UN RECORRIDO JOT DOWN POR LOS MUSEOS MÁS MARCIANOS
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6 Entrevista a Javier Serrano (Boa Mistura) 20 Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (CAAC) 28 Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB) 36 Centre Pompidou
44 Centro Galego de Arte Contemporánea (CGAC) 52 Fundación Antonio Pérez 60 Guggenheim Bilbao 68 Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM) 4
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76 Kursaal 84 LABoral Centro De Arte y Creación Industrial 92 Museu d’Art Contemporani de Barcelona (MACBA)
100 Museo de Arte Moderno de Tarragona (MAMT) 108 Museo Inacabado de Arte Urbano (MIAU) 116 Museo de Arte Abstracto Español 124 Patio Herreriano 132 Museo Thyssen-Bornemisza 5
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JAVIER SERRANO de
B OA MI ST UR A «El arte sirve para humanizar la ciudad» Texto E. J. Rodríguez Fotos Begoña Rivas Boa Mistura es un grupo de arte urbano que no solamente se cuenta entre lo más interesante de nuestro país, viendo su obra expuesta en museos como el Reina Sofía, sino que también ha alcanzado repercusión internacional gracias a la inventiva estética con la que han pintado murales en diversos lugares del planeta. Sin embargo, pese a su creciente renombre, estos cinco artistas mantienen humildad, cercanía y el espíritu del grupo de grafiteros que fueron en su adolescencia. Siempre que pueden se decantan por trabajar en entornos marginales (guetos sudafricanos, las favelas de Brasil, etc.), empleando el dinero que ahorran con otros encargos más rentables, guiados por una particular ética de trabajo que considera el arte callejero como una herramienta de cambio para poblaciones desfavorecidas. Fuimos al estudio madrileño donde conciben sus obras —una singular mezcla entre vetusto comercio decimonónico y espacio de trabajo ultramoderno—, y allí conversamos con una de las cinco cabezas pensantes de Boa Mistura, Javier Serrano, acerca de la particular filosofía del grupo, de los sinsabores y recompensas del peculiar camino vital y profesional que han elegido, o sobre algunos de los barrios marginales donde han trabajado, que en algunos casos se cuentan entre los peor afamados del mundo pero que los cinco miembros de Boa Mistura recuerdan con profundo afecto. Empecemos por el aspecto más llamativo de vuestra carrera: habéis trabajado mucho en barrios pobres, en las favelas de Brasil, en México, en la India, en Sudáfrica…
Es un proyecto que estamos llevando a cabo con mucho sufrimiento. No, en realidad no es sufrimiento. Con mucho esfuerzo, eso sí. Dedicándole muchas horas y recursos que vamos «robándole» a otros proyectos. Es nuestra apuesta. En 2011 un galerista nos invitó
a pintar en Sudáfrica y esa experiencia nos cambió por completo la vida. Pensábamos que íbamos a pintar grandes fachadas, que era lo que el galerista había visto de nosotros y por lo que, a priori, nos había contactado. Era la primera vez que hacíamos un viaje tan largo y pensábamos que íbamos a llegar a Sudáfrica como rockstars… pero bajamos del avión y nada más lejos de la realidad. Nos fuimos a vivir durante un mes a una comunidad muy, muy pobre, muy vulnerable: Woodstock, que está en la periferia de la zona portuaria de Ciudad del Cabo. Con unos problemas de prostitución y drogas impresionantes, y con la «Banda del Número», que está entre las diez bandas más sanguinarias del mundo. Era un gueto. ¿Tuvisteis problemas con las bandas locales?
No. Pero sí vienen a hablar contigo, claro. Te dicen: «¿qué coño estás haciendo aquí?». Y tú les respondes: «pues he venido a pintar». Y se genera un diálogo cuando comprenden que lo que has venido a hacer es positivo para la comunidad. Entonces te aceptan. Y una vez que ellos te aceptan, estás absolutamente protegido, porque los malos están de tu parte. Supongo que una experiencia tan diferente a lo que habíais vivido antes debió de dejaros huella.
Nos cambió por completo la vida. Al principio no sabíamos muy bien qué hacer, pero empezamos a conversar con los vecinos, con los chavales. Fuimos introduciéndonos en la comunidad. Ellos nos hablaban de Mandela, de la inspiración, de lo importante que puede ser nuestro trabajo en el espacio público para cambiar la vida de las personas. Incluso nos hablaban de cómo pequeñas acciones pueden generar grandes cambios. Volvimos de allí flasheados, así que decidimos intentar armar un proyecto para poder llevar el arte a este tipo de comu-
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«Cada uno de estos proyectos es una lección humana de solidaridad» nidades como herramienta de cambio. Este proyecto se llama «Crossroads». Hemos tenido la oportunidad y la fortuna de haber estado casi un mes viviendo en una favela en São Paulo, en otra en Río de Janeiro, en México, etc. Son proyectos que cuesta mucho sacar adelante. A veces hay detrás una fundación o una Bienal que se
hace cargo de los costos. Pero otras veces hay que hacer malabarismos con una subvención, con lo que sacamos de aquí y allá, con la pintura que conseguimos gracias a un patrocinio, o pagando nosotros el billete de avión. Además, «Crossroads» es un proyecto al que dedicamos mucho tiempo en el estudio. Y cuando lo ejecutamos
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en el sitio también le dedicamos mucho tiempo, porque necesitamos tres o cuatro semanas para introducirnos en la comunidad, para que nos acepten y así poder desarrollar el proyecto. Y ese mes tiene que estar cubierto de alguna manera, porque a nuestra casera M.ª Ángeles, por mucho que nos traiga chorizo cada vez que va a cantar zarzuelas a Segovia, le tenemos que pagar el alquiler, ¿no? [Risas] Luego te preguntaré sobre vuestra casera. En cuanto a estas cuestiones presupuestarias, da la impresión de que ganaríais más dinero haciendo otro tipo de cosas en lugar de «Crossroads».
Es que con «Crossroads» a lo máximo que llegamos es a cubrir costos. Entonces, ¿cuál es el objetivo último de este proyecto, ya que obviamente no es económicamente rentable?
Es el proyecto que tiene más sentido, creo yo. Es el más radical en cuando a nuestra concepción del arte. Para nosotros, el arte tiene que estar en la calle, tiene que ser libre, tiene que estar en contacto directo con el espectador. Y en nuestro caso sirve para mejorar un lugar, para construir ciudad, para humanizarla. En cada una de esas comunidades, la satisfacción humana que obtienes, el aprendizaje que te llevas, es incomparable. Por eso creo que, en este sentido, es un proyecto rentable. Porque, si soy honesto, no hay dinero. Nadie tiene dinero para pagarme la experiencia de haber vivido dos veces en el barrio de El Chorrillo en Panamá. Lo hacéis por vuestra propia felicidad.
Porque creemos que lo tenemos que hacer. Lo sentimos así. Realizamos otro tipo de proyectos que cuentan con más recursos, y parte de ellos van a una hucha para cuando «Crossroads» los necesita. Al final es un equilibrio para llegar a fin de mes todos los meses del año. Supongo que uno de los aspectos más destacables de la experiencia de «Crossroads» es la manera en que os ayudan las poblaciones locales.
La gente está muy receptiva. Y tenemos más facilidad por venir de fuera, aunque al principio somos como marcianos, somos el foco de todas las miradas y también de todas las suspicacias: «¿qué habrán venido a hacer estos aquí?». Pero luego la comunidad se nos abre de una manera… Está tan receptiva a cualquier pequeña cosa que pueda pasar, que se lanzan a pintar con nosotros. Y forman parte fundamental del proyecto, porque si ellos nos ayudan a cambiar su espacio público, quiere decir que ellos se sienten artífices de ese cambio. Y si pueden cambiar el aspecto de su entorno, también cambia la manera en que se relacionan con él. El proyecto que hicimos en la favela brasileña fue muy significativo. Usamos cinco palabras que para nosotros resumen nuestra estancia allí: amor, dulzura,
orgullo, firmeza y belleza. Además son cinco palabras que creemos que ellos deben tener en cuenta en su día a día, porque viven en un lugar que las contiene… lo que pasa es que a veces no se dan cuenta. ¿Hay alguna escena concreta que recuerdes de estas experiencias y que te emocionase particularmente?
Recuerdo una en Las Américas, que es una colonia en las afueras de Querétaro, también muy humilde, aunque no la más humilde de todas las que nos hemos encontrado. Fue muy especial descubrir que todas las señoras de la calle donde estábamos pintando se habían organizado entre ellas para cocinar grandes pucheros de comida. Los sacaron a la calle, era su manera de agradecernos a nosotros y a los voluntarios de la ciudad —gente que vino de la Universidad y otras partes de Querétaro— que estuviésemos pintando de sol a sol, bajo ese terrible sol mexicano. Pues… ¡hostia! Se me ponen los pelos de punta. Y en la favela hemos comido dos y tres veces seguidas para no hacerle el feo a un vecino, porque todo el mundo quería obsequiarnos con lo poco que tenían. También recuerdo a este niño, Diego, de seis años. Le prestábamos una brocha o un rodillo para que nos ayudase a pintar. Pero los otros niños que nos estaban ayudando, que eran algo más mayores —nueve, once, catorce años— siempre se lo quitaban. Cuando te dabas cuenta, el pobre Diego no podía pintar porque no tenía herramienta. Pues con el dinero que tenía ahorrado para comprarse una cometa se fue a comprar un pincel para poder seguir pintando. Me imagino que después de vivir todas estas experiencias, cuando volvéis a España, a Madrid, vuestra manera de ver las cosas habrá cambiado bastante.
Por completo. Cambia por completo. Te das cuenta de toda la humanidad que hemos perdido en este lado del mundo. Mira: en Sudáfrica pasamos tres semanas descalzos con aquellos niños de Woodstock, que de cierta manera acabaron siendo parte de mí. Niños con los que me lo pasé en grande cazando saltamontes. Pues en el vuelo de regreso, subo al avión y en el asiento de al lado me toca un niño francés, de unos nueve años. Y pienso: «qué bien», porque me había acostumbrado a relacionarme con niños durante aquellas semanas. Nos sentamos, nos ponemos el cinturón de seguridad y yo lo miro y hago una tontería: toco las patillas de las gafas y las levanto, como para bromearle. Y me mira el niño con una cara de pensar «este chaval es gilipollas», saca una videoconsola y se pone a jugar a un videojuego. Y yo pensé: «estoy en Sudáfrica todavía, estoy en el aeropuerto de Johannesburgo, pero ya he vuelto a casa». Empiezas a estar en Europa otra vez.
Sí. Hemos perdido una humanidad… aquí ha habido algo que nos han enseñado mal. Cada vez que hacemos uno de estos proyectos, aprendemos unas lecciones 9
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humanas de solidaridad, de comunidad, de compañerismo, de generosidad… unas lecciones vitales que nos vendrían muy bien por este lado del mundo. Hablando de chavales que pintan, ¿cómo llegan cinco chavales que pintaban grafitis a convertirse en un grupo artístico internacionalmente reconocido?
[Risas] Es que eso no lo sé. La verdad es que no tengo ni idea. ¿Lo achacas al trabajo, a la suerte…?
Es gracias al trabajo. Gracias a la pasión, a echarle más horas que nadie, a tomárnoslo muy en serio, a respetar el trabajo diariamente. Eso nos permite mantenernos bien sobre la cuerda floja. ¿A qué crees que te dedicarías si no estuvieses haciendo esto?
No lo sé. Lo bueno de Boa Mistura es que es la decisión que yo tomé. Soy arquitecto, me especialicé en paisajes y podría estar trabajando en algún estudio de arquitectura. Bueno, ahora la profesión no es que esté pasando por su mejor momento, pero al final la mayoría de mis amigos arquitectos está trabajando, si no es en España, es en París, en Eslovenia, en Brasil. Seguro que en algún lugar hubiera encontrado un sitio donde ejercer la profesión que estudié y para la que estoy formado. Pero cuando llegó ese momento de decidir qué era lo que me imaginaba haciendo, quise apostarlo todo por el trece rojo. Decidimos crear Boa Mistura, montar el estudio con el dinerillo que teníamos en el bolsillo. Y a partir de ahí mostrar ese respeto del que te hablaba antes: todos los días a las nueve y media de la mañana estar levantando las chapas, preparando un café, viendo el correo y siendo responsables con el trabajo que tenemos. Disciplina, vamos.
Claro. Y las chapas se cierran a las ocho, o las ocho y media, todos los días. Aquí nadie te regala nada. Te vas a Barcelona a hacer un proyecto, pues le echas un día más y pintas dos cosas en vez de una. Te vas a otro lado del mundo porque te han llamado y el fin de semana, en vez de irte a no sé donde, pues sí, te vas a no sé dónde pero vas a pintar. En ese sentido, somos unos bestias. Eso no se parece mucho a la vida bohemia del artista que imagina la gente, ¿no?
[Risas] Es muy bohemio, es muy bonito, pero es muy sacrificado. El día uno de cada mes no sabes cuánto vas a cobrar el día treinta. Y eso depende de uno, porque podrías levantarte a las doce del mediodía, pero nosotros tenemos una ética de trabajo bastante fuerte. En cuanto a los viajes, pues sí, viajamos mucho y conocemos muchos lugares, pero estamos pintando casi todo el tiempo. Aunque en realidad es porque nos lo pide el cuerpo, no porque seamos unos militares. Hemos ido
a un sitio a pintar. Y cuando estamos allí, ¿qué es lo que hacemos? Pues principalmente, pintar. Aparte del proyecto de «Crossroads», cuando vais a pintar al extranjero, ¿es porque os reclaman o lo hacéis por iniciativa propia?
Normalmente nos reclaman. Suele ser un correo. Y lo hacemos si el proyecto es sostenible, es decir, si cuenta con los recursos necesarios para poder desarrollarse. En nuestro caso, vemos si cuenta con una partida para pasajes, con unos honorarios… aunque los artistas viven del aire, algunos tenemos el defecto de que comemos, desayunamos, y algún día, hasta cenamos. [Risas] Cuando hay suerte.
Pues sí, solicitamos unos honorarios. Hay que dignificar la profesión. Nos encanta pintar, pero claro, también tenemos unas necesidades. Y luego unos recursos para materiales: para grúas —si hay que subirse a una fachada—, para pintura, etc. No es que sean proyectos que cuesten mucho, pero hay que cubrir los desplazamientos, los alojamientos, la comida, los honorarios y los materiales. Esa es una primera criba para elegir los trabajos. Pasando ya al plano puramente artístico, ¿qué porcentaje de importancia tiene la pura estética y qué porcentaje tiene el mensaje en vuestro trabajo?
¡Hombre! Las dos cosas son importantes. La estética se nos presupone, porque es con lo que conseguimos captar la atención. Pero el mensaje, para mí, es fundamental. Porque estableces este diálogo directo con la gente, es lo que puede hacer que un trabajo te emocione o no. La estética puede conseguir que te acerques a ello, que te seduzca. Puede hacer que dediques un segundo a entender ese trabajo. Pero es el mensaje lo que después se te queda grabado. Las dos cosas son obviamente importantes, pero me quedo con el mensaje. ¿Recibís influencia del arte local o folclórico de los lugares donde trabajáis, una influencia que luego se manifieste en vuestros siguientes trabajos?
Pues inevitablemente sí. Claro que sí. Especialmente en Latinoamérica. Una influencia de todo lo precolombino, de sus colores. Estamos muy atrapados con los colores latinoamericanos y es difícil salir de ahí. De hecho, en el sótano tenéis un montón de máscaras en las que estáis trabajando que muestran esa inspiración.
Sí, inspiradas en el carnaval de Barranquilla, en México. Hemos tenido la suerte de estar en Lima, en La Paz, en Panamá, en varias ciudades de Brasil, en varias de México… y hay una riqueza cultural que no conocíamos, que vamos descubriendo poquito a poco y que resulta extremadamente seductora. Vamos incorporando todo eso, a pesar de que conscientemente intentamos enfocar
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los proyectos de manera muy concreta según el lugar en el que estén. Porque nuestros proyectos han de responder al lugar, y por ejemplo no entenderíamos incluir una máscara mexicana en Berlín. Cuando hemos tenido la oportunidad de hacer un mural grande enfrente del Muro de Berlín, hemos pintado dos figuras tatuadas con emblemas de signos del este y del oeste, fundidas en un abrazo como dos amantes, simbolizando la caída de ese muro. Eso tiene sentido en Berlín, en esa pared medianera de seis pisos de alto, pero no tendría sentido en México. Pese a todo, cada lugar, inevitablemente, nos va dejando un poso. Y luego ese poso sí aparece, aunque sea de forma inconsciente, en otro lugar diferente. ¿Os ha sucedido alguna vez el tener un diseño preconcebido para un enclave determinado y que al llegar al sitio, la población local os dé alguna idea que incluyáis en vuestro trabajo o que os haga modificarlo?
Sí. De hecho intentamos, en la medida de lo posible, concebir los proyectos en el propio sitio. Estamos empezando a viajar con un cierto margen de tiempo para poder, en primer lugar, entender el sitio. Leerlo, conocer a la gente, introducirnos, generar la propuesta y validarla con la comunidad. Estos procesos previos suelen ser rápidos, nos toman cuatro o cinco días y no solemos tener pegas. Pero a veces llevamos cosas preconcebidas desde Madrid y nada más aterrizar en el destino, nos damos cuenta al instante de que no tenían ningún sentido. Ha habido otras veces, como nos pasó este diciembre en Cuemanco, que empezamos una
«Aunque los artistas viven del aire, algunos tenemos el defecto de que comemos, desayunamos, y algún dÍa, hasta cenamos» propuesta que a priori estaba validada por la comunidad, pero que cuando ya la llevábamos un poquito avanzada, resultó que ellos no la comprendían, no la entendían y no la querían, no la sentían como suya. La modificamos, claro. Dimos un giro de 180 grados al proyecto, tuvimos otra asamblea con la comunidad y les presentamos otra línea de trabajo. Y esta les encajó. Les encantó. Así que borramos lo que habíamos empezado a hacer y continuamos por otro lado. Veo que es muy importante para vosotros el respeto a la comunidad donde trabajáis.
Claro. Al final son ellos los que se van a enfrentar al mural diariamente, sobre todo cuando son lugares marginales donde no existe un gran flujo de gente. En el centro de Madrid, dentro de que también intentamos ser conscientes de dónde estamos trabajando, hay un flujo diario de miles de personas, de gente con prisa, así que igual nos detenemos un poco menos. Pero cuando vamos a un pueblecito donde hay tres o cuatrocientas casas, donde viven seiscientos habitantes que van a enfrentarse diariamente a ese mural, que quizá les suponga un nuevo estímulo porque allí no tienen muchos más, hay que ser respetuoso. Vamos, nosotros lo entendemos así.
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Ese tipo de trabajos en lugares marginales tiene un trasfondo social. ¿Os consideráis de alguna manera un grupo político?
proyectos. Hay algunos que, o no los volvería a hacer, o los haría de manera distinta.
Pues… [reflexiona]. En verdad lo somos. Es decir, no lo manifestamos de manera explícita porque entendemos que no tenemos por qué hacerlo. Y porque además es una regla básica del trabajo colectivo, ya que ni siquiera nosotros cinco pensamos lo mismo. Boa Mistura como tal, como ente abstracto, no se manifiesta políticamente. Pero es obvio que en muchas de las intervenciones que hacemos, especialmente las que realizamos de forma clandestina y con alevosía, siempre hay un mensaje que sí creo que tiene un tinte político, aunque no sea muy explícito. Hay dos maneras de denunciar un momento, o por lo menos así lo vemos nosotros. Una de esas maneras es denunciarlo directamente poniendo el dedo en la llaga. Y otra distinta es generar una conciencia mostrando cómo podrían ser las cosas, haciendo una crítica más constructiva. Creo que nuestro trabajo va por esta segunda vía.
¿Por qué motivos no los volverías a hacer?
¿Hay algún trabajo del que os hayáis arrepentido?
No de algún trabajo propiamente dicho. Llevamos juntos desde 2001. Hace catorce años que pintamos murales juntos. En 2006 y 2007 ya los pintábamos con mucha frecuencia. Desde 2010 nos dedicamos «24/7» a esto. Hemos pintado mucho. Hemos hecho muchos
No los volvería a hacer porque contemplándolos ahora con cierta perspectiva, veo que no tuvimos la capacidad o la valentía de decir que no. Algo que hemos aprendido durante nuestros últimos años es que no tenemos por qué hacer algo que no queramos, y no tenemos por qué hacer algo que nos imponga nadie. Ahora no tenemos ningún reparo en decir que no. Pero antes no teníamos esos huevos, por así decirlo. ¿Es la independencia económica lo que os da esa libertad?
Sí. Y hombre, ahora tenemos el culo más pelado. No es que tengamos una independencia económica enorme, pero sí que estamos más formados como personas y eso nos da otras herramientas a la hora de enfrentarnos a determinadas situaciones. Ha habido ocasiones en las que hemos pasado por algún aro y no lo hemos gestionado bien. Un aro por el que, a día de hoy, no volvería a pasar. Ahora bien, me alegro de haberlo pasado porque ahora sé que no lo debo volver a hacer. Pero en eso consiste el aprendizaje.
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Claro. A ver, nosotros nos estamos confundiendo todo el día, esto para mí es básico y hay que reconocerlo públicamente. En nuestros proyectos, como en los de todo el mundo, siempre se ve el trabajo finalizado. Pero hay muy poca gente que te cuente lo que ha habido antes, los tropiezos, los fracasos, las cosas que no han visto la luz. Es un aprendizaje continuo, cuando te equivocas y cuando aciertas, pero cuando te equivocas el aprendizaje es el doble. Además, lo pasas mal, si eres alguien comprometido con tu trabajo.
Es que la realidad no suele ser así. Cuando vas avanzando te das cuenta de que todo eso es un cartón, es una fachada, porque los artistas y creadores vivimos tremendos procesos de crisis. Que por cada proyecto bueno que te sale ha habido antes muchos bocetos muy malos. Lo que pasa es que hay algo en la experiencia que te va dirigiendo. Vas sabiendo que, cuando no escuchas cierto chasquido en tu interior, es porque lo que estás haciendo todavía no está bien del todo.
Es verdad que no se habla mucho de los errores, pero quizá son lo más importante. Si escribo un artículo y después descubro que no me gusta y no lo publico, aprendo mucho más con ese artículo que he escrito mal, que no ha leído nadie, que con cincuenta que haya escrito bien.
Aun con esto, ¿crees que existe el momento de inspiración?
Exacto. Yo pienso que es así. Lo que pasa es que vivimos en una cultura que no premia esto. Mira, hemos hecho un cartel para la Muestra de Cine Europeo de Segovia y estuve en la presentación. Todo el mundo decía «qué cartel», «es brillante»… te dicen un montón de cosas. La alcaldesa y la concejala de cultura de Segovia —que son encantadoras y creo que están haciendo un buen trabajo— nos presentaron diciendo: «Reconocidos internacionalmente en Estados Unidos, en Brasil, etc.». ¡Hostia! A mí eso me da un poco de vértigo. Entonces interrumpí brevemente la rueda de prensa para decir: «está muy bien que digáis todos esos sitios a los que hemos ido, y es verdad que hemos ido, pero en 2004 cambiábamos murales por chorizo en Cantimpalos. Eso era aquí, en Segovia. Veníamos un montón de fines de semana con nuestro propio dinero, a dormir en un suelo porque un vecino nos ofrecía chorizo y una pared que pintar». Claro, hay que contextualizarlo todo. Para entender el cartel que presentábamos —que sí, que yo lo veo y digo «¡qué guapo! La verdad es que nos ha salido bien»— no sabéis la de carteles que hemos tirado, la de ideas que hemos desechado, la de caminos erróneos que hemos abierto. Ideas banales, absurdas, que no tenían ningún sentido y que nos han ayudado a construir esa imagen final que es como una especie de escultura. Para mí ahora es muy fácil venir aquí bien vestido y decir ante los medios de comunicación que sí, que somos unos genios y que hacemos las cosas muy bien, pero en verdad me interesa más que sepáis todas las veces que nos confundimos. Somos honestos con ello y nos parece parte fundamental de este proceso. Sin embargo, sabes que hay artistas que intentan vender la imagen contraria, la de que parezca que están tocados por una varita mágica y que todo lo que hacen esté inspirado de primeras, cuando la realidad no suele ser así.
Yo creo que sí. Sí que existe, lo que no sé es qué lo provoca. No conozco la fórmula. No sé por qué en un momento dado aparece, ni por qué la mayor parte del tiempo está desaparecido. Eso no lo sé. Pero sí sé que existe. Lo que uno va aprendiendo son pequeños pasos para intentar provocarlo. Y después de un momento único de iluminación aparece un camino que en buena parte ya consiste solamente en irlo desarrollando. Ya no requiere tanto de esa chispa inicial, sino que requiere constancia, seguir averiguando dónde te va a llevar. Pero sí, ese momento de inspiración sí que existe y nosotros lo intentamos provocar a través del debate, de la discusión. De la discusión con mayúsculas, pero entendiéndola como una confrontación positiva, porque lo mejor que tenemos Boa Mistura es que además de ser los mejores amigos, luchamos por un objetivo común. No luchamos por el ego de cada uno de nosotros. No es que yo, Javi, diga algo y me lleve el reconocimiento. Al final, si yo he tenido un buen día, o si lo ha tenido Pablo, o si lo ha tenido Juan, repercute en todos. Queremos tener un buen día para Boa Mistura. Supongo que para vosotros tiene mucha importancia firmar siempre como grupo.
Claro. Ese fue el primer paso, y uno de los pasos más radicales que dimos. Teníamos dieciocho años. Si ahora somos inmaduros, entonces teníamos una inmadurez acuciante. Estás ahí en todo tu «pavo» y vienes de pintar grafitis que consistían en poner sistemáticamente tu nombre —en mi caso, Javi «Pahg»—, para intentar buscar reconocimiento dentro de un determinado sector, en nuestro caso mi barrio, el mundillo del grafiti o del hip hop. Pero poco a poco fuimos diluyendo los egos individuales en pos de un objetivo común que se llama Boa Mistura, con el que casi nos sentimos más identificados que con nuestro ego individual, porque al final Boa Mistura es capaz de construir cosas mucho más interesantes, mucho más grandes y mucho mejores que las que podamos hacer por separado. Cuando uno se da cuenta de que para que un equipo de fútbol gane no hace falta que sea un solo tío el que meta cinco goles, te das cuenta de que 13
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en equipo puedes conseguir objetivos más grandes e igualmente gratificantes.
Si te concedieran la oportunidad, ¿pintarías algunos monumentos como la Torre Eiffel o el Cristo del Corcovado?
Ahora que vuestro trabajo ya se ha expuesto en museos (Reina Sofía, etc.), ¿cuál es vuestra relación con los círculos del arte más convencional?
No los pintaría porque no los mejoraríamos. Son un imaginario que ya pertenece a la humanidad. Parte de nuestra manera de entender el espacio público, de entender nuestro trabajo, es intentar mejorar lo que ya hay. Si algo no se puede mejorar porque está bien como está, pues dedicaremos el tiempo y los recursos a pintar otro sitio. Es un tema de sensibilidad, y las sensibilidades son absolutamente subjetivas.
Es algo que vamos asumiendo poco a poco. Va creciendo un poco el nombre, lo de ser artista. No es que lo digamos nosotros, porque pienso que es algo que ni siquiera me quita el sueño. Si alguna vez me preguntan «¿qué eres?», pues en verdad tengo un título que dice que soy arquitecto, que es lo que estudié. El asunto no me preocupa mucho más allá de eso. Pero bueno, sí que es verdad que poco a poco esos círculos artísticos se van acercando más a nosotros. Es un camino que vamos construyendo día a día —no solo Boa Mistura, sino todo el arte urbano, el arte público, el arte en la calle— y lo recorremos con cautela, porque es un camino que desconocemos. O yo lo desconozco, por lo menos. Vamos intentando andarlo lo mejor posible, lo más conscientemente posible y siendo lo más libres posible. El mundo artístico tiene otra parte, el mercado del arte, que en determinados aspectos puede resultar hasta perverso por las cifras de dinero que se manejan… así que vamos un poco con los pies de plomo. Me ha dado la impresión de que te provoca cierto embarazo que te llamen artista.
¡No, no! Me da igual. Me va bien, no me preocupa. No lo pienso muy a menudo. De hecho en mi tarjeta pone «arquitecto». En la firma de mi correo pondrá «arquitecto». Lo que soy es un arquitecto, es el título que tengo. Si hubiera un grupo de gente que quisiera dedicarse a lo mismo que vosotros, ¿qué consejos le darías?
Pues que tiene que echarle huevos. Que lo tiene que amar, por encima de todo. Que es jodido, pero que se puede hacer. No te regalan nada, así que has de hacer todo el esfuerzo del mundo, sobre todo cuando son caminos que se están abriendo ahora. Principalmente les diría que tienen que estar muy seguros y que le tienen que echar muchísimo tiempo. ¿Entiendes cuando hay gente que ve arte callejero y lo percibe casi como una agresión?
