El abandono y el olvido

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Fernando Jorge Soto Roland


El Abandono y el Olvido

Cuaderno de reflexiones sobre lugares abandonados en Argentina

Fernando Jorge Soto Roland Profesor en Historia por la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata.

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Soto Roland, Fernando Jorge El abandono y el olvido. Cuaderno de reflexiones sobre lugares abandonados en Argentina. 1° ed. – Capital Federal – 2012 135 pág. : il. , 150x230mm 1. Ensayo. I. Título CDD864A

Registro de Propiedad Intelectual Código N°: 1209092311745

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El Abandono y el Olvido. Cuaderno de reflexiones sobre lugares abandonados en Argentina. Fernando Jorge Soto Roland 1° Edición Argentina 2012

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Índice Prólogo ....................................................................... 5 Capítulo 1 Cadáveres Exquisitos ............................................... 6 Capítulo 2 Villa Joyosa ........................................................... 47 Capítulo 3 Balneario ―El Marquesado‖ . Ruinas y Rumores .... 61 Capítulo 4 El Castillo de Egaña .............................................. 72 Capítulo 5 El Cementerio de la Chacarita................................ 97 Capítulo 6 El Hotel Continental ............................................ 112 Capítulo 7 El Hospital Santa María de Punilla ...................... 118 Palabras Finales....................................................... 134

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Prólogo

«Somos una enciclopedia de fatalidades» Cioran, Adiós de la Filosofía, pág. 99

Desde muy chico me atrajeron los sitios abandonados, sus historias, rumores asociados, leyendas y silencios. Conocí algunos de los yacimientos arqueológicos más destacados de la América precolombina y ―exploré‖ ciudades perdidas, casas, cementerios y hoteles que habían sido olvidados hacía años, incluso siglos. Esta es una compilación de ensayos surgidos de mis viajes por el interior de la República Argentina durante los últimos cinco años, en pos de esos sitios olvidados. Infinidad de sentimientos e ideas fueron apareciendo a medida que los recorría. Lo que en este libro quedan agrupadas son esas experiencias y reflexiones personales al pie de las ruinas. Cada capítulo puede ser leído de manera independiente, y en cada uno de ellos traté de resumir la historia conocida (o desconocida) del lugar, así como el imaginario social que se desplegó a partir de ellos. Espero que el lector encuentre interesante las páginas que ahora tiene ante sus ojos. Y un consejo: no se deprima. No vale la pena. FJSR Buenos Aires Setiembre 2012

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Capítulo 1 Cadáveres Exquisitos Reflexiones

 Detrás de cada lugar abandonado hay una historia que explica su condición. Pero esas historias permanecen, la mayor parte de las veces, envueltas en rumores y leyendas locales que exigen indagar a fondo, para alcanzar la ―verdad‖. No siempre este objetivo se consigue. Las habladurías se mimetizan de tal modo con algunos sitios que pasan a formar parte del acervo histórico del lugar investigado, confundiéndose la fantasía con la realidad, y alimentando así el romanticismo que los espacios abandonados despiertan en quienes los recorren y estudian.  Especular, conjeturar respecto de lo que fue o pudo haber sido un lugar abandonado, es una operación que se vuelve casi ineludible. ¿Quién no ha imaginado con vida los lugares muertos? Pensarlos en sus horas de esplendor incitan a la nostalgia y nos alertan sobre nuestra inevitable decadencia.  Los lugares abandonados personifican, de un modo crudo y bello al mismo tiempo, el poder e imperio del polvo. Son escenarios de la recolonización de la naturaleza y el más firme presagio de la victoria final de la suciedad y la basura.  Sin humanos no hay historia. Por eso, los lugares abandonados se reconvierten en ―geografías del olvido‖ en las que sólo es posible reeditar un pedacito de su pasado. Su presente se sale de la historia. La deja fuera. De todas maneras, los objetos residuales de la presencia humana nos El abandono y el olvido

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permiten —como arqueólogos urbanos— reconstruir el devenir cultural de esos lugares, reconciliándolos con nuestra especie. Se transforman en restos, en testimonios materiales de nuestras civilizaciones que, aunque mudos e inertes en apariencia, informan siempre de algo. La historia queda confinada, sitiada, por el desparpajo de lo sucio.  El silencio es quien somete, como un tiránico rey, a los lugares abandonados, condenándolos al solo sonido de las aves intrusivas que los anidan y regentean.  En los lugares abandonados rara vez los colores mantiene su brillo. Lo opaco señorea por doquier y una pátina de tristeza cubre absolutamente todo, dejando —en larga agonía— espacios otrora llenos de vida, de proyectos y esperanzas. Descoloridos, olvidados, sólo les resta esperar su completa desaparición.  Tragedias hechas ladrillos. Así se explicitan. Así se los recorre. Entre ellos nacen las dudas. Abundantes, omnipresentes. Imposibles descartarlas. Inevitables ante cada mirada.  Escenarios yermos y atemorizantes. El vacío y la soledad meten miedo, ponen en efervescencia la imaginación, anunciando lo irremediable. Materializando el destino al que todos nos dirigimos. Tal vez sea ése el motivo por el cual tantas personas se niegan a visitarlos, renegando de ellos, esquivándolos; olvidando la belleza intrínseca que poseen.  Los lugares abandonados personifican la muerte. Espantan a los viejos, atraen a los jóvenes, quienes los exploran buscando en ellos el espíritu de aventura, tan ligado a los peligros de la ―Parca‖.

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 El dominio de las grietas. El reino del papel que se tambalea y aún así resiste a las fuerzas del desgano, la desidia y el olvido. Un pacto faústico que desde el vamos se sabe incumplido.  Manchados, sucios, vestidos de polvo y mugre, humedad y óxido, los sitios abandonados son los muestrarios descarnados de la decadencia material de las cosas. Un anuncio. Una profecía autocumplida que dispone de todo el tiempo que existe para terminar de concretarse.  Los lugares abandonados son el campo propicio y fértil de las metáforas y adjetivos.  El deterioro no respeta a ninguna institución, ni siquiera a los templos, capillas o iglesias. No hay fuerza universal que lo resista, ni voluntad omnisciente que lo detenga. Ante él los dioses se vuelven vanos.  Rodeados de vida, de voces, de sonidos urbanos, los lugares abandonados en el corazón de nuestras urbes remedan cajas de silencio y de decadente tranquilidad. Irónicamente la paz más absoluta se ha apoderado de ellos y el apaciguamiento experimentado en sus ambienten recrean en nuestra imaginación la falsa eternidad de aquellas cosas que parecen quedar al margen del tiempo.  Aunque en apariencia detenidos en un limbo, los lugares abandonados nos engañan, porque el devenir, lento e inexorable, los fagocita y erosiona. Aún enmascarada, la muerte los acompaña.  Cada grieta es una historia ignota. Cada mancha de humedad una bofetada al ―Progreso‖, en algún momento

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asociado al edificio. Cada ambiente deteriorado una decadencia particular.  Se los recorre en silencio, como se recorre un cementerio; imaginando todo aquello que pudo haber sido y no fue. Lamentando lo inexorable. Preguntándonos ―por qué‖.  Podredumbre y abandono van de la mano. Por eso, el asco también está presente en muchos edificios abandonados.  Los lugares abandonados, como la basura, incomodan. Atentan contra el ―buen gusto‖, y la convivencia con ellos se vuelve problemática. Asociados con el mal olor, las ratas, la muerte, lo podrido, encarnan lo peor de nuestra cultura de consumo. Se transforman en el mejor ejemplo de lo inútil.  En un mundo agobiado por la idea de la eficiencia, la productividad, la ganancia, la utilidad y el beneficio, los lugares abandonados son un sinsentido. Una patada al hígado. Directa, certera. Despabilante. Movilizadora. Desechos que nos despiertan a una realidad alternativa que, aunque queramos esconderla, nos acompaña siempre.  Lo limpio y lo sucio. Lo habitado y lo deshabitado. Duplas inconmovibles. Eternas. Necesarias a la hora de comprender mejor el mundo de manera cabal; multidimencionalmente.  Hay un placer inherente a los lugares abandonados que se explicita especialmente en los niños y adolescentes. La aventura de recorrerlos no tiene precio. Es adrenalina pura; la esencia misma de la incertidumbre y la sorpresa. El solo ingreso en una casa vacía y deteriorada simboliza la ruptura controlada de las normas y leyes vigentes. Entrar en ellas es apartarse de los controles que ejercen los adultos y el Estado, para jugar,

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apoderándose de cosas que no son suyas, alimentando el sentimiento de aventura y rebeldía.  Los lugares abandonados nos permiten digerir con más naturalidad el sentido de las decadencias.  Menospreciados y temidos. Evitados, especialmente por los adultos, los lugares abandonados nos hablan de dos cosas que rechazamos y que en nuestro imaginario aparecen asociadas: la basura y la muerte. Quizás por eso los sitios que dejamos en manos del deterioro estén —como los cementerios— en las periferias de nuestras ciudades. Lejos de los vivos. La podredumbre se deja fuera.  Aún siendo los elementos líquidos y gaseosos los más contaminantes, las cosas que se deterioran —los objetos, casa, hospitales, hoteles, granjas y pueblos enteros— quedan asociadas a las enfermedades y las peste. Nos espantan.  No hay comunidad que no tenga su mansión embrujada. Desde la lúgubre Mansión Marsten de Salem‟s Lot (principal protagonista de la novela homónima de Stephen King) hasta el abandonado Gran Hotel Viena del pueblo de Miramar, Argentina (supuestamente poblado de fantasmas) el imaginario literario y popular se abstrae del conocimiento racional y puebla los sitios deteriorados con fantasías morbosas que ―meten miedo‖. En cada uno de esos casos es el contexto el que determina las historias y retroalimenta los temores inconscientes de la gente, recrea el folclore local y nos quita el sueño con leyendas moralizantes de alto impacto.  Nada es por completo permanente y limpio. Por sí solas las cosas se deterioran, envejecen. Se ensucian, desgastan y desaparecen. Algunas tardan poco, otras un poco más; pero todo es cuestión de tiempo. Al final del camino siempre está la muerte. Quizás sea por eso que los lugares abandonados, al El abandono y el olvido

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materializar la impermanencia de todo aquello que culturalmente estamos educados para admirar, nos impacten tanto y sean tantas las personas que los rechazan.  Enmascaramos, ocultamos y maquillamos la decadencia. Detestamos la degradación y tratamos de evitarla. Miles de productos se venden a diario con el solo fin de luchar contra ella. Cremas, lociones, sesiones de electricidad, magnetismo y terapias de rejuvenecimiento. Un arsenal de elementos se acumulan en nuestros botiquines. No queremos ver nuestras arrugas. No deseamos observar nuestras canas y sufrimos cuando los vientres se abultan. No queremos hacernos viejos. Envejecemos con angustia. Y eso no es correcto o ―natural‖. Lo emocional domina a la razón y es así como nacen los monstruos. ¿Y en qué otro sitio que no sea en un lugar abandonado crecen con mayor libertad esos miedos? Ellos nos anuncian el porvenir irremediable. La humedad, el desconche de la pintura, las rajaduras en la pared, los pisos levantados y vidrios rotos son excelentes metáforas que no podemos eludir y que, aún así, nos fascinan (como las historias de fantasmas).  Los lugares abandonados poseen un espíritu heracliano que, como el filósofo griego Heráclito, son ejemplos vivientes, concretos, de que todo cambia. Comprender el cambio es comprender el deterioro y la decadencia.  Pautamos la manera de ver el mundo marcando dicotomías. El dualismo no sólo se da entre el cuerpo y el alma, sino también en el resto de las cosas: útil o inútil, avanzado o atrasado, creciente o decadente, productor o consumidor, puro o impuro, habilitado o deshabilitado, ocupado o abandonado. Una cosa siempre excluye a la otra que, por lo general, tiene una connotación negativa. Así es la cultura occidental. Nos resulta muy difícil conciliar lo que parece irreconciliable como lo hace el Oriente, quedando esto más que claro en el símbolo del Yin y el Yang. Estamos partidos. Somos por demás analíticos. No es extraño que los sitios abandonados concentren esos El abandono y el olvido

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aspectos negativos en contraste con los positivos, siempre asociados a los sitios poblados y vivos.  Gestionar la suciedad que nuestra especie produce es una de las tareas más extenuantes, caras e importantes que tienen los gobiernos municipales. Generamos miles de toneladas de basura por día, pero rara vez nos preguntamos sobre el destino final de nuestros desperdicios. Desde hace poco más de un siglo la mugre desaparece de nuestra vista por las noches y amanecemos con las calles relativamente limpias, siempre y cuando tengamos la suerte de pertenecer a una clase social capaz de pagar con impuestos la gestión de esos desechos. Enmascaramos el hecho de ser animales sucios y cuanto más lejos estemos de esa basura, mayor tiende a ser el status social que poseemos. De ahí que ―lo sucio‖ esté mal conceptuado y sea asociado con los barrios bajos y países pobres, cuya relación con los desechos es vista como algo más ―natural‖ y productivo. Se puede vivir de la basura, por lo tanto la sensación de asco que ella produce es una construcción cultural e históricamente condicionada. Bastaría con leer las descripciones que nos llegan del pasado para advertir que nuestras propias ciudades en la antigüedad eran, a nuestra sensibilidad actual, literalmente asquerosas (incluso aquellas que solemos asociar con la belleza más pura; como Florencia, en Italia). En el pasado se convivía con la mugre. Por tal motivo, los lugares abandonados remedan un particular viaje por el tiempo. Un viaje donde los sentidos se ven excitados por todo aquello que nos produce o anuncia vómitos.  Los lugares abandonados representan la derrota de una ofensiva culturalmente elogiada: la de la limpieza. En ellos la responsabilidad social se diluye, y la tarea de eliminar las cosas indeseables queda abortada. La acumulación de objetos, pocas veces, les adjudica a los mismos el status de ―antigüedades‖. Si bien guardan el atractivo de estar asociados con un previo uso humano, carecen de dos características necesarias para ir directamente a los aparadores de un museo: no están limpios, ni son diferentes o guardan notas distintivas con el resto de las El abandono y el olvido

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cosas. Son chatarra. Forman parte de un universo que carece de ―profundidad‖ temporal (la mayor parte son objetos contemporáneos), más asociados al desperdicio, a lo sucio y peligroso, que a una obra maestra de arte.  Las cosas ―pasan‖. Se echan a perder. Se extravían o abandonan.  Los lugares abandonados son receptáculos de una libertad muy particular. Ajenos a todo control, y al margen de las leyes vigentes, parecen querer resistir todo intento de sometimiento humano. Espacios de anarquía que sólo se apartan del caos por intervención de la imaginación de quienes los recorren. Únicamente de ese modo, los ambientes adquieren el sentido y la función original que tuvieron cuando estaban poblados y la vida ordenada despejaba los peligros inherentes que le atribuimos a los ―desperdicios‖.  Hay edificios y pueblos abandonados que nos remiten a un modo de ver el mundo que podríamos calificar de budista. La impermanencia de las cosas, la debacle del deseo y la lección de saber dejar que todo se vaya (o quede atrás) son, quizá, las lecciones filosóficas más profundas que se puedan encontrar en esos sitios.  Lugares sombríos, marginales, incontrolados. Sometidos a las fuerzas de la naturaleza y desprovistos de cualquier control racional, los sitios abandonados abonan nuestro temor natural a la oscuridad y a lo sobrenatural. En ellos todo parece posible, especialmente de noche, cuando los sonidos y las sombras adquieren características más extrañas que durante las horas diurnas. No es de extrañar, entonces, que sean los escenarios más propicios para el miedo.  Para algunos, los lugares abandonados son sitios agradables; ricos en formas, libertad y un decadente sentido de El abandono y el olvido

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la continuidad. Inspiración muy propia para las artes de vanguardia y el snobismo, los desechos pueden convertirse en la materia prima del obras de arte contemporáneo, dado que los contornos y formas que produce la degradación son únicos y muchas veces no reproducibles.  ―La esencia y la belleza de las cosas reside en su carácter perecedero‖, dijo E. M. Cioran. Tenía razón.  Los lugares abandonados son catárticos. Allí el espíritu destructor y vandálico que todos llevamos dentro se expande sin coacción de ningún tipo. Enmascarados por el silencio, la soledad y el grosor de sus paredes —fuera del alcance de la vista de otros— el placer de romper cosas, en especial vidrios, no encuentra regulación alguna. ¿Será por eso que los cristales de las ventanas de todas las casas abandonadas están partidos por certeros piedrazos? Muy pocas los conservan intactos. ¿Qué se esconde detrás de esa vandálica vocación? ¿El mero regodeo de sentir el sonido del resquebrajamiento? ¿Una forma de dejar una marca personal, como si estuviéramos marcando territorio? ¿O es acaso una manifestación de rechazo inconsciente al temor que nos producen las cosas que nos anuncian la decadencia y muerte segura?  De entre todas las partes que tienen las edificaciones, los jardines y parques son las primeras en sublevarse cuando el sitio queda abandonado. Enredaderas, yuyos y plantas desbocadas sin el control ejercido por el hombre, desoyen la domesticación a la que habían sido reducidas y lo copan todo. Presionan y resquebrajan el asfalto; retuercen hierros; escalan y desmoronan paredes. El mundo vegetal reclama el escenario. Lo reconquista sin pausa. Lo vuelve propio. Un jardín abandonado es la naturaleza en movimiento. Es autonomía. Es la anarquía hecha ramas. Tal vez por eso sean más impactantes que la selva misma. Mientras que ésta denota la fuerza bruta de la naturaleza, los jardines y parques abandonados son la

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esencia de la revancha. Del descontrol. La pérdida de una batalla.  Durante 25 años viví en Mar del Plata, una ciudad que ―abandona‖ hacia el mes de marzo un alto porcentaje de sus viviendas. Recorrer en pleno invierno los barrios ―Los Troncos‖ es como caminar por un cementerio de mansiones y casonas sin vida. Cerradas, clausuradas. Abandonadas hasta la próxima temporada. Lo mismo sucede con muchos hoteles, balnearios y complejos sindicales. Parte de la ciudad se torna casi deshabitada y sus playas, capaces de contener cerca de 2 millones de personas, pasan a retener un total no superior a los 700.000 habitantes estables. La avenida Colón, después de cruzar la calle Buenos Aires en dirección a la costa, se transforma e un inmenso palomar vacío. Así se perciben sus altos edificios de departamentos, con todas las persianas bajas, sin un alma en los balcones y con escasas aberturas iluminadas por las noches. La ciudad trasmuta en pueblo. un pueblo que deja traslucir el poder económico de un sector de la sociedad argentina que puede darse el lujo de convertir decenas de unidades habitacionales en espacios inútiles durante casi nueve meses del año.  ―Era‖. Todo ―era‖. El verbo ―ser‖ en pasado. Así, con esa palabra conjugada en ese tiempo gramatical, es como se recorren los lugares abandonados. Esto ―era‖ aquello (un hotel, una casa, un galpón, una fábrica); pero que ya no es. Acá se comía, se vivía, se bailaba, se trabajaba, se lloraba y se hacía el amor. Pero ya nada de eso ocurre más. El lugar está vacío, roto, perlado por goteras, decorado de telarañas. La decadencia y el deterioro en tiempo presente.  Una pregunta es la que se repite una y otra vez: ¿qué habrá sido este lugar? ¿Qué función cumplió este edificio? ¿Qué se esconde detrás de esos escombros informes que yacen sobre el suelo? La respuesta: recuerdos. Y a veces ni siquiera eso.

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 En una oportunidad conocí a un hombre de por sí muy singular. Tenía más de seis décadas sobre sus hombros. El pelo por completo cano y su mirada era lánguida, triste. De profesión: hotelero. Era propietario de un inmenso edificio construido en la última década del siglo XIX en un pequeño pueblo de la costa bonaerense. Vivía solo. Era viudo y el único habitante de su hotel abandonado. Había algo de patético en ese sujeto. Verlo deambular en aquella propiedad derruida constituía en sí mismo un espectáculo por momentos macabro. Como si fuera un fantasma encarnado, Eduardo Gamba —ese era su nombre— se pasaba el día recorriendo ambientes vacíos, llenos de humedad y descascarados por el paso del tiempo. Todo a su alrededor era decadencia. Todo era viejo. Gastado. Tambaleante. Incluso no era posible recorrer el primer piso por una cuestión de seguridad. Los cielorrasos estaban quebrados y la escalera que conducía a la planta alta se tambaleaba. Había que saber dónde pisar y qué zonas no frecuentar, a menos que se deseara sufrir un accidente. El hombre y el hotel estaban unidos por un lazo que nadie podía ver a primera vista. No era una ligazón material. Eran sus recuerdos los que lo ataban al lugar. Vivía de ellos y en ellos. El viejo hotel lo había fagocitado. Lo retenía en su seno como su fuera un rehén. La fuerza del pasado no lo dejaba entrar en el presente. Gamba vivía en otra dimensión. Una dimensión particularísima, propia, intransferible. Las remembranzas retenían a ese hombre y el edificio, venido a menos por los años y la falta de inversiones, lo conservaba como si él fuera un residuo del pasado. Uno más, entre los miles de cosas que se pudrían allí adentro. Vivía entre las ruinas. Su manutención dependía de la venta de souvenirs confeccionados por él mismo y de los recuerdos que relataba a los pocos turistas que se acercaban, curiosos y sorprendidos, a su monumental hotel. el deterioro del lugar sólo era combatido por sus relatos. En ellos uno podía imaginar el Boulevard Atlántico Hotel lleno de vida, reluciente. Pero bastaba que Eduardo gamba dejara de hablar para que todos los ambientes volvieran a ser lúgubres, abandonados. El viejo era la última de las almas que les quedaba. El único motor que les insuflaba algo de vida. Un motor alimentado por la nostalgia.

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 Pablo Novak habita una ciudad muerta. Como Eduardo Gamba, en Mar del Sur, Novak pasa horas entre las ruinas de un lugar abandonado, pero a diferencia del hotelero, él recorre un pueblo entero. Una localidad tragada por el agua hace más de 25 años y que recién ahora (2011) empieza a emerger, dejando a la vista el desastre sufrido en la Villa de Epecuén. En el anciano los sentimientos aparecen entremezclados. No hay tristeza en sus ojos, pero tampoco hay felicidad. El tiempo lo adaptó. Es como si Epecuén fuera una ruina eterna. De hecho, ya hay una generación que la conoció derruida por el agua salada. Sólo las viejas fotos recrean las temporadas veraniegas, las risas y la felicidad que en ella disfrutaban los turistas. quedan también las escenas grabadas en súper-8. son traumáticas. Cuesta creer que esa villa veraniega de la provincia de Buenos Aires ya no exista, y verla con vida en esas antiguas filmaciones de las décadas de 1960 y 1970 tiene algo de macabro. Es como abrir un viejo ataúd y asomarse dentro para percibir que hoy sólo quedan restos informes. Gamba y Novak viven en un velorio permanente. Luchan contra la extinción total de esos lugares. Protegen, en un duelo patológico. la memoria. Perpetúan un funeral que parece no acabar nunca, pero que llegará a su fin cuando ellos mueran.  Hemos erradicado a la muerte. Nuestra cultura la niega, la rechaza, la maquilla. Es de ―mal gusto‖ hacer referencia a ella. Se ha convertido en al ―pornográfico‖. La evitamos a toda costa, a pesar de estar presente en cada segundo de nuestras vidas, la ―vivimos‖ con dramatismo y miedo. Camuflamos los cementerios y borramos los tradicionales rituales de aflicción y de luto. Encerramos a nuestros enfermos. Deshumanizamos la agonía metiéndolos en ambiente asépticos, regenteados por modernos Barones Samedis que visten delantales blancos y poseen títulos universitarios en medicina. Como ocurre con los desechos, la muerte y los muertos se alejan de nosotros. Los confinamos a las afueras, en los suburbios. Lejos. Bien lejos. Como a la basura que producimos los rechazamos. Siguen metiendo miedo. Nos inquietan. Aún así, deberíamos modificar esa actitud. Necesitamos aceptar socialmente la decadencia, incluso en nuestros pueblos y edificios. Tal vez así los El abandono y el olvido

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disfrutemos un poco más, y de la destrucción podamos construir una nueva y diferente actitud ante la vida.  Los lugares desolados tienen un encanto ambiguo. Y cuanto más antiguos, más prestigio adquieren al convertirse en ―ruinas antiguas‖. Lo viejo se impregna de prestigio cuando transmuta en material arqueológico. ¿Qué cantidad de tiempo debe transcurrir para que se opere ese cambio de status? ¿Veinticinco, cincuenta, cien o mil años? Cuando veamos en nuestras ruinas contemporáneas lo mismo que apreciamos frente al Partenón de Atenas o Machu Picchu, en el Perú, seremos capaces de disfrutar de la decadencia que, en última instancia, es el único reflejo en el que todos estamos inmersos. El día que eso suceda, los lugares abandonados dejaran de producirnos temor y los fantasmas, tal vez, deban buscar otros sitios donde guarecerse.  Pocas imágenes son más representativas de la muerte que un árbol seco. En miles de cuadros y fotografías sus estampas nos llaman la atención. Por eso, cuando observamos bosques enteros, muertos de pie, es imposible no reparar en la escena y sentirnos ―extraños‖; sintiendo ―extraño‖ el lugar donde se levantan. Tanto en Miramar (Córdoba) como en Epecuén (Buenos Aires), los eucaliptos secos y sin una sola hoja, exhibiendo sus raíces al aire, como si fueran los tentáculos de miles de pulpos petrificados, imperan por doquier. Convocan nuestras fantasías y morbo. Son el decorado perfecto del caos.  Cuando los europeos llegaron a América, a fines del siglo XV, nuestro continente disponía ya en su haber una buena cantidad de ciudades, pueblos y centros ceremoniales abandonados. Pachacamac, en el Perú, y Teotihuacán, en México, son los mejores ejemplos al respecto. Estaban también los poblados mayas, pero la mayoría de ellos permanecían ocultos bajo la tupida selva, en Honduras, Guatemala y Yucatán. La región de la sierra, al norte de Cusco (Perú), El abandono y el olvido

