INDIANA JONES y El misterio del ópalo verde

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2 Y EL

MISTERIO DEL OPALO VERDE —VERSIÓN ADAPTADA—

Y EL

MISTERIO DEL OPALO VERDE —VERSIÓN ADAPTADA A LOS EVENTOS Y CRONOLOGÍA DE INDIANA JONES Y EL REINO DE LA CALAVERA DE CRISTAL—

NOVELA POR


3 FERNANDO J. SOTO ROLAND Indiana Jones es una marca registrada de Paramount Pictures & LucasFilms Ltd.

Dedicada especialmente a mis padres: Enriqueta Roland y Jorge Soto, con el eterno y agradecido amor de niĂąo y adulto. Y a mis dos adorados hijos: Rodrigo y Florencia Soto Bouhier


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PARTE 1


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PRÓLOGO “Qui navigant mare, enarrant pericula ejus”. (Los que navegan podrán contar los peligros del mar). Proverbio Latino

“Es saludable consejo que antes que el buen cristiano entre en la mar haga su testamento (...)”. Fray Antonio de Guevara, Libro de los inventores del arte de marear y de los muchos trabajos que se pasan en las galeras (1539).


7 En alguna parte del Caribe. Octubre de 1551

El

“San Valente”, portentoso galeón de la

Carrera de Las Indias, rompía el oleaje seguro de sí mismo, inflando sus velas y sabiéndose el orgullo de la Armada Imperial de España. Con 600 toneladas de capacidad en sus bodegas y 91 tripulantes a bordo — según lo indicaban las reales ordenanzas de ese mismo año—, era la nao más grande y lujosa que navegaba en esos días por el mar Caribe. Construido en Galicia hacía tres años, el “San Valente” ya tenía en su haber tres largos y penosos viajes, de ida y vuelta, a la metrópoli; trayendo objetos de lujo y productos manufacturados, para ser consumidos por la emergente aristocracia hispanoamericana;

y

llevando

a

Europa

toneladas

inimaginables de plata y oro, objetos precolombinos de arte —en especial orfebrería—, funcionarios y reos, que tuvieran que rendir cuentas ante la Corona


8 o someterse a la justicia peninsular cuando sus pecados y actos lo requerían. Su perfil en alta mar era inconfundible. Los tres mástiles que ostentaba, con su vela redonda en el palo mayor y otra en el trinquete, le daban una porte majestuoso, estilizado por una triangular vela latina en el palo de mesena, por la proa. Compartía con los demás galeones del siglo XVI dos puentes, con tres pisos en la parte posterior, donde se instalaba el camarote del capitán y de otros pasajeros de importancia. De igual modo, su arsenal, conformado por doce cañones de largo alcance, era lo suficientemente respetable como para no ser acosado por barcos enemigos cuando navegaba en convoy, acompañado por treinta o cuarenta naos de su mismo tipo. Álvaro Hidalgo Rosalini del Pozo era su abnegado capitán. Hombre de cuarenta años, ducho en su oficio, leal a su rey y copropietario de la nave. Sobre él recaían todas las responsabilidades de


9 abordo; especialmente el derrotero y dirección general del mando, pero no intervenía en la navegación práctica de su nao, que quedaba por completo en manos de Carlos Ortiz, el piloto. Ortiz había estudiado el oficio en la Cátedra de Arte de la Navegación y Cosmografía de Sevilla y a pesar de su experiencia en muchos viajes, en esa oportunidad no podía pegar un ojo. Estaba nervioso y en desacuerdo con las ordenes dadas por Rosalini de zarpar solos y acoplarse después al resto de la flota; que saliera con dirección al puerto de la Habana, dos días antes. El contramaestre, el escribano, los marineros y pasajeros, al tanto de la situación, compartían la intranquilidad general. El miedo de sentirse aislados en un océano plagado de peligros no era una sensación satisfactoria a sólo medio día de cortar amarras. El problema de timón, que los retuviera en puerto cuarenta y ocho horas más de lo debido, había alterado los planes preestablecidos; pero Rosalini no


10 podía esperar otros seis meses para cumplir con las ordenes del Consejo de Indias; que establecía, siempre, hacerse a la mar como parte de una flota. —Correréis muchos riesgos, mi capitán —había argumentado Ortiz, controlando sus ganas de gritarle enfurecido en la cara.—Puede que los hugonotes estén al acecho... Pero Rosalini del Pozo hizo oídos sordos a la advertencia

y

sobornando

a

los

inspectores

portuarios, ordenó zarpar aún corriendo el riesgo de toparse con barcos protestantes franceses en el camino1. —Si vos pagáis los costos, con gusto levantaré mis reales por medio año más en estas tierras—había replicado el mandamás.—Pero dudo que con tus ingresos puedas hacer eso, mi gentil caballero.

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Hugonotes: piratas protestantes de origen francés, famosos por su fanatismo religioso que, unido a la natural violencia de ser ladrones en el mar, asolaron a las Flotas del Oro de España durante gran parte del siglo XVI.


11 Ortiz odiaba el sarcasmo de Rosalini. Aún así, tuvo que tragarse sus opiniones y su orgullo; tomar el timón y enfilar el “San Valente”, a toda vela, con dirección a la Habana. Su misión era sencilla: alcanzar al convoy principal, que los esperaba en aquel puerto, lo más pronto posible.

 El viaje en galeones era cosa de hombres. No sólo porque llevar una mujer a bordo se consideraba de mal augurio, sino por las penalidades que se empezaban a sufrir no bien la nao abandonaba la dársena de amarre. Al permanente peligro de las tormentas

y

huracanes,

se

agregaban

las

incomodidades, la mala comida, los fuertes olores corporales de los tripulantes y las temidas “calmas chichas”, que se producían cuando el viento dejaba de soplar y la embarcación quedaba flotando por días en un mismo lugar, sin avanzar un metro. En dichas


12 circunstancias, los conservantes naturales empezaban a fallar, los alimentos se pudrían y el agua dulce, guardada en toneles, se echaba a perder. Entonces, el galeón se transformaba en una inmenso zorrino de madera cuyo hedor quedaba impregnado en las vestiduras y recuerdos de sus pasajeros. Muchos de éstos eran tan fuertemente impactados por la experiencia que, en adelante, se resistirían de por vida a realizar otro viaje de ese tipo. Algo era claro: los hombres de mar estaban hechos de una pasta especial. Desconocían las ideas de confort y privacidad. Sólo el capitán y algunos pocos pasajeros de alto nivel, podían por momentos arrimarse a valores como esos; siempre y cuando el galeón no fuera tan cargado como para tener que alojar en sus camarotes a un alto y encumbrado funcionario. En ese viaje, Álvaro Rosalini tenía que compartir su recámara con un conspicuo representante del


13 Santo Oficio; un inquisidor de segunda fila, oscuro y huraño, conocido como el Padre Arras. No era del agrado del capitán medir sus palabras y gestos. Desde joven se había caracterizado por ser un hombre de personalidad extrovertida y muchas palabras; pero en aquella travesía tan atípica se había propuesto hacerle caso al Teniente Gobernador de la Nueva España (México) y guardar silencio, evitando opiniones sobre temas religiosos o rozar con la crítica algún aspecto de la ortodoxia ritual cristiana. —Viajará usted con una “quinta columna” a su lado,

capitán

—había

advertido

el

teniente

Gobernador.—Le recomiendo que no se exprese con términos brutos, ni blasfeme contra santo alguno y menos cuestione los Santos Evangelios. El Padre Arras es hombre de temer, con mucho poder e influencia en la corte y en el Tribunal. No desearía tener que asistir a su empalamiento en un Auto de Fe. Conserve para sí sus sentencias, y si en alguna plática, por informal que fuere, le pregunta algo


14 sobre el rol de la Iglesia y la Inquisición, ajústese a lo que le enseñaron en el catecismo. Recuerde que el Santo Tribunal es implacable con los relapsos, infieles y heterodoxos. Estará durmiendo con el enemigo, Don Álvaro. Cuídese. Controle su lengua. Era incómodo sentir semejante presión, pero no tenía otra opción. Nadie por entonces se animaba a enfrentarse a los representantes del Santo Oficio de la Inquisición, el poderoso tribunal religioso encargado de vigilar el correcto comportamiento ritual y doctrinal de los católicos en el mundo. Estar en contra de ellos era estar en contra de Dios; y una actitud de ese tipo conducía inexorablemente a la sala de torturas, primero, y a la hoguera, después. Había que cuidarse las espaldas. Rosalini sabía que cualquier acusación —aún anónima— habilitaba al Santo Oficio para actuar. Todos se sentían vigilados por sus espías—conocidos con el nombre genérico de “familiares”—; hombres, mujeres y aún niños capaces de inventar cualquier cosa con tal de


15 sacarse de encima a una persona considerada indeseable o peligrosa para la comunidad. Por lo general, los inquisidores hacían sus visitas pastorales a los pueblos acompañados de soldados, cuya misión era aplicar la fuerza y llevar a cabo los arrestos. Pero en el caso de Arras, la situación era algo atípica. Asistido sólo por un sacerdote regular y un verdugo corpulento de origen criollo, el Padre conducía a España a un reo del que nada se le había informado al capitán del “San Valente”. —No hagáis preguntas, mi señor —había dicho el inquisidor, al momento de embarcar, mostrándole a su prisionero, encadenado de pies y manos.—Este hereje no merece la atención de vuestra merced. Ha hecho pactos con el Diablo y cualquier penuria que su alma sufra en las bodegas se la tiene merecida. Dejad que mis asistentes se encarguen de él y conducid esta nave como si éste no existiera. Nada bueno le espera en España y no sería conveniente que su pestilente respiración entre en contacto con


16 sus hombres, o con usted mismo. Ofendió a Dios, blasfemó contra la iglesia y con sus actos sacrílegos puso en peligro a toda la humanidad. No lo tenga en cuenta, capitán. Olvídese de él. Es un hombre que ya está muerto. Pero Álvaro Hidalgo Rosalini no pudo olvidar. La presencia de un personaje de esa calaña en su barco lo tenía intranquilo; y en más de una oportunidad tuvo que quitarse de la cabeza la recurrente idea de que el atraso del “San Valente” estaba,

de

algún

modo,

relacionado

con

el

condenado. Claro que no tenía pruebas al respecto, ni se animaba en presencia del cura a hacer públicas sus supersticiones de marino. Por ese motivo, cerró la boca y siguió los consejos de su amigo, el Teniente Gobernador. Intentó no pensar en el prisionero; pero, cada vez que miraba hacia las bodegas del barco, su imagen se le representaba indefectiblemente. Según los chismes, el reo era de origen francés.


