Etiqueta Negra No. 67

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S/. 18,00 RESTO DEL MUNDO US$ 10,00

A M ATA R E L T I E M P O

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AÑO 7 - NÚMERO 67

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AÑO 7 - NÚMERO 67

A MATAR EL TIEMPO RECOJA A LOS PERROS DE LA CALLE_CHARLES DANTEN. DERROQUE UN GOBIERNO A BAJO PRECIO_JONATHAN FRANKLIN. POSE PARA UN FOTÓGRAFO DE DIVORCIOS EN ITALIA_FRANCESCO DEMOFONTI. REPARTA PIZZAS A BORDO DE UN TANQUE DE GUERRA ALEMÁN_SERGIO LLERENA. EL CUENTO ES DE TOÑO ANGULO DANERI.

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04_ PASATIEMPOS

A MATAR EL TIEMPO

SUPERMERCADO

BONUS TRACK

FICCIONARIO

12_

26_

62_

87_

NIÑOS TOREROS DE FRANCIA Renée Kantor

MANUAL DE INSTRUCCIONES Francesco Demofonti

EL REPARTIDOR DE PIZZAS

ELEGANTE Toño Angulo Daneri

Sergio Llerena

28_

SE ALQUILAN EJÉRCITOS Jonathan Franklin

36_

PIGMEOS TURISTAS Michael Martone

46_

EL ENEMIGO DE LOS PERROS Charles Danten

70_

EL PEQUEÑO BUDA George Saunders

96_ Biblioteca de autoayuda

por Fritz Berger Ch.

Manual para arruinar fiestas de Navidad



06_ QUIÉNES SOMOS

67 AÑO 7 - DICIEMBRE 2008 DIRECTOR EDITORIAL Marco Avilés ma@etiquetanegra.com.pe EDITOR GENERAL Jeremías Gamboa jg@etiquetanegra.com.pe EDITORES ASOCIADOS España / Toño Angulo Daneri tad@etiquetanegra.com.pe Estados Unidos / Daniel Alarcón da@danielalarcon.com Perú / Sergio Vilela svilela@eplaneta.com.pe

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EDITOR FICCIÓN Diego Salazar ds@etiquetanegra.com.pe

DIRECTOR FUNDADOR Julio Villanueva Chang chang@etiquetanegra.com.pe ASESORES DE CONTENIDO Jaime Bedoya / Enrique Felices Roy Kesey ASESORES DE ARTE Sergio Urday / Sheila Alvarado Augusto Ortiz de Zevallos DISEÑADOR Mario Segovia Guzmán ms@etiquetanegra.com.pe PRODUCTORA Katia Pango Nazar kp@etiquetanegra.com.pe

EDITORA WEB Guadalupe Diego gd@etiquetanegra.com.pe

ASISTENTE DE FOTOGRAFÍA Christopher Migliaro

DIRECTOR GERENTE Huberth Jara hj@etiquetanegra.com.pe

DIRECTOR COMERCIAL Gerson Jara gj@etiquetanegra.com.pe

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08_ CARTA

NADIE REGALA que había recibido hasta ese día. ¿Cuánto tiempo le había toa esa mujer organizar aquella sorpresa? Había muchos SU TIEMPO mado días invertidos tras ese laberinto que me condujo a la cama de risa de ángel malvado, estaba el mejor regalo de cumpleaños

siempre. Hasta ese atípico obsequio que me hizo estallar de felicidad y que, en el fondo, estaba hecho sólo de tiempo y de

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algunas renuncias: el tiempo que ella había invertido en averiientras estaba en el trabajo, alguien

guar algunos gustos míos; los libros y discos a los que ella había

había entrado en mi casa y llenado las

renunciado (porque eran suyos) para que ahora me pertene-

paredes con mensajes, flechas, acertijos, afiches,

cieran. Regalar, entendí esa vez, puede ser también un acto de

pintas de aerosol y una serie de artefactos que

desprendimiento: te doy lo que era mío. La ceremonia de obse-

me hicieron sentir parte de un juego de mesa gi-

quiar tiene mucho que ver con la imaginación, el conocimiento,

gantesco. Un lunático se quería divertir a costa

la paciencia y todas esas cosas escasas y, por lo tanto, bonitas;

mía. En todo caso, el atentado parecía inofensi-

pero casi nunca con las salidas fáciles que se encuentran en las

vo y, con esa aparente seguridad, decidí seguir

vitrinas de las tiendas. Regalar no siempre es comprar, aunque

las instrucciones planteadas en las discretas

éste parezca un mandamiento religioso y universal cuando, por

hojas de papel que encontré regadas en la sala.

ejemplo, nos invade la Navidad, y las calles están repletas de

Camina de frente, recoge la bo-

gente atormentada por la lista de «regalos»

tella de vino, sírvete una copa,

que no termina de comprar. Días después, la

bebe de un trago, sin prisa. Si-

resaca de ese frenesí todavía agobia los rostros

gue caminando, toma la caja

exhaustos de quienes lo han dejado todo en las

que está en el alféizar de la ven-

cajas registradoras. Regalar es comprar, dice

tana, ábrela, todos esos libros

el mandamiento, y lo repetimos en silencio,

son tuyos. Avanza de largo por

mientras exploramos las vitrinas repletas de

el pasillo, recoge los discos del

lo mismo. Siempre lo mismo. Ropa, carteras,

piso, ahora son tuyos. Levanta

relojes, automóviles, paquetes turísticos, ju-

la vista, toma la carta que cuelga

guetes, artefactos eléctricos y un largo etcétera

del cielo raso: Te amo. Regresa

al contado o en cómodas cuotas que te perse-

a la sala, bebe otra copa de vino. Ahora vuelve

guirán mucho después para recordarte que hiciste lo correcto.

a la cocina: tu platillo favorito. Saboréalo poco

Tranquilo. Cualquier cosa que compres en Navidad se converti-

a poco hasta que no quede nada de él, y luego,

rá, gracias a la magia de la publicidad y a tu conformismo, en un

por supuesto, ve en busca de otra copa de vino.

regalo efectivo. Regalar es comprar. No lo dudes, no imagines,

Regresa por el pasillo, abre la ventana y sonríe a

no tomes otro camino que no sea el que conduce a las tiendas,

las flores que ahora forman parte de tu casa. En-

ni te atrevas a explorar otras formas de hacer feliz a la gente que

tra en tu habitación, no enciendas la luz, busca

quieres. Amar es comprar.

la mesa de noche, retira la servilleta y encuentra allí el postre que te volvía loco cuando eras niño. Pon algo de música, enciende la lámpara.

marco avilés

Y la luz se hizo. Allí, sobre la cama, con una son-

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Algunos puntos a los que prestamos especial atención. En nuestra Business Plus, usted es nuestro punto de partida. Una butaca-cama que se extiende para proporcionarle un espacio personal de hasta 190 cm y en la que disfrutará de un cómodo masaje, si así lo desea. También podrá acceder a su pantalla personal con múltiples opciones de entretenimiento, o saborear la oferta gastronómica creada por el Chef Sergi Arola y la gran variedad de vinos de la Bodega Business Plus galardonada* con el Premio a la Mejor Bodega. Resumiendo, todos los puntos de nuestra atención están pensados en usted. Esta es su clase. Además, con el programa Iberia Plus, gane puntos para volar gratis. Dese de alta en www.iberia.com

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10_ CÓMPLICES

GEORGE SAUNDERS Estados Unidos. Escritor. Es autor de seis libros, que incluyen tres colecciones de cuentos y la colección de ensayos The Brainded Megaphone. Enseña en la Universidad de Syracuse.

RENÉE KANTOR

Lewis Hyde empieza su maravilloso libro El rEgalo: la

imaginación y la vida Erótica dE la propiEdad con un aforismo

de Joseph Conrad, especialmente relevante en nuestros tiempos materialistas: «El artista apela a esa parte de nuestro ser… que es un regalo y no una adquisición; y, por ello, la más permanentemente duradera».

Argentina. Periodista radicada en Montpellier, Francia. Escribe para medios de España, América Latina y también en la prensa regional del sur de Francia. El regalo más lindo que recibí es un corazón en papel maché que realizó mi hija cuando tenía cuatro años. Eso que se dice acerca de lo importante que es el amor tuvo en aquel instante un valor literal.

SERGIO LLERENA Perú. Ha ejercido el periodismo en diversos diarios y revistas del Perú y los Estados Unidos. Reside en la ciudad de Zúrich, Suiza. Prepara su primer libro de relatos.

MORTEN ANDERSEN

Creo que hay pocas cosas tan espirituales como el dinero. Es con frecuencia la encarnación más patente del amor por uno mismo. Por eso me conmueven los regalos caros; en ellos, alguien se ha abandonado por mí.

Dinamarca. Fotógrafo. Colabora con las revistas MaxiM, esquire, entre otras publicaciones. Vive y trabaja en Sudamérica. Trabajar en mi oficio todos los días al lado de gente excitante y viajar por todo el mundo tomando fotos es el más grande regalo que jamás pude imaginar hasta que mi hijo nació. Entonces supe que había incluso un regalo más grande.

FRANCESCO DEMOFONTI

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Italia. Periodista. Trabaja para GRT, agencia de prensa radiofónica nacional de ese país, y es propietario de un sitio web para personas discapacitadas (www.nonsoloabili.org). El regalo más lindo que recibí fue mi primera gata: se llamaba Birba, era siamés, y me la dieron mis padres cuando tenía nueve años. Era tan chica que dormía en uno de mis zapatos. El peor regalo fue un calzoncillo con conchas y caracoles: ¡especial para noches románticas! ¡Hace tres años que está en un cajón!


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TOÑO ANGULO DANERI Perú. Periodista y escritor. Ha publicado los libros de crónicas lláMalo aMoR, si quieRes y naDa que DeclaRaR. Fue editor general de etiqueta negRa. Prepara su ingreso en la narrativa con una colección de cuentos. Durante millones de años me perdí la fiesta terrenal por no existir. Hasta que un día mis padres se conocieron y sembraron la semillita y todo eso. No es broma. La vida –y seré más cursi todavía: la fiesta de la vida, incluyendo la resaca de la mala vida– es mi mejor regalo. Después vendrán otros millones de años de inexistencia, y ya sé lo que es eso. Es muy aburrido.

JONATHAN FRANKLIN Estados Unidos. Periodista. Dejó su país para ser un freelance en Sudamérica. Escribe en the guaRDian. Su centro de operaciones está en Chile (chilefranklin2000@yahoo.com). El peor regalo que jamás compré fue para mi hija de doce años. En el Barrio Chino de San Francisco, adquirí doscientas cincuenta bombas de humo y, por error, las puse entre mi carga en el equipaje. Imagínense cuántos miembros de la Seguridad del Estado de mi país encontré ese día al viajar.

RENZO GIRALDO Perú. Fotógrafo. Ha publicado en revistas como gatoPaRDo, coMPlot y aqua. Trabaja para la corporación el coMeRcio y la revista soMos. Cuando tenía ocho años mi mamá me regaló mi primera cámara fotográfica. Corrí al jardín de la casa e hice mi primera foto: las cacas de Kaiser, mi perro, sobre el gras verde. No recuerdo la imagen, creo que ni salió. No imaginaba que con los años mi relación con la cámara, los perros y las cacas llegaría a ser tan íntima.

MICHAEL MARTONE Estados Unidos. Escritor. Ha publicado el libro de ensayos Racing in Place; el de ficción Double-WiDe, y otro titulado Michael MaRtone, una memoria hecha de una serie de fichas de colaboradores, como ésta. El regalo que adoré recibir y que adoro dar es el libro El

rEgalo: la imaginación y la vida Erótica dE la propiEdad, de Lewis

Hyde. Me sirvió apara aclarar los dos mundos tan distintos en los que vivimos; el de los productos y el de los regalos; y cómo el arte toma lugar en el campo de estos últimos.

CHARLES DANTEN Canadá. Veterinario, agrónomo y periodista. Es autor de un veteRinaRio encoleRizaDo. Abandonó la práctica de la medicina veterinaria para consagrarse a la mejora de las relaciones entre seres humanos y animales. La palabra «amor» es impropia para describir la verdadera relación entre el veterinario y los animales. El veterinario no es tanto amigo de los animales como de quienes los explotan y pagan sus servicios.

MARÍA LUCÍA ZEVALLOS Perú. Diseñadora gráfica e ilustradora. Al romper el papel de regalo y ver el mismo cerámico de un dólar noventa y nueve entre mis manos, sentí una emoción y un fracaso. Tuve que engañar a mi ilusión y exagerar mi sonrisa para decir: «Gracias, está lindo».


12_ ESPECTÁCULOS

LOS NIÑOS TOREROS DE FRANCIA SÓLO SUEÑAN CON MATAR ¿Qué tan efectivo puede ser un niño ante una bestia de trescientos kilos?

una crónica de renée kantor fotografías de la familia lenfant


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14_ ESPECTÁCULOS

inguno de los veinte niños

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reunidos esta mañana ha sentido el placer de matar. Todavía no. Pero es seguro que pronto, en algunos años, varios de ellos verán con placer a sus adversarios tendidos sobre un charco de sangre. Para eso se entrenan y obedecen a su instructor. Son aprendices de toreros y como tales aún no están en condiciones de tener una víctima. Ser adultos y poder perseguir un animal y matarlo con arte y recibir aplausos por ello es todo lo que desean por ahora. Hoy es un sábado de noviembre en el ruedo de Nimes, en el sur de Francia. Uno de los estudiantes de la Escuela de Tauromaquia de la ciudad, que funciona en este lugar, se inclina mientras deja caer a un costado la capa; luego se adelanta con los brazos y sortea la embestida de unos cuernos de mentira. Da un giro leve, adelanta la pierna derecha y vuelve a alzar en vuelo el paño rosado con el que esquiva a otro niño que embiste como un toro enfurecido. El sol graba un instante dorado en las gradas semivacías de la plaza, mientras los niños y adolescentes de entre siete y veinte años practican el toreo de salón, una imitación del arte taurino

que consiste en torear sin un toro. En matar de mentira. Al menos por ahora. El instructor alza la voz y le ordena al aprendiz de torero que se quede quieto, sin levantar los pies del ruedo. Antes le ha pedido que cambie el paño rosado (capote) por una muleta, ese palo de madera unido a una tela roja que se despliega por el aire creando la forma de un corazón. Todo el secreto se encuentra allí –explica el instructor–: en el arte de provocar al toro y guiarlo sólo con la muleta, logrando que éste pase de largo, como una ráfaga filosa que sólo debe rozar el abdomen. El aprendiz se llama Steven Lenfant, tiene once años y está inmóvil como una estatua de mármol. Su muleta dibuja un agujero de sombra en la tierra cuando Thomas Ubeda, un compañero de siete años, se acerca dando zancadas como una pulga, mientras sostiene un par de cuernos entre los puños. En el ruedo hay otras ocho parejas que practican, alternativamente, a ser el toro y el torero. En lo alto de las gradas, durante tres horas, algunos padres observan una y otra vez la representación. Son sólo una muestra escasa del público que en el futuro podría estar aplaudiendo a rabiar el espectáculo de verdad. Cuando sus hijos, por fin, puedan llamarse matadores. Ahora los alumnos se toman un descanso. Thomas, el aprendiz que hacía de toro hace un rato, apoya los cuernos en la arena y acomoda sus gafas antes de salir corriendo a abrazar a su padre. Es flacucho, se parece al mago Harry Potter y se hace llamar El niño de la plaza. Su padre le acaricia los hombros y cuenta que a los cuatro años Thomas ya se interesaba en los toros. Ahora tiene unos espléndidos trajes de luces que le cose su abuela. ¿Qué es lo que le puede atraer a un niño de las corridas de toros? La respuesta de Thomas es un simple no sé. Le cuesta explicarse. Steven Lenfant, el compañero de once años que hacía de torero, está a unos metros acomodando el capote sobre la barrera que separa las gradas de la arena. –A mí me encantan los toros –dice–, su bravura, su coraje. –¿No te da un poco de pena que haya que matarlos? –le pregunto. –No, porque no me pasa a mí. No soy el toro, y no me da pena porque nosotros también recibimos cornazos. Ha dicho nosotros. Nosotros los toreros, claro. Steven parece un niño con prisa por ser mayor, y ya demuestra esa indiferencia



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profesional ante la suerte del toro. Como si se le preguntara si le mortifica aplastar a una mosca. ¿Es que alguien se pregunta si es correcto matar un insecto? En todo caso, Steven se hace llamar Angelito. Fue su hermana quien, a su pedido, lo ayudó en la búsqueda de un apodo español. La creatividad de los toreros para inventarse apodos es una tradición que viene de lejos. Este hábito – según escribió el ex matador y periodista taurino, André Viard– se debe al universo familiar y cercano en el que se vivía antes de la globalización. Entonces, era sencillo identificar a las personas con sobrenombres que hacían referencia a sus cualidades físicas, lugar de nacimiento u oficios. En el siglo XVIII los toreros comenzaron a hacerse llamar de modos tan divertidos como ridículos. Cagancho, Lagartijo, Frascuelo, Perrucho o Cara ancha son ejemplos del empeño teatral de la fiesta. Una corrida de toros es un espectáculo: hay un escenario, un torero con seudónimo llamativo, un público que aplaude o calla para aprobar o desaprobar la función y, por supuesto, está la burbuja de fama que envuelve a las celebridades, cada vez más precoces. De todo ese sistema, los aprendices de esta escuela apenas tienen el sobrenombre, que es como empezar a poseer esa versión adulta de sí mismos. Fin del recreo. Thierry Vau, el instructor, se dirige al centro de la arena y ésa es la señal para que comience un ballet monótono y repetitivo. Otra vez los alumnos conforman parejas; uno es el toro, otro el torero. Sin toros ni becerros ni vaquillonas de verdad el entrenamiento es de un aburrimiento atroz. Para un espectador profano, los movimientos de estos dúos infantiles son como los aleteos de los pájaros bebé, que intentan aprender a volar por cuenta propia. El instructor Vau tiene el cabello graso que cae a los costados de su rostro como una letra V invertida, lleva lentes, camiseta verde y un pantalón deportivo. Para los más pequeños, me explica en el centro del ruedo, las clases se tratan de un juego. El talento, dice, se ve en la prestancia, el porte; y luego alza un brazo en dirección de un adolescente de catorce años llamado Alexandre Dumas, como el autor de LOS MOSQUETEROS, y a quien quizá ya no

le hace falta un apodo. El muchacho es el ejemplo de aquello que el instructor llama «elegancia», pero sus acciones sólo parecen ademanes disforzados. Por allí hay un joven rubio y esbelto. Su nombre es Arthur Pons, tiene dieciséis años y dejó París un año antes para hacer realidad su sueño de convertirse en matador, como se llama a los toreros. Su pasión taurina tiene un origen extraño: una fotografía. Pons tenía trece años cuando vio en una revista la imagen del torero español Enrique Ponce y supo que quería ser como él: bello y valiente. Lo que parece entusiasmar a todos los aprendices es la extravagante combinación de hombría enfrentada al instinto animal, mezclada además con la coquetería en la manera de vestirse y adornarse como un príncipe pomposo de los toreros consagrados. Salir malheridos o morir en el ruedo es un riesgo aún inexistente, propio de los matadores adultos. El dolor no es materia de esta escuela de aprendices. Para sufrir está la vida real.

Hay que tener más de dieciséis años para poder matar a un toro en Francia. Pero esta ley «humanitaria» puede jugar en contra del entrenamiento de un profesional de este país. El Juli, en España, fue un torero precoz favorecido por otras circunstancias: tenía ocho años cuando mató a su primer toro en un criadero privado. Michelito, en México, tiene apenas diez años y ya ha dado cuenta de cincuenta animales. El primero de ellos, cuando tenía apenas seis años. Michelito es el hijo de un antiguo torero francés y es capaz de lidiar animales de hasta doscientos cincuenta kilos. En agosto del 2008, cuando visitó Francia, un frente antitaurino le impidió torear un animal de esa envergadura con el argumento de que ningún menor de edad puede trabajar. Al final, el niño sólo se lució ante novillos de setenta kilos. A pesar de sus trayectorias extraordinarias, los ejemplos de Michelito o El Juli son imposibles de reproducir en un país como Francia, donde las leyes son más severas y establecen una carrera contra el tiempo en los egresados de las cuatro escuelas de toreros que existen en el país. Estos centros de enseñanza, lejos de estar prohibidos, son subvencionados por el Estado, que invierte medio millón de euros en la formación de matadores. De esa manera, los alumnos pueden estudiar esa profesión pagando cien euros al año. El precio de una entrada a un partido de fútbol en cualquier país de Europa. ¿Pero qué se puede aprender en una escuela de toreros además de lidiar al animal? La directora de la Escuela de Tauromaquina de Nimes, Brigitte Dubois, observa la clase a un costado del redondel y dice que la tauromaquia puede enseñarles a los


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fotografía de la autora

muchachos el coraje, el respeto y el valor de las cosas. ¿Y respecto al caso del precoz Michelito? A los seis años se es muy pequeño para lidiar toros. «Pero si hay talento –reconoce ella con un suspiro de resignación– son los padres los que deben decidir». Poco después, llega un hombre rubio y, desde atrás, empuja levemente a Dubois como un toro amansado. Mientras ella lo reta con amabilidad, él alza los brazos hacia mí y exclama: «Eres de la liga anticorridas». Se llama Maxime Ducasse y es un antiguo torero cuyos ojos azules ahora están ahogados en un pozo de arrugas. Él aclara que sólo se trataba de una broma. Dice que comprende a aquellos a quienes no les gustan las corridas, pero no entiende que quieran prohibirlas. Ahora es Dubois quien se esfuerza por ilustrar su pasión.

–Usted no se imagina cuánto amamos a este animal. Hay una relación entre el hombre y el toro que es extraordinaria. Puede sorprender ese sentimiento amoroso: el amor de los amantes de las corridas por un animal que el torero somete a un ritual que terminará con su muerte. Pero es un sentimiento bastante real. –El hombre –dice ahora la directora de la escuela– mata al animal porque la muerte es el final inevitable: todos vamos a morir. Lo mata, pero lo respeta. Se lo mata noblemente. El torero va a dignificar la muerte del toro. ¿Es que en menos de veinte minutos una bestia desangrada, mareada, rodeada de picadores, puede morir con dignidad? La escritora Rosa Montero, cuyo padre fue un torero en España, me dijo a través de un correo electrónico: «Estoy completamente en contra de la fiesta taurina, desearía con todo mi corazón que la sociedad hubiera aumentado su intransigencia ante la violencia hasta el punto de que un ritual tan cruel no resultara admisible


18_ ESPECTÁCULOS

HAY QUE SER MAYOR DE EDAD PARA MATAR A UN TORO EN FRANCIA. PERO ESTA LEY PUEDE JUGAR EN CONTRA DEL ENTRENAMIENTO DE UN PROFESIONAL DE ESTE PAÍS. EL JULI, EN ESPAÑA, TENÍA OCHO AÑOS CUANDO MATÓ A SU PRIMER TORO EN UN CRIADERO PRIVADO. MICHELITO, EN MÉXICO, TIENE DIEZ AÑOS Y YA HA DADO CUENTA DE CINCUENTA ANIMALES. SUS TRAYECTORIAS EXTRAORDINARIAS ESTABLECEN UNA CARRERA CONTRA EL TIEMPO EN LOS EGRESADOS DE LAS CUATRO ESCUELAS DE TOREROS DE FRANCIA. SÓLO LES QUEDA ESPERAR POR SU MOMENTO

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ni fuera considerado una fiesta. Sobre los niños toreros, me parece simplemente una atrocidad y una barbaridad». Ajena a este debate, una mujer pequeña se esconde detrás del callejón del ruedo de la escuela –el espacio entre las localidades y la barrera de las plazas de toros–. Es la mamá de Steven, el pequeño aprendiz de torero a quien el maestro daba instrucciones. Ella nunca está demasiado lejos de su hijo. Se llama Marie Lenfant. Su apellido, curiosamente, quiere decir el niño. Tiene una sonrisa luminosa y cada vez que se le nombra la palabra toro suspira un poco y sus ojos se vuelven chispeantes. Lenfant vive en Arles, una ciudad a treinta kilómetros de Nimes. Todos los sábados recorre ese trayecto con la esperanza de que un día Angelito se convierta en una leyenda. –Ya verá –dice invitándome a visitar su casa–. Su cuarto es un altar taurino.

Toda escuela es una burbuja a salvo de la crueldad del mundo, y el mundo suele ser cruel con los toreros de verdad. Muchos los detestan. Por eso, la Escuela de Tauromaquia de Nimes parece un remanso aislado del universo de personas que luchan por que se cierren las plazas y se prohíban las corridas. El movimiento antitaurino (un entramado mundial que incluye a vegetarianos, defensores de animales, adeptos de la ecología, entre otros) aumenta cada día sus soldados. Siete de cada diez españoles desaprueban el espectáculo taurino, según una encuesta de la empresa Gallup, y entonces España, el país de los toreros más famosos, pronto podría no serlo más. En las islas Canarias, las corridas ya han sido prohibidas. Barcelona fue declarada en el 2004 una ciudad antitaurina y,

tres años después, cinco mil personas se manifestaron en sus calles en contra de ese espectáculo que por siglos ha formado parte de la identidad de ese país. Ser o no ser. Matar o no matar. Aplaudir o dejar aplaudir el espectáculo por cientos de años aplaudido. Ése es el dilema. Pero la prohibición de las corridas podría significar también el final de la raza de animales que participan en ella. Parece un contrasentido, una ironía, pero el argumento de los grupos taurinos es así de simple: sin corridas no habría toreros, ni espectáculo, ni muerte, pero tampoco existirían los toros de lidia. Las corridas, dicen ellos, pueden ayudar a preservar esa pequeña parte de la fauna del planeta cuyo único fin es luchar. Se dice que el toro de lidia desciende del uro salvaje, una especie bovina que habitaba Europa y que solía soltarse en los circos romanos. Ahora sus descendientes requieren los preparativos propios de un concurso de belleza antes de ser arrojados a la arena como fieras temerarias y sensuales. El ganadero Olivier Riboulet dice que el toro con trapío –aquel animal que causa respeto al margen de su tamaño– debe tener la musculatura y las carnes firmes propias de un atleta; el pelo brillante, limpio y bien parado; las patas finas, las pezuñas redondeadas y pequeñas; los cuernos limpios, la cola larga y los ojos negros y vivaces. Durante una corrida, el toro de lidia no sufre –explica ese criador a través del teléfono–. «Si lo hiciera no lucharía hasta el final. Por el contrario, en un matadero siente la sangre, se estresa y pierde fuerza. Los toros de lidia son capaces de matarse entre ellos. El toro bravo es un toro que nos merece respeto porque puede matar». Las corridas son el destino de esos animales furiosos, dice. Han sido criados, desde la antigüedad, para ese fin. Criarlos no sólo es una práctica tradicional y popular sino un negocio. Cada año, se matan mil doscientos toros en los ruedos de Francia. En España, doce mil. Hay que sacar una calculadora para saber lo que ganan los criadores al vender cada unidad: entre mil y dieciocho mil euros, por cada cabeza, cuando se trata de las razas más exclusivas. Pero incluso esas cifras resultan insignificantes si se piensa en el millón y medio de toros que la industria de la carne sacrifica todos los años en Francia. Allí, encerrados en cubículos, rodeados de sangre y ruidos de sierras, esos animales mueren de un golpe seco sin que, a



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PROHIBIR LAS CORRIDAS PODRÍA SIGNIFICAR TAMBIÉN EL FINAL DE LA RAZA DE TOROS QUE PARTICIPAN EN ELLAS. PARECE UN CONTRASENTIDO, UNA IRONÍA, PERO EL ARGUMENTO DE LOS GRUPOS TAURINOS ES SIMPLE: SIN CORRIDAS NO HABRÍA TOREROS, NI ESPECTÁCULO, NI MUERTE, PERO TAMPOCO EXISTIRÍAN LOS TOROS DE LIDIA. LAS CORRIDAS, DICEN ELLOS, PUEDEN AYUDAR A PRESERVAR ESA PEQUEÑA PARTE DE LA FAUNA DEL PLANETA QUE HAN SIDO CRIADOS Y CREADOS PARA LUCHAR

lo largo de su vida, puedan gozar de la libertad que tiene un toro de lidia, criado durante cuatro años al aire libre, en fincas donde se les reserva hasta una hectárea por cada espécimen. ¿Qué es mejor? ¿Qué es peor? ¿El espectáculo público de un toro muerto a banderillazos o la matanza privada de un animal que jamás ha podido correr al límite de sus fuerzas? Las relaciones que unen al hombre con el toro han sido siempre complejas. Pablo Picasso realizó en 1935 la MINOTAUROMAQUIA, un aguafuerte dedicado al minotauro, aquel ser mitad hombre, mitad toro, que es el símbolo de esa misteriosa relación de atracción. Goya también fue un gran aficionado a los toros y hasta le dedicó una serie de grabados: LA TAUROMAQUIA. También cayeron seducidos ante este espectáculo el poeta García Lorca y el escritor Ernest Hemingway. El mundo taurino y el arte se entrelazan y esta relación suele ser una especie de coartada para todo aficionado que se siente obligado a defender su pasión. Allí donde algunos ven un espectáculo ramplón y cobarde, otros encuentran belleza. Hay quienes creen que el matador –como Hércules al cruzar el mar con el toro de Creta en sus hombros– es un héroe hermoso y trágico. Otros, en cambio, lo consideran un farsante que se menea desafiante ante la bestia y, con impunidad, la asesina para el aplauso de la multitud. Hay lugares, como el Perú, donde las corridas fueron importadas desde Europa y ahora son parte de sus fiestas tradicionales: cada día hay por lo menos una corrida en algún pueblo de este país. En ese mundo disperso de las corridas, las celebridades son los toreros consagrados, que pueden llegar a ganar más de trescientos mil euros por cada participación. Una cantidad cercana al sueldo de un futbolista consagrado. ¿Acaso no hay buenas razones para soñar con ese oficio tan rentable?

