EL MISTERIOSO ASUNTO DE LA MUJER SERPIENTE

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ALFARO & VALLEJOS CRÓNICAS EXTRAORDINARIAS

Por Fernando Jorge Soto Roland (FJSR) & Carlos Marcelo Ortiz (CMO)

ADVERTENCIA Todos los personajes de los relatos compilados en este libro digital son ficticios. Cualquier semejanza con personas reales es pura coincidencia.


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EL MISTERIOSO ASUNTO DE LA MUJER-SERPIENTE Por

FJSR

Dársena “E”, Puerto Nuevo Ciudad de Buenos Aires Septiembre de 1981 03:55 a.m.

El Harika Maru, un inmenso buque carguero de origen japonés, desplegaba sus casi doscientos metros de eslora frente al muelle porteño, tan quietecito como un buen perro entrenado. Tras treinta y ocho días de navegación desde el puerto de Osaka, el ya viejo navío (que requería constantemente de mantenimiento) se desprendía de sus contenedores auxiliado por una media docena de grúas, operadas por los empleados del puerto. Su tripulación, en tanto, vigilaba que todo se llevara a cabo convenientemente y sin problemas. La carga había llegado sana y salva. La misión estaba cumplida. Ahora, sólo restaba descansar una semana y emprender la vuelta a casa, tras recoger un nuevo cargamento en Santiago de Chile. Hacía tres días que había llegado a Buenos Aires, tras una travesía repleta de problemas técnicos; solucionados a medida la mole de metal se abría camino por el Pacífico, el Cabo de Hornos y, finalmente, el Atlántico. Cuarenta de sus setenta y ocho tripulantes estaban de franco, en tierra, alojándose en un lujoso hotel de Retiro y gastando a cuenta parte del sueldo, que recién iban a cobrar de regreso al Japón. Sólo los casados se comportaban con juicio y podían hacer una diferencia económica después de un viaje tan largo. Los solteros, por el contrario, solían llegar a sus hogares con las manos casi vacías, habiendo vilipendiado sus vales en putas y bebida. Hiroki Naka, a sus 49 años de edad, no estaba para juergas inútiles. Ya había vivido esa etapa. Sólo aspiraba a juntar el dinero suficiente para poder comprarse una casa propia, antes de que llegara la jubilación. Su esposa e hijos lo aguardaban en Osaka. Tenía que ahorrar lo más posible y por ese motivo se había anotado en el listado de “guardias”, durante todas las noches que estuvieran en puerto.


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Asomado desde la cubierta de estribor, observaba cómo las grúas (tras dos días de esperar turno) sacaban del depósito las cargas que sus compañeros preparaban y los argentinos descargaban en el muelle, veinte metros por debajo de donde Naka estaba. Parecían hormigas moviéndose de un lado para otro. No en vano el Harika Maru era visto como una fortaleza o pueblo flotante. El señor Naka fumaba. Demasiado, en opinión del capitán. Además, tenía por hobby coleccionar marquillas de cigarrillos de diferentes partes del mundo; y ya le había solicitado a un compañero que le comprara un par de cartones de John Player Special, “made in Argentina”. Le dio una larga bocanada al pucho, que colgaba de sus labios al estilo Humphrey Bogart, y se acomodó el gorro de lana que tenía puesto. Le picaba. Hacía calor. Había olvidado que en esa parte del mundo septiembre era sinónimo de primavera. Las hormonas se estarían despertando allí abajo, pensó; y el recuerdo de su mujer se le dibujó en la mente. Más de un mes sin sexo era un poco mucho. Pero el hombre es un animalito de costumbres y él se había habituado a los largos períodos de abstinencia. Sin saber bien por qué, su memoria lo condujo por un laberinto de incoherencias, típicas en un hombre aburrido. ¿A cuento de qué venía el recuerdo de los tres gatos que vivían abordo? Tal vez, barruntó, porque los había visto montarse mutuamente en más de una viaje. ¡Gatos putos!, pensó y esbozó una sonrisita. Pero, inmediatamente, recordó que no los veía desde hacia días. ¿Cuántos? Calculó más de veinte. ¿No eran muchos? Esos bichos solían estar casi siempre en el comedor general, buscando caricias y comida de los marineros. ¿Qué había sido de ellos? ¿Los habrían tirado por la borda? No todos eran amigables con los gatos. De hecho, conocía a más de uno capaz de lanzarlos a la mierda en pleno océano. No sería la primera vez… En eso, escuchó un maullido. ¡Coincidencias de la vida! Claro que el señor Naka no creía en las coincidencias. Su cosmovisión lo llevaba a creer en un universo interconectado, en las que todas las cosas son Una. Giró la cabeza en dirección de proa y distinguió, a más de cuarenta metros, algo que se movía. De lejos semejaba un bulto oscuro. De allí provenía el maullido, que se repitió una y otra vez en tanto el marinero se ponía en camino hacía él. Demasiado grande para ser uno de los gatos, meditó. Le dio la última pitada al cigarrillo y lo tiró por encima de la barandilla. A medida que se iba acercando observó que el bulto parecía sacudirse de arriba abajo, como esa “masa” subiera y bajara buscando algo que estaba en la cubierta.