Sí, lo entiendo. Porque en muchos casos lo es. A veces quien lo ha hecho ha buscado producir esa sensación en el espectador. Entonces lo entiendo perfectamente. ¿Es necesario ese elemento de confrontación para que el arte urbano funcione?
No. No es necesario, pero es una vía. Nosotros no buscamos la confrontación directa en este sentido. Sí que invitamos a la reflexión. Y puedo entender perfectamente a la gente a la que no le guste.
Por cierto, ¿hay algún documental sobre el mundo del grafiti o arte urbano que nos puedas recomendar?
El que dirigió Banksy, Exit Through the Gift Shop, está muy bien, me gusta mucho. También me gustan mucho los de JR [artista urbano francés, N. del R.]. Hay uno que no es propiamente sobre grafiti, que se llama Dammi i Colori. Es un documental interesantísimo sobre cómo intervenir de forma artística una ciudad, viniendo de un alcalde, el de Tirana, que antes de alcalde fue artista y lo seguirá siendo toda su vida. Ahora que mencionas al alcalde de Tirana, ¿crees que es importante que en los ayuntamientos haya artistas, a la hora de concebir el urbanismo? No solamente arquitectos, no solamente técnicos, sino artistas urbanos como tales.
Creo que es necesario que en los ayuntamientos haya cultura, haya sentido común y haya ganas de hacer cosas para que las ciudades y quienes vivimos en ellas estemos mejor. Claro que por un lado me gustaría que los arquitectos, gente capacitada y con formación, gestionaran de verdad los espacios públicos de las ciudades. Y que se acompañaran, obviamente, de algo que ahora mismo las está transformando como son una gente que tenga sensibilidad para entender intervenciones en el espacio público, como las que ofrece el arte urbano. Sí, me gustaría, claro. ¿Crees que esto sucede alguna vez? En algunas ciudades españolas, empezando por Valencia que es la mía, me da la sensación de que el urbanismo es un poco caótico.
Claro, porque no estamos rigiendo bien. Parece que hay una falta de sentido común general, absoluta, y que se premian otro tipo de prácticas que no son ni las que benefician al ciudadano ni las que benefician a la ciudad, sino las que benefician a una serie de bolsillos particulares. Sí, por desgracia estamos a tope de todo esto. Pero bueno, estamos en momentos en que se puede cambiar y empiezo a enfrentarme a esto de forma positiva. Empieza a haber muchas dinámicas interesantes. ¿Hay alguna ciudad, española o en el extranjero, que hayas visitado y digas «esta es una ciudad bien hecha»?
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Mira, hay una ciudad que no he visitado nunca pero que estudié en la universidad y que me encantaría visitar: Curitiba, en Brasil. Su alcalde fue Jaime Lerner, un arquitecto. Creo que es el paradigma del buen funcionamiento y buen entendimiento de la ciudad. Aquí en España, creo que Vitoria es una ciudad que está bastante bien. Y veo iniciativas incipientes que, aunque tampoco he profundizado mucho aún, por lo menos tienen más sentido común. Por ejemplo, en Torrelodones, Madrid, donde ahora mismo gobiernan en su segunda legislatura ¡unos vecinos! Estaban hartos de la gestión anterior —que en este caso era del PP, pero me da igual que hubiera sido del PSOE o de quien fuera— porque era una gestión de mucha solera, un poquito rancia. Y de pronto hay unos vecinos que estaban bien organizados, que llevaban una iniciativa ecologista y que ahora están gobernando. Por las experiencias personales que yo he tenido con ellos, que han contactado con nosotros en algún momento y probablemente realicemos algún proyecto más en el futuro, veo que tienen sentido común y ganas de hacer las cosas honestamente. Esto ya me da otra tranquilidad. Mencionabas antes las pintadas con nocturnidad y alevosía. ¿Todavía salís de noche a pintar de forma clandestina con los «trajes de ninja»?
Ya no salimos tanto de ninja. Hoy salimos a plena luz del día. Con respecto a antes, creo que ahora mismo podemos explicar mucho mejor lo que estamos haciendo y que cualquier persona lo podría entender. ¿Es importante, para poder salir a pleno día, tener un nombre ya reconocido?
No, no. Es importante saber lo que estás haciendo. A nosotros, cuando nos han pillado o nos han multado… hace dos años, en Madrid, nos pidieron seis mil euros por pintar parches grises con frases que eran los mismos parches grises que diariamente hace el Ayuntamiento. Entonces, bueno, intentando hacer algo más interesante con el gris salimos a la calle a plena luz del día, vestidos como operarios del ayuntamiento. Nos pillaron. ¿Tenéis muchos encontronazos con las autoridades?
No tenemos tantos como deberíamos.
«En 2004 cambiábamos murales por chorizo en Cantimpalos» de encargo o comisionado. Obviamente son esos los proyectos que nos dan de comer. Pero otras veces se nos ocurre un proyecto que entendemos va a mejorar la ciudad, pero que a nadie se le ha ocurrido antes y que no nos lo han podido encargar… pero eso no es motivo para no hacerlo. Si creemos que va a mejorar la ciudad, lo hacemos. Claro, lo realizamos cuando podemos, si tenemos un dinerillo ahorrado que nos permita parar y dedicarnos a él. Creemos que esta es nuestra labor. Suena bastante romántico por vuestra parte.
Hombre, piensa que nosotros venimos del «Do It Yourself», del no necesitas que nadie te encargue nada, del aprende a saltar una valla para poder pintar una pared, del usar el dinero que ahorras de la paga semanal que te dan tus padres para comprarte botes con los que poder pintar un grafiti… venimos de esta cultura. Para nosotros es natural. Cuando empezamos a hacerlo nadie nos lo encargaba. Esta actitud sigue ahí.
[Risas] Imaginarás que habrá quien se pregunte por qué, siendo ya un grupo artístico reconocido que puede vivir de su trabajo más legal, que incluso trabaja sin cobrar en comunidades marginales, os metéis en esos problemas y os arriesgáis a multas.
Esa actitud me recuerda a la de muchos grupos de música que gastan tiempo y el dinero que no tienen en seguir adelante aunque no les resulte rentable, pero lo hacen porque lo aman.
Muy sencillo. Para nosotros, nuestro trabajo es humanizar la ciudad, trabajar en los espacios públicos. Hay veces en que a otra persona se le ocurre un proyecto que tiene sentido y nosotros nos sumamos a ese proyecto, con lo que se convierte en una especie
Claro. Obviamente no escogimos este camino para llevar un Rolls Royce, porque si fuera así… nos hemos equivocado [risas]. Este camino lo escogimos porque íbamos a ser felices haciendo lo que nos llenaba. Ya te digo, hay gente que tiene sensibilidad para detectar 15
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un problema, un lugar o un área interesante de actuación y nos lo propone; si nos parece buena idea nos involucramos en el proyecto y hay un intercambio económico que es cojonudo porque nos permite vivir. Otras veces no es así, pero no es motivo para no hacerlo. Sobrevivimos económicamente y supervivimos vitalmente. El trabajo en determinadas comunidades nos ha enseñado que las pretensiones no han de ser las que aquí parece que son. Que se puede ser muy feliz con menos, teniendo muy claras las prioridades. Nuestras pretensiones son bajitas y eso hace que podamos no solamente sobrevivir sino ir creciendo poco a poco. Ahora tenemos cuatro colaboradores, tres diseñadores y un arquitecto, que están con nosotros en el estudio permanentemente, ayudándonos con ciertos procesos de los proyectos que a veces son complejos y con los que nosotros cinco no damos abasto. Ahora me gustaría que me dieras tu opinión sobre algunos artistas de arte urbano bastante conocidos. El primero es Banksy, que sería como la gran estrella del rock del arte urbano. Que organiza una presentación y acuden actores como Brad Pitt, o al que Christina Aguilera compra obras.
Me parece un tipo con un trabajo brillante, la verdad. No valoro ya el tema de los precios ni nada de eso, en eso no me meto. Lo que valoro es estrictamente su trabajo y me parece brillante. Me parece que su éxito está justificado porque es muy bueno. Lleva muchos años haciendo un trabajo fantástico. ¿No es curioso que alguien con esa fama, que mueve a tantas estrellas, permanezca tan empeñado en mantener su anonimato?
Es que el anonimato es clave en su éxito. El enigma es algo que ha funcionado toda la vida. Incluso en los superhéroes. Ocultar la identidad y producir ese aura de misterio es algo que a Banksy le ha beneficiado hasta el punto de que ha generado su propio personaje, que no tiene rostro ni físico. Pienso que es parte de su éxito como producto. ¿Crees que dejaría de funcionar tan bien si se mostrase en público?
No lo sé. Creo que ya está en un momento en que es difícil mostrarse. Cuando algo ha adquirido una dimensión como la suya, resultaría extraño. O tal vez perdería un poco la magia.
tente de ropa, de merchandising, cosas así. Banksy es el rockstar, pero lo es principalmente en los mundos más elitistas del arte, mientras que Shepard Fairey y su marca Obey han conquistado a todos y cada uno de cuantos formamos parte de esto. Fairey alcanzó mucha popularidad con el famoso cartel de Obama.
Claro, porque tiene esta estética tan radical… es un virtuoso en ese sentido. ¿No te parecen un poco obvias sus referencias pop?
No es que me parezcan obvias… ¡estás pinchando ahí, eh, cabrón! [Risas] ¿Esa frase la puedo incluir?
[Más risas] ¡Haz lo que quieras! No, no es que me parezcan obvias. Yo ya he crecido con Obey y con esa estética tan marcada. Lo que está claro es que el lenguaje pop funciona, sigue funcionando. Dos artistas españoles, Eltono y Nuria Mora.
Me gusta muchísimo su trabajo. Antes, que trabajaban juntos, y ahora que lo hacen por separado, me encantan. Tono me parece un referente absoluto. Ambos son de una generación un poquito mayor que nosotros, de los que están construyendo la actualidad del arte urbano ya no español, sino mundial, y son dos personas a quienes admiro y respeto un montón. ¿Crees que priman más el aspecto estético y no tanto el mensaje?
Creo que utilizan un código más abstracto. Desde luego que estéticamente son muy potentes, pero esto no quiere decir que no tengan un mensaje. Lo que pasa es que quizá es menos explícito. Y desde mi punto de vista, construyen ciudad y la mejoran. Por contra, ¿qué piensas de los artistas que se dedican casi exclusivamente al mensaje, como John Feckner, que pinta palabras o frases en clave irónica? ¿Te gusta?
Bueno, nosotros trabajamos con la palabra. La palabra es la herramienta básica con la que establecer un diálogo. Sí, pero vosotros tenéis un componente estético mucho más marcado. Lo de Feckner…
… Es una palabra más cruda, ¿no?
Otro gran nombre del arte urbano, Shepard Fairey.
Sí, muchas veces como si alguien hubiese impreso una palabra con un ordenador en una pared. Puro concepto.
Me gusta mucho. Estéticamente, me parece muy potente. Tiene una estética propia, una reinvención de esos carteles soviet que ha tenido mucho éxito en la comunicación. Además es el tío más listo de la clase, porque luego ha sabido monetizarlo, ha sabido explorar otros campos y ahora tiene una marca muy po-
Son decisiones propias del artista, pero lo que a mí me interesa es lo que provocan en el espectador. Por ejemplo, para mí, la diferencia entre un grafiti y el arte urbano —o como se quiera llamar, no sé si sería el término apropiado— es que hay quien trabaja en un espacio público pero tiene un código encriptado para que solamen-
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te lo entienda gente de su mismo sector. Eso podría ser el grafiti: no tiene ninguna voluntad de comunicación con el resto y se queda en un círculo mucho más pequeño, más concreto, más residual. Y luego estamos quienes hemos intentado salir de ese círculo y comunicarnos con el resto de la ciudad, porque nos hemos dado cuenta de que el espacio público te da la capacidad de relacionarte. Obviamente hay unos lenguajes artísticos con los que me siento más identificado que con otros, pero eso me importa menos. Lo que me interesa es la emoción que los trabajos te pueden generar. Feckner es a priori más conceptual y menos estético, pero también me interesa. El francés Blek Le Rat.
Hacía plantillas cuando nadie se lo podía imaginar. Cambió las reglas del juego. Se dio cuenta de que podía minimizar el tiempo en que te pudieran pillar pintando en la calle, maximizándolo en el estudio, y que así además podía pintar algo con un resultado estético más apropiado. Para mí fue el padre de todo eso. Tú salías a la calle y en los cinco minutos que tenías para pintar podías hacer algo muy limitado. Pero él, gracias a las plantillas, podía hacer algo fabuloso en esos mismos cinco minutos. Escif, el artista valenciano.
A mí me parece top. Mezcla la estética con el mensaje de una manera muy propia, que además en Valencia ha creado escuela; cada vez que das un paseo por allí ves a gente que está influenciada por él. Me parece un genio, un fuera de serie. La verdad es que sí. ¿Crees que es apropiado cuando le llaman «el Banksy español»?
Tiene un poco de la ironía de Banksy, sí. Puede haber un paralelismo en sus ironías. Aunque no en su lenguaje, obviamente. Hablas de ir paseando y ver el trabajo de otros. Ahora imagina que una persona pasea con los auriculares puestos y ve uno de vuestros trabajos, ¿qué música te gustaría que estuviese escuchando para completar la experiencia?
La música tiene un gran poder evocador, y obviamente puede modificar la percepción de un determinado momento. Creo que para entender nuestras obras hay que escuchar música local, música popular del lugar, que es la música con la que las creamos. A lo mejor la obra de Somos luz de Panamá se tiene que entender en un contexto del reggae panameño, que es parecido al reggaeton aunque con matices muy distintos. Se tiene que entender así porque la obra se concibió viviendo en el barrio de El Chorrillo, y el reggae, y a lo mejor algún merengue, es lo que se escucha por todo el barrio. O las piezas de la favela, que se tendrían que ver escuchando con la música que se oye allí, principalmente lo que
llaman funk da favela, que es como una batida [imita el ritmo, N. del R.]. Es lo que se escucha en la calle cuando estás pintando, cuando estás conceptualizando. Creo que hay que escuchar esa música popular local. Habéis estudiado arquitectura, Bellas Artes, etc. Obviamente el arte más convencional, el clásico, habrá tenido influencia sobre vosotros. ¿Os han influido también a nivel estético medios como el cine o el cómic?
Sí, nos influyen. Por ejemplo, Juan estudió Bellas Artes y se especializó en foto y vídeo. Pablo, el «Arkoh», es también un friki de los vídeos. En el estudio, semanalmente, se habla de cine casi como unos deberes que nos tenemos que llevar al fin de semana. Sí, el cine nos influye bastante. Y las series de televisión también. Si os llamaran para diseñar la cabecera de una serie, ¿es un tipo de trabajo que os gustaría realizar?
¿Sabes qué? Por un lado sería excitante porque es algo que nunca hemos hecho. Pero por otro lado tendríamos que valorar si tenemos la capacidad para obtener un buen resultado. Algo que hemos ido aprendiendo con el tiempo es que no es necesario ser valiente para enfrentarte a cosas a las que no te has enfrentado antes, pero tampoco hay que pasarse de listo y meterse en fregados que uno no controla, donde el resultado puede no ser tan bueno. Si esa oferta llegase a nuestro estudio seguro que nos fliparía, pero habría que estudiarla con un poco de sangre fría. Como estudiamos cada proyecto, en realidad. Si vemos que el resultado no va a ser bueno es mejor que se lo encarguen a otro que lo vaya a hacer mejor. Habría que analizarlo, pero las cabeceras de las series son algo que me flipa. Son más artísticas que nunca antes.
Son más artísticas que nunca y el género de las cabeceras ha evolucionado hasta un punto tan interesante que, ¡joder!, te las ves enteras. Normalmente las pasarías por el ansia de saber qué va a ocurrir en cada capítulo, pero ahora tienen una potencia visual y musical que ya no las pasas. Yo no paso ninguna. Me sucedió con Dexter, que tiene una cabecera espectacular. O ahora con la de Juego de tronos. Ya solo escuchando la música o viendo cómo la cámara se mueve por ese mundo en 3D, me voy metiendo en la serie y me voy engorilando. Te gusta bastante Juego de tronos.
Sí, sí. En el estudio hay diversidad de opiniones, eh. Hay quienes somos unos frikis absolutos. Yo, principalmente, y dos de los colaboradores, Diego y Pablo. Y hay otros que piensan que no es una buena serie. No sé si tienen prejuicios porque salen dragones. Pero a mí me parece una serie redonda. 17
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¿Y qué me dices de diseñar escenografía para teatro, o para una ópera?
Lo mismo que con las cabeceras. Lo tendríamos que estudiar. Estamos en un momento muy concreto en el que cada «sí» que das marca tu camino. ¿Como investigación y exploración nos interesaría? Sí. Ahora, no sé si es este momento estamos capacitados para hacerlo. Sería un halago que nos lo propongan, pero lo tendríamos que mirar. Uno tiene que ser muy honesto. No porque se te dé bien hacer una cosa tridimensional, o porque alguno de nosotros sea arquitecto, o porque tengas más o menos gusto en la composición, pues ya estás capacitado para hacer una escenografía. Hay que tener muchísimo respeto por los campos que no conoces. Cada año somos más respetuosos con lo que no conocemos. ¿Crees que la experiencia te hace menos atrevido?
[Risas] No sé… todavía no lo sé, porque no me considero nadie experimentado.
cuando nos dimos cuenta llevábamos cuatro meses sin ingresar ni un euro. Y fue una situación muy dura, la verdad, porque nosotros no tenemos muchos recursos. Sobrevivimos como pudimos, le echamos más horas que nunca. A veces dormíamos en el propio estudio, con un pijama, en el suelo, para dedicarle todavía más horas, para intentar invertir esa situación. No teníamos dinero para pagar el alquiler. Estábamos viviendo una situación muy paradójica porque habíamos hecho un proyecto muy interesante y el mundo se estaba empezando a interesar por él, nos estaban empezando a llamar de otros sitios, pero no teníamos liquidez. Ese proyecto casi nos ahogó. ¿Cuál fue el resorte, de dónde salió la fuerza para que el grupo superase ese mal momento?
Pues que nos llevamos muy bien y que cinco tíos remando con ganas en la misma dirección avanzan muy rápido. Pasamos esos cuatro meses sin cobrar nada, después otros cuatro meses currando como bestias, y al final del año habíamos invertido la situación.
¿Cuáles son vuestros sueños de cara a futuro?
Seguir. Seguir andando juntos, tío. Seguir siendo felices cada día, en realidad. Seguir levantándonos felices tanto si estamos aquí como si estamos en la Conchinchina. Aún estoy esperando el día ese en que me levante por la mañana y diga «Hostia… ahora qué palme ir al estudio». Si llega ese día, tengo que convocar un gabinete de crisis y decir «brothers, esto se está acabando». Pero mi sueño sería que las cosas sigan como hasta ahora, despacito, que siguiéramos gozando.
Imagina que aparece un millonario y os ofrece una gran cantidad de dinero por decorar su mansión. ¿Qué le diríais?
¿Nunca habéis pasado por una crisis, por un momento de duda?
Pues tendríamos que ver si es algo interesante. Si nos puede permitir no solo tener una estabilidad económica, que es necesaria para poder seguir investigando, sino además si ese proyecto puede servirnos como campo de experimentación. Si el balance de varios de esos aspectos es positivo, pues a lo mejor nos podríamos plantear seriamente el hacerlo. Siempre que tuviésemos libertad creativa, ¿eh? Eso para nosotros es fundamental. Cuando nos viene gente con recursos económicos, llámalo una empresa o una fundación, lo que intentamos es que sean mecenas de algún otro proyecto. Quizá con ese millonario podríamos darle la vuelta a la tortilla, diciéndole «mira, en vez de pintar tu mansión propiamente dicha, vamos a utilizar tus recursos para realizar algún otro proyecto, y de ahí sacamos unas reproducciones fotográficas en gran formato con las que podrías decorar tu mansión». Le haríamos ver que quizá sería más interesante un proyecto que pudiera significar un bien para otro lugar más necesitado.
No de duda. Sí que las hemos pasado canutas. Pero nunca se ha producido un momento de plantearos si dejarlo.
No llegó a producirse ese momento porque nadie se atrevió a verbalizarlo. Fue después del proyecto de la favela de enero de 2012. Nos fuimos allí con un presupuesto muy ajustado, nos lanzamos a la piscina como locos. Pusimos muchos recursos para que ese proyecto pudiera salir adelante, ya no solo en tiempo sino también a nivel económico. Y la vuelta fue dura. La experiencia fue muy fuerte y muy enriquecedora a nivel personal, muy interesante a nivel artístico. Volvimos y durante mes de febrero estuvimos totalmente alocados, diciendo «¡lo que hemos vivido, qué guapo!», viendo las fotos, tocándolas, editando el vídeo, etc. Pero en enero no habíamos cobrado nada. En febrero no cobramos nada. En marzo no cobramos nada. Algunas nuevas propuestas las habíamos perdido por no haberlas atendido mientras estábamos en Brasil. Recibimos nuevas propuestas y empezamos a ver en cuáles nos podíamos meter y en cuáles no, pero
¡Joder! [ríe y piensa unos momentos, N. del R.]. Es como si llega un millonario y nos quiere comprar un cuadro. Si lo quiere comprar y tiene dinero para comprarlo… Sí, pero no es lo mismo que os compre una obra ya terminada a que os tenga unos meses apartados de otros proyectos para que trabajéis en su mansión.
Veo que vuestro enfoque es el de buscar rápidamente la manera de que un proyecto no sea para una única persona sino para muchas.
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Claro. Es que es donde nosotros nos movemos. Pero esto lo vamos aprendiendo poco a poco y a base de equivocarnos. Nosotros trabajamos en contacto directo con la gente. Te he puesto ese ejemplo con lo del millonario porque eso es lo que le dijimos a la Bienal de Arte de Panamá. Vinieron a decirnos que querían exhibir nuestro trabajo en el marco de la Bienal. Tenían recursos para llevarnos, para la fabricación de unas obras. Cuando vimos esos recursos, pensamos: «con esto podemos ir tres semanas, realizar un proyecto que produzca una mejora en un lugar y después exhibir material sobre ello dentro del marco expositivo de la Bienal». Y a la Bienal le pareció interesante. Un evento artístico deja presencia en la ciudad, deja un poso, reactiva un área urbana y después los resultados de ese proceso artístico se exhiben en el espacio de la Bienal. Y nos fuimos al barrio de El Chorrillo, al edificio gigante de Somos luz. Así que es algo que ya hemos hecho. Si nos viene el «millonetis» ese, a lo mejor le propondríamos algo así. Para finalizar, no me resisto a preguntarte sobre el local donde tenéis vuestro estudio, que me parece muy original y refleja la filosofía de vuestro trabajo. ¿Cuál es su historia?
Nuestro estudio y centro de operaciones, nuestro campamento, es un edificio de 1810 que antes fue una vivienda con local comercial, una tienda de ultramarinos. Cuando nosotros llegamos el local llevaba seis o siete años cerrado… aquello apestaba. Las paredes tenían un gotelé terrible y la parte de abajo un olor rancio a bodega de jamón que todavía no hemos podido eliminar.
para nosotros es fundamental. Nos sentimos como trabajando en la calle aunque lo hagamos dentro del estudio, porque hay mucha transparencia. Una de las decisiones que tuvimos que tomar fue la de dejar los suelos originales, que al final son los que te hablan de toda su historia. En la zona principal, en lo que era el suelo de la tienda, tenemos un damero blanco y negro. En la parte de la vivienda tenemos unos collages de baldosines hidráulicos de la época que también molan un montón. Y al raspar las paredes para quitarles el gotelé aparecieron las antiguas pinturas que había en la habitación; por eso las paredes están como heridas, porque las íbamos lijando, nos pareció bonito, y las dejamos así. El local es de principios del siglo XIX. No hay fantasmas, ¿no?
No hay fantasmas, que yo sepa. Pero había unas telarañas… y recuerdo que en la parte de abajo encontramos unos negativos de fotografías en plan película snuff, con una pinta un pelín chunga. ¿Qué se veía en los negativos?
No lo sé, porque estábamos trabajando a degüello con el estudio y ya ni me acuerdo. Pero sí, la casa daba bastante miedo. Recuerdo que llevábamos un mes de reformas y pensábamos: «¿Dónde nos hemos metido? ¡Igual pagando un poquito más podríamos estar en un sitio más decente!».
Lo estáis contrarrestando con la pintura.
[Risas] Sí, claro, lo estamos intentando compensar con los disolventes de la pintura. Pero bueno, la verdad es que el sitio era perfecto en cuanto a metros, para cinco que éramos, y eso nos venía muy bien. La casera, M.ª Ángeles, es una señora de unos setenta y cinco años que canta coplas, es fantástica. Llegamos a un acuerdo con ella mediante el cual pudiéramos reformar el local nosotros mismos, con nuestras propias manos —porque obviamente no teníamos ni un pavo para contratar a nadie— a cambio de que nos hiciera un precio más barato. Aquella reforma fue casi nuestro primer proyecto de estudio. Decidimos llamarlo «La fábrica de pepinos», un poco recordando ese uso que había tenido como tienda de ultramarinos. Obviamente os habéis encargado de acondicionarlo a la perfección, pero la distribución típica de ultramarinos —incluso tenéis un estudio fotográfico en la antigua bodega del sótano— me ha gustado mucho.
Sí, aquí trabajamos muy a gusto. Esos huecos propios de un ultramarinos nos dan muchísima luz, algo que 19
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Vamos a necesitar un museo más G R A N D E Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. Sevilla.
CRISTIAN CAMPOS Muy pocos de los visitantes que pasean por las salas y los pasillos del antiguo Monasterio de la Cartuja de Sevilla, la actual sede del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, son conscientes de que este museo, la joya de la corona museística de la comunidad andaluza, empezó su andadura como un hijo repudiado cualquiera: sin cama en la que dormir (la reforma de las Atarazanas, que estaban destinadas a convertirse en su emplazamiento definitivo, nunca se llevó a cabo) y heredando los zapatos, es decir las colecciones, de sus hermanos mayores. Algo que, en cualquier caso, encaja a la perfección con la voluntad declarada del CAAC de convertirse en un vagabundo a tiempo parcial. En «un museo sin paredes» cuyas exposiciones escapen de los grandes salones de la Cartuja para viajar por todo el territorio español. Uno de esos hermanos mayores, de hecho el mayor de todos, fue el Museo de Arte Contemporáneo de Sevilla, inaugurado en 1970 y obra de los arquitectos y artistas José Ramón Sierra, Francisco Molina, Gerardo Delgado y Víctor Pérez Escolano, que se convertiría con apenas veinticuatro años en su primer director. El Museo de Arte Contemporáneo de Sevilla fue, dicho rápido y claro, uno de los primeros experimentos
de la dictadura franquista con la modernidad. Un meter el pie en el agua de la bañera del arte contemporáneo para catar en primera persona si este quema tanto como aparenta o no es tan fiero el león como lo pintan. De ahí que el experimento se llevara a cabo en Sevilla, que a fin de cuentas es periferia, y no en Madrid, donde ya tenían un museo de arte raro (el Nacional de Madrid) y donde un segundo amenazaba con abarrotar la capital de poetas, bohemios y librepensadores. En 1971, el Museo de Arte Contemporáneo de Sevilla organizó la primera exposición sobre cómics que se veía en una institución pública en España. Tan sobrecogedora fue la experiencia que las autoridades franquistas se apresuraron a santificar el reciento tras la clausura de la exposición metiendo una Cruz de Mayo en sus salas. Aparentemente, los responsables de la cosa niquelaron el exorcismo porque a día de hoy Satán sigue sin aparecer por la iglesia de San Hermenegildo. O quizá lo que ocurre es que a Satán no le gusta el cómic y que la santificación fue entonces innecesaria. Daño, en cualquier caso, no hizo: ante la duda, nunca viene mal un exorcismo. En 1997, los fondos del Museo de Arte Contemporáneo de Sevilla fueron trasladados al Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, donde continúan en la actualidad.
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NACE EL CAAC El CAAC cumple en 2015 veinticinco años, aunque la efeméride requiere contexto. El museo en sí fue creado en 1990, pero se inauguró el 1 de enero de 1998. Hasta ese momento, el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo era, como explicó su actual director, Juan Antonio Álvarez Reyes, al diario ABC, «un museo que iba conformando una colección y que la mostraba en diferentes puntos de Andalucía». A pesar de los vaivenes iniciales, el CAAC acabó recalando en la Cartuja y formando parte de esa primera hornada de museos de arte contemporáneo creados en democracia y a la que también pertenecen el IVAM, el MACBA y el Reina Sofía. Son los museos que han abierto las puertas del presupuesto público y marcado el camino a todos los que han llegado después. Un camino opuesto al recorrido sin ir más lejos por la ciudad de Málaga, centrada en proyectos muy espectaculares y mediáticos, y más en la sintonía de las grandes franquicias de museos europeos abiertas en los países del Golfo que en la labor lenta pero constante de museos como el CAAC.
