Wongo

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Wongo Sim贸n Potl Armin Leonardo S谩nchez Ilustrador


Wongo D.R. © del texto: J. Alejandro Rodríguez Nava D.R. © de las ilustraciones: Programa Kukulkan, S.C. D.R. © de esta edición: Programa Kukulkan, S.C. Cordobanes 169 Col. Metropolitana 1a. sección 57730, Netzahualcóyotl, Estado de México www.programakukulkan.com.mx

Coordinación editorial: José Alberto Fernández Uriza Composición, formación tipográfica y diseño de portada: Judith Domínguez Avendaño El logotipo del Programa Kukulkan está protegido por los derechos de autor. Registro de marca en Trámite.

ISBN: 978-607-95866-0-7

Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana número: 3678 Editado e impreso en México Edited and printed in Mexico Todos lo derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro sin el permiso previo por escrito, de la editorial.


Prólogo

Estimado joven: Estamos seguros de que tienes posibilidades de disfrutar buenos textos, pero este cuento es especial porque no narra una situación de la fantasía, sino del mundo real que está muy cercana a nosotros, pero sobre el que pocas veces hacemos algo. Se trata de la gran cantidad de perros abandonados a su suerte, que no tienen protección ni alimento. Son perros expuestos al maltrato. Frente a ello, ¿qué podemos hacer? Primero debemos comprender qué significa esta situación para un perro, y después buscar soluciones. Y es allí donde este cuento que tienes entre tus manos, además de narrarnos situaciones de gran relevancia en torno a los perros, nos invita a pensar también en el abandono de millones de


seres humanos que hoy día no tienen techo, con bajas posibilidades de una nutrición saludable, y viven de la caridad y son maltratados. ¿Qué podemos hacer al respecto? Bienvenido a esta aventura, que es también un compromiso para mejorar las condiciones de vida de los animales y de los seres humanos. Disfruta tu libro Dr. Sergio Tobón Universidad Complutense de Madrid, España

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Wongo

Quizá te preguntes qué es o qué significa Wongo... Yo tampoco lo sé. Así me llaman y me gusta, porque es mi nombre y me suena bien. No soy de ninguna raza en particular, para nada de una raza fina, simplemente soy un perro de cruza, de los que llaman mestizos; aunque eso sí, mi apariencia se parece mucho a la de un Bull Terrier Inglés, porque de esa raza era mi papá, un Inglés. Mi cabeza es muy parecida a la de mi papá, con orejas grandes y con las puntas algo redondeadas. También tengo la cola esponjada, y mis patas tanto delanteras como traseras no son musculosas como las de mi padre, al contrario, son flacas y cortas como las de mi mamá; ella es una perrita nativa de pueblo, muy linda, inteligente, brava y excelente para cuidar la casa de los amos.


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Soy un mestizo de los que la gente no quiere, porque no somos ni de una raza ni de otra. Somos perros nacidos por descuido y no se nos mira por nuestra valía, sino por nuestro aspecto caricaturesco, raro o feo en muchas ocasiones. Pero la aventura de mi vida en este mundo empezó así: nací en una casa en el campo, la casa de nuestros amos, entre una gran cantidad de diversos tipos de árboles, de los cuales destacaban los que daban fruto como las peras y los ciruelos, allí entre los matorrales del lindero, donde mi madre había escarbado una pequeña zanja para dar a luz, a ocho cachorros incluyéndome. Así pasaron los días, hasta que por primera vez, cerca del mes en que llegamos a este mundo, abrimos nuestros ojos para mirar y apreciar un sinfín de cosas nuevas que nos rodeaban. Porque no es lo mismo estar dentro del vientre de nuestra madre (calientitos, bien alimentados y sobre todo protegidos) que empezar a sentir las inclemencias del tiempo y el ataque en inicio de unas pequeñas, hambrientas y tenaces chupasangre llamadas pulgas, que transitan quitadas de la pena desde el momento en que nacimos por todo nuestro cuerpo, principalmente en nuestra pancita. Ahora las miramos en su ir y venir, pero no podemos hacer nada; porque nuestras patitas son muy cortas y no alcanzan para rascarnos, ni nuestro hocico que siempre está dispuesto, pero no ayuda mucho para mordisquear y aliviarnos


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de la horripilante comezón que nos ocasionan con sus piquetes. Ahora, a esa edad y con los ojos abiertos, era un cambio radical, mirar todo lo nuevo que nos rodeaba, ¡era fantástico!, porque era el inicio de todo para nosotros... un principio que nos daba la oportunidad de conocer y de vivir la vida, ya moviéndonos independientemente sobre nuestras cuatro patas que era mucho más divertido para salir a explorar y jugar, desarrollando habilidades entre piruetas y mordidas de dominio entre todos mis hermanos para ver quién era más fuerte, más hábil, y el “mandamás”. Casi siempre me ganaban porque yo era de los pequeños, fui el penúltimo en nacer, y a la hora de comer siempre me hacían a un lado, medio alimentándome con la poca leche que me dejaban. A veces ser el más fuerte implica tener exceso de confianza y tomar más riesgos de los necesarios. Esto lo aprendí cuando uno de mis hermanos mayores en su afán por demostrar su dominio, enfrentó a manera de juego a una perra adulta que transitaba por ahí, en nuestro territorio, quien amargada no toleraba que mi madre fuera feliz con todos nosotros. Y sin más, con una rapidez saetica, sobre sus pasos giró y enfrentó a mi hermano de una forma desigual por tamaño, fuerza y experiencia; se abalanzó hacia él tomándolo de su cuerpo en por en medio y le hincó los dientes profundamente, haciéndole perder la vida en un suspiro.


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Mi mamá salió de un profundo sueño, para enfrentar sin contemplaciones a la asesina de mi hermano. Mientras, todos corríamos a refugiarnos aullando lastimosamente como si hubiéramos sido apaleados, mi madre se trabó en una feroz y sangrienta pelea, donde volaban por el aire pelos arrancados por las tarascadas que se infligían. Hasta que mi madre la tomó certeramente por una de sus orejas y casi se la arrancó de una fuerte mordida, haciéndola huir lloriqueando de dolor. Erizada todavía, mi madre se acercó a nuestra madriguera con mi hermanito en su hocico, y todos nos quedamos mirándolo atónitos, muy asustados, mientras mi madre depositándolo en el suelo lo lamía insistente con el afán de limpiar la sangre que cubría su cuerpo, pero ni así logro aliviarlo. Hasta que llegó uno de los amos y con cuidado alzó al cachorro sin vida y se lo llevó, seguido por mi madre que gemía con sus orejas levantadas dando pequeños saltos hacia las manos que cargaban el cuerpecito. Pero, nada, nada se pudo hacer. Era la primera vez que me enfrentaba al conocimiento de que la vida no sólo es vida, también tiene un final, y ese es... la muerte, y se puede presentar en cualquier descuido impertinente de nuestra parte o llevada por el azar. La vida siguió su camino, mirando de soslayo nuestra pena; decidimos acompañarla entre[13]


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gándonos a nuestra rutina y aprendizaje día a día. Entre más crecíamos, más habilidosos nos hacíamos. Las luchas de entrenamiento para despertar y descubrir destrezas eran cada vez mejores, yo me defendía lo suficientemente bien de mis hermanos mayores, ganándome una consideración y respeto ante mi escaso tamaño e ínfima fuerza comparada con la de ellos, que habían heredado lo musculoso de nuestro padre. Era muy divertido crecer jugando ante los ojos vigilantes de mamá, quien sacrificaba sus descansos con tal de no volver a descuidarnos. Poder retirarnos cada vez más de nuestra madriguera, para explorar nuevas tierras que se encontraban en los alrededores de la casona de los amos, era toda una gran aventura que se disfrutaba al máximo. Y para mamá... era todo un reto cuidarnos. Nuestros amos eran personas adultas y la mamá de ellos, “la abuela”, era una persona de carácter fuerte, con cabello blanco resplandeciente, a la luz platinado, siempre muy bien peinado, robusta de cuerpo, pero de movimientos ágiles para mantener siempre arreglados, hermosos y lleno de flores los jardines de la casona, que eran su pasión. Y sí, a la vista de los transeúntes o visitantes ocasionales, la casa era un verdadero esplendor generado por la organización, limpieza y cuidado de la gran variedad de flores, también de los árboles frutales y de una gran diversidad


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de plantas, sin faltar la alfombra natural en su característico color verde de un bien cortado, mullido y detallado pasto, siempre con la altura adecuada. No teníamos permitido transitar por esos lugares; para evitar que hiciéramos hoyos en el precioso pasto o lastimáramos las flores, los amos nos alejaban con la manguera que lanzaba precisa y con fuerza su torrente de agua con el propósito de mojarnos, para que el frío líquido envolviera nuestros cuerpos como advertencia, con la enseñanza de no volver a intentar hacer travesuras en esos terrenos. En muy pocas ocasiones, en lugar de la manguera nos lanzaban piedras, sólo con la intención de imponer autoridad y recordarnos la instrucción de no caminar por esos lugares hermosos y bien cuidados. En la casona, que era basta en terreno, había otros animales como gatos, periquillos de diversos colores que vivían en jaulas de madera y hacían siempre una gran bulla; un loro verde de cabeza elegante y plumaje rojo y amarillo, con un pico grande y una lengua boluda de color negro, su afición era gritar incoherencias y en ocasiones simular que lloraba, a veces gritaba “mamáaaa”; canarios enjaulados; además había mucha otras aves que transitaban libres por los jardines, pepenaban migas o sobras que caían al piso cuando comían los presos plumíferos. También había muchos otros perros, la principal era una perra llamada Loba, jefa indiscutible de ese diverso grupo canino, de raza pastor [15]


