Imanhattan 3 Lila Zemborain Directora de la Maestría en Escritura Creativa en Español
Mariela Dreyfus Consejera Académica
Bethsabé Huamán Andía y R.E. Toledo Editoras Imanhattan
Lissi Sánchez Marina Perezagua Keila Vall de la Ville Karen Sevilla Raúl Martínez Comité Editorial
www.eyestormonline.com Diseño gráfico
Índice
Noviembre. Gloria Esquivel González 12 Mis dos ventanas. Pedro Plaza 14 Nocturna. Lissi Sánchez 17 Postal. Antonio Jiménez Morato 21 Entre lluvias y ventanas. Claudia Mora 24 Adidas Rod Laver. Guillermo Astigarraga 25 Nostalgia. Bethsabé Huamán Andía 27 Lunes. Billy Collins. Trad. R.E. Toledo 31 Acogedoraroma. Pluma hiriente. R. E. Toledo 33 Andamiaje (fragmento). Kadiri Vaquer 35 Veo una casa. Mariana Graciano 39 La disputa. El atleta. Perfecciones. Los solos. Marina Perezagua
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Las agujas. Los espejos. Giuseppe Caputo 43 Clases de verano. Glendalys Font 47 Deseo. Darling. Ficción. Pertenecer. Keila Val de la Ville
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El ruido de la fiesta. Martina Broner 52 Poema I. Repetir las islas. Poema II. Estela. Poema XI. Karen Sevilla
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Los ahorcados (fragmento). Lorea Canales 60 Et mors animo. Kyoto. Raúl Martínez 63 Lampos. Osdany Morales 66 3rdi. Marta del Pozo 68 Un conjunto de relaciones dialécticas. Joseduardo Valadés
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Pero no de juguete. Ana Margarita Lopez Ospina
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Del muro una mujer. Fatalismo. Tania Reino 74 El barrio campesino (fragmento). Javier González 77 No es país para viejos. Francisco Díaz 80 Tríptico azul cobalto. Edgardo Nuñez 83 Los salmones. Nancy Ross 84 La cómplice durmiente (fragmento). Juan José Richards
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El mar guarda silencio. Body Painting. Nuria Mendoza 86 Pájaro sobre una rama. Felipe Martínez 89 El caimán abre el verano. Acertijo de anticuario. Manuel Fihman
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Reloj de sol. Alia Trabuco 92 12:14am noviembre 14, 2011. 1:35am diciembre 10, 2011. Osvaldo Luis Cintrón
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El ángulo muerto. La traducción. Cristina Colmena 98 The Huaraz Uncles and Aunts. Rodolfo Hinostroza. Trad. MF
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Filosofía del mobiliario. Edgar Allan Poe. Trad. FD
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Autorretrato como la letra Y. Tracy K. Smith. Trad. CM
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Lección de historia. En el tren nocturno de Praga. August Mosca ha muerto. En busca del pasado incierto. Daniel Thomas Moran. Trad. MD
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Juguete Secreto. Aclarando algunas cosas. Santo Tomás de Aquino. Charles Simic. Trad. KV y EN 126 De autoras y autores
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Editorial
Bethsabé Huamán Andía R.E. Toledo
Un año más ha transcurrido. Para muchos estas últimas semanas significan no solo la feliz llegada a una meta trazada temporalmente hace dos años, sino una que se forjó mucho antes, hace muchas anécdotas, muchas ideas y muchas, muchísimas letras. Lamentablemente, significa también la partida a un mundo que nos espera, después de haber sido tocados por la convivencia en la Maestría en Escritura Creativa en Español de NYU. Al convivir en este programa hemos tenido la oportunidad de influenciar y ser influenciados, así como de encontrar un punto de coincidencia a partir de nuestra propia voz. Los textos aquí reunidos son una muestra de la variedad de voces, estilos, lenguajes y tendencias que pueblan el programa, pero dan poca cuenta de la riqueza del intercambio de opiniones, las críticas y el crisol de acentos y vocabularios iberoamericanos en el que compartimos dos años intensos de fructífero trabajo con la palabra. Para personas abocadas a sus proyectos personales en una metrópoli agitada como ésta ha sido un gran reto conciliar intereses y unificar apuestas que permitan la aparición del tercer número de Imanhattan. Para ello hemos querido retomar textos trabajados durante la maestría bajo temáticas amplias y habitables desde muchos significados y puntos de vista, como son “ventanas” y la misma ciudad en la que hemos convergido, en espacio y tiempo: Nueva York. Respondiendo también a esa situación primordial hemos incorporado traducciones para establecer un diálogo entre ese lenguaje propio y ajeno, a través de la difusión de autores destacados en la lengua otra, en un proceso de ida y vuelta, creativo y literal, tan libre como restringido, que nos sitúa en un aquí y allá, que al mismo tiempo nos define y nos permite concebirnos desde, para o por la palabra, en poéticas posibles o imposibles.
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Pero como la gran amplitud de propuestas no se puede reducir a esos ejes, es interesante descubrir otros varios hilos conductores que circulan y entretejen la prosa y la poesía de distintas maneras como es la exploración de lo cotidiano, el juego con el lenguaje en forma y en temática con apuestas a veces disonantes o fantasiosas. Se mezclan en estas páginas voces ya reconocibles con otras en proceso de construcción, pues nos parece igualmente interesante el proceso de construcción como el de conclusión y es así también que esta revista crea variados niveles de lectura. Puede parecer una contradicción que esta propuesta sea únicamente visual, es decir en formato electrónico, que es en el que se difundirá y perdurará principalmente. Sin embargo, esta visualidad textual no se contradice con la letra impresa, porque sigue surgiendo de una mano que modela el lenguaje con los dedos apretados y manchados de tinta. Hubiéramos querido que todos y cada uno de los compañeros y compañeras con los que hemos compartido en estos dos años de trabajo dejaran aquí su voz pero no siempre se puede. De la misma forma, nos hubiera gustado incluir un poco de humor dentro de esta propuesta pero la mayoría se toma la escritura con mucha seriedad. Sin embargo, estamos convencidas de que todos los textos aquí reunidos tienen una historia detrás y por venir, algunos se convertirán en libros, otros ya lo son, otros seguirán reproduciéndose, pero han dejado una huella imborrable en nuestro quehacer artístico y eso es ya indiscutible y primordial. Esperamos disfruten la lectura y que la experiencia de estos textos incite su curiosidad y les lleve a buscar más propuestas de los autores que aquí se presentan.
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Prólogo
Enseñar, aprender, escribir Antonio Muñoz Molina
No sé si hay otro oficio en el que haga tanta falta no solo estar aprendiendo siempre, sino también desaprendiendo siempre, en el que cueste tanto adquirir certezas que de pronto se volverán inútiles si dejan de estar contaminadas por un principio de duda. Llevo escribiendo y leyendo toda mi vida, o casi, y ahora estoy menos seguro de todo que cuando tenía 25 ó 30 años, y de lo que menos seguro estoy es de la mejor manera de aprender a escribir, y menos aún de si hay alguna manera de enseñar. Se aprende, desde luego, leyendo y escribiendo, pero si se presta una atención demasiado exclusiva a la escritura y a la lectura el estilo se enrarece y se vuelve amanerado, y si no se lee en profundidad a los mejores el estilo se queda anémico, o uno se convence a sí mismo de que está siendo muy original y ha hecho un gran descubrimiento, que suele ser el descubrimiento del Mediterráneo. El mundo está lleno de decálogos brillantes sobre el aprendizaje de escribir, pero cada vez que yo leo uno que me convence –casi siempre- me propongo a mí mismo el ejercicio de redactar un decálogo inverso, y también me convence. Los decálogos literarios desprenden un tono molesto de decálogos religiosos, y uno se pregunta por qué esa obsesión de seguir recitando los diez mandamientos mucho después de haber abandonado la escuela e incluso la fe cristiana. Una de las formas más eficaces de aprendizaje para un escritor me sigue pareciendo el desvergonzado mimetismo. Leer a Lorca y a continuación escribir fervorosamente y desastrosamente como Lorca. Leer a Borges y convertirse en borgiano o borgesiano instantáneo. Leer a Faulkner o a García Márquez y perderse en acumulaciones de adjetivos y en arborescencias genealógicas. El problema de ese mimetismo juvenil es que suele concentrarse no en la sustancia de la escritura imitada sino en sus adornos o sus amaneramientos más superficiales. Eugenio D’Ors, un ensayista español bastante olvidado de la generación de Lugones y de Alfonso Reyes, solía decir: “Bienaventurados sean mis imitadores, porque de ellos serán mis errores”. Yo leo páginas mías antiguas lorquianas, borgianas, onettianas, y se me cae la cara de vergüenza. Pero no es menor mi incomodidad cuando leo a alguien que me imita visiblemente: la incomodidad de asomarme a un espejo en el que se exageran las equivocaciones que cometo yo mismo, las rutinas, los énfasis, lo que llamaba Juan
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Carlos Onetti literatosis, que tiene que ver con la observación de Truman Capote de que todos los escritores tienden a overwrite. Con lo que se queda el imitador es con el over, casi nunca con el write: con la adjetivación de Onetti o de Borges o de Bolaño, no con la sustancia, es decir, con lo sustativo, en el sentido gramatical y moral de la palabra. Y a veces ni siquiera eso: en mi lejana juventud de provincia española conocí a aspirantes a escritores que estaban convencidos de ser discípulos de Raymond Chandler o de Scott Fitzgerald porque, al igual que ellos, se emborrachaban mucho, y emborracharse parecía una cosa literaria. Muchos músicos jóvenes de los primeros años cincuenta imitaban la adicción a la heroína de Charlie Parker, no su pasión obsesiva por el estudio de la música y por la práctica del instrumento. Aprendemos por imitación, pero solo hemos aprendido de verdad cuando vamos más allá de la imitación. Y en cualquier caso, ya que imitamos, conviene asegurarnos de que lo que imitamos es un original, y no una copia o un sucedáneo. Porque de lo que se trata no es de construirse un estilo, a la manera en que un adolescente se construye su propio y casi siempre penoso personaje, sino de encontrar una voz. Y la única voz que puede encontrarse es la propia. Casi todo sirve en esa búsqueda. Casi todo sirve y casi todo puede ser dañino. Sirve, desde luego, leer mucho, pero si se lee demasiado se tiende a perder el sentido de la proporción entre los libros y el mundo. Conviene no olvidar nunca que la primera y la mejor de todas las novelas, el Quijote, trata de alguien que está enfermo de literatura. Sirve venir a Nueva York no tanto por lo que la ciudad ofrece sino por la distancia que le permite tomar a uno sobre lo que dejó atrás. Pero venir a Nueva York no sirve si le hace a uno sentirse “especial”, por usar un adjetivo muy prestigioso en las redes sociales, si le hace creer que ha llegado a algo, que estar aquí ya es de antemano un mérito literario. Sirve conocer a otros escritores, intercambiar lecturas, someter lo que se ha escrito al juicio de alguien que comparte los mismos intereses, pero conocer a otros escritores y moverse demasiado entre ellos deja de servir en el momento en que uno piensa que de algún modo ya está dentro, que ha llegado, que la literatura es una cofradía de elegidos o un círculo de amiguetes en el que todos se conocen y al que uno pertenece indudablemente.
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Es peligroso creerse el centro, creerse en el centro, pero también es peligroso creerse en el margen, verse a uno mismo dotado del heroísmo de lo alternativo. Uno está donde puede, en un paisaje en movimiento, y la calidad de lo que escribe dependerá de la calidad de la atención que preste al mundo y a la propia tarea de escribir. Escribir es ponerse a escribir y es también dejarse llevar por la pereza o por los azares de la vida diaria. Escribir es mirar fotos o mirar gente en el metro. Escribir es prestar atención a las otras voces antes que escuchar con arrobo la propia voz engolada o encanallada. Escribir es mirar las cosas como si uno no estuviera presente. ¿Y enseñar? En el español de las universidades americanas, por contagio del inglés, enseñar puede ser un verbo intransitivo: “yo enseño los lunes”. ¿Se puede enseñar a escribir literatura, como se enseña a tocar la guitarra o a montar en bicicleta o a fabricar pianos? Al cabo de los años, yo creo que casi lo único que se puede hacer es compartir entusiasmos y descubrimientos, o recapitular los itinerarios del propio aprendizaje, que implica sobre todo insistir en el valor de ciertas actitudes que uno ha constatado como las más fértiles o más beneficiosas a lo largo de mucho tiempo. La curiosidad, por ejemplo. La capacidad franca de admirar. El absurdo dañino de creer que se sabe algo o se posee algo en un oficio en el que todo es tan incierto y tan frágil. La certeza de que toda arrogancia es no solo ridícula, sino también estéril. La necesidad de examinar siempre de nuevo lo que se da por supuesto: el prestigio, la maestría, etc. La conciencia de que el presente no es la culminación de la historia de la literatura, lo cual implica al menos dos cosas: la primera, que lo que ahora parece mejor, lo que está más de moda, puede quedarse obsoleto dentro de tan solo unos pocos años; la segunda, de que Cervantes o Melville o Charlotte Brontë o Virgilio nos pueden enseñar a escribir sobre lo real inmediato. Recorrer las páginas de esta revista es como mirar un álbum de familia: reconocer caras, rememorar conversaciones, sesiones de clase, encuentros. El mejor consejo que puede recibir un escritor nos lo dio a todos Stendhal hace dos siglos: no hay otro modo de ser original que ser uno mismo. Y eso no es una invitación a la espontaneidad indulgente y narcisista sino una exigencia radical de honestidad. Llevo toda mi vida dedicado al oficio de aprender a escribir, y no sé si le habré enseñado algo a alguien. De lo que sí estoy seguro es de que aprendo mucho más desde que acepté la invitación de Sylvia Molloy y Lila Zemborain de dar unas clases de escritura. Iba a ser un semestre. Ya van tres años…
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Gloria Esquivel
Noviembre 11/12
Igor Barreto habla sobre los caballos. Dice: El caballo es un animal temeroso del hombre, aún así se entrega a él. Al final esa confianza es traicionada y muere. Recuerda también una leyenda sobre caballos árabes. Dice: El vientre de un caballo árabe es un cofre de oro. Se me aparecen también los caballos de Von Trier. Desbocados, feroces, vistos desde arriba corren infinitos desafiando el fin del mundo. Días antes del desastre se desbocan. Horas antes del Apocalipsis aparecen en una imagen surrealista galopando solos en medio de la entrada de una casa de campo. Con serenidad. Mucha calma. Antes, una escena: Justine monta a Abraham. Me retuerzo en la silla del cine viendo cómo, en medio de su enfermedad mental, mole a golpes su caballo. Hasta que este se arrodilla, se doblega ante tanta violencia. Golpes sordos, sordos, sordos. Fuertes. Pero no duelen. La piel del caballo es fuerte, su vientre es de oro.
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Otra imagen de un poema de Barreto: Caballos que son muertos y cuyas entrañas son vaciadas y llenadas con hombres. Piel de caballo rellena de carroña que termina en el río. Sentir el miedo del caballo y confundirlo con mi intuición. Me desconozco tanto que no puedo saber si estas pulsiones salen de la desconfianza, de la paranoia, del pánico que galopa con ritmo firme o de una lectura incisiva de las señales y los gestos de los otros. Optar siempre por cerrarme las entrañas para que nadie me las vacíe, ni siquiera yo misma. Rogar en silencio para que no me rellenen con cadáveres de hombres valientes. O de hombres cobardes. Pensar en un ritmo de galope frenético. El ruido de los cascos sólo llega ante la inminencia del desastre. No lo anuncia, ni es premonitorio, porque el desastre se esconde bajo pequeños, pequeñísimos intersticios de tiempo. Siempre está ahí, gravitando alrededor de mi cabeza, zumbando, zumbando, zumbando, como un hilo invisible que cose mi boca y mi garganta y que no me permite hablar. Galopar frenético y automático como una rutina que hace que el desastre guarde silencio. Más aún, los golpes. Me muelen y no escucho. Se clava el golpe en la cabeza y en las costillas pero yo no oigo nada. Más golpes en la cabeza que no suenan. Me doblegan. Hay silencio. Caigo de rodillas, se revienta mi blindaje cosido, me vacían las entrañas. Y me rellenan con hombres y con carroña y con amnesia y con palabras filosas y con no entender esto y con enigmas y pesquisas que me aterrorizan y con moscas depravadas que zumban y retumban y nada duele. Nada volverá a doler jamás: mi vientre es de oro. 13
Pedro Plaza
Mis dos ventanas
La ventana de mi habitación se encuentra a unos dos metros de distancia de la pared gris de un edificio. Al mirar hacia afuera podría decir: su textura áspera como una palma de mano deshidratada; las pequeñas manchas por el paso de la nieve sucia al derretirse desde el tejado; la luz silente que se estampa por minutos sobre la superficie y luego desparece. También podría decir que ese gris que veo enfrente, que encierra mis sentidos, confinado dentro de la separación de los edificios, es el gris de la falsa primavera neoyorkina; o que es el color de las casi cien millones de ratas, así dicen los cuentos demográficos, que habitan en la ciudad; o que es el rastro de la basura comprimida que se combina con el pavimento; o el de los trajes monótonos de olores intensos de los mendigos; o como el gris que se confunde en la lejana palidez de los edificios y los árboles entristecidos por el invierno. Una mesa ancha de madera oscura combinada con sillas envejecidas de una dureza confortable que prefiero a las sillas más modernas. La
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ventana es grande, debe medir unos tres metros de alto por dos de ancho. Está ubicada en el lado norte del piso 9 de la biblioteca Bobst de la Universidad de Nueva York, hacia la mitad norteoeste del Washington Square. Desde acá puedo observar a la gente caminar por las aceras, la metamorfosis paulatina de las estaciones, los carros que atraviesan la West 4, los edificios que circundan la plaza de estilos arquitectónicos nada homogéneos. Tengo hasta un pedazo de cielo a mi disposición y una visibilidad de vuelo de unas diez millas, como dicen los pilotos, y no de dos metros hacia la pared gris del vecino, de la que prefiero distanciarme. ¿Por qué escribo desde esta ventana de Manhattan? Podría decir que dirigirme a la biblioteca me lleva a un lugar de trabajo, o que tal vez lo que me dispongo a hacer es tan importante como descifrar el funcionamiento del cerebro o predecir las alzas y bajas de la bolsa. Pero la razón por la que escojo esta ventana, sin ánimos de auto-minimizar la importancia de lo que escribo, porque a fin de cuentas todo es relativo, es debido al parque de los perros de la plaza que, desde acá, diviso con nitidez.
Mi primer perro se llamaba Toddy. La verdad, no sé cómo mis padres me permitieron ponerle el nombre de una bebida achocolatada. Sí recuerdo que en ese momento, de niño, me pareció gracioso. La verdad es que quería mucho a ese perro y le tenía respeto. Mi padre como era cazador, tenía una visión distinta de los animales y, en ese entonces, Toddy tenía que quedarse en el jardín. Yo jugaba con él al llegar del colegio junto al otro perro, el de mi hermano, que se llamaba Lobo, no mi hermano sino el perro. Antonio y yo también tuvimos una perra que, en teoría, nos pertenecía a ambos. Eso fue antes de Toddy y de Lobo. Recuerdo que la pobre, que no vivía en Caracas sino en los llanos, en esos mismos lugares inhóspitos que describe de manera tan exacta Gallegos, se fue enfermando y le salían marcas en la piel que parecían mordiscos de otro perro furioso. Una mañana, en medio de un calor insoportable, Pita, la pobre Pita estaba muy mal. Parecía un espectro de animal. Mi padre sólo nos dijo “ya vengo”. La montó en la camioneta y se perdió dejando la típica polvareda de los caminos de tierra sacudidos por las llantas. Al rato escuchamos el eco inevitable de una explosión. Nadie quiso decir nada pero todos pensamos en lo mismo: que era la escopeta Remington de nuestro padre, o tal vez era otro modelo. Lo más triste es que era casi imposible que mi padre fallara un disparo; él que estaba acostumbrado a destruir los platillos de arcilla de once centímetros que salían volando por los aires a una velocidad pasmosa, desde ocho ángulos distintos configurados en una media luna. Recuerdo aquella pintura en su sala de trofeos, encima de un mundo con la escopeta en mano. ¿Cómo, entonces, podía fallar el tiro? Al rato se apareció y estaba solo. Esa noche, el eco de la explosión cacheteaba mis pensamientos dentro
del mosquitero, como si los insectos hubiesen logrado penetrar en forma de perdigones de plomo para herirme de melancolía. Lloraba en la oscuridad atrapado por el cono de la tela blanca. Me hacía pensar en cómo había podido. ¿De qué estaba hecho él para sacrificar a un animal querido? Con el tiempo comprendí que se trató de un acto de compasión, que sólo un hombre de semejante reciedumbre podía hacer lo correcto en esa situación, sin que le saliera una lágrima al ver la mirada de sus hijos cuando se bajó de la camioneta; estaba hecho de otro tipo de madera. Esta ventana que da hacia la plaza me ha llevado hasta mi padre. De Toddy ahora tengo vagos recuerdos, la mancha blanca sobre su ojo izquierdo, su pelambre corta, que parecía una comiquita y que, como casi todos los recuerdos de mi infancia, pareciera estar metido en un saco lleno de bruma. Cuando me divorcié, mis hijos, que tenían cinco y tres años, me pidieron que les regalara un perrito. Cuando uno se divorcia el tiempo con los hijos se configura por la calidad y no la cantidad. Además con una culpa que no debería existir cuando se apagan los interruptores de la vida matrimonial haciendo el mejor esfuerzo. Porque la culpa es gratuita y entonces uno trata de complacerlos. Así que, sin saber en lo que me estaba metiendo, les compré un Beagle; esa raza de pequeños cazadores de lo más apuestos y simpáticos pero de una energía y nerviosismo inagotable. Freud vivía conmigo en el anexo que había alquilado con dos cuartos para poder recibir a mis hijos los fines de semana. El nombre lo escogieron ellos entre tres opciones que les había propuesto, y eso que yo no tengo nada que ver con el psicoanálisis ni me interesa la interpretación de los sueños. Ellos, por su
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cortísima edad, escribían su nombre como les sonaba: F-R-O-I-D. Esa elección inconsciente o digamos subconsciente, para entrar en onda, se tornó premonitoria porque terminamos colocándole un collar que decía “Perro loco”, alusivo a su carácter, que todavía lleva consigo, digo, el collar y también el carácter; un temperamento que sólo se atisba un poco con la edad. A Freud me lo trajeron cuando tenía dos meses. La primera noche estuvo aullando tanto que tuve que meterlo en mi cama, una decisión equivocada. Por debilidad o compasión terminó durmiendo cinco meses conmigo. El olor a orine de cachorro sobre el colchón no resultaba precisamente atractivo. Después de un tiempo mis hijos se fueron del país con su madre y con mi permiso. Freud siguió viviendo en mi casa y luego, en una decisión ganar-ganar, se mudó con mi suegra. A veces lo escucho ladrar de fondo en las llamadas familiares del domingo. Y entonces me imagino que Pita y Toddy han regresado y están con Freud, correteando en el parque de la plaza del Washington Square, transportados por la ficción en el tiempo y en el espacio. La ventana desde la que escribo es mía porque llego temprano en la mañana, sin rivales, en una soledad que me hace sentir poderoso, pienso que le gano la carrera al tiempo, como cuando me levanto antes de que salga el sol. Mis hábitos en apariencia estrafalarios me hacen tolerable la saturación humana, en esta ciudad que se levanta tarde, en la que se compite siempre por los espacios. La soledad de la biblioteca se va disipando a medida que avanza el día y los puestos se van poblando, entonces levanto la cabeza, con un leve movimiento hacia arriba, a la izquierda, y observo a los perros de la plaza corriendo, llenos de alegría. Esa visión me
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alivia cuando la escritura me agobia. Escoger ventanas es escoger ciudades. Hace un día de sol, se escucha el sonido del pianista portátil de la plaza. El murmullo de la buena charla sube junto con las notas del piano y ambos me hacen compañía. Observo a los perros girar en círculos, correr unos detrás de otros, pelear de mentira, montarse también de mentira. Entonces veo ese lado que me gusta tanto de la ciudad, con un pedazo de cielo muy azul, los edificios alrededor de la plaza, dejo fluir la conciencia, acaricio la memoria, regreso, escucho, e invento mundos. Escribir desde esta ventana me distancia de la pared gris, esa que me lleva a otra ciudad, aquella de la textura áspera, las de las cien millones de ratas, la de los mendigos, que es bien real y que espera para morderte como un perro con mal de rabia.
