011) mencionó repetidamente cómo algunos medios de comunicación, aun con buenas intenciones, habían reproducido las fotos de los nietos de manera independiente, extirpadas de su contexto triádico. Si Ulanovsky y Pantoja obligaban a mirar en paralelo dos tiempos en una misma imagen, la serie de Acosta sutura dos imágenes y el texto en un mismo cuadro. Se trata, en todos los casos, de la unidad mínima de la exposición, aquello que no debiera separarse. Este mismo gesto parece un recurso alegórico para plantear la separación a la que fueron sometidos padres e hijos. Como un estuche doble de daguerrotipo, cada obra reúne y documenta esta vuelta –en la fotografía con el familiar reencontrado−, a la vez que establece la imposibilidad de separarla visualmente del familiar desaparecido. Como una distancia que no debiera volver a instalarse jamás.

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Al hablar de la serie, Acosta reconoce como inspirador al trabajo de Pantoja sobre los hijos y a sus charlas como ayuda para dar con el objeto de sus fotos. “Quería mostrar en términos políticos el proceso de la derrota, pero no quería hacer un trabajo que fuera un lamento. (...) No quería armar un trabajo fotográfico donde la gente saliera conmovida llorando. De golpe tuve la idea: son los hijos” (Acosta, 2011). Acosta retrata a los nietos que documentan una pequeña victoria dentro de la gran derrota. La lucha por encontrar a los nietos y de los nietos por conocer su identidad contiene en paralelo, como la obra misma, el pasado, el presente y el futuro. Sus propias biografías e identidades fueron temporalmente dislocadas, y los textos que componen cada obra así lo confirman: en sus apariciones en el presente de un nuevo pasado, que no era el pasado que los había forjado como personas y del cual, en algunos casos, había señales o indicios, como pesadillas. Por último, la hechura de esta obra supuso, como en varios de los casos ya vistos, una gestación colectiva manifestada en que los nietos elegían junto a Acosta la imagen antigua e incluso las condiciones de toma de la imagen actual en formato medio. Una nieta recuperada, por ejemplo, eligió una foto escolar de su padre cuando niño porque “detrás se ve un cuadro del 25 de mayo que tiene unos dibujos con unas mujeres con pañuelos blancos” (Acosta, 2008). En este testimonio vuelve a hacerse evidente la superposición de tiempos heterogéneos que logra esta obra.

fOTOS de AnTeS, fOTOS de AhORA

Como ocurría en el capítulo anterior, los artistas utilizan las fotografías del álbum para retratar a los familiares de desaparecidos y exponer principalmente el quiebre en la vida familiar −Ulanovsky situada desde la generación de los hijos, y Pantoja y Acosta, desde la de los sobrevivientes. Verdaderas memorias fotográficas, los retratos funcionan no tanto para narrar la desaparición, sino las vidas de los familiares y víctimas –más aún en el caso de los nietos recuperados− en relación con su tragedia identitaria y la ausencia del ser querido, la falta singular de esa persona.

Estas imágenes propician notables juegos temporales, ya que fotografiar una fotografía agrega al tiempo propio de la imagen –como pasado que se mira en un presente− otro tiempo pasado y crea un efecto de cascada. Sin embargo, el pasado anterior subrayado por la foto dentro de la foto tiene siempre características singulares. Por ejemplo, en las imágenes de principios de siglo, la muerte del familiar había acontecido poco tiempo antes de la toma por lo que la foto reemplaza en cierto modo el cuerpo del ausente reciente –esta contigüidad se observa cuando la imagen del muerto es ubicada en el lugar que le hubiera correspondido al sujeto en la foto familiar: en el centro si se trata del padre, sobre la sillita si es el bebé, etc. En las fotos antiguas, se ve además la fuerte estructura de la familia tradicional (completa, patriarcal, cerrada y durable a lo largo del tiempo) y las consecuentemente rígidas reglas del género ‘foto de familia’ (lugares prefijados, poses, etc.).

En el contexto de toma de las fotos de los familiares de desaparecidos sosteniendo fotos se trata, por supuesto, de un cuerpo desaparecido y ya no de un cuerpo muerto. Un cuerpo faltante que no se ha recuperado en la mayoría de los casos, dejando abierto y sin suturar el duelo por el ausente. Las diferencias entre difunto y desaparecido, aunque obvias, deben ser subrayadas ya que las desapariciones son posiblemente los hechos

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más dolorosos de la dictadura argentina. De hecho, incluso un sector de las Madres de Plaza de Mayo se opone a pensar en términos de ‘duelo’ argumentando que sería dar por muertos a los desaparecidos. Insisten, entonces, en los reclamos de ‘aparición con vida’ y en la no aceptación de la reparación económica a las familias de las víctimas. 33 Al respecto, estas imágenes tienen una inestabilidad parecida a la de los recordatorios de Página/12 que, como explica Celina Van Dembroucke (2005 y 2013), condensan en un solo texto y un solo destinatario el obituario por la muerte de un ser querido y la búsqueda de paradero del ausente. Es decir, no pueden ser nunca solamente el recuerdo del ausente sino que conllevan un pedido de justicia –aun cuando esté implícito simplemente en la circulación pública de estas imágenes familiares.

Por otra parte, cuando se hicieron las series fotográficas, habían pasado más de dos décadas desde la ausencia del familiar. El hecho de que, por ejemplo, los hijos retratados tengan a veces la misma edad que sus padres impide notar los roles con claridad, propicia dudas e inestabilidad. En las fotos contemporáneas, las filiaciones son complicadas y los límites de las familias más difusos que antes. Pero aunque se trate de una estructura familiar más laxa, las fotos exponen la misma incompletitud. La falta permanece; la imagen fuga hacia la ausencia a través de la foto del que no está.

Además, el hecho de que muchas de estas fotografías sean la foto de una foto instala al espectador ante una doble ausencia. Como afirma Willy Thayer (2006), el negativo que deriva de una foto tiene lo umbrío de un papel inanimado (en lugar de la luz de la vida del rostro humano), asemejándose así a cadáveres solares.