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alemán, tolerante con nosotros los cachorros en nuestros desafíos a manera de juegos, era muy allegada a la abuela; como era muy obediente, era la más consentida de todos los que habitábamos la casona. Una de las principales lecciones que aprendí de Loba fue la obediencia. También había un par de borregos, una chiva, un caballo, una vaca, conejos, cuyos y grandes gansos blancos, muy bonitos y temibles por su temperamento. Los gansos eran muy buenos para cuidar el jardín ante cualquier visitante, desplegaban amenazantes sus enormes alas, sus graznidos eran atemorizantes y corrían veloces a enfrentar al intruso; su dentado pico, siempre presto a dar certeras y dolorosas mordidas, defendían el jardín de todo el que osara pisarlo. Sólo a la abuela respetaban, sabedores de la existencia de su fuerte pero dulce autoridad, porque ella los amaba. ¡Ah!, pero quienes se llevaban las palmas por ser las más numerosas de la casa eran las emplumadas y también escandalosas gallinas, quienes desde muy temprano empezaban a cacarear, así era todo el día hasta que el sol, cansado también de escucharlas, mejor se escondía tras el horizonte. La casona donde vivíamos realmente tenía un parecido muy cercano a una verdadera granja, ahí siempre reinaba un buen ambiente.


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Un día paseaba de forma descuidada, cuando sentí que una mano sujetó mi piel por encima de los hombros y cuello, me levantaba por los aires a la altura de la cara de la abuela, por lo que eché hacia atrás mis orejas y mi colita se escondió entre mis patas, sentí un pánico descomunal, creí que eran mis últimos segundos de vida, no pude reprimir que un chorrito de pipí me traicionara ganándome en una fuga; entonces oí la voz imperativa de la abuela, que dijo a sus hijos “¡quiero que regalen a estos perritos!”. Y bajándome despacio me depositó en las manos pequeñas de una de sus nietas. Esta pequeña niña vivía en la ciudad y visitaba todos los fines de semana la “granja”. De todas las nietas, ella era quien más la visitaba y con quien más compartía momentos agradables la abuela. La niña me tomó y cobijó entre sus brazos, brindándome mucho cariño, yo me sentí tranquilo, en ese momento el miedo se esfumó para quedar en su lugar la gran alegría que manifesté lengüeteando a esta hermosa niña, y meneaba con mucho entusiasmo mi colita. Con gran alegría, ella le preguntó a la abuela: —¿Me puedo quedar con este perrito? La abuela respondió pensativa... —Mmmh, por el momento sí La niña empezó a dar brinquitos de gusto, diciéndole a su abuela: —¿Sabes cómo lo voy a llamar?, Wongo, este será el nombre de mi perrito. [17]


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—Qué raro nombre, ¿de dónde lo sacaste? —De mi imaginación. Nos fuimos jugueteando felices; porque ahora ella era mi pequeña ama y además estaba estrenando nombre, lo cual ya me daba cierta importancia y estatus, aunque en el más bajo de los niveles. Pero ya era tomado en cuenta en mi manada, porque antes de recibir mi nombre siempre que los amos llamaban a algún perro por su nombre, yo corría entusiasta y nadie me hacía caso. Así empezó una nueva fase de mi existencia, ya sería tomado en cuenta, era bien alimentado y, además, compartía las golosinas de mi pequeña dueña. Cada día al atardecer, al regresar a mi madriguera, veía cada vez a menos hermanos llegar para compartir el calor de nuestra unión en el hogar, yo no sabía por qué... En algún momento lo descubrí: mis hermanos fueron regalados de uno en uno hasta que sólo quedamos mi mamá y yo en aquella madriguera; nuestro lecho ahora resultaba muy grande para nosotros dos, ya no era necesario competir por alcanzar el lugar más cercano a mamá, ahora estaba solo con ella. Los días pasaban y hacía mucho que no veía a mi pequeña ama. La linda niña no me había llevado a vivir a la ciudad, porque sus papás dijeron que en el departamento donde vivían no había suficiente espacio para mí.

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Me enteré de que los papás de mi ama eventualmente tenían compromisos que cumplir en la ciudad, entonces dejaban de visitar con la frecuencia de siempre la casona, pero al final siempre llegaban, y cuando lo hacían eran recibidos por el coro de ladridos de la manada, dándoles la bienvenida con mucha alegría. A la pequeña ama le encantaba caminar por las veredas angostas entre los robustos árboles de las cercanías, parecían formar valla acompañándonos en nuestra aventura al aire libre, dándonos a todos un sentido agradable de libertad. Aunque vivíamos en el campo las caminatas siempre eran experiencias nuevas y diferentes, porque el entusiasmo nos llevaba a conocer sitios distintos, y si fuera el caso de visitar nuevamente los mismos, siempre existía la diversidad de actividades que nos hacían disfrutar el momento. En esa ocasión el propósito era llegar a un río angosto y de poco caudal. Las personas que iban a ese paseo se dieron a la tarea de buscar piedras para formar una pequeña represa que contuviera la máxima cantidad de agua posible, dando profundidad para poder meterse hasta los tobillos y un poco más. De esa manera pudieron juguetear y divertirse con las “guerritas” que se hicieron famosas, en las que terminábamos todos mojados, yo también participaba con entusiasmo. Me correteaban y tomándome de las patas me lanzaban al agua para zambullirme, arrancando de mi ama y de todos los presentes


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una cantidad increíble de risas y carcajadas. En las primeras ocasiones me daba mucho miedo el agua, pero después participaba corriendo y ladrando para que no me atraparan, aunque en ocasiones les daba chance y me dejaba alcanzar, al fin de cuentas no ganaba nadie, sólo era por diversión. Después de nutrirnos de diversión y buenos momentos empezaba el arduo regreso que, lentos por el peso de sus ropas mojadas y el cansancio, se hacía largo, muy largo el camino con el estómago rugiéndonos de hambre, y yo comiendo sólo tierra que levantaban en su pesado caminar, hasta que aprendí por instrucciones del grupo, y unos cuantos empellones que me daban con sus pies, que debía caminar adelante y no estorbarles su andar. Así aprendí cómo librarme, para dejar de comer y respirar polvo al andar. Siempre unos pasos adelante del grupo. Llegar a casa es de uno de esos gozos que permiten valorar lo que se tiene. Tener un hogar es un privilegio que debemos valorar y atesorar. Los jóvenes amos eran recibidos por su madre con la mesa llena de platillos dispuesta a saciar el apetito intenso que los aquejaba. También yo, aunque poco más tarde, recibía un suculento plato de sopa que aliviaba mi intensa hambre, para después consentirme con un rico sueñito a pierna suelta debajo de uno de mis árboles favoritos, ¡qué placentero!

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Mi pequeña ama prolongaba cada vez más los tiempos en regresar a visitar a la abuela. Se decía que por la situación económica, que no estaba bien, pero yo ni sabía que era eso de la economía, yo quería a la niña, a mi ama, pues necesitaba su atención, su cariño... y jugar, porque para los demás yo era sólo otro perro más, un animal al cual ignoraban, aunque me esmerara meneando la colita y casi sonriéndoles con mi buena actitud y disposición a jugar o hacer compañía, con la intención de que me dieran una caricia; pero nunca llegaba, siempre me corrían del lugar diciéndome “sáquese, sáquese”, para que me fuera. Mi tristeza era profunda, necesitaba a mi ama... y acurrucado pensaba que habían pasado muchas horas que se habían convertido en días, estos en semanas haciendo una gran suma de tiempo; mi ama llegaba conmigo pero sólo en mis recuerdos, alentando mis deseos de revivir momentos inolvidables cerca de ella, donde me daba lo mejor de su persona con caricias sinceras, siempre feliz, agradecida, apoyándome a seguir mi inseguro camino, sin importarle como soy... me quería de verdad. Después supe que la famosa economía no era otra cosa que dinero, con el cual se rigen las personas para comprar casi todo lo que existe en el mundo, incluyendo comida, claro está. Si las personas no tienen dinero entran en una situación como si se caminara en un piso fangoso,


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lo cual les impide moverse adecuadamente o los paraliza según sus necesidades. La familia y los animales de la casona también experimentamos ese problema, porque aunque la vida continuaba, la ración de alimento disminuía cada vez de nuestros platos. De acuerdo con la jerarquía que nos rige, yo ocupaba el último lugar; pero había un platillo especial para mí. El platillo especial se componía de todas las sobras de la comida de los amos: agua, mucha agua y fría, mezclada con trocitos de tortilla, cáscaras de papa y zanahoria con vestigios de la sopa o del guisado que hubiera sobrado; si la suerte pasaba por ahí y me miraba compasiva, recibía algún trocito o migajas de pan, todos los ingredientes revueltos dentro de una cubeta. Sin más, con el hambre carcomiéndome las entrañas, la comía hasta quedar bien panzón, agradecido de ser por lo menos tomado en cuenta con la llamada “sopa de Wongo”, la peor de todos los que vivíamos ahí. Un día cualquiera, así, sin más ni más, fuimos convocados por los amos para dar un paseo al atardecer, ¡era fenomenal!, ¡grandioso! Íbamos tres: mi madre, un cachorro mayor de otra camada y yo. Yo iba muy contento, brincoteaba y daba ligeros aullidos de gusto, porque pensaba que por fin los amos estaban tratándonos mejor y nos llevarían a pasear. Sin embargo, no sería un paseo como los de costumbre... [23]