17 La mayoría de los marineros del “San Valente” habían permanecido en tierra los últimos cuatro meses y los rumores, que corrían rápido en la colonia, comentaban que eran muchas y variadas las atrocidades cometidas por el criminal. Contaban que era un escritor oscuro, un “autor negro”, y que, con acceso a sortilegios indios y africanos, se había asociado con Satanás. También comentaban los muchos trajines sufridos por el Padre Arras mientras lo buscada; y que al encontrarlo, el mismísimo Emperador le había enviado sus felicitaciones. ¿Cuánto de falsedad había en esos cotilleos portuarios? ¿Cuán peligroso era en verdad ese pobre desgraciado, que viajaría más de dos meses y medio sin ver la luz, rodeado de ratas y otra alimañas, en las bodegas del barco? Por su apariencia podía deducirse que era un tipo de cuidar. Sus ojos, negros y hundidos, brillaban detrás de unas mejillas huesudas y prominentes.


18 Dejaban traslucir cierta perversidad cavernosa, inquietante, y una seguridad en sí mismo que podía traducirse en orgullo. No había sinceridad en su rostro delgado y enmarcado por una espesa cabellera oscura. Ni su barba daba dignidad o confianza. —Es francés y protestante —decían en los muelles. —Escritor y brujo —alegaban otros, por lo bajo. —¡Que se queme en el infierno por el bien de todos! —exclamaban los lugareños.—¡Qué se lo lleven de aquí! Esa era una buena opción: “Que se lo lleven”; que lo trasladaran a España; que lo alejaran del nuevo virreinato. El único problema para el capitán Rosalini era que lo tenía encadenado en la base misma de su embarcación.




19

El

primer día de navegación transcurrió sin

novedades; y para cuando cayó la noche la tripulación

de

la

nao

había

olvidado,

momentáneamente, los malos presagios que signaban el viaje en solitario. La cena, por mala que fuera, borró las fantasías morbosas de la mayoría y a poco de comer y beber, canciones y versos marineros, embebieron el maderamen de la cubierta del “San Valente”. “Si la mar fuera de atole Y las olas de tortilla, Caminaran los criollitos Hasta el puerto de Sevilla”.

El fogón, alrededor del que se reunían, era una caja con plancha de hierro que se apoyaba en trozos de madera y en la que se ponía una capa de tierra, ambas para aislarlo de la cubierta. Tenía mamparas para resguardarlo del viento, y atravesando sobre las


20 mamparas citadas, un tirante también de hierro servía para colgar, por medio de ganchos en “S”, vasijas en asa en las que marineros y pasajeros cocinaban sus guisados o potajes calientes. El problema era encontrar una buena ubicación en donde cenar. En ese momento el ingenio, el buen ánimo e incluso la fuerza bruta, se ponían en práctica. Al capitán, al piloto, al escribano y pasajeros prestigiosos, les armaban una mesa con manteles en el espacio de cubierta, entre el palo mayor y el castillo de proa. Las jerarquías era claras y marcadas en altamar. El Padre Arras había preferido cenar en el camarote, aduciendo trabajo atrasado y deseos de ordenar las pertenencias confiscadas al hereje. Lo cierto es que nadie de la oficialidad se le opuso. Iban a poder comer distendidos, sin la presión de un inquisidor vigilando sus gestos y decires. Las horas transcurrieron entre rimas, charlas y risotadas. Para la medianoche, el capitán ordenó


21 retirarse a descansar y los turnos de guardia, previamente establecidos, empezaron a cumplirse. Antes de abrir la puerta y subir a su camarote, Rosalini elevó la vista y miró las estrellas. Sabía leerlas. Podía navegar guiándose por ellas y sugerirle a Ortiz, su piloto, más de una ruta alternativa. Pero aquella noche su contemplación fue meramente estética. El cielo, tachonado de diminutos puntos titilantes, se veía realmente precioso.

 Por aquellos días de mediados del siglo XVI, el accionar de los corsarios y piratas franceses no se limitaba sólo a atacar barcos españoles. Muy pronto habían pasado a asaltar puertos. En 1540, San Germán de Puerto Rico fue saqueado y en enero de 1544, trescientos franceses habían entrado por la fuerza a Cartagena de Indias,


22 sometido a los españoles, torturado al gobernador y llevado 35.000 pesos en oro y plata. Una verdadera fortuna. La Habana, puerto al que se dirigía el “San Valente” también había sido amenazada hacía unos años, pero sin suerte para los filibusteros: un capitán de navío llamado Diego Pérez, los había rechazado a fuerza de determinación. En realidad, los franceses dominaban a sus anchas el mar de las Antillas; retrasando e impidiendo el comercio intercolonial y los contactos fluidos con España. Por eso, Don Álvaro Rosalini estaba dispuesto a no perder la oportunidad de viajar a la península como miembro de un convoy de galeones armados; y correría el riesgo de navegar en solitario por dos días, hasta alcanzarlos en Cuba. Ortiz estaba en desacuerdo, y tenía razón. Los malos augurios del mar solían auto-cumplirse cuando las

mínimas

medidas

de

negligentemente desatendidas.

seguridad

eran


23 Y ocurrió lo que tenía que ocurrir. Hacia las cuatro de la mañana, el marinero de guardia que vigilaba el lado de estribor escuchó algo fuera de los común: un chapaleo extraño en el mar que le llamó la atención y obligó a asomarse por la barandilla de cubierta. Jamás supo lo que sucedió a continuación: el filo de un hacha mediana, cortante y sucia de sangre coagulada, le partió la cabeza en dos, entrando por la frente. No pudo dar la voz de alerta y la misma escena se repitió a babor, por proa y popa. Cinco minutos después, trepando desde botes camuflados con lonas negras, tres docenas de piratas coparon la cubierta, tras un corto enfrentamiento armado con la tripulación del barco. Fue muy sencillo. El “San Valente” había caído en poder ajeno sin que se disparara un solo tiro de mosquete o arcabuz. Espadas, sables, cuchillos y hachas bastaron para controlarlo.


24 A menos de trescientos metros de la nao, con las velas arriadas y sin una luz prendida, el “Saint Germain” flotaba en completo silencio con sus piratas de reserva, a la espera de la noticia que anunciara el abordaje definitivo. Cuando Jean Jacques Morés, jefe de la partida de bandidos, subió al “San Valente”, la tripulación capturada se arremolinó alrededor del palo central, cercados por rostros desencajados de furia y deseos de sangre. Tenían miedo. Muchos llorisqueaban. Incluso el temido inquisidor, pálido como el mármol, mezclaba su pulcros hábitos con la ropa sucia y uniformes desgastados de los marineros. —¿Quién de vosotros es el capitán? —preguntó Morés, en un español gutural y cerrado. Nadie

respondió.

Se

miraron

entre

sorprendidos. Rosalini del Pozo no estaba entre ellos. ¿Dónde se había metido?


25 El piloto Ortiz, con un tajo profundo y sangrante en la mejilla derecha, se abrió paso entre la multitud con un brazo alzado. —Deseo hablar con vos —dijo, demostrando una profunda preocupación. El francés avanzó y se le paró delante. Le llevaba una cabeza y media de altura. —¿Quién sois? —inquirió, exhalando un aliento fétido. —El piloto de esta nave —respondió seco. Carlos Ortiz lo observaba con ojos húmedos, vidriosos. Empezaba a sentirse un traidor y dudaba sobre si debía o no comentar lo que tenía en mente. Pero en su fuero más íntimo sabía que lo que estaba a punto de hacer era lo correcto. Entregarle a Rosalini implicaba salvar vidas, incluso la suya propia; porque si los comentarios una vez oídos eran ciertos, el capitán del “San Valente” estaba a punto de sacrificarlos a todos, salvando su buen nombre y honor.


26 —Jamás me entregaría, Ortiz —había dicho.— Antes de caer en manos de piratas asesinos, prefiero hacer volar a mi barco por los aires. En un principio, el piloto no le había prestado atención a esa sentencia suicida. Pero con Morés frente a sus narices, el vaticinio de Rosalini cobraba una actualidad pasmosa. Por eso, le comentó todo. —¡La

santabárbara!

—gritó

el

pirata

desaforadamente.—¡El polvorín! ¡Vayan a

él!

¡Rápido...! No pudo terminar de pronunciar la orden. Repentinamente se oyó una tremenda explosión y la parte central del “San Valente” se despedazó por la fuerza de la onda expansiva. La cubierta salió despedida hacia arriba y decenas

de

brazos

y

piernas

cercenados

la

acompañaron en su trayectoria aérea. Un mar de sangre, fuego y humo muy negro copó el espacio que hasta hacía pocas horas había sido el escenario de una jovial reunión de camaradería.


27 Piratas y marineros españoles mezclaron sus últimos suspiros aquella noche a borde del “San Valente”. No hubo sobrevivientes y pocos minutos después de la detonación, el barco se hundió dejando tras de sí una superficie muy grande de restos flotantes. A la madrugada, cuando la claridad del nuevo día facilitó la búsqueda en el teatro de la tragedia, los expectantes piratas del “Saint Germain”, aquellos que esperaban el abordaje final, rescataron todo lo que pudieron del océano. Entre las muchas cosas que subieron a bordo había un baúl de buena calidad, con una cruz estilizada grabada en la madera de la tapa y el sello característico de la Inquisición impreso sobre una tira del lacre que lo sellaba. Cuando lo abrieron encontraron libros y manuscritos encuadernados en perfecto estado, que a nadie interesaron. Sólo un muchacho español, un renegado, un traidor a su rey y su corona, un aventurero por


28 naturaleza hecho pirata, solicitó esos textos como parte del reparto del exiguo botín. Nadie se opuso al pedido y así, Quijano Navarrete, tuvo qué leer en los siguientes dos meses de correrías.