A las obras recibidas desde el Museo de Arte Contemporáneo (Torner, Millares, Dokoupil…) se sumaron a lo largo de los años las que la Junta de Andalucía llevaba adquiriendo de varios artistas contemporáneos andaluces desde 1984, además de las que el mismo museo empezó a comprar en 1991. La colección completa del CAAC, que en la actualidad ronda las tres mil piezas, se presentó en 2000 e incluye obras de Bill Viola, Francis Bacon, Txomin Badiola, Equipo 57, Patricia Dauder, Luis Gordillo, Ana Mendieta, Albert Ràfols-Casamada, Daidō Moriyama, Xavier Miserachs, Elena Asins y Soledad Sevilla, entre muchos otros. Además, a la colección se suman cada año decenas de obras donadas o depositadas. Solo en 2012 se añadieron al fondo cuatrocientas ochenta y cuatro obras de cincuenta y un artistas, donadas por sus propios autores o por coleccionistas. Entre ellos, José Soto, Ignacio Tovar, Juana de Aizpuru, Jacobo Cortines y Guillermo Pérez Villalta.
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El CAAC quiso desde un principio poner la fecha de inicio de su colección en 1957 en referencia al Equipo 57, el grupo de artistas españoles fundado en el café Rond Point de París y que acogió hasta su disolución en 1962 a nombres como Luis Aguilera, José Duarte, Agustín Ibarrola y Jorge Oteiza. Entre las joyas del museo sevillano, y además de la colección de obras del Equipo 57, se cuenta la famosa celda de la escultora franco-americana Louise Bourgeois, conocida por sus esculturas de arañas gigantes (alguna de ellas supera los nueve metros de altura) y cuya primera muestra española se organizó por cierto en Sevilla en 1994. También la obra del pintor y escultor gaditano Guillermo Pérez Villalta, uno de los artistas más importantes del posmodernismo español.
Aunque si se le pregunta a los responsables del museo, es probable que su preocupación número uno sea la de siempre: la falta de músculo financiero. El presupuesto del CAAC, que había llegado hasta los siete millones de euros en la época de bonanza a finales de la primera década del siglo XXI, ronda en la actualidad los tres millones de euros anuales (3,3 en concreto en 2014). Aproximadamente un millón de esos tres se lo come el
EL CAAC EN 2015 El problema actual del CAAC no es de falta de obras sino de espacio. De falta de «almacén», como lo describe su director. Porque el edificio que alberga el museo no se acondicionó pensando en su uso futuro como espacio de exposiciones, sino para la Exposición Universal de Sevilla de 1992. De ahí el proyecto del Pabellón del Siglo XV, que cuenta con 6.826 metros cuadrados y del que se rumorea que puede convertirse en el nuevo hogar de la colección del CAAC (o de parte de ella). Su incorporación al museo, sin embargo, no está confirmada en el momento de escribir este texto porque choca con los intereses del colectivo La Carpa, que agrupa a diecisiete asociaciones sevillanas y que intenta por su lado que el espacio se convierta en el escenario de diversas actividades de teatro, música, danza e incluso circo (a su favor juega el hecho de que la rehabilitación del espacio tendría un coste cero para la administración porque de ella se harían cargo las mencionadas asociaciones, entre ellas Varuma Teatro, Cuarto Revelado, Assejazz La Matraka, Recetas Urbanas, La Residencia y Trans-Forma). De momento, el CAAC ha capeado la falta de espacio cerrando salas de exposiciones para utilizarlas como almacén. Su objetivo a medio plazo es que todas las obras del fondo sean visitables, aunque para ello se tengan que restringir o reorganizar las visitas.
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mantenimiento del edificio y un millón ochocientos mil, los salarios del personal. A la organización de exposiciones dedica el museo el 6% restante de esos 3,3 millones, es decir doscientos mil euros, que se han de repartir entre las exposiciones de menor coste (la del pintor malagueño Alfonso Albacete, que supuso quince mil euros) y las más caras («Lo que ha de venir ha llegado» costó sesenta mil euros). Muy lejos, en cualquier caso, de las exposiciones
más caras organizadas por museos como el Thyssen (un millón de euros costó su exposición de Cézanne) o el Prado (otro millón de euros para «El Greco y la pintura moderna»). Para situar las cifras en su contexto hay que conocer que ese presupuesto de poco más de tres millones de euros es incluso inferior al que tenía a su disposición el museo cuando se inauguró.
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¿Y los visitantes? Bien, gracias. El CAAC mantiene una tendencia claramente ascendente que tuvo su punto culminante en 2014, con ciento setenta y cinco mil visitantes, desde unos primeros años en los que las cifras rondaban los veinte mil visitantes anuales. Una cifra más que respetable, la de quinientos visitantes al día, si tenemos en cuenta
el tamaño del museo y su presupuesto. Al récord de ciento setenta y cinco mil visitantes contribuyeron, eso sí, dos exposiciones con mucho gancho mediático: la de Ai Weiwei, «Resistencia y tradición», que congregó a cuarenta y cinco mil visitantes, y la de Carmen Laffón, «El paisaje y el lugar», que reunió a más de veinticinco mil gracias a su capacidad para apelar tanto al espectador de gustos más conservadores como al más vanguardista.
El hecho de que la máxima responsabilidad del CAAC haya recaído únicamente en las manos de tres directores diferentes durante los últimos veinticinco años, evitando los ya tan tradicionales bandazos y caprichos políticos, ha ayudado a la estabilidad de la institución, como también lo ha hecho el que esos directores hayan respetado la labor de sus predecesores en el cargo sin caer en la tentación de la revolución por la revolución. El continuismo, en este caso, ha sido una bendición para el museo.
EL MONASTERIO DE LA CARTUJA El Monasterio de Santa María de las Cuevas, conocido popularmente como Monasterio de la Cartuja, fue declarado Bien de Interés Cultural en 1964 y es uno de los cuatro únicos monasterios cartujos que hay en Andalucía (los otros tres son la Cartuja de Jerez de la Frontera, la Cartuja de Granada y la Cartuja de Cazalla de la Sierra, también en Sevilla). Su construcción data del siglo XV, aunque la obra no se finalizó 26
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hasta el XVI. Su fundador fue el noble y clérigo Gonzalo de Mena y Roelas, arzobispo de Sevilla entre 1394 y 1401, y cuyos restos reposaron en la Cartuja hasta 1594, cuando fueron trasladados a la Capilla de Santiago de la Catedral de Santa María de la Sede de Sevilla. El Monasterio de la Cartuja acoge no solo al CAAC sino también al rectorado de la Universidad Internacional de Andalucía. Los problemas derivados del emplazamiento del museo son obvios. El mantenimiento de un edificio declarado Bien de Interés Cultural tiene un coste muy elevado, y ese coste es soportado en este caso por el presupuesto del CAAC y no por la Junta de Andalucía, a la que le correspondería la responsabilidad en exclusiva si el edificio fuera considerado como un «monumento». En segundo lugar, el espacio no ha sido obviamente pensado y diseñado para la organización de exposiciones de arte contemporáneo. Exposiciones en las que muy frecuentemente se muestran obras de formatos muy variados y de gran tamaño, lo que obliga a constantes y agotadores ejercicios de ingenio por parte de los responsables de la muestra. Y en tercer lugar, la distancia. El Monasterio está en la Isla de la Cartuja y aunque la pasarela que se
construyó en 1992, con ocasión de la Exposición Universal, ha facilitado el acceso desde el centro de la ciudad, el museo sigue siendo percibido por los ciudadanos sevillanos como una instalación «lejana». En realidad, apenas se tardan treinta minutos en caminar desde el centro de Sevilla hasta el museo, pero a ver quién es el valiente que se lanza en una ciudad con más de trescientos días de sol al año. Y de un sol no precisamente benevolente.
UN MUSEO PARITARIO El CAAC es el único museo español cuya programación se decide no solo por criterios artísticos y financieros, sino también de paridad de sexos. Algo que desde 2015 tiene su reflejo en la composición de la comisión técnica del museo, formada en 2015 por igual número de hombres que de mujeres: Víctor Pérez Escolano, Francisco Jarauta, Juan Bosco Díaz de Urmeneta y José Guirao, por un lado, y Berta Sichel, María Dolores Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz, Natalia Bravo y Luisa López, por el otro.
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KLAATU BARADA
Centre de Cultura Contempòrania de Barcelona.
JOSEP LAPIDARIO «No habrá un gran Apocalipsis, solo una sucesión interminable de pequeños finales». NEIL GAIMAN, Signal to noise
He conocido a un marciano. Lo vi por primera vez en la entrada del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), contemplando fijamente su propia mano derecha. Un gesto extraño, aunque el extraterrestre en sí era más bien anodino: un hombre calvo de mediana edad vestido con traje negro y corbata. Nada en su aspecto exterior le delataba como alienígena. Me encogí de hombros y entré en el CCCB, ansioso por visitar «Las variaciones Sebald», exposición dedicada a uno de mis escritores favoritos.
Allí volví a toparme con el hombre de negro, observando silencioso las veinticinco mil mariposas de papel negro esparcidas por Carlos Amorales a la entrada de la muestra. Al ver la expresión desconcertada del visitante, sentí apropiado darle conversación. Le expliqué que Amorales estaba trabajando con mariposas de papel cuando cayó en sus manos Austerlitz, novela de Sebald en que polillas e insectos protagonizan párrafos memorables. Llevaba encima una copia de la novela, comprada en la propia librería Laie-CCCB, así que le mostré la cita: «No hay ninguna razón para negar a las criaturas más pequeñas una vida interior. No solo nosotros y los perros, vinculados desde hace muchos siglos con nuestros sentimientos, y otros animales domésticos soñamos de noche, sino también otros pequeños mamíferos, los ratones y topos viven
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cuando duermen, como puede saberse por sus movimientos oculares, en un mundo solo existente en su interior, y quién sabe, dijo Austerlitz, quizá sueñan también las polillas o la lechuga del huerto cuando mira de noche la luna». El desconocido respondió con una extraña mueca y murmurando que eso era exactamente lo que estaba buscando. Levantó la mano con un gesto sospechosamente parecido al de la fusión mental vulcana de Star Trek, y tras unos segundos algo incómodos, sentí una riada de información descargándose en mi cerebro como en un pendrive biológico. Supe que el hombrecillo de traje era un marciano camuflado, enviado en una misión de reconocimiento similar a la del Klaatu de Ultimátum a la Tierra… Juzgar si la belicosa y destructiva humanidad debía ser considerada una plaga y, en caso afirmativo, exterminada de forma indolora pero definitiva. Cuando recuperé el habla tras el sobresalto le pregunté su nombre y no contestó, así que a partir de ese momento pensé en él como M., inicial de Marciano, Muerte o M, el vampiro de Düsseldorf. El hombrecillo de aspecto inofensivo había quedado teñido por un aire verosímil de peligro y amenaza.
¿Pueden encontrarse en «Las variaciones Sebald» pruebas de que la humanidad merece sobrevivir? Mientras caminaba por la exposición le hablé frenéticamente a M. del profundo humanismo de Sebald, de la sensación agridulce que permea sus textos, de sus personajes traumatizados, desubicados o presa de ataques nerviosos, pero profundamente empáticos y humanos. Le transmití mi fascinación ante la estructura en red de sus novelas, en que un suceso remite orgánicamente a otros y las reflexiones sobre arquitectura, biología o historia enlazan sutilmente con estados mentales, vivencias, testimonios. Hablé de la importancia del viaje en la literatura sebaldiana, señalando My ghost, la seda negra sobre la que Jeremy Wood ha impreso quince años del registro de posicionamiento de su GPS como agitado testimonio autobiográfico. Ese constante ir y venir por los mismos recorridos puede hacer que nuestras vidas parezcan fútiles y espectrales, aunque son sin embargo dignas, dije con un punto de angustia en la voz, dignas de ser vividas.
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Pero a medio discurso me di cuenta de que M. no estaba ya a mi lado, sino de pie abriendo el cajón de un antiguo archivador y hojeando los expedientes de su interior. Me acerqué y extraje uno al azar: era una fotografía aterradora de esqueletos a medio desenterrar. Cuando M. me dirigió una mirada inquisitiva y acusadora, empecé a hablarle de memoria histórica, Guerra Civil y represión franquista, pero las palabras se me atragantaron y tuve que hacer una pausa. Expliqué después que el archivador es parte de la obra de Núria Güell Resurrección, que incluye un vídeo con su acción performativa. Güell utilizó el nombre de un maqui asesinado a finales de los años treinta para comprar objetos de propaganda a la Fundación Francisco Franco, aunque se aseguró de que el pago no se hiciera efectivo. Al recibir la memorabilia franquista la enterró en una cuneta de una carretera, como tantos cadáveres de represaliados. Me di cuenta de que la humanidad no estaba quedando en buen lugar, así que avancé hacia las magníficas fotografías paisajísticas de Trevor Paglen. Ahí vi una sonrisa aparecer en los finos labios de M., mientras me preguntaba si las antenas e instalaciones futuristas que se adivinan en las imágenes son parte de algún programa tecnológico para encontrar vida extraterrestre. Haciendo de tripas corazón tuve que contestarle que no, que son fotografías de la Base de Vigilancia GCHQ Bude, en Cornualles, uno de los mayores centros mundiales de espionaje gubernamental e interceptación de las comunicaciones. Al ver que M. volvía a adoptar su habitual expresión neutra, cerré los ojos unos segundos para ordenar mis ideas y hablarle del proyecto SETI y las maravillas de la NASA y SpaceX, pero cuando los abrí, el alienígena ya se había marchado. De repente me di cuenta de un hecho desasosegante: en ningún momento había visto caminar a M. Permanecía siempre quieto, de pie, con la mirada fija en lo que le estuviera mostrando. Pero cada vez que me giraba o parpadeaba un poco más lento que de costumbre, al abrir los ojos tenía que buscar de nuevo a M., que había cambiado de posición. Como si no pudiera desplazarse mientras alguien le estuviera mirando. ¿Quizá le solidificaba la mirada del observador? ¿Qué forma tenía el marciano cuando nadie era consciente de su presencia? Recordé en un relámpago de la memoria a los ángeles de piedra de Doctor Who, siempre inmóviles, siempre amenazadores.
El corazón me dio un vuelco al distinguir a M. ante los plafones de fotografías de Taryn Simon en A living man declared dead and other chapters I-XVIII. Y es que si el extraterrestre debía decidir si exterminar o no a la raza humana, en las historias recogidas por Simon encontraría motivos para apretar el botón rojo. Tuve que hablarle de cómo en ciertas zonas de la India es práctica habitual sobornar a funcionarios civiles para que emitan un falso certificado de defunción de un vivo, para robarle las tierras aunque ello implique arrojar a toda una familia a la miseria. Me vi obligado a hablarle a M. de la represión violenta de los homosexuales y de los cómplices de Hitler en su invasión de Europa. Tuve que hablarle de represión, de exterminio, del Holocausto, de espacios en blanco en la mente y en la vida.
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Inmediatamente traté de compensarlo con una visión más positiva y señalé a M. 0˚00’00’’, de Simon Faithfull, un divertido audiovisual en que el autor se emperra en seguir a pie el recorrido trazado por el meridiano de Greenwich, aunque para ello tenga que atravesar viviendas y talleres, atravesar ríos a nado o escalar muros de cemento. Traté de presentar esta imagen como testimonio de la valentía y tozudez humanas, pero M. ya no me escuchaba: le vi observando las maquetas de fuertes y fortalezas bélicas de Fernando Sánchez Castillo, búnkeres protegiendo ruinas. Dijo W. G. Sebald en Austerlitz: «los edificios que crecen hasta lo desmesurado arrojan ya la sombra de su destrucción, y han sido concebidos desde el principio con vistas a su existencia ulterior como ruinas». Me pregunté si eso mismo sería aplicable no solo a edificios sino a todo el planeta, cuyo crecimiento espasmódico y (sin duda) desmesurado está dejando demasiados cadáveres en las cunetas. Tal vez M. tenga razón y el auténtico destino de la vida humana sea extinguirse y dejar un bonito cadáver, pensé algo desalentado, y pronuncié a media voz
a una de mis frases preferidas de Austerlitz: «las huellas del dolor atraviesan la historia en finas líneas innumerables». Por el rabillo del ojo vi a M. asentir con la cabeza y pensé que acababa de condenar a mi especie. Sentí la necesidad imperiosa de escapar, así que salí de la sala de exposiciones poniendo rumbo a la otra muestra del CCCB: «Pis(o) pilot(o)», una mirada a la problemática de la vivienda en Medellín y Barcelona. Nos sentamos (o más bien yo me derrumbé en un puf y M. apareció inmediatamente sentado a mi lado) ante un audiovisual de siete minutos obra de Benet Román, con un montaje paralelo que muestra escenas de cotidianidad urbana de Medellín y Barcelona. Es un vídeo magnífico, que roza sin embargo lo cursi en la escena en que un barcelonés y una medellinense se lanzan una pelota inflable a través de la división de la pantalla. Tras el visionado, M. tan solo hizo un comentario que no pude oír bien, aunque me pareció entender la palabra «epitafio». Paseé entonces por un laberinto de diecisiete puertas (me vino a la cabeza el Templo de Mil Puertas de La historia interminable) sobre las que pueden leerse cifras, datos y gráficas sobre la situación de la vivienda en Barcelona y Medellín. Y mientras le hablaba a M. de pobreza energética, casas vacías, escaladas de precios y porcentaje de los ingresos familiares dedicados a la vivienda, me iba invadiendo una sensación invencible de desánimo. Le expliqué a nuestro juez marciano que a pesar de que el derecho a la vivienda se reconociera en nuestra Constitución, en la práctica muchos años de especulación inmobiliaria y burbujismo habían convertido el tener un techo sobre la cabeza en un problema social de primer orden. Al explorar la segunda zona de la muestra, que recoge más de cuarenta proyectos enfocados a paliar la crisis de la vivienda, vi mi oportunidad al fin para presentarle a M. la humanidad de forma positiva. Traté de hacerle entender que más que en una exposición estábamos en un foro de diálogo, un proyecto internacional con vocación de buscar soluciones y mejorar la lamentable situación actual. Le hablé de las viviendas sociales, del co-living, de la masovería urbana, de la ocupación como herramienta ante el desahucio, de los inquilinatos medellinenses y la recuperación vecinal de los barrios periféricos de Barcelona. Le conté a M., que me observaba con una expresión adusta en
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la cara, cómo estaban colaborado en este empeño organizaciones sin ánimo de lucro, talleres de la Escuela de Arquitectura, ayuntamientos, asociaciones de vecinos… Nos detuvimos ante el documental dirigido por Pau Faus SÍ SE PUEDE, Siete días en la PAH Barcelona, porque en la Plataforma de Afectados por la Hipoteca vi una oportunidad de mostrarle al marciano una forma de resistencia social ante la sociopatía de los indicadores macroeconómicos. Fuimos testigos de sus reuniones comunitarias de bienvenida, del empoderamiento ciudadano facilitado mediante el apoyo emocional, informativo y legal a los que están a punto de quedarse en la calle. Le revelé a un sorprendido M. que una de las mujeres que estuvo al frente de la PAH, Ada Colau, acababa de llegar a la alcaldía de Barcelona… Arrastré al alienígena hasta un enorme mapa de Barcelona colgado en un muro, en el que Bernat Bastardas, Óscar García, Álvaro Martínez y Susana Guillermo habían marcado en relieve los lugares en que podrían instalarse cien mil nuevas viviendas. Una sobrada, un potente golpe sobre la mesa apuntando…
Intenté hacer ver a M. que la actividad de un centro como el CCCB va más allá de la voluntad museística: CCCB podría significar Convivencia, Colaboración y Cooperación en Barcelona. Sintiéndome repentinamente rabioso, traté de convencer a M. de que su papel como juez sería injusto si llegara a su veredicto sin saber mucho, muchísimo más sobre la humanidad de lo que puede aprenderse en una breve visita. Le quise convencer para que asistiera al menos a un Kosmopolis, el festival literario bienal al que acuden escritores, filósofos, poetas y ensayistas de todo el mundo. Pensé en utilizar la táctica Sherezade y convencer a M. para que volviera al día siguiente a consultar en el Archivo CCCB los materiales de muestras anteriores: la maravilla del «Archivo Bolaño» y los debates y mesas redondas que propició; la imprescindible «Autopsia del nuevo milenio» de J. G. Ballard (¿dónde encontrar mejor que en Crash el cortocircuito occidental entre destrucción y creación, muerte y sexo?); los recientes diálogos entre Alejo Cuervo y Cory Doctorow como ventana a las posibilidades del futuro…
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Resistiendo la tentación de aferrar al marciano por las solapas de su americana, le hablé del inagotable Arxiu Xcèntric, un fondo de más de setecientas películas de cine experimental. Al pensar en mis horas pasadas en el minicine del Arxiu Xcèntric, recordé de repente el documental Bukowski, born into this, de John Dullaghan... Y de ahí salté a los versos bukowskianos de la dedicatoria de Sifting through the madness for the Word, the Line, the Way: «la manera de crear arte es quemar y destruir / conceptos comunes y sustituirlos / por nuevas verdades que vienen sin pensar / y brotan del corazón». No destruyas el mundo, le grité entonces a M., ya somos capaces de destruirlo nosotros sin ayuda externa, muchas gracias. Haz algo positivo y aprende, ayuda, colabora. Y en ese momento M. observó fijamente su propia mano derecha, como la primera vez que lo vi a la entrada del CCCB. Recordé a Bolaño escribiendo que la pregunta más importante que podemos hacernos es la que se hizo Wittgenstein: «¿esta mano es una mano o no es una mano?». El marciano levantó la palma y oí un aleteo, un zumbido creciente que se convirtió en
tempestad cuando las decenas de miles de mariposas negras de Carlos Amorales, ahora vivas por ensalmo tecnológico alienígena, irrumpieron en la sala posándose sobre las cartelas de «Pis(o) pilot(o)», bendiciendo los mapas de Barcelona y Medellín, añadiendo una explosión de vida al bullicio creativo de la muestra. Al ver que en la cara anodina de M. se dibujaba una sonrisa me relajé, y pensé en otra artista que ha trabajado con mariposas negras, Soledad Sevilla, y en su obra adecuadamente llamada El tiempo vuela. Y tanto que vuela, pensé, no nos queda mucho tiempo para encontrar soluciones... Pero tal vez en lugares como el CCCB podamos topar con algunas.
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Bienvenido Mr.
Seban
Es probable que no haya en estos momentos otro proyecto cultural en España que despierte más envidias que el del Centre Pompidou malagueño. Y, sin embargo, su génesis no puede ser menos glamurosa. O al menos no todo lo glamurosa que se le podría suponer a una iniciativa de este calibre. La culpa de que la primera y de momento única sucursal internacional del Centro Nacional de Arte y Cultura George Pompidou de París haya recalado en el muelle número uno del puerto de Málaga la tiene el fútbol. Lo explica Francisco de la Torre, alcalde de la ciudad desde hace quince años y rara avis del panorama político español, a todo aquel que quiera escucharle: «En 2008, en el palco del estadio del Málaga, durante el descanso de un España-Francia, le dije al entonces embajador francés Bruno Delaye: “Señor embajador, esta es la ciudad que aspira a convertirse en una sucursal del Louvre o del Pompidou”». El primero era claramente un imposible. Pero no tanto el segundo. Y lo que podría haberse quedado en una cortesía diplomática más fue cuajando poco a poco hasta culminar en la inauguración del Centre Pompidou malagueño el sábado 28 de marzo de 2015. Inauguración de altos vuelos a la que asistieron, como seguramente merecía la ocasión, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy; la ministra de Cultura francesa, Fleur Pellerin; y el presidente del Centre Pompidou parisino, Alain Seban. No era para menos.
Centre Pompidou. Málaga.
CRISTIAN CAMPOS
En realidad, la elección de Málaga como sede de la primera sucursal internacional del conocido museo parisino solo puede extrañarle a quien no conozca la ciudad o a su peculiar alcalde. Málaga, que cuenta con poco menos de seiscientos mil habitantes, es la sede de casi más museos que bares: si no tocan a museo por malagueño, poco les falta. Allí tienen su sede el Museo Picasso, el Centro de Arte Contemporáneo (CAC), el Museo Carmen Thyssen, la Colección del Museo Ruso San Petersburgo y, por supuesto, el Centre Pompidou, además de otros museos quizá no tan conocidos ni relevantes, pero que también ocupan sus buenos metros en un área de apenas dos kilómetros cuadrados: el Museo del Patrimonio Municipal (MUPAM), el Museo Catedralicio, la Fundación Picasso, el Museo Interactivo de la Música de Málaga (MIMMA), el Museo de Arte Flamenco y un largo etcétera que voy a ahorrarles por pura caridad cristiana. En la página web oficial del Área de Turismo del Ayuntamiento de
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la ciudad encontrarán la lista completa: nada más y nada menos que treinta y seis museos de todo tipo y condición, incluido uno dedicado única y exclusivamente al vino. Solo Barcelona y Madrid cuentan en España con más museos que Málaga. Y ojo, porque si los malagueños se empeñan, cualquier día de estos barceloneses y madrileños pierden la pole position. Lo cierto es que tanta inversión en cultura suele ser correspondida con entusiasmo por buena parte de los ciudadanos malagueños, e incluso por muchos de aquellos que no comulgan con la ideología de su alcalde (del PP). Durante el último Día Internacional de los Museos, que en Málaga coincidió con la llamada Noche en Blanco y que permitió acceder gratuitamente a todos los museos de la ciudad hasta las 02:00 de la madrugada, las colas en la puerta del Centre Pompidou daban la vuelta al cubo de cristal de dieciséis metros de alto que lo alberga (conocido simplemente como «el Cubo» y cuya superficie ha sido recubierta por el artista francés Daniel Buren con cubos de colores combinados con franjas blancas de unos nueve centímetros de ancho, su imagen de marca). Lo mismo ocurría
frente a las puertas de la Colección del Museo Ruso de San Petersburgo, también inaugurado en marzo de 2015 y que, según las voces más críticas de la oposición municipal, no es más que un intento de captar la atención (y los bolsillos) de los cada vez más numerosos turistas rusos que visitan nuestro país. Algo que, obviamente, debe importarle más bien poco a los visitantes malagueños del museo: «A mí dame pintura medieval rusa y realismo socialista y dime tonto», podría ser su lema.
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La calificación de rara avis para Francisco de la Torre, de setenta y dos años, no es, ya lo ven, gratuita. Su obsesión a lo largo de sus quince años en el cargo ha sido convertir Málaga en un destino de turismo cultural de primer orden. Si no lo ha conseguido para cuando se jubile no será desde luego por falta de museos. No parece el suyo un objetivo desencaminado: a pesar de la debacle de su partido en las elecciones municipales de 2015, de la Torre consiguió revalidar la confianza de sus vecinos (aunque necesitó el apoyo de Ciudadanos para conservar la alcaldía). De hecho, Málaga es, en el momento de escribir este texto, la mayor ciudad de España gobernada por el PP.
EL POMPIDOU PARISINO El Pompidou parisino fue inaugurado en 1977 por el presidente Valéry Giscard d’Estaing, aunque su construcción se inició durante el mandato de su antecesor Georges Pompidou, de quien el museo evidentemente toma su nombre. La polémica le acompañó desde el principio pues para su construcción tuvo que ser derribado el emblemático (aunque maloliente y caótico) mercado de abastos de La Halle. Fue diseñado por los arquitectos Renzo Piano y Richard Rogers cuando estos aún no eran las estrellas en las que se convertirían poco después, y no tardó en convertirse en una de las principales atracciones turísticas de la ciudad de París, además de en
emblema de la arquitectura high tech gracias al peculiar aspecto que le confieren sus elementos funcionales (tuberías, conducciones, escaleras) pintados de vivos colores y dejados a la vista. Su colección comprende más de cien mil obras, lo que lo sitúa en la liga de los grandes museos internacionales de arte moderno y contemporáneo, codo con codo con el MoMA neoyorquino, el Kunsthalle de Hamburgo, el Stedelijk Museum de Ámsterdam, la Tate londinense o el S.M.A.K. de Gante. Sus cifras no son menos apabullantes: poco después de su inauguración, en 1979, una exposición sobre Salvador Dalí atrajo a ochocientos cuarenta mil visitantes. No es una excepción: la muestra de Henri Matisse que el Pompidou organizó en 1993 reunió a más de setecientos treinta mil visitantes. En 2009, una muestra sobre Kandinski congregó a más de setecientas mil personas. Las cifras anuales tampoco son menos espectaculares: aproximadamente seis millones de visitantes pasan cada año por sus salas. Es decir más de dieciséis mil al día. El Centre Pompidou malagueño es la primera sucursal internacional del Pompidou parisino, pero no la primera de la historia. Ese honor le corresponde al Centre Pompidou de la ciudad francesa de Metz, inaugurado hace apenas cinco años.