4 Repentinamente, los maullidos se convirtieron en un chillido de dolor que atormentaron los oídos del japonés. —誰がいるの? (¿Quién anda ahí?) —preguntó elevando la voz. No hubo respuesta. — や あ ! ど う し た の ? (¡Eh! ¿Qué está pasando?) —volvió a exclamar mientras daba los últimos pasos que lo acercaban a la sombra, justo en el instante en el que ésta volteaba en su dirección. Hiroki Naka quedó estupefacto. A menos de un metro tenía a una bellísima mujer, de ojos rasgados, cabellos oscuros y largos hasta la cintura, que lo miraba con una dulzura indecible. Su rostro de porcelana, blanco, sin una mácula, era la más vívida representación de la perfección. Tenía puesto un vestido negro, ceñido al cuerpo, que resaltaba sus pechos y su cadera, ostensiblemente. El señor Naka quedó hipnotizado. La mujer sonrió, exhibiendo una dentadura también perfecta. —あなたは誰ですか、立派な女性ですか? (¿Quién es usted, admirable señora?) La fémina no articuló palabra y no dejó de mirarlo a los ojos de una en la que jamás Hiroki Naka había sido mirado. Era una mezcla de ternura y lascivia que empezaba a excitarlo. Recién entonces advirtió lo que la joven tenía entre sus manos. Era un gato a medio despellejar, con la cabeza devorada por la mitad y el abdomen atravesado por ocho dedos filosos como dagas. La mujer avanzó levemente hacia marinero, quien de forma mecánica levantó su brazo derecho para poner distancia entre él y esa extraña “cosa”. No fue una buena opción. En menos que canta un gallo, los pálidos labios de la “destroza gatos” se convirtieron en una bocaza enorme, repleta de dientes puntiagudos y una lengua bífida como de víbora, que, de un solo tarascón, arrancó la mano del señor Naka a la altura de la muñeca. El marino pegó un grito de dolor. Un chorro de sangre brotó del muñón a una velocidad pasmosa, embadurnándole el rostro a la atacante, quien, aparentemente poniéndose de pie, empezó a tomar una altura fuera de lo común. Cuando la cabeza monstruosa de ese ser sobrepasó la de Naka, abrió de nuevo la boca. Éste se resguardó con el brazo que tenía sano y, en una seguidilla de mala suerte increíble, la mujer le devoró la mano que le quedaba. El señor Naka creyó estar soñando una pesadilla. Observó por unos segundos sus manos que ya no estaban e invadido por el horror, trepó como pudo por la bardilla de estribor y saltó al vacío. Su cabeza se destrozó contra el pavimento del muelle. Los operarios de las grúas corrieron hacia el cuerpo. Había muerto en el acto.


5 En tanto los trabajadores portuarios se aglomeraban en torno al cadáver del señor Naka, el cuerpo serpentiforme de una mujer se zambullía, desde la cubierta, en las turbias aguas del Río de la Plata, desapareciendo de la vista de todos. *** Barrio de La Chacarita Ciudad de Buenos Aires 3 días después de los hechos 10:00 a.m.

Abrí la puerta con sumo cuidado y entré. Conocía ese picaporte defectuoso desde hacía años. Costaba manipularlo. Se trababa, pero nunca se habían tomado el trabajo de arreglarlo. “Es como tener una especie de alarma que me avisa que alguien está ingresando”, decía el señor Takeru Matsu, propietario, gerente y único empleado de la Tintorería Sol de Tokio, de avenida Lacroze y Guevara. Llevaba mi ropa a ese local al menos una vez cada quince días, en especial las camisas, para que las limpiaran y plancharan. Tarea que, para un viudo como yo, resultaba un verdadero incordio. Tenía que ser práctico. —Buenos días, profesor —me saludó el señor Matsu al verme entrar, frunciendo sus ojos hasta convertirlos en apenas dos pequeños guiones, mientras doblaba prolijamente una sábana. —¿Qué hacés, Matsu? ¿Cómo estás? —Trabajando mucho, como puede ver. ¿Usted, bien? Me apoyé en el mostrador. —Che, ya te dije mil veces que me tutees y dejés de decirme “profesor”. ¡Nos conocemos desde hace por lo menos diez años! Ya es hora que me digas de “vos”, ¿no creés? Matsu mantuvo su simpática risita. —Es una cuestión de respeto, profesor. Usted sabe… —En ese caso, no me respetés más y dejate de joder —sonreí—. Me hacés sentir más viejo de lo que soy. ¿Vos que edad tenés? —Cuarenta y nueve… —¿Ves? No es tanta la diferencia que tenemos. Apenas nueve años. —Nueve es mucho, profesor —. Claramente el “ponja” me estaba gastando. —Bueno, como quieras —dije resignado—. ¿Pudiste limpiarlo bien? —Resultó difícil sacarle la mancha de tinta, pero salió. ¡Su sombrerito quedó como nuevo! Mire. Detestaba que le dijeran “sombrerito”. Era como si el diminutivo lo rebajara de categoría. Ese era un “señor sombrero”. Inglés. De calidad. No entendía porqué la mayoría lo miraba con desconcierto.