Como se ha visto en el capítulo anterior, las fotos de Ulanovsky, Pantoja y Acosta también retoman aquellos retratos informales y ritualizados de la vida cotidiana (en los casos de estas familias, una memoria en imágenes que tiene un hueco). Qué fotos faltan y quién falta en cada foto es algo que estas segundas fotografías de artistas parecerían venir a exponer a la vez que enmendar. Tanto las fotos previas de luto como estas otras intentan la reconstrucción de un retrato-relato familiar imposible, en un juego de dobles y fotos multiplicadas. La recursividad construye en la foto una mueca temporal, que además cimienta la pertenencia a un grupo: viudo, viuda o huérfanos, en un caso; familiar de desaparecido o nieto recuperado, en los otros. En estas obras, claramente atravesadas por las dimensiones de la estética y la política, la foto del cuerpo no reemplaza el cuerpo porque no hay cuerpo muerto. Por eso no se trata de epitafios familiares o de papel, sino de relaciones que entablan los presentes, desde el presente, con el recuerdo de la vida del ausente materializado en sus fotografías, y con su ausencia.

Serán las fotos del otro –las fotos tuyas− las que hablen del retratado, lo definan identitariamente y agraven la propia ‘fuga de muerte’ que toda imagen fotográfica impone.

33 Claudia Feld explica esta cuestión central y divisoria del movimiento de ddHH: “En repetidas ocasiones, los militares intentaron ‘cerrar la cuestión’ de los desaparecidos declarándolos muertos sin dar ninguna otra explicación al respecto. El movimiento de ddHH se opuso a esta declaración genérica de muerte y reclamó la investigación para todos los casos. A partir de la transición democrática y de las diversas investigaciones y causas judiciales que se fueron abriendo, las posiciones en el interior del movimiento se fueron diversificando” (Feld, 2010: 30).

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PALA b RAs fOtOGR áficAs: i MAG en, esc R itu RA y M e MOR i A

Tengo la sensación de que la fotografía me ha devuelto la palabra

La relación entre las imágenes artísticas –puntualmente, fotográficas– y el mundo de la palabra no es nueva en el arte contemporáneo, máxime desde el auge del arte conceptual a partir de los años 60, un arte basado casi exclusivamente en el lenguaje y el desarrollo de una idea.34 La incorporación de textos escritos alrededor o dentro mismo de las obras ha sido desde entonces una de las posibilidades de lo fotográfico. Una de las obras emblemáticas que tematizaron el problema de la representación en el arte a partir de la fotografía y el lenguaje ha sido la instalación One and three chairs (Una y tres sillas), presentada por el estadounidense Joseph Kosuth en 1965. La obra mostraba tres elementos: en el piso, una silla marrón de madera plegable; a la izquierda, sobre la pared, una foto a tamaño natural en blanco y negro de esa misma silla allí colocada (con sus sombras exactas) y, a su derecha, un panel de texto que reproducía la definición del diccionario de la entrada “chair” (silla) (Ruhrberg et al., 2001: 535). Los tres elementos invitaban a problematizar la relación entre las cosas y su representación, a reflexionar en paralelo sobre el estatuto de verdad de la palabra y de la fotografía (y, en suma, del arte en general). Por otra parte, desde sus inicios como imagen de prensa, el fotoperiodismo también se ha valido en extenso de la relación de las imágenes con las palabras, aunque a menudo de una manera diferente de la que interesa aquí: más bien supeditando la fotografía –precisamente, en su calidad de ilustración– al texto de la noticia, su núcleo principal.

Al examinar con cuidado las obras fotográficas de los capítulos precedentes, sobresale una constante: en gran medida las fotografías que refieren el pasado traumático están íntimamente acompañadas por palabras. Textos como explicación, textos de otros, textos manuscritos, textos borrados o ilegibles, textos viejos, textos jurídicos, textos íntimos se vuelven, a fin de cuentas, protagonistas de estas imágenes alusivas al pasado dictatorial reciente. Así, de manera transversal, es posible volver a revisar algunas de esas obras que incluyen a la palabra en –o alrededor de− las fotografías.

Las palabras, desde dentro y desde fuera de las fotografías aquí analizadas, complejizan las imágenes tanto como las fotos interfieren –y no meramente ilustran– lo que afirman los escritos que las rodean. Entonces, ¿cómo entender las sucesivas apariciones de las memorias del pasado traumático en fotografías que se presentan unidas al discur-

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Una versión de este capítulo fue publicada en Blejmar, Fortuny y García (2013).

so escrito? ¿Cómo se dan las relaciones de solidaridad y la tensión entre imágenes y palabras para convocar las memorias? ¿Puede una foto ser un testimonio visual? ¿Puede una imagen “tomar la palabra”?

LOS ReSTOS TexTUALeS

Ya se ha mencionado la serie El lamento de los muros (2004) donde Paula Luttringer rastrea la historia en los muros e interiores de los ex centros clandestinos de detención (CCD). La particularidad de esta serie es que cada foto va acompañada por el testimonio de una víctima de la dictadura, en un doble juego que dibuja un mapa de memoria situado entre lo visible y lo decible. Esta duplicidad se encuentra ya en el título, que evoca el Muro de los Lamentos, es decir, la piedra donde se dejan palabras en forma de rezos o pedidos, precisamente en otros restos: los del Templo de Jerusalén.

Una de las fotografías de esta serie muestra una escalera, motivo recurrente en los relatos de muchos de los desaparecidos que lograron sobrevivir y que, por ejemplo, se repetirá unos años más tarde en una de las fotos de la serie ESMA, de Inés Ulanovsky.35 La foto de Luttringer presenta, en tonos grises, tres escalones de una escalera de cemento unida a dos paredes del mismo material y color. La pared que tiene mayor protagonismo, al costado izquierdo de la foto, lleva unas inscripciones hechas con objetos punzantes. Son letras mezcladas, superpuestas, borradas o tachadas; letras clavadas en el muro pero que no llegan a formar alguna palabra legible (incluso algunas parecen números). Como en el juego de encontrar formas en las nubes, es inevitable buscar aquí palabras, intentar descifrar estas marcas incomprensibles e inestables, y sin embargo altamente significantes. Estas huellas lingüísticas –¿poslingüísticas, acaso?– son los restos del pasado traumático que resisten el paso del tiempo y persisten en la materialidad de los lugares. Similares a las inscripciones habituales de cualquier sitio público, como monumentos o escuelas, estas son sin embargo “los rastros que han quedado en las piedras en los lugares violentos”, según Luttringer (2006). Son el grito grabado, algo que no necesariamente tiene que ver con lo expresable.