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EL POMPIDOU MALAGUEÑO El Pompidou malagueño no pretende obviamente llegar o siquiera aproximarse a esas cifras, aunque solo sea por el hecho de que el contrato con la central parisina es provisional y solo comprende un periodo de cinco años. Eso sí, renovables. Según se rumorea, Alain Seban llegó a contemplar otros destinos alternativos para el primer Pompidou internacional, como Latinoamérica o Asia, antes de decantarse finalmente por Málaga. El nombre escogido por Seban, «el Pompidou provisional», no deja lugar a dudas de su frágil compromiso con la ciudad andaluza (y con cualquier otra localidad en la que hubiera podido recalar el proyecto: no es un tema personal sino de marketing). El Pompidou provisional se basa en otro proyecto de Seban, el Centre Pompidou móvil, que recorrió varias localidades francesas entre 2011 y 2013 y que congregó a unos doscientos cincuenta mil visitantes (Seban presume habitualmente de que muchos de ellos no habían puesto jamás los pies en un museo antes de que él lanzara su iniciativa). Lo que no es en absoluto provisional son las cifras que el Ayuntamiento de Málaga debe pagar cada año al Pompidou parisino: un millón de euros en concepto de alquiler de obras y uso de la marca, más otro millón para transporte y seguros. Que se suman a los siete millones que ha costado el acondicionamiento del cubo de cristal del muelle número uno que alberga el museo. Si añadimos estos costes a los derivados de la sede de la Colección del Museo Ruso de San Petersburgo, la cifra de gasto por ambos museos alcanza los ocho millones de euros anuales, superior incluso al presupuesto del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (CAAC) de Sevilla, el centro de mayor tamaño de la comunidad andaluza. Sevilla será la capital administrativa andaluza, pero la cultural es Málaga. Dichos costes no serán asumidos, o al menos no por completo, por las administraciones a cargo del cada año más menguado presupuesto público: el Ayuntamiento no ha parado de buscar patrocinadores privados desde el mismo momento en que se confirmó el cierre del trato con el Pompidou parisino.
Dicho acuerdo contempla la cesión de noventa obras de arte de los siglos XX y XXI, que serán sustituidas dentro de dos años por otras tantas, siguiendo el criterio de los conservadores y los comisarios del centro. A esa colección permanente se sumarán además dos o tres muestras temporales al año comisariadas por conservadores del Centre Pompidou y que tocarán tanto fotografía como diseño, arquitectura y vídeo.
LAS CINCO ÁREAS DE LA COLECCIÓN El Centre Pompidou de Málaga cuenta con un espacio para exposiciones de dos mil metros cuadrados. Las noventa obras procedentes del museo madre se dividen en cinco grandes áreas temáticas de nombre un tanto abstracto y cuya justificación probablemente solo entiendan los doctorados en historia del arte: Las metamorfosis, Los autorretratos, El hombre sin rostro, El cuerpo político y El cuerpo en pedazos. Las piezas son obra de artistas como Pablo Picasso, Max Ernst, Francis Bacon, Frida Kahlo, Renè Magritte, Alberto Giacometti, Djamel Tatah, Alexander Calder, Georg Baselitz, Constantin Brancusi, De Chirico o Tony Oursler, entre muchos otros. Junto a la colección permanente, el Pompidou organizará cada año dos o tres exposiciones temporales en el espacio de trescientos sesenta y tres metros cuadrados de la planta cero del Cubo. Las muestras temporales se alargarán durante un periodo de tiempo que oscilará entre los tres y los seis meses. La primera de ellas ha sido la dedicada a cuarenta y seis obras sobre papel producidas por el artista catalán Joan Miró entre 1960 y 1978. La segunda, a las fotógrafas de la década comprendida entre los años 1920 y 1930.
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UN MUSEO PARA AQUELLOS A LOS QUE NO LES GUSTAN LOS MUSEOS Los objetivos son lógicamente modestos en comparación con los del Centro Pompidou parisino, pero relativamente ambiciosos para una ciudad como Málaga. Se habla de doscientos cincuenta mil visitantes anuales en una ciudad de seiscientos mil ciudadanos y en la que la competencia interna es masiva (bien es cierto que buena parte de los restantes treinta y cinco museos de la ciudad no son rivales ni en relevancia ni en contenido ni en ambiciones para el Pompidou). Más significativa aún es la filosofía del Pompidou. Alain Seban insistió tercamente durante sus visitas a las obras de acondicionamiento del Cubo, meses antes de su inauguración, en que el centro malagueño debía ser algo más que un museo convencional. Algo, en definitiva, más parecido a un espacio «de experimentación» o un «laboratorio de ensayo» que a un simple almacén de obras de arte que colgar de la pared o dejar en el suelo para solaz de aquellos que muy posiblemente ya las hayan visto docenas de veces con anterioridad, ya sea en el Pompidou parisino, en los libros o en internet. El objetivo es que al centro malagueño se acerquen incluso aquellos que «no suelen frecuentar museos».
Algunos rumores hablan de que algunas de las exposiciones que se organicen en París podrían trasladarse tras su finalización a la sede malagueña y viceversa, en un tráfico de doble sentido del que, aunque solo sea por presupuesto, saldrían claramente beneficiados los ciudadanos malagueños.
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Otro de los proyectos para el futuro involucra, como no podía ser de otra manera (en el mundo del arte también hay modas), a los niños. Los talleres para niños y adolescentes de entre tres y dieciséis años serán habituales, algo que ya se ha convertido en marca de la casa del Pompidou parisino (suyo es el conocido Studio 13/16) y que ahora se pretende reproducir en Málaga.
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LOS CAMINOS QUE se cruzan AL FINAL DEL CAMINO Centro Galego de Arte Contemporánea. Santiago de Compostela. Los caminos forman parte de la condición existencial de la humanidad. No es una afirmación de epatación pseudofilosófica, es que desde que ponemos un pie detrás de otro por un terreno no explorado, abrimos una ruta nueva. Comenzamos algo que no existía y generamos un recorrido venidero. En el mundo hay cien caminos, mil, varios miles de millones. Y aunque nos creemos en la cúspide de la civilización, cada vez que alguien decide alejarse de sus espacios conocidos,
PEDRO TORRIJOS físicos o mentales, se abre uno nuevo. Tan solo hay que saber hacia dónde dirigirse. Y sin embargo, en 1956, Frank Herbert dijo en boca de Paul Atreides, protagonista de Dune, que «un camino que se recorre con precisión hasta su final, desemboca, precisamente, en ninguna parte».
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EL CAMPO DE ESTRELLAS Por el norte de la Península Ibérica corre un camino. Es un camino antiguo, muy antiguo, que desemboca en muchas partes. Algunos dicen que acaba en la tumba milenaria de un apóstol. Otros afirman que no termina hasta el océano, hasta Fisterra, hasta el fin de la tierra. Pero en realidad, el Camino nace y muere en la sección transversal de nuestra galaxia. Una espiral de más de trescientos mil millones de soles que arrojan sus rayos transparentes sobre esa porción de tierra que, con precisión lírica, sea cierta o no, los romanos llamaron campus stellae. El campo de estrellas. Los que vienen desde Francia sostienen que el Camino confluye en una colina al noreste de Santiago de Compostela, en el límite de la ciudad nueva. Desde allí se ve, al fin, la Catedral y el casco histórico. Solo queda bajar por un parque. El Parque de Bonaval.
Al caminar por sus laderas envueltas en césped fresco y verdescente, vamos acercándonos hacia el convento dominico de San Domingos de Bonaval, que le da nombre. Atravesamos terrazas como las de los antiguos huertos gallegos mientras la ciudad se va colocando en fotografías, en encuadres polidimensionales, a cada metro que descendemos. Pasamos junto al viejo cementerio que ahora es nuevo y, a veces, multicolor. Pisamos hierba y tierra y piedra antigua y piedra contemporánea. Y también pisamos chapa metálica. Casi al final del parque, cuando ya solo queda un árbol y un fragmento de baldosas, hay una placa escrita con una fecha y dos nombres. 1994. Isabel Aguirre y Álvaro Siza.
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Fueron la paisajista coruñesa y el arquitecto portuense quienes rehabilitaron la antigua finca perteneciente a los dominicos. No quisieron que su nombre se impusiera al terreno ni a la obra ni al parque ni mucho menos edificio de San Domingos. Por eso apenas figuran en una chapa prácticamente oculta. Una pieza de acero que solo se descubre con el cambio de sonido en la pisada. Al otro lado, la grieta entre el convento y el Centro Galego de Arte Contemporánea. El intersticio que se abre junto al nuevo museo y la triple escalera helicoidal que Domingo de Andrade construyó en el cenit del Barroco. Una
escalera que se conecta con la propia estructura del tiempo. Porque es un camino que son tres. Que son todos.
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CONVERSACIONES Y todos los caminos se cruzan en un tejido de trayectorias. Si Bruno Zevi decía que la arquitectura es el espacio recorrido en el tiempo, entonces, el Centro Galego de Arte Contemporánea son cien arquitecturas, porque son cien recorridos que en realidad son uno solo. Un camino al final del camino. Al subir por la Costa de San Domingos y asomar a la Rúa Valle Inclán lo primero que vemos es un muro de granito. Tiene dos alturas pero a veces es tan alto como tres, y conversa con las dos alturas, a veces tres, del casco histórico. Recuerda a la tapia de los huertos gallegos: quebrada, inclinada, incompleta, casi rota. Es la fachada del edificio del CGAC y es la imagen ideal de la antigua tapia de la antigua huerta del convento de San Domingos. Los mampuestos rugosos en aparejo desconcertado se vuelven placas rectangulares de piedra pulida; los sillares de la albardilla ahora son líneas de acero a la vista; y los huecos y las puertas han mutado en horadaciones. Siza no imita, Siza reinterpreta en orgullosa demostración de respeto.
Cuando al arquitecto portugués le encargaron la construcción de un nuevo museo en la capital de Galicia, se enfrentó a cuatro retos. Uno era conocido: articular un edificio para exponer piezas de arte. Los otros tres, en cambio, respondían a condiciones de contorno tan específicas como el propio contorno. Porque Santiago de Compostela es la capital de una de las regiones más singulares de Europa, pero también es una ciudad sedimentada y compactada por veinte siglos y mil cúmulos de densidad histórica y cultural. Y el nuevo edificio se situaría en el borde del casco histórico, iba a albergar piezas de arte contemporáneo y sería, porque tenía que ser, efectivamente nuevo.
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Por eso, al arquitecto ni siquiera le preocupó demasiado la complicada silueta triangular del solar donde debía plantear el proyecto. Su verdadera decisión radicaba en enfrentar el arte y la arquitectura contemporánea a la ciudad del campo de estrellas. Era 1988 y Álvaro Siza Vieira tenía cincuenta y cinco años. Uno de los arquitectos más brillantes del siglo XX entraba en ese periodo tan esquivo al que llamamos madurez creativa. Cinco años más tarde, Siza acababa de ganar el Premio Pritzker e inauguraba el que quizá sea su mejor edificio. La suma de todo un posicionamiento espacial, material y emocional. Porque no lo hizo. No enfrentó su arquitectura a Santiago. No enfrentó el arte contemporáneo a la nube de tiempo que nada al final del camino. El CGAC es una pieza de dos alturas, a veces tan alta como tres, que no se agacha ante la historia pero tampoco la mira por encima del hombro. Dialoga con el Casco y con el convento de San Domingos en un idioma conocido por todos, el del granito y la cota; pero vocaliza a través de palabras nuevas, de paños ciegos y volúmenes quebrados, de huecos que sobresalen y una pared que desciende por el testero del acceso pero no toca el suelo. Flota sobre una viga de acero a apenas un metro de la escalera que es pretil y pavimento. A la distancia de dos dedos que apenas se acarician. Una tapia que flota. Pero sería insuficiente, casi inmaduro, considerar al edificio del CGAC solo como una conversación entre lo antiguo y lo nuevo. Porque Siza es uno de los arquitectos más delicados de nuestra era, pero también es un convencido y convincente generador de complejidad. Que no complicación. No hay en el museo ningún alarde estructural, ningún desafío constructivo y ningún artificio imposible. Todo se organiza con la sencillez de un juego. Y sin embargo, el espacio es una sucesión de maclas de aire y volúmenes ensamblados como lo harían los engranajes de un reloj. En un mecanismo tan intrincado como preciso. Sí, en esencia son dos pastillas alargadas que se encuentran en el vértice, alimentadas a lo largo de una escalera central. Pero el espacio del CGAC es mucho más que la esencia. Porque no se puede destilar lo que solo se comprende como agregado múltiple y yuxtapuesto.
Desde el propio vestíbulo que se abre bajo la escalera que se descuelga en un hueco que diluye paredes y barandillas en una bisagra espacial nacida del sueño de Jorge Oteiza. Hasta la pasarela inaccesible de la última sala de la última planta que desemboca en otro prisma truncado que es cubierta y es azotea y es sala de exposiciones. Desde el forjado inclinado del salón de actos al que se accede por unos peldaños breves que subimos para luego bajar para luego volver a subir. Hasta los anti-lucernarios, que son mesas colgadas, invertidas, ingeniosos artefactos difusores de la luz natural y, por tanto, protectores de la pieza artística. Desde la tronera sobre la librería hasta algo tan mundano como los rodapiés. Porque Siza no destila. En una ciudad tan cargada como Santiago, Siza añade capa tras capa tras capa de contenido. Por eso los rodapiés son listones de chapa embebidos bajo cada muro y cada tabique, remetidos un centímetro de la línea de la pared. Solo un centímetro. Lo suficiente como para que casi nunca veamos el encuentro entre el plano vertical y el horizontal. Entre la tapia y el suelo. Pero sería superficial, casi rudimentario, considerar al CGAC solo como un diálogo entre lo nuevo y lo antiguo; o como un ensamblaje de espacios, por delicado y complejo que sea. Porque el museo no es únicamente un edificio. Es, efectivamente, un museo. Gallego. De arte contemporáneo. Por eso, en sus volúmenes de aire podemos encontrarnos con algunas de las piezas más interesantes de la creación reciente, con orientación singular –pero no única- hacia los artistas enfocados por el radar cultural y topológico de Santiago de Compostela: gallegos, portugueses, españoles y latinoamericanos. Una colección permanente que abarca desde los descampados demolidos, autoconstruidos y deconstruidos de Lara Almarcegui, hasta las Augas cerámicas de Xavier Toubes. Desde la nubes semigrávidas de María Pía Oliveira hasta el retrato de Joseph Beuys que Keith Haring pintó en 1986. El CGAC también alberga exposiciones temporales que deberían mirarse como se mira un diamante. Los 100 años con Alejandro de la Sota o la Mecamística del cine de José Val del Omar merecerían la entrada exclusiva al museo. A cualquier museo, de hecho.
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LOS CAMINOS QUE SE CRUZAN Pero sería incompleto, casi irrespetuoso, considerar al Centro Galego de Arte Contemporánea solo como un juego entre la historia y la modernidad; o como una sucesión de maclas de aire, por sensible y articulada que sea; o incluso como una exposición del arte contemporáneo más relevante. Porque el propio Álvaro Siza lo dijo: «[…]la entrada está en zigzag, va subiendo y termina en la azotea». Él no necesita palabras grandilocuentes ni exposiciones poéticas para condensar el museo en una definición aislada. Quizá se trate de la modestia de un arquitecto formidable o tal vez la obra se eleva por encima de las intenciones, de las percepciones e incluso de la realidad concebida por su creador, pero tiene razón: el CGAC es un lugar que solo se comprende en su totalidad cuando se recorre. Es un paseo fragmentado, una promenade architecturale quebrada a través de la piedra, el espacio y las objetos de arte. Es tiempo en trayecto.
Es un camino.
Un camino que se cruza en itinerarios múltiples, sólidos y también invisibles. Desde la colina noreste por donde llegaba la ruta francesa y bajando en terrazas, líneas de pavimento y mantas de hierba fresca. Atravesando puertas antiguas y cementerios multicolores, en el intersticio entre la ciudad vieja y la nueva. A la sombra de la tapia de piedra de la historia que es el parque y también el convento de San Domingos de Bonaval. Al final de un árbol y junto a una escalera de triple helicoide. Al otro lado de una pared que flota bajo el campo de estrellas
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MIRAR al SUELO Fundación Antonio Pérez. Cuenca.
JAIME SÁNCHEZ-RUBIO RUIZ
«Siempre he dicho que la Fundación empezó en los bolsillos de mi pantaloncillo corto de pana». ANTONIO PÉREZ Esta frase del propio Antonio Pérez es la mejor introducción para hacerse una idea de lo que vamos a encontrar en este lugar. Antonio es un hombre curioso en los dos sentidos: una persona con una curiosidad inagotable, y que a la vez despierta deseos de conocerle. Por poner un ejemplo: de joven se recorrió a pie el Tajo y el Duero desde el nacimiento hasta la desembocadura, lo cual le valió el apodo de anda-ríos, acuñado por su amigo Juan Marsé. Desde niño le gustó caminar, andar mucho, observando detenidamente el suelo, y guardando todo aquello que le llamase la atención en los bolsillos de sus pantalones de pana.
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Quizá por su afición a andar mirando al suelo, quizá por miedo a que su tendencia a fijar la mirada le causara un accidente, Antonio nunca ha tenido carné de conducir. En el documental Objeto encontrado (César Martínez Herrada, 2013) se le ve en un bar de Cuenca convenciendo a un vecino para que lo lleve al vertedero al día siguiente. Porque esta es otra de sus particularidades, siempre ha dependido de amigos con vehículo para recoger los objetos grandes que encuentra en los márgenes de las carreteras. Dicen que Antonio es sobre todo un coleccionista de amigos, y son los amigos los que le han llevado a conseguir su colección de obras. La fundación crece también gracias a las aportaciones de artistas que han expuesto en ella temporalmente. Antonio prácticamente nunca ha vendido ni comprado ninguna obra. La mayoría son regalos, trueques o donaciones. Con alguna excepción, como los primeros dibujos que le compró a Miquel Barceló cuando nadie sabía quién era. No fue casualidad, Antonio tiene legendario ojo para detectar antes que nadie la calidad, dondequiera que esté o empiece a asomar. Antonio nació en Sigüenza en 1934. Empezó en Madrid Filosofía y Letras, pero lo dejó pronto, cuando conoció la pintura y a los pintores. Su afición por la pintura vino acompañada de su decisión de abandonarla. Que pinten ellos, decía. Aunque hay quien asegura que él lo hacía muy bien.
No tardó en trasladarse a París, donde permaneció veinte años, trabajando en todo tipo de cosas. Allí entabló sus primeras grandes amistades, tanto con españoles como con franceses. Entre ellos muchos pintores y escritores. Era el perfecto cicerone para españoles exiliados, a los cuales encontraba en primer lugar alojamiento, a veces en su propia casa. Pero Antonio no estaba exiliado, y durante su etapa parisina pasó varios veranos en Cuenca, en casa de Antonio Saura, hasta que se consideró hijo adoptivo de la ciudad. Había conocido a Saura y Millares años antes, durante su descenso a pie del Tajo. Fue tanto el apego que desarrolló hacia Cuenca que al dejar París se instaló aquí. Ahora vive al lado de la Fundación, en una casa llena de objetos encontrados que, según los que la han visitado, es el auténtico museo. La Fundación Antonio Pérez tiene dos sedes, la de Cuenca y la de San Clemente (en un edificio renacentista de la plaza Mayor). Probablemente nunca habría existido sin el Museo de Arte Abstracto de las Casas Colgadas, inaugurado en 1966 y que abrió camino al arte contemporáneo en la Cuenca de los años setenta. Con el tiempo, su apertura propició que la parte alta de Cuenca se convirtiera en una especie de Montmartre manchego, repoblada por pintores que rehabilitaban casas abandonadas.
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Situada en la parte más alta de la parte alta del casco viejo de Cuenca, la sede principal de la fundación es un convento de clausura carmelita del siglo XVII reconvertido en museo. En 1982 lo abandonaron las últimas monjas, y el espacio se inauguró en 1999. Actualmente y tras varias ampliaciones alberga alrededor de dos mil quinientas obras reunidas a lo largo de más de cuarenta años. Aunque no excesivamente grande, es un lugar, como dicen los cursis de los sitios bonitos, para perderse en él. Pero en este caso la expresión no solo funciona en sentido figurado, sino también en el literal: es laberíntico. El convento, encaramado entre las hoces de los ríos Júcar y Huécar, como todo el casco viejo de Cuenca, y asomado a la hoz del Huécar, está formado por una intrincada red de escaleras, entresuelos, recovecos, descansillos, pasillos, huecos excavados en la roca viva sin ningún revestimiento y mil elementos más. Entre todos forman un laberinto tridimensional de topología endiablada, con siete alturas diferentes y cuatro escaleras, una de ellas en sentido descendente, como un callejón sin salida vertical, que acaba en La Escuela. Así es como bautizaron a una sala diminuta, decorada con carteles escolares
antiguos de geografía y anatomía, una pizarra y un pupitre antiguo con un Bibendum (conocido en España como Michelin) saludando sentado en una esquina. Algunos visitantes encontrarán un aliciente en lo enrevesado del edificio; otros, una disuasión. Para los segundos, sobre todo para los claustrofóbicos, bastará evitar la escalera a ninguna parte, aunque corran el riesgo de perderse algo que les habría gustado. Algún peaje hay que pagar. En una época en la que abundan los museos estrella, contenedores magníficos, a menudo ostentosos, construidos como obras de arte en sí mismos —solo pretendidas, en demasiadas ocasiones—, sin pensar en lo que contendrán, este lugar destaca por ser precisamente la antítesis de todo eso. Por la armoniosa integración entre el edificio —construido para otro fin, reformado y reutilizado— y lo que en él se expone, y cómo se expone. Sin alharacas. De forma casi desnuda. Los dos euros simbólicos que cuesta la entrada general es quizá una estrategia: más que para fines recaudatorios, sirve para disuadir a quien no tenga interés y que no moleste a los que sí. Pero el visitante que se vea realmente cautivado, y esto lo sabrá en cuanto ponga el pie en la entrada, puede perfectamente echar allí el día. De 11:00 a 14:00 y de 16:00 a 19:00, que es el horario de apertura. El blanco inmaculado de las paredes, la madera original de vigas, dinteles y puertas, las ventanas de convento, relativamente pequeñas en relación con el imponente grosor de los muros de piedra y la amplitud de las salas, por las que sin embargo entra la luz del sol manchego a raudales… todo está exactamente donde debe estar. Hasta los radiadores están integrados a la perfección, sin interferir en la estética del edificio ni de las obras expuestas. El visitante puede pasarse largo rato mirando al suelo, siguiendo la costumbre de Antonio, ya que está pavimentado con las baldosas hidráulicas originales del siglo XVII, fabricadas a mano, y por tanto únicas todas y cada una de ellas.
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En este lugar se respira magia. Es una sencilla y vitalista celebración del arte, la pintura, la escultura, la creación, el color, el hallazgo, tanto casual como buscado, la luz, la arquitectura... Este lugar es ante todo un homenaje a la mirada. La de Antonio, pero también la del visitante. Existen cuatro exposiciones permanentes del fondo propiedad de la fundación, dedicadas a Antonio Saura, Carmen Calvo (en la Sala de la chimenea), Manolo Millares y Jean Lucebert. Las muestras temporales se reparten entre la planta -1 (nivel del claustro), siete vitrinas distribuidas alrededor del claustro en la planta 0 (destinadas fundamentalmente a autores jóvenes, algunas obras son proyectos final de carrera de estudiantes de Bellas Artes) y la iglesia del convento. La profusión de exposiciones de artistas jóvenes refleja la personalidad de Antonio que, lejos de quedarse anclado en su generación, y fiel a su inagotable curiosidad, siempre procura estar al tanto del trabajo de los nuevos creadores. Antonio también es editor, y esa faceta está representada de forma exquisita en una sala dedicada a la colección que compuso para la editorial Antojos en 1978: diecisiete libros que combinan obras gráficas de autores como Antonio Saura o Luis Gordillo y textos de diversos escritores, con un diseño cuidadísimo, labor del propio Antonio. Pero lo que da al museo su carácter de marciano, y por tanto digno de figurar en esta guía, son los objetos encontrados, y su contraste con el edificio y el resto de obras de arte más estricto o tradicional, por decirlo de alguna manera, que se exponen. Los objetos encontrados (objets trouvés), que se enmarcan en la tradición que iniciaron Picasso y Duchamp, son exactamente lo que su nombre indica: objetos encontrados. Descontextualizados y, como mucho, en algunas ocasiones ligeramente modificados. Se exponen mezclados con el resto de obras, pero también les han dedicado un espacio en exclusiva a ellos. En la Sala de los Objetos Encontrados se halla una infinidad de piezas procedentes de la cultura pop o de la vida cotidiana, algunas incluso adquiridas en bazares chinos: dispensadores de caramelos Pez, merchandising de Mickey Mouse, pajitas de múltiples colores, agitadores de gintonic, bolas de plástico enjauladas, azulejos y muñecos de Michelin, y un sinfín de latas y juguetes de hojalata de todo tipo, tamaño, procedencia y estado de conservación. Y esto es mencionar solo una parte.
La intuición que asalta al visitante es que, a pesar del propio Antonio, sus objetos encontrados —tonterías que hago yo, los llama a veces, según cuentan en la Fundación— son los verdaderos protagonistas del museo. De hecho, Miquel Barceló le ha sugerido subastar todas las obras de arte de autor para hacer sitio en el antiguo convento a los objetos encontrados que tiene en casa. El más famoso, convertido en icono de la Fundación, es el Tarro de vilanos. Consiste, como el avispado lector ya habrá adivinado, en un tarro de cristal lleno de vilanos. Es la obra que más le piden, y ha perdido la cuenta de cuántos ha hecho a lo largo de su vida. Una creación de una sencillez y belleza aplastantes. Una gran virtud que tienen los objetos encontrados es que pueden contener humor, pero no ironía. Tampoco provocación gratuita. Nunca despiertan la sensación de boutade. Al final de Ratatouille (Brad Bird, 2007), el crítico gastronómico Anton Ego reinterpreta el lema de su hasta el momento denostado cocinero Gusteau, «cualquiera puede cocinar», escribiendo que no cualquiera puede convertirse en un gran artista, pero un gran artista puede provenir de cualquier lado. Parafraseándolo, podría decirse que no todo objeto puede ser arte, pero el arte puede surgir del objeto más inesperado, proceder del lugar más insospechado. La particular mirada de Antonio radica en ver con los ojos nuevos y la memoria intacta. Tan fácil y tan difícil como eso. No como un niño recién nacido o como un alienígena, sino como alguien que vive aquí y ahora, pero no se acostumbra nunca del todo a este mundo, que no da nada por sentado. A través de esta mirada, la parte superior de una garrafa de plástico se convierte en una máscara, y casi cualquier forma rectangular con un círculo sobre ella, en el centro, en una menina. Porque después de sus tarros de vilanos, los objetos más famosos y recurrentes de Antonio son las Meninas. Ha hecho una infinidad a partir del envoltorio de aluminio de los tapones de vino, utilizando una pinza de papelería como peana.
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Pero el atractivo de un objeto no depende solo de su semejanza a otros. A veces la memoria no es necesaria, o no funciona, o no de igual modo para todos, porque es caprichosa. Entonces uno se descubre ante un objeto encontrado que tiene valor artístico lisa y llanamente porque sí. Como el tarro de vilanos. El auténtico milagro de este lugar es que la mirada de Antonio es tremendamente contagiosa. Una vez se logra ver con ojos nuevos, casi cualquier objeto puede resultar fascinante. A menudo basta con descontextualizarlo. Dicho de otra manera: llevarlo de un sitio a otro. Por ejemplo, del contenedor a casa. Porque el valor de un objeto es el que se le da con la mirada. Internet está plagado de páginas que recopilan imágenes de cosas que se parecen a cosas, fundamentalmente caras (faces in places). Sin embargo, es evidente que décadas —y siglos— antes de que existiera internet ya había personas con tendencia a ver caras por todas partes. Pues bien, Antonio, desde niño, era una de esas personas. En la colección de objetos encontrados cabe prácticamente todo, siempre que haya llamado la atención de Antonio por algo. Un mojón de hormigón agrietado con dos orificios que recuerda a una cara (en concreto a las de las chimeneas de La Pedrera), un alambre retorcido que parece un gigantesco mosquito aplastado, amasijos de cable de cobre con la funda de goma semifundida por el calor que parecen exactamente lo que son: amasijos de cables con la funda de goma semifundida por el calor… Quizá a alguien le sugieran otra cosa, pero como ya se ha explicado no es necesario que lo hagan para quedarse embobado mirándolos. Mención aparte merece la presencia de la señalización e iconografía vial entre los objetos encontrados. En 2006 la Fundación Michelin expuso en las dos sedes de la FAP. Los responsables, al conocer la devoción de Antonio por Bibendum, donaron un molde que se expone ahora en la iglesia del convento. Se trata de un armatoste de acero de unos dos metros de altura para moldear en cera Michelines blancos, como el que preside el claustro saludando al visitante, mirando hacia la hoz. En algunos Grandes Museos se corre el riesgo de sentir la presión del museo: plantarse ante una Gran Obra de un Gran Autor, que por supuesto te tiene que gustar. Aquí eso no ocurre, porque no hay ni rastro de solemnidad, y la solemnidad es enemiga del disfrute.