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Caminando nos dirigimos hacia un vehículo de esos en los que les encanta subirse a los amos e ir de un lado para otro. Lamentaba mucho que no estuviera mi querida ama, para que pudiéramos compartir la emoción de esta aventura. Nos cargaron entre sus brazos subiéndonos a una camioneta que tenía una gran caja blanca cerrada y sin ventanas, ya dentro nos intimidamos, no conocíamos la situación de estar encerrados en un auto, queríamos salir porque estábamos muy asustados, pero no se pudo: cerraron las puertas y se oyó el rugir del motor al empezar a andar. Nos meneábamos de aquí para allá sin control, trastabillábamos y en repetidas ocasiones nos caímos; así fue el viaje hasta que salimos de la terracería a un camino terso, lo cual nos permitió tener más control sobre nuestros movimientos. Así íbamos, temblorosos y con vértigo al alcanzar una velocidad jamás experimentada, nos acurrucamos en el piso, unidos por la incertidumbre, no tuvimos más remedio que esperar a que se detuviera el vehículo para poder bajar. Después de un buen tiempo de viaje entramos en otro camino que nos hacía movernos intensamente, nos obligaba a pararnos ante el temor, ocasionando que al pasar los baches y la manera brusca de frenar nos fuéramos de bruces y golpeábamos contra las paredes o el piso de


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la camioneta, mas tardábamos en levantarnos que en volver a caer en el piso, hasta que percibimos un completo silencio, sólo oímos cuando se abrieron las puertas delanteras y bajaron los amos. Suspiramos con alivio por haber llegado al lugar donde íbamos a pasear. Se abrieron las puertas y nos cargaron para bajarnos, así como hicieron para subirnos, pero el otro amigo se adelantó por desesperación: se lanzó desde lo alto y cayó de hocico en el terreno áspero y terroso que había. Nos acariciaron y nos dieron una pelota, con la cual empezamos a jugar de inmediato a pesar de que casi oscurecía, porque el sol empezaba a ocultarse. De pronto, ante nuestra sorpresa por lo inusual, nos dieron de comer y mucho. Nos extrañó tal suceso, porque siempre jugaba y luego comíamos hasta regresar a casa, pero era tan atractiva la comida que como un imán nos atrajo y empezamos a darnos la comilona que mucho tiempo atrás no habíamos tenido. Gustosos seguíamos comiendo, sin darnos cuenta en qué momento se subieron nuestros amos a su vehículo, el polvo espeso en complicidad con la oscuridad, puso una barrera entre ellos y nosotros cuando arrancaron a toda velocidad. Fuimos tras ellos a toda carrera, corrimos a lo máximo que daban nuestras patas, mirábamos saltar la camioneta como un chapulín mientras pasaban por vados y montículos que había en el camino, iban muy rápido, huían a toda prisa [25]


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por ese sendero de terracería, sin importar nada más que ganar distancia hasta que se perdieron en una nube de polvo, sólo veíamos las pequeñas luces rojas de la camioneta y oíamos el ruido del motor que se esforzaba en su desempeño. Tristes, mi madre y yo regresamos seguidos por el otro cachorro que era más grande que yo. Regresamos a donde quedó algo de comida, e indecisos, sin saber qué hacer después de un rato nos acurrucamos, con la esperanza de que más tarde regresarían por nosotros. Nuestras esperanzas se desvanecieron con los primeros rayos de la luz del sol, para situarnos en nuestra realidad: nos habían abandonado. Mi madre, en su posición de líder, tomó la iniciativa de dejar el lugar y empezar a caminar con rumbo desconocido, con el anhelo de llegar al hogar. Ella alzaba su cara, esforzándose a través de su nariz, para reconocer algún olor familiar que la orientara, pero... nada. Mi madre nunca había salido de la casona más allá de los pequeños paseos cuando íbamos con los amos al río. En nuestro camino se interpuso algo desconocido para todos, era un poblado lleno de gente en movimiento, todos iban de un lado a otro haciendo sus menesteres. Inocentes y tímidos empezamos nuestra travesía por la polvosa calle principal. Cuando inesperadamente salieron de diversas casas una gran cantidad de perros, que ladrando y a toda velocidad nos atacaron sin contemplaciones. [27]



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Sin otra opción... patas para que las quiero. Nos echamos a correr a máxima velocidad, pero apenas libramos a los que nos seguían, cuando otros, alertados por los ladridos, nos esperaban más adelante y se agregaron al ataque. Lo inevitable empezó con un enfrentamiento desproporcionado en número, fuimos agredidos, revolcados, mordidos y zarandeados, como no teníamos oportunidad de defendernos, sólo pudimos chillar, tirando a los aires una que otra mordida que no atinábamos ni por casualidad; sólo mi madre habilidosa trataba de multiplicarse para defenderse y defendernos, tirando tarascadas y girando rápidamente en círculos. Nuestras suerte y vidas estaban al límite, cuando algunas personas que se refrescaban y conversaban en una tiendita, lugareños de ese poblado, intervinieron ayudándonos al arrojarnos chorros de agua gasificada, que agitaban en su botella y dejaban escapar a presión controlada por un dedo a manera de válvula, que bien dirigida era lanzada con fuerte presión a todos nosotros, asustándonos y disgregando el gran tumulto, dándonos la oportunidad de escapar a través del coro de un número incontable de ladridos que prepotentes nos amenazaban a no regresar jamás. Seguimos caminando para perdernos entre la vegetación, hasta llegar a un lejano remanso en donde nos quedamos por un buen rato. Absortos, cansados y muy adoloridos, mi madre nos enseñó el poder curativo de la saliva al la[29]


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var nuestras heridas con su lengua, que mucho bien nos hacía al reconfortarnos y darnos un alivio por sus cualidades antisépticas en heridas superficiales. En ese momento recordé cómo la abuela también ejecutó la misma técnica curativa untando con su dedo un poco de saliva en una raspadita de la pierna de mi pequeña ama, y ella quedaba como yo en estos momentos, adolorido pero contento por recibir la ternura, comprensión y cariño que una madre puede proporcionar a su descendencia. Con ese recuerdo la extrañé mucho, recostando mi cara sobre el pasto y rememorando muchos buenos momentos que disfruté en su compañía. Ya curados y tranquilos, nos dispusimos a dormir con nuestro estómago haciendo sonidos de lamento y reclamo a la vez por el hambre que nos consumía. Pero estábamos juntos y unidos con el ánimo de que mañana sería un día diferente y mejor, con la firme convicción de que jamás deberíamos intentar cruzar un pueblo nuevamente. Como todo lo nuevo que trae el amanecer, el presente era de esperanza y ánimo, porque nosotros los animales siempre enfrentamos la realidad de nuestro existir sin resentimiento ni lamentos de lo que ocurrió; sólo sabemos que tenemos vida y con ella la oportunidad de enfrentar nuevos retos y retomar el aprendizaje para no incurrir en los mismos errores que puedan dañar nuestra integridad.


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Los tres salimos a buscar algo para comer, estábamos hambrientos, nos dimos cuenta cuan inútiles éramos por no saber cazar y proveernos algún bocado que calmara nuestra necesidad. Siempre atentos y esperanzados al alimento que nos daban nuestros amos, nunca hacíamos nada por buscarlo, esa espera para comer una sola vez al día era la retribución por cuidar el hogar de nuestros dueños, que también era nuestro hogar. Pero sí, atenidos a que nos den todo, sin que nos hayan enseñado el valor de conseguirlo a nosotros mismos, haciéndonos dependientes. Bueno... aunque al reconsiderar si fuéramos independientes y libres quizá seríamos algo así como una manada de lobos o perros salvajes, pero no, sólo éramos perros domesticados, sometidos para vivir en casa al mando e instrucciones de un amo, así como de algunos caprichos de nuestros dueños sean quienes fueran. Mi madre se llamaba Peluda, para mí ella era hermosa, pero llegué a escuchar a los amos comentar que estaba “bien fea la pobrecita”, pero decían también que era, después de Loba, la más lista de todos los perros de la casa. Después de varios intentos de corretear a las lagartijas, se nos escapaban. Qué difícil era proveerse por uno mismo. En algún momento nos quedamos sin aliento, cuando mi madre enfrentó el desayuno que huía en forma de serpiente.

