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EL UNIVERSO CTÓNICO
En Agamenón, primera obra de la trilogía, el crimen y la venganza familiar se prolongan en un aparente camino sin fin. El círculo vicioso de sangre en el que están atrapados los atridas es un motivo que también recorre el segundo drama de la trilogía, Las coéforas. Si Agamenón estaba dominado por los elementos cósmicos del fuego (la quema de Troya), del aire (los vientos contrarios de Áulide, el presagio de los buitres) y del agua (la tormenta que aplastó a la flota griega, las conchas marinas de las que se hace el tinte púrpura), el elemento ctónico domina en Las coéforas por la tierra y por los muertos que se esconden en sus entrañas. El mundo de los muertos, de los fantasmas que buscan venganza, proyecta una pesada sombra sobre toda la obra. El mundo de los muertos, el elemento ctónico, está presente desde los primeros versos de la obra: Orestes invoca a Hermes, quien guía a los muertos hacia el Hades; el coro de la obra ofrece cantos fúnebres en la tumba de Agamenón (de ahí el título); Orestes, Electra y el coro invocan al espíritu de su difunto padre como ayudante y sostén en el escenario principal; por último, el coro compara a Clitemnes- tra con la Gorgona, el monstruo ctónico que tenía serpientes por cabello, símil que tomará un sentido literal un poco más adelante, cuando Orestes vea ante él los espectros de las erinias con serpientes trenzadas revoloteando sobre sus cabezas. Si Agamenón está dominado por la disolución violenta de las relaciones familiares, Las coéforas comienza con la cautelosa esperanza de que la mermada casa de los atridas tal vez pueda renacer. El reconocimiento entre Orestes, que huyó de niño de Argos, y su hermana Electra se realiza gracias a símbolos, a signos probatorios, que remiten a la inquebrantable unidad de los lazos familiares: la huella de Orestes en el suelo coincide con la suela de Electra y la tela de la ropa de Orestes fue tejida una vez por la propia Electra.
Pero la reconstitución de la casa de los atridas presupone otro crimen intrafamiliar: el asesinato de Clitemnestra por su propio hijo. En el momento crítico, Clitemnestra desnuda su pecho frente a su hijo, esperando que este gesto maternal quizás lo mueva a la piedad y al respeto: ἐπίσχες, ὦ παῖ, τόνδε δ᾽ αἴδεσαι, τέκνον, μαστόν, πρὸς ᾧ σὺ πολλὰ δὴ βρίζων ἅμα οὔλοισιν ἐξήμελξας εὐτραφὲς γάλα. (vv. 896-98)
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[¡Espera, o muchacho! Ten piedad, hijo mío, de este pecho sobre el que tantas veces dormiste, mientras chupabas la leche que te alimentó].
No obstante, recordamos que, en la pesadilla de Clitemnestra, la serpiente que ella parió succionaba de su pecho no solo leche, sino también coágulos de sangre.
Cumpliendo el sueño profético, Orestes, tras una breve vacilación, clava la espada en el pecho de su madre. Se niega la esperanza de curar las heridas, ya que la sangre recién derramada de la madre pide venganza. La sangre derramada en el suelo no se pierde, sino que permanece allí para siempre, y todas las riquezas del mundo no pueden redimirla.
El asesinato de Clitemnestra a manos de Orestes constituye un signo que evi- dencia no solo el giro inesperado en el argumento de la obra, ni el cumplimiento de los motivos que guían y sostienen a la tragedia (el paso del crimen a la venganza y al castigo), sino la transición de una visión de las cosas a otra total y diametralmente opuesta: el fin del matriarcado y el inicio del patriarcado en la Atenas de Efialtes y Pericles. En efecto, en Agamenón, la acción se desarrolla en un universo matriarcal. Agamenón regresa de una guerra librada a causa de una mujer, solo para caer en la red asesina de otra mujer, «cuyo corazón alberga la voluntad de los hombres», una mujer que está en completo control de su casa y ha relegado a su amante al papel de un pretendiente cobarde. La acción de Las coéforas se mueve en la dirección opuesta: margina gradualmente a la mujer y lleva al hombre al centro de la acción. La figura dominante del drama es Orestes, el vengador masculino; su hermana, Electra, aparece solo en la primera parte de la obra, participa en la escena de reconocimiento y luego se retira definitivamente de la acción escénica. Justo antes del matricidio, Orestes se desmaya al ver el pecho de la madre y duda en cometer el asesinato, pero recupera la determinación cuando el otro hombre presente en la escena, Pílades, le recuerda los dictados oraculares de un dios masculino, Apolo.
El progresivo encogimiento del territorio femenino está implícito en la dis- posición escénica del drama. En Agamenón, Clitemnestra tenía el control absoluto del palacio, dentro del cual cometió el asesinato de su esposo; en cambio, en Las coéforas, la reina está fuera del palacio, es decir, fuera de su territorio, sola e indefensa; volverá a entrar en el palacio no por iniciativa propia, pero obligada por Orestes, para encontrar allí la muerte.