Así, a este museo se puede llevar a un niño, o conseguir que un adulto alérgico al arte contemporáneo —ya saben, eso lo hace mi sobrino de cuatro años— lo vea y hasta que le guste, aunque nunca lo admitirá. Porque es divertido, ameno, nada pomposo, y tremendamente variado. Si me permite un consejo, evite hacerse la pregunta «¿es esto arte?». El arte no necesita explicación, solo emoción. Así que pregúntese mejor lo siguiente: «¿Me gusta? ¿Me hace sentir bien? ¿Sonrío al verlo? ¿Me sugiere algo?». Si la respuesta es no, no desespere. Pruebe con la siguiente sala, escalera o pasillo. Déjese llevar. Bienvenido a este lugar mágico, bienvenido a un museo también para la gente a la que no le gustan los museos.
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E L M U S E O I C Ó N I C O
Guggenheim. Bilbao.
OCTAVIO DOMOSTI S.
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El del Prado de Madrid, el Hermitage de San Petersburgo, o el MoMA de Nueva York son algunos de los museos más famosos del mundo. Es probable que echen de menos algún otro nombre; ahora sabrán el porqué. Aunque no los hayan visitado seguro que conocen alguna obra de su interior, pero el reto que les propongo es otro: dibujen la fachada de cualquiera de ellos. Excepto a los conocedores nivel experto del circuito artístico mundial, a la mayoría nos resultaría francamente difícil, no porque nuestra destreza con los lápices se acabe poco más allá de una vivienda unifamiliar con tejado a dos aguas sino porque recordamos mejor su contenido (aun de forma parcial) que su continente, puede
que inconscientemente condicionados por tantos años de moralejas y lecciones éticas sobre que la belleza está en el interior. El museo del Louvre de París también pertenecía a ese conjunto de edificaciones museísticas que nos pasaban más o menos desapercibidas, hasta la intervención del arquitecto Ming Pei quien provocó reacciones airadas en el más rancio estrato cultural francés remodelando los accesos con las controvertidas, polémicas y presuntamente masónicas pirámides de la entrada que cualquiera que haya visitado el museo parisino, o aún esté traumatizado por El código Da Vinci, asocia ya por siempre a los preliminares de la experiencia orgásmica de ver a La Gioconda. 63
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El Guggenheim de Nueva York puede que fuera el primer museo que se hizo más popular que su contenido con la magnífica galería en hélice diseñada por Frank Lloyd Wright; el Centro Pompidou es también relativamente famoso como objeto en sí con todo el andamiaje e instalaciones por la fachada… Pero, indudablemente, por encima de todos está el Guggenheim de Bilbao. Y lo más curioso es que es mundialmente conocido aunque sea prácticamente imposible de dibujar de forma fidedigna: si ni siquiera ha demostrado ser capaz de hacerlo su autor, Frank O. Gehry (Toronto, 1929), imagínense nosotros. Pero hemos interiorizado el concepto Guggenheim de tal forma que lo reconocemos aunque no sepamos representarlo. O, lo que es aún más inquietante (y a mí me da mucho en qué pensar cuando tengo tardes de deriva metafísica), puede que sea esa precisamente la razón por la que lo tenemos memorizado. Hay quien podría objetar que el boceto, que más mal que bien dibujemos, un angelino medio lo podría confundir con el Walt Disney Concert Hall de Los Ángeles, esa es una polémica en la que no entraremos. Pero en otras sí.
QUE HABLEN DE UNO, AUNQUE SEA BIEN El Guggenheim de Bilbao no siempre tuvo una acogida favorable. Cuando se lanzó el proyecto, apenas un puñado de visionarios estaba de acuerdo con la construcción del museo. Las críticas arreciaban desde todos los frentes: iba a ser caro, carísimo; se daban facilidades aparentemente escandalosas a una entidad privada extranjera; la ciudad tenía que cubrir necesidades a priori más urgentes que un museo de arte contemporáneo o, sin ir más lejos, se podría utilizar ese dinero para apoyar a los artistas vascos.
Más adelante, cuando los primeros volúmenes empezaron a tomar forma, el edificio se antojaba incomprensible y extraño y no encajaba en absoluto en Bilbao, por otra parte una ciudad gris y hasta entonces nada vanguardista. Hasta a los más entusiastas les resultaba muy difícil defender, cuando el esqueleto metálico emergía como un ominoso primigenio tentacular del suelo de los antiguos astilleros, con aquellos elementos prismáticos de nombres tan descriptivos o cinematográficos como Pez y Flor pasando por Potemkin o T1000, iba a encajar bien en ese entorno y que iba a ser el catalizador de la transformación bilbaína al emblema arquitectónico y urbanístico mundial que es hoy en día. En resumen, parecía que se iban a arrojar decenas de miles de millones de pesetas junto a una playa de vías en desmantelamiento poblada de contenedores y vagones herrumbrosos que recordaba a uno de esos famosos paisajes posapocalípticos que se encuentran en Europa del Este tras la caída de la Unión Soviética. La complicada construcción del museo fue motivo de elogio y una fuente de cifras faraónicas, cada una de ellas digna de un análisis detallado. Por ejemplo: Gehry pegó el pelotazo de su vida al embolsarse mil quinientos millones de pesetas (de la época) por el trabajo; se enviaron unos dieciséis mil faxes entre las oficinas en obra y el estudio del arquitecto, que aprovechaban las diferencias horarias entre América y España para trabajar prácticamente las veinticuatro horas del día durante toda la construcción; se colocaron más de 25.000 metros cuadrados de placas de titanio que, aunque parezca sorprendente por la icónica imagen del museo, con sus superficies alabeadas metálicas, es una cifra inferior a la medición de fachadas con revestimiento pétreo (en torno a 34.500 metros cuadrados de este material).
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Prácticamente con la colocación de la lámina final de titanio cayó la última defensa de los detractores. A la vista estaba que aquello que con gran polémica y rechazo inicial habían plantado en Abandoibarra tenía una fuerza descomunal y un magnetismo inaudito: el Guggenheim había conquistado para siempre el corazón de los bilbaínos. El siguiente objetivo, que muy pocos se planteaban realmente, era la conquista mundial.
FOTOS SÍ Contra todo pronóstico, el camino recorrido entre ser un edificio extravagante que apenas era conocido por los vascos hasta aparecer en películas de James Bond o como decorado natural de multitud de anuncios publicitarios o de escenario de conciertos exclusivos como los de Smashing Pumpkins, Arcade Fire, Björk o los Red Hot Chili Peppers, no fue excesivamente largo. El bombardeo mediático fue de la mano del boca a boca, y las fotografías del museo
corrieron como la pólvora. Ahora era apetecible visitar Bilbao: el Guggenheim ha sido el motivo por el que mucha gente, que no había visitado el País Vasco porque viendo los informativos pensaban que estaban permanentemente al borde de la guerra civil —aunque parezca mentira, no eran casos aislados—, decidió viajar a Bilbao por primera vez. Dicho de otro modo, es el culpable del cambio de paradigma en relación al arte contemporáneo: personas que jamás se hubieran planteado visitar un museo de este tipo se encontraban en la puerta de entrada con el dedo pegado al disparador de su cámara, vengándose de las habituales restricciones del interior de los museos gastando carretes y quemando tarjetas de memoria con este edificio absurdamente fotogénico, aunque salga débilmente desenfocado o con mal encuadre, el resultado en general es satisfactorio.
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El museo fue poco a poco aceptado como una obra de arte contemporáneo en sí mismo, como un edificio-escultura. La visita al espacio expositivo comienza sin entrar en su interior (y sin pasar por taquilla). El titanio adopta tonalidades diferentes en función de la luz existente y su exposición a la misma, acentuadas por las aguas que hacen las placas, lo que te seduce e invita a rodearlo por completo para ver qué colores y reflejos ofrecen las otras fachadas. Al pasar por debajo del puente de La Salve te encuentras con un inexplicable módulo hueco revestido en piedra, sin función aparente en el museo: un campanario sin campana, como el título de un plato de cocinero estrella. Y sin olvidar sus dos mascotas extraoficiales: Puppy y la araña. Es imposible aventurar con esperanzas de acertar una cifra inferior al billón si se quiere estimar el número de fotografías que se le han hecho a Puppy, de Jeff Koons (York, Pensilvania, 1955), el perrito de más de doce metros de altura formado por flores y plantas que da la bienvenida a la explanada principal del museo. Ha llegado a tal punto la popularidad de Puppy que, con el tono cómico y fanfarrón de los vascos, suelen decir que el museo Guggenheim es la caseta que construyeron para el perro. Por su parte, Mamá, la araña de Louise Bourgeois (París, 1911-Nueva York, 2010) que se encuentra junto a la ría, se ha convertido en la imagen más demandada del merchandising bilbaíno. Puppy, la araña, Arcos Rojos de Daniel Buren (Boulougne-Billancourt, París, 1938) con los que se integró completamente el puente de La Salve dentro del complejo del Guggenheim… el museo de alguna forma se entremezclaba con la ciudad, como si algunas obras se les escaparan del interior para relacionarse con su entorno, dando la impresión de que el famoso titanio es permeable y que esculturas e instalaciones entran y salen del edificio a su antojo.
Imagínense por un momento que no hubieran dejado hacer fotos del exterior del museo porque los flashes deterioran el titanio o las flores que componen Puppy se marchitarían más rápido o porque los huevos de Mamá iban a eclosionar antes de tiempo. Pues bien, tampoco tiene mucho sentido que esté prohibido fotografiar en el interior, por ejemplo, las formidables esculturas de acero corten de Richard Serra (San Francisco, 1939) que, agrupadas bajo el nombre «La materia del tiempo», forman parte de la colección permanente del museo ocupando la gigantesca sala diáfana (de ciento cuarenta por veinticinco metros) denominada Boat Gallery. Como si el acero corten, esa materia exótica que proliferó preferentemente en mitad de las rotondas, gracias a la burbuja inmobiliaria y la creatividad de ciertos concejales, adoptando formas vagamente reconocibles, se fuera a desintegrar por la acción del flash. Numerosos rumores coinciden en que se han encontrado preservativos usados en los recovecos laberínticos de estas esculturas, gente que tal vez entendió mal cuando leyó en el catálogo que las obras de Serra podían ser recorridas. Ya que la reacción a este incidente fue que se colocaran carteles estratégicamente, donde te podías pensar invisible, recordando a los visitantes que los estaban grabando permanentemente, empuja a una nueva reflexión sobre los verdaderos motivos para no poder introducir cámaras en la obra de Serra, cuando podría suponer un nuevo impulso en la popularidad del Guggenheim. Finalmente, cuando habías dado más vueltas que un tiovivo a su alrededor y te decidías a entrar, te daba la bienvenida el gigantesco hall del museo, de unos cincuenta metros de altura, que articula todo el edificio, y pasabas a ser uno más entre decenas de bocas abiertas, de todo tipo de etnias, con la mirada vuelta hacia arriba, en una escena en la que solo faltaba el papamoscas de la catedral de Burgos. Porque una vez que entras en el Guggenheim es tan común ver a los visitantes admirando las obras expuestas como fijando su atención en el techo de las salas o en las sinuosas formas de las paredes. El edificio de Gehry es, para algunos, el anfitrión perfecto para su contenido. O, para muchos otros, la estrella indiscutible del museo Guggenheim.
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más allá VALENCIA, del Cuando el IVAM fue inaugurado en 1989 se solventaba un desequilibrio en la oferta cultural de Valencia, casi una deuda histórica con el arte moderno. En una ciudad donde últimamente ha habido proyectos de dimensión diversa y resultado discutible, el IVAM fue, y continúa siendo, una de las apuestas más racionales. El que la tercera capital de España no contase con un museo de arte contemporáneo de sus características era la causa de un sensible vacío, más en una ciudad que posee una nutrida y heterogénea tradición artística que se ha manifestado de las maneras más dispares imaginables, desde sus corrientes pictóricas o escultóricas hasta esa exacerbación anual del arte callejero que son las Fallas, ilustrativa materialización de la particular concepción de lo estético como ceremonia y como rito de transición más que como herencia académica. Aun así, esa herencia académica existe y es muy rica. Cualquiera puede comprobarlo en los diversos museos que existen en la ciudad y que quizá no gozan, ni dentro ni fuera de ella, de la
Instituto Valenciano de Arte Moderno.
E. J. RODRÍGUEZ
notoriedad que merecen. No puede discutirse el inexplicable divorcio entre una población que nace y crece contemplando formas y colores, que vive aun sin pensarlo en una constante proximidad con el arte, y que sin embargo ignora el peso del arte en la historia de su ciudad. Algo similar a lo que sucede con el mar Mediterráneo: los valencianos pasan horas y horas remojándose en él cuando niños, solamente para después olvidar que existe. Véase la configuración de una ciudad actual que se formó de un enjambre de pueblos centrípeto, en el que la ventana al mar permanece tapiada.
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BARROCO Aun sin gozar de la debida atención, esos museos de arte más clásico formaban ya parte inherente del paisaje cultural local cuando el IVAM vino a cubrir una flagrante ausencia, la de un buque insignia de lo contemporáneo. Su mera existencia es una sacudida en la adormilada memoria de la ciudad. Casi como metáfora, el museo está ubicado en el límite exterior del casco histórico, a medio camino entre las torres de Quart y las torres de Serranos, las dos puertas de la antigua muralla que todavía permanecen en pie. De hecho, una de las ocho galerías del museo muestra los cimientos de la hoy inexistente muralla medieval, así que el IVAM está físicamente erigido sobre los fundamentos históricos de la ciudad, pero con un pie «a la luna de Valencia», el exterior de los muros, como un forastero que espera al amanecer para poder entrar y fundirse en la vida local. El IVAM llegó en efecto como un forastero aun sin serlo, porque el arte contemporáneo, exactamente igual que el clásico, no es en absoluto ajeno a la producción valenciana. Cosa distinta es que haya habido no pocos talentos valencianos que bien hayan tenido que emigrar para hacerse un nombre, o bien resignarse a la suerte de vivir en una ciudad donde abundan los artistas y no hay arte, donde abundan los músicos y no hay música, donde abundan los creadores y no hay creación. El museo, además, mira de reojo hacia lo que los valencianos todavía llaman «el río», el antiguo cauce del Turia, hoy desecado y
convertido en un parque ciudadano de unos siete kilómetros que es la frontera física entre la recogida Valencia antigua y la expansiva Valencia del boom demográfico. El renovado cauce, quizá la más afortunada obra civil de la ciudad durante las últimas décadas, formó parte junto al IVAM de un periodo caracterizado por los esfuerzos en pos de la modernización de la ciudad, esfuerzos que al menos intentaban revitalizar el corazón de la ciudad y no limitarse a cubrirla de costosísimos ropajes de utilidad dudosa, como ha sucedido en épocas posteriores. El edificio del IVAM, pese a su ubicación a los pies de las murallas, tiene poco de medieval. Su fachada es adusta, casi monolítica, alejada de la moda de los museos de arquitectura rimbombante. De no ser por las señalizaciones y símbolos, uno podría confundirlo con algún univalvo centro comercial. El interior es igualmente sobrio y funcional, concebido no como espectáculo en sí mismo, sino como continente orientado a facilitar la tarea expositiva. Pero vamos a lo más importante, el contenido. El IVAM cuenta con varias exposiciones permanentes de artistas españoles como el pintor Ignacio Pinazo, impresionista, natural de Valencia y coetáneo del mucho más famoso Joaquín Sorolla. O Julio González, escultor de tendencia cubista y abstracta, contemporáneo y amigo de Picasso, cuyo frágil, a veces incluso primitivista trabajo, rememora los duros momentos de la posguerra. También hay una colección de Miquel Navarro, cedida por el propio escultor valenciano, conocido especialmente por obras de hierro forjado 71
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que adornan varias ciudades españolas. Aunque quizá la colección estrella del IVAM sea la de vanguardias históricas, con especial hincapié en la primera mitad del siglo XX. Esa colección atesora el trabajo de un impresionante número de artistas internacionalmente reconocidos. Quizá sea esta colección la responsable de que el IVAM sea uno de los museos más visitados del país —el cuarto en número de asistentes—, y la que le otorga una mayor repercusión más allá de nuestras fronteras.
Sirva como ejemplo que en 2015, año de este texto, y hasta el 2016, podremos ver muchas de estas obras míticas en la exposición «Construyendo nuevos mundos», centrada en las vanguardias del periodo 1918-1945, y que constituye una fantástica demostración de la potencia del catálogo del museo, así como del cuidadoso comisariado. Están presentes pintura, escultura, cartelería bélica y propagandística, dibujos, proyecciones, libros y revistas cuyas portadas fueron obra de grandes nombres. Hasta diseño industrial, incluyendo el montaje de toda una cocina futurista de mediados del siglo pasado. Variedad y fondo: las bodegas del IVAM contienen una selección rica y polivalente. Quienes se sientan interesados por la producción iconográfica de ese periodo, como es el caso de quien suscribe, encontrarán una colección respetuosa con el legado troncal de las vanguardias pasadas,
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sin pretendidos originalismos vacuos, mostrada con un afán didáctico. Si una exposición como la mencionada difícilmente se puede saborear en una única visita, ya que el material es tan abundante como enjundioso, imaginen si hablamos de todo el fondo del museo. En el momento de escribir estas líneas el IVAM se encuentra, por cierto, en periodo de cambio, al haberse producido un relevo en la cúpula. El nuevo espíritu también tiene su propia exposición, ya que el nuevo director ha efectuado una declaración de intenciones con una exhibición temporal llamada «En Tránsito», que menciono pese a su temporalidad porque ejemplifica la propuesta general de este museo como ente vivo, en evolución, aferrado a las vanguardias históricas y respetuoso con ellas, pero también abierto a la confrontación y el diálogo. Un mu-
seo de arte moderno es lugar para el disfrute, pero también un banco de pruebas para nuestra sensibilidad, con tanta frecuencia acomodada en los gustos ya adquiridos. El IVAM, si hacemos caso a esa declaración de intenciones, será un sitio donde nos sintamos, a veces, obligados a formular preguntas complejas, incluso a sentirnos provocados. Para lo cual no se necesitan estridencias; como museo que es destinado a un público general, busca el balance entre el muy necesario catálogo de fondo, de vocación enciclopédica si quieren, y el también indispensable elemento de interrogación en donde el visitante tenga que poner a funcionar sus mecanismos de análisis, pero sin voluntad de epatar. El balance está muy conseguido. Hay una sala para cada tipo de experiencia. Las reacciones que provocan las distintas exposiciones son muy diversas entre sí, como visitar varios museos de una tacada, con lo cual se consigue no solamente una sensación de
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variedad ordenada, sino sobre todo un ilustrativo efecto de contraste. Para quienes apreciamos esa aproximación hábilmente segmentada, más que un pandemonio en el que cada sala pretendiese insistir en los mismos resortes una y otra vez, la experiencia se torna más reveladora. No ya sobre los contenidos del propio museo sino sobre los mecanismos que cada uno de nosotros pone en marcha cuando se enfrenta, por así decir, a diferentes frecuencias de onda artística. Quizá se le podría pedir que recuperase algo del atrevimiento de antaño, en todo caso. Hay mucho mundo por explorar, o por revisitar, y no sería buena noticia que el IVAM se acomodase.
En definitiva, el IVAM se ha consolidado como uno de los puntos de paso obligatorio para cualquier amante del arte contemporáneo en España. Es el museo de referencia en la ciudad en cuanto a popularidad y tiene la compleja tarea de responder a ese prestigio con su programación. Valencia, ciertamente, cuenta con otros museos igualmente imprescindibles y más centrados en el arte de siglos anteriores. Pero el IVAM ha sabido consolidarse como el contrapeso moderno y es una cita obligada para quienes deseen profundizar en las efervescentes vanguardias del siglo XX, sobre todo, pero también del XXI. En todo caso, tiene usted poco que perder, ya que el precio de la entrada es muy asequible (apenas dos euros). Hagan la prueba.
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D CUB PIS
S S DE CHO S DE ALTURA
UN CENTRO, UN PALACIO DE CONGRESOS, UN AUDITORIO En algunos círculos mediáticos se ha implantado la moda, incómoda y falaz para cierto sector crítico, de valorar un museo o un edificio cultural por su arquitectura. El llamado efecto Guggenheim tiene la culpa: ya saben, intentar copiar el éxito bilbaíno. Ha proliferado la idea de que lo primero que hay que hacer es construir una portada de revista arquitectónica y después, ya si tal y si sobra dinero, hay que llenarlo con actividades o cosas (en muchas ocasiones se lo toman de forma literal). Análogamente a lo que argumentan los defensores integristas del plato típico valenciano («que no lo llamen paella sino arroz con cosas»), siendo estrictos no estaríamos hablando de un edificio para fines culturales, sino de un edificio epatante con cosas.
Kursaal. San Sebastián.
TIRSO MONTAÑEZ
Bien, construido el razonamiento así, parece que habría que dar la razón a los díscolos. No obstante, pongamos un ejemplo más, esta vez con la unidad de medida que sirve para todo: los campos de fútbol. Con frecuencia leemos crónicas deportivas en las que se ensalza un nuevo estadio con firma de arquitecto estrella, alabando que recuerde a un nido de golondrina, a un cenicero, a una peineta… quién sabe si en breve habrá uno inspirado en el flequillo indómito de Iñaki Anasagasti. Y, tras esa pincelada arquitectónica, se meten de lleno a narrar la actividad
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que se desarrolló en su interior, que para eso habían ido allí: un partido vergonzoso, un nuevo corte de pelo del siglo, la fabulosa actuación del árbitro. O distintas combinaciones de lo anterior. Y con el Kursaal da la sensación de que los ecos de la polémica arquitectónica, aún no apagados, hacen que no se sepa muy bien qué es lo que sucede en su interior. En gran parte se debe a que es un centro versátil, con diversas salas y auditorio, por lo que no solo está centrado en las áreas expositivas sino que también alberga actos de variada índole como congresos y conciertos, con mención especial a los eventos ligados al Festival de Cine de San Sebastián. Por cierto, dentro de un ciclo homenaje a Woody Allen de dicho
Festival, se emitió la película Celebrity (1998) que cuenta con una escena muy celebrada sobre el arte contemporáneo: en una inauguración de una exposición, tras mencionar un encargo que consistía en una torre de reloj en un centro comercial para el que un artista propuso «un pene de ocho pisos de altura», el anfitrión se quejaba amargamente porque «no captan» su obra. Así, se podría decir que el edificio proyectado por Rafael Moneo no fue captado (en el mejor de los casos) al principio.
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«DOS ROCAS VARADAS» Moneo fue el ganador de un concurso internacional restringido, convocado por el Ayuntamiento de San Sebastián en 1989, por una propuesta «rotunda, valiente y original» a ojos del jurado. A grandes rasgos, consistía en un par de bloques enormes en plena playa de Zurriola o, según se describe textualmente en la memoria del proyecto, luciendo el habitual discurso trascendente e intenso de las grandes ocasiones: «dos gigantescas rocas que quedaron varadas en la desembocadura del Urumea: no pertenecen a la ciudad, son parte del paisaje». Personalmente, más que a unas rocas traídas por la marea a mí me recuerdan a los cubos que se colocan en los diques de abrigo de las obras portuarias para disipar la energía del oleaje; ese tipo de cubos que Agustín Ibarrola (también) ha transformado en obras de arte con su intervención en Llanes denominada «Los cubos de la memoria». En petit comité, el comentario generalizado de los colegas de profesión tras ganar el concurso incidía en la determinación y audacia de Moneo y, en casos extremos, establecían paralelismos con elementos viriles rematando cualquier argumentación técnica con el latiguillo «¡con dos cubos!». Pensándolo fríamente y aun sin saber cómo eran los otros cinco proyectos presentados a concurso, hay que reconocer que no se puede estar más de acuerdo con la resolución del jurado. El Kursaal es rotundo. Sus dos volúmenes prismáticos emergen de unas plataformas horizontales ganadas a la playa, aprovechando las que existían y potenciadas en el proyecto, hasta casi alcanzar treinta metros de altura con aristas vivas y caras ciegas y duras, sin intentar disimular su presencia. Y si no nos pasa desapercibida su presencia de día, aún menos de noche: sus fachadas se iluminan completamente, como las pantallas de unas colosales lámparas de mesa.
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Es valiente. El encaje de una intervención arquitectónica singular en esa ubicación, cumpliendo con el programa de necesidades, era complicado y muy arriesgado. Moneo podría haber optado por «respetar el entorno» con un edificio avestruz, denominados así porque esconden la cabeza pero al final se quedan con el culo al aire. Pero no, si se quería construir un emblema urbano, un hito que fuera reclamo cultural incluso fuera de las fronteras donostiarras, se debía coger el toro por los cuernos y no dejarse intimidar por los edificios afrancesados o la playa que le rodeaban. Y es original. Pues de sencillo que es, desarma a cualquiera: unos volúmenes prismáticos de caras rectangulares y acabados en cristal que delimitan y protegen los espacios interiores. Aún así, fue cuestión de tiempo y mucha propaganda que el Kursaal calara en la ciudad. No había buen clima socioeconómico para intervenciones de este tipo y, sobre todo, no se debe olvidar que en aquel entonces, cuando la construcción del centro donostiarra apenas arrancaba, tampoco existía el Guggenheim, ni siquiera se barruntaba su abrumador éxito y aun menos dentro de la ancestral rivalidad entre San Sebastián y Bilbao. Es de suponer que si el concurso para el Kursaal se hubiera producido doce años más tarde, en plena bonanza económica y efecto Guggenheim, cuando cualquier municipio con más de cincuenta mil habitantes exigía por inextricables derechos históricos un palacio de congresos, un centro de interpretación de la oveja merina o un museo de cera con las más grandes personalidades del mundo de la entomología, tal vez hasta habría sido tildado de modesto o poco arriesgado. Por suerte, el Kursaal fue concebido y construido en un ambiente que no estaba enrarecido ni a nivel popular ni político.