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1 “GASTADO... NUNCA OXIDADO” Península de los Tigres Sur de Angola, África Occidental Agosto de 1951

En un mundo que cambiaba aceleradamente, la colonia portuguesa de Angola parecía ajena al clima anticolonialista que recorría las más importantes oficinas de Relaciones Exteriores de Europa. La independencia de los países africanos había tomado por un camino sin retorno y decenas de nuevas


30 repúblicas nacían desde el fondo desconocido de la historia del Continente Negro. Algo había sucedido tras el final de la Segunda Guerra Mundial y las viejas potencias ya no estaban dispuestas a solventar imperios que, por entonces, ocasionaban más gastos que ganancias. Los movimientos nacionalistas, el Panafricanismo y grupos rebeldes guerrilleros, entorpecían la centenaria expoliación colonial y volvían las cosas mucho más difíciles. Los administradores europeos (blancos) corrían peligro de muerte y sus propiedades eran sistemáticamente atacadas y destruidas. Las leyes metropolitanas se desobedecían y los atentados estaban a la orden del día. Multitudinarias manifestaciones, de sudorosos y perlados rostros negros, copaban calles y avenidas exigiendo sólo una cosa: libertad, autodeterminación y el derecho a gobernarse por sí mismos. No podía haber reclamo más justo en un mundo que exaltaba la democracia; pero al mismo tiempo más conflictivo y potencialmente peligroso. Con el repliegue del


31 poder imperial y la desaparición de todo su aparato coercitivo, las antiguas rivalidades tribales, locales y regionales,

estaban

a

punto

de

estallar;

transformando el enfrentamiento de negros contra blancos, en un enfrentamiento de negros contra negros. En el Congo, al norte de Angola, los belgas habían tenido que abandonar precipitadamente el país. Pero ese ejemplo cercano no produjo en la colonia

portuguesa

ninguna

reacción.

Los

administradores lusitanos todavía se sentían fuertes y no estaban dispuestos a perder su centenario status imperial por “los alaridos asalvajados de un grupo de negros sin cultura”2. De todas formas, la situación interna del país no era una panacea. Los ideales libertarios se hacían carne en muchos sectores nacionalistas y ya empezaban a gestarse movimientos que reclamaban lo mismo que los demás países del continente. 2

Testimonio de un habitante portugués en Angola (1951).


32 El Servicio de Inteligencia portugués ya conocía el nombre de uno de esos grupos y sospechaba que no pocos funcionarios coloniales de origen africano, apoyaban en secreto las pretensiones del Kuneme o KLN, el primer grupo guerrillero angolés de liberación nacional. Carlo Battista de Oliveira, zambo instruido y bien posicionado en la administración portuguesa de la colonia, conocía a la perfección los entretelones de la fundación del movimiento. Había sido parte de él desde sus comienzos y, aunque no actuara en los “operativos callejeros” o interviniera en los atentados que empezaban a proliferar, su cargo de Secretario del Subsecretario de Asuntos Culturales de la Colonia,

le

permitía

acceder

a

una

valiosa

información y estar al tanto de los muchos proyectos estatales para desactivar la resistencia. Era el espía perfecto. Un hombre negro, de padre europeo, que se mostraba gentil, educado y sumiso; atento y cooperativo. Un africano colaboracionista


33 del que el Subsecretario no dudaba y de cuya lealtad todos estaban convencidos. Por ese motivo nadie se cuidaba frente a él cuando comentaban las charlas mantenidas con el Consejo de Administración Colonial o, aún más importante, las intenciones y planes del Jefe Militar y de Policía de Luanda, la capital. El “bueno de Carlo” era una pieza clave, irreemplazable, de la resistencia; enclavada en el útero mismo de los enemigos.

 Battista de Oliveira vestía al estilo occidental y se había formado en una universidad de segunda categoría en Lisboa. Tenía unos cuarenta años y un ansia inmensa por ver a sus actuales “patrones” desplazados del poder. Sabía que su educación y conocimientos sobre administración le iban a resultar


34 muy ventajosos una vez alcanzada la independencia de su país; y que —por ser escasos— los “africanos intelectualmente preparados” tendrían a la postre un cargo de gobierno en la futura república de Angola. Especulaba con esa ventaja comparativa, y si bien sabía que nunca iba a llegar a ser Presidente —cargo que seguramente quedaría reservado a algún militar de renombre—, era conciente de que su puesto no estaría demasiado alejado del máximo representante del poder ejecutivo. Su meta era el poder, el bienestar y confort que había visto por años ser monopolio exclusivo de los occidentales. Pero Carlo también sabía que sin ayuda externa su patria jamás podría salir de la situación de crisis que soportaba desde siempre. Era necesario el apoyo de las grandes potencias que se disputaban el mundo, desde la finalización de la Segunda Guerra; y por ser un acérrimo detractor del comunismo soviético, prefería tender lazos con el leudante poder norteamericano. Por eso estaba en ese lugar aquel


35 atardecer;

lejos

de

sus

jefes

portugueses

y

soportando sobre su moteado cabello renegrido la brisa marina que provenía desde la Bahía de Los Tigres. Quería quedar bien con los “yanquis”. Estaba dispuesto a venderles lo que les pertenecía. Necesitaba

ganárselos

y

con

esa

transacción

clandestina, que estaba a punto de concretar, mataría dos pájaros de un tiro. Por un lado, recaudaría dinero para la causa emancipadora del KLN; por el otro, crearía lazos de amistad y agradecimiento con la superpotencia americana. Era una idea excelente, genial, práctica e inteligente. Su país no perdería gran cosa con la venta y los beneficios sería, en el futuro, impensados. Manipuló el bolso de cuero, en el que guardaba el “objeto”, de tal modo que le permitió equilibrar su peso y sentirse más cómodo. Miró la hora y echó una ojeada al paisaje que lo circundaba.


36 Estaba en una planicie deshabitada, rocosa y abrupta, que se volvía más y más oscura con el paso de los minutos. El sol se ponía en el horizonte atlántico, y para entonces ya era una incandescente bola color naranja. La sombra de Carlo se proyectaba en el piso. Era alargada, informe, y semejaba esas fantásticas siluetas extraterrestres que aparecían dibujadas en las revistas de ciencia ficción, que recibía desde EE.UU. A pocos metros, su Ford modelo 1947, resplandecía por los rayos mortecinos del día que terminaba. El auto se veía diferente, nuevo; a pesar de estar vaqueteado, oxidado y en un real estado de descomposición

mecánica.

Lo

había

dejado

estacionado a un costado del camino de grava; con la trompa apuntando al acantilado que daba al mar. Volvió a consultar su reloj de pulsera. Se estaba haciendo tarde y el “comprador” no aparecía. ¿Sería un hombre de confiar?


37 Por un segundo sintió temor y pensó en la posibilidad de haber sido engañado por los miembros del servicio de inteligencia, desenmascarando así sus secretas intenciones. Más de pronto, su repentina ansiedad se desvaneció: la imagen de un hombre alto, con sombrero y andar pausado, emergió por detrás de un roquedal cercano. Carlo avanzó hacia él con precaución. —¿Es usted, Profesor? —indagó, cuando lo tuvo al alcance de la mano. El sujeto asintió en silencio. Lo miró fijamente a los ojos y repreguntó: —¿Tiene lo que me dijo? Carlo tocó el bolsito de cuero con orgullo y sonrió. —Acá mismo —indicó.— Y usted, ¿trajo el dinero? —Primero quiero ver el objeto —sentenció con parquedad el recién llegado.


38 —Me parece bien —repuso Battista. Corrió el cierre del bolso y extrajo un objeto rectangular de muy fina factura, hecho en madera y repujado con incrustaciones de plata en arabescos, por sus cuatro lados. Una tapa, decorada con tres flores de lis y un cerrojo de bronce bruñido, lo cerraban por la parte de arriba. Era un cofrecillo. Pequeño, fácilmente manipulable. Se lo extendió al hombre de sombrero y dio un paso hacia atrás para poder observarlo mejor. El sujeto estaba extasiado ante el cofre. Lo movía

entre

sus

dedos,

estudiándolo

con

detenimiento, como queriendo reconocer detalles que tenía almacenados en su memoria. Tocó los arabescos de plata, miró el cerrojo y finalmente abrió la tapa. En su interior había tres piezas de orfebrería diminutas, pero deliciosas en su hechura y brillantes por la materia prima con que habían sido construidas. Eran de oro precolombino. De eso no cabía la menor duda. Pero los detalles esculpidos


39 referían al imaginario cristiano. Una de las piezas era una cruz, que tenía una gruesa esmeralda en el centro, acompañada por cuatro rubíes en cada uno de los extremos de los brazos. La segunda pieza de la colección era una medalla, también de oro y con la imagen de un santo no identificado grabada en su superficie. Finalmente, un rosario hecho de perlas negras, que resplandecieron aún con la escasa luz que se reflejaba en el cielo. Carlo advirtió un verdadero entusiasmo en el individuo. Sus ojos saltaban de un objeto a otro. Se notaba que la adrenalina le recorría las venas y que si hubiera podido habría dado un grito de alegría por encontrarse con semejante colección de reliquias coloniales. Era un hombre que iba para viejo, pero en excelente estado físico. Fornido y ágil, seguramente había hecho ejercicios durante toda su vida. Eso se notaba en su forma de moverse, desenvuelta y como si aún tuviera una treintena de años. Tenía el cabello cano y una barba de pocos días, completamente


40 blanca, le cubría la cara. Su mirada era vivaz y una sonrisa ladeada se le dibujó en la boca cuando terminó de revisar el ajuar. Battista advirtió que su forma de vestir era un tanto estrafalaria para ser profesor de un reconocido museo en los EE.UU. Los museólogos no solían usar camperas de cuero, tipo aviador, o sombreros de fieltro de ala tan ancha. Tampoco se presentaban en público tan poco aseados, ni tenían una cartuchera colgando del cintura por un lado y un látigo de piel de toro, prendida del otro. Evidentemente era un tipo poco convencional. —Y bien —dijo el africano finalmente—, ¿qué me dice? Indiana Jones levantó la cara y fijó sus pupilas en las del negro. —No tengo dudas —sentenció—: es el cofre que buscaba. Es el objeto que desapareció del museo hace años.