«Su cuarto es un altar taurino», me dijo Marie Lenfant invitándome a conocer la casa donde crece su hijo Steven, el aprendiz de torero. Así que he llegado a Arles para ver cómo vive un niño que sueña con ser matador. En la ciudad, el cielo arroja agua a cántaros. Lenfant se ha tomado parte del día y ha ido a buscarme a la estación de tren. Es un jueves a media mañana y, mientras recorremos la ciudad en su impecable automóvil blanco, ella me cuenta que se dedica a limpiar casas y que pertenece a la quinta generación de una familia de arlesianos. Así se llama a los habitantes de esta ciudad fundada por los conquistadores romanos, cuya plaza de toros es el mayor anfiteatro clásico de Francia y ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad por ese motivo. Aquí el toro y su fiesta son parte de la vida cotidiana de las personas. Es decir, la diversión de fin de semana no es el fútbol, sino las corridas. Marie Lenfant vive en Place Toscane, en Barriol, un suburbio de edificios algo vetustos de donde han salido ocho matadores (de los cincuenta que han obtenido la alternativa, el rito que consagra a un aspirante como verdadero matador) de Francia. En el edificio donde vive ella, el ascensor de metal gris despintado se detiene en el séptimo piso. Allí nos espera Steven. Hoy faltó a la escuela porque le duele un poco el estómago, pero de todos modos su madre lo habría dejado ausentarse para esta entrevista. En la sala sólo hay una cómoda, un sofá y el televisor, y es evidente que se trata de una familia humilde. Allí, sin embargo, Lenfant, ha dejado un amplio espacio para que el aprendiz de matador pueda entrenar. Las paredes de la habitación de Steven están tapizadas de fotos y afiches de sus ídolos. Uno de ellos es Mehdi Savalli, la última gloria del barrio. Savalli obtuvo su alternativa en septiembre del 2006, a los veintiún años, una edad que en España es propia de un torero ya curtido. En Francia, claro, la precocidad no está bien vista. El retrato de Savalli, dice la mujer, está en las paredes de todos los dormitorios de los chicos del barrio, junto con otras imágenes de matadores célebres como El Juli o El Fandi. Con sólo once años, Steven está decidido a seguir los pasos de Savalli, su célebre vecino. En el afiche desplegado en la pared de su cuarto, se ve a un joven



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EN EL CUARTO DE STEVEN LENFANT, DE ONCE AÑOS, HAY AFICHES DE TOREROS FAMOSOS. MEHDI SAVALLI, NÚMERO SETENTA Y CUATRO DEL RANKING MUNDIAL, NO TIENE GRANDES MÉRITOS, PERO ES VECINO DE STEVEN. ÉL, QUE LO ADMIRA, NO ATESORA AUTOMÓVILES DE JUGUETE, COMO OTROS NIÑOS DE SU EDAD. COLECCIONA OREJAS. CASI SE PUEDE DECIR QUE EN SU DORMITORIO ACABA DE SER DESTAZADO UN ANIMAL: CUATRO OREJAS, UN RABO Y UNOS CUERNOS LUSTRADOS ASOMAN POR ALLÍ

moreno, espigado y de nariz prominente. Savalli –número setenta y cuatro de la lista mundial de toreros– no tiene los méritos de celebridades internacionales como El Cid o El Cordobés, pero a escala local su trayectoria es remarcable. Savalli, cuyo origen es ítalo marroquí, pasa varios meses al año en México, donde cobra unos quince mil euros por corrida. Steven, que admira a ese vecino, no atesora automóviles de juguete, como pueden hacerlo otros niños de su edad. Él colecciona orejas. Casi se puede decir que en su dormitorio acaba de ser destazado un animal. Sobre un armario hay cuatro orejas de toro y un rabo. De una pared cuelgan unos cuernos que parecen recién encerados. En el mundo de las corridas, las orejas y los rabos se comenzaron a usar como medida para pagarles a los toreros por el trabajo realizado en el ruedo. Ahora son el premio que un jurado decide entregar al matador cuando éste ha realizado una faena admirable. Las orejas que Steven sostiene entre sus manos las obtuvo durante unas corridas protagonizadas por El Fandi y Mehdi Savalli. El rabo, en cambio, lo fue a buscar al matadero. «Tócalo, es muy suave», me dice su madre mientras me lo ofrece con talante triunfador. Lo arrima a su nariz y, mientras lo acaricia una y otra vez, explica que para obtener su brillo y suavidad hay que peinarlo y luego colocarlo en un recipiente con abundante agua y sal, dejándolo reposar durante dos meses. Para las orejas, en cambio, tres semanas de remojo son suficientes para que queden con el pelaje lustroso y rígido. Esos fragmentos de animal parecen requerir los cuidados de una mascota viviente. Steven está sentado frente a su computadora, donde archiva las fotografías de sus ídolos. Allí también hay imágenes de sus presentacio-

nes en doce capeas, esas fiestas en las que se lidian becerros o novillos, y donde no hay derrame de sangre ni se pica a los toros. Luego el niño se pone de pie y con gesto triunfante me muestra los trofeos que ha recibido. Uno como ganador de una capea y otro como el mejor alumno de la escuela taurina de Arles. Paquito Leal, un antiguo torero de cuarenta y siete años, era una suerte de hermano mayor de todos los niños del barrio, y los entrenaba en la arena del Patio, un pueblo gitano creado por Chico, uno de los miembros del grupo de música Gipsy Kings, que servía como terreno de juego para los muchachos de la zona. En 1988, Leal fundó la Escuela Taurina de Arles. Él recuerda a su ex alumno Steven como un niño con talento pero al que le faltaba coraje. «Eso no se aprende –me dijo otro día a través del teléfono–. Pero aún puede cambiar». A pesar del afecto que el instructor siempre sintió por Steven (fue él quien le prestó un primer traje de luces cuando el niño tenía sólo tres años), a Marie Lenfant no le cayó nada bien esa crítica. Entonces decidió trasladar a su hijo a la escuela de Nimes, aun cuando eso le supone recorrer sesenta kilómetros cada semana. Hay orgullos más fuertes que las distancias. Steven estaba a punto de chatear en la computadora, pero su madre le ha pedido que busque sus tres trajes camperos. Más modestos que los trajes de luces, éstos son conjuntos que se utilizan en las becerradas. Marie Lenfant elige uno de ellos, compuesto por una chaquetilla gris y un pantalón negro rematado en la botamanga con caireles plateados. Así vestido, el rostro pícaro del niño adopta un rictus serio adecuado para las fotografías. Steven posa erguido como un soldado. Luego se pone una gorra mientras su mano extiende una espada que le ha entregado su madre. La estampa es desafiante y la puesta en escena parece divertirlo. En la solapa el niño lleva la única muletilla de la buena suerte que le entregó su madre. Es un prendedor diminuto con la imagen de San Cristóbal, el patrón de los viajeros. Desde un rincón de la sala, Lenfant observa a su hijo y hace cuentas en voz alta. Entre los trajes, la muleta, el capote, las banderillas, las botas y la espada, ha invertido más de mil euros. Un gasto que realizó sola ya que el padre de Steven, de quien ella se divorció hace años, no quiere ni oír hablar de las corridas. De


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hecho, el año anterior no dio la autorización para inscribir al niño en la escuela y lo matriculó en un curso de fútbol. Steven aguantó seis meses dando aburridos pelotazos, y después lo dejó. Su padre cedió, firmó su ingreso al centro taurino, pero no participa ni acompaña a su hijo a ninguna actividad relacionada con los toros. En cambio, a la madre no le interesa ninguna otra cosa que no esté relacionada con el mundo de los matadores. –¿No le da miedo que Steven se haga daño? Marie Lenfant gira un brazo de un modo panorámico y señala un retrato que cuelga encima de la cómoda de la sala. Es la fotografía de un joven rubio, de sonrisa fresca. –Es mi hijo mayor. Se mató en un accidente de autos –dice con un gesto de desgano y dolor. La pregunta, por supuesto, no tiene sentido.

En la mesa de la cocina, la otra hija de la familia hace sonar sus labios como un resoplido de caballo. Se llama Claudia, tiene dieciocho años y está aburrida. Desde hace años su madre siempre tiene los mismos planes para los fines de semana: ver toros. Marie Lenfant sonríe y se recuerda a sí misma cargando a su prole en el automóvil para ir a alguna corrida. Una de las actividades que más la entusiasman son los llamados encierros, que consisten en correr delante de una manada de toros. También disfruta de las llamadas toro-piscinas, un juego en el que los toros tienen sus cuernos cubiertos por unas bolas protectoras. ¿A qué se debe este amor por el toro y las corridas? Ella dice que se trata de la adrenalina que le provoca presenciar un momento exuberante, de ver a un animal poderoso. Pero en verdad se trata de una pasión que ella no logra explicar.


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Steven apenas traga las pastas que su madre cocinó. «Lo único que come son las hamburguesas de McDonald’s», se queja Lenfant. A través del amplio ventanal de la cocina se oye la lluvia, la torpeza del tránsito. Steven ahora está tratando de comer un pedazo de pan. Tal vez le conviene realizar algún régimen dietético –le digo–, no porque sea gordo sino por la necesidad de tener un estado atlético para enfrentar a los toros. Como adivinando lo que piensa su madre, muestra sus dientes de perfil y me dice que él no engorda. Luego me habla de los estudios: el año anterior lo repitió. Falta de concentración, dice. –Soy muy bueno en matemáticas y cuando sea grande, si no llego a torero, me gustaría ser contador. Su madre sonríe ante la inesperada vocación de su hijo. –El hará lo que quiera, yo no lo obligo a nada. Steven, entretanto, se ha marchado a la sala y ha colocado un DVD donde está registrada una entrevista que le hicieron para el noticiero de una canal de televisión. Allí se lo ve el primer día de su inscripción a la escuela taurina de Arles, a los nueve años. Se lo nota inquieto. Las imágenes también lo muestran durante una novillada que él presencia desde el burladero, ese trozo de valla situado delante de la barrera como refugio del torero. En un momento, se ve un becerro que se acerca en su dirección mientras él se esconde muerto de miedo. Pero eso fue hace una eternidad. Ahora Steven confiesa que a lo único que le teme es a las serpientes. –¿A qué torero quisieras parecerte? Piensa unos segundos y responde: –A El Juli. Luego dice que la plaza de toros que le hace soñar no se encuentra en España sino en México. –¿Por qué México? –Porque allí dejan que los niños maten toros. Pero por ahora él debe conformarse con herir el sofá de la sala de su casa. Steven levanta la funda que cubre ese mueble y muestra unos pequeños agujeros en el cuero, resultado de las banderillas que él le clava durante sus prácticas caseras de toreo de salón. A los tres años, él se

fotografía de la autora

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24_ ESPECTÁCULOS

entretenía jugando a ser un torerito usando unos trapos de la cocina. Ahora, en la sala, también juega secundado por su madre. Una vez que ha finalizado la entrevista en el DVD, ambos se preparan para una demostración. Ella sostiene un palo a media altura mientras Steven practica algunos pases. El capote se eleva y la madre lo esquiva. Steven es el torero; ella, el toro. Se mueven como en un baile agitado. La capa rosada pasa como un rayo por la cabeza de Marie Lenfant. Sus omóplatos casi le tocan las rodillas de lo inclinada que se encuentra. El capote se pasea exageradamente hinchado para una sala tan pequeña. Ella avanza un poco sonrojada. La escena parece una postal irreal, pero es una imagen tierna y cómica a la vez. Madre e hijo, frente a frente, jugando el juego que más les gusta. Ella es la víctima. Él, el matador.



26_ MANUAL DE INSTRUCCIONES Cómo ser un fotógrafo de divorcios

una entrevista de

francesco demofonti

ianni Fasolini. Italia. Cuarenta y cinco años. Fotógrafo profesional. A veinte kilómetros de Verona, la ciudad de Romeo y Julieta, los amantes más célebres de la literatura universal, trabaja un fotógrafo especialista en retratar divorcios y separaciones. Es casado, tiene dos hijas y uno de sus sueños profesionales es registrar el momento en que los extraterrestres lleguen a la Tierra. Mientras espera ese acontecimiento, Fasolini ha ampliado los servicios de su negocio de fotografía de ceremonias hacia un nuevo rubro que le ha ganado algunos epítetos agresivos de parte de su esposa. Ella lo llama loco desde el día en que él decidió fotografiar a las parejas que se divorcian ante un tribunal. Fasolini dice en su defensa que él sólo sigue la tendencia mundial del amor: ahora las parejas se casan menos; pero las que ya lo están, se divorcian más. La fotografía sólo es un instrumento que aviva las memorias, sean éstas buenas o malas –dice el fotógrafo–; y hay quienes, viendo las fotos de su divorcio, pueden recordar que un error sólo se comete una vez.

¿Cómo se le ocurrió la idea de inmortalizar el mo-

Algunos vienen por curiosidad y otros me toman el pelo y me piden un autógrafo.

mento en que una pareja se separa para siempre y

Y, la verdad, recibí propuestas de trabajo de parte de algunas empresas que hasta

que eso se convierta en un negocio?

ese momento no se habían dado cuenta de que mi negocio y yo existíamos.

La idea nació cuando escuché por la radio la noticia de que en Austria hacían una feria del divorcio y de la separación,

¿Alguien contestó a su anuncio para hacerse fotografiar como divor-

donde ofrecían flores, objetos y hasta cenas. Después supe

ciado?

que en los Estados Unidos organizaban fiestas de separa-

Muchos fueron los curiosos. Pero, tratándose de parejas, no siempre están de

ciones y divorcios regalando confites amarillos. Entonces se

acuerdo los dos. Un hombre y una mujer que me pidieron el anonimato, se hi-

me ocurrió hacerlo también en Italia, porque me di cuenta

cieron fotografiar. Tomé las imágenes, las estoy revelando y, por supuesto, estoy

de que había llegado el momento de adaptarse a los tiem-

preparando dos álbumes. Además el 18 de noviembre pasado un señor me llamó

pos que corren, ponerse al día. Además, antes fotografiaba

para fotografiar su divorcio y también su nuevo casamiento: seré su fotógrafo a

cuarenta bodas por año, y ahora no fotografío más de veinte.

fines de octubre del 2011 para documentar el fin de su historia con su primera

Aunque en Italia estén disminuyendo los casamientos, me

mujer, y le sacaré fotos con su nueva pareja en marzo del 2012.

puedo considerar un fotógrafo que trae suerte: sobre quinientas bodas sólo el cuatro por ciento de las parejas se se-

Cuando dos personas se casan, las fotos se toman casi siempre en los

paró. O sea que creo que aunque haya puesto este anuncio,

mismos lugares: en un jardín, cerca de la iglesia, en un estudio, etcé-

seguiré fotografiando uniones y no sólo divorcios.

tera. En caso de un divorcio, ¿dónde retrata a sus clientes? Una foto que tomé para hacer entender que se trataba de una separación la hice

¿Cuál fue la reacción de sus clientes ante la nueva

enfocando el objetivo sobre las manos de ella y las de él mientras se quitaban

oferta?

las alianzas. Otra vez lo hice mientras firmaban la separación delante del juez.

A pesar de que mi mujer me consideró un loco, recibí mu-

Y otra, cuando se estrechaban las manos fuera del tribunal. Pero la que más me

chas felicitaciones por la idea. Al inicio la vieron como si se

gusta es la que tomé mientras la «pareja» se daba un beso en la mejilla después

tratara de una broma o una provocación, hasta que se dieron

de haberse separado. ¿Cuesta más hacerse fotografiar casándose o separándose?

que, por un lado, hacerse fotografiar el día del divorcio o se-

Un servicio fotográfico de bodas, álbum completo, cuesta entre setecientos y dos

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paración podría ser una manera para aliviar un momento

mil euros. Depende del número de las fotos y de su tamaño. ¿Uno por el divorcio?

tan particular. Por el otro, uno puede mirar bien las fotos y

Mucho menos...

decidir no casarse por segunda vez.

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sarial para ampliar las fronteras de la fotografía. Digamos

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cuenta de que podía ser un emprendimiento serio y empre-

¿Qué siente mientras fotografía a una pareja «felizmente divorciada»? ¿Crecieron las ventas de su negocio desde en-

Por supuesto, no es una situación alegre. Pero yo soy un profesional y como tal

tonces?

tengo que actuar en todas las situaciones. Y le cuento también que el trato con las

Yo sobre todo me ocupo de realizar servicios fotográficos,

personas es distinto. Mientras que en una pareja que se va a casar dos personas se

así que lo que vendo no es mucho. Pero, sí, desde que puse

unen, en el divorcio dos personas cierran un capítulo de su vida que seguramente

el aviso me di cuenta de que tengo más clientes que antes.

quedará en la memoria y luego abrirán otro.


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Aparte de bodas y divorcios, ¿qué le gusta enfocar? En mi carrera he fotografiado de todo. Lo que me gusta es la realidad de todos los días con sus cosas positivas y sus aspectos negativos: crónica, política, personajes más o menos importantes, el amanecer, el atardecer, el florecer de un pimpollo, un árbol que pierde sus hojas, la nieve que cae o un niño que llora. ¿Nunca se ha conmovido? En mi trabajo no me ha pasado nunca, pero sí me emociono muchas veces. Me conmoví el día que me casé, cuando nacieron mis nenas y con mucho dolor cuando murieron mis padres. ¿Le gustaría que lo recordaran como «el fotógrafo de los divorcios»?.

¿Algún tema que le gustaría fotografiar?

Me gustaría que me recordaran como un fotógrafo que supo hacer

Un aterrizaje extraterrestre. Estoy totalmente convencido de que la Tierra no es

propia una idea que ya estaba dando vueltas en el aire, como el

el único planeta habitado en el universo. Al contrario, creo que si un pueblo logra

hombre que alargó la frontera de los servicios fotográficos.

tener una tecnología tan avanzada con respecto a la nuestra es un pueblo culturalmente superior, que ha sabido desplegar todas sus fuerzas en la búsqueda y que,

¿Cómo llegó a ser fotógrafo?

seguramente, supo librarse definitivamente de la idea de guerra y armamentos.

Todo empezó por pasión, cuando me regalaron mi primera cáma-

Por eso son ellos los que tendrían que tener miedo de nosotros y no al revés.

ra fotográfica, una Fujica STX1. No creo que exista nada igual a una fotografía que, mirándola después de muchos años, te haga

Además de la fotografía, ¿qué le gusta hacer en su tiempo libre?

recordar el momento en que la sacaste y sea capaz de provocar una

Soy voluntario en la Protección Civil. Hace meses era vicedirector del grupo.

emoción tan fuerte.

También escribo cuentos policiales y noir. Me gusta mucho leer, sobre todo thri-

¿Cuando empezó se imaginó que entre los sujetos que

curriculum tengo unos diez exámenes en derecho.

llers, crónica negra y política. También estoy interesado en la criminología. En mi inmortalizaría habría también personas divorciadas? En la realidad fotográfica nunca es bueno decir nunca: ni siquiera

¿Lleva siempre consigo su cámara fotográfica cuando no trabaja?

sé lo que me espera mañana y, conociéndome, no sé lo que podría

Casi siempre. No se sabe nunca en la vida.

inventar todavía. ¿Sus hijas heredaron su pasión por la fotografía? ¿Cuál es la foto más bonita que ha tomado?

En este momento es muy difícil decirlo: tienen solamente ocho y tres años.

La foto más linda que saqué no es una sino son muchas. Como marido y padre, las fotos a mi mujer; también las que hice cuando

Si usted no hubiese elegido ser fotógrafo, ¿qué le habría gustado

estábamos de novios y las de mis nenas aunque hayan salido os-

hacer?

curas o movidas. Como profesional, estoy orgulloso de un par de

Seguramente policía. La investigación siempre fue mi pasión. En 1986 participé

retratos que le tomé a la modelo Aída Yéspica, pero, teniendo en

en un concurso para inspector de policía. También me vería siendo piloto de avio-

cuenta su belleza, era muy difícil equivocarse.

nes o helicópteros. Me hubiese gustado trabajar también para el departamento de la Protección Civil: habría podido ayudar a las poblaciones como voluntario de

¿Hay alguna imagen que le hubiese gustado capturar, y

corazón y con los medios técnicos del departamento.

que luego descubrió que ya existía? Hasta hoy es imposible responder a esta pregunta, no se me

Usted está casado, tiene dos hijas, y seguramente tiene un álbum de

ocurre. No me acuerdo haber dicho o pensado: ¡Qué mala suer-

matrimonio. Supongamos que se divorcie: ¿Se tomaría fotografías?

te!, si lo hubiese hecho yo.

Sí, pero lo haría con el automático. Igual, no creo que mi mujer aceptaría.


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De niños, hay quienes juegan a ser soldados, a invadir países, a conquistar el planeta. ¿Pero qué sucede cuando un adulto tiene el dinero suficiente para comprar un ejército de verdad? ¿Puede una guerra ser la aventura de alguien que sólo quiere jugar a matar? En una conferencia de mercenarios, en los Estados Unidos, un periodista va en busca de un pelotón dispuesto a pelear por cualquier causa y descubre que hacer la guerra es una profesión muy bien pagada

una crónica de jonathan franklin fotografías de morten andersen


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30_ MERCENARIOS

e he metido de lleno

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en el floreciente negocio de la guerra. De frente. En primera persona. Para ello, viví tres días con las compañías de mercenarios y armamento más importantes del mundo con el fin de reclutar mi propio ejército: soldados, armas, vehículos y municiones suficientes para asaltar un país. ¿Se trata de un sueño? Quizá. Concederme ese regalo –el sueño dorado de todo niño que tiene una pistola de juguete y anhela conquistar el mundo– cuesta en la vida real veinte millones de dólares. Cualquier ciudadano promedio de los Estados Unidos tendría que ahorrar su sueldo íntegro durante decenas de años para poder darse ese gusto. La guerra no está hecha para los pobres. Conferencia de mercenarios en Washington. Año 2007. Allí asisten soldados a sueldo y empresas de todo tipo dispuestas a exprimir el negocio que supone cualquier conflicto armado, por mínimo que sea. Yo estoy dentro. Soy periodista y he venido no sólo para ver, escuchar y contar, sino con una misión muy concreta: reclutar los ingredientes necesarios –soldados, armamento, munición, vehículos– para cometer un golpe de Estado, por ejemplo,

mi golpe de Estado particular. Trataré de hacerlo en sólo tres días de conferencia. Primer contacto. «Oriente Medio se está enfriando, allí ya está todo hecho. ¡Miremos hacia África, Nigeria, Sudán, Darfur...! ¡Allí es donde se va a producir la siguiente explosión!». Quien habla es Bill Wallace, un militar retirado y piloto estadounidense de helicópteros. Es un hombre bajo y simpático, de sonrisa fácil, que está familiarizado con este tipo de situaciones: durante veintiséis años fue piloto en el Ejército de su país. «Si algo tiene alas, puedo hacerlo volar», se jacta. En estos momentos él construye su propia fuerza aérea: tiene veintiséis helicópteros Huey de la época de Vietnam estacionados en el desierto de Arizona y una red de cincuenta y dos pilotos que esperan su llamada. Todo lo que necesita es una misión. Por eso está aquí, en esta conferencia de la International Peace Operations Association [Asociación Internacional para Operaciones de Paz], una institución «sin fines de lucro» cuya cuota de inscripción es de unos quinientos euros y que, a pesar de su nombre, reúne en realidad a los ejércitos privados más importantes del mundo: Blackwater, Triple Canopy, DynCorp y a otras importantes compañías privadas militares. Bill Wallace no parece un mercenario agresivo, más bien un agradable y despistado profesor de instituto, desaliñado e inteligente, que lee constantemente. Las apariencias, sin duda, engañan, sobre todo en el impredecible negocio de la guerra. Diez minutos después de nuestro encuentro y sin provocación alguna, Wallace me mira a los ojos y dice: «He matado a más gente de la que te puedas imaginar». Exactamente el tipo de persona que estoy buscando. Me siento a su lado en la sala de conferencias del Phoenix Park –el hotel en que se celebra el encuentro y que cobra casi trescientos setenta dólares por cada noche–, mientras un coronel del Ejército de los Estados Unidos continúa su presentación en PowerPoint sobre el nuevo centro de operaciones del Pentágono, AFRICOM («Africa Command»), que está diseñado para salvar vidas y crear estabilidad en el continente más convulso de la Tierra. Entre el público, Wallace se burla de la arenga del coronel y de su intento de que todo parezca una gran operación humanitaria: «Muchas empresas te dicen que en su corazón están los intereses del país invadido. Es una mentira. Están aquí por el dinero, igual que yo». Al rato, ya que está sentado a mi lado y parece aburrido con el coronel –quien sigue prometiendo que los militares americanos llevarán estabilidad al continente africano–, decido dar los primeros pasos para el cumplimiento de mi sueño. Tomo una servilleta del hotel y escribo: «¿Cuánto hay que pagar


C.C LARCOMAR Telef:243-7900 C.C JOCKEY PLAZA Telef: 4342679 C.C. PLAZA SAN MIGUEL Telef: 5663219


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por cinco mil fusiles AK-47?». Wallace garabatea una palabra: «Víctor». –¿Víctor?, susurro. –Sí, Víctor Bout. Él negocia con todo el mundo, tiene sus propios aviones. Todo el mundo va a verle; es el hombre que necesitas. Provee a gobiernos legítimos e ilegítimos. Es el señor de las armas.

Organizar un golpe de Estado lleva su tiempo. Cuanto más pregunto, más complicado se vuelve. Necesito cientos de granadas propulsadas para defender mi posición (ciento setenta y cinco dólares por cada unidad). Es verdad que hay cosas que son asequibles (las balas de las ametralladoras sólo cuestan cuarenta y dos centavos de dólar), pero hay otras que no tanto: necesito por lo menos veinte armas ligeras, a poco más de mil de dólares cada una. Sentado en el Dubliner, el bar irlandés del hotel, involucro a dos antiguos expertos del panorama africano en lo relativo al transporte. ¿Debería alquilar un helicóptero Soviet M-8 trasero a ocho mil setecientos dólares por hora o comprarlo por trescientos cincuenta mil? La ventaja de la compra, me explican, es que puedo equipar el helicóptero a mi gusto añadiendo metralletas de 7,62 mm y otra serie de armamento exterior capaz de disparar misiles antitanque Skorpion o cohetes. Los pilotos (dos por aparato) saldrían a dos mil dólares al día. La factura final sería de algo más de ochocientos sesenta mil dólares en total. Pero planear un pequeño golpe no es sólo cuestión de armamento y helicópteros. Un organizador de ataques militares que se precie necesita desde contadores, economistas o doctores hasta equipos de K-9, perros específicamente entrenados para encontrar explosivos. Todo lo que se requiere está aquí, en la conferencia de mercenarios a la caza de negocios. Muchos admiten que han vivido años muy buenos, hasta el punto de que hay quienes han acuñado el término «la fiebre del oro» para referirse al periodo entre el 2004 y el 2006.

