MURAKAMI, EL MAR
El mar parece hoy especialmente furioso, agitado, amenazante. Sobre la arena mojada de la mañana no quedan rastros de flechas en los corazones, ni de nombres, ni de posibles fogatas encendidas en el anochecer reciente. Las pequeñas olas que llegan a la orilla no se corresponden con el rugido que se escucha a la distancia, como si el rumor del mar estuviese agazapado, más adentro todavía de lo que la vista alcanza a percibir y el oído atestigua.
Alejandro pasó un tiempo entrevistando a parejas con una historia de amor larga, larguísima, casi como sus edades cronológicas; vidas cuyo relatos amorosos coinciden casi textualmente con sus relatos completos, sin un antes y un después, como admitiendo que el comienzo de la vida tuviera que ver con el inicio del amor. Aun así, habiendo conversado con una decena de parejas duraderas, sigue rumiando insatisfecho en medio de la pregunta, no se quita de ella ni ella de él, y las respuestas no son tan sencillas ni llegan tan rápidamente como lo desea.
Necesito un tiempo, me cuenta una tarde antes de viajar al mar, para regresar a mi refugio —a ese lugar donde el silencio y la quietud quizá puedan darme un tono distinto—, quitarme de la obsesión, hacer de cuenta que me olvido de la pregunta para recordarla de otro modo.
El refugio es sinónimo de soledad, de apartarse, de silencio. Como si en vez de salir de la caverna, él sintiese que tiene que entrar en ella; evitar la oscuridad, sí, pero insistir en el misterio
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del interrogante, aferrarse a él como quien se agarra a un secreto que está en la punta de la lengua y todavía no se desamarra. Ahora el sol está en su punto más alto, en la cúspide del día, y el refugio se transforma en aire libre sin nadie a la vista; Alejandro llega a la playa cargando una reposera en la mano izquierda y una sombrilla multicolor en la mano derecha. En una bolsa de cuero que cuelga de su hombro lleva un libro, un libro especial para él, podría ser cualquier otro, pero aquí y ahora, dispuesto a la lectura, será como regresar al punto de partida para recomenzar. Ordena su espacio en la arena con meticulosidad, pues a veces no se trata solo de sentarse a leer como quien se sienta a comer o a mirar la televisión; los rituales de preparación son, en sí mismos, la acción que se desea emprender, y Alejandro quisiera no tener en ese momento distracciones ni vientos inoportunos que lo perturben.
Piensa que si regresara a la cuestión del correr, quién sabe si no encontraría alguna luz en la cuestión del amor. Piensa que Murakami es como un amigo que le confiará algún secreto, alguna palabra o alguna entrelínea para aclararse aunque más no sea un poco. De verdad, le preocupa la pregunta, su pregunta, es decir, de verdad, le importa. Y comienza a leer. Tiempo después, Alejandro me mostrará con cierto gesto ceremonial, como un descubrimiento inédito, tres subrayados que hizo en el libro. Todavía conservo esas frases en mi memoria y soy capaz de citarlas textualmente: “En algún momento de la vida todo el mundo alcanza la cuota más alta de su capacidad física, y después viene el declive”; “en mi caso, el apogeo como corredor me llegó pasados los cuarenta años, y el declive pasados los cincuenta, fue un shock”; “correr ya no me resultaba algo
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despreocupado y divertido como antes. Entre el correr y yo se había presentado esa época de pereza y hastío que les llega a muchos matrimonios”.
Aún hoy siento un temblor al pensar cómo los libros, algunos libros, algunos pasajes de algunos libros, nos dan las palabras que no tenemos, nos hablan al oído para ayudarnos a descifrar aquello que ni siquiera llegábamos a enunciar y, en fin, cómo algunos libros son esos buenos amigos que dan todo lo que tienen y no piden nada a cambio.
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ENVEJECER Y AMAR
Hay ciertas palabras, frases o teorías austeras que solo se pronuncian a solas, cuando estamos rodeados por sonidos cercanos al silencio y a la serenidad. Y aunque luego nos damos cuenta de que lo dicho no es necesariamente agradable, algo nos hace entender que es verdadero, o verosímil.
