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Eugenio Etxebeste Arizkuren, Antton

PRÓLOGO

Si siempre es importante establecer un marco definitorio o conceptual al tratar sobre cualquier asunto, referido al presente caso, reiteraría que es crucial y aleccionador. En un titular de tres palabras nos encontramos con dos términos categóricos y una preposición puente que ligándolos genera un terremoto dialéctico. Con relación al término terrorismo se han vertido ríos de definiciones, habiendo sido objeto de polémicas y debates a escala planetaria. Hoy por hoy se siguen generando contradicciones a la hora de calificar actos y circunstancias que podrían interpretarse o encuadrarse en dicho término. El problema sigue siendo el de quién y con qué poder se asume la decisión salomónica de su interpretación.

Los antecedentes históricos de la expresión y sus efectos más contemporáneos, podemos encontrarlos en la Inquisición y en la Época del Terror durante la Revolución francesa. La Inquisición (santa, en lenguaje clerical), proyectó sus tentáculos en un amplio abanico de territorios europeos y americanos. Situado sus comienzos medievales en suelo francés (Languedoc), se extendió en su versión moderna, sobre todo, en latitudes españolas (reinos de Aragón y Castilla, Países Bajos), alemanas, portuguesas, romanas (papa Pablo III), e hispano-coloniales (Perú, México, Cartagena de Indias). Su simple alusión, hoy todavía, nos produce escalofríos de pavor, recordando el reguero de asesinatos y sufrimientos infligidos de manera indiscriminada. El objetivo no era otro que

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desencadenar sentimientos y emociones de miedo generalizado entre la población para inhibirla de realizar críticas o actividades fuera de la cultura dominante y el orden establecido. La herramienta del miedo por antonomasia era la tortura aplicada en sus dimensiones sistemáticas más siniestras, tanto en el aspecto físico como en el psicológico, a escala individual y colectiva. La Época del Terror (la GrandeTerreur - régime de Terreur), denominación atribuida durante la Revolución francesa y con posterioridad, a los procesos de represión y ejecuciones desarrollados en dos periodos consecutivos –terror rojo (Jacobinos) y terror blanco (Termidorianos)– y cuyo objetivo era sembrar el miedo en los enemigos y, también entre los amigos, en la búsqueda de implantar la autoridad y un nuevo orden erradicador del anterior. Su más tétrico símbolo fue la guillotina, artilugio por el que rodaron decenas de miles de cabezas, siendo su último encargo sangriento en el Estado francés en 1977. Quien mejor retrata el profundo sentido de este modelo de terror, por razones de Estado, es el propio Maximilien de Robespierre cuando, ante la Convención Nacional en el palacio de la Tullerias, lanzó la patibularia frase «La Terreur n’est pas autre chose que la justice prompte, sévère, inflexible!» (¡El terror no es más que la justicia rápida, severa, inflexible!). En cuanto al Estado, segundo término genérico del titular, es de sobra conocida la aportación de diversos autores, entre los que cabría destacar a Max Weber, reconociendo su función de dominación, sostenida en el ejercicio de la violencia. “El Estado es la coacción legítima y específica. Es la fuerza bruta legitimada como ‘última ratio’, que mantiene el monopolio de la violencia”. Cualidad esta de la violencia, por otra parte, escudada en la legitimidad de que se dota el propio Estado y, en su de por sí, más que relativa y, en muchas ocasiones, dudosa, legalidad preceptiva y de origen. No debemos olvidar que la violencia va implícita en la propia configuración de la mayoría de los estados, formando

