GODARD

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Año 10 Nº 27 /// Precio S/. 12.00

FILMOGRAFÍA Blake Edwards MARIO MONIC ELLI

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Editorial Marzo 2011 Directores Claudio Cordero / Sebastián Pimentel Editor General Claudio Cordero Editor Ejecutivo Sebastián Pimentel Redactores Jaime Akamine, Diego Cabrera , Mario Castro Cobos, Juan Carlos Fangacio, Leny Fernández, Werner Jungbluth, Martín Mauricio, César Miranda y José Romero Carrillo

Motivos que justifican 10 años de trabajo godard! cumple diez años. Y una buena pregunta que se nos viene a la mente, en esta primera década de trabajo, es: ¿qué nos ha hecho llegar a estos diez años, y seguir saliendo como si fuera el primer número? En primer lugar, una razón que basta y sobra: nuestro indestructible amor al cine. En segundo lugar, podríamos decir, la necesidad de expresarnos, de pensar con el cine, y entenderlo como un alimento espiritual indispensable, como una forma de emprender una búsqueda ética, también. En tercer lugar, quizá, porque necesitamos discrepar sobre toda una forma comprender no solo la historia del cine peruano, sino la historia del cine en general. Pero allí no se detiene godard! Finalmente, nos dimos cuenta que hemos terminado haciendo mucho más que escribir artículos y críticas. Sin percatarnos, o ser muy conscientes de ello, cubrimos un espacio necesario para la crítica independiente, imparcializada, y desinteresada, algo que extrañábamos cuando recién empezábamos. Y es curioso, pero, quizá, sintomático, que ningún crítico de godard! haya sido invitado a formar parte de los jurados oficiales del Festival de Lima, ni de los concursos de CONACINE; y, por otro lado, tenemos que decir que hicimos nuestro modesto aporte para desbaratar un largo, acrítico, y aburrido ensalzamiento de Francisco Lombardi y Augusto Tamayo como los grandes referentes del cine peruano actual. Por otro lado, quizá duela decirlo, y no sea, precisamente, un motivo para celebrar, pero godard! se ha convertido en la única publicación independiente especializada en cine que sale, puntualmente, cada tres meses; y la única, actualmente, en circulación, que ha llegado a una edición 27. Tampoco tenemos reparos en decir que somos la única revista de crítica de cine que se toma el trabajo de comentar los estrenos de la cartelera comercial, y la única que se ha preocupado en descentralizar sus actividades, haciendo presentaciones y llevando ciclos de cine a ciudades como Arequipa, Chiclayo y Trujillo. Y continuando con esa labor de difusión, tenemos el placer de programar ininterrumpidamente, en colaboración con el Centro Cultural de Espala, ciclos de cine gratuitos para el público, invitando a los directores y exponiendo nuestros comentarios. Por último, como docentes, brindamos cursos especiales para el público interesado en aprender más sobre cine. Sin darnos cuenta, también, hemos propiciado el surgimiento de una nueva generación de críticos de cine, lo que nos llena de alegría. Nuestros críticos han participado, como jurados internacionales, en los festivales de Buenos Aires, Río de Janeiro, y Montreal. Nuestros corresponsales han sido acreditados en los festivales más importantes del planeta: Cannes, Berlín, Sundance, Sitges, BAFICI, Montreal, Viannale, Lima, Mar del Plata, Valladolid, In Edit, y Ars Electrónica. También, logramos convocar, alrededor nuestro, a un extraordinario equipo de colaboradores extranjeros: Ezequiel Acuña, Jorge Morales, Joel Poblete, Fabián Sancho, Eduardo D. Benítez, Silvia Romero. Además de escribir, regularmente, sobre cine peruano -el que llega a los cines y el que circula marginalmente, el que se produce en Lima y el de las provincias-, nos hemos acercado a los directores. Allí están nuestras entrevistas a realizadores como Armando Robles Godoy, Claudia Llosa, Daniel y Diego Vega, Gianfranco Quattrini, Javier Corcuera, Fernando Montenegro, Rafael Arévalo, y Jorge Vignati; la organización de ciclos de conversatorios sobre cine nacional; la promoción de la exhibición del cine peruano independiente; y la introducción del premio de la revista godard! a la mejor película peruana del año, reconocimiento que fue otorgado, en 2010, a Octubre de Daniel y Diego Vega. Pero, quizá, nuestros recuerdos más entrañables giren en torno a un gran hombre: Armando Robles Godoy. En estos diez años, ayudamos a rehabilitar su prestigio crítico. La Muralla Verde fue declarada por esta revista, antes que ninguna otra, como la mejor en la historia del cine peruano, y tuvimos el privilegio de ofrecerle un homenaje en vida, el primero y único que recibió por parte de críticos peruanos. Finalmente, gracias a los comentarios de godard!, los programadores de Bafici se animaron a rastrear el paradero de La Muralla Verde, y encontraron la única copia existente. Creemos que, tan solo por esta única razón, ha valido la pena hacer godard! Y hasta ahora nos preguntan, ¿qué significa ese signo de exclamación?

Colaboradores Eduardo D. Benítez, Italo Corvetto, Malena Martínez, Andrés Mego, Jorge Morales Raúl Ortiz, Joel Poblete, Jaime Rivera, Renzo Rodríguez Toro, Silvia Romero, Fabián Sancho y Ernesto Zelaya Creativo Gráfico y Diagramación Felipe Esparza Suscripciones María Pía Arriola Editor Web Juan Carlos Fangacio Agradecimientos Noelia Arguedas, Miguel Ángel Bazán, Alicia Bisso, Tania Burga, Melissa Cordero Julio García, Carlos Lomparte, Diana López, Mey Lin López, Sarah Mansilla, Nelly Mendoza, Javier Miyasato, Marcela Robles, Juan Sánchez, Jessica Sarmiento, Ana María Teruel, César, Alberto Venero, Raquel Vidal y Juan Zevallos Portada Ricardo Darín y Martina Gusman en Carancho. Depósito Legal N°: 2005-5567 Dirección Jirón Nazca 354 Jesús María – Lima, Perú Teléfono 431-9079 / 986-073-925 Imprenta Lucent Perú María Quispe Envíenos sus comentarios y sugerencias a revista.godard@gmail.com Para información sobre suscripciones suscripciones.godard@gmail.com

Sumario Two shot 4: Red Social /// Críticas 6: Temple de Acero, Lazos de Sangre, El Escritor Oculto, La Cinta Blanca, El Cisne Negro, El Discurso del Rey /// Zoom 18: Profundo Sur /// Cine peruano 20: El Camino de los Independientes ///Expediente 23: La Carrera Hacia el Poder /// Especial 25: Carancho /// Filmografía 30: Blake Edwards /// Festival 38: Viennale 2010 /// Centenario 41: Ishiro Honda, Vincent Price /// Cine mundial 46: James Benning /// En memoria 50: Mario Monicelli, Irvin Kershner /// Rincón clásico 56: Tabú de Murnau /// Librofilm 58 3>

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Two Shot

Red Social Ciudadano Zuckerberg La gran película de David Fincher cayó derrotada en manos de El Discurso del Rey, pero estamos seguros que el tiempo le dará el lugar que se merece.

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EL CLUB DE LOS FALSOS PROFETAS

UN HOMBRE SOLO

Por CLAUDIO CORDERO ¿Aún se acuerdan de 21? Aquel filme fue moderadamente exitoso cuando se estrenó en 2008. Trataba sobre un grupo de estudiantes universitarios, cerebritos todos ellos, que usaban sus habilidades con los números para saquear los principales casinos de Las Vegas. La fantasía hecha realidad de cualquier adolescente ávido por tener dinero y despilfarrarlo. Aquel relato moral se basaba en un libro de no ficción, escrito por Ben Mezrich, autor, también, de “Multimillonarios por accidente”, el mismo que acaba de convertirse en una película sumamente aclamada por el público y la crítica. Hablamos, por supuesto, de Red Social, octavo largometraje de David Fincher, que si bien tiene algunos puntos en común con 21, también tiene un acabado exquisito, y una compleja arquitectura de saltos temporales, y diálogos superpuestos, que la colocan en una categoría muy aparte. Debo reconocer que la premisa de Red Social no terminaba de seducirme. No porque tenga algo contra los nerds de la computación, sino porque temía que la historia sobre la creación de Facebook pudiese derivar en la mitifación de unos jóvenes que han entrado a la Historia –y a la portada de la revista Time- por acumular una fortuna sin derramar una gota de sudor. Tampoco imaginaba a David Fincher haciendo una película plana -no a estas alturas de su carrera-, pero temía que su talento visual fuera desaprovechado en una serie de intrigas alrededor de un geniecillo autosuficiente y aislado de sus propios sentimientos. En otras palabras, me costaba aceptar a Mark Zuckerberg –creador de Facebook y el multimillonario más joven del mundo- como el Charles Foster Kane de nuestros días. Quizás Red Social nos sea la segunda llegada a la Tierra del Ciudadano Kane (1941), pero ha conseguido algo que no ocurre todos los días: mantenerme fascinado con unos personajes que individualmente tienen poco magnetismo, y que son, más bien, superficiales (con la notable excepción de Eduardo Saverin, socio y confidente de Zuckerberg), pero cuyas relaciones de amistad y poder son un libro abierto a los misterios de la naturaleza humana, a eso que la sociedad llama “conducta” e intenta clasificar vanamente a través de gustos e intereses. He aquí una película sobre jóvenes triunfadores, algunos más seductores y fanfarrones que otros, pero que están atrapados en su propia vanidad, en su propia soledad. Y perturba que estos mesías leprosos de la era de la información –unos imberbes dispuestos a clavar puñaladas en cualquier espalda cercana- sean quienes hayan configurado la manera cómo la mayoría de personas nos comunicamos hoy. Red Social es una obra tan o más oscura que Pecados Capitales (1995) o Zodiaco (2007), hasta hace poco los filmes más prestigiosos de David Fincher. Hay momentos donde Zuckerberg parece un chico inofensivo y fácilmente vulnerable –su primera escena es una ruptura amorosa de lo más patética-, pero hay otros -especialmente los que suceden en el presente, durante el juicio con sus ex compañeros de Harvard- donde Zuckerberg (interpretado con gran convicción por Jesse Eisenberg) tiene la mirada fría de un asesino, a sabiendas de que sus billones de dólares lo han hecho intocable, está más allá de cualquier apología o reprobación, y ha hecho lo que se espera de él: llevar los negocios a un terreno existencial, convirtiéndose en el amigo más despiadado que todos tenemos en común. Para Zuckerberg no se trata de hacer dinero y gastarlo a lo grande, sino de ser alguien en este mundo donde el anonimato es casi una maldición.

“Ciudadano Zuckerberg” han llamado, algunos, a esta oscura elegía sobre el creador de Facebook. Razones no faltan. Al igual que en Ciudadano Kane, de Orson Welles, se trata de identificar un enigma que parece escabullirse, de navegar por el pasado para desenmarañar una vida, un misterio. Todo a partir de una excusa: en la cinta de Welles, la investigación partía de la palabra pronunciada por Charles Foster Kane antes de morir. En Red Social, la excusa es menos literaria: como parte de las mesas de negociaciones -que evitarían cruentas demandas judiciales-, Mark Zuckerberg (Jesse Eisenberg), el multimillonario más joven del mundo, responde las preguntas, hechas por los abogados, de aquellos que salieron perdiendo en su carrera por el éxito. Uno de los puntos que han hecho de Red Social el filme potente y fascinante que es, recae, precisamente, en su montaje, en su estructura narrativa hecha de vueltas al pasado con las que, sin embargo, los espectadores tienen que especular: diálogos e imágenes ofrecidas para ser discutidas, cotejadas, interpretadas, siempre en función al enigma de base. Las mejores películas de Fincher (por ejemplo, sus otras dos obras maestras: Pecados Capitales, y Zodiaco) son retos tanto intelectuales como emocionales -de una complejidad difícil de encontrar en una industria cada vez más hipotecada a gustos “adolescentes”. Así, si en Pecados Capitales y Zodiaco partíamos de un homicidio, en Red Social lo hacemos de una zona oscura, de un hecho luctuoso. Y, también, como en el caso de los filmes sobre serial killers, es difícil distinguir quién es el villano. No solo sabemos que cada escena del pasado conducirá a la fatalidad. Todo está cargado de ambigüedad. Y, por otro lado, es como si toda la indagación escondiera ciertos signos, o señales crípticas (los mensajes cifrados del asesino del Zodiaco; el código bíblico en Pecados Capitales; y, en el caso de Zuckerberg, algunas de sus palabras, gestos y actitudes que pasaron desapercibidas en un primer momento, pero que luego iluminan la lectura del proceso): un aura misteriosa y amenazante se cierne sobre cada escenario, cada sospechoso, testigo, o víctima. Pero no se crea que Red Social es “negra”. A diferencia de sus anteriores filmes -El curioso caso de Benjamin Button (2008) puede ser la excepción-, aquí Fincher tensa una dirección que equilibra la comedia -muy sutil y hasta “flemática”, como ilustran los gemelos Vinklevoss (Armie Hammer), correctos y eternos rezagados de la contienda-, el drama -donde puede hallarse lo más interesante, centrado en la malograda amistad de Zuckerberg y su socio, Eduardo Saverin (Andrew Garfield)-, y la pesquisa “judicial”. Y, efectivamente, como decíamos líneas arriba, más allá de la factura impecable de la cinta, en todos sus aspectos (guión, elenco, montaje, dirección artística, etc., precisión y perfeccionismo que no pasaron inadvertidos para la Academia), lo que hace de Red Social un filme perturbador recae en que la verdad, detrás de la indagación, no es más que la desgracia íntima del hombre más poderoso. ¿A costa de qué precio se conquista el mundo?, ¿qué venganza es la que explica el enigma de Kane, y el enigma de América? eran algunas de las preguntas de Welles en su opera prima. Pues el enigma del ciudadano Zuckerberg, y de la nueva sociedad que lo rodea, no es menos apasionante y complejo.

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Críticas

Temple de

Acero críticas

Por CLAUDIO CORDERO

La primera adaptación de Temple de Acero se remonta a 1969, un año significativo para el western por la calidad de títulos como La Pandilla Salvaje y Dos Hombres y un Destino, pero también porque el género americano por excelencia se encaminaba, inexorablemente, hacia su etapa crepuscular. Han pasado más de cuarenta años desde que John Wayne, gordo y con un parche en el ojo, aniquiló a cuatro forajidos sin ayuda de nadie. Desde entonces, el western ha seguido aportando algunas obras notables, pero cada vez más esporádicamente, convirtiéndose en el más llorado cadáver en la historia del cine. Creo que los mejores westerns de los últimos años –pienso en Pacto de Justicia (2003), de Kevin Costner, o El Asesinato de Jesse James por el Cobarde Robert Ford (2007), de Andrew Dominik- no son ajenos a este sentimiento de pérdida y añoranza. Por eso, cuando se hizo público que los hermanos Coen iban a filmar una nueva versión de Temple de Acero, más de un crítico se llevó las manos a la cabeza. ¿Acaso no habían aprendido los Coen que con clásicos, como El Quinteto de la Muerte (2004), mejor no se juega? Ahora que la película está finalizada y le pertenece al público, no falta alguno que se pregunte si de verdad estos son los mismos autores de Barton Fink (1991), Fargo (1996), El Hombre que Nunca Estuvo (2001), entre otras joyas oscuras, donde la amargura del absurdo no encontraba otro sedante que un humor negro y socarrón. Joel y Ethan Coen se merecen todo mi respeto por haber triunfado bajo sus propias reglas, ///

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haciendo un cine misterioso, desdramatizado, incómodo, y que invita a reflexionar y reírse de uno mismo, si es que se tiene la lucidez para hacerlo. Pero de pronto, sin ningún aviso, los ex enfant terribles de Hollywood ostentan un taquillazo: Temple de Acero ha recaudado más de $150 millones, solo en EE.UU., cifra bastante robusta para un western, y que corrobora la amplia aceptación que está teniendo el filme, algo que nadie esperaba de los Coen. Eso no implica que se hayan ablandado un pelo. Tengo presente que los Coen cuentan, en su filmografía, con obras maestras como De Paseo a la Muerte (1990), Identidad Peligrosa (1998), y Sin Lugar para los Débiles (2007). Pero no quiero dejar de señalar que Temple de Acero es mi favorita entre todas ellas. No creo que sea una declaración apresurada. No estoy diciendo que sea superior a todo lo que hayan hecho antes. Solo que esta vez los Coen me ha sobrecogido con su romanticismo, con sus imágenes de ensueño; la cruzada de una niña, por vengar la muerte de su padre, se me ha manifestado en todo su poder poético, de una manera que la versión antigua -competente y simpática- ni siquiera me había dejado entrever. Es verdad que la lectura que han hecho los Coen de la novela “True Grit”, de Charles Portis, tiene muchos puntos en común con el clásico de Henry Hathaway (hay escenas prácticamente idénticas). Pero aquí ocurre algo distinto, inesperado, en un género habitualmente realista como el western: poco a poco se va filtrando, en el polvoroso camino, un mundo de colores y formas que conducen a la abstracción,

TRUE GRIT

(Estados Unidos, 2010) Dirección: Joel Coen, Ethan Coen. Guión: Joel Coen, Ethan Coen (Novela: Charles Portis). Protagonistas: Jeff Bridges, Matt Damon, Josh Brolin, Hailee Steinfeld. Duración: 110 minutos.

dotando a todos los elementos que entran en el encuadre de una dimensión mítica y sobrenatural. Cada personaje que la pequeña Mattie Ross encuentra en su camino es una presencia mágica e inolvidable. Algunas de las tomas más espléndidas están consagradas al ingreso en escena de un nuevo actor, sea este Jeff Bridges, Matt Damon, o un cadáver -colgado de un árbol inexplicablemente alto. La joven actriz Hailee Steinfeld es una revelación en el rol principal, y los Coen pueden reposar la cámara, tranquilamente, en su conmovido rostro, dejando constancia de que Mattie es protagonista y testigo de los hechos. Temple de Acero es narración en primera persona. La evocación de un episodio efímero pero intenso, afiebrado, límite. No es casualidad de que Mattie despierte de este sueño y nunca se reponga de él, que nunca vuelva a ver a ese comisario aturdido por el alcohol, pero corajudo y noble como pocos. Como bien dice la película, la inocencia se acaba, y el tiempo se nos escapa. Pero gracias a Temple de Acero siempre podremos redescubrir el mundo con ojos de aventurero. O, si eres “Gallo” Cogburn, con un ojo de aventurero.


Críticas

Lazos de sangre (Winter’s bone) Por JOSÉ ROMERO CARRILLO Lazos de Sangre es una inmersión a la Norteamérica profunda, a aquella que las películas de la industria no le prestan mayor atención -pues no les es provechoso retirarse de las grandes urbes, de los cánones establecidos, de las historias que se cuentan una y otra vez. En ese sentido, esta cinta apuesta por perturbar al espectador a razón de mostrarle una realidad desgarradora y pocas veces retratada. Este pueblo del interior de Missouri nos hace recordar que Norteamérica se cimentó bajo la ley del más fuerte, y mucho de ello queda en estas sociedades aisladas que se rigen bajo algo similar a viejos códigos tribales, que son lo único que los protege del exterior, de la autoridad del Estado invasor, para perpetuarse. La segunda película de Debra Granik tiene la potencia necesaria para no dejar indiferente a nadie. Pero, para ello, requiere que uno se deje guiar, que esté dispuesto a apreciar un relato sensible e intimista, y, lo más importante, una película que no se sujeta a un género cinematográfico. Esto último, se podría afirmar, fue el reclamo de un gran sector de espectadores que se sintió desconcertado, pues, para muchos, la cinta, de ritmo lento, no contaba una gran historia. Partamos, entonces, de la premisa inicial: Ree, de diecisiete años, es la hermana mayor de un hogar disfuncional; la madre, presa de la depresión, se ha desentendido de sus dos pequeños hijos, y se ha refugiado en un permanente mutismo; y el padre, drogadicto y delincuente, de presencia intermitente, quizá sea la razón del estado catatónico de la mujer. El detonante de la historia se da cuando el padre, luego de varias semanas de ausencia, falta a

su juicio, y, como la casa estaba puesta como garantía, toda la familia se encuentra al borde de un inminente desalojo. Entonces, la hija mayor, Ree, debe seguir su rastro para devolverlo a prisión, o confirmar los rumores de que este ha muerto y, lo más importante, obtener una prueba que sea válida ante la ley -de ahí el título original. Lo que viene, a continuación, es el cruel relato de aprendizaje de una jovencita que, un buen día, es forzada a dar el paso hacia la madurez, pues debe cargar con la responsabilidad de dos pequeños niños, y de una madre enferma. Pero esta aceptación no es inmediata, sino, se podría decir, es producto de la resignación, la de imposibilidad de que alguien más sea quien se sacrifique. Más que un acto de heroicidad, es un viaje hacia la sobrevivencia, como aquel sueño en el que las indefensas ardillas huyen mientras el bosque, su hogar, es devastado. La búsqueda del padre ausente es, para la directora, la excusa ideal con la que nos introduce en ese olvidado agujero negro que se esconde en el sur de los Estados Unidos, mundo rural protegido por una geografía agreste que la aísla de sus compatriotas, aparentemente, más favorecidos por la civilización. Una vez que el instinto de supervivencia es lo que rige a Ree, compartimos, con ella, su viaje emocional a través de un mundo sórdido e inexpugnable, un descenso a un infierno montañoso, uno de parajes áridos y solitarios, que, apenas, esconde la miseria y la podredumbre moral de sus habitantes.

WINTER’S BONE

(Estados Unidos, 2010) Dirección: Debra Granik. Guión: Debra Granik, Anne Rossellini (Novela: Daniel Woodrell). Protagonistas: Jennifer Lawrence, John Hawkes, Lauren Sweetser, Garret Dillahunt. Duración: 100 minutos.

Su tío Teardrop, un vaquero venido a menos, y adicto al crack, será el único que la proteja a prudente distancia, consciente de que su vida corre mayor riesgo si es él quien empieza a preguntar sobre el paradero del padre de Ree. Debra Granik opta por un estilo semidocumental; quizá, la única manera posible de retratar lo más fielmente este costado vergonzoso de los Estados Unidos. Y su preocupación, más que en los diálogos, está los primeros planos que privilegian gestos, miradas; como en aquellos instantes en los que nuestra protagonista vence el miedo para reconocer uno mayor. Es a partir de esos inmensos detalles que lograrnos meternos en la piel de Ree, y sentimos el temor de ingresar a un territorio pesadillesco, que no permite vuelta atrás. El peso del relato lo tiene la novel actriz Jennifer Lawrence, y cumple su rol a cabalidad. Debo reconocer que, en raras ocasiones, se da el milagro de encontrar intérpretes que transmitan honestidad, verdad, al solo ser registrados por la cámara. En gran medida, es gracias a su portentosa actuación que nosotros, los espectadores, no podemos escapar ni desviar la mirada del calvario de Ree, y que seamos participes de su aventura iniciática hacia una prematura madurez. Lazos de Sangre no te otorga todas las respuestas, ni debería hacerlo; solamente algunas interrogantes son resueltas. Y el final lo es solo para Ree; pues Teardrop se encuentra a punto de iniciar otro camino. Así de frágil y hostil resulta la existencia humana en este paradójico Edén del país del norte.

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Críticas

La Cinta Blanca Por DIEGO CABRERA Resulta paradójico que La Cinta Blanca se haya estrenado, en nuestro país, el 25 de diciembre pasado. Y es que para la mayoría de cinéfilos locales, siempre es motivo de celebración el poder ver una película de Michael Haneke en formato fílmico -antes vimos La Profesora de Piano (2001), Escondido (2005) y Juegos Macabros (2007).

Esa motivación llevó, a su director, a establecer un planteamiento aséptico, donde los plots son, en realidad, estratagemas que apuntan a la incertidumbre, que potencian el misterio, y apuntalan las sospechas en torno a quién o quiénes podrían ser los autores de los crímenes de Eischwald, pequeño pueblo protestante del norte de Alemania.

Sin embargo, a un espectador más convencional le suele resultar indiferente el estreno de un filme que no forme parte del estándar hollywoodense. Aunque, en esta ocasión, se trata de uno que llegó precedido del reconocimiento internacional -el 2009 ganó, entre otros premios, la Palma de Oro del Festival de Cannes, y el Globo de Oro.

Haneke opta por tomar distancia de lo retratado, para proyectarlo de forma más “objetiva”. No es casualidad que la presencia de la cámara sea casi imperceptible, salvo en momentos en los que el amor entre el maestro -y narrador del relato- y Eva -la niñera de los hijos menores del Barón del pueblo-, comienza a aflorar: dos escenas aisladas, en un baile y una carroza, respectivamente, en las que la cámara, primero, gira alrededor de los enamorados en círculos intensos -como sus sentimientos- y, luego, vibra al ritmo de los latidos de sus corazones.

Quizás por eso -porque mucha publicidad no tuvo-, durante las tres semanas que permaneció en cartelera, las escasas salas que la proyectaban lucieron medianamente llenas. No obstante, por los comentarios y quejas que escuchamos al salir de las funciones a las que asistimos, presumimos que, para muchos, La Cinta Blanca fue la sorpresa menos grata –o, al menos, la “más aburrida”- de esta última navidad. No nos sorprende, pues se trata de una cinta de ritmo exigente y en la que, además, reina el desconcierto. No hay en ella, pues, ningún afán de entretenimiento. Su intención, por el contrario, es motivar la reflexión a partir de una historia en la que se rastrean los orígenes de La Segunda Guerra Mundial –y más aún, del mal, en un sentido ideológico.

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Tampoco es gratuita la duración de los encuadres, pues el tiempo que duran los planos es el que se requiere para poder indagar en los rostros y el lenguaje corporal de los moradores de un pueblo en el que todos parecen ser culpables y, así, tratar de descubrir el misterio que signa la película. La posición de la cámara, frontal, estática, y a la altura de la mirada, tampoco es arbitraria, dado que lo que el director austro-alemán persigue -siempre- es conseguir un registro realista y cotidiano. Por eso, no hay en escena ornamentación alguna, y solo se utiliza música incidental.

Haneke es un naturalista. Por ello, prefiere el documento al artífico: si decidió hacer una cinta en blanco y negro, en tiempos en los que está de moda el 3D, es porque los recuerdos de la época a la que está adscrita la obra -entre julio de 1913 y agosto de 1914, cuando estalló La Primera Guerra Mundial- así lo exigían. Pero Haneke no se limita a recrear un registro anticuado, sino que le da una expresividad particular, una que trasciende lo meramente estético (las imágenes tienen una apariencia bella, pero su contenido es corrupto). Así, la iluminación, diáfana en exteriores, y opaca o de claroscuros en interiores, sirve, también, para connotar: la oscuridad, las sombras, simbolizan el dolor (cuando un niño devela el rostro de la campesina muerta, y encuentra a uno de sus hijos velándola en silencio), la culpa (cuando Martín y Klara son castigados, o sea “purificados”, por su padre, el pastor), o el pecado (cuando Rudi descubre, una noche que no podía dormir, a la hermana sufriendo los abusos de su padre, el doctor). En Eischwald parece no haber lugar para la esperanza. Sus niños, pertenecientes a la generación del nazismo, no conocieron la inocencia. La filosofía de sus padres los obligó a crecer temiéndole a la autoridad, a asociar el pensamiento religioso con el fanatismo, la ‘pureza’ con el absolutismo, y la ausencia de esta, con el castigo. Por eso se entiende que la cinta blanca -que sus padres les hacían llevar en el brazo, o el cabello, durante la infancia, para recordarles su inocencia y la educación que recibieron-haya sido cambiada, en la adultez, por una banda roja. Con un círculo blanco al centro, la nueva banda tenía, dibujado en medio, una esvástica negra. Negra, como el color de la muerte.

DAS WAIßE BAND

(Alemania-Austria, 2009) Dirección: Michael Haneke. Guión: Michael Haneke. Protagonistas: Christian Friedel, Ulrich Tukur, Josef Bierbichler, Leonard Proxauf. Duración: 144 minutos.


Críticas

El Escritor Oculto Por SEBASTIÁN PIMENTAL En este thriller el protagonista (Ewan McGregor) no tiene nombre, nunca se pronuncia. Es un escritor a sueldo a quien le gusta referirse a sí mismo como “el fantasma”, en alusión a su condición oculta de “negro” literario, de “ghostwriter”. Y es que él es, también, una figura sin presencia en la Historia. Todo lo contrario a su cliente, Adam Lang (Pierce Brosnan), Primer Ministro británico cuya vida guarda más de un secreto por descubrir.

Como le sucedía a la Sra. Woodhouse (Mia Farrow) en el edificio poseído de El Bebé de Rosemary (1968), o al mismo Szpilman, en el departamento abandonado donde podía escuchar las matanzas -pero no verlas completamente-, McGregor está atrapado en el islote del político británico, donde todas las presencias (desde la secretaria, hasta los menudos sirvientes orientales) parecen esconder una función vigilante y delatora.

Precisamente, uno de los aspectos más interesantes del filme quizá recaiga en la soltura con que Polanski ha a dirigido a sus actores -un rasgo distintivo de su cine, a fin de cuentas. Frescura que contribuye a ese deslizamiento constante de apuntes cómicos -solo falta recordar una de las primeras secuencias: la deliciosa reunión de McGregor con los jefes de la editorial- que hacen aparecer como inofensiva, y próxima, una experiencia que, poco a poco, se va haciendo más oscura. Aspecto siniestro que empieza con la alusión a la sospechosa muerte del anterior “fantasma”, hasta las conexiones del ministro con un control político que viene de otro país.

Estamos, pues, dentro de una poética del “engaño”, donde un protagonista, del que no sabemos mucho -la mayoría de héroes polanskianos parecen tener una cualidad “transparente” o infantil, casi exenta de cualquier turbación o pasado que los haga un tema en sí mismo, desde la Mia Farrow de El Bebé de Rosemary, hasta el Hugh Grant de Luna de Hiel (1992)-, pierde la inocencia, y se enfrenta a la soledad radical.

Quizá, a primera vista, la huida del exterminio nazi del músico Szpilman (Adrien Brody, en El Pianista) no tenga mucho que ver con las andanzas de nuestro escritor. Pero ese es un error, si se mira solo superficialmente. Polanski es un maestro del cine porque domina, como nadie, el arte de la elusión visual, la muestra parcial, el “fuera de campo”. Se trata de ver y no ver, de sugerir una presencia maligna que escapa al campo de observación, de sugerir la omnipresencia del Mal.

Sin embargo, es la soledad la que hace surgir una necesidad de establecer vínculos decisivos en la aventura de descubrimiento de un subsuelo infecto y luctuoso: el héroe, atrapado en una red de “actuaciones” interesadas, parece acceder cierto rostro “humano” del corrupto. Y más que el personaje del político, habría que mencionar el de Ruth Lang (Olivia Williams), su mujer, quien, como el Fagin (Ben Kingsley) de Oliver Twist (2005) -uno de los filmes más bellos del director polaco-, resume una mezcla de seducción, cariño, y manipulación, respecto al protagonista. Lo extraordinario es que Polanski nos acerca, realmente, a una duda esencial: ¿qué afecto sincero llegó a desprenderse de

Ruth Lang, del viejo Fagin, o del Oscar (Peter Coyote) de Luna de Hiel? ¿cuál es la verdadera naturaleza de ese vínculo o complicidad? ¿qué reducto de humanidad conoció “el fantasma”? Finalmente, con este escritor a sueldo también reconocemos a personajes no solo “transparentes”, sino también vulnerables, muy a menudo entre lo último de la pirámide social. Como a Spilzman, al que le quitan todo, su nombre, su ropa, y se convierte en menos que nada, en nadie. Son víctimas sin ninguna cuota de poder: lo que les queda es sobrevivir. Es lo que pasa, por último, con Oliver (Barney Clark), niño de la calle engañado y utilizado por los hampones de los barrios bajos del Londres del siglo XIX. Esta vez, Polanski ha vuelto a filmar una Inglaterra neblinosa. Pero Oliver ha crecido. Ahora, escribe la biografía de un ciudadano “ejemplar”. Y lo que no sabe es que los embaucadores y falsarios ya no serán los usureros, los vividores de las cloacas de la ciudad, sino los hombres más poderosos del mundo, los gobernantes de cuello y corbata, coludidos en un plan que va más allá de las fronteras. El escribidor trata de creer en lo que ve. Aunque todo, a pesar de su aire familiar, se vea tan extraño -como esas paredes de vidrio, transparentes, por las que observa al ministro hacer sus ejercicios diarios. En efecto, todo parece translúcido en esta estancia, en ese puerto sin habitantes, pero todo es opaco, imprevisible, y trágico. De la metafísica a la política, con una clara alusión a Tony Blair y algo más, El Escritor Oculto no deja de ser una exaltación de los poderes más sutiles del cine.

THE GHOST WRITER

(Francia-Alemania-Inglaterra, 2010) Dirección: Roman Polanski. Guión: Robert Harris, Roman Polanski (Novela: Robert Harris) Protagonistas: Ewan McGregor, Pierce Brosnan, Olivia Williams, Tom Wilkinson. Duración: 128 minutos.