6 Seguramente por lo poco común que resultaba, en una sociedad cada vez más habituada en usar esas viseras de mierda, estilo yanquilandia, que tanto odiaba. Revisé la prenda. El trabajo de Matsu era impecable. —Perfecto —dije—. ¿Cuánto te debo? Iba a sacar la billetera del bolsillo cuando sentí cómo la puerta de la tintorería temblaba. La sacudían con fuerza desde la vereda. Volteé. Un japonés gordo y muy alto, de saco y corbata, intentaba entrar. Me acerqué y le abrí, con la destreza adquirida, desde adentro. —Hace tiempo que le digo que la arregle esta porquería—le dije esbozado una sonrisa, sin que el gigantón me dirigiera la mirada o agradeciera. Entró pavoneándose como si fuera un pavo real. Sólo faltó que me hiciera a un lado de un empujón. A Matsu le cambió la cara de golpe. Lo noté de inmediato. Ahora sí pude verle las pupilas. El recién llegado le empezó a hablar en japonés, y como yo de japonés no entiendo ni jota, me limité a tratar de interpretar los gestos del tintorero. A medida que la alocución del gordo avanzaba, Matsu repetía pequeñas y cortas reverencias. Aquello era un simple monólogo entrecortado y gutural. Sólo cuando el “cliente” terminó, Matsu se limitó a esbozar lo que creí fueron únicamente tres palabras. Acto seguido, el gordo se marchó y, tras forcejear con la puerta, se subió a un Chevrolet ´77, arrancó y se perdió en el tráfico de la avenida Lacroze. —¿Quién corno era ese maleducado? ¿Lo conocés? —. Matsu asintió. Transpiraba. Lo percibía nervioso—. ¿Estás bien? —le pregunté. Volvió a asentir. —A mí me parece todo lo contrario —opiné—. ¿Quién era? —insistí. El tintorero me clavó sus ojitos tristes, llenos de preocupación, y respondió: —Yakuza… Admito que al principio me costó reconocer el término. No era para nada común en la vida cotidiana de los que no somos japoneses, pero bastaron unos segundos para que las lecturas previas, por superficiales que fueran, dieran sus frutos. Bajo la denominación Yakuza se conocía en el Japón a una organización criminal que venía operando desde el siglo XVII, tras el ocaso de los samuráis. No se sabía bien su verdadero origen, pero se la reconocía como peligrosa y por demás violenta. La palabra derivaba de un juego de cartas llamada hanafuda, en la que la peor de todas las manos consistía en un 8 (ya), un 9 (ku) y un 3 (za). En pocas


7 palabras, era la mafia japonesa. Un sindicato impiadoso en el lejano Oriente que, según los dichos del tintorero, empezaba a cobrar más y más fuerza en el Buenos Aires de los ’80. El barrio de Almagro era su centro de operaciones. Allí se nucleaba el mayor número de inmigrantes provenientes del Imperio del Sol Naciente, desde la década de 1920. Pero nunca habían sido demasiados y por tanto la Yakuza local no tenía punto de comparación con los mafiosos de origen italiano. Ni en número, ni en influencia. De todos modos, por pocos que fueran, el clan se había diversificado y bajo el padrinazgo de su jefe máximo, Masao Sakayama, controlaban parte del juego clandestino, la prostitución procedente del Pacífico, el contrabando y el servicio de seguridad a los locales comerciales regenteados por nipones. Sólo más tarde se dedicarían al tráfico de drogas. El señor Matsu buscó una silla y se sentó. Parecía agotado. Como si hubiera corrido una maratón. El stress se ensañaba con su organismo. —Mirá —le dije compungido—, no quisiera meterme en tus asuntos, pero, ¿no deberías hacer la denuncia a la policía? Matsu abrió sus ojos como nunca. —¡Nooo…! —exclamó—. Hay que mantener a la policía lejos de todo esto. —Pero, ¿qué pasó? ¿Te apretaron para que pagues una cuota? ¿Te extorsionaron? —No —respondió el tintorero, negando con la cabeza—. Algo mucho peor. ¡Ojalá hubiera sido eso! Permanecí mudo, mirándolo, esperando una respuesta más extensa. Pero viendo que no decía nada, inquirí: —¿Y…? ¿Qué mierda querían? —Que los ayude… —¿Eh…? ¿Ayudar a la mafia? ¿De qué manera? ¿Planchándole los pantalones? —No, profesor. Quieren que los ayude a atrapar un monstruo… *** No bien llegué a casa, lo llamé a Vallejos. —Venite ¡YA! Necesito tu ayuda —le dije por teléfono. No podía andar con preámbulos. ***


8 Parque Japonés Bosques de Palermo 24 horas después 11:00 a.m.

Cuando ingresamos al parque divisé, hacia el fondeo del hermoso predio, una pagoda muy grande de apariencia antigua. Pero no era tan vieja. Me equivocaba. La habían construido en 1966 con la aviesa intensión de simular una antigüedad que no tenía. De ese modo, los visitantes podían crearse la ilusión de estar recorriendo un rincón medieval del milenario Japón. Puro grupo. Avanzamos por un sendero enmarcado por miles de cantos rodados perfectamente ordenados y cruzamos un estético puentecito de color rojo. A sus pies había una laguna artificial infestada de peces horribles, que competían entre ellos por el alimento que le daban los pocos turistas que paseaban a esa temprana hora de la mañana. En la pagoda nos esperaba el gran padrino de la Yakuza local, Masao Sakayama. Un anciano bajito, de unos 70 años, con fama de ser un despiadado asesino y el gran controlador de los negocios espurios del clan en la ciudad. Vestía un traje de seda brillante, con corbata azul y roja y zapatos de charol. Según nos contara el señor Matsu, Sakayama había sido agricultor en su Japón natal, durante su adolescencia y sólo a fuerza de actos violentos había conseguido posicionarse en la cúspide de la pirámide del crimen organizado a partir de 1950, año en el que se afincara en Buenos Aires, convencido por parientes que estaban en el país desde la década del ’20. Desde entonces, su poder no dejaba de crecer, año a año. Su único hijo y heredero, Saburo, de unos 40 pirulos, permanecía a su lado, paradito como un soldado, junto con la mano ejecutora preferida de la familia: Setsuko Kuchi, el gigantón que había ido a la tintorería. Cuando entramos en la pagoda Setsuko nos palpó de armas y condujo hasta una sala decorada con farolitos de papel y pinturas de paisajes nipones en verdad bellas. Siempre advertí que había algo de onírico en ese arte. En el centro del recinto, sentado en una sillón de mimbre, Sakayama padre, nos relojeó de arriba abajo. —¿Con quién has venido, Matsu? —preguntó el anciano en un castellano algo trabado. El tintorero hizo una reverencia, pegando ambos brazos al cuerpo. —Son colaboradores amigos, gran oyabun.1 —¿Y con qué autorización decidiste contar con ellos? ¿Acaso un poderoso onmióji con tú necesita de ayuda? —No soy tan poderoso como usted cree, gran oyabun —respondió Matsu sin levantar la mirada. 1

Gran Jefe.


