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Historias, Cuentos, PoesĂa y otras rimas.
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Historias, Cuentos, PoesĂa y otras rimas.
Ana Laura Eugenia Fabricio Fran Gabriela Jade JosĂŠ Lorena Marta Raymon
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ÍNDICE
Ana Laura Un día soleado. Sobre el amor y otros demonios La fugacidad de la fragilidad
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Eugenia
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Fabricio
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Fran
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Gabriela
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Jade
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José
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Lorena
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Marta
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Raymon
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Ana Laura Bidegain
Nació en el verano del ’95 en Concordia Entre Ríos. Para ella, el mundo es de tinte azul y es una apasionada de los gatos. En la primavera del 2018 salió electa Reina de la XXV Fiesta Provincial del Inmigrante, a pesar de eso, cuando le preguntan qué siente suele contestar: “Reina sí, Vasca primero”. Sueña con vivir de la escritura, ser buena docente y viajar por el mundo pero comenzará por las tierras que vieron nacer a sus antepasados.
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Un día soleado. Era un día más, de esos en donde casi no notas e incluso ignoras con qué fuerzas caminas por la casa. Pasé, creo yo, por una ventana o quizás eran dos, afuera el día se veía tan bonito que asustaba, suspiré casi sin pensar y pasando mis manos por aquel cabello que recién despertaba seguí mi camino… En ese sin fin de escaleras que debo frecuentar para trasportarme de rincón en rincón, me tropecé otra vez con ella. No logré entender jamás cómo podíamos encontrarnos tan cerca y sentirnos tan distante. Dos cuerpos completamente fríos y desgarrados por ese amanecer. Cuando me di cuenta ya era tarde y se encontraba ahí parada en el lugar de siempre, helada, sin vida prácticamente, sintiendo toda esa presión de aquella mirada que reposaba desesperada y perdida sobre mí; decidí devolverle el vistazo por esas cuestiones a las que uno llama cortesía o quizás empatía para no decirle de manera tan brusca que la observaba por simple y estúpida lástima… Le mantuve la vista fijamente por un rato. No decíamos nada, pero nos gritábamos tanto que la ciudad se tomó la atribución de contemplarnos desde todas las ventanas de aquel edificio… Un fuego lleno de rencor me nacía desde lo más oscuro del fondo de mi alma, me acerqué a ella, lentamente, temerosamente, sigilosamente, como aquel que intenta cazar un animal y tiene miedo de que éste le salte para atacarlo o peor aún que se le escape. Todo mi ser le trasmitía cosas a esa mancha sucia y gris que no poseía el coraje para hablarme. Dejé de aproximarme y comencé a escupirle verdades sin contemplación alguna. La critiqué. La menosprecié. Incluso la odié. Le hice saber que me daba tanto asco que jamás podría amarla aunque fuera la última esperanza de mí vivir. Y cuando ya no quedaban miradas sino solo palabras vacía… abandoné mi reflejo.
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Sobre el amor y otros demonios “Cuando te haces mayor, más simple, más cuerdo Cuando recuerdas todo el peligro del que venimos Ardiendo como brasas, cayendo, frágiles Anhelando los días de no rendirse Hace años, y bueno, ya sabes… Haz lo que quieras, si puedes, Porque todo se está viniendo abajo. Todo lo que siempre quise fuiste tú…” Lost on you - LP Llegó la hora muerta y despertó. Tirada en su cuarto, se encontró rodeada de todos esos libros con promesas de amor y juramentos de honor… pero ahora ya era tarde. Miró por la ventana y en su reflejo sintió el cansancio que repetía una y otra vez la misma historia de aquel caballero que salva a su amada del dragón en una heroica lucha. Había bebido para ahogarse y poder seguir esperándolo con su amor intacto, pero algo había cambiado en ella… se puso de pie, agarró todos sus libros y sus armas para la batalla. Caminó hasta el castillo, en el frio de la noche. Solo tenía la luz roja de sus ojos en llamas para disipar la niebla. Tomó de su bolsillo las llaves que él le había dado para su “felices por siempre”. Entró y corroboró que todo sea silencio… como si fuera el mismísimo Merlín, “hechizó” las puertas y ventanas. Arrojó todos los libros y liberó su aliento… Desde fuera observaba a los amantes morir, porque fue esa noche en donde se dio cuenta que en su historia ella no era a la que salvaban y antes de que el caballero la mate de amor, ella los derrotó. Miedo, a verte llegar y tú digas frío A un beso, un abrazo y más tarde el vacío
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A que prenda el fuego y después llegue el frío Frío, así ha sucedido Frío – Jarabe de Palo. La fugacidad de la fragilidad A veces Septiembre puede ser bastante lluvioso y frío a pesar de ser el mes que nos trae la primavera. Y me he puesto a pensar en cómo las estaciones que son consideradas “transiciones” son tan cambiantes para luego darte el golpe final. Un frío invierno o un sofocante verano. Pedí permiso a mi vida llena de banalidades y horarios un poco absurdos y me fui al geriátrico. Esperé a que papá me pase a buscar con la excusa de “acompañarlo” cuando en realidad siempre soy yo la que necesita que la acompañen. Mi hermana se sumó esta vez y fuimos al cumpleaños del abuelo. En el camino pensaba si él estaría entendiendo que hoy es su cumpleaños, que hay torta y es por él, que se canta por él y para él… Llegamos y una decoración de cumpleaños con mezcla de actividades artística invadía todo. Pensaba nuevamente en que le faltaba el acento a “Héctor”, como todos los carteles que hacen con su nombre, pero rápidamente me auto conformo pensando que peor sería que falte la “H”. Habían unido todas las pequeñas mesas como si fueran un solo tablón y él estaba en la cabecera. Me reconfortaba saber que pese a la tosca silla de rueda, estaba en la esquina, como tantas, sino todas, las veces que él estaba en su casa y “su lugar” era la cabecera. Entre foto, canto y Parkinson me llamó la atención que el abuelo estaba demasiado ido, más de lo normal. Consulto y no se sabe mucho. Un poco de fiebre dicen como si en un hombre de 85 fuera algo común. Avanzadas las porciones de torta, la fiebre seguía subiendo y la noche venía a reclamar las inseguridades que me surgían antes de irme. El festejo terminó como cualquier día normal para él pero tan distinto para mí y mis recuerdos… ¿Qué es la fragilidad? Pensé en muchos
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ejemplos, pensé en otros posibles cuentos, pensé en el abuelo pero me fui al diccionario que me contesta altaneramente con un “debilidad de una cosa o facilidad para deteriorarse”…Me despierta de mis deducciones un mensaje diciendo “Te aviso que el abuelo tiene neumonía.” Respiré y no me quedó otra que pensar que realmente eso era la fragilidad, él era mi fragilidad. La madrugada me encuentra desorientada. Me organizo rápido, me despierto temprano y cuando aún trato de saber que cambió en menos de 24 horas, ya había llegado a la terapia intermedia del Sanatorio. Me tocó cubrir la mañana porque a la siesta laburaba. Lo contemplaba tan distinto, tan indefenso, lleno de preguntas que no me hacía porque aún me ve como niña. Después de insistir logré que quiera almorzar. Nuevamente pensé en la fragilidad que tenía en ese momento. Cuando fui a trabajar me puse a pensar en cómo estaba: en si recordaba que yo le di el almuerzo, en si había ido el doctor, si alcanzó la botella de agua, si los enfermeros ya habían hecho el turno y le tocó uno más decente… Pero también estaba en el trabajo, con mis alumnos, pintando, escribiendo, preguntando, peleando por quien llega al quiosco primero… y pensé ¿qué es la fugacidad?” me sentía tan lenta pero en un espacio tan rápido. A mi grito de socorro el diccionario me dijo “Que dura muy poco tiempo.” Inevitable fue unir los dos conceptos y hacer una oración coherente: “debilidad de una cosa o facilidad para deteriorarse y que dura muy poco tiempo”. Recordé como en septiembre se puede pasar de la lluvia al jazmín, del viento a la quietud del pasto crecido y de un cumpleaños a una terapia. Todo en menos de 24 horas.
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Eugenia Flander
Nació en Concordia en julio del '75. Amante de la naturaleza y de los animales, profesora de Ciencias Sociales; amiga, esposa y mamá. Leyó desde siempre y escribe desde hace muy poco. De pequeña le leía su papá y cuando pudo hacerlo sola, elegía libros de la biblioteca de sus abuelos y los de la escuela a la que iba. Esta docente, que a los 8 años quería ser Egiptóloga hasta que supo que eso solo se estudia en Egipto, vive en Federal (Entre Ríos) junto a su esposo y a sus hijas. “Tu”
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Sé. Surge. Que nada te detenga. ¡Grita, pelea, crea, lucha! Que tu silencio se escuche, que tus hechos logren, que tu deseo se nutra. Sé. Surge. ¡Ábrete camino! Que la adversidad te sacie y te devuelva. Sé. Surge. ¡Muéstrate! Que tu singularidad ilumine, que tu valor construya. Sé. Surge. ¡Escúchate! Porque habla el alma cuando la voz no sale. Sé. Surge. Anima. Observa. Y dile al mundo cómo lo sueñas.
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“Dios”
¿Y si dejamos las cosas claras desde el principio? ¿Te parece? Quiero que me cuentes todo, no te guardes ningún secreto. Quiero saber qué decir y qué callar, cuando algo es correcto o cuándo es prudente esperar. ¿Está bien el olvido o de algo me puedo acordar? ¿Te parece bien? ¿Podemos dejar desde el principio las cosas claras? ¡Gracias, Dios!
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“El amor” Ella se va. Ya nada la detiene. Creyó que sí, pero nada la detiene. No miró atrás (como creyó que lo haría), solo fijó sus ojos en el horizonte. Ese horizonte que por primera vez era incierto. Tantas veces lo planificó y tantas veces falló que ahora le era incierto. Ella se va. Muy distinta a cómo llegó. Se va con más desdichas, con muchos miedos y con poco amor. Porque a veces parece que el tiempo se va llevando el amor:
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un poco un día, otro poco otro día y en unos años ya no queda nada. Eso pensaba ella al irse y volvió a mirar el horizonte. Entonces entendió que el amor no va ni viene, no se pierde o se encuentra. El amor está en uno, y lo dejamos salir o no. Entendió que el amor no es ni mucho ni poco, ni grande ni chico. Porque el amor es, el amor está, el amor es ella.
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“Detalles”
Cuando todo está perdido. Cuando nos rodea el olvido. Cuando los sueños solo aparecen si dormimos. Cuando vemos lo que amamos morir. Cuando ya no conmueven ni el sol, ni la luna, ni el amor o la pena. Cuando ya no tenemos fuerzas y la vida pesa. Es cuando lo insignificante y mínimo nos despierta y sacude y nos trae nuevamente al camino.
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-I“Juani”
Juani se veía feliz. Si es que la felicidad es siempre sonreír. Sus veinte y pico de años han transcurrido. Así nada más: han transcurrido. Sin que sepamos de logros o de derrotas. Entre nosotros, sus cuatro amigos del alma como nos llamaba, pensábamos que su reserva en cuanto a los temas de la infancia se debía a que no fue feliz. Se nos había puesto esa idea, nada justificada, pero eso creíamos. Juani nos demostraba su amistad al no tener límite de horarios para socorrernos de algún amor no correspondido o para acompañarnos silenciosamente cuando los días de algún familiar llegaban a su fin. Así era Juani. Y nosotros le agradecíamos con nuestra supuesta falta de interés por su pasado. En realidad, el pasado de nosotros cuatro tampoco se hablaba en los encuentros que teníamos. Pero solo porque no. Y creo que ese desinterés por el ayer mantenía el vínculo. Para qué conversar de algo que ya pasó, que ya fue, si tenemos la vida por delante, decíamos. Esos planes de dudosa confirmación eran los que hacía indisoluble esta amistad. Pero Juani nunca hablaba de su infancia y creo que ahí estaba la clave. Esa etapa era su fragilidad, lo que tanto cuidaba y ocultaba, pero solo por no mencionarlo lo ocultaba. Porque Juani no se escondía. Solo no mencionaba esos años de su vida. Un día, alguien que vivía cerca de su casa de calle San juan se detuvo a conversar cuando nos encontró de casualidad en un negocio y nos mostró un poco más de su universo. Nos conocía, solo de vista, pero sabía que éramos sus amigos. Y no nos reveló demasiado. No fue mucho más lo que supimos. Igual no nos interesaba lo que callaba. Su casa de la infancia era por fuera como la de casi todos nosotros: baja, chata, dos ventanas y una puerta de madera al frente, pensada para que sea
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agrandada a medida que los hijos iban llegando al hogar o que algún familiar necesitara pasar un tiempo hasta resolver alguna falta de dinero (algo que solía perpetuarse en el tiempo). Las veredas del barrio se desbordaban de hojas secas de los plátanos en otoño o reverdecían en verano junto con ellos. Las casas parecían mellizas, y en algunos casos hasta gemelas. A mí me gustaba mucho caminar por ahí y mucho más ahora que sé que Juani vivió por allí. Juani no tenía secretos, porque creo que se tiene secretos cuando queremos esconder algo. Y Juani no escondía nada. Solo que había algo de lo que no hablaba. Era tan imponente su presencia y su compañía tan imprescindible para nosotros que lo importante era Juani, y no su pasado. Y entonces, sin imaginarlo, sin siquiera pensarlo, nos dejó. Porque un día Juani se fue. Elaboramos teorías de por qué lo hizo, pero ninguna nos era exacta o nos calmaba. -IICuando los días pasaron y su voz seguía sin escucharse, aunque nos esforzábamos para no olvidarla y nos daba vuelta en los oídos, nos retumbaba y nos trasladaba a bellos momentos compartidos, nos dimos cuenta con tristeza y con un poco de espanto también de lo tan poco que sabíamos sobre Juani. A con toda esa carga de culpa y de tristeza por no haber preguntado más o mejor dicho por no haber escuchado sus silencios, fue que resolvimos ir a su casa. Ni más ni menos, entrar a lo más privado de una persona: su casa. Juani vivía últimamente en unos departamentos en planta baja, bastante nuevos, construidos atrás de la casa familiar que ahora se alquilaba. Cuando logramos abrir la puerta para ver si encontrábamos algo que nos diera pistas de su destino, nos recibió Juana (¡si: Juani tenía una perra labradora de dos años llamada Juana ¡).
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Tratamos de armar el rompecabezas llamado “Juani” con las pocas piezas que aparecieron en su casa. Sabíamos que le gustaba el color blanco, las camisas prolijamente arremangadas, el orden en sus pocas cosas, el básquet que tan bien practicaba con su apenas metro sesenta y cinco de altura y las canciones en inglés. Y eso que no hablaba una sola palabra en inglés. Pero parecía que se sabía toda la letra cuando sonaba “Here cames the sun” de los Beatles. Siempre nos causó gracia que siendo tan joven le gustaran canciones tan viejas. Abrimos alacenas y cajones del placar, y nada. Solo lo esperable en esos lugares. Sus tres únicos libros, entre ellos “El Principito”, tenían algunas fotos y recortes adentro, pero nada de eso nos develaba algo en especial. Para conversar un poco más cómodos y atar algunos cabos, salimos al patio que era reducido e interno, compartido con los otros departamentos. Sin embargo, esa estreches era inmensamente superada por lo acogedor en que Juani lo había convertido. Así era Juani, lograba modificar lo difícil, lo imperturbable. Pisos de baldosas tipo españolas, varias macetas con muchas flores, mandalas por doquier y llamadores de ángeles que, créanme, daban resultado en ese patio. Dos sillas de hierro pintadas de blanco y los ojos de Juana acompañando el movimiento de las hojas. La perra, como todo perro, también algo callaba. Pero en este caso ese silencio valía oro. Rodeado de muros, el patio se comunicaba con los otros dptos a través de un portoncito bajo de madera y, a la derecha, la casa de la única vecina con la que alguna vez charló. Ella solo pudo aportar sobre su sencillez y pulcridad, dos cosas que ya sabíamos. Nada más que pudiera acercarnos a Juani. Volvimos a entrar al departamento, un poco vencidos por la incertidumbre.
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Buceamos entre cajas perfectamente apiladas y acomodadas simétricamente, recorrimos los paisajes de sus cuadros, prendimos y apagamos luces en las habitaciones, nos reímos de una -IIIfoto de Juani bebé y lloramos al ver nuevamente los ojos de Juana que nos seguía y nos pedía que la lleváramos con nosotros. Yo me la quedé. Como Juani, las dos habitaciones, la cocina y el baño del departamento te sumían en un ambiente de paz y serenidad inconmensurables. Siempre presente el color blanco en las paredes, almohadones, toallas, manteles, cubrecamas. El climatizador con aroma a “limpio”, a “lindo”, las repisas repletas de adornos y fotos y guirnaldas de luces en la cocina. Las plantas verdes, jabones y más cuadros en el baño. Todo irradiaba placer, calma, serenidad. Pero de todas las emociones que experimentamos ese día, ninguna se compara con el galope del corazón en cada uno de nuestros pechos, como queriendo escapar de nuestros cuerpos conmovido, sobresaltado y anonadados al ver en un sobre impecablemente blanco, inmaculado, coincidiendo infinitamente con lo que guardaba, una carta de Juani que evidentemente no nos entregó. De ella surgían mares de palabras que se hacían inentendibles, a pesar del esfuerzo que hacíamos para comprender. De a poco, esos mares se hicieron ríos y las explicaciones siguieron fluyendo. Y un poco después por fin fueron lagos, quietas, calmas, sin ir a algún lado pero acercándonos a la realidad. Con ese papel Juani se despedía, nos suplicaba que no lloráramos y la palabra siguiente estaba desdibujada por sus lágrimas. No importó, porque ese bache (en la hoja y en el corazón) nos dejó imaginarnos la palabra que quisimos. Todos pensamos cosas diferentes, movilizados por la vivencia de cada uno con Juani. Todos tuvimos solo buenos momentos durante nuestra amistad. Esos que se cuentan presumiendo, con felicidad, y se exageran
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para dar un poco de envidia a los demás. ¡Es que nos producía mucho orgullo ser sus amigos ¡ Su ida no tenía mucha razón, pero nosotros necesitábamos algo que nos hiciera poder recordar a Juani con nostalgia, tranquilidad y añoranza. Nos decía que no quiera, pero tenía que hacerlo, tenía que irse, que nunca nos olvidaría, que cuando pudiera nos contactaría, que no intentáramos una búsqueda irracional, y otras cosas así que se dicen cuando deseamos morir, pero debemos disimularlo. Todo lo entendimos o por lo menos lo aceptamos. La vida nuestra se vería tremendamente modificada con su lejanía y hasta nos atravesó el temor: ¿se fue porque no estaba bien, porque ya su vida a nuestro alrededor no satisfacía sus anhelos? ¿Por qué se fue? ¿Se fue? Qué confuso era todo sin Juani. Nos tomó un buen rato procesar todo. No todos los días alguien que marca la vida de otros se va así, sin dar la posibilidad de despedirse. Y más que de despedirse, sin dar la posibilidad de expresarle cuán valiosa ha sido su presencia. Fue allí cuando nos detuvimos, sentados en su enorme sofá, abrazando sus almohadones y su recuerdo y volvimos le mente atrás. A todos nos envolvió la duda alguna vez, pero nadie lo -IVexpresó. Porque la verdad es que la respuesta no nos importaba. La amistad es lo que teníamos con Juani. Nada más nos importaba. Es por eso que lo que más nos conmovió, o mejor dicho nos terminó de convencer de que Juani no tenía igual, que sus días entre nosotros sirvieron para engrandecernos el alma y que todas sus palabras, actitudes y hechos cobraran un sublime sentido fue una simple y avejentada tarjeta de cumpleaños que acompañaba a la carta y que cuando alguno de nosotros, por enojo, dejó caer el sobre, pudimos ver. Puesta cuidadosamente dentro de él, la carta envolvía la tarjeta. Quien allí la puso sabía lo que provocaría. Y fue Juani quién la puso.
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En ella se leía con una letra que delataba haber tenido clases de caligrafía, lo siguiente: “Para mi querida Juana Inés. Que la vida te sorprenda y te deje ser. Tu abuela que te ama.”