41 —¿Y cómo cree que llegó hasta acá? El museo colonial lo tenía como parte de su colección desde por lo menos 1940. —La verdad es que no lo sé. La historia de los objetos

suele

ser

tremendamente

misteriosa.

Desaparecen y vuelven a aparecer en el lugar menos esperado. De todos modos, estoy contento de haberlo recuperado.—Volvió a clavarle la mirada y con lentitud, como para que Carlo Battista no se amedrentara, sacó de un bolsillo interno un sobre con dinero y se lo entregó en mano.—Veinte mil dólares, como lo acordamos. Carlo tomó el fajó y lo contó presuroso. Estaban todos lo billetes. No faltaba nada. El trato se había cumplido de ambas partes. —Ha sido un placer negociar con usted, Jones. Espero poder en el futuro seguir en contacto con su museo y su gobierno. Admiro su país... Indy movió la cabeza positivamente, sin decir nada. Era evidente que ese tipo no conocía en


42 profundidad al gran coloso del norte. Pero no tenía tiempo ni ganas para andar despejando estereotipos y falsas imágenes producto de la propaganda de la guerra fría. Sólo atinó a acomodarse el sombrero fedora, colocar el cofrecillo en el bolso que le cruzaba el pecho, por debajo de la aviadora, y extenderle la mano con gratitud. —Gracias por todo —dijo. —A usted, profesor —respondió Carlo, excitado y ansioso.—Nos volveremos a ver. Carlo Battista giró sobre sus talones y se dirigió al auto. Indy lo observó por unos segundos y cuando él volteó para regresar sobre sus pasos una ola fría de intranquilidad se coló por cada uno de los poros de su cuerpo. Tres sujetos de gruesa contextura caminaban hacia él con prisa. Habían dejado unos metros más atrás una camioneta con los faros apagados y era más que lógico que sus intenciones no eran sanctas.


43 No tuvo tiempo para reaccionar. Escuchó un disparo y por un instante pensó que le habían disparado a él. Se quedó estupefacto. Miró su pecho, esperando ver sangre salir a borbotones, pero se equivocó. La bala estaba dirigida a Carlo Battista, que yacía desparramado en el piso, junto a la puerta abierta del Ford, con un tiro en la nuca. Los tres individuos tenían rasgos europeos. No eran africanos y de seguro tampoco formaban parte del KLN o algún otro grupo sectario nacionalista. Por sus vestimentas de calidad, de ningún modo pertenecían al Servicio de Inteligencia colonial. Entonces, pensó Indy en esos segundos en que las ideas se agolpan en la mente, “¿quiénes eran?”. Uno de los hombres, el más alto y con un delicado bigote de puntas levantadas, fue el primero en acercársele. Le apuntaba con una pistola, aún humeante. Tenía el rostro de muy pocos amigos y sus mejillas estaban marcadas por una antigua viruela infantil.


44 —Deme el paquete, doctor Jones —le dijo con un característico acento portugués. —¿Paquete?... —inquirió Indy, haciéndose el desentendido.—¿Qué paquete?... —No nos tome por idiotas, doctor. Podemos matarlo igual que a ese negro estúpido —lo amenazó, señalando con la barbilla el cuerpo inerte de Battista.—No tenemos tiempo. ¡Démelo!... Indy se abrió la campera con cuidado. Sabía que los matones se sorprenderían al ver su cartuchera, enfundando la querida y vieja Smith & Wesson Hand Ejector Model II, que a tantas aventuras lo había acompañado. Y no se equivocó. Bastó que

el

portugués hiciera

un leve

movimiento de cejas para darse cuenta de que tenía que aprovechar ese segundo de pasmo y actuar en consecuencia. Tomó el látigo por el mango y lo sacudió hacia delante, dejando que se desenrollara como una serpentina de cuero.


45 Su punta golpeó con fuerza contra la mano del matón, que vio despedida su arma por el aire. No pudo contener el grito de dolor, y se echó hacia atrás trastabillando y cayendo sentado al suelo. Indy no esperó más. Corrió hacia el Ford tan rápido como pudo. Saltó por encima del cuerpo de Battista, se introdujo en el auto y, haciendo ignición, aceleró marcha atrás; al tiempo que escuchaba dos nuevos disparos y el ruido de los vidrios del parabrisas trasero, romperse en cientos de pedazos. Pegó el volantazo y el Ford coleó como si fuera un caballo desbocado, colocándose de frente al camino de grava que llevaba al poblado más cercano. Apretó el acelerador y la desvencijada máquina chirrió, tembló en todo su chasis, y salió disparada a toda velocidad. El camino bordeaba un acantilado larguísimo y muy alto. Sin estar asfaltado y con unas gomas desgastadas al máximo, Indy corría el riesgo de perder la estabilidad en cada curva y salir despedido


46 hacia el abismo. Tenía que disminuir la velocidad; pero eso tampoco era conveniente ni posible: la camioneta de los portugueses le seguía los talones de cerca, con dos sendos brazos tirando balas desde sus ventanillas. Desenfundó la Smith & Wesson. Pasó el brazo por encima del respaldar del asiento delantero, en el que estaba sentado, y lanzó una corta y contundente balacera contra sus perseguidores. No obtuvo los resultados esperados. La camioneta prosiguió su marcha, aproximándose al Ford más y más. Entonces, a uno de los disparos le siguió un ruido de consistencia cremosa y el auto de Indy empezó a zarandearse y temblar. Si los coches sufrieran del mal de Parkinson, podría decirse que ese modelo 1947 lo tenía exacerbado al máximo. Le habían reventado una goma y la llanta giraba contra el piso de tierra, enterrándose con cada décima de segundo. Tenía que brincar. Ya no podía controlar el volante.


47 Sin pensarlo dos veces, giró el picaporte y saltó. Su cuerpo dolorido aún giraba sobre la grava, dando vueltas y vueltas, cuando el Ford salió despedido por la parte superior del acantilado, cayendo al mar. Tres segundos después, explotó.

 Estaba lleno de polvo y con la mejilla derecha raspada por las piedras. Un hilo de sangre le bajaba desde el pómulo, hasta ser absorbido por la barba, y una punzada profunda le recorría el omóplato del mismo lado. Se reincorporó. Verificó no tener nada roto y dirigió su atención hacia el camino. La camioneta se le acercaba a toda velocidad. En breve tendría a esos tres asesinos sobre él. Debía desaparecer del lugar.


48 Huir. Esconderse y resistir, como lo hacían los nacidos en ese continente. Giró en redondo y se sorprendió por su buena suerte. No podía creer lo que veía: a sus espaldas se levantaba una edificación inmensa, con torreones y almenares, murallas y dos pisos macizos construidos con grandes ladrillos. Un portón abovedado, de casi cinco metros de alto y rejas retorcidas por el tiempo, parecía invitarlo a entrar. Eran las ruinas de un antiguo fuerte portugués del siglo XVII. Con sólo recorrerlo con la mirada, Indy recordó su nombre: La Fortaleza del Rey Juan; una maravilla arquitectónica de la época colonial, utilizada en su tiempo para almacenar esclavos negros traídos desde el interior de África, antes de embarcarlos hacia América. Aquel había sido un sitio de dolor y angustias incontables. Un infierno hecho de ladrillos, madera y hierro, que el tiempo no terminaba de


49 derruir. Así todo, no podía haber encontrado algo mejor para guarecerse. Aceleró la marcha e ingresó por el admirable portón principal. Un pasillo muy ancho lo condujo hasta una plaza interna. Ésta medía unos cincuenta metros de largo y presentaba veinticuatro puertas enrejadas todo a lo largo de sus paredes. Una fuente de agua, ya seca, señoreaba el centro mismo del predio. Tardó un segundo. Sólo un segundo, observando ese lugar fantasmagórico que adquiría un aire espectral a medida que la noche avanzaba. Pero la demora, aunque corta, resultó más peligrosa de lo esperado. Dos balas silbaron por encima de su cabeza, impactando en el muro y produciendo un sonido sordo, seco, al ingresar por la argamasa. Indy extrajo su pistola y disparó al bulto, sin apuntar a nada definido.


50 —¡Mierda! —ladró con furia y encaró de lleno por una escalera irregular de mampostería en dirección al piso superior. —¡Alcáncenlo!

—ordenó

el

portugués

de

bigotitos parados, gesticulando como un demente a sus otros dos compañeros.—¡Traigan el cofre! —¡Acaba de subir! —informó uno. “Bigotes”sonrió con maldad. —Peor para él —dijo, y trotó en dirección opuesta a la de Indiana. Agitado, Henry “Indy” Jones llegó al primer nivel del fuerte. ¡Joder, ya no tenía edad para esos trotes! La mayoría de los hombres de su generación estaban cuidando nietos. En cambio, él seguía secretando adrenalina como si tuviera treinta años y corriendo los mismos peligros que lo acompañaban desde que era un niño explorador. “Y estaba bien”, pensaba siempre. Él no era un “abuelo” normal. Ni quería


51 serlo. “¿Morir?... seguro. Pero gastado, nunca oxidado”. Ese era su lema. Cuando la escalinata terminó, Indy se topó con una pasillo tan largo como el mismísimo patio de la planta baja. Se extendía hacia ambos costados y, por la derecha, terminaba en un balcón que daba al exterior de la muralla del fuerte. Se apoyó contra la pared y levantó la Smith & Wesson hasta su rostro. La amartilló y aguardó que sus perseguidores subieran. Les iba a volar la cabeza si era necesario. Contuvo la respiración. Quería oír todo, pero se sorprendió por el silencio reinante en toda la ruina. No era posible que se hubieran ido. Los muy malditos estaban escondidos. Lo asechaban. Debía estar alerta. Se asomó por la escalera. Nada.