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Críticas

El Cisne Negro A favor

Leny Fernández

Nina Sayers (Natalie Portman) debe alcanzar la belleza en su próximo movimiento de ballet. Pero esa belleza no radica en la perfección, sino en la visceralidad, en dejar fuera sus miedos, en eliminar cualquier rastro de ese aire angelical que parece indesligable de su rostro de proporciones perfectas. La dicotomía, del rol protagonista que encarnará en la puesta de “El lago de los cisnes”, acelerará ese proceso de transformación. En 2009, Darren Aronofsky estrenó El Luchador (2008), película que marcó el retorno, por todo lo alto, de Mickey Rourke, con un papel que parecía emular su propia historia. No obstante, el problema de esa cinta residía en haber contextualizado el flagelo vivido por el personaje principal –el cual mostraba la crudeza de la lucha libre-, con un innecesario drama familiar y romántico que restaba fuerza a la decadencia que, tan bien, había sido mostrada tras bastidores, y que alejaba de la leyenda a esos hombres de cuerpo esculpido a base de esteroides. Todo lo contrario sucede en El Cisne Negro, en el que no hay lugar para costados amables. El clima de pesadilla abarca el íntegro del metraje, sin otorgar respiros para su protagonista, quien soporta los cruentos embates de sus fantasmas internos. Precisamente, es ese aspecto el que ha incomodado a muchos, quienes no han dudado de tildarla de “efectista”, por el montaje acelerado y sin tregua, así como por las dosis de grand guignol. Sin embargo, el ritmo del relato, y las laceraciones sufridas por Nina, no se pueden considerar excesivas cuando encuentran plena justificación en el quiebre emocional planteado, el cual no se limita solo a la búsqueda de la perfección, sino que trata, sobre todo, de una aceptación de la adultez y, por ende, de asumirse desprotegida ante los lobos urbanos, esa jauría humana que pareciera estar siempre al acecho de almas frágiles. En ese sentido, la sensación de acoso nunca cesa en este filme del realizador de Réquiem por un Sueño (2000). El personaje principal tiene que enfrentar la asfixia que le provocan los únicos ambientes que frecuenta: en su hogar, es la madre (Barbara Hershey) -antigua bailarina-, quien se ocupa de su cuidado personal, incluso, en detalles íntimos; mientras en la escuela es su instructor (Vincent Cassel) el que le pide que deje de lado sus reparos y saque a flote su cariz más avezado. Asimismo, Lily (Mila Kunis), la muchacha que, con su presencia, amenaza con quitarle la posición alcanzada en el cuerpo de ballet, busca un permanente contacto con Nina, de quien le divierte su mirada huidiza y temor a flor de piel. Todos ellos sacan algún provecho de la protagonista, ya sea engordando su propia vanidad, o por el simple hecho de sentirse poderosos frente a su inexperiencia. El Cisne Negro, y su despliegue de frenesí, se acercan más a una pasión de tonos operáticos -en el que el horror cobra una buena cuota-, y, en consecuencia, se desmarca del mero drama psicológico. Aronofsky no ha realizado una banal exposición de artificios; solo ha dirigido sin temer a las miradas conservadoras y susceptibles, esas que hubieran preferido ahorrarse casi dos horas de vívido asomo por el infierno.

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En contra

Claudio Cordero

Darren Aronofsky empalma ese baño de humildad llamado El Luchador con El Cisne Negro, quinto largometraje de este joven director que reclama -casi a gritos- un lugar en la historia del cine. Como quedó probado desde sus primeras opus, Aronofsky es un virtuoso de la imagen y del sonido, ostenta un talento innegable para provocar sensaciones a través del montaje, convirtiendo cada corte y conjunción de planos en un martillazo a la cabeza del espectador. Pero este neoyorquino de 41 años es, además, un auteur con todas sus letras: obsesionado con la degradación del cuerpo y de la mente, no arroja ningún salvavidas a sus personajes, porque estos deben llegar hasta el último tramo de su autodestrucción. El típico héroe de Aronofsky solo es libre con la muerte. Hasta aquí todo bien. El cine necesita de gente con visión personal y reticente a aplicar formulas preconcebidas. No me imagino a Aronofsky complaciendo otros gustos que no sean los suyos, pero también puedo decir lo mismo de Gaspar Noé, Alejandro Gonzáles Iñárritu y otros directores a “tomar o dejar”. Si Aronofsky quiere exorcizar hasta el último demonio de su alma atormentada, lo único que le voy a pedir es que haga películas con sentido común, películas donde los personajes sean consistentes, y la trama sea inteligible desde el principio hasta el final. Con El Luchador, Aronofsky se acercó bastante a lo que le estoy pidiendo. Pero con El Cisne Negro ha involucionado hasta el kitsch, bastardizando “El lago de los cisnes” en una pelea de locas, un Showgirls mezclado con Carrie, La Profesora de Piano, Las Zapatillas Rojas, y Dios sabe qué otra cosa. Encima, termina celebrándose a sí mismo, en uno de los finales que mayor vergüenza ajena me ha provocado en los últimos años (esos aplausos parecen más apropiados para un concierto de heavy metal). Mi problema con El Cisne Negro es que no puedo verla sin tener la sensación de que no es una película orgánica, de que debo presionar fast forward hasta encontrar destellos fugaces de cine perturbador. Hay imágenes sutiles cuando no pasa nada (algunas miradas entre Natalie Portman y Barbara Hershey, la espalda de una bailarina arrugándose como acordeón), pero mi interés decae rápido. Aronofsky sabe cómo crear atmósferas asfixiantes, cómo hacerte retorcer de dolor sin apelar a nada más que la mirada. Lo que ignora es que las auténticas obras de arte son un tributo a la reflexión y a la paciencia. Su afán de intensificar los clímax dramáticos lo hace cometer errores tontos, imperdonables. Me cuesta tomarme en serio que una bailarina sea mejor porque “empiece a tocarse”, que un director serio sea tan fanfarrón y posero como el que encarna Vincent Cassel, que una pastilla de éxtasis convierta a una freak en Lindsay Lohan con tutú. Me inclinaría gustosamente ante un Aronofsky voyeurista y morboso, un sádico de gustos exquisitos y retorcidos, pero aquí me encuentro, una vez más, con un sensacionalista demagogo, un puritano de closet, un agitador que advierte a grito pelado sobre los peligros de un mundo disoluto. Ya saben niñas, no metan sus narices en “El lago de los cines”. A menos, claro, que quieran dárselas de interesantes.


Críticas

A favor

Werner Jungbluth

Como ocurre de vez en cuando, la traducción del título original es correcta. Qué importante; es un rey, y va a dar un discurso. Un aura de solemnidad se conjura en nuestra imaginación, ante la inminencia de tal evento. No obstante, siendo correcta, la traducción se queda corta. El título también podría referirse al “habla” del rey, a su lengua. Y esto ya no se trata de la alocución de un dignatario, sino de su expresión, tanto fuera, como dentro de las paredes de Palacio, de su forma de comunicarse con la tara que lo aqueja. Es esta dimensión íntima lo que más destaca en este filme, de espléndida factura visual (la neblina londinense se mete en la cámara y nos recuerda la bruma que viene del Pacífico), y, como se ha dicho hasta la saciedad, con dos actuaciones destacables. Lo de Geoffrey Rush, como un terapeuta de lenguaje con corazón de psicoterapeuta y actor de segunda línea, es brillante. Pero lo de Colin Firth es especialmente cautivante en su vulnerabilidad. El retrato de una figura, en el poder, siempre resulta atractivo. En este caso, para ver lo dañado que está el príncipe. Son estos traumas de niñez, que el terapeuta Logue quiere desenterrar para curar al futuro rey, los que iluminan su cualidad humana. La escena en la que llora, como un niño, junto a su esposa, es lo más estremecedor de una cinta que transita, todo el tiempo, por una frontera de sensibilidad y calidez. Afortunadamente, el personaje no está diseñado como un “emo” con responsabilidades públicas; por momentos, muestra una arrogancia que uno presume de cuna y crianza, una asunción del rol que lo sitúa por encima de los mortales. Estas distintas facetas emergen cuando el terapeuta Lionel Logue lo interpela, y lo obliga a sentarse en su consultorio, en pie de igualdad. La irreverencia con la que Logue trata al tartamudo de sangre azul brinda otro punto de apoyo en la identificación con el personaje del hombre común que construye Rush, y propone un vínculo entre clases. Nos habla, además, de la posibilidad de sentarse a dialogar con el poder, y descubrir que todos merecemos un poco de ayuda si, y solo sí, se tiene la humildad suficiente como para reconocerlo, cosa rara cuando el personaje -precisamente- está en el poder. La mirada sobre la realeza y sobre las diferencias entre ésta y el “pueblo” es ciertamente amable, pero de ninguna manera complaciente, sino más bien accesible, que es la razón por la cual ha gustado tanto. El desprecio a lo “Real”, unido a la sospecha sobre el gusto popular, lleva, al crítico, a ningunear la cinta, calificándola como “académica”, o “correcta”, que es lo mismo que decir que no tiene alma. Esta cinta la tiene de sobra. Y se manifiesta con encanto, con un cierto apego al texto (sí, acaba con un discurso), y con revelaciones más bien sutiles, más acordes al dócil carácter de la maldita neblina.

En contra

Leny Fernández

La tartamudez de Jorge VI, y su lucha por vencer esa limitación, es el núcleo de esta película dirigida por Tom Hooper. El realizador se sirve de dos actores solventes en los roles protagónicos -Colin Firth y Geoffrey Rush- para contar una historia de superación que suele ser del gusto de Hollywood, tal como se comprobó en la última edición de los Oscar, en que desplazó a películas como Red Social, Temple de Acero, o Toy Story 3. Por supuesto, El Discurso del Rey resulta superior a otras cintas -también ganadoras de la estatuilla de la Academia-, que tenían como premisa argumental el esfuerzo y las buenas intenciones, como Rain man (1988), Forrest Gump (1994), o Una Mente Brillante (2001). Y es así porque el director -con esa parquedad propia del cine británico- ha sabido escapar de la sensiblería y de los diálogos subrayadamente edificantes, con algunos momentos de humor, y otros en los que las figuras de la realeza se despojan de la etiqueta y la diplomacia, para mostrar su lado menos formal. No obstante, en ese afán de asepsia, Hooper también prescindió de lo esencial: la profundidad. Es así que la cinta logra escarbar poco en la relación naciente entre estos dos personajes que se encuentran lejos del éxito en cada una de sus facetas: Jorge VI, a pesar de su condición, es visto con cierta desconfianza por la corte, debido a su problema de pronunciación; mientras su terapeuta es un actor frustrado, cuyos papeles, en el teatro, no se concretan por sus exageradas performances. Filmar ese reconocimiento mutuo hubiera señalado un derrotero interesante, y permitido conocer esa amistad implícita y, por cierto, a los seres humanos detrás de los rótulos de monarca y súbdito plebeyo. La cautela parece ser otro de los principios del director, quien no ha querido incomodar a nadie con su retrato del rey de Inglaterra –interpretado, con convicción, por el estupendo Colin Firth-. Solo existe un momento en el que este personaje se abandona en la admisión de su fracaso; pero este instante, en que el drama por fin alcanza un auténtico destello de pesar, es repasado rápidamente. Hopper apuesta, entonces, por la realización de la mera película alentadora, con factura impecable, y pegada al manual de la corrección. Lo más destacado de esta cinta -además de haber vencido la tentación de optar por lo melifluo-, está en el duelo actoral entre Firth y Rush, quienes lucen sus mejores armas de interpretación. En el caso del primero, el rictus nervioso ante los monstruosos micrófonos es manejado con solvencia, logrando transmitir una auténtica sensación de opresión. Rush, por su parte, demuestra que, cuando encuentra un director que controle sus arrebatos histriónicos, puede construir un personaje alejado de cualquier caricatura. Las cualidades de estos actores sostienen El Discurso del Rey, y hacen llevadera su liviandad. Sin embargo, terminada la proyección, tenemos la sensación de que ese esfuerzo conjunto no logró rescatar a un filme concebido, desde la raíz, como un “apta para todos” inofensivo y complaciente.

El Discurso del Rey

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Críticas hiperactivo de la imagen. Esto lo podemos constatar en 127 Horas, desde la elaborada secuencia de los créditos -un collage de celebraciones deportivas- hasta el presuroso ritmo con que se desarrolla el encuentro entre Aron (un carismático James Franco) y dos chicas extraviadas.

127 Horas Por CLAUDIO CORDERO

Un hombre sale al desierto sin avisarle a nadie. Cuando se encuentra escalando una montaña, queda atrapado bajo una roca que atenaza su brazo derecho. ¿Vendrá alguien a rescatarlo? La nueva película de Danny Boyle, la primera desde su arrollador éxito con Quisiera ser Millonario (2008), podría asumirse como una parábola, si no fuera porque su increíble historia de sobrevivencia está basada en hechos reales. Nuestro infeliz aventurero responde al nombre de Aron Ralston, autor a la postre del libro “Entre una roca y un lugar difícil”, material que Boyle y su guionista Simon Beaufoy han tomado como punto de partida para concebir este atractivo largometraje.

¿Qué sucede cuando un tren de carga se descontrola por el descuido de un operario despistado? Como en Rescate en el metro 123 (2009), una vez producido el incidente, empieza una carrera contra el reloj. La tensión estaba en la oralidad, en la conversación y el juego psicológico: la acción de la palabra. En Imparable, el drama se hace épico, también físico, y aprovecha esa potencia del cine para transmitir una presencia, una velocidad, y un peso inconmensurables. Pero seguimos en sociedades donde el control de las autoridades asciende a un nivel cada vez mayor, donde la vida se rige de acuerdo a una maquinaria, a un sistema de virtualidades materializadas en pantallas digitales. El mismo tablero frente al que el gobierno monitoreaba los pasos de su agente enviado al pasado para cambiar la historia, en Deja Vu (2006), es el que permite visualizar el trayecto del bólido que parece arrasar con todo lo que aparezca en su camino. Esta posibilidad del control-descontrol total, de la virtual manipulación o pérdida del influjo sobre la realidad, a través de la tecnología, es lo que el arte cinético y pulverizador del espaciotiempo de Scott aprovecha, al máximo, en sus últimos filmes. El “drama” es una prueba de resistencia tanto -o más- psicológica que física. Porque el azar y la lógica, la emotividad y la precisión quirúrgica, la acción sincronizada, adquieren un aura trascendente, un clímax

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En realidad, se trata de una adaptación fidedigna, ya que uno de los principales nudos de la narración -alternar las escenas que acontecen en la mente y en el cuerpo de Ralston- estaba bosquejado desde su estructura literaria. Eso no amortigua la sensación de que 127 Horas hubiese sido más redonda si se concentraba, exclusivamente, en las acciones físicas de Ralston, en la dramática lucha de su cuerpo por permanecer activo, con vida. A estas alturas, los que hemos seguido la carrera de Danny Boyle sabemos que el inglés detesta los tiempos muertos. La contemplación le produce escozor, y el realismo no es santo de su devoción. Para bien o para mal, Boyle es un

Apenas han transcurrido quince minutos, pero empezamos a sentir el trajín del itinerario. De pronto, ocurre el lamentable accidente: Aron es inmovilizado por una roca inmensa, y la sangre brota. Recién, entonces, aparece en imagen el título del filme. Todo lo demás ha sido un calentamiento, pura calistenia. Aquí empieza la cosa en serio. Interesante manera de ponernos en alerta, y de reforzar la idea de que la parálisis del protagonista -una persona joven, ágil, deportista- es el eje principal de la historia. El tiempo avanza, y los esfuerzos de Aron, por liberarse, son cada vez más inútiles; recoger una navaja suiza con una ramita, sostenida a los dedos del pie, se convierte en un gesto épico. Son los mejores momentos de 127 Horas: cuando Boyle intensifica lo que ocurre dentro de la cueva, en lugar de sobrecargarla de delirios y alucinaciones. La selección musical -uno de los puntos fuertes del director-, y la audacia para filmar el escalofriante escape de Aron -magistral secuencia gore-, realzan nuestra valoración de la obra. Quizás, Boyle no está llamado a hacer películas perfectas, pero sí emocionantes.

Imparable Por SEBASTIÁN PIMENTEL

propio, en esta lucha con una intensidad “presente” cada vez más dilatada. Por otro lado, se hace cada vez más evidente que los héroes de Scott -en este caso, dos operarios en pugna por un puesto de trabajo- no son fortachones glamorosos de proezas fantásticas, sino representantes de una clase anónima y obrera que, de pronto, tienen que afrontar la posibilidad de arriesgarlo todo -incluso, enfrentándose a las órdenes de las más altas esferas del poder, a los intereses económicos de las clases dirigentes. Imparable es mesmerizante por muchas razones. El montaje, por ejemplo, logra un

magnífico paralelo de ámbitos cotidianos -la familia de los protagonistas (Washington, Pine); otro tren atiborrado de niños; la tribulación de la jefa (Rosario Dawson) del sistema ferroviarioen función del trayecto de ese monstruo lleno de químicos letales que, como se ha dicho con certeza, parece una bestia desbocada con vida propia. Por último, una observación a distancia privilegia, de forma más realista que efectista, la fragilidad del hombre frente a su invención. Roger Ebert ha citado a la mítica El maquinista de La General (1926), de Buster Keaton, para hablar de este filme como de otro referente de la lucha entre el hombre, la máquina y el movimiento. Totalmente de acuerdo.


Críticas Hay que reconocer, claro, el afán “progresista” de la realizadora, que buscó darle un giro a lo que venía haciendo, una especie de llamada de alerta sobre su evolución. Sin embargo, su mejor estado no es el de la vida adulta -Bill Murray es la excepción, pero el mérito quizá sea suyo-, sino el del mundo adolescente, inmaduro y de color pastel, que muchos le critican. El de la música constante y decorativa (esta película es prácticamente diegética). El mundo de la melancolía mezclada con el capricho. No pienso que sea una coincidencia, en ese sentido, que el papel de Elle Fanning sea lo mejor de la película: una niña que evoca a sus personajes femeninos anteriores.

Somewhere:

En Un Lugar del Corazón

Por JUAN CARLOS FANGACIO La mayor parte de comentarios sobre la nueva película de Sofia Coppola han variado su valoración respecto a las producciones anteriores de la directora. Están, por un lado, los usuales detractores que ahora encuentran, en esta cinta, una madurez necesaria, un equilibrio renovador. Y están también (incluido el que escribe) quienes ven en ella un retroceso o una contención, por no decir un traspiés, dentro de su filmografía. Y es que no solo aterrizó con mal pie, con el dulzón título En Un Lugar del Corazón (nada que ver con el original Somewhere), sino que representa un cambio brusco en cuestiones de

La propuesta de Rodrigo Cortés es arriesgada. Pero, sobre todo, efectiva, en su intento por llamar la atención: una película de 90 minutos con un solo actor en escena (Ryan Reynolds), un enterrado que no sabe cómo ni por qué terminó dentro de ese cajón con un encendedor y un celular -para comunicarse, en la medida de sus posibilidades. Pero Enterrado no solo logra atraer espectadores con una sinopsis creativa y un buen tráiler. Enterrado es una gran cinta que utiliza bien las sensaciones más evidentes -claustrofobia, ansiedad, terror- y, también, hace uso de diagnósticos más sutiles, como el nihilismo más contemporáneo, y la relatividad de las comunicaciones humanas. Sobre esto último, hay que decir que despunta -rueba de ello, es la cantidad de premios que ha obtenido el guión de la película. En términos generales, lo mejor del filme es que logra alcanzar un realismo escalofriante dentro de un hecho poco común. Pero es a través del teléfono que, una tras otra, las conversaciones con el “mundo exterior” se suceden entre fracasos, frustraciones y amenazas. El diálogo es coloquial y,por momentos, claro está, lleno de desesperación. ¿Quién no ha padecido los tonos de espera, las contestadoras automáticas, o la inmutabilidad de un operador? Claro que,

estilo. Coppola altera su forma de sentir y vivir la nostalgia, y pone en práctica su tan mentada alabanza a Michelangelo Antonioni. Pero, lamentablemente, se pierde en el intento. La conmovedora incomprensión, en los personajes del italiano, está más que ausente en el cine de Coppola. Aquí, el único recurso es el letargo exagerado, sin profundidad, sin siquiera un poco de gracia que apele a la empatía. Para producir una sensación de desvarío incierto hace falta mucho más que planos largos y silenciosos. En general, no creo que la pasividad sea un impedimento de la emoción.

Puesto todo en una balanza, la película se desmorona por sí sola, y extraña los elementos que parecían haberse convertido en firma de la Coppola. Al final, no es aburrimiento lo que provoca, sino indiferencia, ante una falta de energía y fibra que estremezca. La esencia de la película pudo haberse simbolizado con un enigmático Ferrari abandonado en la carretera, pero se parece más al que da vueltas en círculos, sin rumbo aparente, y sin provocar el menor interés por su destino.

Enterrado Por JUAN CARLOS FANGACIO

como es de suponer, la angustia se multiplica exponencialmente si uno está atrapado varios metros bajo tierra. Existe también otro aspecto remarcable: los videos de unos rehenes clamando por auxilio podrían haber sido, en otra época, un recurso sensacionalista y poco creíble. Digamos, algo que solo-se-ve-en-el-cine. Pero, desde hace unos años, en el contexto de las filmadoras portátiles y los conflictos en el Medio Oriente, nos es común ver imágenes como estas -prisioneros pidiendo ayuda, captores exigiendo recompensas, y sangre en el medio- en noticiarios de televisión o de internet. Realidad escalofriante, pero que va camino a convertirse en una cotidianeidad insana que ya no sorprende.

Por último, a pesar de que la historia se desarrolla en Irak, e involucra a tropas militares e insurgentes, no tiene como fondo al terrorismo o a las ideologías. El crimen central se mueve en torno a algo probablemente peor: el dinero, la exigencia de una fianza, que es uno de los eslabones finales de una cadena de abusos, pobreza, crisis, guerras e invasiones. Todo un cúmulo de desastres que desembocan en un cajón, en primeros planos, ángulos limitados y diversos a la vez; en oscuridad, respiración agitada, y en el tiempo que corre sin contemplaciones. Una película redonda y mucho más profunda de lo que aparenta.

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Críticas delicadeza de los encadenamientos (pauteados por sencillas melodías de piano), y las tomas, panorámicas o aéreas, que nos acercan a cada cambio de historia. Todo esto transmite, por momentos, la sensación de un punto de vista narrativo que está más allá de la rapidez de la vida práctica, de una “mundanidad” donde todo tiende a volverse mercancía, a banalizarse.

Más Allá de la vida Por SEBASTIAN PIMENTEL Más Allá de la Vida entrecruza tres historias, unidas por experiencias íntimas con la muerte: la de Marie Lelay (Cecile de France), conductora de la TV francesa que, en una estadía vacacional, sobrevive a un desastre natural; la de Marcus (Frankie y George McLaren), niño londinense enfrentado a la pérdida de su hermano gemelo; y la de George Lonegan (Matt Damon), atribulado “vidente” de la clase trabajadora estadounidense, con la capacidad de escuchar a los allegados fallecidos de las personas que conoce. Desde un principio, llaman la atención los planos dilatados, el reposo envolvente de las tomas, la

La llamada Nueva Comedia Americana (con la factoría Judd Apatow a la cabeza) viene tematizando, en abundancia, la obsesión por perder la virginidad. En este nuevo milenio el paradigma de esas tropelías adolescentes es obviamente Supercool (2007), de Greg Mottola, esa odisea desquiciada en la que tres amigos se despiden del colegio al ritmo de cuantiosas ingestas de alcohol y el asedio infructuoso a las compañeras de su instituto. Y no es casualidad que uno de los protagonistas de aquel delirante metraje sea Michael Cera, el mismo que hoy reedita sus ansias románticosexuales en La Chica de mis Sueños, de Miguel Arteta. Este muchachito, oriundo de Canadá, reúne varias cualidades esenciales para encarnar al típico joven de las comedias “arties” de hoy. Mezcla rara entre nerd e irreverente, timidón y sensible, lo cierto es que Michael Cera es marca registrada de esa risa juvenil que resume melancolía y desfachatez en un mismo rostro. Y, acaso, el film de Arteta esté focalizado en la figura de este flamante actor más de lo que sospechamos. Porque, en definitiva, se trata de una invitación a delirar sobre la propia impugnación de Michael Cera por el mismo Michael Cera. Pues todo el conflicto de La Chica de mis Sueños gira alrededor del trastorno de la doble identidad, del exceso de imaginación como contrapeso de una timidez sin parangón. Nick Twisp –el personaje interpretado por el actor de Juno (2007)- es, por un lado, el chico

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Resulta que esa es, también, la perspectiva de los protagonistas. George debe lidiar con su hermano, quien le propone sacar partido de su capacidad psíquica y emprender un negocio lucrativo -sin atender a sus angustias por no ser alguien “normal”-. Marie, por su parte, se siente ajena a la lógica laboral. Ella descubre que, más que una persona, era considerada una “imagen”los emplazamientos de la cámara nos remiten, más de una vez, a una visión crítica frente a los avisos publicitarios que estelariza. No es que los protagonistas sean “santos” y el resto “villanos”. De alguna forma, el desconcierto de la mayoría, hacia estos tocados por la pérdida y la conciencia de la mortalidad, es entendible. Y es que el filme abre puertas de sensibilidad que dejan atrás las formas sutiles de engaño, de instrumentalización, que hacen el día a día –aspectos que son vistos, conforme avanza el metraje, de forma más distante y crítica: en la búsqueda de su hermano, Marcus prueba a todos los farsantes que fingen ser videntes, y se

topa con un mundo “falso” -el mismo con que se toparon George y Marie. Lejos de personificar las miserias de la vida en un “villano” o “antagonista” -lo que nos llevaría hacia la fábula o el mito- Eastwood hace una mirada transversal a la realidad, observación cargada de compasión y ternura. No importa ya si debemos aceptar que George se comunique con los muertos, o de si hay otro mundo más allá de la vida. Lo que está detrás de los destinos cruzados no es la “prueba científica”, sino una necesidad de comunicación, de establecer un vínculo que sustituya la incomprensión familiar y social, la soledad radical. Muchos aspectos del filme son ricos en connotaciones fundamentales. Por ejemplo, el tsunami de la -magistral- secuencia inicial, es la necesaria apertura que pone, en primer plano, la condición contingente y frágil del ser humano -que luego da paso a la tragedia de los gemelos, sin duda la historia más conmovedora de las tres. Más allá de la vida vuelve sobre algunas de las constantes del cine de Eastwood -el vínculo entre los incomprendidos y solitarios; o el rechazo de la hipocresía, del materialismopero con un dramatismo sosegado, y desde una sensibilidad menos oscura, más cerca de “estados de gracia”, de revelaciones existenciales, de una compasiva y omnipresente mirada -que no por luminosa, es menos compleja y profunda.

La chica de mis sueños Por EDUARDO D. BENÍTEZ loser con cara angelical, eternamente enamorado de la más malvada del barrio, y, por otro -en un llamado a la esquizofrenia voluntaria-, un malévolo púber de los suburbios yanquis. Este último costado de su propia personalidad – un alter ego con aires un Humphrey Bogart criminal- saldrá por la ciudad a cometer todo tipo de jugarretas, para dejar rendida, a sus pies, a su encantadora vecinita de tráiler (notable primer paso de Portia Doubleday). Se trata de una comedia con grandes altibajos, sobre la que

habría que destacar el enorme trabajo de Ray Liotta -como el policía que tiene encuentros furtivos con la odiosa madre del joven héroe. Sin embargo, algunos matices inclinan la balanza hacia el fraude, cuando la película se pasa en su intención de ser cool, regodeándose, en chistes efectistas, sobre la condición de eterno antihéroe. Sin embargo, La Chica de mis Sueños es una estación más para deleitarse con la carrera de ese freak domesticado llamado Michael Cera.


Críticas

Celda 211 Por JOEL POBLETE

En su cuarta película, el cineasta español Daniel Monzón logró entusiasmar, por igual, a la crítica y el público. Una ecuación siempre difícil de conseguir en el cine hispanoamericano. El exitoso film no sólo fue un suceso de taquilla. Obtuvo ocho premios Goya, incluyendo mejor película, director, actor y guión, e, incluso, se ha hablado de un posible remake en Holywood, a cargo de Paul Haggis. El punto de partida de la historia es el clásico motivo del individuo común enfrentado a circunstancias extraordinarias, sólo porque estaba en el sitio y el día equivocados. Esto es, precisamente, lo que le ocurre acá a Juan, funcionario que tuvo la pésima idea de ir a visitar la cárcel donde entraría a trabajar el día siguiente, y termina atrapado en un salvaje motín, teniendo que hacerse pasar por un preso más para mantenerse vivo.

En 2003, la cineasta gala Anne Fontaine estrenó Nathalie X, drama erótico con reparto de prestigio (Fanny Ardant, Gérard Depardieu, Emmanuelle Béart), acerca de una mujer despechada que contrata a una prostituta de lujo para seducir a su marido infiel. Si este no parece ser el argumento típico para un remake de Hollywood, sus cálculos son los correctos: Una Propuesta Atrevida es una producción independiente, canadiense para más señas, que adapta la trama central de Nathalie X a la gélida ciudad de Toronto. La presencia de estrellas consagradas como Liam Neeson y Julianne Moore, o de una joven promesa como Amanda Seyfried, puede dar la impresión de que estamos ante un thriller ligero de ropas, de esos que los norteamericanos cocinan a fuego lento. Pero estos no son los tiempos de Atracción Fatal (1987) y Bajos Instintos (1992); hoy ningún estudio importante pondría sus manos sobre una patata caliente, salvo que el director tenga mucho poder en la industria, lo que tampoco es el caso de Atom Egoyan, autor de universo muy particular pero que ahora intenta ampliar su audiencia. La carrera de Egoyan ha conocido grandes éxitos de crítica como The Adjuster (1991), Exótica (1994) y El Dulce Porvenir (1997), esta última ganadora del Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes. Al lado de estas, Una

El realizador no esconde la evidente vocación comercial de su film, pero sabe cuidar el equilibrio visual y narrativo, conformando una potente, dinámica, y muy entretenida mezcla de thriller y drama carcelario. En contra de lo que podría esperarse, y a pesar de su historia, se las ingenia para, casi, no mostrar una violencia excesiva o brutal. Quizás, el pasado de Monzón, como crítico de cine, le ayudó a desarrollar un equilibrio entre distintos géneros, y, de paso, abordar un comentario social -no muy profundo, pero de todos modos efectivo, en torno a la situación carcelaria en su país. El director logra capturar la atención del público desde el inicio, y mantiene el interés y la intensidad durante todo el metraje, gracias a un montaje ágil, una trepidante banda sonora de Roque Baños, y un eficaz manejo del tiempo cinematográfico.

Escrito por Monzón junto al habitual colaborador de Alex de la Iglesia, Jorge Guerricaechevarría, el guión está lleno de diálogos agudos, a los que saca el mejor partido el elenco de actores, encabezado por el siempre contundente Luis Tosar encarnando al líder de la revuelta, el duro Malamadre (quien ganó su tercer Goya por este rol) -rol algo exagerado por momentos, pero finalmente efectivo. El cineasta español sabe complementar muy bien la actuación y las distintas personalidades de sus dos protagonistas, lo que equilibra el argumento, y le permite aprovechar los distintos planos de la acción: el público está preocupado, permanentemente, de que se salve el “héroe” -con el que, desde el principio, se siente identificado-, pero también se conoce el submundo de la cárcel por dentro, y, además, la lucha de intereses que esconde la negociación oficial con los amotinados. Monzón siempre intenta evitar las caricaturas y es exitoso en su propósito, a pesar de ocasionales momentos en contra: los frecuentes giros en el guión aseguran la tensión permanente, pero hay que reconocer que algunas vueltas de tuerca o soluciones narrativas se sienten algo forzadas. A pesar de eso, es una película lograda y siempre sorprendente.

Una Propuesta Atrevida Por CLAUDIO CORDERO Propuesta Atrevida luce más convencional en la superficie, más burguesa por el ambiente social que retrata –un matrimonio estable y económicamente solvente-, y peligrosamente cercana a los estándares del género –triángulo pasional con “desequilibrada mental” de por medio-. Sin embargo, esa aparente comodidad externa –que ha llevado a muchos a calificarla de fría y académica- es puesta en entredicho por la mirada entomológica de Egoyan, uno de los directores que mejor entiende a sus personajes, más aún si son obsesivos y extraños. Una Propuesta Atrevida tiene un buen guión, escrito por Erin Cressida Wilson, a estas alturas una autoridad en temas relacionados con el sexo y sus desviaciones -basta nombrar a La Secretaria (2002) y Retrato de una Pasión (2006)-, pero es el director quien eleva el material a la categoría de arte. En primer lugar, su trabajo

con los actores es fundamental para llegar a una verdad emocional que se expresa en cada gesto de Julianne Moore -¿la mejor actriz sobre la faz de la Tierra?- o en cada mirada sugerente de Amanda Seyfried, quien si compone una de las vampiresas más memorables de los últimos tiempos, se debe no solo a sus atributos físicos, sino a la fragilidad que proyecta sobre su oscuro personaje. La call girl Chloe es la víctima más frágil en este complejo juego de apariencias y fantasías individuales: cuando la normalidad impone sus reglas, es la primera en ser desechada -está llamada a desaparecer, como si fuese un mal sueño. Ni siquiera el personaje de Julianne Moore enfrenta un destino tan solitario. Por eso, es un acto de justicia cerrar el filme con un plano detalle de su gancho para el cabello, y que las últimas imágenes sean de ese jardín botánico donde Chloe parecía estar en casa.

