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Ángela Bustos SIEMBRAS DE GUERRA
Johanna Ospina EL SILENCIO DE BARRANCA
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Al contrario de las ediciones anteriores, esta vez fue un pacto de altura con los alumnos para hacer periodismo comprometido, de reporteo en una realidad que se ventila por pedazos. Con este grupo de 10, ya no queríamos buscar temáticas internas o románticas, sino encontrar la pasión de esta profesión a través de historias íntimas, de anónimos arrasados por la violencia. stas 20 páginas de Oráculo son un grito de denuncia sobre las víctimas. No sobre los vencedores o los criminales, quienes tienen todos los micrófonos del mundo. Es una apuesta silenciosa, un juego arriesgado al meterse en estas trincheras, pero el resultado vale la pena porque ellos fueron y rescataron del polvo unos relatos que expresan, como una buena crónica, una conciencia poco habitual en los años veinteañeros. Desde la tribuna del editor, el espíritu de este proyecto es algo muy valioso. Quizás algunos lo miren como el resultado de un semestre, pero por encima de este análisis mezquino, estos periodistas en ciernes pudieron sentir por primera vez su verdadera vocación. Ya una de ellas me dijo que su historia le había cambiado la vida. De eso se trata.
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Fernando Cárdenas Editor
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Las opiniones expresadas por los autores no corresponden necesariamente a las de la Universidad.
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Impresión: Departamentos de Publicaciones Universidad Externado de Colombia,Bogotá D.C. Colombia 2007.
Cindy Anaya LA LEY DE LOS DUROS
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Orlando Valencia Sarmiento Director Gráfico
Laura Ospina RECUERDOS TÓXICOS
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Es una publicación de los estudiantes del Énfasis de Periodismo de la Facultad de Comunicaciòn Social - Periodismo de la Universidad Externado de Colombia.
Lina Sánchez LA INFANCIA QUE RENUNCIA
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María Juliana Torres LOS SOBREVIVIENTES DEL CARTUCHO
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María Liliana Galindo TIROS QUE PARALIZAN
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Vanessa Ruggiero S ALARIO ANIMAL
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Johanna Ruiz VIVOS SE LO LLEVARON
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Jorge Mendoza LOS OLVIDADOS DE COREA
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Diseño caratula: Grupo Énfasis de Periodismo Fotografía: Maid Alexander Cubillos Reyes email: oraculo@uexternado.edu.co
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Tras la desaparición de sus dos hermanos y el asesinato de su hermana menor, los ánimos de Gustavo sólo reclamaban venganza. Sentado en la terraza de su casa, con lágrimas en los ojos miró hacia el cielo cuestionando a Dios por su desgracia. Mientras lo hacía, entre los rayos del sol, se refundió una lluvia triste en Medellín. Sintió como si Dios estuviera llorando con él. “Tuve un toque de Jesús, y si no hubiera sido por él, yo hoy sería un actor armado, quizás causándoles más dolor a estas madres que luchan por la libertad”, asegura Gustavo Berrio, víctima del conflicto. os queremos libres, vivos y en paz”, es lo que claman las Madres de la Candelaria cada miércoles a las doce del medio día frente al atrio de la Iglesia de la Candelaria en Medellín. Desde el 19 de marzo de 1999 se creó La Asociación Caminos de Esperanza Madres de la Candelaria con el fin de reunir a familiares de hombres y mujeres víctimas de la desaparición forzosa. Desde entonces los esfuerzos de estas madres (y padres o hermanos) han sido infinitos, pero las respuestas pocas. A pesar del premio Nacional de Paz que obtuvieron en noviembre de 2006, no han logrado obtener lo más importante: saber la verdad de dónde están sus hijos y por qué se los llevaron. En algunas declaraciones dadas por Salvatore Mancuso, el ex patrón paramilitar recluido en la cárcel de Itagüí, aseguró que ellos no mataban por matar: primero investigaban quiénes eran
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LLEVARON
Todos los miércoles, al mediodía, las Madres de la Candelaria se reúnen en Medellín para exigir una respuesta por sus hijos desaparecidos.
Texto y Fotografía: Johanna Ruiz Luque
Vivos se los
Las Madres de la Candelaria reunidas frente al atrio de la iglesia La Candelaria en Medellín.
Al lado de ellas también está Gustavo, un joven de veinte y cinco años, que desde muy pequeño empezó a vivir el calvario de la violencia. Su hermana fue asesinada con un disparo en la espalda y cinco más en la cabeza. Su hermano mayor desapareció cuando regresaba de Pereira a Medellín y, Giovanni, el tercer hermano, con engaños se lo llevaron los paramilitares para el Guaviare. Él casi sin darse cuenta, estaba en medio del monte aprendiendo a matar gente. “Cuando mi hermano me llamaba, le insistí que se saliera de eso, pero Giovanni siempre me respondía, ‘no parcero, si no lo hago a mi me pican, primero está mi vida’”, recuerda Gustavo. Una tarde,
Los olvidados de
Hace 56 años unos soldados colombianos combatieron en el lejano oriente y hoy reclaman su condición de héroes. Los ojos del soldado Hernando Gómez se pierden cuando trata de recordar el sacrificio de sus compañeros. Son tantos los caídos que yacen en el olvido y sin embargo su memoria describe con frases cortas los minutos incontables del compás de las bombas, la metralla y el fuego de los fusiles. ue en mayo del 51 cuando un bien o mal llamado tirano del conservatismo, tomó en sus manos el destino de 5000 hombres que habrían de desembarcar en las desconocidas costas de Corea: “la verdad es que al entrar en el campo de batalla, fue una cosa totalmente diferente. Se necesita vivirlo para poder entender la magnitud de lo que estaba pasando”, dice Hernando Gómez, mientras esquiva la mirada imprudente de una cámara. La batalla de Old Baldy es la que más recuerda. Esa en la que el Batallón Colombia se ganó el respeto de los soldados americanos, griegos, filipinos, turcos, etíopes y de 12 nacionalidades más. La tropa se adelantó frente a la línea enemiga y al acoso de la incesante artillería, uno a uno los hombres se fueron desvaneciendo. Fue una derrota con aire de victoria. Los cuerpos callaron sus voces en un valle copado de chinos y norcoreanos. Para el
COREA soldado Gómez es otra página más de la historia que el batallón escribió con sangre: “A pesar de los ataques, los hombres salieron airosos y al fin de cuentas fue una derrota. Nosotros perdimos la posición y tuvimos un altísimo número de bajas”, dice don Hernando. Todavía se acuerda de la muerte de su mejor amigo. El soldado Héctor Munar con el que se aventuró a tan peligroso viaje y quien le salvó la vida en varias ocasiones. Su pérdida se ha remitido a lo insuperable. “Lo que más me ha dolido, fue la pérdida de Munar, a quien lo desapareció prácticamente un tiro de artillería. Su nombre está en la lista de desaparecidos”.