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parte de una idiosincrasia perversa nacida de las armas y de las guerras. Por tanto, esclavos de la violencia estructural que les ha engendrado. Lo que no admite duda es que Estado y violencia van emparejados, guardando un vínculo indisoluble, que parte de la propia generación de la unidad política y continúa desarrollándose en su rol de guardián de la razón y el orden establecido. En el concepto Estado, en su naturaleza, va implícito el control de la fuerza, la práctica de la violencia sistémica, y esta, en términos de legalidad, le pertenece como monopolio único y prerrogativa exclusiva, rechazando y deslegitimando cualquier otra violencia ajena, por justa que sea. Ese común denominador de la violencia que entrañan los términos de terrorismo y de Estado, es el que, aplicado en su máxima expresión, desemboca en el terrorismo de Estado. A tenor del componente de poder y la legitimidad de la fuerza en que se sustenta, el concepto Estado lleva implícita una violencia que, dependiendo de las circunstancias, comporta una tendencia a convertirse en terrorista. Es un germen latente que permanece aletargado o se activa en función de las necesidades políticas y/o económicas del ejercicio y mantenimiento del poder establecido. El “terror estatal” es la forma más eficaz para combatir la disidencia y la subversión, evitando poner en peligro la existencia misma del Estado. La interrogante es cuándo y por qué ambos términos convergen al punto de que un Estado adquiere la condición de terrorista, de que su violencia alcanza ese rango, y bajo qué paraguas oculta, justifica o defiende tal condición. El cuándo podríamos resumirlo de forma simplificada, respondiendo que desde el momento en que son rebasados los marcos de legalidad asumidos (casos de regímenes democráticos) o son impuestas leyes de excepcionalidad como legítimas (casos de regímenes dictatoriales). El porqué podríamos encuadrarlo en las debilidades y contradicciones del propio Estado y en las


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“Desde un Estado resulta difícil, por no decir imposible, que se reconozca, y mucho menos que se asuma, el tratamiento del terrorismo de Estado como sujeto independiente del ‘terrorismo’ genérico. Admitir esa realidad significaría tener que incluirse a sí mismo en la lucha frontal contra una praxis ilegal e ilegítima nacida de sus propias entrañas”

conveniencias de dominación o necesidades de sostenimiento del poder constituido. En cuanto al paraguas que protege, o la justificación que ampara, el terrorismo de Estado siempre viene de la mano de la perversa filosofía de “el fin justifica los medios”. Si el objetivo a alcanzar es el “orden” y la “paz”, se obtiene el fundamento necesario para encubrirlo dentro de una “verdadera sociedad democrática”. Y lo que se podría denominar “consecuencias” o efectos colaterales derivados del mismo, léase tortura, secuestros, desplazamiento y desaparición forzada de personas, eliminación por el procedimiento de ejecuciones extrajudiciales… se contemplan como un mal menor acreditable en el “principio del doble efecto”, regla de oro presente en la doctrina escolástica. Desde un Estado resulta difícil, por no decir imposible, que se reconozca, y mucho menos que se asuma, el tratamiento del terrorismo de Estado como sujeto independiente del “terrorismo” genérico. Admitir esa realidad significaría tener que incluirse a sí mismo en la lucha frontal contra una praxis ilegal e ilegítima nacida de sus propias entrañas. Ello supondría una contradicción insoportable de sobrellevar y, con toda seguridad, el derrumbe piramidal de sus estructuras de gestión y aparatos de poder. Y, sin embargo, como hemos descrito al comienzo de estas reflexiones, el terrorismo como arma de control o mecanismo de regulación de escenarios sociales y políticos mediante “métodos no convencionales”, nace como una necesidad existencial, desde estructuras institucionales y aparatos de poder, utilizando recursos e investidura propia de funcionarios estatales. En concreto, nace desde ámbitos que, a lo largo de la historia, han ido conformando las formas de organización social, política, económica y coercitiva que hemos venido en denominar Estado. El investigador en sociología William Schulz afirma que “el terrorismo de Estado es tan viejo como la sociedad de clases misma”. Por tanto no es un tópico contemporáneo sino “una construcción histórica que ha

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acompañado a la lucha política y al Estado desde su creación”. Esta aseveración es tan importante como la señalada por otros investigadores recalcando el hecho de que no es exclusivo de las dictaduras o regimenes autoritarios, como podría suponerse, sino práctica constatable en democracias plenamente establecidas y consolidadas. El terrorismo de Estado, salvo en situaciones de dictadura militar o de regímenes militares en democracias formales, no siempre muestra su rostro más feroz e implacable. En regímenes democráticos procura generalmente ocultar su estrategia y sus acciones bien, tras una máscara de excepcionalidad “porque lo exige la gravedad del momento” o bien, tras cortinas de humo que encubren a terceros, a agentes mercenarios actuando a su servicio y ejecutando sus planes. También en sus efectos y en el espacio temporal suele procurar dosificarse, concentrando sus acciones en objetivos puntuales y de corta duración. En estos últimos casos nos encontraríamos con ejemplos como el del Estado francés y su operación encubierta (agentes de la Dirección General de la Seguridad Exterior) de sabotaje y hundimiento en aguas de Nueva Zelanda, en 1985, del buque Rainbow Warrior, perteneciente a la ONG Greenpeace. Similares ejemplos y lista interminable de casos podríamos situar en las funciones encubiertas a cargo de organismos reconocidos como la CIA (USA), Mosad (Israel), M15-M16 (Gran Bretaña), BND (Alemania), SIS (Portugal), etc. En el caso de los regímenes dictatoriales, las experiencias más significativas y estremecedoras son las de Latinoamérica en toda su extensión, Chile, Argentina, Perú, Uruguay, Nicaragua… donde fue ejercido desde la denominada Doctrina de la Seguridad Nacional impulsada desde EEUU, durante las décadas de 1960-1970, y aplicado en el Cono Sur bajo un plan de inteligencia común denominado Plan Cóndor. La sinrazón y la impunidad llevadas al extremo de establecer el terrorismo de Estado como política de Estado durante esos periodos.