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Críticas

Millenium I Por CLAUDIO CORDERO

Quienes no leímos la trilogía de Stieg Larsson, ahora podemos acceder a ella a través de una cinta emocionante y llena de matices. Millennium I o Los Hombres Que No Amaban a las Mujeres -título completo de la primera novela y de su adaptación cinematográficanarra la historia de Mikael Blomkvist (Michael Nyqvist), editor de la revista Millennium, que investiga la extraña desaparición de una joven, cuarenta años atrás, sin sospechar de que cada uno de sus pasos está siendo observado por Lisbeth Salander (Noomi Rapace), joven hacker de aspecto andrógino que ingresa, todos los días, a su computadora personal. Pero cuando Mikael no logra descifrar unas claves que aparecen en su pantalla, Lisbeth rompe su silencio, y sale de su guarida, para ayudarlo a resolver el caso.

La Reunión del Diablo es mejor conocida como “la película del ascensor”, porque en el interior de uno de estos aparatos quedan atrapados cinco perfectos desconocidos -situación que podría darse en cualquier edificio de oficinas, pero que aquí forma parte de un plan diabólico urdido por el mismísimo señor del Averno. A medida que el tiempo se prolonga, y los operativos de rescate fracasan, la tensión dentro del elevador se vuelve insoportable, ya que uno a uno sus ocupantes van cayendo muertos. El reto del espectador –y también de los infelices personajes- es averiguar cuál de todos ellos es Lucifer en forma humana. ¿Será el más extrovertido del grupo?, ¿la joven atractiva?, ¿o la señora de aspecto conservador?, ¿el hombre blanco sin trabajo?, ¿o el ascensorista afroamericano? En este enigma reposa el suspenso del filme. Si esta pequeña película ha llamado la atención de algunas personas, es porque su productor es M. Night Shyamalan, a quien muchos consideran un maestro del terror a raíz del El Sexto Sentido (1999). Según Shyamalan, este proyecto -el primero en una saga de relatos que se presentarán con el subtítulo “Crónicas de la Noche”- nació por su necesidad de establecer camaradería con colegas jóvenes, dándoles la oportunidad de concretar una idea ///

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Como podrán deducir por su sinopsis, Millennium I no se aleja demasiado de las situaciones típicas del género detectivesco. Cualquier persona que haya visto Seven Pecados Capitales (1995), u otra película norteamericana de asesinos escurridizos, reconocerá situaciones donde ya ha estado antes: el investigador le sigue los pasos a un genio del mal que comete sus crímenes de la manera más elaborada y sádica posible, se entrevista a los testigos, surgen los sospechosos, se desempolvan expedientes antiguos, se sobrevive a atentados homicidas, hasta que, finalmente, aparecen las pistas que conducen a la verdad, no sin antes tener que enfrentar al criminal en un duelo mortal.

Presentado de esta manera, remitiéndonos estrictamente a los plot points, es decir, a los giros narrativos de la historia, estamos dejando de lado todo el misterio que se filtra a través de sus personajes, los mismos que tienen una vida y un pasado que trasciende la investigación. Desde allí, se perfila una diferencia sustancial entre Millennium I y un thriller convencional: aquí, los tiempos muertos, aquellas escenas que no contribuyen a que el argumento avance, son tan importantes y reveladores como las pesquisas de Mikael y Lisbeth. Sin duda, mis momentos favoritos de la película tienen que ver con la relación que entablan estos dos personajes, tan diferentes entre sí, pero inevitablemente atraídos, y no solo en un sentido sexual. Hay una sinceridad en la descripción de sus inseguridades, de sus miedos e necesidades, que pocas veces se desarrolla en el género. No puedo dejar de mencionar que Millennium I fue dirigida por el danés Niels Arden Oplev, a quien conocía por un drama familiar llamado Drømmen (2006). Sin querer forzar las comparaciones, ambas películas comparten una fuerte crítica hacia el totalitarismo. Larsson era un activista de izquierda, y hubiese estado orgulloso de que la adaptación de Millennium I sea coherente con su discurso antifascista.

La reunión del diablo Por CLAUDIO CORDERO que él concibió para un largometraje, pero que nunca tuvo tiempo de desarrollar. Fue así como Shyamalan contrató a los hermanos John y Drew Dowdle, a quienes había admirado por su thriller independiente The Poughkeepsie Tapes (2007).. Hay que elogiar a John Dowdle -quien firma solo, como director- por sacar máximo provecho de una atmósfera claustrofóbica, asfixiante, donde los espacios son muy reducidos, y, sin embargo, la cámara se las ingenia para no permanecer estática. La iluminación del filme -cortesía de Tak Fujimoto, colaborador habitual de Shyamalan- es crucial para que esta jornada funesta parezca aún más fría y más gris. Otro

punto a favor es el sentido de humor, perverso, que se filtra en medio de la pesadilla, adición que nos parece oportuna ya que le resta solemnidad. Aunque funciona estupendamente como un ejercicio de serie B -el reparto está compuesto por desconocidos, el argumento es mínimo, las locaciones son contadas, y uno de sus principales recursos expresivos es la oscuridad-, La Reunión del Diablo intenta trascender la anécdota del ascensor malogrado y erigirse en una fábula moral, objetivo que consigue solo a medias, porque sus personajes son demasiados conceptuales (todos esconden algo, son culpables de algo en la vida), y, cuando intentan ser reflexivos, carecen de densidad. Aún así, sus ochenta minutos de duración se pasan volando, y, si eres fan de Hitchcock, saldrás satisfecho.


Críticas

Los Próximos Tres Días Dirigida con oficio y sensibilidad, la cinta de Haggis parte del misterioso encarcelamiento de la mujer de un profesor (Russell Crowe), el súbito resquebrajamiento del sueño americano. Podrían identificarse tres actos: el primero es como un prólogo, donde irrumpe el incidente en cuestión, presentado de forma ambigua -y ocultando la condición, “culpable”, o “inocente”, de la mujer-; en el segundo, asistimos al sufrimiento del esposo frente a la tragedia familiar y el lío judicial; y, en el tercero, a la ejecución de un plan de “salvación” frente al problema -en realidad, la parte más propiamente genérica, donde Haggis echa mano, no sin personalidad, de la acción y el suspenso. Los Próximos Tres Días no deja de crecer en el recuerdo por plantear, de forma convincente y compleja, algunos temas inusuales para un thriller como este: el poder de falsificación de la razón, los abismos de la impotencia y la desesperación, el poder inconmensurable de la fe.

Sebastián Pimentel

Madre e Hija Aparte de ser el hijo de Gabriel García Márquez, Rodrigo García se ha ganado por derecho propio un lugar en el cine independiente de EE.UU. Desde su ópera prima Con Solo Mirarla (1999), los guiones de García concitan la atención de las actrices más talentosas de Hollywood, especializándose en desnudar las carencias afectivas de la mujer, sin importar su edad, procedencia cultural o social. Algunos meses atrás estuvo en cartelera Almas Pasajeras (2008), una cinta desafortunada y poco representativa de su estilo. El estreno de Madre e Hija nos reconcilia con un director intimista, sensible a la amargura de los años y la soledad que lleva consigo. Annette Bening es la madre y Naomi Watts es la hija, pero que nunca llegarán a conocerse. Una decisión errada del pasado afectará todo lo que hagan, todos los días de sus vidas. García nos intriga con unos personajes reacios a comunicarse, pero se estrella con un desenlace telenovelesco.

Claudio Cordero

El Avispón Verde Los nostálgicos de la antigua serie televisiva serán los últimos que en encontrarle la gracia a esta irreverente película de superhéroes, la misma que ha sido demolida por los críticos y que le ha costado al director Michel Gondry el rechazo de sus fans. Igual es un blockbuster. Confieso que nunca he sentido entusiasmo por este supuesto prodigio de las imágenes. Eterno Resplandor de una Mente Sin Recuerdos (2004) y La Ciencia de los Sueños (2006) me parecieron cortometrajes insufriblemente alargados y empalagosos. Por eso mentiría si digo que El Avispón Verde es una decepción, en todo caso me confirma que Gondry es un cineasta sobrevalorado; su sentido del humor no se caracteriza por ser agudo pero el hombre está convencido de que sus chistes absurdos son un legado a la humanidad. Al igual que Kick-Ass, El Avispón Verde se burla de las acartonadas cintas de superhéroes pero el tiro le sale por la culata. Distinta pero no buena.

Claudio Cordero

Amor y Otras Adicciones Al igual que Madre e Hija, esta comedia dramática del todoterreno Edward Zwick (Tiempos de Gloria, 1989; Desafío, 2008) tiene serios problemas para completar la faena, pero pesan más en la balanza los aciertos que los errores. En buena parte se debe a que Jake Gyllenhaal y Anne Hathaway están enchufados en sus papeles. La primera hora de Amor y Otras Adicciones sorprende por el humor con que se cuenta el ascenso al poder de un vendedor de productos farmacéuticos (Gyllenhaal), cuyos aires de gigoló le abren varias puertas, ingresando a la vida de Maggie (Hathaway), una joven que no solo despierta su libido, sino que es compatible con su trato al sexo opuesto. Zwick critica la superficialidad de las relaciones modernas, pero desfallece en los lugares comunes del melodrama clínico. Ocurre que la chica llena de vitalidad sufre de Parkinson y el cínico galán deberá replantearse su estilo de vida. Apta solamente para románticos incurables.

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Críticas

Enredados Según Quentin Tarantino, Enredados es uno de los cinco mejores estrenos de 2010 en EE.UU. Solo por eso, no hay que dejar de comentar este largometraje animado de Disney, que obtuvo un inesperado suceso de público y de crítica. Personalmente no sentí ningún tipo de entusiasmo por Enredados. Reconozco que es ingeniosa y razonablemente entretenida, pero lo mismo puedo decir de la última entrega de Shrek (2010), por mencionar una de las tantas películas que repasan los cuentos infantiles desde un punto de vista irónico. En este caso se trata de satirizar “Rapunzel”, la princesa de kilométrico cabello plateado, retenida en un castillo por una bruja que se hace pasar por su madre. Lo más soso, como suele ocurrir en las matinales, corre a cargo de los “buenos”, es decir Rapunzel y su caballero salvador. Tampoco ayudan las canciones. En cambio, la bruja mala es un personaje sugestivo, manipulador. Que los niños la juzguen.

Claudio Cordero

De Vuelta a la Vida Empieza como un “dramón”, al morir la esposa del periodista deportivo Joe Warr (Clive Owen), dejándolo al cuidado de un adolescente que empieza a conocer la rebeldía, y de un niñito muy simpático. A medida que avanza la cinta, gana en frescura y humor, gracias a la actuación de Owen y a los niños, lo cual empequeñece (para bien) la historia de un desgarro irreparable. Recuerda a En Búsqueda de la Felicidad (2006) -la cinta de Muccino, con Will Smith-, pero con un papá que, honestamente, trata de ser feliz. Lo que vemos, es cómo esconde su sufrimiento, y lo cambia por juegos divertidos y dosis masivas de irresponsabilidad. Por otro lado, pocas veces hemos visto con tanto realismo cómo es que los más pequeños procesan lo que les pasa (gritos, golpes con sus pequeñas manitos, vómitos, y un largo etcétera). Muy buena, conmovedora, romántica en su visión de la vida, sin chantajes emocionales y, finalmente, optimista.

Werner Jungbluth

Los Sin Nombre Una mujer ha perdido a su pequeña hija. Muchos años después, recibe unas llamadas telefónicas que parecen provenir de la hija muerta. Este es el punto de partida de este thriller gótico, bastante emparentado, en atmósferas y coordenadas detectivescas, a Millenium I (aunque esta data de 1999). El marcado estilizamiento, con bastantes influjos de Pecados Capitales de Fincher, profuso en lluvias, nocturnidad y cadáveres mutilados, hace pisar las fronteras del horror, aunque Balagueró se las arregla para tratar de conservar suficientes cuotas de drama y dolor. Sin embargo, la pesquisa llega a desarrollar demasiadas subtramas, a perder la concentración de su protagonista, a jugar con los libros de Historia de formas algo apresuradas. Un desenlace forzado, o previsible, no parecía ser el punto de llegada que merecía la primera hora de este estimable ejercicio de género. Un filme fallido, pero lleno de fuerza expresiva, de cierta tristeza y crueldad.

Sebastián Pimentel

Tron Este mundo fantástico no deja de ser fascinante (gracias, también, a la música de Daft Punk) y algo shakesperiano: Sam Flynn (Garrett Hedlund) busca a su padre (Jeff Bridges) en un espacio virtual. Allí, se encontrará con la dictadura de una criatura “artificial”, especie de Frankenstein que se rebela contra el Sr. FIynn, su propio creador, y que pretende someter al mundo “real” y al género humano. La premisa, quizá, sea más ambiciosa que la puesta en escena del debutante Kosinski, quien no deja de pasar revista a los temas filosóficos que propone el relato, si bien muy superficialmente. A destacar su efecto de ensoñación elegante, en gran medida, aportado por la actuación de Bridges, y el diseño de un universo azulado y difuminado en la oscuridad. Las batallas en motocicleta es de lo mejor que ha aportado el espectáculo fílmico desde el primer Matrix (1999), y, en cuanto a las tribulaciones de los personajes, no se puede dejar de reconocer que llegan a ser sugeridas con diálogos y atmósferas inusualmente melancólicos.

Sebastián Pimentel

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Críticas

Red

Se Dice de Mí

Lo más rescatable de Red es su ironía, y la forma tan relajada de afrontar las cosas. No, aquí nadie pone en peligro a la raza humana por un ataque nuclear de parte de los rusos (ahora coreanos del norte). Quienes se encuentran en peligro son un pequeño grupo de jubilados ex -agentes de la CIA, que, al conocer los oscuros manejos de sus ex jefes, son catalogados como altamente peligrosos, y perseguidos, para eventualmente desaparecerlos. Basada en una novela gráfica, el director Robert Schwentke (Plan de Vuelo) maneja bien una historia que se mueve entre la comedia disparatada -los ex agentes americanos piden ayuda a sus antiguos colegas soviéticos e ingleses-, la fantasía, y los excesos del comic de acción. Bruce Willis recupera el tono divertido del multihéroe romántico, pero es en los personajes secundarios donde la película se sostiene, actores que hacen su trabajo con una dignidad sobresaliente y sin caer en el ridículo, dignificando la nostalgia y el clasicismo que, últimamente, va desapareciendo.

La buena noticia acerca de Dicen de Mí es que, a diferencia del promedio de comedias juveniles, su realización ha recaído en gente inteligente y con aires críticos. No estamos ante una glorificación de la cultura adolescente, donde la porrista y el deportista son los bacanes, donde lo importante es la imagen personal y ser aceptado por todos es sinónimo de éxito. Chicas Pesadas (2004) apuntó al mismo objetivo y salió airosa. Afortunadamente, los artífices de Se Dice de Mí han estado más atentos a las películas de John Hughes que a Salvado por la Campana. Pero esto no implica que tengan suficientes argumentos como para sostener noventa minutos de narración. Reconozco que comparar a la comunidad puritana de “La Letra Escarlata” con las vivencias de una escuela secundaria es una apuesta arriesgada, pero a la larga resulta contraproducente y atenta contra cualquier verosimilitud. Lo mejor: Emma Stone que tiene pasta de estrella.

Martín Mauricio

Claudio Cordero

Insoportable

No la vería dos veces Jaime Akamine

Red Social (Fincher) El Escritor Oculto (Polanski) La Cinta Blanca (Haneke) Lazos de Sangre (Granik) Temple de Acero (Hnos. Coen) Imparable (Scott) La Chica de mis Sueños (Arteta) Millenium I (Arden Oplev) Más Allá de la Vida (Eastwood) De Vuelta a la Vida (Hicks) Enterrado (Cortés) Los Próximos Tres Días (Haggis) Cómo Saber Si Es Amor (Brooks) Amor Por Contrato (Borte) Una Propuesta Atrevida (Egoyan) Celda 211 (Monzón) El Gran Concierto (Mihaileanu) Madre e Hija (García) Enredados (Greno, Howard) Los Sin Nombre (Balagueró) La Reunión del Diablo (Dowdle) El Discurso del Rey (Hooper) El Cisne Negro (Aronofsky) Somewhere (Coppola) 127 Horas (Boyle) La Caja de la Muerte (Monzón) Tron: El Legado (Kosinski) Red (Schwentke) El Turista (von Donnersmarck) Los Pequeños Fockers (Weitz) El Avispón Verde (Gondry) Amor y Otras Adicciones (Zwick) Los Niños (Shankland) El Secreto de la Última Luna (Csupó) Muerte en la Montaña (Green) El Rito (Hafstrom) Los Viajes de Gulliver (Letterman) El Descenso 2 (Harris) Noches de Encanto (Antin)

Diego Cabrera

Merece verse en Cine Claudio Juan Carlos Leny Werner Martín Cordero Fangacio Fernández Jungbluth Mauricio

Especialmente Recomendada Jorge Morales

Sebastián Pimentel

José Romero

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Zoom

Profundo SUR A propósito de Lazos de Sangre, un recorrido por algunas aproximaciones tímidas que Hollywood viene esbozando para hablar de las tierras olvidadas del sur estadounidense. Por EDUARDO D. BENÍTEZ

“Lo que amaba en los caballos era lo que amaba en los hombres, la sangre y el calor de la sangre que los recorría. Toda su reverencia y todo su afecto y todas las tendencias de su vida se inclinaban hacia los ardientes de corazón, siempre sería así y nunca de otro modo.” La cita es de la excelente novela “Todos los Hermosos Caballos”, de Cormac McCarthy, y grafica el corajudo temperamento de la heroína, delineada por Debra Granik en Lazos de Sangre. De hecho, ese vigor, descrito por McCarthy, guarda relación con la frase que la joven Ree le espeta al cobrador de finanzas que anuncia que perderá su casa y quedará en la calle con sus dos hermanos y su madre autista, si el cuerpo de su padre (Jossep Dolly) no aparece. “Lo voy a encontrar. Soy una Dolly hasta los tuétanos, y es por eso que sé que mi papá está muerto” dirá Ree, y afirmará su incólume posición de hacer el angustioso periplo para dar con su padre. Ante la amenaza de perder la propiedad familiar, hallar el cuerpo desaparecido del padre se impone, al personaje, como una necesidad vital, tanto simbólica como material, dado que tendrá que demostrar, con su cuerpo, que él no se ha dado a la fuga. La acción transcurre en un pueblo inhóspito del estado de Missouri, donde el personaje -interpretado por la estrella impensada Jennifer Lawrenceteje y desteje negociaciones con los sujetos más siniestros de la zona, dialoga con vecinos y familiares para encontrar pistas que develen lo que ocurrió con su padre. En ese camino -en el que algunos dan pistas, otros deciden no ayudar por temor, otros por algún rédito económico-, Ree abre una ventana hacia el olvidado mundo del sur de los Estados Unidos. A veces con un tono escalofriante, más por la simple crudeza que impone la descripción de la realidad local, que por un regodeo espectacular de la violencia. El drama sureño, puro y duro, retratado con austeridad. Muchas veces, la figuración de esa realidad del Sur, tan cara a la sociedad norteamericana y a la cinefilia de todo el globo, se selló en Hollywood como un pacto de sangre. Uno que enlaza a los filmes del género con una descripción del conflicto humano y social a través de descarnados resúmenes de psiquiatría o mística religiosa. En los últimos días, este cronista vio el trabajo de Michael Winterbottom, The killer Inside Me (2010). En ese largometraje, Casey Affleck interpreta al ayudante de un sheriff de un pequeño poblado de Texas que, tras un trauma psicológico de la infancia, inicia un raid de asesinatos, convirtiendo “el inhóspito sur” en una zona de cacería. Winterbottom cree expandir el cine noir con un touché provocador, y filma una de las escenas más miserables de la historia del cine, cuando decide explicitar, en primeros planos sostenidos, la manera en que el psicópata protagonista desfigura a golpes a la prostituta encarnada por Jessica Alba. Bajo la visión de Winterbottom, ///

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los desenlaces sádicos y extremadamente cruentos aparecen como la simple transfiguración de un hombrecito con cara angelical “poseído” por el Mal. Así de difícil parece presentársele a Hollywood el trabajo de procesar los traumas enraizados en el sur (el atentado a la diputada Giffords en Arizona todavía no fue reconocido como un hecho de violencia política, sino que es leído como la catastrófica irresponsabilidad de un joven autista devenido psycho killer). Shotgun Stories (2007), la estimable película dirigida por Jeff Nichols, esboza una aproximación a medias sobre estos temas. En el estado de Arkansas, con los campos de algodón como telón de fondo, tras la muerte de un hombre de pasado alcohólico y golpeador, se agudizan las asperezas entre dos núcleos de hermanastros. Unos han sido abandonados por el recién fallecido cuando niños; mientras el otro grupo de hijos pertenecía a la familia “oficial” que formara el hombre al ser “recuperado” tras abrazar el cristianismo. La acción termina concentrándose, casi exclusivamente, en un pivoteo de odios y venganzas entre los hermanos de las dos partes de la familia. Sin embargo, el film no escatima en comentarios al pie sobre las escasas oportunidades laborales, con identificar el odio y la marginalidad con problemas que se enraízan en lo social, con la posibilidad de describir al otro (el grupo de hermanastros que tiene en la vereda de enfrente se le presenta como la otredad última) como un blanco ya no a exterminar, sino a dispensar. En esta resolución política de la trama (vehiculizar un diálogo para evitar más derramamiento de sangre) radica el desenlace relativamente amable del film, a pesar de que se trata de una obra austera y ríspida. Lo cierto es que, según la mirada de The Killer Inside Me, y, en buena medida, la de Shotgun Stories, eso que, difusamente, se define como “drama sureño”, se sigue interpretando ya sea: con la simbología del cowboy cavernícola, como la venganza personal de un tipo rudo, como el enfrentamiento violento entre muchachones orgullosos, o como la escalada delictiva y privada de un psicópata. No es observado, como ahora, a partir de Lazos de Sangre, a través de un complejo tejido de relaciones familiares, uno que esconde turbias realidades políticas y económicas. Nada de explicaciones psicologistas, el film de Debra Granik resulta de un pragmatismo radical en su elaboración de la tragedia familiar, de los intrincados lazos sociales en una región tan variopinta como esta, que cobija en su seno Cinturones Bíblicos, comunidades que funcionan al ritmo de las “cocinas” de crack, mormones o amish que -asumiendo su impostergable derecho a armarse- se horrorizan -aunque sólo a nivel discursivo- ante la sed de sangre de su sociedad.


Zoom

Debra Granik

Una película, tal vez precursora, ya exploraba acerca de esta realidad con sustancia reflexiva inédita: la multipremiada Sin Lugar Para los Débiles (2007), de los hermanos Coen. En este largometraje, basado en la novela homónima de Cormac McCarthy, se condensan varios tópicos del llamado gótico sureño. Con un estilo que no recurre a ningún sentimentalismo, el film comentaba, por lo menos, tres líneas importantes de esos lares: la epopeya crepuscular de un sheriff desplazado por los códigos de vida contemporánea; la violencia naturalizada personificada en el asesino a sueldo interpretado por Javier Bardem; y el sinsabor de la vida rural texana. El abanico condensaba una buena pintura de esta árida cultura americana. Remakes del lejano oeste, neowesterns, films noir de época –situados, geográficamente, en Estados como Arkansas, Missouri, o Texas, van ampliando una brecha filmográfica que aborda cuestiones de una zona nada amable del continente. Profundizando ese carril temático, si hay algo destacable en Lazos de Sangre es que propone una visión más bien “realista”, matizando un poco el sintetizado mosaico de abordajes que puede verse en la cartelera comercial. En su anclaje casi documental, reeditando marcas de cuña neorrealista, Debra Granik usa su cámara como escalpelo y disecciona las condiciones de vida de un pueblo a través de una adolescente (la sangre familiar se renueva) que enfrenta las desventuras, asumiendo cierta responsabilidad política (cierta madurez que no le corresponde a su edad) con valentía. De allí que su personaje -a pesar de la inminente tragedia- pueda esbozar el deseo de un destino más benévolo, incluso si el tan mentado sueño americano queda patas para arriba.

Shotgun Stories

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Luego de nuestro balance de los estrenos nacionales de 2010, seguimos el rastro del cine peruano que no arribó a las salas comerciales. La independencia rinde sus frutos.

Por SEBASTIÁN PIMENTEL Si en la última década, en el ámbito internacional de las distribuidoras comerciales y de las productoras millonarias ya habíamos encontrado filmes de enorme valor (como Madeinusa, 2006, y La Teta Asustada, 2009, Chicha Tu Madre, 2006, Paraíso, 2009, y Octubre, 2010), cabía preguntarse por un cine nacional de menor o nulo presupuesto -en términos prácticos, cuando lo único que el director necesita para hacer su película es agenciar la complicidad de la familia y amigos-. Nuestra sorpresa fue grande cuando surgieron, fuera de las carteleras comerciales, de los circuitos internacionales, de los medios de prensa -y abrigadas por salas alternativas como la de la Universidad Tecnológica del Perú, la Cayetano Heredia, el del Cafae-Se, o el del Centro Cultural de España-, títulos como Los Actores -para quien escribe, obra maestra de la que aún queda pendiente escribir-, del trujillano Omar Forero; y, en menor medida, Detrás del Mar, de Raúl del Busto, propuesta admirable por su coherencia y radicalidad, aún a costa de lo extremo y extenuante de su planteamiento contemplativo. Sin embargo, una generación post 2000, aún más joven (la única excepción sería Malena Martínez, más cerca de la generación de Del Busto y Forero), venía como refuerzo, como consolidación de una renovación temática y estética. En este punto, soy consciente de los límites de este artículo, que se centra en la obra de

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directores de Lima (a pesar de que Juan Daniel Fernández y Malena Martínez, si bien radican en Lima y Viena, respectivamente, hayan dirigido dos documentales donde rastrean sus orígenes familiares en provincias, su niñez en el Cusco, y, en gran medida, logren una radiografía más provinciana que limeña). Es cierto que queda aún por escribir sobre una producción regional -y también, por supuesto, de sus propios medios de exhibición al interior del país-; una, cada vez, más cuantiosa e interesante. Pero, ahora, nos vamos a ocupar de siete cineastas que tienen ya una filmografía sobre la que hay mucho que decir: Rafael Arévalo, Eduardo Quispe, Jim Marcelo, Javier Bellido, Ana Balcázar, Juan Daniel Fernández, y Malena Martínez. En esta lista falta Fernando Montenegro, que no estrenó ningún filme el año pasado -aunque nos ocuparemos pronto de él, ya que por estos días estrena su segundo largo, Cada Viernes Sangre. Si bien la misión de este artículo era comentar los largometrajes estrenados el 2010 en el circuito no-comercial, aprovechamos el espacio para pasar revista a los anteriores largos de cada autor; lo que no solo es una manera de enmendar una ausencia en las páginas de godard!, sino, también, la mejor forma de dar un justo valor a propuestas fílmicas que deben ser abordadas en toda su dimensión -más aún si esta traza una línea serial y de continuidad, o una naturaleza orgánica, programática y conceptual, como puede ser la de Arévalo y Quispe.


Cine Peruano

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Directores: Eduardo Quispe, Jim Marcelo.

A diferencia de Arévalo, la propuesta de la dupla Quispe-Marcelo está en la senda de un realismo “rohmeriano” concentrado en la tensión establecida entre parejas, y en planos secuencias que funcionan como unidades o flujos sin interrupción. 3, es la continuación de un programa iniciado por 1 (2008) y 2 (2009). Y, podríamos decir, cada episodio o “largo” no es más que una variante de una conversación de un pretendiente y una pretendida, de dos enamorados en el proceso “oral” de unirse o separarse.

Casa Okupada

Quizá, lo más interesante del “sistema” Quispe-Marcelo (ambos socios y líderes del grupo de creación Cinestesia) es la vocación filosófica y pragmática de su proyecto-laboratorio: uno tan secuencial, tan serial, como el título de cada película. Un programa de trabajo sin fin alrededor de un tema que podría denominarse, casi como una fórmula: “la soledad de la pareja”, valga la paradoja. Este filme no puede acabar porque tiene que tiene que re-hacerse con todas las combinaciones de un número limitado de elementos. Al parecer, se trata de llegar a una virtual 100: con Quispe y Marcelo el cine se ha vuelto un poco lo que fue para Vertov a inicios de siglo XX: instrumento de trabajo y de estudio, una forma de conocimiento. De allí lo fascinante de este “método”. // Director:

Rafael Arévalo.

Para conocer la obra de Arévalo, decidimos hacer un viaje de regreso, siguiendo un orden cronológico inverso, de Casa Okupada a Alienados. El resultado fue claro: a pesar de, probablemente, un excesivo alargamiento de la historia, el debut de Rafael era el diagnóstico sentido de una juventud enferma de “esplín”, tan desorientada como desconectada de su sociedad -a través de la historia fantástica de un grupo de “alienados” que se comunica sin hablar-. En cambio, en la “secuela” todo se redujo a la repetición un lenguaje que había perdido su frescura, su hondura, su solidez expresiva, hasta su carácter cómplice e irreverente. Los hallazgos de Alienados, sin embargo, no deben ser subestimados. De alguna forma, es el manifiesto libertario de un cine que renuncia a cualquier pretensión de realismo o de “alta cultura”, para ensayar, con éxito y un propio estilo, otras formas de representación, ilusionismo o ficcionalización, otros modos dramáticos y cómicos, otro nivel de diégesis y emplazamiento narrativo. Las influencias, para la construcción de sus códigos y lectura fílmica, provienen, principalmente, de la contracultura americana y sus series Z contemporáneas (desde Ed Wood, hasta las películas “autoconscientes” de sus propios registros B o trash de la productora Troma). Pareciera que en Casa Okupada más vale la intriga, y la acción, o la propia retórica verbal, que el “trance” de los personajes, su aislamiento y dificultad para comunicarse, su fragilidad, y todo lo que impedía que Alienados caiga en un mecánico uso de las “expresiones” voluntariamente “obvias” de la serie Z. En efecto, en Alienados los actores aún creen en sus personajes, pero sin hablar. La entonación de las voces en off es secreta, parca, neutra. Otro acierto del filme es su blanco y negro, o, mejor dicho, su monocromía, más gris que expresionista: el mundo ha perdido sus colores para esta banda de condenados que tiene pendiente una reunión más en frente al mar. Por último, sería un ejercicio interesante reparar en esa cualidad plástica lograda por Arévalo en Alienados. Casa Okupada, en cambio, acusa una falta de conciencia de luz o color. El video digital, además del blanco y negro, permite que la ciudad de Alienados no solo sea gris, sino, además, poco “presente”. Esta es una urbe distanciada, un espacio lejano, ya que la dimensión de los personajes está en otra parte: un efecto potenciado por la comunicación “en off”. Por otro lado, el “movimiento” de los personajes, en Alienados, sirve, sobre todo, para hacer entrever un mundo “exterior” de fondo, si bien distanciado por su monocromía, lleno de esa frescura del “afuera” que aún nos hace hablar de la vida en medio del trance “interior” de los héroes-zombis que no pueden “ver” los colores -del lado de nosotros, los espectadores-. Así, vamos de una tristeza radical -por desdramatizada- a la indagación de un fenómeno compartido cuyo enigma no se termina de resolver del todo. Los personajes son, también, víctimas, y eso se siente (a diferencia de Casa Okupada, donde todo parece un juego). ¿Habrá escapatoria frente al mar? ¿Todo terminará? ¿Con quiénes nos conectamos finalmente, de espaldas al mundo? ¿Qué es lo que compartimos? ¿Habrá un fin del sueño? ¿Terminará la paranoia que parece destruirnos?

Si 1 se remite a la especie de nacimiento abortado de una pareja que divaga en escenarios urbanos, emplazando los rostros como un asedio que permuta diferentes ángulos, 2 hace un viraje hacia “afuera”: empieza como un documental sobre un día en las riberas del Centro de Lima que termina en la fiesta donde, de nuevo, el mismo Quispe asume el rol protagónico. Luego, vemos al director, como a Linda Soto, empezar, cada uno por su lado y en paralelo, su propia rutina solitaria, aunque desde dos clases sociales diferentes. Como es de preverse, ambos se encontrarán. Un aspecto interesante de la serie se refuerza: la escucha de la conversación se enturbia por el ambiente, casi como se enturbia la visión de los rostros por la navegación de la cámara alrededor del entorno próximo. Sin embargo, la “negociación” final entre la pareja de 2, en un parque, podría ser lo menos convincente de una propuesta que no llega a sentirse íntima: esta vez, la soledad no tuvo un contrapunto mayor. 3 devuelve, al proyecto, una fuerza clínica y directa que quizá había perdido 2. Ahora, en la noche, una cámara recorre, con ese estilo sistemático del proyecto Cinestesia, las bancas de un parque. Así, el filme se estructura como una red de pequeños filmes unidos conceptualmente, ya que todas las parejas encontradas despliegan un micro-show oral y dramático directo. La nueva ola, el Dogma 95, y todos los free cinemas, tienen su continuidad en 3, con el atractivo que ahora las parejas son múltiples y el filme adquiere un carácter más eléctrico, cómico y violento, incluso más documental, que en el caso de las historias protagonizadas por Quispe. Si bien no todas las dinámicas gozan del mismo nivel de naturalidad y fluidez, otro atractivo es que no hay cortes en este devenir audiovisual, especie de tour de force sobre distintas parejas-universos en un cosmos urbano donde el sonido interferido hace su espectáculo secreto. Vuelve una pregunta my contemporánea, forzada por 3, pero ya entrevista en 1 y 2: ¿Qué sucede cuando la ficcionalización de la propia vida pierde sus contornos ilusorios, en el flujo libre de oralidad registrada de forma documental y precaria? Pero si tuviéramos que elegir, nos quedaríamos con la más menesterosa -técnicamente hablando- y concentrada: 1. Allí, el mismo Quispe, como protagónico pretendiente, emplaza, en una secuencia de conversaciones y “sets” en exteriores, a su pretendida: Grecia Aguinaga. El proceso adquiere

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Cine Peruano misterio y expectativa por la incorporación de otro tema fundamental del cine moderno: el tiempo. Las largas secuencias de diálogo empiezan, en un orden cronológico, en un arco temporal reducido (ellos en la calle, ellos en un café, ellos en un solar antiguo), para permutar el orden del tiempo, de modo que el espectador tiene que participar en la reconstrucción del proceso que ha llevado la relación, atendiendo, también, a los diversos signos y “datos” que proliferan en las dilatadas conversaciones. Nuestra preferencia, hay que decirlo, elige un criterio: el nivel de tensión entre los personajes, y el grado de complejidad que va adquiriendo su relación, de principio a fin. Es la más parecida a una historia de amor inconclusa, o indefinida, de las tres y, quizá, la que conserve un mayor poder emotivo.

