Creadoras en Especial Día del Libro
Feliz #DíaDelLibro
Creadoras en Especial Día del Libro
El orgullo de formar parte de una comunidad literaria
23 de abril, Día del Libro, ese amigo que acompaña, que contiene un universo propio, que puedes tocar, sentir, con ese olor especial a papel y tinta. Los escritores y las escritoras celebramos el día con la ilusión de que haya un lector que se acerque a una librería a comprar uno, si es nuestro mejor, pero si no, da igual, porque lo importante es formar parte de una comunidad literaria: la que nos cuenta historias para que sintamos con sus protagonistas, reflexionemos o vivamos otros mundos. Es un oficio bonito, aunque a menudo no se piensa en el esfuerzo que supone escribir un libro, y menos si lo hace una mujer.
AMEIS, la Asociación de Mujeres Escritoras e Ilustradoras, nació en el año 2018 por la necesidad que sentíamos muchas de nosotras de visibilizar el papel de la mujer en la literatura, aceptando en nuestras filas lectoras, bibliotecarias, agentes literarias, editoras, libreras, escritoras o ilustradoras. Somos mayoría en esa comunidad. También decidimos aceptar a todos los hombres que estuvieran dispuestos a apoyarnos en esta tarea. Porque la igualdad y la equidad son cosa de todos. Por eso, cuando la Federación Española de Municipios y Provincias, la FEMP, nos propuso dejarnos dos páginas de la revista Carta Local para ayudarnos en ese objetivo, aceptamos encantadas. Porque nos dábamos a conocer, desde luego, pero también apoyábamos con nuestros relatos e ilustraciones una revista que apostó por nosotras. Y, como no podía ser menos, arrancamos, si la memoria no me traiciona, en un número capicúa, en el número 333, correspondiente, como no podía ser de otro modo, al mes de marzo del 2020, cuando las calles se adornaron de morado con mujeres de todo rango, edad y condición. Pero llegó la pandemia y nos engulló. La portada, justo de aquel número, iba con una frase en grande que decía: ESTE VIRUS LO PARAMOS UNIDOS. Han pasado dos años y hemos acudido puntualmente a la cita mensual con todos los lectores de Carta Local. En tiempos duros, como han sido y están siendo estos años, para dar esperanza y optimismo, para demostrar que siempre nos quedará la literatura, el arte en general. Hemos intentado apoyar, unas veces con más acierto que otras, los temas de la revista: muchos cuentos han sido sobre la España rural, que me gusta más que la España vaciada, porque eso no es exacto. Hemos intentado también tener en cuenta cuándo llegaba la Navidad, cuándo la primavera o el verano, y ajustar en lo posible los relatos a las estaciones del año. Pero sobre todo hemos querido destilaros pequeñas gotas de historias, mostrar que el mundo y los humanos perderíamos mucho si no tuviéramos la capacidad de inventar, de idear, de contar, da igual que sea en torno a la chimenea, en torno a la hoguera, como hacían nuestros ancestros, en una casa escuchando a las abuelas portadoras de sabiduría, o leyendo, siempre leyendo, en un desván, en la cama, en un sillón, durante el día o por la noche. Cuando os acerquéis a una librería a festejar El Día del Libro y a comprar algo que leer, podéis pedir, amigos lectores, que os aconsejen un buen libro escrito por una mujer. No os arrepentiréis, de eso estoy segura. Os envío un abrazo lleno de AMEIS. En nuestra página web podéis encontrar más información: https://ameisescritoras.es Carmen Peire. Presidenta de la Asociación de Mujeres Escritoras e Ilustradoras Ilustración de portada: Antonia Santolaya
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“De la literatura y la cría de gallinas”
Estrenamos en esta edición de Carta Local el espacio “Creadoras contra la despoblación”, una nueva sección nutrida con obras en las que los pequeños municipios, el mundo rural y el reto demográfico se convierten en tema principal de la creación de mujeres, escritoras, poetas, ilustradoras, bibliotecarias, editoras, lectoras, etc., que forman parte de AMEIS, la Asociación de Mujeres Escritoras e Ilustradoras creada hace año y medio con la voluntad de integrar y visibilizar a las mujeres de todos estos sectores. Julia Otxoa (San Sebastián, 1953) abre esta sección. Julia Otxoa
Mi especialidad es la cría de gallinas, visito granjas, asesoro e imparto cursillos para todos aquellos que quieran iniciarse en la producción de gallinas como medio de vida. Yo, en realidad, soy escritora, pero como todo el mundo sabe de los libros no se puede vivir, motivo por el cual la gran mayoría de escritores trabajan a tiempo parcial en otra serie de cosas relacionadas o no con la literatura para conseguir un sustento de vida. Todo esto de las gallinas empezó para mí de un modo realmente curioso, por aquel entonces la empresa de telecomunicaciones en la que venía trabajando desde hacía más de diez años, seriamente afectada por la crisis financiera que sacudía los Estados Unidos y Europa, realizó una reestructuración de plantilla con el consiguiente despido de un número elevado de empleados entre los cuales me encontraba yo. Así que de la noche a la mañana me vi con la urgente necesidad de encontrar un trabajo que me proporcionara un sueldo para subsistir y poder dedicarme el tiempo restante a escribir. Una tarde estando en mi estudio reflexionando sobre esta nueva circunstancia que el destino me había
deparado, repasé distraídamente los títulos de los libros que, apretujados unos contra otros en las estanterías, parecían esperar cual personajes que yo decidiera al fin qué hacer con mi vida. De pronto, aparecieron ante mis ojos un manual de Rick y Gail Luttmann sobre Cómo criar gallinas junto al Diccionario filosófico de Voltaire y un volumen con los relatos completos de Chejov. Me pareció que aquella mezcla disparatada de gallinas, filosofía y relatos quería decirme algo. Decidí que aquella misma tarde leería aquel libro sobre las gallinas, ignoraba cómo había llegado hasta mi biblioteca, no recordaba en absoluto haberlo comprado, pero esto no era nuevo para mí; desde hacía tiempo veía desaparecer libros de mis estanterías y aparecer otros totalmente desconocidos. Así que aquella tarde al descubrir aquel manual tuve la seguridad de que podía ser un buen presagio, y lo leí de un tirón. Su lectura fue como un rapto de amor, me quedé totalmente prendada, hasta el punto de que durante un mes acudí todos los días a la biblioteca municipal y me leí exhaustivamente todo lo que encontré sobre el universo gallináceo. Tras todo ello me consideré realmente capaz de poder responder
a cualquier pregunta que alguien pudiera hacerme sobre gallinas ponedoras, gallinas para carne o gallinas para exposición. Comencé ofreciendo charlas sobre este tema en ayuntamientos de pequeñas aldeas rurales, resultó tal éxito que en poco tiempo me llovieron las invitaciones y tuve que recorrer medio país visitando granjas e impartiendo cursos acelerados. Pero claro, todo esto lo iba alternando con mis compromisos como escritora, en congresos, charlas sobre mi obra literaria, etc. Durante algún tiempo me organicé bastante bien, dividía mi agenda entre las gallinas y la literatura sin que un sector profesional se viera perjudicado por el calendario del otro, hasta que mi cabeza sin duda alguna demasiado presionada por el excesivo trabajo, me jugó una mala pasada. Todo comenzó en unas jornadas de literatura en la Universidad de Verano en Santander que trataban sobre la microficción española en el siglo xx, al llegar el turno de mi intervención y tras hablar durante escasos diez minutos sobre la evolución de la microficción a través del tiempo en nuestro país, de pronto y sin venir realmente a cuento, me puse a describir detalladamente las características del palo en el que acostumbran a posarse las gallinas para dormir, les anoto aquí mi disertación gallinácea:
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honda satisfacción por el inesperado rumbo que mi vida tomó hace tiempo, ya que paradójicamente, con mi extraño comportamiento, he logrado interesar a no pocos escritores en la cría de gallinas y a su vez, muchos granjeros han comenzado a escribir pequeños poemas para sus animales. Haber colaborado en el acercamiento de estos dos universos tan distintos es para mí algo tan profundamente hermoso que a veces, reflexionando sobre ello, suelo levitar ascendiendo sobre la tarima de mi habitación durante breves instantes, inmerso mi espíritu en una especie de rapto de felicidad máxima.
© Julia Otxoa. Publicado en la antología Esas que también soy yo. Editorial Ménades. www.juliaotxoa.net
El palo debe ser lo suficientemente grueso para que las gallinas puedan sujetarse bien en él con sus patas. Lo ideal sería una barra de unos cinco centímetros, siempre que sus bordes estén bien redondeados. Sin embargo para las gallinas pigmeas puede utilizarse una escalera o mango de escoba, o palos que se balanceen colgando de cadenas o alambres, ya que esta especie de gallinas es muy juguetona y le gusta realizar cabriolas antes de dormir. Fue tal el desconcierto del público y de mí misma que lo único que deseé en aquellos momentos fue huir, pero la serena voz del profesor que me había presentado, y que permanecía sentado junto a mí en la mesa me lo impidió: “No se preocupe, siga”. A partir de ese momento continué con la conferencia sobre la microficción sin ningún otro percance. Pero mi ánimo como es natural se había quedado seriamente dañado. Este tipo de incidentes se volvió a repetir no sólo en los eventos literarios en los que participaba, también en
las charlas sobre gallinas intercalaba reflexiones literarias que dejaban totalmente k.o. a la audiencia granjeril, más interesada en los cuidados de sus gallinas ponedoras que en el mundo literario de la posmodernidad. Pero lejos de suponer esto un serio motivo para que cesaran las invitaciones en uno u otro campo, se multiplicaron aun más. La gente de ambos públicos, literario y gallináceo, encontraba divertido aquel galimatías en el que se habían convertido mis charlas y asistía a los cortacircuitos de mis neuronas como quien asiste entusiasmado a una descabellada sesión circense. Además llegó un momento en el que yo también le cogí gusto a todas aquellas conferencias disparatadas y dejé de sufrir por el estado caótico de mi cabeza, muy al contrario, mis charlas comenzaron a ser divertidas también para mí y me resultó imposible actuar ya de otro modo distinto al que lo hacía. Para finalizar esta breve semblanza de mi trabajo, he de confesar mi
Julia Otxoa (San Sebastián, 1953) www.juliaotxoa.net Poeta y narradora, su creación se extiende al campo de la poesía visual, la fotografía, y las artes plásticas en general. Su obra, con más de treinta títulos publicados en poesía, narrativa y narrativa infantil ha sido traducida a varios idiomas e incluida en diferentes antologías de poesía, poesía visual y microrrelato, en España y América. Algunos de sus títulos más recientes:”Taxus baccata”; ”La lentitud de la luz”; ”Un extraño envío”, “Un lugar en el parque” “Escena de familia con fantasma” ,“Jardín de arena” y “Confesiones de una mosca”.
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Relato, poema, dibujos
Amplían su ámbito creativo y, además de Contra la Despoblación, escriben y dibujan contra el COVID-19 y por quienes nos guardan, cuidan y protegen. Ester González firma el poema “Son mis acantilados”, Inma Porcel el relato “Protocolo de emergencia” y Lydia Puertas los dibujos. Las tres forman parte de la Asociación de Mujeres Escritoras e Ilustradoras (AMEIS) que nació hace ya un año y medio con el objetivo de dar visibilidad a las mujeres de la literatura y el arte (estas son sus coordenadas: ameisescritoras@gmail.com , @ameisasociacion). Feliz degustación cultural.
SON MÍOS MIS ACANTILADOS Todas soñábamos campanas de cristal opaco a modo de quesera, para ese olor tan fuerte que desprende el disimulo. Todas intentando cerrar las heriditas con gesto de paisaje, colgadas de su brazo con ojos que no miran nada y ven todo. Habríamos necesitado camiones de yodo, kilómetros de vendas. Todas lanzándonos besos al aire, como nueras al salir de misa de doce. ¿Cuántos golpes hacen falta para un beso así, sin desmontarte, una cara así, que no se resquebraje con el sol caliente y el recuerdo? Pero oigo unos gritos distintos hoy al otro lado de mi nuca. Es la calle. Me decido a pasar por encima de todos los miedos, me lleno hasta las rodillas de su barro pestilente, me sumerjo en el agua helada y hacia delante otra vez. Otra vez. Los músculos tonificados y la piel a prueba de balas de cañón. Hoy sí son míos todos mis acantilados. Ester González (Mérida 1970) Licenciada en Ciencias de la Actividad Física y el Deporte. Vive en Madrid y trabaja de profesora en un instituto de Enseñanza Secundaria y ha sido finalista de los concursos de poesía
Lydia Puertas: Mi nombre es Lydia Puertas. Estudié Bellas Artes en Toulouse. Me vine a España y siempre he seguido pintando, dibujando, haciendo grabado. Ahora llevo años haciendo dibujo rápido con el grupo de Urban sketchers. En este periodo de confinamiento, intentamos ayudar retratando a l@s sanitari@s para darles ánimo y como agradecimiento.
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PROTOCOLO DE EMERGENCIA Pensé que alguien había entrado en casa. Fue de madrugada. Sobresaltado, desperté a Petronila que roncaba como un moloso y le indiqué que se escondiera en el vestidor. Ella abrió un poco los ojos y, familiarizada con el protocolo, que yo mismo dicté para casos de emergencia, obedeció sin hacer preguntas. Alcanzó una manta, y acomodándose entre los abrigos continuó durmiendo. «Bendito sueño el tuyo, mujer», pensé mientras echaba la llave. Permítanme que me presente: soy, Ivan Berengato Manteca. Teniente de la Guardia civil de este pueblo serrano de cincuenta y ocho habitantes, (alguno más en verano), al que fui destinado hace cuarenta años. Aquí conocí a mi señora: Petronila García Rebollo, hija de labriegos, gorda y buena mujer, aunque incapaz de darme hijos, con la que me uní en matrimonio al poco de llegar. Y aquí hemos envejecido, lejos del ajetreo de la urbe; donde uno asiste a cada nacimiento y a todos los entierros y nunca pasa nada, sin que por ello ceje mi celo vigilante. Pues bien, como les iba contando, esa noche bajé las escaleras escopeta en mano y recorrí la casa sin encontrar nada sospechoso. Al cabo de media hora catalogué el asunto de falsa alarma y volví a mi alcoba, dejé la escopeta junto a la mesilla y me quedé dormido. A la mañana siguiente me despertaron los golpes de Petronila que aún permanecía encerrada en el vestidor. Cuando abrí la puerta ella me recibió con la ropa limpia. —¿Qué pasó anoche? —quiso saber. —Nada. Oí un ruido y bajé a echar un vistazo. — ¡Ah, bueno! Me entregó la muda y con un movimiento de cabeza me indicó que me metiera en el baño. Cuando bajé a la salita ella estaba terminando de preparar el desayuno. Encendí la radio y me senté a la mesa a esperar que me lo sirviera. Después pasé la mañana en el cuartel y, como de costumbre, la tarde en el casino. Pasaron los días sin que nada alterara nuestra calma, hasta que la noche del domingo, serian las dos de la mañana, me despertó la tormenta. La lluvia azotaba la ventana haciendo temblar los postigos y temí que las tejas salieran volando. Desvelado, me puse a contar los segundos transcurridos entre el rayo y el trueno, ejercicio que practico desde la infancia, y en ésas estaba cuando oí, otra vez, unos ruidos que procedían de la planta baja, (como de arrastre de cadenas). Recordé que Benito Torres Caídas, empresario de la madera, me había contado que le faltaban unos tablones y mucho temía haber sido víctima de un robo. Salté de la cama y me puse a escuchar detrás de la puerta. El ruido me llegaba nítido a pesar de la tormenta y de los ronquidos de mi mujer. Pese a mis muchos años de ejercicio, jamás me había enfrentado con el delito en su esencia pura y, a mi edad, el
verme obligado a cumplir con mi deber de hombre y agente de la ley, lo confieso, hizo flojear mis piernas que cedían como cuerdas dentro de las zapatillas. —Petronila, despierta. — ¿Qué pasa? ¿Qué pasa?—respondió ella dando un respingo. —Hay alguien abajo. Esta vez va en serio. Escóndete —le dije mirando su carita redonda. Al imaginármela degollada, me embargó un sentimiento de ternura y amor nuevo, porque, aunque burra, mi Petronila había sido la mujer más buena del mundo. Y la empujé hacia el vestidor. Pero ella, esta vez no accedió a mis peticiones y cogiendo la bata salió escaleras abajo dejándome solo entre los ropajes. — Viejo, imbécil. —me pareció oír cuando se cerró la puerta. El terror se apoderó de mí de tal forma, que me desplomé y quedé tendido como una cucaracha, patas arriba, sin ser capaz de darme la vuelta. Cuando reaccionaron mis miembros y pude incorporarme, no sin cierto sonrojo, supe que era mi obligación salir del ropero y socorrer a mi esposa de forma inmediata. Cuál fue mi sorpresa cuando la encontré en la cocina, dándole un tazón de leche a una perrilla canela, que al verme movió el rabo arrastrando una cadena. —No la iba a dejar fuera con la noche que hace ¿no? — ¿Desde cuándo está ese animal en mi casa, Petronila? —Desde que yo la traje a la mía. —Contestó. Volví a la cama y a la mañana siguiente envié una carta certificada a mis superiores solicitando mi jubilación.
Inma Porcel (Granada, 1965). En 2018 publica su primer libro de cuentos, “Otra vez el grillo anuncia el verano”. Sus relatos se han publicado en varias antologias. Algunos han quedado finalistas en concursos de cuentos.
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Historia gráfica
Isa del Cañizo, alias Pedrusquita. París 1993. Fue traída a Madrid, como ella dice, y desde niña ha dibujado. Estudió Medicina, especialidad geriatría. Ha seguido dibujando de manera compulsiva. Le gustan los viejecitos, los peces, los insectos y los pinos piñoneros. Tiene un blog de cómics: pedrusquita.blogspot.com
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Relato: Nunca Jamás
La bofetada resonó como un disparo cuando mi mano se estrelló contra la mejilla de Silvia, que tantas veces había acariciado, besado, amado.
Me asusté, o me avergoncé, o no sé bien qué sentí. Tantas veces habían tronado las bofetadas en casa. Tantas veces me había prometido que nunca, pero nunca jamás me ocurriría a mí, y ahora me ardía la mano. Ella, mi chica, mi novia, mi mujer, trataba de levantarse del suelo como solía hacerlo mi madre. Se apoyaba en la mesa para enderezarse y quise ayudarla, no me dejó. Recogía en su mano el marco de metacrilato con nuestra foto en Punta Cana rodeados de delfines. La volvería a llevar, haríamos un crucero, o reservaría mesa esa misma noche en algún sitio que le gustara, y nunca pero nunca jamás volvería a pasar.