A veces hay que irse lejos para reencontrarse, quitarse de uno, descomponerse, y emprender una suerte de travesía que nos acerque a esa voz que, con suerte, nos dirá lo que no cabe pensar y eludirá lo que ya fue pensado.
Alejandro pasa horas contemplando el mar. Hay un murmullo de las olas fuera de sus oídos y también dentro de sí. En los últimos días no dejé de hablarle, de aconsejarle, de explicarle, y quizá sea hora de tener un descanso para que encuentre su propio tono, como quien ya entendió algo pero ahora necesita incorporarlo, darle cuerpo, encarnarlo. Aquella voz, que él mismo había dejado a prudente distancia, comienza a hablarle. Al principio solo se escucha repetir las preguntas que ya conoce, y no consigue torcer el rumbo del interrogante.
Las palabras se suceden al azar, como una larga lista de términos reconocibles pero vacíos, hasta que oye la palabra vejez, y la rueda del lenguaje deja de girar. Conoce esa palabra, claro está, pero siempre la utilizó como descripción de algo exterior a él: envejecen las abuelas y los abuelos, envejecen las madres y los padres, envejecen las hermanas y los hermanos mayores, envejecen ciertas ideas, ciertas imágenes, ciertos conceptos, ciertas
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sensaciones. Pero esa palabra parece apuntar siempre hacia otro lado, como una flecha envenenada que nunca te toca, hasta que se clava como un puñal y ya no es posible quitártela de encima. Entonces aparece el temblor por la vejez. Alejandro me dice unos días más tarde, al regresar de la playa: Esta es la primera vez que experimento lo que es envejecer, y la sensación que trae aparejada; y también es de las pocas veces que advierto el valor y el disfrute de todo aquello que no puede expresarse en cantidades, en números, en cifras. Notamos la diferencia entre saber algo y darnos cuenta. Es claro que siempre supimos que envejeceríamos, pero se trataba de un conocimiento que podía apartarse mientras les ocurriera a los demás y fuésemos simples testigos distraídos de la ancianidad de otros. Darse cuenta es otra cosa, siempre es otra cosa: es “caer en la cuenta”, y ya sabemos, ahora sí, lo que ello significa. Comencé a poner algo de distancia entre el correr y yo. Decidí correr de vez en cuando, sin tanta pretensión ni tanto desenfreno. Una distancia parecida a aquella que se pone cuando un amor ha perdido la pasión descontrolada e irracional del inicio, me comenta con cierta calma.
Queriéndolo o no, Alejandro me ofrece una pista certera sobre lo que está pensando; ahora ya no parece tratarse tanto del amor, o sí, pero en otro sentido: es el amor y es también la vejez, es su amor y es su vejez, es el envejecimiento del amor, el amor envejecido, lo que es muy distinto a todo lo que veníamos conversando hasta aquí.
¿Es posible, entonces, que el amor que comienza irreductible e infinito, se vuelva una frontera cuando envejecemos? ¿Que el amor, como todo en esta vida, pueda tomar un rumbo doble al
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envejecer: oxidarse y perder cuerpo, añejarse y ser lo más sustancial? ¿Que ya no se trata de correr, de la prisa, de la urgencia, sino del caminar, de la lentitud, de la suspensión? ¿Y cómo encontrar testimonios, huellas, trazos, de ese amor que parece durar una eternidad?
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HACER UNA PELÍCULA
Decir que el arte en general toma una imagen cualquiera y la multiplica hasta lo impensable, resulta tanto una obviedad como un milagro.
Quizá nada sabríamos de los tópicos más esenciales de la vida si no fuera por ese gesto abierto, y de algún modo generoso, que procede de abrir las lentes, el lenguaje, la escena, el tiempo y los colores, buscando diferencias sutiles y groseras en las repeticiones de lo único.