52 Viró y empezó a avanzar por el pasillo en dirección al balcón. Quizás podría colarse por ahí y salir de la fortaleza. Tenía

que

evadir

a

esos

desagradables

anfitriones portugueses. Avanzaba con cuidado. Despacio. Tratando de no producir ruido al pisar las piedras y miles de hojas secas que se amontonaban sobre el suelo empedrado. Siguió caminando. Silencio total. Dio unos pasos más y sintió que algo cambiaba debajo de sus zapatos. Ya no pisaba roca. Pisaba madera. La oscuridad era cada vez más profunda. Bajó la mirada hacia el piso y entonces... ...el jefe de los portugueses, jaló de una palanca muy gruesa de madera y el tablón sobre el que Indy estaba parado, se abrió hacia abajo y el arqueólogo fue literalmente chupado por el vació.


53 La pistola se le desprendió de la mano, y para cuando su mente racional le brindó una composición de lugar, advirtió que se deslizaba rápidamente por una tubería de piedra caliza. Era como un tobogán. Y no podía detener la caída. Trató de tomarse de las paredes. Inútil. Demasiada inercia. Inesperadamente, la tubería se acabó e Indy voló directo hacia un enorme piletón de material, lleno hasta el tope de... ¡arenas movedizas! Con la caída, hundió más de la mitad de todo su cuerpo en la solución viscosa. —¡Otra vez cara a cara, señor! —exclamó “Bigotes”, parado en una saliente de piedra, justo a la derecha de la ciénaga artificial.—Imagino que ahora no se resistirá a darme el cofre, ¿verdad? Indy le lanzó rayos con la mirada, al tiempo que no podía dejar de esbozar una sonrisa nerviosa. Se estaba hundiendo...


54 Experimentaba como todo su cuerpo era tragado de a poco, con cada movimiento de músculos. Era inevitable; no podía mantenerse en la superficie. En pocos minutos más, el nivel de aquella sopa primordial le alcanzaría la boca y las fosas nasales, cubriéndolo por completo. De seguro no sería nada agradable morir sintiendo cómo sus pulmones se llenaban lentamente de arena húmeda, verdín y agua sucia. Las piernas, aprisionadas por sopapas invisibles, estaban por completo inmovilizadas. Era como si tuviera alrededor de ellas la gigantesca boca de un monstruo que las succionaba gradualmente hacia abajo. —¡El cofre, señor! —exclamó el portugués, extendiéndole el brazo.—No sea necio, démelo y lo ayudaré a salir de ahí. Jones tenía los brazos libres, Aún así no los movía mucho. Sabía que, de hacerlo, la inmersión


55 sería más rápida y la agonía derivaría en muerte por asfixia, en menos tiempo que el deseado. —Le queda poco tiempo, doctor Jones —auguró con voz firme.—Le sugiero que me obedezca o se hundirá con él. El muy “hijo de su madre” no mentía. El nivel de arena subía más y más por su pecho, alcanzándole las axilas. En situaciones como esas no le quedaba otra cosa que ceder. Sin meditar, ni anticipar consecuencias nefastas, Indy introdujo su brazo derecho en la arena. Tenía que alcanzar el morral, desabrocharlo, extraer el cofre y dárselo al matón. Demasiados movimientos. Pero no había otra opción. Debía hacerlo. Experimentó una sensación granulosa en la palma de la mano, semejante a la que se aprecia cuando se la introduce en una bolsa de arroz. Abrió camino en dirección de su cadera y tocó con sus


56 dedos los bordes el artefacto, aun embolsado. Quitó la tira de seguridad y agarró el cofre con fuerza. Lo complicado fue sacar la extremidad del tremedal. La arena lo retenía con fuerza, en tanto que Indy se hundía... ¡Se hundía más rápidamente! Dio un tirón brusco y el brazo con la reliquia colonial emergieron a la superficie, sucios y olorosos. El portugués sonrió con malicia. Indy ya tenía su hombro izquierdo tapado por completo. —¡Tírelo hacia acá! —gritó el lusitano.—¡Con fuerza!... ¡Vamos! —Primero deme una mano —exigió Indy, furioso. —¡Láncelo!...¡Ande!... No era momento para discutir prioridades. Flexionó el codo y tiró el cofre con toda la potencia que pudo, en dirección de “Bigotes”.


57 Se seguía hundiendo. Ya podía sentir el frío de la ciénaga en el cuello. El portugués abarajó el cofre, muy excitado. Lo aprisionó contra su pecho y dio un paso hacia atrás. —¡La mano! —gritó Jones, anticipándose a lo peor.—¡Deme la mano! “Bigotes” torció la boca en una sonrisa malévola, sádica. Giró sobre sus talones y le dio la espalda. No había hecho dos pasos, cuando volvió otra vez el rostro hacia el arqueólogo. Levantó la mano, hizo una irónica venia tocándose la frente y dijo: —¡Adeus, doctor! Jones apretó las mandíbulas. Hervía de rabia. Sabía que eso iba a ocurrir. Sabía que ese asesino amoral dejaría que se hundiera sin más. —¡Maldito cerdo! —pronunció por lo bajo, sin quitarle los ojos.


58 —¡Que tenga un feliz descenso a los infiernos! —acotó el reo; y se marchó, perdiéndose en las penumbras de una galería lateral. Fue entonces que Indy se quedó solo con su desesperación.

 Pretender agarrarse de las arenas movedizas era como querer aprisionar a un fantasma con las manos: imposible. Los dedos no encontraban sustento en nada y la sensación de impotencia crecía con los segundos. Tenía ya el nivel de la ciénaga a mitad del cuello. Quedaba poco tiempo, pero se había propuesto vencer el mal trago. Con el escenario de acción despejado de fisgones, había llegado el momento de actuar. Levantó la vista e hizo una rápida composición de lugar. Una veloz prospección del terreno.


59 Sobre su cabeza, a unos tres metros por encima, dos gruesas y oxidadas vigas de hierro cruzaban el predio, de pared a pared. Seguramente habían sido soportes de algún puente de madera ya desaparecido. Sobre la izquierda, a mitad de camino entre Jones y los tirantes, se abría la boca del conducto por el que había rodado momentos antes. “Era ahora o nunca”. El tiempo ya no le daba chance. No estaba para escribir en borrador. Introdujo otra vez el brazo derecho en la arena. Sintió que se iba para abajo con rapidez. Llevó su mano hasta el látigo. Desabrochó la presilla que lo retenía a la cintura y agarró el mango. La arena le llegó al mentón. Tiró con potencia. Jaló como loco y, finalmente, sacó el brazo con el látigo fuertemente asido. Extendió el codo. Lo volvió a flexionar en ángulo recto y lo catapultó hacia arriba con todas sus fuerzas.


60 El látigo se desenrolló. Siseó como una cobra puesta en libertad y se enroscó en una de las barras de hierro, dando media docena de vueltas en ella. “¡Ahora!”, pensó Jones. Apretó el mango y jaló hacia arriba con el brazo que tenía libre. Todo su cuerpo se elevó. Repitió la operación. Su extremidad izquierda se liberó de la succión granulosa de la arena y, ya con la fuerza de ambos bíceps, le resultó sencillo trepar por el fino camino de cuero. Cuando alcanzó el nivel de altura del conducto, se balanceó, apoyó los pies en el borde y ayudándose con una mano libre se introdujo en él. Desenrolló el látigo e inició el ascenso en dirección del pasillo desde el que había rodado. Levantó la tapa de madera y subió al corredor. Entonces, escuchó el ruido del motor de la camioneta provenir desde del balcón, al final del pasaje. Chasqueó los dientes y se lanzó a la carrera.


61 Estaba en un primer piso, pero le dio igual. Cuando vio que el vehículo pasaba justo por debajo de él, sin rumiarlo demasiado, dio un salto y voló en dirección del techo. Dos de los portugueses iban en la caja. El tercero, el de mostachos, conducía imprimiendo velocidad con el acelerador. —¡¿Qué diablos?! —gritó sobrecogido al sentir que el techo se hundía acompañado de un ruido fortísimo. Volteó el cuello y, a través la ventanilla trasera, fue testigo de los tres golpes más certeros que había visto en años. La primer patada que Indy tiró desde la techumbre del furgón impactó en el mentón de un portugués, que se bamboleó y salió despedido de la caja, rompiéndose el cuello en el camino de grava. El segundo

golpe

fue

una

trompada,

tan

bien

suministrada que el otro delincuente no atinó a responder. Con la tercera lo noqueó del todo, dejándolo inerte a un costado.


62 “Bigotes” pegó un volantazo. La camioneta se ladeó bruscamente e Indy perdió el equilibrio. La inercia lo sacó por encima del borde de la caja y, cuando estaba a punto de caer, sus dedos aprisionaron un borde de hierro, justo arriba de la puerta del conductor. El peso del arqueólogo fue excesivo. La puerta apresada se abrió, sin que la camioneta redujera la velocidad. Indy estaba colgando de ella. El conductor miró hacia su izquierda. “¿Pero

que

demonios

quiere

hacer

este

veterano?”...pensó, mientras observaba a Indiana Jones luchar por sostenerse. No podía creer lo que veía.

Le

pareció

estar

en

el

cinematógrafo

disfrutando uno de esos seriales yanquis que daban semana tras semana en Lisboa; y en el que el héroe siempre se salvaba. No debió distraerse asociando imágenes de la realidad con las de la ficción.


63 Para cuando reaccionó y pretendió sacar su pistola de la sobaquera, Indy se le abalanzó con puerta y todo. Chocó contra el portugués y ambos salieron despedidos del asiento del conductor, quedando tirados todo a lo largo de la butaca. La camioneta, sin control, tomó la dirección del acantilado.