Después vendrían las lágrimas y el perdón, ella iría al baño, la abrazaría, y nunca, pero nunca jamás volvería a pasar.
Mañana frente al espejo, tras maquillarse el moratón, me preguntaría si se le nota mucho, porque no podía dejar de ir a trabajar. Yo le diría que no, e inventaríamos algo, una caída, una ventana mal cerrada, había heredado un inventario interminable para los accidentes. Me miró con los ojos inyectados de sangre, sí, inyectados de sangre, estaban rojos, duros, ajenos, sin lágrimas ni súplicas, y no me dio tiempo a esquivar el marco de metacrilato que me clavó en la sien. Mi madre ha venido a verme. Silvia no. Mariví Antón
Marivi Antón Tetuán, Marruecos 1946. Enfermera jubilada, escritora en activo. Dos novelas auto editadas. Las Estaciones del Olvido, y De cine. Publicaciones colectivas del Taller de Clara Obligado, El ALEPH, y Usted de qué se ríe y en la Antología de Minificción Erótica con Penitencia. Pendiente de publicación de la novela, Nudos Familiares y del I Tomo de la colección, Los chicos de la Bomba de quimio… novela infanto-juvenil.
Lecturas
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EL PUEBLO Sara Medina
Tus amaneceres se iluminaban en la huerta,
cuando los tomates olían y las calabazas se asaban, eras la raíz del mundo y medías no más que un humano. Te aburrías para después sembrar, permitías al solitario darte un abrazo, caminar a tu lado o acompañar a tu sombra. Tenías que escuchar para cambiar de renglón, y si debías hablar, era para decir algo. Te gustaba hacerte cueva a veces, otras subir persianas y ventilar la casa a tu regreso. Tener un balcón con geranios o un patio en el que colgar las sábanas al sol y allí poder cantar tan alto como un pájaro, entrever el paso del tiempo a través de los visillos, escuchar el tic tac de la verdad. En tu pasillo, por las tardes, había espacio para la duda y se toleraba el abismo. La muerte merodeaba por la casa en forma de ser de luz y, si barrías, se iba a pasear por la plaza, silbando, con las manos en los bolsillos. Algún atardecer engendrabas milagros, al mirar el paisaje y, sentirte agradecido de tu pequeñez, único. La tierra no se amordaza, se ara. No fuiste para nacer edificio, ni para ascender a rascacielos. No te dijeron: «asfalto eres y en asfalto te convertirás».
LA CASA HUMANA Hace mucho que las paredes de nuestra casa son de piel, aunque no conseguimos recordar en qué momento empezó a correr sangre por las cañerías ni cuándo comenzaron los latidos de las lámparas. Sin embargo, nos fuimos acostumbrando a recorrer las salas de carne, con pasos cada vez más pesados por miedo a causar heridas, pero era casi imposible no lastimar aquella delicada piel con nuestros torpes miembros Un día mi madre enfermó. Mamá, ten cuidado, le decíamos, pero ella se arrastraba como un trasto viejo sin ningún miramiento. Entonces, una de las cañerías se malogró, y la casa humana comenzó a proferir gritos tan clamorosos, que nos sentimos amenazados. Las puertas se abrieron como fauces hambrientas, y las ventanas nos acechaban por todas las habitaciones, parecía que íbamos a ser engullidos. Mi padre contemplaba aterrado la tragedia, sin poder hacer nada, sin poder mover sus patas de madera y su respaldo de terciopelo, sin poder salvar a mis hermanas que proferían gritos de mimbre.
Sara Medina Poeta y dramaturga, participa habitualmente en diferentes recitales de poesía e imparte clases de escritura creativa. Ha escrito y dirigido dos obras de teatro basadas en textos poéticos de su autoría. Todo mi amor en una noche y Sci Vivere—. Es autora del poemario Como arderá la niebla, publicado en 2015. Ha resultado finalista en numerosos concursos literarios y ha colaborado en la primera traducción al castellano de las poesías de la Premio Nobel Elfriede Jelinek. Sara Medina es miembro de AMEIS. Algunas reseñas de su poemario: http://www.latintadelpoema.com/proverso/2017/09/06/resena/ http://www.letras.mysite.com/srod210117.html
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Casas, bosques, caminos, quietud, pueblos. Las Creadoras Contra La Despoblación de AMEIS vuelven a los territorios ansiosos de repoblación con sus versos, sus prosas, sus cuentos y leyendas, sus magias y embrujos literarios. Es (vuelve a ser) tiempo de lectura (como siempre), al fresco de riberas y manantiales, al fresco de noches estrelladas, a la fresca de tertulias ancestrales en calles y zaguanes hace bien poco vacías y ahora redivivas. Lugares de siempre que han pasado del olvido a ser refugios de vida, sosiego y paz; terapias contra la desazón que alteró planes, proyectos y calendarios; despensas de historias genealógicas en las que avituallarse, ahora, para fortalecerse ante incertidumbres y temores venideros. El Pueblo, La Casa Humana, La Giganta Manev, El Pronóstico.
LA GIGANTA MANEV Aunque nos lo prohibieron, todos sabíamos cómo encontrar a la giganta Manev. Sólo teníamos que seguir sus huellas colosales hasta lo más profundo del bosque. Cuando nos divisaba, decía con su cautivadora voz: Venid, venid, y todos los niños corríamos como locos, hechizados por el espectáculo de su cuerpo. Sus pechos se abrían como ventanas y en el interior podían vislumbrarse dos saloncitos de juegos con toboganes infinitos. La giganta Manev nos facilitaba la entrada tumbándose delicadamente sobre la espesura para no asustarnos. Pero cuando caía la noche cerraba los ojos, y nos dejaba a oscuras. Aunque lo peor no eran las tinieblas. Lo peor eran esos cerrojos que no nos dejaban salir y se convertían en bocas, de las que salían colmillos y lenguas.
PRONÓSTICO
Mercedes L. Caballero Abruptamente inadecuada acuso la reserva de las piedras, hueco de batallas silentes, abrazo de lo abisal. El mandato de un silbido es camino de polvo y reconquista, añoranza extranjera en corazones de pana. Adherida a la inocencia se acomoda la espalda al dibujo de los pájaros, ascenso encubierto de renaceres y muertos. Quietud sonrojada, pronósticos de silencio.
Mercedes L. Caballero Es Licenciada en Periodismo y desde hace veinte años desarrolla esta labor alrededor de la información y crítica de danza, disciplina sobre la que ha publicado varios libros. Formada también en la escritura de ficción ha realizado cursos y talleres sobre feminismo y escritura, relato y poesía. Es miembro de la Academia de las Artes Escénicas de España y de la Asociación de Mujeres Escritoras e Ilustradoras (AMEIS), que quiere visibilizar el papel de las mujeres en la literatura, como lectoras, bibliotecarias, editoras, escritoras etc.
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POEMAS Y DIBUJOS María Villa y María Luisa Cortés, poeta e ilustradora, son las creadoras que nos acercan en esta entrega a los espacios despoblados de la mano de sus poemas y dibujos
Paraíso
Emily Dickinson Detrás de la Colina La Casa de atrás Allí se encuentra El Paraíso
Perder se
entre pensamientos que cavan zarzas entre aguas turquesas que sostienen la niñez. Ser Raíz que mama del árbol que habita en este paraíso que anhelas acunando pájaros tatuados en la piel de un viejo libro que un niño desdentado hojea entre el vacío de sus dedos. ¿Acaso no fui lluvia o escarcha? ¿Acaso no fui dolor que hirió tu piel ajada?
A las afueras A las afueras, una mujer llora golpes de viento tensan sueños la casa de barro en la quietud habita entre el eco Alguien se hunde en esta penumbra, abejas sin consuelo. Llorad, por el vencejo que no sabe volar. Llorad, por el perro cojo que ya no ladra. Caos que fluye entre las escamas que recorre cuerpos. No hay lugar para la alegría en este silencio.
María Villa Nacida en Jaén un 26 de julio del 76, madrileña de adopción, diplomada en Ciencias Empresariales. Escribe poesía y relato breve.
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en el espacio despoblado María Luisa Cortés María Luisa Cortés, ilustradora y miembro de AMEIS.
MI PUEBLO Volví al paisaje de mi infancia, las calles están vacías, regresan miles de risas, el arroyo donde me bañaba apenas lleva agua, la vegetación se adueña de patios y casas, y los animales campan libres. Recorrí el pueblo desierto, ya no queda casi nadie.
SINFONÍA DE FLORES El día amanece lloroso, las rosas coquetas se sacuden las lágrimas, las azucenas derrochan su olor, las delicadas amapolas derraman su sangre entre los trigos y las margaritas se emborrachan de llanto. cada flor aporta su embrujo, el día gris se vuelve un cuadro perfecto.
SOLEDAD Las lilas se abren, la casa continúa cerrada. Las hierbas cubren el patio de hogar vacío Ya no hay risas Ya no hay quien llore a los muertos.
LA PLAZA Cabezas blancas, manos adheridas a un bastón. Una conversación abierta en la plaza, arregla el mundo ajeno. No hay mujeres en la calle, No hay niños, ni gritos ni risas, Retumba el silencio.
Creadoras
56 | C R E A D O R AS contra la despoblación
Bosque, lluvia, tormenta, trueno, rayo, cuchillo, san verso, dibujo. Lourdes García Pinel y Lucía Martín Ba espacio literario y gráfico de Carta Local. Buen viaje a El bosque de las durmientes
Solsticios
Era bello aquel balanceo en medio del claro del bosque. Los pies delgados con esos deditos tan dulces meciéndose hacia un lado y otro como un péndulo de carne. Uno, dos, hasta cien cuerpos de mujeres jóvenes en un movimiento simétrico, perfectamente acompasado, el largo cabello enmarañando sus rostros, los cuellos rotos por el rudo esparto de las cuerdas colgantes.
Y llegó el otoño. Desplegó su melena de hojarasca, sus ojos grises irrumpieron en una lluvia obstinada de goteras y ventanas rotas, y sus bostezos despertaron un aire que casi era viento. A todos nos parecía bella aquella mujer marrón que sembró de melancolía nuestra tierra.
No lo quería creer. De hecho, no lo creí hasta que yo misma encontré aquel claro. No podía ser verdad lo que me habían contado esas mujeres de ojos sombríos y vestidos negros a la puerta de sus casas de adobe. No podía ser cierta aquella historia disparatada y mitológica de que las niñas cuando nacían en aquel lugar no tenían derecho a un nombre. No podía ser que a todas las llamaran de la misma forma áspera y seca "¡Tú, niña!", no podía ser que al florecerles los pechos las uncieran al arado como bueyes para que labrasen la tierra, no podía ser que antes de llegar a la segunda década de sus vidas las casaran ya viejas, las entregaran a hombres de manos rugosas y atroces, que no dudarían en uncirlas a un nuevo yugo, que no dudarían en hacerles hijos salvajemente, hasta que no pudieran más "me decía una de las viejas supervivientes dibujando una circunferencia en el aire con sus dedos ajados", y caminaran hasta este claro del bosque, se anudaran una larga cuerda al cuello, la colgaran del árbol más hermoso, y así, cerraran los bellos ojos para convertirse en una durmiente.
Ya casi nos habíamos acostumbrado a ella cuando enfermó. La mandíbula cuadrada se le afiló hasta convertirse en un cuchillo albino y sus ojos en vez de agua lloraron nieve en copos muy redondos y brillantes. Aquella dama blanca parecía siempre enfadada. Por eso, quizá, rugía frío del que nació un viento rencoroso, que se filtraba a gritos por todas las rendijas. Nuestros padres llamaron a esa mujer invierno. Todas las noches, al amor de la lumbre, los más viejos nos cuentan leyendas de la mujer primavera, rubia como el trigo, la cabellera recogida en hermosas flores. Incluso hay quien asegura que alguna vez conoció a una dama robusta, venida del Sur del Mundo, con la cabeza calva, los pechos enormes agostados por el calor. Dicen que seca la tierra y lanza rayos de sol con sus ojos huecos, pero muchos creemos que eso son cuentos de vieja, que aquí nunca llegará ese fuego ni esa luz ni esas noches plagadas de grillos alegres y luciérnagas que parecen estrellas.
Lourdes García Pinel (Madrid, 1973) es periodista y maestra de Educación Infantil. Ha publicado en varias
antologías, entre ellas “Esas que también soy yo”, en la editorial Ménades y “69: microrrelatos eróticos”, en Altazor. Finalista en III y IV edición de Premio Internacional Museo de la Palabra. Ganadora del concurso de microcuento “Anika entre Libros”. Los dos relatos que fueron publicados en el anterior número de Carta Local, correspondiente a los meses de Julio y Agosto, son también de su autoría. Por un error de la Asociación AMEIS, Asociación de Mujeres Escritoras e Ilustradoras, salieron sin firmar. Sirva esta pequeña nota para subsanar el error.
en solsticio
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ngre, mujer, niña, tierra, yugo…, fuego, lumbre, lágrimas. Prosa, aena son las creadoras en solsticio de AMEIS que firman en este artístico. MEMENTO BAUMAN Lucía Martín Baena Vida líquida entre la lluvia. No podéis condenar la tormenta. No se puede detener el tsunami. Y tras el agua, el sol seca la ropa que tendí ayer. Y yo sigo mojada húmeda como las cuevas dónde no llega la luz. Liquidez tras el cierre. Liquidando gastos. Licuando la fruta de sangre de mi vientre. Estoy sin un duro. Regreso a lo cotidiano como el cadáver al barro. El tronco caído que hace que el agua se estanque. Vuelve a llover. Oigo los truenos desde mi cama, la manta se vuelve pesada y quiero salir al rayo. ¿Qué pensarás tú desde esa otra cama en ese otro sitio? ¿Escucharás el granizo? ¿Irán a morir los pájaros contra tu ventana? PUM, PUM, PUM parecen globos que estallan contra el cristal. Dejan sus vísceras en el suelo, el agua limpia la sangre. El agua limpia el espíritu -y yo que tengo que trabajar mañana-, me seco como la ropa que tendí al sol. Soy una momia en un desierto empapado.
Lucía Martín Baena
Para remediar esta estéril desdicha lleno de lágrimas mis ojos, lleno de lágrimas la habitación, la casa, el vecindario. Tengo que nadar para llegar a la cocina. ¿Y esto es la vida líquida? Lo difícil es mantenerse a flote. Y para no ahogarse en el charco es mejor pesar poco. Preparo un café pienso en ti, no demasiado es bueno querer, pero no demasiado. Y recuerdo ese cuento de Bradbury, en el planeta de la lluvia constante, no quedaban ya ni los colores de las plantas.
Madrileña, nacida en el 94 y graduada en Historia del Arte en la Universidad Autónoma de Madrid, Lucía trabaja actualmente como redactora de cultura para La Sexta Noticias. Su trabajo literario se ha centrado en la poesía y su puesta en escena. Su poemario “Éstas son mis noches” se presentó en la edición 2019 de “Poesía Market” organizado por el espacio cultural Utopía 126 de Barcelona. En él se incluyen ilustraciones realizadas también por su autora, que también realiza collage y poemas visuales. Ha participado en diversos eventos y recitales organizados por AMEIS.
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Mesa y tarde
Escena de tarde, visita frustrada al barrio lejano, a la Isabel Cienfuegos recrea con palabras un escenario q
MUEBLES Ha llamado al timbre del portal. Mira el anagrama junto al cuarto piso, una flor o una rueda. Un símbolo como en los tatuajes. Hay también una palabra que sugiere asistencia, o algo así. En el resto de los pisos solo ve números al lado del botón. - ¡Abre! He traído los muebles, le dice a la rejilla. Suena vacío al otro lado. Tarda en llegar una respuesta. - Espera. Bajarán a recogerlos. No está segura de que haya contestado su hija. El tono decidido, nuevo ahora, y la voz, podrían ser los suyos. No le han dicho que suba. El calor la golpea; un empujón que casi la derriba. ¿Qué hace ella aquí, un domingo de agosto, a la hora de comer? Arde la fachada de ladrillo, el aluminio en el portal, tan feo. Una sábana cuelga de la ventana, con el mismo dibujo y una frase pintada en rojo y negro. “Centro Social Okupado”. Allí vive. Su niña. Por eso ha ido. Para intentar verla. Verla y hablar, saber. No pretende otra cosa. Bueno, comer con ella, eso sí lo ha pensado. Quizá pasar la tarde. Tiene una cena luego. Para ahorrar tiempo, por si acaso, ha venido preparada. Un ves-
tido de seda y maquillaje, sin el que ya no sale. Ahora, con el calor, nota pegajosa la cara. El calor de estos barrios donde no corre el aire. Barrios como los de su infancia, en los que trabajaron sus abuelos, que abandonaron sus padres y que su hija nunca había pisado; niña de escaparates y de facultad. Pero no quiere darle vueltas. Pasó el tiempo de las discusiones. Ya solo quiere verla, sólo eso. Para ello ha urdido la trama de los muebles; algo práctico que le ha hecho llegar por conocidos. Le ha dicho que pensaba tirarlos. Así, como desechos a reciclar, los ha aceptado. Pero ha sido muy ingenua. Recibirlos de mano de su madre no estaba en el trato. Y aquí está, con la mesa metálica de picnic y las sillas plegables dentro del coche. Viejos muebles de su propia infancia, que un día significaron prosperidad. Salir en coche, comer en el campo los domingos. Ella se los llevó al casarse, pero nunca los utilizó. Hasta hoy, para esto. Esto, que no ha valido de nada. Se siente estúpida con la bolsa de plástico, en la que se recuece un pollo asado que acaba de comprar. Metal y pollo.
res. Quizá la gente duerma. ¿Cuánto tiempo va a tener que esperar hasta que bajen? Otros, que no serán su hija, extraños.