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Una víbora de cascabel se lanzaba a mi madre con el propósito de morderla, pero mamá era habilidosa para esquivarla; al alejarse este animal sin patas, se ocultó tras un matorral; mi madre, confiada, metió las narices donde no debía, y dio un salto fenomenal hacia atrás a gran altitud ante el dolor-reflejo impensado, por la mordedura que atinó la víbora encima de su nariz y todos salimos corriendo asustados de ese lugar. Mi madre zarandeaba de un lado a otro su cabeza como queriendo quitarse el dolor, pero jamás lo consiguió; nos quedamos atentos mirándola ante lo recién aprendido, imposibilitados de poder hacer algo para ayudarla, sólo empezamos a lamer su hocico por encima y su rededor para darle un momento de alivio ante su intenso dolor. Así pasaron las horas, cuando llegamos caminando a un riachuelo donde vimos a unos voluminosos y carnudos sapos, que representaban la oportunidad de comer por fin, aunque no eran muy deseables, pero el hambre es el hambre y justo son esos momentos cuando uno no puede ser melindroso y debe adecuarse a las circunstancias por necesidad y aprender a sobrevivir... o morir. Estaban muy lejos de la orilla donde fluía el río, motivo por el cual nos fue fácil capturarlos gracias a que no nos ponían mucha atención, les dimos fin, a uno... a otro, y a otro más. Ante nuestra sorpresa, mamá sólo nos miraba, y fue grande nuestro asombro al observarla


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bien... en la cara tenía una bola grotesca que limitaba su vista, y la tenía babeando continuamente de forma espesa a través de sus belfos muy inflamados, resultado de la mordedura de la serpiente. Comimos con desgano ante su turbia mirada y su imposibilidad de hacerlo, a pesar de que tenía un hermoso y gordo sapo entre sus patas, listo para ser ingerido, pero no pudo... Pensamos que la perderíamos... pero dos días después se encontraba bien, aunque escuálida por el tiempo que llevaba sin comer. Así pasaron muchos días más, muchísimos. Pero fuimos aprendiendo y haciéndonos más hábiles para cazar, aunque todo lo que estaba en el menú a nuestro alcance era comida poco sustanciosa, porque las lagartijas eran nuestras principales presas; parecíamos cada vez esqueletos andantes. Los días continuaban uno tras otro para sumarse a la gran cantidad que llevábamos en un caminar interminable intentando encontrar el camino de regreso al hogar; uno de esos días, mi madre y yo determinamos que nuestro compañero de viaje no podría continuar con nosotros si no tenía un nombre... No nos importaba que quizá por desprecio, olvido o desinterés de los amos no le hubieran puesto alguno, nosotros decidimos llamarlo, de ahora en adelante Blanco. Bueno, pareciera que no nos esforzamos mucho en pensarlo, porque él era completamente de color blanco, excepto por su negra nariz. [33]


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Cuando le dijimos cómo lo llamaríamos de ahora en adelante, se sintió muy emocionado y empezó a juguetear, con unas luchitas de todos contra todos. ¡Guaaauuu!, fue divertidísimo. Desde ese día Blanco caminaba siempre altivo, con su cara levantada y sus ojos mirando siempre hacia adelante, en él se notaba muy bien su porte, con esa lengua que le colgaba de uno de los lados en el hocico que parecía sonreír en su impetuoso andar. Madre olfateó olores conocidos y apresuramos nuestro paso hasta llegar en carrera a unos terrenos resguardados por una barda de postes de cemento y alambre de púas estirados fuertemente en toda su extensión, con un espacio pequeño y angosto entre ellos para dar una mínima oportunidad de atravesarlos. Mi madre observaba, se veía ansiosa, y no tardó en intentar meterse entre los alambres de púas, al parecer no le incomodaba que le fueran quitando de manera dolorosa mechones de pelo, pero lo logró... Cuando llegó al otro lado nos animó a seguirla. Para nosotros fue más fácil, porque éramos un poco más pequeños, y con algunos rasguños lo logramos. Al entrar nos percatamos de que estábamos en una huerta de ciruelos, había muchos frutos en el suelo invitándonos a saborearlos, estaban resplandecientes y rebosantes con su color rojo oscuro, indicio de que estaban maduros, jugosos y muy ricos. Sin poder esperar más, nos dimos un atracón como en muchísimos, muchí-


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simos días no lo habíamos hecho, los comíamos con todo y hueso, ¡ah!, pero estaban deliciosos. Echados bajo la sombra de los árboles descansábamos, nos mirábamos a la vez que relamíamos nuestra boca, teníamos los dientes pintados de color rojo, y nos causaba enorme gracia, porque teníamos un aspecto feroz y temerario. De repente un sonido atronador, acompañado de un silbido que pasó enfrente de mis ojos y encima de mi hocico, nos hizo levantar en menos de un segundo para salir despavoridos a toda carrera, acompañados por los sonidos de un arma y sus disparos hasta los límites de la barda, la cual pasamos sin queja alguna, no nos importó dejar trozos de piel al pasar entre los alambres. En nuestra desembocada carrera, tarde me percaté de que Blanco no venía con nosotros, al intentar regresar mi madre me detuvo, diciéndome que nada podía hacer, porque una de las balas le había quitado la vida. Lo vio delante de ella rodar por los suelos, con la cabeza bañada en sangre, tiñendo su pelo blanco en rojo, salpicando la parte trasera de mi cola. Ese día fue el más triste de mí existir hasta esos momentos, todo por la mala suerte de perder un amigo hecho por las circunstancias en el camino, con quien vivimos y compartimos muchas penas y aventuras, pero también cosas maravillosas que me hicieron comprender el valor de la amistad, porque ambos nos prote[35]


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gíamos y aceptábamos tal como éramos, nunca esperamos más de lo que estaba dentro de nuestras posibilidades. Con la pena acompañándonos, buscamos refugio para pasar la noche. Encontramos acomodo en una barranca poco profunda y ahí antes de que llegara a mi auxilio el sueño, mi madre me dijo: “La amistad es un suceso que muchas veces es difícil de obtener, pero cuando menos una vez en la vida a todos nos toca vivirlo. Quien tiene más de un amigo es afortunado, pero mayor es su responsabilidad de conservarla.” ”Wongo, tal vez más adelante encontrarás un nuevo amigo, intenta mitigar tu pena, recuerda sólo los buenos momentos, duerme pequeño...” Al día siguiente al abrir los ojos, mi madre estaba delante de mí esperando, inquieta. Al parecer le urgía iniciar el camino, sin contratiempos me levanté y caminé a su lado. Habían transcurrido 7 meses... Empezamos a transitar por veredas conocidas, nos llenamos de emoción, sin pensarlo corrimos para acortar distancia y llegar al tan ansiado hogar, por fin... el hogar donde habíamos nacido. Llegamos felices, con la cola entre las patas, sumisos dábamos vueltas alrededor de nuestros amos que incrédulos nos miraban y acariciaban, también cabeza abajo nos presentamos ante la actitud prepotente e intimidatoria de los otros perros de la casa, que sorprendidos primero y


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luego envidiosos, nos rodeaban y querían someternos, más de lo que estábamos. Esos momentos fueron el otro día más feliz de mi vida. A pesar del tiempo transcurrido la vida en la casona seguía igual, con la diferencia de que al día siguiente le pusieron un collar de piel color negro a mi madre, para nosotros ese acto era un premio, un distintivo tan grande como cuando nos daban un nombre. Pero, sin imaginarlo, fue el inicio de días de sufrimiento para ella, porque vio restringida su libertad al espacio que le daba una cadena en su máxima dimensión, una longitud aproximada de metro y medio, bien sujeta a un sólido árbol. A mí me dejaron en libertad, seguramente porque sabían que era muy apegado a mi madre y no me separaría de ella. Así transcurrieron los días, uno tras otro, acumulándose de tal forma que eran incontables... Hasta que sin esperarlo, aunque sí lo deseaba, uno de esos tantos días llegó mi ama, mi pequeña ama, me abrazó y yo me desvivía de emoción dando saltos y tirándome al piso. Me abrazó efusiva y me regaló un montón de caricias, que compartí con mi madre que también estaba feliz y emocionada de verla, y sobre todo de sentir la caricia de un humano, porque ella estaba relegada al abandono y al olvido. Esos pocos días pasaron tan rápido como un sorbo de agua por nuestra garganta... nuevamente partió, nos dejó inmersos en la más pro[37]


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funda tristeza, aunque también con algo de optimismo, porque sabíamos que volvería, y más porque estaba feliz de saber de nuestro regreso después de 7 meses de aventuras por territorios desconocidos. Antes de irse acercó su cara diciéndole a mi madre directamente a sus ojos y agarrándole su patita: — No lo puedo creer, pero me da mucho gusto que seas tan lista y hayas cuidado muy bien a tu bebé, que ya está muy grandote. Un par de días después se llevaron a mi madre en otra camioneta, la llevaron a tirar a otro lugar lejano. Describir esta tristeza es difícil, ver cómo se llevaban a mi madre con engaños, con el propósito firme de deshacerse de ella, por el simple hecho de no querer alimentar una boca más de las tantas que había. Yo no quise comer, estaba de duelo, imaginando lo peor, sabiendo lo difícil que es mantenerse vivo afuera de la barda protectora de la casona y del apoyo de la gente que consideramos nuestros dueños. Al día siguiente los ladridos de mi madre alertaron mis sentidos, ella había superado el desafío de volver a casa en tiempo récord. Un día y estaba de regreso... ¡guauuu! Qué habilidad rastreadora de mi madre. Los amos no lo podían creer, y aunque se les veía llenos de gusto e incrédulos, ese mismo día al anochecer, otra vez nos subieron a mi madre