Sinmute

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Javier Bellido y Ana Balcázar

Estrenada por primera vez el 2008, y reestrenada de forma más amplia en 2010, de todas los largos de ficción, no hay dudas de que el más logrado y contundente, desde sus propios postulados, es esta opera prima de dos cineastas que vienen de las artes plásticas. Clásico instantáneo de un subcine dinamitador de todo realismo y alimentado por el insconsciente en épocas de enajenación generalizada, Sinmute hace lo que muchísimos han buscado sin éxito: golpear al espectador con una mezcla de imágenes de horror y asfixia, con el choque convulso de la violencia y la pesadilla, en las fronteras difusas entre vigilia y sueño, lucidez y locura, sin videoclips de por medio. De las fijaciones objetales y fetichistas de Un Perro Andaluz (1929) de Buñuel, hasta las atmósferas escatológicas de los personajes sonambúlicos y extraviados de David Lynch -sobre todo el de Grandmother (1970)-, Bellido y Balcázar cuentan una historia sin intriga, sin cadenas causales, asentada en un laberinto de la mente que se confunde con un trazado tanto horizontal -el largo camino hacia el edificio, ¿hacia la pesadilla?- como vertical -la mirada “mental” y abismal desde el departamento, ¿dominio de la interioridad y principio de la enajenación? El tema no es nuevo, como no es nuevo ningún tema. Lo importante es que es uno urgente, quizá uno de los más determinantes de nuestro tiempo, tanto en el arte como en la vida: la enajenación contemporánea, la soledad, el materialismo, el consumo. El hombre que camina es un joven, pero ya está viejo. Lo dice su largo andar. No habla. Todo es mudo en este filme sobre el terror de la vida cotidiana. Allí están las sonrisas falsas de la mesa familiar, la imagen punzante de la cabeza de cerdo -de la que surgirá la única voz de todo el filme-, la sensación orgánica y gutural de un espantapájaros que echa raíces en la tierra, la sangre, y el vacío, un solo flujo de desesperación sin contornos definidos. Lo interesante es que todas las imágenes son precisas, que las imágenes se remiten las unas a las otras en una relación temporal reversible, con presencia material, sin simbolizaciones unívocas: ahí está el rostro asfixiado, el auto cubierto, ese mundo sobre el que se desparrama un líquido viscoso, la imagen en fast forward y en retroceso, las aspas que giran y trituran. Todas son imágenes conectadas por los pasadizos del subconsciente, entre el día y la noche, y llegan a componer un viaje por estadios, habitaciones, rituales sociales, y fugas fracasadas, con un poder de hipnosis e ilusionismo que pocos cineastas pueden ostentar. Hay muchas otras cosas que destacar de este filme surrealista de 52 min., entre ellas su perfección técnica, su arquitectura fotográfica y de sonido, su complejidad visual, elementos manipulados de forma tal pueden dar paso a la manifestación más pavorosa del horror, de la que tengamos recuerdo, dentro de la filmografía peruana. Con continuidad o sin ella, Sinmute reniega de los caminos previsibles, y hace nacer de nuevo, y con éxito, a las posibilidades más difíciles del cine. ///

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Reminiscencias Director: Juan Daniel Fernández Felipe, vuelve Director: Malena Martínez. //

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Ambos son documentales que, de alguna forma, funcionan como autorretratos, o, más precisamente, arqueologías de una niñez perdida. Ambos son, a la vez, muestras de dos formas de emplazar el cine: una, la más “modernista”, como artefacto electrónico vivo y en perpetua mezcla -como la memoria misma-; y la otra, como registro más artesanal, precario y contemplativo, como cámara asombrada frente a un “volver a ver”, un “volver a descubrir”, un intento de mirar “como la primera vez”. Son como un modelo futurista y uno arcaico, que, sin embargo se remiten a dos paradigmas rivales siempre estudiados desde que André Bazin surgiera para defender a Rossellini frente a la experimentación del cine soviético: si Fernández propone al montaje como revelador poético, remitiéndonos una práctica moderna pero de orígenes tan antiguos como Dovjenko o el mismo Eisenstein, Martínez propone el plano-secuencia, a la manera de Rossellini o el mismo Truffaut de los comienzos. Sin embargo, esta no es una guerra, sino una interesante muestra de dos resultados estimulantes y reveladores de talento. Quizá, el camino de Martínez resulte más sobrio, equilibrado y preciso, en su búsqueda de una geografía y, sobre todo, un personaje. Felipe Valer es el nombre de este campesino, peón de la hacienda familiar, que ha abandonado su lugar de trabajo para refugiarse en el hogar de su hija, campesina también. Pocos documentales menos turísticos y manipuladores que esta verdadera aventura de descubrimiento. Martínez filma con la misma sensibilidad rosselliniana que une la investigación “científica” y la mirada poética. Austera, pudorosa, yendo del hecho particular a la Historia (la Reforma Agraria), para ver en toda su dimensión a este hombre de la tierra, aún vital y pícaro, que ha sufrido, sin dudas, una injusticia estructural que sobrepasa a todos, y que viene del pasado, como un fantasma amenazante. Otro aspecto fascinante recae en la sinceridad con que la directora muestra las reacciones imprevistas de su tío, un gamonal ya viejo y gruñón, que no deja de intentar un último acercamiento a Felipe, con una oferta reconciliadora y agradecida para que vuelva. Uno de los acercamientos más conmovedores y reveladores del mundo andino, purgado de cualquier rezago de pintoresquismo, paternalismo o sentimentalismo. Juan Daniel Fernández, el más joven de todos, sorprende con un trabajo virtuoso, a veces, incluso, al límite de la autoindulgencia, pero que sale airoso para demostrar que, con los restos de los videos familiares, se puede hacer una película compleja. Es una opción que está más cerca de José Luis Guerín -sobre todo, el de Tren de Sombras (1997)-, pero lo de Juan Daniel no solo queda en la reflexión sobre la precariedad del registro y su manipulación -vemos con esplendor el temblor del video y su esfuerzo por consolidarse como imagen, congelados retrocesos-, sino que estamos frente a la búsqueda de una línea temporal, operada por una memoria electrónica que se iguala a la del cerebro -la línea familiar debería llevarnos hasta Resnais-, haciendo de este un work in progress con fascinantes momentos de revelación, interpolaciones y reenganches de sentidos (que van de lo sensorial: el agua, el fuego, la luz, la naturaleza; hasta la construcción o ascendencia de la familia, su proveniencia y derrotero: la conversación con los campesinos que pudieron tener algún vínculo de sangre). Se trata, pues, de una invocación del tiempo como materia fílmica, pero también de las ruinas de esa materia, las ruinas de una familia, y el descubrimiento de sus misterios más profundos y sutiles.


Cine y Elecciones

La Carrera hacia el Poder Los comicios electorales siempre generarán pasiones y enardecerán a tirios y troyanos. Este escenario también ha sido retratado por el cine a lo largo de su historia. Por RAÚL ORTIZ

A portas de una elección presidencial, hemos querido hacer un recorrido por algunas cintas que demuestran por qué se vive con tanta intensidad las campañas que llevan a un puñado de hombres a dirigir el destino de una nación. La guerra sucia, y las estrategias de propaganda electoral, son temas tan provocativos como provocadores. Realizadores de todos los tiempos han sucumbido, sin atenuantes, a sus (des)encantos. Desde la construcción del perfil de un outsider, hasta el proceso de reelección de autoridades controversiales, la pantalla grande ha erigido figuras históricas y ha criticado ferozmente los lineamientos de los partidos políticos. Los escándalos son buenos puntos de inicio para retratar a un personaje y su contexto. En Colores Primarios (1998), Mike Nichols expone una punzante sátira sobre el Caso Lewinsky a través de la campaña presidencial de Jack Stanton (John Travolta). Más allá del embrollo sexual, raíz del problema en cuestión, Nichols extiende un abanico de miradas sobre el funcionamiento de las altas esferas políticas de los Estados Unidos. Buenos diálogos, humor negro a raudales, y una crítica sin miramientos a la moral pública sostienen la película.

Sexo + dinero + poder = escándalo. Una ecuación que, normalmente, se ve en el ámbito político y que Hal Ashby nos muestra con Shampoo (1975). Protagonizada por Warren Beatty, y secundado por Julie Christie, Goldie Hawn y Lee Grant, la cinta -fino ejemplo de comedia y sarcasmo- trascurre en días previos a la asunción de mando de Richard Nixon a la presidencia, y detalla las correrías de un peluquero (Beatty) que se convierte en testigo de chismes políticos y enredos amoroso/sexuales. En El Embajador del Miedo (1962), de John Frankenheimer, una serie de situaciones que rozan con lo maquiavélico tienen como único objetivo la Casa Blanca. Laurence Harvey encarna al soldado Raymond Shaw, que, tras regresar de la Guerra de Corea, inicia una ascendente, e inducida, carrera política hacia la presidencia americana. Gran interpretación de Frank Sinatra en el rol del mayor Bennet Marco, más un sólido guión, hacen de este thriller político una joya del género. Cabe precisar que Jonathan Demme y Denzel Washington hicieron una segunda versión de esta película en 2004.

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Expediente HOMENAJE AL MANDATARIO Pero no todas las películas de este corte tratan sobre las campañas electorales, aunque las observan de manera soslayada. Otra fórmula muy difundida es la biografía de personajes que, a la postre, fueron mandatarios o senadores. Un caso es Wilson (1944) de Henry King, que cuenta la vida de Woodrow Wilson desde el tiempo en que era profesor universitario; no olvidemos que se trata de un personaje bastante polémico - apoyó al Ku Klux Klan, entre otras acciones de trsiote recordación, por decir lo menos. Sin embargo, la cinta de King tuvo a Alexander Knox en el rol de Wilson, y ofrece un panorama bastante complejo del contexto en que vivió el protagonista. Un director tan prolífico como John Ford no podía estar fuera de este tipo de filmes. Su Young Mister Lincoln (1939) perfila la juventud, y parte de la adultez, de Abraham Lincoln. Ford relata la vida de un hombre pobre de provincia con sólidos ideales y ansias de superación. En esta ocasión, Lincoln, quien quizá sea uno de los presidentes más valorados de la historia de los Estados Unidos, es interpretado por Henry Fonda. Entre las escenas que más destacan está la del juicio en que, gracias a su buen criterio, Lincoln resuelve un espinoso caso. Aunque por ratos demasiado “políticamente correcta”, vale la pena verla para entender el tiempo en que se desarrolló el presidente más querido de los Estados Unidos. Otra película de Ford es El Último Hurra (1958), que trata sobre las contiendas electorales pero a un nivel más regional. Personajes logrados y una mezcla de comedia con drama juegan a favor del realizador. Mirando más al sur tenemos Lula: El Hijo de Brasil (2009), de Fabio Barreto. Este es un retrato del político brasilero que va desde su infancia hasta el momento en que llega al cénit como dirigente sindical. De narración cronológica secuencial, con algunos estereotipos bien marcados, la película de Barreto se beneficia de convincentes actuaciones. A diferencia de los filmes americanos, en esta película el contexto está marcado por dictaduras militares, aspecto a tomar en cuenta como parte de la formación del personaje. Bobby (2006), de Emilio Estevez, es una de esas películas que aglutina a muchos actores estelares y no fracasa en el intento por contar una buena historia. La película se desarrolla en el Hotel Ambassador de Los Ángeles, el mismo día en que asesinaron a Robert F. Kennedy, hermano menor de JFK. La perspectiva del filme está relatada desde la óptica de veintidós personas con ideologías y prioridades distintas, pero que forman parte de una misma colectividad, influida por los cambios abruptos de los años sesenta. HUMOR PRESIDENCIAL Las risas también están presentes en las películas que hablan de temas serios como las campañas electorales. Algunas, en clave de sorna. Otras con un poco más de humor blanco. Para este último caso tenemos Kisses For My President (1964) de Curtis Bernhardt. Una mujer llega a la presidencia norteamericana y su esposo asume el rol de “primera dama”, intercambiando los papeles que habitualmente llevaban. Así, se inicia una serie de complicaciones para el esposo confundido. Buena cinta protagonizada por Fred MacMurray y Polly Bergen, que le da una mirada diferente, fresca, ágil y divertida, a las peliagudas confrontaciones entre candidatos al sillón presidencial. Para sonreír en casi todo el tiempo que dura tenemos Escándalo en la Casa Blanca (1997) de Barry Levinson. Mordaz, cínica, hilarante, son algunos calificativos para esta sátira protagonizada por dos grandes de la industria: Robert de Niro y Dustin Hoffman. En tiempos de reelección, el presidente de los Estados Unidos es señalado como acosador de una adolescente. Sus asesores acuden a un “lobista” (De Niro), experto en cortinas de humo y campañas psicosociales que, a su vez, busca a un productor (Hoffman) que tape el escándalo con una ficticia guerra en Albania. A ratos, este dislocado argumento pone en duda las versiones oficiales del gobierno americano con elegancia e inteligencia, con un guión que critica sin anestesia el sistema del poder del gigante norteño.

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Expediente Un Papá Muy Poderoso (2008), de Joshua Michael Stern, presenta a Bud Johnson (Kevin Costner) como un perfecto inútil que, circunstancialmente, tiene, en sus manos, el destino de todo un país a través de su voto. La influencia de los medios de comunicación y la conversión de Bud en una celebridad serán los ingredientes de una guerra por obtener el voto del redimido personaje. Man of the Year (2006), de Barry Levinson, narra otro de esos argumentos inverosímiles, pero que le dan la razón al azar: Tom Dobbs (Robin Williams), un cómico que se burla semanalmente de los políticos tradicionales por medio de su programa en la televisión, decide lanzarse, como un suicida, a la piscina electoral. Sin embargo, no cuenta con que ganará los comicios sin atenuantes. Cinta con señales del tipo “la democracia es lo mejor y eso es lo que hace Estados Unidos”, se vale de algunos estereotipos para enfrentar su argumento y ser efectivo. PONGÁMONOS SERIOS Otro de los géneros empleados en el cine, para presentar un tema electoral, es el documental. Su valía radica en que muchos de estos han generado una gran corriente de opinión. Ejemplo claro es Fahrenheit 9/11 (2004), de Michael Moore, donde el polémico director cuenta los nexos de George W. Bush con Osama Bin Laden. Una de sus mejores secuencias es aquella en a Bush se le comunica el atentado a las Torres Gemelas, en la visita televisada a un colegio, escena expuesta en tiempo real y con la observación en off de Moore -la que proporciona a la imagen un nivel de lectura que el espectador agradece. Frontrunners (2008), de Caroline Suh, es un documental que cuenta la carrera de cuatro candidatos de uno de los institutos públicos de más valía de los Estados Unidos. En comparación a los mencionados antes, no tiene como protagonistas a presidentes o senadores, pero funciona por su enfoque distinto y novedoso. Sin ser un documental, perfila desde la ficción, con mucha credibilidad y verismo, al modelo de candidato a senador atípico: idealista, anti demagógico, directo. También es el caso de El Candidato (1972), done Michael Ritchie dibuja a Robert Redford como el político “distinto”. No obstante, al transcurrir la película, el protagonista cae en las telarañas de la campaña electoral y vira su comportamiento, a pesar de que es consciente de lo que está haciendo. La guerra sucia y el impacto de la propaganda son otras aristas que Ritchie ofrece: crítica directa a los políticos tradicionales y al manejo de las masas. Queda para la posteridad la escena final en que, una vez ganada la elección, un desolado Redford le dice a su jefe de campaña (Peter Boyle): ¿Qué hacemos ahora? Última en nuestra lista, Bob Roberts (1992), protagonizada, escrita y dirigida por Tim Robbins, se propone como un “falso documental” que aborda la campaña del ciudadano Roberts (Robbins), que aspira a ocupar un lugar en el senado norteamericano y que no escatima esfuerzos por lograrlo. Esgrimista y cantante folk, nuestro personaje se hace conocido por su discurso radical contra el consumo de drogas y sus razonamientos de derecha; además, por ser polémico y frontal. El director ofrece una pieza de primer orden que apunta directo a la cabeza de las tendencias racistas, capitalistas y conservadoras. La figura del asesor -que ejerce el poder a la sombra del candidato- es otro punto fuerte del film. La manipulación, por medio de discursos efectistas, los medios como cajas de resonancia parcializadas, el fanatismo político, y la guerra sucia y la propaganda, son otros temas de la cinta ambientada en las semanas previas a la invasión a Kuwait. Existen más películas y documentales sobre el ámbito de la carrera electoral. Imposible olvidar Ciudadano Kane (1941), Nixon (1995) e incluso Taxi Driver (1976). Sin embargo, hemos querido brindar una primera muestra que recoja inquietudes de realizadores de diferentes épocas y con diversos enfoques. ¿Cuál se asemejará más a nuestra contienda presidencial? Por lo pronto, la guerra sucia se impone con fuerza.


Especial

Aguardábamos el estreno de Carancho desde su exhibición, en el pasado Festival de Lima -donde destacó como una de las mejores. El sexto largometraje de Pablo Trapero logró convocar a más de 620.000 espectadores en Argentina, éxito que puede atribuirse a la presencia estelar de Ricardo Darín, pero, también, a la calidad del filme, un policial porteño que reúne los ingredientes -romance, intriga, violencia- que cautivan al público. Según Trapero, Carancho es su homenaje al cine negro, en el sentido que examina un mundo oscuro y clandestino, con personajes que salen

a la calle cuando los demás duermen, actuando, casi siempre, al borde de la legalidad. Darín interpreta a Sosa, un abogado especialista que acecha ambulancias hasta dar con sus potenciales clientes. De allí, el título de la película, que alude a esas aves que se alimentan de animales muertos. Carancho fue la representante oficial de Argentina en la última edición del Oscar. Acaba de estrenarse en EE.UU. y, desde ya, se anuncia que Scott Cooper, director de Loco Corazón (2009), hará un remake que quizás tenga a Jeff Bridges en el papel de Darín.

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Especial

Pablo Trapero

“El Cine es Mi Vida Cotidiana” Desde su productora, en Buenos Aires, nos comunicamos por teléfono con Pablo Trapero, pocas horas antes de que viaje a Cuba a filmar un corto con Emir Kusturica.

Por CLAUDIO CORDERO ¿Qué tanto has cambiado como director, desde que empezaste en el cine con Mundo Grúa? ¿Cuáles eran tus retos entonces, y cuáles son tus retos ahora? He cambiado casi diez años, o sea soy diez años más viejo. Pero eso no es solo a nivel de director, sino en todos los aspectos. Ahora soy padre, tengo una productora. Son cosas de la vida cotidiana las que cambiaron. Sobre lo que me pasa frente a una película, no he cambiado mucho. Las ganas, el deseo, la excitación que me provoca filmar son bastante similares. Por supuesto que tengo un poco más de experiencia en cuestiones técnicas y en cuestiones prácticas, la experiencia de los años y de las películas. Además de las que dirijo, acompaño a otros cineastas como productor, lo que hace que esté todo el día viendo, leyendo, probando y estando cerca del cine en distintos aspectos. En paralelo, soy un espectador muy curioso también, veo mucho cine, tengo el hábito de ver películas en el cine, pero también tengo en mi casa una especie de pequeño cine montado. Con mi productora (Matanza Cine), intento continuar una forma de trabajo que aprendí en la época de estudiante, después con mis cortos, después con mis primeras películas. Si bien es una productora que ha hecho varias cosas, y que trabaja con gente que es muy profesional, la idea un poco es mantener el espíritu de riesgo que a veces es necesario en determinadas producciones. En estas películas en general, tratamos de correr esos límites siempre un poquito más lejos, y eso es bastante similar a la época de Mundo Grúa, y antes de eso. Es la consecuencia de todos esos años, de ver películas y hacer películas, y hablar de cine. También viajo mucho, y veo muchas películas en festivales. La verdad es que el cine es mi vida cotidiana. ¿Cómo hacer creíble una historia como la de Carancho? ¿Cómo se convierte un guión sólido en una película que respire autenticidad? Me parece que ese es el desafío de todas las películas, porque el cine es, principalmente, ficción, y siempre, incluso cuando se habla del documental, sabemos que hablamos de un recorte de la realidad, de una manera de construir esa realidad. En mi caso, a mi me gusta la ficción, y esto lo ejercité desde mis primeros cortos y desde mi primera película. La idea de que esa ficción, de que ese mundo fantástico que se describe en un guión, después, parezca real, de que puedas tocar a esos personajes que están en la pantalla, que te los pudieras encontrar en la calle. Es lo opuesto a lo que se percibe. En general, se ha hablado en estas películas, incluso en Carancho, de esa sensación de cercanía, de sensación de documental, casi una idea de improvisación, como que las cosas pasaran en el set, y justamente es lo opuesto: cuanta más cercanía, más cotidianidad y más familiaridad, se quiere lograr en las escenas, hay más construcción, más manipulación de las herramientas, más ensayo. En Carancho eso se hace más evidente en todo lo vinculado con los planos secuencias. Las secuencias van de opuesto a los que llevan la película en ese momento, a la espontaneidad, con ensayos, y montón de cuestiones mecánicas y técnicas para que esos planos puedan funcionar, y, de hecho, como puedes notar, muchas veces, en los planos secuencia, hay tiempos que se sintetizan de manera artificial en el plano mismo. Entonces, lo que normalmente podría durar media hora, en un plano dura, y se siente cercano y cotidiano, y verosímil, en dos minutos. En esa tensión, entre cómo hacer la realidad, y cómo la película, nos enseña qué es real, se genera un poco ese traspaso de cercanía o de autenticidad. Como dije, es lo opuesto a lo que se percibe.

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Especial Estamos acostumbrados a que tus actores sean personas comunes y corrientes. ¿Qué ventajas tiene trabajar con una estrella como Ricardo Darín? En realidad, la mayoría de actores de mis películas, empezando con Mundo Grúa, son actores con formación. Lo que pasa es que, en muchos casos, no eran actores conocidos. Pero también es verdad que he trabajado, como en el caso de Luis (Margani) en Mundo Grúa, o mi abuela en Familia Rodante, entre otros, con personas que no eran actores. Por supuesto que Ricardo (Darín) es una estrella, además de ser un actor excelente, con mucha formación. Eso sí, fue distinto a las otra veces. Para mí, trabajar con Ricardo era trabajar con el personaje de Ricardo que él fue construyendo en la ficción a lo largo de los años. La película propone eso desde la primera escena en la que aparece él, que es cuando sale de ese lugar, y unos muchachos lo empiezan a golpear, como la idea de, bueno, el Ricardo que conocíamos se queda en esa escena, y ahora empieza Carancho. Esta es una idea que hablé con Ricardo y trabajamos mucho para generar, para encontrar y para jugar con ese imaginario colectivo que hay sobre la imagen de Darín, y no fue para nada difícil, todo lo contrario, es un actor excelente, un genial compañero de trabajo, fuimos muy compinches durante todo el proceso. Es que mientras gente con más experiencia tenés, siempre es mejor para la película. Pero eso también me gusta dosificarlo. En Carancho hay un montón de escenas donde Ricardo está interactuando con actores que, por primera, estaban en un set, o era la primera vez que actuaban en su vida. Entonces, esa tensión entre tener a Ricardo y tener a alguien que se enfrenta por primera vez a las cámaras, generaba cosas muy lindas en el set, que creo que se sienten un poco en las escenas. Darín trabajó antes en Nueve Reinas y El Aura. ¿Existe una tradición de policiales en el cine argentino? ¿De dónde viene tu interés por cultivar este género? Sí, el policial es un género muy transitado en Argentina, y en el cine en general. Es un género que tiene a su vez como distintos subgéneros. En este caso, el policial negro era el punto de partida para Carancho. Por supuesto que las películas del film noir eran un poco una referencia, pero antes que eso es la novela, la idea de una narración con la que, a través del relato íntimo, y cercano, e intenso, de personajes, uno puede intuir una realidad social o un mundo exterior que los contiene. Que no quiere decir la realidad de un país o la realidad del mundo, sino la realidad social de ese universo en el que ellos se mueven. Ese afuera del que hablan se describe a través de la intimidad de estos personajes. Eso es una característica propia del noir, como género, antes que en el cine, en la literatura. Personajes de los que uno se quede prendado, a los que sientas cercanos, y a través de ellos poder ver universos que los contienen y que los superan, que los obligan a tomar decisiones, y cómo esta lucha entre el deseo, la pulsión, y la necesidad, es personal. Se podría decir que la historia es muy argentina, pero también muy universal. Sí, y te diría más. Cuando empecé a investigar, me resultaba más fácil encontrar información sobre lo que en inglés se llama ambulance chaser, y que, en español, se traduce como “corre ambulancias”. Me sorprendió, en el proceso de investigación, que era más fácil encontrar información en Internet sobre abogados en otros lados, que aquí mismo. Acá, la información y la investigación fue más en la calle, andando, caminando y buscando y tratando de conocer a esta gente, y las primeras cosas que encontramos antes de esa investigación de campo fue en Internet, y a través de estos abogados con estos nombres. Con lo cual, muy temprano, en el proceso, nos dimos con la sorpresa de que lo que pensábamos era un fenómeno más local, era casi una industria importada. Lo que sí es muy fuerte, y muy triste, es la cantidad de muertes que se genera por accidentes de tránsito en Argentina. Los números que dice la película, al inicio, son números de estadística reales. Pero lo de estos abogados no es tan popular, no se conocía. De hecho, después de esta película, se armó un montón de debate, empezaron a salir reportajes en la TV, diarios y demás, al punto tal que hace poco se anunció una Ley Anti-Caranchos, lo que es un poco símbolo de lo que la película generó por acá. Digamos que movilizó muchas cosas, pero, además, hizo mucho debate, al punto que salió este proyecto de ley. Entonces, no debe sorprendernos que los norteamericanos se hayan interesado en hacer un remake de Carancho. ¿Cómo te lo imaginas? Bueno, me encantaría que quede bien (risas). Me parece que, un poco, sintetiza lo que te decía recién, el hecho de que se piense en un remake significa que es una historia que trasciende un poco el universo local donde fue hecha. Soy un espectador activo y curioso desde hace muchísimos años, y me dan ganas de ver el resultado. Por una cuestión de gentileza, me enviaron unos tratamientos, y me hicieron consultas sobre el casting, pero en el momento que se haga va seguir el pulso de sus propios realizadores. 29 >

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Especial

Ricardo Darín El Actor Superado Por CLAUDIO CORDERO El Festival de Lima 2010 tuvo, como principal evento, la visita de Ricardo Darín, quien, por primera vez, llegó, al Perú, acompañando a Carancho. La ocasión no pudo ser más oportuna: El Secreto de sus Ojos -su anterior película-, acababa de ganar el Oscar al Mejor Filme Extranjero, ratificando a Darín como el gran talismán del cine argentino. No es una exageración: desde la década pasada, todas las películas que Darín ha protagonizado, en su país, han gozado de distribución internacional, y más de una ha sido recibida con premios y aplausos. Su presencia es sinónimo de una inversión segura. Por eso, podemos considerarlo una estrella de cine, rara avis en el cine latinoamericano. Ricardo Darín nació en Buenos Aires, el 16 de enero de 1957. Sus padres provenían del mundo del espectáculo, y, por eso, se encaminó a la actuación desde muy pequeño, debutando en el teatro cuando recién había cumplido los diez años. Quizás, los cinéfilos de habla hispana recién lo conozcan de algunos años atrás, pero los argentinos, prácticamente, lo han visto crecer y madurar, como persona y como actor. Del galán juvenil encasillado en telenovelas, al actor de carácter capaz de transformarse en sujetos duros y ariscos -es decir, todo lo contrario a su imagen pública-, hay un espacio de cuatro décadas de trabajo y aprendizaje incesante. Llegar a lo más alto, cuando has superado la valla de los cuarenta años, es un lujo reservado para los actores más persistentes. Revisando la filmografía de Ricardo Darín -la misma que se remonta a un lejano 1969, con La Culpa-, podemos constatar una evolución lenta y sostenida, ya que recién en la década de los noventa, cuando Darín ya había participado en más de una docena de filmes, empiezan a surgir los títulos importantes, o que marcaron un hito en su carrera. Quizás lo único destacable de su primera etapa sea su asociación con Adolfo Aristarain, uno de los directores más respetados del país gaucho, con quien trabajó tres veces, pero ni El Extraño (1987), ni mucho menos La Playa del Amor (1979), o La Discoteca del Amor (1980), se cuentan entre los mejores trabajos de ambos. Recién en 1993 empieza a ser tomado en serio por la crítica, gracias a su actuación en Perdido por Perdido (1993), opera prima de Alberto Lecchi. Otros dos cineastas argentinos que aparecen en la década de los noventa son Eduardo Mignogna y Juan José Campanella, quienes escogen a Darín como protagonista de sus películas: El Faro (1998) y El Mismo Amor, La Misma Lluvia (1999), respectivamente. Pero lo mejor aún estaba por llegar. En 2000, se estrenó una producción modesta llamada Cuatro Reinas, primer filme de Fabián Bielinsky. Era la historia de dos estafadores de poca monta que unen fuerzas para ejecutar un gran golpe. Este ingenioso argumento reflejaba el estado de la sociedad argentina, en aquel entonces sumida en una angustiosa crisis económica e institucional. Cuatro Reinas fue un éxito tremendo y totalmente inesperado. Marcó un giro decisivo para Darín, demostrando su habilidad para adaptarse a un nuevo escenario social. Los tiempos habían cambiado, pero Darín no había dejado de ser vigente. Aunque volvió a ser dirigido por Campanella en otras tres películas comercialmente exitosas -El Hijo de la Novia (2001), Luna de Avellaneda (2004), y la ya mencionada El Secreto de sus Ojos (2009)-, la real profundidad de Darín como actor hay que buscarla en El Aura (2005), su segunda y última colaboración con Fabián Bielinsky. Allí, interpretó a un taxidermista taciturno y reservado, pero de una imaginación prodigiosa para planear crímenes. Bielinsky falleció en 2006, el mismo año que dejaba de existir Eduardo Mignogna, otro director cercano a Darín y que se encontraba en la preproducción de La Señal (2007), finalmente dirigida por el mismo Darín, con la ayuda de Martín Hodara. A medida que el reconocimiento público se acrecentaba, Darín empezó a ser considerado para proyectos fuera de Argentina, llegando a trabajar, hasta la fecha, en dos películas españolas: La Educación de las Hadas (2006), de José Luis Cuerda, y El Baile de la Victoria (2009), de Fernando Trueba. Hasta que llegamos a Carancho, su penúltimo filme, ya que en marzo volverá a los cines argentinos con Un Cuento Chino. Darín ha dicho, sobre Carancho, que le permitió estar en contacto con sus zonas oscuras, además de permitirle saldar cuentas con algunos abogados que conoció en el camino, comentando, en broma, que, para eso, no hubo necesidad de hacer ninguna investigación. 31 >

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Filmografía

Blake Edwards

Así es la Vida Hablar de Blake Edwards (1922-2010) es hablar de seis décadas de cine y televisión. La última vez que se colocó detrás de las cámaras fue para grabar la versión teatral de Victor, Victoria, la única película, entre las treinta y siete que realizó, que le mereció una nominación al Oscar -como Mejor Guión Adaptado. Edwards fue un hombre de muchas contradicciones: un artista combativo metido en el mundo del espectáculo, un hombre de inteligencia penetrante especializado en comedias disparatadas, un fabricante de éxitos, y un marginado por la industria. Es hora de medir la ///

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verdadera altura de este cineasta incansable, dadivoso y versátil, capaz de brillar en géneros tan distintos como el western y el thriller, el melodrama y el musical. Junto con sus películas -lamentamos la falta de espacio para comentar algunas joyas olvidadas-, evocamos la memoria de sus colaboradores: su coguionista y socio Richard Quine, el músico Henry Mancini, los actores Jack Lemmon, Peter Sellers, Tony Curtis, entre otros. Mención aparte a Julie Andrews, su esposa por más de cuarenta años, y su primera actriz en siete ocasiones.