Lissi Sánchez
nocturna Ojos negros, cabello encrespado. Tú -entre toda esta gente- miras. Me gusta: cómo miras. No te he visto, tú a mí tampoco, no eres nadie, feo del diablo, no existes. Te arrojo al saco oscuro de mi mente embriagada. He llegado a Nueva York hace una semana. -¿Quién es? –pregunto a Leo. -Un tipo extraño, Borea. Camino hasta la cocina y me sirvo otra copa. Tremendos tacones, un traje escotado: ya te olvidé. Naufragaste en mi borrachera porque no me interesa que existas. Salgo a bailar un merengue agarrado. El sexo me crea patrañas. Ficciones añiles. Aún no he dormido contigo y ya te inventé. -Soy Borea… -sonríes. Un barco atraviesa el East River. He salido a fumar a la terraza, hay bulla aquí fuera. Pablo y su novia chilena, Mariano el cineasta, un negro llamado Pap. Y tú. La brisa se lleva el sudor de los tragos. -Española, escritora, ¿tú? -Artista peruano. Mucho gusto. Te brillan los ojos, Borea. Apago el cigarrillo y me alejo de ti. Cuando ya no soporto más ruido –tanta bebedera, tanto hablar paja- me oculto en un cuarto vacío. Son las tres de la mañana. Me tumbo, cierro los ojos, respiro. Sabía que vendrías a por mí. -No quiero líos… -Tranquila- te acuestas a mi lado. -¿Y piensas casarte, algún día? Yacemos sobre la cama vestidos. No quiero desnudarme porque el sexo me inventa patrañas. -Sí. -¿Tener hijos? -Sí. Deslizas la mano bajo el vestido. -Me casaré contigo. Tras la ventana, Manhattan: su reflejo navega amarrado a la orilla del río.
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clara
Entra la luz enrejada a través del ventanal dormido. Sonríen los palos de orquídeas, sus hojas abiertas al día sin flores. Cardinales, anidadas orquídeas, arrojan sus flechas de sombra sobre las baldosas. Hago pis sobre un termómetro que predice si la vida cambia. Si ya ha cambiado. Y miro las orquídeas mirando, y pienso, o no pienso, en el resto de la vida esta mañana. Creí que el pis saldría rojo y morado como las venas de los muslos de pollo. Que el corazón, me jadearía: por no saber. Si es que hay algo en mi vientre. Pero estas orquídeas sin flores relamen, rezuman, regurgitan. Y algunas baldosas blancas –con toda su mugre incrustada- aplauden, mientras orino. Creí que tal vez dolerían las venas moradas. Pero no duelen. Y es extraño, pues acabo de saber que estoy preñada.
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ciega
Otro ser insondable, a través de la ventana, allí. Lo vi. Zumbido de alambre de espejos: transcurre un vagón corrido. La tierra ruge, tiembla, embala el destino de los hombres. Expuestos lo mismo que pescado, senderos metálicos que huelen a rancio aquí abajo donde el tiempo se detuvo. Al costo, al por mayor, última parada. Alguien echó las cortinas y andamos bailando en secreto, con ratas. Peces de todos los colores emiten palabras esdrújulas: el aire se mueve despacio en este océano-gruta. Y nace la vida a través de un saxofón. Llueven pétalos, billetes, la humanidad se enciende, fugaz como una baraja de naipes o un susurro al oído. Los peces vitorean. Un niño traza un círculo con tiza. Pero esto no es cierto. Nada es cierto de un minuto a otro, en este almacén amarillo. El universo se expande, se folla a sí mismo. Una botella salina y un atajo famoso: mañana. Maldito peruano, cogiste bien aquella noche. Me bajo en la calle catorce.
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final El cáncer se fue pero han ingresado a su madre, de nuevo, es sólo un chequeo rutinario, no hay porqué alarmarse, dijo. Tres hijos, un marido que vive viajando, se acaba la fuerza y ahora esto. No me he atrevido a llamar a Gabriela hasta hoy. Amanecí torcida, llorando. Tal vez las hormonas. -¿Te gusta? Un clavel solitario en la repisa de la ventana. Gabriela levanta el florero y me lo muestra. Se han llevado a su madre para hacerle un escáner, aún no he podido verla. -¿Te gusta? –insiste. Apenas distingo sus formas, clavel a contraluz. -Sí… -Vino el doctor hace un rato a contarnos: está invadida. Pulmón, hígado, huesos. Después la enfermera trajo esta flor -la devuelve a su repisa-. Bonito detalle, ¿no crees?
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Antonio Jiménez Morato
Postal
Desde la ventana del cuarto de baño se ven los rascacielos del distrito financiero. Es lo que le dice a todo el mundo cuando le preguntan por su viaje. Ya sabía que la casa tenía vistas a Manhattan por las fotos que vio en Internet antes de confirmar el alquiler. Entre las imágenes del salón, la cocina y las habitaciones pudo ver una fotografía protagonizada por los enormes edificios de paredes acristaladas que había visto una y otra vez desde la más tierna infancia en películas y fotografías. Pero no sabía lo de la ventana del retrete. Fue la sorpresa que lo esperaba cuando llegó desde el aeropuerto. Desde que el avión aterrizó todo habían sido retrasos y problemas. El vuelo había durado un poco más de lo previsto, las colas en la aduana eran interminables y en la cinta de equipajes todas las maletas parecían iguales a la suya. Algunas no sólo lo parecían, sino que lo eran. Una familia libanesa y él tuvieron que abrir el compartimento delantero de sus maletas para asegurarse de cuál era de cada uno porque las
cintas para identificar los equipajes estaban destrozadas. Recordó entonces los consejos siempre repetidos por expertos en seguridad aérea sobre no comprar la misma maleta negra, marrón, verde o roja que compraba todo el mundo. Es mejor comprarlas con diseños estrafalarios, recomiendan siempre. Da igual lo llamativas que sean las maletas ya que las tenemos guardadas en armarios, se tienen que distinguir bien entre otras maletas. En las salas de recojo de equipajes, por ejemplo, argumentan cargados de razón. Más tarde llegó el segundo contratiempo: el coche que había reservado para trasladarse hasta Jersey City no aparecía por ningún lado. Así que tras media hora de espera decidió subirse a un taxi aunque el traslado resultase algo más caro de lo que había previsto. Como sospechaba que ocurriría, una vez más las películas y las series demostraban ser mejor fuente de información de lo previsto, el taxista no tenía la menor idea de dónde quedaba la dirección exacta a la que él quería llegar. Por
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si no fueran pocos inconvenientes, el haber elegido como día de viaje el último día de agosto, coincidiendo con los embotellamientos del tráfico propios del final de las vacaciones, alargó aún más la llegada a la casa. Así que cuando puso un pie en el que era ya su domicilio tan sólo atinó a preguntar a su nueva compañera de piso dónde estaba el cuarto de baño. Era lo único urgente en ese momento. Pese a ello, cuando se disponía a desabrocharse el pantalón se quedó embobado con la vista de la que disfrutaba la ventana del retrete y, por unos segundos, llegó a olvidar la necesidad imperiosa que lo había llevado hasta allí. Ahora cuando se lava los dientes u orina cree ver el fantasma de las Torres Gemelas desde la ventana. Cada mañana, tras lavarse la cara, se sorprende del ritmo al que crece la Torre de la Libertad. Aunque no vea, en realidad, el aumento de la altura de la construcción día a día, sí que imagina el ritmo frenético de los trabajadores. Alguna vez le da por recordar los días que pasó en Montevideo alojado en el penúltimo piso del Palacio Salvo. Desde una pequeña ventana que había en la ducha se veían todos los tejados de la ciudad. Montevideo a sus pies, pensó en aquel momento, eso es lo que pensaría el dueño de la casa cada vez que se aseaba. Y le hizo gracia saber que, aunque fuera por una vez, él podía experimentar esa misma sensación. Aunque fuera algo prestado, pasajero, por un par de días él tenía la ciudad a sus pies. Ahora no está a sus pies, pero la ciudad vista así, como un detalle decorativo en un cuarto de baño, le despierta sensaciones parecidas. Tal vez esa sea la razón de que ahora, cuando le preguntan qué tal la vida
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en la ciudad, cómo le va en su nueva casa, se limite a decir que desde la ventana de su cuarto de baño se ven los rascacielos de Manhattan. Por otro lado cuando confiesa todo esto a alguien, y es algo que ha sucedido mucho en las últimas semanas, no deja de pensar que resulta absurdo. Una casa no es, desde luego, las vistas que tiene la ventana del baño. Cualquiera sabe que lo importante de un hogar es que tenga un salón amplio y confortable, una cocina práctica y cómoda en la que desenvolverse, descansar en un dormitorio cálido y tranquilo, sentirse en un barrio seguro y bien comunicado. Todas esas cosas son, en realidad, lo verdaderamente importante de un domicilio, de un hogar tal y como lo debe entender un buen burgués. Y, sin embargo, cuando le preguntan qué tal le va en el lugar donde vive desde hace unas semanas, él siempre cuenta que desde el baño ve los rascacielos de Manhattan. No sabría decir por qué. Sólo tras reflexionar se da cuenta de que le gusta vivir en la periferia y no en Manhattan. Porque es desde ahí desde donde puede contar el mundo. Dentro no hay espacio, ni distancia para articular una voz que narre. En el margen hay espacio para la escritura. Sólo en la frontera, situado en el límite, ubicado afuera, se puede releer y reescribir.
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Claudia Mora
Entre lluvias y ventanas
La gente corre desprevenida, Dando pasos agigantados, huyendo de la lluvia. A una señora se le rompen los zapatos, Da un manotazo en el aire, llora por la pérdida y sigue caminando. Pasos más tarde se encuentra unos zapatos rotos, mojados Tira los viejos y se pone éstos. Sigue corriendo y se pierde entre la gente que la observa expectante, Diez mil ojos en diez mil ventanas, Todos ven la lluvia que amenaza con cortar cabezas, Todos en silencio ven cómo una a una caen las gotas Que destruyen los rascacielos, Que inundan las calles, Que acaban con el silencio acostumbrado.
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Guillermo Astigarraga
Adidas Rod Laver Voy en el metro de la línea F camino al Consulado de la República Argentina –me llamaron ayer pero no atendí. Estamos bajo tierra en algún punto de la isla, el vagón casi vacío. Sentado frente a mí hay un hombre de 40 ó 42 años, pantalones cortos de tela de jean y una remera verde sin marcas ni inscripciones. Empiezo a mirarlo y en un minuto ya sé: voy a sacar el teléfono y voy a tratar de fotografiarlo como a la chica de pelo rojo del mes pasado, la que me vio. La ropa que tiene puesta, el hombre, este, el de ahora, es ropa recién lavada pero está asquerosamente llena de arrugas, las que se forman a alta temperatura en una secadora industrial y se imprimen o esculpen de modo definitivo con una permanencia de días enteros en una canasta en un rincón donde generalmente hay una gran cantidad de pelusa. Da la impresión de que este hombre hubiera comprado el conjunto en un negocio como GAP, o en otra cadena más barata y genérica. Piernas peludas y flacas, huesudas. Se está quedando pelado. Medias blancas, de las que venden en los negocios de todo por un dólar, demasiado limpias, brillantes, como si las hubiera dejado flotando tres días en algún blanqueador muy potente. Alcanzo a ver más: tres verrugas en la
rodilla derecha, las dos más grandes cubiertas por una cáscara de un color pardo, color claro y pardo entre beige y amarillo pálido. Pero lo que me obliga a mirarlo la primera vez –lo admito– no es nada de lo anterior sino un par de zapatillas increíblemente mugrientas, tanto que podría decirse que dan asco (en un momento del viaje una pareja de ancianas chinas sentada a su lado interrumpe la conversación para señalarlas e, inmediatamente, fruncir el ceño). Son un modelo de Adidas que lleva el nombre del tenista australiano Rod Laver. Comenzaron a producirse en la década del 70 y son una de las tantas prendas deportivas de impecable estilo pretérito que esta marca alemana continúa fabricando casi sin alteraciones. Me parece, sin embargo, que el hombre sentado frente a mí no es aficionado al tenis, aunque le gustaría jugar a las bochas, deporte de origen italiano muy popular en Croacia, Chile, Argentina, que a su vez atraviesa un tenue período de renacimiento en ciertos círculos del condado de Brooklyn. Eligió sus Adidas Rod Laver por las líneas simples que las caracterizan y porque prima en ellas el color blanco, tanto en la lona que conforma las paredes del calzado como en
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los cordones y en los lados de las suelas –es decir, todo era blanco, excepto por una delgada franja de cuerina gris en el frente, la etiqueta que exhibe el logo de la marca atrás (la hoja de tres puntas brotando sobre un fondo verde) y la suela que también es verde y que avanza sobre la puntera. Lo que resulta raro es que, a pesar de la mugre que cubre las zapatillas y del tenor de las arrugas en su ropa, el hombre proyecta una potente impresión de pulcritud. Gracias a que teclea obsesivamente, como si quisiera limar los botones, borrar todas las letras, puedo seguir observándolo –el aparato es un Blackeberry negro que parece recién sacado de la caja en la que llegó, por correo, a su dirección: como una chica abusada que aun no denota el mal trato. Además del teléfono el hombre sostiene con fuerza, junto a su pecho, un bolso oscuro, sobrio, más nuevo y más caro que el resto de su ropa, a no ser por los anteojos, que son anteojos para ver, el marco es Rayban, igualmente nuevos y costosos (le caen sobre la nariz mientras embiste el teclado con varios dedos largos). No es un mensaje de texto lo que escribe porque estamos bajo tierra y en los túneles que atraviesan la isla no hay señal. Puede ser una nota extremadamente prolongada, un mensaje de correo que no enviará porque no se atreve o una rendición textual de lo que está pensando en este momento. Entre las manos que sostienen el teléfono y las piernas (cruzadas, exhibiendo el pie adelantado con la zapatilla izquierda que se balancea en apariencia más mugrienta que la derecha) el hombre sostiene también una agenda de papel, abierta y aprisionada contra la rodilla. Cuesta imaginar de qué modo acopla el uso de la agenda al uso que le da al teléfono, en el que podría registrar, desenfrenadamente si quisiera, todo aquello que haya escrito o que más tarde
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escribirá, a mano, con lápiz, lapicera o marcador, en las hojas de esa agenda. Da la impresión –si uno lo observa con la intención de reconstruir sus horas de ocio– que el hombre se masturba copiosamente, y la película que corre en su mente cada vez que lo hace tiene una de dos posibles protagonistas: la compañera de trabajo madura y atractiva y ligeramente rígida (Moreen) con una gran cantidad de pecas en los brazos que anuncian la presencia, tal vez multitudinaria, de esas mismas manchas cutáneas pardas o rojizas en otras partes más profundas de su cuerpo, o la actriz de pelo negro azabache y ojos de un color casi turquesa, traje de baño brillante, vincha y brazaletes (Lynda Carter) que interpretaba a la Mujer Maravilla en la serie del mismo nombre. Está claro también que el hombre vive solo, en un departamento breve y conciso, categoría especial de lo pequeño en Nueva York que resulta en domicilios inhabitables. Cuando me pongo de pie para bajarme en la parada más cercana al Consulado de la República Argentina lo observo una vez más, desde otro ángulo. Como sigue inclinado con los pulgares en movimiento febril sobre el teléfono veo una etiqueta oscura que sobresale del cuello de su remera, parece un lazo y yo me veo obligado a pensar en eso: un lazo: lazo para colgar un pino aromatizante del espejo de un automóvil. En ese lazo logro leer, o sea en la etiqueta, azul, etiqueta azul, entretejidas con perfección las hebras logro leer la palabra GAP, seguida de un chorrito de letras blancas que no alcanzo a distinguir, son muy chiquitas, posiblemente no sea más que una cuestión de origen. Tailandia, Vietnam o Filipinas. En el consulado me atienden rápido y me tratan muy bien.
Bethsabé Huamán Andía
Nostalgia A Pedro Andía Ramírez in memoriam
Música: Gymnopédies de Erik Satie Lugar: Al borde de la ventana, en frente, el parque de la infancia
Me temo que a esta hora ya haya caído el ocaso sobre tu ventana incólume te habrá rozado levemente en los labios perseguido a tientas tu lunar en la espalda como un batallón de hormigas hacendosas sin noción de su esclavitud
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Me temo que sea tarde para contar las veces que tus párpados arremetieron como oleajes en el sueño para participar de la aurora como un acertijo más sin centro ni contorno para añadir tu nombre al crucigrama Temo que me comí un grito de un solo bocado frío endulzado en jengibre y lágrimas para intentar dar sentido a las cosas que ocurren sin consentimiento a veces sin razón Me temo que no haya nubes que cazar en el cielo de tu mente que halles un tanto aburrido el purgatorio que no se den abasto con la actualización de libros el turno del ajedrez y la hora del té Me temo que no te dije te quiero suficientes veces para calmar mis ganas y callar este momento la boca con recuerdos de palabras suicidas lanzadas al vacío por si la muerte llega un día sin aviso Me temo que la sazón de la abuela no te sepa lo mismo por falta de ingredientes frescos por falta del fuego y la quemadura del sol por falta de la nieta que se rehúsa a comer y se queda horas de horas piloteando aviones cargados de col
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Me temo que los abrazos dormidos no sean consuelo suficiente para el miedo de tu ausencia Me dicen que agazapado continúas apostando a la lotería y al reloj que da vuelta en las esquinas y me cuidas Me temo que no regresen mis pasos a tu puerta que no te vea más escupir sobre el asfalto los dolores la pobreza y la vejez para imitar su chasquido concebido atrás del paladar en medio de la voz Me temo que no respondas con tu pasito apurado y firme por llegar antes del muerto por resolver para ayer lo de mañana por ganarle al día la luz y a la noche la penumbra por aventurarte en tus fantasmas y dejarnos a los vivos tu vals del corazón
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Billy Collins traducción R.E. Toledo
Lunes
Billy Collins Es profesor distinguido en Lehman College, CUNY y fue galardonado como Leon Literario de la Biblioteca Pública de Nueva York (1992). Fue Poeta Laureado de los Estados Unidos del 2001 al 2003 y del Estado de Nueva York del 2004 al 2006. El poema aquí presentado está publicado en la colección The Trouble with Poetry (2005)
Los pájaros están en sus árboles, el pan está en el tostador, y los poetas en sus ventanas. Están en sus ventanas en cada sección de la mandarina tierra— los poetas chinos mirando la luna, los poetas americanos observando los listones rosas y azules del crepúsculo. Los oficinistas están en sus escritorios, los mineros están abajo en sus minas, y los poetas mirando por sus ventanas tal vez con un cigarro, una taza de té, y quizás hasta intervenga una camisa de franela o una bata de baño Los editores están jugando el juego de ping-pong de las pruebas de página, yendo y viniendo de una página a otra, los chefs están cortando apio y patatas, y los poetas en sus ventanas porque es su trabajo por el cual se les paga, nada, cada viernes por la tarde. Parece no tener importancia por cual ventana aunque muchos tienen su favorita, ya que siempre hay algo que ver— un pájaro cogiendo una vara delgada, las luces de un taxi dando la vuelta, esos dos niños con gorras de lana cruzando la calle en diagonal.
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Los pescadores se mecen en sus botes, los de la telefonía suben por sus postes redondos, los barberos esperan al lado de sus sillas y espejos, y los poetas continúan mirando fijamente el resquebrajado baño de los pajaritos o la rama derribada por el viento. No es necesario aclarar ahora que lo que el horno es al panadero y la blusa manchada de fresas al tintorero, la ventana es al poeta. Solo piensa— antes de que se inventara la ventana, los poetas tenían que ponerse una chaqueta y un gorro de invierno para salir o quedarse dentro con la mirada perdida en la pared. Y cuando digo pared, no me refiero a una pared con tapiz a rayas o el dibujo de una vaca en el marco. Me refiero a una fría pared de piedra, la pared de un soneto medieval, el original corazón de piedra de una mujer, la piedra atravesada en la garganta de su amante poeta.