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Uno de los veteranos de la guerra de Corea reclama un mayor reconocimiento por su gesta.
El testimonio del soldado Gómez lo interrumpe de imprevisto su compañero José Jaime Rodríguez, quien alzó la voz con orgullo mientras el tintineo de sus medallas resultó algo ensordecedor. Los 82 años del general presentan una memoria fresca. Recuerda el llamado de las Naciones Unidas y su cara mediante un gesto enérgico llamó al pasado: “no teníamos dudas sobre el por qué fuimos.
Sentíamos la necesidad de participar en la guerra y representar nuestra bandera. Claro que teníamos miedo, a veces nos paralizábamos y siempre estuvimos expuestos a situaciones difíciles”. Con tiros de fusiles Mausser, M1, M30 y carabinas, el batallón marchaba de frente contra un enemigo aguerrido y bien entrenado que no dudó en defender aquellos estandartes rojos. El impacto del general es evidente. Perder a compañeros tan jóvenes, muchos de ellos con familia, al parecer resulta un hecho que el soldado se ve obligado a aceptar. “Yo estaba en la compañía B, y nos dieron la orden de tomarnos una colina. Durante tres semanas o más estuvimos atacando al enemigo con artillería pesada. Todo estaba completamente incendiado y solo se veía el humo y los cuerpos. Para nosotros fue una gran victoria, capturamos a muchos y el sacrificio de los hombres fue heroico”, dice el general Rodríguez refiriéndose a la batalla del chamizo. Así transcurrió la vida de los hombres hasta el armisticio. Tanto heroísmo se vio opacado en el regreso del 54. Con un recibimiento desinteresado en el puerto de Cartagena el Batallón Colombia sufrió la desilusión que la indiferencia supone y sus expectativas de un futuro condecorado se esfumaron cuando su calidad de veteranos no pudo salvar a muchos de la pobreza absoluta e incluso la indigencia. Hoy se muestran como sombras. Héroes olvidados que a pesar de vivir la difamación constante y la subordinación al desconocimiento de la gente, libran otra batalla: la de recuperar la dignidad y el respeto que se merecen. De alguna manera marchan otra vez como en Old Baldy por ganarse una pensión y un capítulo en la historia.
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Las Madres de la Candelaria apoyan y guardan una sola esperanza en la ley de Justicia y Paz: que los paramilitares confiesen sus crímenes y digan dónde están sus hijos.
esta víctima comprendió la magnitud del problema, cuando Giovanni le confesó que los comandantes les ordenaban descuartizar grupos étnicos: “cuando maten a los indios, no les den bala sino machete, ellos son lo mismo que animales y no vale la pena desperdiciar una bala en ellos”. Gustavo y su familia aunque no saben qué hizo su hermano para que lo mataran, sí tienen certeza de que no lo descuartizaron como a muchos otros, “no se preocupe que a su hermano lo enterraron enterito”, les asegura uno de los tres muchachos que logró regresar a casa después de aquel infierno. Los días pasan y estas madres, hermanas y padres, no pierden la esperanza de ver a sus familiares vivos. Aunque algunos ya saben que están muertos, sólo esperan recuperar los cuerpos de sus seres queridos para darles santa sepultura, como dicen ellas. Las Madres de la Candelaria apoyan y guardan una sola esperanza en la ley de Justicia y Paz: que los paramilitares confiesen sus crímenes y digan dónde están sus hijos. No quieren escuchar más que se estén escudando en Carlos Castaño, “todos los que confiesan dicen que fue Castaño, o que fue por órdenes de él”, y si es así ¿las víctimas a quién le vamos a reclamar si él ya está muerto?” Ellas sólo quieren quedar satisfechas con las respuestas de los paramilitares y poder llegar a una reconciliación. Su apuesta es no moverse del atrio de la Candelaria hasta que no tengan noticias del último desaparecido de Antioquia. Mientras, seguirán reclamando “porque vivos se los llevaron, vivos los queremos”.
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cido es el caso de Ana Zapata, ya que uno de sus hermanos desaparecidos fue encontrado muerto en el río Cauca por otro hermano, hoy también víctima de lo mismo, Humberto de Jesús Zapata.