Filmografía

Muñequita de Lujo (Breakfast at Tiffany’s, 1961) Hay una tristeza profunda que se cuela en la presentación de los créditos. Transcurren las primeras horas del día, y una joven, ataviada con un vestido de lujo y enormes anteojos de sol, desciende de un taxi frente a la joyería Tiffany’s. Con un café en vaso descartable, sorbe el líquido caliente, mientras observa los diamantes expuestos en la vitrina del establecimiento. Su solitario desayuno parece el momento de paz que estuvo esperando tras una noche que aparenta haber sido movida, más no placentera. La desoladora aparición de Holly Golightly (Audrey Hepburn), empalma con el arribo de Paul Varjak (George Peppard), al edificio en que ella vive. Él, un escritor venido a menos, queda fascinado, inmediatamente, con esa chica que parece vivir siempre apurada por cambiar su atuendo para salir a la próxima fiesta. El director relata, así, el encuentro de dos personas que han decidido armarse de una gran coraza para lograr sobrevivir en esa jungla de asfalto llamada Nueva York. Y es que ambos, a su manera, prefieren no meditar acerca de su día a día, aceptando una realidad dura pero que -para ponerse a salvo- disfrazan de normalidad: Holly recibe unos dólares de hombres capaces de comprar su “compañía”. Paul, por su lado, acepta los billetes que deja, sobre el velador, la adinerada mujer mayor que llega todas las tardes a su departamento. La perturbación que produce la cinta proviene, precisamente, de ese punto. En cómo estos jóvenes ponen su piel en venta, y que esa transacción sea parte de la cotidianeidad de los nuevos tiempos. Tiempos de fiestas alocadas, en las que el anfitrión repleta su casa de desconocidos dispuestos a divertirse sin involucrarse de manera profunda. La secuencia que mejor representa ese aspecto es la de la gran reunión organizada por Holly, en la que el desenfreno, y la alegría rebosante, solo son parte de una máscara que esconde la imposibilidad de comunicarse, y estrechar lazos verdaderos. Es por eso que la coincidencia amorosa, de este dúo de perdedores, resulta casi milagrosa, en plena sociedad salvaje. En ese sentido, el realizador de Días de Vino y Rosas decide apartar este enamoramiento del sopor enmascarado, para filmarlo de forma distendida, sumando correrías por tiendas y bibliotecas, tragos preparados con el último resto de licor en las botellas, y prendas glamorosas que nunca parecieron tan fáciles de poner (y quitar). Una muestra de que, a pesar de su acritud, Blake Edwards seguía siendo un romántico, y no había perdido, del todo, la fe en las personas.

Leny Fernández

Días de Vino y Rosas (Days Of Wine and Roses, 1962) La soledad, la frustración, la inconformidad, son sentimientos que han estado, en muchos casos, a la sombra de otros, en las películas de Blake Edwards. Sin embargo, no han sido menos sustanciales. Una prueba es Días de Vino y Rosas, drama imprescindible en su filmografía, en la cumbre de las mejores obras que surcan la intensidad y el delirio que significa el problema del alcoholismo. Basada en un antiguo filme televisivo dirigido por John Frankenheimer, la película cuenta la historia de Joe Clay (Jack Lemmon), joven relacionista público que, debido a sus actividades laborales, comienza a beber. Vicio que lo lleva a un laberinto de angustia y opresión, y, lo que es peor: su esposa, también, caerá enferma con él. Así como Billy Wilder había mostrado una degradación, tanto física como moral, en la figura del escritor fracasado (Ray Milland) de Días sin Huella, Edwards centra todo su relato en Lemmon. Pero, además, involucra, en su historia, la imagen, ingenua e inocente, de su esposa (Lee Remick), la cual incrementa la intensidad del drama una vez que ella lo sigue en su viaje sin retorno. Con una magnífica fotografía en blanco y negro, que asienta el trato realista que le imprime su director, la película es una mirada frontal y directa hacia la devastación del alcohol, ya no solo en el aspecto social, sino también en la intimidad de la pareja, en el alejamiento de las responsabilidades, tanto laborales como familiares, en fin, en la búsqueda de la soledad como último intento de liberación y recuperación. Para conseguir esto, Edwards presenta los derroteros individuales de sus protagonistas con un gran manejo del tiempo, de forma que puede integrarlas en el argumento central y así mostrar, de alguna manera, el tinglado de ansiedades, condiciones y predisposiciones que llevan a la enfermedad -como la adicción de Lee Remick al chocolate, o la profunda y larga depresión que acarrea Jack Lemmon. Como cierre, encontramos ese final, agridulce, donde se muestran las dos caras del alcoholismo. La brillantez de esa escena está en la firmeza y terrible desolación en el rostro de Joe, al ver la destrucción de su esposa -y ver cómo él contribuyó a eso-, pero también está ella, la que alguna vez fue una bella mujer -al momento de alejarse de su familia-, la que se convertirá en el triste letrero de un Bar.

Martín Mauricio 33 >

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Filmografía

La Carrera del Siglo (The Great Race, 1965)

El Mercader del Terror (Experiment in Terror, 1962) Exaltada a diestra y siniestra por David Lynch, Experiment in Terror es una obra casi desconocida en la filmografía de Blake Edwards. Seguramente, muy pocos esperaban que un señor fogueado en el terreno de la comedia, como es el director de La Pantera Rosa, diera a la historia del filme noir una gema como esta. San Francisco -escenario estilizado y hegemonizado por el excelentísimo vértigo hitchcockiano- se reactualiza, y aparece, nuevamente, como una ciudad que funciona de telón de fondo para el desarrollo de un suspense que orilla en un terror sin concesiones. El efecto de pánico es, aquí, el resultado de un trabajo de puesta en escena que juega más a sugerir que a develar. La bella Lee Remick –que, tres años antes, se había mostrado de lo más resuelta y seductora en el papel de una mujer atormentada e imperturbable en Anatomía de un Asesinato (1959), de Otto Premingeraquí aparece como una niña inmaculada y cándida. Kelly Sherwood, la empleada de banco que interpreta Remick, padece el chantaje de un presumible maniático. Él le exige el robo de cien mil dólares del lugar donde trabaja, con la amenaza, latente, de asesinar a su hermana, si la orden no fuera obedecida. Sobre este entuerto gira el conflicto que deberá resolver un Glenn Ford que se hace cargo de un protagónico desencajado, interpretando a un detective del FBI más obtuso que astuto. Blake Edwards se ocupa de construir un filme policial despojado de sus propiedades básicas: las pistas sobre el chantajista son casi inexistentes; sólo llegando al final las secuencias de asedio se hacen presentes; el policía es sólo un hombre de oficio en lo tocante a la burocracia institucional, pero carente de toda intuición detectivesca; y ni siquiera se le concede, a la pareja protagónica, el condimento idílico entre protector y protegida: ambos son presentados como la anti-pareja romántica del policial. Él es demasiado básico para hechizar a Kelly, y ella está demasiado ensimismada en su espanto como para atender coqueteos. El clásico relato policíaco naufraga, constantemente, ante la imposibilidad de develar la verdadera cara del criminal: la decisión parece ser concentrar la narración en la descripción transfigurada del género. Como si su director no pudiera asir un género tan poco explorado en su carrera sino cuestionándolo en sus reglas elementales. Ante un “cine más grande que la vida”, Edwards propone una “carencia imaginativa del FBI más grande que el policial”.

Eduardo D. Benítez ///

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Que La Carrera del Siglo haya sido una súper producción de 12 millones de dólares, que sea un confeso homenaje a Laurel y Hardy, que cuente con dos de las grandes estrellas del momento (Jack Lemmon y Tony Curtis), que casi lleva a la quiebra a la Warner, son detalles que quedarán para el anecdotario, cuando lo realmente valioso -y que perdura hasta nuestros días- está en la vocación lúdica y trasgresora de su puesta en escena. A pesar de las varias décadas transcurridas, se mantiene intacta, creciendo en reputación, hasta el punto del ser considerada una obra de culto. Blake Edward venía de rodar La Pantera Rosa, y su secuela Un Disparo en la Noche, cuando tomó el riesgo de asumir la dirección de un proyecto que podemos tildar de vanguardista, pues le significó profundizar aún más en su particular estilo de hacer comedia. La Carrera del Siglo es distinta, irreverente, caótica, y, sin duda, influyó en creadores de otras artes, como la animación y el comic, y, por qué no, en los actuales directores de la nueva comedia americana. La competencia automovilista que, efectivamente, sucedió, en 1908, se transforma, en manos de Blake Edwards, en la extravagante historia de dos archirrivales empecinados en ser, cada uno, el primero en cruzar la meta de una carrera transcontinental. Gracias a su desbordante imaginación, un curioso hecho histórico es elevado a la categoría de espectáculo cómico, estrambótico e irreal. Mucho ayuda el hecho de disfrazar este relato como si se tratase de una de las novelas de Julio Verne. En ese sentido, La Carrera del Siglo podría considerarse como una variante excéntrica de La Vuelta al Mundo en Ochenta Días. Tanto que su personaje principal, el aristócrata Gran Leslie, se emparenta perfectamente con Phileas Fogg, el caballero inglés de la citada película de Michael Anderson. Mientras que su némesis, el profesor Fate, y su asistente, el inepto Max -a cargo del pre-cassavetiano Peter Falk-, se encargan, estoicamente, de inventar aparatos e instrumentos con la sola intención de eliminar al Gran Leslie y ganar la competencia. Fate y Max, como los grandes cómicos del cine mudo, representan al subgénero del slapstick, tipo de comedia casi desconocido para el espectador actual, pero de una larga tradición en el cine, y de fortísima raigambre popular hace unas cuantas décadas. Los gags, las rutinas, las alocadas situaciones, que son los pilares del slapstick, encontraron, en Blake Edwards, insospechados niveles de diversión e inspiración, y, para muestra, está la esplendida secuencia de la batalla de las tortas. Lo apropiado sería afirmar entonces que Edwards fundó, con esta película, un subgénero dentro de otro subgénero, una corriente creativa única que hallaría su cúspide tres años después en la magistral La Fiesta Inolvidable.

José Romero Carrillo


Filmografía

La Pantera Rosa (La serie completa) El mayor éxito, en la carrera de Blake Edwards, fue la saga de La Pantera Rosa. Generó no sólo una franquicia que aún hoy, con la infumable versión de Steve Martin, tiene relativa celebridad entre el público (ya tuvo una secuela), sino que inventó un nuevo arquetipo original y singular. Porque, si bien es cierto que antes del Inspector Jacques Clouseau -en la representación magistral de Peter Sellers- hay incontables genios del slapstick (el humor físico que monopolizó la comedia en el cine mudo, y que, luego, se complementaría con los retruécanos absurdos en el sonoro), el personaje torpe e inocentón, pero al mismo tiempo orgulloso y temerario, era -a diferencia de los pobres desgraciados y desmañados como el vagabundo de Chaplin- un representante del poder; un agente de la Sûreté, la prestigiosa policía francesa. La burla a una figura de autoridad se combinaba a una muy políticamente incorrecta tomadura de pelo a la arrogancia y sofisticación gala. Clouseau era un detective célebre, y, contra toda lógica, seguía ascendiendo en su carrera funcionaria. Fue esa misma ceguera ante su estupidez la que le forjó un antagonista -el Inspector en Jefe Charles Dreyfus (Herbert Lom)- que resultaba ser, a su pesar, tan lerdo como él. Esta rivalidad, que se inicia en la segunda parte de la saga, Un Disparo en la Oscuridad (1964), sería a la postre el eje argumental de la serie. Porque el nombre de la pantera rosa -el diamante más grande del mundo, originario de Lugash, un ficticio país de Medio Oriente, que es robado en la primera parte (La Pantera Rosa, 1964)-, gracias a la animación de Fritz Freleng (el padre de Bugs Bunny), y la música de Henry Mancini, que “aggiornaron” los créditos, fue tan magnético y característico (como luego serían los sorpresivos ataques de Cato, el sirviente asiático de Clouseau), que se mantuvo en el título, incluso, en las películas donde ni siquiera se nombraba a la joya como, por ejemplo, en La Pantera Rosa Ataca de Nuevo (1976), una de las más chifladas cintas de la serie. Esta tercera secuela se filmó al mismo tiempo que El Retorno de la Pantera Rosa (1975) y La Venganza de la Pantera Rosa (1978), y fueron estrenadas en años sucesivos, en compensación al frustrado proyecto de una serie televisiva para una emisora británica que Peter Sellers no quiso protagonizar. La Pantera Rosa Ataca de Nuevo tiene la particularidad de romper todos los cánones realistas. Completamente delirante, convierte a Dreyfus en un archivillano tipo Lex Luthor, que secuestra a un científico para construir un rayo que destruya el mundo si los líderes mundiales no asesinan a Clouseau (lo que incluye una tibia sátira política, donde aparecen el presidente Gerald Ford y el Secretario de Estado Henry Kissinger viendo la petición de Dreyfus por televisión). Herbert Lom hace un espléndido papel, incluso, parodiándose a sí mismo tocando el piano como el músico desfigurado que interpretó en El Fantasma de la Ópera (1962).

Colorado, personajes televisivos moldeados a su imagen y semejanza. Blake Edwards no fue capaz de reproducir estas reinvenciones del arquetipo sin Peter Sellers. El actor inglés protagonizó seis de las ocho películas de la saga. La última, póstumamente: llevaba dos años bajo tierra. Después de su muerte, en 1980, Edwards continuó la serie con Tras la Pista de la Pantera Rosa (1982). Con material descartado de las películas anteriores, Edwards monta un primer segmento muy básico, sin pies ni cabeza, y, tras un nada convincente tour de forcé, se inician las siguientes secuencias con Clouseau desaparecido (tras caer el avión en el que viajaba rumbo a Lugash), y una periodista investiga sobre su personalidad, entrevistando a sus viejos conocidos, lo que permite mostrar escenas de otros capítulos de la serie a manera de “recuerdos”. El resultado es una rareza, una supuesta película homenaje, con hedor mortuorio, que se inicia con una cita finalmente hipócrita: “A Peter, el único e irremplazable Inspector Clouseau”. La hipocresía estuvo en los dos intentos posteriores de posicionar, justamente, un reemplazante. Claro, no del mismo Clouseau, pero de un clon: Clifton Sleigh (el desabrido Ted Wass), posible pariente norteamericano del Inspector en La Maldición de la Pantera Rosa (1983), y el gendarme Jacques Gambrelli (un flojo Roberto Benigni), retoño desconocido del policía en El Hijo de la Pantera Rosa (1993). Opacados por la sombra de Peter Sellers, y dos guiones pésimos, ninguno estuvo a la altura del desafío. Por fortuna, Edwards no siguió intentándolo, pero, lamentablemente, El Hijo de la Pantera Rosa sería su última película. Un triste final para una saga inolvidable.

Jorge Morales

¿Qué Hiciste en la Guerra, Papi? (What Did You Do In The War, Daddy?, 1966)

Por segunda vez en su carrera, Blake Edwards concibe una comedia militar ambientada en la II Guerra Mundial. Operación Pacífico (1959), con Cary Grant y Tony Curtis a bordo de un submarino, fue su primer gran éxito como director. Una década más tarde, los vientos contraculturales soplaban más fuerte, creando un ambiente propicio para la aparición de películas corrosivas y sarcásticas, como MASH (1970), de Robert Altman. Pero las intenciones de Blake Edwards eran distintas. Contrario a lo que pueda especularse, ¿Qué Hiciste en la Guerra, Papi? no es un indulgente alegato pacifista o una dura sátira del ejército norteamericano. Su espíritu lúdico la aproxima a ¿Dónde Está el Frente? (1970), de Jerry Lewis, en el sentido de que ambos autores dejaron de lado cualquier mensaje político para divertirse a costa del absurdo, dejando, entrelíneas, hasta qué punto la estupidez y la valentía son aliados en un campo de batalla. Así, ¿Qué Hiciste en la Guerra, Papi? demuestra que el slapstick es una manera de ver el mundo. Un batallón de soldados yanquis son enviados a capturar un pequeño pueblo italiano llamado Valerno, pero que bien podría ser el mismo de Los Inútiles (1953). Para sorpresa del Capitán Lionel Cash (Dick Shawn), las huestes italianas los reciben con los brazos abiertos, prometiendo rendirse, incondicionalmente, a cambio de que les dejen celebrar una fiesta. Este es el primer giro, inesperadamente absurdo, que introduce la película, alejándose de cualquier representación dramática, abrazando la

Pero ¿qué generaba tanta empatía con el personaje? La inconsciencia sobre su propia ineptitud; como ocurriría con el Super Agente 86, o los dibujos animados del Inspector Truquini (a quien, curiosamente, el mismo Don Adams -el Super Agente 86- puso la voz), e incluso con el Chapulín 35 >

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Filmografía farsa. Segundo movimiento: los superiores del ejército malinterpretan el caos, y creen que sus muchachos están librando una batalla encarnizada contra las tropas enemigas. El enredo va cobrando dimensiones épicas, hasta llegar a la surrealista escena en la que norteamericanos e italianos ensayan una batalla falsa, y con balas de salva. Si la mentira se descubre, todos deberán responder ante una corte militar. Tercer y último movimiento: los nazis también confunden la situación, y deciden marchar hasta Valerno. El mismísimo Adolf Hitler da la orden, por lo que la broma se convierte en cosa seria. Edwards resuelve este último acto, el de la “resistencia” contra los alemanes, con un sentido del humor sombrío que no tiene nada que envidiar a Bastardos sin Gloria (2009). Por allí aparece un grupo de comunistas italianos, ilusionados con la idea de cargarse ellos mismos al oficial nazi que dirigió la campaña contra Stalingrado. Quizás nuestros héroes también estaban un poco locos.

Claudio Cordero

La Fiesta Inolvidable (The Party, 1968) Lo que la hace imprescindible, dentro de la filmografía de Blake Edwards, es su capacidad de pasar de un clasicismo académico hasta el más osado postmodernismo. Listada en más de una oportunidad como una de las mejores en su género, La Fiesta Inolvidable es el pico en la carrera del director americano y, también, consolida a la dupla Edwards-Sellers como una de las más exitosas y, por lo tanto, injustamente olvidadas por la Historia del cine. Desbordada, hilarante, ferozmente satírica, la película transcurre -casi en su totalidad- durante una celebración, en la casa de un productor de Hollywood, y con la presencia subversiva de Hrundi V. Bakshi , extra hindú que llega por error a ese recinto. Es, en ese contexto, donde el personaje indio, “el extranjero”- interpretado maravillosamente por Peter Sellers-, sirve como punto de contraste entre lo foráneo y lo costumbrista. En efecto, la habilidad en la puesta en escena radica en la interacción de Hrundi con un microcosmos frívolo y distante; y es por eso que la comedia funciona, como instrumento de desfogue y distensión. Desde homenajes a filmes como Gunga Din, o estrellas como Jerry Lee Lewis, La Fiesta Inolvidable resulta un acontecer de situaciones divertidas que tienen, como punto final, el más alegre paroxismo. Gracias a una dirección artística minimalista, Blake Edwards pudo imprimir toda la atmósfera de los años sesenta en un solo lugar, como si fuera un gran escenario donde los gags podían fluir de manera natural, y pasar de un plano a otro, sin forzar, en ningún instante, las situaciones cómicas. En un momento vemos a Hrundi -en una de las mejores escenas, donde Peter Sellers le roba los gestos a Buster Keaton- en un baño de la casa, intentando controlar una posible inundación, para pasar, enseguida, al mismo Hrundi en el techo de la casa, imitando al ahora olvidado Harold Lloyd. Y hay muchas cosas más que hacen de esta cinta un clásico inmediato, pero lo que quedará en la retina de nosotros es Peter Sellers, un actor que, con un solo gesto o mirada, podía pasar, de la excentricidad más absurda, a la comedia más inocente.

Martín Mauricio

Dos Hombres Contra el Oeste (Wild Rovers, 1971) La Pandilla Salvaje (1969), y Dos hombres contra el oeste -estrenada dos años después-, son películas muy diferentes. Quizá no haya directores más diferentes que Peckinpah y Edwards. Mientras uno dinamitaba el género con un realismo salvaje, el otro volvía a avistar, sin ostentación alguna, esas superficies rojas y no exentas de belleza del Monument Valley -aunque ya se veían demasiado lejos, demasiado teñidas por la luz turbia de un intenso atardecer. Y es que algo más profundo comunicaba a los dos filmes. Algo que quizá sabía William Holden, actor que encarnó a los perdedores más elegantes del cine americano -quizá nos quedemos con el Hal Carter de Picnic (1955)-, el que fue testigo de los ocasos más soberbios de Hollywood, desde el de Gloria Swanson en Sunset Bulevard (1950), hasta el de Fedora (1978), desde el de La Pandilla Salvaje, hasta el de Dos Hombres Contra el Oeste. Aquí, Holden es Ross Bodine, viejo cowboy que trabaja en el rancho de Walter Buckman (Karl Malden). Hasta que el joven Frank Post (Ryan O’Neal) se suma a las labores. Harto de una existencia dura y poco prometedora -sus vidas no valen mucho, y están en permanente peligro debido a la acechanza de los cuatreros-, el impulsivo Frank propone, a su compañero de trabajo, robar el banco del pueblo, y tener una vida feliz en México. Así se establece el camino de un western tanto más crepuscular y moderno cuanto que ha trocado a los hombres rudos por dos antihéroes algo torpes, por una pareja más cómica que mítica, por un vaquero pacífico que busca una última oportunidad, y un muchacho que se resiste a abandonar el cachorro encontrado en la casa del banquero secuestrado (James Olson). Hay algo de fronterizo en el muchacho impulsivo, y hay algo de desencantado en el Bodine de Holden. Pero ambos han comprendido que más vale emprender una audacia que resignarse a una vida miserable. Esta es una última fechoría, un robo de jubilación, como la de la pandilla salvaje de Peckinpah. En efecto: los colonos de antaño son la clase trabajadora de hoy. Ya no es posible el sueño americano. Sin embargo, lo épico se convierte, en Edwards, en una crónica delirante y agridulce. Su tersura lírica y melancólica envuelve hasta la violencia más improbable e irrisoria: recordemos ese ataque de un leopardo en medio del fragor del robo. La secuencia -en cámaras lenta- de caza de un caballo salvaje, y su posterior educación, con Ryan O’Neal dando brincos detrás del viejo domador, es una de las secuencias más líricas del Oeste, uno de esos momentos de alegría compartida que anteceden a la muerte, y que la cámara de Edwards valoraba como ningún otro.

Sebastián Pimentel ///

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Filmografía S.O.B.: Se Acabó el Mundo (S.O.B., 1981) Una de las leyendas urbanas más hilarantes de Hollywood cuenta que el director Raoul Walsh secuestró el cadáver de John Barrymore para sorprender a su amigo Errol Flynn, quien retornó, ebrio, a su casa, y se encontró con el difunto Barrymore sentado en su sofá. Blake Edwards debe haber conocido muy bien esta anécdota, y comprendido hasta qué punto, la travesura de Walsh, era un hermoso acto de amistad, en una ciudad donde nada es natural o espontáneo. S.O.B. -iniciales de “Son of Bitch”- ostenta la dudosa reputación de ser una de las películas más furibundas que se hayan hecho sobre Hollywood y sus banalidades, pero, detrás de tanto humor corrosivo, se esconde el deseo de rescatar la inocencia perdida y hallar algún sentido de decencia en la vida cotidiana. A treinta años de su estreno, hoy no queda ninguna duda de que SO.B. es uno de los trabajos obras más personales y logrados de Blake Edwards. También está claro que, hoy, ningún estudio se animaría a producirla. No solo porque su contenido es explosivo, sino porque su acabado artístico es propio del cine independiente. Aparentemente, el filme está inspirado en la amarga experiencia de Edwards con Darling Lili (1970), un musical costoso que fracasó en la taquilla, según Edwards, por intromisión del estudio.

10, la Mujer Perfecta (10, 1979) Resulta curioso el recorrido insólito que puede hacer una estrella de cine hollywoodense a lo largo de su vida profesional. El star-system tiene sus vaivenes caprichosos e inasibles. Puede establecer a categoría de deidad eterna a actrices y actores del más variado pelaje. Pero, también, tiene el poder instantáneo de ubicarlos en la cima del reconocimiento mundial, y convertirlos en figuras olvidadas, casi, en un abrir y cerrar de ojos. El propio sistema del estrellato parece estar estructurado de esa manera, con los retruécanos más impensados. No hay porque apenarse por eso. Pero al ver, nuevamente, 10, la Mujer Perfecta, uno no puede dejar de preguntarse sobre la carrera de esa promisoria sex symbol que fue Bo Derek, que quedó confinada al olvido más absoluto. Modelo de alta costura devenida actriz en Orca (1977), donde acompañaba nada menos que a Charlotte Rampling; su segundo trabajo, interpretando a la sensual chica que deja hipnotizado al compositor George Webber (en la piel del minúsculo Dudley Moore), la encumbraría como una mujer fatal y a la vez efímera.

SO.B. empieza con Julie Andrews cantando y bailando al lado de unos soldaditos de plomo, globos de colores, y demás parafernalia infantil. Ella ya no es Mary Poppins, pero nadie parece haberle avisado que estamos en la década de los ochenta. El nombre del personaje es Sally Miles, pero su imagen pública es idéntica a la de Julie Andrews: Sally es la reina de las matinales edulcoradas, sus admiradores suponen que es un ángel, tiene un Oscar sobre su repisa, y, además, está casada con Felix Farmer (Richard Mulligan), director exitoso y querido en la industria. Hasta que Felix tropieza con su primer desastre de taquilla. Entonces, como por arte de magia, el hombre enloquece. Edwards dedica tiempo en describir la debacle de Felix, quien, sumido en un estado de shock, no se comunica con nadie, e incluso intenta suicidarse tres veces un mismo día, pero su ineptitud le impide lograr su cometido. Quizás haya que recordar que se trata de una comedia, una bastante seria, con una muerte al principio, y un funeral como cierre. Edwards organiza un gran enredo alrededor de este zombie, hasta que Felix regresa a la vida transformado en un profeta, en el Howard Beale del cine de guerrilla. Felix llevará el término auteur un poco más lejos de lo que jamás soñó André Bazin, estando dispuesto a morir por proteger la integridad de su “épico porno-musical”. Obra maestra.

Claudio Cordero

10 es una película en la que se puede encontrar una gran sintonía entre Edwards y el universo “woodyallinesco”. Esta cercanía se percibe desde los créditos de inicio del film: austeras letras en blanco sobre fondo negro presentan el cast al ritmo de un piano jazzero que remite a una atmósfera de coctel. Pero aquí no sólo está el espíritu del director de Manhattan (1979), sino que, también, entra en juego el típico relato de crisis de los cuarenta años con una juventud que parece escaparse para siempre, exponiendo -en el caso de Edwards- a su héroe a las situaciones más vergonzantes y ridículas, todo con el fin de encontrar el crisol de su edad perdida. 10, la Mujer Perfecta se ha convertido en un clásico, pero el paso del tiempo también dejó en evidencia que algunas promesas de carrera actoral pueden ser, simplemente, una fiebre pasajera. Bo Derek haría el intento de revitalizar su carrera bajo la dirección de su marido John Derek (Bolero, Tarzán), pero la cúspide de su trabajo quedaría irremediablemente asociada a la memoria de esa bella joven que chapotea en ralentí sobre las aguas del océano mexicano enfundada en su ceñida bikini de color natural. Nada mejor que estas reseñas necrológicas de Edwards para recordar al vuelo y dar una instantánea de esa relegada bomba erótica llamada Bo Derek.

Eduardo D. Benítez 37 >

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Filmografía

Así es la Vida (That’s Life!, 1986) Injustamente subvalorada, esta película bien puede ser el título más logrado de la irregular última etapa de la carrera de Edwards, en la década que siguió al éxito de Víctor Victoria. Lo primero que llama la atención -al volver a verla, un cuarto de siglo después de su estreno-, es lo poco pretenciosa que es. Se siente, casi, como una pieza de cámara; desde el hecho de haber sido filmada principalmente en la casa de playa de los Edwards, hasta incluir, en el elenco, a dos de sus hijos, y al hijo y la esposa de Jack Lemmon (la actriz Felicia Farr), todo transmite un cierto espíritu de reunión familiar, que refleja la complicidad entre el director y su equipo. Porque, indiscutiblemente, en el corazón de Así es la Vida está la espléndida química entre Andrews y Lemmon, que saben complementar, muy bien, sus caracteres y estilos de actuación: él está genial como el hipocondriaco, infiel, y, por momentos, insoportablemente egocéntrico y verborreico arquitecto, y ella está verdaderamente conmovedora como la esposa y madre paciente, receptiva y comprensiva, que debe contener y solucionar los problemas de los demás mientras, en silencio, soporta la dolorosa incertidumbre de no saber si padece una enfermedad que podría hacerla perder la voz (una sorprendente y cruel analogía puede establecerse con la situación que la propia Andrews sufriría en la vida real durante la década siguiente). En todas las escenas que comparten, parecen un matrimonio que llevara muchos años juntos. Y es en esos pequeños momentos donde se puede palpar una enorme sutileza y humanidad.

Victor Victoria (1982) Deliciosa e imprescindible comedia de equivocaciones, que ya es un clásico, capaz de ubicarse al nivel de títulos de Lubitsch y Wilder. Sin dudas, uno de los mejores trabajos en la carrera de Edwards, y, para muchos, la última de sus obras maestras. Refrescante y disparatada, la historia se inspiró en una casi olvidada película alemana de 1933, y se centra en Victoria, una arruinada soprano que, ayudada por un cantante de cabaret, se convierte en una sensación -en el París de los años 30- al hacerse pasar por hombre en un exitoso número de transformismo. Los enredos comenzarán cuando un estadounidense comience a sentirse atraído por Víctor/Victoria… Apoyada en una magnífica ambientación de época, y una irresistible partitura de Henry Mancini, la película da una ingeniosa y juguetona mirada a las confusiones de género, y sabe aprovechar su acertado guión, un prodigio que permite al realizador desarrollar una serie de gags memorables -es digno de destacar que, a pesar de las bromas de doble sentido, el film nunca pierde su elegancia y refinamiento. En esto es fundamental el excelente ritmo y manejo del tiempo cinematográfico que exhibe el cineasta, quien integra muy bien, en la trama, sólidos números musicales -que, de paso, son un logrado homenaje al género; clave en esto es el montaje de uno de los más fieles colaboradores de Edwards, el veterano Ralph E. Winters (además de ser uno de los editores de Ben-Hur, desempeñó esta labor en musicales como On The Town y Siete Novias Para Siete Hermanos). Como fue habitual en toda la filmografía del autor, el desempeño de los actores es impecable, incluyendo a los geniales secundarios -por ejemplo, Lesley Ann Warren interpreta a una de las mejores “rubias tontas” de la historia del cine-, aunque, como era de esperar, son los protagonistas quienes brillan a gran altura: Julie Andrews está divertida y luminosa en uno de los mejores roles de su carrera -que le permite integrar, a la perfección sus habilidades actorales y musicales-, mientras un inolvidable Robert Preston logra dotar de humanidad y ternura a su Toddy, un hilarante personaje gay que pudo caer en la caricatura.

Joel Poblete ///

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El film maneja un tono amable y sencillo, pero de todos modos consigue ser incisivo; a pesar de los frecuentes toques de humor, finalmente es un drama silencioso, cargado de cierta atmósfera otoñal y una importante cuota de melancolía. Puede que Así es la vida sea un trabajo menor en la filmografía de Edwards y no esté a la altura de sus mejores trabajos, y, quizás hoy, a algunos podría parecerles anticuada, y hasta pasar por un producto casi televisivo, pero, sin embargo, se siente viva, sincera, creíble. Eso sigue siendo un mérito incuestionable, y nos permite seguirla considerando un entrañable recuerdo, tanto como la canción de Henry Mancini que la cierra, “Life in a Looking Glass”, cortesía del gran Tony Bennett.

Joel Poblete


Filmografía

Cita a Ciegas

(Blind Date, 1987)

Los años ochentas revelaron a un Blake Edwards interesado en explorar el universo femenino, acorde con los tiempos que se vivían. Es verdad que con 10, La Mujer Perfecta, ya nos había hablado de los estragos que puede causar la súbita presencia de una mujer, en un hombre felizmente casado, y, mucho antes, en La Carrera del Siglo, ya deslizaba ciertos lineamientos de un discurso feminista aún por venir. Sin embargo, en 1987, todo ello era una realidad. El veterano director tenía algunas cosas que decir al respecto, y siempre lo haría en clave de comedia. Cita a Ciegas toca, directamente, la sexualidad de una bella mujer que, al consumir alcohol, pierde, literalmente, el control. El personaje de Nadia guarda, en ese sentido, algunas similitudes con el de Kristen de Días de Vino y Rosas: consciente de que beber le hace mal, se atreve, ingenuamente, a tomar una o más copas de champagne. Así, el recurso del alcohol -que el director ya había usado, anteriormente, con otras intenciones, como por ejemplo en La Fiesta Inolvidable-, se convierte, ahora, en la herramienta liberadora de esta mujer tímida y reprimida. Una que, además, se opone a las máscaras sociales, a las tradiciones milenarias -como es el caso de la estupenda secuencia del restaurante, que incluye a una geisha sublevada-, y a todo lo que la sociedad tilda de “correcto”.

La aventura de una noche, pesadillesca para él, y etílica para ella, sobresale por el manejo coreográfico de la comedia física, de los gags y el descontrol, que tanto caracterizaron a Edwards. El lucimiento del trío protagónico (Bruce Willis, Kim Basinger, y John Larroquette), y el caos orquestado y en crescendo, hacen, de Cita a Ciegas, un filme nostálgico y entrañable, una película oldfashion que, a pesar de haber sido filmada a mediados de los ochentas, tiene una puesta en escena que nos recuerda al de la comedia clásica americana. Por ello, es entendible que haya sido subestimada o hasta olvidada. Lástima que, al ser una comedia romántica, tenga que ceder, en los minutos finales, ante convencionalismo del happy end, lo que no desmerece el conjunto. Otro detalle importante es que ésta sea la única película en que se aproveche una desconocida vena cómica de Kim Basinger. En tiempos de las comedias juveniles, de los blockbusters producidos por Steven Spielberg, Blake Edwards seguía rodando las películas según su manera de entender el cine. Será por todo esto, y uno que otro motivo personal, que le guardamos un especial cariño a esta pequeña gran película.