El calor rebota entre fachadas. Silencio de la calle sin comercios ni ba-
Podría ir sacando los muebles del coche. Ahora, le apetece terminar
(Ilustración Isabel Gómez Liebre)
Isabel Cienfuegos: (Madrid 1954). Escritora y neumóloga en un hospital público de Madrid. Sus cuentos
se han publicado en diversas antologías. Ganó el V Concurso de Microrrelato del Bistró, de la Central de Madrid (2016), y un segundo premio en el I Certamen de Relato Breve de la Fundación Fomento Hispania (2017). Ha publicado también en revistas nacionales e internacionales. Es autora de dos libros de relatos Mañana los amores serán rocas (Cuadernos del Vigía 2012) y Puntos de luz en la noche (Ed. Ménades 2019). Este último, finalista del premio Setenil 2020.
e compartidas
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a hija que vuela sola, a la mesa compartida con una desconocida… que Isabel Gómez Liebre dibuja… Ésta es la propuesta…
de una vez. Quiere irse a un lugar civilizado, en donde corra el aire. Al ático donde esta noche cenará con amigos, o al centro, lejos de este olor a miseria. ¿A qué juega su hija? ¿Qué pretende? ¿Y con quién?
Isabel Gómez Liebre
En el portaequipajes, la mesa se ha encajado. Tira furiosa, se araña, logra hacerla salir. Saca también a empujones las sillas, y una botella de agua. Deja todo en el suelo. Cierra con un portazo. Quiere llorar, pero no piensa hacerlo. Toma aire, bebe un sorbo. Ya está mejor. Va a dejar todo en el portal y va a largarse. La mesa lo primero. Desplegada en medio de la acera, con la bolsa del pollo encima, sigue inestable y coja, igual que cuando la estrenaron. Desfallece y la furia se aplaca. Abre una de las sillas. Cruje. La lona está muy vieja, quizá no la sostenga. Se tiraría el agua encima para refrescarse, pero no puede ser, la pintura de ojos no iba a resistir. Toma un trago. Va a ponerse mala si no se marcha pronto. Bebe otra vez. Si la dejasen entrar en el portal. El pollo se está recalentando. Abre un poco, retira la tapa de cartón. Un pollo comprado en cualquier parte. Ni bien ni mal. Se dejará comer. Cómo se lo reprocharía su madre. Gastar dinero así. Ella ofreció pollo al ajillo, riquísimo y mucho más barato, en esta misma mesa, mientras su abuela le acusaba también de manirrota por desechar las patas, con las que ella hacía un guiso delicioso. Pollo y reproches.
No sabe si reír o llorar. Se siente culpable sin saber bien de qué. Vencida y sudorosa. Ha empezado a comer sin darse cuenta, con las manos, y gotea la grasa alrededor. No ha oído salir a las mujeres. Una es mayor, o lo parece. Gruesa, muy seria, envuelta de la cabeza a los pies en negro. A su lado, una joven lleva también cubierta la cabeza, pero con un pañuelo rojo, alto y coqueto como un tocado de princesa, ojos muy oscuros de kohl, y vaqueros ceñidos, decisión en los gestos, y que la interroga. - ¿Son los muebles? Le dice, con acento extranjero, señalando, impaciente. Pero a ella no le apetece contestar. Bebe agua, muerde de nuevo el pollo. Acaso debería levantarse, pero no. La chica empieza a recoger las sillas. Hay un fino desprecio en la forma en que se recoloca, impaciente, el borde del tocado. Hasta que la mayor toma por el brazo a la joven y la frena. Abre una silla y se sienta a compartir la mesa. Toma un ala del pollo. Mastica saboreando muy despacio. Roe la piel, los huesecillos, mientras que le sonríe tranquila, dispuesta a compartir la tarde. *Isabel Cienfuegos
: (Madrid 1961). Licenciada en Bellas Artes por la Universidad Complutense de Madrid. Funda y dirige y enseña desde 1999 en la Escuela de Artes Plásticas Isabel Gómez. Mientras continúa trabajando en sus proyectos www.estudioisabelgomez.com . En 2011 funda y dirige junto con Enrique Luengo la Galería Liebre de Madrid, considerada galería de referencia www.galerialiebre.es , participando en Arte Santander, Just Madrid, Estampa o Photo España. En 2016 intensifica la dedicación a su propia obra y presenta el Proyecto Lilliput que se exhibe en el Centro Galileo de Madrid y el Museo de la Universidad de Alicante y en la Sala Meca de Almería. En 2018 Pierre Valls la incorpora en el Proyecto Manifiesto. Actualmente trabaja en el Proyecto QuixotA, que sigue línea con sus anteriores proyectos, buscando subvertir el papel de los héroes, desde una perspectiva feminista.
Lecturas pa
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Una Estancia. Sucede la noche. Un nevado pueblo, al calor de una sala que de pronto se convierte en presagio. Relato, poemas… Lecturas para Navidad de Carmen Peire y Sonia Ald unas navidades como jamás imaginamos que podrían ser, que serían, DESDE QUE TE VI CON LA PATA DE PALO El tío Juan llevaba unas muletas de madera enganchadas al sobaco. Había perdido la pierna en la guerra, por encima de la rodilla. Era gordo e inmenso, o así aparecía a los ojos de ellos, sobre todo si lo comparaban con su abuelo, que abultaba la mitad que él. Era un buda feliz, con unos ojos achinados por sus mofletes. Lloraba de risa y las lágrimas no le caían por el interior de la cara, sino hacia las sienes. Le visitaban en vacaciones de Navidad, cuando iban al pueblo donde vivía la familia materna, en el norte, el sitio más frío y nevado de la península, eso les parecía, en una casa de piedra donde se concentraban todos, el abuelo en la planta baja encargándose del economato de la fábrica de cementos, los demás en la primera y segunda planta. Según entraban empezaban a tiritar y no paraban hasta coger el tren de vuelta. Solo las tardes en casa del tío Juan, con el calor de los diez primos, la salamandra y la humanidad que desbordaba cualquier silla, podían entrar en calor. Allí cantaban su canción favorita, alrededor de él: Desde que te vi con la pata de palo, dije para mí malo, malo, malo, malo… Solía bailar su canción de pie, sosteniéndose sobre su única pierna y golpeando con las muletas en el suelo,
Carmen Peire
hasta que no podía más y caía desplomado en la silla. Así se convertía en el centro de atención, todo empezaba a girar en torno a él y con ello la segunda parte del entretenimiento navideño: ¿nos dejas jugar con el muñón, tío Juan? Entre carcajadas, echando tanto la cabeza hacia atrás que parecía que se iba a caer, se sentaba al lado de la salamandra, se quitaba el imperdible, se remangaba la pernera y aparecía una inmensidad de carne blanca con un nudo en medio hacia adentro, como si en realidad se hubiera tragado el resto de la pierna un agujero negro que todo lo absorbía. A veces pensaban que quien pudiera meter la mano allí conseguiría sacársela. ¡Cuántas veces han recordado aquello, cuántas veces lo han hablado! ¿De qué madera estarían hechas sus muletas que propiciaban aquel juego? ¿Quién podía presumir en el pueblo, como hacían ellos, de jugar con un muñón producido por un obús? Al tío Juan lo envolvía un aire épico, que él se encargaba de alimentar, sobre todo cuando fantaseaba con su participación en la guerra, nunca supieron en qué bando, pero decisiva para salvar a sus camaradas de armas. Lo del obús lo cambiaba de un año para otro. Unas veces fue por salvar a un perro que se había enganchado en una alambrada y allá fue a rescatarlo, porque era amante de los animales. Al año siguiente la narración se centra-
ba en el rescate de un orfanato donde caían bombas sin cesar, y más adelante fue sustituido por el asalto a un almacén de alimentos para dar comida a toda una población. Lo de menos era el motivo y lo que cambiara, lo de más la intensidad con que contaba la historia y cómo gesticulaba con manos y cara, como si concentrara en ellas la inexpresividad de su parte inferior. El broche final era, de nuevo, su canción: desde que te vi con la pata de madera, dije para mí, muera, muera, muera, muera. Le gustaba la caza, el vino y el mucho comer. En aquel pueblo, a lo más que se podía aspirar era a la caza menor, conejos, perdices, patos, alguna codorniz. Tenía un Dos Caballos adaptado, con los cambios en el volante, que usaba para desplazarse y para cazar. El techo era de loneta y solía llevarlo quitado, por lo grande que era y porque le gustaba mirar no solo al frente, también hacia el cielo. Una mañana, mientras conducía, avistó una bandada de patos sobrevolando, el tío Juan no pudo dejar que pasara la ocasión: cogió la escopeta que tenía en el asiento del copiloto, soltó el volante, intentó apuntar y se estrelló contra un árbol. Nunca más volvieron a cantar su canción en Navidades.
(Caracas, Venezuela) Tiene publicados tres libros de cuentos: Principio de incertidumbre, Horizonte de sucesos y Cuestión de tiempo. Ha publicado también una novela, En el año de Electra. Imparte talleres literarios a jóvenes y es colaboradora de la revista Quimera y del diario Infolibre. Pertenece a la junta directiva de AMEIS, la Asociación de Mujeres Escritoras e Ilustradoras. El relato Desde que te vi con la pata de palo está incluido en su último libro, Cuestión de tiempo.
Carmen Peire
ara Navidad
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amandra, mezclando risas que terminan en llanto, al compás de una canción popular
dama, con ilustraciones de Silvia Domínguez. Creadoras contra la Despoblación para que serán… ni en las pesadillas siquiera. SUCEDE LA NOCHE
ESTANCIA Como árbol salpicado
Cesó el viento,
que reside en ramas descalzas,
el zumbido permanece,
me sobrepongo en cada transición,
cesó el viento
soy hoja que habita en este puro otoño.
y nos dejó solos apenas acompañados de la vibración y el elixir del contagio. Las calles siguen mojadas de aullidos y estufas ardiendo, subsisten peces, rincones y exhaustas monedas que
Sonia Aldama Muñoz
(Madrid, 1973). Escritora y politóloga. Publica en 2013 el poemario Cuarto solo, Aflora Libros. Algunos de sus relatos están incluidos en las antologías Cuentistas Madrileñas (Ediciones La Librería, 2006), En legítima defensa. Poetas en tiempos de crisis (Bartleby, 2014), Diez relatos de mujeres (Torremozas, 2015), Servicio de habitaciones (120 pies, 2016), Esas que también soy yo (Ménades, 2019) y Relatos nada sexys (Ménades, 2020). En 2017 publica el poemario La piel melaza, Torremozas. Cofundadora de la Asociación de Mujeres Escritoras e Ilustradoras, 2018. Sucede la noche, Enkuadres, 2020 es su tercer libro de poemas.
no necesitan nada a cambio. Cesó el viento sin aparente arrojo y cobardes mecimos la noche acostumbrada al goce interesado de los cuerpos. Nos deleitamos como discípulos agitados por la incertidumbre y el temblor de las hojas. Gotean nuestras manos sin asidero y vuela el zumbido y desaparece. Escampan las horas dormidas en la desamparada lentitud de los nidos de arena. Regresa el viento y no hay quietud
(Ilustración Silvia Domínguez Hernán)
errantes del viento del norte,
guía ni horizonte capaz de revelar por qué se resiste la deslumbrante negrura del desvelo. Sucede la noche.
Silvia Domínguez Hernán
(Madrid, 1975). Diseñadora floral e ilustradora. Su negocio se encuentra centrado en la realización de eventos en la isla de Mallorca. Ha colaborado con ilustraciones en los poemarios Cuarto Solo (2013) y La Piel Melaza (2017) de la autora Sonia Aldama Muñoz.
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Lecturas de in
Una jaula y un armario, una jaula que recuerda cómo y para qué está hecha lavanda… Son las Lecturas de esta entrega
Carta de una jaula Ya sé que son muchos años. De comida, de agua. De ritmos, de placeres. Ya sé que la captura quedó tan atrás que ya no te acuerdas. Ni siquiera yo. Por eso te escribo, para qué no se te olvide que soy tu jaula. Recuerda que los barrotes están hechos de piel, para que apenas se distingan y que la sensación de libertad sea completa. Han sido muchos años, para elegir, qué se quedaba fuera y qué dentro. Esa fue la tarea más difícil, pero es lo que me ha dado la personalidad que deseabas. Cómo duermes, qué comes, por qué luchas, cómo sobrevives. Me prometiste, cuando te ofrecí protección, adecuarte al tamaño y a la forma que acordamos juntos. Cuando sentías que el mundo era, excesivamente, grande para ti. Sin embargo ahora te asomas demasiado a los bordes. Y mira que estoy hecha a medida. Pero últimamente no sé qué te pasa. Te escribo para recordarte que no voy a dejar que te vayas. Yo soy lo que eres, lo que has sido. Dime, en que te estás convirtiendo y cambiaré.
Eva Manzano Plaza
Eva Manzano Plaza
Nace en Madrid, donde vive y trabaja. Su trayectoria profesional alterna las artes plásticas con la escritura. En 2020 se edita Recetas de lo salvaje pequeño con Thule Ediciones. En 2019 publica Lágrimas, Ed. Pastel de Luna y recibe el premio LiberisLiber por el libro Mitos Nórdicos, Ed. Nórdica, 2018. Se integra en AMÉIS y participa en Esas que también soy yo. Antologa e ilustra Las más extrañas historias de amor, Ed. Reino de Cordelia, 2018 y, durante ese año, coordina la sección de Literatura infantil y juvenil en Gestiona Radio en el programa de Literatura y Compañía. Otros libros publicados son: Lo que imagina la curiosidad, Ed. Libre Albedrío, 2017, Recetas de lluvia y azúcar (14 ª edición), Ayúdame a pensar, ¿Dónde está Babia? (2ª edición) y 82 ojos y un deseo, de Thule Ediciones. Colabora como ilustradora en Me acuerdo, Jesús Marchamalo, Edicionesmínimas. Sus relatos figuran en varias antologías de España, Argentina, Méjico y Perú. Algunos de sus libros han sido traducidos al turco y al chino.
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ué está hecha; y un armario para esconderse que ya no esconde y que huele a naftalina y a
El olor de las niñas malas Naftalina y lavanda. Dentro del armario la oscuridad es de lino y tergal. Mi madre y yo, hechas un ovillo, una junto a la otra, refugiadas en el universo mullido de las mantas y los abrigos de lana. Con la frente apoyada en las rodillas, siento el relieve de mis costras. Tengo facilidad para caerme de la bicicleta. Es domingo por la tarde y escucho la voz del locutor de radio que canta los resultados de la quiniela. Mi madre lanza un ssshhh entrecortado. Aspiro el perfume a violetas de mi trenza que me hace cosquillas en la pierna. Me tranquiliza, no como el olor a betún y alcohol de mi padre. A lo lejos, oigo un golpe seco, quizá la puerta del frigorífico cerrándose y el aluminio de las cacerolas chocando contra las baldosas. —Torpe, inútil, mujer de mierda, a ver si aprendes a cocinar —la voz de mi padre se tambalea como un equilibrista a punto de caer. Tiemblo al compás del cuerpo de mi madre. Tanteo su cara y recojo mis dedos húmedos y salados igual que el caldo de pollo. Mi madre, como si fuera una oración, murmura una receta… limpiar bien las codornices… cortar las cebollas en juliana… añadir laurel y cilantro… Pisadas de botas que se arrastran por el pasillo, vidrios que estallan en el parquet y al grito de «sé dónde te escondes» mi madre vuelve a su letanía… se dejan cocer dos horas y se comen frías acompañadas de verduras. Yo me tapo la cabeza con una falda de pana. De repente, el armario se abre y aprieto los ojos muy fuerte para que la luz no pueda hacerme daño. No me muevo hasta que el aroma metálico de la sangre invade la habitación. Es como chupar un picaporte de bronce. A veces me sigo colando en el armario para recordar a mi madre, nítida al fondo de lo oscuro, envuelta en naftalina y lavanda.
Nuria Sierra
Publicado en “Nido ajeno”, Colección El pez volador, Madrid 2014 En mayo de 2014 se publicó Nido ajeno, su primer libro de relatos en solitario, en la Colección El pez volador. La mujer que vendía el tiempo (Colección Delirios del Taller), ganadora del I Premio de Novela Breve Escritura Creativa Clara Obligado, es su primera novela. Afincada en Sevilla desde 2018, imparte clases de novela en la librería El Gusanito Lector y talleres online de escritura creativa. Más información en www.nuriasierra.com
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Lecturas de
Las creadoras despiertan en este número de sueños de juventud y v
El despertar “I did not sleep, I never do when I’m over-happy, over un-happy or in bed with a strange man.” “No dormí. Nunca duermo cuando soy demasiado feliz, o demasiado infeliz, o cuando estoy en la cama con un extraño.” Edna O’brien Anoche visité mi juventud. Anoche desperté. Compartía una cama muy grande, junto a siete hombres que dormían. Iban calzados, vestidos de traje, con sus camisas blancas. Siete cuellos de nueces altivas, como puntiagudas tráqueas de gallos combatientes. Respiraban hondo, casi a la vez. Ni un espejo en aquella habitación, ni una silla, ni un armario, ni un miserable ventanuco. Sólo ellos y yo y la cama, que olía a mí, y las paredes de techos muy altos, recién pintados con cal. Todos ellos eran hombres hermosos. En el suelo brillaba una lámpara. Me incorporé. Tenía dos a mi izquierda y cinco a la derecha. Mi camisón blanco apenas me cubría las rodillas. Estuve un buen rato estudiando por partes los cuerpos de los hombres. De alguno reconocí las manos, de otro el gesto de la boca cuando esconde palabras, o el perfilado mentón, o unos ojos alejados entre sí, de párpados grandes y redondos, o una piel pálida que se acaricia durante horas antes del amanecer. Pero a ninguno lo podía ubicar del todo en mi memoria, especialmente a los dos que dormían en los extremos de la cama. No obstante, había esa sensación recóndita de pertenencia. De pronto me sobresaltó la voz del que tenía a mi derecha, su tono insolente: –¿Y tú qué estás haciendo aquí? Aun entonces no sabía que esa voz era la tuya. Me giré hacia el de la izquierda, que ahora yacía de costado. Conocía bien la espalda larga, su querencia por acoplarse a mi cuerpo como si solo fuésemos uno. Él simulaba estar dormido. En un momento se sacó las botas de dos patadas, y comenzó a cantar: –Enterré una flor entre tus muslos, Mujer, mujer, mujer, Ya hace mucho que la enterré. No llevaba calcetines, las plantas de sus pies eran rugosas. Me vino a la mente un narciso, la risa de sus ojos, el narciso creciendo de mi pubis. Pero justo cuando yo lo que deseo es besar labios, tú vuelves a la carga. –¿Qué coño estás haciendo aquí?