Texto: Jorge A. Mendoza
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las personas que detenían, miraban si tenían vínculos con la guerrilla y ahí sí tomaban la decisión. Sin embargo, las madres certifican que sus hijos eran muchachos sanos, que sólo respondían por el bienestar de su familia. “Mi hijo era un joven que no tenía vicios, era alguien sano que trabajaba por mantener a su hijo que en esa época tenía tres años. El 5 de febrero de 2005 él salió para Asunción, Antioquia, y yendo para allá lo bajaron del carro a él y a otros dos muchachos, desaparecidos hasta el día de hoy,”, afirma doña Luz María. Relatos de dolor hay demasiados. Después de haber leído una noticia que salió en El Colombiano, donde informaban que habían encontrado un cadáver en el Río Magdalena con un chulo reposando sobre su pecho, doña Teresita Gaviria, fundadora de la Asociación Madres de la Candelaria, escarbó en su pasado, y las fibras de su corazón nuevamente la hicieron llorar. Con esa noticia terminó por afirmar cada palabra que Ramón Isaza, otro de los jefes paramilitares amparado bajo la ley de Justicia y Paz, les dijo en diferentes ocasiones cuando tuvieron oportunidad de encararlo de frente: “cada persona que pasaba por esta zona lo mandaba asesinar y lo tiraba al río Magdalena”. Así, mientras leía, doña Teresita recordó a su hijo. “Me imaginaba a mi hijo como aquel cuerpo sin vida, llevo buscando a ese ser amado más de nueve años, salió cualquier día de su hogar sin imaginarse que no iba a regresar”. Esta madre perdió a Cristian Camilo Quiroz, de quince años de edad, el cinco de enero de 1998. Salió de Medellín para Bogotá y no regresó jamás. Algo pare-
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Texto: María Liliana Galindo Rengifo Fotos: Felipe Abondano
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Tiros que paralizan Por un disparo sin justificación, hombres inocentes han terminado con lesiones irreversibles. Al preguntarle a Carlos Riveros quién lo dejó en silla de ruedas tardó varios segundos en recordar el nombre. El primero de julio de 1987 sintió cómo un tiro golpeó su espalda. Entrada la noche, cerca de las 10:00 en el barrio el Tejar, en Bogotá, los vecinos comenzaron a gritar y a rodear su cuerpo que se encontraba boca abajo. “Ese disparo me impulsó desde el andén hasta la mitad de la calle. Yo ya sabía que no iba a volver a mover las piernas”, recuerda Carlos. El sonido de las sirenas anunciaba la llegada de la ambulancia mientras sus compañeros de la empresa trataban de comprender en qué momento todo se había salido de control. ra el día de pago. Después de trabajar decidió ir a tomar cerveza y a “echar rana”, a una tienda vecina a su casa. Le faltaba media botella cerveza cuando quiso pagar la cuenta. Se acercó a la caja. Carlos sacó el dinero de su bolsillo, le faltaban doscientos pesos para cubrir el saldo; comenzó a discutir con el tendero quien creía que le iban a robar. “Yo tenía el cheque que me habían dado. Lo saqué y se lo mostré, le dije que él me conocía y que seguro le daba los doscientos al otro día”, contó Carlos. Eso no bastó para acabar con la rabia de Tiberio quien sacó un revolver y sin dudar apretó el
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Raúl Ávila Director de la fundación ASODISFISUR.
gatillo. “Ahí tengo el tiro. Ahí me quedó”, dice Carlos moviendo la cabeza, señalando su espalda. Su relato es una constante en países como Colombia. El CERAC (Centro de Recursos para el Análisis del Conflicto) en el 2005, estimó que puede haber entre 1,1 a 2,2 millones de armas de fuego en circulación ilegal. Estas son responsables del 70% de los homicidios, del 29% de los suicidios, del 13% de lesiones comunes y del 51% de los robos a personas, según la Administración Distrital de Bogotá en el 2006. En estos casos particulares han transformado de modo definitivo las expectativas y sueños de las víctimas. Raúl Ávila es protagonista de otra historia en la que los daños producidos por un disparo han sido contundentes. Hace 27 años trabajaba para la Fuerza Aérea en Leticia, Amazonas. El bus de tripulación lo dejó cerca de su casa. De pronto se vio asediado por cinco hombres, unos delincuentes comunes que querían
robarle. Uno de ellos andaba armado. Aplicando lo aprendido en el ejército, se aproximó lentamente para desarmarlo cuando oyó un silbido, la señal que lo condenaría: dos tiros se clavaron en su columna vertebral. Ahora, con 57 años, recuerda el episodio que cambió el rumbo de su vida. Fue internado en el Hospital Militar en donde comenzó su batalla. Los dos primeros meses de recuperación fueron difíciles: “cuando caminaba con muletas me tocaba mirarme las piernas, me resistía con agresividad a usar la silla de ruedas”, confiesa Raúl. En una ocasión estuvo a punto de lanzarse de un séptimo piso derrotado por la depresión. “Tomé impulso para lanzarme por la ventana y de pronto vi la imagen de mis dos hijos que se presentaron así de repente”, eso lo detuvo. Raúl se dedicó a estudiar Administración deportiva con énfasis en discapacidad. Hoy dirige la fundación ASODISFISUR (Asociación de Discapacitados Físicos del Sur), que reúne 27 personas. Por medio del deporte fortalecen sus miembros superiores. Sus muchachos han competido en los juegos paralímpicos, han viajado por Colombia participando en campeonatos de baloncesto, pero lo más significativo de su progreso es la actitud que han asumido frente a la discapacidad. Raúl recuerda el momento en el que perdió una competencia de lanzamiento de jabalina, por cuatro centímetros, e insiste: “¡Sólo por cuatro centímetros!”.
Por su parte Carlos trabaja de forma independiente en el campo de la publicidad y trata de no pensar en el pasado. “Nunca recogí un peso de ese caso. El Seguro Social me sacó el cuerpo, como no fue un accidente de trabajo no me cubrieron nada”. El responsable de su condición desapareció y aún no se ha
hecho justicia. A pesar de la difícil experiencia el tiempo ha ayudado a Carlos a superar una circunstancia irreversible. Un disparo bastó para cambiar sus piernas por una silla de ruedas. Sin embargo nada detiene las ganas de transformar una tragedia, encontrando y construyendo motivos para seguir.