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Recapitulando sobre el concepto de terrorismo de Estado es evidente que la percepción popular lo identifica con actos de intimidación, persecución física y agresiones a personas y propiedades. No obstante, como en los icebergs, este apartado de violencia es la parte emergente, la parte visible, y si se quiere más sangrante del aparato de terror que lo compone. Pero en la parte no visible, en la gran masa sumergida y protegida bajo capas de secretos reservados, es donde se oculta el complejo de factores económicos, políticos, judiciales, sociales, culturales, eclesiásticos y mediáticos, que integran los cimientos y la base de “razón” que lo sustenta. Lo que podríamos denominar poderes fácticos, alineados con los poderes de “derecho”, todos los estamentos implicados en una comunión de intereses para salvaguardar los principios y las esencias del “ordenamiento legal”, frente a las supuestas o reales amenazas de quien pretenda subvertirlo. Una suerte de estado mayor, dentro del Estado, pero en la sombra, compuesto por una matriz de banqueros, funcionarios públicos, políticos y comunicadores, que sirven a los intereses y razones de Estado. Todo ello en una red tejida de complicidades que abarca desde las fuentes de financiación (fondos reservados, narcotráfico) hasta la cobertura de comunicación, pasando por los amparos judiciales e institucionales, las connivencias políticas y las venganzas sociales. La gran paradoja radica en que, quienes deben velar por la seguridad, bienestar de las personas y el Estado de derecho, se convierten en agentes activos, colaboracionistas o encubridores de la máquina del terror. De protectores a verdugos, posibilitando la trasgresión de sus propias leyes y la impunidad de sus crímenes de lesa humanidad. Una conclusión importante a rescatar, relacionada con el concepto teórico de Estado y su recurso a la violencia extrema para retroalimentarse, sería la disposición de un mecanismo de democracia real y directa en su intervención y control popular, al objeto de evitar desmanes y abusos en sus funciones y funcionariado público, como las experiencias existentes en nuestro entorno europeo y a escala mundial.


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Terrorismo de Estado en Euskal Herria A lo largo de su historia, el Pueblo Vasco ha conocido gran parte de las realidades observadas hasta aquí. Testigo fehaciente de ello, ha sufrido en propia carne, durante diferentes épocas y por diversos regímenes y gobiernos, las prácticas del terror estatal, los embates de la opresión política, las persecuciones culturales y sociales, la caza de brujas inquisitorial y, en el grado más superior, las agresiones e invasiones bélicas. En los periodos más recientes, nos encontramos esta práctica, tanto durante los 40 años del régimen de dictadura franquista, como durante el régimen de la monarquía parlamentaria y su sistema de democracia formal. El objetivo de este libro es precisamente poner en evidencia la faceta más visible de ese terrorismo de Estado, la que popularmente se ha venido en denominar guerra sucia. La invisible, la masa sumergida del iceberg estatal, queda pendiente para posteriores investigaciones, para quienes, ojalá llegue el día, puedan o se atrevan a levantar el velo de la impunidad, desafíen las cobardías de la indiferencia y rompan con la consigna de la omertá oficial y oficiosa. Desclasificar los documentos secretos que obran en poder de organismos institucionales y aparatos del Estado, sería un buen principio y una muestra de buena voluntad cívica y coherencia democrática El terrorismo de Estado en Euskal Herria, al igual que en otros escenarios mundiales, ha cobrado una dimensión específica en virtud del propio contexto de conflicto histórico y político existente. Como ya se ha comentado anteriormente, dependiendo de ciertas circunstancias, la violencia “legal y legítima” del Estado adquiere una transformación cualitativa que acaba degenerando en actos coyunturales o estrategias planificadas de naturaleza terrorista. Tiende a autoprotegerse cueste lo que cueste y pese a quien pese, tratan-