TRES IMPRESIONES Puestos a sincerarnos, tengo un especial aprecio por el Kursaal. Cuando lo visité por primera vez, las únicas puertas que traspasé fueron las del restaurante. No recuerdo lo que comí, señal de que no fue inolvidablemente malo ni supuso un punto de inflexión en la vida de mis papilas gustativas. Tampoco sé si fue caro puesto que tuve la fortuna de no tener que pagar. La única certeza que tengo es que bebí vino pero no recuerdo la cantidad, lo que es en realidad una doble certeza que puede explicar muchas cosas. Pero mi hipótesis favorita es que la impresión
que me quedó de su exterior, que experimenté un par de horas antes de ingerir bebidas alcohólicas (y esto quiero que quede bien claro), eclipsó el resto de vivencias de aquel día. Llegué a las plataformas del recinto del Kursaal y aun hoy soy incapaz de precisar el número de vueltas que di alrededor de los cubos. Me parecía fabulosa su composición de materiales: hormigón, acero, vidrio, piedra… incluso el horizonte marino parecía formar parte de aquella tensión entre el carácter preeminentemente horizontal de la plataforma, los diferentes zócalos y la textura primaria del revestimiento, con las aristas oblicuas de los edificios. Es más, desde algunos ángulos los cubos parecían transformarse en buques que surcaban la plataforma: a pesar de su masa y aparente monolitismo, el Kursaal era una intervención que me transmitía dinamismo. En definitiva: que me gustó mucho. Pasaron varios años antes de volver. Y la ocasión se presentó en forma de xenomorfo: un admirador confeso del artista suizo H. R. Giger (Coira, 1940-Zúrich, 2014) como yo no debía perderse la retrospectiva sobre su obra que se exponía en el Kursaal. Me faltan las palabras y no hay emoticonos para expresar cómo me sentí ante la cabeza original empleada para los planos cortos de Alien (Ridley Scott, 1979) o el alien modelado a tamaño natural que se exhibía encaramado en una de las paredes de la Sala Kubo del Kursaal, amenazando con abalanzarse sobre el público. Y allí, paseando entre algunas de mis obras favoritas como Li II o Biomechanische Landschaft, mientras reflexionaba medio en serio por qué ninguna cadena de muebles nórdica lanzaba una línea inspirada en las Sillas Harkonnen que preparó Giger para la fallida adaptación de Dune de Alejandro Jodorowsky, me percaté de que había un grupo de niños de edad inferior a diez años realizando una visita guiada en la exposición. Nunca me había planteado la existencia de este
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tipo de talleres infantiles, pero me pareció una fantástica idea para hacer accesible e interesante a la chavalería el arte contemporáneo. Disimulando, me quedé escuchando en un discreto segundo plano y debo reconocer que aprendí mucho. Las monitoras ponían bastante interés en explicar las obras de Giger, que en general están pobladas con falos biomecánicos, garras, malformaciones y, en fin, todo tipo de violencia y sexo de forma más o menos explícita. Me sorprendió que preguntaran a los chavales (recordemos, de menos de diez años), que si habían visto Alien. La respuesta fue un rotundo no, por supuesto. Pero el remate fue cuando, frente a una de esas maravillas que Giger pintaba con aerógrafo, una monitora preguntó buscando que participaran que qué veían ahí, qué les llamaba la atención. Desde el ángulo en el que me encontraba no podría asegurarlo al cien por cien, pero juraría que uno de ellos se levantó del corro y se encaminó muy serio con el dedo índice extendido apuntando hacia la vívida representación de una formidable vagina. No debo andar muy desencamina-
do con mi apreciación puesto que la cara de la monitora pasó por todos los colores del espectro visible. Es de esperar que si no estás preparado para encajar la respuesta, deberías tener cuidado a la hora de formular ciertas preguntas. Me sentí muy satisfecho cuando lo interpreté como una metáfora involuntaria de los objetivos del arte contemporáneo. Para mi tercera visita ya llegaba prácticamente entregado al encanto del Kursaal. Y fue imposible evitar sucumbir ante la combinación de ver un anochecer veraniego en San Sebastián con el Kursaal cálidamente iluminado, horas antes de presenciar en la playa un concierto del típico grupo moñas extranjero con nombre formado por más de cinco palabras que en directo suena a rayos y con el que a pesar de la sencillez casi infantil de sus letras no puedes evitar sentirte identificado. El tipo de sencillez artística de, no sé, por ejemplo, un par de rocas varadas en la playa.
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un museo
di f e r e n t e Laboral. Centro de Arte y Creación Industrial. Gijón.
TIRSO MONTAÑEZ ¿Por qué abrir un museo de arte contemporáneo más cuando se puede crear un Centro de Interpretación del Cachopo? Buena pregunta. Pero es que, aunque parezca muy manido, LABoral Centro De Arte y Creación Industrial, no es otro museo de arte contemporáneo. Veamos qué nos ofrece. Lo primero que llama la atención del LABoral es que se presenta como un «museo diferente». Suena como la clásica sinfonía que arranca con un «no soy como los demás, soy distinto», se desarrolla con un grueso nudo tragicómico y acaba con un emotivo solo de autobombo. El definirse como diferente es peligroso puesto que da pie a la crítica destructiva fácil: si hacemos malabares con los sinónimos vemos que de diferente a especial o anormal va solo un paso, términos que dependiendo del contexto puede que den una imagen de uno sensiblemente alejada de la que quiere transmitir.
Si se investiga un poco más, se descubre que en el LABoral son diferentes porque en este museo se puede «vivir la experiencia del arte, las nuevas tecnologías y la creación industrial». El tipo de palabras huecas que pueden articular una campaña publicitaria global de un dispositivo electrónico de última generación de una poderosa compañía o bien del subtítulo de una hagiografía de su CEO más famoso. Pero en el caso que nos ocupa, refiriéndonos a un museo, ya es más serio y prometedor: un museo que maneja las palabras tecnología, industria y arte de igual a igual no es algo común. Por norma general, suelen ser tres términos excluyentes entre sí; en el mejor de los casos te puedes llegar a encontrar tecnología e industria de la mano en el lema de alguna convención bienal que cuenta con la asistencia de miles de comerciales de esos que, con solo mirarles a los ojos un par de segundos, te seducen y cuando te quieres dar cuenta has adquirido una línea completa de maquinaria para bricolaje en el hogar que sería la envidia de un país del Eje del Mal que no tiene medios para construir su ansiado reactor nuclear.
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¿Cómo se vive la experiencia del arte en un museo? Pues cualquiera diría que abrumadoramente por la vista. En alguna ocasión he visitado instalaciones itinerantes patrocinadas por la ONCE donde nos dejan en evidencia por nuestra brutal dependencia de lo que vemos. Al principio, cuando te acaban de vendar los ojos y te sueltan en un decorado que recuerda a una escena cotidiana, te las prometes muy felices y por unos instantes te crees la reencarnación de Daredevil, con el resto de tus sentidos agudizados y casi percibiendo el entorno como si tuvieras un radar, hasta que te dejas media espinilla con algún borde colocado a mala idea y rompes a llorar de dolor. LABoral suele tener tendencia a programar exposiciones que también te golpean la espinilla con fuerza (de forma figurada, evidentemente; lo contrario sería una performance que tendría muy complicado llegar a ser mainstream excepto en círculos masoquistas) y que buscan efectos sinestésicos en el espectador. Por ejemplo, colecciones enfocadas a ser interpretadas con el oído. Entre algunas de sus muestras recientes, el LABoral ha contado con obras de Yuri Suzuki con el descriptivo título «El sonido de las olas». Entre los objetivos del artista se encontraba «cambiar las ondas cerebrales del espectador y los mensajes químicos que podrían alterar su estado», todo ello a partir de grabaciones y manipulaciones digitales del ruido blanco generado por el oleaje, pero desde un punto de vista pacífico alejado de cualquier tipo de condicionamiento que recuerde a La naranja mecánica. O Paisajes imposibles, de Edu Comelles, una instalación sonora generativa que el autor construyó como un collage de sonidos a partir de grabaciones en diferentes lugares con el que lograba recrear un paisaje ficticio en el que sumergirse. O con el olfato. Pero no se escandalicen. No estamos hablando de que a alguien se le haya ocurrido abrir una de las famosas latas de Mierda de artista de Piero Manzoni o que nos presenten unas gotas de deliciosa fragancia obtenida al
destilar las sábanas de My bed, ya saben, la famosa instalación de Tracey Emin que consta de su dormitorio sucio (pero sucio con avaricia, de tener bragas y condones usados pegados por ahí). No, nos referimos a casos más sutiles como la Colección olorVISUAL titulada «¿A qué huele una exposición?», en la que se buscaba «reivindicar la trascendencia sensorial y el potencial evocador del olfato» mediante obras que transforman los olores en luces, colores, sugestión, etc. Me han convencido con lo de vivir la experiencia del arte. Pero y lo de las nuevas tecnologías qué. Pues esto lo han resuelto de una manera muy fácil, qué mejor para potenciar las nuevas tecnologías que un convenio de colaboración con el mítico MIT (Massachusetts Institute of Technology), señalado casi de forma unánime como la mejor institución educativa del mundo en materia de ingeniería y tecnología. Personalmente me ha resultado muy frustrante la poca ambición de gran cantidad de videoartistas que no explotan las posibilidades expresivas de este medio. Siempre me ha parecido increíble la capacidad de generar CGI revolucionarios y creíbles como los que sorprendieron al mundo con Parque jurásico. ¿Es esto arte obtenido mediante las nuevas tecnologías? Coincidiremos en que sí. Y si en lugar de ser creaciones figurativas, como un buen tiranosaurio con sus dientes y bracitos ridículos, son abstractas, ¿pierden relevancia? Dejo la pregunta en el aire. Por otra parte, soy muy escéptico con la calidad artística de piezas en la línea de la firmada por San Taylor-Wood titulada de forma muy poética El sueño de David y que consiste en la grabación en vídeo de una siesta de David Beckham de ¡sesenta y siete minutos!, lo que en mi pueblo se llama siesta de pijama y orinal. Eres mi ídolo, David Beckham: ni siquiera se te cae un hilillo de baba cuando duermes. Convendremos en que El sueño de David está muy alejado de llevar al límite el uso de las nuevas
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tecnologías frente a, por citar otro caso, la «representación visual del color de la luz que emiten los átomos de carbono que componen el grafeno» (Visualización de nanoEsencia_Grafeno, de Hugo Martínez-Tormo, obra que formó parte de la muestra «¿A qué huele una exposición?» que hemos comentado hace un momento). O sin ser tan ambiciosos a nivel técnico pero sí en el fondo, otro ejemplo reciente en LABoral fue la videoinstalación multicanal Paso de Gigantes, de Cristina Ferrández Box, en la que se nos ofrecían imágenes desoladoras de obras públicas o edificios singulares en estado de abandono o suspen-
didos a mitad de construcción, que encarna el retrato de los efectos de la burbuja inmobiliaria en el paisaje. O, siendo más ortodoxos en la definición de nuevas tecnologías, también se ha podido visitar una muestra titulada «Datascape», donde jugaban con el concepto de paisaje (landscape) y el maremágnum de datos que nos rodea para reflexionar sobre la influencia y posibilidades de la realidad aumentada. Y en cuanto a la creación industrial, el LABoral responde con una declaración de intenciones: su sede se encuentra en los talleres de la antigua Universidad Laboral (de donde toma el
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nombre), que fue diseñada en los años cincuenta por el arquitecto Luis Moya y fue rehabilitada en el año 2007 para su apertura como centro cultural. En sus catorce mil metros cuadrados, las áreas de exposición, con cubiertas sostenidas con cerchas que parecen arcos de instrumentos de cuerda fuera de escala, se complementan con otras instalaciones anexas. Retomando el antiguo uso del edificio, taller y aprendizaje van a ser dos de las palabras sobre las que se complementa su razón de ser y es que LABoral engloba en un mismo complejo, además de las salas expositivas, espacios para la producción cultural, la industria creativa y la educación, tanto aulas
o talleres para asesorar o dar apoyo técnico a los creadores como potenciar los programas de artistas en residencia. En torno a LABoral se concentran a diario miles de personas para trabajar y/o estudiar: como en un hospital universitario, además de ser un lugar para trabajar, es un lugar para aprender. En un intento por reforzar la cultura tecnológica, LABoral se creó por iniciativa del Gobierno del Principado de Asturias para «buscar implantar modelos alternativos de futuro». Una idea excelente que está dando sus frutos. Esperemos que por muchos años.
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MACB A A L I P S I S
Museu d'Art Contemporani de Barcelona.
JOSEP LAPIDARIO «El pasado se escapa de nuestro alcance. Solamente nos deja objetos dispersos, el enlace que los unÍa se nos escapa. Nuestra imaginación suele completar ese vacÍo empleando teorÍas preconcebidas... La arqueologÍa, pues, no proporciona certezas, sino más bien vagas hipótesis. Y a la sombra de esas hipótesis algunos artistas se complacen en soñar, considerándolas no tanto hechos cientÍficos como fuentes de inspiración». Igor Stravinsky, Poética Musical
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¿Y si el Apocalipsis llegara mañana? ¿Y si la Tierra se convirtiese en una bola inerte y sin vida durante miles, millones de años? ¿Qué ocurriría si en ese lejano futuro desembarcaran arqueólogos marcianos en la Tierra, como en esa extraña película llamada IA que planteó Kubrick y remató Spielberg? ¿Qué deducciones harían esos arqueólogos sobre el ser humano si encontraran un museo como único edificio intacto? O, por acotar un poco este improbable escenario posapocalíptico: ¿qué ocurriría si solo pudieran analizar el MACBA (Museu d’Art Contemporani de Barcelona) y el entorno de la Plaça dels Àngels?
¿Reconocerán el Museo como espacio artístico, o el arte extraterrestre será demasiado diferente (en fin, marciano) en planteamiento y ejecución? ¿Qué pensarán cuando desentierren, por ejemplo, el Private Address System de Mike Kelley, un váter portátil equipado con un potente sistema de altavoces que amplifica los sonidos producidos en su interior? ¿Sabrán interpretarlo como una reflexión artística sobre la intersección, a veces catastrófica, de los espacios público y privado? ¿O elaborarán complicadas teorías sobre el porqué de esa aparente costumbre humana de emitir a toda potencia los ruidos de la defecación? ¿Interpretarán literalmente las cartelas irónicas de Iman Issa, como la que 95
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atribuye a su escultura Púlpito centenares de años de antigüedad? Son preguntas válidas, o al menos lo suficientemente marcianas como para plantearme visitar el MACBA siguiendo estos parámetros. Un personaje de la novela Las estrellas desafiantes, de Frederic Brown, sostiene que la única manera de atravesar las distancias interestelares y abrir los abismos del tiempo es mediante la telepatía y la proyección mental… Pensar muy fuerte como combustible del motor faster than light. Siguiendo esa doctrina, físicamente dudosa pero estéticamente inatacable, me recuesto en uno de los cómodos pufs del enorme hall del MACBA, cierro los ojos y me proyecto mentalmente a un lejano futuro en que los ovnis redescubren el Museo.
Unos días de inmersión en el MACBA han dejado sus huellas en mi mente (ya decía Alan Moore que todo arte es radiactivo), así que visualizo esas hipotéticas naves marcianas como versiones enormes y levitantes de una escultura de Jorge Oteiza, Conjunción dinámica de dos pares de elementos curvos y livianos. Oteiza escribió versos sobre la desocupación del espacio: «en arquitectura / en urbanismo / vaciar la ciudad / para ver el cielo», así que no parece descabellado que mis marcianos atraviesen esos huecos celestes. En mi teatro mental imagino a los arqueólogos verdes y espigados, dirigiendo los trabajos con precisión extraterrena. Su primer análisis resulta desconcertante: la abundancia de tablas de skate parece indicar que el edificio albergaba competiciones deportivas. Más sorpresas les esperan. Dijo Baudelaire en Correspondencias: «El ser humano pasa a través de bosques de símbolos / que lo observan con miradas familiares». ¿Y si esos símbolos no fueran familiares sino ajenos?
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Me divierte imaginar a un alienígena especialmente inquisitivo e inteligente al que le hubiera tocado en suerte analizar las esculturas de Sergi Aguilar en Reverso/Anverso. Ese arqueólogo (llamémosle J’onzz en homenaje al Detective Marciano de los cómics de DC) sería un héroe incomprendido tratando de descubrir, sin la ayuda de referentes culturales, los principios del constructivismo, la abstracción geométrica o el minimalismo. Imaginemos cómo presentaría su informe ante el director de las excavaciones... Los utensilios creados por este artífice no tienen un único propósito, diría J’onzz, aunque a menudo parecen herramientas de medición o piezas de ensamblaje ordenadas con mimo. Eso apuntalaría la primera de mis tres hipótesis de trabajo: que el humano Aguilar fuera algún tipo de ingeniero o científico. Observen por ejemplo, continuaría J’onzz con un floreo de sus largos dedos verdes, el juego de rampas identificadas como Falques (58): pequeñas variaciones de ángulo, eje y material entre las piezas indican una progresión, un método de trabajo. Una atmósfera de taller en pleno funcionamiento parece presidir estas habitaciones, diría J’onzz. Presten
atención al objeto de madera identificado como Res no es detura n.º2. Observen el dinamismo de su construcción, la tensión entre la inmovilidad sugerida por los elementos centrales frente al desequilibrio asimétrico que insinúa y anuncia un movimiento repentino de las líneas exteriores. ¿Es acaso el diseño conceptual de un motor para algún tipo de vehículo? Y tal vez, tal vez (y aquí la imaginación de J’onzz se desbocaría), ¿serían estos los primeros balbuceos terrestres de un perpetuum mobile o un motor de curvatura? ¿Es casual el paralelismo entre los cilindros horizontales de la construcción bautizada como Nord-Sud y las barras de combustible atómico? Mi segunda hipótesis, continuaría J’onzz tras los agitados murmullos de sus colegas, es que el artífice Aguilar fuera un explorador. Esto explicaría la abundancia de planos, fotografías, incluso vídeos mostrando vastos paisajes naturales terrestres atravesados por sendas y carreteras. En objetos como el enorme fieltro Cara NNO encontramos cordeles uniendo puntos topográficos, anotaciones indescifrables, hitos que buscan
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reproducir rutas o evocar largos viajes. Observen estos dos objetos visualmente hermanados: Ruta gris y Ruta vermella, construcciones metálicas sobre un soporte móvil. A primera vista parecerían carcasas de vehículos, especularía J’onzz, pero una segunda observación remite a reproducciones de montañas o tal vez puentes naturales, no necesariamente tal como eran, sino tal como su sombra o reflejo geométrico aparecieron en la mente del autor. Y llego así a mi tercera hipótesis, continuaría el arqueólogo, que este artífice humano no fuera ingeniero ni explorador sino artista, más preocupado por transmitir la esencia de objetos, experiencias y viajes que su literalidad práctica. De ahí los juegos con la escala y la repetición, las sierras sin dientes y los soldadores sin llama, las pizarras garabateadas y los horizontes móviles. O tal vez todo lo anterior sea cierto, concluiría J’onzz, y Aguilar fuera un artesano y un viajero, un artista y un ingeniero, un descubridor y un científico. Un topógrafo del alma. Un coro de aplausos acogería el discurso. No lo tendrían tan fácil los pobres marcianos cuya labor fuera asomarse a la literatura humana a partir de la exposición dedicada a Osvaldo Lamborghini y su delirante y pornográfico Teatro Proletario de Cámara. La mejor descripción de su cruel y nihilista estilo de escritura se la leí a Roberto Bolaño en Derivas de la pesada: «Lamborghini es una cajita sobre una alacena en el sótano. Una cajita de cartón, pequeña, con la superficie llena de polvo. Ahora bien, si uno abre la cajita lo que encuentra en su interior es el infierno». Mis alienígenas encontrarán aquí nuestra trampa mortal en forma de Arca de la Alianza. Les imagino desenterrando la enorme fotografía de Lamborghini que presidía la muestra, en la que se ve al escritor recostado en la cama barcelonesa de la que no se levantó en los últimos años de su vida, rodeado de ropa sucia, revistas pornográficas y miles de páginas garabateadas. Mis extraterrestres encontrarán decenas de libretas repletas de anotaciones casi indescifrables, collages, libros de saldo intervenidos, chistes y bromas procedentes de una de las mentes más lúcidas y alucinadas del siglo XX terrestre. ¿Sabrán entender juegos de palabras como «Lalo Cura» (¡Bolaño de nuevo!) o «mi Bri Yo se apaga»? ¿Qué pensarán cuando lean el sádico Tadeys, que chorrea sangre, crueldad y fluidos corporales en cada una de sus páginas?
Visualizo a mis hombrecillos verdes tratando de encontrar sentido a los libros que Lamborghini guardaba bajo el epígrafe «Arte» y que se expusieron en el MACBA. Estos escritos representarían a nuestra especie extinta: Historia de la mierda de Dominique Laporte, el manifiesto Escupamos sobre Hegel de Carla Lonzi, Silencio de John Cage, un catálogo de una exposición de pintura alemana, guiones y ensayos de Pasolini y Fassbinder, libros de Tristan Tzara. Son suficientes mimbres como para recuperar una civilización. O una sifilización, al menos. Dejemos a este grupo tratando de descifrar a Lamborghini y veamos cómo les va a los arqueólogos que trabajan en La bestia y el soberano. Se enfrentan a una tarea titánica, la de comprender dos conceptos clave de las sociedades humanas y cómo arrojan luz sobre tradicionales oposiciones binarias: feminidad/masculinidad, enfermedad/salud, dominado/dominador, animalidad/racionalidad. Verán muchas profanaciones de lo sagrado, sea la religión o el dinero. Pero claro, ¿comprenderán los marcianos el concepto de religión? ¿Verán algo raro en el travestido Sagrado Corazón de Marica de Ocaña? ¿Emplearán algún equivalente al dinero, o su economía será similar a la utopía tecnológica de Star Trek? Me pregunto cómo interpretarán vídeos como Inversión II, de la cubana Glenda León, en el que la autora raspa metódicamente un billete de cien dólares con un bisturí, obteniendo verdes gránulos de tinta (¡dinero en polvo!) que procede a esnifar como si fueran cocaína. No creo que los alienígenas comprendan el sobrecogimiento ante el acto formalmente ilegal de destruir el dinero, ese Joker de Heath Ledger quemando pilas de billetes en The Dark Knight... Les será muy útil analizar Milenarismos de Julia Montilla, que recoge imágenes de revueltas sociales a lo largo de la historia. Mis aliens se asomarán a la fascinante historia de la guerra de los campesinos alemanes del siglo XVI y la posterior rebelión de los anabaptistas de Münster, con su año de gobierno protocomunista: omnia sunt communia, gritaban los rebeldes, todo es de todos. Qué pena que los marcianos no puedan echarle el guante a la monumental novela Q, del colectivo Luther Blisset, que narra vivamente estos sucesos. Ni a La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa, el mejor retrato que se ha escrito de la Guerra de Canudos, en que una tropa de desharrapados dirigidos por Conselheiro (trasunto del Che, al menos en su fotografía
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post mórtem) puso en jaque al poderoso gobierno brasileño. Reflejos del ciclo eterno de rebelión y represión. Si mis extraterrestres son listos se darán cuenta de cómo los símbolos de la soberanía del capital son castigados con periódicos sobresaltos. En el vídeo The geometry of fear de Stefanos Tsivopoulos serán testigos de los días de 2012 en que el parlamento griego permaneció vacío, pero no inerte: los marcianos no habrán oído hablar del grexit ni de la culpabilización de los países del sur de Europa, pero captarán la tensión contenida en el zumbido de los micrófonos de la sala abandonada. En una sintonía similar, comprobarán a través del trabajo de Ángela Bonadies y Juan José Olavarría cómo el involuntario monumento al capitalismo fallido llamado Torre de David, en Caracas, creó una inesperada economía paralela. Y lo que levantará sin duda algunas cejas (o probóscides ciliares, o lo que sea que enarquen los extraterrestres) será el documental Tilikum, de Jan Peter Hammer, que recoge los intentos de comunicación entre humanos y delfines del científico John Cunningham Lilly. ¿Entenderán el salto que llevó a Lilly a pasar de los electrodos y los osciloscopios al LSD, la ketamina y largas estancias en tanques de privación sensorial? ¿Les proporcionará claves con las que entender la esencia inquisitiva de nuestra especie extinta? En cambio, no creo que produzca gran reacción la en su día polémica escultura Haute Couture Transport 04, de Ines Doujak: ¿quién distinguirá dentro de millones de años entre bestias y soberanos? Me queda por imaginar un último grupo: los afortunados arqueólogos encargados de examinar el ingente archivo del MACBA. No tendrán acceso a las pinturas rupestres de Altamira, pero sí a los muros de Brassaï, con imágenes paganas y primitivas cinceladas con clavos o navajas melladas. No podrán examinar los mapas políticos y planos topográficos de la Biblioteca Nacional, pero sí tendrán acceso a los mapas embarrados de Pere Noguera, herederos del arte povera italiano, en que las grietas arbitrarias en el barro sustituyen a las igualmente arbitrarias fronteras españolas y europeas. Tal vez observando el mapa de Noguera que sustituye el agua del Mediterráneo por barro reseco, los marcianos se preguntarán cuándo ocurrió esa tremenda sequía que vació los mares... No tendrán acceso al registro de pacientes del Hospital Clínic, pero tal vez encuentren restos de ADN humano en el
aire expirado por Piero Manzoni en sus blancos globos Corpo d’aria, quizá suficiente material genético como para clonar a Manzoni y montar un Parque Jurásico artístico-alienígena. Los marcianos tampoco tendrán acceso al Registro Civil, pero observarán las gigantescas fotografías que Beat Streuli sacó en 1997 a los viandantes que paseaban por la Plaça dels Angels, y que durante unos meses convirtieron las paredes de cristal de la recepción del MACBA en una membrana semipermeable hacia el mundo exterior. Y gracias a Neighbours, la instalación diseñada por Fortuyn/O’Brien en 1996, verán fotografías del edificio del MACBA desde otra perspectiva, la de los vecinos que rodean la plaza: una cafetería, un colegio, una escuela de diseño, el piso de una anciana jubilada. Aún se entretendrán más los marcianos al descubrir que estas fotografías adoptan la forma de puzles de centenares de piezas que podrán ir clasificando y organizando metódicamente, el sueño de todo arqueólogo obsesivo. ¿Tendrán TOC los arqueólogos marcianos? ¿Soñarán con ovejas eléctricas? De todas las teorías que podrían elaborar sobre el MACBA, espero que los alienígenas acaben comprendiendo su intencionalidad artística. ¿Cómo si no a través de la metáfora y la oblicuidad comprenderán los poemas objeto de Joan Brossa, la escoba con mango de fichas de dominó o el tintero que derrama cifras en lugar de tinta? Una última baza puede jugar en su favor: termino mi viaje mental deseando que descubran la biblioteca del MACBA. No podrán contar con la ayuda de las amables bibliotecarias que me han atendido en mis visitas («un bibliotecario es un potente motor de búsqueda con corazón», decía Sarah McIntyre), pero tendrán acceso, si descifran esos garabatos que los occidentales llamamos letras, a un vasto repositorio de información sobre cómo concebimos los humanos el arte contemporáneo. Abro los ojos. Sigo en el puf, no se ha acabado el mundo, la escultura de Oteiza no ha remontado el vuelo. Pero tal vez, si Frederic Brown tenía razón, mi mente haya viajado hasta Marte. Y tal vez, solo tal vez, los arqueólogos marcianos ya estén de camino hacia la Tierra.
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V I A J E PASANDO A TRAVÉS DE AL CENTRO DE LA M A M T
IERRA
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Museo de Arte Moderno de Tarragona.
JOSEP LAPIDARIO
«Creo que la magia es arte, y que el arte, sea música, escritura, escultura o cualquier otra disciplina, es literalmente magia. El arte es, como la magia, la ciencia de manipular sÍmbolos, palabras o imágenes para producir cambios de conciencia. (...) Por eso creo que un artista o escritor es lo más cercano en el mundo contemporáneo a un chamán». Alan Moore, The Mindscape of Alan Moore
Recorrer un museo de arte contemporáneo es una experiencia algo marciana y en cierto modo perturbadora, incluso si el lugar es tan acogedor como el Museo de Arte Moderno de Tarragona (MAMT). Poco después de mi última visita en compañía de mi pareja, saqué ciertas conclusiones sobre la creación artística tras cubrirme de barro, sumergirme en agua helada y gatear a treinta metros bajo tierra. Pero vayamos por partes.
Al no tener formación académica en Historia del Arte, cuando trato de interpretar una obra no puedo refugiarme en prolijas consideraciones técnicas o reflexiones sobre corrientes pictóricas. Un amigo pintor me aconsejó hace años que al observar una obra de arte no permitiera que la razón fuera mi única guía. Insistió en que al enfrentarme (ojo a la terminología de oposición y combate) a una obra, primero dejase que mi razón enhebrara todas las reflexiones lógicas que quisiera sobre estructura, forma, color, tamaño, historia, material. Todo eso es importante, pero no basta: después toca apagar el
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piloto automático del cerebro y permitir que el instinto tome las riendas. Durante las ceremonias de ayahuasca se cantan ícaros, canciones tradicionales que, entre otras cosas, facilitan el paso de la mente racional a la simbólica. Mi favorito arranca así: «Ábrete corazón / ábrete sentimiento / ábrete entendimiento / deja un lado la razón / y deja brillar el sol / escondido en tu interior». Pero claro, esto es más fácil decirlo que hacerlo. Apunté hace poco un par de frases de un manifiesto de Jean Dubuffet sobre el art brut: «el álgebra de las ideas es una vía de conocimiento, pero el arte es otro cuyas vías son muy distintas: las de la videncia. (…) El saber y la inteligencia son instrumentos endebles para navegar en la videncia». Me atrae esa aproximación casi mística a la creación artística, como si cada obra de arte contemporáneo fuera un koan, una de esas adivinanzas zen que no pueden resolverse empleando únicamente la razón: la obra como mutágeno que transforma el inconsciente y lo siembra de semillas radiactivas… Durante mi visita al MAMT hice acopio de estas semillas, en particular en la zona dedicada al arte contemporáneo. Pero la tierra fértil para que germinaran la encontré al salir del MAMT, en un folleto que invitaba a visitar la Cueva Urbana de Tarragona. Leímos sobrecogidos sobre un gigantesco com-
plejo de cavernas bajo las calles del centro de la ciudad, creado hace sesenta millones de años y aprovechado por íberos y romanos como depósito subterráneo de agua potable; un laberinto natural al que solo le falta un Minotauro. Una semana después, enfundados en trajes de neopreno, un grupo de seis personas guiado por un espeleólogo accedemos a la cueva por una entrada improbable: un parking de la calle Gasòmetre. Descendemos a través de un pozo por una escalera metálica, hasta un acueducto romano subterráneo excavado con un preciso trabajo de picapedrero. Y mientras me dirijo hacia el centro de la Tierra, el recorrido por el MAMT y el paseo por la cueva van quedando ligados en mi cabeza por uniones sutiles.