Espero que esta conferencia me proporcione una visión privilegiada del ejército mercenario con peor

imagen del mundo: Blackwater. Pero no veo por ningún lado a sus pistoleros. Durante los preparativos de la conferencia, Blackwater fue pillada en uno de esos escándalos que la persiguen y los organizadores quisieron que su nombre y su emblema desaparecieran de la lista de patrocinadores de la Asociación Internacional para Operaciones de Paz y que fueran sustituidos por los de DynCorp. El asunto ocurrió el 16 de septiembre del 2007: un tiroteo mortal de guardias de Blackwater en Bagdad dejó diecisiete muertos iraquíes en la carretera y la reputación del grupo bastante maltrecha. Investigaciones del FBI, el Departamento de Estado de Estados Unidos y el Gobierno de Iraq apuntan a que los hombres de Blackwater dispararon indiscriminadamente sobre los civiles. Pero era demasiado tarde para borrar por completo la presencia de ese ejército mercenario en la conferencia. De hecho, la programación del evento le dedicaba una página entera: el logo de la compañía bajo la foto de un niño negro moribundo que recibía una cucharada de leche. El texto era incluso menos delicado: «A través de un compromiso desinteresado y de compasión hacia la gente, Blackwater trabaja para dar esperanza a aquellas personas que todavía viven épocas difíciles». –Éste es un negocio con un gran problema de imagen –me dice entre ponencias A.M.L., el dueño de un grupo europeo de mercenarios –. Antes teníamos armas y soldados en nuestras páginas web; ahora tenemos elefantes y flores. No sólo eso ha cambiado. Antes, una conjura golpista necesitaba miles de personas para derrocar a un régimen en el poder. Hoy en día, la naturaleza de la guerra se centra en el modelo de las fuerzas especiales, pequeños equipos de doce personas especializadas en operaciones de guerrilla, muy sigilosos, capaces de introducirse en secreto en cualquier rincón del mundo para realizar una misión. En África, esta práctica es tan común que en 1989 el negocio se tradujo en la creación de una empresa especializada en ese tipo de acciones. Executive Outcomes, puesta en marcha por Simon Mann, antiguo oficial del SAS (principal fuerza de operaciones especiales del ejército británico) y graduado en la prestigiosa escuela de Eton, estuvo involucrada en media docena de invasiones o intentos golpistas en países como Sierra Leona o Angola. En este país, en 1994, ese grupo organizó una fuerza privada de cuatro mil hombres que se puso a las órdenes del Gobierno para atacar a los rebeldes y retomar una serie de emplazamientos petrolíferos. La organización cobró más de cincuenta millones de euros. El gobierno de Sierra Leona, por su parte, pagó en diamantes y permisos de explotación de sus minas. «Executive Outcomes fue un ejército sofisticado para ser alquilado por el mejor postor, a pesar de que sus jefes tuvieron mucho cuidado a la hora de priorizar la relación con los clientes interesantes para los gobiernos occidentales», explica Adam Roberts en su libro THE WONGA COUP, donde describe los golpes militares privados organizados por esa agrupación en África. No exagera. En marzo del 2004, por ejemplo, un grupo


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bill wallace no parece un mercenario agresivo, mÁs bien un agradable y despistado profesor de instituto, desaliÑado e inteligente. las apariencias engaÑan, sobre todo en el impredecible negocio de la guerra. diez minutos despuÉs de nuestro encuentro, en la conferencia internacional de mercenarios, y sin provocaciÓn alguna, wallace me mira a los ojos y dice: «he matado a mÁs gente de la que te puedas imaginar»

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de comandos sudafricanos organizados por el fundador de esa compañía planeó invadir Guinea Ecuatorial. El operativo incluía ochenta hombres –reclutados entre los soldados de la era del Apartheid–, un avión Jumbo 727 alquilado y un helicóptero. El ataque fue fallido porque los mercenarios rompieron la primera regla básica que debe seguirse cuando se planea una operación militar secreta: no pudieron estar callados y las autoridades locales estaban sobre aviso.

Durante los tres días de la conferencia, y con el fin de concretar mis supuestas adquisiciones, me entrevisté con jefes de unidad de la CIA, banqueros que podían financiar la compra de armas y con compañías de transporte de mercancías: necesitaba las que pudieran repartir aviones del tipo 727 para trasladar a las tropas. Me dediqué a eso pero me centré, sobre todo, en averiguar cómo encontrar a los hombres adecuados: tipos duros capaces de embarcarse en la misión. La gente tiene sus favoritos. –Lo que necesitas son sudafricanos; no son los más baratos, pero son duros –dice John Rockler, dueño de Ventures, una compañía privada de mercenarios situada en Dubái–. Los tipos del Batallón 32 son los mejores, pero son difíciles de encontrar hoy en día; la mitad tiene sida, así que no quedan muchos. Rockler mantiene en Iraq a unos doscientos sudafricanos y otros quinientos iraquíes del Third Party Nationals. «Estoy haciendo trescientos cuarenta y un mil dólares al mes allí», dice. Rockler usa hombres locales (iraquíes) no sólo porque son baratos, sino porque conocen el terreno. «Nuestros convoyes están dirigidos por iraquíes que conducen vehículos locales. Parecen coches normales, pero llevan la carrocería blin-

dada y en la parte de atrás hay un tipo con una metralleta apuntando por la ventanilla». Pregunto por el precio y no es el que pensaba. Mientras los periódicos siguen escribiendo acerca de trabajos de casi ochocientos dólares al día en Bagdad, la mano de obra barata proveniente del Perú o Uganda ha bajado sus precios a menos de cuarenta dólares al día por labores básicas de guarda en Iraq. «No necesitas a James Bond para que vigile un puente», dice Doug Brooks, presidente de la Asociación Internacional para Operaciones de Paz. «Los colombianos son el mejor negocio. Han estado manejando el terrorismo y las fuerzas de seguridad toda la vida», dice Larry, un agregado militar de los Estados Unidos en África. Al final, me decido por sudafricanos, a unos trescientos cuarenta dólares al día: ofrecen experiencia y son relativamente económicos. ¿Ochenta comandos durante un mes? Ahí van ochocientos mil dólares más. Para mis oficiales, me decido por miembros del ejército de Estados Unidos. Con tanto trabajo bien pagado en el sector privado no es difícil echar mano de ellos. «Hace tres o cuatro años dimos casi veintiséis mil dólares en pagas extras para mantenerlos en el Ejército», explica el coronel Christopher Hooshek, un oficial del Ejército de Estados Unidos en la conferencia. «Hoy tenemos que pagarles ciento treinta mil dólares para que se queden», añade. Al parecer todo está disponible. Aunque, según me dicen los propios mercenarios, la cosa no es en realidad tan fácil: a estas alturas, las compañías no están dispuestas a dejar tanto poder en manos de una sola persona. Algunos gobiernos, sin embargo, pueden encontrar en los mercenarios su futuro: su uso libera a los soldados regulares del ejército de algunas tareas y evita el gesto suicida de enviar a jóvenes a luchar en una guerra impopular. «El creciente uso de contratados, ejércitos privados o, como algunos los llaman, mercenarios, hace que las guerras se inicien con mayor facilidad y que la lucha sólo implique dinero y no ciudadanía», asegura Michael Ratner, presidente del centro de derechos constitucionales. De esa manera, hacer la guerra podría convertirse un negocio profesional, desapasionado, racional. Como un trabajo cualquiera, donde una persona (un gobierno) contrata a un equipo de especialistas (mercenarios) para que cumplan determinados objetivos (conquistar, matar, ganar). En aquel escenario, la llegada de la paz sólo podría significar que no hay trabajo.


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LOS PIGMEOS SALEN DE TURISMO El mundo es un gran parque de atracciones donde todos cumplen una función divertida. Si los turistas se disfrazan de turistas cuando van de viaje, ¿qué hay de malo en que un pigmeo se disfrace de pigmeo para dejarse fotografiar?

un ensayo de michael martone plastilinas de maría lucía zevallos traducción de jorge cornejo


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No sé, ¿qué quieres hacer?».

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Así se inicia una sorprendente escena registrada en THE FOREST PEOPLE [La gente del bosque1], una grabación con fines antropológicos realizada a pigmeos africanos con los que Colin Turnbull convivió durante varios años. Como uno podría suponer, se trataba de cazadores y recolectores, habitantes de una selva primitiva, cuyo único vínculo con el mundo exterior era el comercio que realizaban con un cercano asentamiento agrícola ubicado en los límites del bosque. Durante un fin de semana largo para los pigmeos, Turnbull está sentado junto con sus informantes mientras éstos discuten qué hacer con el tiempo libre que tienen por delante. –No sé, ¿qué quieres hacer? –No me preguntes a mí. ¿Qué quieres hacer tú? –No hay nada que hacer. ¿Qué quieres hacer? Parece una escena tomada de MARTY2, escrita como para que digamos, miren, estos tipos no son tan distintos de mí o de ti, y se aburren como nos aburrimos nosotros con las distracciones de nuestras insignificantes vidas. Repentinamente, uno de los miembros del grupo se levanta de un salto con una idea brillante.

–Ya sé –dice–, disfracémonos de pigmeos y vayamos a la aldea para que los turistas nos tomen fotos. Y eso es exactamente lo que hacen. Se disfrazan con plumas, se pintan el cuerpo y toman algunas armas, y parten rumbo a la aldea, luciendo muy primitivos y ajenos a la civilización que pronto registrará ese hecho con sus cámaras. Hoy estoy pensando sobre los turistas de esta escena. En los que aguardan algo, probablemente también aburridos (no sé, ¿qué quieres hacer?). Se encuentran en una aldea esperando con cámaras y grabadoras la posible llegada de algo «real», un evento «real» que puedan documentar. ¿Acaso no es ésa una de las razones para viajar? Tomar distancia y experimentar algo distinto a aquello de lo que tan conscientes estamos, algo muy distinto de nuestro humanamente construido bosque, de lo que alguna vez conocimos como existencia creada por el ser humano: estos artificios que fabricamos y consumimos, estas simulaciones manipuladas que llamamos vida y que por algún motivo no parece asemejarse a la vida real. Pero hay otro turista en esta escena, por supuesto, Turnbull mismo, el escritor, que al escribir fotografía la escena. De hecho, hay fotografías reales tomadas por Turnbull y reproducidas en su libro –fotografías de turistas fotografiando a pigmeos disfrazados de pigmeos –. En el libro, la escena es presentada como un descubrimiento del real suceso real –la producción «detrás de cámaras» de la producción dramática interpretada para los turistas en la aldea. Turnbull es el verdadero turista. Logra ver a los pigmeos en su hábitat natural, por decirlo de alguna manera, y a los turistas en el suyo. El lector también es una especie de turista, y logra acceder a la vida real de los pigmeos por intermedio de Turnbull. Yo, el turistalector, puedo pensar con petulancia que soy mejor que esos pobres diablos, los turistas del libro que esperan en la aldea. Yo tengo un pase especial para el backstage. Conozco la información de primera mano. Conozco la historia detrás de la historia. Mi viaje al mundo de los pigmeos es mejor, más auténtico, que el de aquellos que realmente viajaron hasta allá. He visto la verdad despojada de adornos, de hecho, he sido testigo de cómo se adornaba la verdad cuando los pigmeos se disfrazan de pigmeos. 1. Nombre con el que también se conoce a los pigmeos. [Nota del traductor] 2. Película de 1955 estelarizada por Ernest Borgnine. [Nota del traductor]


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Por supuesto, la sensación que tengo mientras leo, la experiencia de haber experimentado un momento auténtico, es una ilusión en sí misma. La estoy leyendo en un libro. En realidad nunca he estado en persona en África, ni mucho menos en algún lugar cercano a la región de ese continente donde viven los pigmeos. Mi viaje ha sido a un destino creado en un libro. A mí me parece muy real. Me parece muy muy real. Este viaje me ha acompañado durante años. Lo leí por primera vez cuando estudiaba el primer año de la universidad. Es real el hecho de que creo que esta escena de pigmeos disfrazados de pigmeos y de turistas que actúan como turistas en verdad sucedió. Pero, ¿fue así? ¿Usted la cree cuando le cuento que esto ocurrió? Este ensayo es otro entorno creado por el hombre, ¿no es verdad? ¿Otra simulación? Pigmeos disfrazados de pigmeos. Turistas disfrazados de turistas. Antropólogos disfrazados de antropólogos. Escritores

veces vemos como el paso de un mundo de creación (que vemos como real, valioso) a un mundo de recreación (que vemos con recelo, como una simulación). Esto es, tenemos la sensación de que, sólo recientemente, durante mis años de vida, enormes fuerzas económicas, mediáticas y gubernamentales han desterrado de este mundo al mundo más auténtico y han despertado nuestro apetito por lo real. Tarde por la noche, luego de asistir a los talleres literarios en la universidad de Baltimore, donde me gradué, mis compañeros de clase y yo solíamos ir al puerto interior de la ciudad. Tan sólo unos meses antes las embarcaciones de la flota ostrera de Chesapeake, la última flota de pesca que aún operaba con barcos a vela, depositaban allí su carga, y la fábrica de especias McCormick dejaba salir el aroma de las especias que recolectaba de todos los rincones del mundo, a medida que procesaba, secaba, prensaba y trituraba las semillas, los tallos y las flores, lo que disimulaba el hedor del agua, de los peces, de los productos transportados por arabers3, esos negros que conducían carretas tiradas por ponis seleccionados de las manadas salvajes de la isla Chincoteague. Era un olor tan extraño, tan ajeno, tan maravilloso para un muchacho del Medio Oeste. Pero eso había sido unos meses atrás.

«Ya sé –dice uno de los pigmeos que hace un rato se aburrían–, disfracémonos de pigmeos y vayamos a la aldea para que los turistas nos tomen fotos». Y eso es exactamente lo que hacen. Se disfrazan con plumas, se pintan el cuerpo y toman algunas armas, y parten rumbo a la aldea, luciendo muy primitivos y ajenos a la civilización que pronto registrará ese hecho con sus cámaras

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disfrazados de escritores. Lectores disfrazados de lectores. Usted disfrazado de usted mismo.

Nací en en 1955, el mismo año en que la administración de Eisenhower propuso la Ley de Defensa de las Carreteras, el sistema interestatal de caminos, con la visión de que algún día sería posible viajar en automóvil de un extremo a otro del país sin toparse con un solo semáforo en el camino. Pero, ¿con qué se toparía uno en el camino? ¿Y viajar adónde? Ese mismo año inauguraron Disneylandia en California y abrieron la primera caseta de venta de hamburguesas de McDonald’s en Illinois, lo que inició una transformación en el paisaje que, a mi entender, a

Para ese entonces, se construía en el lugar un nuevo centro comercial –Harborplace–, que cuando estuviera terminado mostraría fotografías del puerto al que había reemplazado, y sugeriría en su publicidad que si uno venía a este lugar experimentaría parte de ese mundo auténtico perdido. La planta de McCormick se mantuvo donde estaba luego de la construcción del centro comercial, y hasta no hace mucho aún perfumaba el puerto, convertido ahora de un lugar de venta al por mayor en uno de tiendas minoristas, con las mismas especias del Lejano Oriente, de los campos de Provenza, de los bosques lluviosos, de la India, todas las especias de la A a la Z. Con todo, uno siente que algo ha cambiado, y no para mejor. ¿Será el asunto tan sencillo como una transformación de la venta mayorista a la venta minorista de experiencias? De algún modo, los cangrejos del muelle se han transformado pero sin dejar de ser cangrejos. 3. Nombre con el que se designa en Baltimore a vendedores ambulantes callejeros. [Nota del traductor]



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Ya no sólo los comemos. Ahora tenemos la sensación estética de estarlos comiendo. De hecho, es como si ya no tuviéramos la necesidad de comer en lo absoluto. Ya no comemos sólo por razones de subsistencia. Ahora comer es una cuestión de elección, como lo es también lo que comemos. Ha dejado de ser un acto creativo para convertise en uno recreativo. Elegimos comer cangrejos de una manera «auténtica», apilados, cocidos al vapor, y los abrimos golpeándolos con un mazo de madera «auténtico», en una mesa cubierta con «auténtico» papel marrón de carnicero, en la orilla «auténtica» de este puerto «auténtico». Viles comillas se aglomeran zumbando alrededor de nosotros mientras comemos, al igual que las moscas «reales» que zumban alrededor de nosotros mientras comemos. Ya no simplemente comemos, sino que nos vemos a nosotros mismos «comiendo». ¿Acaso ahora tenemos conciencia de que consumimos la experiencia de consumir en vez de experi-

Elderhostel4. Las Cruzadas eran una especie de tour en grupo por Tierra Santa, en particular la Cruzada de los Niños, en la que los guías del tour recibieron una enorme coima de los mercaderes de Constantinopla. Y luego están las guías de viaje. Se puede leer a Herodoto o Pausanias casi como si se leyera una guía de viaje actual. Esos textos registraban y promocionaban destinos que eran casi en su totalidad lugares construidos por el ser humano, a menudo teatros, templos, estadios, lugares erigidos por la gente de esas tierras para representar sus propias y elaboradas escenas imaginarias, sus rituales y sus recreaciones de cosas reales. En esas guías también se puede hallar ese tonito que hoy conocemos tan bien. Ese tonito que promete que, aquí, en estas páginas, está lo auténtico, lo importante. Son guías escritas por expertos, guías de lugares que se encuentran fuera del circuito turístico habitual. Que le permiten a uno sentirse como un nativo del lugar. Incluso en aquel entonces lo verdadero, lo auténtico, lo real, era tan esquivo, se encontraba del otro lado del cerro, fuera de nuestro alcance. Si uno lee esos libros hallará los tips para visitar el último paisaje natural, el territorio virgen, el descubrimiento aún por descubrir. Quizá, y sólo quizá, el mundo jamás fue real. Siempre ha sido un

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Después de que dejó de funcionar el muelle y se transformó en un sitio turístico, uno siente que algo ha cambiado, y no para mejor. ¿Será el asunto tan sencillo como una transformación de la venta mayorista a la venta minorista de experiencias? De algún modo, los cangrejos se han transformado pero sin dejar de ser cangrejos. Ya no sólo los comemos. Ahora tenemos la sensación estética de estarlos comiendo

mentar simplemente una experiencia? Quizá aún no satisfacemos nuestro apetito por experiencias no intermediadas. Quizá fingimos, cuando tenemos estas experiencias tan intermediadas, que de hecho son «reales». Olvidamos recordar que estamos interpretando el papel del consumidor. Olvidamos que somos turistas disfrazados de turistas. Creemos que podemos simplemente comer. Pero quizá la sensación consciente de sentir no sea nueva, quizá siempre estuvo allí. Las Siete Maravillas de la Antigüedad, recordará el lector, eran todas destinos creados por el ser humano, cosas construidas: los centros comerciales de su tiempo. Las peregrinaciones de la Edad Media fueron creadas por la Iglesia, piense en ella como una suerte de

artificio, un gigantesco parque de diversiones, y nuestro viaje ha sido siempre una elaborada invención de nuestra propia autoría, un ameno recorrido de nuestra propia invención.

Me parece muy divertido el hecho de que casi siempre he elegido leer los grandes libros de viajes durante mis viajes. Recuerdo particularmente haber leído EL COLOSO DE MAROUSSI, de Henry Miller, en el que el autor viaja a Epidauro y allí oye latir el corazón del mundo mientras está sentado en un teatro del lugar. El día que llegué a Epidauro para oír esos latidos, el lugar rebosaba de personas, y muchas, como yo, leían copias maltratadas y 4. Institución sin fines de lucro que promueve los viajes educativos de adultos [Nota del traductor]



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deshojadas de EL COLOSO DE MAROUSSI. Cientos de personas gritaban desde el escenario a sus amigos ubicados en las filas más alejadas del teatro para comprobar la excepcional acústica del lugar, mientras otros cientos de personas se arremolinaban observando el lugar a través de las pantallas de sus cámaras, y esperaban el momento en que ninguna de las otras personas que también observaban todo a través de sus cámaras apareciera en el cuadro, para tomar una fotografía del teatro desierto, inmaculado, sin pretensiones, auténtico, real. Seguramente usted ha tenido la experiencia de viajar muy lejos y con mucho esfuerzo a un lugar sobre el cual hasta ese momento únicamente había leído, sólo para descubrir que el lugar real empalidece en comparación con el lugar real que usted visitó por primera vez durante su lectura y que hoy atesora en su cabeza. Es como volver al vecindario donde uno vivió de niño y encontrarlo

allá afuera, pero sospecho, cada vez más, que no estoy adecuadamente equipado para captarlo, percibirlo, registrarlo, ni siquiera para reconocerlo. Mis órganos de los sentidos –mi cerebro y mi sistema nervioso– no están calibrados para percibir lo real real. Esto cobra especial relevancia cuando veo que otros seres humanos, con el mismo equipamiento y la misma motivación, también están allá afuera metiendo la pata, tratando de comprender todo esto, este mundo tan fabricado y tan inventado. Una anécdota final. ¿Se acuerdan de los libros FOXFIRE? Son una serie de textos –quizá siete u ocho hasta el momento– que recopilan la cultura popular y la artesanía de los habitantes de la Appalachia, esa montañosa región de los Estados Unidos5. Los folcloristas que publicaron la primera edición se sorprendieron por el enorme éxito del libro, y decidieron viajar a otros lugares de la región para recolectar más información sobre tejido de canastas, fabricación de muebles, música, remedios caseros y otros temas similares. Durante sus viajes, los autores se sorprendieron y alegraron por la variedad que encontraban en cada cultura local, y publicaron varios tomos que registraban todas las novedades que iban descubriendo. Pasada una década, regresaron

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Las Siete Maravillas de la Antigüedad eran todas destinos creados por el ser humano, cosas construidas: los centros comerciales de su tiempo. Las Cruzadas eran una especie de tour en grupo por Tierra Santa Quizá, y solo quizá, el mundo jamás fue real. Siempre ha sido un artificio, un gigantesco parque de diversiones, y nuestro viaje ha sido siempre una elaborada invención de nuestra propia autoría

más pequeño, anodino, totalmente obvio, y que, como lugar, no vale ni siquiera remotamente los recuerdos que usted conserva de él. Quizá escribir sobre el mundo arruina el mundo para el escritor y para el lector. O, con mayor precisión, si leer y escribir en realidad no nos arruinan el mundo, sí arruinan la manera en que queremos experimentar el mundo cuando no estamos leyendo o escribiendo sobre él, como un lugar que no ha sido arruinado. Nuestra escritura y lectura se cruzan en el camino de nuestras aventuras reales. Como aventuras reales, la escritura y la lectura sustituyen sorprendentemente bien a las reales aventuras reales. No hay mejor fragata que un libro. Creo que hay un mundo real

a visitar a sus informantes originales, los del primer libro, y se sorprendieron al descubrir que habían abandonado sus técnicas ancestrales para la elaboración de artesanías. Ahora fabricaban canastas muy similares a otras fabricadas a varios estados de distancia. «¿Qué sucedió?», les preguntaron. «¿Por qué fabrican ahora sus canastas de esta manera?». Los informantes, que estaban muy orgullosos de sus nuevas canastas, que les gustaban mucho más que las que fabricaban antes, les respondieron a los folcloristas mostrándoles un viejo y gastado libro que obviamente había sido estudiado y revisado por toda la comunidad. Era el volumen 4 de la serie FOXFIRE. «Encontramos este libro», fue su respuesta. 5. Como se denomina a una región al este de los Estados Unidos, que se extiende desde el sur del estado de Nueva York hasta el norte de Alabama, Misisipi y Georgia. [Nota del traductor].



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EL HOMBRE ES EL PEOR ENEMIGO DEL PERRO Todo perro de raza es el producto de la experimentación genética; es decir, de los cruces aberrantes que fomentan los criadores y los aficionados que buscan mascotas cada vez más extrañas. ¿Están a salvo de la crueldad los animales callejeros?

un ensayo de charles danten fotografías de renzo giraldo


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l niño se comportaba

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como una gacela. Tenía los tobillos y las rodillas anormalmente gruesos y se desplazaba dando saltos prodigiosos. Lo encontraron en Siria, en 1946. Capturado y confiado a una familia, este niño totalmente salvaje nunca llegó a adaptarse a su cautiverio. Sólo pensaba en huir. Hasta podía saltar del primer piso de su casa con una facilidad que desconcertaba a su familia adoptiva. Para impedirle escapar, acabaron por cortarle los tendones de Aquiles. En el curso de la historia se ha sabido de niños que, abandonados desde muy pequeños a la naturaleza, fueron recogidos y criados por otra especie de animal. Ha habido niños-monos, niños-cerdos, niños-leopardos, niños-osos y varios niños-lobos. Todos actuaban como los animales que les sirvieron de modelo. Comían exactamente como ellos y, dentro de los límites de su capacidad física, se desplazaban imitándolos. El caso más célebre es el de las niñas-lobas Amala y Kamala, descubiertas en 1920 en India por un reverendo, el doctor Singh. Se les encontró escondidas en el fondo de un cubil de lobos;

tenían gruesos callos en manos y codos, rodillas y plantas de los pies. Después de ser temporalmente confiadas a unos aldeanos, el doctor Singh las encontró enflaquecidas, casi muertas de hambre y sed, abandonadas en el cercado donde las tenían encerradas. Bañadas por la fuerza y alimentadas a mano durante algunos días, fueron llevadas después a un orfanato. Esas niñas se comportaban exactamente como lobos. Dejaban colgar la lengua, imitaban sus jadeos y se desplazaban inclinadas, apoyándose en las manos. Lamían los líquidos y tomaban sus alimentos boca abajo y acurrucadas. Les gustaba exclusivamente la carne, perseguían a las gallinas o desenterraban las carroñas que encontraban. Empezaban por comerse las entrañas, a la manera característica de los lobos, y manifestaban una marcada fotofobia (temor a la luz) y una gran nictalopía (capacidad de ver bien en la noche). Durante todo el día permanecían postradas; no salían más que por la noche para, aullando, intentar escapar de su prisión. Esas pequeñas dormían muy poco, unas cuatro horas diarias. Amala y Kamala gruñían cuando alguien se les acercaba, dando muestras de gran hostilidad a los seres humanos. Siempre estaban alertas, hipervigilantes, y movían continuamente la cabeza, de adelante hacia atrás. Se mostraban indiferentes a los niños y muy poco interesadas por perritos y gatos. Amala murió un año después de ser descubierta, y Kamala la siguió a la tumba ocho años más tarde. El doctor Singh describió el recorrido psicológico de Kamala. Al principio, la muerte de su hermana la hundió en una grave depresión. Se negaba a comer. Durante seis días permaneció acurrucada en un rincón, y no salía de su torpor más que para buscar por todas partes a su compañera, aspirando con fuerza en busca de algún olor que hubiese dejado. Sólo nueve meses después se mostró un poco menos salvaje. Aceptaba un bizcocho de la señora Singh y se le aproximaba cuando ella distribuía la leche. Se dejaba dar masajes muy frecuentes, para dar mayor agilidad a su cuerpo y a sus articulaciones, de modo que al cabo de tres años se encariñó tanto con esta señora que, en su ausencia, daba marcadas señales de aflicción. Erraba por el jardín, con un aspecto lamentable, aguardando el regreso de su protectora, a la que recibía saltando de júbilo y precipitándose a su encuentro. Tras diez meses en el convento, la motricidad de Kamala empezó a humanizarse: ya era capaz de tender la mano y asir un


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objeto. Después de un año, se mantuvo en pie por sí sola por primera vez. Pocos años después ya podía caminar erguida, como los seres humanos. Con el tiempo se hizo más dócil, su comportamiento se diversificó y fue capaz de realizar algunas tareas útiles, como vigilar bebés del orfanato, alimentar gallinas y espantar cuervos. Cuando murió, en 1929, ya podía hablar relativamente bien, con un vocabulario de unas cincuenta palabras. Curiosamente murió, como su hermana, de nefritis (enfermedad de los riñones) y un edema generalizado.

François Truffaut, en su película EL PEQUEÑO SALVAJE, narra con detalle otra historia no menos célebre, la de Victor de l’Aveyron. Este niño, capturado desnudo en 1797 en un bosque de Tarn, Francia, y luego hospedado en París, había vivido –en contraste con las dos hermanas-lobas–, en un aislamiento radical y total, sin ningún contacto íntimo con alguna otra especie. Abandonado muy pequeño en los bosques, tuvo que arreglárselas para sobrevivir. Cuando lo descubrieron no tenía noción de lenguaje; se expresaba mediante gruñidos. Se miraba en un espejo sin tener conciencia de que se veía a sí mismo. Era insensible al frío y al calor; podía rodar desnudo sobre la nieve con manifiesto placer. La llama de una vela sobre su piel lo dejaba indiferente; podía tomar con las manos, directamente del agua hirviendo, las papas, que le gustaban mucho; incluso, pese a que su piel era muy fina, podía asir tizones ardientes. Permanecía imperturbable cuando detrás de él alguien disparaba un fusil, pero en cambio reaccionaba al ruido de una nuez al cascarla. Este niño era estrictamente vegetariano y no comía más que bellotas, tubérculos y castañas crudas. Sólo le gustaba el agua, y mostraba el mayor desprecio por las golosinas, alcohol y especias. También era indiferente a malos olores. Victor podía permanecer largo rato sentado al lado de un estanque, con la mirada ausente, en profunda meditación. Por la noche salía para contemplar la luna durante horas y, a la

primera oportunidad, huía a los bosques circundantes. A veces lo encontraban una semana después, terriblemente sucio, desnudo, y con ojos en que brillaba una luz extraña. El doctor Jean Itard –interpretado en la película por el propio Truffaut–, pionero en la educación de niños con deficiencias mentales, estaba convencido de que el niño no era idiota y de que «el hombre no nace, sino que se hace». Se encargó de él y se dedicó, con la tenacidad de un bulldog, a reeducarlo y civilizarlo. Obtuvo resultados convincentes que agrandaron su reputación pero, a pesar de todos sus esfuerzos, el niño siguió siendo más o menos salvaje y mal socializado hasta su muerte, en 1828.

No es seguro que todas esas historias de niños salvajes sean auténticas. En efecto, salvo la de Victor de l’Aveyron, de Kaspar Hauser y de algunos otros casos relativamente recientes, esas historias a menudo están mal documentadas. Se puede creer que fueron fruto de imaginaciones fértiles. Pero incluso inventadas, nos permiten entrever los efectos psicológicos que la captura y el cautiverio pueden tener sobre los animales. En la mayor parte de las especies animales esos efectos son más difíciles de determinar, pues los animales no se expresan en nuestro lenguaje. El aburrimiento de un perro, la agresividad de un pájaro, el temor de un reptil, la depresión de un caballo o de un gato pasarán frecuentemente inadvertidos, aun si esos animales viven en grados variables una depresión similar a la de Amala, Kamala, Victor y los demás. El caso de esos niños también demuestra claramente que el desarrollo de un ser incluye un periodo crítico en el curso del cual se puede ejercer una influencia duradera sobre su identidad, carácter y comportamiento futuros. La fidelidad, devoción, apego y cariño que los animales domésticos parecen demostrarnos no tienen la nobleza que les atribuimos por simple antropomorfismo (tendencia a atribuir sentimientos, pensamientos y necesidades humanas a los animales). Esos sentimientos son resultado de la explotación de un mecanismo biológico presente en todos los animales, incluso en el ser humano. Al comienzo de la evolución hemos aprovechado inconscientemente ese mecanismo para, más adelante, practicar un eugenismo implacable.