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R.E. Toledo
acogedoraroma azules de alguna forma pupilas minuciosa descripción que se acerca a constatar acogedoraroma expresión pintada de asombro y beso complica la experiencia nueva visión de estar viendo ver viniendo se entra en una nueva situación quita la atención de lo que fue enfoque perdido se dispara desorbitado llega a ese lugar después la consecuencia se ignora la relación distrae
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pluma hiriente atrapado inmundo en las formas ilícitas del ser desembocando a medias y quedándose atrás para no clavar la pluma en el vientre que es el que late sacarla hipócritamente y después la herida apenas rasguño disoluta y excesiva forma en vez sufrirla helado a años luz del inmenso espacio propio y clavarla otra esta vez hasta el fondo sin querer como una invitación sin saber hiriendo y dando placer sin reconocer el presagio y retomarla después
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Kadiri Vaquer
Andamiaje (fragmento)
de madrugada en el andĂŠn se balancea levemente sin apartar los ojos del asfalto espera un tiesto lleno de flores como robadas de una tumba y las manos cerradas contra el vientre
* Ya viene las lĂĄmparas fundidas le entorpecen el paso adentro duermen incapaces de advertir que tres llaves son sinĂłnimo de una gruta donde dejar caer los hombros para meter la cara en el fango
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* de vez en cuando una canica bajo la mesa rueda de un lado a otro no soporta el relรกmpago ni los fuegos artificiales ni los cohetes de la tele a la hora de cenar una grieta en el cemento promete un nicho para el regreso
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Mariana Graciano
Veo una casa
Veo una casa de noche. Veo una casa de noche en un barrio desconocido de casas bajas. Veo una casa de noche en un barrio desconocido de casas bajas que tiene la luz encendida. Veo que hay cinco autos estacionados en la puerta. Veo que hay nieve. Pienso que ocurre en Estados Unidos. Veo que hay cinco autos desconocidos estacionados en la puerta de una casa de noche de algún barrio de viviendas bajas en los Estados Unidos. Han estacionado apurados. Algo ha ocurrido porque cinco coches han sido estacionados en forma muy descuidada en la puerta de una casa que no alcanzo a conocer. O quizás sí. Se han estacionado en la acera por la nieve. ¿O por el apuro? ¿O porque así lo suelen hacer? Pienso que se trata de cinco hombres de entre 50 y 60 años: Bill, Peter, Walter, Ben y Tom. Se conocen de la adolescencia y desde hace quince años todos los viernes se reúnen en casa de Tom a jugar al póker, beber whiskey y fumar puros.
Es el recreo de las esposas que se permiten y que tienen permitido. Es que Bill, Peter, Walter y Ben están casados hace más de 40 años. Es que Tom es el viudo y por eso la reunión toma lugar en su casa. Nadie reclama al otro día por el olor a cigarro, nadie se enfada por los pegotes de alcohol y tabaco en el piso del living. Y Tom disfruta ese día en el que vuelve a sentir que la casa está habitada. Como antes. Como solía ser antes que. Como solía ser antes que Linda… No. Veo que hay cinco autos desconocidos en la puerta de una casa y es que algo ha ocurrido. Algo en el plan ha tenido que acelerarse. Se suponía que se reunirían mañana a las diez de la mañana pero hace una hora que a todos les ha llegado el mismo mensaje y han corrido hasta la casa de Richard. Richard se enfada porque cada uno de ellos ha venido en su propio coche. ¿Son imbéciles?, ¿hay algo que pueda llamar más la atención que cinco autos estacionados en la puerta de mi casa de repente a las 3am? ¿Por qué carajo no han venido todos juntos en un solo coche? Para mañana a la tarde mejor que estos autos hayan desaparecido.
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No. Veo una casa de noche desconocida en un barrio de viviendas bajas. Sobre la nieve de la acera han estacionado algunos autos. La muerte se ha colado por la rendija de la ventana en la noche de la casa desconocida. Veo a Victoria tomar la mano de Tim. Veo a Tim tendido en la cama con el rostro sereno, cansado de padecer. Ya es hora, le dijo esta mañana a Victoria, como queriendo decir que ya no pasaría de hoy. Como queriendo decir que el sabía que ya no aguantaba más. Como queriendo decir que el cuerpo le había dado el ultimátum. Él le pidió a Victoria que haga cuatro llamados: uno a su hija menor para que viniera con su esposo desde Tennessee, mejor avisarle a tiempo, le dijo, no quiero que haga ese viaje apurada, sólo dile que tenía ganas de verla. Otro a su hijo mayor, dile que venga solo. No quiero que los niños me vean así. También llama a mi hermana y a Charly, aún hay cosas por decir.
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Uno a uno han ido llegando a la casa. La nieve ensordece la noche como a ellos los aturde esta tristeza. Están bebiendo café en la sala, en la espera, en la despedida. Beben café caliente en la sala de la casa del barrio de viviendas bajas. Beben café caliente en la sala de la casa del barrio de viviendas bajas en la noche nevada de algún lugar desconocido.
Marina Perezagua
La disputa Se demora el metro que espero para llegar a Astoria. Las ratas en las vías buscan su comida entre la basura. Por su indiferencia sé que la llegada del metro no se producirá en los próximos minutos. Miro a los que como yo esperan en el andén. Cruzo la mirada con unos ojos velados de agua. Aún no hay lágrimas, pero el velo está a punto de romperse. Son de una adolescente que, en su tristeza, entrega algo a su madre. Es un bulto de medio metro de altura. Por el cuidado con que está pasando de las manos de la hija a las de la madre, parece extremadamente delicado. Esta cubierto por una bolsa de basura improvisada porque, afuera, ha empezado a llover. La madre, temblorosa, recoge el bulto pero, antes de que pueda acomodarlo entre su pecho y sus brazos, la hija se lo arrebata en un movimiento nervioso, casi violento. Ya llora. Madre e hija, viuda y huérfana, se disputan las cenizas del marido, del padre.
El atleta
El cuerpo es sagrado. Hay que cuidarlo. Cuando nos quedamos sin techo, todavía nos queda el cuerpo, hermosa habitación donde vamos a nacer y a morir. En la línea Q del metro, entre las paradas de Astoria Boulevard y Lexington Avenue, adivino frente a mí un cuerpo sentado que, detrás de un carro cubierto por una bolsa gigante de latas vacías, se ejercita. El montón de latas que venderá por un dólar la libra ocultan a casi todo el hombre pero, por encima de esa montaña de aluminio veo subir y bajar unos brazos fuertes que levantan dos mancuernas de 20 libras cada una. Empiezo a contar. Hace 4 series de 30. El atleta sin techo remodela su templo.
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Perfecciones Hay una esquina en Central Park donde los domingos de buen tiempo se forman parejas espontáneas para bailar tango. La música sale de una radio a los pies de un olmo. Hay bailarines expertos, y hay quién aprende allí sus primeros pasos. Aquellos que suelen bailar juntos lo hacen con la seguridad de conocer a su pareja, pero el titubeo de quienes se conocen bailando suele admirar más que los pasos impecables. Una tarde, sin embargo, presencié el milagro del temblor en la complicidad de los esposos. Brillaban las alianzas en los dedos anulares de dos jóvenes que, en su danza, paralizaban al paseante. Ambos tenían un cuerpo perfecto, y lo exhibían con un vestido corto y ceñido en ella y unos pantalones negros ajustados en él. Cuando él avanzaba con su rodilla la muleta de su compañera, ella subía su única pierna estirada; larga, entera.
Los solos Mi amiga Amber y yo jugamos a adivinar soledades. Para ello nos ponemos en el pecho una pegatina que nos dieron hace unas semanas tras ceder unas muestras de ADN. El propósito del proyecto, nos dijeron, es encontrar coincidencias genéticas entre los posibles donantes y los niños con cáncer. Pero fuera de ese contexto, el mensaje de la pegatina, que dice “Encuentra tu igual”, se vuelve un imán en el pecho de una mujer. Cuando Amber y yo vamos al parque, al supermercado o estamos en el metro, hay veces en que nos entretenemos en distinguir la soledad y, al ver a ciertos hombres, hacemos de la siguiente manera: Una de las dos se aleja de la otra, se coloca la pegatina y se sitúa de modo que el hombre pueda leerla. Si nuestra predicción es acertada, si el hombre mal vive con la soledumbre que le adivinamos, el desconocido empieza una conversación. El hombre solo se pega al adhesivo del mensaje de un pecho como una mosca en la red de una araña. Hay solos casados y solteros, bellos y feos, jóvenes y ancianos. Hay solos por todas partes. Hay más solos que pegamento.
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Giuseppe Caputo
Las agujas Y teje. Teje la muerte cuando el cuerpo cabe en un brazo y ella – la mujer-espejo, la diva primera– recela las ropas que multiplica una fábrica y decide ser de nuevo creadora esta vez sola, resuelta a hilar el amparo y el cobijo, el festejo de la especie y la extensión de los cordones. Con una aguja entonces compone la capucha que asemeja el atuendo de un fantasma, las medias que adornan los diciembres, la bufanda que deviene en trapo de cocina. A veces se entierra la aguja en los dedos, la muñeca, y el puntazo no es dolor eficiente: naufraga y no la invita a tramar que a esa hora, además, se puede tejer la última noche.
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Escuche, señora: cuando el cuerpo empotrado en su brazo requiera ruptura y amplifique el tamaño habrá que romper dobladillos y volver a tejer. No pueden coserse las formas antiguas, la usanza de miedos al nuevo ropaje: ninguna vacuna demora esas muertes y se instaura el inicio del fin con esa inyección que enmienda lo que no está roto todavía. Y entra una muerte por la opulencia de la insulina. Cuando la fiebre se yergue o el diente se quiebra y el hombre de blanco desdeña el uso de un alambre de púa. O con la astilla que prueba que hay infusiones que hacen dormir, la mirada abierta cual cremallera. Señora, escuche, piense en el dedal: La muerte cabe en cualquier zurcido (el primero de todos es el ombligo) y alega así que nunca un remiendo resulta efectivo: los puntos que ligan la herida en la ceja; el hilo que ensambla el cuello del monstruo y enlaza botones a diestra y siniestra; las cuerdas y ampollas, en fin, con vocación de soldadura, revientan discordia entre las doce, la noche, las cuatro y la una. No sólo son condenatorias las agujas del reloj.
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Los espejos Fundo un mito con la espalda hacia el espejo y la frente en la pared. Me abrazo en la esquina y suspiro. Tenso el cuello y me llamo. Me llamo y no hay eco que cante. Y tanto quisiera enamorarme de mĂ.
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Glendalys Font
Clases de Verano
Cuando dejó su hospedaje en Terrace, sintió que una sábana recién salida de la secadora la abrazaba y la enrrollaba completamente. En el hospedaje hacía calor pero tenía tres abanicos y un techo que la protegía de los rayos ultravioletas. El calor en el verano del colegio no estaba fácil y menos si Cloritza estaba gorda. La talla 15 ya no le servía. Meterse en los mahones era como hacer que Dios jugara lotería, era como tenderlos en la entrada de la chorrera más empinada de las cascadas y luego tirarse con la velocidad que requiere el chorrito de agua para deslizar su cuerpo como doblaría una persona normal. El apretón de los mahones quemaba su entrepierna y la partía. Las blusas que usaba ya no eran sexys, pensaba que las tetas no podían lucir bien con unos brazos como los de Popeye. Usaba un jacket, también de mahón, para disimularlos, pero hacía más bien la función de otro calefactor adicional al sol. La cara, pobre Cloritza, botaba agua salada como si las olas del mar explotaran en ella. Con un panorama así, ni loca iría al colegio a patitas y menos con los pies planos que tenía. Así que, prendió el carro y
cuando encendió el aire a todo fuete, aumentó el mar salado que chorreaba por su boca. Era un día horrible, pensaba que el calor se debía a que estaba viviendo el mismo infierno, el que merecía por pecar de glotona. Para colmo estaba más gorda y por lo tanto más desgraciada, la ropa no le servía y entonces los hombres no la miraban. No conforme con esto, con la hora que era, tendría que estacionarse en Las Piscinas, allá donde el diablo hizo el nido, luego bajar y subir la cuesta. Lo único que le podía dar paz era esa Coca-Cola que salía bien fría de la máquina de la biblioteca. Cloritza la tenía en su mente, esa imagen hacía palpitar su cuerpo, como la necesidad de sexo cuando se está a dieta tres meses. Se imaginaba que llegaba a una piscina llena de Coca-Cola bien fría y acidita. Era la única piscina a la que ella se permitiría entrar sin ropa sin importar que le vieran la barriga. Conforme seguía bajando, más lejos y más cerca estaba la madre del conocimiento. “Cuando uno tiene sed pero el agua no está cerca”, cantaba al son de Jarabe de Palo y pensó que él era un idiota si no tomaba Coca-Cola cuando tenía sed. Su
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mente se había convertido en una máquina de refrescos, podían salir al menos diez disparadas de la cabeza. Pero seguía sudando y también maldiciendo al colegio, lo único que valía la pena en esa institución era esa maldita biblioteca porque botaba Coca-Cola por algún lado. Todo valdría la pena, si con esa sed cabrona sintiera las burbujas de miel aguada rodando por su garganta. Y en lo que pensaba todo eso, casi llegaba, a lo lejos veía la máquina, tenía unas letras rojas que brillaban y se movían. No quería creer que estaba dañada, sería la muerte de Cloritza. Entonces fue sacando la walet y gracias a Dios, tenía un peso que había doblado para usarlo de abanico ayer, en la clase de biología. De repente, ya estaba a tres pasos, los más eternos y los más sudados. El último paso la hizo tocar esa enorme nevera roja que brillaba como diamante y su brillo sólo costaría sesenta chavos. Inmediatamente enderezó el peso, lo metió temblando y con el corazón que casi lo podían escuchar los estofones que la rodeaban. El peso entró y cuando la máquina le dio la famosa sobada, el peso salió. “¡Maldito Washington, viejo cabrón!, ¡si te estrujas no sirves para nada como todos los viejos!” decía en voz alta. Lo entró otra vez y salió, entraba y salía, entraba y salía, y ella decía: “el maldito peso le hace el sexo a la máquina, como si ella fuera menos gorda que yo”. Entonces se acordó de Dios, de que Dios le había prometido que aun cuando su madre no la quisiera, él sí la querría, y prosiguió a hacer la oración, le pidió de todo corazón su Coca-Cola. De repente, el peso entró, ella hundió el botón rojo y la Coca-Cola cayó. Cuando la cogió de ese hueco milagroso, sintió un bloque de hielo abrazando su mano. La llevó al pecho y la sorprendió cuando ancló con su dedo la entrada que garantizaba su
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frescura. La acercó a su nariz y sintió ese olor, una mezcla del vapor de la fábrica de malta india que acompañaba un aluminio vaporizado, que en su estado tomaba forma de burbujas que sutilmente salpicaban la punta de su nariz. Entonces la acercó a sus labios y cuando ellos la vieron, se despegaron con lentitud porque tanta era la sed, que la saliva se había tornado viscosa. Entonces Cloritza se pegó al boquete de la lata como ternero a su madre. Inclinó su cabeza hacia atrás y comenzó a salir el contenido. Conforme pasaba por cada gusto de la lengua, iba sintiendo sus componentes. La punta detectaba el ácido y el centro el frío. Cuando el líquido se dispersó por toda la lengua, sintió el dulce a la izquierda y el vainillín a la derecha, sí, la CocaCola era puertorriqueña. Era más acida y menos sabrosa que la dominicana pero era mejor que la americana que está hecha a base de agua de mierda. Entonces, el chorro bajó por donde está el galillo y quemó el agujero como si lo atravesara una ola de Palo Viejo. Que satisfacción y que remordimiento. La droga comenzaba a relajar su cuerpo y también a incrementar el tejido adiposo que la hacía odiarse a sí misma.
Keila Vall de la Ville
Deseo en temblor emancipado que las líneas de mi mano se reimpriman que el abrigo se declare al fin precario en su afán de contención.
Darling Como un mal presagio. Esa vez me vi saliendo del camino, alejándome. No sé usar navajas y jugaba con una. Perdía el tiempo, todo era infértil. Había un auto a toda velocidad y en el canal de al lado nada. Veía el canal sin mí. Esa era mi vida, esa que quedaba atrás, lenta y torpe. No importó. Estaba ebria. Sí, darling, sí hay cosas indebidas, detesto que mientas. Hay capas que se rompen de tanto darle. Queda el hueco, el túnel al tiempo en el que supe que lo perdía todo y no importó. En algún lugar la veía, la mala hora. La cubría con una sábana y continuaba a toda velocidad. Ya lo dije, estaba ebria. Un mal presagio, una jaula con un odioso pájaro dentro, que además canta. Pobre animal, está enjaulado y yo no siento nada. Un mal presagio, el deseo de contenerse después de la resaca. Eso, darling, no se puede. Esa resaca no se va. Ese tiempo no regresa. Aquella vez decidiste: tu navaja, tu auto a velocidad, esa jaula llena de pájaro. Ahora sabes en qué armario guardas cada cosa. Ordenas la casa. Desempolvas. Alimentas. Y allí está, el auto a mil y en el canal de al lado nada. Ves el canal sin ti. ¿Y ahora qué? Este mal presagio, darling. Este mal humor.
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Ficción
Escapar del cuerpo dejarlo torpe molesto. Mudar del peso al viaje del hastío al sabor del durazno (muerdes y gotea). Sentir deseo diluir la ventana difuminar el marco de la puerta. Páramo incierto tienda de campaña luchando el viento verde que estalla. Llámalo deseo a esta hora de ficción.
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Pertenecer La casa que me guarda Kira Kariakin
Cae el sol desaparezco bajo el pasto pozo de musgo que me sumerge. Escucho el silencio húmedo pesante doy vuelta y me hundo más. Un manojo iridiscente tibio recoge a quien abraza bajo este manto bosque parque rayuela humus luz de loto soy.
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Martina Broner
El ruido de la fiesta
Se preguntaba dónde podrían estar sus cigarrillos. Al llegar a la fiesta les habían ofrecido guardar las chaquetas y Beatriz había sacado los Marlboros y los fósforos del bolsillo. No cabían en la cartera nueva. Cuando Peter la llevó a saludar a un amigo los apoyó en algún lugar, y ahora no los encontraba. No aguantaba más. Tampoco encontraba a su marido. Subir hasta allí por Laurel Canyon la había puesto tensa. Peter manejaba muy bien; eso le gustaba mucho de él. Pero el camino estrecho y poco iluminado era terrible. No entendía la obsesión por vivir en esas zonas de Los Ángeles. En su país, las montañas era donde vivían los pobres. Peter le vio la cara y disminuyó la velocidad. Le acarició la pierna. —¿Te dije que estás bellísima? —dijo en inglés. Beatriz sonrió y él siguió hablando para distraerla. —¿Qué le llevamos de regalo a Nicole? —Un libro. —¿Cuál?
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—Uno de jardinería. Nicole los abrazó y apoyó el paquete en la mesa de los regalos. Allí no estaban los cigarrillos. Beatriz volvió al hall de entrada. Revisó las bibliotecas de la sala, los estantes. Se detuvo frente a uno con varias fotos enmarcadas. Las miró: Alan y Nicole en algún lugar tropical, una fiesta de cumpleaños de su hija, la familia sonriente en Disneyland. También había otras fotos más formales, retratos familiares. En la de la boda, Alan parecía más alto de lo que era. Vio a su marido, que conversaba con una pareja. Él jugaba golf con Peter los miércoles. Ella tenía seis meses de embarazo pero parecía de nueve. Mellizos. Con esto de los tratamientos de fertilidad, ahora todas tenían mellizos o hasta trillizos. Beatriz, de hecho, había empezado a tomar vitaminas. Pensó en preguntarle a Peter si se acordaba dónde había puesto los cigarrillos pero descartó la idea. Cuando se conocieron, él se liquidaba dos cajas al día. Fumaban juntos
por las mañanas y en la cama, hasta que una vez a él se le ocurrió anotarse a un maratón. Comenzó a entrenar y dejó el vicio, así de fácil. Ella no era tan resuelta. Además aborrecía el ejercicio físico. Se acercó al bar. Pidió su trago en español. Al barman le gustó oírla y le puso dos cerezas en el vaso. Beatriz se animó a preguntarle si le convidaba un cigarrillo, pero él no fumaba. Vio a Alan rodear a Nicole con sus brazos y se fue a un sofá. Le dolían los pies y la cabeza. Quería sacarse ese vestido apretado, esos tacones absurdos, estar en la casa, en su cama. Peter la hacía fumar en el balcón. Se comió las cerezas. Abandonó la búsqueda y se dedicó a buscar a alguien a quien pedirle, pero nadie fumaba en esa ciudad. Una chica le ofreció mota. Su marido seguía con la pareja esa. ¿De qué hablaban tanto tiempo? Beatriz volvió al bar por otro trago. Pidió más cerezas. Salió al jardín a tomar aire. Hacía frío. Las luces de afuera estaban apagadas y la luna se reflejaba en la piscina. Una colchoneta inflable flotaba en el agua. Vio algo del otro lado. La estaban mirando. —Hello? La voz de una niña le devolvió el saludo. Le tomó unos instantes reconocerla en la oscuridad, estaba muy cambiada. Era la hija de los anfitriones. Layla tendría ahora unos once o doce años, pero parecía mucho más grande recostada así, en una de las tumbonas del jardín.
Layla sacó algo de entre su ropa. Encendió un cigarrillo. Aspiró. Miró fijamente a Beatriz y soltó el humo. Le preguntó, en inglés: —¿Quieres? Beatriz miró la ciudad desplegarse bajo la montaña. Recordó las tardes después del colegio que pasó sola en el apartamento al pie del monte, esperando a que su mamá volviera de hacer lo que fuera para llegar a fin de mes. Se sentaba en el espacio entre las rejas y el vidrio de la ventana del cuarto, el sol caía y la ciudad brillaba, cerca y ajena. Fumaba los cigarrillos que le vendían en el quiosquito con las piernas colgando entre las rejas. De pronto, le pareció imposible que esa otra ciudad todavía existiera. Fue hacia las tumbonas. —Bueno, dame uno. —Te lo doy si me das tu trago. Layla sonrío y vio que tenía frenos en los dientes. —¿Qué haces aquí en la oscuridad? —Me peleé con mi madre. —¿Y a tu madre qué le parece que fumes? —No lo sabe. No se lo vas a decir, ¿verdad? Beatriz se sentó al lado de Layla. —Convídame uno. —Déjame probar tu trago. —Bueno, pero sólo un sorbo, ¿okey? Layla agarró el trago. —Qué rico, ¿qué es? Beatriz encendió uno de los cigarrillos, protegiendo el fuego con la mano. —Devuélvemelo. Layla reparó en el vaso de cóctel y se lo quedó. Beatriz no insistió. Fumaron juntas en silencio. —Tú le gustas a papá. —¿Cómo?
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—Mamá le gritó porque dice que se la pasa viéndote el culo. —No puede ser, nunca lo he notado. —¿Quieres que te lo demuestre? Detrás de la piscina había una casita, el estudio de Alan. Tenía un sillón de cuero con una cobija encima y un escritorio lleno de papeles y varias tazas teñidas de café. El piso estaba cubierto por una alfombra persa con marcas de quemaduras. —¿Tu papá deja que entres aquí? Beatriz se detuvo en la puerta. —No le vas a decir nada, ¿verdad? —preguntó Layla desde el otro lado. —No. —Yo confío en ti. Beatriz entró. Se sentó en el sillón. Layla se acercó al escritorio y abrió el tercer cajón. Sacó una pila de papeles hasta que encontró un libro desgastado. Extrajo cuatro fotos Polaroid de la solapa. —¡Qué largo tenías el pelo! —dijo, y le entregó las fotos. Beatriz las miró: cuatro poses suyas en la cama con el cuerpo cubierto a medias por las sábanas, la luz de la mañana iluminando su sonrisa, el pelo hasta la cintura, revuelto. Beatriz advirtió que sollozaba al mismo tiempo que se reía. Vio a Layla bajar la mirada. Se cubrió la cara. Layla se paró, fue al bañito del estudio. Regresó con papel higiénico enrollado en la mano. Beatriz se secó las lágrimas y limpió las chorreaduras de rímel. Agarró una de las fotos y
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le devolvió las otras tres a la niña. —¿Y ésa? —Ésta es para mí. Beatriz la guardó en la cartera. Layla puso las otras en su lugar, con los papeles encima, y cerró el cajón. Afuera se escuchaba el ruido de la fiesta.