En su análisis sobre el rumor carcelario –o “bemba”–, Emilio de Ípola (2005) define la cárcel política como una máquina de desinformación que toma numerosos recaudos para garantizar su buen funcionamiento. Entre ellos, sobresalen la requisa periódica de papeles escritos del detenido en su celda y el silencio obligado entre los detenidos de distintos pabellones o patios, así como entre detenidos y guardiacárceles. Sin embargo, “en ese ámbito cerrado que lleva hasta el paroxismo las medidas para asegurar el desconocimiento y la desinformación más integrales, los mensajes proliferan. En ese mundo, donde los signos están prohibidos o rigurosamente controlados, todo es signo y mensaje: todo es inevitable y enfáticamente significante. Y a su vez todo preso polí-

35 Respecto de su fotografía, Luttringer ha dicho que “la escalera tiene un significado muy fuerte, no sé por qué. La mayoría de la gente nunca fue torturada en el mismo piso. todo el mundo cuenta que lo hacían subir o bajar la escalera. La escalera es muy traumática, porque es cuando te llevan a torturar. Cualquier sobreviviente sabe lo que esa escalera significa. Hay quiebres en el espacio, no sólo en el tiempo, en las primeras horas del secuestro. Porque ya estás vendada cuando entrás a esos lugares y ya el espacio no es lo que vos conocés. No sé qué más decirte de las escaleras. La mayoría de la gente las subió y las bajó sin verlas. Las escaleras tienen principio y fin: uno sabe si tienen 10 escalones o 20 o 30. y mucha gente se acuerda de cuántos escalones tenían. Hay una cosa de saber que cuando el último escalón llega, sabés que te van a torturar. Creo que está ligado a cosas muy primitivas.” (Luttringer, 2011).

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tico se convierte, desde que se incorpora al medio carcelario, en un lector, un descifrador, un hermeneuta hipersensibilizado” (De Ípola, 2005: 29). Cada detenido puede ser entendido así como un descifrador perspicaz; cualquier posibilidad de adelantarse a lo que iba a suceder era tomada como una ventaja, por más mínima que fuera. Así, dentro del compartimentado espacio carcelario, se produce la rápida circulación de numerosos mensajes, que desafían y transgreden las reglas de la cárcel. Incluso otro factor de control sobre los presos políticos es que las propias reglas de la cárcel se mantengan en su mayoría implícitas, contribuyendo al silencio general de la prisión. Según De Ípola, las bembas constituyen “el grado cero de la resistencia interna de los presos políticos a la desinformación erigida en sistema; la forma primera y más elemental de oponerse materialmente (y colectivamente) a la violencia de la incomunicación regimentada” (De Ípola, 2005: 59).

Aunque las marcas en los muros de los espacios de detención y tortura se diferencian del rumor carcelario (en principio, su producción no es necesariamente colectiva y su materialidad es –algo– menos perecedera), ambas son estrategias de los detenidos frente al silencio erigido como norma. Muchas de las inscripciones en los muros de los CCD conforman capas de sedimento presentes, aunque no visibles, en las paredes y están siendo descubiertas a lo largo del tiempo. Desde hace unos años, los equipos de trabajo se encargan de relevar en los ex sitios de detención también las firmas y fechas que apenas se dejan ver, por ejemplo en el Casino de Oficiales de la ex ESMA, en las celdas desenterradas de El Atlético y en ex centros de detención de Córdoba y Rosario (Martínez, 2008). Los muros, convertidos en verdaderos palimpsestos, contienen las marcas que soportan –y dan vida– a la memoria. Y sus escrituras casi invisibles están siendo encontradas, descifradas y recuperadas para el relato del pasado. Por otra parte, estos restos de textos y dibujos fotografiados por la cámara de Luttringer –rumorosos, anónimos– también apuntan al ya mencionado enmudecimiento instalado en gran parte de la sociedad durante el régimen represivo dictatorial y la pérdida de los marcos narrativos para procesar ciertos acontecimientos traumáticos –la tortura, la desaparición– en la época democrática siguiente (Jelin, 2002). Dan cuenta de desfavorables contextos de habla y de escucha, que impiden que los testimonios afloren, que sean decibles y audibles. Cuando lo traumático vivido aún no sale a la superficie y aunque la memoria sea todavía subterránea, siempre hay fragmentos que logran manifestarse y que pueden anticipar el testimonio futuro. Tal como sugiere Nelly Richard al caracterizar la Escena de Avanzada chilena, las obras compuestas por fragmentos sueltos y desparramados confirman que la historia de los oprimidos es una discontinuidad. Y que “sólo una precaria narrativa del residuo fue capaz de escenificar la descomposición de las perspectivas generales, de las visiones centradas, de los cuadros enteros: una narrativa que sólo ‘deja oír restos de lenguajes, retazos de signos’, juntando hilos corridos y palabras a maltraer” (Richard, 2007: 124).36

También los restos de lenguaje en estas obras de Luttringer ofrecen una narrati-

Palabras fotográficas
36 Nelly Richard entiende por “Escena de Avanzada” a cierta producción artística chilena vanguardista -desarrollada aproximadamente entre los años 1977 y 1982- que con un lenguaje críptico y complejo buscaba evadir la censura impuesta por la dictadura de Pinochet.

va histórica residual, indeterminada y fragmentaria que, de todas maneras, surge en un tiempo más intenso y abierto de memoria frente al anterior clima de silencio. Como ya se ha visto, numerosas memorias fotográficas (y cinematográficas, literarias, pictóricas, teatrales) se inician pasada la mitad de los años 90, justo cuando algunos sucesos claves se dan lugar en nuestro país y reconfiguran –en diferente medida– el escenario de memoria, el horizonte desde el que se reactivarán las memorias sobre los hechos del pasado. Las palabras de Luttringer sobre su propia obra son elocuentes al respecto:

He tardado dos años en querer mostrar El matadero [la serie se expuso en 1998], porque a mí también esas imágenes me resultan muy violentas. Por otro lado, si yo soy honesta conmigo misma, mi mundo interior es así, sé que la mirada que tengo sobre el mundo es esa. Por primera vez a pesar mío, mi interior está saliendo hacia afuera, es como que te sientes un poco desnuda ante los otros. Tengo la sensación de que la fotografía me ha devuelto la palabra (Luttringer, 2006).