A veces, los hombres prehistóricos llevaban a su campamento crías de animales huérfanas que habían encontrado al azar en su camino o que habían rescatado de una excursión de caza, después


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de haber matado a sus padres. Probablemente se los comían antes de partir rumbo a otra zona, pero también jugaban con los más comunicativos, pequeños, simpáticos y dóciles: los lobeznos. Las mujeres, conmovidas al verlos tan pequeños, amamantaban a algunos, como aún es frecuente en ciertas tribus primitivas. Se formaba así un apego recíproco, de modo que algunos animales se salvaban del caldero. El doctor Harald Traue, psicólogo alemán, ha explicado en parte las motivaciones profundas de esta desviación maternal:

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Hay una ley común a todos los animales, incluidos los seres humanos, que en alemán se llama Kindkinschema. Es el término científico que describe lo «similar a un niño». Las crías de los animales, como las de los seres humanos, tienen cabeza grande, ojos grandes y cuerpo pequeño, redondeado. Y si ven ustedes una forma como ésa en un animal o en un ser humano, sentirán instintivamente buenos sentimientos hacia él. Se sentirán como una madre. Es una ley biológica.

Si el lobo fue el primer animal que se dejó domesticar, es sin duda porque su comportamiento social se asemeja extrañamente al del ser humano. Como éste, vive en un grupo organizado a través de una jerarquía bien definida y muy compleja, con un jefe a la cabeza. Siente una necesidad innata, muy marcada e inalterable, de compañía, y su integración en un grupo cerrado, cualquiera que sea su número de individuos, es esencial para su bienestar. El lobo, como el hombre, es un animal gregario y actúa con los seres humanos –cuando se le ha domesticado y socializado correctamente– como si se encontrara en una manada de lobos. Por esa razón su descendiente, el perro, es, de todos los animales domésticos, el más fácil de educar. Sólo existe para complacer a su manada adoptiva y someterse a sus exigencias. Una vez que alguien ha penetrado en su corazón, le guarda una fidelidad ejemplar. Esos atributos innatos lo han salvado del encierro sistemático. Tan sólo en esta dinámica particular tiene interés esta relación, lo que explica, sin duda, que el perro se haya convertido en el mejor amigo del hombre. Éste nunca ha intentado eliminar esas características mediante una selección artificial; por el contrario, ha hecho todo por favorecerlas.


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EL HOMBRE Y EL LOBO HAN COMPARTIDO DURANTE MILLONES DE AÑOS EL MISMO NICHO ECOLÓGICO. AMBOS SE ALIMENTABAN DE CARROÑA. ESTA PROXIMIDAD, FAVORECIDA POR LAS LEYES DEL AZAR, SEGURAMENTE CONTRIBUYÓ A SU FATÍDICO ENCUENTRO. LLEGÓ A OCURRIR QUE LOS HOMBRES MATARAN A UNA LOBA Y SE LLEVARAN A SU CAMPAMENTO A LOS LOBEZNOS HUÉRFANOS. ESOS JÓVENES ANIMALES, COMO LOS NIÑOS SALVAJES, SE IDENTIFICABAN CON SU FAMILIA ADOPTIVA HASTA EL PUNTO DE CONSIDERARSE MIEMBROS DE ELLA. ES EL ORIGEN DE LOS PERROS El primer encuentro entre el hombre y el lobo ocurrió por lo menos hace cien mil años. Estudios recientes sobre las secuencias del ADN de lobos y perros lo han demostrado sin equívoco posible: el antepasado del perro es el lobo. Esas dos especies, hombre y lobo, han compartido durante millones de años el mismo nicho ecológico, y esta proximidad, favorecida por las leyes del azar, seguramente contribuyó a su fatídico encuentro. Ambos se alimentaban de carroña y, a veces, cuando tenían suerte, de alguna presa. Llegó a ocurrir que los hombres mataran a una loba y se llevaran a su campamento a los lobeznos huérfanos. Esos jóvenes animales, como los niños salvajes, rodeados en edad crítica por un mundo de seres humanos, se identificaban con su familia adoptiva hasta el punto de considerarse miembros de ella. Como practicaban modos de vida bastante similares, semejante transición fue muy fácil. Participaban en la vida social de la banda y la seguían libremente, sin trabas, en sus desplazamientos continuos. Esta relación simbiótica tomó forma por simple azar. Mucho más adelante esos nexos se harán más estrechos, y se impondrá un control mucho más estricto a las idas y venidas de esos animales. La domesticación comenzó realmente en esta etapa. Del comensalismo a la simbiosis social todavía más o menos natural, se pasó a la modificación planeada de las especies domesticadas. La palabra domesticar no sólo implica capturar y domar un ser salvaje, sino también su alteración morfológica y psicológica mediante cópulas o cruces selectivos. La palabra tiene, en su raíz, la idea de dominación. La domesticación se funda, sobre todo, en un afán de orden eugénico de intervenir en el destino de un ser vivo. Exige ejercer vigilancia y dominación casi totales sobre sus hechos y gestos. La domesticación, al parecer, comenzó con los animales por diversión a finales del último pe-

riodo glaciar, hace veinte mil años o más. Este periodo coincide con el fin del nomadismo y la aparición de habitaciones fijas, poblados y ciudades. La domesticación de animales para consumo humano y trabajo comenzó en gran escala en Medio Oriente con el nacimiento de la agricultura, hace ocho mil o diez mil años; luego se extendió con gran rapidez, como un incendio, por el mundo entero. La experiencia acumulada con los animales que compartían la vida de los primeros hombres permitió, indudablemente, adquirir cierta práctica que fue fácil aplicar a otras especies: caballo, jabalí, cabra y auroch, antepasado del buey, cuya especie hace mucho se extinguió.

Resulta sorprendente que, por medio de la selección de cuatro o cinco especies salvajes de cepa, hayamos logrado criar tantas variedades y colores de animales. Hoy se enumeran más de cuatrocientas razas de perros, cuarenta de gatos y centenares de vacas lecheras, gallinas, caballos, pájaros cantores, a los que se puede añadir una vasta gama de colores, tamaños, etcétera. No todos esos animales son híbridos incapaces de reproducirse, sino variedades de las mismas especies. El único verdadero híbrido es la mula, animal infecundo que resulta de cruzar asno y yegua. Todos los perros, desde el chihuahueño de tres kilos hasta el gran danés de cincuenta, son capaces –a pesar de ciertos problemas relacionados con su tamaño– de aparearse y engendrar vástagos fértiles. Por tanto, no hay cuatrocientas especies de perros: sólo hay una, con muy diversos aspectos, a partir de variedades de lobos que, antaño, poblaban distintas regiones del orbe. El creador de ese bestiario, dios y amo de todas esas creaciones artificiales contra natura, es el hombre. Los cambios de color en loros y canarios, el color del pelo de perros, gatos y caballos, la cresta de algunos canarios que les da un aire de punks, y las características tegumentarias y anatómicas de todas las razas de todas las especies resultan de cruces selectivos y repetidos entre individuos de la misma familia. No incluyo aquí el temperamento, porque en buena parte es determinado por la educación, aunque no se pueda negar la influencia del factor genético. Si se cruzan hermanos y hermanas, padres e hijas y madres e hijos, los rasgos deseados se manifiestan con mayor rapidez, al


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cabo de pocas generaciones, en un número cada vez mayor de vástagos. Esos rasgos acaban por fijarse en los genes y se reproducen con regularidad predecible. Esta clase de «cruce consanguíneo» es piedra angular de la domesticación. En efecto, la transformación de una especie sólo es posible gracias a lo que podría llamarse, ni más ni menos, incesto animal. Es así como se forma una raza. Hay que pagar un precio. No por nada en condiciones naturales ideales, el incesto es un tabú respetado por todas las especies. Hasta los simios, en general reconocidos por su promiscuidad, la respetan. Sólo en cautiverio se puede transgredir fácilmente esta prohibición. Por ejemplo, si entre una camada se escoge al más pequeño de los perritos y se le cruza con su madre, la siguiente camada contará con un número mayor de cachorros pequeños. Si se sigue haciendo esto durante varias generaciones, seleccionando siempre el mismo rasgo –en este caso, la pequeñez–, finalmente se llegará a producir perros de tamaño pequeño. Casi de la misma manera se procede con cada rasgo que se intente reproducir. Los perros «salchicha» de raza «pura», apareados entre sí, producen más perros «salchicha», etcétera. Sin embargo, un animal puede presentar características propias de su raza sin ser, no obstante, «puro». En los acoplamientos de animales de la misma raza, la «pureza» de los padres se mostrará en la calidad de los cachorros y en su semejanza con los ejemplares de su raza. Cuanto más próximos sean los individuos de la misma familia que se aparean, más pronto se obtendrán las cualidades deseadas. Una vez bien fijadas las características de una raza, es posible efectuar cruces entre distintas razas para obtener una mezcla de características deseables.

Santiago y su esposa María, amigos míos desde la niñez, vinieron a mi consulta con su joven perro Tough, un labrador color chocolate, de dieciocho meses, comprado a la edad de dos meses en una famosa perrera del norte de Montreal.

Tough –palabra inglesa que en español significa «duro»– tenía un pedigree sin par y sus antepasados eran todos de una verdadera línea de campeones, laureados con múltiples premios de exposición. Santiago y María habían deseado tener un perro fino, de buena calidad, y no repararon en gastos: pagaron mil cien dólares por Tough. El criador les había dado garantía de dos años, que cubría enfermedades frecuentes como los males degenerativos de los huesos. Las razones de su visita eran diversas. Desde hacía algunos meses, Tough se rascaba y lamía continuamente, y en los flancos y entre las patas tenía grandes zonas sin pelo. Sacudía la cabeza y se frotaba frecuentemente la cara contra el tapiz. También mostraba una cojera pronunciada en una de sus patas delanteras. Desde hacía dos semanas no comía bien y, para estimularle el apetito, sus dueños habían probado un régimen muy costoso recomendado por otro veterinario. Éste, al que habían consultado algunos meses antes por el problema de la piel de Tough, había prescrito cortisona y un champú para calmarle la comezón. Este tratamiento había sido eficaz pero, bajo sus efectos, Tough se había puesto a beber en exceso. Ya no se podía contener en la casa. Por la tarde, a su regreso del trabajo, sus amos encontraban charcos de orina por todo el piso. Desalentados, suspendieron el tratamiento y, casi inmediatamente, Tough empezó a rascarse nuevamente. Fue entonces cuando empezó a cojear. Lo primero que noté al verlo fue su apatía y falta de brío. En cuanto llegó a la sala de espera se acostó. También parecía muy temeroso. Acercándomele suavemente para no espantarlo, logré llevarlo a la sala de examen. Había allí otro perro en una perrera, que aullaba con insistencia, y muy cerca de la sala, en una jaula, unos gatos que maullaban continuamente. Mientras Santiago y yo colocábamos a Tough sobre la mesa de examen, el perro empezó a debatirse y a gruñir, espantado sin duda por la cacofonía reinante. María estaba nerviosa como el perro, y yo sentía que la situación podría deteriorarse rápidamente si yo no conservaba la calma. Para trabajar con seguridad, puse a Tough un bozal, que pareció calmarlo. Tenía las orejas llenas de costras y las zonas desnudas de su piel rojas y en carne viva. Su pelo estaba reseco y lleno de puntos blancos. Reaccionó vigorosamente a una presión ejercida sobre lo alto de su lomo y tuvimos que dominarlo con cierta energía. No sin dificultad tomé muestras de sangre, piel y pelo. Recomendé radiografías para el día siguiente y pedí a Santiago que me trajera una muestra de heces. No es fácil tomar una radiografía a un animal de ese tamaño y con semejante humor. Es absolutamente necesario anestesiarlo para obtener pruebas legibles. El temor que siente un animal ante


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todos esos procedimientos de diagnóstico no facilita el trabajo, y Tough era un animal particularmente temeroso. Yo me las arreglaba, en esos casos, para hacer entrar a mi «paciente» por la mañana y, en presencia de su amo, le administraba un anestésico de muy breve duración para que pudiese irse el mismo día, inmediatamente después de la intervención. Dos días después, Santiago y María volvieron a la clínica para ver los resultados. Había hecho mi diagnóstico y sabía qué esperar de su parte. Santiago parecía tranquilo y confiado, pero María estaba muy inquieta. Los invité a pasar a mi despacho y, todos juntos, empezamos por ver las radiografías. En una de las dos escápulas, en la punta del húmero, se veía claramente una lesión ósea, como un «cráter» en el hueso. A la altura del bacinete, las articulaciones de la cadera presentaban evidentes anomalías. La cavidad que recibe la cabeza del fémur (el hueso de la cadera que se articula con el bacinete) no era lo bastante profunda para mantener en su lugar esta parte del hueso, y del lado derecho había varias lesiones degenerativas del tejido óseo. Tough sufría no sólo de osteocondritis al nivel de la escápula, sino también de displasia en las caderas. Esto era lo que lo mantenía tan apático; el dolor debía ser insoportable. Esas dos enfermedades de los huesos son muy frecuentes entre perros grandes de raza pura, y mi pronóstico, en el caso de Tough, fue bastante triste. Los otros exámenes no eran concluyentes pero, con respecto a su problema de la piel, supuse que se trataba de una alergia. Serían necesarios otros exámenes para confirmar ese diagnóstico. Yo veía cómo la expresión de María iba descomponiéndose a medida que les daba las noticias. Acabó por echarse a llorar y Santiago me miraba, incrédulo, abrumado por la evidencia. Yo sabía que Tough estaba condenado, pero no deseando influir en ellos salí del despacho por algunos minutos. Cuando volví ya habían tomado su decisión: no deseaban conservar más a Tough en esas condiciones. Como los tratamientos parecían poco prometedores, Santiago y María habían decidido exigir la devolución del dinero, pues aún estaba en vigor la garantía del perro. Decidieron, pues, aplicarle la eutanasia. Salieron con la cabeza baja y, esa misma tarde, volvieron con Tough, al que dejaron en la clínica. Con Michelle, mi fiel ayudante, procedí a sacrificarlo. Resultó difícil pues Tough casi se había vuelto loco después de ver partir a sus amos. Tuve que darle un calmante antes de inyectarle, por vía intravenosa, una dosis mortal de pentotal, barbitúrico empleado a menudo para eutanasia de animales. Cayó sobre la mesa casi instantáneamente y murió en pocos segundos. Sus esfínteres se relajaron y la orina empezó a correr por el piso. Michelle había ido a buscar dos sacos de basura y en ellos metimos a Tough. El gran cuerpo inerte


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LOS CREADORES DEL SHAR-PEI, PERRO DE ORIGEN CHINO CONSIDERADO EL MÁS FEO DEL MUNDO, DEBIERON DARSE VUELO PARA SATISFACER CON ÉL SU AFICIÓN A LO MONSTRUOSO. ESTE ANIMAL, AL QUE RECUBRE UN EXCESO DE PIEL, DOBLE O TRIPLE DE LO NORMAL, Y QUE SE ASEMEJA A «UNA CAMA MAL HECHA», GUSTA A DERMATÓLOGOS Y OFTALMÓLOGOS VETERINARIOS QUE DIAGNOSTICAN, PARA EL MISMO ANIMAL, CASI TODAS LAS ENFERMEDADES QUE APARECEN EN LOS ANALES DE LA MEDICINA

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de ese «duro» –destinado, desde su nacimiento, a esa suerte– se deslizó hasta el fondo del saco, formando una bola ridículamente pequeña y blanda. Pesaba tanto que debí bajarlo al sótano arrastrando el saco por el suelo. Lo levantamos entre los dos para ponerlo en el congelador casi lleno. Al día siguiente, Michelle llamaría al destazador que iría a buscar a Tough y a los otros para reciclarlos. Su destino sería convertirse en alimento para animales y abono agrícola. Regresé a mi despacho y tomé el libro de Desmond Morris, THE ANIMAL CONTRACT, que estaba leyendo entonces. Después de lo que acababa de vivir, no pude simpatizar con un hombre de semejante reputación que escribe: «Los animales de pedigree irritan a algunos puritanos, pero, en realidad, esos animales son los más afortunados de todos nuestros compañeros de cuatro patas».

La historia de Tough es la de un enorme número de perros y gatos finos. No son tan afortunados como afirma Desmond Morris. Un animal que se pone de moda es, en realidad, objeto de reproducción intensiva que pronto causa su deterioro. No se salvan ni los perros corrientes. Ignorancia, falta de conocimientos técnicos, avidez, codicia, insensibilidad y normas uniformes destruyen, en pocos decenios, un patrimonio genético de numerosas razas de perros, gatos y pájaros. Selección de ejemplares fundada en la apariencia, cruces entre consanguíneos y reproducción intensiva llevan a acentuar tras pocas generaciones rasgos indeseables. Los ejemplares anormales, siempre que tengan las normas morfológicas establecidas para su raza, a menudo son destinados a la reproducción y transmiten sus defectos a centenas de ejemplares. Los casos de esterilidad, anomalías embrionarias y fetales como la hernia, testículos que no

bajan (criptorquídea), deficiencia y mal funcionamiento del sistema inmunitario, enfermedades cardiacas congénitas, huevos que no se abren, enfermedades óseas degenerativas como las de Tough, monstruosidades y aberraciones anatómicas, así como problemas psicológicos de origen genético, son muy abundantes entre las especies de animales de cría. Las consecuencias sobre la salud general y longevidad dependen de la naturaleza y la gravedad del mal. A veces se practican intervenciones quirúrgicas sobre ciertos animales para ocultar defectos visibles. Así se corregirán dientes mal colocados y mandíbulas largas o demasiado cortas, testículos retenidos, hernias abdominales e inguinales, así como rabos deformados. Habiendo recibido una apariencia normal, esos animales pueden servir de sementales. Se han descubierto exclusivamente entre perros –no hay ninguna estadística sobre otras especies– más de trescientas enfermedades congénitas; el costo de cuidados veterinarios relacionados con estas enfermedades en perros con pedigree se ha calculado, en Estados Unidos, en mil millones de dólares anuales. Un perro de cada cuatro es víctima de un problema genético grave que se resuelve con eutanasia. Varias de esas enfermedades, «vicios de estructura», son incurables y hacen sufrir, a veces silenciosamente, durante toda su vida, a un número desconocido de perros, finos o corrientes. Los amos de estos animales pueden gastar sumas considerables intentando curar enfermedades contra las cuales no existe ningún remedio eficaz. Sin otro recurso, aplican la eutanasia. No hay ningún control de calidad y los criadores, en general, se preocupan poco de ello. Las asociaciones entregan certificados de registro relacionados sólo con la apariencia, y las garantías que ofrecen los criadores no cubren todos los defectos ni las enfermedades más sutiles relacionadas con el sistema inmunitario. Además, cuando se manifiesta un problema, la garantía, en muchos casos, prescribió hace mucho tiempo. La compra de un animal pura sangre es, hoy, pues, sumamente arriesgada. Centenares de miles de clientes se dejan engañar por las apariencias, mientras lo esencial, invisible a simple vista, está viciado literalmente hasta el hueso. Así, el collie tiene, desde hace algún tiempo, el hocico mucho más largo y estrecho, y sus ojos son más pequeños. Cerca de setenta por ciento de ellos tiene problemas genéticos en los ojos, y el diez por ciento (nobleza obliga) se


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quedan ciegos. No menos frecuentes son las crisis de epilepsia y enfermedades de la piel. El labrador, la raza más popular en Estados Unidos, está expuesto al enanismo, problemas oculares, enfermedades en los huesos, hemofilia y alergias. El terrier escocés sufre una enfermedad genética que le impide caminar y ponerse de pie (Scotty cramps). En ciertos gatos, como el persa y el himalayo, se observan cada vez más problemas cardiacos (cardiomiopatía), así como en ciertas razas de perros como bóxer, dóberman y danés. Ciertas especies de dóberman tienen una sangre que no coagula (el mal de Van Willibrand), y es frecuente el disfuncionamiento de la glándula tiroides. La sobreproducción ha desnaturalizado a los perros de raza a tal grado que muchas razas ya no tienen nariz. Los labradores dorados y recientemente los de color chocolate, como Tough, muy escasos hace apenas medio siglo, sobrepasan hoy en popularidad al original, de color negro, pero ya no tienen la resistencia de antaño ni el olfato del buen perro de caza. Los setters, antes más pequeños y resistentes, ahora son mucho más grandes. Sus párpados caídos (ectropión) tienden a dejar entrar polvo y polen en los ojos, y su resistencia ha disminuido a causa de intensivos cruces selectivos que los han desnaturalizado por completo. Esos perros son tan estúpidos que «se pierden aunque uno los lleve de la correa». Varias razas presentan problemas de comportamiento, especialmente agresividad, cuyo origen genético a veces puede precisarse y atribuirse a un solo ejemplar, antepasado de una descendencia numerosa. El rottweiler, perro de combate célebre por su carácter dominante y agresivo, puede volverse dócil y cooperativo, mientras el golden retriever y el labrador, normalmente mansos, pueden ser sumamente agresivos. Las hembras de ciertas razas son emotivamente inestables y desequilibradas, casi locas, y los sabuesos sufren crisis de agresividad paroxística. Todas las combinaciones son posibles y el temperamento en esas condiciones a menudo es imprevisible. Huelga decir que esos niños sufren, pero su sufrimiento, frecuentemente silencioso, suele ser desconocido por sus amos.

La búsqueda de ciertos objetivos estéticos mediante selección artificial enferma a los animales. No tengo ningún rencor personal contra Desmond Morris, pero he de citarlo de nuevo para mostrar que hasta los más grandes e ilustres pueden decir cosas inexactas: Una de las críticas formuladas contra razas puras se refiere a la apariencia de los animales y a las aberraciones anatómicas resultantes de las transformaciones que sufren. Ahora bien, la situación no es tan terrible. Todos los criadores niegan su importancia. Si, por lo demás, algunos sufren, no serán los animales; antes bien, sus propietarios. Desde luego, hay razas con el lomo demasiado largo, ligero exceso de piel o cara demasiado plana, pero programas de selección muy rigurosos están corrigiendo esos problemas. Cualesquiera que sean las críticas, para los perros de hoy los beneficios compensan de sobra los inconvenientes, en realidad irrisorios, que sufren.

Pero, a pesar de las afirmaciones de Desmond Morris, existe un centenar de razas de perros y varias de gatos, peces, aves, conejos, caballos y otros animales, que son víctimas de rasgos anatómicos que hacen de sus vidas una verdadera pesadilla. Mirándolos, a veces es difícil reconocer sus ascendientes: hasta tal punto han sido deformados por la selección artificial y las manipulaciones genéticas. Cuanto más se aleja un animal doméstico de su antepasado de origen, más enfermizo fisiológica y psicológicamente se vuelve, y tanto más sufre. Los perros de orejas colgantes, por ejemplo los sabuesos, sufren casi todos de otitis crónicas dolorosas que, en casos graves, ocasionan calcificación y osificación del canal externo del pabellón (la parte exterior visible de la oreja). Los grandes perros pura sangre, como San Bernardo, danés, malamut, mastín o pastor de los Pirineos, tienen una masa corporal excesiva en proporción a la superficie de su cuerpo y, por consiguiente, presentan perturbaciones metabólicas más o menos graves que resultan, entre otras cosas, en hipoactividad e intolerancia al ejercicio. En esos perros la regulación térmica del cuerpo es deficiente y por ello acezan continuamente al menor esfuerzo. Estructura ósea, ligamentos, tendones y articulaciones de animales grandes no soportan bien las tensiones que causa el excesivo peso corporal, y son frecuentes las lesiones ortopédicas así como el deterioro prematuro de las articulaciones. La longevidad de las razas gigantes –se trate de un canario (Norwich), una cotorra (inglesa), un perro, un caballo, etcétera– es mucho más breve que la de los animales de tamaño normal. Cuanto más grande, popular y pura sangre sea un animal, en general vivirá menos. Pero no son los únicos que sufren. Los cuartos traseros de perros pequeños como el de agua, pomerania, shih-tzu o maltés están tan deformados que la rótula, el hueso de la rodilla, se sale de su articulación al menor movimiento falso. El pomerania, por


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ejemplo, perro de origen chino, debe tener las patas anteriores más pequeñas que las posteriores – es lo ideal– y deben curvarse hacia el exterior, de manera que tenga un paso similar al movimiento ondulatorio de un pez. Ese perro fue concebido para que cupiera bajo una mesa de té china, pero la arquitectura de su cuerpo es una aberración biológica que le causa malestar. Pasa lo mismo con los perros de patas demasiado cortas respecto del tronco (dachshund, basset). Tienen dificultades para desplazarse. La excesiva longitud del lomo los predispone a hernias discales. Esos perros «salchichas» llevan una vida que se parece a la de una foca sobre un banco de hielo. Ciertos animales se distinguen por características tegumentarias que podríamos llamar aberrantes y que hacen de su vida un verdadero suplicio. En la naturaleza no hay animales así, porque no podrían sobrevivir. Así, en ciertas razas el pelo tapa las orejas de los perros, predisponiéndolos a las otitis. El veterinario o peluquero los arranca, a veces con gran brutalidad. Las materias fecales se pegan al pelo formando tapones que dificultan la excreción o irritan la piel. En ocasiones, para limpiar ese lugar tan sensible (perineo) es necesario anestesiar al animal. El pelo obstruye permanentemente la vista de las mascotas hasta dejarlas casi ciegas. Entonces son muy frecuentes las infecciones crónicas en los ojos. Sin embargo, estos animales son muy apreciados por esas características, y sus amos se muestran renuentes a cortar el pelo alrededor de los ojos y quitarles todo lo que, según ellos, constituye el encanto de sus animales. Observemos, de paso, que la toilette es una operación estética en general penosa para los animales. Incluso a veces son lesionados por peluqueros torpes y rudos. Son frecuentes las laceraciones de piel y las quemaduras debidas a la navaja eléctrica. Por lo demás, desenredar vigorosamente el pelo con ayuda de un peine es algo verdaderamente doloroso. En el polo opuesto, perros, gatos y hasta conejillos de Indias son «desnudados» por puro capricho. El perro pelón de México, el chino con cresta y el gato-esfinge, víctimas de las taras que


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les infligimos, son verdaderos desastres genéticos y sufren grandes dificultades para mantener su temperatura corporal a un nivel aceptable. Sucede algo parecido con ciertas razas de perros que son preferidas porque recuerdan características que remiten a los niños. El pequinés es el apogeo del enanismo y la neotenia. Ese perro, de origen chino, existe desde hace por lo menos tres mil años, y al mirarlo se necesita una imaginación muy fértil para descubrir algún rastro de su antepasado el lobo. Ese perrito se ha vuelto muy popular desde que fue introducido en Europa en el siglo XIX. Sus grandes ojos exorbitados, lo pequeño y redondo de su cuerpo y cabeza, sus patas cortas casi invisibles en su pelo y su ladrido agudo conmueven a la gente y lo hacen irresistible. Los ojos saltones son de particular importancia: característica que también se encuentra presente en varias especies de peces, pájaros y gatos. Debe notarse que la mayor parte de los perros pequeños de raza pura, como el terrier, antaño eran temibles cazadores. Los habían criado para perseguir conejos, comadrejas y zorros hasta sus cubiles; son célebres por su fuerza de carácter, tenacidad y brío. El perro de aguas perseguía patos; para facilitarle nadar, se empezó a cortarle el pelo de una manera particular y el listón con que adornaban su cabeza permitía notarlo pronto entre los juncos. Esas razas ya existían en el siglo XVI. Pero terminaron por volverse frágiles objetos de lujo, bibelots vivos, fáciles de transportar y lo bastante pequeños, en ciertos casos, para llevarlos en un manguito. La dependencia total, cultivada minuciosamente, y las demostraciones de cariño desmesuradas, han convertido a esos perros en eternos niños hiperdomesticados, de docilidad y servilismo extremos.

En todas esas razas el pelo junto al rabillo de los ojos se mancha por las lágrimas que brotan anormalmente. Perritos dogos, pequineses, de aguas, y otros, se exponen, en ese lugar, a infecciones crónicas de la piel. Ojos sobreexpuestos y mal lubricados se secan e infectan con frecuencia.