José Romero Carrillo

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Clásico

Viennale 2010 IMAGEN Y PALABRA

Como ocurre todos los meses de octubre, nuestra amiga Malena Martínez acampa en el Festival de Viena para un banquete de cine joven. Por MALENA MARTÍNEZ Double Tide

La Viennale 2010 presentó 351 películas. Con curiosidad, nos dejamos guiar en medio de la marea, buscando obras en las que se ha decidido renunciar a los diálogos. Sobre todo, en los cortos experimentales, o de vanguardia, no es difícil entender que la fuerte concentración en la percepción o manipulación de la imagen tiende a desembocar en ausencia o distorsión del sonido. SIN PALABRAS Usando imágenes fijas, sólo con trucos visuales, Ken Jacobs, pionero avantgardista, ofrece impresionantes efecto 3D y de movimiento. En A Loft, produce la impresión de rotación persistente, insertando, por lo visto, un cuadro negro entre cada cuadro de una imagen repetida. The Day Was a Scorcher, hecho con fotos de vacaciones de su familia, es como un album en 3D. Esta vez, crea efecto de profundidad y « temblor » de las imágenes, desincronizando la aparición de diversos segmentos de la foto, con la misma técnica anterior. Según Jacobs, existe ya demasiada película a la que habría que echar vistazos más exactos. Él juega con ellas, y las ofrece bajo una nueva luz: “Freud lo tomaría como una forma de mirar dentro de nuestros pensamientos”. También juega el austriaco Peter Tscherkassy, quien, en Coming Attractions, transforma restos de material de propaganda en nuevo arte. Martin Arnold, en Shadow Cuts, sigue jugando, y alarga un final feliz entre Mickey Mouse y Pluto, insertando interminables parpadeos en sus miradas y retrocediendo y avanzando sus sonrisas -pero, de tal modo, que también la percepción del espectador es afectada por el parpadeo. En la norteamericana The Soul of Things, Dominic Angerame sólo muestra imágenes, y deja acompañar, a las trizas en las que se convierten diversos objetos y edificios, no más que con los sonidos de nuestro propio archivo auditivo. Praxis 5 - 7 Scenes, de Dietmer Brehm, demuestra que, si

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dejamos que un sonido nos remita siempre a la imagen de un movimiento, seremos víctimas fáciles de la manipulación. Bajo un fondo sonoro de masticación de comida, el autor mueve la foto del retrato de un hombre de tal modo que, realmente, lo vemos masticando algo. El ejercicio se repite en diversas situaciones. Lo mismo sucede en las asociaciones rítmicas que el expectador, inevitablemente, hará, entre la sinfonía que oye, y los mínimos gestos del rostro en el trailer del BAFICI 2010: Un Gesto, de Gastón Solnicki. Mouse Palace, de Harald Hund y Paul Horn, es un divertido corto sobre la debacle de una pequeña casita hecha de comida, por sus habitantes: los ratones. Sus autores dicen aludir, con esa impredecible destrucción (que duró 5 semanas), a la existencia humana -en condiciones absurdas en cuanto a vivienda. En Koh, Adam Levine convierte el presente en pasado, al envejecer, manualmente, el material (B/N, 16mm) donde ha filmado impecables imágenes de pesca en un lago tailandés en riesgo. Un fondo de cigarras acompaña el sonido original de la naturaleza. Otro director que trabaja con material fílmico de archivo (“found footage”), es el virtuoso Volker Schreiner. En Cycle, une, en un sólo momento virtual, habitaciones de diversos films clásicos en que la luz se altera o se va, acompañada de ruidos eléctricos que inquietan a los diversos personajes -de expresiones desencajadas- de quienes sólo se oyen, quizá, suspiros de inquietud. Una obra maestra, entre las películas experimentales, ha sido la estrenada sinfonía visual de Klaus Wiborny: Estudio Sobre la Decadencia de Occidente. El director crea un montaje, rítmico y melódico, que sincroniza imágenes de su archivo de 20 años con sus propias composiciones musicales. Son paisajes industriales, edificios levantados, derruidos o demolidos, chimeneas de fábricas envueltas en nubes de humo. Puertos, grúas. Techos, pisos. Carros. Y, sólo efimeramente, brisas de naturaleza.


Festival Plantas, el mar, o humanos. Un magma de imágenes hecho música. Se trata de filmaciones propias, de 1979 a 2010. En parte, son trozos rápidos, ya editados en cámara, e imágenes superpuestas de un tiempo y espacio distintos. Se visiona con gran esfuerzo visual, ya que cada pulso de la música es señal de una nueva imagen. Es un estallido constante de luz, oscuridad, y sombras, hacia la sala. Son conmovedores los trinos o vibratos reproducidos, visualmente, con el temblor de una imágen, producido por el viento. La combinación de esas imágenes, sin una contraparte de imágenes del bienestar, expresan una decadencia total. Pasemos a los largos. Le Quattro Volte nace de una larga experiencia de observación de la naturaleza y un pueblo. Conocimiento que se convierte en sabiduría. Hay nacimientos, transformaciones, y muertes. Cada ser tiene su propia dinámica y su ciclo: un pastor, una oveja, un árbol, el rito de un pueblo. Michelangelo Frammartino retrata este movimiento. ¿Cuánto puede decir la naturaleza sobre la vida, a través de una ovejita -desde que nace hasta que debe aprender a ser independiente? Este lenguaje es universal, y la comunicación sin palabras, sublime. Un niño puede disfrutar la película igual que un adulto o un anciano, en cualquier lugar del mundo. A pesar de contener muchas escenas humanas, en esta película la lengua realmente se ausenta, a excepción de un grito cuando un niño tiene miedo: “¡mamá!”. En La Terra Habitada, la española Anna Sanmartí observa, también, la naturaleza. Lo hace con mirada nostálgica o, quizá, anhelante. La de una viajera. La directora comienza ofreciendo la experiencia del alejamiento de la ciudad, que parece ya haberla saturado, y estar siendo exorcizada con los ruidos del tren. Su viaje es una salida de sí misma, de la identidad que conoce, según nos explicará luego. Desde la estepa, continuará en carro, y a caballo. No se ve a los viajeros -con excepciones-, sino sus miradas sobre los colosales sonidos e imágenes del paisaje mongolés. La secuencia, en que se ha detenido a observar la construcción de una casa de madera, a través de las sombras proyectadas, es sublime, así como el canto de un niño bajo el cielo. Son diversos fragmentos de vida reconfortantes, remotos. El acercamiento de Sanmartí no es tanto a la naturaleza como al paisaje distante, desconocido. Podría ser una búsqueda contraria a la de Frammartino. O, quizá, más bien, el inicio de esa otra experiencia y de una comunión. Ana nos cuenta que quería alejarse de todo aquello que formara su identidad citadina, incluyendo el lenguaje y, por eso, no le bastaban los hermosísimos recintos naturales de Cataluña. Despojarse del idioma era una de sus búsquedas esenciales, y esa voluntad se trasluce cuando deja sin traducir las conversaciones de sus dos anfitriones en mongolés -y cuando se presenta como una película sin diálogos, aunque no lo sea.

Alamar, de Pedro González-Rubio, es una película con algunos diálogos, pero, sin embargo, debo citarla aquí por sus sublimes escenas en medio de la naturaleza, donde ésta habla, también, por sí sola. Tres generaciones juntas en un bote en la mar, pescando en el arrecife de coral: el abuelo, quien sólo ha vivido en México; el hijo, que ha emigrado a Italia pero ha regresado; Natan, el niño, que ha sido fruto de esa emigración. Conocer el mar, saber cómo agarrar las langostas, saber cuánto es permitido acercarse a un cocodrilo, distinguir a un ave de entre las otras de su grupo, es parte del aprendizaje para la vida natural. Los diálogos entran, apenas, para “colaborar” en la transmisión cultural de habilidades de una generación a otra. Pero, en realidad, ninguna de las palabras dichas sobre la naturaleza serían necesarias. En cambio, lo son aquellas que ayudan a definir las complejas relaciones humanas : “Natan, después de este viaje vamos a vivir lejos. Pero papá siempre te va a cuidar, esté donde esté ». Precisamente, el fracaso de la relación entre sus padres determina la relación que tendrá Natan con la naturaleza en su vida. Los días en el arrecife de Banco Chinchorro son sólo un paréntesis. Los primeros y los últimos minutos (en video), en la ciudad europea -adonde su padre jamás podrá acostumbrarse, como tampoco su madre a la vida del arrecife- explican el contexto necesario para entender la fragilidad de la comunicación con la naturaleza virgen viviendo en una metrópoli. Luego de haber visto a Natan disfrutando de una relación prístina con aquella, vemos al niño en el puente italiano, sin ganas de tirar panes a las aves -y los intentos de su madre de alegrarlo, buscando belleza en una burbuja de jabón. Otro tipo, muy distinto, de contemplación directa, sin síntesis narrativa, es la que ofrece en tiempo real Double Tide, de Sharon Lockhart: una mujer trabaja recogiendo almejas en la costa de Maine, en dos jornadas. Un trabajo repetitivo. Cada paso, cada inclinación, cada metida de mano al fango es parte de su producción económica. Dos planos de 50 minutos cada uno. Jamás se interrumpirán para ofrecer un plano cerrado de sus manos, ni de las almejas, ni el contraplano de su rostro. Se trata del tiempo de esta mujer como ente económico productivo. Casi una pintura en movimiento. Se puede reconocer aburridísimo, o fascinante. Es un trabajo que, partiendo de la instalación, fue pensado para cruzar las fronteras del museo y llegar al cine. Similar experiencia ofrece el corto de 20 minutos Hell Roaring Creek, de Lucien Castaing. “Una elegía antisentimental de pastoraje”. Mientras la oscura madrugrada se convierte -en tiempo real- en amanecer, el riachuelo del valle es atravesado por un rebaño de 3000 ovejas. Las vemos todas y cada una, corriendo, caminando, o saltando, como antes de dormirse. Pero despertamos, y entendemos, con goce, este intento etnológico-artístico de reabrir los sentidos hacia el tiempo y espacio originales.

Invernadero

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Festival El Sicario, Room 164

CON PALABRAS Estrada para Itaca, de cuatro directores amigos que interpretan, también, a cuatro amigos, carece, casi totalmente, de diálogos verbales, aunque no de texto (se canta, se insulta, se requinta tan igual como se llora, se suspira, y sólo se mira a los compañeros). Este trance, que los mantiene, tomando, en el bar, tiene, como motivo, la muerte del quinto amigo. Pero el hartazgo, finalmente, les empuja a una travesía sin rumbo por las carreteras. Ante un cruce de caminos, el espíritu del quinto amigo los “acudirá” con frases ambiguas que, necesariamente, resonarán en la película muda: “Por aquí, un cine del tercer mundo, peligroso, divino y maravilloso. Por acá, el cine desconocido, de aventuras”. Ricardo Pretti (uno de los directores), explicará, luego, que el avance físico de los personajes es, a la vez, metáfora de la experiencia que sus directores necesitaban tener, esperando que se les revelara algo en su camino de cineastas -ya que Fortaleza, de donde provienen, es un desierto tanto en cultura como en cine. En La Vida Sublime -una película muy conversadora, donde un joven termina consumando los míticos hechos que se le atribuyen a su abuelo-, una galería de hombres, nacidos de la realidad, se convierten en personajes de Daniel Villamediana, gracias a la inmanencia de sus discursos -que los hace suficientemente interesantes y apropiados al plan fílmico del director. Villamediana nos cuenta que toma, como actores, casi exclusivamente a amigos suyos que conoce bien y cuyo discurso conoce de tal modo que puede calcular las palabras claves que hay que soltar a fin de enrumbarlos en los caminos del film -estando abierto a que se vayan por otro lado, si su cauce es más fuerte. En Invernadero, Gonzalo Castro hace, también, que una persona real se convierta en personaje de sí mismo. Él cuenta con un personaje conocido: el escritor Mario Bellatín, a quien presenta en medio de un mundo de mujeres. Hay un discurrir de situaciones banales o importantes, unido a un discurrir de conversaciones banales-trascendentes, que son todo un gusto presenciar. No se trata, necesariamente, de las palabras, sino de la empatía, el mecanismo que hace aflorar esas palabras con frescura. “No creo en los guiones, en la representación de la palabra escrita…”. “Es que me atraen las personas por cómo hablan, por su comportamiento”, dice Castro, ganador más de una vez de la competencia argentina del BAFICI. En ambos largometrajes, se trata de la experimentación con un material verbal inmanente a personas conocidas, y de la sensibilidad para saber abrirles el paso. La flexibilidad del director, de no entenderse como autor, sino sólo co-autor de los diálogos, el arriesgarse a la incertidumbre de lo que se conoce como guión, otorga una enorme frescura a estas ficciones. Cuánto y qué fue dirigido por el director (valga la redundancia), es algo ///

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que Gonzalo Castro no tiene ganas de iluminar. “Prefiero que se hable sobre las ramificaciones, y no sobre las raíces”, pide, en la sesión de preguntas de la Viennale. Por otro lado, el mismo director es tan quisquilloso con las connotaciones que se le pueda atribuir a sus palabras habladas, que, por ejemplo, dice sólo dar entrevistas escritas para medios escritos. En fin, probablemente esto sea más consecuente que contradictorio con su película. PALABRAS, TAN SÓLO PALABRAS... Llegamos a El Sicario, Room 164, del italiano Gianfranco Rosi, fascinante documental, de setenta minutos, basado, completamente, en la palabra de un solo hombre que, cubierta su cabeza por una malla negra, contará su experiencia de veinte años como sicario de un cartel de drogas mexicano. ¿De dónde proviene la fuerza hipnótica de su confesión? ¿De que sea la historia de un sicario? ¿De su expresión sin apuro, de su voz, o de la sugerencias de sus dibujos, todos en reemplazo de las terribles imágenes que narra? La confirmación de que el narcotráfico es una red sin fronteras sociales -ni nacionales- que financia, desde los primeros estudios, a jóvenes que serán ubicados en círculos estratégicos de la sociedad -para que el crimen actúe sin problemas-, es tan impactante como la narración de crueles torturas y técnicas de seguridad. Una obra maestra de la narratividad que, no por casualidad, es un trabajo del documentalista Gianfranco Rossi -quién ya, el 2008, presentó, con Below See Level, la impresionante fuerza literaria del habla en un grupo de personajes extremos. Para terminar una película que estuvo presente en el Festival de Lima 2010: Cuchillo de Palo, de Renate Costa, nos sugiere lo que cuesta sacar las palabras a una población sometida largamente a una dictadura. No se trata del tío Rodolfo, homosexual y balirían que fue apresado y vilipendiado. El motivo por el que ella tiene que buscar a un personaje cercano sobre el que supo tan poco mientras vivía, fue la censura moral y política que asfixió su existencia. La dictadura de Stroessner (1954-1989) ha terminado hace más de 20 años sin que resulte sobreentendido que la gente pueda denunciar sus crímenes con libertad. La joven Costa, sin embargo, no se resigna, y, con paso firme, busca conversaciones con diferentes testigos de la época. No necesita confrontarse, directamente, a los medios oficiales. Pues aún es menester atravesar ese primer portón del resquemor de la población civil, a hablar abiertamente de su herida. La indagación de Costa es incómoda. Pero su presentación, en público, ha roto un tabú. Cinco semanas en la cartelera de su país parecen mostrar cómo la pasividad de la gente reconoce una mano que la jala y le anima a comenzar a hablar de aquello que tantos años se ha callado. ¿La censura moral aún no ha cesado? Las mentalidades aún temen, en su sistema de pensamiento aún no es posible la rebeldía total. Así, tampoco la palabra puede ser libre.


Centenario

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Centenario

Los Monstruos de un Hombre

Mientras que Kurosawa, Ozu y Mizoguchi imponían respeto hacia el cine japonés, su compatriota Ishiro Honda (1911-1993) recurría a un lagarto gigante para crear arte pop. Por RENZO RODRÍGUEZ TORO Pocos pueden enfrentar a los demonios que acechan en los oscuros rincones de la mente, a aquellas paranoias que emergen desde los abismos más profundos. Menos aun son los que pueden convertir sus monstruos en aliados de la realidad, tangibles a través de la pantalla. Cuando el cine inocula la semilla del arte y la reflexión, los monstruos de un hombre pueden ser nuestros aliados y una destrucción inofensiva puede servirnos de lección. En 1954, Ishirō Honda alumbró al primero de sus hijos-monstruo: Godzilla, o Gojira, como reza el japonés original. El éxito fue rotundo. Después del americano King Kong de Merian Cooper y Ernest Schoedsack, Japón pedía, a gritos, un monstruo. Honda lo entregaría con cincuenta metros de escamas y poderes radioactivos. El filme va más allá de la destrucción que un reptil gigante y enojado pueda causar. Es el miedo, el recuerdo del horror de una nación, y, también, una advertencia. Godzilla destruye Tokio con una furia salvaje, como el fantasma de la bomba atómica que vuelve materializado en un feroz depredador ancestral, para decirle, al Japón de la posguerra, que el horror no ha terminado. La energía nuclear, y sus tecnologías de exterminio, son el terror latente, la chispa que desatará los infiernos de la catástrofe. Esto Honda lo deja muy claro al describir el despertar del monstruo como el producto de ensayos nucleares en los mares de Japón. Una clara advertencia a los

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propios japoneses respecto al peligro de jugar con las armas de su propia destrucción. Con horror explícito, Honda intenta advertir a través de la devastación, y enseñar, por medio de los científicos que intentan detener al monstruo, sobre cómo la razón humana puede -o no puede- hacer frente a los poderes de la aniquilación. Que los propios errores se pueden subsanar. Aunque, no por ello, exculpa y redime a los científicos del mundo real -esos que descubrieron la fisión nuclear y su potencial bélicosino que, más bien, cuestiona su responsabilidad para con la humanidad. Honda y sus asistentes técnicos tuvieron que trabajar con trajes y maquetas. Así, el traje original de Gojira, vestido por Haruo Nakajima, pesaba más de noventa kilos, factor intrascendente si consideramos que Gojira no era ágil. Aquella aberración prehistórica, de ominosas proporciones, debía tener la torpeza de un pesado martillo. Pese a que los trajes eran un recurso de simpleza elemental, Honda vistió a sus monstruos de corazón humano en todas sus películas. Cuestión de presupuesto, que derivó en el amor por la clásica interpretación humana. En cuanto a estilo, el primer Godzilla puede quedar enmarcado como un estrepitoso film noir, con una femme fatale muy al estilo japonés: inocente y comprometida, de una ingenuidad peligrosa; pero sin detectives ni mafiosos. Sin embargo, la cinta posee una carga expresionista importante, con la sofocante oscuridad de un escenario que asfixia y el final agrio,


Centenario nunca feliz y siempre abierto a la calamidad, características propias del género. La aguda visión fotográfica de Honda ya se hacía presente en esta cinta, compuesta por encuadres maestros -sobre todo, en las escenas donde Godzilla arrasa Tokio a punta de zarpazos, furiosas dentelladas y atómicos bramidos, donde resulta inevitable la evocación fílmica de los horrores de la guerra que él había sentido en carne viva. Incluso, las tomas del ejército japonés, bombardeando al monstruo con artillería desde el puerto, apostados en trincheras, logran recordar las cruentas batallas del Pacífico entre americanos y nipones. Dos años después de Godzilla, otro titán prehistórico volvía a la vida: Rodan, una criatura jurásica que, incómodo ante una incursión minera en las montañas de Japón, despierta para arrasar ciudades con las poderosas ventiscas producidas por su vuelo supersónico. Rodan es derrotado, no sin presentar feroz batalla. En películas posteriores, reaparecería muchas veces, como aliado o enemigo. En Rodan, los Hijos del Volcán (1956), es evidente otra de las preocupaciones de Honda para con el mundo que se hallaba por reconstruir: la relación industria versus naturaleza, y hombre versus medio ambiente. Temáticas recurrentes que abordaría en trabajos posteriores, como en Mothra, de 1961, donde haría su primera aparición la noble polilla radioactiva. Honda no descuida sutilezas cuando desliza la crítica social y política en su obra. La isla Infante, hogar de Mothra y unos indígenas que veneran con devoción a su dios polilla, ha sido sitio de ensayos nucleares. Pronto, la isla es abordada por una expedición de Rolisica -país ficticio que representa a los Estados Unidos-, cuyos personajes, incluso, son representados por actores turcos. La avanzada capitalista, liderada por un poderoso empresario, pretende hacer dinero raptando a unas sacerdotisas mágicas -no más grandes que un pulgar- que guardan una estrecha vinculación religiosa con Mothra. Las rehenes son llevadas a la ciudad de New Kirk donde, como el Kong americano, son exhibidas en deshonroso espectáculo. Esto desata la ira de Mothra, que enseña a los habitantes de New Kirk (¿York?) que, contra la naturaleza, el hombre no puede ganar sin ser destruido. Así, Mothra se convierte en el antagónico japonés de King Kong, con moraleja aleccionadora y un retroactivo karma nuclear. Honda gana, para el Japón, una ingeniosa revancha cinematográfica. Un año más tarde, los estudios Toho buscaban un digno rival para Godzilla, el ominoso reptil atómico sinónimo de éxitos en taquilla. Mientras en el mundo del box Sonny Liston le arrebataba a Floyd Patterson el título de campeón mundial, Ishirō Honda redefinía el significado de pesos pesados con una nueva producción: King Kong vs. Godzilla (1962), pelea épica de proporciones bíblicas, que llevaría al cine de Honda hacia otra dirección. Por primera vez, los dos titanes serían llevados al color y en una sola cinta. Este, también, sería el punto de partida para un nuevo ciclo en el cine Kaiju, donde los monstruos serían protagonistas y antagonistas por igual. Si bien se trató de un filme cuya esencia era más el entretenimiento que el terror, Honda no pudo prescindir de otorgarle los matices de crítica política y social propios de su estilo. Así, Honda no duda en mostrarle a su país el espejo horroroso de su destino, al proponer, esta vez, a un ambicioso empresario japonés, quien capturará a King Kong para lucrar con el primate. El rey mono, sin embargo, habrá de salvar Tokio para luego retornar, herido, hacia su isla, en un agrio final. Una clara alegoría hacia la perpetuidad de la naturaleza sobre el devenir humano, y la fragilidad de las relaciones entre ambos, en correspondencia directa con la realidad.

Matango, o El Ataque de la Gente-Hongo, vendría en 1963. Una película controvertida, inquietante, bizarra, considerada de culto por algunos, y subvalorada hasta el escarnio por otros. En Matango, Honda prescinde de las criaturas gigantescas, pero, igual, plasma, con agudeza descarnada, su visión crítica sobre la sociedad -y no solo del Japón, sino del ser humano como animal social. Siete afortunados burgueses, a bordo de un yate, naufragan y son arrastrados hacia una isla desierta, ausente, en las rutas del mar. En la costa, un carguero abandonado, corroído por anómalas fungosidades, será el escenario para la degradación profunda de los personajes. La condición humana se verá reducida a la barbaridad animal, de quienes han hecho, de la frivolidad, un culto del espíritu. En contraste a las demás películas de Honda, y a partir de la era del color -donde predominan los espacios abiertos y colores lejos de la sobriedad-, Matango despide una atmósfera fría y opresiva, de espacios cerrados, asfixiantes, y algunos abiertos en desolación. Se trata de un filme claustrofóbico, psicológico, de potente carga introspectiva y recursos cinematográficos, tanto en fotografía, como en actuación y dirección. Después de esta película, mas bien atípica en su filmografía, Honda seguiría dando vida a los innumerables monstruos del cine Kaiju. Nos traería, además de las ya memorables figuras del género, a otras como Manda, la serpiente marina; Yog, la ameba del espacio exterior; Varan, el saurio volador; Dogora, la ameba del espacio; Kumonga, la reina araña; Mecagodzilla, el gigante mecánico; y King Ghidorah, el dragón alienígena de tres cabezas, estos últimos considerados como los enemigos más poderosos de Godzilla. En los filmes donde aparecen estas dos siniestras criaturas, Honda vuelve a la crítica con sutil gracia ilustrativa: Godzilla debe conciliar con otros monstruos de la tierra para luchar contra fuerzas superiores a la suya, y estos, aunque de mente salvaje, comprenden que deben unir fuerzas para derrotar a un enemigo común que amenaza su existencia. Paradójicamente, en todas las cintas de Honda, los gobiernos mundiales son incapaces de conciliar, y, pese a que son superiores en inteligencia y tecnología, deben ser salvados por criaturas primitivas. Una lección con sorna en medio de la Guerra Fría. Con más de cuarenta películas en su haber, y habiendo reinventado el género del Kaiju y Tokusatsu, Honda llegaría al final de una prolífica carrera, en la que sería la última de las películas del padre de los monstruos: El Terror de Mecagodzilla (1975), donde el antihéroe prehistórico deberá vencer, con la ayuda de sus amigos, a su contraparte mecánica. Con un final apoteósico, Honda se despedía del cine para incursionar en la televisión durante los siguientes lustros, dirigiendo series de la saga de Ultraman y otros héroes nipones de ciencia ficción. Aunque Ishirō Honda no volvió a dirigir largometrajes, su alejamiento del cine jamás sería definitivo. Su amigo Akira Kurosawa lo llamó para trabajar en Kagemusha: la Sombra del Guerrero. Esta amistad entrañable, fortalecida por los vínculos fraternos del arte, significaría un apoyo vital para ambos. Honda dirigió las escenas de batalla en Kagemusha (1980) y Ran (1985), donde se puede apreciar cómo su ojo agudo, curtido por la guerra y los años como director de épicas secuencias de combate y destrucción, tendió la mano que necesitaba Kurosawa. En Los Sueños (1990), Honda dirigió en su totalidad uno de los ocho sueños que componen la película: “El Túnel”. Este íntimo regalo artístico consistiría la última vez que el cine vería al mundo a través de una cámara, la mirada de Honda.

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Centenario

La Voz de Ultratumba

Vincent Price Celebramos el centenario de Vincent Price (1911-1993) recordándolo por una particular faceta: sus interpretaciones en torno a la obra de Edgar Allan Poe. Por JUAN CARLOS FANGACIO Esta es la historia de un escritor, un actor, y una voz que resuena en muchos oídos. I La primera vez que leí a Edgar Allan Poe fue por un libro que me regaló mi papá. Me dijo algo como: “Te va a gustar. Es el maestro del terror y del suspenso”. Yo debía de tener once o doce años y, claro, quedé encantado con la proposición. Terror y suspenso son dos palabras de atracción segura en un niño con boleto a la pubertad. El libro era una colección de los relatos cortos del escritor -‘Narraciones extraordinarias’ era el título- y los leí todos en un fin de semana. Desde entonces, he vuelto a Poe de vez en cuando, supongo que, como muchos, interesado en su forma sencilla de relatar lo macabro, la cadencia hipnótica de su prosa, o la habilidad para extraer lo fantasioso que hay en lo cotidiano (y viceversa). La literatura de Poe es un paso casi ineludible antes de sumergirse en la poesía maldita de Baudelaire, en lo enrarecido de Kafka, o en el vuelo complejo y mitológico de Borges. II Más adelante, uno imagina los relatos de Poe como cuentos que requieren una narración (oral) obligatoria. Cada vez que los leo, de alguna manera los estoy relatando para mí mismo. Como una historia de terror con la que quieres cautivar al niño que tienes dentro. Me gusta pensar que ese hechizo existe. Que sus escritos buscan una voz en la cual depositarse para cobrar vida. ///

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Y si Poe necesitaba de la transfiguración de sus obras en una voz ideal, Vincent Price nació para dársela. El actor estadounidense interpretó en el cine a algunos de los personajes más emblemáticos del autor de “El Cuervo”, pero no solo se ciñó a actuar. Fue también un admirador confeso de Allan Poe, materializó sus miedos y traumas, narró él mismo sus cuentos y sus poemas. Las más famosas adaptaciones al cine que se hayan hecho de la obra de Poe -y de las que se ocupa este artículo- se concretaron gracias a Roger Corman, que dirigió casi toda esta filmografía. Pero, ahora, conviene resaltar a Vincent Price, por ser él quien convirtió en realidad esa voz que, durante años, muchos lectores llevaron en su cabeza. III En 1960, Roger Corman comenzaría su serie de películas sobre Edgar Allan Poe. Si bien antes se habían hecho interesantes adaptaciones (como la vanguardista La Caída de la Casa Usher de Jean Epstein, en 1928), y, posteriormente, se realizarían otras tantas (lo más destacable: unos cortometrajes del checo Jan Svankmajer), la colección de Corman continúa siendo la más famosa y recordada. La primera de las adaptaciones fue La Caída de la Casa Usher, por supuesto, con Vincent Price liderando el reparto de una producción de bajo presupuesto -pero no por ello de limitadas ambiciones. En ella, Price introduce el concepto de protagonista-narrador. Los parlamentos de su


Centenario guión poseen el ritmo necesario para recrear la atmósfera adecuada y Corman aprovecha la vocalización de su actor estrella para aumentar la intensidad dramática. Y ello se nota, por ejemplo, en las secuencias en que Price se ausenta, y donde se pierde la vena oscura y misteriosa de la historia original.

Vincent Price es el déspota que aniquila a los desamparados, y sucumbe ante la profanación desmesurada. Su voz retumba en cada pared de esa magnífica secuencia, representada por las habitaciones de colores; y sus ojos se enfrentan al rostro de la muerte como una mirada a la vida que fue y no será.

El Pozo y el Péndulo (1961) mantiene esa tendencia: relatos que se sostienen, en buena parte, con la voz de Price. Pero también con su postura y su particular talante. El resto de las interpretaciones son fundamentalmente gestuales, y el suspenso se busca lograr en base a la saturación. La incertidumbre de algunas escenas solo se alarga hasta el letargo y la inmovilidad, como si la ejecución literal de la obra de Poe no funcionara adecuadamente. Es más, los giros que se le da a la adaptación -que la hacen más perversa y aterradora- son los que contribuyen a hacer más llevadera la trama.

El rol de Price en La Máscara de la Muerte Roja es más apreciable, si comparamos las similitudes y diferencias con el papel en su próxima película: La Tumba de Ligeia. En esta, él es un hombre enigmático, azotado por la pérdida de su esposa. Sus mayores misterios provienen de una índole poco clara. Son mágicos, diabólicos, psicológicos.

Corman entendió que la transposición de los relatos de Poe no podía llevarse al pie de la letra. Se tomó las licencias que creyó conveniente, y transformó los argumentos. Por ello, muchas de sus ambientaciones son anacrónicas. Están pérdidas en algún punto entre los siglos XV y XVIII. Los castillos, los retratos, la niebla, y los carruajes, se repiten, como marca registrada. En Historias de Terror, de 1962, se adaptan los relatos “Morella”, “El Gato Negro” y “El caso del Sr. Valdemar”. Es una puesta en escena tripartita, en la que Price destaca por sus posibilidades interpretativas. Su vena actoral se balancea entre el humor ostentoso y la desgracia afectiva. En 1963, Vincent Price realizaría dos producciones casi paralelas: la primera de ellas, El Cuervo, es una adaptación del poema más famoso de Poe, pero que, en este caso, se trastoca en una historia absurda, con tres magos inmersos en una pelea repleta de torpezas y humoradas. Junto a ella aparece La Comedia de los Terrores, la única cinta del tándem PoePrice que no tiene a Corman como director, sino a Jacques Tourneur. La cinta toma elementos de cuentos como “El Gato Negro”, pero los emplea solo como referencias: en primer lugar, el gato no es negro, ni el asesino refleja una perversión enfermiza. Se trata, más bien, de un ‘reciclaje’ de El Cuervo, pues incluye a los mismos actores (Price, Peter Lorre, y Boris Karloff ) además de tener puntos en común en su historia. Hasta ese punto, la tarea de Corman -en cuatro de las cinco adaptacionesfue modesta en cuanto a posibilidades cinematográficas y narrativas que, incluso, apelaron al humor corporal, gags y golpes musicales para generar un impacto en el espectador. Pero lo mejor estaba por venir. IV De acuerdo a Corman, las historias de Edgar Allan Poe poseen un elemento satírico de gran fuerza, que, muchas veces, no había sido explotado de forma adecuada. La inclusión del humor buscó remediar esa carencia, pero luego dejó la sensación de que la malicia no brotaba como era debido. Con las dos últimas películas de la saga (filmadas ambas en Inglaterra), Corman logró insertar cambios evidentes en la tonalidad del relato. Y, para ello, contribuye, de gran manera, Vincent Price, quien demostrará una versatilidad perfecta para la usual bipolaridad de los personajes de Poe. La Máscara de la Muerte Roja (1964) es, posiblemente, la mejor de estas adaptaciones. Por varios motivos. Desde el inicio, observamos que Corman decide extirpar el humor, para hacer una película más descarnada y cruel. Además, existen mensajes que gozan de un realismo evidente, y que tienden paralelismos con contextos sociales y temporales indeterminados. La película es una crítica al poder tiránico: un príncipe organiza una fiesta en su mansión, celebrando la huida de él y la de su gente, de la peste conocida como la Muerte Roja, que ha exterminado poblaciones enteras. El montaje alterna imágenes de una aldea arrasada por la peste y el fuego, y, por otro lado, los excesos en una bacanal palaciega. Se exploran vicios y orgías que distan de la intensidad del Saló de Pasolini o de Ojos Bien Cerrados de Kubrick, pero que, en el fondo, son metáforas de la perversión más (in)humana.