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retenía los restos de Chavín de Huantar y el altiplano boliviano, a pocos kilómetros de las orillas del lago Titicaca, tenía las ciclópeas estructuras de Tiahuanaco. Todas en el más completo y absoluto silencio, desde hacía siglos. ¿Qué sintieron los pueblos originarios frente a esos restos? ¿Cómo se paraban ante esas ruinas? ¿En qué meditarían? ¿Sentirían nostalgia, pena o temor? No lo sabemos con exactitud, pero de lo que sí podemos dar cuenta es que a esas aglomeraciones de edificios, templos, plazas ceremoniales y viviendas en deterioro, se viajaba regularmente en procesión. Eran lugares sagrados de altísimo valor ceremonial. Los ―antiguos‖ eran venerados, como veneradas eran sus derruidas construcciones. Según los mitos, allí habían descendido los dioses para organizar el mundo y crear a los hombres. Pero estos sitios abandonados tenían ya varios siglos en esa condición. Tapizados de polvo, arena o ―malas hierbas‖, guardaban —como guardan para nosotros las ruinas clásicas— de un cierto prestigio, que sólo la antigüedad puede otorgarles. Y aunque la arqueología todavía no existía, el ―status‖ de las ruinas les confería un nexo de relevancia con el pasado mítico, que era el único capaz de explicarles la situación del presente. Eran, en definitiva, la prueba palpable de que los dioses habían estado ahí y que los relatos sagrados decían la verdad. No necesitaban de historiadores para entender intuitivamente el devenir de la dinámica cultural de la que ellos mismos eran el último eslabón. Por eso los reverenciaban.  Hace 13 años dirigí una expedición a la que fuera la última capital de los incas: Vilcabamba ―La Vieja‖, detenida en el tiempo por más de 400 años en el corazón de la amazonia peruana. Allí me topé por primera vez con una clásica ciudad abandonada y devorada por el follaje. Los árboles, con decenas de metros de altura, cubrían lo que antaño fueran sus plazas ceremoniales y las gruesas raíces trepaban por los muros, dándoles la estabilidad que de otro modo no hubieran tenido. En más de un caso eran las enredaderas y lianas las que sostenían sus edificios. Destructoras y preservadoras al mismo tiempo. Allí la naturaleza se había impuesto. Señoreaba sobre la obra del hombre. Exigía respeto. No exagero al expresar que nos sentimos finitos, mortales y fácilmente olvidables. En El abandono y el olvido

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aquella mañana de pesimismo, nos sentíamos más plenos que nunca. Había una razón para que las cosas fueran de ese modo: Vilcabamba era un reflejo de lo que seremos alguna vez. Por ese motivo, disfrutamos como nunca y el día se convirtió en algo inolvidable. Nos conectamos con un pasado que no era nuestro, pero aún así no nos sentíamos extraños. Y ante la destrucción, especulamos. Nos pasamos horas especulando.  Los lugares abandonados sufren el deterioro de dos maneras distintas. Por un lado está es desgaste natural que produce el tiempo y la desatención. Por otro, nos encontramos con el vandalismo, que ejerce sobre las cosas un poder destructivo mucho mayor que el envejecimiento. La destrucción voluntaria y premeditada gana cuerpo en los sitios abandonados. La rotura de vidrios ya es un ―clásico‖; pero no lo es todo. Los graffiti, el saqueo y los incendios contribuyen al deterioro acelerado. Una extraña voluntad destructiva se apodera de aquellos exploradores que los recorren y un deseo de ―dejar huellas‖ se apodera de ellos. Surge de una necesidad (misteriosa) que encuentra la rotura de objetos un placer muy singular. Ayudan a sabotear aquello que el abandono sabotea por sí mismo. Y cuando más roto está el lugar, más se rompe y se saquea.  Los lugares abandonados pueden ser interesantes filones de riquezas. Pocos ortodoxos cazadores de tesoros recorren nuestras ciudades y pueblos en busca de piezas interesantes que rescatar del óxido y el olvido. Puertas, ventanas, grifería, picaportes, ladrillos, muebles viejos, plomo, tubos y cables, constituyen atractivos muy seductores para estos carroñeros tan sui generis. Ellos son los que contribuyen a convertir la decadencia en un buen negocio, sin importar los riesgos físicos que corren al transitar un sitio deteriorado, ni cruzar los vallados que éstos tienen, en pos de una falsa seguridad.  Una excesiva especialización regional del trabajo y la producción, con el tiempo, puede ser una causa importante El abandono y el olvido

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para explicar el abandono de un lugar. Decenas de pueblos corrieron esa suerte cuando la materia prima principal que les daba vida comercial se agotó, o la demanda se terminó de la noche a la mañana. Esto ha sido muy común dentro de las actividades mineras y otras explotaciones de carácter extractivas. El mágico influjo del oro, la plata, el cobre o el caucho, son un buen ejemplo al respecto. Los ―pueblos fantasmas‖ del oeste norteamericano o los ingenios caucheros del Amazonas dan prueba de todo eso.  No hay hecho más movilizador, ni que inspire mayor impresión en un sitio abandonado desde hace años, que la presencia de un mueble (silla, modular, cama). La antigua presencia del hombre, insinuada apenas por sus objetos cotidianos, genera sensaciones imposibles de no tener en cuenta. Miedo y fantasía —siempre tan ligados— se materializan en exclamaciones y dichos. ¿Cómo no paralizarse ante una silla oxidada y olvidada en un pasillo de algún hospital o sanatorio abandonado hace décadas? ¿Cómo describir, sino a través del temor, el sentimiento de verse en un archivo oscuro, lleno de carpetas e historias de decenas de anónimos personajes? Una mesa servida, un guardarropa carcomido por la humedad, son como ventanas que nos asoman al pasado, hoy por completo derruido. De todos esos escenarios posibles, son los pueblos abandonados los más tétricos y lúgubres. En ellos es como si el tiempo se hubiera detenido intempestivamente en una hora determinada.  Resquebrajada por la fuerza imperceptible y constante del pasto, el calor y el frío, la antigua Ruta Nacional Nº 2, que conecta a Buenos Aires con Mar del Plata, se desgrana poco a poco a un costado de la nueva autopista. Verla es retroceder a la década de 1970; época en la que millones de veraneantes la utilizábamos para viajar a la costa, en pos de unos días de vacaciones. Es inevitable no recordar, entonces, la infancia y aquellos viajes con mis padres en autos que, por el tamaño, más parecían botes que los pequeños medios de locomoción que inundan nuestras ciudades actuales. Voluminosos, largos, El abandono y el olvido

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pesados, los Ford Falcón, los Fairlane y Chevrolet de aquellos días se me antojan hoy demasiados grandes para una ruta tan angosta y peligrosa. Basta con observar lo que queda de ella para entender porqué la llamaban ―la ruta de la muerte‖. Bastaría consultar los diarios de la época para contabilizar por miles los muertos que ésta dejó en sus banquinas y comprender las profundas diferencias que se notan al comparar el ―sentimiento de inseguridad‖ de esa década con la actual. Casi 40 años después, la RN 2 está obsoleta. Quedó chica para la cantidad de autos que circulan hoy en día y llama la atención lo angosta que era, de doble mano y con sólo un carril. Actualmente, esa vieja asesina reposa silente y olvidada, convertida otra vez en campo (en más de una sección). La tierra, el pasto y los animales la reconquistaron. Y donde antes circulaban camiones, autos y motos, vemos soledad y deterioro. Una mera mueca del pasado. Una ruina de nuestra infancia.  El descubrimiento de ciertos lugares abandonados implica reconocer el encubrimiento practicado por las fuerzas de la naturaleza. La formación de nuevos suelos, el imperio del óxido y los millones de hojas que los tapan, son como velos orgánicos que los conducen a la podredumbre. Cierto sentimiento de vergüenza y culpa podría leerse en ese proceso natural.  A lo largo y ancho de la geografía mundial encontramos decenas de hospitales, sanatorios y clínicas abandonadas. Pocos lugares como esos resultan tan tétricos de recorrer, especialmente por el ingente número de instrumental médico y sanitario que se pudre en sus diferentes ambientes. Ya sea por cuestiones financieras o naturales (por ejemplo, secuelas de un terremoto) esos gigantes olvidados emergen impactantes, algunas veces en pleno corazón de las ciudades; otras, en sitios remotos y aislados, como es el caso de los antiguos nosocomios dedicados a combatir la tuberculosis. La historia de estos últimos esta ligada a esa enfermedad, responsable de millones de muertes en el siglo XIX. Se levantaron por doquier. Eligieron para ello comarcas alejadas, por lo general ubicadas a cierta altura sobre el nivel del mar y bañadas por la brisa y rayos del El abandono y el olvido

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sol, considerados terapéuticos. No fue sino hacia la última parte de la década de 1940 —cuando se descubrió la estreptomicina — que esas construcciones ciclópeas dejaron de ser útiles y el negocio de la salud —ligado a la tuberculosis— se terminó. Casi de inmediato los hospitales cerraron o fueron reconvertidos, sin demasiado éxito. Lo mismo ocurrió con aquellos hoteles dedicados al ―turismo salud‖ (como el Edén Hotel de La Falda, provincia de Córdoba). En poco tiempo todas esas instalaciones se transformaron en lugares demasiado alejados, de difícil acceso, y fueron clausurados. El tiempo hizo el resto, convirtiéndolos en escenarios ideales para la leyenda urbana relacionada con fenómenos parapsicológicos y fantasmales. No es para menos. La traumática historia de estos hospitales es un excelente caldo de cultivo para el imaginario. Una silla de ruedas destartalada, una camilla corroída por el óxido, decenas de camas consumiéndose en hilera, aparatos de radiología cubiertos de polvo, quirófanos abandonados, exhibiendo parte del instrumental usado en sus días de gloria y, morgues, siempre silentes, son disparadores fáciles de la fantasía. Y si a todo ello le agregamos la difusión que estos sitios adquieren en programas de TV de corte esotérico, ya tenemos la receta completa que nos permite entender el éxito que han adquirido dentro del universo onírico de la fortalecida e irracional New Age de nuestros días.  En la historia del deterioro nos topamos con varios paladines de la destrucción y el abandono. Ellos son: -Guerras -Desplazamiento de personas (migraciones forzadas) -Catástrofes naturales (terremotos, inundaciones, aludes, etc.) -Explotación repentina y abusiva de recursos naturales -Crisis financieras -Cambios climáticos y sus consecuencias (desertización de terrenos) -Contaminación ambiental El abandono y el olvido

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-Epidemias.  La geografía emocional de nuestras ciudades cambia permanentemente. Cuando las dejamos y al tiempo regresamos a ellas, percibimos los contrastes. Lugares que antes convocaban a la reunión de amigos, a trabajar o divertirse, desaparecen o se desintegran lentamente sin cuidados. Arruinados, adquieren un significado nuevo. Nostalgioso. Mágico. Vacíos y cayéndose a pedazos comunican un pasado vital del que fuimos protagonistas. Hoy obsoleto y muerto.  El impacto de los lugares abandonados depende del tamaño que tengan. Cuanto más grande, más raros.  La relación entre la noche, los fantasmas y los lugares abandonados es un tema que tiene su origen en la literatura clásica de la Grecia antigua. Los textos de Plinio el Joven, Plauto y Luciano son los mejores y más arquetípicos ejemplos de todo ello.  Dijo Kevin Lynch en su libro Echar a Perder (p.156): “(…) hay cosas deterioradas, tierras deterioradas, tiempo deteriorado (perdido) y vidas deterioradas‖.  El deterioro anida en nosotros. Está siempre presente, aún en los momentos en que no se hace evidente o es una mera proyección de futuro. Incómodo, irritante, el deterioro nos da miedo, pero al mismo tiempo nos fascina porque es parte de la vida. Un proceso maravilloso, trágico e inevitable.  ¿Romanticismo? ¿Decadentismo? ¿Pesimismo? No lo creo. Abordar el tema del abandono y el deterioro es tomar el toro por las astas. Enfrentar la realidad y ver en ese proceso un hecho innegable que puede enseñarnos a rever nuestra actitud

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negativa frente al abandono, encontrando en él una cuota de belleza y enseñanza. No todo lo derruido es desechable.  Disfrutamos con el miedo. Un extraño equilibrio de amor y rechazo emerge cuando experimentamos un acontecimiento fuera de lo normal, o recorremos un lugar desconocido en condiciones extraordinarias. Caminar por un sitio abandonado, especialmente de noche (como tanto les gusta a los cazadores de fantasmas de la TV) constituye uno de los hechos ―raros‖ al que podemos tener mayor acceso. Todos conocemos alguna casa vacía cerca de nuestro hogar y disponemos de linternas para poder internarnos en ella. No se requiere de alta tecnología. Sólo la voluntad para hacerlo. Ahora bien, ¿qué nos lleva a realizar semejantes ―expediciones‖? ¿El aburrimiento? ¿La búsqueda de emociones fuertes? ¿Un construido y artificial espíritu de aventura? ¿La vida desencantada de nuestras ciudades? ¿El deseo de romper con la rutina? ¿O, directamente, la voluntad de toparnos con algo que quiebre nuestro sentido de la realidad? En mi opinión, todos estos factores se mezclan a la hora de responder la pregunta inicial. Pero, ¿por qué ese sentimiento de miedo se incrementa en hospitales, hoteles o fábricas abandonadas? Tal vez la respuesta esté en que no tenemos selvas inescrutables a la vuelta de la esquina. Los sitios abandonados son nuestras selvas y bosques más accesibles. A ellos acudimos en busca de aventura.  Una teoría muy extendida en el mágico mundo de la parapsicología sostiene que los fantasmas no serían otra cosa que experiencias e imágenes residuales que, de un modo nunca explicado, el medio ambiente reproduce a modo de gigantesco grabador, cuando ciertas condiciones (tampoco explicadas) se dan en determinados lugares. Los ―especialistas‖ dicen que las emociones fuertes, producto generalmente de hechos violentos o traumáticos (crímenes, torturas, accidentes) quedarían grabadas en esos sitios, para ser reproducidas espontáneamente cuando ―algo‖ aprieta un invisible botón de ―PLAY‖. Y serían las paredes, pisos y techos de ciertos lugares abandonados (aunque no sólo en ellos) los ideales para que El abandono y el olvido

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semejante ―fenómeno físico‖ de grabación y reproducción pudiera darse. Si todo esto fuera verdad, nuestras construcciones operarían como una gigantesca cinta magnética. Qué maravilloso sería para los historiadores poder ―ver‖ (In Live) sucesos del pasado de esta manera. Qué estimulante sería que esas ―ventanas‖ fueran ciertas. Cuántos debates nos ahorraríamos. Cuánta información podríamos recabar de ese modo. Cuántas verdades aceptadas se vendrían abajo. Lo fantástico tiene siempre algo de subversivo. Y los lugares abandonados son sus guaridas predilectas.  Los lugares abandonados son un tema esencialmente romántico. Desde que las ruinas de la Primera Guerra Mundial despejaron la idea de Progreso del imaginario europeooccidental, los sitios devastados han dado pie a visiones románticas no exentas de pesimismo. La decadencia se hizo carne en miles de edificios y ciudades. Muchos pueblos quedaron vacíos y la falta de fondos, la desidia y el desgano, generaron que en muchos espacios —antes poblados— el óxido se convirtiera en rey. Las ruinas reemplazaron a las viviendas y la devastación volvió inútil lo que antes era útil. Todo esto generó un contexto emotivo que no murió con la Paz de Versalles, sino que se agudizó tras la invasión de Polonia en 1939 y los subsecuentes cinco años de la Segunda Guerra Mundial. Ya nadie confió en nada ni en nadie. La capa de civilización que creíamos tener resultó más delgada de lo que pensábamos. El hombre se convirtió en el lobo del hombre. Todo indicaba que Thomas Hobbes tenía razón: éramos malos por naturaleza. Los hechos asó lo indicaban. Fue entonces cuando la idea de decadencia, expresada por Oswald Spengler en el período de entreguerras (1918-1939), empezó a adoptar formas más acordes a los problemas contemporáneos y transmutó en un eco-pesimismo hoy muy en boga. La idea de futuro se acotó a sólo horas y las proyecciones sobre el destino del hombre nunca más fueron halagüeñas, llegándose al extremo de poder definirlas como catastróficas. Uno de los abanderados de esa postura en extremo apocalíptica fue expresada durante la década de 1980 por Edward Abbey, quien escribió, en su libro Solitario en el Desierto (1988), lo El abandono y el olvido

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siguiente: «Van y vienen hombres, suben y caen ciudades cuyas civilizaciones aparecen y desaparecen. La Tierra permanece, ligeramente modificada. El hombre es un sueño, el pensamiento una ilusión, y sólo la roca es real. La roca y el sol».  Como le ocurrió a Arnold Toynbee en 1912 cuando visitó las ruinas de un palacio barroco, construido por un príncipe veneciano en la isla de Creta, una reflexión melancólica me acompaña desde que conocí las devastadas ruinas del pueblo cordobés de Miramar y los restos de la ya perdida Villa de Epecuén, en la provincia de Buenos Aires. En esos sitios el abandono y su consecuente decadencia, manifiestan cuán frágil son nuestras esperanzas y expectativas frente a las imparables fuerzas del tiempo y la historia.  Sófocles escribió en Edipo: «El tiempo destruye todo, nadie está a salvo de la muerte excepto los dioses. La Tierra decae, la carne decae. Entre los hombres se marchita la confianza y nace el recelo. Los amigos se vuelven contra los amigos y las ciudades contra las ciudades. Con el tiempo todas las cosas cambian: el deleite se troca en amargura y el odio en amor».  No deberíamos ser tan pesimistas respecto del futuro general de nuestra civilización al ver únicamente los lugares abandonados que salpican nuestras geografías urbanas. Éstos siempre han estado entre nosotros, pudiendo incluso considerarlos como parte misma del Progreso. Con cada paso que damos hacia delante algo siempre se sacrifica. Por ejemplo: un hospital especializado en el tratamiento de la tuberculosis que se cae a pedazos en algún rincón aislado, puede ser visto con ojos más optimistas e interpretar sus ruinas como el triunfo de la medicina sobre una enfermedad que antes producía centenares de miles de muertos por todo el mundo. Es decir que, aún en momentos de enorme optimismo, los lugares abandonados están presentes (lo estarán siempre) y que las El abandono y el olvido

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opiniones que se derivan de ellos no son más que lecturas o interpretaciones culturales. Una construcción de la realidad y del futuro que poco tiene que ver con las ruinas mismas. Tanto las decadencias como el progreso las producen. Todo es una cuestión de actitud. Incluso la muerte puede ser vista como el natural traspaso de mando de una generación a otra. Y eso, necesariamente, no es malo en sí mismo.  Hay pueblos y ciudades abandonadas donde es posible advertir cuán despiadada es la naturaleza y su capacidad de destrucción. Pero aunque nosotros queramos ver una intensión en ese proceso, la intensión no existe. Los seres humanos somos, en verdad, los despiadados y destructores. Lo que hacemos es humanizar lo que no es humano. Transferimos nuestras miserias y nos conformamos con ello.  Una isla solitaria en pleno océano; un faro sin un alma, abandonado, pero funcionando, pueden ser las notas esenciales para el comienzo de una buena película de misterio o terror. En este caso en particular, el abandono no implicaría decadencia o deterioro, como tampoco lo indicaría el hallazgo de un barco al garete, carente de tripulación, con todos sus aparejos en orden, sin signos de violencia, con la mesa servida y la comida a medio terminar. Historias y leyendas de este tipo se cuentan por decenas entre los marineros del mundo. Desde las misteriosas desapariciones a bordo del Mary Celeste en 1872 y el evanescente destino de los cuidadores del faro Fannan, en diciembre de 1900, la repentina desaparición de personas alimenta la fantasía de los fogones nocturnos y le dan a la palabra abandono un significado distinto al que hemos manejado hasta ahora. Un lugar recientemente abandonado, que conserve sus objetos de la vida cotidiana en perfectas condiciones y con signos de haber sido dejados en pleno uso — sin causa lógica alguna— no generan melancolía, sino miedo. La melancolía requiere de un componente indispensable: el paso del tiempo. Quizás por ese motivo la desaparición repentina de seres humanos sea uno de los temas más comunes en las historias de misterio (piénsese, por ejemplo, en toda la El abandono y el olvido

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mitología contemporánea que gira en torno a famoso Triángulo de las Bermudas).  Como un buen queso roquefort, los lugares abandonados necesitan macerarse, asentarse con el tiempo, incluso pudrirse, para despertar las sensaciones de melancólica angustia que producen.  El miedo es un sentimiento poderoso. Controlado racionalmente puede resultar benéfico y colaborar con la supervivencia de las personas, pero sin control se transforma en una fuerza paralizante, irracional y destructiva, capaz de afectar a ciertos lugares al punto de producir en ellos serios daños que, ocasionalmente, conducen ala abandono. Solemos evitar los sitios inseguros. Permanecemos en ellos cuando no quedan alternativas. Los soportamos, pero no los disfrutamos y, ante una mejor oportunidad, nos vamos de ellos. La historia de miles de propiedades (casas, hospitales, mansiones o pueblos enteros) dan testimonio de lo que decimos. En más de un caso el miedo exagerado ha sido el responsable primario de cierto pensamiento mágico y vitalista, aún a principios del tecnocrático siglo XXI. Piénsese sino en los efectos que producen ciertas leyendas urbanas en el comportamiento de la gente cuando dejan que un lugar se deteriore y venga abajo aduciendo ―mala vibra‖, ―embrujamiento‖ o alguna otra causa extraordinaria o sobrenatural. Los vendedores de propiedades inmobiliarias saben lo difícil que resulta vender una casa con ―mala fama‖.  ¿Podría usted vivir o pasar la noche, sin problema alguno, en un lugar donde alguna vez se cometió un crimen, se torturó gente o murieron decenas de individuos por enfermedades en su momento poco conocidas? Tal vez lo piense antes de hacerlo y, en el caso de que se decida, lo más probable es que lo nueva el afán de romper reglas (ser subversivo), violar un tabú o mostrarse en extremo valiente con sus amigos. ¿Por qué son así las cosas? ¿Por qué no aceptamos El abandono y el olvido

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esos lugares como a cualquier otro? ¿Acaso no son meros edificios? Los lugares abandonados que tienen ―mala fama‖ (justificada o injustificadamente) suelen despertar en las personas sentimientos y creencias que acompañan a la especie humana desde el paleolítico. En otras palabras, muchos creen que los objetos pueden tener ciertos poderes sobrenaturales (por ejemplo las reliquias en la Edad Media). El contexto ayuda. Un ―pueblo fantasma‖, un castillo en ruinas o una simple construcción abandonada condiciona a creer en la presencia de ―algo‖ que va más allá de nuestros sentidos normales. Y no hay pensamiento racional, argumento o ciencia que haga a muchos pensar de lo contrario. Una estructura dura de larga duración parece entrar en funcionamiento, permitiendo la convivencia de lo real y lo imaginario. ¿Es posible que los ambientes o las cosas se contaminen ―espiritualmente‖? ¿Puede el mal contagiarse de algún modo? Un número enorme de adultos así lo cree, por más que las cosas no tengan intenciones. Aún así, parece que ciertos lugares conservan un esencia poco específica que es captada por los ―creyentes‖. El pensamiento mágico nos espanta y aleja de ciertos sitios abandonados.  En lo personal, uno de los lugares abandonados que mayor impacto me produjo fue la —literalmente— perdida Villa de Epecuén, del centro oeste de la provincia de Buenos Aires. Este pueblo de 1500 habitantes desapareció bajo el agua el 10 de noviembre de 1985 y, tras 25 años de estar sumergido en una de las soluciones salinas más densas del planeta, empezó a emerger hace un tiempo, revelando lo que de la villa quedó después de un cuarto de siglo. Es apoteótico. Escalofriante. Un espectáculo pocas veces visto que pone en evidencia muchos aspectos a considerar: desde aquellos que nos hablan de la desidia, ignorancia y desinterés de los políticos de turno hasta los otros que refieren al desequilibrio inestable que tenemos con la naturaleza. Todo contribuyó a que Epecuén sea hoy una ruina silente, blanca y salada. Es imposible, al recorrer hoy sus calles emergidas, conocer cuánta felicidad y proyectos s hundieron en la laguna. Cuánto dolor, aún vigente entre los exvecinos, se mantiene en cada lágrima vertida al recordar el caos. Y a pesar de estar ―ahí‖, Epecuén resulta ajena al El abandono y el olvido

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forastero. Como resulta ajeno aquel año de 1985 para casi todo el resto del país. ―El dolor del otro siempre es mucho menos doloroso‖. Por eso los lugares abandonados son una mezcla de fantasías, construcciones metafóricas y desconocimiento. Mucho desconocimiento. Ignorancia pura. Ignorancia de las angustias, de las luchas inútiles, de la esperanza fallida. Quien no lo perdió todo jamás podrá sentir el pesar que los lugares como ése producen a los damnificados. Podemos sorprendernos, indignarnos, incluso maravillarnos. Así todo, sitios como Epecuén o Miramar (Córdoba), están muy lejos de los turistas que los visitan. ¿Turistas?... Sí. Pueblos destruidos por catástrofes atraen nuestra atención. Publicitados por algunos programas de TV, semejan los fenómenos del inmenso circo freak que fue la Argentina hasta hace poco tiempo: un país ―del primer mundo‖ que dejó hundir a sus propios pueblos.  No todo tiempo pasado fue mejor. Aún así, los lugares abandonados parecerían indicar lo contrario. Con el deterioro, el abandono y la destrucción, la memoria idealiza el brillo y el oropel que muchos de esos sitios nunca tuvieron, exagerando los lujos y el bienestar que disfrutó la gente mientras vivía en ellos. Los criterios de análisis se alteran y sobrevaloramos las cosas por el solo hecho de que ya no están. El recuerdo nostalgioso es el responsable de tal operación y, frente a las ruinas de «lo que ya no es» (o «dejó de ser»), la antigua realidad adopta características que nunca tuvo. El contraste con aquel pasado, considerado como una ―Edad de Oro‖, explota cuando se observan viejas fotos y los restos de la juventud se materializan en las estáticas imágenes de las placas. Felicidades congeladas. Cotidianeidad eternizada por una máquina fotográfica.  Pocos escenarios trasuntan más romanticismo que los cementerios abandonados. Los artistas del siglo XIX conocen muy bien el paño. Decenas de lápidas desgastas e ilegibles nos anuncian la perennidad del recuerdo y kilómetros de enredaderas y plantas trepadoras abrazan, como boas constrictoras, los mausoleos y criptas, tapizándolas de musgos El abandono y el olvido

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y de humedad. Resquebrajando los últimos soportes de la individualidad.  Un cementerio es un sitio en donde se rinde culto a la memoria de nuestros antepasados. Por eso el movimiento romántico, impregnado de un original sentido de la nacionalidad, los convirtió en monumentos patrios, transformándolos en escenarios a los cuales era necesario volver para poder abrevar en las acciones patrióticas de antaño. Pero para que eso sea posible se necesitan referencias. Sin ellas, el cementerio se convierte en una mera fosa sin sentido. En un osario anónimo, despojado de relevancia, indefinido. Meras cosas. Restos inermes. Sin las referencias, sin las coordenadas, que las lápidas nos brindan, lo cementerios se transforman en vertederos de basura y desechos.  El cementerio de Epecuén, sin lápidas ni inscripciones, simula ser un archivo sin catálogo.  Hay dos pueblos en Argentina que corrieron, más o menos, con la misma desgracia: la de desaparecer bajo las aguas de sus lagunas colindantes. Miramar, en Córdoba, a orillas de la laguna de Mar Chiquita; y Epecuén, en la provincia de Buenos Aires, recostada sobre las riberas de la laguna del mismo nombre. En ambos casos, el agua salada —que les diera reconocimiento, fama y turismo— terminó convirtiéndose en el elemento destructor. Miramar resultó arrasada en poco más del 60%. Epecuén, en cambio, desapareció por completo; coartando así cualquier esperanza de recuperación. En este último caso el abandono fue total y hoy el pueblo, la ex-villa turística, es un ―pueblo fantasmas‖ que emerge de la sal después de un cuarto de siglo. Epecuén es apenas reconocible. Hay que esforzarse mucho para identificar sus antiguas calles y edificios emblemáticos. La gran mayoría no son más que escombros blanquecinos, informes y carcomidos por la salitre de la laguna que, al retirarse tras 25 años, parecería regodearse de su fuerza e inclemencia. Porque eso fue la El abandono y el olvido

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laguna en 1985: inclemente, inmisericorde, con todos los vecinos. Ella fue la que aceleró el dilatado proceso de decadencia que conduce a las cosas hacia el olvido; ayudada, claro, por la inoperancia e inactividad de los políticos de turnos.  Una cosa es un lugar —edificio— abandonado y otra muy distinta es un sitio destruido. Los lugares abandonados — aquellos que conservan su aspecto, incluso sus muebles— despiertan una sensación distinta que los segundos. Los sitios destruidos, como Epecuén, despojados de antiguas referencias materiales, imposibilitan, o posibilitan en mucha menos medida, imaginar cómo eran antes, qué funciones cumplían sus diferentes sectores o qué actividades se desarrollaban allí. Para concretar todo eso, necesitamos de fotos y generar contrastes. No es lo mismo recorrer el Gran Hotel Viena (Miramar, Córdoba) que los aplastados y deformes muros del Hotel Elkie de Epecuén. El primero resume la agonía. El segundo la muerte inexorable. La devastación total confunde. Por eso, ver y recorrer el Matadero Municipal de Epecuén, construido por Francisco Salamone en 1938, a cuadras del demolido centro urbano, nos acerca un poco a la sensibilidad que el Hotel Viena despierta. ¿La causa? Aún se mantiene en pie. Descascarado, pero con hidalguía. A pesar de soportar la más destructiva inundación de su historia, el Matadero resiste a la muerte. El resto del pueblo no puede hacerlo. Se disolvió.  ¿Cuál es el color Llamazares, el amarillo.

de

la

decadencia?