Han competido en los juegos paralímpicos, han viajado por Colombia participando en campeonatos de baloncesto, pero lo más significativo de su progreso es la actitud que han asumido frente a la discapacidad.
En un país como Colombia los perros, los caballos y los cuyes son explotados para el rebusque de sus amos.
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con Séptima, en la acera opuesta al Ministerio de Agricultura. “¡Se fueron!”. Piolín (o Kathy), en el medio, arranca; en segundo está el de los ojos cerrados, que reacciona y acelera. Chuchi, el manchado de café, avanza indeciso y no llega ni a la mitad de la pista. “Clinc, clinc, clinc, clinc”, el hombre de mostacho golpea el poste de luz con una moneda para que camine. Y mientras Piolín olfatea y decide en cuál de las quince vasijas verdes, rojas, azules o amarillas meterse, el conejillo de indias blanco es objeto de los gritos de los apostadores: “¡Aquí! ¡aquí! ¡El trece!”. La gente mira entusiasmada la competencia y apuesta monedas de doscientos, cincuenta, cien o quinientos pesos. La idea inicial de Ómar y su amigo en La Dorada hace veinte años ha funciona-
do, las personas se distraen y de paso, aunque no lo admitan, ganan plata. Trabajan de domingo a domingo en las horas de la tarde, según el movimiento. Cuando la policía está recogiendo vendedores ambulantes salen corriendo, ya que están prohibidos. Ómar se pone a Piolín en el pecho y lo besa, no quiere dañarlo; pero obligándolo a trabajar, atenta contra el bienestar del animal. Manuel Lancheros, vocero de la Asociación Protectora de Animales (ADA), ha visto a los cuyes compitiendo y afirma que “los animales no ejercen conductas de forma antinatural. La gente tiene una curiosidad malsana, no se han puesto a pensar que ellos sufren, les duele igual que a nosotros, ninguno quisiera estar en el papel de esos animales”.
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Texto: Vanessa Fiorella Ruggiero Espitia
Foto: Angela C. Bustos Zuluaga
Salario animal Una niña morena de tres años con pelo rizado pone una moneda sobre el recipiente número trece. “Tan bonitos, pobrecitos, ¡ayy míralos!”, dice la gente reunida. El cuy blanco cierra los ojos, la luz bogotana de las cuatro de la tarde debe molestarle, es un animal nocturno. in la orden “listos”, “arriba niños”, “chrchrch” o la pisada del hombre de bigote, el pequeño roedor seguirá descansando. Sus dos contrincantes, inmóviles en la línea imaginaria de inicio, están tranquilos, miran al frente y no se muestran los dientes. “Apuesten y ganen, el que entre primero es el campeón, el que entre primero. No son de pila ni son electrónicos, son de verdad”, replica el dueño del espectáculo. Hay cerca de sesenta personas mirando la carrera de cuyes sobre la Jiménez
Foto: Sebastian Felipe Abondano
Como ellos, Pili trabaja en el Centro Andino, viernes, sábados y domingos. Se sube en un bolardo a modo de “acto” circense; lleva una canasta en la boca y persigue gente a la orden de “¡a esa señora!, esa te va a dar plata Pili”. Salta tres obstáculos seguidos cuando su amo le ordena y las patas delanteras le tiemblan al pararse en las patas traseras. A Pili no le brilla el pelo (signo de desnutrición) ni los ojos: y su amo rehúye las preguntas, quiere plata por su testimonio.
Además, el medio del transporte de los conejillos de indias es perjudicial, una nevera de icopor (de las mismas que se usan para transportar los helados) con pasto,. “El cuy es un animal grande, por consiguiente debe tener encierros grandes, como con los conejos. Los encierros pequeños generan unos niveles de estrés muy grandes”, aduce Enrique Zerda, profesor de Biología de la Universidad Nacional y especialista en comportamiento animal. Explica además que el estrés permanente genera el Síndrome de adaptación general, con el que las defensas se bajan. “Hace que sufran patologías físicas y mentales. A los animales también se les corre la teja, igual que a los humanos”, explica. Ómar no reveló cómo adiestran a los conejillos de indias, pero el especialista Zerda sí conoce las técnicas para amaestrar estos animales. En su opinión es probable que los hagan aguantar hambre o los asusten para que huyan a los recipientes, tras escuchar el pisotón de su dueño. Otras víctimas del maltrato animal son los caballos que arrastran carretas. Hay excepciones. Carmen Acosta, secretaria de la Asociación de carreteros de Bogotá, creció acompañando a su papá y le heredó a él y a su bisabuelo el negocio. Ella sabe que un buen cuidado del caballo los beneficia. “Un animal bien trabajado, bien cuidado, dura quince años, dándole su alimentación, poniéndole vacunas, vitaminas, sueros”. Por eso tiene el carné expedido por la ADA y la licencia de conducción para su vehículo de tracción animal. La teoría dicta que si la policía encontrara al caballo en mal estado, lo decomisarían, tendría que pagar una multa y sería complicado sacarlo una vez ingrese a la ADA. Acosta cree hacer parte de un veinte o diez por ciento de carreteros certificados. El abuso de animales, de aves, perros o caballos, sea por tráfico o por explotación, revela la falta de una educación que abogue por el respeto de los seres vivos. Pero en la cultura del rebusque, las personas creen tener libertad para hacer uso de ellos. ¿Y si de aquí al año 3000 los animales nos domesticaran a nosotros, como en una película de ciencia ficción? ¿Si nos obligaran a arrastrar sus carretas o a aguantar hambre para competir en carreras?