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y a mí a la camioneta, y en esta ocasión nos llevaron por caminos largos y oscuros muy distantes de nuestro hogar. A mi madre la dejaron en un lugar lóbrego entre la carretera y el bosque. Después de andar un largo camino, me dejaron en lo más alto de las montañas, en donde la carretera que las atravesaba empezaba a descender... a lo lejos se divisaba un resplandor dorado que me dejó perplejo... eran las luces de una megaciudad. Me bajaron, y con una caricia en mi cabeza me botaron de forma rápida junto con un puñado de carne de pollo, para ellos después subirse a toda prisa a la camioneta y dirigirse en huida al enorme y extenso racimo de luces, las luces de la gran metrópoli. Al verlos partir, lo que hice fue correr a toda velocidad, la máxima que me permitían las patas, dejando atrás los ricos trozos de pollo. Lo importante era no perderlos de vista... yo seguía y seguía, hasta que el agotamiento me tumbó al lado del pavimento de la carretera, acepté la imposibilidad de alcanzarlos, pero tenía que seguir intentando ir tras ellos. Después de un rato empecé a caminar a paso rápido y con ánimo, quería alcanzarlos al amanecer. El frío se acentuaba con el pasar veloz de camiones y autos en ambos sentidos, encandilándome los que venían de frente con sus luces poderosas, sin embargo, y a pesar de los tropie[39]


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zos en mi andar por los bordes del asfalto y una gran cantidad de montículos y pequeñas zanjas a la orilla del camino, yo continuaba veloz dando traspiés. Hasta que el miedo a lo desconocido me hizo detener muy cerca de la entrada de un poblado, donde una gran cantidad de personas se encontraban en movimiento y a la distancia se hacían escuchar muchos ladridos, como si me hubieran olfateado y restringieran amenazantes mi acceso a esa localidad. Me armé de valor para confrontar y de ánimo para continuar, cabizbajo y a paso veloz intenté pasar lo más pronto posible ese cúmulo de casas, pero mi sorpresa fue mayor al mirar que las casas parecían no tener fin. Caminaba y caminaba, y una tras otra seguían apareciendo, y más gente y más autos. Nunca había cruzado ni visto un pueblo de semejantes dimensiones. Después sabría que eran los suburbios de la gran ciudad que desde las alturas en las montañas se veía llena de puntitos dorados centelleantes, como las estrellas plateadas en el oscuro anochecer en el campo donde nací y me crié. Ahora estaban a corta distancia de mi vista y cada destello era ocasionado por una gran cantidad de focos situados en las calles y muchísimos más en cada una de las casas o edificios, que iban dándole forma a cada calle de esta ciudad, como constelaciones entrelazadas en la bóveda celeste.


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Era ya el amanecer y la gente en mi andar me ignoraba, y yo los veía andar presurosos... más que yo, y con cara más de aflicción que de seguridad en sí mismos. Y todo por subirse en tropel de transportes destinados a llevarlos a no sé qué destino... pero ahí iban con aparente gusto al encontrar un lugar y calorcito por el gentío que llenaba el autobús, dejando atrás aquel frío en la parada del camión, para ser ocupada por la gente que fuera llegando, esperando inquieta el arribo nuevamente de otro vehículo que los aliviara de ese incomodo frío y llevándolos a su destino. La salida del sol se apresuró, y con la luz del día miraba incrédulo lo que era una gran ciudad, o el principio de una gran ciudad, al caminar por los suburbios terregosos. El sol de manera pausada y amigable tocó mi cuerpo dándole calor, y seguí mi andar gustoso al deshacerme del frío... con mis tripas ruidosas por hambre, en mi transitar pensaba como me hacían falta esas piezas de pollo que mis amos habían arrojado a mi lado. Pero no podía hacer nada y los recuerdos no me iban a ayudar a llenar la panza. De pronto, una persona arrojó delante de mí un trozo de pan con una masa aromática deliciosa, la llaman tamal, ese acto me detuvo inmediatamente y levanté la vista para observar quién había hecho semejante acto de humanidad para un hambriento. Era un señor flaco con bigote de aguacero, mirada serena y algo dulce, [41]


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él me sonrió al darse cuenta que lo miraba desconfiado. Y me dijo “come pequeño”, entonces, en respuesta, salí corriendo a toda velocidad de ese lugar. La persona se veía bonachona, yo tenía mucha hambre, pero no podía confiar en alguien que no me conoce y no conozco. De mi madre aprendí que generalmente nadie te da algo sin esperar algo a cambio, o simplemente lo hace para causarte algún daño, como sucedió en las repetidas ocasiones que nos lanzaban comida envenenada, y con el hambre que teníamos hubiéramos sido presas fáciles de la maldad de algunas personas, si mi madre no hubiera aguzado y antepuesto sus instintos. Más de una vez le reclamé por qué no podíamos comer esa deliciosa carne. Ella respondía, “porque la carne que comen los humanos, no tiene puntitos brillantes, eso significa que tiene pequeños cristales que cortan el interior de nuestros intestinos”, ocasionando una lenta y horrible muerte, como la que tuvo un pariente nuestro que se adelantó con su gula a ganar un buen trozo de carne encontrado a las orillas de la barda de la casa del amo, no debiendo hacerlo... porque los amos no acostumbraban darnos carne, eso era algo muy sospechoso, a pesar de que oliera rico, pero no hizo caso... lo vimos morir lenta y dolorosamente. Aprendiendo así de las palabras de los amos sobre lo que había pasado y cómo evitarlo. Bueno... esa torta con tamal, quizá no tenía puntos brillantes... pero era mejor no probarla [43]


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a pesar de mi hambre, porque había otras maneras de eliminarme. Y así seguí... y seguí caminando con la compañía de mis sonoras tripas que se comían entre ellas. Las horas transcurrieron y el anochecer era inminente, y yo sin encontrar a mis dueños en ese mundo de gente en continuo movimiento. En mi andar encontré algunos perros solitarios que iban y venían, dañados por el paso de los días, reflejándose en una piel sucia muy pegada a su cuerpo, haciendo destacar sus bien ordenados huesos de las costillas, que resaltaban al caminar. Y me di cuenta de que pasaban a mi lado, medrosos, tímidos y sin ningún ánimo de disputar nada, ni el paso. ¡Upsss!, posiblemente me vería igual a ellos si no hacia algo para aliviar mi hambre en primera instancia y después encontrar a mi gente, quien me había dejado en su premura por partir de ese oscuro lugar. El frío me hizo notar lo avanzada que estaba la noche, así como la disminución de gente en su ir y venir. Y yo completamente desorientado, sin saber a dónde ir... mi instinto me hacia caminar hacia atrás para desandar lo andado. Pero no, decidí seguir adelante y dejarme guiar por mi olfato, que me llevó a rondar un lugar saturado de gente que comía tacos, a estas alturas ante tanta gente consideré que no sería muy factible que alguien quisiera envenenarme, si la gente estaba entusiasmada en comer deliciosamente esos tacos que olían de maravilla.


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En ese lugar había otro errante como yo, de quien miré su técnica de comer: consistía en esperar a los pies de las personas sin molestarlos abajo del mostrador, donde una tabla funcionaba como mesa, alta y angosta, pero a todo lo largo del puesto que servía como recargadera para colocar los platos llenos... y de ahí a la boca de la gente que se encontraba parada. Llevar la comida a la boca provocaba en los menos habilidosos que se cayeran trozos, de los cuales dábamos cuenta tímidamente, aliviando nuestra hambre. Porque las personas en general suelen desperdiciar mucha comida, pero nosotras las mascotas no. Y sí, era cierto, no tan fácilmente alguien te envenenaría en un lugar tan concurrido, donde los dueños del local y los empleados están atentos a servir más comida a sus clientes. Pero aprendí que si no te envenenan, al menos puedes recibir una buena patada en el trasero o en los flancos al extralimitarte por querer más de lo que cae o te arrojan al suelo, a menos que seas del agrado de alguien y sea indulgente contigo dándote algo más que sobras. Y si alguien tiene un buen corazón, generalmente son las mujeres, que con su instinto materno y de forma natural procuran al desvalido, como a nosotros, sin importar que seamos perros. Después de sentirme satisfecho con mi buena suerte y una buena comida, en olor y sabor, decidí continuar mi camino, porque me había demorado demasiado. [45]


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Absorto para saber por dónde sería mejor seguir, no me percaté hasta que el susto me despabiló, que atrás de mí estaba el perro que compartió conmigo la comida, allá atrás en los tacos. Aunque parecía buena compañía y era más alto que yo, no quise aceptarlo... mas no me dio por pelear y alejarlo, yo sólo caminaba más rápido y molesto ante su cercanía. Las horas transcurrieron, ya cansado aminoré la velocidad que no inmutó a mi indeseado compañero. Cuando viré a la derecha y entramos a un lugar de la ciudad, donde ya no había calles llenas de tierra y pocas asfaltadas, como al principio. Aquí todo estaba cubierto por una carpeta negra, y tierra había solamente en los pequeños recuadros donde se encontraban sembrados árboles o plantas. Había muy poca luz y un denso silencio que permitía oír hasta nuestras pisadas y su tétrico eco. Cuando sin más aviso salió a toda carrera una decena de perros que nos estaban cazando desde sus hogares en la profusa oscuridad de sus pórticos, y sin más opción ante su cantidad y el ataque, tuvimos que correr a todo lo que daban nuestras patas con su aminorada energía. Ya se estaba haciendo costumbre salir siempre corriendo, perseguido por otros perros que encuentran fuerza y seguridad en grupo para atacar. Pero es seguro que si fueran ellos solos no saldrían de sus escondites y estarían medrosos esperando que pasáramos.