do de superar su propio miedo y sus debilidades de falta de razón con elementos coactivos y coercitivos extremos. Las circunstancias, o podríamos también hablar de justificaciones, que llevan a un Estado a desarrollar esa escalada de terror, son variadas, aunque siempre tengan el mismo común denominador. Querer atajar los efectos, ocultando o no queriendo afrontar las causas que él mismo ha provocado. Ciñéndonos al caso de Euskal Herria es evidente que partimos de una realidad de opresión estatal, en el marco de un contencioso político que, a lo largo de su historia, ha ido provocando situaciones de enfrentamiento regular e irregular. Como respuesta a las intervenciones de ocupación y dominación, se producen reacciones defensivas, surgen movimientos contestatarios y se organiza la lucha de rebelión y liberación. La consecuencia de todo ello es una espiral de choque exponencial que acaba desembocando en confrontaciones bélicas (contienda de 1936-39), resistencia antifranquista, o la confrontación político-militar acontecida durante las últimas décadas. Claros ejemplos, donde podemos comprobar cómo el Estado español cobra aspectos de violencia singulares, haciendo aflorar las garras del terror para preservar su orden establecido. Analizando en una perspectiva global el periodo que se inicia con el golpe militar fascista de 1936, es realmente revelador advertir que, desde ese momento, fallido por cierto, se inicia una guerra no declarada que, con mayor, media o baja intensidad, ha proseguido hasta la actualidad. El golpe fascista fracasa en su objetivo de una victoria rápida, y pone en marcha una operación militar, con intervención del refuerzo nazi-alemán y fascista-italiano, que se convierte en una larga guerra de tres años. Pero lo sorprendente del caso es que no hubo Declaración de Guerra entre dos bandos, al igual que no hubo armisticio en la declaración de victoria franquista.

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Se proclama la derrota y se acabó. “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejercito Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. El Generalísimo Franco. Burgos 1º de Abril de 1939”. Pero la guerra continuó unilateralmente, por otros medios irregulares. El Estado dictatorial franquista extendió su manto de terror y prosiguieron las persecuciones a civiles, los juicios sumarísimos del tiro en la cuneta, las vendetas protagonizadas por la “clandestina” organización en la sombra denominada “Guardia de Franco”, las redes de confidentes y la censura imponiendo el silencio idiomático y de expresión en la calle, los estados de excepción, la BPS (Brigada Político-Social), la Ley de Orden Público de 1959 (de sometimiento al código y jurisdicción militar), el TOP (Tribunal de Orden Público - 1963)… La represión se hizo dueña de la situación y cualquier actividad del signo que fuera debía llevar, de obligado cumplimiento, la firma autorizada del correspondiente jerifalte, civil o militar, franquista. A pesar de todo llegó la reacción, la contestación. En lo concerniente a Euskal Herria, gran víctima de toda esta urdimbre bélica, el Pueblo Vasco entendió que era hora de frenar el genocidio cultural y político al que querían arrastrarle, e inició la organización de resistencia en todos los frentes de lucha. Ello conllevó una reacción fulgurante del Estado español quien aceleró toda su maquinaria coactiva y represiva para poner coto a lo que entendía era un desafío a los principios sacrosantos de la “España una, grande y libre”. Sin embargo, el gigante se encontró con la honda de un voluntariado vasco dispuesto a reconquistar los objetivos de soberanía y libertad arrebatados por la fuerza de las armas. El Estado intentó amurallar en 1960 su legalidad usurpada con el decreto sobre “rebelión militar y bandidaje y terrorismo”, que no era sino un remedo actualizado de la ley promulgada en 1947 bajo similar rótulo. A este respecto, el propio dictador