Lo achatado de la nariz impide el derrame normal de secreciones oculares (lágrimas). Los huesos del cráneo en ciertas razas de perros pequeños, como el chihuahueño, no sueldan bien, y son frecuentes las anomalías del cerebro. Esos pequeños animales son, además, muy sensibles al frío; padecen temblores e hipoglucemia y tienden a ser hiperactivos. Para calentar a esos niños friolentos, sus amas les tejen cariñosamente prendas de lana. Perros y gatos pertenecientes a razas braquicéfalas (dogo, bulldog inglés, terrier de Boston, pequinés, persa, himalayo y otros), caracterizados por su cabeza aplastada y sus ojos saltones, tienen respiración difícil y hasta laboriosa, puesto que las estructuras anatómicas del cuello están deformadas por el refuerzo del cráneo. El paladar demasiado largo afecta y dificulta la respiración. Ciertos perros, al respirar, producen un ruido como de bandera que flota al viento. El hundimiento de tráquea y dificultades respiratorias son frecuentes. Por último, la rotación e imbricación de dientes originan dolorosos problemas dentales. Los creadores del shar-pei, perro de origen chino considerado el más feo del mundo, debieron darse vuelo para satisfacer con él su afición a lo monstruoso. Este animal, al que recubre un exceso de piel, doble o triple de lo normal, y que se asemeja a «una cama mal hecha», gusta a dermatólogos y oftalmólogos veterinarios que diagnostican, para el mismo animal, casi todas las enfermedades que aparecen en los anales de la medicina. La piel de ciertas razas es zona de siniestro, desastre cutáneo único en su género, llaga viva incurable. Los pliegues de la piel obstruyen la visión, frotan la superficie del ojo y lesionan la córnea, una de las partes más sensibles del cuerpo. Ahora bien, curiosamente varios grupos de activistas y zoófilos, y hasta una escuela de veterinaria, preocupados por el bienestar de los animales, han convertido a ese perro en su emblema. Otro monstruo, el bulldog inglés, está tan perjudicado por su propia anatomía que apenas puede respirar. Tolera muy mal el ejercicio y el calor, y se sabe que se le acaba el oxígeno cuando se pone nervioso, al punto de que algunas veces muere de asfixia. Ese perro está tan mal hecho que es incapaz de aparearse naturalmente. Hay que inseminarlo. La cabeza de los cachorros es tan grande que a la madre hay que practicarle cesárea. Cuando camina, el bulldog se parece a un gigantesco cangrejo que padeciera anquilosis crónica. Su esperanza de vida es de cinco a ocho años. Todos estos animales son los principales ganadores, los amos por excelencia de la teratogenia. Pero no son los únicos. De hecho, ese afán de manipular, alterar y dar forma a los niños que se desean, sin ninguna consideración por su bienestar, parece universal. De UN VETERINARIO ENCOLERIZADO. Fondo de Cultura Económica


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CUIDADO, EL REPARTIDOR DE PIZZAS ES UN INMIGRANTE Y ESTÁ FURIOSO Un periodista sudamericano consigue empleo como repartidor de pizzas a domicilio en Suiza. No habla alemán. No conoce las calles. Se pierde en su primer día. ¿Qué siente ese inmigrante cuando sabe que van a echarlo de su trabajo? ¿Acaso alguien tiene que pagar por eso?

un testimonio de sergio llerena


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ntre las herencias más gratas que me dejó mi padre está su insistencia en que yo aprendiera inglés. En su momento, cuando era un adolescente en el Perú, no encontraba mayor provecho en esa lengua salvo que podía entender las canciones de mis bandas favoritas. Pero ahora, como un inmigrante más en Suiza, estaba comunicándome en ese idioma con mi futuro jefe en la pizzería. Había acudido en busca de un empleo. –Yes, I can work full time. –Okay, then come tomorrow at five o’clock. Eso fue un lunes y al día siguiente, martes, estaba camino a mi primer día de trabajo. Durante el trayecto en el tranvía no podía dejar de observar mis manos. Las veía moverse, y en ese movimiento hallaba toda la esperanza de un futuro. Pensaba: tus manos atraviesan el espacio, idiota, nada puede ir mal; lo único que tienes que hacer es moverlas en lo que sea que te pidan hacer, ¿okay? Con esa reflexión estúpida llegué a la pizzería. Entré por la puerta trasera del negocio y pregunté por Rico, el

singular nombre de mi nuevo jefe. Un tipo gordo que tenía las manos llenas de harina me indicó el camino hacia una oficina. Caminé y pasé entre ollas, olores a pasta de tomate, y me sentí reducido. Había todo un mundo por descubrir detrás de una pizza y yo era apenas un ex periodista peruano que, seis meses después de mudarse a este país, aún estaba en busca de ganarme la vida. Mientras recorría el local, recordé todos los libros que había leído en mi vida, estúpidos libros en español que no decían un carajo sobre cómo enfrentar lo que venía. –Buenos días, ¿es usted Rico? Mi nombre es Sergio Llerena, vengo por el trabajo de delivery. Su sonrisa de gángster parecía un sí. Luego todo se aceleró y tenía al jefe ordenándome que

me pusiera una camiseta turquesa con el logo de la empresa. Luego, yo, para mis adentros: «Carajo, estas camisetas de mierda son enormes, seguro las hacen para que encajen hasta en el suizo más gordo». Pasé casi un minuto buscando una de mi talla. Quiero que en el trabajo vean que no tengo el porte mofletudo de un bueno para nada. A lo mejor si me ven alto y delgado intuyan que estoy para grandes cosas. Puras estupideces. Al instante, mi jefe ordenó velocidad. –Barre la pizzería ahora; luego, si ves un trasto sucio, lo lavas. Cuando el cocinero grite «¡Pizza!», corres y la partes en cuatro, ¿okay? La metes en su caja, señalas el nombre con un marcador, luego la pones bajo el horno para que no se enfríe, ¿okay? Impávido, mi rostro no decía nada. El jefe me auscultó. –Espera, ¿sabes doblar cajas? Sin una respuesta rápida, en mi cabeza había sólo esto: «Claro que no, estúpido». Pero sé cómo ordenar una pizza en impecable español, también sé hacer bromas que mis amigos celebran, y luego me dicen qué bacán, Sergio, estás locazo. Y yo me alegro, y me elevo y me muero de

risa. Y también tengo misterio. Soy un tipo muy interesante. Me lo han dicho varias veces. ¿Quieres que te cuente cuando era adolescente y veía al diablo frente a mi casa? Es una buena historia, tengo bastantes buenas historias. Y quizá esto que me está pasando ahora sea otra buena historia. Pero no, esto no me gusta. En verdad no me siento bien. Entonces reaccioné y acepté la realidad frente a mi jefe. –No, no sé doblar cajas. –Presta atención –me dijo él–: quiebras acá primero, presionas allá, luego dejas suelto acá. ¿Ves?, ahí está la caja. Luego barres todo, ¿okay? Luego me dejó y entró en su oficina. La caja y yo nos quedamos solos. Intenté volver en mí, miré mis manos y recordé: si las mueves haciendo lo que te dicen, nada puede ir mal, Sergio. Pero permanecí quieto, desamparado e inútil como nunca. La caja no conseguía armarse sola, mis manos no atinaban a hacer nada.


64_ DESEMPLEOS

Trabajé como periodista en Lima pero ahora soy un inmigrante en Zúrich, la capital del alumno más aplicado del Primer Mundo. Llevo seis meses aquí, y cuando miro el tiempo hacia atrás todas las cosas parecieran volverse rápidas como un elástico contra el rostro. Duele. Quiero pensar que tengo razones para sufrir más complicadas que las del simple latinoamericano que está lejos de su país, quizá por soberbia, pero más seguramente por un motivo: en la vida siempre pasé de largo, ajeno a misiones y responsabilidades, y cuando pienso en el fenómeno de los inmigrantes algo en mí se descompone. Yo que vine a este mundo de vacaciones no puedo asimilar la idea de ser la encarnación de una problemática global, no doy para tanto; la migración serán los otros: yo no. Pero ahora tengo

mo y piensa, idiota: ¿qué otra cosa sabes hacer? Contando que nadie paga por andar pensando estupideces, lo mío era un caso perdido. El dinero de mis ahorros con los que llegué del Perú se estaba acabando y todos los trabajos, hasta el más sencillo, demandaban saber alemán. Protestaba dentro de mí: Pero si uno no limpia inodoros en alemán. Tampoco se reparte volantes en esperanto o en lo que sea. Así estaba la situación. Como en una canción pesimista de Los Prisioneros, de pronto veía a centenares de suizos bailando alrededor de mí y, en un rincón, sobrando, yo miraba la fiesta de otros desde mi propio entierro. Molido, abrí una mañana un diario y encontré un anuncio: buscaban un repartidor de pizzas. No importa el idioma, decía. A lo mejor, me dije.

Días después, llegué a la pizzería para hacer el trabajo de delivery. Sería el pizza boy, según ese anuncio del diario. Pero ahora

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Había todo un mundo por descubrir detrás de una pizza y yo era apenas un ex periodista peruano que, seis meses después de mudarse a Suiza, aún estaba en busca de ganarme la vida. Mientras recorría la pizzería, recordé todos los libros que había leído en mi vida, estúpidos libros en español que no decían un carajo sobre cómo enfrentar lo que venía

que salir y poner el pecho: estás en Suiza, idiota, la gente te habla en una lengua que no entiendes, los amigos están lejos, la familia también; pero sobre todo tú estás lejos, lejos del Perú y lejos de ser quien siempre fuiste. Un día comencé a buscar un trabajo en este país y, de pronto, me vi a mí mismo inflamado de una repentina nostalgia por los cierres de edición, por las tazas de café, por el flaco menú en el comedor de un periódico del Perú. Escudriñé el mercado local de medios de comunicación a la caza de una plaza mínima: ¿cuánto pagarán en E L CHÉVERE (pasquín de mala muerte hecho por latinos)? ¿Habrá algo para mí en LA G OZADE RA (pasquín de peor muerte)? Nada, nichts, cero. Era mejor mirar hacia otro lado, a otra vaina, como se dice en el Perú. Olvídate del periodis-

me obligaban a barrer, armar trabajosas cajas, abrir enormes latas de pasta de tomate y batirlas con un cucharón como en la paila de una bruja. De repartir pizzas, nada. Si bien había visto los carritos de la pizzería estacionados afuera del local –unos Fiat pequeños pintados de un turquesa gritón–, me preguntaba si mi jefe había entendido que yo había venido para repartir pizzas. ¿Me entendió cuando se lo dije en inglés? En tanto, observaba al resto del personal del restaurante y a mi jefe de nuevo mientras ordenaba en alemán. ¿Qué dirá este idiota? A lo mejor: «Éste es el chico nuevo, viene del Perú, no habla alemán pero todos se van a portar bien con él. ¡Pobre del que lo moleste!». Pensé eso y un recuerdo de la infancia me tomó por entero. Luego me dije: no es posible que estés en la misma escena de cuando eras niño, puta madre, Sergio, el jefe es como cualquier imbécil, y tú debes ser menos que cualquier imbécil para él. Te lo apuesto. Cuando buscaba despejar las dudas sobre mi oficio, el jefe se me acercó.


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–Toma las llaves de tu carro, estás manejando el número treinta y siete. El próximo delivery lo haces tú. ¿Yo? No, están locos, yo no puedo salir, no, digo. ¿Tienen GPS? Las calles no las conozco, ni siquiera podría volver a mi casa a pie. En ese instante recordé la vez en que mi hermano mayor me dijo que yo tenía una buena estrella, que no era nada religioso lo de la buena estrella, sólo algo en la lógica del universo según la cual las cosas les salen bien a los hombres de bien. Gracias, brother. ¿Pero has visto el cielo de Zúrich? Es mentiroso, cuando parecen las ocho de la noche son las cinco de la tarde. ¿Has visto su luz cayendo horizontal en la mañana, alargando a los hombres como si fueran ahorcados? ¿Crees que en este cielo está mi buena estrella? Ya no tengo oportunidad, mejor voy y le digo al jefe de frente que no me acepte

fregar platos, barrer el polvo, quedarme aquí. «¡Sergio, pizza!», gritaron. Miré mis manos. Puta-de-su-madre, me lamenté. Pero el milagro llegó: un «¡Vamos, carajo!» de no sé dónde. Tenía en la sangre la adrenalina de un soldado en Normandía. Enfurecido, partí la pizza en cuatro, la metí en su caja, apunté con un plumón el nombre. ¿Dónde es la dirección? –Leutschenbachstrasse 45. La aspereza de ese nombre alemán sonó como el balazo que da inicio a la batalla. Vi el mapa, no entendí nada. A la mierda, a lo mejor malograré todo y el jefe finalmente me echará. A lo mejor deseo caer como un soldado extenuado en una guerra que no podré ganar.

El Fiat turquesa era pequeño y los asientos traseros habían sido arrancados para colocar allí un horno eléctrico que conservara la pizza caliente hasta su destino. Metí la pizza, cerré de golpe.

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Metí la pizza en el Fiat y cerré de golpe. Cuando me senté al volante abrí de nuevo el mapa. Fácil y envalentonado tracé mi camino: Voy por la calle Schaffhauser, luego llego a una que se llama Binzmühle, después a la derecha, después a la izquierda y ya está. ¡Vamos, carajo! Mis pies apretaron el acelerador y me sentí al mando de un Panzer alemán, esos tanques blindados y propicios para la guerra en este trabajo, que le voy a joder el negocio, que sus clientes van a llamar a quejarse porque la pizza nunca llegó. Mis manos seguían batiendo la pasta de tomate y yo, de nuevo, quería atravesar las cosas hasta que se hiciera tarde, hasta pasar de largo. ¿Y qué le digo al cliente? ¿Cómo se dice: «Lo siento mucho, entiendo que se encabrone porque a mí también me pasa cuando el inútil del delivery me lleva la pizza fría»? ¿Cómo lo digo? En el ventanal de la pizzería un letrero con la palabra offen se encendía y apagaba. Yo observaba la calle y me sentía un recluso a salvo. Podría pasarme la vida moviendo esta pasta de tomate; de tanto en tanto, le agregaría harina para espesarla y luego seguiría batiendo. A fin de mes me llegaría un cheque, quizá, pero yo seguiría batiendo, armando cajas, porque no está mal armar cajas,

Cuando me senté al volante abrí de nuevo el mapa, ubiqué el domicilio del cliente. Fácil y envalentonado tracé mi camino: voy por Schaffhauser, luego llego a una que se llama Binzmühle, después a la derecha, después a la izquierda y ya está. ¡Vamos, carajo! Mis pies apretaron el acelerador y me sentí al mando de un Panzer alemán, esos tanques blindados y propicios para la guerra. Ya en la calle, avanzaba pesado y rabioso. Comencé a jugar con las luces altas del automóvil. Las apuntaba como si fueran balas contra los transeúntes que ponían cara de espanto. En Lima solía detestar la barbarie del tráfico y gritaba: «¡Bestia, primero el ciudadano, después la máquina!». Pero ahora estaba convertido en la crueldad sobre las pistas de Zúrich. No importaba la pequeñez del Fiat y su color turquesa afeminado. Tampoco el polo que llevaba dibujada una pizza con rueditas. Comencé a tararear una terrible canción de black metal, algo sobre Satán y su legión victoriosa. Convertido en un hombre en llamas giré por las calles. Nunca cedí el paso.



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Por fin, me dije en una calle que parecía la indicada. Ésta debe ser. Doblé y una explanada de tierra oscura se extendió a lo largo como un manto fúnebre. Bajé del automóvil y, muy al fondo, divisé unas luces escondidas entre la niebla, tuve miedo, pero recordé cuando el protagonista de ROCKY IV le confiesa a su hijo que siempre tiene miedo antes de una pelea, aunque otra parte de él siempre le exige un round más. Espera, Sergio, tú no eres Rocky. Se supone que eres un soldado nazi montado en un Panzer. Pero ni siquiera eres eso. En verdad estás manejando un Fiat Panda color turquesa, y además estás perdido en Zúrich, idiota, sin poder entregar esa maldita pizza. Regresa al auto y revisa en el mapa lo que has hecho mal. Mi cabeza dejó el tarareo y me pregunté cómo era posible que un hombre pasara de la arrogancia al abandono así de fácil. Recordé a mi padre cayéndose y yo sin poder detenerlo. Una vieja historia. ¿Estoy pagando por eso? Mis dedos comenzaron a recorrer las páginas del mapa, mientras repetía el nombre de las calles como un niño que ensaya sus primeras palabras: Schaffhauser, Binzmühle, Schwamendingen… Okay, pero si estoy acá, ¿dónde está la pizzería? ¿Y por qué tengo al frente esta oscuridad que me quiere tragar? Como sea, tengo que dar vuelta porque aquí no es. Puse la primera y volví a atravesar las calles. Pensaba en la pizza y sentía que mi corazón se conectaba con ella como si se tratara de un ser vivo; la imaginaba dentro del horno y a mi corazón dentro del pecho: ambos a punto de congelarse. Había perdido la medida del tiempo cuando el timbre de mi celular sonó. Era el jefe. –¿Sergio, ya entregaste la pizza? –No…, creo que no ubico la calle aún. –¿Dónde estás? –Supongo que cerca, pero no sé dónde. –El cliente ha llamado y hace una hora que saliste de la pizzería. ¿Puedes encontrar la calle? –Sí puedo encontrarla, creo que estoy cerca.

–¿Pero dónde? –Frente a un edificio grande, dice «Sunrise» en lo alto. –Sí, estás al frente. Leutschenbachstrasse es la calle del frente. –Okay, ya lo tengo, voy entonces. –Okay, vuelves inmediatamente. El jefe colgó y yo decidí dar un último intento. ¿Habré entendido bien?, ¿dijo realmente al frente? La estúpida calle esa debe estar cerca, pero no la encuentro. No puede ser, carajo, yo vengo de Lima, que tiene ocho millones de habitantes y esta ciudad no tiene ni medio millón. He visto hambre, terroristas, secuestradores al paso, putas, proxenetas, pájaros fruteros. Hace un rato estaba molestando a los suizos con las luces de mi Panzer alemán y ahora quiero abandonar este Fiat turquesa en plena calle e irme corriendo. El celular timbra otra vez. –Sergio, ¿entregaste la pizza? –No, estoy perdido. –¿Perdido? Cogí vuelo. –Sí, estoy perdido. El jefe dijo algunas cosas en alemán. –Regresa a la pizzería –añadió luego. Encontré el camino de vuelta con dificultad, estacioné el automóvil y saqué la pizza del horno. Como esas viejas lastimeras de los velorios que abren el ataúd para ver al muerto, abrí la caja de la pizza y comprobé su evidente frialdad. El jefe me va a despedir –pensé–, me va a gritar. Pero luego me iré feliz a casa, lejos de estas calles de mierda, de este trabajo de mierda. Entré en la pizzería. –¿Qué pasó? –Lo siento, no encontré la calle, lo siento. El jefe me tomó por el hombro y abrió su sonrisa de gángster. –No te preocupes –me dijo con su tono de maleante–. ¡Que se jodan! Es tu primer día, llévate la pizza a casa. Mañana vuelves a las cinco, el trabajo es tuyo. Confundido, balbuceé palabras que no puedo recordar. De regreso a casa, sentado en el tranvía, con la pizza en mis piernas, pensé en mi jefe y en su insólita reacción. Me sentí timado de un modo imposible. A través de la ventana del vagón observaba las calles que horas antes había recorrido con desesperación. La ciudad parecía un ramo de flores carnívoras que me daba la bienvenida.

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Náufrago en Suiza



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Un niño de Nepal ha pasado siete meses recostado en un árbol y nadie lo ha visto comer ni ponerse de pie. De pronto, el lugar se convierte en un sitio de peregrinación. Los maestros budistas dicen que se trata de una reencarnación de Buda. ¿Qué puede enseñarle al mundo un adolescente que sólo quiere que nadie lo perturbe?

una crónica de george saunders traducción de david hidalgo ilustración de pando


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N MUCHACHO DE QUINCE AÑOS,

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en Nepal, había estado meditando supuestamente durante los últimos siete meses sin ingerir comida ni agua. El correo electrónico venía de mi editor en la revista GQ. ¿Me gustaría echar un vistazo? Me conecté a Internet. El nombre del chico era Ram Bahadur Bomjon. Estaba sentado sobre las raíces de un árbol enorme cerca de la frontera con la India. El sitio había sido recorrido por peregrinos, miles por semana, que lo llamaban «El nuevo Buda». Serpientes venenosas lo había mordido un par de veces, y en ambas ocasiones el muchacho había rechazado la medicina y se había curado a sí mismo a través de la meditación. Los escépticos decían que, durante las noches, lo alimentaban por detrás de una cortina, que su gurú se estaba construyendo un templo para sí mismo, que sus parientes se estaban construyendo una mansión, que los rebeldes maoístas, en tono de broma, se estaban recogiendo decenas de miles de dólares en donaciones. Le respondí a mi editor por correo electrónico: yo estaba muy ocupado, con las clases y todo, aparte de que se venía el receso de Navidad y no había ido

al gimnasio una sola vez en el último semestre, sumado a que sería genial empezar pronto a rendir mis impuestos. Luego nos embarcamos en el usual frenesí navideño, pero no pude sacarme a ese chico de la mente. En las fiestas, noté dos tipos de reacciones ante la siguiente afirmación: Oigan, he escuchado que este niño de Nepal ha estado meditando ininterrumpidamente en la selva durante los últimos siete meses sin comida ni agua. Un tipo de estadounidense –llamémosles los realistas– reaccionará contando un chiste de golosinas («Entonces se levanta y se da cuenta de que está sentado sobre un cerro de chocolates») y luego explicará que es físicamente imposible sobrevivir siquiera una semana sin comida ni agua, menos aún siete meses. Un segundo tipo –llamémosles los creyentes– dirán: «Guau, eso es sorprendente», desearán poder viajar a Nepal mañana, y luego se decantarán hacia una historia sobre un ser espiritual transparente que alguna vez apareció en el cobertizo de la piscina de un amigo con un mensaje sobre la paz mundial. Inténtelo: acérquese a la siguiente persona que vea y diga: Oye, he escuchado que este niño de Nepal ha estado meditando ininterrumpidamente en la selva durante los últimos siete meses sin comida ni agua. Vea lo que dicen. O dígaselo a sí mismo y vea qué se responde. Lo que yo dije fue: esto tengo que verlo. NO HAY UNA CANTIDAD DE ROLLOS CALIENTES QUE PUEDA DETENER MI MENTE DE MONO Las Aerolíneas Austriacas están llenas de rollos calientes [hot rolls]. Las azafatas vestidas de rojo los ofertan en inglés con el acento de muchas naciones, incluyendo –uno lo siente– los de naciones que ni siquiera han sido fundadas todavía: «¿Hod roolz?». «¿Hat rahls?». «¿Hoot Rowls?». El video de seguridad de vuelo es problemático: Es animado y muestra a un tipo de apariencia humana con lo que parece ser una cabeza sin piel y esquelética de muerto, quien se mueve para mirar con deseo a una mujer delgada y de apariencia humana que sigue mirando a lo lejos, asustada, mientras trata de meter sus largas piernas en alguna parte para que La Muerte no pueda verlas. Luego ella se desliza por el tobogán de emergencia, sosteniendo en brazos a un bebé hecho en un programa simulador, y La Muerte aún la persigue. Marinero de viejo estilo, mi compañero de asiento, un kosovar, me cuenta de un grupo paramilitar serbio llamado Mano Negra que dejó a uno



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NEPAL ES UN LUGAR TEMEROSO,ALAMBRADO, SUFRIENTE,Y HAY MIEDO DE QUE SE HUNDA EN LA GUERRA CIVIL. TODOS SABEN ACERCA DEL NIÑO QUE MEDITA, SIGUEN LAS NOTICIAS SOBRE ÉL CON AVIDEZ, CREEN QUE ESTÁ HACIENDO LO QUE LE HAN DICHO QUE HAGA Y LE DESEAN SUERTE. ELLOS LO SIENTEN COMO UNA ESPECIE DE SALVADOR, UNA NUEVA SOLUCIÓN RADICAL PARA PROBLEMAS ANTIGUOS ULCERANTES. AGOTADO EL PRAGMATISMO POLÍTICO, BUSCAN ALGO, CUALQUIER COSA QUE LOS SALVE de sus amigos de infancia en una ladera «cortado en pequeñas piezas». Durante la ocupación, dice, los serbios a menudo asesinaban niños enfrente de sus padres. Él es agradable, amable y se muestra conmovido por las cosas horribles que ha visto, y está agradecido de que, como ciudadano estadounidense, ya no tiene que preocuparse más por bebés asesinados o amigos descuartizados, excepto, al parecer, en su memoria, de manera constante. Al terminar su historia, se queda dormido. Pero yo no puedo. Estoy demasiado incómodo. Me desespera haberme comido dos rolloz durante la última Ronda de Rolloz, rolloz que parecen haber provocado que, al instante, mis pantalones estén más apretados. Ya he leído todos mis libros y revistas; ya me paré a mirar por la pequeña ventana del área de azafatas; ya felicité a una muy rubia por el excelente servicio de Aerolíneas Austriacas, lo que me atrajo una típica reacción austriaca: de inmediato ella pareció encontrarme reprochable y débil. Por el lado positivo, sólo faltan seis horas más en este vuelo, luego dos en el aeropuerto de Viena y un vuelo de ocho horas a Katmandú. Decido cerrar los ojos y sentarme inmóvil, para hacer que el tiempo pase. Alguien levanta la persiana de la ventana y, al sentir el cambio de luz sobre mis párpados, me lleno de curiosidad. ¿En realidad han levantado la persiana? ¿Quién? ¿Dios, quién fue? ¿Cómo eran? ¿Qué trataban de hacer al levantar la persiana? No quiero abrir los ojos y confirmar que de verdad una persiana ha sido levantada por alguien, con algún propósito. Entonces noto una zona adolorida en la punta de mi lengua y siento un fuerte deseo de interrumpir mi experimento para registrar la interesante observación en mi cuaderno de apuntes. Entonces empiezo a sentir un Síndrome de Pierna Cansada, Síndrome de Brazo Cansado e incluso un pequeño Síndrome de Cuello Cansado. Dios, estoy sediento. Hombre, es mi respiración que estará mal cuando este experimento termine. Siento una cascada de agua mentolada que fluye hacia mi boca, una cascada que no tiene que ser so-

licitada a la estricta azafata sino que viene sola, automáticamente, cuando aprieto en la consola superior un botón que dice Agua Mentolada. La mente es una máquina que pregunta con frecuencia: ¿qué preferiría? Cierre los ojos, no se mueva, y mire lo que su mente hace. Lo que hace es ponerse descontenta con Lo Que Es. Surge un deseo, usted satisface ese deseo y otro surge en su lugar. Este desear y volver a desear es un ciclo sin fin para lo que ya existe un nombre: samsara. Samsara está en el corazón del vasto carnaval humano: codicia, neurosis, ambición desmedida, adulterio, crímenes pasionales, el descuartizamiento mortal de un hombre en una ladera en nombre de «Una Nación más pura y por eso más perfecta». Y todo eso tiene lugar porque creemos que seremos felices una vez que nuestros deseos hayan sido satisfechos. Lo sé. Pero sigo lleno de deseos. Quiero que mis piernas dejen de dolerme. Quiero algo de beber. Incluso creo que quiero otro rollo caliente. Siete meses. ¿El chico ha estado ahí sentado durante siete meses? LLÉVENME AL PALACIO Y NO ABOFETEEN A ESA VACA Llegamos a Katmandú justo antes de la medianoche. La ciudad es una de las más oscuras que he visto nunca: no hay alumbrado público, no hay luces de neón, cada edificio está iluminado por uno o dos focos pequeños o una sola linterna de mano. Es como una ciudad medieval, que huele a humo, los edificios se inclinan sobre caminos estrechos e irregulares. Es como si el taxi hubiera sido transportado en el tiempo de vuelta a la era de los reyes y la suciedad, y nosotros estuviéramos caminando entre la suciedad hacia el palacio, que es el hotel Hyatt. Una vaca-come-basura aparece en nuestra mente. Pasamos por un solitario cajero automático ATM de luces verdosas que parece como si hubiera sido empujado desde el futuro. El lobby del Hyatt está vacío excepto por las hileras de estatuas de Buda: un laberinto sin visitantes. La encargada del centro de negocios no sólo ha oído sobre el niño sino que además opina que él está siendo devorado por serpientes. El veneno, dice, es leche para él. Voy a la cama, duermo el extraño sueño postviaje del que uno despierta inseguro de dónde o quién es. En la mañana, abro las cortinas y allí está Katmandú: una ciudad despanzurrada, donde banderas religiosas se extienden desde una torre excéntrica hasta una extraña galería para inclinar la aguja de los propósitos inciertos. Más allá de la Ciudad de Zeus: los Himalayas, puros, platónicamente blancos, el blanco que hubo antes de que todos los colores fueran inventados. En primer plano, la masiva piscina del Hyatt, seca y en mantenimiento, en medio de un campo de pasto seco y muerto, y una mujer


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que arregla el primer arbusto de una hilera sin fin, en una estampa que podría ser titulada: «La paciencia prevalecerá». Doy un paseo. El nivel del ruido, la energía y la suciedad de Katmandú hace que la zona más pobre de la ciudad más jodida de los Estados Unidos parezca plácida y urbanamente planificada. Un grupo de chicos en un campo lleno de basura, inexplicablemente, quita los desperdicios de lo que parece ser una porción de algodón dulce de color púrpura. El rostro de una mujer cuyo rostro ha sido quemado o arrancado me sobrepasa, llevando un pequeño recado, un recado que parte el corazón por la manera en que ella se conduce, que parece significar: ¡Estoy segura de que éste será un buen día! Hay un antiguo quiosco de Pepsi, que ahora está alambrado y ocupado por soldados nepaleses armados por los maoístas; hay una mesa de ping pong hecha con una pizarra y patas de ladrillo. Atravieso un mítico e inhóspito terreno vacío que he visto en sueños, un terreno rodeado por extrañas torres de ladrillo nepalés como un lago rodeado por precipicios, si el lago hubiera sido drenado y tuviera una ocupante que orina en el medio. Aparto mis ojos y veo a otra mujer, con un bebé, y unos dientes que sobresalen, aterradoramente, directo desde su boca, en dirección horizontal, como si sus encías se hubiera aflojado y ella hubiera inclinado sus dientes noventa grados hacia fuera. La mujer alarga una mano y sacude al bebé con la otra, como si dijera: «Este bebé, estos dientes, vamos, ¿cómo se supone que debemos vivir?». A un lado del camino hay un extraño agujero, como la excavación superficial de un sótano, lleno de hileras de bancos de madera en los cuales cientos de hombres polvorientos, mujeres y niños esperan algo con la triste paciencia de los animales. Es como una estación de ómnibus, pero sin camino a la vista. Muchos occidentales se apiñan cerca de una puerta, con apariencia atormentada, irritada, ya sea que admitan gente o no. Un hombre ciego es expulsado del terreno y se queda cerca de la puerta actuando como si nada, como si no acabaran de expulsarlo. ¿Qué pasa aquí? Trescientas personas en una especie de prisión al aire libre, y no se admiten ciegos. Voy hacia allá, camino entre la multitud, y acorralo a una agobiada mujer occidental que tiene muchas llagas en la boca.