 Forcejearon. Los puñetazos de Jones sobre el rostro del lusitano eran feroces. El arqueólogo estaba fuera de sí. —Deberías

saber...—lo

—...que...—volvió

a

golpeó

una

golpearlo—...no

vez.

soy...—le

siguió dando duro—...presa fácil... ¡Idiota! —y le dio la última trompada. En eso giró, la vista hacia el parabrisas. —¡Oh, Dios! —gritó pasmado y tiró una patada al volante.


64 La camioneta coleó. Se puso de costado y, en sólo dos ruedas —las laterales izquierdas— hizo equilibrio un segundo para, finalmente, volcar de lado. Tras el ruido y dos vueltas de campana, sobrevino el silencio. “Bigotes”, aturdido, se arrastró fuera del vehículo. Tenía los labios partidos y la nariz sangrante. Cuando se puso de pie, Indy ya lo esperaba apuntándole con su propia pistola. —Los roles han cambiado —dijo Jones, agitado. —Devuélveme el cofre. ¡Ya! El portugués volvió junto al vehículo siniestrado y extrajo el cofrezuelo de la guantera. Viró y se lo entregó a Jones. —Sin rencores, ¿verdad? —expuso temeroso el europeo. Indy abrió el cofre y revisó su interior. Estaba todo: la cruz, la medalla y el rosario..


65 —¿Qué me dice, doctor Jones? —insistió el reo. —¿Sin rencores? Indy lo miró. —Tienes tres segundos para desaparecer de mi vista —respondió con vehemencia. “Bigotes” se acomodó el saco y salió al trote por el sendero. A poco de recorrerlo, las sombras de la noche se lo devoraron. Indy rodeó el lugar del accidente. Había tenido muchísima suerte... La camioneta descansaba a menos de cinco centímetros del borde del acantilado.


66

2 EL CERROJO DE LOS DUENDES Marshall College Connecticut Una semana después. . .

Agotado

tras un día de intenso trabajo

burocrático en la oficina, Indiana Jones entró presuroso en la biblioteca principal del Marshall College. Estaba malhumorado. Llegaba tarde a una reunión, previamente convenida para hacía ya una hora; y si había algo que le fastidiaba era ser


67 desatento con los invitados. Pero así eran los gajes de su oficio. Odiaba el papeleo y detestaba aún más las estúpidas objeciones y trabas que solían colocarle en el camino los patrocinadores de la institución, a la hora de organizar alguna exposición. Sus exigencias y temores eran entendibles, pero Indy no había nacido para

eso.

Su mundo

estaba

en

los

yacimientos, en el “campo”; buscando, excavando el pasado bajo los rayos inmisericordes del sol y corriendo los peligros inherentes a su destino de aventurero. Ese era el motivo por el que no había renunciado a su cátedra de Arqueología General y seguía auto-encomendándose “misiones” a todo lugar en donde se pudiera rescatar una pieza o colección de importancia histórica. Cuando cerró la puerta de vidrio esmerilado a sus espaldas, se topó con un predio que, por poco iluminado, le resultó irreconocible al primer golpe de vista. No solía ir a la biblioteca por la noche y


68 siempre la tenía en mente bien iluminada y repleta de alumnos tomando apuntes o estudiando. Por eso, cuando ingresó en ella, le sorprendió la lúgubre atmósfera que producía la única lámpara de techo encendida, pendiendo sobre una de las mesas de lectura. Los muros, tapizados de estanterías con libros desde el zócalo hasta el techo, contribuían a darle al lugar el aspecto de una cripta inmensa, misteriosa e inviolada. Un sitio de sectas, reuniones secretas y conocimientos esotéricos. Acomodó las carpetas que sostenía bajo la axila derecha y caminó presuroso hacia la mesa, en la que dos hombres permanecían sentados, proyectando densas sombras todo a su alrededor. —Disculpen la tardanza —dijo Indy apoyando el papelerío y extendiéndole la mano al más anciano. Era un hombre entrado en años, muy viejo; con tupida barba blanca y ojos chiquititos como los de un cerdo. Vestía de riguroso negro y un bastón de


69 bambú, muy decorado en el mango, descansaba sobre el respaldo de su silla. —No sé si recuerda al doctor Indiana Jones, profesor...—alegó

el

decano

Marcus

Brody,

poniéndose de pie junto al anciano. Indy sonrió con respeto y le apretó con afecto la diestra. —Es un placer volver a verlo, profesor Waisstok —dijo elevando el tono de voz, a sabiendas de que el hombre era sordo. —Jones... —murmuró el viejo arrastrando la ese final.—Sí, sí...le recuerdo. Usted es el hijo de Henry, ¿verdad? —Indy asintió—¡Qué bien! Hace tiempo que no nos veíamos... —Algo más de treinta años, señor. —¡Por Dios! —exclamó.—¡Increíble cómo se fue la vida! Indy volvió a afirmar en silencio con la cabeza y tomándole con afecto el antebrazo le dijo: —Gracias por venir.


70 —Marcus me llamó ayer —agregó Alexander Waisstok, volviéndose hacia el director.—¿O fue anteayer?...—preguntó dubitativo. —Ayer, Alex —confirmó Brody.—Ayer fue que te llamé. —Pues bien, aquí me tienen —sonrió el invitado. —Siempre me es grato colaborar con un buen exalumno como usted, doctor Jones. Indy se sentó al lado del viejo y sin perder la afabilidad le inquirió con contenida ansiedad: —¿Lo ha visto? Waisstok frunció el entrecejo. —¿Qué cosa? —El

cofre,

Alexander

—reveló

Marcus,

conteniendo una sonrisa. —¡Ah, sí! —prorrumpió el viejo, levantando las manos.—¡El cofre!... ¡Claro que lo vi! Y debo confesarle, doctor, que estoy azorado. Jamás pensé que volvería a tener esta maravilla entre mis manos


71 —y señaló el cofrezuelo colonial, apoyado sobre la mesada, semicubierto por una franela verde. —La

verdad

es

que

nosotros

tampoco

pensábamos recuperarlo. Fue un milagro —dijo Indy.—Y estamos muy contentos por ello. Nos costó, pero valió la pena. Waisstok pareció extrañarse sobremanera. —¿”Se cortó las venas”?...¿Cuándo? Indy se hizo levemente hacia atrás. —¿Cómo dice? —preguntó desorientado. —No, no, no, Alex... —interrumpió Brody controlando la carcajada.—Indy dijo que “Valió la pena”; que estamos orgullosos de tenerlo otra vez en el museo. —Muchas gracias... Para mí no deja de ser honor regresar a esta institución. Indy se tapó con disimulo la boca. No quería pasar por un burdo patán soltando la risa


72 —Bueno, sí, es cierto—interrumpió Marcus—. También para nosotros, Alex; pero... me refería al cofre, en esta ocasión. —¡Oh, sí, sí!... Entiendo, claro... Por supuesto, el cofre... —señaló y fijó la mirada en Brody con gesto preocupado.—¿Ya se lo dijiste? Indy clavó los ojos en su amigo. —¿Qué es lo que tienes que decirme? — demandó.—¿Algún problema? Marcus se acomodó en su silla. Se mordió el labio inferior y soltó cuatro enigmáticas palabras: —Parece que falta algo. —¿Qué?... ¿Cómo que falta algo? —exclamó Indy, alzando inconscientemente la voz.—No puede ser. He revisado los registros del museo más de una vez en los últimos quince días y concuerdan con el contenido original del cofre: una cruz, un rosario y la medalla de oro. Es lo que me dieron en África... —Esos registros son viejos, doctor Jones — añadió Waisstok.—No tienen porqué consignar lo


73 que se perdió. Están desactualizados... siempre lo estuvieron. Indy se rascó la cicatriz del mentón. —No entiendo... —dijo. —Déjeme que se lo explique bien —solicitó el anciano, acomodándose en su poltrona.—Usted sabe —empezó— que he dedicado buena parte de mi vida a estudiar objetos y joyas de la América colonial. Ha sido mi profesión y mi pasión por muchos años y, desde mi jubilación, hace mucho tiempo también — sonrió—, orienté mi interés por aquellas piezas que siempre me habían fascinado y que, por cuestiones de trabajo, nunca había tenido tiempo de estudiar con detalle. “El Cerrojo de los Duendes” es una de esas piezas —dijo señalando el cofre con reverencia.— ¡No imagina la indignación que sentí cuando lo robaron hace veinticinco años de su museo! Recuerdo —acotó rascándose la frente— que en aquella oportunidad puse mis servicios a disposición de Marcus... ¿Te acuerdas?


74 —Por supuesto, Alex —respondió Brody con cierta nostalgia. —Pero fue en vano —prosiguió el anciano de noventa y cinco años.—No hubo caso. Perdimos todos los rastros... hasta hoy. —Fue por una carta que mandaron desde Angola —explicó escuetamente Indy, mientras el rostro del pobre Battista se le representaba en la mente Waisstok pareció no escucharlo. —Nunca dejé de seguir investigando, doctor Jones —continuó.—Y le aseguro que fueron muchísimas las cosas que averigüé sobre este cofre, en estos últimos años. ¡Tiene él una historia fascinante!—Tomó aire y siguió:— Por ciertos catálogos coloniales que descubrí en un archivo español, supe que “El Cerrojo de los Duendes” tenía un diminuto compartimiento secreto en su interior, escondido detrás del forro de felpa que lo tapiza —se estiró y tomó el cofre con sus manos arrugadas.— Hace un rato, antes de que usted llegara, lo revisé y,


75 efectivamente, el viejo catálogo decía la verdad — abrió la tapa y señaló un pequeño orificio cuadrado ubicado sobre el lateral izquierdo del estuche.— ¿Ve?... Aquí tiene. Indy se asomó por encima del brazo extendido de Waisstok. —Prosiga... —sugirió cada vez más interesado, sin poder quitar los ojos de ese boquete. —Según el texto que le referí, en este diminuto espacio debería haber algo que ya no está: un mapa. —¿Mapa?