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Los ladridos de todos ellos se dejaron escuchar en su máxima intensidad, haciendo que nuestro pelo del lomo se erizara ante el miedo de ser perseguidos con el fin de hacernos daño, y eso que yo no me había inmutado ante nada ni nadie con anterioridad, al haber heredado las características, creo yo, de mi padre, quien “era muy valiente y parecía no conocer el miedo”... según decía mi madre. Pero aquí conmigo en este momento fue muy diferente a lo antes vivido, quizá por carecer también de la protección de mi madre, experta en resolver conflictos con su experiencia. Unas cuadras más adelante irremediablemente fui alcanzado, me hicieron dar tumbos ante la embestida de la banda canina, que sin perder tiempo empezaron a atacarme tirando mordidas por aquí y por allá, cuando yo todavía sin reponerme bien de la revolcada y algunos mordiscos, mi acompañante indeseado, con gran bravura empezó a hincar sus dientes en los perros más grandes a diestra y siniestra defendiéndome, y sin más pérdida de tiempo yo con otros que eran más o menos de mi tamaño. Al caer el segundo de ellos muerto, los otros mal heridos empezaron a huir, cosa que nosotros aprovechamos para hacer lo mismo, ante el coro incontable de una cantidad de ladridos de lugares cercanos y otros en la lejanía. Este nuevo amigo sin proponérselo, ni yo pedirlo, me había salvado la vida. Caminamos por

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las calles vacías, heridos, pero contentos de salir airosos de semejante batalla. Así nos sorprendió el nuevo amanecer, caminando hasta llegar a ocultarnos debajo de un camión abandonado, donde pudimos acicalarnos y lamer nuestras heridas para curarlas y aminorar el dolor. Después de unas horas y un buen descanso salimos con el propósito de comer algo. Al caminar a la par me sentía ufano de haber conseguido un amigo, aunque al principio no lo quise ni lo imagine. Él había arriesgado su vida por la mía, y salimos airosos de tan difícil experiencia. Es algo que yo no había imaginado entre animales, sólo entre mascotas y personas. Porque si hay alguien extremadamente fiel y solidario, que está dispuesto a dar la vida a cambio de la integridad de su amo es el perro. Aunque no es correcto, el amo puede castigar y golpear con o sin justificación, racionar la comida en forma de escarmiento y el perro siempre seguirá a su lado con la finalidad de cuidarlo y protegerlo cuando sea necesario, siempre disponible a jugar con el amo y de pasar muchas horas con la intención de hacer más agradable su vida. El perro siempre con la mirada atenta y la buena actitud disponible a responder ante las necesidades o caprichos de su amo. El perro es el ejemplo vivo de saber perdonar y retomar una actitud positiva ante los reveces de la vida. Es el ejemplo viviente de saber per-


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donar ante un cúmulo de actitudes negativas de muchos dueños ante sus fieles mascotas. La vida de muchas mascotas, no sólo de los perros, es de entrega dando lo mejor de sí, a cambio de cariño. Llegamos hasta un mercado de comida, en donde la mezcla de olores era intensa y alentaba nuestro apetito. Un hombre bonachón que trabajaba en su carnicería nos arrojó unos enormes huesos que ilusionaron nuestros estómagos, aun con el juguito que les sacábamos seguían vacíos en realidad, pues quebrar esos huesos era más que atrevido y peligroso para nuestros caninos o molares, se podían romper ante tal tamaño y dureza, porque nuestros hocicos no daban el tamaño para abarcar el grosor del hueso. Después continuamos nuestro andar, contentos, cruzando camino con varios compañeros de especie sin tener algún contratiempo, sólo ladridos de temor, mas no de confrontación. Llegamos a una esquina en donde un maloliente hombre que vestía harapos nos llamó, él estaba sentado en la banqueta, para compartir el frugal alimento que tenía en sus manos sucias. Curiosos nos acercamos, incrédulos al mirar su porte deteriorado que daba lástima y era motivo de disgregación de los demás transeúntes, alejándose de él por miedo o asco, quizá por su hedor. Si por apariencia se juzga a las personas, esta tenía mucho que juzgarse y criticarse, pero en su interior tenía buenos sentimientos, y lo demostró con nosotros que ni conocía, pero nos [49]


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ofreció compartir lo poco que tenía. Estaba solo, abandonado y seguramente quería tener algún amigo, porque familiares seguramente no, o ante su apariencia lo desconocerían por pena a que alguien los relacionara con él. Este tipo de personas abandonadas en las calles tiene algo de mascotas callejeras, porque son relegadas y maltratadas por los demás que transitan a su alrededor con un dejo de superioridad, sin embargo, dentro de ese aislamiento y loquera... como dice la “gente sana”, yo miré que se encuentra generalmente un ser humano de buenos sentimientos, que algún día fue una persona común y corriente, una persona normal, que por circunstancias ajenas a él perdió su control y estabilidad emocionales. Estos individuos son personas que saben perdonar y siempre están a la espera de un poco de consideración, un poco de cariño manifestado en misericordia, de quienes están bien y tienen, que son superiores en algunos aspectos por el control de sus acciones. Estas personas olvidadas a su suerte y sucias son en poco o en mucho parecidas a nosotras las mascotas abandonadas, somos el resultado de una sociedad que discrimina y castiga. Compartimos sentados y atentos el espacio saboreando un poco de todo: plátanos de piel oscura y aguados con fuerte olor, pan duro, un poco de leche agria, y papas a medio cocer con sopa de pasta ya cuajada y fría, que la gente ha-


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ciéndose la piadosa le lanza, para que tenga algo de comer. Arrojan lo que ya no quieren o está echado a perder, como si fuera un animal, como si fuera un perro. Porque comida recién cocinada o empacada, para nada. Siempre son desechos, así como la ropa: malgastada, sucia, fétida y roída, trapos al fin para aminorar el frío y cubrir su piel oscura por la mugre. Pero esta persona que no era ningún mendigo, nos platicó muchas cosas que nosotros no conocíamos, destacaban el maltrato, del cual ya habíamos visto algo, y vejaciones, que él sufrió. Él continuó su narración, describiendo realidades, y también deseos disfrazados de sueños, en una forma tan amena, de muy buena fe, tan inocentemente, con muchas ganas y con una sonrisa llena de alegría de saberse acompañado y poder compartir con dos buenos escuchas parte de sus cuitas. Hasta que con una mirada de reconocimiento y respeto nos despedimos agradecidos, meneando nuestros traseros airosos, y también muy contentos en general con el estómago lleno. Estábamos cargados de energía, por la buena compañía y lo aprendido al compartir los insalubres alimentos. Ya nos habíamos adentrado en la ciudad hacía sólo un par de días... Un poco tarde nos dimos cuenta de que unos hocicos llenos de dientes afilados a toda velocidad mordisquearon nuestras colas, que meti[51]


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mos entre las patas y aceleramos el paso para impedir que nos mordieran más. Eran dos perros medianos más o menos de mi tamaño, mas no de mi corpulencia, que presumían con su actitud de bravura, y nos corretearon al pasar por sus dominios, pero con una mirada de complicidad entre mi amigo y yo, metimos más velocidad, no por susto, sino por diversión, porque estos enclenques... ¡ja!, si los enfrentáramos no nos darían buena batalla. En la carrera yo iba ganando, pero como una saeta mi compañero y amigo me rebasó tan rápido que en la esquina de una avenida no se detuvo por ir mirando cómo dejábamos rezagados a nuestros perseguidores, cuando inesperadamente un golpe seco hizo volar por los aires a mi compañero, quien cayó pesadamente y descompuesto en su figura... atrás yo me patiné sobre la arenisca hasta llegar a su cuerpo tendido a un lado de la avenida principal, que era una calle muy transitada por camiones, autos y gente. Quedé pasmado ante el suceso, mirando tanta sangre y a mi amigo con su cabeza en medio de ese charco viscoso, sin aliento ni más oportunidad, a pesar de mis intenciones de alentarlo lamiendo su herida en la cabeza, pero no... ya estaba muerto... La noche llegó, y en forma de dona me acorruqué colocando mi hocico entre mi panza y mi pata, encontrando calorcito mi nariz, ante el intenso frío y la lluvia que caía sobre nosotros.


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Con el sol a punto de salir detrás de las montañas, el sonido del potente motor de un gran camión de basura me despertó, asustado me incorporé entumido y mojado. Se dirigió a mí con voz suave y tranquila intentando comprender mi pérdida, un recoge basura: “hola muchacho, perdiste a un compañero, ¿verdad?... Pues, lo vamos a llevar a enterrar para que ya no esté aquí”. Ante mi mirada, sin más palabras, otro trabajador se sumó, ambos lo tomaron por sus patas y columpiándolo lo arrojaron en el interior de una gran cuchara donde recopilaban la basura, para luego ser devorado hacia las entrañas del enorme camión. El recoge basura retomó su camino, mirándome gritó: “sigue tu camino... que la vida continúa muchacho”. No sé por qué me dijo muchacho, quizás era una forma de expresión cariñosa, pero me despabilé y empecé mi andar nuevamente, consternado todavía por la muerte de mi amigo, no de mi compañero como dijo él. Es lamentable que a pesar del sufrimiento que manifestamos y sentimos las mascotas, no llegue a nosotros el alivio de sentir escapar el dolor a través de las lágrimas. Para mí era una pérdida muy grande, pero como iba caminando, las personas y animales transitaban como si nada, la vida continuaba... el mundo seguía su rutina, y todos desconocían mi sufrimiento y mi pérdida.