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Con Vallejos ya estábamos al tanto de algunas palabras. Matsu nos había instruido unas horas antes sobre su vida y habilidades, desconocidas por la clientela de la tintorería. Entre ellas, amén de ser cuarto dan en karate, estaba la de ser considerado un gran onmióji, es decir, un maestro del esoterismo japonés y eximio conocedor del folclore y las creencias de su tierra. Incluso no faltaban los que lo tenían por adivino y algo muy parecido a un exorcista. Yo me había sorprendido muchísimo. Ni en mil años hubiera imaginado que el tipo que me planchaba los pantalones y limpiaba las camisas tenía esas maravillosas cualidades. Vallejos, como de costumbre, no pudo dejar de deslizar uno de sus malos chistes ante la noticia: “Si seguís excavando vas a descubrir que es el mismísimo emperador, encubierto”. —Te he mandado a llamar, Matsu, porque estoy en un terrible problema y sólo tú puedes ayudarme —dijo el viejo Sakayama. —Haré lo que esté a mi alcance, honorable señor. —Eso espero. Caso contario te aseguro que tendrás muy serios problemas. —Lo escucho, gran oyabun. El viejo hizo un moviendo con su mano derecha y Setsuko, el matón, de dirigió hasta el único modular que había en el cuarto. Sacó una caja de madera de bambú y se la alcanzó al mandamás. —Esto que voy a mostrarte es algo muy especial y cuento con tu discreción y la de tus amigos. Nada de lo que voy a contarte ahora debe salir de este lugar. ¿Comprendido? —Matsuo asintió en silencio. Acto seguido el jefe Yakuza abrió la caja y sacó de ella un largo manojo de cabellos color azabache, sedoso, extremadamente largo y atado con una cinta amarilla. —¿Sabes lo que es esto? —preguntó Sakayama. —No, señor. —Esto perteneció a una nure-onna, Matsu. ¿Ahora comprendes? El tintorero retrocedió un paso, con los ojos abiertos en extremo y exclamando uno de esos cortos y secos “¡Oh!” que acostumbran los japoneses. Vallejos me miró. Yo lo miré y me murmuró por lo bajo: —¿Qué mierda es una nure-onna? Me encogí de hombros y pucheree sin saber qué responder. Inmediatamente, el Yakuza se lanzó a contar una historia que lo tenía a él como principal protagonista. Recién entonces con Vallejos nos pusimos al tanto de lo que esas “exóticas” personas hablaban.


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—Hace mucho tiempo, en la primavera de 1950, mientras caminaba por la playa de Sen’nan, cerca de Osaka, me topé con una hermosa mujer que tenia en sus brazos a un bebé. Caminaba sola por la arena. Era de noche y me sorprendí al verla. Cuando la tuve a escasos pasos me pidió si podía sostener un rato al niño, porque estaba muy cansad de mendigar con el crío a cuestas y deseaba descansar los brazos. Acepté. Tomé a la criatura con cuidado y la miré. Era un niño bellísimo, regordete y unos bracitos con rollitos que daban ganas de apretárselos con dulzura. Pero aquello resultó ser una trampa. A poco de cargarlo, el bebé empezó a pesar más y más. Ganaba peso con el paso de los segundos. Era como si cargara una inmensa roca y sentí cómo mis pies empezaban a hundirse en la arena, sin poder moverme. Entonces, al levantar la vista buscando a su madre, advertí que era una maldita “mujer mojada”. Una nure-onna y estaba a punto de atacarme. Sin pensarlo dos veces, me desprendí del bebé sin miramientos. Los tiré lo más lejos que pude al tiempo que sacaba un cuchillo que siempre llevaba encima. La Mujer se me abalanzó y nos trenzamos una cruenta batalla. No pensé salir con vida, pero por una de esas cosas del destino, conseguí cortarle un buen manojo de pelos. La mujer gritó desesperada. Se tomó los cabellos, buscando el pedazo que yo tenía en las manos y fue ahí cuando aproveché y salí corriendo como loco, alejándome de la costa y regresando a mi casa. Matsu lo escuchaba obnubilado. Sakayama continuó. —Al tiempo las cosas me empezaron a ir muy mal. Era como si la mala suerte me siguiera a todas partes, afectando a mis amigos y parientes más cercanos, los cuales fueron muriendo uno a uno. La causa, según me dijo un viejo sabio, se debía a la venganza de la nure-onna, reclamando su cabello. Poco después decidí dejar Osaka y venirme a Argentina. Pasaron los años y creí que había evadido a ese demonio, hasta hace cuatro días… —¿Qué pasó? —pregunté, sin saber si rompía o no un protocolo nunca explicado. El viejote me miró m serio. —Creo que me encontró. —¿Lo dice por la muerte del puerto, gran oyabun? —intervino Matsu. —Así es. Veo que estás al tanto de los problemas de la comunidad. Cuento con tu ayuda. Matsu lo saludó con una reverencia, articuló una frase en su idioma y dejamos el Parque Japonés. —Tengo que prepararme –sentenció el tintorero—. Necesitaré la ayuda de ambos. Nos subimos al Gordini modelo 63 y encaramos para el barrio de Chacarita. Yo también tenía que prepararme…intelectualmente. ***