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Franco dispuso en 1968 un decreto, de artículo único, “sobre represión del bandidaje y terrorismo”, estableciendo las competencias de la “Jurisdicción militar” en esta materia, por procedimiento sumarísimo. Como se puede apreciar es el Estado quien, en sucesivas épocas, proyecta, desde el lenguaje y, sobre todo desde las obras, su inherente naturaleza de violencia expansiva. No hay que buscar relación causa-efecto a este propósito, porque es la singular esencia del poder de las armas, adquirido ilegítimamente, el que le lleva a autoprotegerse y a reflejar su propia imagen en los calificativos de “militar y terrorista”. Lo dramático de la situación es que amparándose en el juego de equiparar resistencia y oposición con “terrorismo”, el Estado promueve y refuerza todos sus aparatos coercitivos y, muy especialmente, los aparatos de inteligencia, policiales y militares. En otras palabras, acondiciona los instrumentos pertinentes para sobrellevar una guerra de baja intensidad. Pero sus esfuerzos no logran el objetivo señalado. Los afanes por erradicar las luchas obreras y populares y la estrategia para destruir al, cada vez más pujante, MLNV (Movimiento de Liberación Nacional Vasco), no acaban de alcanzarse. Aunque la represión es brutal y no cesan las detenciones, torturas, encarcelamientos y asesinatos, la resistencia vasca no se deja amilanar y responde cada vez con más firmeza en todos los frentes de lucha. Prueba emblemática de ello es la muerte, a manos de ETA, del presidente del Gobierno franquista, almirante Carrero Blanco. Así, la espiral de represiónacción va adquiriendo proporciones desmesuradas, y la maquinaria regular del Estado, a pesar de sus estados de excepción, se muestra impotente para instaurar el control. Es el momento donde instancias de “alto estado mayor” toman la decisión política de despertar al monstruo latente, de activar su maquinaria de violencia “irregular” desenfrenada, el terrorismo de


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Estado, en su faceta más maquiavélica, la guerra sucia. Justo en el momento en que Franco está ya agonizando como persona y amortizado como dictador. El régimen busca una alternativa a la continuación de la guerra no declarada, pero atendiendo a las exigencias del nuevo guion de apertura hacia una reforma democrática reconocida en Europa. La alternativa a la guerra sin cuartel de la dictadura, pero con nuevos efectivos, que evite mancharse las manos a la cúpula policial y judicial oficialista, y trate de frenar la lucha política mediante el terror social. Como champiñones surgidos de la nada comienzan a funcionar siglas siniestras asumiendo la responsabilidad de actos criminales contra propiedades y personas pertenecientes a un amplio espectro cultural, social, sindical y político de la sociedad vasca. Siglas como BVE, AAA, ATE, ANE… comienzan su andadura de terror, coincidiendo, curiosamente, con actos de intimidación y salvajismo perpetrados por miembros camuflados de la Policía, la Guardia Civil y el Ejército (de día uniformados, de noche incontrolados). Son el flanco incontrolado, pero amparado, de un “servicio al Estado”, que complementa su violencia “legal y legítima” del “todo por la patria”. Sencillamente, una parte enmascarada del amplio complejo opresor estatal, con la gran ventaja de disponer de carta blanca para actuar. La represión extiende sus tentáculos tutelando a funcionarios y sicarios que actúan como jueces y verdugos al mismo tiempo. En cualquier caso, el enmascaramiento de sus actores y su difícil identificación, sobre todo en estructuras para-estatales en alianza con agentes de instituciones públicas, tampoco eximiría al Estado de su responsabilidad, en este supuesto caso, por omisión. Pero la espiral no se detiene aquí. El terrorismo de Estado, en su primera generación de guerra sucia de baja-media intensidad, siembra miedo y sufrimiento en la sociedad vasca, pero paralelamente,

obtiene el efecto contrario a sus objetivos de amedrentar y forzar la claudicación de la resistencia organizada. El Pueblo Vasco reacciona frente a la barbarie y acumula más fuerzas en todos los frentes de lucha. El enfrentamiento se hace cada día más descarnado y la confrontación político-militar prevalece en las estrategias tanto del Estado español (con la colaboración del Estado francés) como del MLNV y los sectores obreros y populares consecuentes. El conflicto político se muestra más evidente, al igual que las ansias soberanistas e independentistas de un sector importante del Pueblo Vasco. Ello conlleva una vuelta de tuerca en las posiciones estatales y la incorporación de nuevos instrumentos legales en lo que ellos denominaron “lucha antiterrorista”. El decreto-Ley antiterrorista de agosto de 1975 (sustituta de la Ley de Orden Público de 1959), la creación del MULA-MULC (Mando Unificado de la Lucha Antiterrorista-Contraterrorista), la generación del Servicio de Inteligencia CESID (actual CNI) sustituto del SECED de Carrero Blanco, la instauración de planes especiales de “estado de excepción permanente” como el conocido por sus siglas ZEN (Zona Especial del Norte), la creación de los cuerpos de élite tanto policiales (GEO) como de la Guardia Civil (GAR)… Pero también la vuelta de tuerca legal viene escoltada y reforzada por nuevos instrumentos de terrorismo de Estado, en lo que significa la segunda generación de guerra sucia a cargo del GAL (Grupo Antiterrorista de Liberación). De esta forma, la guerra sucia pasa a ser de alta intensidad (por sus efectos de víctimas mortales) e incorpora el agravante de extender sus tentáculos sobre territorio del Estado francés, contando con la impunidad, cuando no complicidad, del Gobierno de Mitterrand. Un hecho a resaltar es que, al igual que durante la Inquisición y Le Grand Terreur, los símbolos del terror popular fueron la tortura y la guillotina, en esta etapa lo que puede sintetizar con