Y me inquietas, me inquieta la idea de que despiertes a todos los hombres. No te respondo. Beso la nuca del hombre del narciso, saboreo su piel. La flor crece. –No mandas –te digo–, en el mundo de los sueños no mandas. Noto tu irritación, y el aire se hace espeso por el aliento de tanto hombre. Noto que el narciso va a comerse la habitación entera, con todos nosotros adentro y de pronto temo las preguntas, una especie de estallido de hombres que quisieran saber quién fue cada uno para mí. Pero para eso tendría que repensarme siete vidas… –¿Por qué no tuve siete vidas como los gatos? –te grito, indignada–. ¿Eso quieren saber ellos? ¿Eso es lo que tú quieres contar? –Bueno, tendríamos siete historias –respondes, en el maremagnum del narciso cuyos pétalos son terrible, dolorosamente suaves. Y luego añades, no sin cierto odio, con tu estúpida voz de narrador: – Solo que tú, Verónica, nunca supiste amar. Carola Aikin (Publicado en el libro de cuentos Las primaveras de Verónica, Páginas de Espuma, 2018)
CAROLA AIKIN.
Licenciada en Ciencias Biológicas por la Universidad Autónoma de Madrid. Educada entre dos culturas, la inglesa y la española, ha publicado tres libros de cuentos: Las escamas del dragón, Mujer perro y Las primaveras de Verónica, todos en la editorial Páginas de Espuma.
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viajan al verso evocador de una contienda entre hermanos.
De un cielo a otro
que flaquean
en la noche
Una gota de sangre cae de un cielo a otro,
en los cauces sin recodos
del nopal.
deslumbrante.
de la meseta.
Todos interiores
El esqueleto permanece
los mares de este pedrusco
de pie en el enjambre de los alisios
terrestre.
con plumas de sol en el pelo
Cuatrocientos millones lo cruzarán
tornasoladas
a dentelladas
invisibles.
de sueñera
Victor Serge, Manos Como una grieta fumea la mirada. Baraja su astilla clavada de luz. No hay nadie en las arterias. Los aviones laminan el cielo del Jarama seco, trigueño, traslúcido. Hay tanto resol que no se puede tragar. El frío está lleno de animales. Sangre seca en vasijas sin barro con la promesa de un lago quieto de un ancho fruto.
y olvido. Astillados vocablos
No se sale ileso
gritería muda.
de la travesía
Un aljibe hundido:
demorada el alma
atribulada raíz
el hambre inclinada
sin tallo, nada verdea
cumplido el tiempo.
(ningún brote). Millones de seres
Soplamos escamas
semejantes
de peces andinos.
a enramadas secas
Flamean un instante
que no hacen sombra
en el aire.
bajo su pie.
Un cuenco de ruido
Piedras mis padres
abriga el costillar.
piedras mi casa
Se rumia el paisaje
piedras la tumba
de memoria errónea.
para esta extensión de huesos
Cortejo de migrantes
y su soniquete de tinaja
sin exequias
y su reguero de pólvora.
para encender una vida con otra
Nadie alcanza
con pétalos de cal.
el anzuelo en la orilla.
Uno es otro
El frío está lleno de animales.
Peces agrietados
irremediablemente
No hay atajo
de frío
a un lado y al otro
en la noche cuántica.
y superficie.
del cielo.
Gemas salobres
Llamaradas hermanas
embarradas
vienen a abrevar
VIVIANA PALETTA
(Buenos Aires, 1967). Poeta y editora, reside en Madrid desde 1991. En 1986 recibió el primer premio de Poesía en el I Certamen Literario para la Mujer Argentina. Es autora de El patrimonio del aire (2003), Las naciones hechizadas (2010 y 2017) y Arquitecturas fugaces (2018). Su obra está incluida en varias antologías: Ha editado y prologado Cuentos completos de Rodolfo Walsh (2010) y Los peligros de Paulina y otros cuentos selectos de Salvador Garmendia (2015).
Viviana Paletta
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Lectura en
Dos autoras, con su relato y su poema, acercan a quien lo “otro lado”. Y lo hacen desde diferentes perspectivas pasó… lecturas para esta primavera recién estrenada… Flores de sombra A menudo me preguntan si echo de menos el trabajo. Nada, les digo. Vivo como una reina. Aunque últimamente me acuerdo de la gente que pasaba por allí. Del danés —un cliente de esos que te ilumina el día, como dicen los poetas y los cantantes. Y es que era verlo entrar en la peluquería, con su cuerpo fuerte y sus ojos de aguamarina y sentir una alegría que todavía me hace temblar. Tarareaba con la Niña Pastori eso de tú me camelas, me lo dicen tus sacais. El hombre daba los buenos días y se quedaba en silencio mientras le cortaba el pelo. Ni una pregunta cansina de ésas —guapa, menudas ojeras me traes; cielo, ¿cómo es que llevas gafas oscuras aquí dentro?; ¿tienes hijos?, o ¿por dónde vives tú? Yo le regalaba un masaje en la nuca y él respondía con un “gracias” sonoro y una sonrisa. Lo llamábamos Viggo, por su parecido con ese actor que hacía de rey de los elfos, de chófer de un músico americano y ahora, según he oído, de gay con un padre tan insoportable como mi ex. El fin de semana pasado lo añoré… profundamente. Sé que es extraño; nos habíamos tratado poco. Aun así, era grande mi desconsuelo —¡mi deseo! Decidí hacer algo, lo que fuera. Quizás anduviera solo y le agradara un reencuentro. ¿Y si me animaba a buscarlo? La libertad es muy bonita, pero maldita la gracia de vivirla como un alma en pena. El sábado por la mañana me acerqué a mi antigua casa. No me dio pena el SE VENDE en letras negras del cartel naranja chillón sobre el ladrillo feo del edificio. Rabia sí, por los años malgastado en aquel piso oscuro. Pero, a lo que iba… con un poco de suerte, mis prendas más estilosas y juveniles seguirían allí. Me sacudía una antigua excitación. No era cuestión de presentarme ante Viggo de cualquier manera… darle un susto. “Antes desnuda que invisible” —y me refiero a esa ropa infame que nos quieren calzar a las mujeres de una edad, como para que no nos vuelva a mirar nadie. Me fui directa a los armarios del pasillo, tan abarrotados de cosas como siempre. Al abrirlos,
encontré una caja con ropa mía —soy más alta y grande que mi hija, y supongo que no sabrá qué hacer con ella. Escogí una camiseta negra, de tirantes, y un pantalón ancho de algodón con flores amarillas y azules. Qué poco los había usado, con tal de evitar el odioso ¿adónde vas? o, ¿con quién has quedado? Cogí un estuche con barras de labios, pinceles y coloretes. Saqué una polvera y se me ocurrió maquillarme. Quedé menos pálida, como más viva. Qué bien se te ve, me decía una amiga hace poco, pareces otra. Desde luego que soy otra. Ya he cumplido. Sin críos a los que proteger ni marido del que huir. Libre al fin. Sin heridas. Sin miedo. Sin angustia. Feliz como tantas que dimos el paso, aunque nos costara la vida. Serían las ocho y pico de la tarde cuando llegué al centro de estética, después del cierre. Es una buena hora para supervisar las cosas, aunque solo sea por la costumbre. Se me encoge un poco el corazón al colarme en un sitio al que ya no pertenezco. Solo quiero ponerme guapa, dije en voz alta, como disculpándome. Observé las pinzas, las horquillas y los ganchos de diseño del escaparate. Me dieron ganas de coger alguna peineta de fiesta, con brillantitos incrustados. Desde que no me tiño, algo tengo que ponerme en el pelo para no perder esa gracia mía. Me acerqué al ordenador para buscar el archivo de los clientes, pero no tuve que encenderlo… ¡sabía dónde tenía que ir! Yo misma le pregunté una vez a Viggo por su barrio. Me invitó a visitarlo y me dio su dirección completa. La memoricé por si acaso me atrevía. No la había olvidado. Envalentonada, emprendí el camino. Tal vez estuviera cenando y lo interrumpiera. Me di un paseo por la cuesta del Espíritu Santo, y me apoyé en una barandilla, deslumbrada ante el sol rojo del atardecer, envuelto en ese cielo morado que cubre mi pueblo al final del día. Oscurecía, y me sobresalté, alarmada ante la posibilidad de no encontrar a Viggo por el tiempo que estaba perdiendo en aquel rodeo. Aceleré el paso y anduve hasta su barrio. Di con su calle y, al llegar a su casa, me paré delante de la verja. Estaba abierta y entré. Atravesé la
hierba seca, hacia la única ventana iluminada. Estaba abierta, y de ella emanaba una flor de humo. Marihuana. Me sonreí. Viggo yacía en una cama, medio dorm ido. Permanecí allí con la esperanza de que se espabilara. Y él, como si sintiera mi presencia, parpadeó y abrió sus ojos como cristales. ¡Rocío! fue la única palabra que pronunció, como asombrado. ¿Quieres unas caricias en la nuca?, le pregunté. ¿O prefieres que te arregle la barba? Su gesto de sorpresa, su reconocimiento, nuestra emoción… fue de una dulzura indescriptible. Amanecí muerta de placer y de sueño. Me marché con el presentimiento de que recibiría una visita de Viggo. Me apeteció ir a las salinas de la Bahía, y allá fui a disfrutar de la mañana. Qué gusto contemplar las bandadas de flamencos. ¿Estaría allí el que se había escapado del zoo? ¿Andaría cortejando a una hembra? Ojalá, pensé. Y deseé con todas mis fuerzas encontrarme con Viggo aquella misma tarde. Así fue. Me estremecí al verlo avanzar junto a los cipreses, su cuerpo ancho entre las hojas verdinegras, dejando a un lado el cementerio inglés. Traía una maceta de flores que parecían gardenias, buenas para la sombra. La dejó junto mi lápida, y se arrodilló. Le caían lágrimas por las mejillas, apenas audibles, como gotas de limón sobre un plato. Estaba desconsolado, confundido entre la gente que le rodeaba. Son periodistas, solo vienen a grabar unas imágenes, le dije. Van a hacer otro programa de televisión, ¿sabes? A buenas horas. Tantas veces lo conté… No llores, anda. En cuanto se vayan nos quedamos tú y yo solos. Maya G. Vinuesa
Maya G. Vinuesa
nació en Cádiz en 1968. Es profesora de traducción literaria en la Universidad de Alcalá. Ha traducido y ha estudiado la narrativa de varias autoras africanas, entre ellas Amma Darko y Buchi Emecheta. Es autora de la novela “Una habitación en Lavapiés”.
n primavera
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os lee a ese lugar que unos llaman "más allá" y otros, sencillamente, s, la de quien pasa, libre, y la de quien se queda, añorando a quién … HERIDA
(A mi madre, que se marchó dulcemente en un año de adioses inesperados)
Se cerraron las puertas del mundo de repente aquel marzo sin flores ni esperanza de abril ni velos blancos de mayo ni verano. Y nosotros echamos todos los cerrojos de tu casa para intentar salvarte. Debías sobrevivir. Pero resistir no es vivir sin miedo en las espaldas sino seguir erguido y acostumbrarse al peso aunque el centro de la Tierra se empeñe en su trabajo. El triunfo no está en salir ileso, la herida forma parte del binomio que marca el principio y el final de la batalla, después hablarán las cicatrices, memoria del dolor y de la sangre.
Porque volar no es suspenderse en el vacío, es conseguir que las alas se desplieguen capaces de impulsarnos para llegar incluso hasta las nubes sin levantar los pies del suelo. Y tú lo hiciste. Resististe con nosotros. Te asomaste a la ventana y te lanzaste al vuelo de las palmas repletas de agradecimiento. Y venciste Saliste del encierro con alguna que otra cicatriz pero venciste. Triunfaste. Era de justicia que lo hicieras. Pero te esperaba septiembre terco, como siempre, implacable, decidido a no caer en ninguno de los trucos que inventamos para ti.
Vencer es asomarse al precipicio y construir un puente, ignorar la obstinada invocación a la hondonada y cruzar mirando al otro lado mientras continúa viva y seductora la posibilidad del salto.
Inma Chacón
(Zafra-Badajoz), finalista del Premio Planeta 2011, por su novela Tiempo de arena, es Doctora en Ciencias de la Información y Licenciada en Periodismo por la UCM. En narrativa es autora de La princesa india (Alfaguara, 2005), Las filipinianas (Alfaguara, 2007), NICK: una historia de redes y mentiras (La Galera, 2011), Tiempo de arena (Planeta, 2011), Mientras pueda pensarte (Planeta, 2013) y Tierra sin hombres (Planeta, 2016). También ha publicado la colección de relatos, Voces. Antología personal (Editora Regional de Extremadura, 2015), y varios poemarios -Alas (Ellago Ediciones, 2006) y Urdimbres (Ellago Ediciones, 2007), entre otros-. En el campo de la dramaturgia cuenta con obras como El laberinto y la urdimbre (Éride, 2015) o La Baltasara (Antígona, 2018).
Inma Chacón
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Homenaje
No hay juegos de espejos. O sí. “Me voy al lavabo con el v de espejos, pero hay espejos: “…dice mirándose al esp Aparecen espejos, pero hay abuelas, madres, hijas, he Asimetría* Me siento en el sofá, miro la tele. Bebo whisky con hielo, aunque no debería. Cambio de canal compulsivamente, la luz de la pantalla rebota en la ventana. Me hundo en los cojines. Tras unos minutos me paro en un programa. Es la final de un concurso de misses. Veinte chicas, jóvenes y con pocas luces, desfilan en traje de baño. Me inclino hacia adelante para verlas mejor. Las hay rubias, morenas, blancas, negras, de ojos azules, verdes. Son tan diferentes. Y sin embargo, me digo, hay algo que las asemeja. Son esas dos condecoraciones que lucen todas, esas hermanas gemelas, dos cúpulas vaticanas superlativas y simétricas. En conclusión, me digo, dos mierdas de tetas siliconadas y falsas. Levanto el vaso y brindo por ellas. Que gane la mejor. O no, que gane la más tetuda. Cambio nuevamente de canal. Me quedo en las noticias. No os creáis. Porque el presentador está macizo. Guerrashambresdesahuciosmásguerras. ¿Y qué hay de mí? Yo también libro mi propia guerra. Noticias de sanidad. El macizo afirma que hay problemas con ciertas prótesis, su mala calidad las ha vuelto nocivas. Muchas mujeres han solicitado que se las extraigan. Me imagino a decenas, centenares de mujeres con pechos que explotan y quedan en nada. Y me alegro. Que se jodan. Por gilipollas. Levanto el vaso. También brindo a la salud de ellas. Miro el reloj. Es hora de dormir. Me voy al lavabo con el vaso. Preparo la caja azul. Me sitúo frente al espejo. Me quito la blusa. Desabrocho el sujetador. Extraigo de su copa izquierda la pirámide blanda y aterciopelada que hace invisible mi asimetría a los ojos de los demás. La dejo en la caja. Le doy las buenas noches. La quiero y la odio. Observo en el espejo la línea violácea que adorna mi torso.
Ilustración de Antonia Santolaya
Notifica que allí antes hubo alguna otra cosa. Aprieto los ojos. Pienso en misses y cirujanos plásticos. Luego apuro la bebida y dejo que el cubito se derrita, como si le diera la oportunidad al hielo de recordar el agua que había sido. * Asimetría fue galardonado con el 1er. Premio del V Concurso de relatos breves del Diari de Terrassa, Diari de Terrassa, 2014, y se incluye en el libro Cosas que decidir mientras se hace la cena (Ed. Base, 2015). Se encuentra también en la antología Esas que también soy yo, Ed. Ménades.
Maite Núñez.
Escritora y licenciada en Historia Moderna. Premio Internacional de Relato “Tomás Fermín de Arteta” (2007), el “Luis del Val” (2011), o el Premio de Relato Corto “Diari de Terrassa” (2014), entre otros. Libros de relatos propios: “Cosas que decidir mientras se hace la cena” (2015) y “Todo lo que ya no íbamos a necesitar” (2017), ambos en la Editorial Base. Es socia de AMEIS, Asociación de Mujeres Escritoras e Ilustradoras.
Antonia Santolaya.
(Ribafrecha, La Rioja, 1966). Licenciada en Bellas Artes, especialidad Pintura, por la Universidad Complutense de Madrid. Entre 1993 y 1994 estudió fotograbado y fotoserigrafía en Ormond Road Workshop (Londres), además de un curso avanzado de postgraduado en Grabado en St. Martins School de Londres. Desde el año 2000 trabaja profesionalmente como ilustradora de libros infantiles, fecha en la que ganó, en colaboración con su hermana Dori Santolaya, el Premio Apel•les Mestre por Las damas de la luz. Desde entonces ha trabajado con varias de las editoriales más importantes del panorama nacional, como SM, Anaya, Destino, o Santillana. También imparte talleres de ilustración.
es de mayo
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vaso. Preparo la caja azul. Me sitúo frente al espejo”. No hay juegos pejo, preguntándose en el fondo cómo será su vida de jubilada”. ermanas, mujeres… Hay homenajes. La rebotica Mi farmacéutica se ha jubilado. Vino al mundo en una botica rural en 1932. Desde entonces, exceptuando su época de estudiante, siempre ha vivido encima de una farmacia, al lado de una farmacia, o en frente de una farmacia. Tuvo tres hijos, pero no conoció las bajas por maternidad, ni más de cinco días seguidos de vacaciones. Digamos que su profesión era un destino desde la cuna, más que una vocación. Me consta que le habría gustado dedicarse a la judicatura –a la que no podían acceder las mujeres en aquella época- lo cual no le ha impedido ejercer su profesión con la honestidad y dedicación propias de esa generación que lo ha soportado todo. “Creo que no hay profesión que haya cambiado más que la mía. De la rebotica de mi padre, con aquellos morteros, espátulas, y matraces con los que hacíamos pomadas y jarabes, a las
pantallas de ordenador de ahora hay una incongruencia difícil de asimilar”, dice mirándose al espejo, preguntándose en el fondo cómo será su vida de jubilada. En su piso de la ciudad, en frente de la que ha sido su farmacia durante los últimos treinta años, ha montado un pequeño museo de la rebotica antigua. Junto a un pildorero hay una fila de tarros, frasquitos con preciosas etiquetas y carteles publicitarios de remedios que ya no existen (Barachol contra la sarna). Huele mucho a botica nada más entrar en el piso. Es domingo, el día de su cumpleaños. Voy a felicitarla. Parece contenta, tal vez porque su nieta ha empezado la carrera de Derecho y podrá ser jueza o lo que quiera. Está ordenando por alturas unas cuantas probetas de cristal. Tengo el privilegio de poder llamarla “mamá”, pero su verdadero nombre es Anunciación Marcellán Abad.