Karen Sevilla
Poema I
El tumor se ramifica de noche. Ese hijo crece parasitando en mi hueso peroné, ensanchándolo mientras concibo la apatía medular como un hartazgo precoz, entonces nace una pulsión por caminar hacia un puente y considerar el agua desde allí, por recorrer las calles y macerar mi hueso roto con cada paso hasta escuchar el quiebre antes que termine de suceder la noche. Este silencio crece parasitando en mi miedo añejo coagulado en la fíbula.
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Repetir las islas Agua, soy mar en mi mĂŠdula. Fondo azul de padre en mĂ, fondo y Dios encalla en este tumor. Te mor te abarco y soy.
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Poema II La incisión será la firma de un extraño. Extranjera en la nevada, lejos de la mano de mi madre, lejos al otro lado de la sala del hospital aprovecho para despedirme, por si acaso regreso sin la pierna. ¿Qué harían con ella, con esa mitad de camino andado? Una enfermera blanquísima pregunta en cambio cómo se llama mi miedo. Cariño es una masa rojiza, una célula gigante y un árbol. Un padre que yo me hubiera arrancado con el filo liso de un cuchillo de mesa.
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Estela Extraño la soledad en tu vientre, flotar en esa hipérbole de mar que no se desbordó hasta tu casa rota. Luego de mi partida, ¿habrá sellado tu carne? Pienso en tu muerte más que en la mía y en tu pecho como al único pedazo de tierra al cual no sé volver. Quiero que sigas vigilante, guardando las costas y conozcas el miedo de una niña empujada al agua a pesar del ocaso. Luego de tu silencio, ¿habré recordado cómo flotar?
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Poema XI Antes de morir cada noche, viene Dios y me tuerce la pierna. En blanco, la paz del patio que fue el parque de mi infancia; cada hora extendida en esta cama de aire cargado con cansancio y morfina. Viene Dios por la estrechez de los pasillos en este hospital, entra en mi fĂbula rasgando cada punto de sutura hasta la mĂŠdula, llega torciendo la niĂąez.
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Lorea Canales
Los Ahorcados (fragmento)
El prado de los colgados era un paraje desolado y triste. Suspendidos en sus estructuras originales, los cuerpos permanecían ahorcados, inertes, meciéndose apenas en las tardes cuando hacía viento. Decenas de miles de colgados, como cadáveres atrapados en una telaraña sobrepoblada ocupaban el valle grisáceo. El cuerpo estaba privado de movimiento, solo los ojos seguían funcionando. Esto era una tortura adicional porque la mayoría, casi todos, apuntaba directo al pecho, era raro el que quedaba con la cabeza hacía un lado y solo se podían ver a sí mismo, sus pies y la tierra sombría debajo. Aparecían sin ningún orden, aventados al tablero como dardos con mala puntería. Judas yace en su árbol en el momento de la muerte, antes de que se caiga su cuerpo y se parta el cráneo en dos partes. Antes de que los agentes policiales con guantes de latex, o los verdugos de manos fuertes desaprieten el nudo, bajen el cuerpo, examinen el rompimiento de las vértebras. En el instante del último aliento llegan al prado, donde se quedan por toda la eternidad. Sólo sus ojos y sus mentes se mueven. No duermen. Es el sueño infinito. No sienten dolor físico, pero su tormento es perpetuo. Sólo los peores criminales gozan;
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aquellos que ya en vida estaban trastornados y gozaban con sus crímenes: el asesinato de un cierto tipo de mujer, las violaciones de niños, de muertos. Sólo aquellos gozan, reviviendo sus más atroces y sangrientos momentos: los perturbados, que repetían los mismos actos una y otra vez con la meticulosidad del degenerado, encuentran placer y consuelo protagonizando su cinta interna, miles de millones de veces. El mayor sufrimiento lo tienen los suicidas, porque aunque son libres de pensar en cualquier cosa, de crear su mundo interno, al verse privados de movilidad, colgados con sus piecitos volando, el sólo poder verse así les hace arrepentirse de su decisión. Habían querido colgarse para terminar con la vida, no para permanecer colgados siempre. Ante semejante penitencia, los agravios que sufrieron en vida, sus soledades y miedos, disminuyen hasta volverse absurdos. Aquel rechazo, aquel mal amor, lo vivirían de nuevo, ya no les parece tan terrible, si al menos pudieran moverse, sentir. Sarah Kane imagina las obras de teatro que no escribió. Su Psicosis le parece digna de escenario, pero ella no tendría que representar el papel principal. Las agujetas de sus tenis en el cuello, a veces puede ver la punta emplasticada de una que se le acerca al ojo y debajo el inodoro eterno. ¡Qué mal lugar eligió para suicidarse!
Lo mismo piensa Alexander McQueen en el armario: la puerta se abre apenas y divisa a los otros cadáveres, como capullos a lo lejos. El cocktail de coca y tranquilizantes tiene efecto de montaña rusa; a veces está estimulado, pero los bajones son peores que los que pasó en vida. No pueden hablar, no pueden moverse. Están condenados a pensar por toda la eternidad. El arrepentimiento de los suicidas y los que mataron a sangre fría; la indignación en el caso de los inocentes -también los hay- o las víctimas como John Brown, que murió por intentar abolir la esclavitud, sólo dura unos años. La mente ve la futilidad de esto y pasa a otra cosa mariposa. Hay quienes han construido universos enteros y no sufren: existen más allá, completamente absortos en las fantasías de su propia creación. McQueen intenta alcanzar ese estado: a veces en sus highs comienza a diseñar jardines confeccionados con pechos y narices, animales con alfileres y flores bordadas con exquisitez, pero los tranquilizantes pronto surten efecto y opacan todo, su mirada gira hacia el paraje gris. Se pregunta, ¿cuándo va a terminar esto?
Joachim von Ribbentrop, en cambio, sigue ideando planes de batalla. Estrategias bélicas dónde los dueños del poder nuclear salvaguardarán a un selecto grupo de familias arias con las cuales repoblar el planeta: enteramente rubio y germano parlante. Su mundo se parece al kinder donde asistieron sus hijos antes de la guerra. Jocasta y Antígona están en el lado opuesto del valle. Ambas se han construido reinos donde impera el bien y el orden. Día a día, los administran. El de Jocasta es más bonito, tiene un aspecto sensual del que carece el de Antígona. Marina Tsvetaeva, acostumbrada al insomnio, sigue dialogando con Pasternak y Ahmatova. Ha inventado un nuevo lenguaje que transmite sus sentimientos, se podría decir que es música pero es más que eso, posee otra frecuencia. Si tan sólo un ser vivo pudiera escucharla cambiaría el mundo entero; eso piensa la poeta en su horca. El paraje de los ahorcados sólo es desolador en apariencia.
Eduard Wirths, doctor principal de la SS, ha pasado las bardas de la ingeniería genética y descodificado el genoma. Una vez que su cerebro se adentró en el núcleo de la célula se dio cuenta en qué grado se parecían humanos y el resto de la vida del planeta. No se siente responsable del genocidio, incluso siente cierta arrogancia al vislumbrar el proyecto de sus compatriotas, errado desde el punto de vista biológico.
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Raúl Martínez
Et mors animo
Como salir al frío para congelar la noche, muy despacio perdiste de lo blanco del granizo y las huellas de tus flores tan osadas en cachete, estamos como desayuno a ti te garantizo que doy cuenta por mis patas que eres lobo eres leche. Abrazando los cueritos de mis dedos me enseñaste por qué las perdices suenan a verduras, también de qué hablaba mientras afilaba como hojas de papel. Cara y mano me las pongo ataviando en la boca, grande y pálido primero, que a ti extraño en el néctar tajo de mis dientes, que fue arranque, cigarrillo sabor de memoria y colmillo.
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Kyoto El espacio preciso para una cara. Todo se sentía como la tela rosada, cometí el error dejé la puerta abierta; me congelé, pero el final parece más corto. “¿Hace cuánto no hay un beso?” preguntó la sorprendida máscara que ajuicia, del agite rodaron por el filo los colores de la tinta. Han pasado dos años. Todo pasa lento como el bermellón con el color de la madera hueca. Quieto, enfrentarme a esas islas fragmentarlo. Pensando en un encuentro de luciérnagas, jugar con las pestañas salpicar fiambre y más luciérnagas. Allá los niños y las niñas, huelen a ropa limpia les doy agua y es un grito. Voy a dormir, han pasado dos días que no duermo. No entendida la velocidad de cicatriz, quieto me sacudían las mentiras.
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Luego vi un pájaro en la mañana pelear con el aire libre, qué hacer sino pisar duro toda la noche. Pude enfriarme los párpados con un mugir lunático, lacónico al sentir la piel roja que es la sangre. Liberé el peso de mi pierna lo puedo, me hago reír. Quietos, ahora soy persona más feliz. Hola de nuevo, recuerden que me voy, dejo mi cicada rota, que ya el sonido sentado acá con la flauta en la mano no en la boca. No llegué de noche sino de madrugada, y subiendo esta colina me di cuenta que es así como caminamos, es la hora de tomar té.
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Osdany Morales
Lampos
Acaso sea habitual en una ciudad levantada sobre islas encontrar todo tipo de superposiciones. En una esquina de Junction Boulevard un grupo de amigos discutía sobre el significado de la palabra lampo. Uno dijo que el lampo era una unidad de medida o de peso o de otra cosa, pero una unidad al fin y al cabo, ya en desuso. Tal vez una unidad de tiempo. Otro dijo que era la moneda de un país austral. Otro, que un lampo era una especie de rata asiática que carece de rabo y vive en los fondos de los restaurantes pobres, alimentada con vegetales marchitos y colas de pescado, pero que su apariencia no es nada desagradable, que es similar a un hámster muy esférico y de un color azul claro como de cake para bebé varón. Y que al morir flotan en las alcantarillas como bolas de estambre. En los desagües y en los muelles nocturnos pueden verse los cuerpos ligeros de los lampos como ofrendas o panecillos mohosos o deseos insatisfechos. Otro dijo que estaba de acuerdo en que el lampo era un animal, pero no asiático y mucho menos una rata. Aunque tampoco estaba
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seguro de que fuese un animal sino más bien un celenterado, y si en alguna playa te alcanzaba la espalda o un muslo era capaz de producir una ampolla que al reventar dejaba una quemadura en forma de trébol de cuatro hojas. Otro dijo que lampo, según le habían enseñado sus abuelos, era una sartén de fondo rigurosamente plano con una hendidura semiesférica entre el centro y el borde, como marcando la hora siete si se le sostenía por el mango, y en la que se cocían tortillas, distinguidas de la tortilla corriente por un leve mogote en la hora cinco cuando la volteabas sobre un plato. Y esa pequeña colina, más dorada que el resto, aseguraba al comensal que el bocadillo había sigo preparado en un legítimo lampo. Otro dijo que el lampo era la representación subjetiva de una realidad objetiva, manifiesta en olores. Exactamente, la recurrencia de un olor o estado olfativo representado con una emanación de plástico rojo que se forma bajo las fosas nasales cuando el ser humano se adentra en un suceso estrictamente cotidiano, tan naturalista que sólo se le acalambra un poco
la nariz. Esos lampos, desde luego, ocurren en la vida de algunos con más frecuencia que en la de otros. Uno dijo que a él le había ocurrido, pero que no por ello cometía el desatino de llamarle lampo. Lo cual, añadió, no era otra cosa que el brote de la herrumbre de un puñal con el que se ha asesinado a un niño superdotado para la música, luego de guardar por años el arma blanca como una reliquia. El lampo, añadió, es la oxidación agridulce y diamantina que se forma como sales en la hoja de metal, y que si se golpea con la uña libera un sonido campanil. Uno, atrincherado tras un puesto de frutas, dijo que el lampo era una enfermedad de transmisión sexual que sólo podía adquirirse, líbreme Dios de ello, practicando una complicada postura en la que la uretra alcanza un ángulo negativo, necesario para que el germen suba o baje en caso de que el hombre sea infectado o propagador. Y que no revelaría la postura para no abrirles las puertas a la incertidumbre del lampo, ya que la enfermedad era mortal, pero asintomática, y la postura engendraba una adicción inhumana. Otro dijo que los lampos (así, en plural) eran un tipo de partículas abstractas que se localizaban en los electrones, de vibraciones tan aceleradas que en ellas el espacio-tiempo se esfumaba. Pero que no dejaban de ser hipótesis que permitían demostrar otras leyes o la existencia de ciertas partículas, estas sí reales y no lámpicas. Por lo tanto, los lampos conformaban un polvo intermedio que no existe, pero cuya suposición permite dibujar los rasgos del hombre invisible. Otro no decía nada pero repetía: Lampo, lampo…, como si le sonara, sin saber a qué. Uno dijo que lampo era un instrumento de peluquería de la época de los cirujanos barberos, un período, por lo demás, totalmente legible. El lampo era un instrumento conformado por una porción cilíndrica, un mango
decorado con relieves y una punta de cerdas. Que se hacía difícil ahora distinguir si era para el cabello o para la extracción de algún cordal, pero que carecía de importancia al fin y al cabo: el lampo muestra su desafiante pose futurista y diligente, lo cual confirma que no hay cosa más improductiva que una función predestinada. Otro confesó que había oído hablar del Lampo exclusivamente como un Golem o personaje imaginario que dos prostitutas berlinesas habían creado en las madrugadas de la Primera Guerra Mundial, para atemorizarse antes de dormir. El Lampo llegaba en la forma de un oficial enano que se aparecía justo en la hora del sueño a exigir que le recitaran las aventuras de Till Eulenspiegel mientras saltaba de un colchón a otro, hasta que se cansaba de escuchar las historias y se iba para volver a la noche siguiente. Una prostituta le decía a la otra: ¡Viene el Lampo! y se cubrían las cabezas con gastados edredones, al tiempo en que se desabrigaban los pies. Corrían a cubrirlos y volvían a asomar las cabezas, reían y sólo así quedaban dormidas. Otro dijo que el lampo es el momento, que únicamente pueden acreditar los refugiados políticos, cuando el sol está escondiéndose y desde el horizonte llega una luz cansada que encandila y borra la visión de las alambradas. Entonces los hombres y mujeres, al mirar ese sol, en pleno lampo, sienten que son y no libres.
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Marta del Pozo
3rdi.
Dice Ernesto Francalanci en su libro Estética de los objetos que el socrático dictum del “conócete a ti mismo” implica un juego de espejos, en donde el yo se busca en la mirada del otro que nos contiene y que al mismo tiempo está sumergido en nuestra memoria retínica, para perdernos en un ensamblado de profundidades abisales en donde la pupila (diminutivo italiano de popula, que es muñeca, monigote) nos materializa, bien escuetos. Un modo de habitarnos los unos a los otros a través de esas ventanas de nuestros ojos, espejo del alma para los antiguos. Pero en ese juego de interiores y exteriores, ¿dónde habita el ¿yo? ¿En el más acá de su caverna espectador de un mundo de viandantes apariencias impasible ante la muerte, ajeno a ella, en el húmedo globo reticular de la infancia contenida o acaso navega plasmático la superficie, el umbral, de un mundo transparente en donde no hay secreto, interior, ni oscuridad, sino estática de vidrio, ininterrumpida emisión sobre el asfalto? Existe una tercera modalidad: la web cam de Wafaa Bilal implantada a la parte posterior de su cabeza desde hace exactamente 280 días. Un tercer ojo que minuto a minuto fotografía el negativo de su memoria. Ese sol del desierto de lo real (llamémoslo Irak) al que un día sus ojos dieron la espalda ¿Es por eso que al final de la jornada continúa disparando el fotograma de los diáfanos cuerpos en la noche más profunda? Y como Scheherazade, ¿acaso así se salva? No nos fiemos de las apariencias ni de la fisiología. Para ver, ir más lejos: Invertir los elementos. Sea así el alma la ventana de un cuerpo al que presto a la cita, cada noche Wafaa le quita el velo en una secreta cámara oscura. Se conoce: http://www.3rdi.me/
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Joseduardo Valadés
Un conjunto de relaciones dialécticas Todo fue por el Facebook. La mayor de mis hijas me hizo una cuenta para ver las fotos de mis sobrinos. Pero los mentados suben chistes, fiestas, ¡recetas!, estupideces; nunca comparten fotos. No conmigo. Como no lo tomé en serio, puse que tenía 25 años, que era estudiante, que me gustaba Britney Spears, y que era viuda. A Raúl, mi marido, no le cayó en gracia. Esa noche llegó a las tres, cuatro de la mañana. Pedo hasta las canicas. El hombre era un santurrón. Dos metros. Cola de caballo. Canoso desde los 25. Cada vez que le ponían una copa enfrente, aunque fuera vino de bendecir, soltaba una arenga sobre la acidez, la degradación de las membranas celulares, el mito de los flavonoides. Cuando entró al cuarto, calladito, como una sombra, lo que me despertó fue el olor. Suerte que nadie le fumara cerca. No se acostó, sino que el mundo se puso de pie y se le restregó en la cara. ¿Y a ti qué te pasa?, pregunté. Me mataste, Aurora, me mataste, dijo. Ni sabía
que mi marido tuviera una cuenta. Pobre tonto, debes ser el primero en intentar matarse con un six pack. Mark Zuckerberg es un idiota, me dije y lo dejé pasar. Pero no paró ahí. A pesar de las jaquecas y los vómitos, salió al día siguiente, y luego al siguiente. Y luego no. Se espera al fin de semana. “Ahora soy la mujer de un borracho, gracias Facebook”. Catorce sobrinos dieron “like”. Empezaron los problemas en su trabajo. Sus amigos borrachos eran unos tarados de veintitantos que iban a la universidad. Él ya pasaba los 40. Los nenes habían visto el club de la pelea y andaban fundando uno. Como mi marido les hablaba de la realidad alterna, de la preeminencia del pensamiento, de que cierras los ojos y el mundo desaparece, alucinados lo convencieron de unirse a su club. Malo: En lugar de llegar con costilla rota o inyectándose bolsas de suero, les rompía a los otros la madre. A ellos les encantaba. A sus papás no. Nos demandaron. Mientras vaciaba
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las cuentas y vendía el carro, él se los seguía puteando, a sus amigotes. Saliditos del hospital. En la puerta trasera de los consultorios dentales. Perdió su trabajo. Lo encerraron una semana. Salió con un tatuaje y enrollando sus cigarrillos. Yo me dije: no más. Le di un ultimátum. Juró volver a ser el de antes. Sólo conservaría el viciecito de los cigarros. Y lo hizo. El muy cabrón. Dejó el alcohol. Dejó a sus amigos. Pero no tenía trabajo. Se la pasaba en la casa, chateando, cubriéndolo todo con su nube tóxica. Yo creía que podía vivir con eso, que la felicidad era para verla en las películas. “Amar es poder compartir con alguien la tele”. Una tarde salí con gente de mi oficina. Me emborraché. Rumbo al auto, para no resbalar me agarré de un fulano. El chiquillo se vino al suelo conmigo. En el piso, me preguntó: ¿cómo te llamas? Aurora. Yo Lucas, ¿tienes teléfono? Sí, pero no te lo voy a dar. ¿Tienes Facebook? Me empezó a postear bonito. Las estupideces de siempre, pero al fin dirigidas a mí. Dejé de ver igual a mi marido. Por esos tiempos a Zuckerberg se le ocurrió informarnos los cumpleaños de todo mundo. Tuve la ocurrencia de inventarme uno. Hasta mi hermana me felicitó. Estúpida de mí. No sé cómo no me di cuenta, si cuando lo conocí el baboso tenía la nariz rota. Se enteró de dónde vivía y se apareció por el departamento con un ramo de flores, globos, corazones de chocolate. Perfumadito y de traje. Mi marido le abrió. Pero Don Raúl, ¿qué hace aquí? ¿Usted conoce a la Aurorita? Era uno de sus ex compañeros de
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juerga. Se agarraron a trompadas. En mi falso cumpleaños. Me entró algo. Agarré un tubo del patio, que sirve para tender ropa y bajar aguacates, y les empecé a dar. En realidad, sólo a mi marido. Me da vergüenza admitirlo: sí se siente rico putear gente. A cada tubazo me acordaba de la frase aquella, me mataste, Aurora, me mataste. Lo fui sacando de mi sistema. La historia más o menos acabó ahí. Pasaron los meses, me separé de mi esposo. Le quedó como una arrastradita en la pierna, sí. Empecé a vivir con el Lucas. Mis hijas no estaban nada contentas. Mi ex marido se mudó al departamento de abajo. Ellas se la pasan de un piso al otro. Así hacen ejercicio. Raúl trabaja como entrenador de defensa personal. Le va bastante bien. Sale en la tele. En los programas de la mañana. A Lucas y a mí nos gusta verlo. Hay días en que sube y nos tomamos unos tragos. Platicamos. Comemos. Se lía sus cigarritos. Hablamos de la vida. Sin llegar a los puños. Así me pasó a mí. Para todos los que dicen que Facebook es una basura, una invasión de la privacidad, cierren sus cuentas. Yo todavía tengo la mía, pero a condición de dejarme de quejar. A veces hasta me gusta. Pero eso sí: ni cagando abro una cuenta de Twitter.
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Ana Margarita Lopez Ospina
Pero no de juguete Para una clara pena de gallo.