Si no fuese por el arte, quizá creeríamos, quién sabe, que el cielo es solo este cielo, que la soledad es únicamente esta soledad, que el mundo es solo nuestro mundo, que las palabras son exclusivamente aquellas de las que disponemos.
¿Qué era la tristeza o el dolor o la dicha antes del cine, del teatro, de la poesía, de la fotografía, de la pintura? ¿Lo que nos pasa no tiene que ver, acaso, con una experiencia que va más allá de nuestros confines y de nuestras acciones, gracias a la diseminación de voces y de imágenes que también, en cierto modo, se hacen nuestras y que fueron creadas lejos de aquí, en tiempo y en espacio?
Estas ideas comenzaron a rondarme después de la última conversación con Alejandro, cuando advertí que él se abría paso hacia una pregunta que tal vez ya había sido pronunciada muchas veces y mucho antes, y que necesitaba una vuelta más, de su mano.
¿Por qué no hacer una película sobre el amor duradero, sobre ese amor que aun cambiando de formas y de nombres resiste el
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paso del tiempo y se vuelve tozudo, insistente, más parecido a la eternidad que a la fugacidad?
¿Por qué no buscar en la experiencia humana una narración viva, atenta, dispuesta, que pueda contar en presencia qué es ese amor que se aproxima a la vejez y puede elaborar su propia sabiduría, su propia interioridad?
Llego con esta idea a nuestro encuentro de cada miércoles por la mañana, un encuentro que sostiene una conversación cada vez más abierta e impredecible.
Alejandro corre, sí, pero también y sobre todo es cineasta, y quién sabe si no sería posible buscar allí, en el movimiento temporal del cine, algo del retrato que tanto busca, el modo de detener y suspender la pregunta por el amor entre los rostros y las voces de quienes han amado por largo tiempo y todavía siguen amándose, esa rareza del amor perdurable en una época en la que todo o casi todo rehúye de la duración. Una película, piensa él, donde pueda escucharse a quienes han vivido la experiencia del amor por años, a quienes creen que algo del amor tiene que ver con su permanencia, con su durabilidad. El amor entre individuos, entre singularidades, intimidades, corporalidades, espiritualidades, que puede quedar prendido entre alfileres, que puede ocupar y rellenar todos los contornos, superficies y huecos de las vidas, que puede enrollar o desenrollarse a lo largo del tiempo, y ser una marca de la impotencia o de la potencia.
En todos los casos, le sugiero, tendremos siempre una duda sobre su posible o imposible fórmula: hay dos vidas, hay un amor. ¿Es así como deberíamos pensarlo? ¿Un amor, tallado en la corteza de un árbol, sobre el que dos vidas decidirán si converger
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o diverger en distintos momentos? ¿Ese amor, en singular, puede ser regular, constante, duradero, mientras las vidas, en plural, por lo general solo pueden sostenerse si cambian, mutan, mudan sus trayectos y travesías? ¿Y qué virtud habrá tenido el amor para hacer que esas vidas permanezcan juntas, más allá de las encrucijadas?
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EL AMOR Y LOS ESPEJOS
El rodaje de la película ya lleva unos días, los testimonios de las parejas se suceden unos a otros en un vértigo difícil de analizar; pero quizá sea eso mismo lo que Alejandro quisiera ahondar: palabras incesantes merodeando por el lenguaje cautivo de la memoria; gestos de complicidad, de acuerdos y también de divergencias; miradas humedecidas por los recuerdos de un amor que se ve a sí mismo a través de las versiones de sus protagonistas; frases trilladas y sorprendentes. La escena deambula entre luces, cámaras y ajustes de sonido, intentando no una captura conceptual, la frase que desnude el amor en su intimidad, sino la posible veracidad de los relatos. Se trata de contar, contarse, para encontrar en lo que se dice las formas de expresión, el cuerpo en movimiento, todo aquello que para ser dicho necesita de proximidad y de distancia, de espontaneidad y pensamiento, de movimientos mínimos y desplazamientos ampulosos. Alejandro recorre esa escena con cuidado. Su atención se concentra en su mirada mientras experimenta una impaciencia creciente aunque no muy marcada. No quiere determinar los lugares por donde deben transitar las parejas, no desea indagar bajo la forma de un interrogatorio, confía en haber creado un espacio y un tiempo propicios para poder escuchar, para que con la imagen y el sonido alojen una pregunta por el amor cuya respuesta se vuelve cada vez más escurridiza.