Luttringer inscribe así su obra de 1998 en un momento histórico que empieza a propiciar la posibilidad de tomar la palabra, de recuperar la voz, y de que sea reconocida, entre otras cuestiones silenciadas, la vida política de los desaparecidos. Acerca de la relevancia de la fotografía como medio para empezar a dar testimonio y tomar la palabra, Luttringer refiere la importancia de una muestra de Adriana Lestido sobre mujeres presas con sus hijos. La muestra, que Luttringer vio al regresar a la Argentina tras quince años de exilio, cuando aún no era fotógrafa, le permitió descubrir que podía hablar de su terrible experiencia de desaparición como detenida ilegal, en un cautiverio que se prolongó por cinco meses y en el que dio a luz a su primera hija. En sus palabras: “Ahí hay un quiebre. Cuando yo vi esas fotos pensé: se puede hablar de lo que me pasó. Ahí descubrí que se podía hablar con fotografía del trauma. En esa época yo no lo llamaba trauma, lo llamaba recuerdos que te invaden, le ponía otros nombres” (Luttringer, 2011). Helen Zout también relaciona la fotografía con los inicios de su testimonio: “Yo comencé a estudiar [fotografía] cuando no me salían palabras, porque estaba escondida. La fotografía pasó a ser mi forma posible para contar lo que sentía a través de imágenes, hice cursos para sobrevivir a una situación de encierro y de miedo. Y ahí apareció esa doble sensación de meterme para adentro, pero al mismo tiempo sacar todo de alguna otra manera” (en Fanjul, 2006). Ambas fotógrafas dan así con su oficio precisamente en el camino desde el silencio hacia la narración (visual) de lo traumático.

Unos años después de El matadero, las fotos de El lamento de los muros vienen a presentar esas voces acalladas, cuyos ecos rebotan aún en las paredes de los espacios de detención y tortura. Estas fotografías de Luttringer –que son también el testimonio de la experiencia de la artista– muestran los restos de otros testimonios en formas de lamento o de quejido inscriptos en la pared (contra el silencio). Y es así como la imagen puede empezar a dar la palabra: hace ver, hace saber.

Será en el vínculo entre imagen y escritura donde se pueda empezar a dar la reconstrucción del sentido: en el pasaje de la materialidad cruda de un significante sin

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significado hacia la voz articulada del lenguaje significativo, la del testimonio. En un esfuerzo por trazar la parábola inversa a la que plantearon los militares: ya no del discurso articulado a la materia bruta del chillido, sino de lo confuso e inarticulado del trazo y de la imagen a la palabra significativa. En este proceso anamnético, entonces, ciertas estrategias fotográficas ponen a la foto como mediadora, como operadora del tránsito entre la palabra y el quejido, entre la letra y el garabato, de la mancha a la escritura. La fotografía aparece aquí comunicando ambos mundos, el fondo de sinsentido y horror con la posibilidad de empezar a articular un discurso que dé forma, significación y, por tanto, posibilidad de superación del trauma y postulación de nuevas aventuras significativas.

LA PALAbRA bORRAdA

Si el apartado anterior se refería a lo inscripto y silenciado, a lo decible quebradizo, este se detendrá en una zona aledaña: el borramiento de la letra que recuerda. Fotos que abordan ya no la dificultad del testimonio de la víctima sino el estatuto de la memoria –escrita– de las generaciones posteriores.

La relación entre palabra e imagen está presente con fuerza en muchos de los trabajos de Marcelo Brodsky, salvo quizás en sus últimos libros de correspondencias donde la palabra está aludida por completa omisión, y es precisamente lo que se deja afuera voluntariamente en una serie de cartas visuales). Ya en Buena memoria (1997), Brodsky intervenía con palabras una foto de sus compañeros de colegio y presentaba testimonios y largos epígrafes junto a las imágenes. Los libros fotográficos y las instalaciones que los anteceden o suceden se conforman en gran parte por textos, del propio artista y de otros, que incluso se traducen al idioma local con cada nuevo viaje de la obra. Hay una voluntad explicativa y expositiva en los textos que Brodsky coloca alrededor de sus fotos, lo que evidencia una clara estrategia de trasmisión intergeneracional –de hecho, Buena memoria se expone en el Colegio Nacional de Buenos Aires cada cinco años, para las sucesivas camadas de alumnos. En esta serie, la palabra instala a las imágenes en coordenadas.

En su libro Nexo (2001), Brodsky compone un ensayo sobre cómo se recuerda: fotos del exilio, objetos, formas del recuerdo. Y también sobre cómo se construye una identidad, sobre las formas de la memoria lastimada. El libro incluye producciones fotográficas diversas del artista, que fueron realizadas en el amplio arco temporal de su carrera: algunas se remontan hasta fines de la década del 70, mientras que otras llegan hasta el año de edición, pasando por diferentes momentos intermedios (exilios, regresos, viajes, instalaciones). A fin de explorar la relación entre palabra e imagen, se tomarán aquí dos momentos de este libro que resultan muy pertinentes: “El bosque de la memoria” y “Los condenados de la tierra”.

“El bosque de la memoria” alude al terreno cedido por la Universidad Nacional de Tucumán, en 1996, a los familiares de desaparecidos de esa provincia. Allí, cada familia plantó un árbol y lo identificó de alguna manera: con carteles, piedras, papeles plastificados. A lo largo de los años, los árboles fueron creciendo, con mayor o menor suerte (algunos sucumbieron a las plagas o la sequía), a la vez que las palabras de los carteles expuestas al viento, el sol y la lluvia también se fueron perdiendo y confundiendo

Palabras fotográficas

lentamente. La cámara de Brodsky retrata precisamente este deterioro de lo escrito, las memorias lingüísticas que se han ido borrando con el avance del tiempo, pero que no se borran del todo y persisten de manera difusa.