Según

Julio

 La presencia de lugares abandonados en sitios aislados suele ser una experiencia sobrecogedora. Toparse como una tapera en el medio del campo o una vivienda resquebrajada por la humedad en plena selva, conllevan sensaciones bastantes parecidas. Ni qué hablar si lo que encontramos s una antigua barraca chauchera devorada por las lianas y las enredaderas del Amazonas. En cada caso, lo descontextualizado de las construcciones es lo que impacta. De inmediato surgen El abandono y el olvido

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preguntas, raras veces respondidas: ¿quién las habitó?, ¿por qué fueron abandonados?, ¿desde cuando están allí y por qué? Detrás de estas dudas sobrevuela la ignorancia total y la más absoluta incertidumbre respecto de las hipótesis que podemos elucubrar para responderlas. Lo más probable es que nunca lo sepamos y es eso lo que le otorga a esos sitios el macabro deleite que los caracteriza. En una oportunidad, encontré una humilde choza de colonos abandonada en las serranías cercanas a las ruinas de la ciudadela incaica de Vilcabamba. Tenía las paredes de adobe desmoronadas y el techo de paja desvencijado por la falta de mantenimiento. Pero no fueron esas dos cosas lo que hizo que hoy —después de tantos años— la siga recordando. Lo que nos topamos en ese lugar fue con cuadernos. Cuadernos escritos de puño y letra por su ex propietario. No había en ellos poemas, ni ensayos, sino números. Cuentas. Estados contables muy rudimentarios que nos retrotraían a las preocupaciones financieras del pasado. No hallamos nombres, ni fechas. Únicamente sumas y restas. Abstracciones puras. Eso era lo único que quedaba de toda su historia. Descontextualización en el más puro de los sentidos. Sorprende. Moviliza. Alimenta el flujo adrenalínico. Hasta puede llegar a asustar.  Los lugares abandonados destilan un ―anhelo del pasado‖, un sordo sufrimiento por algo que se tenía y que ahora ya no se posee ni controla.  Los sitios abandonados encarnan al pasado convertido en paisaje. Materializan el desgastante paso del tiempo, y sus secuelas.  Citando a E. M. Cioran podríamos decir, empapados de su ―existencialismo pesimista‖, que los lugares abandonados son los catalizadores de la «curiosidad por un desenlace previsto, espantoso y vano».

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 La naturaleza siempre se encargará de limpiar todos los desajustes que nosotros hemos producidos. Los sitios abandonados son un claro reflejo de eso. Con el tiempo los devorará, como si nunca hubieran estado allí.  En las moradas abandonadas y desiertas, los viejos dioses y espíritus vuelven a vivir. Los frecuentan y habitan superando con creces nuestra permanencia física en ellos, de igual forma que los insectos, las ratas y las bacterias toman posesión de las galerías, torres y fortalezas, dormitorios y comedores, y constituyen el caldo de cultivo de las leyendas.  Estéticas morbosas. Grietas del progreso. Utopías fallidas. Nostalgia periurbana son, para la fotógrafa Vanessa Graell, los sitios abandonados.  Nos aferramos a las cosas. Nos identificamos con ellas al punto de creer que son una prolongación de nosotros mismos y que al desaparecer —o deteriorarse— nuestra esencia —o parte de ella— se va con ellas. Claro que todo eso es falso. No es más que una mera proyección de nuestros deseos y creencias. Aún así, sufrimos cuando ello ocurre (mucho más cuando estamos solos). Por el contrario, los filósofos orientales nos hablan del desapego, de la sabia actitud de saber dejar que las cosas (en el sentido más amplio) se vayan. Quizá sea ese el motivo por el cual muchísimas personas sienten horror ante los lugares abandonados ya que revelan, justamente, el fluir de todo y la inexorable pérdida de nuestros objetos más preciados. En cierta forma, son el infierno de los coleccionistas.  ¿A dónde fueron a parar nuestros objetos queridos de la infancia? ¿En qué rincón del mundo permanecen arrumbados?  El cementerio abandonado de Epecuén resulta ser un espectáculo poco corriente. No es habitual que un camposanto sea tragado por una laguna en extremo salada (unos 240 El abandono y el olvido

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gramos de sal por litro de agua) y, tras 25 años, vuelva a emerger convertido en un pálido cadáver de granito. Pero, ¿qué fue lo que salió a la superficie? En principio, la más pura desolación. Lápidas monocromas, cruces oxidadas, ladeadas y semienterradas; yuyos creciendo sobre las propias tumbas, otorgándoles la única nota de color verde que hay en el lugar. Placas conmemorativas de hierro, hincadas, descascaradas y deformes, que ya no conmemoran nada, a no ser la soberanía de los tonos ocres. Epitafios ilegibles, desgastados, anónimos. Todo está cambiado: el granito ilusoriamente convertido en mármol, el bronce devenido en color verde oscuro y el hierro transmutado en rojo. Es como si un poderoso alquimista hubiera experimentado con todo el cementerio. También los árboles están muertos. Pelados, secos, sin una sola hoja o brote. Únicamente cubiertos por una sustancia resquebrajadiza, blanquecina, semejante a una tela de araña cristalizada y dura. Muy pocas de las antiguas estatuas funerarias sobreviven. Dos angelitos en actitud de rezo sobre la tumba de un niño se asoman por entre la maraña de las malas hierbas y una tumba ladeada hacia la izquierda, como si fuera una cama abandonada sobre una cuneta, nos anuncia que hace ya muchos años nadie le rinde culto a la memoria que pretendió materializar. Otro enterramiento, hecho con ladrillos, se ha fracturado y hundido hacia el medio. Formando una especie de canaleta en donde se acumula el agua de lluvia (y que nuestra morbosa imaginación mezcla con fluidos cadavéricos, ya inexistentes). En una palabra, la necrópolis es un caos total. A un costado, sobre el derrumbado muro perimetral, notamos la acumulación de objetos cruciformes, oxidados y quebradizos, unos encima de otros. Sin orden ni concierto. Despojados de todo respeto. Más atrás, la laguna y sus flamencos. Las ruinas del cementerio de Epecuén (también las de la villa misma) son una metáfora palpable de un Dios vencido. Sus cruces destruidas simbolizan esa derrota. En una de las pocas tumbas que conservan su inscripción puede leerse: «Neiva Irene Corradini. Muerta el 20 de junio de 1928 a los 2 meses y medio de edad». Del seguro desconsuelo de sus padres sólo queda esa frase y, pocos metros más allá, la estatua de un niño asexuado ofreciendo flores, pero con los brazos partidos. Ya en el sector de las criptas familiares nos adentramos en una zona de guerra. Es El abandono y el olvido

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como si un terremoto hubiera destruido todo. Una tumba, con cinco pequeñas placas de bronce en hilera, enverdecidas por el óxido, anónimas y olvidadas, anuncia también la derrota de las cantidades, y los nichos semejan hornos abandonados, abiertos, por completo llenos de basura. En las paredes residuales de una capilla funeraria leemos sólo la palabra «FAMILIA». Imposible identificar a cuál de ellas se refiere. Y en cierta forma es un alivio, porque mucho más movilizante es reconocer un apellido inscripto entre los escombros, recolonizados por bandadas de palomas. Por el sector despejado de lo que fuera la avenida principal del cementerio, nos topamos con criptas, todas destechadas, restos de capiteles corintios que no sostienen nada y miles de ladrillos redondeados por el agua, color rojo, que nos recuerdan pequeños trozos de carne desperdigados por el lugar. Hacia el final de la calle hay una estatua decapitada, con ambos brazos amputados, justo enfrente de lo que fuera una capillita católica y de la que sólo queda una especie de piletón, en cuyo interior se seca al sol el esqueleto de un flamenco. Todo es disolución, silencio, monotonía. Es como si el tiempo se hubiera detenido, o camuflado, para no evidenciar el desgaste que todavía sigue produciendo. Caminamos por un espacio mudo. El agua salada de la laguna le quitó el habla. En otra lápida, la huella de un cristo desaparecido y llevado por la corriente (una mancha apenas, cruciforme y de color oscuro) parecería anunciar que el hijo de Dios fue sólo un cadáver clavado y sin la fuerza necesaria para resistir el embate del agua. Los ángeles de la muerte, tallados en yeso, también han caído bajo el influjo de la destrucción.  Llama mucho la atención el enorme número de lugares abandonados que hay desperdigados por todo el mundo. entrar en Internet, explorando esta temática, significa encontrarse con miles de sitios Web, unos mejores que otros. Pero la nota característica de todos ellos son las imágenes. Los sitios abandonados ―entran por los ojos‖. Impactan nuestras pupilas y después nuestros cerebros. Tal vez por eso los pocos libros que abordan el tema sean álbumes de fotos. Verdaderas obras de arte muchos de ellos. Según se dice: «una imagen vale más El abandono y el olvido

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que mil palabras». Y el deterioro muestra cabalmente este aspecto. Hay momentos en que las metáforas y adjetivos se vuelven vanos. Sólo resta observar. En silencio. No queda nada por decir.  «Lugares abandonados» ¿Qué es un lugar? ¿Acaso no hay una contradicción al unir esos dos términos («lugares» y «abandonados»). Si como dice el antropólogo Marc Augé, «un lugar es ante todo un lugar antropológico», lleno de discursos y recorridos, relaciones interhumanas e historias, ¿no es un sinsentido referirse a «lugares abandonados» si, como hemos dicho, en ellos ya no se dan relaciones humanas, ni discursos, y la historia se ha olvidado? Es paradójico, pero si seguimos esta lógica, los «lugares abandonados» se convierten en «lugares» sólo cuando dejan de estar «abandonados» y empiezan a ser recorridos por el hombre. Recién cuando un «lugar abandonado» se integra a la historia y adhiere a la memoria, es un «lugar» (en el sentido que la modernidad le dio al término). Cuando nada de eso ocurre, cuando la identidad desaparece, lo relacional se esfuma y la historia ya no queda integrada a un determinado espacio, el lugar adquiere un status posmoderno («ruinas posmodernas»). Este es el motivo por el cual casa, castillos, hospitales, hoteles, abandonados, poco conocidos, olvidados, nunca estudiados, devienen en «espacios del anonimato» y por ende, se convierten en «No-Lugares».  Recorrer un lugar abandonado conlleva siempre una reflexión sobre la muerte, la destrucción y la insipidez de las cosas. Como escribe Chateaubriand, no es posible dejar de pensar que «otros hombres tan fugitivos como yo vendrán a hacer las mismas reflexiones sobre las mismas ruinas».  Existe una tendencia a destruir objetos, que controlamos a través de ciertos «filtros culturales». Se nos enseña a cuidar las cosas pero, en el fondo, hay cierta sensación de placer cuando las destrozamos. Ya sea por una terapia de catarsis (no guiada por ningún terapeuta) o por un estallido de furia El abandono y el olvido

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descontrolada, romper—sin pena alguna— las cosas que nos rodean suele ser estimulante en mucha gente. ¿Quién no se ha detenido en la calle a observar cómo se demuele un edificio? Llaman la atención.  Muchos lugares abandonados, durante sus días de gloria, carecieron de una nutrida vida pública. Pocas personas pueden dar testimonios de cómo eran antes de sufrir el proceso de decadencia que los llevó a quedar vacíos. Tal es el caso algunas grandes mansiones y otras propiedades privadas. Otras, en cambio, fueron sitios que congregaron a miles de seres humanos; y, dentro de esta categoría, nos topamos con los parques de diversiones. Ya sea porque en nuestra niñez las experiencias suelen ser limitadas (o la capacidad de asombro todavía virgen), estos parques —como el famoso Italpark de Buenos Aires y Mar del Plata— perduran en la memoria arrastrando siempre una cuota de idealización y de nostalgia muy exagerada. En el recuerdo éstos lugares se vuelven más importantes de lo que en verdad fueron, por eso, al recorrerlos hoy en ruinas (o ver las pocas fotos que quedan) experimentamos una inevitable tristeza. El contraste es perturbador. Los rieles retorcidos y oxidados de la montaña rusa, asomándose por entre la maraña de pastos crecidos; o la imagen de un tren fantasma del que sólo queda en pie su fachada despintada, agrietada y sin ningún monstruo decorándola, nos trasladan a aquellos días en que recorríamos esos juegos de la mano de nuestros seres queridos. Es nostalgia en estado puro. Muchos de estos parques ya no están. Otros sobreviven en ruinas, tapiados, desiertos, repletos de basura y malas hierbas que han destrozado el cemento de sus senderos y descolorido sus principales atracciones. Es diversión transmutada en silencio.  Como en los cementerios, los sitios abandonados nos remiten siempre a un contexto de paz y tranquilidad. Recorrerlos en solitario resulta una experiencia casi iniciática, profunda, axial. Campos de paz y reflexión existencial, ya que ésta sólo es posible cuando el silencio convoca a la paz interior. El abandono y el olvido

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 Los lugares abandonados nos enseñan que detrás de todo el antiguo oropel, el esfuerzo, el ingenio y el buen gusto, no hay más que una cosa: el mismo cráneo humano de siempre. Una farsa osificada.  Los lugares abandonados anuncian algo: el no olvidar nuestros fracasos en el momento del éxito.  ¿Qué son los lugares abandonados sino fantasmas? Aparecen, permanecen un tiempo y desaparecen de nuevo.  Cuando pueblos como Epecuén o Miramar desaparecen, no sólo lo material se destruye. Con las casas, las calles, las cosas que se desvanecen a raíz del deterioro también se esfuman lo recuerdos, las vivencias que todos esos escenarios acogieron. Sin esos mojones la desmemoria se termina por imponer.  Detrás de todos los desastres naturales se esconden factores humanos. A la larga, los lugares abandonados son el producto de la inoperancia, inacción o desinterés de los hombres.  En España el número de pueblos abandonados es abrumadoramente alto. Un cálculo conservador indica unos 2700 en total, distribuidos de manera desigual en toda su geografía, pero concentrando el mayor número en la región de Huesca. Esta situación es el resultado de una competencia entre la ciudad y el campo, en la que la primera lleva todas las de ganar. El lento proceso de modernización español, iniciado de a poco en la década de 1970, es el responsable de ese flujo de migración interna que terminó secando de seres humanos a cientos y cientos de pequeños pueblos y villas peninsulares. El confort de la ciudad terminó por atraer a todos hacia ella, venciendo la tradicional resistencia al cambio de mentalidad pueblerina. No sólo la búsqueda de confort, también el mayor El abandono y el olvido

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número de posibilidades u oportunidades de progresar conllevó al abandono antes mencionado. En pocos años, y a cuenta gotas, los más jóvenes se fueron yendo: los nacimientos se estancaron y llegó un momento en que sólo los viejos quedaban. A la muerte de estos, las casas quedaron vacías y de apoco el más absoluto silencio se tragó a todas las viviendas vacías, que iniciaron así un proceso de deterioro ininterrumpido. La tradición y las ventajas comparativas que todos los pueblos enarbolan a la hora de autoconvencerse de lo maravilloso que es vivir en ellos, no fueron suficientes.  Durante la década de 1990, Argentina fue testigo de un proceso parecido al señalado más arriba, aunque las causas del abandono de los pueblos del interior fueron diferentes a las de España. Aquí, el responsable de todo tiene nombre y apellido: Carlos Menem, siniestro personaje de nuestra historia que, inaprensiblemente y guiado por un modelo neoliberal deshumanizante, destruyó el sistema ferroviario nacional, clausurando ramales que resultaban vitales para el mantenimiento de muchísimos pueblos y localidades del interior del país. Con la desaparición del tren sobrevino la desaparición de cientos de miles de personas que vivían en eso pueblos. Menem invirtió el proceso de civilización iniciado en la década de 1860 con la instalación de vías férreas y, contrariando el mandato de Juan B. Alberdi, despobló el país. Cientos de núcleos urbanos abandonados jalonan ese proceder en todas las provincias de la Argentina. «Menem lo hizo».  Maderas dilatándose y contrayéndose, graznidos de animales inidentificables (la mayor parte aves), el viento colándose por las ventanas y miles de lugares abiertos; ruido de cañerías oxidadas y en malas condiciones; el goteo de agua acumulada; el descascaramiento crujiente del yeso de paredes y techos, son parte de la sinfonía de sonidos que pueblan los lugares abandonados, en donde el silencio nunca es total. Sólo el sentido del oído, siempre propenso a la sugestión y malas interpretaciones, es el que convalida la existencia de movimientos en sitios aparentemente inmóviles. El abandono y el olvido

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 Para los ingenieros civiles (constructores de edificios y puentes) los lugares abandonados se convierten en laboratorios donde es posible estudiar de manera directa la «resistencia de los materiales». Allí cada elemento se pone a prueba, mostrando sus miserias y reducidas capacidades de sobrevivencia. No importa cuán duros fueron. El tiempo los termina deteriorando, ablandándolos, facilitando así la comprensión de los procesos que han llevado a la decadencia material de imperios y civilizaciones del pasado. Las cosas adquieren su propia historia y lo que muchos consideran ―eterno‖ se vuelve perecedero y susceptible a ―morir‖, como si fueran elementos orgánicos. Los lugares abandonados fueron/son como espejos en los que nosotros podemos reflejarnos.  Los lugares abandonados despiertan curiosidad. Nos atraen, ya lo dijimos antes. Generan dudas y, por supuesto, hipótesis que intentan resolver esas preguntas iniciales. La mayor parte de las veces serán cuestiones irresueltas, incomprobables; generadoras de mitos que terminarán idealizando el pasado hasta convertirlo en una ―edad dorada‖.  Los ―linyeras‖, ―crotos‖, ―pordioseros‖, o como gusta ahora llamarlos, ―personas en situación de calle‖, tienen muchos aspectos en común con los lugares abandonados: —producen miedo —generan rechazo —quedan asociados con ―lo mugriento‖ —encubren preguntas —se mantienen en los ―márgenes‖ de ―la vida normal‖ —se los asocia con cierto ideal anárquico y libertario —encarnan la contratara de lo que se considera ―lo civilizado‖ —generan nostalgia y dolor.

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 Escenarios vacíos, silenciosos, cubiertos de polvo, invadidos por insectos, roedores y aves (incluso por marginados sociales), los lugares abandonados son la representación clara y evidente de lo «no-cotidiano»; entre otras cosas porque parecen estar al margen del tiempo. Sólo el ojo experto observa en ellos el cambio. Y no es porque en ellos las cosas no cambien. Todo lo contrario. Hay tantas cosas que cambian al mismo tiempo que resulta difícil generar contrastes entre una época decadente y otra.  Los lugares abandonados condicionan nuestra idea de «lo eterno», negándola, anulándola de esta ecuación que es la vida.  Inmunda fragilidad, receptáculo de sollozos. Escenarios palpables de la derrota.  Los lugares abandonados nos enseñan que «no se abdica de un día para otro». Que el proceso es lento y las decadencias apenas percibidas. Sólo el tiempo las vuelve evidentes y recién entonces, al mirar hacia atrás, advertimos los síntomas que las anuncian. Pero cuando esto ocurra ya es tarde. Sólo nos queda soñar con lo que no fue o podría haber sido.  Señaló fatalidad».

Cioran:

«No

podemos

reaccionar

contra

la

 Los lugares abandonados denuncian a gritos el infinito precio de cada instante. Y eso nunca deja de ser tonificante, porque como dice E. M. Cioran: «rejuvenecemos por el contacto con la muerte».  Los lugares abandonados no disfrazan nada. Se muestran tal como son. Revelan el esqueleto raído que en el fondo todos somos. «Himnos destruidos».

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 Bajo el calor abrasador de La Pampa en verano, en medio de la más literal de las ―nadas‖, cubiertas de raquíticos árboles y yuyos crecidos y amarillos, se yerguen las ruinas (taperas) abandonadas de un puñado de escuelas de campo que, en su momento, cumplieron la sarmientina misión de educar al soberano. Olvidadas por casi todos, se resquebrajan por las altas temperaturas del desierto pampeano. Ya no se escuchan los gritos y risas de los antiguos alumnos. Todo es mutismo, silencio. Silencio y abejas. Muchas abejas construyendo sus panales en aljibes secos y agrietados. Los cardos recolonizaron los salones y los pájaros depositan su guano por todas partes. Los saqueadores también han hecho lo suyo. Ya no quedan puertas, ni marcos, ni nada. Los baños están desguasados. Son meros recuerdos amorfos de los sitios de salubridad que pretendieron ser.  Es raro recorrer estas escuelas abandonadas y muertas. Es extraño porque no hay nadie ya que las recuerde. Y sin recuerdos son puro ladrillos desconchados, desgastados, yermos.  Ni la exageradamente inflada honestidad del interior provinciano consiguió imponerse en las escuelas abandonadas del campo pampeano. Todos han sido saqueadas inescrupulosamente (en algunos casos hasta sus mismos cimientos). Es que la soledad a la que están condenadas se ve exacerbada por leguas y leguas de desierto. Son el paraíso mismo de la impunidad. Una Disneylandia del desguace y el saqueo.  Taperas. Con este nombre se identifican en Argentina a las construcciones, generalmente humildes, que han sido abandonadas en el medio del campo. Ranchos, cascos de estancias, puestos ganaderos o pulperías, se transforman en taperas cuando la soledad las conquista y empieza su lento proceso de deterioro. No hay forma de que sean desapercibidas. Con el tiempo se convierten en mojones de una El abandono y el olvido

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geografía desolada y puro horizonte. El ojo entrenado no puede dejar de verlas y aún así las ignora. Se convierten en una parte más del paisaje. Acaban naturalizándose. El campo las fagocita y con ellas desaparece también la memoria.  Conozco varias escuelas abandonadas en los campos argentinos y lo primero que me llamó la atención fue la sensación de absoluta soledad que generan. Es aquella una soledad que duele, que cala los huesos y deja a la mente en stand by. Petrificada, inerte; pero al mismo tiempo en un estado de ebullición tan maravilloso que resulta difícil traducir en palabras. Caminar por ellas es alimentar la imaginación. Recrean historias cotidianas que, tal vez, nunca sucedieron; a no ser aquellos actos elementales que se desarrollaban en ellas y para las cuales fueron levantadas, es decir, las de enseñar y aprender.  Cuarenta años de abandono bastaron para que la escuela de campo Nº 164 de Ingeniero Luiggi (provincia de La Pampa), construida en lo que se daba en llamar «Campo Claverie», desapareciera casi por completo. No queda nada de ella, a no ser la base del mástil en el que, a diario, enarbolaban la bandera nacional, unos pocos cimientos del áreas de los salones, un tanque de agua partido al medio (lleno de yuyos y basura) y los pilotes de antiguas columnas de concreto que, en sus días de gloria, demarcaban la sala de baile de la región. Una decena de hierros retorcidos, todavía revestidos con algo de cemento y ladrillos partidos, soportan los embates del aire frío y caliente de las desoladas pampas. Es difícil imaginar en ese lugar a la paisanada bailando, divirtiéndose. Arrulladas por el cansino canto de algún pájaro, están en silencio. Un silencio de muerte, casi audible; en donde lo natural ejerce su más absoluta hegemonía. Estando en ellas resulta imposible pensar que, algo más allá de las taperas, la vida sigue su curso, ignorándolas por completo.