Pero La Tumba de Ligeia es un filme mucho más apaciguado que su predecesor. Es majestuoso en sus tomas en exteriores, contenido cuando aborda el tema del luto, y marcadamente dual al contraponer identidades. No solo Ligeia, la fallecida amante, posee un reflejo incierto en la nueva amada, Rowena. También Vincent Price se desdobla en dos personas, dos personalidades. Su interpretación en esta película es la metáfora de un actor que supo dominar por igual los distintos estados mentales del hombre. Estados que Poe desarrolló literariamente, y Price interpretó con intensidad e identificación. Dos hombres que, a través del cine, fueron uno. Dos hombres unidos por una sola voz. Una voz. V Edgar Allan Poe y Vincent Price murieron en dos octubres. Dos octubres separados por casi 150 años, pero unidos por la obsesión de narrar. La obsesión del relato. En 1972, bajo la dirección de Kenneth Johnson, Price volvería a los cuentos del escritor inglés, para protagonizar Una Noche con Edgar Allan Poe, un mediometraje de 50 minutos. En él, Price relata cuatro historias: “El Corazón Delator”, “La Esfinge”, “El Barril de Amontillado” y “El Pozo y el Péndulo”. La puesta en escena lo tiene solo a él, normalmente en una pequeña habitación -una cama, una mesa-, relatando, con maneras teatrales e intensas. La tradición del narrador de cuentos resucita, nuevamente, gracias a su voz. Es una descripción emotiva, sin dejar de ser inteligente. El montaje es simple, pero efectivo. Los juegos de cámaras enfatizan trastornos, temores, sentimientos. Y Price modula su pronunciación, grita, susurra, gesticula, sonríe, reposa, aprovecha los silencios. Vincent Price, más que nunca antes, es su voz. Vincent Price es Edgar Allan Poe. Por esos años, también, Price grabaría su declamación de “El Cuervo”, el rítmico y famoso poema de Poe sobre un hombre atormentado por la presencia del ave en su recámara. Años más tarde, Tim Burton dirigiría el cortometraje de animación Vincent, que cuenta la historia de un niño fanático de Edgar Allan Poe y que anhela convertirse en Vincent Price (que narra el corto). Burton, un confeso admirador de ambos, realizó este trabajo como un homenaje al actor, con el que cultivó una amistad que los unió hasta la muerte de Price, en 1993. Los videos de Price relatando cuentos y declamando poemas de Poe, así como el cortometraje de Burton, son fácilmente ubicables en Youtube (solo hay que escribir juntas las palabras, ‘Poe’ y ‘Price’, y disfrutar de la búsqueda). Lo curioso es que, en el famoso portal, no solo se pueden ver estas imágenes, sino leer los comentarios de cientos de personas declarando su admiración por el literato y el actor (dos personajes que, para muchos como yo, forman solo uno). Personas que, cada vez que lean “El Gato Negro” o “El Escarabajo de Oro”, oirán la voz de Price impregnando de suspenso y terror a la narración. El mismo suspenso que me prometió mi papá cuando hace algunos años me regaló el primer libro de Poe, y el mismo terror que proyecta Price cada vez que aparece en una pantalla.

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Cine Mundial

JAMES BENNING

En Sus Propias Palabras A continuaci贸n, presentamos una antolog铆a de reflexiones del cineasta James Benning, recogidas por Mario Castro Cobos, una invitaci贸n a pensar en las posibilidades del cine.

James Benning ///

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Cine Mundial Nacido en Milwaukee, Wisconsin, en 1942, con un grado en matemáticas y, posteriormente, estudiante de cine, tuvo como profesor a David Bordwell, fue influenciado de manera decisiva por el cine de Bresson, Michael Snow (especialmente Wavelenght), y la vanguardia americana –sobre todo Andy Warhol y Hollis Frampton–. Sus filmes privilegian paisajes naturales y urbanos, y suelen construirse con estructuras cerradas en cuanto al número y duración de los planos. Esta rigurosidad, unida a una serie de juegos conceptuales, obligan al espectador a construir nuevos hábitos perceptivos. La composición del encuadre es exquisita, y las referencias múltiples, sutiles y poderosamente significativas. Esta antología, o compendio de declaraciones de Benning -hecha a partir de media docena de entrevistas-, pretende ser una introducción al pensamiento de uno de los creadores de cine más importantes y secretos en actividad1. EN DOS FESTIVALES: BAFICI Y PUNTO DE VISTA (2009) El director sorprendió a todos, incluidos los organizadores del BAFICI, con una performance que no había sido anunciada entre las actividades especiales, y que fue ofrecida espontáneamente por él, bajo el titulo “Cómo construir tu propia casa”. Benning conectó su laptop a una pantalla, con la idea de hacer un recorrido por algunos tópicos alrededor de su obra, utilizando Google como herramienta: “Esto se me ocurrió en España hace algunos meses, cuando olvidé que debía dar una charla y tuve que preparar algo rápido. Voy a utilizar Google para buscar imágenes y crear una especie de film en vivo. Hay algo azaroso en la idea, ya que hay que ver cuán rápida es la conexión a Internet. La primera vez que lo hice, googleaba cosas y salían imágenes que no eran las que buscaba. Eso es también interesante.” Efectivamente, Benning tuvo esta feliz ocurrencia en Pamplona, durante el festival Punto de Vista. Tras el largo viaje desde California, Benning pasó la noche en vela, anotando, en un sobre del festival, algunos lugares y nombres propios importantes en su vida (Howard Finister, Henry Darger, Bil Traylor, Thoreau...). A la mañana siguiente, nos invitó a seguirle, rastreando la huella de esos nombres en Google. No sé si la experiencia será lo mejor del Bafici. Para mí fue lo mejor de Punto de Vista, y una experiencia cinematográfica inolvidable. Un viaje a la infancia, pero también a la naturaleza, a la casa en medio del bosque. Benning comenzó mostrando, mediante Google Maps, el estadio de béisbol, su casa y su vecindario de la infancia, y continuó buscando imágenes de artistas plásticos que lo influyeron, e incluso abrió su casilla de correo ante el auditorio, para mostrar fotos de una casa que construyó, y que estaban guardadas en un e-mail. El recorrido fue igualmente fascinante y caótico. El pensamiento rizomático de Benning, cargado de referencias y autorreferencias, su memoria absoluta de nombres, y su detallismo, volvieron difícil seguirlo en su viaje, de una vitalidad y lucidez desbordantes. Su paso por el Bafici será recordado por muchos como lo mejor de esta edición. EN EL TIEMPO “En mis Films, estoy muy consciente de que registro un lugar en el tiempo, y también lo estoy de la manera en que el tiempo te hace entender el lugar. Una vez que miras algo por un rato, empiezas, de pronto, a ser consciente de lo que ves de otra manera (…) La duración ha sido, desde el principio, parte de mi trabajo (…) El tiempo, sin duda, afecta la forma en que percibimos un lugar. Yo podría enseñarte la foto de un lugar, pero eso no sería convincente, no es lo mismo que verlo en el tiempo. Empecé a reconocer, poco a poco, de una manera más completa, que el lugar puede ser entendido solo a lo largo del tiempo; entendí, entonces, el lugar como una función del tiempo… Soy muy consciente del hecho de estar en un espacio. Quiero recrear, precisamente, el sentimiento de mi presencia. La fuerza del paisaje no puede ser sino aquella que yo percibo. Todo lo contrario de la neutralidad…” “Al filmar 13 Lagos, me di cuenta de que lo que quería hacer eran más 1- El presente texto tomó, mezcló y adaptó declaraciones de James Benning de: 1. Talking about seeing: A conversation with James Benning by Danni Zuvela (Senses of Cinema, 2004) http://www.sensesofcinema.com/2004/33/james_benning/; 2. Testing your patience: Scott MacDonald talks with James Benning (ArtForum, 2007) (http://findarticles.com/p/ articles/mi_m0268/is_1_46/ai_n28045896/?tag=content;col1); 3. Las múltiples facetas de James Benning, por Cyntia Sabat (Otros Cines, 2009) (http://www.otroscines.com/ festivales_detalle.php?idnota=2633&idsubseccion=66&PHPSESSID=1dac049156b858ee88 8cd05962f453c3); 4. Entrevista con James Benning, por Cyril Neyrat y Antione Thirion (Blog Independencia, 2009) (http://www.independencia.fr/indp/SERIE_JAMESBENNING_ ENTRETIENVERSIONESPAGNOLE_PART1.html); 5. Mirar y escuchar: Entrevista con James Benning, por Manuel Yáñez Murillo (Cahiers du Cinéma España, Número 22, Abril 2009)

13 Lakes

RR. Ruhr

bien retratos largos, capaces de describir mejor cada lugar; retratos que pudieran registrar los cambios sutiles en un lugar; cambios que solo podían sentirse en el tiempo. Estoy interesado en la espacialización del tiempo y en la temporalización del espacio… (Risas). También, estoy interesado en cuánto tiempo es necesario para entender un lugar.” DEEP MAP “La historia de las personas se inscribe en los paisajes. Cuando recorremos un paisaje, lo transformamos o, al menos, dejamos una marca, una huella, una presencia de la historia. Es difícil de percibir; en otros tiempos, hubo referencias concretas de esto, cuando los indios dejaban sus petroglifos en las cuevas (…) Encontré, en un libro, la idea de un “mapa profundo” de los lugares, donde se recuperan las diferentes capas que la historia ha escrito profundamente en el paisaje, llegando a su estado actual. Esa idea me estimuló a hacer mis últimos filmes.” “Todo paisaje exhibe cualidades matemáticas, a la vez que da testimonio de una cierta historia. En Prairy Earth (1991), William Least Heat-Moon investiga un condado de Kansas donde sitúa el centro geométrico de los Estados Unidos, y pone en práctica esta técnica (“Deep Map”), en la que confluyen la topología, el paisajismo, la historia, la autobiografía... Como ya dije, considero ese libro una gran influencia.” 49 >

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Cine Mundial segundo lugar. El hecho de contar una historia se volvió lo más importante. Hay películas narrativas muy buenas. Pero, al menos, mis últimos filmes se remontan a esa primera idea del cine como investigación.”

VES LO QUE NO VEO / VEO LO QUE NO VES “Lo que hago es tratar de representar mi propia experiencia con el lugar -intentando definir cómo me siento en relación a él-. No creo estar equivocado o en lo cierto; la cuestión es otra, y consiste en cómo el lugar ha sido filtrado, a través de mis propios ojos y oídos. Si, por ejemplo, voy a Farmington, en Nuevo México, y paso un par de meses ahí, conozco a la gente y luego hago un film, tratando de ser honesto con lo que siento, aún así, puedo distorsionar la representación de esas personas. Pero también ellos pueden estar ciegos al estar demasiado cerca -yo podría ver las cosas como ellos no pueden verlas-. Tengo el derecho de hacerlo, de la misma manera que ellos tienen el derecho de venir a Val Verde, California, y filmarme a mí y a mi lugar. Me encanta la posibilidad de ver a través de los ojos de los otros.” EL CINE COMO INVESTIGACIÓN “Hay muchas maneras de entrar en mis filmes: es cierto que el nivel formal y estético es el más aparente, y, quizás, el más desafiante en lo inmediato. Desde el comienzo, traté de definir un nuevo lenguaje fílmico, o una nueva manera de dar información (o de contar una historia). Cuando mostré 11x14 (1977), me quedé sin la mitad de mi audiencia, porque no sabían cómo ver el film. Lo que me gustó fue cuando la gente me decía que estuvo a punto de abandonar, pero al final se quedaron, y sintieron que la experiencia les había enseñado a ver de otra manera, a prestar más atención, a ser más proactivos como espectadores, a mirar el plano yendo en busca de pequeños detalles, sin esperar que el film se los diera a ellos (…) Creo que hay que retar a la audiencia para que trabaje más. No podrás experimentar algo sutil, si no miras con una mayor atención de la que estás acostumbrado a prestar.” “Al empezar mi carrera, el objetivo era despojar mis películas de ciertos elementos narrativos, para entablar una relación de libertad e interacción con el espectador. Luego, me interesó trabajar con el soporte de un texto, pero al terminar Utopía (1998), donde robé todo el audio de otra película (Ernesto Che Guevara. The Bolivian Diary, 1994), pensé que era hora de dar por acabado ese camino. Entonces, la idea de volver a hacer películas con estructuras cerradas me cautivó, lo que me llevó a la “Trilogía de California” (2000-2004), con películas compuestas por treinta y cinco planos fijos de dos minutos y medio. De algún modo, siento que cada una de mis películas es hija de la anterior: la “Trilogía” me llevó a 13 Lagos (2004) y a Diez Cielos (2004), donde trabajé con una limitación de tiempo impuesta por la bobina de 16 mm. Finalmente, en RR (2007), dejé que fueran los trenes los que definiesen la extensión de los planos. Me parece una evolución natural.” “Casi no veo películas de Hollywood; no me interesan, así que no puedo criticarlas. Pienso que el cine creció demasiado rápidamente. Las primeras películas estaban hechas para mirarlo todo de un modo intenso, la gente podía ver lo que nunca había visto con una intensidad inédita. Pero, luego, apareció la narrativa, y todo un tipo de investigación quedó en ///

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ENCUADRE “Hablar del encuadre me es difícil. La respuesta podrá ser diferente en relación a cada film, e, incluso, en relación a cada toma. Para 13 Lagos, yo quería que el encuadre incluyera la misma información básica para cada una de las 13 tomas -esto es, mitad agua, mitad cielo-. Pero el verdadero problema consistió en encontrar el encuadre capaz de revelar lo que había de único en cada uno de los lagos.” “Encontrar el encuadre es un evento fluido y espontáneo. De ninguna manera quiero describir este proceso como intuitivo. Admito, sí, que cuando encuentro un encuadre, no hay lenguaje involucrado: la pequeña voz en mi cabeza está tranquila, no dice: “No, no, más a la derecha; no, no tan lejos.” Encuentro cada encuadre de un modo que es puramente visual -considerando simetría, espacio negativo, significado, color, textura, balance… No usando el lenguaje puedo comunicarme mejor conmigo mismo. Más que intuitivo, se trata de una especie de pensamiento rápido basado en años de experiencia.” “Encontrar el encuadre indicado es lo que me lleva a un lugar lleno de ideas políticas, y es así como trato de encontrar mi lugar en el mundo. Trato de encontrar imágenes que me pongan en un contexto más amplio, para poder entender el mundo de una forma diferente. Quiero poder aprender de las imágenes que filmo, y, eso, me parece, es un gesto político en sí mismo.” “Concibo cada plano que hago en función de la manera en que la luz impacta sobre un objeto, en que describe un paisaje o un espacio, modifica las coordenadas espaciales, crea sombras, etc. No me da miedo la belleza, y me gustan las cosas bellas. Pero la belleza no es un criterio estándar. Diez Cielos fue la película que me proporcionó las experiencias más interesantes al respecto. Fue difícil encontrar un encuadre en el cielo. Fue necesario adivinar cómo sería el plano, cómo las nubes entrarían y saldrían de él. Como no miro nunca por el visor, ignoraba, por completo, cuál iba a ser el resultado. Hasta que recibí los revelados. El digital va a convertir esta forma de trabajo en algo caduco.” SONIDO “Pienso en el sonido al elegir una locación. El sonido puede cambiar el encuadre final. Al mirar el cuadro, pienso únicamente en términos visuales. Una vez que he conseguido el encuadre, puedo reconsiderar lo que he decidido, y si corresponde con mi idea del sonido. Por ejemplo, puedo mover el cuadro hacia la derecha o izquierda (dentro o fuera del encuadre), dependiendo de cómo quiero que el sonido interactúe con las imágenes.” “Hasta fines de los noventa, filmaba sin sonido directo. Hasta ese momento, todo era post-sincronizado, a partir de un sonido que había sido grabado a posteriori. Mis primeras películas con sonido directo son las de la trilogía californiana, El Valley Centro, Los y Sogobi (2000-2004). Esto puede parecer absurdo, pero la verdad es que, sencillamente, nunca había pensado en ocuparme, simultáneamente, del sonido y de la imagen. Mejoré mucho en post-sincronización, y, aún, manipulo las bandas de sonido, con el objetivo de crear una realidad más real. Excepto por alguno de mis primeros cortos, nunca he hecho películas mudas. Soy muy consciente de los niveles sonoros, de las diferencias de ritmos, de los ruidos y el silencio. Los ambientes son, a menudo, minimalistas, pero nunca completamente silenciosos. Con sonido directo, en ocasiones escuchamos un ruido de coche, a lo lejos, que no tiene nada que ver con el plano. Las películas de Bresson son interesantes por esta razón. Suprimía muchas cosas del sonido para guiar la mirada y focalizar la atención, por ejemplo, sobre el ruido de unos pasos.” DIEZ CIELOS “De joven fui activista político, especialmente a través de organizaciones comunitarias. Pero cuando empecé a hacer películas, decidí no hacer un cine político, porque estaba convencido de que la auténtica política se hacía en la calle. Sin embargo, con el tiempo, me di cuenta de que era inevitable que mis ideas y valores quedaran grabados en la imagen. Hay casos curiosos, como el de Diez Cielos, que en un principio concebí como un film contra la guerra. Era (y aún es) difícil para mí ignorar la arrogancia del gobierno de mi


Cine Mundial país, y sus ‘soluciones’ violentas. Sentía que debía actuar de alguna forma. Mi intención era filmar diez cielos tranquilos, quería tomas llenas de paz y serenidad, pero descubrí que el cielo puede albergar auténticas batallas plásticas. La primera toma que hice, fue la de un cielo que estaba sobre un incendio, provocado, accidentalmente, por dos tipos con un soplete. El fuego subía y bajaba por las montañas, creando su propio sistema climático. Largas nubes blancas a miles de pies se volvieron naranjas por el fuego que se encontraba debajo. Así, me di cuenta de que el aspecto del cielo es, con mucho, una función del paisaje que está debajo… Espero que aparezcan suficientes tomas que sugieran paz, y que el film, implícitamente, sea un llamado para ponerle fin a la guerra.” MIRAR Y ESCUCHAR “El artista es alguien que presta atención, y que luego regresa y da su reporte. Para empezar, observo las cosas sin cámara. Si saco de ellas un juicio de valor de inmediato, se trata, sobre todo, de una forma de acceder a mi propia historia personal. Basta con comparar esa cosa con mi pasado, para producir un sentido. Por ejemplo, los árboles que hoy nos rodean me hacen pensar, inmediatamente, en los campos de naranjos californianos. Esta relación con las propias experiencias pasadas permite, siempre, cuestionar la percepción; la observación te permite interrogarte sobre tu propia memoria, tu historia, tus prejuicios, tu sistema de valores. La cámara no tiene mente. Tan solo graba. Mientras la imagen se proyecta, el público debe hacer su propia interpretación. Cada una es distinta, en tanto que nace de un pasado y de una manera de observar diferentes. Todos estamos observando. Siempre. Me gusta que una película sea capaz de construir esa situación donde, ante una imagen, cincuenta personas distintas tendrán cincuenta reacciones diferentes.” “Solía pensar que no se podía enseñar a ser artista; lo eras, o no. Ahora creo que se puede dar un entrenamiento básico, empezando por enseñar cómo escuchar y mirar, aprendiendo así algo esencial: cuán difícil es prestar atención. Mis clases son como una performance en la que los estudiantes se convierten en observadores activos. La clase y yo practicamos prestar atención. Vamos a distintos lugares, a menudo por un día entero, y miramos y escuchamos. Vamos de excursión, a las cuatro de la mañana, por un camino aún en la oscuridad, y llegamos a la cumbre de una colina. Suavemente, hay más y más luz, miramos alrededor, y vemos que estamos en un lugar donde antes hubo fuego. Nos percatamos de los cambios en lo que oímos y en lo que vemos… Poco a poco, sale el sol… Se trata, entonces, de apreciar la articulación del cambio, de pequeños cambios sutiles. El punto es no traducirlo, inmediatamente, en arte, sino pensar acerca de lo que significa ver. Poco a poco, aprendemos que nuestro mirar y escuchar está codificado por nuestros prejuicios, que interpretamos lo que vemos a través de nuestras particulares experiencias. Aprendemos que necesitamos confrontar nuestros prejuicios, y aprender

a ver y escuchar con más claridad. Me enorgullezco de ir en contra de mi convicción de que el arte no puede enseñarse…” 16 MM. Y, AHORA, HD “Para mí, que hago films en 16mm, los festivales son los únicos lugares en los que puedo proyectar, además de algunas universidades o museos. Aprecio mucho a los festivales. Hay más gente que lee sobre mis films que los que pueden verlos. Así que son una solución para mí. La proyección en 16mm se pone, cada vez, más difícil, mientras la proyección digital crece, y la gente ve Blu-Ray en casa o baja películas en alta definición; esto vuelve, a cualquier trabajo, mucho más accesible. Tuve que decidir entre desaparecer, con la proyección en 16mm, o abrir el juego. Me siento entusiasmado con las nuevas tecnologías. Ya comencé a trabajar en HD.” “Es un desafío que un perro viejo aprenda un truco nuevo. Sé que estoy pasando de una tecnología agonizante a una demasiado nueva, cuyo uso no está totalmente extendido, porque todavía son pocos los proyectores de HD. Pero mientras el 16 mm está muriendo, el HD solo puede mejorar. No me interesa tratar de ‘falsificar’ el digital para que parezca cine, sino probar sus nuevas posibilidades. Además, podré filmar una hora, para extraer un plano de un minuto. Eso es completamente nuevo para mí.” “Hace poco empecé a trabajar con tecnología digital, y he estado filmando procesos cíclicos. Siento que el digital me permite trabajar con libertad el concepto de iteración. He filmado, por ejemplo, aviones aterrizando, estudiando cómo cada avión añade algo nuevo al proceso, visto de manera global. Lo que me mueve es la obsesión, el deseo de observar, una y otra vez, lo que me fascina. Con One Way Boogie Woogie (1977), me obsesionaba la idea de filmar planos de un minuto, y, al hacer el remake, en 2005, pude centrarme en analizar la diferencia entre el tiempo real y el tiempo en elipsis. El tiempo pasado, y el tiempo en presente, que envejece. El próximo verano filmaré, por tercera vez, One Way Boogie Woogie, pero, ahora, con tecnología digital. Veremos qué ocurre.” BELLEZA “Durante el rodaje de One Way Boogie Woogie (1977), mientras filmaba, en una zona industrial, los responsables de una fábrica llamaron mi atención en varias ocasiones. Pensaban que hacía espionaje industrial, o terrorismo. Era 1977, antes de la era del terrorismo doméstico. Tuve que ir a sus oficinas, y probar mi legitimidad, para obtener una autorización. El director me recibió. Mientras yo le presentaba ciertos planos que evocaban a Mondrian o a Hopper, me interrumpió a gritos. Pensaba que me mandaría al diablo, pero de hecho estaba llamando a su secretaria, quería que yo le enseñase “la belleza de este barrio miserable”. Requirieron un pequeño curso de arte, para que me dejaran filmar. Lo que más me irrita, en el argumento de no mostrar los barrios miserables, es que, normalmente, viene de aquellos que no hacen absolutamente nada por solucionar el problema. Es la culpabilidad la que guía esa clase de reacciones.”

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En Memoria

MARIO MONICELLI

El Humor Meditado Como hizo antes con Dino Risi, nuestro eximio colega chileno despide, con altos honores, a otro viejo maestro de la comedia italiana. Por JORGE MORALES

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En Memoria

En la graciosísima y desquiciada Amici Miei (1975), de Mario Monicelli, el periodista Giorgio Perozzi (Philippe Noiret) muere de un ataque cardíaco. Su ex mujer asiste al velorio, y, con una indiferencia que más parece el rencor de una herida abierta, pregunta despectiva, fría, y con rabia, si su ex marido realmente está muerto, o es una de sus insufribles bromas pesadas. A los espectadores les asiste la misma interrogante, porque Perozzi, junto a sus amigos -una pandilla de cincuentones inmaduros-, pasa la mayor parte del tiempo burlándose de todo y todos, y no sería nada de raro que se “hiciese el muerto” para coronar su carrera de chacotero profesional con un montaje tan ácido y cruel. Cuando veía la escena, pensaba en la muerte de Monicelli, en el desconcierto de los pacientes, enfermeras y médicos el 29 de noviembre del año pasado, al ver arrojarse al viejo director italiano por la ventana del quinto piso del Hospital San Giovanni, en Roma. ¿Cómo era posible que un hombre de 95 años se suicidara en los umbrales de los que serían seguramente sus últimos meses, semanas, o días de vida? Monicelli ingresó al hospital afectado por un cáncer a la próstata en fase terminal, de seguro intratable a su avanzada edad. Naturalmente, lo primero que uno piensa es que quiso evitar la tortura de un duro e inútil tratamiento que sólo hubiera prolongado su vida en condiciones miserables. Sin embargo, tras revisar parte de su extensa filmografía (con más de 60 largometrajes de ficción y documental, cortos, series, y películas para televisión), siento que su suicidio -con todo el dolor inevitable que trae aparejado para su familia y amigos- está teñido del mismo humor negro que reflejaba su modo de ver el mundo. Para Monicelli, la vida era una divertida tragedia, donde tras un triunfo o la anhelada felicidad, seguía una pérdida tan grande y destructiva que sólo podía ser entendida como la siniestra ironía de un mundo sin Dios. No me cabe duda que, si Monicelli hubiera filmado su propia muerte, sería la tragicómica escena de un anciano lunático, gritándoles y pegándoles, con un bastón, a los dependientes del hospital que intentaran detener su salto mortal. TODOS SOMOS ITALIANOS Si hay algo que desmiente el menosprecio, que se tuvo en su época, sobre la clásica comedia italiana (que los críticos de cine de EEUU solían llamar displicentemente comedia “a la italiana”), es la frescura que mantiene esta filmografía, a cuarenta o cincuenta años de su período de esplendor. Sólo en aquellas películas for export -donde “lo italiano” funcionaba como un gancho comercial para el público masivo-, se aprecia un verdadero deterioro, porque es una vertiente de ese cine que caricaturiza a Italia como un país bárbaro, preso de un machismo exacerbado. Pero la comedia italiana era mucho más sofisticada, real, sentida y graciosa, donde se reflejaba la personalidad del pueblo mediterráneo, y situaciones sociales más profundas, aunque tratadas con una soltura y liviandad que podían, erróneamente, confundirse con una mirada superficial.

La comedia italiana era obra de una troupe de actores, directores, y guionistas que erraban e intercambiaban roles de película en película, una fascinante conjunción de talentos que mezclaban, asombrosamente, las risas y lágrimas sin despeinarse. Era un cine que, teniendo de telón de fondo la misma Italia empobrecida del Neorrealismo, no tenía ni la indulgencia paternalista que a veces acusaban algunos exponentes, ni su sino trágico de perpetua infelicidad y tormento. Lo trágico, en la comedia italiana, era un imponderable de la vida, pero no conducía a una existencia desgraciada. Por eso, los sufridos personajes, como Antonio Ricci, el padre desempleado de Ladrón de Bicicletas (1948), de Vittorio De Sica, humillado tras ser atrapado robando, y acongojado bajo la lluvia de la mano de su pequeño hijo, desaparecieron de la pantalla. Los nuevos “pobres” son mucho menos cándidos y autocompasivos. Monicelli no sólo fue parte fundamental de este movimiento, sino que, además, con Rufufú (I soliti ignoti, 1958), se le señala como pionero de esta corriente. Un grupo de pobres diablos -una pandilla de delincuentes de baja estofa- planifica un robo sin un pelo de culpa o arrepentimiento (varios intertítulos los señalan, además, como “nuestros héroes”), y fracasan miserablemente. Lo significativo es que, pasados unos minutos, tras el chasco del hurto, vuelven a su vida con tal normalidad que uno de los ladrones, el gran Tiberio Murgia -actor con auténtico rostro popular-, se queda sentado en un paradero –porque el bus colectivo que lo lleva a casa pasa por ahí. Esos gestos grafican el espíritu del cine de Monicelli: el ansia de éxito, el fracaso (a veces brutal) y, finalmente, la rutinaria y digna resignación. En Vida de Perros (Vita da Cani, 1950), su segunda película -codirigida con Stefano Vanzina, más conocido como Steno (que dirigiera varias películas con cómicos clásicos italianos como Totò y Bud Spencer)-, Nino Martoni (Aldo Fabrizi) es el administrador de una pobrísima revista de cabaret que deambula, de pueblo en pueblo, con su espectáculo de variedades. Martoni no paga nada a nadie (por tacañería o escasez de fondos), pero, como si fuese un circo, acepta integrar, a la revista, a cualquiera que lo necesite, dándoles techo y comida. Cuando su vedette estrella los abandona, y Margherita (Gina Lollobrigida, con tan sólo 22 años) se suma a la compañía, Martoni decide rebautizarla como Rita Buton, para que encabece el show -aunque ella jamás ha cantado o bailado-, logrando, sin embargo, un inusitado éxito. Entretanto, se enamora de ella. Pero, cuando quiere declararle su amor, descubre que la chica rechazó una oferta para integrar una revista de mejor pelaje, por solidaridad con él. Entonces, Martoni decide despedirla, para que tenga la oportunidad de progresar. Como es natural, uno espera que la chica descubra la razón de fondo de su despido, y se integre nuevamente a la compañía. Pero Monicelli no vende felicidades falaces. Prefiere el triste, realista, y honroso estoicismo de un viejo, feo y solitario, que opta por seguir 53 >

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En Memoria itinerando, en su modesta miseria, que quitarle un mejor futuro a una bella jovencita, y punto. Ningún “happy end” de último minuto. A través de Martoni, Monicelli grafica la doble moral de una época, en Italia, donde el ciudadano medio es un pícaro sinvergüenza que se las ingenia para sobrevivir, pero sin maldad. Un sujeto avaro con el dinero, pero generoso y fraternal frente al dolor ajeno; que miente, pero es piadoso. Que prefiere estar al margen del poder, sin comprometerse, sin hacer proselitismo alguno, y acomodarse, como Martoni, que pregunta la orientación política del pueblo, para ver si presenta un sketch burlándose de Mussolini o Stalin. “No se enfade. Somos todos italianos”, repite a cada rato, como si en ese simbólico lazo patriótico estuviera la fórmula mágica del entendimiento. Esa consigna resuena en dos sujetos, aparentemente opuestos, en Policías y Ladrones (Guardie e Ladri, 1951). Espósito (Totò) es un timador que vende sestercios romanos falsos a ingenuos turistas, en Roma, cayendo en desgracia al engatusar a un importante benefactor norteamericano. El sargento Bottoni (Aldo Fabrizi) lo atrapa, pero Espósito logra evadirse, deshonrando al policía que debe apresarlo, de nuevo, para no ser suspendido permanentemente por negligencia. Codirigida, otra vez, con Steno (cuentan ocho colaboraciones en total), Monicelli muestra que las diferencias sociales son tan pequeñas entre estos dos mundos (tras una maraña de situaciones, las familias de ambos terminan relacionándose), que hacia el final no les queda más remedio que ser amigos. Tanto el ladrón, como el agente, son los peones de un aristócrata altruista (o sea, que puede darse el lujo de ser dadivoso), mientras ellos dependen de cada centavo que roban, o trabajan (respectivamente) para vivir. Estos choques sociales y culturales, la recomposición moral, los cruces y transformaciones de lo urbano y rural, propios de la posguerra, aparecen, con frecuencia, en el cine de Monicelli. En El Médico y el Curandero (Il Medico e lo Stregone, 1957), el Dr. Francesco Marchetti (Marcelo Mastroianni) se instala en un pequeño poblado, donde la única asistencia médica la ofrece el curandero Don Antonio (Vittorio De Sica), un completo ignorante en medicina, que sólo da paliativos y conjuros “milagrosos”, y que, al ver amenazada su fuente de ingresos, le hace la vida imposible al forastero. Nuevamente, el bribón genera más empatía que el “justo”, porque se trata de un pillo cuya estafa cumple un rol social: calmar la ansiedad, aconsejar, y dar consuelo. Pero esta pujante Italia, en pleno reordenamiento de sus instituciones frente al caos y la improvisación de la provincia, es más una señal de avance, y de bienestar, que de ninguneo por las soluciones informales. En otras palabras, no se condena al brujo, sino que es hora del científico. La escena final, con un solitario Don Antonio partiendo en el tren del pueblo, y una chica que

corre, agradecida, por la estación, para mostrarle el bebé que quiso abortar y que tuvo gracias a su exhortación, es elocuente. Es el fin de una época, y el inicio de otra. Los cambios -pero en la ciudad- también se pueden apreciar en el segmento Renzo y Luciana, de Bocaccio ‘70 (cinta de episodios codirigida con Vittorio De Sica, Federico Fellini, y Luchino Visconti, en 1962), en que una joven pareja se casa, a escondidas, porque la política de la empresa, donde trabajan, impide que sus empleados estén emparentados. Lo significativo de este corto no tiene tanto que ver con su argumento (algo flojo), sino en la descripción que Monicelli hace del explosivo crecimiento de la ciudad. Desde el hacinamiento de sus pequeños departamentos, al desborde de sus espacios de esparcimiento -como un cine tan atestado de gente, que algunos espectadores ven las películas de pie. EL NIÑO IRÁ A PRISIÓN CUANDO SEA GRANDE Así respondía el fotógrafo Tiberio Brashi (Marcello Mastroianni), cuando le aconsejan que deje a su bebé al cuidado de su mujer, que está en la cárcel en Rufufú, uno de los dos grandes éxitos cinematográficos de Monicelli junto a La Gran Guerra (La Grande Guerra, 1959). La frase funda y resume, con propiedad, el sentido del humor que imprimiría el director toscano en el resto de su filmografía. Pero es en La Gran Guerra donde demarcaría y puliría su estilo. -Esta no es mi guerra- dice Busacca-. Mi guerra es contra los aprovechadores, los embaucadores, las malas bestias. Y a esos se les puede encontrar, tanto en Alemania, como en Austria, en todos sitios. -Es cierto, la patria necesita obreros, y no muertos. Y yo tengo grandes intenciones de hacer grandes cosas por la patria - afirma Jacovacci. -¿Qué oficio tienes? - pregunta Busacca. -Soy peluquero. En los inicios de la Primera Guerra Mundial, Giovanni Busacca (Vittorio Gassman) ha sido llamado para partir al frente, y soborna, en el control médico, al soldado Oreste Jacovacci (Alberto Sordi). Quiere librarse de ser alistado. Sin embargo, pese a aceptar el dinero, Jacovacci no tiene autoridad para salvarlo del reclutamiento. Esta primera escena establece la curva ética de los personajes: uno quiere hacer trampa, para no cumplir con su “deber patriótico”, y otro se aprovecha de esa circunstancia, para ganarse unas libras, engañándolo. La Gran Guerra retrata a un pueblo ignorante, que se encamina a su propia masacre. Busacca –que, tras la fachada de un discurso anarquista, rehúye el combate más por miedo que por convicción-, y Jacovacci –un cobarde de tomo y lomo-, buscan el modo de salir ilesos de cada batalla. Para Monicelli, este ejército de guiñapos pusilánimes, de infelices sin educación -como el campesino analfabeto que se cartea con su novia (también analfabeta) gracias a los servicios de su superior militar y el cura de su aldea-, son los únicos héroes de un conflicto que no entienden, ni les pertenece. Un pueblo, además, rico en sólidas e identitarias subculturas internas, que rivalizan con los privilegiados de la gran metrópoli: “los italianos en infantería, los romanos en fullería”, dice Busacca. Monicelli combina, con tanta naturalidad, el drama y la comedia, que, mientras se desarrolla una escena de cierta picardía humorística, en el fondo del plano se puede ver cómo se prepara, y ejecuta, el fusilamiento de unos soldados austríacos. Con la misma acidez y humor, Monicelli también observa los contrastes en el proceso de una huelga de operarios textiles a finales del siglo XIX, en la extraordinaria Los Camaradas (I Compagni, 1963). El accidente de uno de sus compañeros, agotado tras las arduas jornadas de catorce horas diarias sin descanso, obliga a los trabajadores a hacer un paro para exigir mejores condiciones laborales. Con acuciosidad, Monicelli describe sus tímidos primeros pasos, los miedos y aprehensiones que van apareciendo, el impacto de la llegada de un anarquista experto en organizaciones y rebeliones obreras -el reservado y tierno profesor Sinigaglia (un sorprendente Marcello Mastroianni)-, el estrés y languidez que sufre el movimiento cuando la huelga se alarga, y los métodos que toman los dueños para sofocar la insurrección. Sin condescendencia, la cinta juzga cómo un grupo de gente sencilla -a veces con torpeza e ignorancia- se ve obligada a organizarse para terminar con años de humillaciones e injusticias. Es notable la construcción