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más horror toda su andadura, es la existencia del Centro Clandestino de Detención en La Cumbre de Donostia. Un palacio que fue sede del Ministerio de Asuntos Exteriores en las estancias de Franco en Donostia y posteriormente dependiente del Ministerio de Interior. Finalmente, fue cedido al Gobierno Civil de Gipuzkoa, a cuyo frente se encontraba Julen Elgorriaga, y en alguna de sus estancias es donde fueron vilmente torturados los patriotas Joxean Lasa y Joxi Zabala, secuestrados previamente en Baiona. Volviendo a la trama interestatal, es importante resaltar, la certeza más que sospecha, del significado de dos reuniones mantenidas en territorio francés, entre el presidente del Gobierno español, Felipe González, y el presidente de la Republica francesa, François Mitterrand. La primera, de 1983, coincidiendo con los inicios de la actividad terrorista del GAL, y la segunda, de 1987, en Latche (Landas), apenas un mes después de la última acción (extra oficial) del GAL contra Juan Carlos García Goena en Hendaia. ¿Coincidencia? ¿Apadrinamiento y funeral de lujo? Los resultados en la vía de “conexión francesa” hablan por sí solos. Y la verdad es que, a partir de la cumbre de Latche, la política antiterrorista de ambos gobiernos concertó nuevas cotas de represión, con incremento de las detenciones, entregas, deportaciones y encarcelamientos del colectivo de represaliados vascos en el Estado francés. Un cambio de estrategia, aconsejado por una cuenta de resultados “ambivalente” ante la arriesgada inversión clandestina realizada, y una decisión política conjunta para continuar marcando la colaboración de “compañeros de armas” en su guerra contra la disidencia vasca. Por eso, en relación con el GAL, tan importante es investigar su comienzo (continuidad de las organizaciones de guerra sucia predecesoras) como su final, porque pone en evidencia las razones y decisiones políticas acordadas en marcos estatales. A lo largo de esta obra, se narra con detalle los entresijos y consecuencias de este tentáculo de

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terrorismo de Estado llamado GAL, por lo que no abundaré en el tema. Pero respecto a esta cuestión, sí considero oportuno y de interés pertinente relatar dos anécdotas vividas en primera persona. La primera, acontecida a semanas escasas de mi deportación a Santo Domingo, agosto de 1984, cuando fui conducido al despacho del vicealmirante Ceferino Díaz Bonilla, director del DNI (Departamento Nacional de Investigaciones), un servicio de inteligencia a las órdenes directas del presidente de la República. Sentado en la parte trasera del despacho, había un hombre de rasgos españoles que, en seguida, recordando fotografías de prensa, identifiqué como el general Cassinello, por entonces jefe de Estado Mayor de la Guardia Civil, en labores de Información. En el interrogatorio a que me sometió el vicealmirante, y tras ser advertido de que el primer tiro en caso de problemas con la guardia militar sería para mí, hubo una pregunta, relacionada con la seguridad, acerca de quién consideraba yo como posibles enemigos externos que pudieran actuar contra mi persona. Mi respuesta inmediata fue la del GAL, plenamente activo en aquella época. La sorpresa y la desfachatez supina fue escuchar, a mis espaldas, la voz de Cassinello preguntándome qué era eso del GAL. ¡Sin comentarios! La segunda anécdota, relativa a un tiempo más pretérito, se refiere al primer contacto protocolario, mantenido en 1987 en los preludios de las conversaciones políticas de Argel, con una delegación policial española, en la que se encontraba el comisario Manuel Ballesteros, jefe de operaciones especiales de Rafael Vera y antiguo director del MULC. Nada más verme, le salio la vena prepotente al comisario, soltándome a la cara “¡Te nos escapaste por poco, eh!”, en clara alusión al atentado a tiros que sufrí el 21 de marzo de 1981 en Donibane Lohizune, y que fue reivindicado por el BVE. ¡Sobran las palabras! Aunque pueda parecer exagerada la utilización del término guerra para denominar la confrontación desarrollada en el contencioso político, hemos de


