Sin tierra bajo los pies mojados. Agua salada entre burbujas de aire sobre la superficie de un río estéril. Sueño intransigente, sumergido en lo profundo del silencio. Sentidos apelmazados, convertidos en susurro quedo. Murmullos sordos al despertar. Delirio, ensoñación. Tránsito entre dos mundos. Pulmones anegados de sal. Perdidos en las aguas bienaventuradas de la esperanza puesta. Ojos vacíos. Cóncavos. Cerrados. Espaldares erguidos como una fortaleza. Muralla de redención por los pecados todos. Hombres partidos en mil pedazos, desgarrados y acuchillados por la fiebre de la huida. Solos. La madre ausente. El vientre santo reventado de gracia. Instruido en la lejanía. La madre lo sabe todo. Ahogada susurra quedo, casi en silencio. Camino empolvado sin rastro, sin huellas ni pisadas. Tan solo objetos desgajados. Esparcidos en mil pedazos. Las manos rotas, cortadas, arañadas, destrozadas. Y el hambre. El vacío sordo de un estomago que arde. Que no tiene combustible. Sin energía y sin alimento. Impasible el hambre y constante. Y la sed. El cuerpo seco, el alma vacía. El apremio. ¡Agua, agua! El mediterráneo colmado de agua. Agua magnética, salada. Agua conductora de fenómenos. Y las barcazas repletas de hombres que ansían un nuevo espacio. Sordos al eco de la selva. Solos ante el rumor del viento que anuncia libertad.