Cristina Grande. (Lanaja, 1962). Licenciada en Filología Inglesa por la Universidad de Zaragoza. Autora
de los libros de relatos La novia parapente, Dirección noche, con el que fue finalista del Premio Setenil en 2006, y Tejidos y novedades. Fue nombrada Nuevo Talento Fnac por su novela Naturaleza infiel. Agua quieta, Lo breve, Flores de calabaza y Nieblas altas reúnen selecciones de sus columnas publicadas en Heraldo de Aragón, donde colabora semanalmente desde 2002.
Relatos
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En el mes en el que el verano se abre paso llegan a Ca que se fueron y que irrumpen de nuevo cuando el olo nuevo visibles, audibles y palpables. Un automatismo el miedo a una leyenda en la que nadie cree pero que t VACÍO
Veinticuatro de junio
Ando con flores en las manos y a lo lejos te veo plantar el trigo. Mientras corro hacia ti, no para de crecer. Yo tampoco. Avanzo entre las espigas altas, juegas al escondite. Cantas. La cuadrilla de vecinos viene a ayudar antes del amanecer para aprovechar la fresca. Desapareces. Las hoces ensayan el baile propio de la siega. Te veo en la era. Empieza la trilla. Avientan la paja. Te sigo hasta el molino cargada con el grano. Los sacos de harina vuelven ladera abajo hasta la casa de piedra. Te pierdo de vista, pero en la cocina esperas para enseñarme a amasar. Sonríes. Espolvoreas de blanco la mesa y te limpias las manos en el delantal.
Si les preguntas no te responderán. Puede que percibas un cambio mínimo en su gesto, una ligera dilatación en las pupilas, un rictus en la comisura de los labios. Como mucho.
Todo eso, madre, desde que he llegado al pueblo a ponerte estas flores y, al pasar por la única tienda abierta, olí el pan.
Elena Bethencourt
Elena Bethencourt
De Tenerife, filóloga. Primer Premio de “La pobreza en cien palabras” de EAPN España, 2018 y 2019; ganadora de Junio 2019 de “Relatos de abogados” de la Abogacía Española; Ganadora de noviembre 2018 y 2019 de “Relatos en Cadena” de la Cadena Ser; Primer Premio del Concurso de Microrrelatos AMIR, México, 2019; Primer Premio del Concurso de Microrrelatos Redpal de Andalucía; Segundo Premio Certamen de cuentos Madrid Sky; Primer premio de Cuentos de Navidad de Zenda, 2020; Primer Premio del Certamen internacional de microrrelatos de San Fermín 2020; Ganadora Premio Nacional de Poesía infantil Charo González, 2020
Si insistes, negarán con vehemencia que ese día que tú dices, a la misma hora, cada año, desde que la memoria es memoria, la aldea se sumerge en un silencio ensordecedor que ni los perros se atreven a romper. No te dirán que se recluyen en las casas a las ocho en punto. Que cierran los postigos y taponan cualquier resquicio en las paredes. Que acuestan a los niños en las camas de sus padres. Que una niebla pegajosa baja de la montaña y alarga su sombra por las calles. Te dirán que mientes si afirmas que una leyenda habla de una mujer, o de una niña, nadie lo sabe con seguridad. Se reirán en tu cara, te tomarán por loco pero distinguirás el miedo, una vibración entre las sílabas que confirmará tu presentimiento. Y ante tu mirada incrédula te asegurarán que nadie, nadie en la aldea cree en las leyendas ni en las supersticiones.
Elena Casero
Elena Casero
(Valencia, 1954) es Técnico de Empresas Turísticas. Ha publicado las novelas Tango sin memoria, Demasiado Tarde, Tribulaciones de un sicario, Donde nunca pasa nada y Las óperas perdidas de Francesca Scotto. El libro de relatos Discordancias y el de microrrelatos Luna de perigeo.
La Asociación Félix de Martino de Soto de Sajambre nace en 1994 con la necesidad de recuperar el patrimonio histórico y cultural de Soto de Sajambre, un pequeño pueblo de la vertiente leonesa de los Picos de Europa, que proporcionó un oriundo del pueblo, Félix de Martino, que hizo fortuna en México y construyó una Escuela en Soto a principios del siglo XX, dotándola de un material de gran valor didáctico. La Asociación se encarga, entre otros fines, de organizar conferencias, eventos musicales y organiza desde hace 10 años un concurso de microrrelatos anualmente con distinta temática en cada edición. El tema de este año fue “La España vaciada”. Los relatos “Vacío” y “Veinticuatro de junio”, que se publican en esta página, son obra de las dos últimas ganadoras.
de junio
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arta Local relatos que evocan recuerdos, los de los seres queridos or del pan o la nota escrita en el reverso de una foto los hacen de o de la memoria que choca con el de la desmemoria impuesta por todos temen en la aldea cada veinticuatro de junio… Un susurro desde el reverso La foto la encontré en un marco de madera, en uno de los cajones de su mesilla de noche, un par de horas después de su muerte. Permanecí en su casa una semana, junto a mi madre. Aquellos días no salí a la calle, me movía sin rumbo por las habitaciones, entre sus paredes, abriendo y cerrando con brusquedad las puertas de los armarios. Al tercer día, cansada de no poder dormir y algo desorientada, me senté varios minutos en su cama, intenté atrapar sus últimas horas de vida. Me quedé ahí esperando, respirándole, bajo su librería de madera, junto a Camus, Marei, Porter, Kundera, Saramago, Marías, Warthon, Onetti… Murió de repente, sin tiempo para esperar, sin tiempo para despedidas. Murió mientras dormía. Estaba desnudo. Lo incineramos. El cielo estaba azul. Una semana más tarde, con el marco en la mano, fui probando cómo quedaría su sonrisa en los pocos huecos libres que había en el salón de mi casa, y donde el gato no fuera capaz de subirse. Finalmente, decidí que el mejor lugar era junto a sus cenizas. Estaban metidas en una urna color perla. En el tanatorio me dijeron que era biodegradable. Tenía forma de jarrón. No hubo funeral. Tan solo leí unas palabras frente al féretro. Fueron dos párrafos y una poesía de León Felipe que dice que cualquiera es bueno para enterrar a los muertos, cualquiera, menos un sepulturero. Es posible que, al principio, solo recordemos los últimos instantes que compartimos con los que se van. Un gesto, sus ojos, algunas palabras. Luego la memoria va más
allá y volvemos a evocar su vida en sentido inverso. Buscamos en las grietas, en las esquinas y recovecos. Hay momentos en los que siento una irrefrenable necesidad de hablar de él, con él. No es suficiente solo pensarle. Me pregunto en qué consiste realmente un duelo, si en aprender a olvidar o en aprender a recordar. A lo mejor es un poco de ambas cosas. A él no le asustaba la muerte, era, según sus palabras, un mero trámite a la nada. Con la llegada de la primavera, decidí ir al vivero. Busqué un magnolio joven y robusto, una maceta de barro y dos sacos de tierra mezclada con mantillo. Abrí la urna color perla y mezclé sus cenizas con la tierra fresca. Hundí mis manos y mezclé la muerte con la vida. Hoy mi padre es un magnolio y como decía aquel poema, cualquiera, cualquiera es bueno para enterrar a los muertos… Ayer, mientras limpiaba el polvo de la estantería, aquel marco, con su foto dentro, cayó al suelo. El cristal se hizo añicos, la foto escapó, resbaló del marco como resbala una carta bajo una puerta. Me agaché. Con la yema del dedo índice retiré los cristales del reverso y coloqué la imagen en su sitio. Entonces descubrí algo. Eran unas palabras escritas, unas palabras torpes y apresuradas. En ese instante, él volvió a la vida. Pude tocar su cara caliente y arrimar mi mejilla a su sonrisa, una sonrisa que rápidamente se transformó en susurro, un susurro desde el reverso.
Eva Losada Casanova
Eva Losada es Licenciada en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad Complutense. Es profesora de escritura creativa y novela en La plaza de Poe. Con su segunda novela El sol de las contradicciones (Alianza editorial, 2017) resultó ganadora del XVIII Premio Unicaja de Novela Fernando Quiñones. En 2010, su primera novela, En el lado sombrío del jardín (editorial Funambulista, 2014) fue seleccionada como finalista en el LIX Premio Planeta de novela y el Premio Círculo de Lectores 2010 para escritores noveles. En 2004 fue finalista en los Premios Constanti de relato breve. Su tercera novela, Moriré antes que las flores (editorial Funambulista), se publicó en marzo de 2021.
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Destinos de descanso y
Las creadoras de AMEIS nos acercan en esta ocasión a de la infancia, y como lugar de descanso y desconexió y sus juegos, y la casa rural como escape deseado con
¿SABEN LOS PECES QUE SE MOJAN? Por fin me había vuelto a asomar a la balsa de agua, seguramente una de mis costumbres más arraigadas por aquel entonces cada vez que volvíamos al pueblo con el inicio de las vacaciones, y una vez más me fue imposible distinguir nada a través de ella. Esa manía que había adquirido de asomarme a lo putrefacto significaba el anuncio prometedor de un verano diáfano, de modo que solía recibir la visión de esas aguas estancadas con un gesto ambiguo y cargado de dudas, a medio camino entre el asco y la seducción. Muy pronto iban a entregarse mis padres a la tarea de vaciar la balsa para limpiarla a fondo, concienzudamente, y mis hermanas y yo volveríamos a llenarla con el agua helada del pozo, una agua pura, cristalina y fresquísima, y no esa especie de sopa espesa y oscura, tan viscosa, que volvía opaca tu imagen reflejada. Me parecía increíble que toda esa agua turbia pudiera convertirse en el manantial en que me bañaba satisfecha, mientras sumergía los años de mi niñez con la confianza ciega de un pez dando vueltas en círculo por sus paredes internas. Allí metida aprendí a bucear y, sobre todo, a distinguir la quietud líquida del exterior tumultuoso, lleno de gritos, píos y las voces destempladas que daban siempre los adultos, sin que pareciera que fueran a cansarse nunca. El proceso de limpiar la balsa era laborioso y no exento de dificultad: una vez vacía, había que meterse dentro, y luego frotar con un rastrillo de púas afiladas una por una las distintas baldosas de color azul celeste que mi padre había colocado siendo nosotras muy pequeñas. La reforma de la balsa había consistido, entonces, en rebajar su altura y rematar el corte con una hilera de baldosas de color azul marino que nos permitiera entrar y salir sin dañarnos. En su interior había levantado una escalera de tres peldaños hecha a la medida de los mayores, sin duda desproporcionada con respecto a las dimensiones reducidas de la balsa, y ya no digamos las nuestras. Entrar por primera vez en esas aguas blancas al inicio del verano y descender con mucho cuidado por su escalera gigantesca era una operación que podía llevarnos su buen cuarto de hora, y de hecho no era posible hacerlo sin gritar de alegría y nervios y de pura histeria contenida, ni tampoco dejar de atropellarnos entre nosotras, empujándonos todo el rato. Ninguna quería sumergirse la primera en tan gélidas aguas.
Luego, según fuimos creciendo, decidimos que la balsa tuviera peces, así que una tarde de verano fuimos a un estanque cercano que había a las afueras del pueblo acompañadas por nuestros vecinos, y nos trajimos varios pescados del embalse, bastante feos a decir verdad, aunque nadie podía negar que se trataba de auténticos peces, con sus escamas resbaladizas y su color parduzco, y esas branquias incomprensibles que no paraban de abrirse y cerrarse como un fuelle feroz. Esos peces repescados pasaron a ser, a partir de entonces, una prueba indiscutible de lo que tomábamos como vida salvaje. Llevarlos de pronto a nuestra charca de tres al cuarto, aunque los mayores nos insistieran en que su lugar de procedencia era, en realidad, otro depósito de agua más, me llenó por un tiempo de vagos remordimientos. Por mucho que dijeran, aquel estanque destinado al riego de la zona era para mí un verdadero océano con su inmensidad a cuestas y, claro, con sus mismas tinieblas y oscuridades, y légamos y monstruos marinos. Y tormentas impredecibles, como las que había visto fuera de la casa, azotando el jardín, pero también adentro; voraces cambios súbitos e incontenibles que no merecía la pena esforzarse por entender. Al final volcamos en nuestra balsa la cantidad de ocho o diez peces que habíamos conseguido sacar no sé cómo de sus aguas cenagosas. Su procedencia oscura me recordaría a ratos que el destino de esos pescados no era tan distinto del mío; tampoco ellos alcanzaban a comprender cómo iban a sobrevivir en su nuevo hábitat de agua cambiante: fresca del pozo en verano, llena de mosquitos y podredumbre a partir de otoño. Debía contar yo entonces con nueve años. Acabábamos de llegar al pueblo tras el largo invierno, según veníamos haciendo cuando apenas si había dos estaciones, sobre todo para nosotras, niñas de ciudad, y de nuevo me acerqué a la balsa con el empeño de asomarme. Necesitaba
Gemma Pellicer
(Barcelona, 1972) es licenciada en Filología Hispánica y Periodismo por la UAB. Trabaja como editora de textos de ficción y cultiva la crítica literaria en la revista Quimera. Tiene en su haber dos libros de microrrelatos: La danza de las horas (Eclipsados, 2012) y Maleza viva (Jekyll & Jill, 2016). Tiene también un libro de aforismos: Medidas extremas (Renacimiento 2021).
y vacaciones familiares
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al entorno rural como destino de vacaciones familiares recordadas ón de la actividad urbana; la casa del pueblo, con su balsa de agua anécdota añadida…
saber si podía distinguir alguno de nuestros inquilinos agazapado en el fondo, oculto en las profundidades, así que dejé confiada que medio cuerpo se balanceara sobre el filo de las baldosas que ceñían la balsa, pero como no lograba ver nada, terminé incluso por acceder a que una lengua de agua me lamiera el rostro. El último verano había sido diferente. La experiencia de convivir con aquellos vertebrados no había resultado tan gozosa como pensamos, y aunque nos habíamos resignado a compartir con ellos nuestros juegos acuáticos, era evidente que habían dejado de gustarnos. Por no hablar de la complicada operación que suponía tener que limpiar la balsa con los peces dentro, tras renunciar a pescarlos con el agua sucia, tarea que se nos reveló imposible. Uno de nuestros juegos
favoritos había consistido, de hecho, en intentar atraparlos buceando. Al principio fracasamos, aunque no tardamos en descubrir que la mejor forma de hacerlo era mareándolos un buen rato. A pesar de la crueldad de nuestras exploraciones, yo me había preguntado si de algún modo serían conscientes de hallarse permanentemente mojados. Supongo que me convencí entonces de que no, y de ahí que empezara a cebarme en ellos cada vez que iniciábamos un juego. Creo que mi maltrato se alargó sólo una temporada, apenas hasta ese día exacto de principios de verano en que perdí pie y salí chorreando agua sucia de la balsa, con las mejillas ardiéndome ya para siempre, y un sol codicioso insolentándome en mitad de la tarde con sus destellos. Gemma Pellicer
MUNDO RURAL Alguien en la oficina me había recomendado este rústico alojamiento, ideal para desconectar del estrés cotidiano, y enseguida nos organizamos para pasar allí un fin de semana de merecido descanso. En efecto, el pueblo era minúsculo, aunque no le faltaba su bar en plena plaza de la villa. Aparcamos y entramos a preguntar por la ubicación exacta del hotelito. Dos pares de ojos huraños y cejijuntos nos taladraron nada más traspasar el umbral. —Buenos días, estamos buscando la casa rural… La mujer tras la barra masculló: —Eso es donde las livianas. Anda, Venancio, indícales a estos señores. Por un momento nos sentimos confundidos: —¿Las livianas? No, se llama Posada… —Vengan —interrumpió Venancio, que dejó su chato sobre el mostrador y nos acompañó al exterior. —La cuesta esa, al final. Cogimos el coche para subir la empinada pendiente. Cierto, ahí estaba: Posada de Mayka y Bea. Las susodichas nos estaban esperando, sonrientes y cogidas de la mano, en la mismísima puerta. Ana Grandal Microsexo, Amargord Ediciones, 2019
Ana Grandal
(Madrid, 1969) es traductora científica freelance. En Amargord Ediciones publica la trilogía Destroyer de microrrelato (Te amo, destrúyeme (2015), Hola, te quiero, ya no, adiós (2017), Microsexo (2019).Colabora en las revistas La Charca Literaria y La Ignorancia. Toca la flauta travesera en el grupo de rock VaKa. https:// anagrandal.com/ Es socia de AMEIS
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Veranos y recuerdos qu
Las creadoras de AMEIS traen a Carta Local evocaciones; certezas, sensaciones que llegan incompletas a la memoria y d frustración cotidiana que acompaña a los deseos que aun no
ESTUDIO PARA UN VERANO Toda la realidad ajena al oscuro mundo interior por el que acababa de flotar se convirtió en azul. Cielo azul, mar azul y hasta el fino aire que movía los pinos parecía de transparente color azul. No recordaba qué había estado pensando, por qué lugares acababa de viajar su imaginación. Quizá, simplemente, había estado allí tendida, bajo el sol, dejando flotar sus ideas sin lazo alguno: en blanco, en azul, en aire. Se incorporó aturdida, respiró hondo. Todo su ser se inundaba por fin de aquel olor a salitre y a yodo y hasta sus oídos llegaba, en frescas cadencias, el ir y venir de las olas. –Mi vida por esta mañana. Retenerla para siempre –pensó–. ¡Gracias, querido Pan, dios del viento del verano! Miró hacia el montecillo. Era empinada la senda que llevaba hasta la cima, único sitio desde el que contemplar toda la bahía, pero era un reto alegre. Trepó por ella notando la tierra en sus sandalias y cómo las zarzas y el tomillo arañaban sus piernas. Milagro reiterado, la franja del horizonte se hizo de pronto visible entre las matas de lo alto. Cada vez más ancho el azul y más fresco. Gaviotas de vuelo y graznidos. Una chicharra a lo lejos, entre los pinos rezumantes de calor. Bahía y cabos limitando entre sus brazos la ancha extensión del mar. Abajo, en la playa, los amigos. Allí estaban, como había previsto, bajo la carpa blanca, cuyos flecos apenas movía la brisa de levante. La recta raya del chorro de un avión dividía el cielo. (Pero no, no podía haber un avión cruzando la atmósfera allí). Lo quitó ya que sólo quería llenarse de la visión del grupo, de la paz mecida por el rumor del agua. Mirar así, desde lo alto, darse cuenta de la realidad de la imagen, sentirla cierta, oír las voces sin entender las palabras; espiar el menor de los gestos; sentir aquellas presencias entre el aire del mar; sentirlos por fin.
