Agnes Montalvo Quiñones | Administración de Vivienda Pública *Certamen Literario 2022, ganadora en la categoría de cuento. 1
―Disculpe, llegó esto para usted señor juez― avisa la mujer parada en el umbral de la puerta. El hombre, ataviado de chaqueta y corbata, indica con un gesto de la mano que deje el paquete sobre el escritorio. Ella sale de la oficina al tiempo que él reanuda el trabajo. Mueve la cabeza en círculos lentos, le molesta un poco el cuello. Lleva horas sin despegarse del escritorio. Ya casi termina el informe de los asuntos pendientes. Hoy es su último día en la judicatura, se retira. Ajusta la postura de su cuerpo sobre la silla. Firma varios documentos y mientras contesta una llamada, la mirada se desliza sobre la pequeña caja que le acaban de entregar. Los ojos se detienen justo encima del nombre del remitente. Al leerlo, se excusa y cuelga. Corta la cinta adhesiva de prisa, extrae lo que hay en su interior y lo coloca encima del escritorio. Sin poder evitarlo, la mente abre la puerta y los recuerdos entran sin permiso y vienen a su encuentro… ¡Oso, muchacho, ven pa’acá! ¡No te pago pa’que andes por ahí de vago! ¡Agarra la escoba y empieza a barrer! gritaba Vidal el barbero, desde el vano de la puerta de su negocio en Barrio Obrero. Aquel bramido, que había hecho temblar hasta los muertos del cementerio de Villa Palmeras, no había inmutado a Fermín. El niño de diez años, tez oscura y pelo ensortijado permanecía parado como poseído por un espíritu burlón, frente al escaparate del ventorrillo de Millo, el Mellao. Oso, que así le llamaba el barbero por la constante moquera, se mantenía inmóvil y atento, como gato realengo frente a ratón de alcantarilla. Fermín, campeón absoluto del barrio en materia de gallitos, y segundo en cuestiones de trompo, se babeaba ante la sublime presencia de la vaca más bárbara que jamás hubiese visto.
Por: Agnes Montalvo Quiñones, Administración de Vivienda Pública
El juguete, de un color rojísimo como el del ají picante y brilloso como pelo recién untado en brillantina, se le antojaba instrumento celestial. “Con ejte sí le pueo ganal al tramposo de Juvencio. Vamoj a vel quién ej el mariquita entoncej” pensaba mientras recordaba cómo en el último encuentro, el trompo de su contrincante le había partido en dos la única chatita que poseía. En aquella ocasión, el Tramposo se había burlado de él frente a los amigos, tildándolo de poco hombre al verlo llorar desconsolado.
Te sientej bien mijo, ¿se te ha pegao algún mal? ¿Quiéj que te jaga un tej de guanábana? preguntó su madre al tiempo que le palpaba la frente con el reverso de la mano. Si algo grande tenía su primogénito era el apetito, que había aprendido a templar a fuerza de pasar necesidades. Para la mujer, que su hijo mayor no probara alimento, era motivo de gran preocupación.