Hoy ha sido un día tranquilo, lo de siempre, congestión en la mañana, luego calma y vuelve el voleo al almuerzo. Me encanta la hora del almuerzo, en cada parada un olor diferente, provocador o vomitivo, pero diferente. Ahí viene la doctora del tercero, ya se devuelve al consultorio, diario se cambia el uniforme y se pone uno nuevo para la tarde, siempre se ve divina, hasta con esos uniformes horribles que le borran las curvas, pero le lucen, a la única que le lucen y cuando tengo que llevarla acompañada, quiero morirme, pero yo soy responsable, es mi trabajo, aunque me muera. Llevarla es una de las mejores partes de mi día. Ahora ya empiezan a llegar estos culicagados, temprano siempre están medio dormidos, medio regañados con el “lo va a dejar el bus y yo no lo voy a llevar”, pero a esta hora, con el calor de la tarde y este sofoco de ir y venir, y que me llaman acá y allá, y no ven que uno también se cansa, y sale este hujieputica y cuando ya está afuera, mete la
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mano y hunde todos los pisos, ¡todos! No le falta ninguno, nunca, no es que deslice la mano y los que alcance, no, o los aprieta todos o no queda contento, y yo que suba y pare, suba otro poquito y pare y baje y pare y baje más y pare, y así cada vez que el niñito se monta. Claro que cuando se sube Valentina, yo le perdono todo, porque esa muñeca por tratar de igualarse al pendejito, también a veces presiona todos los botones, pero es porque la retan y para que no le digan boba, yo lo soporto, la perdono por linda y tierna, porque nunca atraviesa nada en mis puertas, siempre está de buen genio y tararea canciones, yo a Valentina le acepto ese desliz porque sé que es para que no se la monten los otros niños. Pero ese grupito que se sube y me raya las puertas y afloja las luces y brincan adentro para que yo no pueda seguir con mi trabajo, a esos no les perdono nada. Lo bueno es que ahora me cogieron confianza, desde hace un tiempo, abren la puerta superior, la escotilla, se
suben y les parece bacanísimo estar allá arriba y cuando alguien pide mis servicios, y arranco, se tiran muertos de la risa y vuelven y me sacuden del brinco, y salen haciendo escándalo, un día no les va a dar tanta risa, son más, pero yo tengo paciencia, no me puedo ir, así que esperaré el momento preciso, cada vez se sienten más cómodos, más seguros en mi parte de arriba, recogeré fuerzas y sin avisar, sin más, sin cerrar la puerta, sin ruidos ni pitos, un día lo haré, de pronto hoy es ese día. Valentina estuvo muy triste un tiempo, y eso que su mamá no la dejó mirar nada de lo que quedó de los muchachitos, a mí me dio pesar de ella, porque en los meses siguientes no tarareaba nada, parecía que le daba miedo que yo la llevara a su casa o al garaje o al lobby, pero luego su sonrisita volvió y ya casi nadie se acuerda de esos pelaitos que me iban a enloquecer, y ya nadie se atreve a jugar conmigo porque yo estoy acá es para servirles pero no de juguete.
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Tania Reino
del muro una mujer los cimientos del inconsciente se agitan con insinuaciones de mujeres y gritos en un camino opaco y polvoriento desde la izquierda brotan sendas fragmentadas a manera de deformaciones con origen propio hasta unirse todas en una misma confusiรณn y estancarse frente al diminuto muro de cemento adelante el reflejo de la pena que ya recorrimos junto a mis costillas y el hechizo de un verano azul recuerdo mi muerte los martes la que salta de renglรณn en renglรณn de ciudad en ciudad y de la sangre al intelecto transgredimos oraciones ordenadas pensamientos prรกcticos para inundar nuestros ojos de pรกjaros emplomados golpeando la acera
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tengo horas y decibeles de carcajadas pero desaparezco cuando intento amansar las olas entro al agua una vez retrocedo vuelvo a intentarlo hacia atrás y hacia el mar más más y más círculos un soplo me trasporta fuera del agua frente al muro ya no deliro florece otro dolor en llamas y una mujer distinta aparece translúcida y desnuda
fatalismo 23 pares de ojos me adormecen y no es morfina la lengua helada y blanca solía contener mis sobresaltos cambiándome de color con sus movimientos y el sol soy como el brillo del plumaje de la paloma gorda que se baña toma el agua de lluvia y me observa
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yo me baño en vino a contracorriente y para protegerme le muestro mis dientes las encías moradas me levanté al cuarto día los árboles empezaron a caminar hacia atrás la mujer de manto blanco detenida en medio de la autopista mira hacia el sur hacia mi nuca sigo las pisadas la altura me aborrece ruido seco caída libre mi cabeza yace en el oro junto a las palomas
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Javier González
El barrio campestre (fragmento)
Sigo oyendo que tocan a la puerta del hotel. Imagino que los vecinos llegan de repente en medio de la noche. Escucho el sonido del timbre cuando intento dormir. Me convenzo que el vecino está confabulado en contra mía. Pienso en la violencia de la que sería capaz. Continúo empecinado en que la policía va a volver. Que me acusará de cargos graves ante los cuales no me podré defender. He concluido que mi rostro tipifica el objetivo de su cometido. Un sujeto más ante las cámaras de seguridad que invaden la morada, el territorio. Empecinadas en demostrar un crimen del que yo mismo tengo pruebas. Una historia delictiva que yo he fabricado. Que podría narrar desde el punto de vista de los personajes que la habitan. Se lo he contado a la andaluza. No puedo hablar con Pat sobre ello. Él me mira como si intuyera lo que me ocurre. Imagina las fantasías de las que padezco durante estos episodios. Me observa y su mirada me suscita mayor frustración. Intento evocarlo en los momentos de mayor debilidad, impregnarme de su rostro, de su cuerpo. Pero más allá del dolor, no logro alcanzar sosiego alguno. No sé si el cuerpo de policía me vigila. Por lo mismo no debería escribirte más. Sospecho que tu mirada podría aliviar esta sensación inmunda. Siento ganas de olerte. De palparte. Pero debo reconocer que no estás. Que te marchaste hace muchos años. Que no debo esperar nada de ti.
Sentí una gran incomodidad cuando leía la última carta donde Presagios es el centro de tu atención. Un texto que releo. Pude imaginar su impotencia en el hospital de caridad. Su debilidad. Su enfermedad. Presagios rodeada tan sólo del soldado. Del personaje oscuro de sombrero y paraguas. Internada episódicamente por hemorragias internas. Sin familiar alguno. Presagios entre las sábanas de la cama del hospital de caridad comiendo de las ollas que le traía el soldado. Limpiándose los dedos untados de grasa con las sábanas de la cama. Sujetándose con las dos manos de las cobijas cuando sus visitantes se marchaban. Emitiendo quejidos estremecedores. Alaridos que atormentaban a las enfermeras y a las
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compañeras de cuarto. Evocando a su hermana. La que se fue al exterior. Llorando su muerte. Maldiciendo su infertilidad. Su falta de hijos. En medio de una terrible pobreza. En un cuarto helado. Recordando su belleza. Mirando las fotos de su pelo. Sus piernas. Maquillándose los ojos. Poniéndose colorete en los labios. Por lo mismo, no entiendo cómo se puede plantear marcharse. Me parece que hay algo que no me cuentas. Que me ocultas. Algo que no concuerda con lo poco que me has contado sobre tu dinámica con ella. Cómo la miras. Cómo la observas. Cómo ella te mira a ti sin mirarte. Sin entrometerse en tu vida. Su mirada hacia Gastón. No logro entender por qué pareces no inmutarte cuando anuncia su partida.
La madre de Luz dejó su pueblo justo un año después de ocurrida una muerte. Lo decidió durante la comida de las tres de la tarde. Tomó la decisión sentada de luto a la mesa donde comió con Luz por más de veinticinco años. Lo cuenta con la sonrisa partida por la mitad. Con las gafas oscuras puestas. Las que no se suele quitar. Las mismas que usaba cuando recorría su pueblo a orillas del mar después de que sucediera esa muerte. Cuando iba a hacer la compra vestida de negro de la mano de un niño en las tardes. Entonces se ponía unas inmensas gafas de sol. Un niño con el que salía a pasear por el mar todas las tardes después de guisarle a Luz. Únicamente para Luz porque a su marido ya lo había dejado. Un recorrido diario que realizaba acompañada del niño a orillas del mar por el que ella sentía pasión. Con la bolsa de la compra en la mano mientras sujetaba al niño con la otra mano. Frente al mar tenía una casa en la que veraneaba. Donde le guisó a su marido por última vez. La casa en cuyo solar sentaba al niño por las tardes cuando empezaba a caer el sol. Donde lo bañaba durante las tardes calurosas del poniente. Allí lo sentaba en una butaca alta. El niño miraba con dirección al agua mientras se secaba con el viento del oeste, en tanto que ella brillaba los suelos de la casa y tendía las prendas del día. Un niño que miraba al mar. Me lo cuenta cuando viene de visita al hotel. Me habla del niño al que añora. En el que piensa a toda hora. Con el que sueña cuando apenas puede conciliar el sueño por un par de horas. Me lo dice a la vez que no deja de mirar a Pat, a medida que desmorona los bagels que él le ofrece cuando viene a visitarnos al hotel.
Llegó al hotel una invitación de una boda cuya fiesta tomará lugar en lo que fuera una gasolinera berlinesa. Ha llegado con bastante tiempo de anticipación. La invitación dice: It’s a White Wedding. No advierte protocolo alguno. Ahora debo marcharme a la isla para trabajar en el proyecto de los videos. Es un día de mucha niebla por lo que no sé si podré cumplir con la cuota que me impone la Concejala. Junto al hotel también tenemos un supermercado donde abundan los policías y los bomberos. Sus mujeres. Sus hijos. Es muy frecuentado. Yo no piso la tienda de bagels o el supermercado. Pat va a la tienda de bagels aunque le irrita y disfruta el supermercado.
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Helmut enfatiza su lujuria por los hombres casados. Me lo cuenta en una carta. Sigue desinteresado en el amor. Estuvo involucrado con un ejecutivo francés en una compañía farmacéutica donde trabajó. Un hombre con mujer e hijos. Es partícipe asiduo de la noche bogotana. Frecuenta especialmente los garitos del Santa Fe. Ha logrado recolectar suficiente material para escribir un libro. Me escribe sobre algunos de los personajes cuyas vidas transcurren en el Santa Fe: un personaje nocturno que profesa devoción por las lápidas del Cementerio Central. Que en las noches recorre los campos del cementerio con flores en las manos. Debuta a solas en frente a las tumbas abandonadas y los mausoleos. Evita cualquier contacto con persona alguna. En traje de fiesta. Con la piel empalidecida a propósito, con maquillaje negro sobre los ojos. Recorre noche tras noche los campos iluminados por los postes de las avenidas que rodean el Cementerio Central. Deteniéndose hacia el fin del recorrido para dejar las flores en alguna tumba anónima. Dándole fin al debut de la noche. Helmut detalla el momento exacto en que el personaje cruza los portones de acero del cementerio. Su entrada y salida. Su reintegración a las calles del Santa Fe sobre la calle 24. Su recorrido calle arriba con los cerros en frente. Un personaje iluminado por las luces de neón de los locales que rodean la zona. Desfiles solitarios hacia el cerro. Luego el personaje diurno: una niña de pelo inusualmente corto cuyo vestido exhibe un moño en la parte posterior. Una niña que sube y baja por las calles que rodean el Cementerio Central acompañada de otra niña de pelo aún más corto. Más pálida. Entonces las dos niñas caminan cuesta abajo y cuesta arriba por la calle 24. Rodeadas por las tiendas de chécheres que abundan en la zona. Por las luces de neón apagadas durante el día y las bicicletas de los otros niños que juegan en la calle. La primera niña lleva una muñeca antigua debajo del brazo. Cuando pasa por los portones de acero del cementerio, la niña se fija en las mujeres viejas vestidas de negro que rezan de rodillas por las ánimas. Se detiene y las mira fijamente. Pero la otra niña no se detiene. Sigue su rumbo por la calle 24 hacia el cerro. Helmut advierte también su desdén por la nueva literatura gay que se escribe y se publica en el país. Helmut reitera en su carta su deseo de aniquilar el vallenato.
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Francisco Díaz
No es país para viejos Esta noche soñé. Soñé que tenía un hijo. Un hijo hermoso, perfecto. En el sueño mi hijo tenía un nombre y yo lo veía crecer a mi lado y yo era como soy cuando estoy despierto, es decir, poca cosa. Pero esto no parecía importarle a él, que me pedía cada noche que le contara historias, para que el sonido de mi voz lo arrullara hacia el sueño. La historia que más le gustaba era la de un padre y un hijo que cabalgan juntos una noche a través del desierto. El padre lleva en una especie de concha el fuego con el que comerán, el fuego que los abrazará hasta la mañana siguiente. Mi hijo era distinto a mí. Mi hijo era mejor que yo. ¿Ya les dije que mi hijo era perfecto? Soñé esta noche con ese hijo que me quería tanto. Con ese hijo que porque yo era su padre, porque yo había hecho posible su vida, me admiraba y buscaba emularme. Soñé con ese hijo que se volvía escritor
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sólo para que yo lo respetara, sólo para ganarse mi cariño. Soñé que escribía mejor que yo, mi hijo. Y en ese sueño yo lo despreciaba. Él sabía que escribía mejor que yo y sabía que era mejor persona y sabía además que yo sabía que él sabía esas cosas. Pero nunca me las sacó en cara. Como ya he dicho, en el sueño mi hijo me quería y era perfecto. Un día mi hijo me habló de los muchos cuentos que yo le había contado para invocar el sueño. Los recordaba prácticamente todos, pero en especial uno, ése del padre que lleva consigo fuego en una concha de mar. Con nostalgia me habló de esa historia y luego me pidió que se la regalara, para escribir una novela con ella. Le dije que bueno, que sí. Y lo odié más que nunca. (A su madre no la soñé.)
Soñé que pasaban los años y el trabajo de mi hijo daba frutos. Que todo el mundo parecía amarlo: los escritores —de su generación, más viejos o más jóvenes— lo idolatraban abiertamente, con una docilidad nunca antes vista, como si competir con él u odiarlo significara malgastar energías en vano; los críticos también estaban rendidos a sus pies, y no le hacían ascos a las comparaciones decimonónicas y anacrónicas. Unos y otros, en todo caso, estaban de acuerdo en una cosa: decían que su mejor trabajo era aquella novela sobre un padre y un hijo que cabalgan de noche a través del desierto, con apenas una minúscula luz asomando entre las ropas del padre. Mi hijo hacía giras por el mundo hablando en universidades prestigiosas sobre su obra y a veces sobre política internacional. Yo soñaba con su muerte.
Mi hijo era todo lo que yo no era. Todo lo que no había llegado a ser, más bien. Todo a lo que alguna vez aspiré. Esas cosas era mi hijo, y otras también, en el sueño. Un día mi hijo cayó enfermo. Viajé a verlo y supe que tenía los días contados. Mi hijo moriría y pronto, a menos que yo le diera un riñón. La vida de mi hijo dependía de mí. La muerte de mi hijo dependía de mí. Saboreé el momento por un segundo que se me hizo eterno y al mismo tiempo me dejó con gusto a poco. Fantaseé con su muerte, con la tranquilidad que me sobrevendría cuando hubiera desaparecido, cuando lo supiera muerto, cuando supiera que no existía un recordatorio constante de mi fracaso dando vueltas por el mundo. Entonces, porque en el sueño era su padre, le di el riñón que necesitaba. Soñé que mi hijo sobrevivía, soñé que yo enfermaba, soñé que luego moría. Odiándolo. Y después me desperté.
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I.
III.
De noche el patio nada en medio de un frío azul cobalto.
Nada se mueve.
Desde arriba las estatuas y las plantas son las ruinas de un mundo en miniatura.
Nadie se acerca de repente al oído de una estatua y le dice un secreto.
II. Las naranjas que en el día colgaban de las ramas como soles ahorcados ahora levitan. La fuente vacía gravita en torno a otra fuente vacía.
Tríptico azul cobalto Edgardo Nuñez
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Nancy Ross
los salmones
si la tierra fuera un reflejo del cielo ÂżdĂłnde me quedarĂa yo? desde la orilla alcanzo a ver los peces enormes grises con flecos negros en mis manos desgarro un pedazo de pescado crudo para darles de comer ellos levantan la cabeza cuando lo huelen estĂĄn hambrientos les tengo miedo como si se hubiera despertado algo peligroso nadie los puede ver salvo yo
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Juan José Richards
La cómplice durmiente (fragmento)
Estuario figura herida que como la víctima padece al retiro de un doblez impropio
impedido el humedal de un beso otras fuerzas geográficas propician gentilezas para bordear la fisura
desprovistos de tempestades los contornos son mapas en los que el tacto se propaga libremente
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Nuria Mendoza
El mar guarda silencio
La chica llegó a la playa en su escarabajo amarillo. Caminó hasta las dunas y sacó de la bolsa de esparto una toalla de flores, que extendió, a pesar de la brisa, de forma exquisita. Luego se desprendió del vestido, se tumbó en bikini y comenzó a untarse la crema bronceadora.
Se sobresalta, entonces. Aguarda en tensión: nada. Abre los ojos, se pone en pie. Da brincos, se palmea los oídos, aunque sabe que no hay agua ni arena que los tapone.
Le pareció un momento perfecto, dejándose lamer por un sol madrugador que le concedía la tibieza justa a su piel, erizada a ratos, como si el viento soplara en su nuca, o en los huecos más pálidos de las axilas, que exhibía ahora en un desperezo voluptuoso, aunque nadie podía celebrarlo, porque a aquellas horas y en aquella playa casi salvaje, apenas se veía alguna figura, a lo lejos.
No se oye el mar.
Estaba tumbada boca arriba, los músculos desanudados sobre las flores, el traje de baño cambiando de límites constantemente, para evitar marcas. Mantenía los ojos cerrados. Se demoraba en imaginar la espuma correteando sobre las algas, sabiendo que luego se convertiría en el fantasma que desaparece y vuelve una y mil veces y hasta siempre.
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No se oye.
La chica emite sonidos inconexos, como al probar un micrófono, y sus tímpanos vibran, obedientes, y le demuestran que es el mar el que guarda silencio. Va hasta la orilla, con un temor añadido. Las dunas le impedían ver las olas pero ahora que está allí, tan cerca, descubre fatigada que no hay movimiento: el mar es una lámina de estaño que no tiene fin. Sin mareas, sin crestas de espuma ni rompeolas. Introduce un pie, recelosa, y el agua lo acoge con mansedumbre. Se agacha aturdida, ahueca la mano, llena la palma y la acerca a su boca. Sabe a sal, todavía.
Body painting Era un hombre de pocas palabras. —Pintarte —musitó, cuando le dije qué quieres de mí. Así que abrí mi blusa, desabroché la falda, descalcé mis pies, y sostuve a medias su mirada y mi pudor. Me señaló con el índice manchado de azul y amarillo: entendí que era todo o nada. Acabé de desnudarme y me quedé de pie, los brazos a los lados del cuerpo, sin cubrirme, para qué.
centro exacto de una diana azul y verde y violeta, cebrear mis muslos en rojo y gris. No hablábamos. Yo sólo me inclinaba un poco o separaba las piernas, para dejarle hacer. Él a veces murmuraba como una letanía, que solía rematar con un suspiro crujiente. Se oían sus dedos escarbando en los botes de pintura, el chapoteo y un ris-ras, si me cubría impetuoso. Pero otras veces, cuando tomaba el pincel para mayor precisión o desordenaba mi vello púbico en verde matorral, el silencio era tan oscuro que casi ahogaba.
Dio un par de vueltas a mi alrededor. Imaginé gozosa mi palidez retratada pero él, alargando el silencio, empezó a frotarme las nalgas, a marcarme las vértebras una a una, a perfilar mis omóplatos. Me mantuve quieta. Ni respirar, quería. Se giró y vi sus manos amarillearme, convertir mis pezones en gominolas de limón, hacer de mi ombligo el
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Felipe Martínez
Pájaro sobre una rama (O sobre la poesía de Aurelio Arturo)
En el pájaro, en su patica de anzuelo, en la caricia amarilla de su pecho, “manzana de miel”, toche de agua, “llamita”, está el árbol inconmovible, espeso como un mar por la noche. En el árbol, en su tacto crudo de agua seca, pasto del cielo y pasto él también de la tierra, está el musgo plateado como un coral de viento silbando en la lluvia. Antes que el pájaro o el árbol antes que el musgo o la lluvia, fue siempre el fuego porque es de su paz la ceniza que hace la mano donde está el pájaro sobre el árbol abrillantado por el musgo, girando en la lluvia.
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Manuel Fihman
[El caimán abre el verano…]
Para K.V.
El caimán abre el verano en Nueva York
con un cuerno mínimo
rompe la cáscara
boca llena de dientes de león
suaves y ligeros
por eso flota su mirada
El caimán abre el verano en la ciudad cubierto en pluma ajena y perlas en la lengua
por eso flota su mirada
Su ojo de gato de chivo de pájaro por eso flota hacia la lechuza entre los juncos
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Acertijo de anticuario El
ojo
es
escarabajo
en
rascacielos
es
redondo.
Completo.
la
de
boca
la
piedra
una de
Recuerda
piedra: la
verde
boca
al y
divina.
Escarabajo en cántaro. Caballito del diablo y de San
Antón,
Recipiente
a
la
de
vez
y
también,
adivinanza,
el
en
botijo.
ánfora. Sonrisa
grabada en una sortija que los de la piedra usan para sortilegios: el oráculo es ojo de escarabajo y esfinge y caballo, antiguos y musgosos todos. Por eso el beso allí, primero y último: para beber, para asolarse, límites
de
azotarse, una
zumbar
cárcel,
esa
y
zumbarse mirada,
entre
confín
los
dulce.
Redonda. Completa. Nace, vive, envejece y es el día, a la vez y también.