Carmen Frías.
Su primer impulso podría ser correr hacia ellos, sorprender, reír, abrazar… ¡Todo un curso sin verlos! (¿Un curso?, ¿por qué decía “un curso? No, no era esa la expresión. Debería decir “un año”. Un año, esto es). ¡Corten! – gritó de pronto la voz del director en su conciencia– ¡Corten! Y se hizo la luz del flexo, y la mesa, y las cortinas de cuadros y los codos enfundados en la rebeca de lana y los temas abiertos de “Análisis estadístico multivariante”.
Mª del Carmen de Frías García (Carmen Frías) es doctora “cum laude” en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense, Premio Extraordinario y Premio Nacional. Desde que se jubiló en la Administración del Estado, en la que desempeñó altos cargos, se dedica a la escritura (finalista del Premio Azorín por “Ora pro nobis”) y a la pintura.
Carmen Frías
ue no acaban de llegar…
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; algunas son casi vivencias, tan reales como el olor del mar; otras son dejan el poso de la intranquilidad. Se trata en ambos casos de esa pequeña o se han visto cumplidos.
LEE Y DESCOMPÓN LAS PALABRAS EN CURSIVA De repente, tengo la certeza de que yo sabía hacer algo muy bien, excepcionalmente bien, hace mucho tiempo, cuando era una niña. Sin embargo, aunque estoy segura de que tenía una habilidad especial para ello, he olvidado por completo qué era, de qué se trataba, qué sería eso que se me daba tan bien (¿sumar quebrados, cantar en canon, desenredar lazadas, descomponer las palabras en monemas, imaginar planetas, adivinar quién iba a llamar por teléfono?). Me quedo así: ansiosa, expectante, a punto de descubrir algo de mí que puede cambiar mi vida. El vacío que deja esa incertidumbre me hace daño en la garganta y, quizá para compensar, escribo cosas llenas de sentido. Elena del Hoyo
Elena del Hoyo. Elena del Hoyo (Madrid 1968) es abogada y escritora. Ha impartido talleres como profesora de
escritura creativa y de redacción, estilo y argumentación para abogados en la Escuela de Escritores. Ha obtenido algunos premios y ha publicado relatos en distintas antologías y revistas (Antología Premio Poesía de Getafe; Antología XVII premio UNED, etc.)
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Lecturas para e
Regresar del pueblo cuando el verano termina y el otoño ya se anuncia v cuando se imponen la vuelta a la rutina, las jornadas más aceleradas en realidad, esa pausa estival. Otra vida, la de los denominados con el términ Rentería Garita a dos palabras, “dispara” y deberías”, con las que las niña
LO URGENTE ES VIVIR Ya lo decía Fernán Gómez que las bicicletas son para el verano. También lo son los huertos. Después de la temporada estival, las plantas languidecen, se recogen los últimos frutos, los del otoño, y la tierra vuelve a quedar a la espera de semillas y brotes verdes. Muchos, unos más que otros, nos hemos imaginado este último año volviendo al pueblo y cultivando el huerto, nos hemos preguntado por qué nos fuimos de los pueblos, por qué huimos de sus incomodidades y de las tías abuelas viejinas a las que nunca debimos dejar solas. De repente, empezamos a ver con ojos tiernos la tienda del pueblo que cierra a mediodía, a pesar de que no venda la marca de yogures que nos gusta, y a desdeñar los supermercados con sus horarios draconianos para los empleados que tantas veces hemos venerado un domingo a las diez menos cuarto de la noche, cuando recordábamos que no teníamos pan tostado para desayunar a la mañana siguiente. Pero los veranos en los que soñamos cambiar de vida han terminado, y los pueblos, con sus huertos, se han vaciado otra vez. El enamoramiento nos ha durado lo mismo que el atardecer anaranjado y violeta que siempre estuvo ahí pero que nunca vimos (no al menos con estos nuevos ojos pandémicos) y nos hemos dado cuenta pronto de que la imaginación, como el papel, lo aguanta todo, de que los tomates no se recogen solos, de que arrancar zanahorias o patatas levanta polvo, y de que recolectar nueces ensucia las manos de un verdinegro muy difícil de eliminar. Y aunque esto a tu hijo no le importa e incluso le parece lo mejor que ha hecho en su corta vida, a ti te incomoda un poco. Así que hemos hecho las maletas con una mezcla de melancolía e ilusión por volver a la anormalidad que nos espera en nuestro lugar de residencia habitual, abandonando otra vez a nuestra tía-abuela que ya se había acostumbrado a tenernos de vecinos. Porque una cosa es querer cambiar de vida y otra muy distinta es cambiar de vida.
Belén R. García
Procrastinar es un vicio del que es difícil escapar. Dejarse llevar por la urgencia sin acabar de resolver lo importante es tan dulce, tan cómodo abandonarse al abrazo de oso de la zona de confort. Salir de ella (cambiar tu vida) precisa de haberse rodeado de grandes maestros en sacar los pies del tiesto o de una fortaleza a prueba de ruido ambiental, no de las cosechadoras que se dirigen a finalizar el ciclo de vida del maíz, sino de otro mucho más sutil, el de las voces que atosigan para que todo siga igual. Y aunque tu hijo haya fabricado un camión de veinte ruedas con el que trasladar tu casa de la ciudad al pueblo, a un pueblo, a cualquier pueblo, tú solo miras de reojo un hipotético plan B cuando ves como el A se desmorona, pero sin atreverte a dar el volantazo que te saque disparada de la rueda, porque llevas toda tu existencia haciéndola girar por inercia sin ni siquiera saber dónde está ese volante. El verano que en junio parecía que no acabaría nunca lo ha hecho, y ha llegado septiembre y los meses con “R”. Se acabaron los paseos en bici y los atardeceres largos; ha comenzado el otoño, el viento y las hojas secas. Las noticias nos recuerdan que hace unos años sucedían cosas algo que ahora no, como si una mano burlona hubiera detenido la película que habíamos grabado en nuestro imaginario y hubiera empezado a rebobinar a cámara lenta. En este tiempo de pause regalado, en el que poder detenernos en los matices para captar mejor los detalles de nuestra propia existencia, nos impacientamos por conocer el final, por pasar rápido este duermevela que ya no es dormir, resolver lo urgente procrastinando lo importante, haciendo planes ilusorios en alfabeto rúnico que ni tú misma te crees, quieta, a la espera de que un estruendo te despierte, mientras tu hijo, para el que lo trascendente es este momento, se despide del huerto de malas hierbas que con mimo ha cultivado este verano y te preguntas casi con vértigo: ¿y si vivir fuera esto?
(León, 1974), es ingeniera de profesión y escribe por vocación. Ha publicado algunos relatos en diversas antologías, la última “Relatos nada sexis” (Ménades, 2020) y recientemente ha recibido el accésit del certamen de microcuentos José Luis Balbín. También ha llevado a cabo el proyecto fotográfico “Objetivo: Birmania. Canciones infantiles” con imágenes de Myanmar.
Belén R. García
empezar el otoño
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viene acompañado de la melancolía por modos de vida más tranquilos que desaparecen n las que lo urgente antecede a lo importante. Belén R. García se pregunta si vivir es, en no maya “K’uub, quienes nos entregamos totalmente”, nos acerca de la mano de Cristina as k’uub aprenden a perder el miedo y a defender su mundo. Feliz lectura.
DEBERÍAS En el pueblo K’uub, quienes nos entregamos totalmente, la primera palabra que las niñas aprenden es dispara. Sus padres, guerreros fuertes y valerosos, las educan hasta que hayan de irse la guerra, como todos los hombres y jóvenes capaces de soportar el peso de la nostalgia. Las niñas aprenden de sus padres a usar el arco y la flecha, a no llorar ante lo desconocido, pero también aprenden el placer del baile, de hacer música soplando caracoles e, incluso, a distinguir, debajo del agua y con los ojos abiertos, a los peces buenos de los malos. La noche antes de partir, los padres toman el rostro de sus hijas y les dicen: —Cuida de tus hermanos, de tu madre. Y si la guerra viene y ves hombres como yo, dispara. Las niñas entienden que son la única esperanza que tiene el pueblo K’uub, quienes nos entregamos totalmente, de continuar con su mundo; sus madres, también. Por eso, les enseñan una mueva palabra: deberías. “Subir esa montaña alta”, deberías; “sentir los pelitos de la tarántula”, deberías; “reír tanto que la vejiga se te derrita”, deberías; “amar con el corazón abierto, no importa si ella o él”, deberías. Las madres de las niñas K’uub les enseñan a perder el miedo porque, al llegar la batalla, sólo recordarán todo aquello a lo que se atrevieron: deberías. Y esta es la gran lección que algún día te daré a ti, mi querida niña. Cristina Rentería Garita
Cristina Rentería Garita
es Doctora en Economía, Sociología y Política Agraria por la Universidad de Córdoba (UCO). En 2016 recibe la Mención Honorífica en el Premio Nacional “Dolores Castro” para literatura hecha por mujeres (México, 2018). En 2020 publicó su primera obra de ficción, Juan y los Murmullos (Ediciones Azimut, Málaga), finalista al Premio Andalucía de la Crítica.
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La comarca
Paloma Ulloa y Carmen Vega nos acercan a una nueva entrega de lectura pinceladas de prosa llena de poesía que abren la imaginación del lector. So un universo contenido en las palabras.
La casa de los niños perdidos Amanece. Ágata se revuelve a mi lado. Empuja mi mano con su testuz de leona mansa. Sabe que ya estoy despierta y que no tardaré en recompensar su ternura con una caricia. La casa aún está en silencio. Huele a café. El aroma caliente y denso se filtra por debajo de la puerta. Un pequeño regimiento espera su rancho. Los baños trabajan a toda marcha. Me gusta mucho mi vida. Hace un puñado de años no hubiera podido decir lo mismo. Cuando murió Raimundo me quedé como en suspenso. El suelo desapareció bajo mis pies. Los días goteaban sobre mí con el desaliento de la clepsidra que se repite a sí misma taladrando la paciencia del tiempo. Querían que tomase antidepresivos. Pero yo lo que necesitaba era arrancarme la resignación y ponerme en pie. La casa se me caía encima. El pueblo, moribundo, se desplomaba sobre mí erosionándome el alma. Había dejado de ser una mujer joven para convertirme en una esposa. Después dejé de ser una esposa para ser madre. Y, finalmente, dejé de ser madre para transformarme en viuda. Recuperada mi “primera persona del singular” y a mis eternas amigas de la infancia, no estaba dispuesta a esperar pacientemente a la muerte. Me sentía rebelde. Nuestra primera aventura comenzó a bordo del viejo coche de Raimundo. Devorábamos kilómetros como no lo habíamos hecho cuando éramos jóvenes. Lo mismo íbamos al pueblo de al lado a tomar un café que nos marchábamos a la capital para ver una película de estreno o una obra de teatro. Pero pronto eso también nos supo a poco y una tarde transgresora abrimos unas botellas, se nos subió la imaginación a la cabeza y comenzamos a soñar: “¿Por qué no nos lanzamos al vacío y abrimos un negocio juntas, aquí, en el pueblo?” dijo Amalia.
“Yo lo que quiero…- dije entre hipos - es acoger a niños perdidos.” - Se hizo un silencio denso y me sentí obligada a seguir hablando - “Nuestro pueblo se muere. El próximo año tal vez cierren la escuela. Los jóvenes se marchan porque no tienen esperanza. Ha llegado la hora de que tomemos las riendas.” “¿Estás hablando en serio?” Preguntó Lucía a medio camino entre el entusiasmo y el terror. “Sí. Estoy harta de ver en las noticias a todos esos niños sin hogar que llegan a España solos, buscando un futuro. Estoy cansada de ver las condiciones de hacinamiento en las que viven mientras toda esta tierra que tanto hemos amado se va quedando vacía y sin esperanza”. Muchos días después, cuando los vapores del vino ya se habían disipado, Amalia, Lucía y yo, continuamos madurando nuestra idea. Al principio todo estuvo en contra. Se mascaba una epidemia de pánico en el aire: la alcaldesa, el Delegado del Gobierno, el Presidente de la comunidad autónoma, el cura, todos tenían miedo. Nuestro pueblo se moría. La comarca languidecía resignadamente, pero ellos temían a una docena de niños indefensos. No nos rendimos. Llegamos a Madrid. Hablamos con todos aquellos que quisieron escucharnos. Nos concedieron unos exiguos recursos humanos con los que comenzar nuestra aventura. Invertimos algún dinero en adecentar este caserón. Organizamos los cuartos. El comedor. La pequeña sala de estudio. Hicimos los baños. Sobrellevamos con paciencia las inspecciones, los rechazos y las demoras hasta que se les agotaron las excusas. Los primeros en llegar fueron Fernando y Ornella, los responsables oficiales del albergue. Él había nacido en Angola. Ella en Venezuela. Se habían curtido en centros de acogida desbordados y no estaban dispuestos a rendirse.
Paloma Ulloa Nacida en Yverdon-les-Bains (Suiza) en 1968, publicó su primera obra infantil en 1989 con la editorial
Escuela Española. Después llegaron libros como “Madrid al detalle” (Editorial Complutense), “Cuaderno de viaje”, “Alma de juguetero” (Buchmann), “Las Novias de Travolta” (Ediciones B, Uruguay) o “Papel, papel y tinta” (Talentura). Autora de títulos infantiles como “Las adivinanzas del Rey del mar” o la saga “Manuela”, editada bajo el seudónimo de Katja Clever, se ha adentrado también en la creación y la adaptación teatral. (www.palomaulloa.net) (palomaulloa.blogspot.com).
que renace…
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as de otoño. La primera de ellas, un relato de esperanza y renacimiento; la segunda, dos on las propuestas que llegan con estas dos creadoras, la literatura que habla en femenino,
Con ellos desembarcó Moussa. Serio. Callado. Con sus grandes ojos negros como azabaches punzantes. Había atravesado el Estrecho en un cayuco y había perdido a su hermano en el mar. A su lado, Jessica, algo mayor que él, lo llevaba a todas partes de la mano. No lo dejaba solo ni a sol ni a sombra. Unos días después recibimos a los demás. En total una docena. Los primeros días fueron al colegio casi en silencio, conscientes del rechazo y la extrañeza que provocaba su presencia. Pero pronto sus voces se fundieron en los juegos de la plaza y en las lecciones. El pueblo se deshizo de sus prejuicios y se habituó a sus pieles diferentes y a sus juegos de otras tierras. Gracias a ellos regresaron a nuestras calles los Reyes Magos, los monstruos carnavalescos, los cabezudos y las fiestas patronales. A lo largo de los años fueron muchos los niños perdidos que crecieron en nuestro refugio y en otros que comenzaron a abrirse, perezosamente, en toda la comarca. Nuestra generosidad se vio recompensada con las inversiones al desarrollo por las que tanto habían suspirado algunos políticos locales. Mejoraron las carreteras. Alcanzamos la digitalización que parecía imposible unos años antes y, al amor de aquel progreso se abrieron la huerta biodinámica de Pablo; la cabaña ganadera de Gloria y el turismo rural sostenible de la cooperativa municipal. El colegio no se cerró, incluso se crearon aulas virtuales para los estudiantes más mayores. Se reabrieron el consultorio médico y el bar; y se inauguraron el cine de verano y la almazara. El tiempo nos dio la razón. Los niños crecieron felices. Algunos se marcharon para siempre. Otros muchos se quedaron e hicieron aquí su vida, como Moussa, nuestro médico; o como Aanisa que logró instalar en el pueblo un pequeño laboratorio de investigación y recuperación de especies botánicas en vías de extinción. Bajo las escaleras. Oigo el griterío en el comedor. El entrechocar de la loza. Las últimas carreras antes del desayuno. La vieja Ágata me escolta pacientemente, casi ciega, pegando a mi mano su testuz de leona mansa. Mi pueblo sigue vivo y mis niños, nuestros niños, los niños que abonaron el pasado, ya están sembrando las cosechas humanas del futuro. Paloma Ulloa
El punto desvanecido Amigo, admite que te diga que todo es falso, como la Vía Veneto de La dolce vita, como el adagio de Albinoni, como mi sombra en la pared, como la mano que abre el torno para dar dulces. Amigo, permíteme que te diga que todo puede ser tan verdadero como el ángel que guarda mis palabras bajo la almohada. Carmen Vega
Zozobra Entre los lilos, despertó de un sueño de cristales imantados por la zozobra y el desconcierto. Ayer aún podía erguir su cuerpo, pero eran tantas las tormentas y flores secas que sostenía en sus manos que la cobardía le atravesaba el pensamiento, cada día una batalla, cada hora un desatino, cada minuto, un minuto, y así, con un traje de huesos húmedos y los bolsillos llenos de canicas deslucidas, se levantó, apretó el paso y se perdió entre palmeras salvajes. Carmen Vega
Carmen Vega
(Pinos Puente, Granada 1953) Cursó estudios de Arte Dramático, Fotografía y Cine, decantándose finalmente por el cine, operando en el campo de la crítica, organización de muestras y festivales, producción, exhibición y distribución. Ha publicado relatos en las Antologías de nuevos narradores “Historias para leer en el metro”, “Un lugar donde vivir” y “Apenas unos minutos”, “Esas que también soy yo “; en las revistas literarias “Cosa Nostra” y “Massaconfussa” y en el portal Los noveles.net. En 2003 gana el Primer Premio de Hiperbreves de la Feria del Libro de Madrid convocado por la Editorial Páginas de Espuma y literaturas.com. En 2008 publica en solitario “La navaja de Buñuel” (ed. Cuadernos del Vigía) y en 2018 “Cuaderno de conversación” (ed. Devenir).
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Lecturas a la pu
La idea inspiradora de Filípides que trae final feliz en el relato de Hort construida por Lucía García, llegan a las páginas de Carta Local. Autora forma a las lecturas a la puerta del invierno.