—¡Fermín, cabezón, que te estoy llamando contrallao! —gritó Vidal una vez más, acompañado de las risotadas de los parroquianos divertidos, con la aparente rebeldía del niño y la impaciencia del barbero. Al salir del trance, el muchacho regresó al mundo de los encarnados y alcanzó a escuchar la voz desgañitada de su jefe y maestro de barbería. Fermín, más ingenuo que temerario, estaba bajo la amenaza constante de un cocotazo, por las frecuentes tardanzas. Resignado a recibir el castigo ofrecido decenas de veces, utilizó par de minutos más para averiguar el costo de aquella maravilla escarlata. Hizo un gesto al Mellao quien, luego de exhibir el único diente que le quedaba al sonreír, levantó uno a uno los cinco dedos de la mano. Al verlo, el pequeño sintió como si una tormenta platanera le revolcara las entrañas. Costaba cinco centavos, toda una Elfortuna.aprendiz de Vidal barría cabizbajo y pensativo el piso gris del local sin prestar atención a la conversación entre el barbero y los clientes. Aquel día se hablaba de una reyerta en Ponce, una masacre decía, pero Fermín, otras veces despierto e interesado en estos temas, no escuchaba. Sus pensamientos puestos en el bólido bermejo del escaparate de Millo lo transportaron a un mundo paralelo donde se vio victorioso, alzado en brazos por los amigos, y a sus pies, el trompo de Juvencio hecho pedazos. Esa noche, sentado plato en mano sobre el piso de la casa de su tía, se permitió soñar. Los pensamientos en plena fuga se encabullaron alrededor de aquel trompo maravilloso para hacerlo bailar al compás de sus deseos de niño, y en un movimiento magistral, deslizar la mano sobre el suelo y sentir el cosquilleo de la punta de metal sobre su palma. Un instante, casi nada, duró la fantasía. Al desvanecerse la quimera, miró a su alrededor y lo abofeteó de súbito la pobreza. Sintió la comida agria sin probarla, el ambiente espeso sin estarlo y el aire irrespirable. No tocó el funche con bacalao que le habían puesto en el plato. Poco le importó que su porción de comida fuera a parar a manos de sus primos y hermanos, ocho mocosos en total, nacidos entre la miseria del cañaveral y trasladados a la ciudad en busca de un mejor futuro.
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Al voltearse, vio a un grupo de niños y entre ellos estaba su némesis, Juvencio.
Ese día en el trabajo, no le fue mejor. Distraído y ausente, cometió errores que le costaron un coscorrón aquí y un regaño allá. Ese Oso es fajón y bueno pa’ la labor, pero últimamente tiene como que la cabeza llena de pajaritos preñaos comentaba Vidal a los clientes.
―Uyuyuy, la nena que llora pol un trompo ―soltó el Tramposo. Todos rieron menos Fermín, que apretó los dientes y resopló como toro preparado para la embestida.
Esa noche, al muchacho se le enturbiaron los sueños como agua de río en plena crecida. Vio a su padre anémico en el lecho de muerte y lo escuchó pedirle que fuera hombre y sacara adelante a la familia. Revivió la mudanza del campo a la ciudad, a la casa de la tía Eufrasia, viuda por culpa de la tuberculosis y madre de cuatro niños menores que él. Se vio cual si fuera una chatita plantada en un fangal pestilente. Despertó empapado en sudor mientras aún sentía que era perseguido por un trompo gigante con el rostro de Juvencio, que estallaba en carcajadas cada vez que lo hincaba con la púa.
El aprendiz de barbero llegó a la casa de tía Eufrasia con la nariz ensangrentada y los puños raspados. A preguntas de su madre la única respuesta fue:
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Na mai, son cosaj de hombrej fue la única respuesta del niño, para luego irse a acostar en la hamaca, seguido de la mirada atenta de la mujer.
Al intercambio de palabras, siguieron los golpes y después... se apagó la luz.
—Na mai, son cosaj de hombrej —dijo malhumorado, se tomó un buche de agua de coco que le supo a sangre y se acostó a dormir.
Por la tarde, cuando el muchacho se dirigía a casa de su tía cansado de tanto trabajar, escuchó una voz conocida a susOyeespaldas:Felmina, la de la llorantina, ejpera un poco que quiero jablar contigo.
Ganaste, ¿veldá? preguntaron unos. ¿Quién salió más estropeao? querían saber otros.
A la mañana siguiente, el muchacho y su cara maltrecha fueron la sensación en la barbería.
—Yo a tu edá... —empezaban a contar los demás.
Tanto júbilo y algarabía por una paliza más recibida que dada, le dio a Fermín el valor para hablar con el barbero al final del día.
Do, do, don Vidal. ¿Dime mijo? Puej, si no ej molestia, veldá, ete, puej, ete, mire uté... —¡Suéltalo ya muchacho que te va a hacer daño!