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 Mástiles abandonados. Cenotafios mudos y anónimos de la simbología patria. Tumbas del nacionalismo exacerbado del hombre de campo. Claros ejemplos de que aún los símbolos de tela más adorados y respetados, no son más que eso: trapos viejos sin sentido en un universo que ha perdido todas las convenciones artificiales fabricadas por el hombre con la intensión de ser algo distinto, diferente, a los demás. Las bases escalonadas de cemento roto que sobreviven sitiados por malas-hierbas, ya no conservan ni el mástil de hierro del que colgaba «la bandera esplendorosa que Belgrano nos legó». En su lugar, un hoyo oscuro y sucio, que acumula algo de agua estancada, lleno de bichos muertos y telarañas, indica el sitio exacto en el que se adosaba el erecto y varonil mástil patrio. Pero de esa masculinidad (por momentos agresiva) que todos los símbolos nacionalistas poseen, ya no queda nada. Sólo un agujero. Un simple agujero que se ha tragado para siempre — en ese lugar— al imaginario «ser nacional», base de tantos delirios ideológicos y origen de miles de libros, ensayos, artículos y notas que pretendieron construir la artificiosa identidad de un pueblo (nación) que se volvió viejo, siendo aún muy joven.

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Capítulo 2 Villa Joyosa Fantasmas del Pasado

A la vera del camino, solitaria, destartalada y en ruinas, muy cerca del Parque Camet de Mar del Plata y a metros de la costa del Atlántico, se yerguen las estructuras residuales de una antigua mansión de estilo neocolonial conocida, durante los primeros años de la década de 1980, con el nombre de Villa Joyosa.

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Según consta en el registro marplatense del patrimonio histórico(*), la villa fue construida aproximadamente en 1916, estando el proyecto a cargo de los señores Roberto Soto Acebal, Fontana y Cremonte. No he podido recabar hasta la fecha más información sobre sus propietarios o sobre la temprana historia de la casona. Todo lo que a continuación expondré se basa en testimonios orales y datos obtenidos en los medios de comunicación de la época e Internet. Es por lo tanto ésta una primera aproximación —tímida e incompleta— de su historia.

(*) Véase en Web < www.patrimoniomdp.com.ar>

UNA BREVÍSIMA APROXIMACIÓN La historia de la Villa Joyosa está inmersa en el misterio; atravesada por el lujo primigenio, el dolor, las torturas y muchas páginas en blanco difíciles de completar. Sus muros, salones y patios interiores, así como su imponente torre, vieron pasar a miembros de la aristocracia de principios del siglo XX, conservadores que, seguramente, trataron de adaptarse al régimen radical presidido por Hipólito Yrigoyen, inaugurado el mismo año en que la villa abrió sus puertas. Con el tiempo, otros visitantes, otros propietarios, recorrieron sus estancias, esta vez con intensiones muy distintas, aunque con un desprecio a la democracia bastante parecido. En la década de 1970, la represión ejercida por los militares golpista convirtió a la villa en una centro de detención clandestino que llegó a tener una nefasta fama internacional — aunque breve— en la historia de la violación de los Derechos Humanos en Argentina. Algunos años después (a mediados de los ’80), como deseando tapar toda esa inmundicia, la Villa Joyosa se transformó en un ―boliche‖ bailable. La música El abandono y el olvido

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―disco‖ y algunas parejas enamoradizas colmaron sus ambientes; y no fueron muchos los que, desde Mar del Plata, encaminaron sus autos hacia el edificio. Y digo bien: ―no fueron muchos‖, porque la empresa no funcionó tal como se esperaba. El destino económico de la villa no prosperó y en poco tiempo cerró sus puertas. De poco valieron los exorcismos que los concesionarios del local contrataron para ―echar la mala onda‖ que decían se respiraba en el lugar. Y así, mal ubicada para un negocio bailable, en una zona con ventiscas marinas que, aún en verano, suelen ser heladas, la Villa Joyosa fue gradualmente abandonada. Todavía recuerdo cómo se degradaba de a poco. Constituía un mojón imposible de obviar en mis frecuentes viajes a Villa Gesell. No podía dejar de observarla cada vez que pasaba por el frente. Veía cómo los graffiti la iban colonizando, y sus paredes perdían el brillo que los empresarios de la noche le habían dado, por un lapso muy corto. Era como si las sombras de su triste historia la hubieran condenado a ser una ruina. Una inmoral tapera, apartada; alejada del destino de grandeza y opulencia que sus arquitectos habían imaginado para ella. Con el tiempo, la tradición oral marplatense pobló al edificio con relatos tenebrosos, sobrenaturales, y los siempre presentes fantasmas del imaginario empezaron a circular por sus deterioradas dependencias… hasta hoy. EL PATRIMONIO INTANGIBLE Cualquier acercamiento a una Historia de los Fantasmas, y particularmente a la de la moderna leyenda urbana marplatense, implica revelar —y relevar— historias paralelas de crímenes, muertes violentas, suicidios y pesares, reales o imaginarios. Son ellas las que enmarcan la creencia en un flujo de ―larga duración‖ determinado históricamente y exacerbado principalmente en épocas de crisis, cambios e incertidumbre. Como hemos dicho en otra oportunidad, es factible encontrar un nexo bastante sólido entre el aumento del sentimiento de individualismo y la difusión de las historias

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de fantasmas 1. El temor, alimentado por la incredulidad respecto del destino de la supervivencia post-mortem, como así también la negación de la disolución del ―yo‖, encuentran en los relatos de fantasmas una válvula de descompresión, de escape, a la inseguridad de la existencia individual después de la muerte. Por otro lado, la gradual pérdida de los lazos de solidaridad comunitaria y el incremento del sentimiento de soledad, amplificaron la creencia en fantasmas; seres aislados, errantes, solitarios, en un espacio imaginario informe, de sombras no definidas, bien propias en una sociedad cada vez más escéptica, insegura y falsamente solidaria. Ningún espacio real escapa a los seres de ultratumba. Tanto en sitios públicos como privados, el folclore y el rumor están poblados de espíritus errabundos que, como es la tradición, siempre anuncian algo: crímenes contra los derechos humanos (fantasmas de la Villa Joyosa y del Estadio Mundialista de Fútbol, inaugurado en 1978); éxitos y fracasos artísticos (fantasmas en el Teatro Auditórium); accidentes (fantasmas en rutas y cruces de caminos) o creencias animistas (fantasmas de bosques y playas alejadas de la costa). Como todas las ciudades del mundo, Mar del Plata no escapa a la fatalidad de tener sus propios espectros e historias populares de aparecidos; almas en pena que se mezclan con las decenas de miles de turistas que visitan la ciudad. Son ellas las que ocultan muchas miserias, en silencio, resguardándolas de los ojos ajenos y, como una mujer en decadencia que soslaya su decrepitud con maquillaje, sólo indirectamente revelan —en 1

Soto Roland, Fernando Jorge, Visitantes de la Noche. Aproximación a la creencia en fantasmas en el imaginario de la Cultura Occidental, Editorial Martín, Mar del Plata, Argentina, 1997. Véase en Internet www.la-lectura.com El abandono y el olvido

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cuentos, rumores e historias de fogón— los temores y el malestar de una sociedad transida por los problemas. Personajes omnipresentes en el folclore de todos los pueblos, los fantasmas son una parte indispensable del patrimonio intangible de las grandes urbes, pequeños asentamientos e incluso del campo. Centenares de miles de historias giran en torno de ellos y decenas de programas de televisión, revistas si o no ―especializadas‖ y artículos en Internet, los tienen como los principales protagonistas; sin hablar de la moderna leyenda urbana o de los libros de demonología que circulan desde hace siglos. Fogones de todo tipo los convocan noche tras noche y sus etéreas figuras tienen una presencia más firme y duradera que muchos personajes históricos de carne y hueso. Allí están aparentemente desde siempre; asustándonos, amenazando nuestros marcos de referencias, esperanzándonos respecto de una vida más allá de la muerte, denunciando nuestros temores ancestrales, grandezas y miserias; y recreando, de un modo por cierto duradero, la oscilante visión maniquea de la existencia, que enfrenta al cuerpo con el alma, lo bueno con lo malo, la inmanencia con la trascendencia o el castigo con el premio. Sus historias son variaciones sobre una serie acotada de temas y —tal como lo señalé en un libro anterior, Visitantes de la Noche— recrean el imaginario y los temores de una época de un modo interesante. Con los fantasmas y su historia podemos vislumbrar mucho más que la maestría de un buen relato de horror o la capacidad morbosa que todos tenemos para asustar y ser asustados. En el fondo de toda narración fantasmal hay siempre un legado moral que vibra en consonancia con la época en la que circula. En cierto modo, suelen ser fábulas modernas El abandono y el olvido

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que hablan de temas universales, arquetípicos (la muerte, el amor, la venganza, el miedo, la justicia, etc.); de ahí su larga permanencia a lo largo del devenir de nuestra especie. ESCENARIOS Es triste, y extraño al mismo tiempo, observar cómo la fugacidad de un presente incierto suele imponer su tiranía sobre el pasado de una ciudad, destruyéndolo de manera sistemática. En algún sentido, la ciudad de Mar del Plata es el mejor ejemplo que conozco de ello. En el tiempo de los veintidós años que viví allí fui testigo de la rapacidad insensible de las topadoras que demolían mansiones, hoteles, edificios públicos y paseos, ante el desinterés apático de la mayoría de sus habitantes. Como una de esas pizarras mágicas que los niños usan para dibujar y luego borrar, Mar del Plata ha sido un cuadro pintado y suprimido más de una vez; despojándosela así de gran parte de su pasado material, que tanto ayuda a reafirmar la identidad de una sociedad. Cada vez son menos los testigos arquitectónicos de épocas pretéritas que quedan en pie. Una absoluta falta de respeto e interés por el patrimonio histórico hizo que viejas casonas señoriales del período oligárquico (siglo XIX) hayan caído bajo la fuerza impiadosa de los martillos y picos, para convertirse en modernas playas de estacionamiento, bingos o locales de juegos electrónicos de corta vida. Otras construcciones vieron pasar el El abandono y el olvido

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tiempo sin cuidado alguno, decayendo progresivamente hasta alcanzar el status de verdaderas taperas urbanas, que exhibían las miserias de los años de ―vacas flacas‖ en sus paredes descascaradas y llenas de moho, techumbres podridas y altísimos yuyos cubriendo espacios que otrora fueran aristocráticos jardines de la burguesía local. Ni siquiera las fachadas fueron restauradas o cuidadas. Todo se demolió en pos de una idea decadente de progreso; justificada por el combate a los ejércitos de ratas que poblaban los edificios abandonados. Nadie hizo nada. Nadie pudo hacer nada. Comúnmente se dice que ―el pasado no tiene precio‖, pero también es cierto que hay que invertir en él para conservarlo. Porque en un país transido por la crisis económica durante décadas; que además soportó el vendaval anticultural del neoliberalismo menemista en los años noventa, no resulta extraño que los escasos fondos disponibles hayan sido derivados hacia otras cuestiones más urgentes o a los bolsillos de los descarados políticos de turno. Así, de manera gradual, la geografía emocional de la ciudad fue desapareciendo y los mojones materiales, en los que suele afirmarse el pasado se desvanecieron. Barrios, avenidas y plazas, incluso la mismísima zona costera, cambiaron de apariencia y cientos historias locales se perdieron con ellas. A tal punto es así que ―leyendas‖ como la del Torreón del Monje carecen de la fuerza que tienen en otros lugares construcciones semejantes; y a mi entender se debe a una razón simple: es una leyenda forzada, un injerto artificial inventado en un escritorio por el concesionario del edificio. Una historia concebida para dotar de falso romanticismo a un predio que nada tiene de medieval, como es de prever; y cuya tradición poco efectiva a nadie convence.

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En la moderna geografía urbana marplatense, desprovista ya de su pasado material más significativo, se advierte una extraña vocación por la demolición; un impulso de fiesta destructiva que niega la perspectiva histórica y reniega de un pasado muchas veces conceptualizado como oligárquico, ostentoso e injusto, poco democrático y elitista. El culto a un presente eterno, y al olvido, se pone de manifiesto con el derrumbe de cada casona; generándose así una tabula rasa, un vacío, en el que las historias pasadas no encuentran asidero concreto y los espectros de la leyenda urbana se convierten en apátridas, sin escenarios donde representar las dramáticas historias moralizantes que protagonizan. El paisaje marplatense en el hoy tiene que fabricar ante sí sus propios fantasmas. Depredado como fue, debe elaborar —y tratar de conservar, en la medida de lo posible— historias nuevas construidas colectivamente. Pero eso demanda tiempo, y las largas duraciones —tan propias en las historias de espectros— tienen que germinar en espacios ―sin prosapia‖ o construcciones modernas que carecen del aire victoriano que culturalmente hemos incorporado como propicio para que ese tipo de relatos pasen a ser parte del acervo intangible de un pueblo. ¿Dónde se esconden hoy los fantasmas de Mar del Plata? ¿Qué han tenido que hacer para mantenerse vivos frente a la devastación de sus espacios ―naturales‖? La Respuesta es simple: adaptarse. Ése es el secreto: la adaptación a escenarios nuevos que no exhiben ya telarañas, terrazas almenadas o chirriantes puertas El abandono y el olvido

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de roble, finamente talladas. Por el contrario, la nueva infraestructura urbana, con sus edificios de departamentos monocordes y anónimos, suelen ser depositarios de historias espeluznantes. También espacios públicos, como las canchas de fútbol, tan alejadas del estereotipo literario de sitios embrujados; playas; reparticiones gubernamentales e incluso teatros tradicionales de la ciudad guardan historias desconocidas por muchos y que circulan en voz baja, negándoles importancia. Sólo de tanto en tanto emergen. Fascinando. Generando un morboso entusiasmo por saber más, por conocer a sus protagonistas, por internarse en esos recovecos oscuros esperando toparse con una figura etérea que nos haga replantear nuestra actual visión de la realidad. LA VILLA DEL MIEDO Como en todas partes, las leyendas de fantasmas florecen con las situaciones traumáticas, y la costa sur de la Provincia de Buenos Aires no está exenta de ellas. A poco de dejar el casco urbano de Mar del Plata nos encontramos con la localidad de Camet, y allí, con el cuartel del Grupo de Artillería de defensa Aérea, GADA 601, que fuera la cabecera del Comando de Zona I, Primer Cuerpo de Ejército, durante la última dictadura militar, de 1976 a 1983. Desde allí, los ―grupos de tarea‖, conformados por torturadores uniformados, desplegaron su dominio de terror y represión por toda la zona; organizando numerosos centros clandestinos de detención.

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En su libro, Carlos Bozzi brinda una exhaustiva lista de ellos, consignando como tal al «Inmueble ubicado al ingreso del Parque Camet, utilizado por el Ejército, Mar del Plata: Villa Joyosa (…)».2 Y algo más adelante amplía: «Villa Joyosa cobró notoriedad pública a principios del año 1984, cuando el ex cabo de la Marina, Raúl David Villariño, comenzó a denunciar los asesinatos cometidos por esa fuerza. Entre varias notas publicadas en la revista La Semana, una fue dedicada a este sitio, donde el arrepentido dice haber visto con vida a la joven sueca Dagmar Ingrid Hagelin (…)».3 La historia de esta adolescente, desaparecida el 27 de enero de 1977 en el Palomar, provincia de Buenos Aires, secuestrada por un grupo de tareas al mando del ex capitán de la Marina, Alfredo Astiz (el Ángel de la Muerte), se convirtió en uno de los casos más conocidos del momento. La búsqueda, iniciada por el padre de la joven, generó la reacción del gobierno sueco (que casi llegó a romper relaciones diplomáticas con Argentina) y el pedido de aparición con vida tanto del presidente James Carter (EE.UU.) como del Papa Juan Pablo II. De nada sirvieron. Dagmar Hagelin nunca apareció, pero los testimonios de ex detenidos liberados brindaron algunas pistas sobre su paradero posterior al secuestro. En 1979 uno de ellos contó que, mientras estaba detenido en la ESMA (Escuela de Suboficiales Mecánica de la Armada), vio y habló con Dagmar en tres ocasiones. Dijo que la chica estaba consciente en una camilla de la enfermería del sótano. Posteriormente, tras el regreso de la democracia en diciembre de 1983, el padre de la muchacha insistió en sus investigaciones y, acompañado por periodistas de la revista La Semana, se entrevistó el jueves 12 de enero de 1984 con un confeso secuestrador de la ESMA, el ya mencionado Villariño, quien, desde Punta del Este (Uruguay), dijo que había visto a Dagmar en Mar del Plata, en lo que llamó un «centro de 2

Bozzi, Carlos, Luna Roja, Desaparecidos de las Playas Marplatenses, Ediciones Suárez, Mar del Plata, 2007, pág.33. 3 Ibídem, pág.34. El abandono y el olvido

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recuperación». Afirmó que la joven estaba en silla de ruedas y que él mismo la había ayudado en sus movimientos. Asimismo describió con precisión el sitio y sus alrededores (agregando posteriormente que aún, además de ser un centro de recuperación, el lugar había sido una cárcel clandestina y crematorio incluido).4 Con estos datos en su poder, el señor Dagmar viajó a Mar del Plata el 14 de enero y encontró exacto el sitio descripto por Villariño. Estaba frente al mar. Ya no funcionaba como centro de recuperación militar, sino que era una confitería llamada Villa Joyosa.5 Diez días más tarde (24/1/84) con todos estos elementos en su poder, el juez Chichizola dispuso el allanamiento a la casona de Camet. En el procedimiento se encontró, en la corteza de un árbol ubicado en los fondos de la propiedad, las iniciales «D.H» grabadas en un tronco. De inmediato se pensó que podían llegar a ser una señal desesperada de Dagmar Hagelin para demostrar su paso por ese lugar. Pero las pericias de la justicia no pudieron establecer definiciones concretas y todo quedó como el probable resultado de una casualidad. Pero lo que no es casual, sino una constante en todas partes, es la posterior relación que sitios con historias como las de Villa Joyosa guardan con leyendas urbanas de corte sobrenatural. 4 5

Véase en Web < htpp://www.desaparecidos.org/arg/víctimas/h/hagelin/Dagmar.html> Véase en Web < htpp://www.derechos.org/nizkor/arg/doc/hagelin.html> El abandono y el olvido

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SOMBRAS En 1997, por intermedio de una ex alumna, y mientras recababa información para un libro sobre la creencia en fantasmas, tuve la oportunidad de acceder al testimonio oral que le brindara el empresario que regenteaba Villa Joyosa durante sus días de una confitería bailable. Lamentablemente la cinta que contenía su relato en primera persona se extravió, razón por lo cual no fue apto transcribirlo textualmente. Así, de todos modos, recuerdo muy bien todos los conceptos que vertió oportunamente. Según consignó, la villa ya tenía «mala fama» mucho antes de que él la alquilara a muy bajo precio. Durante las reformas que encaró para adaptarla a sus nuevas necesidades, los operarios que allí trabajaron (que seguramente conocían de oídas el oscuro pasado del lugar) afirmaron sentir «mala onda» en algunas de las dependencias, así como observar extrañas manchas que aparecían repetidamente en determinadas paredes del edificio, una y otra vez. Por otro lado, tampoco faltaron los rumores sobre «extrañas voces» dentro de la piscina del complejo, «sonidos raros» y «sombras informes» deambulando por el complejo.6 6

Es interesante advertir que historias semejantes circulan en el Estadio Mundialista de Mar del Plata, construido por la dictadura en 1978; y del que siempre se dijo que guarda en sus cimientos los cuerpos de un número no determinado de desaparecidos. También en el Parque Acuático de la ciudad (Aquarium) se habla de fantasmas. Dicen que un hombre joven se «aparece» para luego desaparecer sin dejar rastros. Estos hechos /dichos han motivado (según circula oralmente) la renuncia de varios empleados de limpieza. Se especula que la aparición está relacionada a las actividades que se practicaban en el predio de Aquarium durante la dictadura de los ’70, y que fuera un lugar de detenciones ilegales, tortura y desaparición de personas. El abandono y el olvido

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A fin de exorcizar todos esos rumores y tener éxito en su emprendimiento empresarial, los inquilinos a cargo de la Villa llamaron a un curandero para que «limpiara» el sitio de «malas influencias». De nada sirvió. Villa Joyosa sobrevivió a duras penas unas pocas temporadas. Cerró sus puertas y cayó en un abandono sofocante hasta convertirse en la ruina que es hoy. LAS RUINAS

El 22 de agosto de 2011, casi al anochecer y envueltos en un lacerante frío invernal, mi hijo Rodrigo, Alberto Domínguez y yo, decidimos por primera vez en años realizar una exploración por los restos de Villa Joyosa. El perfil melancólico de las ruinas se recortaba sobre un cielo encapotado y gris, y los ojos huecos de sus ventanas parecían vernos con resquemor, atemorizados tal vez por los secretos que podríamos arrancarles y que, a la postre, no conseguimos. Una sensación de opresión nos ganó a todos, y entre tanto abandono y tanto olvido, el poder de los yuyos, de la humedad y la salinidad del mar cercano van devorándose la casona que, ya sin resistencia, se deja llevar hacia la desolación, devorada por el silencio sepulcral de cada tarde. Cual un cadáver insepulto, la Villa Joyosa no ha podido impedir las destructivas dentelladas del tiempo que, como una El abandono y el olvido

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hiena impiadosa y hambrienta, desmiembra de a poco su primigenia fisonomía. Pero son también los saqueadores los que contribuyen con su agonía. Acentuándola. Atormentando los contornos del edificio. Despojándolo de la madera utilizable, de las chapas, puertas, grifería, plomo y azulejos. Ya poco queda en su lugar original. La villa es un cuerpo descarnado y su alma, si es que alguna vez la tuvo, se perdió durante la dictadura militar entre los gritos y el dolor de los torturados allí. A solas, esperando la piqueta que en cualquier momento llegará, la casona neo-colonial espera terminar sus días en la mera memoria de algunos pocos. Sólo en ese recuerdo realizará su definitivo viaje hacia el olvido que, como la noche, todo lo borra. Después de ser una confitería bailable (sin demasiado éxito), la desolación cayó sobre la villa. Veranos e inviernos sucesivos hicieron mella en su estructura y las primaveras muy pocas veces pudieron volver a darle el esplendor que tuvo a principios del siglo XX, cuando emergió como mansión de la oligarquía local. Hoy la villa permanece herida por el frío, por el viento costero; roída por el óxido, la humedad, y convertida en refugio de pájaros, ratas y murciélagos. Sin excluir algún que otro indigente que, ignorante seguro de su pasado, convive sin saberlo con un capítulo tenebroso de nuestra historia. La muerte rondó por la villa y todavía sigue rondándola en el recuerdo traumatizado de algunos sobrevivientes; en las leyendas urbanas que nos siguen hablando de fantasmas que regresan del Más Allá como queriendo denunciar las inhumanidades que debieron sufrir en vida. Por todo esto, Villa Joyosa debería ser un sitio donde reeditar la memoria. Su torre de aspecto medieval es lo último que vemos al alejarnos con el auto. Se yergue hacia el cielo como un dedo helado y muerto. Un dedo intimidante, desesperanzado y solitario.

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Capítulo 3 Balneario “El Marquesado” Ruinas y Rumores

PRÓLOGO En marzo de 1979 visité con mis padres el por entonces famoso balneario ―El Marquesado Country Club, Terrazas sobre el Mar‖, levantado a un costado de la ruta interbalnearia, a 24 kilómetros de la ciudad de Mar del Plata y a menos de 5 kilómetros de Miramar. Por aquel entonces no imaginé que, más de tres décadas después, lo vería en las calamitosas condiciones en las que se encuentra hoy. Hace treinta y tres años nada anunciaba su decadencia. Por el contrario, el novedoso proyecto (publicitado profusamente en diarios, revistas y televisión) exudaba fervor y optimismo; y no faltaron las esperanzadas profecías que lo convertían en el núcleo germinal de un nuevo barrio-parque, exclusivo y cerrado, lejos del ―mundanal ruido‖ de los veranos marplatenses. A pesar del tiempo transcurrido, todavía tengo vivas en mi memoria sus tres grandes terrazas linderas al océano Atlántico, cubiertas con arena apisonada y sembradas de sombrillas y reposeras, todo conectado por dos gruesas escaleras laterales que descendían desde el reluciente edificio de la administración, en el que se congregaban los baños, los vestuarios, una confitería y la oficina principal, desde donde se regenteaba todo el complejo. No recuerdo haber visto mucha gente en el lugar. Era de tardecita y, seguramente, estaba fresco (Mar del Plata ya es fresco en el mes de marzo). Así todo, y analizando el emprendimiento con la distancia que me dan los años, todo el El abandono y el olvido

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balneario semejaba un verdadero panóptico, perfectamente diseñado para visualizar y controlar los movimientos que desplegaban los turistas dentro del lugar. En este sentido, la edificación, abierta a fuerza de dinamita sobre los acantilados, era consecuente con la ideología oficial que la dictadura militar imponía en todo el país, desde marzo de 1976. Pero por entonces, con mis recién cumplidos 14 años de edad, la última interpretación me resultaba ajena y El Marquesado se transformó en objeto de sorpresa, fascinándome por su diseño novedoso y ―moderno‖. Claro que hacia fines de los ´70 era mucho más fácil sorprenderse que hoy en día y ese balneario parecía representar la punta del ovillo de un sueño, un pesadilla en realidad, que hoy reconocemos impregnada de una ideología que no comparto, y que en el ’79 desconocía. PARTE 1

“Estas obras han sido realizadas con el esfuerzo y la bendición de obreros y empresarios argentinos. Constituyen una muestra de las posibilidades del país cuando se armonizan la imaginación, la audacia y la responsabilidad, con el fervor y la capacidad puesta al servicio de la comunidad. El abandono y el olvido

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Expresamos nuestro profundo agradecimiento a los medios de información, instituciones, profesionales, trabajadores y a los que nos alentaron a confiar en nosotros.” Plaqueta conmemorativa colocada en las instalaciones del balneario “El Marquesado” el día 27 de mayo de 1979.

“Nadie podrá imaginar las terribles dentelladas que el olvido le ha asestado a este triste cadáver insepulto.” Julio Llamazares La Lluvia Amarilla, 1988, pág. 12.