Filípides El director de la agencia movía la cabeza de un lado a otro, como negando lo que acababa de suceder—. La realidad supera la ficción y lo de hoy es un buen ejemplo... ¿No habíais dicho que era la becaria y venía solo de oyente? Subía y bajaba los hombros como un autómata, con las palmas de las manos hacia arriba sonriendo. —Creo que estamos todos igual de atónitos que tú— intervino la jefa del área de negocios— Bendita locura la que consigue una cuenta como la que acabamos de cerrar. No tenía ningún derecho a intervenir en la reunión pero, hemos de convenir que hoy se nos ha aparecido la virgen —esbozó una pícara sonrisa—¿O ha sido un Ángel de la Guarda? Estallaron todos en carcajadas. —Hemos estado bien cerca de perder al mejor cliente de nuestra historia pero, milagrosamente, ¡han firmado! –continuó el director—. Cuando habíamos agotado todos nuestros argumentos y estábamos a punto de tirar la toalla, aparece esta criatura desde no sé qué rincón y empieza a explicar su loca idea… Si no lo veo no lo creo… Llevaban más de dos años trabajando para conseguir una cita con Easyrunning, una de las marcas más codiciadas por los publicistas de todo el país. Y, tras mucha insistencia, y gracias a unos muy buenos contactos, finalmente los responsables de esa compañía habían accedido a visitarles en sus oficinas para valorar una propuesta de campaña sobre su último diseño de calzado deportivo, su producto estrella. La agencia se jugaba su futuro, estaban de deudas hasta las cejas y las grandes marcas contrataban expertos en publicidad mucho más modernos y originales que ellos. Todo el equipo se había esforzado mucho en trabajar una presentación impecable.
Hortènsia Galí Pérez
Llegaron a la hora acordada, puntualidad británica, de cortesía forzada, hierática. Sus caras eran el reflejo del no rotundo con el que iban a zanjar un puro trámite del que no habían podido zafarse. Desde el mismo instante en que comenzó la presentación que la agencia les tenía preparada, ya se palpaba en el ambiente que la cosa no iba bien, nada de lo que les mostraban parecía gustarles. —Esta becaria… —dijo la responsable del departamento creativo— Os juro que esta me va a oír. El propio director le cortó las alas. —Ni se te ocurra decirle nada, te recuerdo que gracias a este contrato volvemos al mercado por la puerta grande. Se levantó de la silla y los demás hicieron lo propio, mientras iban recogiendo todo el papeleo que había quedado extendido por la gran mesa de la sala de juntas —Venga, pedid unas botellas de cava que esto hay que celebrarlo —dijo—pero esperemos a que regrese la becaria… ¿cómo decís que se llama? Desde luego la idea es original. Una estatua descalza… ¡qué bueno! Se abrió la puerta y una joven menuda hizo el gesto de entrar. Sus ojos azules pasearon su vista por la estancia. —Perdón, ¿puedo pasar? Lo siento —dijo tímidamente— han querido que les acompañara hasta la salida y me han entretenido un poco. Estaban muy contentos y seguros de que sus nuevas zapatillas para correr van a tener un lanzamiento de impacto. El director juntó sus manos, y comenzó un sonoro aplauso al que se sumaron los demás. —No te preocupes, muchacha, reconocemos tu talento, nos has dejado con la boca abierta.
es periodista, con una trayectoria profesional de más de 30 años en el diseño y dirección de revistas. Experta en comunicación y profesora de oratoria en EAE (Universidad del Grupo Planeta) y la UIC (Universidad Internacional de Catalunya).... Forma parte del grupo de periodistas Ramon Barnils, del grupo Moviment Barcelona y pertenece a la junta directiva de la ACP, Associació Catalana de Professionals. Integrante del grupo de escritores Bala de Plata; presidenta del Jurado del Premio Internacional de Narrativa Marta de Mont Marçal para mujeres escritoras; Jurado del Premio Ficcions para jóvenes y directora de la revista literaria gratuita, online, La Página Escrita, creada por las fundaciones Jordi Sierra i Fabra para el impulso de la literatura.
uerta del invierno
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tènsia Galí, y el choque de realidad que acaba con el sueño de la relatora protagonista as y personajes principales son mujeres que hacen historias, historias que, a su vez, dan
Se fueron acercando a ella uno a uno, para abrazarla, darle unas palmaditas en la espalda, un guiño de aprobación... El cava estaba sobre la mesa a punto para el brindis. La becaria se ocupó de abrir las botellas y servir las copas. —En nombre de la agencia – levantó su copa el director y acalló el murmullo de la sala con sus palabras—brindamos por nuestra joven becaria que desde hoy mismo pasará a formar parte del equipo de creativos de esta compañía. ¡Felicidades! Por cierto… ¿Filípides? ¿De dónde has sacado esta idea? La joven, con un perceptible rubor en sus mejillas, sonrió, levantó ligeramente sus hombros y respondió con un hilo de voz. —He visto que se nos iba el cliente y, de pronto, he recordado a un amigo deportista al que veo a menudo. A él le encanta correr y… no sé, ha sido un impulso. Caía la tarde, era ya esa hora en la que salir a pasear por las calles medio desiertas y refugiarse bajo la suave luz de las farolas de la ciudad era el mejor momento del día para Ángela. Se sumergía entre los arbustos del parque hasta llegar a una pequeña plazoleta donde cada noche se encontraba con su amigo. —¿Te ha ido bien? —Sí, mucho. —¿Qué llevas en esa caja?
Revelación* Ha salido a la azotea a fumar en el atardecer. Lleva por aureola el humo de un cigarro, y por vestido, unas medias medio rotas. El príncipe azul resultó ser una rata descubierta en el primer polvo. En vez de cantar mientras limpia con ayuda de sus pájaros, maldice al amor. Vive en un piso compartido porque no tiene dinero para ocuparse de un castillo. Una botella de Whisky y Nirvana como banda sonora son su versión del vals y el brindis con champán. El hada madrina dejó de contestarle a los mensajes, la magia se esfumó con un beso, al conocer a un caballero que no tenía ganas de luchar. Tiene como reino una ciudad hipócrita, llena de espejismos, felicidad excesiva y engaños revestidos de manzanas envenenadas en forma de corazón “Dime idiota ¿Dónde está mi final feliz?”, se pregunta resignada mientras decide salir a matar dragones ella misma. *Incluido en la antología Esas que también soy yo. Editorial Ménades 2019.
—Quita, no seas impaciente.
Lucía García
—¿Es para mí? ¿De verdad? —Claro, querido, son tuyas. Espero haber acertado la talla. —Gracias. Podré correr como siempre he soñado. Se calzó las zapatillas y desapareció a toda velocidad, dando grandes zancadas sobre el viento. Ella se quedó unos minutos más disfrutando del suave olor de los jazmines de la pequeña Plaza de los Juegos Olímpicos. Una placa metálica sobre un pedestal vacío rendía homenaje a Filípides, el héroe griego que inspiró uno de los mayores acontecimientos deportivos, la Maratón. La luna lucía espléndida. Hortènsia Galí
Lucía García
nació el 18 de octubre de 2000. Vive en Madrid estudia Literatura General y Comparada en la Universidad Complutense. Tiene un blog llamado La Caverna de Lu en el que sube reseñas. Empezó a escribir a los ocho años y asiste a talleres de escritura creativa para jóvenes desde los 16. Forma parte de AMEIS y de la revista literaria Fuego En Notre-Dame, perteneciente a la Facultad de Filología. Ha participado en dos antologías: “Esas que también soy yo” (2019), publicada por Ménades Editorial, y “Las cerezas también sangran” (2020), publicada por Ediciones Evohé.
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En recuerdo
La narración de la abuela cuidadora de sus nietos llega, en esta edición d Escritoras e Ilustradoras, AMEIS, “rinde un homenaje a la escritora Almu para la antología Esas que también soy yo, publicada en el año 2019 por la prolíficas de los últimos años, que se ha convertido en un referente, no so pueda vivir de la literatura y de la venta de sus libros, gracias a que supo admiración y como convencimiento de que seguiremos en la medida de nu
El cansancio de la abuela Pero a su hija no se lo iba a decir. Eso nunca. Ahora que tenía mucho tiempo para pensar, dedicaba buena parte del día a analizar aquel fenómeno, pero no era fácil. Durante muchos meses no había mentido. Decía que estaba muy cansada porque estaba muy cansada, le pesaban las piernas, le faltaba el resuello, se agotaba por las tardes, al subir por la escalera de su casa. No estaba arrepentida de ayudar, pero su cansancio se obstinaba en no tener en cuenta su buena voluntad. La cuestión de la comida no entraba en el balance. No era lo mismo cocinar para una sola persona que para cuatro, pero aunque su hija no le hubiera mandado a sus hijos a comer todos los días, habría tenido que bajar a la calle a hacer la compra igual. Algunas mañanas, cuando se levantaba de peor humor, argumentaba que sí, pero que ella, con una ensalada y un filete a la plancha habría tenido bastante. Otras, cuando el sol que entraba por la ventana entonaba con su espíritu, pensaba que, gracias a sus nietos, había vuelto a comer bien, legumbres, y guisos, y pescado, desde que se quedó viuda. Todo dependía de su ánimo, que en su juventud era una condición tan estable, tan sólida y permanente que ni siquiera se daba cuenta de que existía. El paso del tiempo lo había vuelto frágil, caprichoso, tan endeble como sus huesos, la posibilidad de una fractura que pendía, como una perpetua espada afilada, sobre un cuerpo aún vigoroso que en cualquier momento podría dejar de serlo. La verdad era que no se había caído, pero había tenido que subir y bajar demasiadas escaleras como para estar tranquila. La culpa era del fútbol, los dichosos partidos de sus dos nietos mayores, el suplemento de esfuerzo de los martes y los jueves que había originado la mejor de las noticias. Después de tres años en paro, su hija había encontrado trabajo. No se adaptaba a su currículum, el horario no era bueno y el salario aún peor, pero al sumarse al sueldo de su marido, había
vuelto a alcanzar para pagar actividades extraescolares, dos clases de fútbol a la semana para los mayores y un aula de formación artística para la pequeña. Antes de decidir, su hija le había consultado. Si pagaban el comedor, el dinero no iba a dar para tanto. Entonces, ella no vaciló. El colegio estaba muy cerca, no le costaba nada ir a buscarlos, hacerles la comida y llevarlos de vuelta después, ella se encargaría de todo. Eso dijo cuando aún no sabía lo que era todo. Y la verdad era que el arte le resultaba muy cómodo, pero el deporte la había traído a mal traer durante todo el curso. Porque no eran sólo las escaleras de acceso al polideportivo, eran todas las que tenía que subir y bajar para perseguir a su nieta, que se aburría y no se estaba quieta. Y los bocadillos, los zumos que tenía que acordarse de guardar en la nevera para que no se calentaran, la ducha del pequeño, que no sabía enjabonarse solo y la llamaba, para que le ayudara sin soltar a su hermana de la otra mano, y el camino de vuelta de dos niños cansadísimos, que se paraban, y remoloneaban, y lloriqueaban como si ella tuviera tres cuerpos, seis brazos en los que transportarles. Cuando su madre venía a recogerles, se habían quedado fritos encima del sofá, y volvían los llantos, las quejas, una crisis que a menudo la obligaba a volver a ponerse los zapatos y salir de su casa para acompañarles a la suya. Los días de fútbol, a la hora de cenar, estaba tan agotada que a veces se saltaba la cena y hasta el capítulo de la
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o y homenaje
de Carta Local, como recuerdo a Almudena Grandes con el que la Asociación de Mujeres udena Grandes, fallecida recientemente, con este relato que tan generosamente nos brindó a editorial Ménades. Almudena Grandes ha sido una de las escritoras más emblemáticas y olo de la memoria histórica, sino también de la posibilidad de que una mujer, en este país, cultivar una pléyade de lectores fieles. Sirvan, pues, estas líneas para mostrarle nuestra uestras posibilidades, la estela y el camino que ella ha abierto para muchas de nosotras.”
novela que había grabado, porque ya nunca podía verlo a su hora, y se iba derecha a la cama. Pero los cursos escolares duran nueve meses, y las extraescolares ni eso. A mediados de mayo, sus nietos empezaron a salir del cole a la hora de comer. Dos semanas más tarde, los tres se habían marchado a una granja escuela, donde estarían casi un mes, cansando a otros monitores, otras cuidadoras más ágiles y fuertes. Ahora, por fin había recuperado su vida. Comía una ensalada y un filete a la plancha, veía la novela que le gustaba a su hora, y dos más de propina, no le dolían las piernas, ni la cabeza, ni se caía de sueño a la hora de cenar, pero se aburría como una ostra. Claro que eso nunca se lo iba a decir a nadie. Y a su hija menos, nunca jamás. Almudena Grandes
Isa del Cañizo Lázaro
(alias Pedrusquita) autora de la ilustración, es una humana de 28 años de edad que nació en París, fue traída a Madrid, fue al cole, aprendió a leer y escribir y a columpiarse sola, ganó un concurso de dibujo del McDonalds, hizo la primera comunión, fue al Instituto (donde quiso ser gótica pero no le dejó su madre), fue scout, estudió Medicina y ahora intenta llegar a ser geriatra. Durante todo este tiempo ha estado dibujando de manera compulsiva y quizás un poco patológica. Además de dibujar, le gustan los viejecitos, los peces, los insectos y los pinos piñoneros. Tiene una página web donde se pueden seguir sus ilustraciones en https://pedrusquita.com
ALMUDENA GRANDES
(Madrid 1960-2021) escritora y columnista del diario El País. Estudió Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Su primera novela, Las edades de Lulú, ganó el XI Premio Sonrisa Vertical. Tiene publicadas trece novelas, dos libros de relatos, un libro de relatos infantil y colaboraciones en varias antologías, entre ellas Esas que también soy yo. Ha ganado multitud de premios, como el Fundación José Manuel Lara 2008 por El corazón helado o el Premio de la Crítica de Madrid 2011 por Inés y la alegría, que también fue Premio Elena Poniatowska y Sor Juana Inés de la Cruz. En el 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa por Los pacientes del doctor García. Sus novelas de la saga 'Episodios de una guerra interminable' se han centrado en recuperar la memoria de los perdedores de nuestra guerra civil.
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Después de
El paseo en soledad y la tormenta de la tarde de un viernes cambian la vid esta edición de Carta Local. Accidente e incidente son el punto de partida
DILEMA Como fantasmas, como cíclopes, como arañas, las grúas de las laderas bailaban de puntillas. Sara tomó la senda que subía en zigzag donde las yemas de los chopos punteaban las heridas abiertas del monte. Esquivó tuberías, andamios, orugas, perforadoras. Eso ocurrió una tarde de viernes cuando, por fin, decidió dejar sus historias. Abandonó el exclusivo complejo donde vivía y empezó a caminar rápido y sola, como le gustaba. La primavera parecía empeñada en desordenar el mundo. Llegó a otra urbanización de lujo que llevaba años horadando la montaña. Como un monstruo ansioso por tomar la cima, trepaba repechos, mochaba promontorios y barrenaba peñascos. Las nubes blancas ahora eran un amasijo negro que bailoteaba sobre la cumbre, las sombras se alargaron. En la lejanía, varios rayos cruzaron el cielo. Más y más cerca. Por el vello erizado y el zumbido que emitía su colgante y la cadena de oro, Sara supo que la descarga era inminente. Se despojó de los pendientes, de la alianza, de la cadena. Los chopos y los liquidámbares se encogían de miedo. Lanzó el móvil lo más lejos que pudo y se puso en cuclillas sobre un tocón al amparo de un rodal de arbustos. En cuanto la tormenta eléctrica parecía amainar, echó a correr ladera abajo, los latigazos de la retama amarilla contra su cara. De pronto creyó ver un niño tirado bajo unos andamios y se acercó para auxiliarlo, pero era una sudadera verde manchada de sangre. Los árboles y los pájaros enloquecían. Perdió una zapatilla, pero no dejó de correr. Solo recuerda la caída y el golpe de la cabeza contra unos cascotes. La bombardearon a pruebas, pero ni los mejores neurocirujanos del país le encontraron lesiones cerebrales. Nada, a pesar de los mareos que ella insistía haber sufrido tras la caída. Tampoco pudo explicar quién la había llevado al hospital. O tal vez no quiso. Aunque la fractura era grave, la herida estaba limpia y desinfectada, los apósitos con restos de yodo bien sujetos con una venda compresiva. Y un gorro de lana con una borla roja. Aunque las gasas y los vendajes eran de los que vienen en cualquier kit de primeros auxilios, se adivinaba una mano experta, le aseguró el
cirujano al marido. Un auténtico milagro que su esposa no hubiera muerto o sufrido un sangrado intracraneal. Recuerda que tardó en acomodarse a la oscuridad. Entre pedazos de recuerdos, volvió a sentir el eco de los truenos y aquella escena que no podía quitarse de la cabeza. Por el relumbrón de un rayo supo que estaba en una gruta. Pudo oír el viento, el granizo. Más destellos. El aire olía a mimosas. Se tocó la cabeza fajada. Dolía. Una mano le acercó un vaso de metal con agua y le hizo tragar una pastilla. Debía de tener fiebre porque la misma mano grande le aplicaba un paño mojado en la frente y en la nuca. En las axilas. En el pecho. Alguien la estaba cuidando con cariño. Una prenda o una manta pequeña hacía de almohada. Los dos zapatos puestos y unos calcetines demasiado grandes. Pasaron horas, tal vez días. El mareo y el dolor le impedían hablar. Repasó los momentos previos al accidente. La ferocidad de la tormenta. Recordó haber tirado sus joyas a la oquedad de un álamo, la imagen de la cadena columpiándose en una ramita. Pensó en el niño de la sudadera verde y cómo, en el atolondramiento de la huida, había perdido una zapatilla. Otro fulgor le hizo ver sus vaqueros y la chaqueta tendidos sobre un tablón. El collar y los pendientes puestos. Ni rastro de la alianza. Se palpó el abrigo que llevaba puesto: era enorme, con muchas cremalleras. Al buscarse las bragas volvió a perder el conocimiento. Han pasado cuatro semanas y Sara sigue recuperándose mientras ordena sus recuerdos. Las sombras de las nubes como ejércitos de siluetas tomando la cumbre. La visión de la sudadera ensangrentada. Aquella mano colosal calmando la suya. Se sirve una copa de su mejor vino y va al cuarto de baño. Un buen trago. Y otro. Se acaricia los pezones oscurecidos, no soporta el roce. Le da la vuelta al reloj de arena y mientras espera a que el predictor le hable, observa las motas de polvo a través de los rayos de sol. Sabe que es un minuto lo que tarda la tira en cambiar de color, aun así, vuelve a darle la vuelta al reloj. Nada. Se toca el abdomen y vierte el resto del vino en el lavabo. Apaga el cigarrillo. Se vuelve a tocar los pechos, el vientre. ¿Y si se tratara de un falso negativo? Repasa otra vez los hechos, pero hay demasiadas lagunas. La gruta. Porque había una gruta y un hombre, de
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e la tormenta
da de Sara, la protagonista del relato que la creadora Marga Cancela trae a las páginas de a del nuevo rumbo que la autora traza para su personaje y su historia. Feliz lectura…
eso está segura. Se quita el gorro y busca el aroma de él, pero solo huele a suavizante. Consulta el proyecto del Ayuntamiento sobre las urbanizaciones en la ladera. Estudia los mapas de la Federación Madrileña de Espeleología. De antiguas minas. Nada. Absolutamente nada en cuarenta kilómetros a la redonda. Por un momento vuelve a su vida repetida y falsa de los últimos once años. Su matrimonio. Una bonita jaula de cuatrocientos metros cuadrados y una parcela que podría alimentar a todo un rebaño. ¡Enhorabuena, Sara! Por fin vas a ser mamá. Menuda alegría se va a llevar Pedro José. Justo ahora que ya lo habíamos convencido de que también él se hiciera el test de fertilidad. ¡Menuda sorpresa! Sara siente un mazazo en el esternón, como si el mundo se hubiera parado en seco. Un largo silencio y empieza a hundir los dedos en el pelo hasta acariciarse el queloide de la brecha. Se esfuerza por recomponer los músculos, pero al intentar ponerse de pie las rodillas se le pliegan como navajas barberas. Conque nunca se lo había hecho, ¿eh? Y el muy canalla dejó que ella se sometiera a pruebas y estimulación ovárica durante dos largos años. Incluso le sugirió bajarse una aplicación en el móvil que le ayudase a llevar un mejor control de la ovulación. Tal vez le cuente, o tal vez no. Esa será su venganza. Y le viene a la memoria una frase que escuchó esa misma mañana en la radio: “Si no tienes una buena razón para quedarte, entonces ya tienes una buena razón para irte”. Sonríe. Sí, menuda sorpresa, doctor. (No lo sabe él bien). ¿Quieres que llamemos a tu marido, Sara?