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de la compleja personalidad del profesor, un tipo sin ambiciones que mira la huelga, simplemente, como un trabajo más -donde puede aportar su experiencia-, y la extrema soledad de un hombre, cuyo único bien, son sus principios (es conmovedora la escena del profesor tocando una flauta, en un lujoso restaurant, para agenciarse unas monedas para comer, y no tener que pedirles dinero a los huelguistas). La solidez de su planteamiento estructural, y sus ideas de fondo, mantiene fresca, y vigente, a I Compagni. La rebelión es saludable per se porque libera, oxigena, y hermana, pero la realidad siempre es más fiera: todo cambia para que nada cambie, como atestigua el desolador desenlace. EL TIEMPO NO PERDONA Aunque al argumento de Casanova ‘70 (1965) -un Don Juan impotente, que necesita de situaciones adrenalínicas para excitarse- no le falta ingenio; o a La Armada Brancaleone (L’armata Brancaleone, 1966) se le endosa ser la referencia fundamental del filme de culto Los Caballeros de la Mesa Cuadrada, de los Monty Python (1974); y La Ragazza con la Pistola (1968) lo tuvo, por tercera vez, nominado al Oscar, son tres películas que han envejecido muy mal. Probablemente, porque el humor de La Armada Brancaleone (curiosamente, la película favorita de Monicelli) está algo rancio, porque las audacias de Casanova ‘70 -a tono con el destape sexual de la época- se sienten ingenuas, o porque La Ragazza con la Pistola resulta, francamente, ofensiva. Esta última cinta, filmada en Inglaterra, cuenta la historia de Assunta Patanem (Monica Vitti), mujer de un pueblo italiano que, tras pasar una noche con un hombre que le prometió casarse con ella, termina abandona y abochornada, por lo que decide perseguirlo, hasta Londres, para matarlo. Misógina a más no poder (“puta eres, y puta te quedarás”, dice un amante despechado en el final; “usa el cerebro, está para algo”, le dice un inglés a Assunta), se burla descaradamente, además, del pueblo italiano, tratándolo como un grupo de trogloditas. Desconcertante que el realizador filmara tan deleznable producto de exportación (gran parte de la película está hablada en inglés), y que los italianos la eligieran como su representante a los Oscar. Porque no son las burlas políticamente incorrectas lo que molesta. De hecho, mucho más agresivas con las mujeres, por ejemplo, pueden ser Amici Miei (1975), y Amici Miei Atto II (1982). La diferencia está en que las jugarretas absurdas (varias de antología), de este quinteto de amigos -suerte de Jackass de “intelectuales”-, están llenas de ingenio. Aparte de la dulzura que proyectan sus personajes (en los códigos de lealtad y amistad masculina), se trata de ofensas inofensivas, si cabe la contradicción. En todo caso, Monicelli se reivindicaría con las mujeres con Esperamos Que Sea Mujer (Speriamo Che Sia Femmina, 1986), pequeña e interesante pieza de cámara feminista sobre un grupo de familia, conformado -casi exclusivamente- por féminas que deciden tomar las riendas de una hacienda, comandadas por una estupenda Liv Ullman.

Los últimos trabajos de Monicelli tampoco están dentro de lo mejor de su filmografía. Si bien no son desdeñables, películas como Parientes Serpientes (1992), sobre los hijos de una pareja de ancianos que se ven obligados a decidir quién se quedará con ellos (con un final demasiado predecible), o su último filme, La Rosa del Desierto (2006), sobre un campamento médico en Libia durante la Segunda Guerra Mundial (una serie de confusas viñetas satíricas), ya mostraban signos de agotamiento. Y es que Monicelli es hijo de su época. EL INFIERNO EN LA TIERRA Aunque después hizo otros trabajos importantes -como Amici Miei Atto II (1983), o El Marqués del Grillo (1981), Oso de Oro al mejor director en el Festival de Berlín-, probablemente la cinta más sólida de su carrera es Un Burgués Pequeño, Pequeño (1977). Giovanni Vivaldi (Alberto Sordi) es un funcionario público de segundo orden, que quiere conseguirle un puesto en su oficina a su hijo. El chico no es nada brillante, pero Vivaldi lo adora, se siente orgullosísimo de él, y trata de ocupar sus influencias para facilitarle su ingreso. Su jefe inmediato le recomienda que se una a la masonería, porque sus colegas burócratas, responsables de las contrataciones, son casi todos masones. Vivaldi ingresa a la orden, pero su hijo muere, asesinado, a la salida de un banco, a manos de uno de los jóvenes atracadores. Lo que en principio parecía una comedia desternillante, se convierte, con este giro inesperado, en una tragedia intensa y dolorosa. Una vuelta de tuerca que, de forma delirante, sigue enroscándose, cuando Vivaldi persigue y captura al delincuente, y lo tortura sin piedad. Una película tristísima, rara, llena de momentos perturbadores y sarcásticos (como en el surrealista desmadre del cementerio, con los ataúdes amontonados de quienes no pueden pagar una sepultura). Alberto Sordi -un actor talentosísimo, que no tiene el puesto que se merece en la Historia del cine-, está descollante, y Shelley Winters -en el papel de la madre-, extraordinaria cuando está en shock (catatónica, tras enterarse del homicidio de su hijo), pero perjudicada en las escenas previas, por un pésimo doblaje al italiano. “La comedia fue para nosotros la mirada natural. Sarcasmo, ironía. El humor es la forma más penetrante de mirar. Pero para bromear sobre algo hay que conocerlo muy bien. Y hay que meditar mucho para llegar al humor. La condición humana es de los que sufren, los que pierden, los que son explotados, y tratan de liberarse de su amo. No hace falta adoptar un tono serio, o grave, para hablar de ello: a mí me gusta la gente que batalla con alegría, con ironía, en compañía”, decía Monicelli. Pocos directores pueden reflejar, con tanta claridad y convicción, con tanta elocuencia y sensibilidad, en sus películas, lo que piensan. Monicelli lo logró. Por eso, se puede ver ese harakiri demencial, a sus 95 años, con una sonrisa. Porque, como diría él, “humor es cuando uno, a pesar de todo, se ríe”.

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IRVIN KERSHNER El Descanso del Guerrero El norteamericano Irvin Kershner es recordado, en godard!, por algo más que la maravillosa El Imperio Contraataca. Por FABIÁN SANCHO Darth Vader y Irvin Kershner

Nació el 29 de abril de 1923, cuando el cine aún no había encontrado el sonido. Aprendió su oficio en docudramas y en televisión, realizando episodios de la serie “The rebel”, con Nick Adams, entre otras. Este aprendizaje (algunos que han seguido un camino paralelo son Robert Altman, Sam Peckinpah, entre otros), en cierto sentido, da por resultado a un “artesano” más que a un autor, a un director de oficio que era capaz de entregar, a tiempo, un filme entretenido, conciso y redondo. Emparentado, en este sentido, con realizadores como John Brahm o Joseph H. Lewis, eficaces, eficientes, simples, sin regodeos de ningún tipo, directos. PRIMERA DISGRESIÓN Año 2003, un mes de marzo más caluroso que lo habitual, el mar a unos pasos, el olor a salitre, y una leve brisa marina, inundaban las narinas. Mar del Plata es una ciudad con ritmo propio. Los empleados bancarios pueden practicar surf luego de sus tareas cotidianas. En un tradicional hotel de esta ciudad costera, se encontraba el realizador Irvin Kershner, uno de los invitados del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, dictando un seminario sobre “docu-drama”, algo con lo que generalmente no se lo asocia. En la conferencia de prensa, el octogenario director dijo acerca de El Imperio Contraataca: “Hay muchos escritores a los que el público sólo los recuerda por una cosa. Y, muchas veces, esa cosa ni siquiera es su favorita”. El cineasta sabía que quedaría en la historia, solamente, por haber dirigido el que muchos consideran el mejor de los cinco capítulos de la saga Star Wars, el ya clásico de 1980. “Pero los que saben de cine -agregaba en ese momento- conocen también mis otras películas”. ///

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Sus comienzos en el cine estuvieron ligados al documental. “Comencé haciendo documentales en Irak. Hacía cortos educativos para enseñar en esos pueblos nuevas técnicas de cultivo o a detener inundaciones, cosas así.” De regreso en Los Angeles, Kershner continuó con la senda documentalficción, dirigiendo el programa de TV Confidential File, en el que se recreaban casos urbanos. “Era sobre problemas de la ciudad. La mala policía, la prostitución. Fue mi mejor entrenamiento. Lo hacía casi todo: dirigir, editar, cámara, fotografía”. (1). “Empecé haciendo filmes independientes, que tenían muy buenas críticas, pero no andaban bien de público. Filmes excitantes, sobre gente común -dice. Pero a Hollywood le importa llegar a mucha gente. Entonces, empecé a hacer, para el estudio, películas más y más grandes, con Sean Connery, con Barbra Streisand. Y siempre tenía guiones que quería hacer, pero nadie me financiaba”. (2) Roger Corman, en 1958, le dio diez mil dólares para producir Stakeout On Dope Street. “La terminé, la llevé a Warner, y al otro día tenía un contrato allí por siete años”. (3). La mayoría de las veces le ofrecían proyectos, y otras veces los elegía él. En este último caso, fracasó más de una vez: “Durante diecisiete años, traté de encontrar producción para una película sobre Puccini, y nunca pude. Tiene que ser filmada en Europa, y cuesta como 10 millones de dólares, pero a los norteamericanos no les interesa, y en Europa es mucho dinero”. Luego de dirigir el clásico A Fine Madness, de 1966, con Connery, seguirían Loving (1970), Up the Sandbox (1972), S*P*Y*S (1974), y El Retorno de un Hombre Llamado Caballo (1976). Esta última era una secuela de Un


En Memoria Hombre Llamado Caballo (1970) de Elliot Silverstein. Es a partir de ahora (luego vendrían El Imperio Contraataca y Robocop 2) que algunos críticos le adjudicaron el mote (algo despectivamente) de “especialista en segundas partes”. Como ocurría con William A. Wellman, Kershner también se las ingeniaba para que su impronta, su discurso, apareciera en los filmes que le otorgaban. Si vemos la relación entre la naturaleza y el personaje de Richard Harris en El Retorno… es muy similar al Yoda presentado en El Imperio… Kershner tenía intereses en las filosofías precristianas, como la de la india o el chamanismo de los pueblos originarios americanos. Yoda diciendo “la fuerza está en todo, en esa roca, el agua, tú, seres de luz somos y no esta simple (cruda) materia”, es una introducción al budismo zen: la religión jedi se asemeja a las prácticas orientales. En un primer momento, él había rechazado el proyecto. Luego, cuando revisó el guión, lo aceptó. Siempre contaba la anécdota sobre la escena en que Han Solo está a punto de ser congelado en carbonita, y la improvisación del diálogo entre Harrison Ford y Carrie Fisher. Kershner detestaba la línea original cuando ella decía “Te amo”, y el respondía “Yo también”. Era muy obvio. Entonces, dejó a Ford improvisar. Le dijo: “dí lo primero que te venga a la cabeza”. Y cuando llegó la hora de decir su frase, musitó: “lo sé”. Realizador y equipo quedaron satisfechos y esa respuesta hizo historia. SEGUNDA DISGRESIÓN Magdalena (la actriz Barbara Hershey) es rodeada por iracundos pobladores que quieren lapidarla por prostituta. Jesús, interpretado por Willem Dafoe, se entromete entre víctimas y victimarios. El pasaje del Evangelio es harto conocido: “el que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra, ¿alguno no ha pecado nunca en su vida?”. Un hombre alto y gallardo, pero con varios años encima, con una voz similar a la de Frank Oz, sobresale de la turbamulta, y se enfrenta al defensor de la joven: se trata de Irvin Kershner interpretando a Zebedee, personaje que quiere que se cumpla la ley a rajatabla. Ya conocemos el resto. La gente tomará conciencia, y comenzarán a retirarse del lugar. Algunos quedan, como ocurre con uno de los hijos de Zebedee. Su otro vástago también decide hacer lo mismo, y su padre lo convence de no quedarse con este profeta a los golpes. Es una muestra, pero no la única, del Kershner actor, uno que sin lugar a dudas hubiera aparecido mucho más si no se hubiera dedicado tanto a la realización. Los Ojos de Laura Mars

La mínima intervención de nuestro biografiado, en La Última Tentación de Cristo, de Martin Scorsese (1988), nos muestra a un actor de corte clásico y, sobre todo, muy convincente. Rescate en Entebe (1976) era un telefilme que, en algunos países, tuvo estreno en sala cinematográfica. Se trataba de una ficcionalización de un hecho real ocurrido en el aeropuerto de Uganda bajo el dominio de Idi Amín. Un comando es encargado de liberar ciudadanos secuestrados por terroristas. Los Ojos de Laura Mars, de 1978, demostraban el pulso de un director para el suspenso. También continuaban sus incursiones televisivas en “Cuentos asombrosos” (dirigiendo el episodio “Hell Toupe” de 1986). Una actuación con Scorsese, ya mencionada, y otra en un filme dirigido y protagonizado por Steven Seagal, Terreno Salvaje (1994), etc. La década de los 90 había comenzado promisoriamente con el estreno de Robocop 2, continuación del innovador filme de Paul Verhoeven. La historia, escrita por el artista de comics Frank Miller, y guionizada por éste mismo autor junto a Walon Green (el guionista de La Pandilla Salvaje), venía como anillo al dedo a Kershner. Los policías hacen paro por la privatización de su servicio. Obviamente, la privatización trae negocios espurios, y para tener todo controlado no hace falta otro Robocop si no “algo” que lo supere (y no moleste con los nuevos “arreglos”). Un villano adicto a una nueva droga es el elegido, y se transformará en el primer ciberorganismo adicto de la historia del cine, condimentado con mucho humor e ironía, con gags y salidas en las que se nota la mano de Kershner. Este filme es el último largometraje realizado por él. TERCERA Y ÚLTIMA DISGRESIÓN James Bond se encuentra con su última conquista (hasta ese momento). Una joven Kim Basinger sale de la piscina, y un personaje algo atolondrado (Rotwan Atkinson, en un papel pre-Mr. Bean) le dice a Bond, luego de caer en la alberca: “necesitamos de Ud. para que cuide el mundo, necesitamos que vuelva”. A lo que 007 responde: “Never, Never Again”. A lo que Bassinger responde: “Never say never again”. El último plano es un guiño de ojo de Sean Connery hacia los espectadores, mientras abraza a la pequeña rubia. Nunca digas nunca jamás pareciera ser una frase digna de pertenecer a las pronunciadas por Irvin Kershner. Nunca debe haber cruzado por su mente: nunca haré tal o cual estilo de proyecto. Western, Aventuras, Comedia, Documental, Space Opera, Acción, sus participaciones como actor, todo se entrelaza en su filmografía como un organismo vivo que se reinventa con una marca personal. Como el noble inglés que regresa a la vida natural, el guerrero sioux en el que se transforma luego de un duro entrenamiento -comparable al de Luke en El Imperio Contraataca-, Kershner ha conseguido su patente de ”artesano” luego de haber seguido su propio camino del guerrero, fogueándose en batallas pequeñas, y luego, más grandes, hasta conquistar un espacio indeleble en el celuloide. Podríamos ver la devolución de la imagen del hombre que se hace a sí mismo en prácticamente toda su filmografía, podríamos ver… Notas

(1)

Citado de la Entrevista realizada por Diego Lerer para el Diario Clarín. “Star Wars no es ciencia ficción” Clarín, Sec. Espectáculos, Martes 11 de marzo de 2003, p.4, Argentina. (2) Ídem. (3) Ídem.

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Clásico

ROMANTICISMO MORTAL En marzo de 1931, F.W. Murnau murió en un accidente de tránsito, por causas no del todo esclarecidas. Ese mismo año, se estrenó la cinta que, a decir de los supersticiosos, le costó la vida. Por DIEGO CABRERA F.W. Murnau.

AMANECE HOLLYWOOD En 1927, reclutado por William Fox, Murnau empezó su periplo norteamericano con la que para muchos es su mejor cinta hecha en Hollywood: Amanecer (1927).En ella, un hombre del campo es persuadido, por una veraneante, para que asesine a su esposa y, luego, se vaya con ella a la ciudad. Cuando estaba a punto de hacerlo -mientras ambos se encontraban en un lago camino a la ciudad- se arrepiente, y se da cuenta de que es a ella a quien ama. Después que una tormenta los sorprendiera cuando estaban regresando a su hogar, la mujer desaparece, y el marido teme lo peor, pero un grupo de aldeanos la encuentran con vida, y les regalan una nueva oportunidad de ser felices. A pesar que su argumento podría parecer ser algo trillado, la película posee una de las puestas en escena más originales del periodo mudo. La escasa utilización de los rótulos -algo insólito

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para la industria norteamericana de aquel entonces- también es otra marca de estilo de este realizador: se podría decir que Amanecer fue contada casi exclusivamente en imágenes -justo cuando el cine sonoro empezaba a desplazar al silente. Hay, por otro lado, secuencias en las que se desarrolla un grado de tensión sin precedentes en su cine. Quizá, justamente, por la familiaridad de sus personaje -anónimo y corriente como cualquier otro-, que se genera una mayor empatía con el espectador, lo que termina favoreciendo la dialéctica entre el campo y la ciudad propuesta por el cineasta -dialéctica que, además, supone un cambio respecto a la oposición de luces y sombras, digamos, más “expresionista”, que caracterizó sus anteriores películas. La cinta, sin embargo, no tuvo éxito en la taquilla, lo que ocasionó que Murnau no gozara de la misma libertad creativa en sus siguientes

proyectos -se dice que ni siquiera llegó a terminar sus dos trabajos posteriores, Cuatro Diablos (1928) y El Pan Nuestro de Cada Día, título original de City Girl (1930), sino que otros directores lo hicieron por él. Su obra póstuma, en cambio, debe ser una de las más íntimas y personales que hizo. ERA TABÚ Antes de que empiece el relato, se hace un anuncio que, a la vez, es una declaración de principios: “Solamente nativos de las islas de los mares del sur aparecen en este filme, con unos pocos mestizos y chinos”. En ese rótulo inicial, el director de Nosferatu quiere dejar en claro que lo que estamos a punto de ver difiere de todo lo que antes hemos visto de él. Ya no tendremos, en frente, personajes que forman parte de la literatura fantástica, o mitológica, ni otros que encarnen a un anónimo como prototipo de la cotidianidad contemporánea. Ahora ya no


Clásico estaremos ante “representaciones”. Estos son personajes de la vida real, aunque inscritos en una ficción. Más no solo ellos. Los escenarios son verídicos, también. Es una diferencia notable respecto a sus anteriores trabajos, pues si bien Murnau utilizó locaciones naturales, lo hizo de manera parcial, y con el ánimo de trastocarlas, de darles un sentido particular en función de la expresión interior de sus protagonistas. Aquí, en cambio, la naturaleza es el marco y la razón de ser de la puesta en escena. Y no solamente respecto a cuestiones formales: Tabú (1931) se desarrolla en medio de la naturaleza y trata sobre ella1. Tabú llegó a los cines casi dos años y medio después de haber sido planeada. Luego de un par de preestrenos previos, su metraje original fue reducido 300 pies, por decisión exclusiva de su director. La primera versión, supuestamente menos dramática que la final, se conserva todavía en Alemania. Días antes de su premiere mundial, el director de Nosferatu fallecía en un accidente -cuando se dirigía a Monterrey, para encontrarse con el gobernador, y tratar asuntos relacionados al filme. NATURALEZA FATAL Tabú es la obra más romántica de Murnau, en el sentido de que pone en relieve el valor del yo, la importancia de los sentimientos y pasiones subjetivas, y expone la cultura de un pueblo exótico y supersticioso. La historia se desarrolla en Bora Bora, “tierra de encanto, apartada en los mares del sur, que permanece intocable por las manos de la civilización”, un lugar donde no existe el comercio y las personas viven en perfecta conjunción con la naturaleza. Allí, una pareja de jóvenes, Reri y Matahi, se enamora perdidamente, pero ve interrumpido su idilio cuando llega a la isla un bergantín en el que viene Hitu, emisario de El Señor de Todas las Islas, que trae una mala noticia para ellos: Reri ha sido elegida para reemplazar a una virgen sagrada, y ser consagrada a los dioses; por lo tanto, debe partir de inmediato. Además, desde ese momento, “los hombres no deben tocarla o lanzar sobre ella miradas de deseo”, pues se ha convertido en Tabú, y, como “ninguna ley de los dioses es más temida que aquella que guarda a la elegida”, romperlo significa la muerte. Sin embargo, los sentimientos de estos enamorados son más fuertes que cualquier mandato, así sea divino. 1 Esa filiación documental la podemos vislumbrar desde los créditos iniciales. El documentalista Robert Flaherty es coautor del guión -aunque, en un principio, Flaherty iba a tener una participación mayor. Lo que sucedió fue que, una vez terminado su contrato con la Fox, Murnau se obsesionó con rodar en locaciones grandes. Entonces, convocó a Flaherty, realizador al cual admiraba por su especial sensibilidad con la cámara y la luz, y por su capacidad para crear historias simples que podían sacar ventaja de la naturaleza. Sin embargo, las cosas no salieron como esperaban. Al final, fue Murnau quien financió la cinta con sus ahorros. Lo que, evidentemente, le dio mayor poder de decisión que a su socio artístico. Al comienzo, esto no molestó a Flaherty, pero sí cuando empezó a darse cuenta que el alemán, a diferencia suya, era bastante austero en los gastos. Impotente, por ello, y cada vez más relegado de su posición original, decidió vender sus acciones y dar por finalizada su participación en el proyecto.

Tabú

Por eso, Matahi no duda en secuestrar a Reri, para huir del infortunio hacia un lugar incierto, en el que esperan reencontrar la felicidad. La película se divide en dos capítulos que tienen, casi, idéntica duración. El primero, titulado “Paraíso”, da cuenta del estilo de vida de los habitantes de la isla, de sus rituales y creencias. Las primeras escenas nos muestran a los nativos pescando en el mar y, luego, jugueteando en una cascada, siempre con una sonrisa en los labios y un lenguaje corporal que sintoniza con su alegría. Pero ese estado de gracia termina con la irrupción de La Ley, y la designación del Tabú. De ahí en adelante, los enamorados harán todo lo posible por retornar a aquella disposición original. El segundo capítulo, llamado “El Paraíso Perdido”, se desarrolla en una isla civilizada, donde el hombre blanco ha reemplazado a la autoridad indígena. Al principio, la pareja se siente feliz, pues cree que el cariño de sus nuevos vecinos se debe a que Matahi es considerado el mejor buceador de la isla, lo que le permite extraer más perlas, el bien más preciado del lugar. Sin embargo, los problemas empiezan cuando llega un barco del gobierno, el cual ha decidido intervenir para evitar conflictos entre las islas -con la orden de apresarlos, a cambio de una recompensa. Entonces, los jóvenes se ven obligados a sobornar a un policía, para no ser separados. Lo que no saben es que Hitu también ha venido a buscarlos. Cuando se enteran de ello, planean huir de nuevo, mas no pueden, ya que no tienen el dinero suficiente para comprar los pasajes que les permitan salir de la isla. Además, los agobian las deudas, pues, poco tiempo después de llegar a la isla, cuando aún no conocían el significado del dinero, Matahi, motivado por decenas de isleños que celebraban sus hazañas como buceador, pidió botellas de licor para todos. Ante ello, los amantes deciden, cada uno por su cuenta, sacrificarse: ella, entregándose al hombre que la vino a buscar para evitar la muerte de su amado; y él, rompiendo un segundo Tabú, al sumergirse en una parte del lago rica en perlas, pero habitada por un tiburón. Al final serán las leyes divinas, y no el amor, las que se terminarán imponiendo.

A pesar de los muchos aspectos que se pueden analizar en esta película, el más resaltante -por ser una constante en el cine de su director- es la dicotomía que plantea, y que está claramente expresada en cada una de sus partes. Pero lo más importante es que en estos espacios antagónicos se desarrolla un relato que gira en torno al amor y a la superstición –lo que sugiere la omnipresencia de ambos tópicos al margen de lo cultural. Tabú nos habla de la necesidad del hombre de establecer reglas y limites -así estos sean, a veces, “irracionales”. Si para los polinesios un tabú significa “la designación de algo que no fue creado por el hombre sino por un poder divino”, para el hombre blanco será aquello que represente lo incontrolable, lo desconocido. Lo cierto es que esa naturaleza censora del hombre responde, simple y llanamente, al miedo. Y, en este caso, son dos seres libres, y llenos de vida, los que se enfrentan a la superstición, a la muerte. En realidad, son a ellos a los que las instituciones temen, ya que representan una amenaza al status quo. Murnau sabía que el triunfo de estos buenos salvajes hubiera resultado irreal. El desenlace de su historia es, por tanto, menos pesimista que verosímil y, a la vez, más romántico que real, pues tanto Reri como Matahi estuvieron siempre dispuestos a inmolarse por amor. Sus destinos, entonces, representan la culminación de sus sentimientos. Como sus enamorados ficcionales, Murnau se terminó sacrificando -al menos comercial y financieramente hablando- por amor. Su afán por registrar imágenes auténticas lo llevó a romper las leyes de las islas que, tan gustosamente, lo acogieron -por ello, muchos de sus habitantes lo terminaron considerando como otro blanco más que llegaba con la intención de aprovecharse de sus recursos con fines personales. Sin embargo, podemos decir que, más que unas ganas de representar fielmente la naturaleza, estaba un anhelo por capturar la esencia de esta, por expresarla, con una cámara de cine, con la luz y las sombras. A 80 años de la muerte de Murnau, esta breve revisión de Tabú no es más que una invitación a reconocer, en los orígenes del cine, una de las mejores apuestas de sus posibilidades más recónditas.

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VANGUARDIA Y COWBOYS CINE ARTÍSTICO “Es necesario destruir el cine”, afirmaba el téórico, filósofo, y cineasta francés Guy Debord. Su planteamiento provenía de las raíces mismas de los grupos “Socialismo o barbarie”, y la “Internacional Situacionista”, que desacreditaban a un socialismo cada vez más contradictorio en tanto se tornaba clasista y opresor. Pero la sentencia de Debord se extiende a la cinematografía por ser, también, el duro crítico de un arte que, según él, decae en la más simple representación y en la pura apariencia. De allí surge el concepto -laxo e inconstante- de “cine artístico”, que este libro de Taschen resume (intenta resumir) en poco menos de 200 páginas. Lo que se recorre es una forma de séptimo arte alternativa, distanciada de la ética y la estética plana, realista, o sencilla –identificada principalmente por el cine comercial hecho en la industria estadounidense. El material fotográfico es vasto, profuso en riquezas, y bastante transgresor. Pero también incluye reseñas teóricas, con una aproximación a las diferentes maneras en que la renovación fraguaba nuevas expresiones, y se sustituía una sobre otra. Se trata de urgar en un afán parricida, que busca distanciarse de lo establecido, sea a través de formas arriesgadas, o de concepciones ideológicas más profundas que, si bien dejan ver reverberaciones de otros estilos (e incluso otras artes), se elevan como una expresión más “transparente” y desprovista de influencias evidentes o prespectivas preconcebidas. La edición y curaduría corre a cargo de Paul Duncan y Paul Young, pero cuenta con el asesoramiento de cineastas como Alejandro Jodorowsky, Chris Marker, y Jonas Mekas. Página a página, asistimos a un repaso por el surrealismo de Buñuel, el lirismo de Brakhage, los ensayos de Vertov, o propuestas tan disímiles como los tiempos muertos de Bresson, y la obsesión kitsch de John Waters. El libro tampoco deja de mencionar la importancia, en el concepto de “cinearte”, que tienen la diversidad de formatos; un cine expandido, de instalación, que no se reduce a una gran sala, y menos aún a un solo soporte. De allí la aseveración del artista Anthony McCall, que califica, amablemente, de “poco hábil” a la tendencia de asociar los conceptos “cine” y “celuloide”, como si fuesen equivalentes. El “cine artístico” es, precisamente, aquel que no se restringe a los límites de lo establecido, para no toparse con impedimentos en su necesidad de comunicar. Las variaciones aportan, y el desarrollo se encuentra en la experimentación. Este libro, de algún modo, lo demuestra.

TEMPLE DE ACERO: NEGOCIO SUCIO Ante el llamado segundo auge de la novela gráfica, ese que vivimos desde principios del nuevo siglo, son cada vez más frecuentes los esfuerzos por retomar uno de los primeros objetivos del género: recrear y dar a conocer, por medio de historietas, ya sea en blanco y negro o en color, a los grandes clásicos de la literatura universal. Así, podemos encontrar, en la actualidad, títulos preciosamente elaborados, como “Gógol gráfico” o “Tres cuentos de Poe en blanco y negro”. Allí conviven, con maestría, la polifonía de los géneros literarios, el guión adaptado, y la magia de los historietistas -en su búsqueda por trasfigurar nuestras primeras visiones que tenemos sobre lo ya leído, en realidad sobre papel. En el caso de la novela gráfica “Temple de acero: Negocio sucio”, el desafío es exponencial, porque, si bien existe -como base arquitectónicala novela “Temple de acero” (1968), escrita por Chales Portis, el artista Christian Wildgoose, quien es el creador del libro gráfico, tomó, como modelo de inspiración, no a la novela de Portis, sino al trailer y guión de la película dirigida por los hermanos Coen. Es así que, a “Temple de acero: Negocio sucio”, se le considera como una subtrama y tiene una génesis de elaboración verdaderamente “casual”: los dibujos de Wildgoose -específicamente el de Jeff Bridges como Rooster Cogburn- fueron publicados sólo con pretensiones estéticas en su blog, y, ulteriormente, vistos por alguien que trabajaba en Paramount. Luego, conversaciones menos y dólares más, Paramount terminaba por ofrecer a Wildgoose la realización de la novela gráfica. Aún así, faltaba un último reto, y era -a lo Tarantino con el género pulp- poder captar, y rendir tributo, a los Dime Novels (novela de diez centavos) que fueron las primeras publicaciones aparecidas entre la segunda mitad del siglo XIX -hasta inicios del siglo XXen los Estados Unidos, cuyas páginas permitieron asentar el imaginario épico de los westerns. Es decir: el Viejo Oeste americano, el tópico de la frontera, y el eterno conflicto entre héroes y villanos. Los resultados son muy logrados. En veinticuatro páginas, junto a los textos de Jim Cambell, tenemos una magnifica obertura, una que logra anticipar el carácter de la película, y concluye con la leyenda de toda buena saga: “Continuará… En Temple de acero, la película”. (http://www.truegritmovie.com/intl/la/novel/TEMPLE-DE-ACERO_ TRABAJO-SUCIO.pdf )

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