Hacia el sur de Mar del Plata, en los límites mismos del Partido de General Pueyrredón, colindante con el de General Alvarado, las ruinas del balneario ―El Marquesado‖ marchan lentas hacia el más absoluto de los abandonos. Tal vez en treinta años más ya no quede nada de ellas y sean las máquinas demoledoras o la persistente acción del océano los responsables últimos de su desaparición. Cuando eso ocurra, todo el complejo será otra muestra de la ―arquitectura ausente‖ de la costa bonaerense; y futuros bañistas pasarán por el lugar ignorando que en ese reducto costero se levantara una edificación que, emulando inconscientemente a la Edad Media, pretendió ser ―marca‖ fronteriza y reducto de ―señores‖ privilegiados, entre dos partidos de la provincia de Buenos Aires. Y no es del todo errada la metáfora.

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Como en los marquesados del medioevo, que defendían las últimas fronteras de un reino, este deteriorado balneario se construyó en una época en la que se pretendía salvaguardar un supuesto ―orden occidental y cristiano‖, cuyos celosos y mesiánicos protectores resultaron ser los uniformados ―cruzados‖ de los años ’70. Espacio fronterizo y, por ende, de tensión. Zona aislada. Alejada de casi todo. Reducto exclusivo, fuera de la vista de los ―otros‖ y escudado por enormes acantilados y murallas de ladrillos, que pretendían sostenerse para siempre. Se ha dicho que sólo existen las interpretaciones. Que los hechos, en sí mismo, no cuentan. Que son vacíos; y que todo es una lectura móvil, cambiante. Por eso, resulta difícil despegar a ―El Marquesado‖ de la dictadura argentina que sumió al país en su período más oscuro. Los años que aparecen grabados en dos placas de hierro, que aún permanecen en su sitio (aunque desgastadas por el salitre y el viento marino), así lo testimonian. Si bien sería un tanto exagerado incluir a ―El Marquesado‖ dentro de las obras faraónicas que los militares levantaron durante su gestión de facto (autopistas, estadios de fútbol, puentes, etc.), no es menos cierto que el balneario comparte con ellas cierta estética (o ―aire de familia‖) que habilita al imaginario colectivo a establecer ciertas conexiones no del todo comprobadas hasta la fecha. Su época de construcción, función estacional (sólo abría en los meses de verano) y el aislamiento del que disfrutaba, alimentaron historias un tanto truculentas que aún circulan. Toda obra debe, primero, ser contextuada en el tiempo. Él es el que le da sentido y significado. En este caso, ―El Marquesado‖ es el producto de un decreto firmado por el Poder Ejecutivo de la Provincia de Buenos Aires (de quien dependía todo el litoral atlántico)7; por el cual se daba autorización a la realización del proyecto, en cuya financiación colaboró una institución bancaria muy relacionada con el Proceso Militar: el

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Decreto 092675 del 29-VIII-1976. El abandono y el olvido

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Banco de Crédito Rural Argentino (uno de los tantos que surgieron como hongos durante el período de la ―plata dulce‖).8 Con la ―bendición‖ del gobernador militar, Ibérico Manuel Saint Jean, y aunando los esfuerzo de varios empresarios, las obras dieron inicio hacia fines de 1976 y se prolongaron a lo largo del año siguiente (incluso, probablemente durante el ’78). Lo cierto es que con fecha 27-V-1979 una placa oficial, adosaba a la pared de un hoy ruinoso bar, daba por inaugurado el predio, cuya vida útil sería por demás corta (puesto que hacia fines de la década de 1980, ―El Marquesado‖ había entrado en franca decadencia). Es extraño, pero no encontré ningún dato concreto sobre este emprendimiento costero por internet. Las informaciones son escuetas y se confunden con las del barrio del mismo nombre (Marquesado Country Club), que se levanta a varias cuadras, cruzando la ruta interbalnearia N°11 (barrio que nunca alcanzó el grado de desarrollo que se pretendía en un principio). De todos modos, sus años de construcción (19761978 circa) lo condenan. Como a tantas otras obras de la misma época. Las especulaciones mezclan la fantasía con la realidad, generando en torno del balneario una serie de comentarios y rumores cuyo sustrato tiene como elemento principal el macabro procedimiento de la desaparición de personas. Y esto ya no es simpático en absoluto. Pero no es algo raro que estas cosas ocurran. Los terribles sucesos de la dictadura, y las innumerables fosas comunes que se encontraron y excavaron a lo largo y ancho del país, suelen estigmatizar a los edificios de aquellos días de plomo y botas. Basta con recordar las historias que circulan en torno al Estadio Mundialista de Mar del Plata (construido para el Mundial de Fútbol de 1978), en las que, según se sindica, sus gruesos cimientos de concreto guardan un número indeterminado de cadáveres NN. Son sólo rumores que circulan de boca en boca, y que como tales nunca se han comprobado con investigaciones efectivas; pero que revelan la vigencia de una memoria colectiva aún traumatizada por la violencia política y estatal de entonces. 8

Véase al respecto: www.lafogata.org El abandono y el olvido

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Edificios ―marcados‖, ―estigmatizados‖, ―malditos‖, incluso ―embrujados‖, salpican la geografía de nuestro país y nos hablan de los temores y angustias de toda una época.9 Treinta años más tarde, las densas sombras del autoritarismo se siguen mezclando, esta vez en un balneario abandonado y en ruinas. Según refiriera el director de cine Pablo Reyero, autor del film titulado La cruz del Sur (2003): “En esa época, los milicos se mezclaron con policías, los chorros se hicieron informantes y se metieron en toda clase de negocios. Ese balneario, donde transcurre buena parte de la película, es una fosa común de desaparecidos nunca denunciada”.10 Y agregó: ―Los milicos lo hicieron entre el „76 y el „77. Es un agujero abierto a fuerza de dinamita en la zona más alta de acantilados, a cinco kilómetros de Chapadmalal. La gente del lugar dice que dinamitaron cuerpos con las rocas, y después sellaron con hormigón armado. Y eso se siente cuando estás ahí. De hecho nos costó muchísimo habitar y salir de ese lugar. La muerte se respira‖.11 Cuando ya la decadencia lo había alcanzado, entrados los años ’90 del siglo pasado, y el predio fuera alquilado esporádicamente para circunstanciales eventos, se comenta que sus terrazas, inútiles ya para albergar a turistas oreándose al sol, fueron usadas para hospedar a tiburones y rayas en periodo de adaptación, antes de ser enviados al acuario de Teimaken, en la localidad bonaerense de Pilar. Si esto es cierto, los últimos días útiles de ―El Marquesado‖ deben ubicarse hace casi 13 años, ya que el nombrado parque temático inauguró sus puertas en julio de 2001. Irónico final para un complejo edificado en tiempo de tiburones.

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Véase al respecto: Terrón de Bellomo, Herminia y Angulo Villán, Florencia (directoras), Fantasmas de Jujuy, Apóstrofe Ediciones, San Salvador de Jujuy, 2011. 10

Véase: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/no/12-1077-2004-02-20.html

11

Véase: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-1329-2004-0328.html

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PARTE 2

“Como la arena, el silencio sepultará las casas. caerán poco a poco, sin ningún orden cierto, sin ninguna esperanza, arrastrando en su caída a todas las demás. Unas irán hundiéndose despacio, muy despacio, bajo el peso del musgo y la soledad. Otras caerán de bruces en el suelo de repente, violenta y torpemente, como animales abatidos por las balas de un paciente e inexorable cazador. Pero todas, más tarde o más temprano, más tiempo o menos tiempo resistiendo inútilmente, acabarán un día devolviéndole El abandono y el olvido

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a la tierra lo que siempre fue suyo, lo que siempre ha esperado desde que el primer hombre (…) se lo arrebató.” Julio Llamazares La Lluvia Amarilla, pág. 141.

“El vandalismo tiene más poder que el envejecimiento.” Kevin Lynch Echar a Perder. Un Análisis del deterioro, pág.97

Ya no queda casi nada de playa frente a ―El Marquesado‖. El mar se la devoró hace tiempo. Tampoco hay muros de contención, ni terrazas con sombrillas y reposeras. El edificio principal, aquel que un día operaba como centro neurálgico de la administración, es una completa tapera; invadida por los graffiti, la mugre y la humedad todopoderosa que ha socavado cimientos, destruido cielorrasos, paredes y pisos. El abandono, la falta de mantenimiento y el vandalismo se cobraron una nueva víctima, que agoniza lentamente; exhibiendo apenas el otrora señorío que su nombre pretendió darle cuando fue inaugurada. Es ahora inexorable.

un

marquesado

en

decadencia.

Franca

e

Tal vez, inevitablemente, su destino final sea volver a convertirse en el acantilado que le dio origen; y así, sus

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redondeces se pierdan para siempre, carcomidas por persistente y paciente ir y venir del océano.

el

Proyecto fallido. Maldito. Impredecible. Cual cadáver tumbado sobre la sabana, a merced de los animales carroñeros, su estructura, violada, saqueada, destartalada mas de una y mil veces, se consume poco a poco bajo al desaprensiva mirada de los gobiernos de turno, que no hacen, ni han hecho nada, por detener su deterioro. Quizás no sea falta de interés, sino de cariño, lo que acelera su desmembramiento seguro. Y allí está, tirado a la vera de la ruta 11. Pudriéndose. Siendo atravesado por el óxido, el salitre y la acción de los hongos que, dueños ya de todo el complejo, señorean el sitio convertidos en el imaginario marqués que sigue custodiando su ―marca‖ fronteriza, sabiéndose inútil y vencido. Un marqués sin fuerza. Sin la arrogancia ni la violencia de sus años mozos. Aristócrata venido a menos. Sombra de una supuesta nobleza que no dejó herederos. Que agotó su dinastía. Marqués de pacotilla que hasta las cañerías de plomo de su comarca ha perdido.

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Es apreciable notar como sucede frente a cualquier lugar abandonado, recorrer despojos descascarados de este balneario es suprimir la validez de toda certeza. Es como ver muertos ciertos dogmas y las pasiones que éstos despertaron hace poco más de treinta años. Recorrer sus restos, silentes y casi olvidados, es aniquilar el fanatismo apoyado en la idea de Progreso, que ya era falsa cuando fue construido. Hoy, convertida en una humorada de aquellos sueños mesiánicos de lo ’70 que lo vieron nacer, ―El Marquesado‖ ya no tiene siquiera historia. Es indiferencia vuelta paisaje. Un paisaje no muy grato y, por supuesto, esporádico. Porque los paisajes también cambian. Se desvanecen y son suplantados por otros. El deseo adolescente de querer salvar al mundo choca violentamente con la realidad que estos despojos exhiben. La fatalidad parece ser lo único ineluctable. El vacío ha vencido. La decadencia se tragó a la voluntad de salvación y será el tiempo, ese caníbal insaciable, el que terminará devorándose lo que quede de ―El Marquesado‖. Y en ese proceso, también nos devorará a todos nosotros.

Estructura rota. Vacía. Meras paredes a merced de una memoria fragmentada, apenas reconstruida a partir de rumores y de chismes. Marqués anónimo. “Marca” inservible. Decepción hecha escombros. El abandono y el olvido

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Su corona carcomida, apenas identificable en lo alto de la torre del edificio, es todo un símbolo. Un catalizador de misterios que, observándola detenidamente por varios minutos, nos habla de nosotros mismos. Y de pronto, nos vemos presidiendo un marquesado fantasma que, como tales, aparece y desaparece a una velocidad mucho más rápida de lo que desearíamos.

Los títulos de nobleza están abolidos. También sus espacios de antaño. Hoy hay otros. Más lujosos. Más tecnificados y cómodos; pero que, a la postre, terminarán como éste: deshechos por la carrera infinita de las horas. El abandono y el olvido

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Capítulo 4 El Castillo de Egaña Historia y Ficción

BREVE RESEÑA HISTÓRICA Hacia 1825, en épocas de Bernardino Rivadavia y durante la llamada ―feliz experiencia porteña‖, el general Eustoquio Díaz Vélez, activo y comprometido protagonista del proceso revolucionario iniciado en mayo de 1810, adquirió en enfiteusis algo más de 17 leguas en la zona del Fuerte Independencia, hoy Tandil. Poco después, sumó 20 leguas más dando origen a una inmensa estancia de reconocida fama, a la que en honor a El abandono y el olvido

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su esposa (Carmen Guerrero y Obarrio), bautizó con el nombre de ―El Carmen‖. Treinta y un año más tarde, cuando el viejo general murió (1856), sus hijos, Carmen, Manuela y Eustoquio (h), hicieron efectiva la propiedad del latifundio y, tras la sucesión, el varón se quedó con la estancia, manteniendo su antigua denominación. Millonario próspero y renombrado miembro de elite porteña, Eustoquio Díaz Vélez (h) acrecentó la fortuna a lo largo de su vida, dejó un suntuoso palacio en el barrio de Barracas y, cuando finalmente falleció en 1910, la estancia ―El Carmen‖ se dividió entre sus dos únicos hijos varones: Carlos, que era ingeniero, y Eugenio, arquitecto de profesión. También sus cuatro nietas recibieron una fracción del campo Será el segundo de sus hijos (Eugenio) quien levantaría, sobre la porción de tierra heredada, el casco de la estancia San Francisco, muy cercano al pueblo/estación de Egaña, por donde pasaba el tren desde 1891. Así es como nace el famoso castillo que nos convoca. Eugenio proyectó el edificio siguiendo un estilo europeo muy ecléctico y trasladó desde Buenos Aires y Europa la mayor parte de los materiales de construcción. Los trabajadores fueron contratados en Capital Federal y enviados al sitio de la obra; que se prolongó desde 1918 hasta 1930. A lo largo de esos doce años, el castillo experimentó ampliaciones, mejoras y una decoración de excelencia. Debió ser una especie de hobby para su propietario, en donde poder experimentar y plasmar sus proyectos de arquitectura, mientras la familia lo ocupaba estacionalmente. Cuando Eugenio murió, el 20 de mayo de 1930, ―San Francisco‖ fue heredado por su hija mayor, María Eugenia, quien arrendó las tierras, administradas por la Casa Bullrich y Cia. Todo parece indicar que no fue una decisión acertada. Los actuales descendientes coinciden en afirmar que, desde entonces, se inició la lenta y persistente decadencia de la estancia y su fabuloso edificio. El abandono y el olvido

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En 1958, bajo la gobernación de Oscar Alende (UCRI), el proyecto de reforma agraria, tan resistido por los terratenientes y alentado desde los días del presidente Perón, finalmente tocó a las puertas de la estancia; y, con la intensión de implementar planes de colonización y afincar a pequeños propietarios rurales (mismo proyecto –fallido- de Rivadavia), la inmensa propiedad fue expropiada por la provincia, según ley 5.971, del 2 de diciembre de 1958 y ley 6.258 del 14 de marzo de 1960. De este modo, antiguos arrendatarios se convirtieron en propietarios de las tierras que antes alquilaban, apoyados por créditos del Banco de la Provincia de Buenos Aires.

El Ministerio de Asuntos Agrarios creó entonces la colonia Langueyú, dentro de la cual quedó gran parte de la estancia San Francisco y su reputado casco. Más tarde, la estancia se subdividió y adjudicó en lotes a los colonos. En tanto el mobiliario, equipos de trabajo y demás enseres del edificio fueron subastados (y no tanto saqueados, como dice una tradición que circula). Pero, ¿qué iba a hacer el gobierno provincial con semejante construcción, en medio del campo? Los hechos revelan que no El abandono y el olvido

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tomó una determinación rápida y el castillo empezó a sufrir el deterioro. Finalmente, en 1965, el gobernador Anselo Marini (UCRP) lo transfirió al Consejo General de la Minoridad (mediante decreto 5.178/65) con la intensión de convertirlo en un hogar/granja que, a la sazón, terminó convertido en un reformatorio, alojando a jóvenes con problemas de conducta. Hacia mediados de los ’70, y tras un asesinato que comprometió a uno de los internos, los menores fueron reubicados y el castillo quedó, una vez más, olvidado. Deshabitado. Abandonado, hasta el día de hoy.12 LOS NUEVOS CÁNONES DE LA DISTINCIÓN Cuando el castillo de la estancia San Francisco fue construido, el comportamiento de las elites en Argentina experimentaba una interesante transición que iba de las sencillez al ―empaquetamiento‖. Este cambio, gradual y profundo, no sólo se dio en el mundo de las relaciones sino también en la vestimenta, el modo de hablar, el lugar donde se vacacionaba y socializaba, el nivel de gasto y, naturalmente, en la arquitectura de sus residencias. Se estaban construyendo los nuevos cánones de la distinción; muchos de los cuales siguen vigentes o adquiridos recientemente por la leudante burguesía vernácula, nacida a la sombra del neoliberalismo-conservador de la década de 1990 y el menemato. La transición que se operó a fines del siglo XIX y principios del siglo XX, dejó en desuso muchas prácticas que habían 12

Según indica la presidenta de la Comisión Permanente de Homenaje al general don Eustoquio Díaz Vélez, señora Inés Álvarez de Toledo (a quien agradezco la información brindada): ―Hay una verdad a medias: según se consigna por Internet, el terreno del castillo se cedió a la Escuela agro-veterinaria “Eustoquio Díaz Vélez de la Fundación San Francisco, pero lo que ésta utiliza es su terreno adyacente, no haciéndose cargo del edificio‖.

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tomado forma a partir de 1810. las nuevas afortunadas minorías de la década 1880/1890 (elites para unos, oligarquías para otros) abandonaron los rasgos de austeridad que habían caracterizado a sus abuelos, más adeptos a las reuniones sencillas de ―corte familiar‖, informales y sin mucho boato. Por el contrario, los miembros finiseculares de las familias ―patricias‖ (como les gustaba llamarse), olvidaron las simplezas de la vida, que pasaron a ser incorporadas por las clases medias urbanas, en una especie de tardío mimetismo. El desacartonamiento y la ―naturalidad‖ de los gestos, que tanto llamaron la atención de los primeros visitantes y viajeros europeos a principios el siglo XIX, se esfumaron de las tertulias. Pasaron de moda y quedaron en recuerdo y patrimonio del periodo colonial y primeros años de la independencia. Las fortunas en aumento, la concentración de tierras y poder en un número limitado de familias, pero en franco crecimiento numérico con relación al pasado, es señalado por algunos especialistas como una de las causas del cambio. Cambio que puede resumirse en un concomitante aumento de la formalidad y un notorio retraso de la espontaneidad de antaño. La teatralidad se incorporó a la vida de las elites. Se naturalizó. Y hacia finales del siglo XIX, ya era impensable, por ejemplo, participar en una reunión sin haber recibido una ―tarjeta de presentación‖ para ser admitido o consumir mate o chocolate con tortas fritas. El consumo se volvió más ―elegante‖ y las tertulias europeizaron lo que empezó a ser denominado ―el buen gusto‖. También el autocontrol, la rigidez de las posturas y el ―estiramiento‖ terminaron imponiéndose, no solo en el ámbito de lo público, sino especialmente en la vida privada (machista, sexista y autoritariamente paternalista); alcanzando ribetes (hoy ridículos) cuando se salía a pasear y a exhibirse por los barrios aristocráticos e la ciudad. Rostros tensos, mandíbulas apretadas, gestos medidos y poco demostrativos ganaron espacio junto con una profunda diferenciación sexual y social, acompañada por mayores controles, en especial sobre las ―niñas bien‖. Todo esto El abandono y el olvido

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mezclado con un marcado crecimiento de la ostentación; que implicó, entre otras cosas, un cambio en la conceptualización del ocio y, como dijimos antes, del consumo. Lo que se advierte a fines del siglo XIX y primeras décadas del XX es una evidente y marcada sofisticación de las costumbres. No sólo el mate quedó atrás. También la comida criolla fue reemplazada por la gastronomía extra, en especial la francesa; que, a diferencia de lo que hoy ocurre en los ambientes llamados ―chetos‖, se caracterizó no sólo por la calidad sino también por la cantidad. Todavía no se había instalado la idea que distanciaba la elegancia de lo abundante. El banquete pantagruélico se convirtió en signo de pertenencia (en especial masculina) de la ―alta sociedad‖; frente a un país que, en gran parte, pasaba hambre o vivía en la miseria (como lo indican las huelgas y protestas populares que la elite no deseaba ver, ni atender)Por tanto, cuando el castillo de Egaña fue levantado, la principal preocupación ―aristocrática/patricia‖ era mostrarse. Como bien dijera el historiador Eric Hobsbawm, en el mundo de la alta burguesía occidental, ―el hábito hace al monje‖. Lo importante no era sólo ―ser‖, sino ―mostrar/aparentar‖ que se era. Y si de hábitos hablamos, el mundo de la moda también sufrió grandes modificaciones. Desde aproximadamente 1880, las elites dejaron de confeccionar sus propias ropas. Ahora el vestuario tenía que develar el consumo ostentoso e los ricos. Fue así como se impuso el jacquet, el smoking y el frac, entre los hombres; además de prendas femeninas traídas de Europa o confeccionadas por modistos famosos (que empezaban a instalar sus talleres en Argentina). Idéntica transformación experimentó la joyería, los muebles y los medios de transporte. Incluso la muerte pretendió ser burlada y dejó de ser la ―gran igualadora‖: las señoriales y costosísimas bóvedas del cementerio de la recoleta marcaron la diferencia, aún después de a muerte. Pero no hacía falta morirse par expresar donaire y alto posicionamiento social. Las residencias se convirtieron en el El abandono y el olvido

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mejor, más visible y grandilocuente ejemplo de consumo conspicuo. Y al castillo de Egaña hay que inscribirlo dentro de esta tendencia, como tantos otros palacios construidos durante y después de la celebración del centenario (1910) Basta con observar hoy sus ruinas para reconocer que, en esa zona aislada de la pampa bonaerense, se levantó un edificio que sintetiza gran parte de los aspectos que explicamos más arriba.

Como residencia de la elite, el castillo debía encarnar ese universo burgués del que tan orgullosos estaban sus acaudalados miembros. La espectacularidad de sus dimensiones y estilo ecléctico de su construcción es un signo más que evidente de ese afán por destacarse que tuvieron los representantes del “patriciado” vernáculo. Ya para la primera década del siglo XX, las viviendas bajas y horizontales, propias de la época colonial, habían dado paso a los palacios y petit hotels (éstos en la ciudad) cuya nota esencial y novedosa era la verticalidad (no sólo del edificio, sino del status que daba algo que empezaba a ser buscado y muy valorado: la privacidad). Y en castillo de la estancia San Francisco eso fue posible. La intimidad podía conseguirse dentro El abandono y el olvido

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de sus paredes; y con ella combatir la teatralidad de la exigente vida social. El hecho de que el edificio tuviera muchas habitaciones con funciones específicas y especializadas, permitía que el aislamiento del resto de las personas fuera una realidad concreta (y que, aunque muchos la vieran con malos ojos, especialmente para los niños y adolescentes, la buscaban). Por otro lado la verticalidad de lo privado se nota en la siguiente característica: mientras que los salones de reunión y recepción se ubicaban en la planta baja, los dormitorios y cuartos de estar, estaban en el piso superior inmediato. Se perfilaban así dos mundos diferentes y separados, sólo conectados por estrechas escaleras Aunque, a la hora de deslindar mundos, los pisos más altos también cumplían con ese cometido, ya que en ellos, usualmente de instalaba la servidumbre o personal doméstico (que por entonces aumentó su número y especialización; siendo los criollos y mulatos suplantados por empleados de origen europeo). Una verdadera torta social. Una estratigrafía bien marcada. Un Titanic encallado en plena pampa. Visitar y recorrer actualmente lo que queda del castillo de Egaña resulta una experiencia sobrecogedora. Es como ingresar en un retorcido laberinto de pasillos, cuartos de diferentes tamaños, baños y salones, todos destruidos, sucios y en franca decadencia. Dependencias que han perdido el destino que tuvieron o le dieron sus arquitectos. En muchos casos cuesta imaginar para qué servían. Se conectan y entrelazan conformando un todo abigarrado, complica, difícil de entender, ya que muchos son las puertas clausuradas y los vanos tapiados, cubiertos de graffiti. Cual un majestoso palacio de Cnosos criollo, sólo falta en él, el famoso minotauro del mito griego. Y no son pocas las estancias para imaginar que eso pueda ser posible. Con 77 habitaciones, 14 baños, 2 cocheras, galerías, patios, talleres, un mirador y varios balcones, el castillo de Egaña es el escenario ideal para el imaginario más descabellado (como veremos en la siguiente parte de este trabajo). Un enredado universo de El abandono y el olvido

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ambientes que señalan y prueban una de las características propias de la época de su construcción: la de la ―casa poblada‖. Muy poblada, ya que lo común era que, en palacios de ese tipo, convivieran no sólo el matrimonio con sus hijos, sino también otras generaciones de pariente (solteros o viudos) con la consabida servidumbre. No conozco a la fecha ninguna foto que muestre su interior en épocas de esplendor; pero con seguridad, el castillo arrastraba también otra costumbre bien arraigada, tanto de la burguesía argentina como de la europea: el horror vacui, el miedo al vacío, y su consiguiente atiborramiento de muebles, adornos, obras de arte y la recargada decoración de sus ambientes: si en algo se parecía a otros palacios del país era en su aspecto semejante a un museo. Muebles caros, importados y pesados, macizos, señoriales, que iban desde las grandes mesas inglesas hasta los pianos de incalculable valor; modulares, bibliotecas, cuadros, platos, porcelanas y platería, fuentes, mantillas y cortinados. Todo unido persiguiendo un único objetivo: resaltar a través de lo material el status familiar, su fortuna y posición social e intelectual. En el castillo de Egaña el tamaño sí importaba. Por aquel entonces (fines de la década de 1910 y años subsiguientes) las dimensiones de las viviendas de la elite aumentaron enormemente, en especial las residencias suburbanas y rurales que, en su mayoría, eran de ocupacional estacional, nunca permanente. El castillo es entonces un ejemplo elocuente de la estacionalidad del ocio aristocrático y de una nueva práctica: el veraneo en las estancias (otra de las tantas pautas que el status demandaba). Ir al campo, ―al palacio del Tata‖, se convirtió en una costumbre que encumbraba al depositario de ese privilegio. La vuelta al campo implicó, así, revalorizar lo rural; pero no desde una óptica criolla, autóctona o localista, sino a través de una mirada claramente europeizante, importada del otro lado del Atlántico, donde todos suponían estaba la civilización y el progreso.