—se

sorprendió

Indy.—¿Cuál

mapa?...

 No

fue una cena de categoría, ni comieron

opíparamente. Más que nada era una excusa para prolongar la charla y evitar que Alexander Waisstok se retirara temprano a su residencia. Indy quería


76 saber más. Necesitaba conocer todo y se sentía un estúpido, un novato en el negocio. El portugués de bigotes lo había engañado. Evocaba con bronca al asesino pidiéndole clemencia...”¡Maldito!. Debería haberle partido la cabeza de un tiro”. Le dio un sorbo al vaso de vino blanco que gentilmente le regalara Marcus meses atrás, y quedó pensativo unos segundos. Brody, a su derecha, soportaba la noche con cansada dignidad. A sus setenta años, pasar de las 23:00 horas era todo un logro porque, aunque elegante como siempre, estaba y se veía viejo. El profesor Waisstok, por el contrario, tenía todas las luminarias prendidas. Después de décadas, la adrenalina le recorría el cuerpo. Estaba activo, vivaz y muy elocuente. No paraba de hablar y tirar datos. —Entonces... si no marca un lugar o un tesoro, ¿qué

marca?

—preguntó

Indy

reclinándose hacia su antiguo profesor

finalmente,


77 —Creo

que

un

manuscrito

—respondió

Waisstok, seguro de sí mismo. —¿Qué te lleva a pensar eso, Alex? —intervino Brody. —El catálogo, Marcus —indicó.—En él se consigna claramente que el mapa conducirá a quien lo encuentre (y cito textualmente) hasta “el péndulo, en cuyas palabras está la cura”. Indy caviló sobre la frase. Podía no tratarse de un

manuscrito,

como

pensaba

Waisstok.

Tranquilamente esas “palabras de cura” podían estar grabadas en el objeto. Se reincorporó y caminó lentamente hasta la chimenea apagada, al otro lado de la habitación. Agarró el cofre, que había dejado sobre ella; y extrajo las tres piezas de orfebrería. Al cabo de un minuto, se quedó sólo con la medalla entre sus dedos.


78 —Debe de haber sido un mapa muy pequeño para que entre en ese orificio —dijo Brody, mirando el cofrezuelo desde la mesa. —Una miniatura. El trabajo de un artista...— remató el invitado.—Era algo muy común en aquel tiempo. —Lo que todavía no me queda claro —insistió Marcus—es ese nombre que usas para referirte al cofre, Alex. ¿”Cerrojo de los Duendes”?... ¿Por qué? —Un nombre hermoso, ¿verdad? —repreguntó el viejo sonriendo. —Sí. Hermoso e intrigante... —No sé cuál es su significado, pero así lo nombran en los documentos. Supongo que debe tener algún significado místico-religioso. Brody asintió en silencio. Volteó hacia su sucesor y lo observó ensimismado en la medalla de oro. —Indy, ¿te pasa algo? —inquirió.


79 —Hazme

un

favor.

Alcánzame

la

lupa,

¿quieres?... Está sobre el escritorio —pidió el arqueólogo. Brody obedeció. —¿Qué hay? —volvió a preguntar, asomándose por detrás del hombro de su amigo, al tiempo que le daba lo solicitado. La lente de aumento engrandeció el grabado. —Profesor Waisstok —solicitó Jones en voz alta, indagando a través de la lupa—, ¿sabe quién es el personaje que aparece aquí grabado? Parece un santo o sacerdote... —Su nombre era Pedro “El Pobre”, un beato nunca canonizado por la Iglesia —respondió el anciano. —¿Y qué es lo que tiene en su mano derecha? —Una varita —contestó sin siquiera levantarse de la mesa. Conocía esos objetos de memoria. Indiana pegó su ojo izquierdo al cristal de la lupa.


80 —Permítame que disienta con usted, profesor — dijo.—Esto no es una vara... —¿No?... —preguntó sorprendido.—¿Y qué es, entonces? Jones se enderezó. Un mohín adornó su cara. Miró al viejo y respondió: —Un péndulo. —¿Un péndulo? —Sí, un péndulo apuntando hacia arriba; venciendo la ley de gravedad. Waisstok se puso de pie y caminó hacia Indy, apoyándose en su bastón de bambú. —¡Por Dios, Jones! —exclamó al observar el grabado de la medalla con ojos nuevos.—¡Es cierto!... ¡Ahí está! La esfera de metal y el palo que no es palo, sino un cordón perfectamente tenso hacia arriba...

¡Buen

punto,

palmeándole la espalda.

muchacho!

—dijo


81 —¿Qué es lo que dice esa frase en latín que corona la cabeza del personaje? —inquirió Marcus, señalando la reliquia.—No alcanzo a leer desde aquí. —“Sólo por tu bondad—tradujo Indy— la muerte será definitiva”. —Qué raro...—agregó Brody. —¿El péndulo parado?... —...y esas palabras. ¿Por qué un beato católico negaría de esa forma la vida eterna, sentenciando la “muerte definitiva” como un acto de bondad? —Quizás haya sido un heterodoxo —sugirió Indy.—¿Acaso

no

dijo

usted

que

nunca

lo

canonizaron, profesor Waisstok? —Es muy poco lo que sé de él, más allá de esos pocos datos, doctor Jones. Imagínese, yo pensaba en un manuscrito y resulta que el “péndulo” puede que sea un péndulo de verdad. Sería bueno ampliar la investigación y conocer más en profundidad la vida de ese santón.


82 —La clave está en el objeto que el personaje tiene en la mano —dijo Brody señalando la medalla. —Aunque no sé clave de qué... Waisstok regresó a la mesa. Empezaba a sentirse casado y dubitativo. Indy perduró pensativo junto a la chimenea unos minutos. —¿No conocen a alguien que pueda darnos una mano para indagar más sobre Pedro “El Pobre”, caballeros? —preguntó el anciano. —Creo que sí...—respondió Jones con firmeza de voz.—Tengo a un hombre en mente —y clavó sus ojos en Brody.—¿Sabes en dónde está ahora, Marcus? —¡Oh,

Dios!

—exclamó

el

museólogo

interpretando las intenciones de su pupilo.—No sé por qué, pero presiento problemas en puerta...


83

3 LA VILLA Villa Giuliani Sicilia, Italia.

A

cinco kilómetros de Agrigento, la costa

meridional de la isla de Sicilia se cortaba en una playa abrupta y bellísima, frente al azul claro del Mediterráneo. El sol de la mañana impactaba sobre la superficie del mar y a lo lejos, las siluetas borrosas de dos veleros, parecían hacer equilibrio sobre la línea del horizonte. La temperatura era agradable, a pesar de ser temprano y una cadenciosa brisa,


84 proveniente del “Mare Nostrum”, envolvía la terraza principal de la villa. Aquel era un lugar de privilegio. Tranquilo, hermoso y cálido. Un sitio perfecto para leer y escribir, para enamorarse o simplemente disfrutar del paisaje. No cabía dudas de que la Villa Giuliani representaba lo más sofisticado en edificación, en la zona sur de la isla. Una construcción moderna, de una sola planta, pero extendida a lo largo de cientos de metros cuadrados, junto a la costa. Con sus patios y salones soleados; sus escaleras blancas y terrazas repletas de enredaderas y macetas florecidas, la mansión representaba un mundo en sí misma. Tenía de todo: más habitaciones de las necesarias, baños por doquier, bar y comedor atendido las veinticuatro horas del día por leales mayordomos, dos cocinas, gimnasio y una biblioteca privada, de textos medievales y modernos, como jamás nadie antes había reunido.


85 Muy pocos tenían acceso autorizado para disfrutar de sus comodidades y confort. Los exámenes de admisión eran rigurosos. Sólo la “familia” entraba y salía sin ser palpada de armas u observada con suspicacia por la media docena de matones

que

vigilaban

constantemente

sus

instalaciones. Únicamente, de vez en cuando, y por orden de la Justicia, la villa era violentada por la irrupción de intrusos uniformados, para verificar algún dato suministrado por un traidor ocasional. Pero jamás habían encontrado nada comprometedor. Don Gigio Giuliani, su propietario, era un “Capo” precavido e ingenioso. Viejo, sí, pero no tonto. Respetado y temido, Don Gigio, había amasado su fortuna en Estados Unidos, durante las décadas del veinte y treinta. Excepto la droga, ningún negocio ilegal le fue ajeno. Juego clandestino, prostitución, contrabando y bebidas alcohólicas, durante la Ley Seca, habían contribuido a engrosar sus millones; sin contar la recaudación por los


86 servicios de “protección” a los que eran obligados los comerciantes del barrio oeste de Nueva York. Pero ahora, a sus ochenta y ocho años, retirado del negocio y de regreso a la tierra que lo viera nacer, Don Gigio Giuliani disfrutaba de la tranquilidad y el prestigio que le daban las decenas de muertes que cargaba sobre sus espaldas. La villa era suya, como todo aquello que alguna vez había deseado tener. Repentinamente, el teléfono sonó en el living y dos minutos más tarde, uno de los mayordomos de la finca, anunció el llamado al personaje que, absorto en un texto, leía cómodamente recostado en una butaca de la terraza principal. —Ya

atiendo,

muchas

gracias

—dijo,

y

levantando su imponente metro ochenta y ocho de altura, caminó pausadamente hacia el tubo.