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Las parejas trajeron un repertorio de objetos y de fotografías que, quizá, las ayuden a deslizarse por las arenas movedizas de sus propias historias, de esas biografías que no siempre están a flor de piel o que, por habituales, cotidianas y tan familiares, no pueden ser narradas sin un dejo de repeticiones y lugares comunes.
Yo estoy sentado a una distancia prudencial de la filmación, como un espectador más, intentando acompañar esas secuencias que en principio parecen prolijas, ordenadas, dispuestas en el tiempo tal como se han contado infinidad de veces a los amigos y amigas, a los hijos y a las hijas, en fin, a todos los que quisieran escuchar.
Anoto en una libreta esta percepción o pregunta: ¿cómo se cuenta por primera vez algo que ya se ha contado infinidad de veces, y que puede ser la historia de un amor, sí, pero también parece ser la historia del relato mismo, ya organizado, subrayado, detenido en su propia estructura y argumentación?
De pronto, Víctor, detrás de cámaras, interrumpe la filmación, detiene el tiempo, quiere pensar un instante en lo que vendrá: sugiere a Alejandro que ofrezca a la pareja que está hablando unos espejos y que se miren en ellos, que los apunten en diferentes direcciones, que busquen reflejos. Parece un juego, lo es, pero también es la multiplicación y la diversidad de una imagen que ya se veía entera, sin rugosidad ni resquebrajamientos.
Los espejos, lo sabemos, parecen contener con fidelidad nuestra imagen, pero también son fantasmagorías del paso del tiempo, testigos indirectos y ocasionales de las horas, de los días, de los años, extraños personajes mudos de nuestras vidas,
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a los que solemos hacerles caso y prestarles atención, o desafiarlos, desobedecerlos y hacerlos añicos.
Recordé entonces aquel fragmento del poema de Unamuno: “Oh triste soledad, la del engaño / de creerse en humana compañía / moviéndose entre espejos, ermitaño”. Y también me escuché murmurar aquel otro fragmento de Alfonsina Storni: “Las espaldas femeninas / recogían la claridad de los espejos”. Julieta fotografía el juego de los espejos y ella misma ahora, con su cámara, es otro espejo: el de la imagen que se detendrá, la imagen de lo que se contiene y ya no se perderá en la línea aciaga del tiempo, la huella que permanecerá en su propio instante y que podrá apreciarse después, siempre. ¿Qué estará viendo esa pareja que ahora mismo juega con los espejos? ¿Una imagen simplemente duplicada, una imagen deteriorada o rejuvenecida, una imagen ya vista miles de veces, un espectro de sí misma? ¿Algo que jamás antes hayan visto? Yo no me veo así —dice el hombre sin titubear, luego de unos minutos—, como la imagen que me da este espejo. Lo que veo no deja de ser cierto, agrega. Pero a ella yo la veo igual que cuando la conocí. Entonces gira su rostro hacia ella, abandona por un momento el reflejo y la mira como si fuera por primera vez. Me gusta, me gusta mucho, siempre me gustó, acaba diciendo.
Alejandro me busca con la mirada y se sonríe con disimulo. Sabe que esta escena valió la pena, sabe que quedará en la película, y que yo estoy tomando nota de ella en mi libreta.
¿Qué estoy escribiendo ahora mismo? Nada importante, quizá banal, algo así como que el amor no se somete a la lógica implacable de los espejos o, en todo caso, que hay otros espejos muy
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dentro nuestro que reflejan de otro modo el paso del tiempo en el amor, que lo detienen, y que insisten en creer que nunca es demasiado tarde para que un instante durante toda la vida.