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El mate fue suplantado por el five o‟clock tea, imponiéndose también la producción de ganado refinado, al amor por los caballos (pura sangre) y la vida ociosa y distendida del campo, tal como se practicaba en Inglaterra (de donde lo copiaban). Así, la búsqueda de un status calcado de Europa se injertó en la llanura pampeana, adoptando forma con ladrillos, tejas y columnas, de las mansiones y palacetes del interior del país. El castillo de Egaña fue un claro ejemplo de todo ello. FANTASMAS Cuando los rumores se solidifican y la leyenda desplaza a la ―historia que realmente ocurrió‖, nos topamos de lleno con el inestable terreno del mito urbano (o rural). Dentro de sus límites lo inverosímil y lo fantástico se vuelven posibles y la frontera que separa ―lo natural‖ de ―lo sobrenatural‖ se desdibuja, se mueve de un lado a otro, diluyendo las certezas, desgastando las leyes de la física que consideramos inmutables; retrotrayéndonos a un imaginario casi medieval que exacerba el sentimiento más enraizado y primitivo que hay en el ser humano: el miedo; puerta de entrada al universo onírico de los fantasmas y sus mansiones encantadas. El castillo de Egaña, cercano a la ciudad de Rauch (provincia de Buenos Aires), posee toda una serie de características que, a nuestro entender, lo convierten en el sitio ideal para que en él germinen las más afiebradas elucubraciones fantasmagóricas. Si bien a la fecha éstas no parecen haberse asentado todavía con fuerza, detectamos indicios que habilitan la sospecha de que existe al menos la voluntad y el deseo de que eso ocurra. Creemos que, a medida que el edificio salga del anonimato en el que se encuentra, la fantasmogénesis relacionada con él irá en aumento; y no será raro que termine captado por los modernos cultores de los misterios paranormales, tan de moda y pululantes en el universo de los canales de televisión. El abandono y el olvido

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Por eso, en este apartado del trabajo, vamos a identificar aquellos elementos que facilitan la difusión de relatos fantásticos, relacionados con mencionado castillo. ¿Qué tiene de extraordinario este antiguo casco de estancia? ¿Qué elementos de su arquitectura alimentan el imaginario popular, hasta convertirlo en un lugar en donde ocurren supuestos ―sucesos extraños‖? ¿Qué grado de responsabilidad tiene el ―homo internéticus‖ en este proceso creativo? ¿Qué sucesos de su ―historia real‖ son los que abonan todas y cada una de estas creencias? En primer lugar habría que hablar del escenario. Protegido por la inmensidad de la pampa, rodeado por leguas de terreno apisonado y llano, el castillo de Egaña (con su bosque circundante) semeja una isla de exuberante verdor en medio del desolado ―desierto‖ bonaerense. De lejos, el tupido monte que lo contiene en su seno, y que nos recuerda la figura de un gigantesco reptil aplastado contra el suelo, mantiene al edificio fuera del campo visual de los ocasionales viajeros. Verde, larga, irregular en su ―lomo‖, la conglomeración arbórea funciona a modo de valla protectora (en su origen, de la privacidad de sus propietarios). Pero hoy en día, lo que antaño fuera un parque prolijo y domesticado, un espacio para el solaz y el esparcimiento, se ha convertido en una mata irredenta, desaforada, salvaje, que avanza sobre la construcción, colonizando superficies antes controladas por el hombre. Las ramas, con sus millones de hojas, las malas El abandono y el olvido

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hierbas, los yuyos y plantas trepadoras empezaron a abrazar al castillo; y, en ese acto de inconsciente cariño, sus paredes se rajan, los techos se desmoronan y las rejas se oxidan con la humedad, dándole un apariencia lúgubre, siniestra, muy propicia para que la imaginación lo pueble de entidades tan extrañas como inmateriales.

El aislamiento y la distancia siempre operaron de la misma manera a lo largo de la historia. Los conquistadores españoles lo decían claramente en sus refranes, durante los días de expansión: ―cuanto más lejos, más raro‖. Idea que perduró en el tiempo y que supo ser muy bien explotada por la literatura de horror. Desde la novela gótica del siglo XVIII, hasta la ghost story del siglo XIX, los lugares aislados, lejanos y solitarios, se convirtieron en fuente de sospechas permanentes. El hecho de estar ocultos, o ser poco accesibles, contribuyó a que se los poblara con características extraordinarias; de las cuales pocos (o nadie) pueden dar cuenta de manera directa, a no ser a través de relatos de terceros, por lo general poco fiables. ―Esto le pasó a un amigo de mi primo‖ suele decirse para convertir la historia en algo verosímil (condimento necesario para que una

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fábula circule y se difunda, hasta pasar a ser parte del acerbo folclórico de un lugar). Más allá de lo expuesto en relación con el contexto geográfico en el que se levanta el edificio, lo que debemos tener en cuenta y no olvidar, es que, en este caso, lo que convoca nuestro interés es, nada más ni nada menos, que un ―castillo‖. Construcción poco común en medio del campo argentino y que nos retrotrae a las sesiones de cine y filmes de horror que veíamos cuando éramos chicos. Drácula, Frankenstein y demonios varios de Hollywood vivían y dirigían sus maquiavélicos planes desde instalaciones de ese tipo. El ―castillo‖, como alegoría, representa el misterio por antonomasia. El secreto, devenido en ladrillos y piedras. El más adecuado escenario para el temor, las intrigas, las conspiraciones y el crimen. El ―castillo‖, como elemento indispensable del imaginario gótico, y tema de tantísimos cuentos, encarna el romanticismo en su estado más puro; y el período más apreciado y admirado por ese movimiento cultural: la Edad media. Desde un punto de vista simbólico, estas imponentes construcciones pueden presentarse de maneras diferentes: como un ―castillo luminoso‖, símbolo de poder, riqueza y purificación (amén de seguridad y resguardo físico y moral); o como un ―castillo negro‖, mansión de monstruos y alquimistas, habitado por caballeros oscuros y fantasmas. En esta última acepción el castillo adquiere el significado de puerta, de pasaje, de acceso al otro mundo; especialmente cuando está abandonado. Situación en la que se encuentra hoy el castillo de Egaña. Pero si al deterioro físico y al abandono le añadimos el gran tamaño de la construcción y su origen añejo, el cuadro de situación se completa y terminamos parados frente a una potencial usina de rumores y leyendas que, como era de esperar, el majestuoso edificio de Rauch también posee. Hace poco más de un siglo, el escritor y filólogo español Daniel Granada publicó su libro Supersticiones del Río de la Plata (1896) y nos dejaba una análisis crítico, pormenorizado y El abandono y el olvido

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profundo de muchas de las leyendas más extendidas que, ya por entonces, circulaban tanto en Argentina como en Uruguay. En uno de los capítulos (el XXXI), Granada encara el estudio de las apariciones y de los lugares ―asombrados‖, como le gustaba llamarlos ( y eran denominados en estas latitudes hacia fines del siglo XIX). ―Un sitio asombrado es el teatro de todas las travesuras y a veces maldades que por medios extraños y espantables puede ejecutar el demonio. Las almas del otro mundo asombran también casas y otros lugares. Se espanta o asombra la gente con ruidos, voces y visiones con que los demonios o almas en pena se manifiestan; de ahí el nombre que recibe el lugar en que ocurren. Así como hay casas (que son muchas en el Río de la Plata) asombradas, hay también vados o pasos, lagunas, ruinas o taperas y hasta árboles asombrados‖.13 Por todo lo dicho, nadie se ―asombrará‖ si decimos que, en torno al castillo en ruinas de Egaña, circulan ya algunas historias (no muy desarrolladas, por cierto) que hacen referencia a ―misteriosas apariciones espectrales‖ en el lugar. Según dicen, en el viejo casco de la estancia San Francisco, suelen escucharse por las noches (tal vez también durante el día) ruidos extraños, pasos y lastimeros sollozos que espantan a los siempre anónimos testigos que arriesgan sus pasos por las ruinas. Naturalmente, esta ―actividad paranormal‖ (como les gusta llamarla a los ―especialistas‖) siempre afecta a personas difíciles de encontrar, testigos ausentes y nunca directos. Y aún cuando estos últimos aparecen, las pruebas que dan son tan endebles como las historias en las que esos fenómenos se apoyan. Porque hay que aclarar que, detrás de cada fantasma, existirían acontecimientos reales que sustentan y explican el porqué de tales eventos. Vayamos, entonces, a uno de ellos, muy extendido en las páginas de Internet que, como ya hemos dicho en otra oportunidad, se ha convertido en el nuevo fogón (ahora digital) en donde nacen los mitos y leyendas (tal vez con 13

Granada, Daniel, Reseña histórico-descriptiva de antiguas y modernas supersticiones en el Río de la Plata, Editorial Guillermo Kraft Ltda. Buenos Aires, 1896. El abandono y el olvido

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mucha menos crítica que cuando la gente los oía en directo y se veían la cara). ¿De quiénes son esos sollozos del más allá? ¿Qué alma en pena es la que arrastra sus pies en las derruidas dependencias del castillo de Egaña? ¿Por qué pena? ¿Qué acontecimiento traumático del pasado es el que provocó este drama, que parecería ser ya eterno? Si seguimos las habladurías publicadas en la red, el espectro que ronda en el laberíntico castillo parecería no ser otro que el de su antiguo propietario y constructor, el arquitecto Eugenio Díaz Vélez, hijo de don Eustoquio Díaz Vélez (h), quien fuera propietario de otro palacio en el barrio de Barracas y que (oh sorpresa) tiene también fama de estar embrujado. Según sostiene una de las apócrifas leyendas que circulan, un accidente fatal sería el responsable del encantamiento del castillo de Egaña. Cuentan que en el día de la inauguración, con la fiesta preparada y todas las mesas puestas para celebrar tamaño acontecimiento, los invitados empezaron a ponerse ansiosos por el retraso de dueño de casa. Don Eugenio parecía hab er olvidado apersonarse en el ―novel‖ castillo, pero su hija (heredara universal de todo el patrimonio de su padre) los calmó diciéndoles que estaba en camino desde Buenos Aires y que llegaría de un momento a otro. Pero eso nunca ocurrió. Pocas horas más tarde, y frente a las insistentes preguntas de parientes y amigos, la joven mujer fue informada de algo terrible: don Eugenio se había matado en la ruta en un accidente. El desconsuelo fue absoluto. La fiesta, como es obvio, se suspendió y la inauguración se convirtió en velorio. Los comensales abandonaron la estancia y la heredera hizo lo propio para no volver nunca más. A partir de ese día de 1930, el edificio permaneció cerrado durante tres décadas, sufriendo un razonable deterioro y el saqueo por parte de la gente de la zona. Claro que el dueño del campo (dicen que dicen) sigue regresando desde el más allá (algo tarde) a una fiesta que nunca terminó.

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El recuerdo de la tragedia impidió a la familia volver al palacio campestre y así, lentamente, la mansión quedó signada al olvido y, por supuesto, al alma en pena de su mentor y constructor. En principio esa sería la historia que explicaría la actividad fantasmal en el castillo. Pero hay un inconveniente: todo el relato es una mentira. Un producto de la imaginación colectiva. Como hemos explicado en la primer parte de este trabajo, nunca hubo fiesta de inauguración, ni mesas abandonadas con el servicio listo a ser consumido, menos aún invitados y, por sobre todas las cosas, tampoco existió el accidente en la ruta. Don Eugenio Díaz Vélez murió en Buenos Aires en su palacio de avenida Montes de Oca (Barracas). Nunca hubo viaje, ni choque, ni muerte violenta. Entonces, ¿de quién es el fantasma que todavía estaría rondando en la propiedad? Seguramente de la gente que lo creó. Pero los rumores no terminan con el falso accidente. Hay más.

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Según cuenta otra leyenda que circula por Internet, el castillo estaría ―maldito‖. Aparentemente, una ―venganza espectral‖ ha caído sobre el edificio y los responsables no son otros que los errantes espíritus de los indios pampa, muertos en el siglo XIX durante las campañas comandadas por el entonces gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez, en pos de más tierras para la incipiente ganadería; y que, tiempo más tarde, la familia Díaz Vélez adquiriría con la enfiteusis rivadaviana. La ―venganza india del más allá‖, un clásico en el imaginario americano, se convierte en una denuncia solapada, en una crítica no explícita, al accionar de los empresarios ganaderos, protagonistas de la postrera conquista de esta parte del continente (y fuente de incalculables fortunas). Como si todo esto fuera poco, hay una última historia que abona a todas las anteriores y actúa como catalizadora de renovados rumores locales. Todos los lugares encantados o embrujados tienen (o deben tener) en su acerbo algún hecho traumático, en lo posible un accidente (como ya hemos visto), un drama familiar y, si se quiere ser exigente, una asesinato. Para sorpresa de todos, el castillo de Egaña fue escenario, lamentablemente, de un hecho luctuoso que se llevó la vida de un hombre joven. He tenido contacto con familiares directos de la víctima que, a diferencia del imaginario accidente rutero de don Eugenio, confirmaron que el hecho ocurrió el 14 de mayo de 1974. Dado que no tengo autorización para revelar el nombre de la familia, me referiré a ella con el apellido ficticio de ―Burgos‖. Poco antes de mediados de la década de los ’70, cuando el castillo funcionaba como reformatorio de menores, el señor ―Enrique Burgos‖, que trabajaba para el ministerio de Asuntos Agrarios de la provincia, fue enviado a administrar una de las distintas colonias agrarias que habían sido creadas en los ´60 a instancias del por entonces gobernador Oscar ―Bisonte‖ Alende. La colonia se llamaba Langueyú y estaba comunicada al castillo por un camino de tierra. Todos los días, la señora de Burgos, El abandono y el olvido

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maestra de profesión, recorría el trayecto para dar clases en el instituto de menores; pero su marido también se daba tiempo para trabajar con los chicos internados en el lugar, dándoles tareas en el trabajo de campo e instruyéndolos. Relata la hija de Burgos (a la sazón una niña) que en el castillo había un muchacho ya mayor al que ―Enrique‖ tuvo que pedirle, en cierta ocasión, que se volviera a su casa, dado que por su edad ya no podía permanecer allí. Comenta que acompañó al chico hasta el tren, pero el muchacho no se marchó. Seguramente quedó rondando por la zona, masticando odio; y el 14 de mayo de 1974, mientras Burgos volvía a su casa desde el castillo, lo esperó a la vera del camino y lo mató de ocho tiros. Después se subió al auto en el que Burgos viajaba y se fue.14 Finalmente, un hecho de sangre (cercano al castillo) queda confirmado, alentando al imaginario por senderos que desconocemos a dónde nos van a llevar. UN RECORRIDO FINAL POR EL ABANDONO Opaco, irregular, un tortuoso laberíntico. Imponente en medio de la nada. Desnudo de vidrios, sólo vestido por aquellos graffitis. Solitario. El castillo de Egaña es únicamente una sombra, aún digna, de lo que supo ser. Mudo y silencioso, carente de humanos. Pajarera gigante de la decadencia. Lúgubre y muy misterioso. Atrapante. Seductor por donde se lo mire.

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Sus múltiples ventanas se abren en todas direcciones. Panóptico ciego desde el que ya nadie vigila ni mira nada. Acopiador de guano, de astillas, polvo y basura. Receptáculo de suciedad, óxido y manchas de humedad. Sólo con ver los mosaicos de los pisos, que cambian de diseños en cada una y una de las dependencias, conservan algo del color original. Rojo, negro, azul, amarillo. Observables sólo cuando las heces de aves y murciélagos son echas a un costado. En medio de ese eclecticismo decaído y en ruinas, las columnas jónicas que rodean el patio interno, conservan, a pesar de las irreverentes inscripciones que las ensucian, el señorío clásico que hemos aprendido a identificar como arte. De a ratos, el marco corroído de una ventana o puerta, cruje; denunciando el óxido de sus bisagras y el sin-cuidado de una mansión que se sabe muerta. Italianizante por momentos. Afrancesado, en otros. Normando, en algunos rincones y medieval en su mirador, el castillo de Egaña carece de una definición estilística clara. Lo único claro es su solemne señorío. Cuando se lo ve como está ahora, cuesta creer que tanta gente haya invertido dinero, esfuerzo, creatividad y tiempo en su construcción. Pero así es todo. En todos los órdenes de la vida. Universo cerrado del detalle. Hasta sus rincones menos importantes sobresalen por la calidad y belleza de su factura. El abandono y el olvido

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Una enigmática e irracional furia parece haberse desatado en lo que queda de baños y cocinas. Anónimas manos destructoras, libres de la mirada ajena, descargaron un frenético vendaval de golpes sin sentido, destruyendo lo que antaño fuera parte importante del castillo.

El impulso de muerte se sobreimprime y triunfa sobre el impulso de vida. Norma generalizada en todos los sitios abandonados. Y el castillo de los Díaz Vélez no es la excepción a la regla. Jirones endebles, meros tablones podridos. Sus persianas, que tan bien protegieron la intimidad burguesa de la mansión, hoy son sólo un recuerdo carcomido. Modulares vacíos, sin puertas, invadidos por la humedad y la mugre. Sin reservas de comida. Sin nada. Esqueletos secos en cocinas sin aromas ni recetas. Desde el patio trasero, el castillo yergue sus tres plantas exhibiéndose como su fuera una construcción traída de Europa Oriental. Me recuerda al castillo de Bram y a su famoso propietario, Vlad Tepes, príncipe de Valaquia. Cruel defensor de la cristiandad y conocido con el apodo de Drácula. Las ventanas de los altillos, siempre oscuras, remedan inmensas y rectangulares pupilas dilatadas, prolijamente enmarcadas por tejas oscuras que, paradójicamente, se

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conservan intactas, luminosas, como recién puestas. Especular, conjeturar respecto de lo que fue o pudo haber sido un lugar abandonado, es una operación que se vuelve casi ineludible. ¿Quién no ha imaginado con vida los lugares muertos? Pensarlos en sus horas de esplendor incita a la nostalgia y nos alerta sobre nuestra inevitable decadencia. Los lugares abandonados personifican, de un modo crudo y bello al mismo tiempo, el poder e imperio del polvo. Son escenarios de la recolonización de la naturaleza y el más firme presagio de la victoria final de la suciedad y la basura. El silencio es quien somete, como un tiránico rey, a los lugares abandonados, condenándolos al solo sonido de las aves intrusivas que los anidan y regentean. En los lugares abandonados rara vez los colores mantienen su brillo. Lo opaco señorea por doquier y una pátina de tristeza cubre absolutamente todo, dejando —en larga agonía— espacios otrora llenos de vida, de proyectos y esperanzas. Descoloridos, olvidados, sólo les resta esperar de forma completa su desaparición. Tragedias hechas en forma de ladrillos. Así se explicitan. Así se los recorre. Entre ellos nacen las dudas. Abundantes, omnipresentes. Imposibles descartarlas. Inevitables ante cada mirada.

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Escenarios yermos y atemorizantes. El vacío y la soledad meten miedo, ponen en efervescencia la imaginación, anunciando lo irremediable. Materializando el destino al que todos nos dirigimos. Tal vez sea ése el motivo por el cual tantas personas se niegan a visitarlos, renegando de ellos, esquivándolos; olvidando la belleza intrínseca que poseen. Los muchos lugares abandonados personifican la muerte. Espantan a los viejos, atraen a los jóvenes, quienes los exploran buscando en ellos el espíritu de aventura, tan ligado a los peligros de la ―Parca‖. El dominio de las grietas. El reino del papel que se tambalea y aún así resiste a las fuerzas del desgano, la desidia y el olvido. Un pacto fáustico que desde el vamos se sabe incumplido. Los lugares abandonados son un campo propicio y fértil de las metáforas y adjetivos. Aunque en apariencia detenidos en un limbo, los lugares abandonados nos engañan, porque el devenir, lento e inexorable, los fagocita y erosiona. Aún enmascarada, la muerte los acompaña.

Cada grieta es una historia ignota. Cada mancha de humedad una bofetada al “Progreso”, en algún momento asociado al edificio. Cada ambiente deteriorado una decadencia particular. El abandono y el olvido

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Se los recorre en silencio, como se recorre un cementerio; imaginando todo aquello que pudo haber sido y no fue. Lamentando lo inexorable. Preguntándonos ―por qué‖. Los lugares abandonados, como la basura, incomodan. Atentan contra el ―buen gusto‖, y la convivencia con ellos se vuelve problemática. Asociados con el mal olor, las ratas, la muerte, lo podrido, encarnan lo peor de nuestra cultura de consumo. Se transforman en el mejor ejemplo de lo inútil. Hay un placer inherente a los lugares abandonados que se explicita especialmente en los niños y adolescentes. La aventura de recorrerlos no tiene precio. Es adrenalina pura; la esencia misma de la incertidumbre y la sorpresa. El solo ingreso en una casa vacía y deteriorada simboliza la ruptura controlada de las normas y leyes vigentes. Entrar en ellas es apartarse de los controles que ejercen los adultos y el Estado, para jugar, apoderándose de cosas que no son suyas, alimentando el sentimiento de aventura y rebeldía. Menospreciados y temidos. Evitados por muchos, especialmente por los adultos, los lugares abandonados nos hablan de dos cosas que rechazamos y que en nuestro ilimitado imaginario apa-

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recen asociadas: la basura y la muerte. Quizás por eso los sitios que dejamos en manos del deterioro estén —como los cementerios— en las periferias de nuestras ciudades. Lejos de los vivos. La podredumbre se deja fuera. Lugares sombríos, marginales, incontrolados. Sometidos a las fuerzas de la naturaleza y desprovistos de cualquier control racional, los sitios abandonados abonan nuestro temor natural a la oscuridad y a lo sobrenatural. En ellos todo parece posible, especialmente de noche, cuando los sonidos y las sombras adquieren características más extrañas que durante las horas diurnas. No es de extrañar, entonces, que sean los escenarios más propicios para el miedo. De entre todas las partes que tienen las edificaciones, los jardines y parques son las primeras en sublevarse cuando el sitio queda abandonado. Enredaderas, yuyos y plantas desbocadas sin el control ejercido por el hombre, desoyen la domesticación a la que habían sido reducidas y lo copan todo. Presionan y resquebrajan el asfalto; retuercen hierros; escalan y desmoronan paredes. El mundo vegetal reclama el escenario. Lo reconquista sin pausa. Lo vuelve propio. Un jardín abandonado es la naturaleza en movimiento. Es autonomía. Es la anarquía hecha ramas. Tal vez por eso sean más impactantes que la selva misma. Mientras que ésta denota la fuerza bruta de la naturaleza, los jardines y parques abandonados son la esencia de la revancha. Del descontrol. La pérdida de la batalla. El abandono y el olvido

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―Era‖. Todo ―era‖. El verbo ―ser‖ en pasado. Así, con esa palabra conjugada en ese tiempo gramatical, es como se recorren los lugares abandonados. Esto ―era‖ aquello (un hotel, una casa, un galpón, una fábrica); pero que ya no es. Acá se comía, se vivía, se bailaba, se trabajaba, se lloraba y se hacía el amor. Pero ya nada de eso ocurre más. El lugar está vacío, roto, perlado por goteras, decorado de telarañas. La decadencia y el deterioro en tiempo presente. Recorrer un lugar abandonado conlleva siempre una reflexión sobre la muerte, la destrucción y la insipidez de las cosas. Como escribe Chateaubriand, no es posible dejar de pensar que «otros hombres tan fugitivos como yo vendrán a hacer las mismas reflexiones sobre las mismas ruinas». Los lugares abandonados despiertan curiosidad. Nos atraen, ya lo dijimos antes. Generan dudas y, por supuesto, hipótesis que intentan resolver esas preguntas iniciales. La mayor parte de las veces serán cuestiones irresueltas, incomprobables; generadoras de mitos que terminarán idealizando el pasado hasta convertirlo en una ―edad dorada‖. Inmunda fragilidad, receptáculo de sollozos. Escenarios palpables de la derrota. Los lugares abandonados denuncian a gritos el infinito precio de cada instante. Y eso nunca deja de ser tonificante, porque como dice E. M. Cioran: «rejuvenecemos por el contacto con la muerte».

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Capítulo 5 El Cementerio de la Chacarita Abandono, tumbas y fantasmas

INTRODUCCIÓN Cercado por Buenos Aires, el viejo Cementerio del Oeste, hoy conocido como Cementerio de La Chacarita, no tiene más opción que la de seguir ―creciendo hacia abajo‖. El mundo de los vivos le imposibilita expresar su persistente vocación expansiva, tan propia en todas las necrópolis del mundo. Por eso, de tanto en tanto, los viejos muertos deben dejarle lugar a los nuevos y emigrar a los osarios, en donde el más absoluto anonimato se transforma en la vía, segura e inevitable, que los conducen al olvido. Exhumar para inhumar de nuevo. Desterrar a los antiguos protagonistas para permitir que otros ocupen la escena. Limpiar el escenario. Renovarlo. Ayudar a que otros deudos expresen su dolor, al menos durante un tiempo. Y, una vez transcurrido éste, volver a repetir la operación. Como con los cultivos en el campo, hay que rotar a los habitantes del subsuelo. Quizás en eso resida la vida misma de El abandono y el olvido

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los cementerios; a menos que se tenga mucho dinero y se pueda pagar por mantener la memoria de un apellido entre las cuatro paredes de una bóveda de mármol o granito. Aún así, cuando se la recorre, la necrópolis también demuestra que las residencias más ―paquetas‖ e imponentes están a merced de las horas. Que, a la postre, terminarán por convertirse en ruinas; igual que el compungido sentir de los sobrevivientes, irremediablemente devenido en apenas una chispa. En la Chacarita, cientos de mausoleos familiares se agotan con lentitud. Desgastados. Saqueados. Sin placas de bronce que los identifique. Sin protección. Sin recuerdos. Sin nada. Pero aún de pie, por un rato más. Simulando ser los últimos bastiones, las últimas trincheras, contra la fatalidad. El dinero permite extender la hipocresía y engañarnos con la falsa esperanza de la eternidad. Pero no todos pueden darse ese lujo inútil; y un sector del cementerio es el más ―vivo‖ ejemplo de lo que decimos. Permítame el lector que lo lleve a recorrerlo. PARTE 1 Las 95 hectáreas que conforman el cementerio de la Chacarita luchan actualmente contra el sentimiento de anacronismo que pesa sobre ellas. La ―Edad de Oro‖ parece haber quedado en el pasado; especialmente a principios del siglo XX y en las décadas de 1940 y 1950, cuando eran miles las personas que lo visitaban, expresando un postura ante la muerte (y ante los muertos) muy diferente a la actual. Hoy en día, la muerte se ha convertido en algo pornográfico. Por lo tanto, se la oculta, enmascara y maquilla. Debe pasar inadvertida. Es un tema de ―mal gusto‖ y, como tal, se lo evita. En los últimos sesenta o setenta años (es difícil poner una fecha con exactitud por ser ésta una historia de larga duración), la muerte dejó de ser una cuestión comunitaria (un El abandono y el olvido

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ritual social en el que muchos participaban) para transformarse en otra más privada y excluyente, pautada por normas distintas que explicitan un ―ser ante la muerte‖ cuyos sentimientos más comunes son el rechazo, el miedo e, inclusive, el asco. El viejo culto a los antepasados hoy pasa por otro lado. Se liberó de toda la parafernalia lúgubre que poseía la ―muerte romántica‖ del siglo XIX; y la expresión por el deceso de los seres queridos perdió su dramatismo de antaño. El duelo ha retrocedido ostensiblemente, casi hasta desaparecer. Las compungidas muestras de dolor (llantos desgarradores especialmente) son vistos con malos ojos y desagradan al público (tal vez sea por eso que los periodistas suelen prestarles tanta atención cuando alguien rompe esta regla estatuida socialmente). Las plañideras ya no existen y el velorio no sólo se ha privatizado, sino también acortado en tiempo. Morir en la misma cama en la que se nació (por siglos una realidad cotidiana) es un hecho visto como patológico y desagradable. Lo mismo que el velar al muerto en la casa en la que vivió. Todo ha cambiado. También los cementerios que actualmente se habilitan son distintos. Semejan canchas de golf. Verdes. Anónimos a primera vista. En ellos hay que buscar con detenimiento las placas, minúsculas y poco artificiosas, que indican el lugar de reposo de un familiar o amigo. Son parques. Cementeriosparques. Minimalistas. Sin construcciones pomposas, ni estatuas. Sin fotos. En este sentido, la Chacarita es un escenario fuera de época; y como tal nos remite a otro ―sentir‖, a otra mentalidad. Tal vez ese sea el motivo por el cual sus calles y avenidas, pasajes y rotondas (una verdadera necrópolis o ciudad de los muertos), estén hoy prácticamente vacías; incluso en fechas que, como el Día de los Muertos, antes convocaban a un número impresionante de deudos. Todos coinciden en que este cementerio recibe cada vez menos visitantes. Que son pocas las flores que se venden en su entrada. Y que el abandono domina gran parte de su panorama.