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Mientras preparaba un café en la cocina, Vallejos buscó en la biblioteca el libro que necesitábamos. —¿Seres Mitológicos y Sobrenaturales del Folclore Japonés? —Gritó Adrián desde mi estudio—. ¿Es ése?... —¡Sí! ¡Qué bueno que lo encontraste! —respondí elevando el tono de voz. —Está lleno de polvo. Se ve que hace años ni lo hojeás. —¿Te digo la verdad? No lo leí nunca. Me lo regalaron para un cumpleaños, lo puse en un estante y allí quedó. Vos sabés que el Lejano Oriente nunca fue un campo de mi interés. —Lo sé —respondió mirando la hermosa cerámica incaica que decoraba un rincón del escritorio. —Vení. Traelo al living. Vamos a desasnarnos. Ya tenés tu café listo. Buscamos por orden alfabético el término “nure-onna” y allí estaba lo básico que cualquier occidental curioso podía encontrar sobre ese ser mitológico nipón. Leímos con fruición unas cuantas páginas, hasta que tuvimos una síntesis lo suficientemente clara del asunto. En pocas palabras una nure-onna o “mujer mojada” es un espíritu acuático que ronda las costas de mares y ríos en busca de humanos con los cuales alimentarse. Según la tradición, esta entidad suele tener cabeza, torso y brazos de mujer, pero el resto del cuerpo es el de una serpiente muy larga; y suele esgrimirlo como arma, golpeando y atenazando a las victimas con gran fuerza (superior a la de varios hombres). Tiene, además, un rostro espantoso y su lengua es bífida. Sonríe con malicia y suele pegar gritos ensordecedores para aturdir a quien desea devorar o chuparle toda la sangre. Así todo, la criatura prefiere usar su astucia, antes que la fuerza, a la hora de conseguir “alimento” y para ello, mágicamente, se convierte en bella mujer que simula estar ahogándose, solicitando ayuda, o en su defecto adopta la forma de una madre con un bebé que… —¡Epa! ¡Esto es lo que contó el Yakuza! —exclamó Adrián. —Palabra por palabra. Parecería que lo sacó de este mismo libro. —Sí… Aunque hay algo que no me cierra. —¿Qué? —Si estas “mujeres mojadas” son bestias acuáticas, ¿por qué temerles tanto cuando se vive tan lejos de las costas, como lo está el barrio de Almagro? Medité unos segundos, busqué la respuesta más sincera y concluí: —No tengo la más puta idea. ***


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Barrio de Almagro Propiedad de Saburo Sakayama Heredero del clan Yakuza 10:30 p.m.

Hay noches de septiembre, en Buenos Aires, que semejan de enero. Calurosas, húmedas. Y esa era una de esas noches. Después de todo el día acompañando a su padre, Saburo necesitaba relajarse. Él también temía por la venganza de esa criatura paranormal de la que su progenitor tanto le había hablado desde que era niño. Ni loco se iba a acercar al puerto hasta que el problema fuera resuelto por Matsu. No quería correr riesgos. Trataría de mantenerse bien lejos del Río de la Plata, principal puerta de acceso al océano y a los productos que contrabandeaba desde Asia. Vivía solo. Su mujer le había pedido el divorcio hacía seis meses. Podía disponer de su mansión como quisiera. Se desnudó, caminó hacia el parque donde tenía una hermosa piscina y se tiró de cabeza en ella. No había nada más relajante que una zambullida nocturna. Nadó de una punta a otra cuatro veces. Su estilo denotaba claras lecciones de natación. Daba unas brazadas perfectas, pero a sus cuarenta años y veinte kilos de más, no estaba para intentarlo de nuevo. Hizo la plancha, se dejó flotar y alcanzó el máximo de relajación de toda la jornada. Fueron los coloridos tatuajes yakuza, que Saburo tenía en toda la espalda, lo primero que la nureonna divisó, al materializarse por la rejilla del fondo de la pileta. Su asquerosa boca dentada se contrajo en una mueca de alegría e impulsada por su largo cuerpo de serpiente salió despedida en dirección del mafioso. Cuando lo tuvo a tiro, lo envolvió como si fuera una boa constrictora y apretó. Apretó más. Siguió apretando. Cuando las vísceras de Saburo salieron, como un vómito, por su boca, recién ahí la nure-onna aflojó la presión. Devoró parte del intestino que colgaba de los labios de su victima, lanzó un chillido que se escuchó por todo el barrio y regresó por donde había llegado: una rejilla que daba directamente al alcantarillado subterráneo que comunicaba todas las fuentes de agua de la ciudad con el río. *** La noticia nos llegó temprano por la mañana, vía Matsu.