SUICIDIO En el 2006 el Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses, registró
Javier y Leonel son los motivos de Myriam para superar la ausencia y poder continuar.
Cuando el suicidio es la única salida para un joven, la vida de una familia nunca vuelve a ser la misma. Como dictaba la rutina, Myriam Cortez lavó los últimos platos de la comida, acostó a los niños y apagó las luces de la casa. La oscuridad invadió el ambiente y las montañas guardaron un silencio sepulcral. ra el cinco de diciembre de 2005, y su hija Milady cumplía quince años. El fin de semana anterior la familia se reunió a celebrar la fiesta con todos los preparativos que ella misma había pedido. El agotamiento de esos días los había llevado a dormir temprano. Eran las siete y veinte de la noche cuando un ruido rompió la quietud del lugar. El caminar afa-
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noso de alguien que subía por la trocha, hizo que Myriam se levantara. Se abrigó con una ruana y salió. Era José Santana, un sobrino de su esposo que venía desde la vereda de Curubital. Con la voz entrecortada por la subida y la angustia, dio la noticia. -Myriam, el niño se intoxicó. -¿Cómo así? ¿Qué pasó?-le preguntó impaciente. -No sé bien, se quejó que le dolía mucho el estómago, le dimos agua aromática, pero se empeoró. Tocó llevarlo al hospital. Myriam se puso las botas de caucho y emprendió con rapidez la bajada de más de un kilómetro de distancia que la separa del centro de Usme. Atrás, sin perderle el paso, venía su hija Milady, la única hermana de sangre de Everardo. Al llegar su mamá le confirmó lo que había pasado, pero el asunto resultaba más grave de lo que ella sabía “Se tomó un trago de matamalezas”, confirmó la abuela entre lágrimas. Entró al hospital, el ambiente era tenso. Su hijo estaba
tendido en una camilla. Lo miró pero ninguno habló por más de un minuto, luego brotaron las palabras: -Mijo ¿Por qué lo hizo?- dijo con ternura. -Estaba aburrido- sentenció. “No me volvió a decir más”, recuerda Myriam. Fue a visitarlo los quince días que estuvo hospitalizado, pero sólo la miraba, jamás pronunció otra palabra. El 16 de diciembre de 2005 los médicos no pudieron salvarlo, pues el líquido tóxico que se utiliza para quemar la tierra ya le había invadido el cuerpo. Se llamaba Everardo y su nombre hace parte de un problema que según las estadísticas de intentos de suicidio en el país, está afectando a 6 de cada 100.000 jóvenes, en especial mujeres entre 10 y 19 años. Este menor, al que le gustaban los animales, vivía en Usme atendiendo las tareas del campo, pues dejó de estudiar cuando terminó quinto de primaria. En la casa, según su familia, parecía feliz con su labor. “Nada le hacía falta”, confirma Myriam.
358 263
Casos de intentos de suicidio Menores de 16 años
Hasta mayo del 2007 según la Unidad de urgencias siquiátricas de Bogotá se presentaron
165 130
Mujeres
Hombres
La mayoría entre 11 y 15 años
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Texto y fotos: Lina Fernanda Sánchez Alvarado
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RENUNCIA
Ese mismo día le dijo a la psicóloga que no volviera, porque no quería saber más de eso. “Me ha dicho que quiere hacer lo mismo que su hermano”, cuenta su mamá. Ahora ella no puede quedarse sola y el matamalezas o los utensilios químicos que utilizan para el campo se guardan bajo llave. Esta renuncia a vivir se repitió el 21 de abril de este año. Santiago, un estudiante de 13 años del colegio distrital Inem Santiago Pérez, decidió terminar con su existencia el día de la entrega de notas. Se disparó con un revólver de seis impactos, el arma de su papá, quien había pertenecido a la policía. Lo único que dejó fue una carta pidiendo perdón por las ocho materias perdidas. Al igual que Everardo, el desistir de estos dos jóvenes se convierte en un sentimiento de culpa en sus familias, quienes aún cargan con el dolor y siguen sin entender las razones por las que sus hijos se quitaron la vida.
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La infancia que
Este no es un caso aislado, pues Colombia presenta una de las tasas más altas de suicidios de los países miembros de la Organización Mundial de la Salud. Solo el año pasado el Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses, registró 358 casos de intentos de suicidio, de los cuales 263 eran menores de 16 años. Sólo 72 logran su cometido. La razón del niño no iba más allá de sentirse aburrido, por eso nadie sospechó que fuera a suicidarse. “Apenas tenía trece años y todavía no me explico por qué tomó esa decisión”, dice Myriam antes de interrumpir la historia. Su hija sale del baño, da un vistazo a la pieza donde está su mamá y entra al cuarto. “Es mejor que no sigamos hablando”, dice mientras explica que ella no ha superado la muerte de su hermano. “En esta casa este tema queda cancelado”, dijo Milady en un impulso de rabia que la hizo recoger las fotos y pertenencias de su hermano para esconderlas.
