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EL AMOR Y LOS ESPEJOS

El rodaje de la película ya lleva unos días, los testimonios de las parejas se suceden unos a otros en un vértigo difícil de analizar; pero quizá sea eso mismo lo que Alejandro quisiera ahondar: palabras incesantes merodeando por el lenguaje cautivo de la memoria; gestos de complicidad, de acuerdos y también de divergencias; miradas humedecidas por los recuerdos de un amor que se ve a sí mismo a través de las versiones de sus protagonistas; frases trilladas y sorprendentes. La escena deambula entre luces, cámaras y ajustes de sonido, intentando no una captura conceptual, la frase que desnude el amor en su intimidad, sino la posible veracidad de los relatos. Se trata de contar, contarse, para encontrar en lo que se dice las formas de expresión, el cuerpo en movimiento, todo aquello que para ser dicho necesita de proximidad y de distancia, de espontaneidad y pensamiento, de movimientos mínimos y desplazamientos ampulosos. Alejandro recorre esa escena con cuidado. Su atención se concentra en su mirada mientras experimenta una impaciencia creciente aunque no muy marcada. No quiere determinar los lugares por donde deben transitar las parejas, no desea indagar bajo la forma de un interrogatorio, confía en haber creado un espacio y un tiempo propicios para poder escuchar, para que con la imagen y el sonido alojen una pregunta por el amor cuya respuesta se vuelve cada vez más escurridiza.

Las parejas trajeron un repertorio de objetos y de fotografías que, quizá, las ayuden a deslizarse por las arenas movedizas de sus propias historias, de esas biografías que no siempre están a flor de piel o que, por habituales, cotidianas y tan familiares, no pueden ser narradas sin un dejo de repeticiones y lugares comunes.

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Yo estoy sentado a una distancia prudencial de la filmación, como un espectador más, intentando acompañar esas secuencias que en principio parecen prolijas, ordenadas, dispuestas en el tiempo tal como se han contado infinidad de veces a los amigos y amigas, a los hijos y a las hijas, en fin, a todos los que quisieran escuchar.

Anoto en una libreta esta percepción o pregunta: ¿cómo se cuenta por primera vez algo que ya se ha contado infinidad de veces, y que puede ser la historia de un amor, sí, pero también parece ser la historia del relato mismo, ya organizado, subrayado, detenido en su propia estructura y argumentación?

De pronto, Víctor, detrás de cámaras, interrumpe la filmación, detiene el tiempo, quiere pensar un instante en lo que vendrá: sugiere a Alejandro que ofrezca a la pareja que está hablando unos espejos y que se miren en ellos, que los apunten en diferentes direcciones, que busquen reflejos. Parece un juego, lo es, pero también es la multiplicación y la diversidad de una imagen que ya se veía entera, sin rugosidad ni resquebrajamientos.

Los espejos, lo sabemos, parecen contener con fidelidad nuestra imagen, pero también son fantasmagorías del paso del tiempo, testigos indirectos y ocasionales de las horas, de los días, de los años, extraños personajes mudos de nuestras vidas, a los que solemos hacerles caso y prestarles atención, o desafiarlos, desobedecerlos y hacerlos añicos.

Recordé entonces aquel fragmento del poema de Unamuno: “Oh triste soledad, la del engaño / de creerse en humana compañía / moviéndose entre espejos, ermitaño”. Y también me escuché murmurar aquel otro fragmento de Alfonsina Storni: “Las espaldas femeninas / recogían la claridad de los espejos”. Julieta fotografía el juego de los espejos y ella misma ahora, con su cámara, es otro espejo: el de la imagen que se detendrá, la imagen de lo que se contiene y ya no se perderá en la línea aciaga del tiempo, la huella que permanecerá en su propio instante y que podrá apreciarse después, siempre. ¿Qué estará viendo esa pareja que ahora mismo juega con los espejos? ¿Una imagen simplemente duplicada, una imagen deteriorada o rejuvenecida, una imagen ya vista miles de veces, un espectro de sí misma? ¿Algo que jamás antes hayan visto? Yo no me veo así —dice el hombre sin titubear, luego de unos minutos—, como la imagen que me da este espejo. Lo que veo no deja de ser cierto, agrega. Pero a ella yo la veo igual que cuando la conocí. Entonces gira su rostro hacia ella, abandona por un momento el reflejo y la mira como si fuera por primera vez. Me gusta, me gusta mucho, siempre me gustó, acaba diciendo.

Alejandro me busca con la mirada y se sonríe con disimulo. Sabe que esta escena valió la pena, sabe que quedará en la película, y que yo estoy tomando nota de ella en mi libreta.

¿Qué estoy escribiendo ahora mismo? Nada importante, quizá banal, algo así como que el amor no se somete a la lógica implacable de los espejos o, en todo caso, que hay otros espejos muy dentro nuestro que reflejan de otro modo el paso del tiempo en el amor, que lo detienen, y que insisten en creer que nunca es demasiado tarde para que un instante durante toda la vida.

¿APRENDER EL AMOR?

¿Y qué hemos aprendido, qué hemos sabido, si es que acaso algo puede aprenderse de lo inaprensible, si algo puede entenderse de lo incomprensible?

Unos rastros, unas huellas, unos vestigios, por supuesto que sí. Señales que apuntan en diferentes direcciones; huellas que muestran pasos distintos sobre suelos dispares; voces que intentan confluir y que se encuentran, de pronto, delante de un océano insondable.

Pasaron rostros, manos, movimientos, gestos contenidos y descontrolados; hubieron voces que hablaron del amor, del desamor, del casi, del quizá, del sin embargo. Como si detenerse en una pregunta cualquiera transformara lo habitual, lo cotidiano, en algo excepcional.