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Fabricio Gallardo
Nació en Concordia E.R., 1973. La sensibilidad por el pasado, lo lleva a congelar el paisaje, la cotidianidad y el legado cultural de su entorno a través de la fotografía. En diciembre de 2014 obtuvo una mención especial en un concurso fotográfico-literario “Si no lo veo no lo creo” y desde ahí tomó clases en talleres de expresión, foto-periodismo, talleres literarios que lo ayudó a participar en cuatro publicaciones de Editorial Dunken en 2018 y 2020. Realiza muestras fotográficas propias y colectivas. Coordina talleres, charlas, facilita cursos de Fotografía Digital Inicial y Narrativa Visual en instituciones públicas y privadas. Actualmente está trabajando en su primera novela de ficción y registrando el patrimonio arquitectónico de la ciudad para un libro de Fotografía Documental.
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Misterio en el parque.
El cielo estaba lleno de nubes, parecía que iba a llover. Pero algo me decía que iba a necesitar el trípode y el bolso con la cámara, una leve brisa pintaba huecos de sol. Eran las 17:45, llegar al parque llevaría unos quince minutos y el ocaso se despide rápidamente del horizonte en otoño. Tocando los bolsillos del pantalón en la última bajada antes de llegar a la avenida, las llaves de mi casa estaban por caerse. Seguí la marcha, para no perder tiempo, y las nubes iban cambiando de color rojizo a rosáceo. Apuré la cadencia de mis piernas, parecía que iba corriendo arriba de los pedales y de pronto el monumento asomó por los árboles. El paisaje estaba perfecto para una postal y eso es lo que fui a buscar, un retrato que le debía al parque desde un ángulo poco explorado. En la base del “Éxodo” estaban dos adolescentes, aunque en la distancia no se notarían sus siluetas. La composición artística, los pájaros en el cielo y sus nubes escapando a la fuerza del atardecer, puso música al movimiento de las primeras estrellas encendidas. La luz todavía alcanzaba para un par de tomas, pero el frío del verdoso silencio se tornó amenazante. No tenía miedo, pero correr con la cámara, trípode, mochila y bicicleta cuesta arriba por el cerro, no figuraba en mis planes. Ya eran las 18:30 y estaba oscureciendo rápido. Todavía me pregunto por qué hice el recorrido más largo; igual al celaje, me sentí atraído por la magia del castillo mudo y el silencio redobló su poder. Tome por una calle interna y no seguí el sendero iluminado, aunque cada tanto había una luminaria. De pronto se apareció de la nada una chica caminando ligero pero noté que disminuía la marcha al acercarse. Parecía asustada y al ver su rostro la noté más relajada y soltó un gesto burlón frente a mí. No paré ni me di vuelta, solo quedé pensativo tratando de entender el peligro de andar sola por la oscuridad del parque. Bajando la segunda lomada, las piedras del piso contenían la humedad del rocío. Por una bifurcación apareció la sombra de un atleta en trote. Era otra chica, de pelo largo y ropa deportiva bastante ajustada al cuerpo. Al llegar a uno de los bordes de la calle de tierra, comenzó a aflojar y dejó notar las carnosas piernas y el trabajo de sus muslos en la rutina de ejercicios. Sentí la presión de esa licra, en mi garganta y en un descuido se me cayó el trípode. Detuve mi paseo
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apocado. No podía sacar la mirada del extravagante desempeño en los estiramientos y realmente pensé en salir al otro camino por el pasto, para no incomodar. Unos días atrás el diario matinal informaba de la presencia del “loco de la bicicleta” y recién ahí entendí la situación vivida minutos atrás. Demoré más de lo necesario para acomodar la cámara, si tenía los filtros, volví a abrir y cerrar el trípode, lo guarde nuevamente en la funda, levante la bicicleta, tome aire y seguí por el sendero. Justo antes de llegar al punto de atracción, la maratonista emprende su trote hacia mi dirección y la escena se repite. Me mira con desdén y asombro, -sin dudar- baje la cabeza para no volver a cruzar las miradas. Suspiré profundamente y decidí subirme al rodado. De repente siento un golpe en la espalda que me hizo trastabillar. Me recompuse abrazando la mochila, pensando en un asalto y veo a la misma chica que me empieza a levantar la voz:
-¿Qué te pasa? –me preguntó, con una actitud bastante nerviosa. -¿No te gustan las rellenitas? –continuó. - ¡Ah… el depravado quiere pendejas! No andan más pendejas pelotudeando a esta hora… ¿Por qué no te metes con una mujer con todas las letras? -mientras se refregaba las manos por los muslos, glúteos, pechos y terminando en unas sacudida de pelos. -Ahora venís armado, no te alanza tus encantos para atacar… ¿tenés que golpear? ¡Cobarde! -Te intimida una mujer que te grite, ¿eh? ¿eh? ¡ehhh! - ¡Ah… Te gusta degenerado! -viniéndose encima a mí y sacándose la campera sin nada debajo.
En eso, vino la otra chica y se metió en la escena, tratando de ayudarla –supuse-, pero para mi sorpresa la robusta deportista se dio vuelta y le empezó a decir que se vaya de ahí que el loco de la bicicleta ya consiguió una víctima, que venga con más suerte otro día. La otra morocha le respondió que ella me había visto primero y empezaron a gritarse más
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fuerte. No me acuerdo en qué momento lo hice, pero cuando quise acordar, ya estaba en la avenida pasando los semáforos en rojo. Hace una semana de esto, y aunque en los diarios no salió nada del sátiro del parque, el depravado en ruedas o el loco de la bicicleta, todavía me ahoga la licra en mi garganta sin poder revelar en el estudio, las fotos del parque.
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Los caminos del impostor Una vez le pregunté a mi abuela mientras estaba cocinando, si mis papás me querían y me contestó —con su voz seca— que sí. Le conté de otros padres del pueblo que llevaban de la mano a sus hijos a la escuela y que yo iba solo… — ¡Tus cuatro hermanos también fueron solos! —me dijo. — ¿Y a la plaza? Tampoco me llevan —le contesté, y quedó mirándome fijo. A Rosarito, mi vecina, la llevaban a la plaza después de misa; le compraban un refresco y si no había mucha gente en la calesita, daba tantas vueltas… las necesarias para ganar la sortija. Recuerdo que cambiaba los zapatos de charol cada dos meses. Mi abuela seguía con la mirada seca sin pestañar. En un momento empezó a silbar la pava del mate y para terminar la conversación, con el mismo frío conque el agua se hace hielo en una cubetera me dijo: —“¡Acá se quiere así!”. Se acomodó el delantal, sacudió las manos de un lado a otro y fue a poner unas hojas de burrito al mate. Yo continué mi tarea pegado al gallinero, con la tercera canasta de marlos a cuestas para desgranar maíz. Ese argumento iba a acompañar a otros durante mi niñez. Aprendí que: “¡Salga de acá, mocoso!" era el saludo de papá cuando venía del campo. Moler sal gruesa para la carne era mi comunión con los inquilinos del corredor, me enteraba de todas las trampas que acometían con éxito en cuestiones comerciales y amorosas. Empecé a sentir que cuando menos miraba a cada uno, más los conocía. Era el mundo patas pa´ arriba, cómo funcionaba en realidad y no como lo veía. Dejé de comer polenta con rabitos y decía que estaba lleno. Me miraban feo pero al rato me servían un pedazo de chuleta… ¡Uy! cómo me gustaba pero ponía cara de asco y más me daban. Cuando iba a comprar soda me quedaba con los puchos. — ¿Subió la soda? —me decían al dar el vuelto y en mi defensa declaraba que había comprado en lo del Negro. En realidad… en el boliche del Negro era todo más caro y lo que no sabían era que, por más cerrado que estuviera el kiosquito de Doña Pepa, le golpeaba las manos y me atendía por la libustrina…, todo por un par de monedas.
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En la escuela era el más tímido, se burlaban de mis alpargatas con bigotes y yo ya sabía que era todo al revés, que se burlaban pero me querían así. Un lunes, Rosarito no llevó la tarea porque había trabajado todo el fin de semana en la quinta del su tío “Talo” y la maestra la mandó al patio de varones. Sabía que llegaría el llanto antes que suene la campana porque no la iban a permitir que cumpla la penitencia en del aula sentada en el pupitre. La celadora vino y le dijo “¡Vamos mijita ya, va aprender para la próxima a traer la tarea! No lo dudé, la acompañé todo el recreo sentado en el banco frente al aljibe del patio. — ¡Al primero que se le reía… —des dije a todos—…les reviento la geta! Los de tercer grado la vieron y me puse de frente. Cuando quise acordar todos los varones de primero inferior estábamos haciendo una ronda…, ni un gil se atrevió —siquiera— a hacer una mueca. La vergüenza de Rosarito me hizo más seguro y gané el respeto de todos. Así descubrí que para decir la verdad tenías que mentir, y para no parecer un flojito tenías que hacerte el fuerte. Ya adolescente, una tarde en el arroyo, Rosarito me comía con los ojos. No era el más apuesto de los chicos de la colonia, los gringos platudos eran los más codiciados pero se había corrido la voz de que era el mejor besador de los alrededores. Ella era la chica más hermosa de la zona, ¡qué digo de la zona… del mundo! Se bajó del Chevrolet rojo descapotable del padre, un turco que tenía un negocio de ramos generales, y se vino directo a mí. Estaba mojado, recién había salido de pegarme un chapuzón, pero parecía un témpano en el infierno. — ¡Hola Octavio!, ¿me conoces? —me dijo mientras me sacaba la piel con la mirada. No le respondí. Mi familia se había mudado por trabajo a una estancia en el quinto distrito, cerca de Pedernal y no la había visto en años a mi bella vecina de la infancia. — ¿Es cierto que esos labios quitan la respiración? —me preguntó sin empuñaduras. — No lo sé, —le dije— nunca me he quedado sin aire. — De repente me besó con los ojos cerrados y sentí que me podía dibujar en ella, piel sobre piel. Me abrazó, no respiré por casi un minuto y se cayó en mis brazos. Me miró y el corazón asomaba en sus retinas. Fue la única
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vez que se me acalambro el estómago con todas las mariposas adentro. Regresó al auto y no la volví a ver. Nunca mentí, pero el otro que vive en mí, lo hacía de vez en cuando. ¿Qué era la verdad? Siempre fue otra para mí. Aprendí a ser feliz dando respuesta a lo absurdo, y ahí me encontraba conmigo mismo, en la impostura y resultó siempre mi verdad… o la mejor versión de la verdad. A los años me convertí en fotógrafo y hace tiempo recorro el país buscando la realidad en cada toma. La vida cambia de un segundo a otro, como un negativo en el cuarto oscuro. Una milésima es una eternidad y diez años, un suspiro. Volví a la colonia, a la plaza, al barrio… mi lente capturó otras voces, retratos borrosos de una infancia desamorada y fría. No recordé nada caminando por esas calles de tierra. Un mármol quebrado sólo mostraba —apenas— el nombre de mi abuela en una tumba con flores plásticas marchitadas. — ¿Vos sos el hijo de Genaro, el famoso fotógrafo de ruinas? —me paró Don Jacinto, un amigo de mi viejo. Solo me reí. Me invitó a su casa, me mostró el edificio donde estaba la estafeta postal… Se venía abajo pero la mostraba como un monumento. El sol amagaba con dormirse en el horizonte y le pedí prestada una bicicleta rota para sacar unas fotos en el Matadero. — ¡Sí, cómo no! —me contestó— pero a esta Peugeot se le salen las ruedas, no funciona —agregó mientras no le soltaba el manubrio. —No importa —le dije—, la saco del pasillo y a la noche se la dejo en un costado. Estaba tan herrumbrada como mi alma. Quedé hasta el anochecer sobre el arroyo al lado del frigorífico abandonado. Se hizo muy tarde y caminé hacia la casa a devolver la bicicleta. Ni un perro ladraba sobre el camino. Llegué a lo de Don Jacinto y cuando estaba pasando las ruedas por encima de la cerca, las luces de un auto se encienden como un fogonazo. — ¿Qué hace? —me dice una voz que venía de un Ford Falcón. — Nada, solo estoy robando una bicicleta… —contesté.
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Entre rejas y paredes húmedas vi proyectarse la película de mi vida, mi niñez, ese apego a un sentimiento desvelado buscando tierra para enraizarse y quedar hecho nudos. Esos mandatos de cariños para el afuera y adentro… eras un estorbo, jugabas ser otro para pasarla bien. Por mentir, esa noche, me encerraron. ¿Por qué no dije que fui a devolver la bicicleta? Cuando algo más fuerte te aplasta, hay que decir la verdad. Esa fue la revelación que iba a cambiar mi vida, no sólo esa noche. A las seis de la mañana me soltaron de la comisaría. Don Jacinto declaró que me había prestado la bicicleta, que no la robé, solo se trató de un malentendido. Y de ahí, me fui a la tienda de Rosarito. Había seguido el negocio del padre según me habían contado los policías. Llegué y —por supuesto— estaba cerrado. Esperé que abriera y cuando escuché una cortina de metal, me acerqué a la galería. Estaba ella con un bebé en brazos. Nos miramos como aquella vez en el arroyo y le pregunté si me amaba, tal como ella me encaró aquella vez. Nunca había experimentado una eternidad tan insoportable. Respiró profundamente y me regaló una sonrisa llena de intimidad moviendo su cabeza de un lado a otro. Di media vuelta y mi estómago soltó todas las mariposas. Volví al hospedaje, cargue la cámara, el trípode, todo el material fotográfico y nunca más regresé a Ledesma.
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Vaivenes de tiempo — ¡No puede ser que vaya a llover y otra vez nos agarra sin paraguas! — le dijo Santiago a su amigo Lucas, que lo había acompañado al taller a dejar su auto para un service. «La aplicación me decía que había posibilidades de precipitaciones, pero el cielo irradiaba celeste puro; evidentemente el tiempo cambia. Me hace acordar al quince que fuimos colados pero con entrada VIP… ¡Te acordás! —lo dijo riéndose con una mueca pícara en sus labios buscando la aprobación de Lucas— ¡Claro que sí! —se contestó él solo, volviendo la mirada al horizonte—. Fue un hermoso día sábado como hoy y a la noche cambió el tiempo… se largó con todo». Santiago sigue firme en su relato enérgico, no así la marcha en su andar; las nubes se tiñeron de un violeta negruzco y amenazaban terminar la charla con un refucilo. Él lo sabía y comenzó a acelerar el habla. «¡Qué quilombo! Nilda se llamaba la madre ¿no? ¡Sí lo recuerdo, cómo olvidarlo…, Nilda! Y don Marcos nos dejó entrar al salón antes del chaparrón… ¡No, mamá, no!, — afinando la voz, remediaba aquella escena— ¡No, mamá, no!, le gritaba Anahí a su madre para que no te saquen los patovicas de la fiesta. Teníamos diecisiete, y doña Nilda no quería que su hija salga con vos. Te ganaste el apodo de “Diosito”. ¡Qué épocas! Las más buscadas por la barra, terminaban con tu perfume de laurel», lo dijo mientras lo miraba de reojo, esperando una respuesta. «¿Qué fruncís el ceño, boludo…? ¡Sí, dabas asco! —lo dijo mirándolo sobre los hombros, con un gesto incrédulo—. Vos las descartabas a tu gusto y piaccere y nos dejabas las sobras. Siempre fuiste igual. ¡Qué loco, ¿no?! Ahora tenemos treinta y vos todavía no eres padre… Yo me casé, pero vos nunca te enamoraste.» Lucas caminaba con la cabeza agachada, mantuvo el ritmo en la cadencia de los pasos y luego de un silencio en el relato de Santiago, lo miró y se sonrió. — ¿Y esa cara? —Santiago lo observó y se sorprendió. «¡Nunca te vi con esa cara! ¿No me va a decir el señor que está enamorado? ¡Ay no…! Las flechas que habrá desperdiciado Cupido en atravesar un corazón desencantado. Cómo será que te conozco, que nunca vi esta novedosa apariencia en vos… ¡Con razón andas raro y no decís nada! No imagino esa alma capaz de doblegar ese tigre que ruge en tu interior. No has perdido el talento de la seducción. Amo a Mecha y a la familia que construimos, pero si pudiera volver el tiempo atrás… ¡ufff!, tener tu imán
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seductor, poder estar con la mujer que quieras, las veces que quieras, cuando quieras y donde quieras… Sos mi amigo y te conozco, no te juzgo, nunca nos peleamos por una pollera, ni por los tarros o las sobras de tus banquetes. Y ahora, ¿quién te aguanta enamorado? ¡Vení para acá, macho!». Santiago detiene el paso y lo toma a Lucas con un abrazo no correspondido. «Cuando sepan los chicos del club, no lo van a poder creer…», —le dice mientras palmea la espalda de Lucas con ambas manos. El viento cobró fuerzas y un relámpago iluminó la plaza desierta de hojas verdes, ya se podía sentir el olor a tierra mojada que venía por la encrucijada. En ese instante Santiago lo suelta y agarrándole los hombros le preguntó: —Y, ¿quién es la maga? —Mago —le contestó Lucas mientras se escuchó el crujido de un rayo y el cielo se desplomó en baldazos de agua. — ¡Ah, caramba! Ahí viene mi colectivo, te dejo… nos wasapeamos —le replicó Santiago y de inmediato comenzó a correr hacia la garita, haciendo señas al chofer que lo rescate del temporal. Lucas —empapado e indiferente a la lluvia —, comenzó a caminar y dobló en la esquina para buscar un taxi.
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Franco Emanuel Stele
Nació en concordia en 2001, es estudiante universitario en una institución de Entre Ríos. Unos de sus principales hobbies es leer, escribir y descubrir cosas nuevas día a día. Escribe mayormente poesía, además de micro relatos e historias. Tiene un principio que aplica en sus obras: “siempre escribir con el corazón, ya sea cuando quema, congela, o incluso cuando brilla” con el cual genera la gran mayoría de sus poemas, que generan conexiones emotivas.
Tormento
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El viento Silva su canción favorita El suelo tiembla al sentirse observado por la luna Las aves se escondían en mis recuerdos Los árboles bailaban la canción del silencio Las estrellas se escondían tras inquietas cortinas negras Sólo la luna y su imponente frialdad se mostraba en el inmenso teatro aéreo En el ambiente un aroma pesado se superpone Un aroma antagonista de cultivos secos Tierra salpicada por las lágrimas de dioses Entre las nubes un destello blanco Tan rápido que dejaba mi vista paralizada en el presente Mientras ella huía hacia el futuro En una armonía casi perfecta los sonidos desaparecieron Frente a mi un asolador silencio que me advertía que me retirara En mitad del silencio el ambiente se torna más frenético Una descarga del cielo como si de flechas se trataran En mi piel sentimientos combinados con los del cielo Alguien mandaba un mensaje de advertencia Mi cuerpo se movió por el miedo a lo desconocido Estaba seguro del pasado Al mismo tiempo Dudaba del presente Y me aterraba el futuro.
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El chico amante de la primavera…
Siempre olía a rosas y vestía con sutileza Una sonrisa de par a par con una pizca de rudeza Ojos de colores como pétalos de flores Un animo singular y plural Para dar y regalar Amante de la primera sin igual Amante sin despecho y sin piedad Era el príncipe perfecto en esta historia real Pero causo efecto en la princesa Pues lo destrozó con tanta rudeza Sin golpes ni violencia Solo Con un par de palabras dio fin a su inocencia “El amor que tu sientes está solo en tu conciencia” Con esa frase lo redujo a un cumulo de ceniza Su amor tan grande como un castillo Pero tan invisible como el aire en sus pulmones No se rindió y le canto mil canciones Dedico sus poemas para florecer emociones Y así continuó luchando contra el destino Escribiendo libros de sentimientos hermosos Explayando millones de palabras.