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Según testimonios de personas que trabajan en el lugar, la mitad de las bóvedas familiares están en un estado calamitoso. Olvidadas. Nadie las cuida. Nadie reclama nada. Los pasillos, aún de día, son tierra de nadie y no faltan los ancianos y vigilantes que temen caminar por ellos. Dicen que se han vuelto inseguros. Que se cometen atracos. Incluso, que se practica la prostitución en ellos. El robo de las placas de bronce, de las puertas del mismo metal y enceres con que son enterrados los muertos, atraen a los más inescrupulosos y ―valientes‖ saqueadores. No son poco comunes las noticias que se publican en los diarios al respecto. Hasta las manos del general Juan D. Perón fueron sustraídas de este camposanto. Pero el saqueo de tumbas es otra cuestión. Constituyó una actividad muy común desde los días del antiguo Eg ipto; y lo sigue siendo en países como el Perú, donde el ―huaqueo‖ es una actividad casi profesionalizada. Claro que en este caso estamos refiriéndonos a enterramientos de varios siglos de antigüedad. Distinto es cuando la tumba de la abuela es profanada. Algo es evidente: aún con diagnóstico, ya no morimos como antes. Tampoco hacemos lo mismo con nuestros muertos. Ni la iconografía funeraria es la misma. Si nos remontamos a siglos anteriores advertiremos que la muerte tiene su propia historia. Que no se la ―vivió‖ de la misma manera y que, si bien es algo natural morir, no conceptualizamos ese hecho de la misma forma. Numerosos estudios históricos han demostrado que hasta mediados del siglo XVII el hombre occidental había domesticado al óbito y que éste no era visto como una ruptura trágica. El trance de dejar este mundo estaba naturalizado y pautado al punto de no engendrar la angustia y temor que hoy provoca. Pero a partir de una fecha cercana a 1650 la situación cambió. La muerte ajena (la del otro) empezó a importar más que la propia. El dolor por la perdida del ser amado se llenó de emotividad, dolor, gestos efusivos e intolerancia, especialmente si el que moría era un hijo. Este interesante proceso se dio en el mismo momento en que las expectativas de vida aumentaron como consecuencia de El abandono y el olvido

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los avances del conocimiento médico y surgía una nueva afectividad entre padres e hijos, dando origen al apego y a la confianza entre ellos (no detectable en otras épocas). Tuvieron que pasar casi dos siglos y medio para que la nostalgia, la melancolía y el recuerdo, encontraran en el romanticismo del siglo XIX el canal más efectivo para elevar hasta las nubes el nuevo culto familiar a los antepasados; que quedó plasmado, más que nunca, en las habituales visitas a los cementerios y las ya nombrada conmemoración multitudinaria del 1° de noviembre. En aquellos días los cementerios sí importaban. Incluso desde un punto de vista político, ya que en ellos quedaron retratados los mártires, los revolucionarios, héroes, educadores y patriotas que habían ayudado a construir las flamantes naciones que por entonces emergían. Eran símbolos. Una forma más de alimentar el sentimiento de pertenencia y el nuevo culto a la conmemoración. El cementerio de la Recoleta es, al respecto, un mejor ejemplo que el de la Chacarita (este último orientado a exaltar la fuerza del inmigrante exitoso, la memoria de los grandes ídolos populares, y no tanto la de las familias de la oligarquía patricia). El culto a los muertos sigue siendo una de las formas o expresiones del patriotismo, originado por el positivismo decimonónico y no por el cristianismo. Pero, ¿por qué se dio este proceso? Con relación a este tema hay dos interpretaciones que, por no considerarlas excluyentes, vamos a tomarlas en conjunto. A nuestro modesto entender, y siguiendo a los historiadores Philippe Ariés y Michel Vovelle, un nuevo sentimiento de familia (más cariñoso y por consiguiente menos tolerante con la muerte del otro) se conjugó con la progresiva descristianización operada desde el siglo XVII, derivando así en un culto de la muerte que buscó anclaje en temas no religiosos. Es decir, en la familia, la nación y el Estado. Toda la iconografía funeraria del siglo XIX y parte del XX es un clarísimo reflejo de lo que sostenemos. Como bien dijo la historiadora Andrea Jáuregui, ―la El abandono y el olvido

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imagen es un testimonio mudo, un inventario de la sociedad que la produjo (…) que permite reconstruir la conformación mental colectiva de una sociedad o una época‖. Pero algo empezó a cambiar hace poco más de sesenta años. La muerte se desnaturalizó y la verdad empezó a ser un problema. Como consecuencia de ello, y tal como señalamos más arriba, la actitud hacia la muerte cambió. Infantilizamos al moribundo. Le quitamos el derecho a vivir su propia muerte mintiéndole, ocultando la gravedad de una enfermedad. Tratándolo como si fuera un menor de edad, incapaz de hacerse cargo de su fatal destino. Pero eso no fue todo. Esta actitud se volvió más abarcativa, al punto de involucrar a toda la sociedad. Y así la agonía y la muerte se quitó del medio y los rituales que giraban en torno de ella se escamotearon y perdieron toda su carga de dramatismo. La familia se desligó del asunto y lo transfirió a los médicos. También dejó, gradualmente, de visitar los cementerios y la incineración (no sólo por cuestiones económicas) se volvió una práctica común y extendida. Hace poco menos de un siglo la muerte estaba presente en todos lados (cortejos, velatorios, llantos, visitas a tumbas, culto al recuerdo). Hoy es un tema tabú. De eso ya no habla, al menos en voz alta. Tal vez sea este el motivo por el cual caminar hoy por la Chacarita resulte ser una experiencia tan estremecedora como solitaria. PARTE 2 Gris oscuro. Gris claro. Gris apagado, manchado. Los tonos grises son predominantes en el cementerio de la Chacarita. Pero la gama cromática no se acaba en ese color. El negro y el blanco de los mármoles que decoran o conforman la estructura de muchas bóvedas y panteones, así como la de centenares de estatuas mortuorias y votivas, salpican la El abandono y el olvido

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necrópolis como si fueran las marcas dejadas por la viruela en un rostro gigantesco de 95 hectáreas. Al recorrer sus calles y avenidas reconocemos muestras de afecto y respeto para todos los gustos. El culto a la memoria y a la melancolía es, como en todos los cementerios del siglo XIX, heterogéneo y explícito. Hay bóvedas neoclásicas, barrocas, con motivos orientales, masónicos y algunas con tintes egipcios. También el art déco y el art nouveau hacen acto de presencia, convirtiendo a muchas de las arterias de la necrópolis en verdaderas galerías de arte. Las construcciones mortuorias son de todo tipo. Las hay grandes y pequeñas. Imponentes, señoriales o insignificantes. Abiertas a la vista del paseante o cerradas, como encapsuladas, casi selladas. Están las que exhiben portentosas estatuas y destacados bajorrelieves, figuras de bronce o de hierro. Sucias las unas. Limpias, las otras. Aunque todas expresando en centenares de miles de placas y epitafios que expresan el dolor de una pérdida, con mayor o menor vehemencia. Pero hay un sector del cementerio en el que esa realidad es muy diferente. Es un sector olvidado, aislado. Abandonado hace unos veinticinco años, y que en los planos aparece anodinamente nombrado como el ―anexo 22‖. Ingresando por el pórtico principal que da sobre la avenida Federico Lacroze y varias cuadras doblando hacia la derecha, con dirección al muro perimetral que se extiende a lo largo de la avenida El Cano, cualquier visitante ocasional de la Chacarita puede toparse (si no es expulsado por algún miembro del servicio de vigilancia) con una verdadera ―tierra de nadie‖ que

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nos recuerda los terrenos que separaban a las trincheras enemigas durante la Primer Guerra Mundial. Es un predio enorme cubierto de yuyos, arbustos y gramíneas con diminutos frutos blancos, que crecen desordenadamente, sin respetar siquiera los imperceptibles senderos que, antaño, recorrían una zona con tumbas en tierra. Todo allí está excavado. Centenares de montículos y pozos abiertos nos hablan de exhumaciones colectivas. De antiguos sepulcros removidos, que emulan hoy un paisaje casi lunar; repleto de cráteres sucios, invadidos por cascotes, pedregullo y malas hierbas. Es un sitio desolador. La contratara del recuerdo. El olvido convertido en abandono. Sólo un par de tumbas, prolijamente acondicionadas, sugieren la ocasional presencia de algún deudo. Tal vez la única muestra de resistencia familiar que queda en el lugar. Un ejemplo vano de rebelión. Un adormecido testimonio de lo perenne que resulta ser el consabido ―amor eterno‖. Un poco más allá del campo de tumbas vacías, recostada sobre el paredón que da a la avenida El Cano, se levanta una construcción majestuosa, gigantesca, de unos 200 metros de largo, por completo abandonada; pero, aún así, exhibiendo la hidalguía que sólo su estilo neoclásico puede darle. Es una imponente galería de nichos mortuorios que fuera construida aproximadamente hacia 1926 y que desde hace mas de un cuarto de siglo quedó al margen del resto del cementerio, acumulando basura y desidia.

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Sus dos pórticos, en cada uno sus extremos, y por los que se tiene acceso a las escaleras que conducen a las galerías subterráneas, resultan ser hermosísimos ejemplos de simulado arte clásico. Se accede a ellos a través de una escalinata de granito de ocho peldaños sobre los cuales dos altísimas columnas dóricas sostienen el arquitrabe y el friso, decorado con figuras geométricas y abstractas. El tímpano, enmarcado por dos cornisas inclinadas, carece e figuras, a no ser las que la imaginación pueda crea con las extendidas manchas negras de humedad que lo cubren. Por encima de aquel triángulo perfecto se levanta una estructura cuadrangular, de bordes rectos y salientes equidistantes, en las que reposan lo que parecen ser enormes braseros de hierro repujado, adornados con argollas y un exquisito bajo relieve de figuras lagrimales que unen sus extremos en la base misma del objeto. Uno no puede más que sentirse pequeño ante semejante monumentalidad. Tan pequeño como los tres nidos de horneros que cuelgan de una de sus cornisas, denunciando el largo tiempo que toda la estructura ha permanecido sin cuidado. La muerte, la Gran Soberana, se ha escapado de los nichos vacíos y conquistado todo el edificio. Un macabro deleite puede sentirse al observar ese universo de creatividad convertido en ruinas. Porque hay de admitir algo: aún en estado calamitoso, hay belleza en esa construcción. Pocos escenarios trasuntan más romanticismo que un cementerio abandonado. Los artistas europeos del siglo XIX conocieron muy bien el paño, y no tardaron en describirlos como los últimos soportes de la individualidad. Pero la galería de nichos del anexo 22 hace caso omiso del El abandono y el olvido

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individualismo. Todo en ella es anónimo. Ninguna de las celdas de ese enorme panal de cemento tiene nombre o apellido. Los féretros fueron removidos y las lajas que los sellaban quedaron desperdigadas en el suelo, hechas añicos, tapizando el largo pasillo con trozos irregulares de mármol partido. Sin lápidas, sin inscripciones, esos nichos remedan una biblioteca vacía, un archivo yermo sin catálogo. Aún dominada por la muerte, en apariencia ausente, el complejo exuda vida. Zarzas y enredaderas trepan por las escalinatas, invaden los nichos, amenazan subir por las columnas; en tanto que colonias de palomas anidan en cuanto recoveco encuentran, tapizando con sus excrementos el piso y todo lo que cae en él. La naturaleza recoloniza los espacios abandonados y recrea una situación sincrética en donde lo animado y lo inanimado se alternan con cada paso que se da. Pero el camino que conduce a las galerías subterráneas del complejo está salpicado de objetos tenebrosos, que dejan muy lejos cualquier idea que podamos tener sobre la vida. Aún de día, descender a esas catacumbas implica abandonar toda claridad y sumergirse en un ambiente pesado, húmedo, putrefacto. Casi el escenario de una novela gótica. Antes de bajar por la escalera en ―U‖ que lleva a las entrañas de la Chacarita, restos de antiguas tumbas exhumadas jalonan el camino: una pequeña lápida descontextualizada decora un peldaño en acto de cruel ironía, la tapa arrancada de un ataúd y hasta restos óseos, se convierten en El abandono y el olvido

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un anuncio macabro de lo que el visitante encontrará mucho más abajo. La galería bajo-nivel del anexo 22 mete miedo. Cuesta arrancar. Hay que habituarse a las sombras, primero; y, después, caminar con cuidado porque es muy factible tropezar con algún objeto salido de una pesadilla morbosa. Aún así, cuando ayudado por el flash de la maquina de fotos uno se integra al ―paisaje‖, el asombro no queda ausente. Es sobrecogedor observar ese largo pasillo mal iluminado por la claridad de los ventiluces que están a nivel del piso superior. Única fuente de luz natural, esos ventanucos rectangulares con sus muchas rejas oxidadas producen un cierto efecto lumínico contrastante de orgullo. Y el miedo inicial sigue presente hasta que la razón entiende que los fantasmas sólo existen en uno y que únicamente, en esa garganta negra de cemento y ladrillo, es posible encontrar destrucción y abandono. Los nichos parecen haber sido saqueados. Semejan las cajas de seguridad de un banco, violentadas por la ambición desesperada de ladrones inescrupulosos. Lápidas rotas, ataúdes en estado de descomposición, arrancados de los nichos, basura, excrementos de aves y de ratas, huesos humanos y mortajas, se mezclan con maderas, sogas y óxido, hongos, bacterias, insectos y ceniza.

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Todo allí abajo es un amasijo desordenado y en sombras. Escenario perfecto para un film de terror, y catapulta inevitable a borbotones de adrenalina.

Es una sensación extraña de finitud, de temporalidad, la que se experimenta en el lugar. PARTE 3 Aún siendo los elementos líquidos y gaseosos los más contaminantes, la cosas que se deterioran (casas, hospitales, hoteles, graneros, incluso galerías de nichos funerarios) quedan asociadas a enfermedades y pestes. Nos espantan, y el imaginario literario y popular, abstraído del conocimiento El abandono y el olvido

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racional, puebla esos sitios abandonados con fantasías morbosas; y en cada caso, es el contexto el que determina esas historias y retroalimenta los temores inconscientes de la gente, recrea el folclore local y nos quita el sueño con leyendas moralizantes de alto impacto. Lugares muy sombríos, marginales, incontrolados. Sometidos a las fuerzas de la naturaleza (como el anexo 22) y desprovistos de cualquier tipo de control, los espacios son abandonados abonan nuestro temor a la oscuridad y a lo sobrenatural. En ellos todo parece posible, especialmente de noche, cuando los sonidos y las sombras juegan y adquieren características ominosas. No es de extrañar que sean los escenarios más propicios para el miedo. Y de todos ellos, a lo ancho y largo del mundo, los cementerios son los preferidos. ―Esto hace «miles de años» que está abandonado. Hace rato‖, exageró un miembro del servicio privado de vigilancia del cementerio de la Chacarita cuando me vio deambular por la galería y, presuroso, se me acercó en bicicleta. 15 ―No está permitido caminar por acá. Es peligroso‖, alertó no bien estuvo a mi lado. ―Hay afanos y saqueos. Gente que se esconde y queda dentro del cementerio después de que éste cierra. Inclusive roban de día. Hace unos días a una viejita que traía flores. No es conveniente que ande por acá‖. Me interesaba conocer sus historias y, por lo tanto, ―le tiré de la lengua‖. Haciéndome el sorprendido, inquirí sobre lo qué pasaba por las noches. 15

Archivo de grabación del autor.

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―Afanan de todo‖, dijo. ―Y no se puede hacer gran cosa. Esto después de que cierra es tierra de nadie. Pero yo estoy en el turno mañana. De noche no me quedo ni loco…‖. Entonces me animé a preguntar fantasmas de la tradición oral.

por

los

consabidos

Contrariamente a lo que creí, el vigilante no se rió. ―Sí que hay fantasmas‖, respondió. ―Los muchachos cuentan que los ven caminando. Ven a alguien por delante de ellos y cuando con las linternas los alumbran, desaparecen… Además, te llaman por tu nombre. En este sector y en todos lados. En tierra mucho más. Por ejemplo, en el sector donde está la tumba de los padres del gobernador Scioli hay una garita y, ahí, te llaman por tu nombre. También ven pasar, entre las bóvedas, mantos negros, sombras. Y después está una viuda que la enterraron viva, y más tarde falleció acá adentro. Esa se pasea de blanco todas las noches. Aparece entre las dos y tres de la mañana. Una hora. Todas las noches se pasea. Todos los días la ven. Dicen que vos la ves y, de pronto, no la ves más y se te aparece al lado tuyo. Le han sacado fotos, pero salen todas borrosas. Sólo el dibujo (silueta) de la mujer. Pero adentro no se ve nada. Tiene los ojos brillantes como los gatos. Pero ya ni miedo le tienen. Algunos la invitan a tomar mate: ¡che, vení a tomarte unos mates! ¡Haceme compañía!, le dicen… Pero acá los peligrosos son los chorros, no los fantasmas. De noche afanan de todo, sobre todo bronce. A los vivos hay que tenerles miedo‖.16 Más allá de lo trillado que está el último comentario del vigilante (repetitivo y presente en cuanto cementerio recorrí), la referencia a fenómenos ―extraños‖ dentro de la Chacarita es un lugar común en muchas sobremesas e informes de relleno en los noticieros de televisión. Las inmensas hectáreas arboladas de la necrópolis catalizan la tradición oral que llega hasta nosotros denunciando temores, prejuicios y culpas colectivas, que nos permiten conocer más a los vivos que a los muertos.

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Testimonio grabado. Archivo del autor.

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Banderas visibles del antirracionalismo, los fantasmas —apareciendo y desapareciendo— revelan insatisfactorias concepciones del mundo, inseguridades y muchas esperanzas, no del todo creídas. FJSR Abril 2012

BIBLIOGRAFIA COMPLEMENTARIA  Ariés, Philippe, El Hombre ante la Muerte, Editorial Taurus, Madrid, 1983.  Ariés, Philippe, La Muerte en Occidente, Editorial Argos Vergara, Barcelona, 1982.  Godoy, Cristina y Hourcade, Eduardo, La Muerte en la Cultura. Ensayos Históricos, UNR Editora, Rosario, 1993.  Huizinga, J., El Otoño de la Edad Media, Editorial Revista de Occidente. Madrid, 1965.  López Mato, Omar, ―Entierros, velatorios y cementerios en la vieja Buenos Aires‖. En Todo es Historia, N° 424, Buenos Aires, s/a.  Soto Roland, Fernando J., Visitantes de la Noche, Editorial Martín, Mar del Plata, 1997.  Thomas, Louis Vincent, La Muerte. Una Lectura Cultural, editorial Paidos, España, 1992.  Vovelle, Michel, Ideologías y Mentalidades, Editorial Ariel, Barcelona, 1985.

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Capítulo 6 El Hotel Continental La Mansión de Invierno Empedrado, Provincia de Corrientes

“¿Y qué es, acaso la memoria sino una gran mentira?” Julio Llamazares, La Lluvia Amarilla, p. 43.

Desconocida. Aislada. Olvidada. Tragada por la vegetación. Decadente reflejo de una decadencia más antigua; centenaria, oligárquica. Ensueño de un país que muy pocos disfrutaron. De una Argentina europeizada que hablaba inglés y francés para diferenciarse del resto de Latinoamérica, con la que nunca se sintió identificada. Arquitectura extraña en un paisaje mesopotámico, correntino, ajeno históricamente al camandulero universo venido del otro lado del océano. Y, aún así, allí, en un pueblito El abandono y el olvido

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olvidado a la vera de lo que ellos llamaban ―Progreso‖, levantaron un hotel imponente, anacrónico, descontextualizado; que por muy poco tiempo pretendió congregar a ―crema‖ del país durante los meses de invierno. Fríos, húmedos, insalubres en el lejano Buenos Aires. Continental. Así bautizaron al hotel que haría las veces de foco, de ombligo, desde el que se iba a desarrollar un centro urbano, una ciudad de invierno que asegurara, en los meses más gélidos, un ambiente distendido, templado, lujoso, para todo aquel que pudiera pagarlo. Un hotel. Otro hotel. Parecería que en ellos existiera una especie de voluntad demiúrgica. Un deseo de creación. Un intento casi mítico de originar algo nuevo en un espacio caótico. Y lo consiguieron. Pero por poco tiempo. Sólo tres meses. Noventa días. Después, el hotel cerró y el proyecto de una ciudad satélite del mismo se esfumó. Pésimo mito. Es que los dioses creadores no eran dioses, sino hombres que se sentían dioses. Creyeron que lo podían todo. Que la fuerza de la voluntad y de sus caprichos, de la palabra, acompañada por la pujanza casi infinita de sus billeteras, era suficiente. Pero no bastó.

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No bastó porque no eran dioses y porque la prosapia, el apellido y las estancias que engalanaban sus nombres, eran insuficientes. Porque los dioses no existen. No existieron nunca. Porque se la creyeron, sin serlo. Aún así, armaron y desarmaron. Ejercieron la fuerza que les dio el dinero. Entonces, levantaron un edificio de ensueño. De cuatro pisos, dos subsuelos, salones, casino y habitaciones de lujo para más de 150 personas. Lo dotaron de calidad, de tecnología, de cristalería fina, maderas y mobiliario importado. Lo mejor de aquella época. Pero cuando vieron que el negocio ―no iba‖ cerraron todo. Empacaron todo. Casi todo. Y se fueron. Y ahí quedó la promesa de los dioses. Sola, abandonada. Cercada por la naturaleza, que no tardó en recolonizar lo que arquitectos y obreros le habían quitado. Volvieron a ganar las plantas, las enredaderas, el musgo. Y el sueño de los señores se agrietó. Las rajaduras crecieron. Las paredes y los techos se vinieron abajo. Entonces, varios años después de haber sido construido, el Hotel Continental fue demolido. No del todo. Parcialmente. Algo quedó en pie, como testimonio concreto de un sueño que dejó de ser sueño y se transformó en una pesadilla; en orgullo vencido. En vergüenza. En el pálido reflejo de la inmoralidad económica y financiera de unos pocos. En un montón de dinero tirado a la basura o a la naturaleza. En las ruinas, hoy solitarias e invadidas del viejo Hotel Continental, el tiempo se detuvo. La angustia de la decadencia El abandono y el olvido

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imaginada ya no existe, porque todo es ya decadencia; y un débil recuerdo lejano, sostenido por escasísimos ancianos, es lo único que puede darle a la Mansión de Invierno una etérea existencia en las cavidades cada vez más oscuras de la memoria. Las paredes residuales del hotel que, como un anacrónico templo maya, se asoman por entre las ramas de la insurrecta selva correntina, simulan los epitafios de recuerdos y sueños egoístas, inhumados en una floresta que hoy, sin proponérselo, le otorga un barniz de decadente romanticismo. Esa mansión hecha trizas encarna un tránsito sin retorno hacia el pasado. En sus irregulares, ásperos y erráticos senderos de yuyos y lianas no es posible el futuro. Sólo una memoria fantasmal, maleable, acaso ficticia y temblorosa, hace que la otrora muestra del ―Progreso‖ y el ―Orden‖ de aquella clase hegemónica sea hoy un débil reflejo, acosado por la selva y la humedad del río cercano. Tras casi 100 años, el Hotel Continental ya no vive en la memoria de nadie. Todos han muerto. Ni sobrevivientes quedan de aquel único invierno en el que la mansión empezó a pudrirse lenta e inexorablemente. Desde ese día el tiempo transcurrió cada vez con mayor lentitud y llegó una hora en la que, sin que nadie lo midiera, se detuvo sepultado por el bosque, que del devenir no entiende nada. Entonces sí se convirtió en un lugar abandonado. Cansado. Sin necesidades ni deseos. Escenario de siestas silenciosas, que nadie duerme, las ruinas del Hotel Continental invitan a pensar en lo fuimos. En El abandono y el olvido

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lo que seremos. Tal vez por eso muchos se aterran y prefieren no recorrerlo. Olvidarlo. Hacerlo al margen de la ilusión que es la vida, evitando el horror. Ese mismo horror del que tan bien nos habló Joseph Conrad. Entonces, lo evitamos. Apretamos los párpados para no verlo. Porque tomar conciencia del Continental y su Ciudad de Invierno implica explorar una época que nos la pintaron de dorado. Y era dorada, sí, pero para ellos. Para los que se creían dueños del país, sin serlo. El Continental, o lo que queda de él, es la helada aceptación de una derrota. Una batalla perdida; ganada por el moho y la humedad del Paraná cercano. Roído en silencio durante casi una centuria, sus despojos luchan contra las garras negras del musgo y las raíces, que trepan, aprisionan, desgarran, como si fueran boas gigantescas dispuestas a engullirse una presa enorme que, a la postre, terminará siendo digerida. Dicen que el hotel y sus anexos fueron escenarios de suicidios. De pésimos jugadores que el antiguo casino desplumó, perdiéndolo todo y arrastrándolos a la desesperación. A la muerte inducida por un tiro en la cabeza. Cuentan también que durante su construcción, antes de 1913, casi un centenar de obreros fallecieron trabajando en él. Sendos accidentes de los que nadie, seguramente, respondió. De esos muertos ya no quedan ni sus nombres. Y sus tumbas anónimas son hoy oscuras oquedades que no rememoran nada. Es como si nunca hubieran existido. Así todo, hay relatos que murmuran que regresan todas las noches a las ruinas, cuando ni los pájaros habitan sus El abandono y el olvido

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muros carcomidos. Son fantasmas inútiles que a nadie espantan. Ya es demasiado tarde para ello. Incluso para asustarse de las almas en pena que recorren las ruinas del Continental. Ni la sombra del miedo se proyecta ya en esa selva correntina. Ningún temor. Ningún humano.