Ninguna palabra puede pronunciarse en general si no atraviesa, al mismo tiempo, las edades, las arrugas, los tiempos, en fin, esas historias personales donde los sonidos que una expresión contiene acaban por resonar de otro modo, siempre distinto, siempre impar. No hay reglas, no hay leyes, no hay normalidad. Acaso esto sea el amor: una patria de singularidades que se resiste a ser definida, a ser apresada; huidiza, irregular, donde hay quienes sienten haber nacido allí y quienes se sentirán siempre extranjeros. O quizá nada haya que aprender, y en todo caso tengamos que desaprender todo lo que sabemos del amor, justamente, para poder amar. En nuestra última conversación, Alejandro y yo nos dimos cuenta de una experiencia común, tal vez demasiado común: la imagen de un padre que debía encargarse de enseñárnoslo todo acerca de la amistad, la política, el mundo exterior, la sexualidad, el amor. Eran otros tiempos, donde no había tantas cosas visibles ni disponibles, tiempos en que aprendíamos más entre nosotros que por efecto de las lecciones; y la vida estaba llena de fantasmas escurridizos que agitaban nuestra percepción del presente y el futuro.

Nuestros padres golpeaban la puerta de nuestros cuartos, preguntaban si podían pasar o nos citaban en algún rincón neutro de la casa, fuera de la vista de los demás, para mantener esas conversaciones con que nos habilitaban a la vida adulta. Se trataba del ritual del pasaje de una generación adulta a sus hijos, completamente convencida de que las cosas debían ser explicadas a su hora, a una edad determinada, de una manera bien elaborada, para iniciarnos en todo aquello de lo que nos creían acaso huérfanos, ignorantes o incapaces aun de experimentar. Yo me daba cuenta enseguida cuando una conversación de aquellas era inminente, le cuento a Alejandro. Mi padre solía avisarnos con tiempo, y el momento llegaba cuando venía en mi búsqueda con sus cigarrillos y un cenicero. Seguramente sería una de esas charlas largas, de algún modo esperadas, pero sobre todo incómodas. Ni Alejandro ni yo supimos nunca cómo decirles a nuestros padres que ya habíamos tenido una que otra experiencia en el asunto, que habíamos dejado de ser niños hacía largo rato, que tal vez ya estábamos enamorados desde hacía largo tiempo. No había modo de detenerlos, hubiera sido una profunda decepción para ellos la interrupción de ese ritual trascendente. Y los escuchábamos, quizá recibiendo con gusto sus particulares versiones de todos aquellos asuntos, pero deseando que terminasen lo más pronto posible.

¿PRIMER AMOR?

Él nunca se había enamorado antes, o eso creía o le habían hecho creer, y entonces cuando se enamoró pensó, sintió, percibió que era por primera vez, la vez suya, pero se contuvo para no decir que aquello era para siempre, no por nada y aunque no lo sintiera así, sino porque intuía que sería insoportable vivir todo el tiempo a cierta altura del suelo casi rozando los contornos de las estrellas, absorto, desatento, escribiendo pésimos poemas que nadie, ni él mismo, leería durante ni después, deslizándose por el mundo como una suerte de animal por momentos estilizado y por momentos retorcido, que a veces daba gusto ver y otras, una profunda pena.

Por eso, cuando ella se le acercó y estuvo a unos pocos pasos, sintió ese aroma de paisaje desconocido: una mezcla de voces rojas, de ardor de fogata naciente y de flores recién nacidas. Ella caminaba siguiendo la forma de la brisa y los árboles parecían obedecerle; tenía los ojos tan abiertos como si al mirar escuchara o como si todos alrededor se vieran obligados a la desaprensión de sus propias falsedades.

Ya estaba a menos de dos metros; al fin podría decirle todo lo que imaginaba: que medio cuerpo suyo era sonrisa y el otro medio un vendaval, que su modo de andar le había dividido la vida por la mitad.

Él temblaba como si estuviera a punto de descifrar un símbolo milenario, como si la tierra se abriese por encima, bien en lo alto, inasible, o como si el mundo fuese una lluvia torrencial a punto de detenerse y secarse para siempre.

Allí estaba ella, pasando casi a su lado. Él se quedó perplejo, detenido, y no se atrevió a decirle nada.

¿Cómo hablar? ¿En qué lengua? ¿Con qué respiración? Solo deseó que siguiera pasando cerca suyo cada día y que él alguna vez atinase a decirle algo, y que ese instante no fuese demasiado tarde.

Él la esperaría cada día a eso de las siete, en el umbral de la noche, bien peinado y de ropas blancas, recién almidonadas.

No tenía más remedio: nunca antes había sentido de ese modo el amor, y recién había cumplido sus primeros nueve años.

Todas las fotografías de este libro contienen un código QR que vincula a los protagonistas de cada imagen con escenas de la película Dorados 50.

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Variaciones sobre el amor Primera edición

© Carlos Skliar, Alejandro Vagnenkos y Víctor Cruz

© La Luminosa editorial

Dirección editorial

Julieta Escardó y Eugenia Rodeyro

Textos Carlos Skliar

Diseño gráfico Ana Armendariz

Laboratorio digital Bob Lightowler

Corrección de textos Jorgelina Núñez

Vagnenkos, Alejandro Variaciones sobre el amor / Alejandro Vagnenkos ; Victor Cruz ; Carlos Skliar. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : La Luminosa, 2021.

112 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-3751-36-3

1. Matrimonio. 2. Relaciones de Pareja. I. Cruz, Victor II. Skliar, Carlos III. Título

CDD 158.2

Libro publicado en Buenos Aires, Argentina en septiembre de 2021. Impreso en Akian Gráfica Editora.

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