Los sobrevivientes del Cartucho
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Esta calle llamada “Cinco Huecos”, ubicada cerca a la antigua Plaza España, es uno de los suburbios que los indigentes habitan, luego del desalojamiento del Cartucho.
la ciudad hace más de treinta años. Es el tercer hijo de una familia que vivió en el barrio los Andes de Bogotá. Y pese a que estudió en el colegio Agustiniano del centro, la droga lo llevó a quedarse en la calle y a perder a sus hijos y a su esposa que desde ese entonces jamás volvió a ver. “Recuerdo el día que salí de mi casa como si fuera ayer, mi mamá preparaba la comida y yo estaba esperando a un amigo para ir a comprar droga al centro de la ciudad. Ese día fue el último que compartí con los míos, nunca más regresé. Desde ese entonces la calle del Cartucho se convirtió en mi segundo y único hogar del que nunca he salido”, recuerda Juancho con una mirada melancólica. Los mal llamados “desechables” habitan en la ciudad de Bogotá, y a pesar de esto son los seres que más se desprecian. Ellos aseguran que ni el gobierno ni la sociedad se preocupan por ellos. Además es difícil que estas personas se empleen en un oficio digno, por tal razón se dedican a robar y a traficar con drogas y armas en los huecos de la ciudad. La mayoría de los indigentes sufren de alguna enfermedad, su condición de vida es precaria y triste, duermen en la calle y en los suburbios de drogas y ar-
15 Texto y fotos: María Juliana Torres González
El día del desalojo Juan Ramón y sus perros estaban acostados en un carro de balinera. Por suerte, no lo mataron cuando llegó el camión de la policía, pero sí se ganó un balde con agua caliente, ácido y orines, que le provocó una quemada en la espalda y una cicatriz que nunca se le va a borrar. “No recuerdo la hora, solo sé que era de noche o quizá de madrugada. Sentimos llegar el camión de la limpieza social, ese día pensé que me iban a quebrar, empezaron a repartir bala a todos lados y por un hueco de mi carro vi como más de uno de mis parceros morían cruelmente por la policía”, dice este habitante de la antigua calle del Cartucho y del actual Bronx, ubicado cerca del batallón de la guardia presidencial en el centro de Bogotá. uan Ramón, más conocido como “Juancho”, no sabe que hace nueve años empezó la recuperación urbanística de la zona del Cartucho, a través de un proyecto de bienestar social liderado por la Alcaldía Mayor de Bogotá. Cuando se llevó a cabo el desalojo entre el año 2001 y 2003 se identificaron 4.891 personas (887 familias y 2.104 personas sin referente familiar) que habitaban en el lugar, el que ya tenía destinado otro rumbo, con una inversión de $5.450 millones de pesos. Sin embargo, para los años 2004 a 2008 se tiene valorada una inversión de $23.267 millones, es decir, un 54% más de lo que se invirtió entre 1998 y 2003 ($12.607 millones). Juancho, habita las calles del centro de
mas, la mayoría de ellos mueren a causa de enfermedades respiratorias. Según un parte estadístico de la Alcaldía mayor de Bogotá, “los médicos del Hospital Centro Oriente revisaron a algunos indigentes que están ubicados en el Bronx para determinar su estado de salud. Luego del estudio se concluyó que estas personas sufren en su mayoría de enfermedades respiratorias, por su adicción a las drogas y las condiciones climáticas de las últimas horas”. Cuando se desalojó la calle del Cartucho, provisionalmente las personas fueron movilizadas al matadero distrital en donde lograron ser atendidos de manera provisional hasta que los comerciantes del sector de San Andresito los sacaron a la fuerza. De las tantas instituciones que manejan los programas sociales de la ciudad ninguna se responsabilizó del tema, según un sondeo estadístico realizado por Caracol Radio de las distintas entidades del Estado que manejan el tema de los indigentes. “Encontramos que ni el Ministerio de Protección Social, ni la Red de Solidaridad Social ni el Instituto de Bienestar Familiar y ni siquiera las consejerías sociales de la Presidencia pueden apersonarse del tema, simplemente porque no está en sus programas de trabajo y hay primero otros proyectos y responsabilidades pendientes”. La Pepita, San Bernardo y Cinco Huecos, también están ubicadas en la localidad de los Mártires, en el centro de Bogotá. Es una de las calles más reconocidas, pues es visitada por habitantes que no viven en las calles pero que gustan del vicio y que entran allí para consumir bazuco. Se encuentra ubicada cerca a la antes llamada Plaza España. Sus habitantes han sido expulsados de otros lugares como El Cartucho. “Nunca nos dejan tranquilos, cuando no es la policía, son esos niños ricos que trabajan en los centros comerciales del sector que nos mandan sacar, pero cuando necesitan de nosotros para el vicio ahí sí nos buscan”, menciona el Loco, amigo de Juancho, quien se dedica a reciclar cajas de cartón. Mientras esto ocurre, Juancho y todos los suyos seguirán desplazándose por Bogotá en busca de un mejor refugio. Tal parece que el Bronx, también llamada calle de la L, hace parte de un nuevo proyecto de reforma urbanística, por tal razón los habitantes de esta calle ya saben que nuevamente serán desplazados.
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La desaparición del mayor refugio de drogadictos de Bogotá, generó el desalojo de más de mil personas y creó nuevos guetos como Cinco Huecos, Bronx, la Pepita y San Bernardo.