Sin embargo, la era del matriarcado aún no ha terminado. Al final de Las coéforas, Orestes se enfrenta a la mujer, a la erinia que está decidida a defender el derecho de la madre. Tampoco se ha agotado aún el poder del mal que acecha a la casa de los atridas: en los últimos versos de Las coéforas, el coro recuerda que tres tormentas ya han golpeado los reinos de los atridas: el canibalismo de las cenas de Tántalo y Tiestes, el asesinato de Agamenón y el crimen matricida de Orestes. Entonces, ποῖ δῆτα κρανεῖ, ποῖ μετακοιμισθὲν μένος ἄτης; (vv. 1075-76).
¿dónde terminará la avalancha de calamidades?
¿dónde finalmente se hundirá para dormir?
El enfrentamiento entre Orestes y las erinias, el inicio del orden patriarcal y el fin del matriarcado, así como la exención legal de los sufrimientos hereditarios de los atridas será el tema de la última obra de la trilogía, Las euménides.
En el prólogo de Las euménides, la pitia describe con horror las manos y la espada manchadas de sangre de Orestes, quien ha suplicado piedad en el oráculo de Delfos. Además, la danza de las erinias (vv. 261-3) recuerda el lema tantas veces escuchado en los dos primeros dramas de la trilogía: «la sangre derramada no vuelve». Por estos motivos, un espectador desprevenido podría pensar que en esta obra continuará la propagación del mal, cuya genealogía y expansión desenfrenada está contenida en las dos primeras obras de la Orestíada. Sin embargo, esta sospecha es pronto refutada, pues, si en Agamenón la imagen de la red surge como emblema del círculo vicioso de los asesinatos mu- tuos, en el que están envueltos los atridas, esta imagen queda visiblemente anulada en Las euménides: Orestes escapa de las «redes de caza» de las erinias (vv. 111-13, 147) y huye a Atenas. La secuencia aparentemente interminable de crímenes y sangre que marcó las dos primeras obras de la trilogía, parece llegar a su fin: Orestes asegura tres veces a Atenea y a las erinias que ahora está libre del hedor de asesinato materno (vv. 235-43, 280-85, 443-53). Sin embargo, ni las garantías de Orestes ni su súplica ante el templo de Atenea son suficientes para asegurar su absolución. Atenea, en un episodio probablemente inventado por Esquilo y que no forma parte de la tradición mítica, decide que Orestes sea juzgado por un jurado mortal, pero en el que participará la propia diosa. El juicio se lleva a cabo en el Areópago, la roca que mira hacia la Acrópolis: según la sugerencia de la misma Atenea, allí se reunirá de ahora en adelante el tribunal que tendrá competencia para juzgar los casos de asesinato (v. 682). Al final del juicio, el veredicto del jurado mortal es, por un solo voto, culpable; pero, cuando Atenea emite su voto de absolución, es un empate, lo que significa que Orestes es exonerado. El voto de Atenea estableció sobre la autoridad del mito un principio básico del derecho que sigue vigente hasta el día de hoy: in dubio pro reo («en caso de duda, el veredicto es a favor del acusado»). Antes de partir hacia su ancestral Argos, Orestes deja un importante legado a la ciudad que lo absolvió: la promesa, repetida tres veces, de que los argivos serán eternos y firmes aliados de Atenas (vv. 289-91, 667-73, 762- 77).
Si en los dos dramas anteriores de la Orestíada dominaba el universo del matriarcado, en Las euménides la absolución de Orestes está asegurada por un argumento extremadamente patriarcal. Apolo, que retoma la defensa del matricidio, afirma que «aquella a la que llamamos madre» no es realmente una madre, sino una especie de incubadora humana: su única misión es conservar en su vientre al feto por nacer, que de otro modo sería hijo único del padre (vv. 658-61). Orestes (o cualquier otro) no puede, por tanto, ser condenado por matricidio, ya que la «madre» no es más que una fantasía sin objeto.