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Alia Trabuco
Reloj de sol
Su mano nivela la arena poco a poco. Primero quita de encima unos puñados. Luego escava hasta llegar a un lugar más húmedo, que consigue alisar hasta transformarlo en un papel. Te voy a enseñar algo, dice. Estoy de rodillas a su lado, las piedrecitas de la arena se me entierran en la piel, tengo el traje de baño mojado, un poco de hambre, mucho calor. Comienza a atardecer en Isla Negra. Me pide que traiga un palito de helado, así que me paro y empiezo a buscar, pero de inmediato me distraigo mirando cómo el mar cambia de azul a gris y luego a azul otra vez a medida que pasan las nubes. Escucho entonces su voz desde lejos diciéndome que me apure, que se va a nublar. Corro de vuelta con el palito de helado entre los dedos y se lo entrego. Las olas están muy cerca. Casi nos alcanzan. Rozan sus pies. Él empieza a dibujar. La arena cede. El sol se esconde detrás de unos nubarrones rosados. Me pregunto si acaso estará dibujando al sol ahí en el suelo, mientras murmura muy bajito
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que no se vaya a nublar, que no se nuble, como cantando, como rezando. Las olas se escuchan más fuerte. Él se detiene. Sobre la arena hay un sol con doce números. Arriba, en cambio, está todo gris. Entonces me dice, indicando el cielo, que sople, para que así se vayan las nubes y me pueda mostrar. Cierro los ojos, inhalo y soplo, hasta volver a sentir el calor en mi cara. Entonces abro los ojos y veo cómo él entierra el palito de helado en la arena y me muestra con su dedo una sombra que se alarga y se alarga hasta rozar uno de los números que está dentro del círculo. Este es un reloj de sol, alcanza a decir, pero eso es todo. Una ola viene y se lo lleva. No sé cuánto tiempo pasa mientras recuerdo. Seguramente unos segundos. El tiempo de la memoria es muy parecido al de los sueños. Sé que entré a la sala a las 11:43, cuando un hombre colgaba de la torre de un reloj, agarrado apenas del minutero con la punta de sus dedos. El minutero estaba en el cuarenta y tres. Ahora, en cambio, son las 11:46. Eso dice otro reloj,
que está en el velador de una habitación donde hay una mujer sobre la cama que recién abre los ojos, ignorando todavía que ha dormido de más, que ya es demasiado tarde. En ese espacio de tres minutos estuve en el mar. La mujer que está a mi lado también se fue lejos. La pantalla dice ahora (en otro reloj y otro más) que son las 11:58, pero estoy segura de que no es así. Eso pienso una vez que entiendo que todos los segundos han sido filmados, editados y luego reproducidos en esta cinta. La intuición de una simultaneidad posible me marea. Y cada vez que caigo en otra digresión (como ésta, precisamente como ésta) constato que el video (el tiempo) continúa: los segundos se traslapan en la pantalla, en la sala, en la calle, en mi memoria. Contemplo un tiempo que a su vez me contempla a mí. Quizás la cinta quiere eso, este vértigo. Las escenas se entrelazan con precisión. Hay una especie de excitación colectiva en la sala a medida que nos acercamos a las 12. Como si las doce fuera el clímax de esta película. Como si ésta película tuviera algún clímax posible. Como si esto fuese en realidad una película y no un reloj de una sola manilla que gira sinsentido sobre sí misma. Nadie se atreve a partir. Quieren saber qué imagen indicará el mediodía. Esa hora tan perfecta para el desencuentro. La música se acelera. Cincuenta y siete, cincuenta y ocho, cincuenta y nueve. Me parece que nadie respirara en la habitación. La pantalla finalmente indica las doce y la imagen escogida es un reloj que hoy es antiguo, pero que a las doce de ese otro día, el día que lo filmaron, no lo era. Nadie se mueve. Entonces, veo que son las doce de nuevo. Las doce otra vez. Tres cortes diferentes
muestran el mismo segundo. Tres mediodías. El vértigo nuevamente. No estoy segura de si todos lo han notado, si han tomado conciencia del traspié. Empiezan las campanadas. El mediodía multiplicado. El hombre que está a mi lado se pone de pie y se va. Buena parte de la sala decide irse. Yo, en cambio, no puedo moverme. No sé irme de aquí. Me invade la certeza de que he caído en un agujero negro. Que en realidad no son las 12:02, 03, 04. Pestañeo. 12:45. Eso dice el reloj de bolsillo que intenta hipnotizar a un hombre. Eso decidió el director de esa película: que el reloj de bolsillo que intentaría hipnotizar al hombre diría 12:45, pese a que no eran las 12:45 cuando filmaban, ni cuando editaban, ni cuando proyectaban, ni mucho menos ahora. Pestañeo. 12:52. La mujer que está a mi lado se mueve inquieta. Palpa algo en su muñeca. Ha dejado su reloj en casa. También yo. Me siento mareada. Decido salir de la sala. Del agujero negro. Recojo mi abrigo, mi mochila, mi miedo. Al salir constato que se ha nublado. Es de noche. No sé dónde estoy. Siento el ruido de las olas. El mar tragándose al reloj de sol.
Comentario a la obra The Clock, de Christian Marclay, exhibida en la galería Paula Cooper, Nueva York 2011.
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Osvaldo Luis Citrón
12:14 am noviembre 14, 2011 Duele cuando las calles lloran hojas, como cuando oigo cantar a Buika y corren despavoridas, penas viejas por mis mejillas. Escondo el sol entre los pliegos de mi sonrisa busco descolgar canciones por entre las perchas quiero dejar colgado un grito en el balcón susurrarle al mar mi desconcierto en reclamo mi mar Caribe desde lejos niega las fuerzas. Duele Como arrancar de raíz los años los olvidos de la mente perpetua, del padre robado entre vidrios sangrantes. Duele Como los últimos segundos para despedir el Año, Como si todas las despedidas se juntaran en un solo llanto,
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la del avión, la del querer, la de la muerte; Así paso fractura de mis sentimientos pulverizados. Como los amigos que nunca fueron, Y se perdieron. Duele Porque no existe tiempo para volver a hacer un intento. Duele en cada zapato un color un segundo de vida traicionero, enredado, encancaranublado. Me hartan tus gritos de silencio parecen del todo callados es el susurro de tus pensamientos delatan delirios amordazados.
1:35 am 10 de diciembre 2011 Ahora que voy de salida que el abismo queda atrás que la cuenca empinada del precipicio ya no tiene púas de dónde agarrar que la oscuridad va blanqueando los entornos del miedo y va atrincherando los arbustos venenosos las enredaderas de oxígeno llegan para agarrarnos y sacarnos a flote. ¿A la libertad, al claro del bosque o a la soledad? Simple y llanamente, hacia el próximo naufragio.
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No son los días, son las horas no es la semana, son sus días, no es la mañana es la noche temprana no son los ruidos, ni tus silencios ni los vacíos que son mis rellenos; no es lo que tienes, sino lo que me falta no es si puedo es que no quiero, no es añoranza, más bien, pérdida. No es empezar sino volver de nuevo.
da da da ser agradecido estirar la mano para no meter las patas dejar caer al piso un borbotón de risas para que nadie sospeche que te ahogas que te asfixian las madrugadas que las hojas caen como piedras y arrastras tus alas buscando un hilo de viento, y no despegas. Es cometer la barbaridad de ser indiscreto y sentir el susurro de una mentira al oído de una soledad que llenas con tareas. Busca detener los molinos que trituran las vísceras encharcándolas de veneno, perdida como bala en noche vieja, y cansada, con ansia de dormir sin despertar, sin pesadillas, ni sueños, los mismos que nunca se habrán de realizar.
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Si detengo mi frente en un atardecer y lanzo a la corriente mis sueños ¿volveré como serpiente, reptil o pájaro? O piedra y depender del viento para que me mueva aunque le tome mil años. O como la vez que fui gota, y que en lugar de agua fuera estiércol, que con un simple contacto desgarre y apertreche aquel que me desdeña para besar el suelo. El mundo que imagino no concuerda con el que veo cuando para los demás es risa para mí todo es llanto y desvelo.
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Cristina Colmena
El ángulo muerto
Comenzaron a besarse sin saber muy bien cómo. Después pensó que fue el alcohol, el asedio constante o quizás incluso el amor, ese amor fortuito y casi accidental que suele nacer en las noches de cubatas su¬cesivos y soledades encontradas. La estrategia había sido infalible: la cena, la música, el perfume elegido, la conversación ensayada. Valió la pena el mes y medio de encuentros indecisos, de llamadas apenas atendidas, de esperas, de desesperas. El empeño por fin tuvo su fruto. Pero había un ángulo muerto en todo aquello, algo que se le escapaba. Mientras ella le besaba —con los ojos abiertos— miraba de reojo a aquel novio lejano que, apoyado en la barra del bar, fingía no verla.
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La traducción Al principio fue sólo un adjetivo, en el original no existía, pero a él le hacía falta. La frase, si no, quedaba insípida, vacía, inacabada. Dudó mucho si incluirlo o no. Siempre le había parecido un sacrilegio introducir variaciones en una obra ajena, se suponía que sólo le pagaban por traducirla, pero finalmente no pudo reprimirse. Lo puso. Leyó el nuevo párrafo y decidió que sin duda alguna, el cambio mejoraba la obra. Después, y aunque intentó ser fiel al texto, introdujo y quitó algunas comas, suprimió alguna subordinada que no hacía más que embrollarlo todo y hasta le cambió el nombre a algún personaje, porque indudablemente, le hacía más antipático.
aquel estilo suyo, convencional y previsible. Esas descripciones tan cursis y tan inacabables, aquellos personajes tan planos, la falta de ritmo… Sin darse cuenta empezaron a salir sus propias palabras y a borrar párrafos enteros. Suprimió escenas, introdujo nuevas tramas, y se decidió por un final menos melodramático. Eliminó todos aquellos fluires de conciencia, tan pesadísimos, porque para su gusto, Faulkner ya estaba pasado de moda. Y como a medida que iba traduciendo, el original le iba estorbando cada vez más, decidió prescindir de él y continuar con hojas en blanco. Dejó atrás las limitaciones del sinónimo y de las equivalencias gramaticales y se puso a «traducir» más libremente.
Sin saber muy bien cómo, empezó a odiar a aquel autor que firmaba la novela, y a despreciar
Cuando terminó la traducción, decidió también cambiarle el título.
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Tres meses después, recibió una llamada del editor que le encargó el trabajo, enojado tras leer los primeros capítulos, tan distintos al ruso original. Aunque él intentó defenderse alegando la coautoría del traductor, y cómo sus pequeñas aportaciones no hacían sino engrandecer la obra, fue amenazado con el despido si no se atenía a una aséptica traducción del texto y se dejaba de creaciones y coautorías… Su jefe, sin duda un tipo de estrechas miras, no entendía por qué había situado la trama en el Marte del año cuatro mil cuando transcurría en la Rusia de la postguerra, ni por qué los diálogos eran en verso, aunque fuera tan sólo un pequeño homenaje al siglo de oro. Le había molestado mucho que hubiera cuatro personajes más, que el protagonista muriera en el capítulo dos —porque a nadie le caía bien— y que los largos monólogos hubieran sido sustituidos por
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pequeñas frases al estilo de «y pensó mucho sobre todo aquello». Así que sin otra posibilidad, guardó sus propias cuartillas, re-tomó el insulso texto, y lo tradujo palabra por palabra, con el diccionario de sinónimos vigilando sus movimientos. Un año después, cuando vio en el escaparate de una librería aquel que ya no era su libro, lo miró con cierta nostalgia pensando en lo que pudo haber sido. Se encogió de hombros y siguió caminando. Se sonrió al pensar que en la página ciento veintisiete cierto personaje se llamaba ya de otra manera y que entre aquellas quinientas veintiséis páginas había un adjetivo inadvertido que era sólo suyo, y que sin duda alguna, mejoraba la novela.
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Rodolfo Hinostroza Translation Manuel Fihman
The Huaraz Uncles and Aunts Rodolfo Hinostroza (Lima, 1941). Poeta, narrador, ensayista, dramaturgo y excéntrico astrólogo peruano. Ha escrito los poemarios: Consejero del lobo (1965), Contranatura (1971), Poemas reunidos (1986), Memorial de Casa Grande (2005) y Nudo Borromeo y otros poemas perdidos y encontrados (2008). A su vez las novelas Aprendizaje de la limpieza (Barcelona, 1978) y Fata Morgana (1995), entre otras obras de teatro, cuento, astrología y gastronomía que no mencionamos. También ha cumplido el rol de traductor de dos obras de Jean-Marie Le Clézio para la editorial Seix Barral. En 1971 obtuvo el máximo galardón en el certamen internacional de poesía “Maldoror”, organizado por la editorial Barral de España. En 1987 ganó el premio internacional de cuento “Juan Rulfo”, otorgado en París por Radio Francesa Internacional con el relato “El Benefactor”. En el 2009 obtuvo la reconocida Beca Guggenheim. El texto aquí traducido pertenece a Memorial de Casa Grande.
And thou, intrepid uncles builders of the legendary Quincemil route so called for the 15000 dead it took to make way through that green hell with jackhammer and dynamite between the granite bluffs, unwholesome thickets and colloidal, invisible bugs. Uncle Hernán was there, flinging pickaxe and hoe under the harsh sun and the mosquitoes like someone who goes off to join the Foreign Legion or to Devil’s Island, dragged by amorous disappointment or a Beau Geste style debt of honor such as the brothers loved, and my uncle Reynaldo, and I think even Chicho followed after him, because later they told loads of stories about that camp. There was one where Nano would sit on a boa that looked like a tree trunk and the boa wiggled off to the lagoon and he fell on his butt coffee all over him and the 3 of them would roar, 3 decades later, with laughter.
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All this happened in Ceja de Montaña, and I don’t know what possessed my uncles to go there, probably looking for cash, like they did all their lives searching for it unceasingly never finding what they’d lost. I think Hernán even stayed on panning in one of those gold sluice-boxes in Madre de Dios fascinated by the golden metal cause of his father’s ruin, my grandfather Isidro, who sank his fortune into a gold mine. My uncles came back to Lima sometime in the 40s, all but Chicho who married a widow, I think near Huánuco, and settled there for a long time. He was the only one to not stay in Lima because my uncles always tried to stay together to not lose their identity to not forget who they were recalling their childhood in Casa Grande the house their grandfather Manuel Hinostroza built, in downtown Huaraz on Comercio Street. That’s where the 11 Hinostroza siblings were born and each one was assigned an native nanny to look after him the rest of his life, but since there were 11 nannies not counting the nannies for the cousins who lived there too and they’d each wind up getting married and having children, the indigenous population grew at dizzying speed and took up half the house which nonetheless had 42 bedrooms, a parlor, dining room, library, kitchen, pantry,
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the kneading room, 3 yards, orchard with fruit trees, animal pen, stables and was more like a kind of little town where people came and went all day from orchard to kitchen, from kitchen to dining room from the dining room –which was set in the middle of a garden, like a greenhouse made of beveled glass– to the billiards room, to the library, to the bedrooms, to the main yard, to the stables. There was even a tiny theatre where they’d perform zarzuelas with real singers come from Lima and Buenos Aires it was the great divos who came to Huaraz on their tours of Peru’s rich provinces where invariably they’d be treated like kings and people fought over the honor of hosting them. My grandfather would lodge them baggage and all in Casa Grande, for months at a time admirer of Bel Canto that he was and they’d perform “La Gran Vía” in that tiny theatre with my father and uncles dressed up in marine uniforms singing the chorus to Los Marineritos that even now they all know by heart and sometimes the tenors would marry this cousin or that and stayed forever in the Callejón de Huaylas fascinated by the snow covered indifference of Huascarán, Hualcán, Huandoy, Yerupajá that surround Huaraz, like a frozen threat. “Remember, little brother?” Aunt Alcira would say to Hernán, and she’d tell the story about the time uncle Mauro stuck
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an actual knitting needle into the back of his neck while playing at being bullfighters in Casa Grande’s courtyard and Hernán screamed full of fright: “Now you’ve done it now! Now you’ve done it now!” Which became a family phrase that all our uncles used. They’d only leave the house to attend School, go to Church because they spent their days inside its walls having a grand old time with a whole army of cousins uncles, friends, servants, aides, deserving of that childhood and golden ages. Until the debacle came and my grandparents had to leave Casa Grande, and Huaraz, to settle in Lima in 1922 with their 11 children because Isidro had been promised the Ancash senate seat which never materialized you can be sure because they always turn their back on the brokeass in the cold Capital City. So they took a house in La Victoria which was the new middle-class district from Leguía’s era, and put up a fine pastry shop that wound up failing. My grandparents died. The kids didn’t finish high school and found some miserable gigs, the girls married their neighborhood suitors. My father went crazy and was gone for 10 years until he came back.
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All settled in the hell that was Lima the 11 siblings helped each other in poverty, and lent a hand every time they could they believed that “strength comes from unity” and they worked and lived together and where one went, the rest of the uncles and aunts followed. For example to Barranco where most of them lived (except for aunt Lucha, who lived in Mirones) aunt Eloísa, aunt Alcira and aunt Teresa with their respective families who visited each other daily in front of the Hermitage’s park (where the Headless Priest lives) and next to the Cable Car that went down to the beach that is to say the Barranco Municipal Baths which were lovely. It was Art Deco from Leguía’s era: an immense railing, with a decorated fret and wooden floor, on steel posts that closed off a square of rocky-floored sea and a great hexagonal pavilion I think in the middle with a very high roof, brilliant and pointed. And a platform, with a Military Band that played there all summer, with twelve professors and a vertical piano if you please. And my uncles and aunts danced on that floor of great back planks varnished with petroleum with gaps through which you got a vertiginous glimpse of the sea. “Ramona”, “Bodas Negras”, “La última noche” “Mocambo”, would play over the waves
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of the Southern Pacific. And even a coarse tango, made decent, of course, such as “Garufa” that Rodolfo, my mother’s brother danced to with Alicia, his then girlfriend. The men drank beer dressed up in their beachwear the ladies squealed outside while grasping long chains into the sea sunk, in daring swimsuits and stamped caps. Oof. And Barranco was also inhabited by uncle Carlos in a big old house, that back then he shared with Rodolfo, Reynaldo, and Isabel and the children of this uncle or that turned the place into a madhouse. The jewelry workshop was by the entrance then a huge carpenter’s bench in the middle of the living room where my uncles made chaises longue and at the back there was a mechanic’s workshop, where I learned to weld, use a drill, to cut by handsaw, to clean with acid, to electroplate gold with the purpose of making cheap jewelry that Rodolfo sold at Corpac-Limatambo airport. Aunt Isabel, Chapica, next to eldest, married a Captain Solís, a cavalryman, who gave her nothing but women daughters: Camucha, who married an aviator in turn, Alicia, who ended up marrying my uncle Rodolfo Teresa, who married Hugo Mañuca, who was epileptic, prone to spectacular theatrical fits with frothing at the mouth which kept the family on the edge of their seats better than the one o’clock radio soap ever could and who never married, and last there was Berta, the ill-married.
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Berta’s husband Miguel gave her mean beatings. He beat her close-fisted, like you do a man, until the punches disfigured her face kicked her with a pimp’s two-toned shoes, hit her with a belt buckle, stepped on her with rancor, in front of their 8 terrified children who got their share of violence in miserable houses smelling of poo, milk and piss and then let them tell you about Peruvians’ low self-esteem. The worst part is no one did anything even though Berta begged and pleaded showing them her wounds, cursing her sadistic husband. “Do you see what Miguel’s done to me?” and she’d show her black eye, “See what Miguel that coward does to me?” she’d yell showing deep cuts to her chest. “Do you see what that damned man did to me?” she’d yell in their face and showed her bruised, aged body drained by a dozen childbirths. And nobody messed with Miguel, who was an APRA union boss and walked around with a solid gold bracelet round his wrist and took his mistress to congresses abroad. Until the kids all grown up waited for him on the corner and beat the daylights out of him with head butt, and he was taken to the Social Security hospital with several broken bones and no teeth. A holy balm applied too late for after that he became a good man who never hit anyone ever again.
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punch and kick
Our closest cousins were uncle Carlos’ 6 children, Teresa, Pupi, Alcira, Chanchi, Trani y Cholo same age as us, and with a history similar to ours: Uncle Carlos, second oldest of the boys, was smitten with Rosa, the baker on the corner’s daughter with some absent German, she was your typical pretty, snot nosed, poor girl more brokeass than my mother when it came to culture, but wittier and who’d sing duets so prettily with Uncle Carlos he always was a very romantic man because love affairs were like that then with lyrics by María Grever and music by Puccini and wound up marrying her in spite of the family’s objections who finally gave in and had to accept her. But all the same, after all of six kids, they left each other just like my parents and almost at the same time and for not very clear reasons, but Carlos, famous for having a temper, got custody of the children, otherwise it’d been a catastrophe, and my cousins would’ve ended up living with relatives of their mother near some garbage dumps over by Cinco Esquinas Azcona Alta I think it was called. And so they survived by their father’s side making ends meet with badly paid gigs sharing rent with relatives and siblings and when that wasn’t enough Carlos would spread the kids out here and there
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until things get better. That’s why my cousin Alcira lived with us, in Huaraz, for a year and we became such good friends with her. Of my cousins, Alcira was the one who danced the best she was a fan of Celia Cruz the Cuban her work with La Sonora Matancera of course who’d come for the Barranco Carnaval with Caíto, Laíto, and a first rate banner Welcome Granda, Nelson Pinedo, Leo Marini and Celia of course brought “Baila Negro” into fashion debuting it at the Barranco Municipal Park that’d be fenced off with barbwire for Carnaval for three consecutive days of costume parties. For years I had a Black and White Domino costume, that I’d put on each Carnaval and dressed like that, I’d dance salsa with cousin Alcira who’d teach me to dance, to not lose the rhythm, to stay strong through the wild evenings like a cyclone come from the Caribbean to Barranco’s hot night. Reynaldo was my pal, nicknamed Chanchi, my accomplice in all the hog wild pranks we thought up. We’d go fishing in Barranquito with hook and reel, high and drunk skipping out on school, we’d hop a cable car to Chorrillos, turn around and go to La Lagunita and we’d earn some smacks from the conductors or we’d go to the Raymondi Movie Theater to see grownup movies with the tips –a sol here, a sol there– that we’d get out of all our aunts and uncles kind and brokeass as they were.
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We planned to run away from home to be Pioneers in the jungle: We’d already gotten a hold of machetes and bowie knives, boots and the ever-necessary raincoats, at the hardware store on Grau Street, by the Barranco Market. And one day, by a sheer stroke of luck uncle Carlos won the lottery just like in Mexican movies the brokeass become rich overnight And my uncle got 100000 of the old soles, which he really needed. Right away he set up his own house still in Barranco, in front of the San Luis. And he was happy in that house the last years of his life with his kids all grown up, the eldest girl married boys finishing high school their house filled with the kids’ friends playing cards in the dining room. And a bit of money in the bank. His second myocardial infarction took him. I spent the afternoon playing Briscán with him, while waiting for his last electrocardiogram. He didn’t make it to morning. And they started dying one after the other Mauro was a corpse when they found him in a Costa Verde cave where bums like him took shelter from the Lima rain that chills the bones. He was one of the worst hit by his father’s ruin and as a young man took to drink . He spoke Spanish with perfect diction, and an education that survived the caverns as I recall. They say he had a great comic power and he always played the circus clown at Casa Grande.
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And Isidro, Chicho, in his far away Huánuco, and dear Nano, Reynaldo, the baby, who they said got Rosa tangled, although it was life that tangled him up in its interminable wood shavings, they died died too aunt Alcira and Chapica, they tell me that Lucha and Teresa died a few year ago. And so the Huaráz uncles and aunts started to die off their children’s children started being born, grandkids, grandnieces and nephews, my sister’s 5 kids, my 3, Patuco’s 3, Trani’s 4, Pichuza’s 4, I don’t even know how many they are in total tens, who knows, hundreds of kids with odd last names because they aren’t all Hinostrozas anymore God knows what last names they have and hold. But always are born more than die and that is life’s strategy which will always be larger than death if only because it runs faster several generations ahead with a wide stride. The Huaraz Hinostrozas have thus melded into that wide river of the Middle Class that opened its arms in generosity to them, as it does for all those forsaken in this world, those who fall down and those who fall up, and we became lost in the anonymous chaos of the city of Lima with its over 8 million inhabitants. Marcaj, the family estate was lost to Velasco’s Agrarian Reform Act and is now a small town on the banks of the Santa river. Casa Grande came tumbling down to its foundations
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in the 1970 earthquake, that left 70000 dead in Huaraz: the tremor broke off a wall off ice from the Huascarán peaks huge as a 50 story building that shattered at the bottom of the valley at 400 kilometers per hour and it spattered like a black tear of mud onto Yungay and Ranrahirca which were buried in a matter of seconds and are now silent memorials marked by great and ominous black and white rocks. The peaceful Huaraz of my grandparents’ time disappeared, along with its old pomp its estates, big houses, parties, its ancient families, its customs. And was rebuilt any which way as anyone can see. They tell me that my Vega Rizo-Patrón cousins were mysteriously able to rescue the stained glass from my grandparents’ dining room which didn’t suffer much damage in the quake: it seems they’ve put it up in their inn in Monterrey, by the thermal baths as you leave Huaraz. It must be all that remains of that storied Casa Grande, a historical relic no doubt. Perhaps I’ll visit it this summer, with Ingrid and my children.
