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S ignos LA BARBARIE DEL FIN DEL MUNDO

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rotestar hoy contra las atrocidades cometidas por los bestiales poderes dominantes en la Edad Media o en la Edad de Piedra es, cuando menos, ridículo. La barbarie es la barbarie en todas las eras, pero tiene sus modalidades de actualidad en cada periodo. Las viejas injusticias tuvieron sus víctimas, sus victimarios, y sus luchadores -ganadores y perdedores: la dialéctica de la evolución es de procesos inconclusos y verdades relativas- en favor de mejores causas y condiciones de coexistencia y bienestar humanos. Una conciencia crítica o no atávica podría salvarnos del primitivismo dogmático de observar el pasado lejano sin perspectiva y de asociarlo al presente no sólo como un proceso en curso sino, incluso, con dimensiones vindicativas (en el caso de los chiflados que creen, de veras, que hay quien debe y puede pagar por las villanías de los poderosos fantasmas ignotos) o, peor, de explotación propagandista del poder político, con cargo a la idolatría de los ilusos que se creen los cuentos chinos de una expoliación de los oprimidos de hoy acusada a los malditos linajes remotos y no a la desigualdad y a la apropiación oligárquica o sectaria de los Estados modernos (por más que esos Estados se sustenten en regímenes constitucionales e institucionales de derecho y de plena legitimación democrática -perfectos o fallidos que sean- dolosamente diseñados y perfeccionados al cabo, en sus avances legislativos, con esa estructura formal de defensa y expresión de la voluntad de las mayorías y al servicio del

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06/12/2021

I estosdías

interés público general, pero defensores sobre todo y de facto, o de hecho, de las minorías privilegiadas y determinantes del estatus quo). Una mejor vocación educativa y conceptual nos enseñaría ahora que la discriminación y la explotación no se dividen en razas, sexos, partidos, culturas, religiones o naciones, sino entre grupos y seres humanos; que unos negros pueden agraviar a otros, y a otros tantos blancos o viceversa, del mismo modo que ocurre entre los indígenas, los cristianos, los ateos, los homosexuales y los seres de una y otra pertenencia en este mundo, porque el espíritu sólo tiene dos identidades definidas desde el origen de los tiempos: la del bien y la del mal, la que construye y la que derruye, avitualladas cada cual por los recursos de la inteligencia y del conocimiento –o disminuidas, en su caso, por las atrofias de la torpeza y la ignorancia-, y donde el humanismo o el valor de humanidad de los unos constituyen la herejía que debe demoler la perfidia de los otros, y donde, dentro de unos pueblos, la corrupción y la codicia pueden ir mucho más allá de los límites regulatorios establecidos para contener los desbordamientos del caos y de las tendencias criminales instintivas y masivas, capaces de reducir un sistema institucional a la condición de Estado fallido. Apelar a las infamias del pasado para explicar y resolver las del presente es, pues, una tontería que, defendida como causa de Estado, es de magnitudes universales pero no pasa de eso: una tontería superlativa.


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