En el libro, la serie está compuesta por siete fotografías. La que abre la sección muestra la silueta de un árbol recortada sobre el cielo blanco y mediada, para el espectador, por un borroso alambrado. Los rombos de alambres, ubicados entre la lente y el paisaje, están fuera de foco e interfieren la escena ligeramente. Otras cinco fotografías –el cuerpo principal de la serie– muestran papeles escritos a máquina, notas manuscritas y recortes de diarios, todos ellos cubiertos por plásticos amarronados y húmedos, que cuelgan de ramas y troncos o se apoyan en el pasto. En algunos de estos anuncios hay trazos de caligrafías legibles, que milímetros después se engrosan o se deshacen, hasta convertirse casi en dibujos. Hay también titulares o letras en negrita que sobreviven mejor a las inclemencias del tiempo. Algunas de las coberturas plásticas están rotas, invadidas por manchas que dialogan con las palabras y con las firmas de esposas, hijos, madres, hermanos. Uno de los carteles transcribe una oración de San Francisco de Asís. Otro proclama el orgullo hacia el “corto pero significante paso por la vida” del desaparecido. Los carteles están, además, en plena relación con la foresta: rodeados por hojas y ramas, parecen también tremendos carteles indicadores de botánica que deberían aclarar simplemente “esto es x”, “esto es y”, como en una irónica función de anclaje. En el texto que las acompaña, el autor se lamenta porque “hoy los carteles se han deteriorado casi por completo y suponen una especie de segunda desaparición de aquellos a los que se quiso recordar” (Brodsky, 2001: 67). No es menor que esta serie ofrezca junto a las fotos las palabras explicativas de Brodsky, casi en un intento por fijar desde afuera las coordenadas de lectura de la obra, entrando además explícitamente en los debates actuales sobre la memoria.

También hay una imagen que, ubicada entre las fotos del bosque, funciona como “intermedio” y dispara y abre nuevas cuestiones: se trata de la foto de unas inscripciones borradas sobre una lápida. Más precisamente, es el primer plano de una piedra tallada en el siglo XIII en forma de lápida de la –ya derruida– catedral irlandesa de Glendalough. Mientras que las letras ahuecadas en la piedra se pierden, confundidas con nuevos golpes y erosiones, el texto que acompaña la foto afirma que “fue necesario que transcurrieran setecientos años y que la catedral se derrumbara para que el texto quedara en este estado. El Bosque de la Memoria de Tucumán tiene apenas cuatro años. Sin embargo, las palabras ya se encuentran en un estado similar de deterioro” (Brodsky, 2001: 70).

¿Cuántos años tarda en borrarse una memoria? ¿Cuatro? ¿Setecientos? Esta es la pregunta que se hacen textos y fotos. Brodsky habla del “deterioro” que es producido también por el material que sostiene la inscripción: no duran igual las memorias en piedra o mármol que las memorias en papel –que puede funcionar como metáfora de la fotografía, también memoria de papel. En su libro Epitafios, Luis Gusmán sostiene: “Que el epitafio exista es insoslayable para la identidad. Saber quién es el muerto y dónde está su tumba es un derecho. La apelación a ese derecho en la antigua Grecia se conocía como el ‘derecho a la muerte escrita’ –como si el acto de morir reivindicara póstumamente un ejercicio absoluto del derecho” (Gusmán, 2005: 17). Sin homologar árboles y tumba,

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los carteles semiescriturales del Bosque de la Memoria vienen, sin embargo, a ejercer precisamente ese derecho a la muerte y a la memoria escritas. La pregunta por cuánto duraron o durarán parece, no obstante, menos relevante que el gesto de la efectiva inscripción del recordatorio, el saludo y la plegaria, nada menos que junto a árboles que crecerán y se metamorfosearán en el tiempo, manteniendo vivo el recuerdo, incluso aunque ya nada en ellos así lo indique.

La lápida −más en la línea de las baldosas por la memoria o el monumento central del Parque de la Memoria− y el cartel del árbol son simplemente dos modos distintos de hacer presente lo pasado. Quizá los modos efímeros no sean tanto una forma del olvido como la evidencia de la propia evanescencia de la memoria, la particular condición efímera de la construcción de las memorias de los desaparecidos. El hecho mismo de que los carteles sean precisamente carteles y no lápidas remite a discusiones abiertas, porque se trata de cuerpos desaparecidos y no meramente muertos. Cuerpos faltantes que no se han recuperado en la mayoría de los casos, dejando abierto y sin suturar el duelo por el ausente.

Una no-lápida liviana y perecedera, en metamorfosis con la vegetación, amarronada de tierra, cuyas letras se vayan diluyendo paulatinamente y luego se sequen con el sol puede ser entonces menos la evidencia del olvido y mucho más la forma precisa en que se desenvuelve y permanece la siempre particular memoria de los desaparecidos. La palabra borrada, palabra desaparecida, dice aquí mucho más que lo que enuncia.

En Los condenados de la tierra, Brodsky (2001) continúa la exposición de la palabra borrada y, en este caso, recuperada. Se trata de un conjunto de fotos de la instalación homónima que consiste en cajas de tierra con fragmentos de libros: tapas y hojas rotas, sueltas y comidas por los años de entierro. Los cuatro libros allí expuestos fueron enterrados en 1976, en el jardín de una casa marplatense por Nélida Valdez y Oscar Elissamburu por miedo a que la dictadura les encontrase libros considerados “subversivos”. Esos mismos ejemplares –Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon; La sociedad industrial contemporánea, de Erich Fromm y otros; La revolución teórica de Marx, de Louis Althusser, y un cuarto libro que no permite ser identificado– fueron a su vez desenterrados, en 1994, por los hijos adolescentes de quienes habían decidido esconderlos bajo tierra. Se trata de libros de inclinación marxista, entre los que se destaca aquel que da título a la serie. En los años 60 y 70, muchos jóvenes de América Latina leyeron en Los condenados de la tierra de Fanon, y especialmente en el prefacio que Sartre escribió para el libro, una incitación a la violencia como única arma contra la fuerza de los opresores.