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Edgar Allan Poe Traducción Francisco Díaz
Filosofía del mobiliario Edgar Allan Poe (Boston, Massachusetts, 1809). Poeta, editor, crítico literario norteamericano parte del Movimiento Romántico. Conocido por sus relatos de misterio y terror. Es considerado el creador del género policial y uno de los que aportó a la creación del género de ciencia ficción. El artículo que aquí traducimos apareció por primera vez en mayo de 1840, en Gentleman’s Magazine y luego, apenas modificado, salió en el Broadway Journal en 1845.
En términos de la decoración interior de sus residencias, cuando no de la arquitectura exterior, los ingleses son insuperables. La sensibilidad de los italianos apenas si va más allá de los mármoles y los colores. En Francia, meliora probant, deteriora sequuntur 1, las personas se ocupan más en ir de un lugar a otro buscando entretención 2 que en mantener esas características domésticas por las que, de hecho, profesan una delicada apreciación, o por lo menos un entendimiento adecuado. Los chinos y la mayoría de las razas orientales tienen un gusto cálido pero inapropiado. Los escoceses son malos decoradores. Los holandeses tienen, tal vez, la idea imprecisa de que una cortina no es un retazo. En España son todas cortinas: una nación de verdugos. Los rusos no amueblan. Los hotentotes y los kickapoos están muy bien como están. Los yanquis por su cuenta son absurdos. No es difícil entender por qué sucede esto. No tenemos una aristocracia sanguínea y, habiéndonos creado por lo tanto, como una
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cosa natural —y ciertamente inevitable—, una aristocracia de dólares, la puesta en escena de riquezas tiene aquí que tomar el lugar y ejercer el cargo del despliegue heráldico en los países monárquicos. Por medio de una transición entendida de buena gana, y que podría haber sido prevista con la misma facilidad, hemos llegado a converger en mero espectáculo nuestras nociones del gusto. Para hablar de forma menos abstracta: en Inglaterra, por ejemplo, ninguna ostentación de costosos accesorios sería tan proclive a crear —como es el caso con nosotros— la impresión de belleza en relación a los accesorios mismos, o de gusto en cuanto a su dueño. Esto debido a que, en primer lugar, la riqueza no es, en Inglaterra, la más elevada de las ambiciones, como lo es constituir una nobleza; y, en segundo lugar, que allí, la verdadera nobleza de sangre, confinándose a sí misma dentro de los límites estrictos del gusto legítimo, prefiere evitar antes que incurrir en ese alto costo por medio del
cual una rivalidad arribista puede en cualquier momento ser perseguida con éxito. La gente va a imitar a los nobles, y el resultado de ello es una sólida difusión de una sensibilidad adecuada. Pero en Norteamérica, las monedas siendo las únicas armas de la aristocracia, su exhibición puede ser señalada, en general, como el único medio de distinción aristocrática; y el pueblo, siempre en busca de modelos que admirar, es llevado inconscientemente a confundir las dos ideas —completamente separadas— de magnificencia y belleza. En resumen, el precio de un artículo de mobiliario ha llegado a ser, a la larga y con nosotros, prácticamente la única prueba de su mérito desde el punto de vista decorativo. Y esta prueba, una vez establecida, ha dado pie a muchos errores análogos, cuyo origen es fácilmente atribuible a ese capricho original. No hay nada que directamente ofenda más al ojo del artista que el interior de lo que en los Estados Unidos —es decir, en Apalachia— se conoce como un departamento bien amoblado. Su defecto más común es la falta de armonía. Hablamos de la armonía de un cuarto como lo haríamos de la armonía de un cuadro: tanto el cuadro como el cuarto son susceptibles a aquellos principios fijos que regulan todas las variedades del arte; y prácticamente las mismas leyes a través de las cuales decidimos los méritos de una pintura son suficientes para decidir sobre las enmiendas de un aposento. La falta de armonía se observa a veces en la índole de las distintas piezas de mobiliario, pero por lo general en sus colores o formas de adaptación al uso. Muy comúnmente el ojo se ofende por su poco artística disposición. Las líneas rectas
predominan en exceso: muy continuadas, sin interrupción, o torpemente interrumpidas en ángulo recto. Si hay líneas curvas, éstas se repiten de forma desagradablemente uniforme. Por una precisión indebida, la apariencia de muchos departamentos excelentes es estropeada sin remedio. Las cortinas están rara vez bien dispuestas, o bien escogidas, en relación a las otras decoraciones. Con el mobiliario formal, las cortinas están fuera de lugar; y un extensivo volumen de colgaduras de cualquier tipo es, bajo cualquier circunstancia, irreconciliable con el buen gusto: la cuantía adecuada, al mismo tiempo que el ajuste adecuado, dependiendo de la índole del efecto general. Últimamente hay un mejor entendimiento de las alfombras que en la antigüedad, pero todavía erramos frecuentemente en sus diseños y colores. El alma del departamento es la alfombra. De ella se deducen no sólo los tintes sino que las formas de todos los objetos involucrados. Un juez de ley puede ser un hombre común; un buen juez de alfombras debe ser un genio. Y sin embargo hemos escuchado elucubrar sobre alfombras, con el aire “d’ un mouton qui réve” 3 , sujetos a los que no debería ni podría confiárseles el cuidado de sus propios moustaches 4. Todo el mundo sabe que un piso grande puede tener una cubierta con dibujos grandes, y que uno pequeño debe tener una cubierta con pequeños; y sin embargo esto no es del conocimiento de todo el mundo. En cuanto a la textura, la de Sajonia es la única permitida. Bruselas es el pretérito pluscuamperfecto de la moda, y Turquía es el gusto en su agonía. Sobre el diseño: una alfombra no debería estar adornada como un
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indio Ricaree (todo tiza roja, ocre amarillo y plumas de gallo). En suma: fondos definidos y figuras circulares o cíclicas, sin significado, son aquí leyes generales. La abominación de flores, o representaciones de objetos bien conocidos de cualquier tipo, no debería ser aguantada dentro de los límites de la Cristiandad. En efecto, ya sea en alfombras o cortinas o tapices o colgaduras otomanas, todos los elementos de este tipo deberían ser rígidamente arabescos. En cuanto a esos pisos antiguos cubiertos de trapos que todavía se ven ocasionalmente en las viviendas de la chusma (telas con inmensas e irradiantes tramas expansivas, de líneas intercaladas, y espléndidas con todas las tonalidades, entre las cuales resulta imposible distinguir ningún fondo), no son otra cosa que la invención malévola de una raza de zánganos y amantes del dinero —hijos de Baal y adoradores de Mamon—, Benthams que, para ahorrarse pensamientos y economizar imaginación, primero inventaron cruelmente el Caleidoscopio, y después establecieron sociedades anónimas para hacerlo girar a vapor. El fulgor es uno de los errores más frecuentes en la filosofía Norteamericana de la decoración del hogar, un error fácilmente reconocible y deducible a partir de la perversión del gusto recién especificada. Estamos violentamente enamorados del gas y del vidrio. El primero es completamente inadmisible puertas adentro. Su fuerte y vacilante luz ofende. Nadie, teniendo cerebro y ojos, lo usaría. Una luz moderada —o lo que los artistas llaman una luz fresca—, con sus consecuentes sombras cálidas, haría maravillas incluso en un departamento mal amueblado. Nunca hubo pensamiento más precioso que aquél de la lámpara astral. Nos referimos, por supuesto, a la lámpara astral
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propiamente tal: la lámpara de Argand, con su pantalla original de vidrio esmerilado liso, y sus tenues y uniformes rayos de claro de luna. La pantalla de cristal tallado es una débil invención del enemigo. La impaciencia con la que la hemos adoptado, en parte debido a su ostentación 5, pero principalmente debido a su alto precio, es un buen comentario sobre la proposición con la que empezamos. No es una exageración señalar que el empleador intencionado de la pantalla de cristal tallado es, o bien deficiente en gusto, o ciegamente servil a los caprichos de la moda. La luz que proviene de una de estas chillonas abominaciones es desigual, entrecortada y dolorosa. Por sí sola basta para estropear un mundo de buenos efectos en el mobiliario sujeto a su influencia. El encanto femenino, en especial, se ve reducido a menos de su mitad bajo el influjo de su malvado ojo. En el asunto del vidrio, por lo general procedemos en base a falsos principios. Su característica más destacada es el brillo (y en esa única palabra, ¡cuánto de todo lo que es detestable expresamos!). Las luces parpadeantes e inquietas son a veces gratas (para niños e idiotas, siempre), pero en el adorno de un cuarto deberían ser escrupulosamente evitadas. En verdad, incluso las luces fuertes y fijas son inadmisibles. Las enormes arañas de vidrio sin sentido, cortadas en forma de prisma, alumbradas a gas y sin pantalla, que penden de nuestros salones más a la moda, pueden ser citadas como la quintaesencia de todo lo que es falso en gusto o ridículo en insensatez. La furia por el brillo (pues su concepto ha sido confundido, como hemos observado anteriormente, con el de la magnificencia en
lo abstracto) nos ha llevado, también, al uso exagerado de espejos. Cubrimos nuestras moradas con grandes placas británicas, y luego creemos que hemos hecho una buena cosa. Ahora bien, el pensamiento más vago habría de ser suficiente para convencer a cualquiera que tenga ojos sobre el efecto nocivo de tener numerosos espejos, en especial si son grandes. Dejando de lado su reflejo, el espejo presenta una superficie sin relieve ni color, continua y plana: una cosa siempre y sin dudas desagradable. Si lo consideramos como un reflector, es potente a la hora de producir una monstruosa y odiosa uniformidad: y el mal se agrava aquí, no sólo en directa proporción con el aumento de sus fuentes, sino que en un radio constantemente en aumento. De hecho, un cuarto con cuatro o cinco espejos dispuestos al azar es, para todos los propósitos de exposición artística, un cuarto sin ninguna forma en absoluto. Si a este mal le añadimos su séquito de brillo seguido de brillo, tenemos un perfecto fárrago de efectos discordantes y desagradables. El pueblerino más vulgar, al entrar a un departamento tan adornado, inmediatamente se daría cuenta de que algo anda mal, aunque le fuera imposible asignarle una causa a su insatisfacción. Pero dejen a esa misma persona entrar a un cuarto amueblado con buen gusto, y seguramente quedaría sobrecogido por la sorpresa y el placer. Un mal que crece de nuestras instituciones republicanas es que aquí un hombre con una gran cartera por lo general guarda en ella un alma muy pequeña. La corrupción del gusto es una porción o un anexo de la fabricación del dólar. Mientras nos hacemos ricos, nuestras ideas se van oxidando. No es, por lo tanto, dentro de nuestra aristocracia que debemos buscar (si en algún
lado, en Apalachia) la espiritualidad de un boudoir 6 británico. Pero hemos visto departamentos de norteamericanos de modestos recursos que, al menos en términos de sus méritos negativos, podrían competir con cualquiera de los gabinetes de bronce dorado 7 de nuestros amigos del otro lado del mar. Incluso ahora, está presente en el ojo de nuestra mente una recámara pequeña y no ostentosa con decoraciones a las que no se les puede poner reparo. El propietario yace dormido en un sofá; el clima es fresco; la hora se acerca a la medianoche: haremos un bosquejo del cuarto durante su sueño. Es oblongo —unos treinta pies de largo y veinticinco pies de ancho—, una forma que permite las mejores oportunidades (corrientes) para el ajuste del mobiliario. Sólo tiene una puerta (por ningún motivo ancha), que está a un extremo del paralelogramo, y apenas dos ventanas, que están en el otro. Estas últimas son grandes, llegan hasta el suelo (tienen nichos profundos), y se abren hacia una veranda italiana. Sus cristales son de un vidrio entintado carmesí, colocado en marcos de palorrosa, más voluminosos de lo normal. Están encortinados desde dentro del nicho por un tejido de plata adaptado a la forma de la ventana, y que cuelga libremente en pequeños pliegues. Fuera del nicho hay cortinas de una seda carmesí extremadamente rica, con flecos de una profunda red de oro, y forrada con tejido de plata, el material de la persiana exterior. No hay cornisas, pero los pliegues de toda la tela (que son finos en vez de voluminosos, y tienen una apariencia etérea) emergen por debajo de un ancho entablamiento de un suntuoso dorado, que rodea el cuarto donde confluyen el techo y los muros. Las cortinas también se abren o se cierran por medio de una gruesa soga de oro
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que la envuelve flojamente y que se ajusta con facilidad en un nudo. No se notan clavijas ni otros dispositivos de ese tipo. Los colores de las cortinas y sus orlas (los matices de carmesí y dorado) aparecen profusamente por doquier, y determinan el carácter del cuarto. La alfombra — de material de Sajonia— tiene alrededor de una pulgada de grosor, y es del mismo fondo carmesí, apenas atenuado por la aparición de un cordón de oro (como aquél que festonea las cortinas) ligeramente sobresaliente sobre la superficie del fondo, y arrojado sobre ella de tal manera que forma una sucesión de cortas e irregulares curvas, cada una ocasionalmente recubriendo a otra. Los muros están dispuestos con un papel lustroso de un matiz gris plata, moteado con pequeños dispositivos arabescos de una tonalidad atenuada del prevaleciente carmesí. Múltiples pinturas alivian la extensión del papel. Son principalmente paisajes imaginativos, como las grutas de hadas de Stanfield, o el lago del pantano lúgubre de Chapman 8. Hay, sin embargo, tres o cuatro cabezas femeninas, de una belleza etérea: retratos a la usanza de Sully. El tono de cada cuadro es cálido, pero oscuro. No hay “efectos brillantes”. Reposo en su máxima expresión. Ninguno es pequeño en tamaño. Las pinturas diminutas le dan ese aire manchado 9 a un cuarto, la tacha de tantos excelentes trabajos de Arte retocados. Los marcos son anchos pero no profundos, y lujosamente esculpidos, sin ser opacos ni afiligranados. Tienen todo el brillo del oro bruñido. Yacen sobre las paredes y no cuelgan de cordones. Los diseños mismos por lo general se ven mejor de esta manera, pero la apariencia general del cuarto se ve dañada. Pero un espejo —no muy grande— es visible. En forma es casi circular, y cuelga de tal forma que el reflejo de la persona no se puede obtener
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en ninguno de los lugares comunes del cuarto para sentarse. Dos grandes sofás de palorrosa y seda carmesí, con flores de oro, conforman los únicos asientos, con la excepción de dos sillas de conversación, también de palorrosa. Hay un pianoforte (palorrosa, también), sin funda y abierto. Una tabla octogonal, formada completamente del más suntuoso mármol enchapado en oro, está ubicada cerca de uno de los sofás. Tampoco tiene cubierta: se considera que basta con los pliegues de las cortinas. Cuatro grandes y preciosos floreros Sèvres, en los que florece una profusión de dulces y vívidas flores, ocupan los ligeramente redondeados ángulos del cuarto. Un candelabro alto, que contiene una antigua lámpara rellena con un aceite altamente perfumado, está posicionado cerca de la cabeza de mi amigo durmiente. Algunas repisas, ligeras y gráciles, de bordes dorados y cordones de seda carmesí con borlas de oro, sostienen doscientos o trescientos libros encuadernados magníficamente. Más allá de estas cosas no hay mobiliario, si exceptuamos una lámpara Argand, con una pantalla de vidrio esmerilado liso teñido de color carmesí, que cuelga del majestuoso techo abovedado por una sola fina cadena de oro, y que arroja un tranquilo pero mágico resplandor sobre todo.
En latín en el original. Intentan mejorar pero eligen lo peor. “[T]he people are too much a race of gad-abouts”, en el original. 3 En francés en el original. De una oveja que sueña. 4 En francés en el original. Bigotes. 5 “Flashiness”, en el original. 6 En francés en el original. Gabinete o recámara. 7 “[T]he ormolu d’ cabinets” en el original. 8 Cuadro cuyo título original es “Lake of the Dismal Swamp”. 9 “Spotty”, en el original. 1 2
Tracy K. Smith Traducción Claudia Mora
Autorretrato como la letra Y Tracy K. Smith (Falmouth, Massachusetts, 1972). Es poeta y educadora afroamericana. Tienes tres libros de poesía publicados The Body’s Question (2003), Duende (2007), Life of Mars (2011). Su primer libro ganó el premio Cane Caven al mejor primer libro de una poeta afroamericana. Ha recibido el soporte de la Fundación Ludwig Vogelstein, una beca de la Conferencia Bread Loaf Writers, el Premio Rona Jaffe de la Foundation Writer’s Award y el Whiting Writers’ Award de poesía en el 2005. Su poemario Duende ha sido galardonado con el premio James Laughlin el 2006 y el Premio Essence Literary en el 2008. El Rolex Mentor & Protégé Arts Initiative le fue otorgado el 2010. Las traducciones que se presentan son parte de su primer libro.
I. Agité un revólver anoche En una ciudad que parecía Los Ángeles en la antigüedad. Oscurecía. Había dos niñas Me quise disculpar, Pero el revólver fue inútil. Se miraron de reojo Y trataron de halagarme. Estaba furiosa. Quería llorar. Quería enterrar la pistola, Pero habría tenido que caminar millas enteras. Tendría que haber aprendido a correr. 2. Por fin me he vuelto esa niña De la foto que guardas entre tus cosas, Tratando de mantener el equilibrio en la proa de un barquito. Aquí siempre es verano, y yo Siempre estoy mirando fijamente al lente de tu cámara, Que aún no ha sido robada. Siempre Con la misma expresión. Es decir que Veo tu ojo detrás del ojo de la cámara. Es decir que en el tiempo que toma La pequeña guillotina
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En abrir y cerrar, habré decidido Que estoy casi a punto de amarte. 3. El sol corta ángulos afilados A través del túnel de viento lateral. Ellos se besan. Se besan de nuevo. Lánguidas nubes pasan, se disuelven. Alguien dejó un espejo Al pie de la escalera de escape. Ellos bajan la mirada. Se besan. Ella nunca será libre Porque teme. Él Nunca será libre Porque siempre Ha sido libre. 4. Era un tipo rebelde. Robó dos carros. Se aferró a los Malos consejos. Se volvió un perro Guardián. Olfateaba cabezas ajenas. Apenas partió, y ya parecía Uno de esos tristes asados, Carnes que nunca debieron Desollarse, que no valían nada. Hacía promesas. Seguía adelante. Pedía una señal. Se agachaba Para conseguir monedas. Las necesitaba. Tenía dos definiciones de familia. Tenía dos familias. Espiaba. Olvidaba fácilmente. Bueno, no
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Olvidaba, pero sabía cuando era seguro Recordar. Ciertas noches se despertaba Contra la almohada mojada, otras Con las luces prendidas, susurrando Las cosas más ciertas Por el auricular. 5. Un perro pasa corriendo a mi lado, como un peluquín Dibujado por una cuerda invisible. Es primavera. Los vendedores pirata finalmente Pueden atraer a la multitud. Las universitarias Muestran su piel desnuda de buena fe. Se agachan Sobre pilas de bolsos brillantes, sonriendo, Dispuestas a pagar. Sus brazos Se agitan mientras se alejan, balanceando El peso en sus hombros desnudos. Los vendedores sonríen, también, mirando Tantos pares de piernas talladas en la sombra Mientras cada niña desaparece hacía el sol. 6. Eres puro apetito. Soy puro Apetito. Eres un fantasma En esa ciudad lejana donde la luz del día Escala las paredes de la catedral, piedra a piedra robada. Aquí soy invisible, como me gusta. El lenguaje que me enseñaste rueda De tu boca a la mía Así como los niños se pasan el humo Entre ellos. Me das de comer Hasta que mi corazón engorda. Te doy de comer Diminutos huevos negros. Te doy de comer Mi propia y sutil verdad. Confiamos. Nos quedamos despiertos hablando de tonterías.
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Daniel Thomas Moran Traducción Mariela Dreyfus
Daniel Thomas Moran Su libro de poesía más reciente es Looking for the Uncertain Past (Salzburgo, 2006). Actualmente se desempeña como profesor de odontología en Boston University, Boston, donde reside con su esposa, Karen. Los poemas, traducidos pertenecen a la antología bilingüe To Karen Before a Storm and Other Poems / A Karen antes de la tormenta y otros poemas de próxima aparición.
Lección de historia Escribimos nuestra historia a lápiz, nuestros sueños con tinta. Pero el tiempo marchita la pulpa antes que el plomo, mucho antes que la tinta borrosa. Entonces debemos recordarlo, recitar de memoria el drama de nuestros días, repetir lo verosímil y lo cierto una y otra vez como una plegaria.
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En el tren nocturno de Praga Sentado en el sofá que sus padres compraron hace apenas cincuenta años, Recoge las piernas y mira por la ventana. Los viejos resortes del armazón están rellenos de trapos. Con el sol de mediodía reposando en su regazo, Ahora cruza el continente en tren. El cielo cambiante es siempre el mismo. El multifamiliar de enfrente se detiene con él en la estación, Donde una anciana se asoma a la ventana y despliega y agita las noticias del día. El andén de Thompson Street se repleta de pasajeros. La taza de té le calienta las manos. Él agradece el sueño de la noche anterior. La voz del conductor atraviesa las paredes de su compartimiento. Palabras en alemán, en holandés acaso, Tal vez el dialecto de esa región cercana a Siena que alguna vez amó. Sabe que el nombre de la próxima estación es Marsella, o Spring Street, Barcelona o West Fourth, o cualquier otro Impreciso lugar sobre los rieles. Después de todo, No importa mucho. No piensa desembarcar.
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August Mosca ha muerto 8 de enero 2003 El día de tu muerte cayó nieve. No esa nieve que asusta a las madres y las lleva corriendo a comprar leche y huevos. Tampoco esa nieve densa que cuelga de las ramas de los árboles. Ni la nieve que te aguijonea la cara y las manos. Fue una nevada sorpresiva.
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Cayó una noche a finales de enero como un ligero soplo del frente ártico. Como esa nieve que sólo cae en sueños. Esa nieve que hubieses disfrutado mientras trazabas sobre el lienzo una línea color blanco titanio.