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Pienso en la ordenación más o menos cronológica de su exposición permanente, empezando por la colección Bronze nu dedicada al escultor Julio Antonio, activo a principios del siglo pasado y autor del mítico Monument als Herois de 1811 instalado en plena Rambla Nova (cuántas veces habré gritado «¡quedamos en Els Despullats!» durante mi adolescencia). El recorrido continúa con otros autores del siglo XX, incluyendo los surgidos del Taller-Escuela de Pintura y Escultura de Tarragona. Mientras desciendo por una gatera helicoidal de la cueva aferrándome a la cuerda guía como si me fuera la vida en ello, recuerdo La esfinge de Roscoff, el melancólico paisaje bretón de Josep Nogué, o el burlón Autorretrato esculpido de Salvador Martorell con un marmóreo pitillo en los labios. Me identifiqué en particular con Josep Maria García-Llort y su exposición temporal de cuadros coloridos de inspiración cubista que mezclan felicidad y confusión, impulsos animales y represión franquista. Las paredes de la cueva se vuelven cada vez más húmedas, y pronto chapoteamos hasta las rodillas en agua de lluvia filtrada. Me detengo
entonces a pensar en las zonas de arte contemporáneo, las más exóticas para mi mente hiperracional, donde se muestran en particular algunas obras ganadoras de la Bienal de Arte de Tarragona (premios Tapiró de pintura y Julio Antonio de escultura). Pronto llegamos a un sifón subterráneo, un punto en que el conducto de paso entre dos cavidades ha quedado completamente cegado por el agua. Para continuar adelante, explica el espeleólogo, es necesario sumergirse por completo, avanzar aproximadamente un metro sin que la mano derecha suelte la cuerda guía y emerger de nuevo. Un bautismo. No es necesario permanecer bajo el agua más de cinco o seis segundos, y el único riesgo es el psicológico: no es lo mismo (¿no lo es?) sumergirse en una piscina al aire libre que a treinta metros bajo tierra. El resto del grupo cruza sin problemas. Cuando me toca el turno, cojo aire con desesperación, como si me esperase una inmersión a pulmón libre en la fosa de las Marianas, y me sumerjo más profundamente de lo que sería necesario. El tiempo se ralentiza, cada segundo se extiende a una era geológica. Y al tratar de avanzar torpemente bajo el agua, me viene a la mente Piel de tetas, la obra acuática y perfor-
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mativa de la tarraconense Ester Fabregat. En el MAMT habíamos visto un par de fotografías y el traje-escultura que llevaba la artista durante la performance: una finísima segunda piel rosada, provista de varias larguísimas tetas con sus correspondientes pezones. Mientras buceo bajo el sifón reproduzco mentalmente los movimientos de Fabregat, imagino cómo se movería mi cuerpo con esa prótesis mamaria danzando ingrávida a mi alrededor. Experimento una transformación, una metamorfosis ovidiana que me convierte de humano en mamífero submarino; visualizo esa segunda piel modificando mi relación con el exterior, proporcionando nuevas sensaciones, cambiando mi propiocepción corporal. Una mutación sexual que requiere un aprendizaje, una familiarización con un yo radicalmente distinto. Entre brazada y brazada a cámara lenta, pienso en Valeri Spiridónov, el ruso con atrofia espinal que se ha ofrecido voluntario para la primera operación de trasplante de cabeza. ¿Qué sentirá al verse con un nuevo cuerpo si sobrevive a la cirugía? ¿Un nuevo cuerpo cambiará su vieja mente? Si es así, ¿cómo? Vuelvo a la superficie con aire aún en los pulmones, a pesar de la sensación de haber permanecido horas sumergido. Continuamos el recorrido a través de estrechos túneles y enormes cavernas como la Maginet, surgida a partir de un derrumbamiento («no creo que el próximo sea hasta dentro de unos millones de años», susurra el espeleólogo). Tras una hora de marcha, llegamos al límite explorable sin equipo profesional de buceo: la entrada a la sala Rivemar, cinco mil metros cuadrados completamente sumergidos. Y allí, flotando a la entrada de un oculto lago subterráneo, me viene a la mente la escultura In memoriam, de Ángel Pomerol, reclamando mi atención como uno de los dioramas-enigma que de niño me fascinaban en El misterio de la Isla de Tökland de Juan Manuel Gisbert. Un grupo disperso de ratas blanquísimas roe tres piezas de madera, estructuras giratorias similares a peonzas, o quizás tapones coronados por válvulas hidráulicas o grifos. El autor llama a estas piezas «cuerpos geométricos de revolución». Y revolucionarios, añado mentalmente. Una de las tres peonzas aguanta más o menos intacta y vertical, mientras que las otras dos permanecen parcialmente vencidas, dema-
siado roídas como para mantener el equilibrio. Las ratas parecen satisfechas, activas y bien alimentadas. Blai Mesa interpreta In memoriam en términos de feudalismo financiero, asociando el aire orgulloso de las ratas al mostrar su botín con las sistémicas y cada vez más desvergonzadas rapiñas propias de la crisis financiera. Es una interpretación inteligente, pero a mí la escena me sugiere algo distinto… Tras un encontronazo en mi antigua vivienda con una enorme rata urbana, asocio estos bichos con la irrupción depredadora en el espacio privado. Las ratas son uno de los animalestótem de Barcelona, cuenta Daniel Ausente en la magnífica novela Mataré a vuestros muertos: están presentes no solo en solares y descampados, sino también bajo tierra, en garajes y refugios y cuevas. Si puede establecerse una correspondencia entre las profundidades subterráneas y las del inconsciente, las ratas mentales serían las guardianas del umbral… O tal vez catalistas de la inmersión mental: al recordar In Memoriam, identifico las semiderribadas peonzas con los tapones o diques que mantienen a raya los impulsos interiores, el océano interno freudiano (o más bien jungiano) de motivaciones inconscientes y recuerdos reprimidos. Y como Pepe el Tira, la rata que protagoniza el magnífico cuento de Bolaño El policía de las ratas, sabemos que la única opción válida es adentrarse sin miedo en la oscuridad interior, aunque haya que roer algunas válvulas para ello. El artista es un chamán. A veces, también una rata. Antes de volver a la superficie, a sugerencia del espeleólogo apagamos unos segundos las lámparas de nuestros cascos, flotando sumidos en la oscuridad. Lo que siento entonces lo guardo para mí. Pero al volver la luz al mundo, me fijo en las sombras y reflejos de nuestros parcialmente sumergidos cuerpos, y lo primero que me viene a la mente es la etérea escultura sin título de Albert Macaya en el MAMT. Ligeros alambres proyectan sombras móviles sobre una pared, haciendo visibles cuerpos tenues y frágiles en busca de una identidad esquiva. Así me siento tras este chapuzón en el inconsciente: como un eterno work in progress en redefinición constante.
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Para volver a la superficie nos guían por un camino diferente, que nos lleva tras una agotadora ascensión hasta la Galería del Fango. Noto un agradable olor arcilloso y el suelo cada vez más reblandecido bajo mis pies. El espeleólogo explica que el agua a presión ha ido generando un barro finísimo y suave, muy bueno para el cutis. «Aprovechad para jugar», comenta, y le tomo la palabra lanzando una bola de barro a mi pareja. Después nos abrazamos. Siento sus manos sobre mi espalda. Pierdo el equilibrio y apoyo la mano en la pared, observando la silueta húmeda que aparece sobre el muro. Germina entonces la semilla dejada por Sense títol de Ana Sánchez, un mareante collage formado por imágenes fotográficas de su propia mano distribuidas en forma de espiral, un océano de manos abiertas arremolinadas en torno a un vórtice lateral. Aferro las manos embarradas de mi pareja y siento cómo el repentino silencio de mi mente se inunda con imágenes de manos empujando, tocando, abrazando, acariciando. El barroquismo del cuadro de Sánchez se traduce en la acción mental de lanzarse en picado a ese mar de manos, dejarse llevar por ellas, permitir
que esa corriente subterránea de extremidades nos impulse fuera de un pozo de oscuridad. Como en el momento de éxtasis musical de un crowd surfing, o la escena de Laberinto en que Jennifer Connelly es sostenida durante una caída por una tropa de manos parlanchinas. Pienso en el hecho de que la única mano que aparece en el cuadro, aunque repetida, sea la de la propia autora: a veces nos salvamos del hundimiento nosotros mismos, o más bien los incontables ejércitos de nuestro interior. Cuando llegamos de vuelta a la superficie tras más de tres horas de paseo subterráneo siento hambre de luz solar, un ansia física que me trae a la mente a Prahlad Jani, el asceta indio que afirmaba alimentarse solo de fotones ante el escepticismo de la comunidad científica. En este momento me siento capaz de emularlo. Salimos a la calle. Miro directamente al Sol durante unos segundos, consciente del peligro para mis retinas pero ansioso de un chute nutricio de luz tras tanta oscuridad cavernaria. Y en ese momento de dorada claridad cegadora recuerdo Yellow on black scratch, de Pedro Peña, otra obra que aparentemente se había agazapado en mi memoria a la espera de su oportunidad. Un gigantesco rectángulo de madera pintado uniformemente de amarillo y cubierto por una red intrincada de
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finos zarcillos negros de laca; una telaraña que ha capturado/congelado el Sol, como una esfera de Dyson orgánica absorbiendo la luz y el calor para generar su propia energía. El resultado no es frío o amenazador, sino todo lo contrario: un calorcillo agradable emana de la pintura y calienta mis huesos. Agradecido, me echo a cantar en voz baja, a los Beatles nada menos: «Little darling, it seems like years since it's been clear / Here comes the sun / Here comes the sun, and I say / It's all right». Mi pareja me oye canturrear y ríe en voz alta. Me giro, abro los ojos y al observarla no la veo solamente a ella: su rostro se ha fundido con la cara azul del retrato Hermana I, de Barbara Stammel, un cuadro al óleo poderoso y magnético que me había dejado clavado como un pasmarote en el MAMT durante largo rato. Mi novia sonríe con calidez y el retrato de Stammel frunce el ceño, pero ambas mujeres han quedado repentinamente hermanadas por una tensión expresiva interior,
dura como el acero pero atemperada por un fondo luminoso, blanco y optimista. No siempre captamos la potencia del arte al verlo en primera instancia, sino tiempo después, cuando ha vivido un proceso interior de fertilización detonado por experiencias personales e intransferibles. Cada visitante tendrá su propio catalizador, su propio templo en que hallar a la rata-chamán que le dé acceso al inconsciente. Yo necesité hundirme hasta el centro de la Tierra, otros encontrarán su inspiración en el bosque, en el fondo del mar… O en Marte.
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M. I. A.U. Museo Inacabado de Arte Urbano. Fanzara.
DIEGO CUEVAS
La idea de un museo inacabado puede sonar poco atractiva y probablemente invoca la suposición de que hablamos de una sala con cuadros a medio pintar, con una plantilla de guías que divagan y tartamudean, salas que no tienen el techo en su sitio y un montón de elegantes cordones rojos de soga gruesa engarzados en soportes dorados prohibiendo el paso a la mayoría de los accesos a las exposiciones. Pero esta percepción cambia completamente cuando se es consciente de que el concepto de colección inconclusa en realidad pretende evocar todo lo contrario: un museo en constante crecimiento que no tiene intención inmediata de pisar el freno, una exposición que se amplía y renueva con el tiempo y a la vez se hermana con la idea romántica que ofrecía el título de La historia interminable, aquella fantasía de lector hambriento que prometía una historia que no se acabara nunca, un imposible convertido aquí en una galería de arte real, cuyo pasillo no tiene fin. Y en este caso concreto, tampoco techo.
En la provincia de Castellón, en el interior de un valle a los pies del río Mijares, a noventa kilómetros de Valencia y embalado entre bosques, se encuentra Fanzara, un pequeño municipio habitado por trescientas veintitrés personas, con una media de edad envejecida y un núcleo urbano con tan solo cuatro locales comerciales. El pueblo, al igual que otros tantos de los que se asientan a lo largo de los montes del país, se encontraba hasta hace poco encarando un destino incierto: la posibilidad de acabar relegado al olvido, en una época en la que la gente tiene puestos los ojos y los pies sobre otras urbes de mayor tamaño y supuestamente más importantes. Hasta que un par de personas muy inquietas, llamadas Javier López y Rafa Gascó, decidieron propulsar una idea genial que en principio parecía una locura: convertir el propio pueblo en un museo al aire libre. Un lugar donde cualquier artista tendría la posibilidad de acercarse a exponer su obra, siempre y cuando llegase a la localidad cargando, además de con ideas y ganas, con las brochas, sprays, rodillos y pinturas necesarios. Porque el marco de cada obra expuesta en
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Fanzara sería el que otorgasen el propio paisaje, la población y su entorno. Y los lienzos sobre los que trabajarían los artistas serían las mismas paredes de las casas que forman la villa. Fanzara es un museo de arte urbano, de grafitis, de pinturas que embellecen paredes. El lugar donde se empezaron a erigir los cimientos de ese proyecto con nombre de ronroneo felino: el M.I.A.U., el Museo Inacabado de Arte Urbano.
Lopéz y Gascó plantearon la idea de decorar los muros de los vecinos del lugar, una población en la que gran parte de sus integrantes rondaba edades entre los setenta y ochenta años. Y finalmente acabaron recibiendo el beneplácito del vecindario, pese a las dificultades que implicaba el tener que convencer de las bondades del arte urbano a gente que era totalmente ajena al mismo y se rascaba muy fuerte la cabeza ante la palabra «grafiti» o bizqueaba al escuchar los milagros de Banksy. En el fondo, en el peor de los casos, si la cosa salía mal y no resultaba ser del gusto de nadie, siempre se podría volver a pintar encima y resetear la idea, como si allí no hubiese pasado nada.
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Sin estar seguros de cómo podría acabar todo aquello, y con el apoyo económico del ayuntamiento, los responsables del M.I.A.U. se aproximaron al colectivo Mur-Murs para convocar a varios artistas patrios del street art a una cita en la que pasarían cuatro días de un septiembre de 2014 alojados en el lugar. El evento decidiría abrazar la austeridad en su vertiente más familiar: los invitados dormían, cocinaban y convivían en casa de los organizadores, y a cambio trabajaban las paredes para estampar sus ideas. La temática de cada pieza dependía exclusivamente del criterio de los autores, quienes gozaban de libertad total para componerlas; la única norma era implicar al pueblo de alguna manera en la realización de cada obra, como por ejemplo, discutiendo las futuras propuestas con los residentes o creando talleres de trabajo para llevarlas a cabo. Existía, eso sí, una sugerencia a tener en cuenta: el parecer de quienes serían los ojos que iban a ver cada día los grafitis. A medida que los artistas comenzaron a trabajar las paredes, el pueblo comenzó a volcarse más en la empresa y lo que empezó con dudas acabó floreciendo en más fachadas para pintar, a petición de los habitantes de las casas, y desembocó en más de una cuarentena de trabajos expuestos a lo largo de las calles. Fanzara, en tan solo cuatro días, había transformado un experimento artístico en una colección tan inusual y única como para llamar la atención de otros artistas urbanos, de habitantes de localidades vecinas, de los curiosos turistas de paso, de los periodistas culturales y de los fotógrafos inquietos con hambre de pintura.
Las fachadas de Fanzara finalmente acabaron siendo hogar de un montón de mentes inquietas y manos revoltosas. Xabier XTRM jugaría a combinar cuerda, madera y pintura en Flor nocturna, y repetiría la combinación de materiales en Piedra angular, una obra inspirada por una conversación con un residente sobre el origen local de los materiales con los que se habían construido las viviendas de la villa. Pol Marban convertiría a los vecinos en parte indispensable del cuadro al retratarlos posando en una estampa frente a un puente. Sabek desenmascararía a un lobo feroz a remojo en una gigantesca pieza que cubre la fachada de un edificio de tres plantas. Deih haría aterrizar sobre la pared a un espectacular personaje propio con la silueta de un malabarista espacial llamado El visitante. Nemos colocaría la cabeza hueca de un minotauro en una balanza, enfrentándose a una cabeza humana. Susie Hammer optaría por soltar simpáticos acróbatas a lucirse por varias calles. Julieta Xlf y su dibujo de trazo cercano a la Hora de aventuras televisiva traería jinetes con mochilas cargadas de casas a lomos de gatos llameantes y ciervos arbóreos que se acurrucaban en forma de órganos vitales. Hombrelopéz propondría una red social inusual y rural: la compuesta por una serie de piedras, sobre las aparecen los retratos de varias personas del pueblo, adheridas a paredes componiendo una especie de censo rocoso. Colectivo Fx y Romano pintarían una gigantesca mano anciana. Tarrago estamparía sus diseños psicodélicos. Lolo otorgaría vida a inquietantes figuras de tinta que esparcen lagartijas sobre cepillos de dientes y gatos escondidos entre el decorado. Chylo soltaría a pasear por los muros a extrañas criaturas de seis patas y costillas visibles. Algunos edificios convertirían sus ventanas en palomares a base de brochazos, algunas puertas se transformarían en cuerpos de persona o en la cabeza de un Mazinger Z, parte del mobiliario urbano acabaría vistiéndose de colores y regateando su presencia gris, esculturas de ramas salpicadas con pinturas brotarían en ciertos techos y el reborde de cualquier muro se convertiría en un lugar perfecto para que unos pájaros de dibujo animado se posasen.
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La iniciativa de M.I.A.U. acababa revelándose como una propuesta fantástica, no solo por haberle dado una visibilidad increíble a la localidad, sino también por el talento que demostraban los participantes invitados y sobre todo por la integración de aquel proyecto con la vida natural del lugar. Un tipo de arte que en otros entornos en teoría más civilizados se consideraba invasivo, directamente prohibido o menor era aquí elevado a estrella y motor de la función. El museo tampoco se conformaría con convertirse en un simple expositor, el éxito de la primera edición propiciaría la organización de una segunda en 2015 y varias actividades paralelas como conferencias o proyecciones de películas.
Existe otra idea genial revoloteando el propio concepto del Museo Inacabado de Arte Urbano: la de que con el tiempo, y sobre todo cuando los vecinos consideren que ha llegado el momento, nuevas obras serán pintadas sobre las antiguas. Enterrar para siempre el arte que ya ha tenido tiempo para contar lo que quería y dejar paso a algo nuevo en el mismo lugar, la idea de transformarse y evolucionar constantemente. La confirmación de que el museo inconcluso no tiene entre sus planes alcanzar en un futuro cercano un punto y final. El ideal romántico de una galería que se expande eternamente. Y sin techo alguno.
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LA PUERTA Y EL RÍO (Y TODO LO QUE HAY EN MEDIO) Museo de Arte Abstracto Español. Cuenca.
PEDRO TORRIJOS No hay lugares en el mundo más intensos. No hay lugares en la existencia que pongan tanto a prueba la condición de la existencia, el cambio, la mutación, el salto desde un estado experiencial a otro distinto. Y sin embargo, vivimos rodeados de ellos. Los vemos a decenas, a centenares cada día sin detenernos un instante a contemplar su significado. Los atravesamos a todas horas en minúsculas fracciones de vida sin darnos cuenta de que, en ese trayecto del reloj ni siquiera perceptible en los milímetros del segundero, lo que nos rodea ya no es igual a lo que nos rodeaba y, por tanto, nosotros tampoco somos iguales al instante anterior a atravesarlo. Hemos concentrado materia y energía cuántica, casi cósmica, en un pequeño artefacto cotidiano. Una puerta. Al doblar una esquina hay un peldaño y una puerta. Al otro lado, el tiempo. Millones de años, eras geológicas de erosión y viento y agua. La hoz y el río. El que ahora llamamos Huécar pero que existió mucho antes de que nosotros llamásemos hoz al desfiladero sobre un río, mucho antes de que nosotros supiésemos lo que era un río e incluso antes de que nosotros supiésemos poner un nombre a nada. Cuando nosotros éramos nada.
No. Al otro lado de la puerta no está el río ni la hoz. Al otro lado está lo que está en medio. Espacio. Espacio de espacios. Espacio fracturado y continuo, entretejido de prismas de aire y luz, de plataformas y cubiertas, de suelos de madera y escalones de piedra, de horizontes abstractos – ¿no lo son todos?- y pliegues de acero. Un lugar generado por fuerzas de cizalladura que han coagulado sus moléculas hasta tomar densidad y materia. Un umbral.
LA PRIMERA PUERTA Hay quien dice que el umbral se creó por necesidad, tal vez por azar, a finales del siglo XIV, cuando a los descendientes de los bereberes de Banu Di-l-Nun ya no les quedaba más terreno para construir al este del alcázar, en el risco que sus antepasados habían llamado Qūnka. Ya eran católicos, claro, y la ciudad elevada se llamaba Cuenca, incluso cuando el suelo desaparecía y se transformaba en pared de roca volando sobre el río. Por eso, en realidad no construyeron sus casas sino que las descolgaron en el aire de la hoz.
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Colocaron la primera puerta y, al otro lado, empujaron a la ciudad fuera de sus bordes. Con forjados de madera, paja y barro, con cubiertas de cerchas y teja, con muros mampuestos y huecos en sombra que se mezclaban con las grietas y las protuberancias del barranco. Y al final, cuando en lucha contra el vacío la misma ciudad tiraba hacia sí de toda esta materia, diluyeron su límite último en balconadas sobre zapatas y jabalcones. Los hombres creían haber desafiado al suelo y a la gravedad, pero no sabían que abajo, a un millón de metros cúbicos, el Huécar miraba a lo alto del risco con los ojos orgullosos de un padre. Porque las Casas Colgadas de Cuenca no eran solo el resultado de la necesidad y la audacia de sus constructores; las alcobas, los salones, las ventanas y las chimeneas también eran volúmenes de espacio abstracto. Células que aún no estaban conectadas pero que se articulaban entre quicios y tabiques, a distancias invisibles y tiempos extraños, siglos y parpadeos, creciendo en la onda expansiva de un estallido germinal. Porque habían nacido de la colisión entre dos esfuerzos formidables y antagónicos. Entre el río y la puerta.
LA SEGUNDA PUERTA Cuando Fernando Zóbel regresó a España a principios de los sesenta procedente de su Manila natal, lo hizo buscando un lugar especial. Un lugar donde exponer no solo su obra sino la de todos los artistas a los que había conocido en sus visitas intermitentes durante la década anterior. Artistas con los que se había mezclado, de los que había aprendido y a los que había compartido su visión de lo que debería ser el arte contemporáneo. Conoció a Antonio Lorenzo, a Luis Feito, a Gerardo Rueda, a Eusebio Sempere. Y también conoció a Gustavo Torner. Para todos ellos, el arte debía escapar del folclore y el tradicionalismo de posguerra para abrazar con ilusión casi infantil una exploración más intensa, más profunda y, en definitiva, más comprometida con su tiempo. Por tanto, más comprometida con los propios mecanismos que definían cada disciplina. Todos ellos trabajaban en la vanguardia, en el contorno del arte abstracto.
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Lo bueno es que la España de los sesenta también estaba embarcada en un camino, frágil pero a la postre imparable, para dejar atrás el folclore y el pintoresquismo tradicionalista nacional. Desde los incentivos al turismo hasta la celebración en 1964 del Concierto de la Paz, que estrenó obras de Luis de Pablo y Cristóbal Halffter, serialistas, atonales y vigorosas como balas de libertad. Sí, los sesenta parecían el momento exacto para abrir un museo dedicado al arte abstracto nacional. Solo había que encontrar el lugar, ese lugar especial. En 1963, Torner le había enseñado a su amigo Zóbel la ciudad donde nació. El pintor hispano-filipino se enamoró inmediatamente de Cuenca. Del risco, de las hoces, de las calles y de los horizontes. De las texturas y de la luz. Por eso, el museo tendría que estar allí. Detrás de una puerta. El 30 de junio de 1966 se inauguró el Museo de Arte Abstracto Español en el edificio de las Casas Colgadas de Cuenca. Sus codirectores serían Zóbel y Torner mientras que Rueda asumiría el cargo de conservador jefe y Lorenzo, Sempere y Fernando Nuño trabajarían como asesores. La finca era propiedad municipal, pero el ayuntamiento la había alquilado por una cantidad simbólica, además de permitir cualquier intervención y rehabilitación que permitiese adecuarla a su nuevo uso. Torner se había encargado del diseño y, junto a los arquitectos municipales Fernando Barja y Francisco León Meler, derribaron tabiques y abrieron huecos buscando que las tres casas pudieran experimentarse en un recorrido continuo. Pero no buscaban grandes galerías ni exposiciones monumentales.
Querían que cada obra pudiese contemplarse casi de manera aislada, que tuviese la luz precisa y la distancia exacta. Que solo compartiese el tiempo con los ojos del observador. Por eso no descubrieron naves diáfanas ni plantas libres, sino que trenzaron todo el espacio en plataformas a distinta cota y salas que se vivían como habitaciones. Entre pequeños tramos de escalera, tabiques rodeables, ventanas, cerchas y celosías. En 1978, el propio Barja acometió la primera ampliación del edificio para ajustarla a una colección en crecimiento. Dos años más tarde, el museo recibió la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes. Por su contenido, pero sin duda, también por su espacio. En ese mismo 1980, Zóbel donó los fondos a la Fundación Juan March, el gran mecenas del arte español, que se encargó de la gestión del museo a partir de entonces, llevan-
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do a cabo nuevas restauraciones y ampliaciones puntuales a lo largo de las últimas décadas. Pero siempre respetando el concepto generador de sus creadores originales. Respetando el sentido del espacio fragmentado, de la articulación y de la luz. Fernando Zóbel murió de forma repentina en Roma el 2 de junio de 1984. Tenía apenas cincuenta y nueve años. Su cuerpo está enterrado en el cementerio de San Isidro de Cuenca, sobre la Hoz del Júcar. Al otro lado del risco, el río mira agradecido la parte de Zóbel que no murió, que no morirá nunca. Porque sabe que los volúmenes y los espacios que flotan sobre él ya no son solo construcción o arquitectura, sabe que han mutado en algo más grande, mucho más grande, casi inabarcable, casi inmarcesible. Sabe que ya no están vacíos sino que respiran entre texturas, horizontes y pliegues.
LA TERCERA PUERTA El Museo de Arte Abstracto Español se abre detrás de una puerta en la calle Canónigos de Cuenca. Cerca de la Catedral, al este de la plaza de Mangana, el antiguo alcázar árabe. Dentro hay un pequeño hall, una coqueta tienda y espacios para exposiciones temporales, pero también hay veintiuna salas para caminar entre las obras de la mejor generación de artistas españoles del siglo XX. 121
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Acompañados por un leve tacón sobre el mármol o por el crujido imperceptible de la madera pintada de blanco de la sala blanca, nos encontramos con el mármol negro y horadado de Jorge Oteiza y, poco más allá, las cuatro ventanas junto a las tres columnas de horizonte cromado y abstracto -¿no lo son todos?- de Eusebio Sempere. Descendemos por escaleras de piedra rozando el enfoscado rugoso a través de volúmenes continuos y solapados, un raumplan en síncopa que haría sentirse orgulloso a Adolf Loos. O a Eduardo Chillida y su Abesti Gogora IV, su Canto Fuerte de madera de chopo ensamblada por engranajes de espacio. Paseamos por plataformas interconectadas y contrapeadas. Al frente, los furiosos golpes de Antoni Tàpies, azules y naranjas, marrones y ocres. A la espalda, la danza expresionista de Antonio Saura, borrosa como su Brigitte Bardot. Si alzamos la mano y tocamos el aire, notamos como silba y juguetea por los pliegues de acero Cor-ten del Proyecto para un monumento de Pablo Palazuelo. Podemos sentir cómo se condensa entre el contrachapado saturado de rojos y azules y los alambres y las telas metálicas de Manuel Rivera, que son espejos del sol y del duende. Y la luz. La luz resbala y se fragmenta y nos devuelve los grandes blancos casi planos de Gerardo Rueda, los rojos y negros y amarillos hipertexturados de Luis Feito, la chatarra plateada e inoxidable de Torner, los sarcófagos negros y partidos de Manolo Millares. Y avanzamos junto a ventanas
con contraventanas y fraileros que se confunden con el Sitial de Lucio Muñoz. Y llegamos a un banco sin respaldo donde sentarnos y mirar la obra que tenemos delante pero que, si nos damos la vuelta, al otro delante nos encuentra el desfiladero y la hoz porque el espacio sabe que, desde que se cruza la puerta, todo es lo mismo. Y todavía nos queda Rafael Canogar y Martín Chirino y las pizarras de Néstor Basterrechea. Y aún nos quedan muchos más. Y nos queda Zóbel. La pátina de óleo disuelto que es un velo sensible en el otro lado de la realidad. De su realidad. Por eso el Júcar es apenas crema y ocres amarillentos y verdosos y se llama El Júcar X. Por eso el vuelo de un pájaro son trazos disgregados en el batir de un Ornitóptero. Y por eso, el río es Río IV y son masas en gradiente fluyendo a una velocidad más lenta que el tiempo.