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Asà es el chico amante de la primavera Sigue esperando una seùal Un momento celestial Que pueda unir a estos dos seres El chico que ama la primavera Y la chica que inspiro su vida entera‌
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Forget It
El timbre indicando la hora de salida había sonado, el pasillo repleto de chicos ansiosos de ir a casa y sobre sus cabezas un suave sonido casi como un cosquilleo en el oído. En la puerta un desfile de moda, los paraguas tomaban protagonismo, algunos de color negro, indicando madurez y seriedad, otros blancos expresando pureza, mientras que los demás danzaban en un arcoíris, juntándose para crear un nuevo color. Ese fue el día que nos conocimos, un día que comenzó soleado y sin señales de terminar en una lluvia ni mucho menos, pero sorprendió con su resultado. El día se me hizo pesado, no lo veía raro teniendo en cuenta que era un viernes, mis ojos me pesaban y la respiración se entrecortaba, mi sueño se encendía, casi parecía que podía saber el tiempo que faltaba para terminar la clase. Al escuchar el tintineo abusivo del timbre me levante juntando mis cosas y esperé el permiso para salir de la clase, hace un momento estábamos en clase de literatura, personalmente nunca me interesó, pero nunca le di una oportunidad como para que cambiara mi opinión, solo era otra materia más. Saliendo de la clase me sorprendí por el sonido de las gotas golpeando el techo del colegio, era agradable y relajante, la caricia que dan las palabras de una madre cuando arropa a su hijo pequeño. Me dirigí a la puerta del colegio donde había unos bancos con pequeños techos que hacían de espera para el colectivo, para resguardarme del agua y poder esperar a que quizá pare de llover. Después de 20 minutos esperando salían los últimos chicos y chicas que quedaban, miré por encima de mí, buscando un cielo más comprensivo pero las gotas no me dejaban mirar, el tiempo no mejoraba, agregando mala suerte a ese momento, tampoco había traído mi paraguas, lo que para mí era lo más sensato teniendo en cuenta que no se anunciaba mal tiempo.
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El ambiente se volvía frio y solitario, solo me senté a esperar que la lluvia parara, no tenía otra salida, vivía lejos del colegio. Un toque en mi espalda me sorprendió de la nada una sensación cálida y un perfume que invadía mi ambiente, un dulce aroma a orquídeas, me levanté del banco y me volteé a ver quién era la persona. Era una chica. –Hola, ¿estás esperando a alguien? – Preguntó mirándome con atención pura en los ojos. Mi mente se paralizó durante un minuto, solo podía admirar esos ojos color verdes tan vivos, mi corazón se aceleró un momento, nunca supe si por lo que veía o el frio que tenía en ese momento. –Hola, No, solo estoy esperando que la lluvia pare. – Dije mientras miraba hacia la calle. –Pareciera que tu mirada se pierde– dijo mientras miraba a la par mía. –¿Parezco un loco verdad? Pero tengo un aprecio incondicional a este escenario– Respondí mientras mostraba una leve sonrisa. –¿Escenario? – preguntó. –No me hagas caso, solo estoy balbuceando– dije con un tono de broma. –Si quieres podemos ir juntos, yo tengo un paraguas. – insinuó con un tono alegre. En ese momento su mirada parecía una dulce melodía en tonos altos, me invitaba a bailar y también a cantar, era un arte que solo ese sentimiento podía expresar, parecía raro ese momento, una novela de amor se quedaría corta. –Me darías una gran ayuda con eso, es que vivo algo lejos del colegio. – dije mientras miraba la hora. –Claro, no hay problema– dijo con una sonrisa de par a par. Enseguida agarré mis cosas y nos pusimos en camino, me ofrecí a llevar el paraguas por ella, a lo que aceptó.
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Mientras caminábamos mis ojos no podían evitar verla a escondidas, como si vieran algo que fuera sagrado, miraban con asombro y miedo hacia la izquierda, pero corrían hacia la derecha en cuanto sentían peligro de ser descubiertos. La mano que sostenía el paraguas instintivamente se inclinó hacia la izquierda, dejando mi hombro derecho fuera del paraguas, intentaba evitar que ella se mojara, ya que ella misma se ofreció a ayudarme es lo mínimo que podría hacer alguien. La lluvia salpicaba las hojas del suelo, y las incentivaba a viajar un poco por el camino que creaba el viento del sur, un viento frio que me hizo temblar cuando rozó mi hombro derecho, pero que ignore sin más. –Y… dime, ¿cómo te llamas? – dijo rompiendo el silencio del momento. –Me llamo Tomás, ¿y tú? – respondí en un instante –Yo me llamo… De repente un sonido nublo mi mente y todo se volvió negro, dejando solo un punto de luz en el horizonte. Camine hacia la luz sin detenerme, corriendo sin mirar atrás. De pronto estaba en mi cama con lágrimas en las mejillas, un dolor agonizante en el pecho, mi mano en el despertador, una botella de whisky en el piso y un frasco de tranquilizantes en la mesa de luz. Me senté en el borde de la cama, llevé mis manos a mi cabeza, sentía que si no lo hacía podría irse volando y no quería eso, después de todo ahí guardaba mi último tesoro, mi esencia, mi convicción. Mire el despertador de reojo y aún era temprano, eran las 6:30 am, por lo que tenía tiempo para tomar una ducha rápida y salir. Entre al baño sin mirar al espejo, me aterra el hecho de mirar algo que no quiero ver, una versión mía sacada de una historia de fantasmas. El agua esa mañana salía fría, pero casi no lo notaba, tenía mi mente en otro lado, casi diría que, en otro mundo, vagando mientras mira la nada, vagando mientras busca algún propósito.
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Me visto y preparo la mochila, el reloj da las 7 am y salgo de casa, ese día estaba nublado, pero el cielo no mostraba intenciones de soltar sus lágrimas, así que no me moleste en llevar un paraguas, solo fui sin más por el camino. En el camino un pequeño viento choca contra mi pecho, un escalofrío recorre mi cuerpo y me hace temblar, un pequeño gesto de la naturaleza mostrándome lo pequeño que puedo ser ante algo tan insignificante como una ligera brisa fría. Camino a la universidad, veía el camino repleto de hojas amarillas y naranjas, pareciera que se quiere esconder de algo, a lo mejor quería cambiar mi camino, llevarme a otro lugar, uno donde pueda estar mejor. Mi bufanda me acaricia el mentón y me provoca cosquilleos, mi cabello no opone resistencia a la fuerza del viento frio que lo atraviesa, mis manos se resguardan en los bolsillos del pantalón, pareciera que fuera un lugar cómodo y cálido, algo así como un hogar. De pronto todo a mi alrededor se volvió blanco como una hoja olor a tinta fresca y lágrimas frías, un tono gris en el ambiente y botellas de alcohol vacías, y me di cuenta por fin, mi historia era resultado de un desamor de mi escritora, sentí los llantos de horas reflejado en mi memoria, sentimientos ocultos en ella, pero integrados en mí. Fui su puerta para expulsar sus sentimientos mediante palabras, me creó de la nada y me acabó queriendo, eso fue lo que sentí. Mi creadora, y mi asesina ya puede ser feliz.
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La niña más feliz
–Ella era la niña más feliz del mundo– –Tenía padres malvados y era maltratada por sus hermanos. – –¡Pero ella era la niña más feliz del mundo! – –En el colegio sus sentimientos y acciones eran discriminados. – –Pero ella… era la niña más feliz del mundo. – –Con traumas que aún carga y no puede dejar de lado. – –pero ella…– –Ella no era la niña más feliz del mundo, ella creó un mundo que tu no le habías dado, que, a diferencia de sus compañeros de colegio, ya lo tenían regalado, no tuvieron que vivir las crudas realidades de un adulto desgraciado– exclamó en defensa de la niña, el abogado. El juicio terminó en ese instante entre lágrimas y furia que hacía el ambiente más denso del mundo, con la imagen de una niña ubicada en medio de la sala, parecía ser feliz en la foto, parecía…
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Mi nuevo yo Mirando la luna con la mente perdida pienso Si alguna vez me has querido Siento alivio de ser sólo tu amigo Es mentira, sólo lo digo y me miento a mi mismo Para no preocuparte me imagino Mi mente es indecisa y olvido Que yo te amo y me deprimo Pues mis sentimientos no se asemejan A lo que darías por él y lo confirmo Años y años reprimido Que ya me cansé de estar sufriendo Cerrando está página Te diré un adiós y nada más No me mires así, que me volverás a enamorar Como en mar vigoroso en el horizonte desaparece Me iré al lado de mi gente Para sanar mi mente de dolores amorosos Para sanar mi alma de golpes bajos Para sanar mi cuerpo de tantas horas de llanto Idiota, no sabes el daño que pudiste causar.
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Ángel sin alas
Siempre me pregunté si fue cosa del destino Verte sonriendo como si todo estuviera bien Regando sentimientos por doquier Dejando alegría a quien no la podía tener Eras una estrella sin miedo a perder Tu misma existencia no la podía entender Un ser de tanta luz En un mundo tan obscuro Imagine que eras un ángel Pero sólo fue mi imaginación Pues la sonrisa te la provocaba otra persona Una especial para ti Y ahí Sucedió Algo dentro de mi se rompió.
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Gabriela Ortiz
Nació en Concordia en 1976. Sus pasiones son: ser madre, leer, escribir y ser docente. Se considera una artesana de la escritura, disfruta de su proceso personal en la poesía o cuando narra una historia. En 1994 ganó el primer premio, “Azahar de plata” en el concurso de Cuentos sobre Concordia organizado por el Rotary Club Salto Grande. En el año 2000 ganó el primer premio literario con una poesía y premio al mejor participante del "Festival de la Canción Navideña" organizado en Concordia. Está convencida que la lectura y la escritura "nos salvan de nuestras propias sombras no evadiéndolas, pero si enfrentándolas para resurgir renovados, porque al leer y al escribir dejamos de ser los mismos para siempre".
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BORDAR LA VIDA Hoy, voy a bordarme la vida. Que nadie me enseño es una manera de decir porque he visto a quienes lo hacen y puedo admitir que mirando aprendí. Tomo mi costurero olvidado. Una caja rosa viejo con flores al tono, que al abrirla devela sus tesoros enredados. Aunque ordeno los hilos una y más veces estos se empeñan en anudarse entre sí. El metro se estira entre cintas, elásticos, tijeras y botones. Alguna que otra vez me he dado por vencida y dejé que las cosas se mezclaran entre sí, como las confusiones que aparecen una tarde de domingo: que cada quien se libere y se retuerza como quiera.
Un día, aburrida, confeccioné tres corazones para pinchar agujas y alfileres. Algunas se esconden en lo mullido y sin advertirlas me pincho los dedos. Da bronca encontrarse con la sorpresa del dolor. Con mi corazón de paño tomo pedacitos de telas para remiendos que no alcanzan, que no cubren los agujeros ni los siete de mala suerte. No sé elegir la aguja, a veces, no lo sé. Pero hoy voy a bordarme la vida. Ya tengo el bastidor, coloco la tela. No voy a dibujar. ¿Quién me juzgará por improvisar? Hoy voy a bordar los recuerdos. De colores vivos y brillantes los que me hicieron feliz. De colores opacos para los que me
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hicieron llorar y entre puntada y puntada iré aprendiendo, en el hacer, a madurar. Voy a bordar: sueños para no olvidarlos, palabras para no enredarlas, poemas para vivir, relatos para resucitar, rostros ausentes para recordar, abrazos para la soledad, ojos para ver siempre a los demás, ilusiones para avanzar, esperanzas para no desesperar, dragones para luchar y la familia que siempre quise. Voy a bordar: pájaros para volar, nidos para descansar, flores para sonreír, mascotas para acariciar, música y libros para soñar, soles para brillar, una crisálida para hallar la paz, la mochila del alma donde descansa el pasado, frutas para envasar los aromas, las ventanas de mi hijo para mirarme en el cristal y navidades para perdonar. Bordaré caminos al andar, calles de libertad, la balanza de la justicia para no claudicar, piedras, para saber dónde están, candados que hablarán de mis secretos, mis manos para no cansarme de bordar, corazones multicolores para besar y mis huellas para quererme más.
Voy a bordar historias viejas y nuevas. Si no me gusta, no le temo a la tijera, corto, desato, vuelvo a hilvanar. Desato los fracasos y vuelvo a empezar. Corto los miedos y me animo a seguir. Ovillo lo que quiero conservar, lo que voy a dejar en mi costurero para marcar en un lienzo que no elegí pero que hoy lo tomo en mis manos y le bordo la vida que quiero. DIS-FRUTA
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La palabra "disfrutar" viene del latín, compuesta del prefijo dis separación o también intensificación, como aquí- y fructus (fruto). Es decir, significa "sacar la fruta" o "gozar del producto de algo").
Camino el tramo de vereda en donde están apiladas, voy y vengo las veces que sean necesarias. El vendedor, sentado en su sillón de playa, me mira y se sonríe, ya sabe que estoy buscando la mejor. La elijo entre muchas, no importa entre cuántas o el tiempo que me lleve. Las miro, las huelo, las toco hasta que encuentro a la que me estaba esperando, en su punto justo de maduración. Tengo un don de prestidigitación, no, mejor diría de pre-digitación frutal y esto es una apreciación personal muy poco humilde, lo sé, pero cierta. En una bolsa de arpillera la llevo hasta la intimidad de mi casa, a ese tiempo dedicado a mí y a mí deleite. La coloco sobre la mesa y con un cuchillo, como daga de cocina, atravieso su forma tres veces. Tomo en mis manos su sonrisa grande, la muerdo con fuerza hasta sentir que me sangran la boca y las manos con un jugo dulce y exquisito. Mi lengua presiona cada bocado, se regodea sin piedad y un dolor de placer en mis fauces me confirma que mis sentidos han tenido un encuentro orgásmico con aroma y sabor a sandía.
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La bata oriental
Nunca estuvo en Tokio y jamás lo hará. Pero cuando regresa de la calle, se sumerge en la tina de agua caliente con aroma a magnolias, con un ligero toque de vainilla. Permanece allí hasta que se le eriza la piel y se coloca su bata de seda roja con motivos orientales. Sobre la mesa, del cuartito que alquila, ha quedado la taza de café y el desorden de la mañana anterior. Anoche, alguien se olvidó unos papeles, los tira sobre un sillón. Sintoniza la radio y pone a calentar la pava, pero esta vez, no tomará café. Desea que su paladar se acostumbre al sabor del té. Se asoma a la ventana y enciende un pucho. Observa a quienes entran y salen de la tintorería de enfrente. La bata se afloja y muestra la belleza de su desnudez. Una barra de muchachos, saliendo del bachillerato, la advierten. Le tiran besitos en el aire agradeciendo su falta de pudor. Ella ni los nota, sólo mira hacia la vidriera y piensa, que algún día, él la verá luciendo la bata oriental y aunque no hable muy bien el español, le dirá con la mirada cuánto le gusta. Se cubre con la seda, la siente sobre su piel como una caricia y cierra la ventana. Vuelve al baño. Quiere escribir sobre el espejo cubierto por el vapor pero lo ha encontrado llorando aguas dolientes. Y aunque el tango en la radio le cante que es una mujer de muchos hombres, no le importa, ella está segura de que no tiene dueño.
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Nunca jamás.
Una sombra te tapa la boca y te convertís en piedra sobre la almohada. Tenés la mirada infinita hacia una pared que se derrumba sobre tu inocencia. Por las noches deseas ser insistente y estridente como el grillo o las ranas para que alguien escuche tu grito mudo. Por las mañanas te vas a la escuela con la esperanza de sonreír. Qué te importa si dos por dos son cuatro si lo que querés es desatar tu garganta. Qué te importa si le digo a tu madre que no avanzás en la escuela si lo que querés es que ella te crea. Caminás muy lento a tu casa y al pasar por la calesita soñás con volar en el avión rojo de madera hasta el país de nunca jamás donde nunca jamás una sombra pueda robar tu tesoro.
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A veces, la soledad…
A veces, siento la soledad como un árbol quebrado que derrama una sabia amarga con la mala suerte de quedarse así para siempre. Otras veces, dura hasta el reencuentro con mis raíces de roble y así, me voy sanando y me siento menos rota y más dulce. A veces, la soledad me pierde en diversos caminos me detiene en los comienzos pero en otras avanzo a paso firme decidida a vivir el momento. A veces, la soledad trae las vivencias más oscuras a una noche nublada y fría sin luna y sin estrellas donde los sonidos negros se agolpan en mi cabeza. Otras veces, llevo conmigo una lumbre que irradia luz a mi lugar sagrado y da calor al invierno de otros. A veces, la soledad me hace prisionera en un borde de hilo hacia el abismo y en otras recuerdo mis alas y me lanzo a volar. Con mis raíces, mi luz y mis alas desafío mis deseos dementes, desafío a un mundo condenado pues son ellas las únicas que establecen mi verdad en la soledad.
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Y bueh… ¿Qué se le va a hacer?
“Y esta es mi historia, Señor, la sufrí de chiquita y todavía la sigo padeciendo. ¿Qué se le va a hacer? ¿No dicen que unos nacen pa´ estrellas y otros estrellados? Bueh... yo, ya ve: que nací pa´ lo segundo”. Todo empezó con una mentira el día de mi nacimiento: “es sanita”, le dijo la enfermera a mi padre cuando me tomó en sus brazos. Crecí en un barrio humilde, pero de gente trabajadora. Yo andaba, como todos los demás gurises, con las zapatillas viejas, agujereadas, para chiviar en la calle. Las nuevitas estaban guardadas para algún cumpleaños o para ir al doctor. Mi vieja siempre quería cagar más arriba del culo, como si le diera vergüenza ser pobre, así que cuando me llevaba a alguna fiestita o al hospital, yo iba bien vestidita. Pero vio cómo es: “A la mona, aunque la vistan de seda, mona queda”. Me brillaba el pelo negro, estirado fuertemente hacia atrás, recogido en una cola. Tan tirante, que se me agrandaban más mis ojos oscuros. Yo me la aguantaba, porque si no me agarraba a cachetadas. Y bueh… ¿Qué se le va a hacer? Era común andar con los mocos colgando. ¿Se imagina usted, decirle a mi viejo “sanita”, cuando tengo alergia a todos los alimentos que me gustan comer? Chocolate, tomates, naranjas, fiambres, pescado, frutillas, entre otros. Pero yo nunca me cuidé, me resisto a pensar que esa porquería de alergia me va privar de los pequeños placeres de la vida. Además, de pedo alcanzaba para comer. Se cocinaba con lo que se podía y a tragar sin chistar. Así que me he pasado la vida rascándome a dos manos, sacándome pedazos de piel, dos por tres. ¿Pero vio cómo dicen?: “Sarna con gusto no pica.” Pero no solo eso, a medida que fui creciendo, ya me dolía, día por medio, el hueso largo de la espalda, que según mi hermana, ese hueso se llama “colurna”. Bueh… el tema es que me empezó a salir una jorobita cerca del cuello. Faaaaa… ¿se imagina como me llamaban en la escuela? “La jorobada”. Encima que yo ya había salido con patas de catre, según la Amanda, mi vecina. Me lo dijo una vez que nos peleamos con la Rosita, para hacerme sentir mal y en defensa de la hija. A veces también, me decían “Cuasimoda”, por el feíto ese. El deforme ese, que vivía en un campanario.