En busca del pasado incierto
Cómo me hubiese gustado que conocieras a mi mujer. Te habría encantado aunque no sea irlandesa. La jovencita que estaba a mi lado sería tu bisnieta, es la hija que engendré hace casi diecisiete años, el doble de los que papá tenía cuando te moriste de viejo en 1943. Encontrar a los parientes es todo un reto, sobre todo si han muerto hace ya tanto tiempo. En la red (ni me preguntes) encontré tu dirección en un censo de 1900 de la Ciudad de Nueva York. La bisabuela y tú vivían en el bajo Manhattan, cerca del Bowery, en la Segunda Avenida 23, a una cuadra de Houston. Entonces no sabías que ella estaba a punto de concebir a Theodore, ese hijo que trajo al mundo en 1902 y que luego sería mi abuelo. Acabábamos de estacionar el Volvo justo enfrente (ni me preguntes) cuando escuchamos las sirenas y luego todos esos carros de bombero doblaron por la Cuarta Avenida y nos arrinconaron contra el sardinel. Los bomberos parecían unos adolescentes y me hicieron sentir como un viejo total. El lugar donde vivías ahora es una Estación de Servicio Hess con un Quick Mart regentado por pakistaníes (ni me preguntes) y la casa de tus vecinos, que al parecer se estaba incendiando, es ahora una Centro Krishna de Gozo y Sabiduría (ni me preguntes). Los krishnas asomaron a la puerta cubiertos como siempre con esas mantas color pastel, las cabezas rapadas congelándose en el frío de enero y las colitas de caballo agitándose como las alas de un moscardón. A los bomberos casi nada los impresionaba desde el S11 (ni me preguntes) y andaban cotorreando cuando los volvieron a llamar. Ni siquiera habían olido el humo. Al final nos dejaron salir y se quedaron averiguando qué había pasado, enfundados en sus cascos y sus botas. Esa noche volví a casa y revisé mis notas sobre ti y los otros Moran y anoté al margen, junto a Segunda Avenida 23: “ESE EDIFICIO YA NO EXISTE”. Dicho sea de paso, el edificio de tres pisos ubicado en la 123 y Pleasant Avenue donde viste crecer a tus nietos y donde estaba esa mesita en la que ponías tu pipa y donde finalmente te velaron con el traje azul, pues bien, lo dinamitaron para hacer el Triboro Bridge. Te alegraría saber que el East River existe todavía, pero no te atreverías a nadar en él.
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Charles Simic Traducción Kadiri Vaquer & Edgardo Nuñez
Charles Simic (Belgrado, 1938). Poeta serbio-estadounidense. Ha escrito más de 20 libros de poesía. Ha sido además ensayista, traductor y profesor. Ganador de una beca de la Fundación McArthur en 1984 y del premio Pulitzer de Poesía en 1990 por su obra The World Doesn’t End. Su último libro, Master of Disguises, fue publicado en 2010.
Juguete secreto Vuelves otra la cara dormida del niño, los ojos y la boca entreabiertos. Todo en su mundo es un secreto y los juegos siguen siendo el juego del amor, el juego del escondite y el frío juego de la soledad. En un cuarto secreto en una casa secreta su juguete secreto escucha sentado su propia quietud. Cuervos sobrevuelan esa ciudad. Los fantasmas de sus sueños y los nuestros se encuentran de noche como escaparatistas con sus maniquíes en una calle de oscuros edificios abandonados y nubes blancas.
Dime-Store Alchemy: The Art of Joseph Cornell
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Aclarando algunas cosas Cada gusano es un mártir, Cada gorrión está sujeto a la injusticia, Le dije a mi gato, Porque no había nadie más a mi alrededor. Llueve. A pesar de sus enormes ejércitos, ¿Qué pueden hacer las hormigas? ¿Y la cucaracha en la pared Como un mesero en un restaurante vacío? Voy a bajar al sótano Para acariciar a la rata pillada en una trampa. Vigila el cielo. Si se despeja, rasguña la puerta.
A Wedding in Hell
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Santo Tomás de Aquino Dejé partes de mí por todos lados Del modo en que las personas distraídas dejan Guantes y paraguas de colores Entristecidos por repartir tanta mala suerte. Yo dormía sobre el banco de un parque. Como en el arte del Egipto antiguo. Ni me inmuté. Obligué a mi sombra larga a tomar el tren de la tarde. “Damos muerte a un niño cuando le damos un muñeco”, Dijo la mujer que había leído a Djuna Barnes. Susurramos toda la noche. Ella había viajado al África más oscura. Tenía muchas historias que contar sobre la jungla. Yo estaba en Nueva York buscando trabajo. Llovía como en los tiempos de Noé. Me detuve bajo muchos portales de la gran ciudad. Una vez le pedí un cigarrillo a un hombre en esmoquin. Me miró espantado y se alejó bajo la lluvia. Como “el hombre por naturaleza desea la felicidad”, Según Santo Tomás de Aquino, Que probó irrefutablemente la existencia de Dios y su propósito, Yo cargaba camiones en el Garment Center. Un negro y yo robamos el vestido rojo de una mujer. Era de seda; resplandecía. Llegada una noche sombría con todos nuestros tiernos fervores encendidos, Lo llevamos por la avenida desierta, Cada uno sostenía una manga.
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El calor insufrible provocaba la aparición de caras humanas aterradoras. En la sala de lectura de la biblioteca pública Había un solo ventilador que apenas giraba. Los viajes de Herman Melville me servían de almohada. Yo iba a bordo de un barco fantasma con las velas izadas. No veía tierra firme por ninguna parte. El mar y sus monstruos no lograban impresionarme. Seguí a una enfermera angelical al consultorio de un doctor. Pasamos muy cerca de personas con los ojos y los oídos vendados. “Soy un filósofo medieval exiliado”, Le expliqué a mi casera esa noche. Y, a decir verdad, ya no me parecía a mí mismo. Llevaba lentes, una grieta en forma de telaraña sobre un ojo. Pasé todo el día en el cine. En la pantalla una mujer caminaba a través de una ciudad bombardeada Una y otra vez. Calzaba botas militares. Las piernas largas y desnudas. Hacía frío allí donde estaba. Me daba la espalda, pero yo estaba enamorado de ella. Esperaba toparme con la Europa de la guerra al salir. ¡Ni siquiera estaba nevando! Toda la gente con la que me cruzaba vestía una parte de mi destino como una máscara de carnaval. “Soy Bartleby el escribiente”, le dije al mesero italiano. “Yo también”, respondió. Y no vi nada más que ceniceros desbordándose moscas con rostros humanos examinándolos.
The Book of Gods and Devils
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De autoras y autores Gloria Susana Esquivel
Literata y periodista de la Universidad de los Andes en Bogotá. Trabajó como editora de la página web de la revista cultural Arcadia. Ha colaborado con revistas como Semana, SoHo, Level Magazine y Hoja Blanca, así como con las páginas web Cortesía de la Casa y Modernois.
Pedro Plaza Salvati
No está en Facebook, no tiene blog y a veces atiende el teléfono. Nació en Caracas. Se graduó en Relaciones Internacionales, The American University, Washington D.C. Obtuvo los diplomados de escritura creativa de la Universidad Metropolitana, Caracas. Finalista del primer concurso de cuentos ICREA-UNIMET con “Los frascos rotos”. Publicó en la segunda edición de I’Manhattan y en Temporales, Nueva York. Durante la maestría de escritura creativa de NYU perdió la virginidad al terminar su primer libro de cuentos Memoria Celular y su primera novela El hombre azul; ambas aguardan por un editor interesado o un concurso que lo saque del crudo anonimato.
Lissi Sánchez
Estudió realización audiovisual en la Universidad de Nueva York, profesión que ha compaginado con el periodismo escrito, en España, durante más de diez años. Actualmente vive en Nueva York, donde cursa una maestría de escritura creativa y trabaja en su primer libro.
Antonio Jiménez Morato
Madrid, 1976. Ha publicado los libros Lima y limón y Cuestión de sexo. Como editor es el responsable de Poesía en mutación, antología de poetas españoles nacidos en democracia, y la antología de relatos de Alberto Chimal llamada Siete. Ha participado en los libros colectivos El oficio de escribir y 5 metros de cuentos perversos, así como en la reunión de ensayos Escritura creativa: cuaderno de ideas. Ha prologado las Novelas en tres líneas de Félix Fénéon, Jop de Jim Dodge y El hombre ventilador de William Kotzwinkle. Colabora en los suplementos culturales de El País (Babelia) y ABC (ABC Cultural) de España, en Clarín
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(Ñ) y Perfil de Argentina y El País de Montevideo. También en revistas literarias de referencia como las españolas Quimera, Suroeste o Clarín, la mexicana El perro, la argentina Big Sur o la uruguaya Otro cielo.
Claudia Mora
Nace el 8 de abril de 1986 en una ciudad extraña, donde siempre sale el sol y llaman invierno a la época de lluvia. Aún no publica su primer libro pero espera hacerlo pronto. Por el momento se dedica a escribir poesía y a alimentar el blog que abrió hace aproximadamente 7 años. A Claudia no le gusta estar en un mismo lugar, siempre está inventando vidas en otras partes. En este momento inventa una vida en New York mientras hace una maestría en Escritura Creativa.
Guillermo Astigarraga
Se graduó como traductor en la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. En 2001 obtuvo una beca de Georgia State University para estudiar literatura inglesa. En 2009, gracias a otra beca, cursó una maestría en escritura creativa en español en New York University. Desde 2010 alterna su residencia entre Croacia y Nueva York al tiempo que trabaja como escritor y traductor independiente, y alimenta también su blog: www.viajomucho.net.
Bethsabé Huamán Andía
(Lima, 1977). Magister en Estudios de Género por El Colegio de México, Licenciada en Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha sido coeditora de la Revista de Literatura Dedo Crítico. El 2009 cursó una estancia de investigación en el Programa Universitario de Estudios de Género de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado los libros de relatos Sábadopm (2003) y Memento mori (2009). El 2010 recibió el Premio de Ensayo Literario Nelly Fonseca Recavarren. Actualmente cursa la Maestría en Escritura Creativa en la Universidad de Nueva York.
R.E. Toledo
Tiene una licenciatura en comunicaciones de la Universidad de Texas en Austin, y una Maestría en Español de la Universidad de Tennessee. Ha sido docente para la Universidad de Tennessee por los últimos 10 años. Actualmente cursa el segundo año de la Maestría en Escritura Creativa en Español de NYU. Ha escrito para Hola Tennessee y sido conductora del programa de interés comunitario “De todo un poco” en la WKZX del Este de Tennessee. Sus textos se han publicado en revistas literarias electrónicas.
Kadiri J. Vaquer Fernández
Nace en julio de 1987. Se cría en Puerto Rico donde ingresa en la Universidad de Puerto Rico en el 2005 para cursar estudios subgraduados. En 2010 se gradúa con una concentración en Escritura Creativa y es admitida a la Universidad de Nueva York para iniciar un MFA en Escritura Creativa en español. Actualmente trabaja en su tesis, una serie de poesía titulada Andamiaje.
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Mariana Graciano
Nació en Rosario, Argentina en 1982. Es Profesora y Licenciada en Letras de la Universidad de Buenos Aires. Ha publicado cuentos, poesías y una obra de teatro. Actualmente vive en Brooklyn.
Marina Perezagua
Es licenciada en Historia del Arte por la Universidad de Sevilla. Tras su licenciatura marchó a Estados Unidos con una beca de doctorado en Literatura Hispánica, y durante cinco años impartió clases de lengua, literatura, historia y cine hispanoamericanos en la Universidad Estatal de Nueva York. Tras vivir una larga temporada en Francia y trabajar en el Instituto Cervantes de Lyon, vuelve a Nueva York, donde en el presente cursa el máster de Escritura Creativa de New York University y prepara la publicación de su segundo libro.
Giuseppe Caputo
(Colombia, 1982) estudia actualmente la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad de Nueva York. Estudió Periodismo en la Universidad de la Sabana (Bogota) y Literatura en la Universidad de Barcelona.
Glendalys Font Villanueva
Proviene de Aguada, Puerto Rico. Hace seis meses se trasladó a la ciudad de New York, donde actualmente es estudiante de primer año del MFA en Escritura Creativa en Español de New York University. Su énfasis en la escritura es el Micro-relato.
Keila Vall De la Ville
Ha publicado un libro de cuentos titulado Ana no duerme (2007), cursa la Maestría en Escritura Creativa de NYU. Sus textos han recibido reconocimientos y están incluidos en diversas antologías y en revistas físicas y en la web. Es mamá de dos varones, Antropóloga, Magíster en Ciencia Política, yogini. Le gusta viajar a pie, en tren, en avión y a través de la respiración. Le gustan los aeropuertos, los hoteles, las fotografías. Su escritura trae un poco de todo esto a cuestas. En su blog http://keilavall.com publica textos que transitan entre la prosa poética y la crónica. Nació en Caracas en 1974.
Martina Broner
Nació en Caracas en 1980. Hija de padres argentinos, vivió en Venezuela hasta los dieciséis años. Estudió Cine y Fotografía en la University of Minnesota y realizó un M.F.A. en Cine en Columbia University. Se desempeñó como guionista en Los Ángeles y trabaja en producción de cine. Vive en Brooklyn.
Karen Sevilla
(Puerto Rico,1983) Poeta, narradora y ensayista. Ganadora ex aequo del Certamen de Cuento nacional del periódico puertorriqueño El Nuevo Día. Su libro El mal de los azares (Sótano Editores. PR: 2010) obtuvo
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una mención de honor del Premio Nacional de Poesía del PEN Club de Puerto Rico para las mejores publicaciones del 2010, así como el Primer Premio de Poesía en el “II Certamen Interuniversitario de Literatura”, convocado por la Universidad de Puerto Rico (2009). Varios de sus textos han sido traducidos al inglés, italiano y uzbeco.
Lorea Canales
Es autora de Apenas Marta nombrada por el Periódico Reforma como una de las mejores novelas del 2011. Tradujo a Carol Ann Duffy en la Gramática de la Luz, que aparecerá este año publicado por Bajo la Luna. Este texto pertenece a su nueva novela, que por ahora se titula: Corolario.
Raúl Martínez
Nació y creció en Bogotá. Después de que ganó un pequeño concurso de cuento, cuando se graduó del colegio, empezó a escribir más seguido. Trabajó en oficios varios durante un tiempo. Estudió Literatura y trabajó durante dos años y medio en una editorial. En su corta vida, ha publicado en una revista de Internet y en una cartilla otorgada por la localidad de Puente Aranda gracias a un taller de creación en el que participó. Hoy en día está estudiando y trabajando en Nueva York.
Osdany Morales
Nació en Nueva Paz, Cuba, en 1981. Es autor del volumen de relatos Minuciosas puertas estrechas (Ediciones Unión, 2007, Premio David de Cuento). Papyrus, su segundo libro de ficción, fue merecedor del Premio Alejo Carpentier 2012, en Cuba. Otros relatos han aparecido en las revistas El Cuentero (Cuba), El Perro (México) y Quimera (España). Actualmente, con el apoyo de una beca del Banco de Santander, realiza la Maestría en Escritura Creativa en la Universidad de Nueva York.
Marta del Pozo Ortea
(Avilés, España). Su poemario La memoria del pez fue premiado con el Áccesit por la Fundación Jorge Guillén y la Academia Castellano-Leonesa de Poesía en el año 2008. Ha resultado finalista del premio Leonor de poesía 2011 con Gebel Musa (Reloaded). En colaboración con Nick Rattner ha traducido al inglés el libro del poeta peruano Yván Yauri Viento de Fuego / Fire Wind (Ugly Duckling Presse, New York, 2011). Su tesis doctoral en la Universidad de Amherst (Massachusetts) estudia las relaciones entre poesía, ciencia y nuevas tecnologías. Es profesora de español en NYU y crítica literaria.
Joseduardo Valadés
Escritor, editor, columnista, macrobiótico, masajista o blogero, cualquier ocupación describe su interés por las terapias alternativas y sus evasivas por formar parte de la comunidad económicamente activa. Nació y vive en México, pero siempre pensando en mudarse. Insiste en intentar escribir su primera novela.
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Ana Margarita López Ospina
Escritora principalmente de cuentos cortos. Está escribiendo su primera novela. Es especialista en Hermenéutica Literaria. Nació en Medellín y vive en NY. Ha publicado cuentos y artículos en Colombia y USA. Cínica. Sarcástica. Ácida porque hay gente a la que le gusta el limón con sal ¿o no? Su perversión: observar, todo, todo el tiempo. Contestataria. No deja títere con cabeza. Aunque dice tenerle miedo a todo, no parece.
Tania Reino
Nació en Cuenca, Ecuador y vive en New York desde el 2000. Estudió en Swarthmore College donde obtuvo su Bachelor of Arts en Lingüística en el 2007 con la tesis titulada Language Attitudes: Amazigh in Morocco. Actualmente trabaja en la Administración del Seguro Social de los Estados Unidos. Escribe poesía y cursa el programa de Maestría de Escritura Creativa en Español de NYU. Aficionada a las lenguas árabe y alemán.
Javier González
(Bogotá, 1967) obtuvo una Maestría en Escritura Creativa en Español en New York University. Publicó algunas reseñas en el libro de Miguel Ángel Rebollo, Play>rebollo (Ediciones Bibelot, A.C Incubadora, Madrid, 2007). Javier ha creado una serie de videos sobre realidades hospitalarias estadounidenses— “Nachos” es uno de ellos. En 2011 publicó en Suelta (suelta@sueltasuelta.es) “El Santa Fe”—un fragmento de su novela en curso Anna Wong. “El barrio campestre” es un fragmento inédito de la misma novela. Reside actualmente en la Ciudad de Nueva York.
Francisco Díaz Klaassen
Nació en Santiago, Chile, en 1984. Estudió literatura inglesa en la Pontificia Universidad Católica (PUC). Es autor de los libros Antología del cuento nuevo chileno (2009) y El hombre sin acción (2011), así como del blog Tough Guys Don’t Dance (http://diazklaassen.blogspot.com). En 2011 fue escogido por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de los veinticinco secretos mejor guardados de Latinoamérica.
Edgardo Núñez Caballero
(San Juan, Puerto Rico, 1981). Estudió Literatura Comparada en la Universidad de Puerto Rico y es doctorando en la Universidad de Salamanca. Ha publicado poemas, ensayos y traducciones. Pertenece al programa graduado de Escritura Creativa de NYU.
Nancy Jean Ross
Se graduó de la Maestría de Escritura Creativa en Español de NYU el año 2011. Ahora forma parte del Programa Draper en la misma universidad.
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Juan José Richards Echeverría
(Santiago, Chile, 1981) Estudió Diseño Gráfico (PUCV, 2004) y Estética (PUC, 2006). Trabajó como periodista en el diario El Mercurio por dos años. Obtuvo una Beca Escritores Emergentes (CNCA, 2007). Editó la antología Alfonso Echeverría: El laberinto del topo (Edit. Cuarto Propio, 2009). Obtuvo una Beca Bicentenario (CONYCIT 2010) para realizar estudios de postgrado en el extranjero. Actualmente vive en Brooklyn y cursa un Máster en Escritura Creativa en NYU. Está escribiendo su primera novela.
Nuria Mendoza
Nació en Huelva (España), es médico y actualmente realiza un Máster de Escritura Creativa en Nueva York.
Felipe Martínez Pinzón
Bogotá, Colombia, 1980. Candidato a doctor en literatura latinoamericana en la Universidad de Nueva York (NYU). Ha publicado ensayos sobre literatura y cultura latinoamericanas, además de dos libros de poemas, Sólo queda gritar (2006) y, en colaboración con la artista venezolana Claudia Blanco, La vida a quemarropa (2009). Su cuarto es un jardín tropical de clima controlado, todo en vidrio, sobre el que cae la nieve de Brooklyn.
Manuel Fihman
(Caracas, 1981) es escritor, traductor y actor. Estudió Near Eastern Studies en Cornell University. Vive en Nueva York con su amor, cuatro gatos y dos perros salchicha.
Alia Trabucco Zerán.
Nació en Santiago de Chile en 1983. Es abogada de la Universidad de Chile, carrera de la que se jubiló tempranamente. Obtuvo una Beca Fulbright y Conicyt para estudiar un MFA en Escritura Creativa en Español en la Universidad de Nueva York. Actualmente cursa su último semestre y escribe su primera novela.
Osvaldo Luis Cintrón
Nació en San Juan, Puerto Rico. Su carrera como escritor ha estado vinculada a una de las compañías teatrales de mayor trayectoria en su país, Teatro del Sesenta, con quienes estrenó dos piezas de carácter educativo: ¡Mete mano...es cuestión de bregar! (1991) y ¡Otra nota! (1993). Su primera novela publicada en 2000 se titula De buena tinta...la historia que los libros quisieron callar, fue de los textos pioneros en el movimiento de literatura queer en Puerto Rico. Obtuvo su grado de maestría en escritura creativa en la Universidad de Nueva York en 2011. En la actualidad se encuentra colaborando en proyectos fílmicos y una nueva publicación.
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Cristina Colmena
Nació en Sevilla, España, en 1975. Su primer libro de relatos es La amabilidad de los extraños. Ha trabajado como guionista y realizadora de televisión y colabora con críticas de cine y artículos para distintos medios. Máster en Gestión Cultural y en Creación Literaria, obtiene el MFA en Creative Writing de New York University en 2012. Escribe teatro y narrativa.
Mariela Dreyfus
(Lima) es Doctorada en Literatura Latinoamericana por Columbia University, Nueva York. Ha escrito los poemarios Memorias de Electra (1984), Placer fantasma (Premio de Poesía Asociación Peruano-Japonesa, 1993), Ónix (2001), Pez (2005) y Morir es un arte (2010). Es autora también del estudio Soberanía y transgresión: César Moro (2008), y co-editora del volumen crítico Nadie sabe mis cosas. Reflexiones en torno a la poesía de Blanca Varela (2007). Poisson, la traducción al francés de Pez, será publicada el próximo año por la prestigiosa editorial parisina Éditions Bruno Doucey. Actualmente enseña poesía y traducción literaria en la Maestría de Escritura Creativa en Español de New York University.
Antonio Muñoz Molina
Nació el 10 de enero de 1956 en Úbeda. Es autor de 23 novelas de gran éxito y de innumerables artículos aparecidos en periódicos alrededor del mundo. En 1987 recibió el Premio Nacional de Narrativa por El invierno en Lisboa. En 1991 el Premio Planeta por El jinete polaco. Desde 1995 es miembro de la Real Academia Española. Del 2004 al 2005 fue director del Instituto Cervantes en Nueva York. Enseña en la Maestría de Escritura Creativa en NYU.
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Fotos & Imágenes Nuria Mendoza, páginas 9, 33, 36, 44 y 86
Bethsabé Huamán Andía, páginas 28 y 80
R.E. Toledo, páginas 21 y 69
Raúl Martínez, página 60
Alejandro Gil Carrasco, página 99
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