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LA PUERTA CERO Flotando sobre el río Huécar hay un espacio. Un espacio de espacios. Es uno de los lugares más intensos del planeta. Existe hoy y existirá mañana y existirá dentro de cien civilizaciones, como existía hace cincuenta años y hace quinientos y hace mil eras geológicas, cuando el río no tenía nombre y el hombre no era nada. Porque ya había viento y agua y erosión y texturas y pliegues. Porque ya había horizonte. Porque ya había espacio al borde del risco. Tan solo necesitábamos encontrar la puerta.
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I WILL
SURVIVE Es vox populi que la última inauguración de Francisco Franco antes de su muerte fue la del Museo Español de Arte Contemporáneo en la Ciudad Universitaria de Madrid. No es necesario confirmar la información: la sabiduría popular, como Google, no yerra jamás. Y si yerra, mejor dejarlo correr que tampoco nos va la vida en el dato. Lo que sí es indudablemente cierto es que los fondos del ya desaparecido Museo Español de Arte Contemporáneo acabaron en los almacenes y las salas de exposición del Museo Reina Sofía, uno de los tres ejes del llamado Triángulo del Arte de Madrid (los otros dos son el Thyssen y el Prado). Fuera la última inauguración de Franco o la penúltima o no sucediera nunca, lo relevante es la sospecha de que hasta el Caudillo de España por la Gracia de Dios debía de intuir en 1975 el papel central que el arte contemporáneo y los museos que lo albergan iban a tener en el futuro. O lo intuían sus asesores más pragmáticos, que quizá vislumbraban los peligros de que España se quedara rezagada en la carrera desatada en las principales capitales europeas por albergar las mejores colecciones de arte contemporáneo del mundo. Una carrera cuyo premio no se mide únicamente en prestigio cultural sino en plazas hoteleras ocupadas. A fin de cuentas el
Patio Herreriano. Valladolid.
CRISTIAN CAMPOS turismo es, junto con la fabricación de coches, una de las principales industrias españolas, y no todos los turistas vienen a nuestro país a la caza y captura de paellas extravagantes, alcohol barato y playas abarrotadas. Se rumorea que algunos hasta distinguen a Warhol de Goya, aunque solo sea por el hecho de que en el siglo XVIII aún no se habían inventado las latas de sopa Campbell.
NI UN ESPAÑOL SIN MUSEO Cuarenta años después, el panorama museístico en España vive instalado en la duda existencial. Prácticamente no existe en todo el país una sola capital de provincia sin su correspondiente museo de arte contemporáneo, construido en muchos casos a rebufo del éxito del Guggenheim
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bilbaíno. Su sostenibilidad es otro cantar. Mientras la inversión contemplada en los presupuestos generales del Estado de 2015 se incrementó un 7,43% para el Reina Sofía, un 8,29% para el Prado y un ¡138%! para el Thyssen, las inversiones en los museos de menor tamaño (el Lázaro Galdiano de Madrid, el MARCO de Vigo y el Patio Herreriano de Valladolid) se redujeron un 45, un 28 y otro 28% respectivamente. Si se atiende a las cifras en euros, las diferencias son aún más sangrantes: 42,35 millones de euros para el Prado por los 35.000 del MARCO. O los 35,70 millones de euros del Reina Sofía por los también 35.000 del Patio Herreriano. La apuesta del Estado está clara: los museos estrella son objetivo prioritario; el resto, que se las apañe como buenamente pueda. Peor lo tiene el MACBA de Barcelona, que ni siquiera aparece en los presupuestos.
El debate es viejo pero la crisis lo ha instalado de nuevo en la primera página de los diarios. ¿Deben los museos regirse por criterios de mercado (rentabilidad, número de visitantes, visibilidad mediática) o cumplen una función social y política que va mucho más allá de su mera viabilidad financiera? Harían bien los partidarios de la segunda opción en fijarse en el Patio Herreriano. Porque este pequeño espacio vallisoletano es quizá uno de los mejores ejemplos posibles de resiliencia museística a pequeña escala que se puede encontrar en España. Sería absurdo pedirle que compitiera en números con el Thyssen o el Prado, que son museos de fama internacional. Pero si atendemos al tamaño de su presupuesto, el re-
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sultado salta a la vista. El hecho de que el Patio Herreriano haya sobrevivido en pie a la crisis financiera de los últimos años, y sobre todo a la catarata de recortes que la siguieron, da fe de su tozudez.
UN RECORRIDO POR EL ARTE DEL SIGLO XX El rey Juan Carlos inauguró el Patio Herreriano hace trece años, el 4 de junio de 2002, y desde entonces, y superada alguna otra época de vacilación en la que incluso se llegó a dudar de su supervivencia, han cruzado sus puertas y recorrido sus salas casi 608.000 visitantes. Dicho de otra manera: si el Herreriano fuera una ciudad, tendría el doble de ciudadanos que Valladolid. Esos
608.000 visitantes se han repartido entre ciento veintidós exposiciones temporales (aproximadamente una cada mes y medio) y, por supuesto, la colección permanente del museo, que incluye obras de arte contemporáneo español desde 1918 hasta la actualidad. La base de la colección permanente son las más de mil obras (mil ciento treinta y siete, concretamente) procedentes de varias colecciones españolas y propiedad de la Asociación Colección Arte Contemporáneo, creada en 1987 y compuesta por veintitrés empresas españolas. Son obras de artistas como Salvador Dalí, Jorge Oteiza, Eduardo Arroyo, Alberto García-Alix, Eduardo Chillida, Joan Miró, Adolfo Schlosser, Antonio Saura, Antoni Tàpies, Equipo Crónica, Bonifacio Alonso o Guillermo Pérez Villalta, entre muchos otros. Sin embargo, la joya de la corona es el Fondo del escultor madrileño Ángel Ferrant, pionero en España del surrealismo y de la llamada escultura «cinética». El Fondo lo componen treinta y cuatro esculturas y cuatrocientos seis dibujos, además de más de 35.000 documentos procedentes del archivo del artista. La colección permanente se divide en tres grandes apartados. El primero incluye obras de la primera mitad del siglo XX. Son los años de los movimientos de ruptura vanguardistas: el modernismo, el simbolismo, el futurismo, el surrealismo, el racionalismo, el concretismo… El segundo apartado es el correspondiente al arte posterior a la Guerra Civil española. Aquí se incluyen tanto las obras de los artistas que permanecieron en España como la de aquellos que se exiliaron (a París, principalmente). Esta parte de la colección enlaza con los movimientos y los artistas españoles que, sobre todo a partir de los años cincuenta y sesenta, lograron romper el aislamiento que mantenía separado al mundillo artístico español del resto del planeta Tierra. Son el Grupo El Paso, Tàpies, Oteiza… El tercer apartado es el correspondiente al arte contemporáneo actual y que incluye tanto artistas españoles aún en activo como algunos extranjeros fuertemente vinculados a nuestro país.
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Pero la actividad de la Asociación Colección Arte Contemporáneo no se limita sin embargo al Patio Herreriano. A lo largo de los últimos años, la asociación ha prestado más de un millar de obras a doscientas instituciones y museos internacionales, y organizado más de cien exposiciones en España y el extranjero. No todas las obras de la colección han sido expuestas en el Patio Herreriano o prestadas a otros museos, siquiera temporalmente. Muchas de ellas no habían llegado a salir del almacén por problemas diversos (su deficiente estado de conservación o la dificultad de enmarcarlas en algún movimiento artístico, lo que complicaba sobremanera su exposición) hasta la creación del proyecto ExpoColección, que pretende la rotación de obras no tan conocidas o menos demandadas por las visitas, principalmente por el método de integrarlas en algunas de las exposiciones temporales organizadas por el museo. La colección, además, se renueva temporalmente con nuevas adquisiciones pagadas con las aportaciones de los miembros de la asociación. El proceso es el siguiente: el comité asesor propone un listado de
posibles nuevas adquisiciones durante las reuniones que se celebran periódicamente y si estas son aprobadas, pasan a ser repartidas entre los diferentes miembros, que las ceden de inmediato a la colección.
UN MUSEO HIPERACTIVO Si algo define la programación del Patio Herreriano es su efervescencia. Junto a una exposición de la obra de Ángeles Santos Torroella, pintora surrealista y expresionista que produjo buena parte de su obra en Valladolid, puede encontrarse otra titulada «Días de vinilo» y que reúne más de mil quinientas portadas de discos desde los años cuarenta hasta la actualidad, diseñadas por artistas como Damien Hirst, Mike Kelley (autor de la portada y las fotografías del disco Dirty de Sonic Youth) o Robert Rauschenberg (autor de la portada y el interior del disco Speaking in Tongues de Talking Heads, trabajo por el que recibió un premio Grammy). O actividades como el Wi-
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kimaratón, un evento gratuito en el que cientos de participantes se reúnen para retocar o crear nuevos artículos de la Wikipedia, generalmente pactados de antemano o relativos a un tema en concreto. En el caso concreto de la Wikimaratón organizada por el Patio Herreriano, el tema a tratar era el arte contemporáneo. La encargada de la lista concreta de propuestas fue la historiadora del arte, filósofa y comisaria Marta Álvarez. Durante la Wikimaratón se impartieron también dos talleres de edición en Wikipedia para que aquellos que no conocieran la metodología de la enciclopedia digital pudieran participar en igualdad de condiciones con los editores más curtidos en la tarea.
DE MONASTERIO A MUSEO La sede del Patio Herreriano es el antiguo Monasterio de San Benito. Más concretamente, su espacio central, el Patio Herreriano, cuyas obras se iniciaron en 1596 y se alargaron durante más de medio siglo (el Patio no se dio por terminado hasta 1665). En la construcción del Patio Herreriano se utilizó piedra, un material muy escaso por aquella época en Castilla pero que pudo conseguirse gracias a la concesión de uso de unas canteras próximas por parte de Felipe II. El declive del monasterio durante los siglos posteriores culmina con la llegada de las tropas napoleónicas, que utilizaron sus piedras para pavimentar las calles de la ciudad y que convirtieron el recinto en un horno y un almacén de grano y paja. Actualmente, los tres patios que conformaban el viejo monasterio han sido destinados a distintos usos. El de la Hospedería alberga algunas de las oficinas del Ayuntamiento de la ciudad. Los carmelitas descalzos ocupan la iglesia de San Benito y una parte del Patio de Novicios. El Patio Herreriano es la sede del museo. La rehabilitación del Patio Herreriano como sede del museo fue llevada a cabo por los arquitectos Clara Aizpún, Carlos Arnuncio y Javier Blanco. El museo se divide en once salas de casi tres mil metros cuadrados, aunque el edificio alcanza un total de siete mil (los cuatro mil restantes están dedicados a la biblioteca y el centro de documentación, el taller de restauración, las oficinas administrativas, el salón de actos, la tienda y la cafetería).
NUEVAS VÍAS DE RENTABILIZACIÓN Pero quizá una de sus iniciativas más peculiares sea la del Roof Coworking MPH. El Patio Herreriano ha sido el primer museo de España en ofrecer algunos de sus espacios (parte de la biblioteca y el centro de documentación) como oficinas de alquiler para empresarios y emprendedores. Son trescientos sesenta metros cuadrados de espacio compartido, divididos en cuarenta y cuatro plazas, al que hay que añadir una terraza en la que es posible celebrar todo tipo de acontecimientos al aire libre, una sala de reuniones con capacidad para veinticinco personas e incluso un salón de actos capaz de albergar a cien invitados. El Roof Coworking MPH abre el camino a la financiación de los museos de titularidad municipal por vías que no son las convencionales (básicamente los Presupuestos Generales del Estado, las aportaciones municipales o de la comunidad autónoma, el merchandising y las visitas). Vías, llamémoslas «exóticas», que podrían no ser toleradas de buen grado por los más puristas. En este sentido, Javier León de la Riva, el alcalde de Valladolid en el momento del lanzamiento de la iniciativa, se avanzó a las posibles críticas diciendo que «la obligación de la administración es la de rentabilizar el patrimonio que tiene. Otra cosa es que la biblioteca se hubiese cerrado, lo cual no va a ocurrir». Y añadió, en una muestra de ese peculiar sentido del humor que tantas portadas le hizo ganar en la prensa nacional, que el destinatario de los espacios en alquiler son diseñadores gráficos, arquitectos y gestores culturales, además de cualquier tipo de sociedad, empresa o creador autónomo, «siempre que sea legal y no venga a poner una bomba». Más de un año después del lanzamiento de la iniciativa, nadie, y mucho menos ninguno de los usuarios del Roof Coworking MPH, ha puesto una bomba en el Patio Herreriano. Lo cual no deja de ser una buena noticia: si el Estado pretende dejar morir de inanición a los pequeños museos municipales va a tener que afrontar la mala prensa de hacerlo en primera persona: ningún loco parece dispuesto a ahorrarle el mal trago.
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nstrucciones para perpetrar un robo ficticio y rodearlo de otras ficciones Museo Thyssen-Bornemisza. Madrid.
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sta es la historia de un rey inglés que posó durante poco más de una tarde delante de un pintor alemán. Esta es la historia de lo que hay detrás de los ojos de un escritor argentino y francés que nació en Bélgica. Esta es la historia de un coche deportivo italiano y del abuelo de una princesa británica. Quizá también es la historia de otro coche deportivo (esta vez inglés) y de un príncipe y playboy georgiano. Quizá. Esta es la historia de un barón alemán que no fue barón hasta que fue húngaro y de la compra de un cuadro fundamental para la corona británica. Esta es la historia de un barón holandés con ciudadanía suiza y de una colección suiza con nombre húngaro que se trasladó a Madrid por amor. También es la historia de Miss España 1961. Esta es la historia del robo de un cuadro. De quién lo robó y por qué lo hizo. Esta es la historia de la historia que contó alguien que estuvo allí a alguien que no estuvo allí. Pero sobre todo, esta es la historia de todas las historias que envuelven al Museo ThyssenBornemisza de Madrid.
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Instrucciones para comprar un retrato que deberÍa estar en la Royal Collection del Castillo de Windsor En la segunda planta del antiguo Palacio de Villahermosa hay una sala y en esa sala hay un cuadro. Es un cuadro pequeño, de apenas 28 x 20 centímetros. En él aparece el rostro ancho, casi grueso de un hombre vestido con sombrero y ropajes del Renacimiento. Tiene barba rala, boca pequeña, nariz abundante y una cuidada mirada transversal, levemente esquiva. Aun así, la expresión hierática tiene la solidez y la fortaleza de un edificio. Quizá de un castillo. Es el retrato de un
hombre poderoso y es uno de los cuadros más importantes de la historia de la pintura. Posiblemente también sea una pintura trascendental en la memoria de la monarquía inglesa. Y sin embargo, lo que acabo de contarles no es cierto. O solo es cierto en parte. Del antiguo Palacio de Villahermosa que se levanta en la esquina entre el Paseo del Prado de Madrid y la Plaza de las Cortes solo quedan las fachadas neoclásicas que Antonio López Aguado 135
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remodeló en 1805 sobre el solar del primitivo palacio dieciochesco. Ahora es la sede del Museo Thyssen-Bornemisza. En la segunda planta no hay una sala sino veintiuna, y de las paredes de la Sala 5 no cuelga un cuadro sino doce, además de otro retrato montado sobre una pieza exenta. Lo que sí es cierto es que ese cuadro es uno de los más importantes de la Historia y una pintura única para la Casa Real Británica. Es el Retrato de Enrique VIII de Inglaterra que pintó Hans Holbein, el Joven. Una tarde de octubre de 1537, Enrique VIII, Rey de Inglaterra y Señor de Irlanda, segundo monarca de la casa Tudor, se sentó en una sala del palacio londinense de Whitehall. Delante de él, Hans Holbein, el Joven, comenzó a bosquejar con carboncillo sobre una tabla de madera pequeña, de apenas 28 x 20 centímetros. El rey no era especialmente paciente y Hans Holbein, el Joven, tenía ya cuarenta años y no era tan joven. Por eso, la sesión de posado duró escasamente unas horas. Las suficientes como para que el artista alemán pintara al óleo, sobre esa misma tabla, el único retrato del natural que se conserva de Enrique VIII.
Y sin embargo, lo que acaban de leer no es cierto. O es cierto solo en parte. No podemos saber con exactitud si era una tarde ni si era de octubre y ni siquiera si era de 1537, para eso empleamos los «circas». Pero sí sabemos que el otro retrato famoso de Enrique VIII que pintó Hans Holbein, el Joven, ardió en 1698 junto al resto del Palacio de Whitehall. Y también sabemos que todas las demás reproducciones de dicho retrato son, efectivamente, reproducciones. Copias hechas en estudio por el propio Holbein, por sus discípulos y ayudantes e incluso por artistas completamente ajenos. Por eso, este cuadro es tan significativo para la corona británica y, por eso, podríamos pensar que su espacio natural debería ser la National Portrait Gallery o la Royal Collection. Pero no está allí. Nadie sabe cómo llegó el óleo a manos de Alberto Eduardo Spencer, séptimo Conde de Spencer y abuelo de Lady Di, pero era de su propiedad en 1933. El problema es que Spencer no quería el cuadro, quería un Bugatti. Y los Bugattis son caros y eran mucho más caros hace ochenta años. Tan caros que las conversaciones entre Spencer y Heinrich Thyssen se prolongaron durante casi un año y necesitaron la mediación de la galería Mercuria de Lucerna hasta que, en 1934, el Retrato de Enrique VIII de Inglaterra de Hans Holbein, el Joven, pasó a formar parte de la colección Rohoncz.
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A Heinrich Thyssen no le gustaban los deportivos, le gustaban los cuadros antiguos. Tercer hijo del industrial siderúrgico August Thyssen, Heinrich abandonó pronto Alemania para establecerse en Hungría. En 1906, contrajo matrimonio con la baronesa Margit Bornemisza de Kászon et Impérfalva y asumió la ciudadanía austrohúngara. Tras ser adoptado por su suegro, Heinrich se convirtió en el primer Barón Thyssen-Bornsemisza. Obligados a emigrar a Holanda tras la revolución de Béla Kun del 19, los barones se afincaron en La Haya donde, dos años después, nacería «Heini», su cuarto hijo Durante la década de los 20, Heinrich siguió aumentando una colección de arte que había comenzado años atrás y que llevaba el nombre de su primera residencia húngara: el castillo de Rohoncz. Sin embargo, el clima de entreguerras se enrarecía por momentos y al contrario que a su hermano Fritz, a Heinrich no le gustaba Adolf Hitler, le gustaba la pintura antigua. Por eso, en 1932 se trasladó a la neutral Suiza. A
una mansión junto al lago de Lugano conocida desde siempre como Villa Favorita. Desde allí aprovechó que varias de las mejores colecciones europeas estaban en pleno proceso de disolución para adquirir joyas de la pintura como el Retrato de Giovanna Tornabuoni de Domenico Ghirlandaio o la Virgen de la Humildad de Fra Angelico. También compró el Retrato de Enrique VIII por el precio de un deportivo italiano. Al barón Heinrich Thyssen le gustaban los cuadros antiguos, no le gustaban los coches deportivos. El 1 de agosto de 1935, un Rolls Royce Phantom II se estrelló en una carretera del Baix Empordá. Su conductor falleció al instante, prácticamente decapitado por el parabrisas del automóvil. Su acompañante quedó completamente desfigurada. Él era el príncipe y playboy georgiano Alexis Mdivani, excónyuge de la multimillonaria Barbara Hutton. Ella era su amante, Maud von Thyssen, segunda esposa de Heirinch ThyssenBornemisza. Viajaban a más de 130 km/h en dirección a Portbou para que la baronesa tomara
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un tren hacia París, donde iba a asistir a un importante evento social junto a su marido. Tras el accidente, Heinrich no volvió a mirarla jamás. Ni siquiera cuando se divorciaron un año después. Y sin embargo, pese a lo intrincado, casi retorcido de esta historia, lo que acabo de contarles es cierto. Absolutamente cierto.
Instrucciones para robar una de las pinturas más importantes de la Historia de una de las pinacotecas más importantes del mundo En la Sala 5 de la segunda planta del Thyssen hay un cuadro, pero una mañana de mayo de 1994 no estaba allí. Estaba detrás de una puerta, en el departamento de restauración del museo. Esa misma mañana de ese mismo mayo, en esa misma segunda planta también había un hombre. Y ese hombre quería mirar ese cuadro, precisamente ese cuadro que era una joya de la historia de la pintura, además de fundamental para la monarquía británica. Como el cuadro no colgaba de la pared de esa misma Sala 5, el hombre se acercó a la puerta del departamento de restauración. Y la abrió. Sin más. Cuidadosamente apoyado sobre una mesa, sin marco ni bastidor, descansaba el Retrato de Enrique VIII de Inglaterra, de Hans Holbein, el Joven. El hombre detuvo su mirada un instante sobre el óleo, sobre las trazos precisos que, según John Pope-Hennesy, dotaban a la cabeza del rey de una solidez y una fortaleza casi arquitectónicas. Y se lo llevó. Como no había nadie en el departamento de restauración, cogió la pequeña tabla de apenas 28 x 20 centímetros, la guardó dentro de su chaqueta y se marchó del Museo Thyssen-Bornemisza con una pintura que había costado lo mismo que un Bugatti. Y sin embargo, pese a la extrema sencillez de lo que acaban de leer, esta historia es cierta. O pudo ser cierta. Es la historia que cuentan en el museo porque es la historia que cuenta Carmen Cervera. Porque ella estaba allí esa misma mañana de ese mismo mayo junto al hombre que robó (o pudo robar) el cuadro, su marido Hans Heinrich «Heini», segundo barón ThyssenBornemisza. Narran la peripecia con media sonrisa mientras trabajan en las dependencias y recorren los pasillos que contornean un patio colonizado por bambúes. Un pequeño bloque de sombra en la penúltima planta de la ampliación del museo.
La nueva ala del edificio, proyectada por Manuel Baquero, Robert Brufau y el estudio BOPBAA e inaugurada en 2004, no solo alberga despachos y oficinas administrativas —incluido el nuevo departamento de restauración—, además aloja las salas de exposiciones temporales y, de su fachada blanca y contemporánea, un más que recomendable restaurante-cafetería se descuelga sobre el patio del antiguo Palacio de Villahermosa en un amable diálogo entre palmeras y los dos siglos que los separan. Pero la nueva ampliación también es el recinto de la Colección Carmen Thyssen-Bornemisza. Porque Carmen, que fue Miss España en 1961, es sencillamente una de las personas que más han hecho por el arte en nuestro país. La baronesa es responsable de que el Museo Thyssen se haya abierto a la pintura española del XIX y principios del XX, ocupando varias salas del nuevo edificio. Pero, en última instancia, fue el principal motivo por el que Heini decidió trasladar a España su preciada colección y, finalmente, venderla al Estado Español en 1993. Por eso, cuando Carmen y Heini visitaron el museo en 1994, lo hicieron con los ojos de unos padres que ven a su hijo crecido marchándose del hogar familiar. Lógicamente, el barón Thyssen no quería quedarse con el Retrato de Enrique VIII; el robo apenas duró (o pudo durar) un par de horas, pero sirvió para generar un cuento. Una de las pequeñas historias de un museo recién nacido, pero que estaba destinado a ser una institución de talla planetaria. Eso es precisamente el actual Museo Thyssen-Bornemisza, una de las pinacotecas más importantes del mundo y vértice del madrileño triángulo del arte que forma junto al Museo del Prado y el Reina Sofía. Con exposiciones temporales que van desde Givenchy a Cézanne y desde el hiperrealismo al Pop Art. Con una Colección Carmen Thyssen, hogar de Picassos, Canalettos y Sorollas. Y con una Colección Permanente que exhibe algunas obras maestras de verdad. Piezas inmarcesibles sin dobleces ni controversias. En las tres plantas que se abren entre las fachadas del antiguo palacio, vaciado y articulado como espacio expositivo por Rafael Moneo en 1992, el Museo Thyssen muestra orgulloso el Díptico de la Anunciación de Jan van Eyck y la Casa giratoria de Paul Klee y el Venus y Cupido de Rubens y el Verde sobre morado de Mark Rothko y Caravaggio y Chagall y Van Gogh y Durero y Francis Bacon.
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Y, en una sala de la segunda planta, el Retrato de Enrique VIII de Inglaterra de Hans Holbein, el Joven.
Instrucciones para mirar el Retrato de Enrique VIII de Hans Holbein, el Joven, detrás de los ojos estrábicos de Julio Cortázar En 1962, cuando Tita Cervera era portadora legítima del cetro de Miss España y la colección Thyssen se exponía en Villa Favorita, Julio Cortázar escribió Historias de cronopios y de famas. Se ha querido ver en ese libro un paño de césped artificial, las ecuaciones de aproximación sobre Saturno de la sonda Voyager 2 o una colección de historias surrealistas. El capítulo cinco se llama Instrucciones para entender tres pinturas famosas y en él se ha querido ver el motor de un autoenrollador de foque, una maqueta de las Islas Cíes o un dinosaurio pintado de rosa colgado de la parte trasera de un camión que circula por la autovía A-1 en dirección a Bilbao. La tercera de las pinturas famosas es el Retrato de Enrique VIII de Inglaterra por Holbein. Según el escritor argentino, «Se ha querido ver en este cuadro una cacería de elefantes, un mapa de Rusia, la constelación de la Lira, el retrato de un papa disfraza-
do de Enrique VIII, una tormenta en el mar de los Sargazos, o ese pólipo dorado que crece en las latitudes de Java y que bajo la influencia del limón estornuda levemente y sucumbe con un pequeño soplido». Pero Cortázar no estaba en lo cierto. O estaba en lo cierto solo en parte. Porque en el Retrato de Enrique VIII podemos ver todas esas cosas, pero también veremos dos coches deportivos y dos accidentes aristocráticos, una cara desfigurada, una cara bellísima y una cara que es como un edificio, industrias acereras alemanas y puertos industriales holandeses, una mansión húngara, una suiza y un palacio neoclásico madrileño, palmeras y bambú, y la palabra «historia», que aparece en el presente texto un total de veintitrés veces. Y sin embargo, esta es solo una de las historias, veraces, ficticias o medio ciertas, sencillas o intrincadas, reales o surrealistas, que rodean al Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid. Crucen sus puertas y paseen entre sus paredes para descubrir todas las demás.
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Edición: Inma Garrido y Ángel L. Fernández Textos (por orden de aparición): E. J. Rodríguez Cristian Campos Josep Lapidario Pedro Torrijos Jaime Sánchez-Rubio Ruiz Octavio Domosti S. Tirso Montañez Diego Cuevas
Cubierta: Diego Cuevas
Corrección: Olga Sobrido
Ilustraciones: Florencio Arias Diego Cuevas María Hesse Daniel Miñana, «Danuto» María Peguero Agustín Ferrer Gorka Olmo Eider Agüero Ximena Maier
Coordinación de diseño: Cristian Campos Diseño y maquetación: Disegraf, S. L. Fotografía entrevista: Begoña Rivas Impresión: Imprentia Primera edición Septiembre 2015 Depósito Legal: SE-1203 -2015 ISBN: 978-84-943733-2-9 © Jot Down Books, 2015 www.jotdown.es
Imágenes Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (CAAC) © Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (CAAC) Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB) © CCCB, La Fotogràfica Centre Pompidou © Centre Pompidou Centro Galego de Arte Contemporánea (CGAC) P. 51 © Manuel G. Vicente El resto de imágenes: © Mark Ritchie Fundación Antonio Pérez © Santiago Torralba Guggenheim Bilbao © FMGB Guggenheim Bilbao Museoa Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM) © Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM) Kursaal P. 79 © Tirso Montañez El resto de imágenes: © Centro Kursaal – Kursaal Elkargunea SA
LABoral Centro De Arte y Creación Industrial P. 88-89 © Marcos Morilla P. 90-91 © LABoral Museu d’Art Contemporani de Barcelona (MACBA) P. 94-95 © Javier Ties P. 96-97 © Roberto Ruiz, MACBA Museo de Arte Moderno de Tarragona (MAMT) © Diputació de Tarragona, Arxiu Fotogràfic Museu d’Art Modern, Alberich Fotògrafs Museo Inacabado de Arte Urbano (MIAU) © Enrique Bocángelus Museo de Arte Abstracto Español © Fundación Juan March Patio Herreriano © Museo Patio Herreriano Museo Thyssen-Bornemisza P. 136 © Pablo Casares P. 137 © Eberhard P. 139 © Pablo Casares
Agradecimientos: Joan Feliu Franch, Enrique Bocángelus y Feria MARTE.
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