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Cuántos habría como yo, caminando en silencio y llevando a cuestas un cúmulo de penas o aflicciones, de las cuales no sabemos ni imaginamos siquiera, porque nadie va por ahí en la calle pregonando sus pesares, sus pérdidas o limitaciones que los hacen sufrir. Cuando el sonido de mi estómago me hizo reaccionar, y utilizando el don que tenemos la mayoría de los perros, que es olvidar el sufrimiento, que siempre aplicamos muy bien cuando somos maltratados por nuestros amos, perdonándolos... levanté mi nariz para buscar la dirección correcta y me condujera a encontrar algo de comida. De buen ánimo y optimista me dirigía hacia el lado donde siempre se oculta el sol, era el rumbo preciso que habían seguido mis amos. Estaba esperanzado en haber heredado las cualidades de orientación y rastreo que mi madre tenía por naturaleza. Seguía mis instintos... cuando miré a un joven subir al autobús, de esos que llevan mucha gente en su interior y que frecuentemente muy temprano o ya en la tarde-noche, van hasta colgados en los estribos, apretujados como derramándose al excederse la capacidad del transporte. Cuando ladrando y entusiasta un perro subió también al autobús, y el joven con una certera patada lo lanzo fuera, haciendo que el animal se estrellara contra el pavimento de forma grotesca y fuerte.


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Acelerando el transporte se fue alejando, y el perro persiguiéndolo a toda velocidad, cuando por un costado asomó el joven sacando su cabeza, gritando: “vete Yoqui, vete”. Yoqui no hizo caso, para que más adelante con fortuna lo alcanzara en el alto que hiciera el camión con el propósito de subir a más gente. Yoqui nuevamente se subió, con los mismos resultados de ser bajado a puntapiés por el joven, que ya fuera ambos... el joven además de propinarle golpes, le llenaba de palabras insultantes, ante los sorprendidos ojos de los silenciosos testigos, dentro y fuera del camión. Pero así somos los perros, capaces de soportar lo insoportable por fidelidad, apego y amor. Yoqui siguió persiguiendo al autobús hasta perderse en la distancia. Las horas transcurrían y yo seguía avanzando y avanzando, hasta que tal vez un poco tarde me di cuenta de que me estaba metiendo a una zona más peligrosa, llena de perros callejeros y nada amigables; sin embargo, sin ningún afán provocador, yo avanzaba a toda prisa con la cabeza hacia abajo mirando el piso. Cuando por delante y por atrás de mí un grupo de perros se me abalanzó, y empezó la desigual pelea, donde era mordido en diversos lugares, hasta llegaron a mi oreja, que fue cercenada y dividida en dos por un colmillazo, la sangre cubría buena parte de mi pelo, y yo sin acertar una buena mordida a mis abundantes agresores. Sin esperarlo y mucho menos imaginarlo, todos nos vimos ro[55]


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deados por un grupo de hombres con lazos en sus manos, pretendían atraparnos, acabándose en ese momento la pelea con la intención de huir despavoridos, tratando cada uno de salvar su propia vida. Éramos muchos y tuve la suerte de escapar, mirando como lazaban por el cuello y controlaban con golpes a los perros bravos que trataban de defenderse, depositándolos dentro de un camión enjaulado, a garrotazos y casi ahorcándolos al levantarlos en vilo haciéndoles perder el piso y lanzándolos de una forma bestial e inhumana. Las recientes y calientes heridas, así como un profundo pánico, no me impidieron correr despavorido sin rumbo, sólo correr y correr, acompañado de un coro de ladridos por doquier, dando alarma de lo que sucedía a distancia, hasta que pude llegar a un parque, poco antes del anochecer, ya sin gente. Me pude acomodar entre plantas y flores que perfumaban el ambiente, descansando al fin de tan terrible experiencia. Al amanecer nuevamente quise llorar, pero es algo vedado para nosotros; sólo gemía mitigando de esa manera mi intenso dolor. Sin más ánimo ni fuerzas para caminar, paré debajo de la banqueta junto a un automóvil estacionado justo enfrente de un consultorio veterinario, un lugar de esas buenas personas que se encargan de prevenir enfermedades y curarnos cuando adolecemos algún mal o enfermedad a cualquier tipo de mascota, porque recor-


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daba muy bien cuando me llevaron a vacunar y me trataron muy bien, a pesar de que me inyectaron, no me dolió. La esperanza y la solución a mis heridas y dolores estaba allí ,a unos cuantos pasos, cuando salió el doctor a mirarme, y yo relamiéndome los bigotes y sumiso trate de mostrar mi docilidad y buen carácter. Entró a su consultorio, a su regreso sin más me arrojó una cubetada de agua, empapándome y asustándome para que me fuera de ese lugar, justo poco antes de que llegara una señora con su mascota, un perro de raza pequeña, de esos que parecen estar todo el tiempo en los brazos de sus amos como un adorno. Pero el doctor me dejó en paz para atender hipócritamente y con un exceso de amabilidad a sus clientes. Con el frío baño me asusté, pero no me pude incorporar, estaba muy maltrecho. Después de un rato salió la señora con su perrito, y la historia de una tras otra personas que llevaban a sus mascotas se repetía, parecían desfilar por el consultorio para que les atendieran alguna dolencia o revisión rutinaria, aunque algunos salían bañaditos, peinados y muy bien perfumados, vaya lujitos. Luego de mucho tiempo, ya avanzado el día, cerca del atardecer, una señora que llevó a su gato a consulta, a su entrada, así como a la salida, se quedó mirándome tratando de descifrar qué sucedía conmigo, se acercó y con un gesto de dolor me dijo: “pobre de ti, chiquito”, y nuevamente entró al consultorio para salir acompaña[57]


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da del doctor, quien ahora se acercaba a mí con una sonrisa y un interés más que falso, diciendo: “¿qué te pasa perrito? ¿Te mordieron? ¡Qué pena verte en ese estado...! La señora con voz autoritaria le ordenó: ‘quiero que atienda a este animal, porque se está muriendo, quiero que lo salve, me dirá después cuánto le debo por la cura de este pobre, yo vendré a diario para ver cómo mejoran sus heridas’ ”. Inmediatamente contestó el fatuo hombre, y con ayuda de otro me metieron al consultorio para tratar mis heridas, que eran muchas. Así pasaron varios días, mi recuperación fue progresiva. Hasta que llegó el día de salir de esa jaula, y ahí estaba esa señora, con una gran sonrisa bondadosa y ojos avispados llenos de entusiasmo que dejaban escapar su alegría al verme. Con su característica voz ordenó: “quiero esa correa color verde, un collar y una plaquita con el nombre de... ¡Chiquito!, sí, Chiquito”. Después de pagar no sé cuánto dinero salimos del consultorio. No me agradaba el collar y menos la placa con el nombre de Chiquito, mucho menos sabiendo que mi nombre verdadero es Wongo, tal como me puso mi ama. No es que yo sea malagradecido, pero esta señora amable se estaba adueñando de mí y yo tenía que seguir mi camino para encontrar a mi verdadera dueña.

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Entonces, a cada paso ponía resistencia para avanzar, y la señora con tono dulce me decía, “vamos Chiquito, camina, anda... camina”. Hasta que después de tanto insistir y caminar un corto trecho jalándome, me dijo: “seguramente tú estás aquí de paso y tienes una misión que cumplir, se ve que eres listo, entonces, si es tu decisión partir, te dejo en libertad”. Me quitó la correa, pero me dejó el collar con mi nuevo nombre y una placa que indicaba que estaba vacunado. “Es bueno llevar tu collar”, me dijo ella, “para que si las autoridades te sorprenden vagabundeando no te remitan a la perrera”. La miré directamente a los ojos, como normalmente hacemos los perros con las personas, y estoy seguro que notó mi agradecimiento, que era mucho porque me salvó la vida, y sin más inicié mi veloz carrera nuevamente a lo desconocido. Encontrar buena gente y desinteresada en nuestro camino es un premio de Dios, siempre habrán personas de buenos principios y con buen corazón, pero habrán más indiferentes, que en su apatía y egoísmo, permanecen estáticas mirando, sin intervenir para solucionar. Como diría la abuela de mi pequeña ama. El día era nuevo, sin hambre, con mucha energía e incontables ganas de seguir adelante. La zona seguía siendo digna de tenerle mucho cuidado y no faltaban perros bravucones, pero cobardes en confrontar si no eran acompañados de más de dos.