Tres tipos de imágenes componen esta sección del libro de Brodsky. En primer lugar, las fotografías de la instalación: las cajas repletas de tierra y los libros –lo que queda de ellos– apoyados entre los terrones. A este mismo conjunto pertenecen los fotogramas del video que acompañaba a la instalación y donde se veían planos detalle de los libros, de sus tapas y de sus interiores, permitiendo que se leyeran palabras sueltas y hasta alguna frase entre los tonos ocres que la humedad y el óxido del tiempo les dieron a las hojas. En segundo lugar, se reproduce el facsímil de la carta-testimonio de Nélida Valdez, donde relata su alegría por la “búsqueda del tesoro” realizada por sus hijos Leonardo y Javier, de 16 y 13 años. Esta inclusión manuscrita narra la (su) historia, a la vez que sirve

Palabras fotográficas

como contrapunto de la letra de molde de los libros enterrados, en los que ya no es posible leer nada. Por último, el libro incluye fotografías de algunos espectadores de esta muestra, de sus rostros reflejados en los vidrios de las fotos, mirando absortos. Al igual que Buena memoria, este libro incluye recursivamente las imágenes de los espectadores observando la exposición de las imágenes del libro. Salvo el testimonio de Nélida, todas estas imágenes van acompañadas por textos de Brodsky en los que relata, entre otras cosas, el miedo que llevó a su generación a quemar los libros y la anécdota de que, en la exhibición, un padre le explicó a su hijo cómo quemó sus propios libros. Brodsky afirma que los libros “desenterrados por sus hijos, son un testimonio de lo que tuvimos que pasar. Estos libros no pueden cumplir la función para la que fueron concebidos. Sus hojas, palabras y signos se han convertido en la memoria de lo que fueron y en testimonio rescatado por una nueva generación” (Brodsky, 2001: 77).

Testimonio rescatado y fragmentario, los libros son la palabra impresa transmitida de mano en mano entre generaciones, como una metáfora tomada en su literalidad. Así, los testimonios –siempre constitutivos de las identidades singulares, familiares y sociales– se materializan en estas imágenes en verdaderos libros condenados a la tierra, pero también dispuestos a ser rescatados para ver la luz casi veinte años después. De hecho, la foto de un padre con su hijo mirando la muestra refuerza esta idea de trasmisión generacional, aunque quizás haga evidente algo que la propia obra de Brodsky mostraba de manera menos obvia y autorreferencial.

LA imAGen mAnUSCRiTA

Otras de las formas en que la palabra aparece en las fotos es como letra manuscrita. En tanto huella de una mano que ha escrito, la grafía comparte con la fotografía su carácter indicial −estatuto, por supuesto, no exento de problemas aunque operativo en ambos casos. Palabras a mano y fotos se hallarían así ligadas desde un principio y, como se verá a continuación, varias obras documentan esa hermandad.

Las fotos intervenidas de El viaje de Papá (2005) de Pérez del Cerro están hiladas por el relato que construyen los fragmentos de la carta de despedida escrita al padre por Magdalena −tía del hijo, cuñada del padre. La epístola que aparece desglosada en letra manuscrita en los bordes inferiores de cada imagen, conforma una parte central de la obra fotográfica. Además de estas palabras que acompañan el imposible viaje de padre e hijo, Pérez del Cerro introduce y cierra la serie con textos. Incluso antes de mostrar las imágenes, transcribe foto por foto la carta de su tía como prólogo a la obra. Es decir, hay una inclinación a la escritura en este trabajo, tanto desde el paratexto de la serie como desde la constitución de cada imagen singular.

Así, las palabras que lleva inscripta cada imagen en su inferior −sobre un marco blanco interno a la fotografía− al ser leídas foto a foto conforman la unidad de la carta de la tía. Esta narración es vital para construir la memoria del asesinato del padre. Pudiendo escribir él mismo una carta propia, elige usar una carta que él atesora, una carta que viene del pasado y se configura como testimonio clave de su historia. Se trata de un texto de otro −su tía− para otro −su padre−, al que las fotos no ilustran −o, a lo sumo, ilustran evasivamente−, pero con el que las fotos entablan un diálogo alegórico. Las fotos del pa-

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dre, la letra manuscrita de la tía y los fotomontajes del hijo combinan en una sola imagen tres voces y tres tiempos. Los testimonios visuales y escriturales se entremezclan para hacer advenir la obra (la memoria) polifónica.

Esta serie refuerza y evidencia, desde el uso del texto, la reconstrucción particular que emprenden muchas de las obras fotográficas −especialmente de los familiares de desaparecidos− que aluden a la violencia política y a los efectos de la dictadura en la vida familiar tomando imágenes de los álbumes para armar unas nuevas imágenes, reconstruyendo fotos imposibles y faltantes. En este caso, Pérez del Cerro reconstruye, foto a foto y simultáneamente, el viaje del padre y la carta: en el pasaje de una foto a otra, el espectador podrá ir conociendo el contenido de la epístola, su testimonio, mientras viaja con el padre de la mano del hijo. La carta y las fotos del álbum −ambos objetos privados expuestos aquí a la esfera pública en una nueva configuración− conforman una obra que da cuenta de la historia. Además, el viaje y la carta están estrechamente ligados, tal como sostiene Carlos Bruck (1992), porque la escritura epistolar se entiende muy bien con la idea de una movilidad viajera.