–¿Qué es todo esto? –digo. –Sopa de pollo –responde. –¿Para…? –digo. –Cualquiera que la necesite –dice ella. Y hay demasiados que la necesitan: doscientas, trescientas personas por turno, dice ella, dos turnos al día, nunca un asiento vacío. Esto, pienso, explica la expulsión del hombre ciego: llegó demasiado tarde. La vida es sufrimiento, dijo Buda, con lo cual no quiso decir Cada momento de la vida es insoportable, sino más bien Toda felicidad/descanso/ satisfacción es pasajero; toda apariencia de permanencia es ilusoria. La mujer sin rostro, la mujer de dientes extraños, la multitud de personas viejas y polvorientas con bebés en sus rodillas, a la espera de comida, el hombre ciego de la puerta, todos fingen indiferencia: en Nepal, se me ocurre, la vida es sufrimiento, no hay nada esotérico en eso. Entonces, al final de un camino demasiado estrecho para un automóvil aparece la famosa Stupa de Buda: un monumento enorme, blanco, glacial, que se eleva sobre la circundante y polvorienta suciedad como si encarnara la Esperanza en sí misma. ¿QUÉ ES UNA STUPA Y POR QUÉ NECESITAMOS UNA? Una stupa es un instrumento enorme y tridimensional de oración budista, por lo general en forma de domo, que a menudo contiene alguna reliquia sagrada, un hueso o un mechón de cabello del Buda histórico. Esta stupa en particular ha ido creciendo durante varios siglos; algunos cálculos la fechan desde el año 500 de nuestra era. Está rodeada por una calle circular llena de peregrinos circundantes de todo Nepal, Tíbet, Bután, India: trajes rústicos en todos los tonos de púrpura, rojo y anaranjado; extraños piercings y peinados. Una tienda emite una versión del canto om mani padme hung una y otra vez, todo el día. Una mujer con un bocio del tamaño de una bola de boliche chismea con sus amigos. La stupa tiene varios niveles de terrazas; la gente circula en cada nivel; sombras de paloma atraviesan sobre múltiples superficies planas, junto a las sombras de miles de banderas de oración. Chicos descalzos arrastran cubos de cal amarillenta hacia el nivel superior y los arrojan sobre la superficie del domo, dejando irregulares rayos amarillentos. Los únicos sonidos son el canto de los pájaros y el ocasional toque de una campana y, a una gran distancia, una sierra eléctrica. Doy una vuelta tras otra mientras rezo por todos los que conozco. Para mí, el 2005 ha sido un año duro: un tío muy querido falleció, la casa de mis padres fue destruida por el huracán Katrina, un primo cariñoso se embarcó hacia Iraq, un accidente de automóvil dejó a mi hija adolescente sollozando a un lado del camino en una noche oscura y fría, me encontré amando a mi esposa de dieciocho años más de lo que nunca imaginé que un ser humano podía amar a otro, algo muy bueno, excepto porque implica un


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LAS VERSIONES EN INTERNET DICEN QUE POR LA NOCHE SE CORRE UNA CORTINA ALREDEDOR DEL NIÑO. SE PRESUME QUE ES LA MANERA EN QUE LO ALIMENTAN: POR LA NOCHE, TRAS LA CORTINA. EN LA PROYECCIÓN QUE HICE A PARTIR DE ESA INFORMACIÓN, EL LUGAR PARECE LA ÚNICA SEDE EXTERIOR DE GRAN CAPACIDAD CON LA QUE ME SIENTO FAMILIARIZADO: UN CONCIERTO DE ROCK CON EL NIÑO EN EL CENTRO DEL ESCENARIO aterrador inconveniente: la comprensión de que habrá un día en que todo termine. Hoy, en la stupa, se me ocurre que este temor de baja estofa constituye una definición decente y funcional de lo humano: un ser humano es alguien que, habiendo vivido un poco, se vuelve temeroso y, habiéndose vuelto temeroso, desea profundamente el fin de ese temor. Todo esto, la stupa, los millones de personas que la han circundado durante los cientos de años desde que fue construida (en tiempos de Shakespeare, mientras Washington estaba vivo, durante la Guerra Civil o cuando Glenn Miller hacía música), las tiendas, la iconografía, las estatuas, las pinturas tangka, los cantos, los cientos de miles de vidas humanas vividas en meditación, todo esto comenzó cuando un hombre caminó hacia los bosques, se sentó, y trató de poner fin a su miedo haciendo algo puramente interior: trabajar en su mente. Mientras me alejo de la stupa, un chico me lleva a rastras hacia una pequeña habitación cerca de la puerta principal. Adentro hay dos molinillos de oración. Él me enseña cómo hacerlos girar. Se recomienda darle tres vueltas para una bendición máxima. En una esquina se sienta un enano en traje de monje, rezando. –Lama –dice mi guía mientras pasamos por allí. A la segunda vuelta, señala una colección de imágenes de los grandes santos budistas, pegadas sobre una pequeña ventana. Aquí está el Dalái Lama. Aquí está Guru Rinpoche, el primero que trajo el budismo al Tíbet. Aquí está Bomjon, el chico que medita. La fotografía muestra a un niño de unos doce años: un muchachito gordo, calvo y sonriente, tímido pero orgulloso, como un pequeño jugador de la Liga Infantil de Béisbol, que en lugar de uniforme usa ropas de monje. –Bomjon –digo. –Eres brillante –dice mi guía. MAL Y EMPEORANDO De regreso al Hyatt, encontré a Subel, mi intérprete, un muchacho de veintitrés años, amable y bien informado, que parecía un Robert Downey Jr. nepalés.

Hicimos un aterrador recorrido por Katmandú en su motocicleta hacia una oscurecida agencia de viajes donde compramos un par de boletos de avión a la luz de las velas. Katmandú está bajo un programa llamado «Reducción de energía», que, en nombre de la conservación, corta la energía en distintas partes de la ciudad cada noche. El agente prepara nuestros boletos de un modo sacramental a la luz de tres velas rojas fijadas sobre hojas de papel periódico. Dada la situación política de Nepal, hay algo ominoso en la oscura agencia de viajes, una sensación de que algo inhóspito se aproxima. Durante diez años, hasta el 2005, más de diez mil nepalíes han muerto a causa de la guerra entre la monarquía y los maoístas. Desde el 2002, el nuevo rey ha cancelado la floreciente pero ineficaz democracia y ha recuperado todo el poder. Una semana antes de mi partida, él habrá arrestado a los líderes de la oposición, y en esos días ocurrirán los más serios ataques sobre Katmandú. Durante la cena, Subel me cuenta con los ojos llenos de lágrimas la historia de una mujer nepalí de veintinueve años que murió en un aeropuerto lejano, incapaz de llegar al hospital de Katmandú porque la ineficiente aerolínea había cancelado todos los vuelos de los tres días siguientes; me habla de la arrogancia de los soldados nepalíes que detuvieron a dos de sus amigos cantantes y los hicieron cantar por las calles mientras se reían de ellos. Él no quiere irse nunca de Nepal, afirma, a menos que al hacerlo pueda adquirir alguna habilidad útil y regresar para «hacer algunas diferencias». El país está temeroso, alambrado, sufriente, y hay miedo de una inminente explosión que podría convertir a un país catastróficamente pobre en un país catastróficamente pobre y en estado de guerra civil. En Katmandú parece que todos saben acerca del niño de medita, siguen las noticias sobre él con avidez, creen que él está haciendo lo que le han dicho que haga y le desean suerte. Ellos lo sienten –uno puede advertirlo– como una especie de salvador de lo interior, una nueva solución radical para problemas antiguos ulcerantes. Agotado el pragmatismo político, buscan algo, cualquier cosa que los salve. Un amigo de Subel dice que él espera que el niño que medita haga «algo bueno por este país», lo que significa, a mis oídos, algo bueno por este pobre, humillado país que yo quiero profundamente. PARA LLEGAR ALLÍ, SIGA EN DIRECCIÓN DE LOS POBRES A la mañana siguiente volamos hacia la villa sureña de Simra en un avión con apariencia de submarino, que tiene como visera de sol una pieza de


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periódico adherida al parabrisas. Los asientos son planos y forjados en metal, como sillas de jardín; el piso es de un metal abollado y no tiene tapete. Pasamos, con las justas, sobre unas granjas pequeñas que se asientan en la cima de unas montañas dramáticamente empinadas; son completamente extendidas y consisten en apenas una terraza verde cavada en una gris ladera. Desde Simra tomamos un jeep hasta Birgunj y pasamos una inquieta noche en un hotel gogoliano donde las luces del baño zumbaban incluso cuando estaban apagadas. Yo estaba perplejo por un misterioso panel de siete interruptores que nunca parecía controlar la misma luz dos veces. A la mañana siguiente salimos a ver al muchacho. Fuimos de vuelta a través de Simra en una miniván y luego, más allá, a través de un remolino de la más delirante pobreza: hay chicas que salen pesadamente de bosques profundos con montones de grandes hojas a sus espaldas para alimentar algún animal; una mujer se agacha para orinar a varios metros de un estanque lodoso donde otra mujer extrae agua; hombres machacan objetos de metal con otros objetos de metal; muchachos sucios son olfateados por perros sucios mientras perros y muchachos están parados en la basura. Después de un par de horas llegamos hasta un área de almacenamiento de gravilla marcada con paneles rojos de bienvenida. En un largo cartel –el único que he visto durante toda la mañana– un condón humanizado aconseja a una embelesada pareja joven mientras sale de la punta de su envoltorio: «Por favor, ¡disfruten el sexo seguro!». –¿Aquí es? –digo. –Aquí es –dice Subel. PERO AÚN NO ESTAMOS AHÍ Más allá del área de estacionamiento, el camino va a un solo carril y en doble sentido. Trato de tomar notas, pero la ruta está llena de baches. ¡CRWLFF! Escribo, ¿FHWUED? La selva se hace más densa; un lecho seco a la derecha desaparece entre los árboles. Al fin, llegamos a una especie de aldea pequeña de casuchas de madera cruda. Postales y fotografías enmarcadas y panfletos relaciona-

dos al niño están a la venta junto con flores y bufandas para ser presentadas como ofrendas. Dejamos la camioneta y caminamos a lo largo de un polvoriento sendero. La basura de los peregrinos llena las cunetas de ambos lados. Un televisor sobre una desvencijada mesa, al costado del camino, retumba con un video de Bollywood: una mujer es tan sexy que cautiva a un barco lleno de geniales marineros. En un momento crucial ella se cae de espaldas hacia una copa de té gigante ocasionando que un ciego pierda su atesorado saco de arpillera. Un kilómetro y medio más adelante, dejamos nuestros zapatos en una especie de Corral de Zapatos y tomamos un estrecho camino pulido por decenas de miles de pies peregrinos. El sendero atraviesa las raíces de un ficus enorme del que cuelgan fotografías del niño. Un cuarto de milla más y llegamos hasta una señal de tres postes escritos en nepalí, que exige silencio y prohíbe los flashes fotográficos, especialmente los que apuntan al niño que medita. Más allá de la señal, siete u ocho peregrinos recién llegados se detienen en la puerta de un cerco alambrado, estiran la cabeza para ver al chico mientras insertan billetes pequeños en una caja de madera para donaciones que cuelga del cerco. Aunque no puedo verlo desde este lugar, él está allí, exactamente en alguna parte, quizá a unos ciento cincuenta metros, justo en la cima de los árboles. Camino entre los peregrinos, hacia el cerco, y miro al interior. LO QUE ESPERO VER A PARTIR DE LO QUE HE LEÍDO Las versiones en Internet dicen que por la noche se corre una cortina alrededor del niño. Se presume que es la manera en que lo alimentan: por la noche, tras la cortina. Así que espero ver la cortina descorrida colgar de... ¿Qué? ¿El propio árbol? O quizá han construido alguna especie de estructura dentro del árbol: una habitación adyacente, una especie de camerino, un área donde sus seguidores esperan y guardan la comida que le pasan por la noche. En la proyección que hice a partir de esa información, el lugar parece la única sede exterior de gran capacidad con la que me siento familiarizado: un concierto de rock con el niño en el centro del escenario. UN LEVE REBOBINADO, Y LO QUE AHORA VEO Me escabullo entre los peregrinos, hacia el cerco, y miro al interior. La primera impresión es zoológica. Estás mirando dentro de un recinto. Dentro del Recinto hay docenas de pequeños ficus adornados con una asombrosa cantidad de banderas de oración (rojas, verdes, amarillas, muchas ya blanqueadas por el sol y la lluvia). Este recinto también tiene un sentido vagamente militar: algo construido recientemente y con prisa, con la seguridad como objetivo.


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ES DIFÍCIL DISTINGUIR DÓNDE TERMINA EL CUERPO DEL NIÑO Y DÓNDE COMIENZAN LAS RAÍCES DEL ÁRBOL DONDE MEDITA DESDE HACE SIETE MESES SIN PONERSE DE PIE. SU CABEZA NO SE MUEVE. SUS BRAZOS, SUS MANOS, NO SE MUEVEN. NADA SE MUEVE. SU PECHO NO SE CONTRAE O EXPANDE CUANDO RESPIRA. ¿EN VERDAD HA ESTADO SENTADO ASÍ DESDE MAYO DEL 2005? ¿DURANTE LOS BOMBARDEOS DE LONDRES, LOS BOMBARDEOS DE EL CAIRO, EL TERREMOTO EN CACHEMIRA? Examino el Recinto buscando Lo Que Está Encerrado. Nada. Miro más de cerca, me concentro en tres o cuatro de los árboles más grandes que, a diferencia de los más pequeños, tienen las raíces abundantes y características de los ficus. Esto también parece un zoológico: el examen, el reexamen, la súbita sensación de ¡Ah, allí está! Porque allí está. A esta distancia (unos sesenta metros), es difícil distinguir dónde termina el cuerpo del niño y dónde comienzan las raíces del árbol. Puedo advertir su cabello negro, un brazo, un hombro. Ahora el efecto es extrañamente parecido al de un orfanato. Estás echándole un vistazo a una antigua viñeta que algún día se volverá mítica pero que, por ahora, ocurre en tiempo real, a escala humana, mostrando todas las imperfecciones: pequeñas y descuidadas gotas de concreto en la base de los postes del cerco; una plataforma abandonada del tipo casa-en-el-árbol cerca del árbol del niño; una silla de plástico rojo a medio camino entre la cerca en la que estoy parado y una segunda cerca más interior. No hay ningún salón adyacente en el árbol. Ninguna cortina, ningún lugar para colgar una cortina, aunque hay una especie de manga de banderas de oración a unos tres metros por encima de la cabeza del niño, que podría ser bajada por la noche. No hay nadie dentro del Recinto además del niño. Y un joven monje parado cerca de la puerta. El corte de cabello del monje parece del estilo tazón. Él usa una toga que recuerda a San Francisco. Hay algo llamativo acerca del él, un extraño carisma e intensidad espiritual. Parece muy joven y muy viejo al mismo tiempo. Hay una impresión casi extraterrestre en las proporciones de su cabeza y el cuerpo, su postura y la calidad de su concentración, como la de un pájaro. Entre la puerta y el cerco interior hay un amplio camino polvoriento que conduce hacia donde el niño está sentado. Sólo a los dignatarios y periodistas les permiten ingresar en el Recinto. Subel, mi intérprete, me ha asegurado que podremos entrar. Me siento en un tronco. Lo que haré será que-

darme aquí durante una hora o más, recuperaré mis fuerzas, tomaré algunas notas sobre la distribución general del lugar y... –Está bien, hombre –dice Subel–. Entramos ahora. –¿Ahora? –digo. –Ah, si tú quieres entrar –dice Subel–, tiene que ser ahora. Significado: Ahora o nunca, pues hombre. La multitud parte. Un hombre de la aldea –el jefe de un comité formado para mantener el lugar y proporcionar seguridad al niño– abre la puerta. El joven monje me mira. No es exactamente suspicaz; protector quizá. Me hace sentir (o yo me hago sentir) que estoy molestando al niño por razones frívolas, la personificación de la trivialidad occidental, un representante de campo de la Sociedad Internacional de Fisgones de Viaje. Nos paramos a un lado, seguidos por un lama canoso que lleva una toga púrpura. El lama y el joven monje empiezan a bajar por un amplio sendero que conduce al cerco interior y que termina directamente enfrente, a unos quince metros de distancia del muchacho. Subel y yo seguimos. Mi boca está seca y tengo un súbito sentimiento de gratitud/reverencia/terror. Qué privilegio. Oh, Dios, de alguna manera he subestimado la gravedad de este lugar y este momento. Estoy potencialmente en un gran lugar religioso, en el tiempo original y mítico: en el pesebre de Cristo, digamos. No quiero ir a ningún otro lado, en verdad. Ahora estamos en la línea de observación del niño, nos acercamos rápido, caminamos directamente hacia él. Todo está más silencioso y tenso de lo que pude haber imaginado. Caminamos por la nave de una iglesia callada hacia un severo y juzgador sacerdote. Llegamos al cerco interior: tan rápido como a nadie se le ha permitido ir. A esta distancia puedo verlo de verdad. Su capacidad para permanecer inmóvil es sorprendente. Su cabeza no se mueve. Sus brazos, sus manos, no se mueven. Nada se mueve. Su pecho no se contrae o expande cuando respira. Podría estar muerto, podría estar tallado en la misma madera del árbol. Es más delgado que en las fotografías; es decir, su brazo expuesto es más delgado. Más delgado pero no escuálido. Aún tiene buen tono muscular. Hay polvo en todas partes. Su cabello polvoriento ha crecido hasta la punta de su nariz. Es como un casco. Usa una prenda marrón sin mangas. Sus manos están en uno de los mudras en los que las manos de Buda son representadas tradicionalmente. Es hermoso en grado absoluto: hermoso como


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parte central de esta viñeta intemporal semejante a un orfanato, hermoso en su devoción. Siento una punzada de algo por él. ¿Lealtad? ¿Pena? ¿Impulso de protección? Mis latidos se elevan hasta el techo. El lama canoso de mi derecha cae, hace tres rápidas venias: un signo budista de respeto, un modo de recordar, uno mismo, la iluminada naturaleza de todas las cosas, que se ejecuta en presencia de seres espiritualmente avanzados en quienes esta naturaleza iluminada es notoria de inmediato. El lama empieza a postrarse por segunda vez. Yo también, murmuro, y sigo bajando. Al caer, creo que veo moverse la mano del niño. ¿Me está señalando? ¿Reconoce en mí algo especial? ¿Ha estado esperándome de alguna manera? En medio de mi última postración, lo advierto: su mano no se movió, tonto. Fue una ilusión. Fue ego: ¿el muchacho no se mueve durante siete meses pero tiene que moverse cuando George llega, desde que George es George y siempre ha sido George, algo muy a lo George? Mi cara está enrojecida por las postraciones y el esfuerzo de autoflagelación neurótica. El lama canoso hace una caminata rápida: circunda al niño en el sentido del reloj por un sendero que discurre de este lado del cerco interior. El joven monje le dice algo a Subel, quien me cuenta que es tiempo de tomarme una fotografía. ¿Mi fotografía? Tengo una cámara pero no quiero arriesgarme a molestar al chico con el sonido del disparador digital. Además, no sé cómo apagar el flash, así que estaría, a corta distancia, tomando una fotografía con flash directamente en la línea de vista del niño, la única cosa explícitamente prohibida. –Tienes que –dice Subel–. Así es como ellos saben que eres periodista. Cierro mi libreta. ¿Tal vez podría tomar sólo algunas notas? –Son gente simple, hombre –dice–. Tienes que tomar una foto. Pongo la cámara en modo de video (que no incluye flash), paneo hacia atrás y hacia delante el recinto extrañamente hermoso, y enfoco al niño.

Una cosa es imaginar siete meses de inmovilidad, pero ver, en persona, al menos diez minutos de aquella inmovilidad total es sorprendente. Y pienso: ¿en verdad ha estado sentado así desde mayo de este año? ¿Mayo del 2005? ¿Durante los bombardeos de Londres, los bombardeos de El Cairo, el desenmascaramiento de Garganta Profunda, el huracán Katrina, la retirada israelí de Gaza, el juicio de Lynndie England, la soldado que torturó a los prisioneros en Iraq; el bombardeo de Bali; el terremoto en Cachemira; las revueltas de París; el campeonato mundial de los Medias Blancas; la huelga de los trabajadores de transporte de Nueva York pasando por cada pensamiento, compra y autorecriminación de toda la temporada navideña? De pronto, la pregunta de si él no está comiendo parece no venir al caso. El joven monje dice que, si queremos, también podemos dar una vuelta. Significado: el tiempo se acabó. Empezamos, el joven monje nos acompaña. Su nombre, afirma, es Prem. LO QUE APRENDEMOS DE PREM Prem creció con el niño; son primos lejanos, pero él considera que son «más amigos que parientes». Se hicieron monjes al mismo tiempo, justo después del cuarto grado. Un par de años antes viajaron juntos a Lumbini, el lugar donde nació Buda, para una ceremonia budista de diez días conducida por un renombrado maestro de Dehra Dun, India. Allí el niño fue invitado a emprender un retiro de tres años en el monasterio del lama. Pero después de un año, el niño dejó el monasterio –huyó es la palabra que usa Prem– con apenas la ropa que tenía puesta. Prem no sabe por qué. Nadie lo sabe. El niño volvió a casa por un poco tiempo y volvió a desaparecer, después de un sueño en el que un dios se le apareció y le dijo que si no se iba de casa moriría. Su consternada familia lo encontró bajo este árbol, casi mudo y negándose a comer. La familia y los comuneros estaban mortificados, avergonzados, le pidieron que se detuviera, se burlaron de él, lo molestaron con palillos, lo tentaron con comida, pero seguía rehusándose a comer. Después de tres meses de meditación, él llamó a Prem, le pidió que administrara el lugar y redujera el ruido. Prem es ahora su principal asistente, permanece aquí todos los días, desde muy temprano en la mañana hasta el atardecer. –¿Quién está en el Recinto con él durante la noche? –pregunto. –Nadie –dice Prem. Prem nos muestra un área dentro del cerco donde, a exigencia del niño, él realiza rituales budistas: una mesa de oración, tarros de incienso, textos. Fue justamente allí, nos dice, que la primera serpiente, arrastrándose al interior, se atascó bajo el cerco. Los monjes que asistían en ese momento no pudieron matarla por razones religiosas, y estuvieron luchando ineficientemente para liberarla. Al final, el niño se levantó de su meditación, caminó,


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UN DÍA EL NIÑO FUE INVITADO A EMPRENDER UN RETIRO DE TRES AÑOS EN UN MONASTERIO. DESPUÉS DE UN AÑO, DEJÓ ESE LUGAR CON APENAS LA ROPA QUE TENÍA PUESTA. SU AMIGO PREM NO SABE POR QUÉ. NADIE LO SABE. EL NIÑO VOLVIÓ A CASA POR UN TIEMPO Y VOLVIÓ A DESAPARECER. SU FAMILIA LO ENCONTRÓ BAJO ESTE ÁRBOL, CASI MUDO Y NEGÁNDOSE A COMER. ÉL LE PIDIÓ A PREM QUE ADMINISTRARA EL LUGAR Y REDUJERA EL RUIDO. LOS LAMAS MAYORES ESTÁN CELOSOS PORQUE NUNCA HAN ALCANZADO ESE NIVEL DE REALIZACIÓN y liberó a la serpiente. Apenas lo hizo, el animal arremetió y lo mordió. –¿Qué tipo de serpiente era? –le pregunto, tratando de ser periodístico. –Fue... una gran serpiente selvática –traduce Subel. –Ah –digo. Las serpientes, dice Prem, fueron «flechas» enviadas por lamas mayores que estaban celosos porque ellos han practicado durante todas sus vidas y nunca han alcanzado ese nivel de realización. Pregunto por la práctica de meditación del niño. ¿Qué hace exactamente? ¿Lo sabe Prem? Prem vacila y dice algo a Subel en voz baja. –Lo que él cree es que este chico es Dios –dice el intérprete. –Dios ha venido a la Tierra en la forma de este niño. Miro a Prem. Él me mira. En sus ojos veo que él sabe que esta declaración suena un poco absurda. Trato, con mis ojos, de comunicar mi aceptación básica de esa posibilidad. Nos tomamos un momento. ¿Alguna vez el niño se mueve o acomoda su postura? Prem sonríe por primera vez, incluso ríe. El sentido es éste: ja, muy gracioso, créeme, él nunca se mueve. La gente nos acusa todo el tiempo, dice. Ellos dicen: éste no es un niño, es una estatua, un tonto, algo hecho de arcilla. ¿Cómo era el niño como primo, como amigo? Un buen niño. Muy cariñoso. Nunca maldijo. No tomó alcohol ni comió carne. Prem siempre sonreirá primero, antes de hablar. UNA BREVE CONVERSACIÓN CON EL HOMBRE De regreso cerca del Corral de Zapatos, conversamos con el tipo de la villa. Parece cansado, agotado, conciente del hecho de que cualquiera con un mínimo sentido sospecharía que él y el comité son el centro de cualquier broma, ansioso por expresar tales preocupaciones de un modo honesto. Me re-

cuerda a uno de mis tíos fallecidos de Chicago, como si uno de mis tíos de Chicago de pronto empezara a descuidar todo en la vida para encargarse de un milagro. Su actitud parece ser: ¿Por qué debería mentir? ¿Tú crees que disfruto esto? ¿Quieres hacerte cargo? Hasta ahora, principios del 2006, el comité ha recolectado unos seis mil quinientos dólares en rupias, la moneda local. Una parte es usada para el mantenimiento del lugar y los pequeños salarios de dieciocho voluntarios; el resto es guardado en un banco para el niño. Se me ocurre algo: una cosa es que desde lejos se vislumbre a un intrigante y angurriento grupo de comuneros de una tierra lejana; pero cuando realmente llegas al lugar ves que en lugar de intrigantes ellos tenían vidas intactas y establecidas, vidas que no involucraban intrigas. Eran padres, esposos, abuelos, jardineros, comerciantes locales. Tenían reputaciones. Si alguien quisiera arriesgar estas vidas preexistentes (vidas que son, en este caso, pequeñas, empobrecidas, precarias), le tomaría un considerable nivel de premeditación, peligro y diabólica organización. Imagine la primera reunión: Ok, entonces lo que haremos será conseguir un niño para fingir que medita y no come, luego le pasaremos agua y comida a escondidas y lo haremos callar intencionalmente, y después de un buen tiempo –bingo– ¡tendremos seis mil dólares en el banco! ¿Todos de acuerdo? ¿Listos? ¡Vamos! BIENVENIDOS, BIENVENIDOS. POR FAVOR, SALGAN AL MISMO TIEMPO Después del almuerzo, camino a la villa del niño, cruzamos un lecho seco de gruesa arena gris, como cenizas cremadas, donde algunos hombres están perforando un pozo de agua. Cuando un cuento de hadas dice: «Él dejó su pueblo y se marchó en busca de fortuna», éste es el pueblo que tú podrías imaginar que el héroe abandona: un grupo de cabañas al costado de un camino polvoriento. Maíz y mostaza crecen en las laderas cercanas a una altura mayor a tu cabeza, los niños corren entre nubes polvorientas tras la miniván. La madre del niño está en casa, aunque parece infeliz de verme. Yo describiría su reacción como un gesto de dolor, si un gesto de dolor pudiera lograrse sin un cambio de expresión facial. Mientras Subel me presenta, ella sufre una especie de agarrotamiento corporal, luego coge tres vasos de una bandeja con los dedos de una sola mano y desaparece abruptamente dentro de la casa. Es demasiado, pienso.