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Las laberínticas calles me condujeron a un lugar donde no había casas al cruzar la avenida, sólo montículos de diversos tamaños formados por basura. Cuando me disponía a cruzar la polvorienta avenida, justo a mi lado dos pares de ojos me miraron, y eran precisamente los de dos personas que iban en su camión, el camión de la perrera municipal, el susto de momento me dejó paralizado; pero no me hicieron el menor caso, sólo me miraron con desdén y dieron marcha a su vehículo, cosa que al pasar a mi lado me dejó pasmado, al mirar que la parte trasera estaba llena de perros de diversas razas y tamaños, en gran cantidad, pero todos apilados, uno sobre otro, todos muertos, con un delgado chorro de sangre emanando de la plataforma que contenía la jaula, hacia el piso, dejando una estela sin interrupción hasta perderse en la lejanía. Como muestras de la herramienta utilizada para tal fin de dar muerte a estos perros, se encontraban atorados entre la reja que permitía ver tal masacre, dos bates de los que utilizan para jugar beisbol. Asustado corrí y corrí durante mucho tiempo, casi hasta desfallecer de cansancio... Después de mucho tiempo, por donde andaba era un lugar diferente donde los perros callejeros no existían, era yo solamente. La gente me miraba con curiosidad, y ni la policía me hacía caso, sólo miraban mi collar y mis placas que sonaban como cencerro al andar, ese collar era [61]


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mi pasaporte para transitar entre las personas sin mucha preocupación. Esa señora no sólo salvó mi vida en ese momento, sino que precavida y conocedora prolongó mi oportunidad de continuar mi recorrido hacia lo desconocido, sin mayores contratiempos con la sociedad. ¡Qué alegría y tranquilidad...! Hace muchísimos días que camino por nuevos lugares y no hay aparentemente oportunidad alguna de tener éxito en mi búsqueda; sin embargo, como perro, otras de las características que aprendí de mamá son la tenacidad y la perseverancia, jamás darse por vencido, sólo la muerte se puede tomar el privilegio de hacernos desistir. Cada vez hay más gente de noche y de día, casi todos los perros que andan por aquí tienen correa, los acompañan sus dueños, eso sí. La comida abunda, porque existen muchos restaurantes, y como la gente “es muy desperdiciada”, todo sobra, hay gran cantidad de platillos a escoger dentro de los botes de basura. Ya han pasado tres años, la bondad de la gente me ha acompañado, porque hay más gente buena que mala; la gente de malos o inciertos principios que se adquieren en el hogar es mala no sólo con los animales, sino con la personas en general, sin discriminar entre hombres y mujeres, sin contemplaciones tampoco escatiman con las edades de los infantes o los viejos. Viven heridos y resentidos con la sociedad, igno-


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ran que son ellos mismos quienes día a día se infligen sutilmente un daño sobre acciones que buscan castigar ante sus carencias humanas. Jamás pude sospechar que el quebrantamiento de reglamentos por gente irresponsable fuera a ponerme nuevamente al borde de la muerte, esto sucedió cuando al cruzar una avenida de un solo sentido, un imprudente joven en su motocicleta, en sentido contrario al indicado, fuera a atropellarme, rompiéndome la cadera, para después huir y dejarme en medio de la calle, sin ninguna posibilidad de menearme para librarme de nuevos riesgos al quedar ahí tirado e indefenso. Porque en mi andar había visto una gran cantidad de perros y gatos muertos en calles y avenidas, tirados y maltrechos como basura, pasando una y otra vez los vehículos por encima de ellos, incluyendo en ocasiones a los famélicos, que buscan la oportunidad fácil de un trozo de carne aunque sea de la misma especie, y que son sorprendidos en su letargo ante su necesidad de comer. Las personas sin más remordimiento, aunque no hayan tenido la culpa, los ven como algo normal y cotidiano en la vida citadina. La confianza en las nuevas generaciones de las personas jóvenes que empiezan a entender, amar y respetar la vida animal, se vio manifiesta cuando un joven se acerco a mí, levantándome entre sus brazos de una manera delicada, me colocó en su auto para llevarme a un hospital [63]


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de mascotas, en donde el orden y la limpieza se manifestaban plenamente. Y de ahí, tras muchos días en recuperación, salí adolorido e inmovilizado, y paralítico, sin más oportunidad de correr y confrontar los retos que me había impuesto esta vida, así como mis gustos y necesidades al tratar de localizar a mi pequeña y amada dueña. Los días y las semanas transcurrieron con lentitud, acudiendo a visitas agendadas en el hospital. En mi nuevo hogar me esforzaba por ser útil, intentaba ayudar cuidando contra extraños mi nueva casa, ladrando a manera de aviso para que la familia tuviera cuidado a voces desconocidas o ruidos ajenos por las noches. Pero postrado y con poca movilidad, mi deterioro era continuo, cuando la familia se reunió, y creyendo que yo no entendía, decidieron que me aplicarían la eutanasia, poner fin a mi limitada vida de confinamiento en un mullido colchón colocado en una esquina donde no estorbaba el paso. A veces desconoce uno el significado literal de las palabras, pero el lenguaje corporal no necesita traducción, más cuando la tristeza emana por los ojos sin tener donde ocultarse y huye resbalando por la cara para perderse al ser enjugada en su escape por un paño o el dorso de la mano, dejando un rastro de ojos rojos al huir de ellos, en forma de lágrimas.



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Lo único que lamentaba era haber sido víctima de un accidente imprudencial, justo en el momento en que mi nariz a través de mi herencia, el buen olfato, detectó el aroma familiar e inconfundible al pasar un auto cerca de mí, de la aún niña, mi ama. Sí, después de tantos años mi instinto no había fallado, pero era demasiado tarde para mí, tan cerca y ahora tan lejos por mi inmovilidad y partida a un mundo desconocido, precisamente cuando había aprendido a enfrentarlo. La amistad es una de las mejores cosas de la vida, la vida es hermosa, la vida es bella. Lo importante es vivirla intensamente, siempre mirando el cúmulo de oportunidades y lo positivo de la misma, a sabiendas de que en nuestro andar un amigo sin esperarlo se cruzará en nuestro camino, para continuar y forjar juntos un destino de experiencias, de lealtad, de honestidad, de juegos y de sentimientos, entre buenos y malos ratos que van formando nuestra experiencia. La verdadera amistad lo es todo... Vida sólo hay una, no hay segundas oportunidades, por eso se debe aprovechar y disfrutar, hay que vivirla intensamente, dando lo mejor de nosotros siempre, lo demás son meras especulaciones. No hay amigo más fiel que quien respeta de frente e íntegramente la manera de pensar y actuar de su contraparte ante los demás, quien da


sinceridad y lo mejor de sí, siendo retribuido de la misma manera. Amigo es quien no traiciona y siempre piensa positivamente para ayudar a quien más quiere. Mi ama se alejó de mí sin desearlo y sin saber que yo era su amigo incondicional y eterno. Si yo hubiera podido hablar, le hubiera dedicado algo de mi sentir como estas palabras. Para ti, que paseas frecuentemente Por mis pensamientos Que me das siempre tus bien intencionadas Palabras para preservar mi ánimo. Para ti que me das con tu voz la exacta y armoniosa Precisión de ideas que elocuentes Mitigan mis debilidades, y me alientan.

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Esa...tu voz que siempre da lo mejor Desinteresadamente, fluyendo una tras otra A través de tus labios, las palabras Brindando confianza Serenidad, esperanza, y sobre todo Mucho ánimo y sonrisas. Saber y sentirte mi amiga Es un privilegio poco común Que a veces otorga la vida en forma inesperada Que sin planearlo, Llega como una bendición. [67]


Gracias por tu tiempo, y mil gracias Por darme lo mejor de ti... A través de la calidez de tu sonrisa y la dulzura de tu mirar Que acompañas siempre con tus tiernas y dulces caricias En mi ser. Y así por siempre... Después de tanto tiempo de desear sentir una lágrima, ahora, en esta plancha fría del hospital, escapan de mis ojos varias, rodando lentamente sabiendo qué es el amor y su pérdida para no volver a experimentarlo jamás, llevándose mi dolor, con el sabor salado del significado de amarga pena.

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La noche eterna llega silenciosa A envolverme en su oscuridad Donde un número incontable de suspiros Se arremolinan en mis pensamientos Dándole forma a tu ser En una anhelante necesidad De saberme correspondido En mi búsqueda a través de los sueños Que me acercan a ti.


Mi glosario Elabora tu glosario. Un glosario elaborado por ti mismo es una estrategia que te ayudará a visualizar y recordar de manera clara y rápida aquellas palabras o conceptos desconocidos o de difícil comprensión de un tema o materia. Elaboración: 1. Conforme vayas encontrando palabras y conceptos que no comprendas y necesites definir o explicar anótalos en la sección final de este libro o en un cuaderno especial, que sería como tener tu diccionario personal. 2. De cada palabra que anotes conviene que expliques: a) Categoría (¿qué es?). b) Características especiales (¿cómo es?). c) Su función (¿para qué sirve?) d) Puedes describir a tu manera la palabra o concepto trabajado, o realizar un dibujo que te permita enriquecer la definición y reforzar tu comprensión.


¿ Para qué sirve?

Para reconocer el origen de las mezclas y razas

¿ Cómo es?

Mezcla de dos razas o tipos diferentes

¿ Qué es?

Adjetivo, es una característica

Concepto o palabra

mestizo

Mi perro es mestizo, porque su mamá es Gran Danés y su papá es Pointer

A mi manera

Hacerlo de esta manera te facilitrá su comprensión. Observa el siguiente ejemplo:

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