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Sobre todo, después, que la señorita María Rosa leyera el cuento. Claro, después, esa vieja solterona, hizo oídos sordos a lo que me decían mis compañeros. ¡Qué compañeros, ni compañeros! Eran unos hijos de puta, consentidos de la maestra. Más vale ni le cuento como terminaron esos nariz parada! Y así me pasé la infancia, en la dirección, por cagar a piñas a más de uno de esos culos empolvados. Ellos salían ganando y a la que le daban los cintazos era a mí. Aaaah… pero hoy a la distancia, le aseguro que “a cada chancho le llega su San Martín”. Y bueh… ¿qué se le va a hacer? Después, de más grande, me volví más boluda y callada. Me crecieron los pechos, de un año pal otro. Más jorobada fui quedando porque me daba vergüenza tenerlas tan grandes, que arqueaba la espalda como para meterlas más adentro del pecho. La verdad, que recuerdo esa época, y a la vez no la quiero recordar. Yo ya estaba grande para dormir en la misma cama con mi hermano y él también. El Alberto me las manoseaba casi todas las noches, una vez le dije a mi vieja que no quería compartir más la cama con mi hermano y me contestó si yo era una princesa con coronita, qué dónde mierda iba a sacar otra cama para mí. Un día, tomé coraje y jugando en el patio con mis hermanos, el Alberto hizo trampa, me enojé mucho. Me aproveché de ese enojo y descargué toda mi furia con él. Mi vieja me pegó varias cachetadas, me agarró de los pelos y me llevó para adentro de las casas. Cuando le conté lo que me hacía, me dijo que yo era una mentirosa. Así que me callé y me la aguanté, hasta que lo conocí al Germán y nos pusimos de novios. Un día, me encontró llorando y le conté. Se fue como loco a casa y lo cagó a trompadas al Alberto. Y antes de irse para mí casa, me dijo que yo dejara de provocarlo también, si no quería que me tocara más las tetas. Esa noche, mi vieja me echó de casa, con quince años, recién cumplidos. Me dijo que me vaya con mi macho, que ya no era de la familia, qué cómo iba a decir eso de mi hermano. Él, era en realidad, el “puro jarabe de pico”, sabía envolver a mi vieja con sus mentiras. Así que me fui a vivir con el Germán, que tenía como diez años más que yo. Y bueh… ¿vio como es? “Cuando una puerta se cierra, otra se abre.” Mi novio vivía con la madre, una vieja bruja y soreta, me tenía de sirvienta. Yo no le daba bola, pero cuando llegaba el Germán, le calentaba la cabeza y éste otro me
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daba unas cachetas y me decía que no le faltara el respeto a su madre. Pero cuando la vieja se enfermó, antes de morirse, adivine ¿quién la atendió y le lavó hasta el culo?. Así es, la negrita irrespetuosa. Después que la doña estiró la pata, al Germán se le dio por irse a chupar con los otros pibes del barrio, cada vez que volvía de hacer changas en la terminal de ómnibus. Lo poco que ganaba se lo gastaba en el chupi. Pero la cosa se puso pior, cuando me quedé preñada. Casi pierdo al crío, una noche que vino bastante borracho y enojado con la vida. Me dio una flor de paliza. El Benja, mi hijo, me salió medio mongólico por culpa de las trompadas que me dio. Pero un día me cansé, agarré mi gurí, y me fui. Después me enteré que lo encontraron muerto en una zanja. Vaya a saber en qué anduvo que terminó así. “No hay cosa que no se sepa, ni deuda que no se pague.” Pero bueh… ¿Qué se le va a hacer? Yo soy creyente, me aferré siempre a la virgen de Guadalupe. Además, vio que dicen “después del chaparrón siempre sale el sol”. Se la pelié lindo a la vida, eh? Me la pasé con nubarrones, pero ahora me ve acá. Con un trabajo digno, cuidando viejitos enfermos y simpáticos como usted. El Benja me salió un vago de mierda como el padre, dos por tres me vende algunas cosas de la casa para llenarse de esa porquería que le come el cerebro. Pero como yo digo siempre, la vida es una de cal y una de arena. Y bueh… ¿Qué le vamos a hacer? Así es la vida. ¿No cree, que me merezco, un aumentito de sueldo, Don Fermín?
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El pensamiento de las cosas.
Hoy, no pienso. No quiero y no tengo ganas. Hoy, estoy hambrienta de silencio y dormida. Hoy quiero ser un bicho bolita que se cierra y se deja rodar. Por eso hoy las cosas me piensan. La pava piensa que la dejaré silbando hasta que se consuma el agua. El café en la taza que lo dejaré morir de frío y le colocaré tres cucharaditas de endulzante en vez de dos. Hoy, por algún motivo que no advertí, una tostada me sonrió, le devolví la atención haciéndole dos ojitos de mermelada de durazno. No es lo mismo una mirada dulce, que una ácida como la naranja. El espejo del baño piensa que soy la loca más linda que ha reflejado y que mi vida se enreda a diario en mis cabellos. El agua del grifo contiene sus lágrimas porque, hoy, la privo de acariciarme la cara. La ropa, tirada en la silla, piensa cuán vieja se siente y cuenta sus arrugas. Ruedo hasta mi cama que me espera otra vez y me desea. Se ha acostumbrado al calor de mi piel, con sus brazos endebles y rebeldes me cobija. Hoy, es domingo, cierro mis ojos, vivo el silencio y dejo que la casa y las cosas me piensen en mi aparente presencia y en mi aparente ausencia.
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Un Poema En La Garganta O “Quizas Literatura”
Tengo un poema atravesado en la garganta y muchos interrogantes. Hace días que le doy vuelta al asunto y no consigo sentarme a escribir. Aunque ya he aprendido a respetar mi proceso, a observarme, a esperarme, a ir rumeando lo vivido, en este caso, necesito buscar la manera de expresar lo que siento pero sin que él lo sepa. Algo así como un poema encriptado. Surgen algunas ideas, dan vueltas por mi cabeza.
Anoche hablamos, como de costumbre, por horas. No hay tema que no hayamos tocado. Conozco más de él que de mí misma. Cuando hablamos de amor, hablamos de desilusiones, de fracaso, pero también de libertad y de respeto. Siento que ninguna mujer lo amó como lo haría yo. ¡Qué arrogancia de mi parte!. No haría lo que le hicieron ellas. Lo amaría aunque tuviera un miedo tremendo de decírselo, de expresar el deseo de cuánto me gustaría amarlo. Miedo al rechazo, por supuesto. Miedo a que surja algo hermoso y perderlo como he perdido tantas veces lo que amaba. Si, ya sé, qué poco optimista. ¡Qué poco arriesgada! ¡Qué tema para un diván! Pero duele tanto.
En realidad, no quiero escribir un relato o cuento. No es mi idea contar, sino expresarme, declarar. Acaso, ¿son la misma cosa? Y un poema me permitiría hacerlo. Pero cómo decir, sin hacerlo directamente. ¿Cómo encriptar mis sentimientos? Incluso al escribir esto, temo que sepa que hablo de él. No puedo ni nombrarlo, ni decir su nombre. Hoy estuve leyendo fábulas de Esopo. Sería una buena estrategia para ocultarme. Pero, es que, tampoco me interesa dejar una moraleja. Entonces, no sería una fábula, sino una alegoría. ¿Una farsa de mi parte?
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Hace unos días me dijo: “¿no ves la magia?” La magia de nuestros encuentros, de nuestras charlas. Y yo como una boba salí corriendo, metafóricamente hablando. Sólo dije sí. Y cuándo me preguntó: “¿vos qué pensás?” Claro que la veo y la siento, y tengo un poco de miedo, le dije. Para qué lo dije! Eso le dio miedo a él, mi miedo, no le gustó. Percibí en sus palabras, el cansancio de la indecisión de los otros, cuando él es tan libre para todo.
Podría escribir tantas cosas sobre él, de lo que me ha dicho, de lo que piensa, pero no como él lo piensa y siente, sino la manera en que yo pienso que él siente y piensa. Bueno por lo menos no sería tan real. No sería hablar de él, sino más bien, de mí y de cómo lo veo yo. ¡UUuf! Soy como una caracola con muchas vueltas en su anatomía, atascada en la arena y con miles de sonidos y ruidos en su interior.
Ya han pasado dos semanas. Seguí dándole vueltas al tema. Una alegoría sería lo adecuado pero con animales, sólo él sería una persona. Me he documentado. He leído fábulas y recordé la alegoría de la caverna de Platón. He mezclado todo. Él podría ser un viñador que cuida lo que ama y siembra todo el tiempo con su guitarra, las otras, una zorra, todas en una, y yo, un águila. ÉL cuida el crecimiento de las uvas, aunque en algún momento se deja robar, por ella.
Y si, en definitiva, hablo de mí en esta historia. De lo que pienso de las zorras de bello hocico y pelaje casi perfecto. De cómo se siente él seducido por eso y no puede ver lo que realmente importa. ¿Y si realmente, lo ve? ¿Quién soy yo para juzgarlo? En realidad, él es distinto, pero soy yo la que le quiere poner ficción y hacerlas malas a las zorras y a él superficial. Pensé en la figura del águila, con garras y escudos, pero que vuela libre, sobre los viñedos para llamar la atención del viñador. En el fondo, yo sé que llamo su atención porque si no, no me buscaría para hablar durante toda la noche. ¿Pero él sabrá por qué lo hace? O sólo me deja volar, sólo le gusta mi vuelo. Y, como una tonta, pienso que algún, día volará conmigo
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o me dejará aterrizar sobre sus brazos, para sentir su piel en mis garras, que limaré en las montañas para no hacerle daño.
Al final, empecé a escribir:
El viñador, la zorra y el águila.
Sentada junto a la ventana abre un libro y lee… Él es un viñador seducido por el hocico fino y el pelaje espeso de una zorra. Podría quedársela para sí pero prefiere verla libre por los viñedos con la seguridad de su regreso. La zorra se comunica con su cuerpo y movimientos de su cola, el viñador la acaricia, pasan tiempo juntos, se deja robar las uvas, las dulces, las maduras. Pero ella es una fábula que huye a la madriguera con su zorro mientras él la espera. Yo vivo en las montañas, sobrevuelo los viñedos, esperando, alguna vez, encontrar su brazo para aterrizar. Quizás piensa que le haré daño con mis garras, pero acaso ¿no sabe que deseo ser domesticada, que tenga un rito para mí, que me permita venir todas las tardes, y que sepa que me puede acariciar? En su mirada estarían mis alas, en sus ojos haría mi nido.
Suspira tristemente y sigue leyendo… De vez en cuando, dejo caer una pluma, una parte de mí, por si algún día decide elegirme y acompañar mi vuelo… aunque ella se quede en el sabor de las uvas aunque él la recuerde en cada cosecha, yo volaré, volaré, volaré hasta que la olvide.
Ella cierra el libro y lleva a su boca una uvas.
Ya no sentí que era una historia de dos. Bueno, en realidad, nunca fue así, siempre es sobre mí y sobre lo que yo pienso o quiero de él. Una dictadora del destino, quizás, o del amor. Se la leí a una amiga, también amante de la
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poesía, como yo. La entendió perfectamente, no tuve ni que explicar nada. Luego, le comenté a él, que al fin, había salido a la luz lo que tenía atragantado en la garganta y me pidió que se lo enviara, que quería leerlo. ¡Era lo que esperaba! Lo leyó y me dijo que le gustó mucho, mencionó algunas frases que le gustaron, pero nada más. Y entonces, me sentí tranquila, de que no se dio cuenta, que era sobre él.
Mi corrector literario me preguntó si era una fábula para niños y confirmó mi estrategia. Pero destrozó mi poesía. Así que, me tomé una semana más, para ver qué hacía, para que no quedara sólo como una alegoría infantil. Pensé, di mil vueltas sobre la idea porque no quería sacar ni una palabra. Así que se me ocurrió darle un contexto; una muchacha leyendo esa historia, su propia historia de amor.
Anoche, hablé con él, una vez más, por horas. En un momento, recordó la poesía y me preguntó: ¿cuál es la verdadera historia detrás de ese poema?, ¿vos sos alguno de los personajes? Sólo es ficción, le dije. Quizás, literatura.
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Nació un diecisiete
Nació un diecisiete. Esa noche las estrellas marcaron la desgracia. Fueron años de humo y flores, de bastones largos y desaparición de sangre joven . Craver, ya llevaba 20 años escribiendo y los Bee Gees se lanzaban al estrellato con “Deberías estar bailando”. En épocas de calesitas jugó con la muerte montó un caballito, luego en un cisne, y pudo escapar. Para esconderse de las tormentas construyó un castillo con tapas de libros y una escalera de palabras propias. Una voz insistía en buscarla pero escalaba sobre sus cuadernos y se hacía invisible entre las nubes. A medida que iba creciendo guardaba sus pensamientos en una caja, sus sueños en una almohada. No creía en el destino pero el camino se empeñaba en mostrarle siempre las mismas huellas. El año en que Arturo Pérez-Reverte publicaba El capitán Alatriste, en una navidad de hospital, se escuchó un villancico, el arribo de un trineo: llegó el hada de la oscuridad. Así perdió lo único que conocía como amor maternal. Dos años más tarde, en otra navidad, el hada oscura se llevó al único amor que le quedaba. Y por muchos años más la noche nunca la soltó. Caminó a tientas, sola, perdida, la muerte la seducía. Cuatro años de vida perdidos, cuatro paredes blancas, cuatro años de guerras cotidianas, cuatro años en busca de la paz. El dolor le provocó ceguera. Encontró un lazarillo dispuesto a darle amor, caminó con ella hasta Dios. Se hicieron una promesa, se amaron, la amó, la amó, la amó. mientras ella luchaba contra un dragón.
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Anidaron un amor, lo desearon, lo soñaron, lo esperaron hasta que al fin llegó. Un tallo nuevo brotaba de su árbol. Un retoño que los uniría para siempre, al menos, eso pensó. Escalaron montañas altas de frustraciones, de desamores, de lágrimas, de desencuentros. Él estaba exhausto y luego de mucho camino recorrido se marchó. Ella se quedó suspendida en el abismo pero una manito suave la sostenía le sonreía, la buscaba, la amaba, y no la dejaba caer. Pero un día se escapó y llegó al fondo oscuro de la noche que siempre la envolvió. Estaba cansada, abatida, vencida, quebrada. Escuchó una voz, una mano, una mirada, un abrazo, una luz, le susurraron al oído “la respuesta está en vos”. El pozo se llenó de agua, de luna, de estrellas. Desafió a la noche, encontró su propia luz, buceó entre los recuerdos. Se vió a sí misma, se reconoció, se valoró, se consoló se maternó, se sanó, dio el gran salto y otra vez nació. Esa noche las estrellas brillaron a su favor.
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Jade Correa
Nació el 18 de octubre del 2002 en Montevideo, Uruguay. Inmigró a los dos años a Concordia, Entre Ríos y creció como una argentina más. Descubrió el don de la escritura a los quince gracias a su profesora de Lengua y Literatura: Cristela Mautone. En 2018 representó, con mucho orgullo, a su país en la XXV Fiesta Provincial del Inmigrante. Describe a la escritura como su pasión, la misma es tan inmensa que por ello desea algún día poder publicar su propio libro.
Buenas noches
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A Mateo le gusta Paul Anka, lo sé porque lo pone todas las noches, pero sólo una vez, y la misma canción. Se vuelve atemorizante, porque se repite a la misma hora, todas las noches, y porque le gusta a Mateo.
¿A qué hora? A las 3:30, ¿Qué canción? Put Your Head On My Shoulder.
Te llamo y te muestro, me preguntas: ¿Quién es mateo? Y te digo, que es un muerto.
Canto con él, porque me sé la letra, pero la canción es escalofriante, porque le gusta a Mateo.
La canto una vez más, y al cerrar mis ojos él me susurra: buenas noches.
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Esclava
– ¿Y vos? – ¿Yo qué? – Que si vos sos feliz… – A mí no me importa saber si soy feliz, me preocupa el saber que ella no lo es. – Pero a mí sí. – ¿A vos sí qué? – Que a mí me preocupa Miguel, no estás prestando atención a lo que te digo. – Porque estoy preocupado por ella, Luis. – ¿Y cómo sabes que no es feliz? – ¿Acaso vos no la ves cuando vas a casa? Con su mirada triste y como con ganas de matarse todo el tiempo, como depresiva, distante, la veo distinta a como la conocí. – Siempre que voy está sonriente, Miguel, ¿no te estarás haciendo la cabeza? Además, están casados y tienen tres hijos ya. Creo que debe estar cansada, como Marta. – Pero tu mujer es diferente, siempre está bien y alegre. – Igual que la tuya, Miguel. – ¡No, Luis! Mi mujer está distinta, ya te dije cómo. Caé de sorpresa a la casa y vas ver. – Bueno, mañana voy entonces, pero no le digas. Miguel asintió con la cabeza, y se marchó, preocupado por Laura. Al llegar a la casa ella se encontraba como siempre nomás, limpiando la suciedad que entraba cada vez que alguien abría la puerta. Cada vez que ingresaba
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uno de los chicos del colegio con sus amigos. Cada vez que Miguel volvía sucio del trabajo y no se fijaba que su mujer estaba limpiando los pisos. Y así constantemente; día, tarde y noches enteras de profundas limpiezas que ayudaban a aliviar su mente de pensamientos. Eso la tranquilizaba: la limpieza. Pero poco a poco se volvía compulsiva. Quería más. Comenzó a pintar las paredes de diferentes colores, por cada pared había un color. Formando así un arcoíris de preocupaciones, infelicidad y profunda tristeza. Sus ojos pedían auxilio pero nadie los veía. No sabía qué tenía, pero prefería estar así y no joder a nadie más. A las amigas después del casamiento las contás con los dedos de las manos, y Laura no tenía ni una. Sólo conocidas, pero para qué, si todo lo que ella les contaba después terminaban en oídos de todo el pueblo. Al día siguiente se acercó Luis a la casa, Miguel ya lo estaba esperando así que lo hizo entrar y le dijo que no hiciera ningún tipo de ruido. – ¿Dónde está? – le susurró Luis al oído. El silencio en esa casa no existía, ni siquiera por las noches. Ambos se acercaron en puntillas hacia la ventana que daba al patio. Y allí, Luis pudo presenciar la infelicidad en una imagen. La señora que en su tiempo fue una feliz muchacha, ahora era como un trozo más de esa casa. Se volvía invisible y su mirada ya estaba perdida. Estaba cruzada de piernas en esa silla de madera que le había regalado su madre. Cualquiera diría que estaba mirando los árboles de limones, pero no, sólo miraba a la nada. Sin pensamientos pero con deseos de ya no existir. Se había convertido en nada. Un hoyo negro que no escuchaba y no veía a nadie más. Un robot humano. Luis y Miguel sólo se miraron, y de un instante a otro a Miguel se le escapa un chorro de lágrimas. Sin saber qué hacer. O qué decir. O cómo continuar. Y Luis qué va hacer, si apenas puede consolar por las noches a su mujer que ha perdido a más de tres bebés. – ¿La hice infeliz con el matrimonio? – le pregunta Miguel y llora desconsoladamente.
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– No Miguel, no, ya no pienses, andá y abrazala. Entonces Miguel se limpia las lágrimas con su buzo todo sucio de pintura blanca y abre la puerta. Abraza a su mujer por detrás pero ella ni lo nota, sólo sigue mirando y terminando ese cigarrillo para luego prender otro y así terminarse la caja en cuestión de minutos, para luego seguir limpiando.
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En la Habana
¡Ay morocha! Te apareciste de repente, con tus anchas caderas que me llevan a la gloria. ¡Ay morocha! Con tus labios gruesos y tu piel morena, me has dejao en el abismo y no me lanzas ni una cuerda. ¡Ay mamita! ¿O prefieres morocha? Me sonríes y ¡Ay, ay, ay! Se me parte el cora. Te acercas moviendo tus caderas, pienso que a mí vienes pero nunca te detienes. ¡Ay mi morocha! Quiero respirar, un segundo, un minuto, pero me mueves aún más esas caderas, y no me dejas. Qué será de mí cuando ya no vea tus caderas, ni tu vestido amarillo, ni tu pelo rizado. Qué será de mí, cuando ya no escuche los tambores en tus curvas, ni vea tu gloriosa piel negra, que reluce suave esperando a que mis dedos se deslicen entre ella.
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¡Ay mi negra! dígame ahora, si quiere pasar conmigo esta noche hermosa. ¡Ay mi negra! dígame si quiere que el anillo que tiene mi mujer, esté ahora en tu ancho dedo morocho. Dígame negra hermosa, si quiere que mi apellido esté ante que el suyo, dígame usted si quiere ser mi negra.