13 El tintorero estaba en shock. Asustado. Temía por su vida. Sakayama (padre) trinaba de rabia, impotencia y miedo. Su único hijo había muerto y sabía que la próxima víctima sería él. Lo conminó a que solucionara el tema. Caso contrario, Matsu y toda su descendencia “correrían con todos los costos”. Recién entonces supimos que mi planchador oficial tenía un hijo en la ciudad de Oberá. —Profesor Alfaro —me dijo por teléfono—, los tiempos se aceleraron. Van a tener que conseguirme lo que les pedí hoy mismo. Para esta noche, sin falta. Yo no podré acompañarlos. La ceremonia de preparación me demandará algunas horas y tengo que estar listo antes de que anochezca. ¿Usted cree que podrán cumplir con lo que necesito? Le dije que sí, que se despreocupara y colgué. Adrián se me quedó mirando cuando salí disparado hasta mi cuarto y regresé con una Magnum 357 envuelta en una franela verde. —¿Y eso? —preguntó Vallejos más que sorprendido—. Flaco, ¿te volviste loco? —¿Por qué lo decís? —¿Desde cuándo portás armas de fuego? ¡Y una 357, para colmo! —Desde que he estado salvando el pellejo de puro pedo, perseguido por gauchos caníbales, perros fantasmas, animales revividos por magos enloquecidos y ahora una demonio de origen japonés. ¿No te parece suficiente? —Pero, Manuel, a esas cosas, aparentemente, sólo las frenás con agua bendita y recursos mágicos. No con una Magnum… —¡Ay, Vallejos! —exclamé, esbozando una mueca simpática—. Si no te conociera desde hace tanto, diría que sos un boludo… ¡Vos sabés muy bien que soy ateo! *** El encargo que Matsu nos había hecho resultó ser un verdadero grano en el culo. —Los viejos sabios decían que las nure-onnas son invencibles y que los seres humanos estábamos a merced de sus caprichos por toda la eternidad. —Las palabras de Matsu habían sonado más que ceremoniosas—. Pero no siempre la tradición tiene toda la verdad —continuó—. Leyendo antiguos documentos de la dinastía Meiji descubrí que un reconocido onmyóji había conseguido espantar y vencer a una de esas criaturas usando en el ritual dos elementos: pescado seco y ramas de acebo. ¡Eso es lo que ahora necesitamos! Es la única opción que conozco. El pescado seco no resultó para nada complicado conseguirlo. Bastó con consultar en tres pescaderías para comprar un bacalao noruego tan deshidrato y duro como una piedra. Ahora, las ramas de acebo, eran otro tema.


14 En primer lugar, no teníamos ni idea qué tipo de planta estábamos hablando. Ni a Vallejos ni a mí nos interesaba la jardinería, pero el mataburro de la Editorial Estrada nos supo guiar convenientemente: el acebo y el muérdago eran casi lo mismo. El problemita era si el “casi” iba a servir en la ceremonia de exorcismo. —¿Acebo? —Inquirió sorprendida la encargada del vivero de avenida Pueyrredón—. ¿Acá, en Buenos Aires? Creo que les va a resultar difícil. Mucho más en esta época del año. —No, no son la misma cosa —explicó el empleado del vivero de avenida Córdoba—. El acebo y el muérdago son diferentes… —¿Muérdago? —se sorprendió el gerente del Vivero Libertad, del barrio de Núñez—. Hace años que no veo uno natural. Los que vendemos nosotros para navidad son todas copias de plástico. Dudo mucho que encuentre esa plantita… Estuvimos recorriendo durante horas todo Buenos Aires en el Gordini, sin suerte. Promediando las cinco de la tarde, empezamos a desesperar. Recién entonces, Vallejos sugirió ir al Jardín Botánico. Nos atendió un biólogo entrado en carnes y tras una perorata larguísima, en la que demostró saber bastante sobre el tema, nos dijo: —Imposible conseguir acebo por el momento. Su estación de crecimiento y frutos es el invierno. Además, es una plantita casi en extinción desde que se puso de moda decorar puertas y árboles en época de navidad. ¿Les parece a ustedes justo? Por otra parte, es de origen europeo. Creo que tendrían muchísima suerte si lo consiguen de algún aficionado a la jardinería… —Usted debe conocer alguno, ¿verdad? —interrumpí. —No… Las sienes me latían y tenía la boca reseca cando lo llamé a Matsu por teléfono desde un bar, informándole de nuestra infructuosa búsqueda. —Ese es un grave problema, profesor —dijo—. No sé si el ritual será efectivo sin ese ingrediente. —No lo conseguimos por ningún lado. Ya no sabemos qué hacer —repliqué rendido. El tintorero guardó silencio unos largos segundos, finalmente agregó: —En ese caso, compren del artificial. Una rama de plástico. De las que se usan en… —… Sí, ya sé, en navidad. —Esperemos que como símbolo pueda servir de todos modos. Oiga, escúcheme, los espero a las nueve de la noche en la casona de Sakayama. Vayan directamente, los estaré esperando. Es en Almagro. Me pasó la dirección y colgué. Vallejos terminaba su café.


15 —Dale, metele, que tenemos que ir a una tienda de cotillón. Se quedó mirándome sorprendido. —¿Y ahora, qué? —inquirió—. ¿Vamos a organizar una fiestita de cumpleaños? *** Mansión Yakuza de Masao Sakayama Barrio de Almagro 09:00 p.m.