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¿APRENDER EL AMOR?
¿Y qué hemos aprendido, qué hemos sabido, si es que acaso algo puede aprenderse de lo inaprensible, si algo puede entenderse de lo incomprensible?
Unos rastros, unas huellas, unos vestigios, por supuesto que sí. Señales que apuntan en diferentes direcciones; huellas que muestran pasos distintos sobre suelos dispares; voces que intentan confluir y que se encuentran, de pronto, delante de un océano insondable.
Pasaron rostros, manos, movimientos, gestos contenidos y descontrolados; hubieron voces que hablaron del amor, del desamor, del casi, del quizá, del sin embargo. Como si detenerse en una pregunta cualquiera transformara lo habitual, lo cotidiano, en algo excepcional.
Ninguna palabra puede pronunciarse en general si no atraviesa, al mismo tiempo, las edades, las arrugas, los tiempos, en fin, esas historias personales donde los sonidos que una expresión contiene acaban por resonar de otro modo, siempre distinto, siempre impar. No hay reglas, no hay leyes, no hay normalidad. Acaso esto sea el amor: una patria de singularidades que se resiste a ser definida, a ser apresada; huidiza, irregular, donde hay quienes sienten haber nacido allí y quienes se sentirán siempre extranjeros. O quizá nada haya que aprender, y en todo caso tengamos que desaprender todo lo que sabemos del amor, justamente, para poder amar. En nuestra última conversación, Alejandro y yo nos dimos cuenta de una experiencia común, tal vez demasiado común: la imagen de un padre que debía encargarse de enseñárnoslo todo acerca de
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la amistad, la política, el mundo exterior, la sexualidad, el amor. Eran otros tiempos, donde no había tantas cosas visibles ni disponibles, tiempos en que aprendíamos más entre nosotros que por efecto de las lecciones; y la vida estaba llena de fantasmas escurridizos que agitaban nuestra percepción del presente y el futuro.
Nuestros padres golpeaban la puerta de nuestros cuartos, preguntaban si podían pasar o nos citaban en algún rincón neutro de la casa, fuera de la vista de los demás, para mantener esas conversaciones con que nos habilitaban a la vida adulta. Se trataba del ritual del pasaje de una generación adulta a sus hijos, completamente convencida de que las cosas debían ser explicadas a su hora, a una edad determinada, de una manera bien elaborada, para iniciarnos en todo aquello de lo que nos creían acaso huérfanos, ignorantes o incapaces aun de experimentar. Yo me daba cuenta enseguida cuando una conversación de aquellas era inminente, le cuento a Alejandro. Mi padre solía avisarnos con tiempo, y el momento llegaba cuando venía en mi búsqueda con sus cigarrillos y un cenicero. Seguramente sería una de esas charlas largas, de algún modo esperadas, pero sobre todo incómodas. Ni Alejandro ni yo supimos nunca cómo decirles a nuestros padres que ya habíamos tenido una que otra experiencia en el asunto, que habíamos dejado de ser niños hacía largo rato, que tal vez ya estábamos enamorados desde hacía largo tiempo. No había modo de detenerlos, hubiera sido una profunda decepción para ellos la interrupción de ese ritual trascendente. Y los escuchábamos, quizá recibiendo con gusto sus particulares versiones de todos aquellos asuntos, pero deseando que terminasen lo más pronto posible.
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¿PRIMER AMOR?
Él nunca se había enamorado antes, o eso creía o le habían hecho creer, y entonces cuando se enamoró pensó, sintió, percibió que era por primera vez, la vez suya, pero se contuvo para no decir que aquello era para siempre, no por nada y aunque no lo sintiera así, sino porque intuía que sería insoportable vivir todo el tiempo a cierta altura del suelo casi rozando los contornos de las estrellas, absorto, desatento, escribiendo pésimos poemas que nadie, ni él mismo, leería durante ni después, deslizándose por el mundo como una suerte de animal por momentos estilizado y por momentos retorcido, que a veces daba gusto ver y otras, una profunda pena.