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Es de locas – Y si – ¿Y si qué? – No sé, ¿qué me estabas diciendo? – Que sos una boluda. – Ah. – ¿Ah? – ¿Ah, qué? – ¿Vos estás bien? ¿Estás tarada? ¿Te golpeaste fuerte? ¿Te pegó en la cabeza tu mamá? – No, es que estoy mirándolo a aquel. – Ahhh, es más importante un chico que lo que te está diciendo tu mejor amiga. – No boluda, aquel, que creo que va a robar ese banco. – ¿Cuál? – Y el único banco que está en frente, pedazo de boluda. – No tarada, ¿cuál tipo? – Se dice “qué tipo”. – Ay es lo mismo, ¿llamamos a la policía? – No, déjalo. – ¡¿Por qué?! ¿Es conocido tuyo? – No, pero quiero ver qué pasa. – Estás chifladita vos, tomate el mate que se enfría. – ¿No vas a insistir más?
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– No, también quiero ver qué pasa. Se chocaron los puños y empezaron a reírse. Especialmente por eso eran mejores amigas, Catalina y Elena siempre terminaban de acuerdo en cualquier cosa que hacían. – Te apuesto que la policía llega en media hora. – Y yo te apuesto a que primero llega la ambulancia. – ¿Te acordás cuando se estaba muriendo mi abuela? No llegó nunca la ambulancia. – Sí, pobre vieja. – Vieja chota. – ¡Ay che! Era tu abuela. – Ni me quería, ¿te acordás cómo me pegaba cuando mi madre salía a trabajar? – Sí, vieja de mierda. – Ves, era la típica vieja de mierda. – ¿Debe estar en el cielo? – pregunta Elena mientras le ceba un mate bien lavado. – Si fue al cielo, entonces los ángeles vieron la lista de cosas que hizo esa vieja y la desterraron como a Lucifer. ¿Apareceré yo en la lista? – ¿Cómo? – Ya sabes, “la vieja chota no paraba de pegarle a Catalina Romero”. – Sos tan estúpida, por eso no tenés novio. – ¿No te duele la cabeza? – No, ¿por? – Ah, porque están bien grandes tus cuernos. Elena se tocó la cabeza y dijo:
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– Ay me quedan divinos, ¿no? – Tóxica igual que la vieja chota. Esperaron para sus apuestas, pero no había llegado ni la policía ni la ambulancia. Después de media hora, habían llegado los bomberos.
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Bailando con el diablo
Mezclaste tus besos con ron en mi boca, me embriagaste para poder llevarte mi alma porque no me puedes sobria. Me dijiste cuánto me amabas, en voz baja para que nadie más que yo te escuchara. No tocaré tu alma me dijiste al principio, se ve que te enamoraste de ella, porque aun así te la llevaste pero no la destrozaste. ¿Para qué la querías entonces? Apuesto a mil soles que para guardarme bajo llave y así no enamorarme de nadie. Para no volver a confiar ni en la palabra que ya está escrita. Abriste mi garganta con tus inmensas manos que tanto me gustan, me la mutilaste y te llevaste mi voz, dijiste que sólo así no podría seducir a nadie más, no como a vos. De mis cachetes con rubor te deshiciste, querías acariciarlos por última vez pero no lo lograste, por tanta ira los desmembraste. Con lágrimas me besaste otra vez, haciéndome caer en un acantilado lleno de filosas piedras. Fuiste por mí, estiraste tus manos pero no quise agarrarte. Me sujetaste de las caderas y me arrancaste la mitad de la piel. Entre sangre y sangre, qué más pude hacer, sólo sonreír empapada de lágrimas.
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Rompiste la ropa que llevaba puesta, la arrojaste al mar y junto a él, mi cuerpo. Mojaste mi cabeza con el agua de mis lágrimas, me bañaste para el final. Al sacarme me pusiste un elegante vestido rojo que me habías comprado, para la ocasión, según vos. Me sonreíste y me besaste, caí sobre tus enormes brazos, y tus lágrimas cayeron sobre mi pecho. Al verlas arrancaste mi corazón, desprendiéndolo de mi cuerpo por completo. Por qué lo has hecho, te pregunto desde el infierno. Por qué me has traído hasta aquí sin mi consentimiento. Porque sabías que al meterte conmigo me llevarías directo, y como no pudiste esperar me arrojaste rápidamente al fuego. Donde mi piel será derretida bajo tu palabra. Donde la sangre que derrame será envasada para crear más de mí. Donde la promesa de haberme cuidado se irá por el lago de los muertos, donde solías llevarme luego de cerrar los ojos. Ahora te observo enfadada y repugnada de tu nombre, porque tu engaño no tiene remedio, porque no sanarás mis heridas ni con una poción que me resucite y devuelva el alma que te llevaste. Sabes de mi enfado y me sacas a bailar,
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tu sonrisa sigue intacta pues sabes que me tienes para la eternidad. Tus demonios nos miran, ellos te envidian, pero como eres el jefe, pues tú mandas, ¿no? Pones un anillo en mi hueso, ¡perfecto! Ahora soy la mujer del diablo. Me quedo aquí, bajo el ardiente fuego que desprende la piel que me queda de mi crudo cuerpo, y el vestido desgarrado por mi marido, aún sonrojada por los halagos del diablo, bailando sin detenerme, hasta que mis pies se quemen y se vuelvan a reconstruir.
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José Bidegain
Nació en Concordia, Entre Ríos, una fría tarde de mayo de 1966. De niño era bonito, ahora es simpático. Ex runner y ajedrecista. Actualmente es árbitro nacional de ajedrez, pasión que comparte junto con la escritura. Ha logrado cumplir todos sus objetivos, menos el de escribir en forma decente. Por esas paradojas del destino, algunos de sus cuentos han sido publicados. Júzguelo usted mismo.
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Como alma en pena Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? –Mateo 27:46 Estamos los tres sentados a la mesa. Graciela preparó el desayuno para dos. Sus ojos café están tristes y enrojecidos, pero ya no hay lágrimas. Sé que no me va a dirigir la palabra, ya lo ha hecho antes. Luisito toma la chocolatada muy despacio, también hay tristeza en su alma. Graciela le acaricia tiernamente los cabellos, mientras le murmura algo. Mi hijo mueve lentamente la cabeza de arriba hacia abajo, como aceptando el consejo y suspira. Su rostro está compungido. No sé qué me duele más, si el hecho de que no me miren a los ojos, o la indiferencia. Al fin y al cabo no soy culpable de nada, yo también soy una víctima. Me levanto muy despacio de la silla, tratando de no hacer ruido. Voy hacia la puerta, necesito salir un rato a caminar y despejar mi mente. Me siento ahogado. En el pasillo me cruzo con Baghira que se espanta al ver que me acerco. Encorva el lomo y eriza sus pelos. Es la forma de manifestarme su odio. Recuerdo cuando lo trajimos a casa, era un lunes. El domingo habíamos ido al cine con Luis a ver El libro de la selva y a la salida me dijo- papá quiero tener un gato negro, y se va a llamar Baghira – La calle esta gris. La gente camina abrigada protegiéndose del frío y para colmo esa llovizna tenue que tanto molesta. Camino sin rumbo fijo, tratando de aclarar mi mente confusa. No siento el frio, ni la llovizna, es como si hasta el clima me ignorara. Paso por una iglesia, pero está cerrada. Dios tampoco está aquí. Un perro me torea, no sé si ponerme contento, por lo menos alguien me gruñe.
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Paso por la puerta de una panadería, aminoro el paso para deleitarme con sus aromas. Mis narices no perciben nada, se niegan a regalarme ese placer. Mi propio cuerpo se revela contra mí. Decido ir al cementerio, al panteón de mis padres; ellos sabrán escucharme. Los extraño tanto... Con la cabeza gacha y las manos en el bolsillo, dirijo mis pasos hacia el campo santo. Voy recordando esa canción que dice “rencor quiero más que indiferencia “, cuánta razón tiene. En un zaguán un abuelo escucha un tango. Desde su viejo combinado el polaco Goyeneche entona…”la indiferencia del mundo, que es sordo y es mudo recién sentirás”. Parece una burla del destino En la puerta del cementerio está el viejo Segovia. Lo conozco, he venido tantas veces… Hasta hace poco conversaba conmigo, ahora ni siquiera me saluda. Paso a su lado casi rozándolo y ni se inmuta. Cerca de la cruz mayor, dos señoras caminan conversando entre ellas. No me dirigen la mirada, yo tampoco lo hago. Al llegar a la cruz, elevo mis pupilas, desahuciadas, suplicantes, hacia la imagen del Señor. La siento fría, distante. Mi Dios, es ahora cuando más te necesito. Por fin estoy en el panteón, levanto mis ojos y veo las tumbas de mis padres. Intento hablar con ellos, busco respuestas, pero solo obtengo silencios. Bajo la vista y mis ojos chocan con una plaqueta nueva que está en la tumba de abajo. Lleva mi nombre, y está ahí desde hace dos días, desde el día en que fallecí. Caigo de rodillas y mirando al cielo, vocifero con lo poco que me queda de fuerza- ¡Señor no me abandones!Lo único que recibo a cambio es la más grande de las indiferencias… la de Dios. LA TRISTEZA DEL GENERAL
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Desaparezcan de entre nosotros los tres inicuos Carrera. Júzgueseles y mueran, pues lo merecen más que los mayores enemigos de América- Bernardo O`Higgins. El carruaje se desplaza lentamente, por las calles empedradas de París. Dobla por un boulevard rodeado de cedros. A los pocos metros el cochero tira de las riendas y el percherón detiene su paso. -Aquí es Monsieur, Michaudiére 347Del interior del carruaje descienden dos hombres: el General y su edecán, Eusebio Soto Luego de cobrar su servicio, el carruaje se aleja cansinamente, mientras ambos hombres ingresan al edificio. Una fastuosa escalera con una estatua de león a cada lado parece darles la bienvenida Es el prestigioso colegio Montesquieu, para jóvenes sudamericanos. Adentro lo está esperando uno de sus fundadores, Leandro Fernández de Moratín, quién a la edad de 70 años, ha abandonado las letras y dedica sus últimos años a la docencia. Luego de los rigurosos saludos, el director reúne a los jóvenes pupilos en el patio central, para que conozcan al General. Son argentinos, chilenos y peruanos, algunos de ellos hijos de reconocidos patriotas. El General los saluda uno a uno, con una mezcla de prestancia y humildad. Los jóvenes no pueden ocultar su emoción. Especialmente los chilenos, se sorprenden al comprobar la buena memoria del General, que recuerda a la mayoría de sus padres. Solar, Lastra, Toro, Larraín. Hasta que le llega el turno al joven Vicente Pérez Rosales, hijo de un entrañable amigo del General, que falleciera durante su estadía en Chile. -¿Qué se decía de mi cuando usted salió para acá? ¿Se acordaban del ejército de Los Andes?- preguntó el General - Hay acontecimientos que no pueden ser olvidados- respondió el joven -¿Me quedan algunos de los amigos sinceros que dejé al salir?
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El joven Vicente baja la mirada y luego de dudar un momento contesta: -A la caída de O’Higgins, sus amigos se llamaron a silencio. Así como él tiene sus enemigos, tampoco a usted le faltan. No son pocos lo que le atribuyen a usted la bochornosa muerte de los Carrera. Y también se pone en duda la transparencia en su administración de los fondos.El General apoya la cara entre ambas manos, una gran tristeza le invade el alma. Eugenio Soto se le acerca, sin saber bien que hacer, el ambiente se pone un tanto tenso. Una andanada de recuerdos cruzan por su mente. innumerables veces fue víctima del odio y del rencor y nunca se tomó revancha, ni pagó con la misma moneda. Salvo quizás aquella ocasión en que sus hombres fusilaron a los Cabrera. No fue ira, porque ésta es efímera, pero si tal vez algo de rencor hacia personajes tan nefastos. Su conciencia siempre se lo recordará. El General levanta su rostro y sin perder un instante la compostura, apoya paternalmente su mano en el hombro del joven, se dispone a relatar los hechos ocurridos en el país transandino. Sin proponérselo, ha acaparado la curiosidad de todos los pupilos. Los hermanos Carrera eran revolucionarios de la peor calaña, amparados por las fuerzas militares. Contaban en su haber con varias sublevaciones y derrocamientos, con más fracasos que aciertos. Actuando siempre con intereses egoístas y ambiciosos y para colmo de males, sin ideas de gobierno, habían hundido al país en un desconcierto. Al desalojar el General a los realistas de Chile, éste pasó a ser su enemigo. Un mutuo rencor comenzó a forjarse entre el General y los Carrera. Intentaron aliarse con los Pehuenches, pero éstos los terminaron entregando a los criollos del ejército de los Andes. Lograron fugarse, pero fueron atrapados al otro día por el entonces coronel Las Heras. Los soldados deciden fusilarlos y dejar los cadáveres a la vera del camino, para que sirvan de escarmiento. El general describió minuciosamente todas las penurias y sinsabores, que les acarrearan estas infames personas, en su corta pero intensa estadía en
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Chile. Se esforzó en hacerlo de la manera más objetiva posible y por último les dejo estas palabras: -Jóvenes, el enojo es un sentimiento fuerte, pero pasajero. El rencor en cambio es peligroso por su persistencia en el tiempo. No permitan que éste habite en sus corazones.Y mostrando sus ropas desgastadas y sus guantes algo amarillentos acotó -En cuanto a mi honradez…a la vista está-
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Lorena Luna
Lorena nació en Entre Ríos en el año 1978. Desde muy pequeña se sintió llamada a escribir sobre los sentimientos. Siente la escritura como una suelta de emociones. Es maestra de escuela primaria y desde su rol docente participa en proyectos para promover el hábito de la lectura en familia. En el verano de 2018, publicó sus poesías en la columna literaria del Diario "El Heraldo". Su entusiasmo la ha llevado a participar del Ciclo "Lecturas en el Vagón", organizado por la Comisión Amigos de la Feria del Libro de Concordia. Se describe apasionada en todo lo que hace. Este año participó en una antología, publicando algunas de sus poesías.
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No te extraño Ni las tardes en que andábamos por caminos que solo nosotros conocíamos, para luego tirarnos cansados de cara al cielo. Ni las carcajadas interminables, cuando arrojábamos piedras al río con todas las fuerzas para ver quien llegaba más lejos. Ni el calor que dejaba tu cuerpo sobre las arrugas de mis sabanas. No te extraño. Sigo mirando el cielo mientras acaricio la tierra con mi pelo, sintiendo la misma fuerza con la que lanzaba las piedras para decir desde mi que la piel fue muriendo al mismo tiempo que se gestaban mis alas.
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Sobrevivir Fragmentar el dolor en dos pedazos, pasar por el medio y sentir el vértigo gritando en el pecho. Amordazar el miedo que te respira en el cuello con los retazos de sueños que por algo quedaron al alcance de la mano. Dejar que el tiempo lama enteras y de a una las heridas que él mismo fue capaz de labrar con su propia daga. Conjugar el verbo creer en todos los tiempos y modos, aún cuando haya piedras en la garganta, aún cuando haya agua en los ojos y cargar la cruz.
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Eternidad
Hay papeles que saben ser cobijos de historias que han sido capaces de penetrar, de fecundar y engendrar un pacto para sobrevivir en el tiempo. No buscan enmendar espacios rotos, solo ambicionan quedarse aunque se arranquen una a una las pรกginas en donde fueron escritas.
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Introspección Recorrí mí adentro, me caminé despacio entrando en cada uno de los rincones y me vi. Lloré como un niño cuando no encuentra lo que busca, yo tampoco podía encontrar lo que era mío. Había hambre, sed, cosas rotas, otras desordenadas y unas cuantas más inmersas en el olvido. Mis rodillas resecas golpearon el piso, acomodé lo suelto, remendé los pedazos y reparé las faltas. Con las rodillas aún dobladas, beso la frente curtida
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de cada partícula que sobrevivió en la inmensidad de este caos. Me regaré con el agua de mis propias lágrimas y renaceré como la tierra con el agua de lluvia que deja la tormenta.
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Fortuna Como abrojos que se clavan en el cuerpo, llevo los momentos en los que me despojo, dejando caer sobre la mesa lo que aún me queda, me percibo como un mendigo que cuenta sus monedas.
Con lágrimas usadas por el dolor que causa la misma nada, tomo distancia.
Y me encuentro cara a cara con lo que de pronto es magia o una puerta justo bajo tus ojos, que se abre de par en par, tu sonrisa, la fortuna que me salva, una vez más.
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Herida
Muda, huérfana de las respuestas que no supieron hacer otro camino que el de romper aún más que la carne.
Tácita, hambrienta de las verdades que cuelgan del tendedero del tiempo como harapos rasgados y amarillentos que ya no sirven de abrigo.
Herida… que todavía busca, que todavía espera, no sólo por la piel abierta, no sólo por el dolor descarnado, sino porque es la puerta por donde la vida se me está yendo despacio.
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Duérmete Hoy no tuve ganas de vestirte, dejé que anduvieras por toda la casa como viniste al mundo.
Corriste descalza, tus carcajadas retumbaban mientras saltabas en mi cama y rayabas las paredes blancas.
Saliste al patio llevándote todo por delante, hasta quebraste los tallos de los últimos brotes.
Antes de que pudiera decirte algo, con una inocencia falsa te acurrucaste en mi pecho quedándote rendida.
Mientras yo me descubro siendo la manta que te abriga
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y la cuna que te mece, tu arrancas mis lĂĄgrimas una por una.
Algunas mueren indefensas en las manos que te acarician la frente y otras en la boca que te implora que duermas pronto‌ tristeza.
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Marta Fabiola Müller
Misionera por nacimiento y entrerriana por adopción. Nació el 27 de abril de 1967 en Posadas (Misiones). Vivió sus primeros tres años en Pindapoy, una estación de ferrocarril en zona rural de la localidad de San José (Misiones). Desde 1970 reside en la ciudad de Concordia (Entre Ríos). Cursó sus estudios primarios y secundarios en el Colegio San José. Luego obtuvo el título de Analista Programador en la Universidad de Entre Ríos. Tiene 2 hermanos. Está casada desde 1988 y tiene 2 hijos. Sus primeras incursiones como escritora datan de su época de escuela secundaria. Una fue en 2º año con una participación grupal en el Concurso de Poemas Ilustrados organizado por la Comisión de Cultura de Concordia, obteniendo el 2º premio con la Poesía “Libertad al viento”. La segunda fue en 4º año cuando obtuvo el 3º premio en el Concurso “El futuro del sur argentino”, organizado por el Circulo El Hornero. En 2018 fue invitada por el GELig (GRUPO de ESCRITORES de COLONIA LIEBIG) a participar del libro ANTOLOGÍA LITERARIA I, retomando así su afición con la publicación del cuento EL CABALLO, LA PROMESA Y EL RÍO. En 2020 participa del libro ANTOLOGIA LITERARIA II del GELig con tres textos: JULIE & JOHANNES (relato histórico basado en la vida de sus bisabuelos), MI PARTE PARK (biografía no autorizada) y ALMAS EN DESPEDIDA (cuento).
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RITA Lo vio y se frenó en seco. Calculó que a pesar de no tener más de una veintena de años, los había vivido intensamente, a juzgar por su avejentado aspecto. Sin proponérselo, Rita empezó a adivinar su pasado. Lo imaginó de muy joven, yendo al exterior en primera clase. A su regreso, una corta estadía con sus pares, en una morada llena de humedad. Un viaje al sur en colectivo. Un camping con antecedentes de hantavirus y otras hierbas. Largas noches entre hippies, artesanías y mantas compartidas. —“O tal vez, una temporada en el Alto Valle, rumbeando para Santiago al terminar la cosecha”. Se lo imaginó frecuentando bares y casinos. Y hasta sumergido por accidente en las calientes aguas de la pileta de un hotel en Río Hondo. —“El imprudente juego de aquellos adolescentes podría haber desvanecido su existencia. Pero no, se sobrepuso una vez más” —dedujo, mientras lo imaginaba pasando por las manos de varios oficios: mozo, taxista y hasta albañil. En ese momento, Rita creyó oír una voz de mujer que le hablaba. Parecía lejana. No le prestó atención. Su mirada seguía fija en él. Parecía cansado. —“De seguro, anduvo también recorriendo el norte en camión” —seguía esbozando hipótesis. Imaginó largas jornadas ardientes de verano, compartiendo el sudor propio y ajeno. Mas de una noche en una whiskería. —“Y más de una madrugada en la guardia de un hospital” —conjeturó. —“O tal vez el hambre lo llevó a las villas, y anduvo enredado con las cocineras, las de los comedores y también las del paco” —fabuló. De pronto, la voz volvió a sonar lo suficientemente fuerte como para que Rita le prestara atención. —Señora, su vuelto —dijo por tercera vez la cajera. Recién entonces, levantó la vista, miró a su alrededor y notó varias miradas impacientes que asomaban por encima de sendos barbijos. —“¡Claro!” — recordó Rita de pronto—. “Y ahora también ¡el coronavirus!” —Guárdate nomás el vuelto, m’hija —murmuró mientras enfilaba presurosa hacía la puerta sin amagar siquiera a tocar el ajado billete de veinte pesos que la muchacha había dejado allí, justo al lado del ticket.