Cuando quise estacionar el Gordini cerca de la dirección que me diera el señor Matsu, resultó imposible. Más de una docena y media de autos de alta gama ocupaban ambas manos de la calle Colombres. Limusinas, Fords, Chevrolets y hasta dos Alfa Romeo jalonaban la manzana. Una fortuna gigantesca se acumulaba en menos de cien metros de pavimento; y todo se debía a una sola y única causa: el velorio de Saburo Sakayama, encontrado muerto en la piscina de su propio palacete, muy temprano esa misma mañana. No bien nos acercamos al portón de entrada, Setsuko, el mastín protector de la familia, nos reconoció y sin revisarnos nos hizo pasar, acompañándonos hasta un estudio que era más grande que mi propia casa. En el camino conté más ochenta personas dando el pésame. —Esperen. El patrón vendrá pronto —articuló el gigantón con cierta dificultad y se retiró. Cuando Masao Sakayama entró en la habitación, secundado por Matsu, era la viva imagen de un hombre destruido. En horas había envejecido décadas. Era una sombra del viejo aguerrido de hacía un día. Setsuko lo sostenía por el brazo derecho y ayudó a que se sentara en un mullido sillón de pana violeta. —Sentimos mucho su pérdida, señor —dijo Vallejos. El anciano asintió con una caída de ojos. Se acomodó y abriendo la palma de su mano invitó a que Matsu explicara lo que tenía que explicar. El tintorero carraspeó y tímidamente se dirigió a Vallejos y a mí. —Le estuve diciendo al gran oyabun que el ritual de hoy debe realizarse en las cercanías del río, preferentemente en el sitio donde la yokai (espíritu) mató por primera vez. Pero, dadas las trágicas circunstancias, el oyabun Sakayama no vendrá con nosotros. Por ello, me ha entregado el manojo de cabellos que ya conocen bien. Es una parte muy importante del ritual. Tan necesario como los elementos que ustedes consiguieron. El señor Setsuko nos escoltará.


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En viejo tenía terror. Estaba cagado en las patas. La nure-onna lo tenía clavado en su mira y él lo sabía. El duelo por la muerte de su hijo no era todo. Sakayama estaba seguro de que la tragedia se relacionaba con una búsqueda implacable, iniciada en Japón hacía ya varias décadas. *** Dársena “E”, Puerto Nuevo Ciudad de Buenos Aires 01:30 a.m.

Lo que aquella madrugada se dio en el carguero Harika Maru fue una verdadera cadena de mando. El más poderoso obligó al más débil, evidenciando su índice de legitimidad y una capacidad ilimitada para hacer valer su voluntad. El escalón más alto no lo ocupó el capitán del barco, sino Setsuko, la mano derecha del jefe Yakuza de Buenos Aires. Por orden del matón, todos abandonaron la nave. Tenían la noche libre. No debían aparecer hasta la 7:00 a.m. por lo menos. Setsuko quería a todo el Harika Maru sólo para nosotros. Nos instalamos en el sector de popa, donde la cubierta se ampliaba permitiendo que el señor Matsu desplegara sobre una mesita todos una serie de objetos rituales traídos de su casa: velas, incienso, unas extrañas cenizas (que puso en dos cuencos poco profundos), un texto escrito en japonés sobre una superficie de madera balsa y, por supuesto, el atado de cabellos oscuros amarrados por la cinta amarilla, el bacalao seco y la muestra de muérdago/acebo de plástico —Voy a empezar —nos dijo—. Les pido el más absoluto silencio y no intervengan en nada, pase lo que pase. Asentimos. Dimos unos pasos hacia atrás junto al gigantón, y ocupamos nuestras posiciones. Acto seguido, Matsu encendió las velas y la barrita de incienso, esparció las cenizas a su alrededor e inició una larga y repetitiva letanía en japonés. —¡Oni wa soto! ¡Fuku wa uchi! ¡Ma wo messuru nure-onna!2 Ni Vallejos, ni yo entendíamos una sola palabra, pero Setsuko demostró estar sumamente incómodo. Noté cómo empezaba a transpirar y su rostro se volvía algo pálido. —¡Oni wa soto! ¡Fuku wa uchi! ¡Ma wo messuru nure-onna! Matsu levantó sus brazos con las palmas hacia arriba. La entonación de la oración era perfecta; aún sin comprenderla se podía distinguir cada palabra individualmente. —¡Oni wa soto! ¡Fuku wa uchi! ¡Ma wo messuru nure-onna! 2

“¡Fuera demonios! ¡Venga la buena suerte! ¡Te elimino nure-onna!”.


17 ¿Estaba echando o convocando a la criatura, cuyo nombre identificábamos claramente hacia el final de la letanía? No teníamos ni idea con qué íbamos a toparnos, pero no tardamos mucho en averiguarlo. Habían transcurrido unos cuarenta minutos desde que Matsu iniciara el rito. El silencio no sólo era total en el Harika Maru, sino en todo el muelle en el que estaba anclado. Sólo la voz del tintorero parecía retumbar en cada rincón del puerto. —¡Oni wa soto! ¡Fuku wa uchi! ¡Ma wo messuru nure-onna! Entonces, ocurrió… Primero fue un burbujeo en la superficie del río, después, como si de un repugnante forúnculo negro se tratara, la cabeza de la nure-onna empezó a asomarse lentamente. Cuando sus ojos quedaron a nivel del agua, las pupilas, blancas como la muerte misma, reflejaron las pocas luces del alumbrado público que había en el muelle. La letanía la había provocado. Estaba furiosa. Ansiosa por comer y cumplir su venganza. Empezó a estirar su escamoso cuerpo de serpiente. Se elevó sobre la superficie y estirando sus delgados brazos alcanzó la barandilla de popa. Empujó con fuerza hacia arriba y saltó sobre la cubierta, justo enfrente a la mesa en la que Matsu seguí modulando su mistérica cantata. Vallejos y yo nos quedamos mudos. Aquello que teníamos ante nuestros ojos nos recordaba a los monstruos animados que Willis O’Brien había operado magistralmente en su película Los Viajes de Simbad. No parecía real, pero lo era. La nure-onna estaba ahí mismo, desplegando los espantosos encantos de criatura vengativa. —¡Oni wa soto! ¡Fuku wa uchi! ¡Ma wo messuru nure-onna!—. Gritó Matsu con una desesperación nunca exhibida hasta ese momento. Tenía clavados sus ojos en los de la “mujer mojada”. Podía sentir su odio. La nure-onna enroscó su alargado cuerpo a modo de resorte debajo suyo y mostrando su boca dentada y asquerosa lengua bífida, empezó a tomar altura. Cuanto más se estiraba, mas pequeños parecíamos nosotros. Setsuko desenfundó su arma. Adrián lo frenó, moviendo negativamente la cabeza. “No. No lo hagás”, le dijo por lo bajo y volvió su atención al monstruo. Matsu semejaba un pigmeo ante la mujer-serpiente, que ya había alcanzado casi los tres metros de alto. Tenía sus brazos estirados hacia adelante y sus dedos pálidos, de uñas filosas y negras, se le acercaban al tintorero lentamente.