Por eso, cuando ella se le acercó y estuvo a unos pocos pasos, sintió ese aroma de paisaje desconocido: una mezcla de voces rojas, de ardor de fogata naciente y de flores recién nacidas. Ella caminaba siguiendo la forma de la brisa y los árboles parecían obedecerle; tenía los ojos tan abiertos como si al mirar escuchara o como si todos alrededor se vieran obligados a la desaprensión de sus propias falsedades.
Ya estaba a menos de dos metros; al fin podría decirle todo lo que imaginaba: que medio cuerpo suyo era sonrisa y el otro medio un vendaval, que su modo de andar le había dividido la vida por la mitad.
Él temblaba como si estuviera a punto de descifrar un símbolo milenario, como si la tierra se abriese por encima, bien en lo alto, inasible, o como si el mundo fuese una lluvia torrencial a punto de detenerse y secarse para siempre.
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Allí estaba ella, pasando casi a su lado. Él se quedó perplejo, detenido, y no se atrevió a decirle nada.
¿Cómo hablar? ¿En qué lengua? ¿Con qué respiración? Solo deseó que siguiera pasando cerca suyo cada día y que él alguna vez atinase a decirle algo, y que ese instante no fuese demasiado tarde.
Él la esperaría cada día a eso de las siete, en el umbral de la noche, bien peinado y de ropas blancas, recién almidonadas.
No tenía más remedio: nunca antes había sentido de ese modo el amor, y recién había cumplido sus primeros nueve años.
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Todas las fotografías de este libro contienen un código QR que vincula a los protagonistas de cada imagen con escenas de la película Dorados 50.
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PAREJAS NORMA BEATRIZ DEL PUP & JUAN CARLOS GUTIÉRREZ MARTA ZULEMA ALESSIO & ÁNGEL SUCHERAS MARÍA CELIA RAMRAS & FRANCISCO HORACIO VOOGD NÉLIDA ANTONIA PEDROZA & JORGE ARMANDO FASCE NORMA SHIMAMOTO & KINJI IMAMURA PERLA BONATTI & ADOLFO MANGO ALEJANDRO VANNELLI & ERNESTO LARRESE ANY KATZ & JAIME TARASOW MARTHA SOSA & JORGE WEISS MIGUEL ÁNGEL DE PIERO & MIRTA NORMA ANDRUSIW 15 21 28 33 41 43 49 55 59 65
Variaciones sobre el amor Primera edición
© Carlos Skliar, Alejandro Vagnenkos y Víctor Cruz
© La Luminosa editorial
Dirección editorial
Julieta Escardó y Eugenia Rodeyro
Textos Carlos Skliar
Diseño gráfico Ana Armendariz
Laboratorio digital Bob Lightowler
Corrección de textos Jorgelina Núñez
Vagnenkos, Alejandro Variaciones sobre el amor / Alejandro Vagnenkos ; Victor Cruz ; Carlos Skliar. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : La Luminosa, 2021.
112 p. ; 21 x 15 cm.
ISBN 978-987-3751-36-3
1. Matrimonio. 2. Relaciones de Pareja. I. Cruz, Victor II. Skliar, Carlos III. Título
CDD 158.2
Libro publicado en Buenos Aires, Argentina en septiembre de 2021. Impreso en Akian Gráfica Editora.
Hace ya un tiempo, en una ciudad abierta al mar, Alejandro Vagnenkos y Víctor Cruz me confiaron el deseo de hacer una película a propósito del amor y sus edades. Tiempo después fui invitado a representar a uno de los amigos del personaje principal –el propio Alejandro– a quien intento ayudar a transitar por las encrucijadas de lo amoroso.
AMOR: una palabra inmensa, a veces sobrevalorada, otras, fugaz y banal, muchas veces definitiva y esencial.
La película Dorados 50 recorre historias de parejas atravesadas por la incógnita de una esencia inhallable, la de la duración del amor que no se quiebra aunque cambie sus formas; de ese amor frágil pero insistente.
Carlos Skliar