LA DECISION DE MARIE
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Marie no hablaba mucho. Sus temas de conversación eran simples: lo cotidiano, la familia, las fechas de los cumpleaños… Y un par de recuerdos puntuales de su niñez. Algunos correspondían a su primera infancia, allá en la lejana Europa. Tiempos felices, despreocupados. Calor de hogar, con sus padres, su hermano mayor y su hermanita menor. Exactamente un año y medio la separaba de ambos. —“Precisión de relojero” —solía jactarse su padre, orgulloso de su profesión y de sus tres hijos. Marie nació en tiempos de la Gran Guerra, la de 1914. No guardaba registro de esos años ni de los tiempos difíciles de la postguerra. Sus padres se aseguraron de que esos temas fuesen invisibles a los niños. Pero lo cierto es que el trabajo escaseaba. Pocos estaban en condiciones de hacer arreglar su viejo reloj, mucho menos de comprar uno nuevo. La actividad pasó a ser absolutamente prescindible. A pesar de ello, su padre nunca perdió la templanza. Marie lo recordaba amable y de buen carácter. —“…y también era bombero voluntario” —solía acotar con legítima admiración. La comida también escaseaba. El gobierno repartía tickets que, luego de hacer largas filas, podían ser canjeados por raciones de pan y algunas legumbres. —La salud de Marie no es buena, debe comer más o no podrá caminar —dijo un día el médico—. Llévenla también a los baños termales para fortalecer sus piernas. Esto, al vivir a pocos kilómetros de las termas de Baden-Baden, parecía ser más factible que mejorar su nutrición. Su madre, igualmente, encontró una forma. Aquel día, prácticamente, dejó de comer. Disimulaba sirviéndose medio cucharón en un plato más pequeño mientras que destinaba el resto a reforzar, discretamente, el plato de la niña. Nadie, ni siquiera su esposo, se percató de ello jamás. —Me gustaba mucho ir a esos baños termales. Era un lugar increíble. Había un enorme edificio que parecía un palacio con piletas y jardines llenos de flores —seguiría contando Marie muchos años después a sus nietas—. El agua era caliente. —Y salada —agregaba con la picardía de quien la había probado a pesar de estar prohibido.
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—Cuéntanos más, abuela. —En invierno —proseguía entonces Marie—, cuando había tormentas de nieve, mamá se sentaba junto a nosotros a leernos cuentos. La madre de Marie, en el afán de mantener a sus hijos abrigados junto al calor de la estufa, releía esos cuentos todas y cada una de las veces que se lo pedían, mientras ellos se deleitaban con las ilustraciones. Todas eran bellísimas. Todas menos las de un libro que habían encontrado en una ocasión al fondo de un cajón. En su tapa había un muchachito con uñas y pelo muy largo. Cuando los niños lo abrieron para hojearlo, Marie cerró los ojos, espantada, y buscó refugio debajo del delantal de su madre. —¡Un hombre con una enorme tijera le cortó los dedos! —lloraba desconsolada. —Está haciendo frío. Voy a avivar el fuego —dijo su madre, apartándola suavemente. Tomó un poco de leña y la echó a la estufa. Y lo mismo hizo con el libro. Marie no hablaba mucho, pero disfrutaba enormemente compartir esos preciados recuerdos con sus nietas. —En verano, íbamos a pasear por el bosque —seguía contando, haciendo referencia a la lindante Selva Negra—. El bosque donde se había refugiado Blancanieves —agregaba, dejándolas más fascinadas aún. Después de eso, llegaba a un punto donde las emociones desaparecían por completo de su relato para terminar diciendo, escuetamente, que su mamá murió cuando ella era muy pequeña, que su papá se volvió a casar y que entonces tuvo un par de hermanitos más con los que podía jugar a la mamá. —Era como tener muñecas de verdad, solo para mi —contaba como última y simpática anécdota. Sus nietas seguían demandando más historias. Historias felices que ella ya no tenía, así que recurría a los libros de cuentos. Sin embargo, cuando tocaba el turno de La Cenicienta, afloraba, implacable, el más penoso de los recuerdos de su propia infancia. Mas doloroso aún que la
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muerte temprana de su madre. Su madrastra, al igual que la del cuento, terminó mostrando su verdadera cara. —Ella quería solamente a sus hijos propios. A nosotros tres, no. Nunca nos cosía ropa, ni nueva ni linda. Tampoco nos dejaba comer en la misma mesa. Y mi papá estaba muy ocupado para darse cuenta de ello —comentaba, con más tristeza que rencor. La madre de Marie, efectivamente, había fallecido de forma inesperada cuando ella aún no había empezado la escuela. Marie casi no tenía registro de ello. En 1920, la muerte no se le explicaba a los niños. Ella solo se recordaba a si misma, con su hermanita de la mano, escondida detrás de la puerta de una habitación vacía, con una cama en el medio donde yacía su madre. Después, el lugar se fue llenando de gente. Gente que luego se fue, llevándose a su mamá. La sala volvió a quedar abrumadoramente vacía. Su padre y su hermano también se habían marchado. El silencio zumbaba en sus oídos. Sintió que la pequeña Sofie se aferraba aún más a su mano. Fue entonces cuando quitó la mirada de aquella cama vacía y notó que no estaban solas. Luchs, el perrito de suave pelaje blanco, permanecía apostado junto a ellas, dispuesto a ahuyentar tamaña soledad. La vida continuó. Poco tiempo hizo falta para que su padre prefiera que sus hijos sean criados por una madrastra en lugar de crecer como huérfanos. Una coqueta dama, desesperada por conseguir un marido que la mantuviera, se esmeraba por parecer la candidata ideal. Dos años antes había fracasado en su intento de casarse con otro viudo del cual, sin embargo, le quedó un hijo. Madre soltera, casi desahuciada, redoblaba sus esfuerzos para conquistar al nuevo viudo. Su plan funcionó. En menos de un par de meses se había casado con él. En principio, Marie y sus hermanos estaban felices. Tenían nueva madre y hasta otro hermanito. Amén que nueve meses después, nació también una niña. La madrastra se había asegurado de quedar prontamente embarazada para sellar ese matrimonio con hijos propios. Por esos años, la delicada situación económica europea hizo que la familia emigrara a Sudamérica en busca de mejores posibilidades, lo que finalmente tampoco sucedió. De todas formas, a Marie eso no le importó.
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Ni siquiera el viaje de tres semanas en barco a un lugar fantástico al que todos querían ir generó expectativa alguna en ella. Tenía diez años pero nada cambiaba en su pequeño mundo. —¿Ir a la escuela? ¡Qué ocurrencia! ¡Alguien tiene que ocuparse de la casa y trabajar en la huerta! —sentenció la madrastra—. Además ¿quién cuidará a los niños y al bebé? —agregó refiriéndose, obviamente, a los propios y a uno más que venía en camino.
Marie no era de tomar decisiones.
Corrían los años en que Marie se había convertido en una rozagante joven. Siempre rubia y de ojos claros, sin rastros del ancestral origen español de su madre. Ya no era una niña. Sin embargo, aún no decidía sobre su vida. Antes de cumplir los quince, alguien decidió que trabajara como criada en la casa de una familia conocida. Sería lo mejor para todos. —Una boca menos que alimentar —argumentó la madrastra al tiempo que buscaba donde ubicar también a Sofie, su otra hijastra. En aquella casa Marie debía lavar, limpiar y cocinar. Sabía hacerlo y estaba acostumbrada. Eso no era problema. Pero, los primeros días se sintió casi tan desamparada como Hansel y Gretel, los niños del cuento cuya madrastra convenció al padre de abandonarlos en el bosque para no tener que alimentarlos. Con el correr de los meses, sin embargo, sintió que su trabajo era valorado. En la casa no había aún niños para cuidar así que al final del día podía descansar en su pequeña habitación despojada, pero tranquila. —Y estás lejos de la vieja bruja —le hizo notar un domingo su hermana. Si bien era menor, Sofie siempre había sido más madura, más consciente de la realidad. Además, la rebeldía de la adolescencia estaba aflorando en ella. No tenía reparo alguno en apodar la vieja bruja a aquella
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desagradable mujer con la que su padre se había vuelto a casar. Marie se escandalizaba cuando la escuchaba. Le parecía una falta de respeto. —No seas tan ingenua —le reprochaba cariñosamente su hermana—. Ella simplemente quería que cuidaras a sus hijos, te usó como niñera de tiempo completo y cuando ya no hubo más pañales que lavar, se deshizo de ti. Marie sabía que Sofie tenía algo de razón, pero el resentimiento no nacía en ella. Fue en esos tiempos tranquilos de su juventud que Marie protagonizó aquella historia, una de las más importantes de su vida. Única y apasionada. Intensa. Al punto de dejar su impronta en cuerpo y alma. Sin embargo, la desesperante fragilidad de los hechos, empujados por las circunstancias y la voluntad de la Sra. Von Stephan, la dueña de casa, hicieron que esa historia se convirtiera en el recuerdo más prohibido. Marie debió prometer que no se la contaría a nadie. Jamás. A sus dieciocho, guardar un secreto para siempre no le pareció difícil. Así que no se lo dijo ni a su hermana y se lo olvidó. La trascendencia de lo ocurrido le pasó, por entonces, desapercibida. Fue la misma Sra. Von Stephan quien también le encontraría un marido. En secreta reunión de comadronas eligieron el candidato: un inmigrante alemán, casi diez años mayor que ella, soltero y con cierto apuro dado que su última novia había decidido casarse con otro. Y de eso hacía ya más de tres años. Así que para la joven Marie, dónde y con quién vivir seguiría siendo decisión de otros. De la misma manera fue aceptando la llegada de cada uno de sus hijos, a los que, a pesar de la pobreza, trató siempre de criar lo mejor posible. Era buena y generosa con ellos, aunque cariño era casi lo único que tenía para brindarles. Marie no era de tomar decisiones. Sin embargo, a lo largo de su vida, intentaría un par de veces huir de situaciones de violencia doméstica. Pero eran tiempos en los que ni la sociedad, ni las leyes ni la propia familia respaldaba el abandono del hogar. —“Su marido es un buen hombre, sólo tomó un par de copas de más” —decían todos, dando por terminado el tema. Así que las pocas iniciativas desesperadas que Marie lograría tener
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en su vida, terminarían siempre siendo aplacadas por la voluntad de alguien más. Y así, cincuenta y cinco años pasaron. Hasta que al enviudar, las decisiones las tomaron sus hijos. Se mudaría lejos, a la gran ciudad. Lejos de sus vecinas, de sus amigas. Pero esa vez, el desarraigo marcaría el comienzo de un tiempo de bonanza. Merecido. La vida junto a su esposo no había sido ni tan fácil, ni tan dichosa. Sobrellevada apenas gracias a su innata abnegación.
Decisión tomada.
Una plácida tarde cualquiera, estando Marie en la casa de su hija mayor, la televisión captó su atención. —Uno no olvida lo que quiere, o lo que le sugieren. El olvido es bastante más caprichoso que eso —decía un entrevistado. El hombre seguía hablando pero ella, de repente, se sintió inmersa en un denso silencio. Intempestivamente el viejo secreto aquel, el que tenía carácter de olvido forzado, asaltó sus pensamientos con fuerza arrolladora. La verdad negada y callada por años habían horadado finalmente aquel viejo mandato. Rápidamente se transformó en el único pensamiento posible. No oía, no veía, apenas podía respirar. Finalmente, en algún momento, su mirada perdida hizo foco. Se percató de que ya había oscurecido. Se levantó. Sus piernas un tanto temblorosas la llevaron igualmente hacia la cocina donde su hija estaba preparando la cena. Y casi como si preguntara qué iban a comer, con pocas palabras y un tono que se tornó afligido pero sin altibajos, se lo dijo: —Tu papá, no era tu padre en realidad. —Y enseguida agregó—: Yo no sabía lo que estaba sucediendo. —Sonó como una justificación— . En 1930 no nos explicaban esas cosas a las muchachas. Volvió a sonar como una justificación. Sin embargo, era cierto. Tan cierto como que su propia madre, en 1910, tampoco sabría lo que estaba sucediendo cuando a los dieciséis alguien decidió que se casara con
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un hombre, diez años mayor que ella. Pero había una diferencia. Su madre estaba casada. Ella, no. No era una diferencia sutil. Era una diferencia contundente. Social, moral, religiosa y económicamente contundente. Capaz de condicionarla tanto a ella como a la criatura por nacer por el resto de sus días. —Por suerte, apareció ese buen hombre, se casó conmigo, te dio su apellido y te trató como una hija más —Fue todo lo que pudo decir en ese momento. La culpa y la vergüenza no daban tregua. Su corazón seguía latiendo muy fuerte, como en un frenesí acusador. Sin embargo, la decisión había sido tomada. Marie decidió hablar. Y lo hizo. De a poco el miedo fue cediendo lugar al alivio que brinda lo irreversible. La verdad, sin embargo, no fue bien recibida por su hija. Tampoco la sorprendió demasiado. La confesión de su madre no hacía más que confirmar su más íntimo temor. Un temor que dolía en el pecho vaya a saber desde cuándo. Tal vez desde aquella ocasión en la que para lograr una copia de su Partida de Nacimiento se vio obligada a deambular por distintos Registros porque parecía ser que no existía. Que ella y su vida no existían. Finalmente, la Partida apareció. Salvo el nombre de su madre, casi todos los datos estaban enmendados. —En el campo, eran frecuentes ese tipo de errores —fue la respuesta que recibió en aquel momento, subestimando burdamente su inteligencia. Parada allí, en medio de la cocina, superado el estupor inicial, clavó la mirada en los ojos de su madre, y con la boca muy seca, logró disparar la pregunta obligada: —¿Quién…? Marie no pudo responder. No es que no quisiera, realmente no lo sabía. Casi 60 años atrás una señora a la que creía deberle doble respeto, por ser mayor y por ser su patrona, tomó la decisión de que ese nombre, su apellido y su historia se borraran para siempre. Y así lo hizo Marie, sumisa como siempre.
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En los años venideros Marie trató de contar lo que ya no era un secreto a sus otros hijos y, por fin, también a su querida Sofie. Desde el momento que la madrastra las había apartado del hogar, la vida se ocupó de poner entre ellas bastante distancia y poca oportunidad de viajar. Sin embargo, ni eso ni nada melló jamás su amor fraternal. Incondicional y sin reclamos. Ellas eran familia. Como siempre, Marie le escribió una de sus cartas. Esas donde primaba su voluntad de comunicarse por sobre su precaria alfabetización. —“Era buen mozo, alto, rubio, de ojos claros, tenía una frente ancha y el pelo corto peinado hacia atrás. Y se fue…” — Esos eran sus únicos y frágiles recuerdos resquebrajados por los años y aplastados por el peso del secreto. Era curioso, no recordaba ni su nombre, pero recordaba su apariencia. —“Era muy parecido a papá” —dedujo enseguida su hermana, con esa sagacidad que a Marie no dejaba de sorprenderle. Parte de la familia interpretó lo escuchado como una anécdota más. Otros se ofuscaron con el desconocido asumiendo que hubiera sido abandonada, o peor aún, abusada. Algunas personas, las menos, le dieron una importancia casi cruel, ya sea porque se sintieron engañadas o con vergüenza. O ambas cosas. Y hasta tiñeron su trato habitual con cierto desdén, haciendo incluso resentir el amor filial que había primado entre ellas hasta ese momento. Lo cierto es que la incertidumbre iba a quedar sobrevolando siempre la memoria familiar. Incertidumbre por la identidad del hombre. Incertidumbre por la naturaleza del hecho. — “¿Habría sido producto de un abuso? ¿Abuso de un adulto hacia una menor? ¿Habría sido un familiar? ¿Habría sido un patrón deshonesto?” —Marie no daba más explicaciones, ni denotaba la intención con la que habría quebrado el secreto. En realidad, casi nadie le preguntaba sobre el tema. Eran aquellos quienes habían decidido cubrir el misterio con un manto de piedad.
Decisión honrada.
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—Sra. Paulina, mire lo que encontré como escondido en la contratapa del mueble. ¿Será importante? —dijo el pintor y le entregó un viejo papelito doblado en varias partes. La dueña de casa lo fue desdoblando con mucho cuidado. Estaba muy ajado. A duras penas pudo ver que era un manuscrito a lápiz. Buscó los anteojos y buscó luz. Lo primero que notó fue una letra caligráfica fluida y armónica. Casi hablaba por si sola. —Marie: Que sus ojos transparentes encuentren justicia a través de la vida. Son los deseos de un humilde, aunque sincero, admirador de los tantos que ya debe tener. Otto. 21 de marzo de 1932 —leyó en voz alta, mientras traducía del alemán. Su emoción hizo que el hombre la mirara intrigado. —Marie era mi abuela…. y… 1932… —hizo un rápido cálculo mental—. Esta nota es de cuando ella era muy joven… y puede que sea de un hombre del cual nos habló un tiempo antes de fallecer. De esto hace ya más de 20 años. —Señora, acá hay otra cosa, parece un trozo de cartulina — interrumpió el comedido. —Parece ser la foto de un documento —dijo ella mientras la desdoblaba. Efectivamente. Lo era. A pesar de las marcas del doblez, se veía que era un joven apuesto, bien vestido, de ojos claros, con pómulos marcados, frente amplia y abundante cabello rubio peinado hacia atrás. Inconscientemente vinieron a su mente los rasgos de su tía, la mayor de todas. —“¡Creo que lo encontré abuela!” —Sonrió para sus adentros. Sentía que su corazón sacudía su pecho. Ella era una de las nietas de Marie que, como al pasar, la habían escuchado contar su verdad. Pero, al igual que todas las demás, nunca se sintió habilitada para hablar del tema. Sin salir de su asombro, algo se activó en su memoria. —“Yo vi esta foto antes, en algún lado” —se decía mientras encendía su computadora. Y ahí buscó. En un blog de escritores donde había estado
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leyendo un tiempo atrás un par de interesantes cuentos. Si su memoria visual no le fallaba, ese hombre era uno de los autores. —Lo recuerdo bien porque su foto estaba en sepia, como la de un pasaporte antiguo y su biografía daba cuenta de una intensa y rica historia de vida, salpicada de aventuras en las selvas, montes y bañados del Gran Chaco donde se habían inspirado sus cuentos y que fueran publicados justo antes de fallecer… de esto hace… —seguía hablando en voz alta mientras buscaba—. ¡Aquí está! Hace más de 30 años. Leyó un poco más en silencio y cayó en la cuenta que ese hombre debía haber tenido casi la misma edad que su abuela. Ni el olor de la comida que dejó quemándose en la cocina lograba sacarla de su asombro. —“Parece haber sido una historia de amor, no de abuso” —pensó con renovada emoción. Con más razón quería saber más. Y para eso, ya tenía una buena pista sobre su identidad. Y una forma de contactarse. Internet era buena para eso. Y lo hizo enseguida. Luisa, una de las hijas del escritor, también respondió prontamente. La vida las estaba cruzando de manera muy extraña. Ambas entendieron que era por algo. Así que ahí estaban, conectadas por mail, tratando de robarle al olvido esa historia. Luisa aportó el único dato que vino a su memoria. Sabía que en una oportunidad, su padre le había confiado a alguien que siendo aún soltero, muy joven, y habiendo llegado a la Argentina desde su Alemania natal, había tenido un romance con una bella inmigrante alemana, unos dos años menor que él. No más que eso, pero suficiente para dejar en evidencia que guardaba ese amor juvenil entre sus recuerdos privilegiados. —…y siempre conservó también una duda… —agregó en otro mail. Es que ni Otto ni Marie conocieron jamás los hechos que marcaron el final de su romance: una conspiración pueblerina teñida de prejuicios por el fruto de ese amor juvenil que tuvo lugar en aquellos tiempos.
