Primeras horas de una bella mañana
Una luz muy brillante iluminaba mi rostro, hizo que despertara. Las persianas habían quedado abiertas, era la luz de la luna. Veía el reloj las 6 am. Sentía una paz tan grande, sentía el frio, y la luz de la luna, sentía mi corazón latir ¡que hermosura! Solo escuché ¡vamos arriba! ¡Un milagro está por comenzar! Mamá gritaba ¿Fany te vas a bañar? ¡Córrele porque ya es tarde y no alcanzo! Tan solo tarde cinco minutos en bañarme no porque era tarde, más bien fue porque el calentador solar no había funcionado, el día anterior había sido un día nublado y no había calentado el agua. Volvía a escuchar: ¡Fany ya baja a desayunar, tu papá ya está afuera esperándote! Con el gel en la mano, la mochila abierta, parecía hansel y grettel, dejando huella por todos lados. Ya un libro se salía de la mochila, la lapicera, el papel. ¡Tómate el licuado! ¿Te hago un taquito de huevo? Decía mi mamá. Rápido tomaba el licuado sin poder disfrutarlo. ¡Fany no te secaste el pelo otra vez! ¡Ve por una chamarra rápido! ¡Tápate la boca cuando salgas! ¿Qué sería de mi, si mamá no estuviese allí como policía revisándome de los pies a la cabeza? No lo sé, probablemente moriría de hambre o de frío o tal vez de pulmonía. ¡Adiós Rumpelstinskin! Le gritaba a mi perro. Miré a mi alrededor, quietud era lo único que percibía, miré hacia arriba, las estrellas sobre mi cabeza. Frente a mí, una estrella muy grande y muy diferente a las demás, grande muy grande, la cual no parpadeaba como las demás. Algo me decía que aquello era un planeta. Mientras yo disfrutaba de las primeras horas de aquel maravilloso día, se escuchaba que aventaban cajas; voltee a mi izquierda, aquellas lámparas viejas apenas me permitían ver un bulto oscuro que se movía de arriba hacia abajo. Era el señor que desde tempranito se levantaba a revisar las bolsas de basura para reciclar y vender botellas de plástico, latas, cartón. Mientras otros
cómodamente dormían el señor entre frío, sueño y fuertes olores, se ganaba la vida. Papá alegraba mi día, parecía un ruiseñor despertando a sus polluelos. En todo el camino hacia la escuela se la pasaba chiflando e imitando a Roberto Jordán: ..Si tú me quieres dame una sonrisa, si no me quieres no me hagas caso… de esta manera medio lograba despertarme. Las calles lucían sombrías, todos los días me encontraba al mismo señor, con un contenedor grande y la escoba entre sus manos. Levantándose siempre muy temprano para dar el mejor aspecto. Sobre la misma calle me encontraba a otro señor, con la bicicleta cargada de periódicos. En la esquina frente al restaurante más famoso de aquellos años “Aries”, esperaba un muchacho el camión, siempre a la misma hora uniformado y bien peinao. A esas horas, había uno que otro comercio abierto. El boulevard estaba despejado, las paradas de los camiones abarrotadas de muchachos, uno que otro acelerado por ser ya tarde. Más adelante, sentados estaban un grupo de muchachos con su casco y su chaleco, trabajo arduo parecía mostrarles la mañana. A la vuelta un gimnasio abría sus puertas, desde muy temprano señoras bailando y muchachos sudando. Ya pasaba por un templo y por otro, santiguándome y encomendándome, elemento que no faltaba nunca. En los camiones iban los muchachos, juntitos como sardinas. EL canto de los pajaritos nos acompañaba en el boulevard pues grandes árboles se extendían en el camellón, plagados de cientos y cientos de aves. En mi paso por las universidades veía muchos muchachos moviéndose de un lado a otro, unos corriendo, otros caminando con mucha calma. A punto de llegar a mi querida escuela, el sol salía y todo un día de alegría.