La carta es además el caso paradigmático de lo escrito a mano: en ella se escribe para un otro lector (toda carta tiene un destinatario) y para ser leído en otro tiempo (aunque muchas veces la carta es urgente, nunca se lee por supuesto en el mismo momento de su escritura). Además, el propio gesto de escribir la carta inscribe la singular subjetividad del remitente en su inconfundible caligrafía. La carta, por más íntima que sea –en especial porque es íntima−, no existe sin imaginar y convocar a otros, no existe sin anticipar desde su propia producción las posibilidades de su circulación social posterior e incluso las posibilidades de una circulación fallida. Que la carta no llegue o llegue tarde, que la lea el destinatario equivocado o que se haga pública por accidente son eventualidades que pueden ocurrir. Así que la carta, como la foto de álbum familiar, ya desde su nacimiento lleva implícita una carga identitaria, a la vez que corre el riesgo de ser leída en un contexto distinto del esperado o aun de convertirse en cosa pública. En su trabajo sobre el tipo de subjetividad que construyen las cartas de militantes políticos a sus hijos durante los años 70, Jordana Blejmar sostiene que los mismos militantes advierten el carácter testimonial de las cartas “al dirigirse a sus hijos no sólo en tanto hijos, sino también en su condición de futuros revolucionarios, que terminarían la tarea que ellos habían comenzado. (...) Esas cartas son, también, textos dirigidos a la Historia y es ese doble destinatario (privado y público) el que hace de ellas un documento invaluable para debatir sobre el pasado reciente” (Blejmar, 2009: 6). Esta consideración resulta muy pertinente en este caso particular en que el destinatario de la carta −siempre diferido, por definición− ha sido desde el origen uno imposible o ideal, un verdadero y radical ausente que al momento de la escritura ya llevaba un mes de asesinado. Por lo tanto, es posible pensar que esa carta fuera escrita por la tía para algunos otros destinatarios diferentes de su destinatario explícito: la esposa y los hijos, seguramente, pero quizá también las generaciones venideras −muchas de las cartas escritas desde la clandestinidad justificaban la lucha y el sacrificio en pos de un mejor futuro para los hijos y las generaciones futuras. A la vez, este difuso destinatario toma una forma nueva a partir de la intervención del hijo/sobrino, multiplicándose en otros nuevos corresponsales: anónimos

Palabras fotográficas

mirantes y lectores de la nueva obra hecha con fotos. Algo similar a lo que sucede con el estatuto de las fotos del viaje del padre en su circulación posterior hacia un público no familiar, imprevisto.

Por otra parte, Blejmar cree que, al ser un diálogo diferido, la carta permite a los hijos de desaparecidos retomar una comunicación con sus padres e incluso responder las cartas que ellos les dejaron (Blejmar, 2009). Por ejemplo, en la película Papá Iván (2004), María Inés Roqué usa el mismo recurso que Pérez del Cerro ya que hilvana la narración cinematográfica a partir de una carta, en este caso la de su padre desaparecido.

Otra variante de la letra manuscrita son las esquelas que Inés Ulanovsky intercala en Fotos tuyas (2006) sobre la relación de las familias de los desaparecidos con las fotos de los ausentes. Qué fotos conservan, cómo las guardan, cómo posan junto a ellas y otras cuestiones atraviesan estas imágenes, divididas en nueve secciones, cada una antecedida −o intercalada− por un pequeño texto escrito a mano por uno de los retratados. Estos escuetos textos no acompañan la obra como paratextos sino que constituyen parte nuclear de ella. Son palabras que aparecen fotografiadas y presentadas de la misma manera que el resto de las fotos y que llevan siempre la carga fuerte de la primera persona, recordando al ausente desde un punto de vista dolorosamente privilegiado. Las esquelas hablan del desaparecido, contando la historia y explicando las fotos, las circunstancias de la desaparición o incluso los sentimientos de quien narra: “Mi papá (…) fue militante peronista. (…) Todavía lo extraño”; “Nunca me acostumbré a esa ausencia. Están conmigo en cada momento de dolor y alegría”; “No podremos nunca más escuchar su voz, ni conocer cómo el tiempo se marcó en sus rostros”. Sólo una de estas esquelas se diferencia del resto por dirigirse ya no a quien mira la foto sino a la hija desaparecida: “Cris: Te buscamos, no te encontramos, acá estamos. Mamá y papá”. Como en muchos recordatorios, el hecho de que el que escribe la carta se dirija a una segunda persona hace que el lector ocupe además momentáneamente ese lugar del ‘tú’, en este caso el lugar del desaparecido.

La serie de Ulanovsky retrata precisamente el tránsito desde esas fotos familiares hacia su conversión en las ‘fotos del desaparecido’, hecho que las transforma. En ese espacio ambiguo entre lo doméstico-familiar y lo público, también se ubican los textos manuscritos que acompañan y abren cada subconjunto. La existencia del texto agrega siempre información con que volver a revisar la imagen; incluso la letra y los indicios que en ella pueden leerse aportan información de quien escribe −con un pulso nervioso, cansado, aniñado, tembloroso o firme al recordar al ausente. La letra manuscrita deja ver al testigo que atestigua, que da testimonio ya no de la verdad de los hechos objetivos –aunque cuente las circunstancias de la desaparición o el asesinato−, sino de la verdad propia de la ausencia, que afortunadamente viene a ser interrumpida por recuerdos y fotos. La imagen y el texto aluden y confirman solidariamente lo que el aparato desaparecedor interrumpió: una vida anterior, una historia singular de la que muchas veces no queda casi nada, salvo unas fotos.

Además, otros textos diferentes acompañan en el libro a cada grupo de imágenes: más explicativos, van impresos junto a las imágenes y en la mayoría de los casos aportan los detalles de la biografía del desaparecido y retoman los testimonios de los familiares

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acerca de su relación con las fotos. Sería interesante pensar si lo que refuerza el texto aquí no es también cierto efecto explicativo y de verdad, cierta certeza de los dichos (de los hechos- dichos) en medio del horizonte de desconocimiento e imprecisión propio de toda desaparición. El texto asevera, confirma, quita polisemia a las imágenes, establece tiempos y vínculos y, aunque también dispara cuestiones nuevas, puede funcionar como anclaje de lo visual. Al ser entrevistada, Ulanovsky ha dicho que le otorga mucha importancia a la información y a la contextualización. “Hay toda una corriente de no información y arte y no sé qué. Yo no creo en eso. No me interesa. Me parece que este era un libro documental, si bien tiene algunas licencias estéticas. (...) Dije: ¿qué hago con la información, cómo la agrego? Sólo un epígrafe me parecía medio frío, medio afuera. Así que les pedí a ellos, los familiares, que escribieran algo acerca del desaparecido. Que me contaran de alguna manera quién era, qué había pasado, algo sobre las fotos” (Ulanovsky, 2010). Es decir, en el libro, la letra manuscrita va acompañada por otra letra, más propiamente explicativa, que agrega información sobre la historia del desaparecido y la relación de sus familias con las fotos.