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Otto, era un joven alemán que venía de la misma región que Marie. Ella quedó deslumbrada ni bien lo vio llegar. —“Es tan apuesto, tan elegante y tan gentil” —pensó para sus adentros cuando, el primer día, le sirvió la comida Pasaban los días, él era amable con ella. Comenzó a decirle lo bonita que era. Nadie le había hablado así antes. Nadie le había escrito notas de amor como las suyas. Además, él le contaba historias, historias fascinantes. Su cuarto estaba lleno de libros. Un día, mientras ella les quitaba el polvo, se topó con uno que, inconscientemente, la retrajo a su más temprana infancia. Era el libro del muchacho con las uñas y el pelo largo que tanto miedo le había dado de pequeña. Él notó su gesto y se rio. —Es un libro que me leía mi niñera cuando me portaba mal —le dijo. —Si, pero es muy feo —respondió ella. A él le volvió a causar gracia. —Mi madre siempre me decía que su bisabuelo lo había escrito para que sus hijos aprendieran a portarse bien —comentó él, guardándolo nuevamente en la estantería. Marie no daba crédito a lo que acababa de escuchar. Él había traído también un lote de libros de poemas. Los de Schiller, eran sus favoritos y se los sabía de memoria:
—“ Dime, amiga, la causa de este ardiente, puro, inmortal anhelo que hay en mí: suspenderme a tu labio eternamente, y abismarme en tu ser, y el grato ambiente de tu alma inmaculada recibir.” En ese punto se interrumpió y, sin más, la besó. Marie no lograba entender la poesía de esos versos, pero no hacía falta. Su corazón latía muy fuerte
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cada vez que lo veía. Y mas fuerte aún cuando él rozaba su mano o su rostro. Y, en ese momento, hasta su alma, realmente, pareció cobrar vuelo. Y, entremedio, él le contaba detalles de su vida. Que a los catorce, después que falleció su padre, su rebeldía y un par de amigos lo llevaron a afiliarse al partido político que se oponía al gobierno. —Con los muchachos fuimos a la plaza, bajamos la bandera imperial y la quemamos —se ufanaba. Lo que él no sabía era que justamente por ese agravio estuvo a punto de ser detenido y que de no haber sido por las influyentes amistades de su aristocrática familia materna, estaría cumpliendo una condena en Europa en lugar de estar allí, contándoselo. Su preocupada madre, en el afán de salvaguardar la libertad e integridad de su único hijo varón, consideró como la mejor opción sacarlo momentáneamente del país. Así, con sus dieciocho años por cumplir, una mensualidad mínima asegurada, cuatro maletas cargadas de libros, su pasaporte y un pasaje de barco con destino al Puerto de Buenos Aires partió el joven, más que entusiasmado con aventurarse en las tierras de Sudamérica de las que tanto había leído. Viajó en compañía de la Sra. Von Stephan, una amiga de confianza de su madre y a quien ésta le había otorgado la tutela de su hijo. Era por eso, justamente, que estaba hospedado allí. Pasado casi un año, en el atardecer de un caluroso día de verano, él le dijo que a la mañana siguiente volvería a Europa para terminar sus estudios de periodismo. Sería sólo por un par de meses y regresaría. A ella le tomó de sorpresa. Se le encogió el corazón. Él la rodeó con sus brazos hasta devolverle la calma. Acarició por unos instantes su larga cabellera. Tomó su rostro y la besó suavemente. La abrazó otra vez más. Abrazo de despedida. Largo, intenso. Le prometió volver. Palabras de amor. Promesas de amor. Y más besos. La tarde se desvanecía sin remedio. Schiller volvió a su mente:
— “¿…Tú también como yo? Sí, tú has sentido en el pecho el dulcísimo latido
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con que anuncia su fuego la pasión: amémonos los dos, y pronto el vuelo alzaremos felices a ese cielo en que otra vez seremos como Dios.”
Entre promesas y poesía, Otto fue buscando un lugar con más intimidad y allí, le hizo el amor. Al igual que con los versos, ella no sabía bien de qué se trataba, pero se dejó amar. Era su primera vez. Se sentía bien. La noche reclamó su reinado que sólo compartió un rato con la luna. Y ambas fueron testigos de ese momento de amor. Único y apasionado. Tan apasionado como solo el primer amor sabe ser. Y a la mañana siguiente, él subió al tren y se marchó. *** Apenas habían pasado siete meses cuando él regresó, cumpliendo su palabra. Pero no llegó a verla. La dueña de casa lo estaba esperando en la puerta con un seco saludo. Sin más preámbulo le comunicó que ya no se alojaría más en ese lugar. Que lo haría en la casa de otra familia conocida. Y le recomendó muy expresamente que no volviera jamás por ahí. Su tutora fue tan contundente que él no se atrevió a preguntar nada. Y se marchó. Sin embargo, todos los días él pasaba cerca de la casa, esperando ver a Marie. Pero eso recién sucedió el día que la cruzó saliendo del almacén de ramos generales cargando sendas bolsas de harina y azúcar. Ante su sorpresa, ella bajó la vista. Él la notó embarazada. Como ella no le dijo nada, él tampoco preguntó nada. Y cada uno siguió su camino. Fue la última vez que se vieron. Y esa fue, ni más ni menos, la imagen y la incertidumbre que lo acompañó hasta el resto de sus días. Luisa, su hija, de alguna manera lo sabía porque fue lo que le comentó a Paulina en el intercambio de mails.
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Lo que Otto nunca supo es que la Sra. Von Stephan también había notado el embarazo, antes incluso que la propia Marie supiera de qué se trataba. Citó entonces a la partera del pueblo, le encomendó que averiguara la identidad del responsable. Una vez reunida con esa información, le recomendó: —Haga todo lo que sea necesario para que el chico nazca sano y para que esa jovencita consiga un novio dispuesto a casarse inmediatamente con ella —y bajando la voz, agregó—: asumiendo, obviamente, la paternidad del niño. Por su lado, ella misma conseguiría un trabajo, con vivienda incluída, para la flamante futura familia, obsequiándole incluso un par de muebles y deseándole muchas felicidades. Para cuando Otto volvió, Marie ya no vivía más allí. Tenía una nueva y resuelta vida, a cambio de la única condición de olvidarlo todo para siempre. Como que ese tal Otto jamás existió. Al poco tiempo de aquel incómodo cruce en la puerta del almacén, él realmente desapareció. Se marchó de ese pueblo para siempre. Pronto, ya casi nadie recordaría su paso por allí. Como que jamás sucedió. Fue el inicio de un par de años de aventuras en los que supo viajar de polizón en trenes de carga, con solo una mochila de cuero y su osadía como único equipaje. Tiempos apasionantes pero también difíciles. La neumonía y el paludismo terminaron con sus días de explorador y casi también con su vida. Su inquieto espíritu creativo e innovador aprendió entonces a forjar una vida más estable. Tiempo de un nuevo y definitivo amor. Tiempo de familia. De criar hijos. Familia numerosa. Tiempo de trabajo. De producción tabacalera. De periodista, escritor y dibujante. Por otro lado, no demasiado lejos de allí, Marie seguía acompañando voluntades ajenas. Como las que la alejaron de Otto. Pero nunca supo eso. Siempre pensó que él simplemente no volvió a ella como había prometido.
La familia de Marie también se había ido del pueblo. Marie, cada vez más sola, empezó a encontrar contención en la Sra. Anne, la vecina que había oficiado de casamentera y oficiaría también de partera. Ella se
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había involucrado más allá del expreso encargo de la Sra. Von Stephan. Se había encariñado con esa muchacha bienintencionada hasta rayar la ingenuidad, tan sola y tan joven. Tenía la misma edad que sus propias hijas, las mayores, así que propició una amistad con ellas. Además, la propia Sra. Anne estaba también embarazada, esperando su sexto hijo. —Es probable que nuestros niños nazcan el mismo día —le decía a Marie para robarle una sonrisa. Marie encontró en ella algo que le recordaba a su propia madre. La Sra. Anne siempre parecía estar cerca y bien predispuesta. Brindando cariño. Aunque no tuviese varita mágica, pasó a ser como el hada madrina que faltaba en esa historia. Y casi nueve décadas después, Paulina, una de las nietas de Marie, finalmente entendía por qué los recuerdos de su abuela habían sido tan acotados y afligidos. Vinieron a su mente palabras de García Márquez que había leído hacía poco: —“La vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Entendió entonces que su abuela, además de desconocer aquellas decisiones tomadas por terceros, sencillamente no había podido recordar aquel romance tal como realmente lo vivió en su momento, como una historia de amor. De amor correspondido. Lo recordaba contaminado, distorsionado por las consecuencias y hechos posteriores que acarreó: una madre soltera, abandonada, expuesta a la condena social y a la dificultad para subsistir. La decisión de Marie, genuina y única, de contar la verdad había sido finalmente honrada. Y la historia tras esa verdad, que a ella misma le fue imposible recordar y que parecía haberse perdido para siempre entre las flores de su tumba, estaba siendo reivindicada con justicia de la mano de su nieta. Sentada frente a su computadora, Paulina se deleitaba imaginando los detalles de aquel romance. Se sentía honrada de poder hacerlo.
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—Finalmente había sido una historia romántica —escribió, con el alma aliviada—. Como las de los cuentos que me leía cuando yo era pequeña. Aunque no tuviera final feliz ni fuera para siempre. —Sonrió de todos modos, complacida.
FIN
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Ramรณn Corradini
Nacido en el siglo XX. Desde la infancia navega en el universo de la literatura, cuya esencia crea los nexos para viajar en los infinitos mundos de la lectura y escritura. Mientras la VIDA le siga dando fuerzas y el DESTINO el camino, recorrerรก cada pรกgina para explorar la magia de las palabras de esos mundos.
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Exploración
Venían de un largo viaje del sistema Raxis CR209. Los tres meses de investigación que duro la misión fue todo un éxito. Sin embargo había un destino más, antes del final. Ahlana estaba muy satisfecha con su labor, ya que ella y su equipo habían descubierto nuevas especies, sobre todo en el área de Botánica y Entomología. Mientras que su compañera Rohwan, expresaba un desaire por no haber tenido suerte en su campo: Inoxlogía . Hacía más de diez años que había salido de la Academia Estelar; no obstante, siempre estaba muy ansiosa por recorrer la inmensidad del Cosmos, como si fuera la primera vez. Ésta era la tercera misión en el año, y no lucia como ella había querido o imaginado, una vez más. El no haber hallado ninguna huella, ni el más diminuto vestigio de prueba, la tenía frustrada. Comenzaba a creer lo que le decían sus amistades y familiares: “…Es una pérdida de tiempo estudiar eso…, en ninguna parte vas a encontrar vida… sólo nosotros existimos… estamos solos… no hay vida allá afuera.” Rohwan entró al laboratorio, si bien eran veinticinco tripulantes en la nave, no había nadie en ese momento. Todos se habían ido a descansar a sus respectivos aposentos, ahora que no era necesario dormir en las capsulas criogénicas , las cuales eran odiadas por todos los viajeros interestelares. Nadie quería perderse el placer de una suave y cómoda cama tradicional. La chica de cabellos cortos al ver que no había nadie fue hasta una de las computadoras de análisis, se sentó y comenzó a trabajar en ella. Eran las 0100 horas, cuando sintió que la puerta se deslizó y alguien avanzaba hacia ella. No quería mirar para no saber quién podría ser y también para no interactuar. En las últimas horas ladró a sus colegas más que hablarles; por lo que esperaba pasar en solitario el resto de la noche. Sin embargo, al sentir la voz familiar de su amiga sintió un leve alivio.
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—Vaya, parece que no soy la única que no puede dormir —Rohwan se limitó a mirarla y apenas sonreírle, antes de volver a clavar los ojos en la pantalla, notó que la recién llegada traía un recipiente con una infusión. Conociéndola debería ser de esos brebajes que sólo ella prepara de sus plantas medicinales o algo por el estilo. Así que cuando le ofreció le dijo que no. Ahlana traía el uniforme desprolijo y desabrochado. Tomó una silla y se ubicó bien al lado de la trabajadora nocturna, y expresó: —¿Qué haces? —Analizando los datos de las Sondas —respondió fríamente Rohwan. —¿Ah, sí? y dime…¿No pudiste esperar a que llegáramos a…? —no pudo terminar la pregunta, porque su interlocutora se levantó bruscamente y se alejó hasta un umbral. Desde allí escudriñaba el frío y vacio infinito, cruzada de brazos. Al ver la situación, Ahlana se aproximó con cautela hasta ella y dijo: —Discúlpame, no fue mi intención ofenderte. No recibió respuesta. El cuerpo rígido de la joven Inoxloga demostraba que permanecía colérica. Luego de unos momentos pareció ceder, y suavemente le habló: —¿Algún día haremos contacto? ¿o encontraremos a alguien más aparte de nosotros? Ahlana bebió un sorbo y expresó: —Claro que sí, este Universo aún nos tiene muchas sorpresas —ahora sonaba más animada—. Por ejemplo, viste los escarabajos celestes con manchas amarillas que hallamos en aquellas forestaciones, tenían tres alas. ¡Tres alas! ¡Imagínate! Cuando parecía que no había nada más, que nos ofreciera esas especies, ¡Zas! Este descubrimiento te expone un nuevo esquema. No veo la hora de ver cómo es que pueden… —dejo de hablar al notar que Rohwan mostraba una postura de mucha pena. Tosió y retomó el tema inicial.
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—Discúlpame, otra vez. Fui hacia otro lado. Creo… —carraspeó un poco y continuó—, que es muy “probable” que sí tengamos un encuentro de ese tipo, he…, seguro que…, es cuestión de tiempo nomás para hacer contacto. Rohwan se volteó con asombro e indicó: —¿Y en que te basas para semejante pronosticó? Ahlana no sabía cómo responder a esa pregunta. Desde que han comenzado a viajar por el Espacio, han visitado más de 80 Sistemas Estelares en más de ocho siglos de exploración. Y lo que al principio fue impactante, encontrar vida Clase 2 y 3 (insectos y plantas, más sus derivados) nunca se encontró rastros de la Clase 1. (Alienígena humanoide) y era por eso, que hoy en día, la carrera de Inoxlogía no era muy popular; a tal punto que son muy pocos los que la siguen en estos tiempos. Pero a Rohwan eso no le importaba, había algo que la impulsaba desde lo más profundo de ella, hasta los huesos lo podía sentir. Y no dejaría la esperanza, a pesar de las decepciones de las misiones. Pero ahí estaba de nuevo, hablando de “probabilidades”. Toda su vida parecía que dependía de esa palabra. Desde que la escuchó por primera vez cuando era niña, de su madre hablando desde el punto de vista religioso, hasta de sus maestros en todo los niveles de estudios. Siempre estaba allí: “La probabilidad de vida en el Universo es cero” decían los religiosos. Mientras que los matemáticos y científicos, decían lo contrario, pero las probabilidades que ellos daban eran muy variadas. Rohwan suspiró y fue ella quien ahora ofrecía disculpas por su mal humor. Así que tomó el recipiente de las manos de su amiga y bebió. Hizo una mueca de que estaba horrible y expresó: —¿Cuándo vas a tomar algo agradable? complicidad.
—y ambas rieron en
La siguiente hora la pasaron hablando de la misión que habían tenido y de algunos asuntos un poco más personales. Hasta que Ahlana le dijo que se retiraba, porque el sueño al fin se había apoderado de ella. Se despidió y desapareció como vino. Mientras, Rohwan apagó la computadora y se quedó al lado del umbral contemplando las estrellas.
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Escudriñaba esas diminutas luces, como si cada una guardara el secreto del Cosmos.
Habían pasado dos días, la nave estaba en su última parada del recorrido programado por los especialistas en Astrometría y Astrogeología. Era el sistema Hexria PX003. Era el más alejado de todos los sistemas que habían explorado hasta la fecha. Y como todos los planetas que orbitaban la estrella sólo uno tenía signos de albergar vida. La misión debía de ser rápida y no más de un día; ya que de no hallar nada interesante, o sólo “pequeñitas vidas”, como les decía Rohwan. Pasaría a ser un planeta más catalogado como P.P.H.R. (posible planeta habitable de Recurso). Luego de completar los datos del escáner de largo alcance y la Sonda EI-01 confirmara que poseía atmosfera respirable y suelo estable. Un equipo bajaría para tomar más datos y muestras del planeta. Zirok el primer oficial, bajo con dos oficiales de seguridad y cuatro científicos. Entre ellos iban Ahlana que le daba ánimos a su colega, Rohwan, la cual, por algún motivo lucía algo pálida esa mañana. Luego de tres horas Rohwan se encontraba contemplando un gran desierto con elevaciones irregulares, algunas llegaban a medir más de un kilometro, y otras apenas unos metros. Los estaba mirando con unos binoculares digitales, mientras Ahlana le estaba hablando sobre una revelación que había tenido el día anterior. —¿Podes creerlo? me propuso un enlace, —tenía un mini dispositivo holográfico mientras analizaba una planta—. Es decir, ¿en ésta era? ¿se usa todavía? No me acuerdo cual es el otro sinónimo de esa palabra, pero bueno, no viene al caso. Claro que le dije que no, aún tengo varios proyectos por cumplir. Además tener un enlace a esta edad es… Cuando observó a su compañera notó que no le estaba proporcionando escucha, y que respondía con silabas monótonas. Entonces se paró y le llamó la atención: —¡Rohw! ¿estás escuchando lo que digo?