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Pero entonces, una niña pequeña regresa con los tres vasos llenos de té. La madre se sienta y se somete a la tortura en nombre de la amabilidad. Es una mujer mayor, bella, lleva un aro en la nariz y responde mis preguntas sin siquiera mirarme una sola vez. Cuando el niño nació, no lloró como los otros bebés. En vez de eso, hizo un sonido diferente, un sonido que ella describe como un agudo alarido. Fue como si gritara, dice. Cuando era niño, era totalmente diferente de sus otros hijos. Era solitario y siempre estaba deambulando por su cuenta. Cuando la gente lo regañaba o trataba de asustarlo, él apenas sonreía. Cuando regresó del monasterio de la India, su forma de hablar había cambiado: cuando usaba frases cortas, todo estaba bien; pero cuando trataba de usar frases más largas se ponía ansioso y agitado y terminaba por decir tonterías; nadie podía comprenderlo. La madre pensó que quizá había caído sobre su hijo alguna clase de maldición del lama que él había abandonado. Ahora ella lo entiende: él estaba en medio de un cambio profundo. El principal problema en este punto, dice ella, es el ruido. Él no puede concentrase en su meditación. Incluso ellos han llegado a prohibir que un grupo venga al lugar, una secta conocida por hablar muy fuerte (Subel luego cuenta una calumnia común acerca de ese grupo: nunca puedes saber si se están riendo o están gritando de agonía). Todo esto ocurre por una razón, dice. Hay un Dios en él que lo ayuda a alimentarse a sí mismo. La mujer se sienta en silencio, llorosa. Varias moscas se posan en su cara mientras ella espera que esto termine. Me recuerda, por supuesto, a la Virgen María: una simple campesina, madre de un hijo que aparece en tiempo de crisis histórica representando la solución y la esperanza más allá de la política. Regresamos a la miniván seguidos por la bandada de niños que parecen polluelos que brotaran de un modo milagroso. Nuestro plan es regresar al hotel, descansar. Volver mañana, pasar la noche y ver si ocurre alguna especie de Comida Secreta.

Está nublado y empieza a hacer frío. Hay fuegos abiertos a lo largo del camino y los gobiernos locales distribuyen leña gratuitamente, preocupados de que la gente pueda congelarse hasta morir esta noche en el campo. Y muchos morirán. Durante esta noche, más de cien personas fallecerán a la intemperie a lo largo de la India, Nepal y Bangladesh, incluyendo un anciano de este distrito. Las temperaturas en Delhi alcanzan niveles tope de frío en más de setenta años. Y mañana en la noche, nos dice el chofer, se pondrá aún más frío. LA NOCHE MÁS LARGA DE LA HISTORIA. PARTE I: ESTO SERÁ GENIAL A la noche siguiente, el chofer nos deja en el Corral de Zapatos. Regresará mañana a las ocho de la noche. Cerca, hay una especie de carpa rudimentaria: cuatro árboles cortados en diez troncos, cubiertos con lo que parece un paracaídas. Es la tienda del comité, donde los miembros voluntarios permanecen durante la noche para mantener la seguridad. Pero esta noche no hay comité, sólo el hermano del niño y un amigo. Aunque no nos esperaban, no tienen objeción en que nos quedemos. Tres lamas del este de Nepal también estarán aquí, meditando toda la noche. ¿Necesitaremos tapetes? ¿Quiero dormir cerca de los lamas, allá abajo, cerca a la puerta o aquí arriba en la tiendas cerca del fuego? Dejamos nuestros zapatos en la tienda. Los lamas están sentados frente a la puerta en un solo tapete, tipo canoa. El hermano pone mi tapete a unos tres metros detrás de ellos y lo coloca con cuidado, de modo que la humedad de las hojas no caiga sobre mí. Prem se ha ido por esta noche. El hermano revisa el candado de la puerta. Sentado, puedo observar al niño; pero si levanto la cabeza sobre los monjes, puedo ver su árbol. Uso ropa interior térmica de manga larga, bajo un par de pantalones caqui, una camiseta térmica de manga larga, una chompa y un chaleco. Esto no será malo, pienso. Oscurece rápido. Una gran luna se levanta, casi llena. El hermano y su amigo bufan con enfado a uno y otro lado. Luego empiezan una revisión del perímetro con su linterna balanceándose en la oscuridad. Desde el interior del Recinto, o quizá desde el otro extremo del mismo, escucho lo que suena como una tos. El sonido viaja de una manera extraña. ¿Era el niño? ¿Acaba de toser el niño? Para anotar esta posible tos en mi libreta, he desarrollado un sistema: saco mi pequeña linterna, cubro la luz con mi mano, para no molestar al niño, escribo la hora y apunto. A las siete y veinte, extrañamente, suena la alarma de un vehículo. ¿Cuántos automóviles en el profundo campo de Nepal tienen alarmas? Suena y suena. Al final, cuando la alarma se traslada a un


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ESTÁ NUBLADO Y EMPIEZA A HACER FRÍO EN LA ALDEA DEL PEQUEÑO BUDA. HAY FUEGOS ABIERTOS A LO LARGO DEL CAMINO Y LOS GOBIERNOS LOCALES DISTRIBUYEN LEÑA GRATUITAMENTE, PREOCUPADOS DE QUE LA GENTE PUEDA CONGELARSE HASTA MORIR ESTA NOCHE EN EL CAMPO. Y MUCHOS MORIRÁN. DURANTE ESTA NOCHE, MÁS DE CIEN PERSONAS FALLECERÁN A LA INTEMPERIE A LO LARGO DE LA INDIA, NEPAL Y BANGLADESH. MAÑANA SE PONDRÁ AÚN MÁS FRÍO. Y EL NIÑO SEGUIRÁ AHÍ, VIVO Y SIN MOVERSE árbol distinto, caigo en la cuenta de que esa alarma es un ave. El-Pájaro-Alarma-de-Automóvil-del-Surde-Nepal mantiene su canto durante diez minutos, luego se calla durante el resto de la noche. En esta calma, incluso el más ligero cambio de postura es ensordecedor. Si se levanta una breve brisa, lo adviertes. Si es una gota de humedad, saltas. Así que cuando uno de los lamas se levanta y camina hacia el cerco es un gran acontecimiento. Los otros lamas susurran, señalan con agitación. El primer lama pasa detrás de mí, gesticula poniendo los dedos en su frente y sacando algo hacia fuera. No entiendo. ¿Le duele la cabeza? ¿Su cabeza está sudando de verdad? Me indica que vuelva con él. Pronto me siento en estilo canoa entre el Lama Uno y el Lama Dos. Puedo oír al Lama Uno murmurando mantras bajo su respiración. De pronto, voltea hacia mí, hace otra vez el gesto y señala hacia el Recinto. Ahora sí comprendo: el gesto significa, Mira, hay algo que emana de la frente del niño. ¿Lo veo? En verdad lo veo: intensos rayos azules y rojos (como bengalas) flotan esparciéndose sobre el lugar donde se sienta el niño, como si una imposible e iluminada corriente de aire los arrastrara hacia arriba. Qué diablos, pienso. Mi rostro se calienta. ¿Así es como luce un milagro, así se siente, en tiempo real? Cierro mis ojos, los abro. Las luces siguen flotando. Empieza un ruido, un golpear constante como un tambor que viene del interior del Recinto, como un latido del corazón increíblemente fuerte. Durante varios segundos en blanco, ocurre exactamente eso: luces flotantes de colores y el latido amplificado del niño. Miro con mis binoculares. Sí, chispas azules y rojas, y ahora, guau, verdes. Y anaranjadas. Luego, de súbito, todas son anaranjadas. Parecen, en verdad, carboncillos anaranjados. Como cenizas anaranjadas que flotan sobre el fuego. Una fogata, digo. Bajo los binoculares. A simple vista, las chispas no parecen venir del interior del Recinto, sino de más allá. Poco a poco, una

fogata se perfila sola a la distancia. El latido se hace sincopado. El latido viene de mi derecha y detrás de mí y es en verdad, ahora lo puedo decir, un tambor, de alguna villa metida en la selva. Me levanto, voy hacia la puerta. Eso, pienso, es una fogata. Nunca he visto, es cierto, carboncillos rojos/azules/verdes, pero aun así, eso es, estoy casi seguro, una fogata. Me avergüenzo con el niño por este variopinto, bullicioso y fácilmente excitable séquito. ¿Pero quizá, protesta una parte de mí, así es como debe ocurrir un milagro? Otra parte de mí contesta: tiene todas las características de una catequesis. Regreso al sitio que me asignaron, resuelvo ignorar todas las excitaciones futuras, y me limito a esperar. LA NOCHE MÁS LARGA DE LA HISTORIA. PARTE II: FRÍO, MÁS FRÍO, INSOPORTABLEMENTE FRÍO A las ocho y treinta saco mi sombrero de invierno y mis guantes de la mochila. De pronto, los lamas se levantan y salen en grupo. ¿A qué, pienso, le temen los lamas? ¿Soy más fuerte que los lamas? Al poco rato regresan cargados con colchones y gruesas bolsas de dormir y almohadas abultadas. ¿Por qué, pienso, los lamas están tan increíblemente bien preparados para lo que se perfila como una maldita noche fría? Subel, mi intérprete, regresa a la tienda del comité para sentarse cerca del fuego. Ahora sólo somos yo y los roncadores y gimientes lamas. Desde el lugar del que viene el repiqueteo, de pronto escucho que ladran docenas de perros. El toque de tambor se transforma en toques nativo estadounidenses del Viejo Oeste, como si lo que estuvieran haciendo en esa aldea fuera planear un ataque para invadir nuestro pequeño puesto fronterizo utilizando sus incansables perros ladradores. Luego los perros y los tambores de desvanecen y yo, aún despierto, caigo en un extraño y agotado sueño: el niño hinca en mi pecho un palillo hecho de fibras de madera, de modo que entra fácil y sin dolor. No vayas al corazón, dice. No entiendo. ¿Debo escribir sobre ti?, pregunto. Claro, dice, adelante, sólo cuenta la verdad, dudas, contradicciones y todo. No me importa. Pronto mis piernas y pies se congelan. Saco mis medias del bolsillo y me las pongo. El conjunto de chaleco y chompa mantiene mi torso caliente, pero mi cuello y mis piernas empiezan a tener problemas. Me coloco un par de sucios pantalones de entrenamiento alrededor del cuello, saco mi abrigo


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(una caparazón que se supone debe tener un forro de lana de oveja, que de alguna manera me he encargado de perder), lo coloco sobre mis piernas. Subel regresa del fuego y se tiende a mis espaldas para tratar de dormir. Me lo imagino allá atrás: sin medias, apenas una camisa de franela y un ligero cortavientos. Tengo una manta de emergencia en mi mochila, una cosa muy delgada en una caja de cartón. Se la lanzo, él la desenrolla y esa acción parece durar horas: lo más ruidoso que he escuchado nunca. –¿Hago mucho ruido? –pregunta con dulzura. A las diez y treinta está dormido. Me desvanezco rápido. Los perros suenan distantes, como gansos. El tamborilero parece cansado. Trato de sentir al niño sentado allí y no puedo. ¿Cómo lo haces?, pienso. Olvidemos lo de la comida. ¿Cómo puedes estar sentado durante tanto tiempo? La espalda me duele, las piernas me duelen, las profundas ulceraciones en mi trasero parecen alcanzar la condición de daño permanente. A las diez y cincuenta y ocho un avión pasa sobre nuestras cabezas, camino a Katmandú. A las once y cinco, me quito del cuello los sucios pantalones de entrenamiento y me los pongo encima de mis pantalones caquis. Luego me pongo el abrigo caparazón, muy ajustado por lo estrecho. Meto bien mi mentón para que ninguna parte de mi cara esté expuesta. En un rapto de felicidad recuerdo que hay otros dos pares de pantalones sucios en mi mochila. Los coloco como mantas sobre mis piernas y pies. ¿Qué más tengo? Dos pares de calzoncillos sucios que casi considero ponerme en la cabeza. A eso de las once y veinte puedo ver mi respiración. Incluso con las medias, mis pies se congelan. Me quedo sentado. Cualquier movimiento puede causar un aumento del frío, y cualquier incremento del frío es, a estas alturas, inaceptable. Recuerdo cierto movimiento de yoga que implica ajustar el recto hasta lograr un hormigueo caliente que sube por la espina dorsal y lo hago y se siente mejor, pero no lo suficiente como para justificar la agotadora flexión rectal. A las once y cincuenta y cinco, dormido, me concentro en el sonido de una voz de mujer, posiblemente mi es-

posa, que grita mi nombre desde la tienda del comité. El tiempo pasa lentamente. Espero y espero para ver mi reloj. Pasan tres horas, lentas, tortuosas horas. Ahora son las tres de la mañana, calculo. Excelente: pronto llegará el preamanecer, luego el amanecer, luego la miniván, el hotel, los Estados Unidos. Como un trato especial, me permito mirar el reloj. Son las doce y diez. Quince minutos –¿quince minutos?– han pasado desde que mi esposa gritó mi nombre. ¡Maldición, mierda! Me encuentro en la extraña situación de estar molesto con el Tiempo. Subel se mueve, se levanta, dice que regresará a la tienda: sus pies están demasiado fríos. Saco mi linterna y escribo con cuidado: Si esto se pone más frío estoy jodido. Y se pone más frío. Así que no hago ningún esfuerzo por permanecer despierto o, ja, ja, meditar: sólo trato de no enloquecer, porque si enloquezco y me pierdo en la oscuridad nepalí, seguirá haciendo frío y me quedarán unas ocho horas de espera (¿ocho horas? ¡Dios!) antes de que regrese la miniván. A las doce y quince, el tiempo se detiene oficialmente. Mi actual postura (sentado con las piernas cruzadas) se vuelve insostenible. No puedo hacer nada. Me derrumbo hacia un costado. Esto invalidará toda la idea de: «Quédese toda la noche, confirme que no hay una Comida Nocturna». A la mierda con eso, pienso, háganse un banquete, no me importa. El piso es duro y frío bajo el delgado colchón. Envuelvo los pantalones sucios alrededor de mis congelados pies. Los tambores empiezan de nuevo, acompañados por el inexplicable aroma de goma quemada. ¿Por qué goma quemada? No tengo idea. Empieza a llover. Decir que me quedé dormido sería inexacto. Más fue como un desmayo: imprevisto, involuntario, incontenible. Me quedé fuera, por completo, como un mendigo sobre el que ha explotado un cesto de ropa. Yo definiría la calidad de mi sueño como: aterrado/desafiante. Pienso dormido: ¡hipotermia! Hubo gente que murió aquí anoche, gente que probablemente estaba envuelta en mantas. Es probable que más gente esté muriendo ahora mismo. Esto es serio, trata de despertar, en serio. No despertaré, no, me respondo a mí mismo. Porque si me despierto, volveré a donde estaba antes, atrapado en esa interminable y congelante tormenta nocturna. Pero al final me despierto, con sobresalto, temblando, más frío de lo que he estado nunca en mi vida. Trato a duras penas de volver a mi posición inicial, encuentro mi linterna y miro la hora, aturdido. Es la una y veinte. He dormido una hora. Mierda, mierda, mierda, la noche es joven todavía. Empieza a llover más fuerte. La linterna hace un pequeño silbido y


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DOS MESES DESPUÉS DE VOLVER A LOS ESTADOS UNIDOS, EL NIÑO BUDA DESAPARECIÓ DE PRONTO. YA NO ESTÁ MÁS ALLÍ. POCO DESPUÉS, UNA CADENA DE NOTICIAS INFORMÓ QUE ÉL HABÍA REAPARECIDO BREVEMENTE PARA TENER UNA REUNIÓN SECRETA CON EL PRESIDENTE DEL COMITÉ DE LA ALDEA. DIJO QUE SE IBA A OCULTAR Y QUE APARECERÍA OTRA VEZ EN SEIS AÑOS. CITARON ESTAS PALABRAS SUYAS: «ME VOY PORQUE NO HAY PAZ AQUÍ. DÍGANLE A MIS PADRES QUE NO SE PREOCUPEN» se apaga. Quizá, se me ocurre, sea la manera que el niño tiene de decir: Apaguen la luz. Al ver en la oscuridad, pienso: ¿todavía aquí? ¿Has pasado a través de todo esto, y mucho más, demasiadas noches intolerables antes de que yo siquiera supiera que existías? ¿Si la Serpiente Uno te mordió una noche como ésta, la escuchaste venir? ¿Has pensado en salir corriendo, gritar, llamar a tu madre? Un pobre niño está sentado en la oscuridad, completamente solo. Esta noche, sin embargo, nadie parece tener el menor interés en alimentarlo. Algo poderoso empieza a revelárseme. Nadie ha entrado en el Recinto en toda la noche. Después de un par de chequeos que ocurrieron más temprano, el hermano y su amigo corrieron a refugiarse en la tienda del comité. La única entrada, la puerta del frente, ha estado cerrada desde que llegamos. El hecho de que Los-Que-Tienen-Permiso-ParaQuedarse (esta noche, sólo el hermano y su amigo) nos dejen pasar la noche sin mayores noticias rebate la existencia de un «plan de alimentación secreta», porque cualquier plan de ese tipo dispuesto a merced de los intrusos, por ejemplo, tendría que abortar cada vez que alguien apareciera para pasar la noche. En teoría, podrían pasar días seguidos, incluso semanas en las que sería imposible ejecutar el ardid de la comida. Un zalamero e inquieto Abogado del Diablo llega a mi mente. Vamos, piensa con agresividad, dice. No seas idiota. ¿Hay alguna posibilidad de que ellos estén pasándole comida a escondidas? En teoría, respondo, podrían estar escondiendo la comida en los árboles y pasándola por sobre el cerco desde un punto lejano a la puerta. ¿Podría una persona saltar el cerco sin hacer el menor ruido? No lo creo, digo. Puedo oír cada vez que alguien sale de la tienda, incluso para orinar. Y de otro lado: ¿cómo es que un precoz monje hiperreligioso, que sueña con un dios que le dice que huya de casa, se convierte en un niño complaciente y acepta comida y agua a escondidas cuando, en público, ha renunciado a ambas cosas? Buen punto, dice el Abogado del Diablo.

No parece cierto, digo. No, no parece, dice el Abogado del Diablo, y se desvanece. LA NOCHE MÁS LARGA DE LA HISTORIA. PARTE III: UNA PLÁTICA LOCA MIENTRAS MI ENERGÍA CAE A NIVELES ESCABROSOS Ninguna luz aparece a la distancia como señal del amanecer, nada en absoluto. Sólo parece que oscurece cada vez más. Estoy temblando, desesperado por el paraíso que representa esa triste y grisácea miniván. Pondría mis pies encima del asiento, el conductor habrá puesto el calor al máximo. Nos detendríamos a tomar té. Derramaría el té sobre mis tres pares de pantalones congelados. Alucino una flor de Georgia O’Keeffe que se abre y se cierra a una velocidad ultralenta mientras cambia de color. Camino cuesta abajo hasta alguna cueva sagrada, parte de una hilera de cantores Hombres Santos Occidentales. Uno de los Hombres Santos lanza una profunda pregunta zen que yo respondo con una cómica voz mediante un chiste sobre tirarse pedos. Una grabación de risas suena en mi mente. Los Hombres Santos no están complacidos. El niño interviene: Ésa es su manera de ser profundo, dice, déjenlo en paz. –Estoy tan cansado –dice el Abogado del Diablo, que ha regresado. –Oh, Dios, yo también, digo. Al final, me relajo para ponerme cómodo y esto parece ayudar. Es algo extraño, quedarse toda la noche en medio de la selva para ver si un adolescente se anota un tanto mediante la comida. El dolor que tengo en cada uno de mis sentidos me tiene un poco mareado. Estar más que cansado, más frío que lo frío, completamente despojado de control, como me encuentro, tiene el efecto de esclarecer la mente. ¿Conoces esa sensación al final del día, cuando la ansiedad de esoque-debí-hacer se desvanece y quizá por primera vez ese día ves con algo de claridad a la gente que amas y los modos en que, durante ese día, los has ignorado al dejarlos para volver a lo que estabas haciendo, sacando cosas un tanto hirientes, proyectando, en lugar del amor que realmente sientes, una suerte de actitud defensiva y de autoprotección o sospecha? ¿Ese momento en que piensas, oh, Dios, qué he hecho con este día? ¿Y qué estoy haciendo con mi vida? ¿Y cuándo debo cambiar para evitar los catastróficos arrepentimientos al final de mi vida? Siento eso ahora: cansado del Yo que siempre he sido, cansado de cometer siempre los mismos errores, tropezando continuamente con los mismos pequeños excesos del ego, dejando atraparme en los mismos enredos de la ansiedad y el resentimiento. Al final de mi vida, sé que no desearé


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haberme quedado más, haber sido menos efusivo, haber soportado más ceremonias, perdonado menos, ignorado más los secretos deseos y temores de la gente alrededor. ¿Entonces qué me impide salirme de mi habitual miseria? Mi mente, mi limitada mente. La historia de la vida es la historia de la misma mente básica replanteando los mismos problemas en los mismos ya desacreditados modos. El primer asunto de la agenda: alimente la trampa. Trabaje lo suficiente para alimentar la trampa. Habiendo alimentado la trampa, evacúe, orine, prepárese de nuevo para alimentar la trampa. Porque es su trampa, defiéndala a cualquier precio. Debido a que nosotros mismos nos sentimos primero y fundamentalmente seres físicos, lo físico llega a dominarnos: tíos muy queridos mueren, parientes son desplazados, primos van a la guerra, hijos sufren desgracias, el amor se convierte en una trampa. A medida que llegues más hondo, más dolerá salir. El desastre (enfermedad, muerte, pérdida) está garantizado y de hecho ya está en camino, y cuando llega, duele e incluso puede llegar a destruirnos. Luchamos contra eso haciéndonos menos vulnerables, manejando lo físico, haciéndonos más ricos, montando mayores redes de seguridad, automóviles más seguros, mejores medicinas. Pero nada parece suficiente. ¿Qué tal si este niño está librando esta pelea de una manera nueva, luchando contra esquemas cerebrales forjados durante miles de años? ¿Y qué tal si él es el primero de una nueva especie –o la más reciente manifestación de una especie que aparece ocasionalmente– enviada para mostrarnos algo nuevo sobre nosotros mismos, una nueva manera en que nuestras mentes y cuerpos pueden funcionar? ¿Podría ser? ¿Podría? Parte de mí quisiera saltar el cerco exterior, saltar el cerco interior, sentarse rodilla a rodilla con él, exigir saber qué diablos está pasando. Me levanto, pero sólo para ir a orinar. Está tan oscuro que no podría decir cuándo me salí del camino. Hay tenues formas en el suelo, pero no puedo decir si son agujeros, arbustos o sombras. Pienso en las serpientes. Pienso: tráiganlas. Luego pienso: oh, no, no, no las traigan. Trato de meterme lo suficiente en el bosque para que mañana nadie se despierte en medio de mis orines.

Cuando lo hago, parecen las cataratas del Niágara, tan ruidosas que el niño debe escucharlas, si en verdad aún escucha las cosas. Lo siento, lo siento, pienso, en verdad tenía que hacerlo. Levanto la mirada hacia el vasto cielo nepalí. La noche, concluyo, es algo muy extenso. ¿Estará sufriendo él allí adentro tanto como yo estoy sufriendo aquí afuera?, me pregunto. Si es así, lo que está haciendo es una monumental y demente hazaña de la voluntad. Si no, es algo aún más extraño. LA NOCHE MÁS LARGA DE LA HISTORIA. PARTE IV: NO MUERO Horas después, en un momento que (en la calidad de luz, una ligera variación en el sonido ambiental) se siente como el Comienzo del Comienzo de la Mañana, las luces de colores aparecen de nuevo. Me abro paso hacia el cerco tratando de no pisar a ninguno de los lamas que duermen. Diseminadas en el patio interior del recinto hay miles de brillantes motas plateadas como copos de nieve. Practico una prueba desarrollada en mis días ácidos: ¿las motas también están en mis manos? Están. ¿Son visibles cuando cierro los ojos? Lo son. Entonces son una ilusión óptica, una como no tuve nunca antes o siquiera escuché que alguien tuviera. Las luces se hacen blancas, luego anaranjadas. Definitivamente anaranjadas. Comparo a la vista esta nueva masa de luz anaranjada con la masa de luz anaranjada que sé es el fuego tras la tienda del comité. De nuevo compruebo que el milagro es una fogata. Y aun así. Y aun así. Tras un indefinible periodo de tiempo durante el cual el tiempo sigue sin pasar, se hace más claro. El grupo de lamas se levanta, consulta con brevedad, y se marcha para otra ronda ritual de buenos días. Voy hacia la cerca. Sale el sol. El niño es descubierto, sentado, todavía sentado, exactamente en la misma posición que cuando lo vi por última vez, a la puesta de sol. ¿Cómo aguantas, pienso, con ese traje delgado y sin mangas? Toda la noche descubierto en pleno frío, sin tapete alguno sobre el suelo frío, en posición de loto: sin abrigo, ni guantes, ni medias, ni esperanza en un rescate madrugador. Parece imposible que no esté muerto. Parece hecho de piedra, inmóvil por completo, tan impermeable a la noche como el árbol del que parece formar parte. ¿Puedo ver su aliento? No puedo. ¿Su pecho se contrae y expande? No, nada que yo pueda ver. Debido a que esta noche fue dura para mí, parte de mí espera que haya sido dura para él y no se sorprendería si él se pusiera de pie y dijera que renuncia. Pero luego recuerdo que él ya ha pasado unas doscientas noches allá afuera.


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Le doy lo que sé será mi último vistazo, esperando no estoy seguro qué. Alguna señal de que está vivo, de que él tiene las mismas limitaciones físicas que yo: un cambio de postura, un carraspeo de garganta, una respiración cansada. Nada. Siento, para decirlo con gravedad, la monumental distancia entre sus habilidades y las mías. Los peregrinos empiezan a llegar. Se paran por el cerco, boquiabiertos de admiración, se salen del camino circular, hablan fuerte, especulan sobre qué estará haciendo él y por qué lo hace. Al poco rato empieza un nuevo día. Me reencuentro con Subel en la Tienda del Comité. –Te saludo –dice él. –Te saludo –digo. Ambos estamos en un estado de paranoia debido a la falta de sueño. Se nos ha ocurrido a cada cual que el niño debe estar muerto o en coma. Cuando anoche Subel trajo esto a colación ante la fogata, la única explicación del hermano fue que como el niño se sienta ligeramente inclinado hacia delante, si muere, caerá de bruces. Subel me pregunta cuánto tiempo toma para que un cuerpo se descomponga. Tratamos de recordar: ¿no nos dijo Prem que cada mañana acude a la cuneta y la revisa para asegurarse de que el niño aún respira? Estamos relativamente seguros de que lo dijo. La familia, me cuenta Subel, desesperada por demostrar que esto es real, está furiosa con las autoridades del Gobierno y con la prensa porque no preparan las pruebas científicas adecuadas. Ellos no harán nada para ayudarlo; su única condición es que el niño no sea tocado, debido a que esto interferiría con su meditación. Experimentamos el profundo placer de colocarnos los zapatos otra vez. Nos detenemos en una de las cabañas para tomar té. Tomamos desayuno en otra. Hemos escapado del niño, de su ascetismo, como turistas culpables que descienden por cuenta propia de vuelta al delirio físico, al reino donde cualquier incomodidad es inmediatamente calculada. Regresamos hacia Birgunj. Subel está pensativo: llegó a este lugar dudando sobre ese muchacho, dice, pero ahora piensa que hay algo allí, el chico parece tener cierto poder... Una niebla mañanera lo cubre todo. En el tráfico pesado, sentimos muchas ruidosas llamadas. Aun así, poco después nos quedamos dormidos.

De regreso en el hotel, bajo cada frazada que encuentro, incluyendo la reclamada manta de emergencia, duermo toda la tarde un profundo y empapado sueño: más flores de O’Keeffe; más mensajes secretos del niño; y, al final, una serie de imágenes tipo tangka increíblemente detalladas, en rojos y amarillos, formados por sí solos para ubicarse de derecha a izquierda. Los diseños son intrincados, codificados, aterradores en su complejidad, llenos de amor y desafío y aguda inteligencia, hermosos y originales en formas que nunca habría creído posible si no los hubiera visto justo frente a mí, con mis propios ojos. EPÍLOGO: DONDE QUIERA QUE ESTÉS, DESEO QUE TE ENCUENTRES BIEN Dos meses después, el 11 de marzo del 2006, recibí un correo electrónico de Subel: «Algo muy malo ha ocurrido. El niño Buda desapareció de pronto anoche. Ya no está más allí. Hay tantas informaciones e historias, pero ninguna es cierta. Puede que haya marchado a otro lugar, pero nadie lo sabe. El Comité no tiene idea de dónde pudo haberse ido. Ellos han negado la posibilidad de que lo hayan secuestrado. Todos, incluso la Policía y el gobierno local, están buscando al niño». Me siento algo abrumado por esto. Se me ocurre que he desarrollado una fe en ese niño, una confianza en que dentro de algunos años él habrá terminado su reposo y entonces podré regresar a Nepal y preguntarle qué aprendió, qué debo hacer yo, qué debemos hacer todos a partir de lo que él ha aprendido. En la semana siguiente, más rumores: el cerco fue cortado. Sus ropas fueron dejadas bajo el árbol. Un grupo de aldeanos lo vio mientras caminaba lentamente hacia la selva. El chico volteó, juntó sus manos en señal de agradecimiento y continuó su camino. Cientos de personas lo estaban buscando pero no habían encontrado nada en absoluto. Entonces, el 20 de marzo, la cadena de televisión BBC informó que el niño había reaparecido brevemente para tener una reunión secreta con el presidente del comité de la aldea. Dijo que se iba a ocultar y que aparecería otra vez en seis años. Pidió que los monjes efectuaran rezos de purificación durante sus meditaciones. Citaron estas palabras suyas: «Me voy porque no hay paz aquí. Díganle a mis padres que no se preocupen». Así que es un misterio, incluso uno mayor que antes, cuando ya era terriblemente misterioso. Lo imagino en la noche de su escape, abriéndose camino en el bosque a la luz de la luna, caminando débilmente tras meses de ayuno y sedentarismo, los ojos abiertos por primera vez desde mayo del año anterior. El mundo, el hermoso mundo, se escapa por delante y él lo ve de un modo que no podemos imaginar. Ha llegado tan lejos y está desesperado por llegar a alguna parte más allá del alcance del mundo para poder terminar lo que ha empezado. No ha comido en meses y está hambriento.


