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HACER UNA PELÍCULA

Decir que el arte en general toma una imagen cualquiera y la multiplica hasta lo impensable, resulta tanto una obviedad como un milagro.

Quizá nada sabríamos de los tópicos más esenciales de la vida si no fuera por ese gesto abierto, y de algún modo generoso, que procede de abrir las lentes, el lenguaje, la escena, el tiempo y los colores, buscando diferencias sutiles y groseras en las repeticiones de lo único.

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Si no fuese por el arte, quizá creeríamos, quién sabe, que el cielo es solo este cielo, que la soledad es únicamente esta soledad, que el mundo es solo nuestro mundo, que las palabras son exclusivamente aquellas de las que disponemos.

¿Qué era la tristeza o el dolor o la dicha antes del cine, del teatro, de la poesía, de la fotografía, de la pintura? ¿Lo que nos pasa no tiene que ver, acaso, con una experiencia que va más allá de nuestros confines y de nuestras acciones, gracias a la diseminación de voces y de imágenes que también, en cierto modo, se hacen nuestras y que fueron creadas lejos de aquí, en tiempo y en espacio?

Estas ideas comenzaron a rondarme después de la última conversación con Alejandro, cuando advertí que él se abría paso hacia una pregunta que tal vez ya había sido pronunciada muchas veces y mucho antes, y que necesitaba una vuelta más, de su mano.

¿Por qué no hacer una película sobre el amor duradero, sobre ese amor que aun cambiando de formas y de nombres resiste el paso del tiempo y se vuelve tozudo, insistente, más parecido a la eternidad que a la fugacidad?

¿Por qué no buscar en la experiencia humana una narración viva, atenta, dispuesta, que pueda contar en presencia qué es ese amor que se aproxima a la vejez y puede elaborar su propia sabiduría, su propia interioridad?

Llego con esta idea a nuestro encuentro de cada miércoles por la mañana, un encuentro que sostiene una conversación cada vez más abierta e impredecible.

Alejandro corre, sí, pero también y sobre todo es cineasta, y quién sabe si no sería posible buscar allí, en el movimiento temporal del cine, algo del retrato que tanto busca, el modo de detener y suspender la pregunta por el amor entre los rostros y las voces de quienes han amado por largo tiempo y todavía siguen amándose, esa rareza del amor perdurable en una época en la que todo o casi todo rehúye de la duración. Una película, piensa él, donde pueda escucharse a quienes han vivido la experiencia del amor por años, a quienes creen que algo del amor tiene que ver con su permanencia, con su durabilidad. El amor entre individuos, entre singularidades, intimidades, corporalidades, espiritualidades, que puede quedar prendido entre alfileres, que puede ocupar y rellenar todos los contornos, superficies y huecos de las vidas, que puede enrollar o desenrollarse a lo largo del tiempo, y ser una marca de la impotencia o de la potencia.

En todos los casos, le sugiero, tendremos siempre una duda sobre su posible o imposible fórmula: hay dos vidas, hay un amor. ¿Es así como deberíamos pensarlo? ¿Un amor, tallado en la corteza de un árbol, sobre el que dos vidas decidirán si converger o diverger en distintos momentos? ¿Ese amor, en singular, puede ser regular, constante, duradero, mientras las vidas, en plural, por lo general solo pueden sostenerse si cambian, mutan, mudan sus trayectos y travesías? ¿Y qué virtud habrá tenido el amor para hacer que esas vidas permanezcan juntas, más allá de las encrucijadas?

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