18 Cuando la extremidades estuvieron a punto de tocarlo, Matsu hizo un rápido movimiento, tomó el pescado seco que le habíamos conseguido y agarrándolo por la cabeza se lo presentó a la bestia, como los caza vampiros hacen con los crucifijos. La nure-onna se tapó los ojos, lanzó un grito ensordecedor y retrocedió. Por alguna razón, le temía. Matsu, envalentonado, tomó la rama de acebo (falsa) y la puso a la altura del bacalao, como fabricando una muralla invisible entre él y el monstruo sobrenatural. —¡Oni wa sotoooooo! —gritó—. ¡Fuku wa uchiiiiiii! ¡Ma wo messu…! No pudo acabar con la frase. La nure-onna pareció sorprenderse ante el muérdago de plástico y fue ahí cuando sacudió desde lo alto su brazo izquierdo, impactando en la sien de Matsu, quien salió despedido contra la barandilla deL buque. Pensé que estaba muerto. El golpe había sido descomunal. Pero cuando la criatura se abalanzó hacia la mesa, para tomar el manojo de cabello negro, observé que Matsu movía una de sus piernas.

¡Bang, bang, bang…! El estallido sonó a centímetros de mi pabellón auditivo. Quedé sordo. Vallejo lanzó una puteada instintivamente. Yo giré en dirección de los disparos y observé a Setsuko, con el arma humeante en sus manos y avanzando hacia la nauseabunda criatura híbrida. —クソ野郎!! (¡Hija de puta!).

¡Bang, bang, bang…! El matón había perdido su cordura. Ya nada iba a detenerlo, menos que menos alguno de nosotros. Caminaba gatillando, sin advertir que los proyectiles no hacían mella en el monstruo. Sólo en el último segundo pareció darse cuenta del error que había cometido. Pero ya era tarde. La nure-onna abrió su boca más y más, alcanzando el tamaño de la de un tiburón blanco. Entonces, con un solo movimiento del cuerpo, casi como un latigazo, agarró a Setsuko por la cabeza, se la masticó y tres segundos después se lo tragó entero como si fuera un hámster. —¡Hay que rajar de acá! —Ladró Vallejos tomando valor y arrastrando a Matsu hasta donde nosotros estábamos—.¡ Agarralo, dale! ¡Salgamos!


19 Pero yo no lo escuché, y parapetado a su lado, con las piernas abiertas y el brazo estirado con la Magnum 357 entre los dedos, disparé una, dos veces, dándole a la nure-onna en la cabeza, sin que ésta se viera afectada. Recién cuando el estampido del último disparo se apaciguó, pudimos escuchar otros tantos procedentes de la cubierta superior del buque. ¡Tres marineros japoneses nos estaban disparando! —¡Dejar en paz a señora diosa! —gritaban—. ¡Dejadla en paz! Las balas silbaron sobre nuestras cabezas y una de ellas, cuando menos lo esperaba, dio de lleno en el estómago del pobre Matsu, que empezaba a recuperarse. —¡Le pagaron, la puta que los parió! —vociferó Adrián cubriendo la herida con sus manos, tratando de impedir que nuestro amigo se desangrara. Entonces, imbuido por la adrenalina que recorría cada milímetro de mi cuerpo, volví a levantar el brazo, apunté y descargué lo que quedaba de balas sobre los tres agresores. Nos sé si les di o escaparon. Lo único claro fue que la balacera cesó y que al dar por terminado ese inesperado episodio, la nure-onna ya no estaba.

悪魔 濡女


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EPÍLOGO Sólo de pura casualidad Matsu prolongó su estadía en el mundo de los vivos. De haber viajado al puerto en el Gordini modelo ’63 hoy estaríamos llevándole flores al cementerio de Chacarita. Pero la orden que Masao Sakayama le diera a Setsuko —“Vayan en mi auto particular”— resultó a la postre la decisión más acertada y afortunada de todas. Caso contrario no hubiéramos llegado al hospital a tiempo para poder parar la hemorragia. Recién después de un mes de convalecencia el tintorero retomó su trabajo en El Sol de Tokio; esta vez con el auxilio de su hijo, venido desde Oberá. En lo personal, no volví a escuchar nada sobre la Yakuza porteña, que seguramente siguió operando en las sombras. Ninguno de los periódicos se hizo eco de lo sucedido a bordo del Harika Maru, ni se reportaron marineros muertos (con lo cual tendré que convivir con la duda de haberles o no dado con la Magnum 357). Poco tiempo después, me enteré de que Sakayama se había mudado y levantado sus nuevos reales en Bolivia, muy lejos del mar. Aún así, tres años más tarde lo encontraron muerto en la bañera de su mansión altiplánica, con el abdomen abierto de par en par, como si de él hubiera salido el monstruo de la película Alien.

FIN


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