El argumento abiertamente patriarcal de Apolo allana el camino para el nuevo orden de cosas que se aplicará de ahora en adelante en la ciudad-estado ateniense, un orden puramente patriarcal. Es, además, de particular importancia que esta posición de Apolo parece ser compartida por la misma Atenea, la diosa que nació directamente del padre, sin la mediación de una madre, y por eso se siente atraída «de todo corazón con el varón». Incluso las propias erinias, que inicialmente reaccionan con rabia ante la absolución de la corte y amenazan a la ciudad de Atenea con castigos sobrenaturales, son finalmente persuadidas por la diosa para instalarse, voluntaria e indefinidamente, en el centro de este estado patriarcal, en la Acrópolis ateniense. Ahora transformadas en Semnas Theas («diosas respetables»), las erinias salvaguardarán el orden colectivo y el bienestar de la ciudad. Al final del drama, los ciudadanos atenienses escoltan, a la luz de las antorchas, a las «diosas respetables» a su nueva residencia. La luz de las antorchas con la que comenzó la trilogía se transforma ahora en la luz alegre de una solemne procesión. Los ciudadanos que nombran a las «diosas respetables» son los mismos ciudadanos que, como jueces no elegidos, se encargarán de que la justicia sea impartida colectivamente por los representantes de la ciudad, de modo que la hibris que marcó el destino de los atridas quede irrevocablemente relegada al universo del pasado mítico. Las euménides es una obra que, más que cualquier otro drama sobreviviente de Esquilo (con la excepción, por supuesto, de Los persas), está en diálogo sistemático con los acontecimientos históricos de su época. Apenas unos años antes de la representación de la obra, el político radical Efialtes (simplemente sinónimo del traidor de las Termópilas) tuvo la audacia política de despojar a la Corte Suprema —un bastión tradicional de los intereses aristocráticos— de sus amplios poderes jurídicos y políticos solo permitiéndole el poder de juzgar ciertos casos de asesinato. Al mismo tiempo, la facción de los demócratas, de la que Efialtes era un miembro destacado, decidió abrogar la alianza entre Atenas y Esparta, que había sido impulsada por la facción aristocrática, y formar una nueva alianza con Argos, que entonces mantenía relaciones hostiles con Esparta.
La resonancia de estos dos eventos históricos es claramente visible en Las euménides. La obra reviste de la antigüedad y vigencia del mito la reforma del Tribunal Supremo por parte de Efialtes. Atenea estipula que la competencia del tribunal areopagita, que ella establece, será adjudicar justicia; tendrá, en otras palabras, la única competencia sustantiva que Efialtes dejó a los areopagitas. Además, la reciente alianza de Atenas con Argos adquiere un fundamento y una legitimidad mitológicos, como reiteradamente promete Orestes, desde el pasado del mito, a los atenienses del 458 a.C., esto es, que los argivos serán sus eternos aliados.
La era de la Orestíada es una época de rápidas y profundas transformacio- nes, pero también de violentas conmociones. Las reformas democráticas de Efialtes condujeron a su asesinato, posiblemente orquestado por aristócratas reaccionarios, y ciertamente la alianza con Argos fue extremadamente desagradable en el redil aristocrático. En esta frágil atmósfera política, existía un temor generalizado a una guerra civil en Atenas, y es exactamente esta posibilidad la que tanto Atenea (vv. 858-66) como las ahora favorables erinias (vv. 976-87) aplacan en Las euménides.
Conclusión
Los motivos conductores de la antigua tragedia, Hibris, Ate, Némesis y Tisis (el orgullo temerario que proviene de la insolencia, la ceguera que conduce a elecciones erróneas y al crimen, la venganza y el castigo), son ingeniosamente desarrollados por Esquilo en la Orestíada, la única trilogía del teatro griego antiguo que ha llegado íntegra hasta nuestros días. Las numerosas hibris parecen conducir a los protagonistas a través de una ruta de suplicios y dolores sin término. Sin embargo, esta ruta toma en Esquilo un giro inesperado: en Las euménides, Orestes es enviado hacia Atenas para ser juzgado por el Areópago.
El voto de Atenea apacigua la furia de las erinias y las transforma en diosas benévolas, en «euménides». Si, efectivamente, Esquilo inventó el episodio del juicio de Orestes en el Areópago, su concepción debe considerarse un triunfo, ya que logra simultáneamente múltiples propósitos.
En primer lugar, presenta a Atenas como el lugar donde se pone fin, por medios legales, a la secuencia aparentemente interminable de asesinatos que asolaron la casa real de Argos durante generaciones. Luego, legitima retroactivamente, invistiéndolas con la autoridad del mito, dos elecciones recientes de la facción democrática con un carácter fuertemente anti aris- tocrático: la reforma de la Corte Suprema y la alianza entre Atenas y Argos. El anciano Esquilo no dudó, apenas dos años antes de su muerte, en defender, no sin riesgos, una versión radical de la política democrática que muchos en ese momento —y no solo entonces—, consideraban extrema e indeseable.
Usando el mito de los atridas como vehículo, la Orestíada intenta una reescritura enérgica de la historia, en la que visita hitos clave del pasado humano y los reintroduce reconstruidos en el presente histórico. El principal de estos hitos es la transición del universo del matriarcado, la monarquía, la justicia propia y los demonios ctónicos al mundo del patriarcado, la democracia, el orden legal y los dioses olímpicos. De esta forma, la Orestíada reconstituye y redefine la relación del ciudadano ateniense no sólo con la formación política en la que vive, sino también con su propio pasado mítico e histórico. En lugar de quedarse en una simple mímesis, es decir, una representación de actores y un espejo escénico de la realidad vivida, la Orestíada constituye un medio potente y siempre actual para recrear la realidad.
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