Recuerdos tóxicos
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Según sus hijas y su esposa, en ocasiones se veía débil y sin ganas de pararse. “Esta sustancia ha sido muy utilizada para cometer actos delictivos –afirma el doctor Salcedo Pérez- porque trae efectos agudos que son precisamente la pérdida de la memoria y fácil dominación de las víctimas. Por ser tan fuerte es que las personas quedan durante varios días sintiendo tales efectos.” Algo con peores consecuencias vivió Francisco Pineda, un ingeniero de sistemas de 25 años, que decidió salir un viernes cualquiera, a celebrar con sus amigos el ascenso en su empresa como jefe de sección. Acostumbraba a ir al mismo sitio de rumba en la Zona Rosa y, como siempre ocurría desde que Francisco empezó a ir a este lugar, esa noche todo era perfecto. Había mujeres hermosas, el “rockcito” era de su agrado y, por primera vez, una joven universitaria, menor que él, se le acercó para hablarle y ofrecerle un whisky. Pacho, como lo llaman sus amigos, fue seducido por una tal Paula. Luego de ese viernes de 2002, él dejó sus acostumbradas salidas debido a que aquella mujer le echó escopolamina en el licor. “Recuerdo que se llamaba Paula y que era muy bonita -afirma Francisco. Ella me hablaba y nos preguntábamos muchas cosas, muy normal. Nunca pensé que todo era para
robarme el carro”. La única intención de la mujer era hurtarle un Renault Clío, que entre conversaciones le había contado que era nuevo. Además de no volver a ver el carro, Pacho perdió su ascenso, y por tanto el empleo debido a su ausencia en la empresa por más de un mes. Tiempo en que estuvo recuperándose de los trastornos y secuelas que le dejó la droga, con la que según expertos de la Dijín, se llevan a cabo el 15 por ciento de los asaltos en un año. “Es una sustancia que por su facilidad para mezclar en bebidas o comida y por sus efectos brinda facilidad a los delincuentes. Cuando se trata de robar carros, casi siempre las víctimas son hombres. Las mujeres los embolatan, algunas hasta se echan escopolamina en partes íntimas del cuerpo”. Tal sustancia alucinógena es culpable de que personas hayan estado a punto de perder la vida. Ese es el caso de Jorge Torres, un empresario de 51 años que salió un día a las 6 de la tarde a hacer mercado. Doce horas después aún no regresaba a casa. Había sido atacado dentro de su carro, en la carrera 30, por un hombre que logró suministrarle 5 drogas, entre ellas, escopolamina. “Le dieron cocaína, escopolamina y otras sustancias. Quedó tan drogado que entró en coma por 15 días”, recuerda Juliana, hija de Jorge.
De tal magnitud son los asaltos con escopolamina que las autoridades han tenido que hacer recomendaciones en distintos medios de comunicación, para que las personas estén al tanto de sus pertenencias y de no aceptar nada de extraños. Cuando de robar se trata, los delincuentes actúan sin importar cuánto pueda llegar a perjudicar a una persona. No les interesa que el mito de esta droga pueda afectar el trabajo, la salud e incluso las sombras de una presunta infidelidad.
“Él dice que una señora se le acercó cuando iba a coger el taxi. Desde ese momento no recuerda nada más. Sabemos que fue escopolamina porque en el hospital lo confirmaron”, dice Cecilia, esposa de Armando.
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Una mañana del año 2005, Armando Quintero despertó en un desolado potrero del sur de Bogotá. Su cerebro se esforzaba por conectar ideas, por encontrar un recuerdo. Las piernas no respondían, sentía como si fuera la primera vez que veía el mundo intentando dar sus primeros pasos. En esas permaneció por más de una hora. Durante ese lapso de su vida y junto a una mala pasada de su memoria, creyó que vivía en ese lugar. in embargo su ropa, sucia y rota, indicaba lo contrario: algo extraño había sucedido. Sólo supo la dimensión de su tragedia cuando sintió que su cuerpo se elevaba al viento, mientras que sus ojos contemplaban a un extraño que decidió llevarlo al hospital más cercano. Con 45 años, este analista de seguros decidió una noche salir con sus amigos a tomarse un trago. Después de las doce de la noche había sido víctima de una mujer que al parecer le echó escopolamina. “Él dice que una señora se le acercó cuando iba a coger el taxi. Desde ese momento no recuerda nada más. Sabemos que fue escopolamina porque en el hospital lo confirmaron”, dice Cecilia, esposa de Armando. Estuvo 36 horas hospitalizado. Cuando salió aún se sentía desorientado, aunque reconocía a su familia.
Foto: Maid Alexander Cubillos Reyes
Oráculo No. 16 / 2007
Texto: Laura Ospina Diaz
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Foto: www.morguefile.com
Además de trastornar la salud, los afectados por la escopolamina quedan expuestos a perder el trabajo o separarse de sus parejas.
La ley de los duros
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El Silencio de Barranca En la capital petrolera de Colombia se esconde un entramado de censura que afecta el quehacer de una profesión cuyo único objetivo es informar.
Con maletín al hombro y tono de indignación, Alfredo Serrano, escritor del libro “La batalla final de Carlos Castaño”, cuenta que en Barrancabermeja la censura se compra con fajos de billetes y con amenazas. nte la voz de alarma de la Fundación para la Libertad de Prensa sobre el caso de la capital petrolera, donde hay más de 50 periodistas amenazados por la clase dirigente local y los grupos paramilitares, Serrano es una de las víctimas que tuvo que empacar sus
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maletas por sus escritos sobre los oscuros nexos “entre altos miembros del Gobierno y los paras”. Bajo este panorama, la ciudad cuenta con varios medios de comunicación (un diario, 10 semanarios, tres canales de televisión local y numerosos espacios informativos y de opinión en la radio), sin embargo es uno de los lugares en donde se presentan sucesos de gran relevancia que nunca son registrados debido al elevado número de censuras y chantajes. “Yo he sido muy crítico con mis colegas –agrega Serrano-, pues desafortunadamente, uno encuentra que diez hacen periodismo decente mientras los otros cuarenta están comprados. El problema entonces no es la censura sino un fenómeno más grande que ha penetrado todas las esferas del poder público, el verdadero inconveniente es la corrupción que hoy día ha invadido el quehacer periodístico”. Lo malo es que esta situación sobre la censura periodística no es un problema exclusivo de Barrancabermeja, sino también es una sombra gigante que se pasea por todos los rincones de Colombia.