Lo cierto es que a mí las deudas me están dando candela en estos díaj, pero, yo sé que cuando tu pides un adelanto, es pa’ayudar a tu familia que tiene mucha necesidaj. Ojalá y toj los muchachoj de hoy en día fueran como tú, buenos y trabajadores. Aquí tienes mijo dijo el barbero para luego meter la mano en el bolsillo y dar a Fermín unas cuantas monedas.
“Mañana, mañana compro la vaca y endispuéj, tiro el reto y en el solal baldío veremoj a vel quien es maj hombre. Allí le daré su ejcalmiento al tal Juvencio. Ya verá” pensaba durante el trayecto. Empero, por alguna razón que no alcanzaba a entender, sentía como si tuviera grillos en el estómago y en vez de descubrir sonrisas en los rostros de la gente al pasar, veía miradas acusadoras, como si cada uno de ellos supiera lo que había hecho.
Esa tarde, a duras penas pudo comer a pesar de estar hambriento. Los grillos brincaban, se revolcaban y no permitían que bajara nada hasta el estómago. No se atrevía a mirar a su madre a los ojos, y le molestaba el jugueteo inocente y las conversaciones infantiles de sus primos y hermanos. No podía dormir. Se levantó con sigilo en medio de la noche para no despertar a los demás. Sentado en el balcón, dinero en mano, contemplaba la explanada y esperaba el amanecer.
Aquel comentario le cayó al niño como baño al amanecer con agua helada de quebrada. No quería pensar, extendió la mano, cerró el puño sobre la paga adelantada, dio las gracias y corrió camino a casa.
A con que era eso. Te he notao medio raro últimamente. Fermín, sabes que las cosas están malas. El niño evitaba a toda costa mirarlo a los ojos y trataba de apretar todo el cuerpo para que no se notara el temblequeo. Sin embargo, sentía que las rodillas le brincaban como rabo de lagartijo recién cortado.
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Bueno, yo quería sabel si sería posible que uté, veldá, me adelantara el dinerito de la semana. Veldá, si no fuera molejtia soltó el niño y bajó la cabeza.
el interior de la casa se llenó de ruidos, gritos, risas y conversaciones. Al despunte del día madre e hijo se miraron a los ojos. Fermín respiró hondo, se puso de pie, extendió la mano y le entregó a su madre el dinero del adelanto.
—¿Y ejto mijo? —preguntó la mujer sorprendida. Mai, ej cosa de sel hombre. *** Nostálgico, contempló el trompo escarlata sobre el escritorio.
―Voy enseguida. Encabuyó con mucho cuidado aquella maravilla color ají picante y lo colocó en la pequeña caja. Antes de salir, leyó con una sonrisa llena de pasado, el nombre que rezaba en el remitente:
―Ingeniero Juvencio Martínez Mora, el Tramposo.
¿Estáj llorando mijo, te sientej mal? preguntó la madre al sorprenderlo despierto. No mai, son cosaj de hombrej contestó el niño restregándose la cara con las manos.
―Licenciado ya llegó su familia, cuando esté listo, comenzamos con la fiesta de despedida― lo interrumpió la secretaria.
Entre la oscuridad y los sonidos de la noche llegaron los recuerdos: el campo... el bohío... su padre... Lo vio mientras tallaba paciente el trompo destrozado por Juvencio. Sonrió al recordar cómo entre su papá y él, incrustaron el clavo en la punta. Se le iluminó el rostro al rememorar la primera vez que lo bailó y lo sintió perfecto. Contempló la sonrisa del hombre y el orgullo en su mirada. En todo el mundo no había un trompo igual, le había dicho y era cierto. Ese era el único hecho por las manos de ambos. En aquellos días creía que nada malo le podía pasar mientras su padre estuviera a su lado.
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La mujer se sentó al lado del niño y lo abrazó fuerte sin pronunciar palabra y así entre los dos vieron llegar el Pocoamanecer.apoco