Si el caso paradigmático de la escritura a mano lo constituye la carta, la firma resulta una interesante y fronteriza expresión de lo manuscrito. Derrida (1994) afirma que el hecho de que el individuo estampe su nombre en un papel, que se instaure como presencia, no hace más que confirmar su radical ausencia. Esta ausencia-muerte del sujeto derrideano de la escritura se fundamenta, en parte, en el hecho de que el sujeto esté preso de la muerte desde su nacimiento. Es por ello que instala su presencia a través de la ausencia de la escritura y la firma. La descripción de Derrida de la escritura como presencia de una ausencia coincide en mucho con la manera como habitualmente se piensa la fotografía. Si quien escribe inscribe su ausencia, borrándose; si la letra mata y la firma es el último intento de una para-siempre ausencia, ¿no funciona del mismo modo la fotografía, muda señaladora de una vida ya ausente, instaladora de “la muerte en futuro” al decir de Barthes (2006)?

Una foto de Helen Zout presenta dramática y explícitamente esta paradójica aparición conjunta de ausencia y presencia del sujeto en la firma y en la fotografía: si hay firma o foto es porque no hay persona y a la vez porque hubo persona. La foto, que pertenece a su libro Desapariciones (2009), muestra en blanco y negro y en primerísimo plano una rúbrica de lapicera sobre una mancha en el papel. Una línea punteada también manuscrita −con la misma tinta− pasa por debajo de la mancha y de la firma: es una línea de guiones que organiza el espacio y marca el vacío a completar. El título/epígrafe de la foto es “Mancha de sangre y firma en un expediente judicial de 1976”. Leerlo confirma la sospecha de que se trata de sangre y, además, que la firma no está extraída de cualquier documento sino de un expediente judicial. Una vez más, Zout fotografía los archivos utilizando el recurso de la doble exposición. Por un lado, la mancha de sangre que es en verdad la gran silueta que dejó sobre el piso el cadáver al ser removido (un doble del cuerpo, una sombra fotografiada). Por otro lado, la firma de la burocracia asesina que certificó esta muerte. Zout eligió esta foto dentro de una serie de imágenes del cadáver tomadas por el fotógrafo policial. Según las palabras de la fotógrafa, “la firma corrobora la imposibilidad de identificar este cuerpo. Es un muchacho muy joven que aparece ta-

Palabras fotográficas

bicado. El fotógrafo de la policía (...) levanta el cuerpo y fotografía la mancha de sangre que quedó en el piso. Era un exceso de documentalismo de parte de la policía. (...) Esta es la firma que corroboró que este muchacho nunca se va a poder identificar” (Zout, 2011). La sangre que acompaña la firma subraya a la vez la aparición del cuerpo –la humanidad del asesinado, la realidad del desaparecido−, mientras alude a la tortura y a la muerte certificada como NN por la firma.37 Por último, es interesante que en una obra como la de Zout −plena de referencias al archivo, los legajos y las pruebas− la firma del expediente judicial del año 1976 venga a ocupar un lugar intermedio de inteligibilidad entre el lenguaje verbal y un no-lenguaje. Verdadero trazo no completamente lingüístico (la firma no es un texto), es identificable, sin embargo, como signo y expresión de una persona singular (una firma no es una mancha), en este caso de la persona que corrobora el delito, estampándolo.

AnTe LA Ley

En el libro de Zout (2009), en la página opuesta a la de la foto con la firma, aparece un primer plano del rostro de un joven muerto con los ojos y la boca entreabiertos y algunas manchas en la piel −llega a verse también su cabello enrulado. Sobre la foto o, más bien, por dentro mismo de la foto, se transparentan algunas palabras escritas a máquina que cubren la cara y el pelo, y aunque son difíciles de leer no entorpecen la visión de los detalles (“telegramas” (...) “21.34 y 24” (...) “que solicita se informe” (...) “Homicidio N.N.” (…) “referido expedien” (…) “Lomas de Zamora”, entre otras). La imagen se llama “Joven asesinado no identificado. Expediente judicial de 1976” y ya desde la puntuación del título −partido en dos oraciones− se habla al espectador sobre el recurso fotográfico de la doble exposición: poner juntas dos partes en un todo nuevo. Las letras de molde del expediente se combinan aquí con el rostro del muchacho asesinado y desconocido; y la sigla NN cae justo sobre uno de los ojos.

Zout fotografía en un mismo negativo fotos y palabras: el expediente y la foto que lo acompaña. Estos documentos elegidos para poner al frente de la cámara marcan un momento histórico de las reivindicaciones de los derechos humanos en la Argentina: la lenta apertura de diversos archivos policiales −instrumentos de control, persecución y muerte− que incluyen no sólo documentos escritos, sino también fotográficos. Precisamente, como se ha visto, Zout ha trabajado de manera extensa con materiales del archivo policial.

En esta foto, la artista se apropia del archivo al reinstalar la imagen y las palabras en otra serie, subrayando precisamente la violencia del archivo estatal-policial y de su discurso: son las palabras del expediente que se sobreimprimen sobre la víctima las que lo definen como −y lo convierten en− asesinado y NN. Aquellas palabras que Zout toma literalmente de la jerga policial para dar título a su foto se cargan con nuevos sentidos en este nuevo uso, a la vez que le dan a la foto la constatación de lo sucedido en tanto que fue registrado y archivado por las fuerzas de seguridad. Pensando en la presencia de lo textual en sus fotografías, Zout ha dicho sin embargo que su trabajo se fue despojando de palabras. “Cuando empecé a mostrarlo abajo tenía unos textos enormes que

37 Gilles deleuze (1991) considera la firma como uno de los dos polos de las sociedades disciplinarias (el otro es el número de matrícula, en un doble juego de individualización y masificación).

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