MARGA CANCELA NEGREIRA
El ginecólogo sonríe satisfecho por el buen resultado de sus tratamientos. No. Prefiero que no, doctor. Ya lo comprendo, quieres ser tú quien le dé la buena noticia. ¡Por fin embarazada! Sí, menuda sorpresa se va a llevar Pedro José. (El ginecólogo no lo comprende, ni en un millón de años lo comprendería). Sí, quiero ser yo quien se lo diga a mi marido. Y Sara empieza a frotarse las orejas tal como acostumbra cuando miente. Entonces agendamos una cita para… dentro de dos semanas, ¿de acuerdo? (Espero que no. Ni atada volvería aquí). Vale. Me llamarás si necesitas algo, ¿verdad, Sara? (No lo haré). Claro, doctor. Por supuesto.
nace en Ordoeste, La Baña, La Coruña. Trabaja y estudia en Londres y París. Es Diplomada en Comercio Internacional en Cambridge y licenciada en Filología Inglesa por la Universidad Complutense. Catedrática de Inglés y profesora. En el ámbito profesional tiene varias publicaciones. Sus cuentos aparecen en más de una docena de antologías. Colabora con la revista cultural El Asombrario. Su novela Sapos de otro pozo fue Primera Finalista del Premio Internacional de narrativa de la Ciudad de Torremolinos, 2016.
Marga Cancela Negreira
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Quien no se fue
Las creadoras llegan con dos relatos, el de aquel que decide quedarse en e regresa al lugar que conoció siendo niña, la aldea en la que casi empezó su
JUNIO El campo le había respondido. Estaba en todo su esplendor. Lo hacía siempre. La única certeza de su vida eran las estaciones, el cambio de estaciones que solo se vivían intensamente al contacto con la naturaleza. La extensión de mar verde se había trasformado en un cepillo gigantesco amarillo, las puntas hacia arriba como bayonetas y algún que otro espantapájaros rompiendo la armonía y señalando el camino a los que se perdían. El campo era su medio natural, su vida. Desde pequeño su padre, un campesino con la cara cuarteada por el sol y las manos callosas, le decía “Manolito, tu a estudiar, que la vida aquí es muy dura e incierta”. Le llevaba a la escuela con el coche de caballos. A la vuelta casi nunca le recogía. Él, a pesar de la decepción de no encontrarle a la salida, se sentía libre durante aquellos paseos. Lloviera, hiciera sol o soplara el viento, él agradecía estar solo. Miraba el horizonte que no se acababa, el cielo que se diluía en la tierra y los colores nunca iguales. Según las estaciones le acompañaban en el recorrido, una mata de moras, un olor a romero o las flores de azafrán. La naturaleza era su amiga, y no sus compañeros de clase que le tomaban el pelo por sus eternos zapatos, los pantalones manchados, y una cartera anticuada. Por eso, y por su pereza con los libros, sabía que no continuaría los estudios y no obedecería a su padre. La timidez había terminado de envolver su piel con los años. Se quedaría soltero como su tío Faustino. A veces sentía que le faltaba algo. El pueblo se fue vaciando a la vez que cambiaban las estaciones, solo quedaban ciento diez habitantes, y una vez a la semana volvían el cartero, el médico y el cura, por ese orden. Sus antiguos compañeros de clase se habían escapado a la ciudad.
MATILDE TRICARICO D’AMBROSIO
Cuando se murió su padre de un infarto, su tío se fue a vivir con él. Se sentaban los dos en el porche, a la sombra de un peral, con un botijo y a sus pies el perro Zaki. El canto de las cigarras cansinas y aburridas les adormecía, ni siquiera la molestia de las moscas alteraba sus posturas. Algunas veces las gallinas salían a picotearles los pies y los dos movían un párpado para cerrarlo en seguida. Le tenía mucho cariño al Faustino, como le decían en el pueblo, ignorante y campesino como él. Por las noches veían la tele juntos y él soñaba con las chicas que salían en la pantalla semidesnudas y por la mañana se levantaba mojado. No se atrevía a hablar con su tío y preguntarle. Aquella tarde durante la siesta tuvieron una larga conversación: — ¿Qué tal Manolo? — Bien tío, a gusto. — ¿Cuándo llega la máquina para la cosecha? ¿Manolo? — ¿Qué, tío? — Te acabo de preguntar por la máquina. — ¿Qué máquina? — Qué máquina va a ser hombre, ¿no los llamaste? —Ah sí, la traen hoy. No le gustaba que le recordaran que hoy tendría visita. Le molestaban los extraños, aunque fueran los campesinos que le prestaban la máquina, sin la cual necesitaría días y días para cosechar el grano.
nació en Nápoles, Italia, donde cursó sus estudios. Es licenciada en Medicina y Cirugía, y especializada en Pediatría. Desde hace años vive en Madrid y durante este tiempo ha desarrollado con entusiasmo su profesión de pediatra. Dos ciudades, Nápoles y Madrid, ambas con mucha luz y por las que sentirá el mismo cariño ya que se van a convertir en el pasado y presente de su vida. Ha asistido a varios Talleres de escritura (Escuela de Escritores, Hotel Kafka, Fuentetaja), ha publicado un libro, “Entre dos tierras” y ha participado en varias antologías con diferentes relatos y en dos antologías de Ménades editorial. Matilde Tricarico es socia de AMEIS.
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e y quien regresa
el campo, en la tierra en la que nació y en cuyo horizonte se siente libre, y el de aquella que u vida y en la que quiere terminarla, su lugar en el mundo.
El grano estaba en su punto, con la humedad justa, por lo tanto, tenía que ser hoy. A lo lejos se levantó una polvareda. ¡Que fastidio! Se levantó despacio, se caló sobre los ojos el sombrero y se acercó al camino. El perro corría de un lado para otro como si le hubieran puesto un cohete en el culo, su cola parecía un ventilador. El motor se paró. Al abrirse la puerta, vio dos piernas largas seguidas de unos pantalones cortos que le quitaron el respiro. Solo las había visto así en la tele y soñado con ellas en las noches solitarias. El sol le cegaba, no conseguía distinguir su cara. Su cuerpo notó una descarga de energía, un escalofrío recorrió su espalda, una sensación de mareo. No, no iría a caer al suelo, esta vez no podía hacer el ridículo.
REGRESO A LA ALDEA Cuando me dijeron que tenía cáncer tuve claro adónde quería ir. Desde la Ciudad de México cruzamos el mar y, a mis cinco años, llegué por primera vez a la aldea gallega de mi padre. Recuerdo que íbamos por el camino de tierra y doblamos la curva desde donde se puede ver Ribas Pequenas entera. Fue en ese instante cuando decidí que aquel era mi lugar en el mundo. Allí aprendí a distinguir los árboles, los pájaros y sus nidos, las huellas de los animales y sus madrigueras. Todavía hoy sé sus nombres en gallego, como me los enseñó mi padre. Todavía hoy quiero sentarme en la orilla del río y ver cómo el agua pasa lenta. Todavía hoy quiero pasear con mis primas debajo de los negrillos.
Un olor intenso a azafrán le envolvió, recuerdos del camino y lo guió hacia ella.
Para mí la aldea es la vida. Y, cuando tenga que ser, quiero quedarme en ese cementerio pequeño rodeada de los míos, compartiendo tumba con mi padre.
Matilde Tricarico
Pilar Gómez Esteban
PILAR GÓMEZ ESTEBAN Nacida en Ciudad de México (1952), Pilar Gómez Estaban es
hija y nieta de emigrantes y exiliados españoles, estudió Sociología y Ciencias Políticas y, años después, un Máster en Escritura Creativa en la Universidad Complutense de Madrid, donde reside. Muchos años de trabajo en el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado la han llevado a escribir cuentos, algunos de los cuales se han recogido en diversas antologías, entre ellas “Por favor, sea breve” de la Editorial Páginas de Espuma y “Esas que también soy yo” de la editorial Ménades. También ha contado la biografía novelada de su familia en un libro titulado “El árbol del aguacate”, publicado en la editorial Círculo Rojo.
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Entre recue
Las creadoras Begoña Alonso y Lorena Escudero llegan a esta edición de C retórica que toma forma real; y la segunda, con la ternura de tres personaj para una primavera en la que se alumbran los primeros brotes…
ENTRE RECUERDOS Me gusta el brillo negro del zorzal y sus voces de cortejo que sacuden el plumaje del invierno. También era negro el primer teléfono que tuvimos en casa. Se colgó en el pasillo entre dos puertas. Su llamada alteraba las conciencias. Como aquella tarde en París me sorprendió la lluvia y el cansancio. Una iglesia me abrigó con melodías de convento. Al salir, las calles, oscurecidas, sonaban a mar. A ese mar al que me llevaba mi padre, hombre de pocas palabras, más bien serio que yo nunca sentí autoritario, aunque lo era. Las incertidumbres me dan fuerza, la calma me inquieta o ¿es al contrario? Cuando vivo momentos de bienestar deseo no olvidarlos pero si me descuido se pierden sin remedio. Toda mi casa está llena de lápices, hasta en el baño, y cuando los necesito se esconden. También escondo entre las matas de judías una planta de marihuana. Ya no fumo así mantengo la nostalgia de otros momentos. Hay en mi memoria cierta querencia por las voces. La de aquella mujer era de agua estancada. Cubría de viscosidad a quién o de quién hablara. La de ese hombre era una voz amarilla, como nata agria, del color de los enfermos de cáncer, voz que enfriaba la piel del quien la oyera. Siempre quise colorear las voces: de rosa pálido las mentirosas, de azul cielo las aburridas, rojo sangre para las que sufren, achocolatadas las de los niños cuando son felices, de negro las que gritan.
QUIASMO. El jardín y la huerta los cuida él, ella es más de escribir a todas horas. Al atardecer, el hombre le muestra cómo
BEGOÑA ALONSO IBÁÑEZ
van creciendo los ajos, la perfecta alineación de los surcos, los frágiles brotes del apio. Antes de dormir, ella le lee sus relatos. No saben desde cuándo en el jardín brotan cuentos y en los cuadernos crecen las hortalizas. *Quiasmo está incluido en el libro “DETRÁS DE CUALQUIER VIENTO” publicado por la editorial El pez volador (2019) Begoña Alonso Ibáñez
ESPANTAPÁJAROS A mis abuelos Felipe y Fernanda, Nicolás y Dominica I Eso vamos a parecer todos este año. Espantapájaros como ese del fondo. De lo escuchimizados que nos vamos a quedar como no mejore la cosa. Si es que así no se puede, con lo poco que ha llovido. Ya puedo yo liarme a regar, pero como no llueva… Mira este melón. Enano. Cómo voy a alimentar yo a nueve bocas con esto. Ni para empezar tenemos. Por lo menos las patatas se están dando bien. Mañana le digo a uno de los mayores que me acompañe después del colegio y nos llevamos unos sacos, que yo sola no puedo con tanto peso hasta casa. Que digo yo que ya podíamos haber cogido el terreno más lejos, vaya, al otro lado del pueblo está. Así luego le pasan a una cosas con tanta caminata. Como el otro día, que casi se me echa encima un galgo. Debía de ir persiguiendo a una liebre o algo. Menudo susto me dio. Un poco más y se me caen los huevos y llevo la tortilla ya hecha. Ay, tengo que ir a echarles otro vistazo a las gallinas antes de volverme. Y sí, mejor que me acompañe alguno de los chicos. Así también ten-
es vallisoletana y madrileña de adopción, ha sido enfermera, socióloga, docente universitaria y alcaldesa. Retirada de estos oficios, cayó en la literatura donde ha publicado relatos en las antologías Olas y Geometría (Colección nuevos narradores, de Ed. El pez volador) y en Esas que también soy yo (Ed. Ménades). También ha colaborado en el diario Público en la sección Asombrario & Co. Y en la revista Marie Claire en la sección Cooltura. “Detrás de cualquier viento” es su primer libro de microrrelatos.
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erdos y tierra
Carta Local. La primera, con sus recuerdos de sensaciones y sentimientos, y con una figura jes que comparten espacio y que, sin saberlo, se procuran afecto y protección. Son lecturas
go quien me dé conversación, que de tanto hablar sola me van a terminar llamando la loca del pueblo. Aunque tampoco es que me importe, que para locos hay ya unos cuantos por estos lares. Sí, señor, los melocotones nunca me fallan. Menos mal que insistí en plantarlos. Si ya sabía yo que iban a salir a renta. Y mi marido que para qué, mira que es cabezón. Ya me encargo yo, le dije. Y el primer año no, el segundo tampoco, pero ahora, ahora tenemos fruta de sobra. Además dan sombra, carajo, que si no aquí no hay quien aguante la solana a estas horas. Todavía voy y le quito el sombrero al espantapájaros, verás. Que además lo tiene torcido, ahora que me fijo, se le va a caer. Antes de irme le doy un repaso y lo enderezo. ¡Ya voy, bonito, ya voy! Normal que me ladre, llevo aquí horas y todavía no le he dado de comer. ¡Ya voy! Qué buen perro es, manso pero fiero. Asustados me los tiene a todos, que nadie ha intentado entrar a robar todavía. Y mira que sí lo han hecho aquí al lado. Tres conejos y dos gallinas se llevaron. Qué desgraciados. Además las gallinas que más ponían. Yo no digo nada, pero para mí que los que entraron sabían lo que hacían. ¡Que sí, que ya te he oído! Venga, voy para allá y me marcho, que al final se me hace tarde y anda que no tengo todavía tarea en casa. Si es que no para una. II Al final se ha ido y se ha olvidado de mí. Pero no pasa nada, este sombrero mío y yo resistiremos, seguiremos defendiendo la huerta. Me da pena verla tan atareada, no ha parado ni un momento, de un lado para otro. Aunque me da la vida sentir su energía. Y su alegría también cuando canta. Tengo que decirle que debe cantar más,
que es la receta para que crezca todo. Las plantas se alegran, yo lo sé. Hasta los melones. La próxima vez seré valiente y se lo diré. Y que vengan los chicos también, que esto está muy solitario. Me entristece tener que ahuyentar a los pajarillos y que nadie cante alrededor, pero es mi destino como guardián de esta tierra. Y por ella lo cumplo encantado. III Un poco más cerca, un poco más… Si planeo desde aquí no llego, tiene que ser más cerca aún. A ver, lo intento desde aquí. Casi. Esta ala derecha mía no se ha recuperado aún. Voy a probar desde el melocotonero ese: tiene una rama baja que yo creo que serviría. Menos mal que el pastor alemán ahuyenta a los gatos, perdido iba a estar este gorrión si no, si me encuentra otro de esos atigrados como el que me dejó el ala así. Pero aquí estoy tranquilo. Tomo solo las uvas que caen al suelo, medio podridas ya. Es el pacto que tengo con el espantapájaros, que me deja quedarme, bien escondido entre las ramas para que no se envalentonen otros. Solo mientras me recupero, que tengo que estar calladito para no llamar la atención y el cantar lo echo de menos. Bueno, desde esta rama ahora creo que sí. Allá voy. Un poco justo, pero he conseguido aterrizar en el hombro de paja y palo. Ahora con cuidado, despacito, un par de picotazos y listo. Enderezado está el sombrero. Que alguien tiene que cuidar también del espantapájaros, digo yo. Lorena Escudero Sánchez
LORENA ESCUDERO SÁNCHEZ
, salmantina nacida en Soria. Es doctora en Física y trabaja como investigadora en la Universidad de Cambridge, Reino Unido. Escribe sobre todo microficción, género en el que ha publicado tres libros: Negativos (Torremozas, España, 2015), Formulario (que combina ciencia y literatura, La tinta del silencio, México, 2019) e Incisiones (Quarks, Perú, 2020). Ha participado con sus textos en revistas especializadas (como Quimera, Microtextualidades, Plesiosaurio), así como en congresos (Congreso Internacional de Minificción, Simposio Canario de Minificción) y en más de veinte antologías internacionales. Algunas de sus historias se han traducido al inglés, al griego, al alemán y al húngaro.
Foto: Cris García-Camino