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ntra en el café, elige una mesa oscura del fondo y se sienta a leer un diario. Su nombre completo es José García Juárez, aunque hace unos años era conocido como Elegante. Ése era su apodo, el que otros habían elegido para él, y así lo llamábamos el día en que mató a su padre. El dueño del café, un valenciano de Poble Sec que no habla catalán, se acerca a tomarle el pedido. Durante unos segundos, Elegante despega los ojos del diario. No revisa la carta que le ha entregado el dueño –una hoja de papel A4 forrada en plástico y escrita a mano por ambas caras–. Más bien, le dice algo, unas pocas palabras. El valenciano grita: –Un té con leche y un bocadillo de calamares, caliente.

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A esta hora de la mañana casi no hay clientes en el café. La gente que suele venir por aquí –burócratas, repartidores de Correos, los borrachos de Paral·lel de toda la vida– toma su segundo desayuno pasadas las once. Ahora no son ni las nueve, pero al dueño le encanta abrir temprano. Dice que el olor a café recién hecho, a pan fresco, a tortilla de patatas, atrae a los paseantes. Es difícil que este local pueda oler a todo eso. Desde que abre hasta que cierra las puertas, el valenciano se dedica básicamente a fumar, al igual que su mujer, que es la que lleva la caja. De tres a cuatro paquetes de cigarrillos diarios entre los dos. Y si llega la hija, cinco o seis. –¿Ya está? –me apura el dueño acercándose a la ventana sin marco que conecta el salón con la cocina. Recoge el pedido y enrumba hacia donde está sentado Elegante. En el trayecto coge una azucarera de vidrio estratégicamente semivacía y un servilletero con dos servilletas.


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Avanza rápido entre las mesas sin derramar una sola gota del vaso repleto de té con leche. Un cigarrillo cuelga de la comisura de sus labios; es increíble la agilidad que conserva el valenciano a sus setenta y tantos años. Elegante lo ayuda a acomodar las cosas. Coloca el periódico a un lado, el plato con el bocadillo al otro y el vaso lo más lejos posible. Luce casi idéntico que hace once años. No sólo su misma cara flaca, su misma nariz de púa y su pelo negrísimo peinado con la raya al costado; también su misma ropa: camisa clara de un solo tono, pantalones azules de lanilla, zapatos negros de punta ancha con pasadores. Y, sobre todo, la misma parsimonia en cada uno de sus actos. Como si pensara tres veces antes de hacer cada cosa. Tal vez lo único que le ha cambiado un poco es la mirada, ahora menos intensa bajo unos anteojos más gruesos; le debe de haber aumentado la miopía. En los tiempos en que José García Juárez era llamado Elegante, cargaba siempre un libro en la mano. Recuerdo dos: uno de Voltaire y otro pequeño, de hojas amarillentas dobladas por las puntas, El Diccionario DEl Diablo. Yo ahora trabajo de cocinero en este café y puedo observarlo sin que él se dé cuenta. Ha vuelto a concentrarse en el diario. De vez en cuando levanta el bocadillo y le da un pequeño mordisco. Mastica lentamente. Luego toma un sorbo del vaso y traga todo junto, bocado y líquido. Le decíamos Elegante precisamente por eso, por su elegancia para hacer las cosas. Su elegancia al comer, en su vestimenta, al caminar, el tono con el que hablaba y las palabras que elegía al hacerlo. No importaba quién estuviese conversando con él, jamás levantaba la voz y era muy raro que soltara una palabrota. Además hablaba en difícil. No es que utilizara palabras rebuscadas, sino que las ordenaba de tal manera que era complicado seguirle la corriente. Una vez lo escuché decir algo así como que era necesario desarrollar otra gramática para nuestros quehaceres más cotidianos. Al frente tenía un auditorio pa-

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tibulario, maleantes que de cada tres palabras que pronunciaban una era conchatumadre. Y sin embargo él en ningún momento varió el tono ni rebajó la densidad de sus palabras, como si estuviese en una convención de presuntuosos maestros de secundaria. Y cuando se dirigían a él, guardaba silencio y asentía con la cabeza, mirando fijamente a los ojos de su interlocutor, como señal de que de verdad lo estaba escuchando. Y a todos trataba siempre de usted. Llegan más clientes. Son dos, probablemente vendedores o visitadores médicos por los portafolios que apoyan sobre sus piernas, como si los abrazaran. No son caras conocidas, de modo que por un día el valenciano puede sentirse contento: la costumbre de abrir temprano le ha traído hoy tres nuevos clientes. –Dos bocadillos de jamón, unas bravas y dos cafés –grita desde la mesa de los vendedores. Se le ilumina la cara. Acaba de encender su tercer cigarrillo del día. –Las bravas con alioli –añade. Conocí a Elegante hace unos veinte años, en Lima, aunque en ese tiempo nadie habría imaginado que algún día le dirían Elegante. Por aquel entonces, él mismo había elegido su sobrenombre, o chapa, como llamábamos a los apodos dentro del partido. Cuando Elegante llegó, yo llevaba dos años de militante en el Por, Partido Obrero Revolucionario. Mi gran misión consistía en conducir el Volvo granate de un dirigente que había salido elegido diputado en el Congreso. Yo era su chofer, o perdón, su compañero de transporte. El día en que conocí a Elegante, curiosamente él estaba discutiendo acerca de su sobrenombre partidario. En el local del Por había un pequeño patio interior que usábamos como comedor a la hora del almuerzo. Nos teníamos que sentar por turnos, porque no había suficientes mesas para los treinta y pico que llegábamos a comer allí cada mediodía. Yo estaba esperando el segundo turno cuando escuché que alguien le decía a Elegante:


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­ Oiga, compañero, ¿por qué ha elegido el nombre – de un animal para su chapa? Le pedimos un poco más de seriedad, compañero. Elegante no sonrió. Ni siquiera hizo un gesto que pudiese incomodar al hombre que lo interrogaba. Sólo dijo: –Le sugiero revisar la historia revolucionaria de este país, compañero. Como nadie pareció entender lo que había querido decir, otro que comía a su lado se animó a terciar, aunque no sin cierta ironía:

n los tiempos en que José García Juárez era llamado Elegante cargaba siempre un libro en la mano. Recuerdo dos: uno de Voltaire y otro pequeño, de hojas amarillentas dobladas por las puntas, El Diccionario DEl Diablo. Yo ahora trabajo de cocinero en este café y puedo observarlo sin que él se dé cuenta ­ A ver, compañero Del-fín, explíquese. – Varios rieron. –Delfín –dijo finalmente Elegante– es el nombre de una leyenda del anarquismo peruano. A mí ese nombre me honra, y espero llevarlo siempre. No lo dijo con arrogancia. Al contrario, pareció que se disculpaba por tener que explicar algo que para él resultaba obvio. Después de aquella vez, yo sentía que algunos esperaban que llegara Elegante –es decir, el compañero Delfín– para sentarse a comer a su lado. Yo era uno de ellos, y hasta trataba de memorizar alguna de sus frases, aunque sólo fuese para repetírmela después y descifrar su significado. Solían preguntarle muchas cosas, pero casi nunca sobre ideología, porque para eso estaban los compañeros de doctrina. Con todo, él prefería a veces no responder. Decía: antes déjeme investigar, compañero, porque ya sabe lo que decía el camarada Mao: quien no investiga no tiene derecho a opinar.

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Mi apodo partidario sí que era horrible: Ilich. Ya podría haberlo olvidado si no fuese porque en cierta ocasión Elegante hizo un comentario acerca de los apodos en los partidos de izquierda. Dijo que había que castellanizar la lucha revolucionaria. No todos pueden ser nombres rusos, dijo, refiriéndose a la mayoría de sobrenombres que elegían los militantes del POR: Vladimiro, Josif, Catarina, León, Iskra. No sé si los demás, pero yo sentí mucha vergüenza. Ahora el valenciano se ha acercado a la mesa de Elegante. Todavía no ha terminado de comer. El vaso de té con leche se ve casi lleno, y del bocadillo no ha comido ni la mitad, pero parece que está pidiendo la cuenta. Sí, se levanta de la silla, sacude las migas de su camisa, se reacomoda los anteojos y deja un solo billete sobre la mesa. Es bastante más de lo que debería pagar: una buena propina para el dueño y medio bocadillo de calamares que guardaré para mi desayuno.

Ha regresado. No lo había visto en once años y en un solo día lo estoy viendo dos veces, a miles de kilómetros de Lima. Barcelona ya no es lo que era. Barrios como el Poble Sec se han llenado de inmigrantes como yo, sudamericanos que llegamos después que los chinos y árabes, mucho después que los gallegos y andaluces, antes que los negros africanos. Aquí, en este mismo café, he visto desfilar a cientos de peruanos, compatriotas con mejor o peor suerte, nostálgicos que comen el pulpo a la gallega con gotas de limón, como si fuese una insípida variante del cebiche. ¿Por qué no podía aparecer también por aquí alguien como Elegante? Barcelona, ciudad cosmopolita, para gente que cambia de vida o que huye de algo. El local es un hervidero de clientes. Casi todos piden el plato de la noche, que hoy es cazuela de merluza, y la mayoría acompaña su plato con una cerveza. Algunos piden café. Otros cocacolas. Unos pocos se animan por una copa de jerez o un chupito de orujo.


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A las diez cerraré la cocina y se la dejaré encargada al asistente que me ayuda por las noches. El asistente es un muchacho filipino que aprende rápido. Algún día el dueño sacará cuentas de nuestros sueldos –lo más seguro es que lo haga su mujer– y me pondrá de patitas en la calle. Esta noche ha venido también la hija del dueño. Es ella la que ha tomado el mando del café y se mueve de un lado a otro, atendiendo las mesas, sirviendo los pedidos, fumando. Ahora se acerca a la ventana de la cocina. –Vamos, hombre, que hay que apurar esos platos –dice la hija. No recuerdo cómo se llama y trato de esquivar su mirada. –¿Cuántas merluzas eran? –le pregunto por decir algo. –Cinco, y dos más, siete. Ah, y un té con leche. ¡Andando! El té con leche –el segundo no sólo del día, sino en varios meses– debe de ser para Elegante. Esta noche, Elegante lleva puesta una chaqueta de botones abrochada hasta la barriga. Y trae un libro, pero no lo lee; lo ha colocado encima de su mesa, ubicada cerca de la puerta de entrada, acompañando a un antiguo cliente que se sienta siempre en el mismo sitio y pide aceitunas rellenas, media barra de pan y mejillones en escabeche. Ninguno se dirige al otro; el antiguo cliente está concentrado mirando la televisión. Desde la hora del almuerzo, el dueño enciende el televisor y no lo apaga hasta que se va. Casi siempre va saltando de un telediario a otro, con el control remoto pegado a la mano, pero esta noche pasan un partido del Barça y los clientes no admitirían otra cosa. El fútbol es la auténtica dictadura del pueblo. Elegante también está mirando el fútbol cuando la hija del dueño le lleva su té con leche, que agradece con una venia ceremoniosa. La última vez que vi a Elegante antes de hoy fue la mañana en que mató a su padre. Fue un hecho extraño, y estoy seguro de que debió ser la primera vez que Elegante disparaba un arma.

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Cuando el POR se disolvió, entre otras cosas por el autogolpe de Estado que dio Fujimori en abril del 92, varios de los militantes no supimos qué hacer. Algunos sólo teníamos trabajo gracias al partido y otros eran sindicalistas en empresas públicas de las que, después de ser privatizadas, despidieron a todos los comunistas y sospechosos de comunistas. La estampida fue general. Los más afortunados abrieron pequeños negocios con ayuda de sus familias, muchos se fueron como ilegales al extranjero –especialmente a los Estados Unidos– y otros alquilaron autos para hacer taxi. O se hicieron vendedores ambulantes. Yo conseguí trabajo como chofer de un comerciante de telas, pero como el tipo llevaba tres meses pagándome apenas la cuarta parte del sueldo, renuncié y encontré un puesto de portero nocturno en un edificio. Hasta que un día Elegante –aún el compañero Delfín– me fue a buscar a mi casa. Lo acompañaba otro ex compañero del partido del que ahora sólo logro recordar su último apodo, Calavera, ya que como era tan flaco y se había cortado el pelo al rape, se le notaban los huesos del cráneo. Ambos llegaron una mañana en que caía una persistente llovizna; lo recuerdo porque, a pesar de eso, no aceptaron mi invitación a entrar en la casa. Elegante me preguntó: –¿Hay un parque por aquí cerca? –Sí –le dije. Y empezamos a caminar, los tres en silencio, bajo la garúa. Al llegar al parque fue Calavera el que más habló, como si de pronto se hubiera convertido en el muñeco ventrílocuo de Elegante. –¡Me cago en Dios! ¿Qué pasa con esas merluzas? El valenciano acaba de irrumpir furibundo en la cocina. Entre el grito que ha dado y las bocanadas de humo que no dejan de salir de su boca, ha comenzado a toser como un tísico. Por lo visto en el salón se ha levantado


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una protesta por la demora con los platos. El Barça debe de ir perdiendo. El asistente de cocina se pone nervioso. –Se acabó lo que había –le digo al dueño–. Estamos haciendo más. –En cinco minutos salen todos los platos, jefe –me secunda el chico filipino, solícito. El dueño quiere respondernos, pero la tos se lo impide. Tiene el cuerpo medio inclinado hacia abajo, con una mano en el pecho y el cigarrillo en la otra. –Vamos a ver –dice por fin, aguantando la respiración y dando unos pasos hasta ponerse frente al filipino–. Tú, pon una paella con bastante aceite. Luego se gira y me dispara una mirada de odio. –Y tú –me dice, señalándome con el cigarrillo–, saca la merluza de la cazuela y fríela directamente. ¿Acaso no sabes? Vamos, rápido, rápido, rápido. El valenciano se queda en la cocina hasta que cumplamos sus órdenes y empiecen a salir los primeros platos de esta nueva tanda. Afuera, sin embargo, siguen protestando y pidiendo más. Calavera era un antiguo obrero y sindicalista de los aserraderos de la selva del Perú que para el día en que llegó con Elegante a mi casa hablaba como un maleante. Su argumento para convencerme se podría resumir con estas palabras: antes queríamos un fusil para hacer la revolución, conchasumadre; ahora usemos los fusiles para sobrevivir. –Nuestro objetivo –agregó Calavera con una solemnidad teatral– sigue siendo el mismo, compañero: repartir mejor la riqueza. Exceptuando la mentada de madre, ambas frases tenían que provenir de Elegante. Pero como yo debía lucir desconcertado, Calavera debió pensar que no lo había entendido y de inmediato tradujo su discurso a palabras más sencillas: –Un trabajito, compañero. Uno nomás, conchasumadre, y salimos de pobres. ¿Me entiendes? Una sola vez

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y nos quedamos tranquilazos para el resto de nuestras vidas. Un trabajito, uno nomás. ¿Me estás entendiendo, compañero? Como siempre he sido de pocas palabras, desde esa primera reunión Calavera cambió mi viejo apodo de Ilich por el de Mudo. Mudo por aquí, Mudo por allá. Para entonces ya llamaba Elegante al compañero Delfín, o sea, a José García Juárez, y por lo que me iría enterando en los días siguientes, incluso habían participado juntos en un intento de asalto fallido a una farmacia, del que habían salido ilesos y sin que la policía los pudiera identificar. Aun así, Elegante estaba seguro de que con un buen golpe –uno solo, bien dado, repetía Calavera como un mantra– podíamos reinventar nuestras vidas. Ésa sería una palabra que Elegante habría de repetirme varias veces a lo largo de las semanas previas al asalto: reinventarnos, reinventar nuestras vidas, regalarnos a nosotros mismos una segunda oportunidad para empezar de nuevo. O lo que para él debía de significar lo mismo: desarrollar otra gramática para nuestros quehaceres más cotidianos.

Son las diez y media de la noche, ya ha pasado mi hora de salida, aunque sé que es imposible llegar hasta la puerta sin que Elegante me vea. No se ha movido de su sitio y continúa mirando el fútbol. Casi todas las mesas están cubiertas por botellas de cerveza y la mayoría vocifera dirigiéndose al televisor. Hace unos minutos ha comenzado el segundo tiempo. En la misma mesa de Elegante se han acomodado cinco clientes más, apiñados, concentrados en las imágenes. Todos en el café han celebrado un gol, aunque han maldecido dos. Es evidente que el Barça está perdiendo. Me pregunto qué pensaría Elegante si me viese aparecer de pronto en el salón. Se sorprendería, sin duda. Pero, ¿se enfadaría? Hace once años que no nos vemos y ahora todo ese tiempo pesa en mi conciencia como una


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enorme piedra en la cabeza. Nunca lo visité mientras estuvo en la cárcel. No lo hice a pesar de que los tres, junto con Calavera, juramos ayudarnos mutuamente si alguno caía en el asalto. ¿Elegante lo habría hecho por mí? Sin duda, sí. Los problemas empezaron cuando Calavera trajo a dos amigos, según él, para asegurarnos de que las cosas salieran bien. En el fondo, no confiaba tanto en Elegante. Calavera los comenzó a llamar también

na vez escuché a Elegante decir que era necesario desarrollar otra gramática para nuestros quehaceres cotidianos. Al frente tenía un auditorio patibulario, maleantes que de cada tres palabras que pronunciaban una era conchatumadre. Y sin embargo él en ningún momento varió el tono ni rebajó la densidad de sus palabras. A todos trataba siempre de usted compañeros, aunque era obvio que ambos jamás habían militado en un partido. Eran delincuentes vulgares, violentos, ordinarios, insensibles al liderazgo que trataba de ejercer Elegante. Es más, en un principio era como si no pudiesen comprenderlo, pero luego, cuando cayeron en la cuenta de que él era así, que no estaba actuando, que de verdad leía los libros que cargaba consigo, comenzaron a burlarse de él. Uno de ellos, el más viejo, peleó por ponerse al mando de inmediato. –¿Así que te gusta que te digan Elegante? –se rió una noche en que estábamos comiendo en un bar de maleantes. Allí, Elegante cometió su primer error. Es decir, el segundo, después de permitir que esos dos se sumaran a nuestra célula –así nos hacíamos llamar, célula, para no llamarnos equipo ni grupo ni, por supuesto, banda–. Contagiado por Calavera, Elegante trató al viejo de compañero, y, como siempre, de usted.

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–No alcanzo a comprender su broma, compañero –le dijo Elegante. Fue poner la otra mejilla para que le siguieran pegando. –Elegante es demasiado maricón para mi gusto –siguió burlándose el viejo–. Y tú me pareces demasiado imbécil para dirigir esto. Nadie respondió nada. Peor: el viejo y el otro amigo de Calavera soltaron una carcajada estruendosa y feliz, con aplausos y palmadas sobre la mesa, con lo cual dejaban en claro que el viejo había llegado para ponerse al mando. Desde esa noche, Elegante comenzó a quedarse solo. El viejo y su amigo no sólo fueron los que consiguieron las armas, sino que se ganaron rápidamente a Calavera, que pronto empezó a hablar y drogarse igual que ellos. En cuanto a mí, no sólo me había ganado el derecho al silencio por mi acostumbrada mudez, sino que sospecho que todos, incluso Elegante, me veían como a una especie de mal necesario. Llegada la hora, mi misión consistiría en tener el auto encendido para fugar. El chofer, el compañero de transporte, un ser insignificante. De modo que la supremacía del viejo ya era absoluta la noche previa al asalto, cuando nos reunimos para esperar simplemente que pasaran las horas, descansando cuanto podíamos, drogándose ellos, ansiosos todos. Fue cuando el viejo nos hizo jurar lo que él llamó un pacto de familia: –Si uno cae herido –dijo mirando a uno por uno a la cara– el que esté más cerca está obligado a rematarlo. Un balazo en la cabeza, directo, a la firme, sin mariconadas. Y con los ojos desorbitados clavados en Elegante, agregó: –Aquí nadie quiere soplones, conchasumadre. Y nomás los muertos no hablan. Todos acaban de gritar. Se han levantado de sus sillas, maldicen, golpean los puños contra las mesas. Otro gol del equipo contrario. La debacle.


94_ FICCIONARIO

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Miro a través de la ventana y confirmo que Elegante sigue allí, aunque no se ha movido de su silla ni grita ni se consuela con nadie. Le pido al asistente que llame al dueño. –Me voy a quedar –le digo cuando el valenciano se acerca a la ventana. –Bien –responde casi sin mirarme–, hoy cerraremos más tarde. Y se marcha a toda velocidad, a seguir viendo el fútbol. Ya nadie pide comida, pero siempre hay cosas que hacer en una cocina. Me entretengo preparando algo para mí y para el filipino. Ni él ni yo cenaremos aquí; como de costumbre, nos llevaremos la comida a casa. Sin saber por qué, pienso en mi mujer, en mis hijos; uno vive en Lima, el otro quién sabe dónde. –Cómete mi plato –le digo al muchacho. –¿Qué le pasa, jefe? ¿Está triste o no tiene hambre? –No –le digo. Caigo en la cuenta de que ésa no es una respuesta a su pregunta. Detesto sus ojos entre compasivos y curiosos, así que añado, para que me deje en paz: –Seguro que encontraré a mi mujer ya durmiendo. El asalto nos resultó pésimo. Hubo un tiroteo con la policía, mataron a Calavera, su amigo joven huyó de la forma que pudo e hirieron al viejo por la espalda. Delante de él corría Elegante, aunque al escucharlo caer se detuvo en seco, giró, regresó lentamente y apuntó su pistola directamente hacia su cabeza. Para entonces, los policías que venían detrás también se habían detenido y observaban paralizados la escena, con sus revólveres levantados, nerviosos, sin atreverse a nada. Yo estaba estacionado a unos pocos metros de allí, así que pude escuchar a Elegante cuando le decía al viejo: –Éste era el pacto, compañero. Ya sabe: nomás los muertos no hablan. Y le disparó contra la boca abierta.

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Después de eso se inclinó, arrojó la pistola y levantó los brazos. Apagué el motor y me quedé allí, viéndolo todo como un espectador más, tan desconcertado como los curiosos que pronto comenzaron a arremolinarse alrededor del cadáver del viejo, de Elegante y de los policías que ya lo tenían cercado y le ponían las esposas. Al día siguiente lo leí en los diarios: un asaltante de bancos asesina a su propio padre, el conocido delincuente José Luis García. Debajo había una breve narración del asalto y la biografía carcelaria del viejo. Acerca de Elegante sólo se mencionaba su nombre, José García Juárez, y que tras haber disparado a su padre se había entregado a la policía sin oponer resistencia. –Un bocadillo de calamares, caliente –grita ahora el valenciano desde el salón–, para llevar. –Yo lo hago –le digo al muchacho–, tú ve a mirar el partido, que debe de estar por acabar. Al entregar el pedido aprovecho para lanzar una mirada al salón. Elegante ha apoyado su libro en la barra y le está pagando al dueño. Por fin se irá de aquí. Voy al trastero de la cocina, me quito el delantal percudido, cojo el abrigo y mi gorra de lana del perchero. Esperaré unos minutos y saldré discretamente. Quizá coja un taxi hasta la siguiente parada de metro. Me estoy alistando cuando escucho la voz del valenciano a mis espaldas: –Tú –me dice. Espera que me gire a mirarlo y añade con brusquedad: –Te están esperando. Con la gorra ya en la cabeza y el abrigo a medio abotonar, permanezco de pie en medio de la cocina, sin atreverme a responder nada. El dueño me observa como uno de esos padres que pegan a sus hijos y yo me siento un niño que acaba de cometer una espantosa travesura. –Te están esperando –repite de mala gana–. Vete. Pero mañana no llegues tarde. Conchatumadre, pienso.


ARTE DE DIB PERU HAZAR


96_ BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA Manual para arruinarle la Navidad al prójimo

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fritz berger ch.

stimado lector, no se sienta mal. Somos una

tarjetas de los regalos. En caso de que usted pase la Nochebuena ahí, ponga su

verdadera legión aquellos para quienes estas

nombre en las tarjetas en blanco que llevó consigo, reemplazándolas por las ori-

fiestas de neón y ofertas 2x1 no son sino la más sombría

ginales. No tiene precio la cara que pondrá la abuela cuando en este zafarrancho

estación del año. La amabilidad impostada, la celebra-

le toque en suerte una máquina de afeitar eléctrica.

ción tardía y fugaz que impone el protocolo de fin de año

3. La verdad os hará libres.- Aproveche los días previos a las festivida-

nos parecen tan huecos como el Cañón del Colca. Es di-

des para ilustrarse hasta el hartazgo sobre los más álgidos temas que amenazan

fícil, lo sé, dar la contra a esta marejada borreguil ajena

este planeta: la crisis económica mundial, el potencial nuclear de Pakistán, las

al sentido crítico. En esos casos lo más acertado consiste

células durmientes de Al Qaeda, la próxima matanza de focas bebés en el Ártico,

en apropiarse de las banderas del adversario para ha-

el hueco de ozono que nos matará a todos de cáncer a la piel, entre otros. Aprén-

cerle conocer la luz. Sé que duda. ¿Acaso existe una ma-

dase los nombres de nuevos virus y enfermedades, especialmente aquéllas de

nera de contagiar el sano desánimo ante la celebración

transmisión sexual. Ésos serán los temas que usted sabrá imponer antes de la

gratuita y el dispendio sin sentido?

cena y en la sobremesa. A ver quién empie-

Pues sí la hay. He aquí el cómo.

za el nuevo año con ánimos.

1. Disfrute el silencio.- Aco-

4. Las pistas de la verdad.- El im-

pie usted toda la información posi-

perdonable embuste de Papá Noel con el que

ble sobre celebraciones próximas a

timan a los niños cada año debe ser detenido.

su residencia, sean de conocidos o

Decir la verdad es la manera más simple de

desconocidos, en un radio de acción

hacerlo pero al mismo tiempo la más brutal.

que abarque su distrito y barrios co-

Para no subestimar al niño, lo más acertado

lindantes. A la vez, hágase de los te-

resulta ir otorgándole las herramientas cog-

léfonos de contacto de los servicios

nitivas para que deduzca la real situación por

de seguridad y de las comisarías de

su cuenta. Un comentario del tipo: «¿Sabes

cada zona. No es mala idea trazar

dónde te compró tu papá ese skateboard?

sobre un mapa un recorrido que le

¡Mi hijo le pidió uno igualito a Papa Noel y

facilitará grandemente la tarea. Em-

no lo encuentro por ningún lado!», será un

piece su ronda a las once de la noche,

importante paso hacia adelante. También

denunciando sistemáticamente ante

ayuda sembrar algunas pistas en los alrede-

las autoridades la excesiva bulla que

dores del árbol y/o chimenea. Por ejemplo,

está produciendo cada una de estas

los recibos por la compra de regalos.

reuniones. Repita el circuito todas las

5. El mejor regalo es el cariño.-

veces que sea necesario, reincidiendo

Esta maniobra es mi favorita y, según mi

en la denuncia a través de nombres

particular gusto, es la manera en que me

distintos. Tras una hora de esta me-

regalo algo a mí mismo cada Navidad. No

cánica, la medianoche llegará en es-

es difícil conseguirse cajas de artefactos

tado de perfecta calma y silencio.

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un consejo de

prometedores, tanto para niños como para adultos, entre los cachivaches que

2. El desconcertante efecto del factor sor-

uno mismo guarda o entre las zonas de desmonte de los grandes almacenes. Use

presa.- Método que probablemente haya sido aplica-

las cajas para presentar en ellos regalos de su propia cosecha. No tiene precio ver

do por el lector aunque de manera amateur. Consiste

las caras de desilusión del amigo que abre con una sonrisa la caja del iPhone para

en presentarse en cada reunión navideña, o en simples

encontrar un radio AM made in China dentro o la del niño que desesperadamen-

visitas inopinadas a casas de amigos, premunido de

te destruye el cartón del Play Station para hallar al interior un pijama de franela.

cinta adhesiva y algunas tarjetitas para regalos en blan-

Cuando levanten la cara en busca de una explicación, usted tiene el deber de re-

co. El procedimiento es simple: con la excusa de ir al

cordarles, con una sincera sonrisa, el verdadero valor de las fiestas. Extienda los

baño o simplemente haciendo gala del mejor disimulo,

brazos ante el desconcertado y proclame a todo pulmón: ¡Feliz Navidad!

acérquese al árbol de Navidad e intercambie al azar las

Para consultas: doctor.fritzberger@etiquetanegra.com.pe




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