Oráculo No. 16 / 2007
“Yo estaba tomando mi cervecita como me gustaba, estaban las FARC por ahí rondando y me llamaron a una esquinita y me dijeron que yo era el ganadero más grande, pero yo sólo tenía 12 cabezas y un caballo. Después empezaron a decir que tenía que darles tres millones pero yo les dije que si querían se los prestaba, pero los infames me jalaron y me dijeron que si quería a mi hijo les diera la finquita”. La guerrilla llegó a Pajarito porque el ejército los había sacado del Tolima. Al principio, según Marco Antonio, no hacían nada y les gustaba que la gente dijera que ellos estaban ahí en el monte. “Empezaron a aparecer muertos por todos lados y a yo me dio susto entonces me vine. Claro que yo digo que eso fue amangualados con el ejército porque una vez un paisano me contó que lo detuvieron tres soldados y ahí sí hablaron con los de las FARC, y eso sigue así “. En la ciudad la persecución no termina. Aquí en Cazucá, como en otros barrios de la periferia, la guerra continúa en manos de un bloque de paramilitares. Según los papeles oficiales este grupo se desmovilizó, pero cuando subí a las montañas a entrevistar a los desplazados, pasó una camioneta y me advirtió: “Es mejor que baje a que le pase algo”. En el lugar, los habitantes parecen entes silenciados y temerosos. Prefieren olvidar, que no les pregunten por el pasado mientras las armas sigan disparando, atravesando sus vidas.
19Ortíz Texto y fotografía: Cindy Anaya
llega aquí y ni para la panelita, pero tenía como la esperanza”. Desde que esta mujer con sonrisa de niña pequeña llegó a Soacha no ha tenido un lugar fijo para vivir. En estas mudanzas, en piezas de amigos, siempre ha estado con su hija, porque su hijo un día le dijo lo que más temía: “mamá no hay ni pa’comer voy pa’l monte a matar soldados, yo le envío platica”. Mientras Luis, el mayor, está en Vista Hermosa haciendo parte de la frialdad de la guerra, ella depende del programa de la Presidencia: Acción Social, que se encarga de dar subsidios que constan de tres mercados y tres alojamientos a los desplazados hasta que encuentren una estabilidad social y económica. De acuerdo a este organismo, hasta el 9 de octubre de 2006 en el Municipio de Soacha se encontraban 4.027 Familias y 17.098 personas, de las cuales la gran mayoría de ellas se encuentran ubicadas en la Comuna IV o en Cazucá. Sentado en una de las piedras áridas de Cazucá y con rancheras de Vicente Fernández de fondo, Marco Antonio Ladino dice que anhela levantarse a mirar su ganado, sembrar maíz, banano, yuca y caña. Con setenta años y la preocupación de conseguir $10.000 pesos para la comida del día, este hombre delgado con ojos azules, casi transparentes, agacha la cabeza y habla del momento en que estaba tomando con unos amigos en la tienda de doña Cecilia en Pajarito, Boyacá.
Oráculo No. 16 / 2007 Textoy fotografía: Johanna Catherine Ospina Méndez.
Desde que el sueño de unos campesinos se vio sorprendido por el sonido de las balas de unos encapuchados con botas de caucho, la huida se volvió la única salida. Fue una noche con lágrimas, temor, silencio y maletas con pocas mudas de ropa, antes de abandonar sus pueblos. n Colombia la cifra del dolor de los desplazados aumenta hasta rozar los tres millones. En el camino hacia la ciudad, sólo esperan encontrar ayuda para sobrevivir. En ocasiones, los recuerdos son el enemigo perfecto: llegan las crudas imágenes. Como la de Vista Hermosa, Meta, cuando las FARC se tomaron el pueblo a las nueve de la noche. Angelina, con sesenta años, empaca algo de ropa y abraza la Biblia mientras se asoma a la ventana que da a la calle destapada, gritándole a sus hijos: -Salgan que los guerrillos no están cerca todavía. Mientras frota sus arrugadas manos y toma su pierna por un dolor que la acompaña desde que está en Soacha, Angelina dice que sus hijos esa noche de domingo salieron corriendo y se escondieron en un matorral. La mujer con la mirada perdida en el suelo y una falda de flores cuenta que en un burro alcanzaron a salir del pueblo. Ella sabía que al otro día a su hijo mayor Luis querían llevárselo para el monte y no lo iba a permitir. “Uno por la radio escucha todos esos programas que hace el gobierno para ayudarnos, pero uno
Foto: Sebastian Felipe Abondano
Siembras de guerra
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Foto:www.ciponline.org
Oráculo No. 16 / 2007
Texto: Angela C. Bustos Zuluaga
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Un grupo de campesinos, acostumbrados al olor de la tierra, ahora viven en los cinturones de Bogotá donde sólo los acompaña la incertidumbre.
En las pandillas existen dos principios básicos: el de solidaridad y el del silencio. Quien informe a las autoridades sobre alguna de las actividades, firma su sentencia de muerte. De igual forma, quien perjudique a un integrante de la misma tiene la misma suerte. l Pecas tiene 19 años y hace más de tres es miembro de una de las pandillas de San Cristóbal Sur, en Bogotá. Sabe muy bien a que se enfrenta: “los encapuchados salen por la noche, suben en camionetas y motos y al que ven lo van es bajando. Pero también hay otros del Gobierno, a los que la misma gente del barrio les da una lista negra de los ‘mancitos’ que tienen fichados y esos vienen por el día y entran hasta la misma casa y los matan”. La afirmación, llena de resentimiento, la dio en el hogar del padre Celso, en la localidad Kennedy, en una de sus visitas a este centro, cuya principal misión es recoger a los novatos que se adhieren a las pandillas. Aunque la sociedad los señale, no se debe desconocer que ellos son víctimas desde pequeños del entorno en que viven, barrio, de su familia, pues por lo general sufren maltrato y abandono, aunado a la mala situación económica que padecen. Esto los lleva a asumir el sostenimiento del hogar, en medio de las dificultades para acceder a la educación y de la inoperancia o corrupción de agentes policiales que los utilizan.
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Mientras los pandilleros imponen sus reglas en las esquinas del barrio, la sociedad los sataniza y los persigue.