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recordar que han sido precisamente agentes cualificados de aparatos del Estado, directamente implicados en el mismo, quienes la han caracterizado de esa manera. Así, el mencionado general Cassinello, en una conferencia ofrecida el año 1985 ante el primer Congreso de Sociología Militar Latinoamericana (se adjunta íntegra como anexo), lanzaba frases lapidarias como “El terrorismo no es una guerra militar. Es una guerra esquizofrénica, ideológica e interna. Pero guerra”. “En el País Vasco hay guerra porque no hay paz”. “Yo también prefiero el terrorismo a la alternativa KAS y la guerra a la independencia de Euskadi”. “El punto más bajo de ETA fue el verano de 1984. El GAL golpeaba su santuario… las deserciones… Francia y Bélgica accedieron a expulsar y extraditar, por fin, una red importante de comandos fue destruida… abatidos o apresados. Fue una campaña imaginativa, conducida con éxito”. Ninguna de estas frases tiene desperdicio. Las primeras sintetizan la peculiaridad de un Estado que no quiere reconocer la existencia de un conflicto político, que quiere reducirlo a un mero trámite antiterrorista y, sin embargo, se ve obligado a aplicar teorías y mecanismos correspondientes a conflagraciones bélicas. La guinda del pastel la pone con la última frase, cuando evidencia la conexión entre la estrategia oficial de lucha antiterrorista y la activación del GAL, encuadrándola en una “campaña imaginativa, conducida con éxito”. Otra joya del epistolario castrense español nos la ofrece el general Sáenz de Santamaría cuando en una entrevista concedida a El País en 1998 reconoce que “guerra sucia ha habido en todos los gobiernos de España”. La evidencia incontestable es que el terrorismo de Estado, bajo diferentes sinónimos, eufemismos o calificativos sesgados, siempre ha estado a la orden del día, por activa o por pasiva. Y la evidencia subsiguiente es que cuando ese cuadro de violencia adquiere dimensiones sistémicas (caso de las con-

frontaciones guerrilleras o las luchas de emancipación nacional), se reconoce su naturaleza bélica, se convierte en guerra con calificativos de sucia, irregular, asimétrica… pero guerra en definitiva. Al igual sucede con los métodos y organismos de inteligencia bajo cuyos alones se cobija y que en boca del ministro de Interior español, Juan José Rosón, adjetivaba como “servicios especiales”. Felipe González admitía haber tenido la opción de volar la “cúpula” de ETA merced a las pesquisas de los servicios de información, y la había desestimado. Parece hasta loable esta buena “voluntad democrática”. Y, sin embargo, lo destacable del caso no está en la decisión tomada, sino en la catadura de quienes propusieron el acto criminal, de quienes ostentan poderes fácticos en el Estado, actúan en las sombras y son capaces de llevarlo a cabo, al margen de las leyes y de la justicia, solamente con que el mandatario de turno mire para otro lado. Desgraciadamente el terrorismo de Estado no está tipificado, ni en los códigos jurídicos ni en sentencias judiciales. No lo estará nunca, por lo que ya hemos mencionado anteriormente. Queda la esperanza de una puerta entreabierta en ámbitos de América Latina donde ha comenzado a tratarse y visualizarse en el campo de los Derechos Humanos. Ojalá que pronto veamos frutos en estas investigaciones que puedan tener continuidad en otros ámbitos, incluida Euskal Herria. Como última conclusión, y analizándolo desde una perspectiva de experiencia política histórica, me atrevería a afirmar que en tanto la lucha continúe, en tanto los objetivos de emancipación nacional y social sigan pendientes, el terrorismo de Estado, en sus múltiples vertientes y con sus múltiples caretas, siempre será una amenaza latente. La guerra no declarada debe declarar la paz, para cerrar de una vez para siempre el largo libro de la opresión de los estados, y permitir que Euskal Herria vuelva a caminar libremente en la senda de la independencia política y la emancipación social.

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