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—Aja —expresó la observadora. Se acercó hasta ella mirando bien donde pisaba, Ahlana siempre reprendía a alguien que pisara algún insecto o especie de flora. Decía que nunca se sabe cuándo se puede hallar un nuevo descubrimiento, o que podría ser el último. Una vez a su lado comenzaron a dialogar en un tono algo acalorado. A todo esto, en el vehículo de traslado estaba un oficial de seguridad, que había ido con ellas. El otro guardia permaneció con el otro equipo liderado por Zirok. En ese momento recibió un llamado de su superior. Le indicaba que tenían que reunirse en las coordenadas preestablecidas. Así que el guardia les pasó la orden, por lo que Ahlana, la más atenta, le indicó que irían en un momento. —Rohw, debemos irnos, Zirok dio la orden de ir al próximo punto de reunión —como aun seguía perdida en lo que hacía, hizo que se interesara en lo que contemplaba. —¿Qué es lo que tanto miras en esas “rocas”? —Mmm… hay algo allí, pero no logro identificarlo bien, Ahl. —¿Ah, sí? ves un hostería o posada ¿tal vez? —el tono mordaz e impaciente era ya notable en la botánica experta. —No seas así, ¿quieres? —la miró sería—. ¿Qué tal si vamos hasta allá? La compañera no podía creer lo que escuchaba, a todo esto el guardia les dijo que se apresuraran, a lo que ella le indicó que aguardara, de una manera no muy amistoso que se dijera. Se volteó hacía Rohwan y dijo: —¿No hablaras en serio, verdad? —y comenzó a guardar sus cosas en una mediano recipiente plateado—, vamos Rohw, ya es hora de partir y reunirnos con el “jefecito”. —Desde luego que hablo en serio —le replicó convencida Rohwan. Nuevamente entraron en una discusión, esta vez más eufórica. Ahlana le planteaba que estaba como a ocho kilómetros a donde ella quería ir. Además, todo el lugar era una completa desolación. Eso sin contar que el
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guardia no la llevaría a no ser que tuviera tal orden. También notó que en las últimas incursiones exploratorias, Rohwan estaba más impulsiva, a hacer este tipo de cosas; y la verdad que no le estaba gustando nada, ese comportamiento de parte de ella. El guardia encendió el transporte, el sonido del motor era suave y apenas audible. Pero al escuchar un grito, se volteo rápidamente y vio como un miembro del equipo se alejaba a pasos agigantados. Ahlana tuvo que correr para alcanzarla y no le importó donde pisaba. —Rohw… ¿Qué haces? No vas a pretender ir caminando hasta allá ¿o sí? ¿qué hay de la misión? —Ahlana no podía creer lo que estaba sucediendo. —Estoy cumpliendo la misión, y ve tú con el guardia yo los alcanzaré más tarde —se acomodó la mochila y siguió firme la marcha. Ahlana sabía que se lamentaría todo lo que estaba pasando, pero no le quedó otra alternativa. Sin pensarlo giro y se dirigió al guardia que comenzaba a bajar por la pequeña colina. Le dio orden de que regresara al punto establecido y que no se preocupara por ellas, más tarde se comunicaría con Zirok. El hombre dudó en actuar, pero como ella era la que seguía en cadena de mando después del primer oficial, no le quedó otra que obedecer; y partió con el vehículo en dirección opuesta a donde iba Rowan. Ahalan se aseguró de que tenía su comunicador, pero estaba apagado, ya que así, lograría que la fuente de energía del dispositivo durase mucho más. Entonces ajusto el cinturón apretó fuerte la valija metálica y aceleró el paso al tiempo que decía: —Si me degradan a cadete por esto. Te juro que yo misma te voy a tirar por esas montañas, Rohw…
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Rohwan abrió los ojos, durante unos momentos le costó reconocer la enfermería. Volteó hacia la derecha y el resto de la sala estaba vacía. Entonces fue ahí que intentó moverse y apenas lo hizo. Un dolor en su lado izquierdo presionó sobre su cintura y pierna. No tuvo más remedio que permanecer en su lugar. Trató de recordar que fue lo que había pasado. Medía hora después, la doctora Braskha entraba a la habitación acompañada por Zirok y el comandante Ashvekk. Pero ella percibió que se quedaron unos momentos en un lugar; como si estuvieran deliberando que hacer o ver, por lo que no lograba oírlos bien. Entonces cerró los parpados y continuó en su reconstrucción sobre los hechos pasados, y el por qué ella estaba ahí muy tullida. Salió de su estado mental cuando escuchó al comandante mencionar su regreso al puente. Su rostro giró y vio a la visita aproximarse. La doctora la saludó y le preguntó cómo se sentía. Por lo que ella le indicó dolorida. La mujer no dijo más nada, pero prosiguió anotando en su tableta holográfica virtual. A todo esto Zirok la contemplaba con un rostro particular, que no sabía si era por aflicción o de regaño. Cuando iba a hablarle justo la interrumpieron: —Muy bien, comandante, solo le daré unos minutos, mi paciente no está en condiciones de hacer esfuerzos, los daños en su cuerpo aun son latentes, al parecer, no se ha recuperado por completo, además tendré que hacerle unos exámenes más. Se marchó apresuradamente sin decir más nada. El hombre se cruzó de brazos y observaba a la oficial de Inoxlogía con vehemencia. Entonces lo que pareció un silencio interminable él habló: —¿El dolor aun es intenso? —Siento como si unas olaryas estuvieran machacando mis huesos en mi pierna izquierda. Zirok ni pestaño ante ese comentario. Luego de unos segundos volvió hablar, pero esta vez fue más duro.
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—Bueno, considerando que tu compañera está en coma en la sala de emergencia de la nave. Yo creo que tuviste más suerte que ella. Rohwan sintió una punzada en su interior, la tristeza comenzaba a invadirla. Haciendo un esfuerzo preguntó: —¿Se recuperará? —Braskha, asegura que sí, a pesar del daño en algunas partes de su cuerpo, que son muy complicadas, está convencida que en unas semanas se recuperará, aunque… —no dijo más nada, sus labios se sellaron como si un pegamento hubiera sido puesto instantáneamente allí por un hechicero. Comenzó a caminar de un lado a otro, como si algo le incomodara. En ese momento la mujer le habló: —Yo, no… no quería que esto sucediera. Nunca pensé que… La interrumpieron tajantemente, pero el ritmo de las palabras era sereno. —Estoy seguro, que nunca quisiste que eso aconteciera… pero así fue. Ésta clase de acto casi le cuesta la vida a una oficial valiosa y eficiente como Ahlana. —Tienes que saber que mi intención era ir sola, nunca le pedí que fuera conmigo. Lamentablemente a veces es…, testaruda. —¿Ah, sí?... está bien, se lo puedes decir cuando despierte, sí es que lo hace. —¿Qué quieres con eso? —ahora el panicó se apoderó de Rohwan, enterarse que había una posibilidad, de que Ahlana no saliera de esa condición, no le gustó en lo absoluto. Zirok le explicó que debido a ciertos ductos del cerebro, estaban muy complicados para la regeneración, y una intervención quirúrgica sería muy riesgosa. Aunque la doctora confiaría en un tratamiento no convencional para tratarlo.
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Rohwan casi no escuchó el resto del relato que le decía el primer oficial, no le importó saber que, el comandante querría un reporte de ella completo sobre la misión, así como la suspensión de su cargo, hasta que el comité de la flota evaluara todos los datos de este desafortunado incidente. Habían pasado tres semanas desde que habían llegado de la última misión de exploración. Rohwan estaba en la cubierta de recreación haciendo ejercicios, la doctora se lo había “ordenado”, ya que eran vitales para su total recuperación. Cuando se sentó en una butaca para beber agua, no dejaba de pensar en Ahlana, cómo había arriesgado su integridad física al empujarla a un costado cuando la cueva, la cual estaban investigando, había cedido debido a un sismo. Lamentablemente como el temblor fue más de lo que la estructura podía soportar, cayeron por un gran pasadizo, de cuarenta y cinco grados de inclinación, a unos diez metros de profundidad. Allí permanecieron más de doce horas, hasta que fueron rescatadas, gracias al localizador de Ahlana. Tuvieron suerte pensó Rohwan, porque el de ella se había averiado con el derrumbe. Aun así debieron esperar mucho tiempo ya que la señal era bloqueada por las rocas del lugar. En todas esas horas que permanecieron allí, Rohwan exploró el terreno a ver si podían salir, pero fue inútil. No pudo hallar ningún lugar posible. Además Su compañera yacía en el suelo sin poder moverse. Luego de dos horas se desmayó. Rohwan tampoco pudo hacer más movimientos, ya que el cuerpo comenzaba a indicarle que tenía heridas más serias de lo que hubiera imaginado. No obstante, antes de quedarse inmóvil, encontró entre los escombros, que estaban esparcidos por toda el área subterránea, lo que parecía ser unas pequeñas estructuras incrustadas en una roca. Por unos momentos se dijo que tal vez podrían ser algo o no; lo cierto es que las apoyó a un costado, acomodó todo el equipo que le quedaba y reposó junto a su compañera. Mientras miraba el techo apenas alumbrado por las luces de las mochilas, las cuales durarían hasta que la batería se agotase por completo. El último pensamiento que retumbaba antes de perder la conciencia era: “¿Y si es cierto? Estamos solos en el Universo…
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Salió de su estado meditabundo cuando escucho el deslizamiento de la puerta principal, cuando volteó para ver quién era, un joven de uniforme le habló: —Disculpe señorita, tiene un comunicado —le pasó un dispositivo que emitía imágenes holográficas. La chica lo tomó de muy mala gana, ya que ella había dejado toda clase de comunicación en su habitación, justamente para que no la molestaran. —Esperaré afuera, señorita, tómese el tiempo necesario. El uniformado se perdió de vista antes de que Rohwan dijera algo. “Estos jóvenes” pensó y apretó el botón verde que estaba titilando en el tablero. Y un rostro familiar apareció, uno que había estaba evitando desde hacía un tiempo. —Al fín, te localizo Rohw… ¿Dónde has estado? Tuve que pedirle a media flota que te localizara. —No exageres, ya sabes… anduve por ahí, ahora que no tengo ninguna “función”, hasta que me notifiquen que van hacer conmigo. —Vamos, no seas pesimista, que en mi informe declaré que tu no tenías nada que ver con lo que nos ocurrió. Y que yo fui bajo mi propio riesgo. —Sí, lo sé. Pero desobedecí una orden directa y bla bla… No quiero hablar del tema ahora ¿sí? —miró a un costado y volvió a mirar el rostro holográfico—. Dime ¿Cómo has estado? —en la cara de Rohwan un gesto de tristeza vislumbró en todo su esplendor, aunque trató de disimularlo. —En verdad muy bien, los médicos dicen que mi rehabilitación va mejor de lo que esperaban —Cuando iba a felicitarla no pudo, por las palabras que siguieron—. Sin embargo, aun no siento mis piernas… Un silencio incomodo se apodero de la sala, pero enseguida Ahlana rompió ese clima.
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—Basta de esto, dime ¿qué haces esta tarde? ¿qué tal si nos juntamos a beber algo? Y así compartimos, ya que hace un buen tiempo que no te veo, Rohw. En verdad, Rowan no quería verla, pero más que nada, por el hecho de que le hacía mal ver a su amiga en una silla gravítica. Si bien cuando despertó estaba extremadamente jubilosa; no le duró mucho ese estado, ya que al poco tiempo se enteró de la triste noticia de que había una posibilidad de que Ahlana no pueda volver a caminar. Por eso estuvo evitándola estos últimos días. Pero ya era hora de asumir ese hecho, y el hostigamiento de parte de la paciente en recuperación, no le quedó más remedio que aceptar. Así que acordaron en encontrarse a las 2030 hs. Rohwan salía de la ducha cuando escuchó que llamaban desde la puerta principal, se dijo quien podría ser, ya que de seguro Ahlana no podía ser, debido a que se encontrarían en otro lugar. Así que se apretó con ambas manos el atuendo de baño y cuando abrió para ver quién era, hizo que la puerta deslizable se cerrara bruscamente; no podía creer que quienes eran. Salió como un rayo hasta el cuarto a cambiarse a toda prisa, mientras exclamó: ¡un momento por favor! Buscó lo más formal que tenía a mano, mientras trataba de arreglarse lo más bien que podía, ya que no quería hacer esperar mucho a quienes se encontraban afuera. Al fin cuando terminó, fue a recibir nuevamente a la visita sorpresiva, se miró bien a ver si estaba todo en su lugar, entonces abrió: —Buenas tardes, Almirante Helchh, disculpe lo antes sucedido, no esperaba su presencia —hizo lugar para que pasara y se sorprendió al ver a los demás, el Comandante Zirok y una mujer a la cual ya había visto en un par de veces en la academia hace unos años. Todos siguieron al Almirante, Rohwan estaba anonadada. Oficiales de altos rangos habían llegado a su morada. —No se preocupe señorita, la informalidad de sus atuendos no importan en lo absoluto, en este momento —la seriedad de esas palabras cortaba el ambiente. Por lo que Rohwan no logró entender lo que quiso
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expresar. De inmediato ofreció que se sentaran, pero otra vez sintió el filo del Almirante. —Descuide, no vamos a estar mucho tiempo, de hecho solo estaré un momento —el rostro de la dueña de casa era de total confusión, el hombre continuó—. Veo por la expresión que esta anonada, pero no se preocupe, estamos aquí para notificarle la inmediata incorporación a los servicios de la Flota. El teniente comandante Zirok le proporcionará los detalles del mismo. Y ya conoce a la Doctora Livoth ¿verdad? Rohwan apenas asintió, aunque seguía sin entender nada. Cuando contempló a la mujer, ésta la miraba solemnemente, lucía un elegante traje de color rojo y blanco. En su brazo derecho llevaba una tableta y lo que parecía ser una carpeta. —Bien, como dije antes, sólo iba a estar un momento. Claro que, antes de ir a una reunión muy importante con la Flota, tenía que ver a la futura regente de la: (D.E.I) —le constriñó la mano y concluyó—. Bienvenida a la flota “Directora”. Mientras estrechaba el saludo, Rohwan seguía sin entender que estaba pasando. Aun no dimensionaba todo lo que había escuchado: “incorporación” “regente”. Todo parecía como una especie de sueño o algo parecido. —Comandante. Doctora —y se fue a grandes zancadas, hasta perderse de vista. Zirok dio unos pasos y le dijo que se sentara, la doctora le iba a explicar lo sucedido. Rohwan asintió como una niña estaba por recibir un llamado de atención, aunque no estaba segura de por qué, o si era alguna otra cosa. Antes de que comenzara a indagar con la primera pregunta que se le pasó por la cabeza, escuchó: —Lo que está por ver y escuchar es altamente confidencial, y todo lo que se exponga aquí, deberá permanecer en esta habitación ¿le quedó perfectamente claro? —la doctora la miró directamente, con ojos fríos, esperó a escuchar un “sí” apenas audibles y prosiguió:
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—Excelente, sabía decisión —le pasó una carpeta dorada—. Quisiera que vea esto, y dígame que puede apreciar, Señorita Dothwell. Rohwan abrió el recipiente y se encontró de lleno con unos símbolos. No sabía que podían ser o significar, nunca los había visto. Sacó unas hojas más y vio como una serie de esos “garabatos” (eso fue lo primero se dijo al verlos, pero no dijo nada) se podían apreciar en una mayor cantidad, pero de un tamaño más chico. Luego de unos momentos expresó: —No puedo reconocer esto —miró a Zirok primero y luego a la doctora— ¿De dónde lo obtuvieron? —Obsérvelo bien, ¿está segura, que no reconoce nada de eso, Señorita Dothwell? —la voz de la doctora era muy incrédula. Rohwan volvió a mirar todo y negó con la cabeza. Y esta vez sólo posó su mirada en la mujer que tenía enfrente de ella. Comenzaba a disgustarle esa actitud que estaba teniendo para con ella. —Es extraño, se me informó que usted era una de las mejores en su campo. Cuando escuchó esas palabras una cólera espontanea salió a la luz de parte de Rohwan. —¡Oiga! ¿Qué intenta decir con eso? Usted tendrá mucha reputación, pero no como para cuestionar mis habilidades y conocimientos —agarró fuerte las hojas que le dio y añadió aún más enérgicamente—. Y no sé de dónde sacó estos trazos raros, pero le aseguro que es una pésima imitación de… —se calló de golpe y miró otra vez las imágenes, como si algo hubiera impactado en su cerebro. Entonces volvió hablar, pero esta vez, parecía que ella era la incrédula: —De… ¿de dónde sacaron esto? —miró a Zirok—. Mi memoria no es tan exacta, pero no son de los archivos de la D.E.I. ¿no es así? El hombre sonrió y cuando habló, fue en dirección a la mujer de escarlata y nívea: —Se lo dije, a pesar de su temperamento y ocasionales rebeldías; ella es sin dudas la mejor.
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Una fuerte sensación se apoderó del pecho de Rohwan y ahogó una expresión de admiración. Se quedó mirando las imágenes al tiempo que Zirok volvía a dirigirse hacia ella, pero fue interrumpido por la doctora. —Disculpe, comandante, pero permítame… —y notó como gentilmente el hombre le daba lugar. A todo esto Rohwan cayó sobre su sillón, totalmente atónita y con una negación sobrenatural por lo que creía que iba a oír. —Verá señorita Dothwell…, de los más 15.000.000 de archivos, para ser exactos, en la D.E.I., no hay ninguno que reúna esas características. Y luego de muchos análisis de laboratorio y exhaustivas pruebas de rigor, de parte de todos nuestros expertos; llegamos a la conclusión de que el material que usted está viendo es… —Alienígena… —concluyó Rohwan, pero parecía que no lo aceptaba por cómo fue entonado. —Así es… al parecer el objeto AR-3120-00 y los demás del mismo tipo, son evidencias, o pruebas de indicios… alienígenas. —Pero, se aseguraron de hacer las pruebas de… —fue interrumpida. —Todas, ninguna fue omitida —tosió un poco y añadió—, y yo misma, junto a la doctora Maell y el doctor Fryth hicimos las pruebas de autenticidad y cronológicas según el régimen estándar planetaria. Y no hay dudas, que esos objetos son cien por ciento genuinos. —¿Y la fecha? ¿Cuántos años…? —no pudo terminar la pregunta. —40 millones de años… con un error estimativo de 10.000 años. Rohwan no podía creer lo que había escuchado. “¿Será que todo era un sueño?” se decía a sí misma. Toda una vida de búsqueda, de lo que para algunos, la vida inteligente era solo un mito o cuento de hadas. Y no sólo por lo que significaba para ella, sino también para los miles, miles, de exploradores que a través de los siglos dedicaron sus vidas a esta emblemática búsqueda; en la que solo hallaron un destino frio y desolado, en la inmensidad del Cosmos, cuya esencia parecería alcanzar el final de todas las cosas en las llamas del tiempo.
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Se había quedado ahí sentada y sin moverse, mirando esas imágenes, que ahora parecían tener un imán a sus ojos, Rohwan parecía una estatua. —Y… ¿de dónde las...? —otra vez, una tremenda punzada cruzó su pecho, esta vez se apretó fuerte y contempló a quien le habló. —Estaban en tus recipientes —dijo la doctora. La chica carraspeó de manera seca. —¿Qué? No puede ser…, que… —Así es… —Zirok se le acercó y descansó la mano derecha en uno de los hombros de Rohwan, en señal de darle apoyo—. Felicitaciones, por tu… Se separó rápidamente y se alejó un poco. Los ojos de la chica ya eran muy brillosos cuando intentó hablar. —Pero…, pero esto no es… obra mía solamente, Yo, yo estaba con Ahlana cuando tome esas… —No, hemos hablado con la señorita Aehllt, ella asegura haber estado totalmente incapacitada, así como desmallada todo el tiempo que estuvieron allí. De manera que usted es la única responsable de este… — la doctora suspiró—, extraordinario descubrimiento. Las lagrimas comenzaban a brotar paulatinamente y recorrían las mejillas, como gotas de roció, en un brillante y fresco amanecer. —Albricias, Rohwan…, sin dudas, ahora tu nombre estará en todos lados —El comandante fue hasta la puerta y al abrirla unos custodios estaban parados allí, les dio una orden que la dueña de casa no pudo oír bien, pero se emocionó mucho y rompió en llantos al verla a ella: Ahlana. —Luego de haber hablado con nosotros, insistió en venir —expresó con jubilo Zirok. Para entonces la chica había corrido a toda velocidad y la abrazó con tanta fuerza que parecían que irían a unirse y nunca más separarse. Luego de varios minutos estar así el Comandante le anunció que se aliste, la junta directiva de la Flota la esperaría a las 2100 horas. Cuando se
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retiró saludó a ambas cordialmente, pero la doctora Livoth se limitó a bajar la cabeza en señal de despedida y no se alcanzó a escuchar lo que murmuró. Rohwan al principio hablaba de manera muy frenética, por lo que su amiga, que también estaba emocionada y consternada con semejante noticia, trataba de calmarla. Pero eran como dos ciegos tratando de ayudarse para cruzar un umbral. Hasta que Rohwan le propuso ir al lugar elegido para celebrar lo que sin dudas seria la noticia más emblemática de la historia. Si bien no podía decir nada Rohwan, al igual que su compañera, eso no evitaría que pasasen un bello momento junto a la persona que en algún punto del pasado estuvo a punto de partir al otro mundo. Pero eso ya era historia y probablemente solo se convertiría en una anécdota dentro del fenomenal hallazgo. Rohwan se había preparado con un vestido muy refinado y cuando cruzó por la sala vio sobre la mesa una imagen, que sin dudas cambiaria para siempre su vida. La tomó y pensó durante unos segundos hasta que fue llamada por Ahlana. —¡Ey! ¡¿Te vas a quedar ahí hasta que seas vieja?! Ambas se rieron y dejo sobre la mesita la hoja, mientras partía rumbo al nuevo mundo. Los símbolos encontrados en el objeto AR-3120-00 era: LA BIBLIA Décima edición año 2.070
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Inoxlogía: Estudio científico de otras formas de vidas naturales. Capsulas criogénicas: dispositivos avanzados que ayudan al cuerpo orgánico en los viajes espaciales de un sistema a otro. 1 Olaryas: insectos, muy parecido a una hormiga común, pero nueve veces más grande en tamaño y cuya mordedura es extremadamente dolorosa. 1 (D.E.I.) : Departamento Expedicionario Intergaláctico 1