Oropel falso. Cartón pintado. Sólo el olvido y la ausencia. FJSR Diciembre de 2011

Nota: Conozca más sobre la incompleta historia de este lugar leyendo los siguientes artículos de la Web: http://www.histarmar.com.ar/HYAMNEWS/HyamNews2004/HY6104MansionInvierno.htm http://es.wikipedia.org/wiki/Mansi%C3%B3n_de_Invierno_(Empedrado,_C orrientes) http://www.megalatinafm.com.ar/noticias/noticia.php?id=2081 http://www.arteencorrientes.com/tesoros_mansion.php http://marisa-corrientes.blogspot.com/2011/01/mansion-de-inviernoempedrado.html http://www.youtube.com/watch?v=grW1JM7nOqs

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Capítulo 7 El Hospital Santa María de Punilla

“Como arena, el silencio sepultará las casa. Como arena, las casas se desmoronan. Oigo ya sus lamentos. Solitarios. Sombríos. Ahogados por el viento y la vegetación.” Julio Llamazares, Pág. 141

INTRODUCCIÓN Siempre hay un dejo de nostalgia cuando se recorren lugares abandonados, impregnados de soledad, sombras y mutismo; en especial cuando esos sitios estuvieron antaño llenos de vida, personas y actividades cotidianas. El contraste entre ―lo que es‖ y ―lo que fue‖ impacta, y aquello que conceptualizamos bajo el nombre de ―historia‖ adquiere una dimensión muy particular, aprehensible, concreta. Mucho más tangible que cualquier documento y generadora de fantasías, la mayoría de ellas por demás improbables. Pero en El abandono y el olvido

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esos casos, no interesan. No importa que los ―hechos‖ hayan sucedido en realidad. La quimera ocupa la escena y cada rincón, cada ventana destruida, cada pasillo o galería silente y sucia, se transforman en el escenario de miles de vivencias particulares, ―pequeñas‖, en las que (con toda seguridad) se mezclan dolor, alegrías, decepciones y proyectos. La vida se recrea intelectualmente con cada paso que se da, y si bien es cierto que los detalles se nos escapan (tal vez para siempre) resulta difícil impedir que ―la imaginación histórica‖ complete los enormes vacíos que han dejado los documentos y la memoria. Estas sensaciones me invadieron cuando recorrí, en enero de 2012, el sector abandonado y casi en ruinas del antiguo Hospital Colonia Santa María de Punilla, en las inmediaciones del pueblo de Cosquín, provincia de Córdoba (Argentina). El siguiente es el relato de esa experiencia. FJSR Febrero de 2012

TUBERCULOSIS, PROGRESO Y LOCURA

“¿Por qué evocar ahora un tiempo que no existe, un tiempo que es arena sobre mi corazón?” Julio Llamazares, Pág. 139

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Hubo una época en que la gente moría con un diagnóstico que producía, entre los vivos, un terror inenarrable. Una psicosis colectiva que recorrió todo el mundo occidental y obligó, a las más preclaras mentes de la segunda mitad del siglo XIX, a buscar una solución, que tardó en llegar.17 Ejércitos de médicos se lanzaron en la lucha contra la tuberculosis. Pero carecían de los conocimientos y de las técnicas que hoy poseemos. Aún así, la autoridad y el poder de la medicina (que no dejaba de crecer en un mundo cada vez más secularizado y controlado por ―higienistas‖) impulso la realización de inversiones, muchas veces millonarias, en pos de la cura. Como resultado de todo ello, y bajo la creencia de que el clima, el sol y el aire puro, eran herramientas terapéuticas eficaces en el combate contra las disfunciones respiratorias, empezaron a levantarse inmensos complejos edilicios en ―regiones sanas‖ del mundo. En nuestro país tuvo su provisoria panacea en la mediterránea provincia de Córdoba; y fue allí en donde surgieron espacios preventivos para los más ricos (grandes hoteles, como el Edén Hotel de La Falda) y gigantescos hospitales para los desafortunados que ya habían sido presa de la ―tisis‖. La Estación Climatérica y Hospital Colonia Santa María de Punilla fue uno de los más emblemáticos de nuestro país y de toda América Latina. Aislado, colgado de las sierras, lejos de los centros urbanos y de las 17

En 1944 con la aparición de la estreptomicina y en 1952 con la isoniazida, que pusieron fin a la amenaza. El abandono y el olvido

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principales rutas de comunicación para evitar el tan temido contagio, el Santa María se construyó en el año1900 a instancias de una famoso tisiólogo argentino, el doctor Fermín Rodríguez, quien en febrero de 1899 recibiera del gobierno nacional un préstamo de $250.000 m/n para tal fin. De ese modo, y apoyado también por las consideraciones de otros prestigiosos colegas, el doctor Rodríguez emprendió por su cuenta y riesgo la ciclópea tarea de sanar a los tuberculosos en un espacio apropiado, seguro y aséptico, en medio de un valle cordobés con el nombre de Punilla. Así es como nació la Estación Climatérica que nos ocupa: como un desesperado intento por evitar la muerte, controlar a los enfermos e impedir que el flagelo se siguiera difundiendo. 18 El hospital se convirtió en la última trinchera contra la tuberculosis. Claro que la vida en las trincheras nunca fue agradable. A la angustia que origina la incertidumbre se le suman las bajas que a diario o semanalmente se producen alrededor, anunciando permanentemente que la muerte merodea cerca. Siempre

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La preocupación por la propagación de la tuberculosis, sostiene el escritor Norberto Huber (autor del único libro disponible sobre la historia del hospital), hizo que el gobierno de Córdoba solicitara, tan tempranamente como en 1831, un informe médico sobre su grado de contagiosidad. En él, el doctor Francisco Martínez Doblas, descartaba el factor hereditario (mito muy difundido por entonces) y afirmaba que era el contacto directo (incluso con ropa y/o utencillos) era el principal responsable del contagio. En años posteriores, otros galenos de renombre contribuyeron a solidificar la opinión de Martínez Doblas, como por ejemplo el doctor Oscar Goerin quien en 1882 asentó la convicción de que el ―aire de las sierras‖ y ―la cura de altitud‖ eran los mejores métodos para terminar con la tisis. Otros famosos higienistas que trabajaron en el mismo sentido fueron: el doctor Enrique Tornú (en 1887), el doctor J.M. Astigueta (en 1889) y el doctor Samuel Gache (en 1894). Véase: Huber, Norberto, El Santa María de Ayer… La estación Climatérica y el Hospital Colonia, Editorial Copiar, Córdoba, 2000. El abandono y el olvido

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cerca. Que es algo palpable, real y que, en sitios como esos, morir no les ocurre sólo a los otros. Hay algo tétrico en las fotos antiguas del Santa María. Algo que excede en mucho las sonrisas que se observan en algunos de los internos, o la seguridad, tal vez fingida, que exhiben los médicos y enfermeras. En lo personal, creo que todos los hospitales tienen algo de macabro, de lastimero, a pesar de que hoy en día la mayor parte de la humanidad que habita en occidente nace y muere en ellos. Las viejas fotografías, amén de ser documentos gráficos de primer orden, alimentan ese clima de ansiedad e impotencia que muchos debieron experimentar. No en vano el moderno cine de terror ha hecho de los hospitales escenarios ideales para el desarrollo de sus truculentas tramas de ficción. Ya tenemos, por ende, los ingredientes básicos para alimentar suspicacias y temores; necesarios ambos para el despliegue de leyendas urbanas, que el hospital de Punilla, por supuesto, también arrastra. La administración del Santa María, a lo largo de los años, pasó por sucesivas manos. Desde su fundación, el 24 de junio de 1900, y hasta el cumplimiento de su primera década, el doctor Fermín Rodríguez fue su propietario y principal administrador. Pero aquel gigante demandaba mucho dinero y generaba muy pocas ganancias. Por ese motivo, a partir de 1910 el gobierno nacional lo compró. Ya en manos del Estado, y dado que por entonces el 50% de la mortalidad general de la provincia se debía a la tuberculosis, el Santa María fue depositario de nuevas inversiones que se tradujeron en una ampliación del complejo,

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a partir de 1915.19 Desde ese momento, las denominaciones ―Estación Climatérica‖ y ―Colonia‖ desaparecieron y el nosocomio pasó a llamarse Sanatorio Nacional de Tuberculosos Santa María. La fuerza de la modernidad, que el Estado nacional pretendía exaltar, también recayó sobre el lugar. El empuje de la filosofía positivista y la idea de Progreso, tan propias de esos días, volvieron inevitable una mirada optimista sobre el sanatorio; y así su prestigio y difundida fama terminó invirtiendo el poder que la naturaleza ejercía sobre él. A partir de entonces, el hospital resultó ser el elemento dominante, domesticando a la naturaleza que lo había cobijado. Y así, el progreso nacional quedaba encarnado también en esa institución. Y lo hizo hasta 1981, año en el que pasó a manos del poder provincial. Pero por entonces la tuberculosis hacía casi cuarenta años que había sido vencida. De todos modos, el Santa María de Punilla continuó aislando a sus nuevos internos, alejándolos de la vista de los sanos; y es que desde 1968 el objetivo del complejo cambió hacia el control y ―cura‖ de la salud mental. Se transformó en un manicomio, en un centro de control psiquiátrico. Lo que es, en parte, hasta el día de hoy.20

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Durante la administración de Rodríguez, el hospital tenía una capacidad máxima de 100 internos. En 1915, las ampliaciones y anexos que se construyeron, permitieron alojar un total de 1500 personas, atendidas por unos 800 empleados en total. Por otro lado se añadieron al complejo nuevas construcciones: edificio de administración, farmacia, lavadero, carpintería, solarium, cocina, despensa, morgue, usina propia, sala de máquinas, laboratorio, cocheras, lechería, peluquería, correo y la casa de las Hermanas de la caridad. 20 Actualmente todo el complejo está dividido en distintos pabellones con funciones específicas muy variadas. Allí funcionan CEPROCOR (Centro de Excelencia de Productos y Procesos de Córdoba), una dependencia de Córdoba Turismo, otra de Córdoba Deportes y finalmente pabellones dedicados a alojar y tratar a personas con problemas psiquiátricos. El abandono y el olvido

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EL LADO OSCURO Cuando me detuve a los pies de la escalinata de acceso al inmenso pabellón abandonado del Hospital Santa María de Punilla supe de inmediato que aquel momento sería, simplemente, inolvidable. No me equivoqué. El edificio, de un ecléctico estilo arquitectónico con tintes nórdicos y centroeuropeos, era la más clara imagen de una sede de poder en decadencia. Un antiguo instrumento de cura y prevención, convertido en una jeringa vacía, inútil, inoperante. Abandono. Suciedad. Decrepitud y deterioro. Un hospital que se había vuelto inhospitalario se erguía ante mi admirada y emocionada mirada; conviviendo con otros pabellones aún en funcionamiento a muy pocos metros de él. Pero era ignorado. Era como si nadie se hiciera cargo de su mal estado. Lo limpio y lo sucio. La vida y la muerte convivían, la una junto a la otra, dentro de una ciudadela con más de 30 edificios en los que se combinaban los habitados y los deshabitados. Unos, útiles todavía; los otros, inservibles y sumidos por completo en el olvido. Todo aquello parecía ser un viejo y desahuciado set de filmación. Un escenario hoy yermo, pero que en el pasado había sido el lugar ideal para que se filmaran películas muy reconocidas por la taquilla y la crítica, como Boquitas Pintadas, estrenada en 1974 o, ya más cercana en el tiempo, el excelente y bizarro film de Ulises Rosell, Rodrigo Moreno y Andrés Tambormino, titulado El Descanso, del año 2002.

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Hoy ya nada nos indica que actores de la talla de Alfredo Alcón, Mecha Ortiz o Marta González, desplegaran sus dotes de histrionismo en el predio del ex-hospital. El silencio es lo que se impone en sus pabellones y anexos en ruinas. Tampoco esas paredes agrietadas y techos descascarados y abiertos, nos hablan de los centenares de enfermos que caminaron por sus pasillos o descansaron en las galerías, soñando con una cura próxima y sintiendo el rechazo del mundo exterior; ignorante, temeroso y ausente de esos dramas sanitarios. Pero si de ausencias hablamos, la historia reciente de nuestro país está, lamentablemente, llena de ellas. Durante la última dictadura militar (1976-1983) la retención ilegal, tortura y desaparición de personas fue algo que, maquiavélicamente, la sociedad naturalizó. Centros clandestinos de detención crecieron como hongos venenosos a lo largo y ancho de la Argentina y el Hospital Santa María no quedó exento de ser el escenario de esas atrocidades. 21 Numerosos vecinos y ex –empleados del nosocomio han referido ante la justicia sobre un edificio copado por militares y prácticas de apremios ilegales. Es irónico, y macabro al mismo tiempo, que una colonia ideada para combatir la muerte y el sufrimiento se haya convertido por un tiempo en el espacio predilecto para

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Igual suerte corrieron otros lugares de la provincia. El más famoso de todos, conocido por la extrema crueldad que se desplegó en él, estaba ubicado sobre la ruta 20 y era nombrado como La Perla. Otros, tal vez menos famosos fuera del ámbito regional, fueron el Cerro Pan de Azúcar (Cosquín), a muy pocos kilómetros del Santa María o la Casa de la Dirección Hidráulica del dique San Roque). El abandono y el olvido

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desplegar los actos más inhumanos, cobardes y sádicos que se hayan registrado en la historia argentina del siglo XX. 22 Estos hechos, como veremos más adelante, son con seguridad los que alimentaron (y alimentan en parte) el imaginario local, relacionado con la moderna leyenda urbana de Punilla y sus alrededores. EL UNIVERSO DE LA PODREDUMBRE Pocos vidrios sobreviven intactos, tanto dentro como afuera del edificio. No hay ventana o puerta, principal o de servicio, que los tenga sanos. Anónimos cascotazos los rompieron a lo largo de los años, como queriendo dejar una muestra de destructivo individualismo en un sitio olvidado. Igual que los centenares de graffiti que embadurnan las húmedas y descascaradas paredes de todo el recinto. Nombres propios, consignas políticas y futboleras, apodos y fechas, decoran como pinturas rupestres los muros del ex hospital. Tampoco faltan las inscripciones de neto corte sexual, muchas de ellas de elevado tono, simpáticas, aunque groseras. Pero no son los graffiti lo que le artístico.

dan interior cierto tinte

El tono ocre que predomina en la mayoría de las habitaciones o pasillos, en las escaleras y en el sótano, lo proveen sus paredes despintadas y, fundamentalmente, las invasivas manchas de humedad, los hongos y bacterias que colonizaron todo el ex nosocomio. Del mismo modo, el 22

Véase La Punilla de los desaparecidos en sitio Web: http://www.canal11lacumbre.com.ar/noticias.php?nid=1727 El abandono y el olvido

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empapelado arañado y roto de los muros le otorga al lugar el aspecto de una cadáver despellejado. Un sitio en donde los gatos afilan sus uñas. Los mosaicos del piso, en cuya conjunción cuatro de ellos forman un dibujo geométrico y abstracto, están desgastados por los miles de tacos y suelas que los transitaron a lo largo de más de siglo. La falta de mantenimiento de las últimas décadas ha hecho lo suyo, en especial las heces de las ratas, murciélagos y aves intrusivas que, sin certificado médico alguno, colonizan al viejo hospital. Turbio fondeadero donde van a recalar millones hojas, acumuladas por el viento y convirtiéndose en basura, terminaron por quitarle al Santa María el brillo que alguna vez tuvo. Ya no es un espacio para el orgullo nacional. Un universo de podredumbre transformó al viejo nosocomio en un espacio triste, sin destino y amarrado a un débil recuerdo. El irreparable deterioro que los agentes vandálicos externos le produjeron inescrupulosamente, sin respeto, a su historia y a su loable función inicial, materializa la muerte de una ilusión. Y son sus escaleras, por completo destruidas, el símbolo más cabal de que allí, en los pabellones abandonados del Santa María, el ascenso resulta ya algo imposible. Al mirar las fotos antiguas, que congelaron para siempre sus días de gloria, no puedo más que recordar esa letra de tango que nos dice que ―la El abandono y el olvido

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vida es sueño y nada más‖. Que veinte años (o un siglo) no son nada. El mármol, el granito, los ladrillos rojos, las puertas y los pasillos del hospital; las galerías y sus mosaicos, los balcones, altillos, canaletas desprendidas, el mobiliario residual, las rejillas, incluso las veletas que aún sobreviven en el techo, todo, absolutamente todo, está roto, destruido. Son el rumor apagado de otra época. De una era vencida por el hastío y la desidia. Por el frío, el calor extremo y el más desesperado olvido. Hay un tango, escrito por Francisco Canaro en 1935, cuya letra no puedo dejar de citar, ya que resume, mejor que nada (y en la voz del ―Polaco‖ Goyeneche) todo lo antedicho. Su título: ―Casas Viejas‖. ¿Quién vivió, quién vivió en estas casas de ayer? ¡Viejas casas que el tiempo bronceó! Patios viejos, color de humedad, con leyendas de noches de amor... Platinados de luna los vi y brillantes con oro de sol... Y hoy, sumisos, los veo esperar la sentencia que marca el avión... Y allá van, sin rencor, como va al matadero la res ¡sin que nadie le diga un adiós! Se van, se van... Las casas viejas queridas. demás están... Han terminado sus vidas. ¡Llegó el motor y su roncar ordena y hay que salir! El tiempo cruel con su buril carcome y hay que morir... Se van, se van... El abandono y el olvido

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¡Llevando a cuestas su cruz! ¡Como las sombras se alejan y esfuman ante la luz! El amor... El amor coronado de luz, esos patios también conoció Sus paredes guardaron la fe y el secreto sagrado de dos. Las caricias vivieron aquí... ¡Los suspiros cantaron pasión!... ¿Dónde fueron los besos de ayer? ¿Dónde están las palabras de amor? ¿Donde están ella y él? ¡Como todo, pasaron, igual que estas casas que no han de volver!...

EL HOSPITAL DE LAS PALOMAS DECAPITADAS Cientos de personas han recorrido subrepticiamente los pabellones abandonados del Santa María de Punilla, incluso de noche. Ciertamente, no es lo mismo hacerlo con la luz del sol (antes curativo) que iluminados por linternas en plena oscuridad. El status ontológico del edificio cambia cuando baja el sol, al tiempo que cambian también las percepciones que se tienen de él. Una cosa va junto con la otra. Imposible separarlas. Pero, ¿qué es lo que la gente busca en esas improvisadas ―expediciones‖ nocturnas? ¿Un shock de adrenalina? ¿Emociones fuertes? ¿Una prueba de valentía? ¿Miedo profundo? Con seguridad, un poco de cada cosa, y el hospital es generoso a la hora de brindarlas.

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Como todo lugar abandonado su aspecto es lúgubre. Ello exacerba la imaginación. La sugestión se hace notoria y presente y muchos empiezan a ver y sentir cosas que objetivamente no existen. La experiencia previa (asimilada a través de la literatura y los filmes de terror) generó un estereotipo ya clásico de ―sitios terroríficos‖ y los hospitales (de tuberculosos y pacientes psiquiátricos en particular) parecen llevarse todos los laureles. Invito al lector a recordar (o buscar por Internet) las numerosas películas de terror que están ambientas en instituciones de ese tipo. Además, en ―la vida real‖, son muy pocos los nosocomios con las especialidades nombradas- que no arrastren historias truculentas. Los dos motivos que llevaron al aislamiento de las personas durante décadas, la tisis y la locura, contribuyen al morbo general (tal como lo hizo la lepra durante el medioevo). El Santa María de Punilla concentra, pues, los ingredientes necesarios para que el imaginario se despliegue sin mucho control; difundiéndose, así, rumores sobre supuestos (y nunca probados) fenómenos paranormales (hoy tan en boga). Tal como dijimos, un lugar de muerte, enfermedades contagiosas y enajenación, es ideal para que se desarrollen historias de ese tipo, y son los hoteles y hospitales los que comparten ciertas condiciones necesarias para convertirse en usinas de leyendas, propias de la ―ghost story‖ literaria. Todos los viejos hospitales tienen algo de parecido a los castillos y fortalezas de épocas pretéritas; edificios que ocuparon un lugar preponderante en la novelística romántica del siglo XIX y que terminaron transformándose en los escenarios habituales de tramas en las que espectros y fantasmas de distinto tipo hacían acto de presencia. Con la emergencia del cine, en los primeros años del siglo XX, este

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estereotipo encontró una difusión aún mayor, prolongándose ésta hasta el día de hoy. Pero, ¿qué tienen en común estas edificaciones? En primer lugar, estamos hablando de construcciones inmensas, de miles de metros cuadrados cubiertos, aisladas e impregnadas de secretos y misterios, que el propio aislamiento se encarga de aumentar. Lejanas al resto, pero a la vista de todos, los castillos y los muchos hospitales antiguos se convierten en el blanco de todas las suspicacias locales. Dentro de ellos aún lo más inusual es posible. No en vano el doctor Víctor Frankenstein vivía y desarrollaba sus terribles experimentos en un castillo. La medicina y el horror ya aparecen unidos en la novela de Mary Shelley (1818). A partir de entonces, particularmente después de la Primera y Segunda Guerra Mundial (más de un siglo después de que se escribiera la novela), la imagen del científico loco, inmoral, capaz de cometer las atrocidades más horrendas, se instaló en le imaginario colectivo. La ciencia perdía así la confianza ciega que los racionalistas optimistas del XVIII le habían tenido y empezaba a mostrar su lado oscuro, inhumano, inmoral. Así, los hospitales de la novelística y el cine de terror, transmutaron en ―campos de concentración‖ en los que doctores desquiciados practicaban operaciones terribles, en especial con aquellos pacientes más débiles: los locos, los niños y las mujeres, conejillo de indias en horrendos experimentos. El abandono y el olvido

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También la antigüedad concede a estas construcciones cierto prestigio negativo. Los lugares viejos arrastran historias sospechosas (reales o inventadas) y si están abandonadas esas sospechas se ven respaldadas con la oscuridad, la suciedad y el deterioro, que por sí mismos son generadores de temores muy profundos, por aludir (directa o indirectamente) a la muerte. En ellas los vivos y los muertos conviven en un mismo espacio, a contramano de lo que ocurre hoy en día. Los cementerios y las morgues manifiestan la presencia cercana de La Parca sin eufemismos elegantes ni miramientos sociales. No es extraño, entonces, que el Santa María de Punilla con sus características edilicias y el actual estado de alguno de sus pabellones, se vea conectado a historias sobrenaturales, muy poco originales y por demás trilladas. ―La gente‖ habla de puertas y ventanas que se golpean, como si fueran pateadas o azotadas adrede, en días y noches sin viento. Sonidos de pisadas invisibles recorren las galerías del gigantesco hospital, al tiempo que escalofriantes silbidos, provenientes de oscuros rincones, intentan llamar la atención de los irresponsables intrusos. Tampoco faltan luces extrañas por las noches recorriendo los pasillos que, desde hace décadas, carecen de conexión eléctrica habilitada; o la aparición de un niño, como de tres o cuatro años, pelado y un rostro desencajado por tormentos, que espanta sin motivo conocido a los que arriesgan sus pasos por el lugar. El miedo a la locura también encuentra su canal de expresión a través de una historia que asegura que en el hospital se siguen practicando extrañas operaciones esotéricas El abandono y el olvido

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producto de mentes enajenadas: la decapitación de aves. Muchas personas han denunciado esa práctica, especialmente por Internet. Palomas, cotorras y pájaros de distinto tipo aparecerían desperdigados por los pabellones sin sus cabezas. De inmediato me viene a la memoria la imagen de Rendfield, ese personaje secundario de la novela de Bram Stoker, asesinando y comiendo insectos en el manicomio vecino a la mansión del conde Drácula; o la de Santos Godino (el petiso orejudo) liquidando pajaritos y pequeños gatos en el penal de Ushuaia. No hay duda: un loco matando animalitos mete mucho miedo. Esa es la imagen que los rumores de pájaros que con sus cabezas tronchadas pretenden difundir. Y por lo que se ve, con bastante éxito a pesar de los escépticos (entre los que me incluyo).

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Palabras Finales

Instrumento de ciencia, espacio de esperanza y de cura, símbolo de compromiso profesional y más tarde de orgullo nacional, el Hospital Santa María mantiene, con sus 112 años de existencia, una presencia insoslayable en el valle de Punilla. Elogiado, temido y olvidado, es hoy un lugar multifuncional, en parte destruido y en ruinas, que sigue como antaño atrayendo la atención, ya no de tuberculosos ansiosos por sanarse, sino de buscadores de emociones, empleados del gobierno provincial, enfermos psiquiátricos y turistas que, por completo ignorantes de su pasado, desconocen su larga, apasionante y rica historia.

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