87

Desde la barca pesquera que habían alquilado, el contorno de la villa era una mera línea achatada de color muy blanco que corría a lo largo de la costa, justo por encima de un acantilado de regular altura. Incandescente por la claridad de la mañana, la mansión Giuliani no revelaba a la distancia los muchos lujos y comodidades que atesoraba en su interior. —Bajen el bote y no olviden exhibir bien las redes cuando estemos cerca de la playa —ordenó uno de los siete sujetos que esperaban en la cubierta. —Y recuerden —agregó preparando una metralleta: —disparen a matar. Con sólo oírlos hablar, cualquiera se hubiera dado cuenta de que ese grupo de hombres eran todo, menos pescadores. El acento no era italiano y por más disfrazados que estuvieran, con ropas raídas, botas de goma y gruesos gorros de lana; de cerca, las


88 manos sin cayos y el resabio de perfume fino en la piel, denunciaban el fraude. Abordaron el bote. Ocultaron las armas en el fondo del mismo y remaron en dirección a la orilla. A medida que se acercaban, el acantilado gradualmente fue ganando altura y observaron cómo, desde la playa, ascendía una hermosa escalera de mármol en dirección a la propiedad mafiosa. En la arena, muy cerca de la rompiente de las olas, dos matones con escopetas de doble caño, vestidos de paisanos, vigilaban con atención los movimientos del bote. Caminaban de una punta a otra del arenal sin dejar de quitar los ojos de los pescadores que se acercaban. —¡Ahora! —dijo uno de los farsantes y el resto elevó una red vieja por sobre sus cabezas, lanzándola al mar. Inmediatamente, el mandamás se paró y saludó a los guardias con una sonrisa muy blanca. Los matones respondieron parcos, levantando apenas


89 las manos y continuaron soportando el calor de la guardia. Quince minutos más tarde, “el pescador en jefe” volvió a reincorporarse. —¡Eh!... ¡Ustedes, los de la playa! —les gritó a los guardias con tono jocoso y perfecto italiano.— ¡Habiamo

problema

con

la

red!...

¿Posiamo

acercarnos?... ¡Es sólo cuestione de minuti! Los vigilantes se miraron entre sí y levantaron los hombros. Hablaron entre ellos unos segundos y movieron los brazos convocando a los “marineros” a la playa. Cuando el bote clavó la proa en la arena costera, sus siete tripulantes descendieron con velocidad y simularon manipular con preocupación una gran red de pesca. Esperaron que los guardias se acercaran. Entonces, sin anuncios de ningún tipo, extrajeron las metralletas y dispararon contra los anfitriones. Los dos hombres cayeron muertos mucho antes de jalar sus gatillos.


90 Los levantaron. Los metieron en el bote y taparon con la red. Recargaron las armas y corrieron en dirección a la escalera de mármol que subía hasta la villa.

 —¿

Aló?... —preguntó, levantando el teléfono.

—¿Papá?... —¿Júnior?... ¿Eres tú, Júnior? —Sí, padre —respondió Indy, frunciendo los labios con acostumbrado fastidio, al otro lado de la línea. —Pero, ¿desde dónde hablas?... ¿Estás en Italia? —No, papá. Estoy en la universidad; en casa... —¿Y por qué me llamas desde tan lejos, Júnior?... ¿Hubo algún problema? —No... —titubeó.—Sólo quería saber cómo estabas.


91 —¿Cómo estoy? —inquirió intrigado Henry Jones.—Ocupado, muchacho; muy ocupado... —Me alegro por ti, papá. Indy acomodó el tubo en su oído. Le transpiraban las manos. No sabía por qué, pero estaba nervioso. Henry Jones (padre) permaneció de pie en absoluto silencio. —¿Papá?... ¿Estás ahí? —Sí, Júnior. —¿Y por qué no respondes? —¿Responder?... ¿A qué? No hiciste ninguna pregunta. Querías saber cómo estaba, ¿verdad? Pues, estoy bien. Ocupado, ya te lo dije. —Dime —suspiró Indy—, ¿qué diablos haces en Sicilia?... Marcus me contó que... —...Júnior, no creo que sea éste el medio adecuado

para

interrumpió.

comentarte

mis

proyectos


92 —Pero,

papá,

atiéndeme,

por

favor... —

sentenció Indiana.—¿Me escuchas? —Perfectamente. —Marcus me comentó respecto del propietario de la villa en la que estás. —¿Don Gigio?... —Sí... —¿Qué hay con él? Es un buen hombre. Una mente abierta a la historia y al arte...Un mecenas. —¡Papá! ¡Ese tipo es un gangster! ¡Un jefe mafioso!... —¡¿Mafia?!... —exclamó en voz alta. —¡Shhhhhh!... Baja el tono, pueden oírte... —¿Mafia dijiste?...—repitió sorprendido—¡Ese tonto de Brody te ha estado llenando la cabeza con sus fantasías seniles, Júnior! —Padre, escúchame un segundo, por favor... Mira, no creo conveniente que permanezcas en ese lugar...


93 —¿Por qué no? —inquirió como un niño caprichoso. —¡Te lo acabo de decir! —acotó Indy con bronca.—¡Giuliani es un criminal!... Además... —...además ¿qué?... ¿Me vas a decir que es un caníbal y antropófago? —ironizó el viejo. —No, padre... Es que tengo un trabajo para ti — completó Indy. —¿Acaso estás sordo, Júnior? ¡Ya tengo trabajo en este lugar! —Tómalo como un complemento. Como unas horas extras, por favor. La facultad pagará tus honorarios. —No sé qué es lo que tienes en mente, Júnior, pero estoy muy bien en donde estoy. No pienso moverme de aquí hasta que termine de revisar el archivo de la biblioteca. Si para entonces aún requieres de mis servicios, llámame de nuevo. —¡Papá, no cuelgues! —rogó Indy con un grito. —Escúchame...


94 —¡No, Júnior! ¡Tú escúchame a mí! —ordenó, dejando sacar su veta de progenitor autoritario y terco.—¡Conozco tus “trabajitos” y sé en qué desembocan siempre: en problemas! Ya estoy viejo, Júnior... ¡Y tú también! Deberías llamarte al reposo... —¡Papá!... —Se terminó la charla, Júnior. Hasta aquí llego yo. —¡Papá! —ladró Indy.—¡No me cuelgues, maldita sea! Henry frunció el seño ofendido. —¡Deja de blasfemar! —respondió alejando los labios del micrófono. —¿Henry? —preguntó intempestivamente una voz diferente por el auricular.—Soy yo, Marcus. —¡Marcus!... —exclamó Jones sorprendido— ¿Qué le pasa a ese hombre? ¿Se ha vuelto loco?... —Está preocupado por ti, Henry.


95 —No tiene por qué hacerlo. Ya soy un adulto responsable y sé lo que hago. —No es eso, compañero —armonizó Brody.—El tema es que... —... Aguarda un segundo —lo interrumpió, al oír unos ruidos extraños provenir de la terraza en la que había estado hacía sólo minutos.—Ya estoy contigo—.Apoyó el tubo sobre la mesita y giró en dirección

de

la

puerta-ventana.

Caminó

campechanamente hacia ella y asomó su calva cabeza al exterior. —¡¡Qué pasa aquí!! —gritó exasperado al ver a Don Gigio tirado sobre el piso, rodeado de dos hombres armados que parecían pescadores. —¡Agarra al viejo! —gritó uno de los maleantes al verlo.—¡No dejes que se escape!... Henry se quedó estupefacto cuando detectó una mancha de sangre brotar de la nuca de Giuliani. —¡Es ¡Intolerable!

intolerable!

—volvió

a

ladrar.—


96 En Nueva York, con el tubo nuevamente en su oído, Henry “Indy” Jones Jr., escuchó perfectamente el alarido de su padre. —¡¡Papá!! —gritó con inquietud.—¡¡Papá!!... ¿Qué pasa?...¿Estás bien? ¡Respóndeme!... Pero para entonces, el profesor Henry Jones Padre quedó “incomunicado”.


97

4 DESTINOS CRUZADOS Ciudad de Nueva York Veinticuatro horas después. The Newyorker News Agrigento, Italia (International Press) La policía local ha informado que, en el día de ayer en horas de la mañana, la mansión propiedad del conocido “Capo” de la Mafia Vittorio Gigio Giuliani, fue subrepticiamente atacada por quienes las autoridades creen son los miembros de una “familia” enemiga. La lucha de poder entre clanes mafiosos parece haberse trasladado a la cuna del crimen organizado dejando un


98 saldo de siete muertes, entre los que se cuenta el propio Giuliani. El fiscal general de Agrigento, Lucio Rommano, informó a la prensa que el Capo-mafia, de 88 años de edad, fue muerto de un tiro en la cabeza y que los asesinos ingresaron a la propiedad desde la playa, haciéndose pasar por pescadores locales. Asimismo, los datos recabados en la investigación preliminar iniciada ayer, indican que un extranjero de origen escocés, el profesor Henry Jones, aparente socio del gángster, también fue muerto, sin hasta ahora haber encontrado su cadáver. Se desconoce las vinculaciones que este personaje pueda tener con el comando que atacó la villa, pero también se especula que haya sido él quien —de algún modo— les permitiera a los asesinos ingresar y masacrar al miembro más encumbrado de la “familia” siciliana. En ese caso, el susodicho señor Jones, no estaría muerto sino prófugo de la justicia. Se teme que pueda desatarse una guerra de clanes, con consecuencias impredecibles.


99

Como

cualquier aeropuerto del mundo, el de

Nueva York era una terminal impersonal y fría. Un mero lugar de paso en el que miles de almas consumían sus ansiedades y angustias esperando. Un espacio amplio, lustroso, confortable y, aún así, desangelado, sin esencia propia. Vistiendo una impecable camisa blanca, corbata azul, pantalón al tono y saco de gris moteado, Indiana Jones atravesó el hall central a paso veloz. Caminó hacia la ventanilla de la empresa aérea en la que había reservado su pasaje y pidió el ticket. La sonriente empleada le entregó su tarjeta de embarque y el cuestionario que todos los turistas debían completar antes de abordar, y que Indy siempre confeccionaba con errores. Le dio su equipaje. No declaró nada que pudiera traerle complicaciones en la aduana Brody.

y volteó para despedirse de Marcus


100 —Te mantendré al tanto de todo lo que averigüe —dijo dándole un fuerte apretón de manos.—No te preocupes, encontraré al “Viejo”. Marcus esbozó una sonrisa de compromiso, nerviosa, y le retribuyó el saludo con firmeza en los dedos. —Cuídate. —Lo haré —respondió, ajustándose el sombrero fedora.—Despreocúpate —y sin más, giró sobre sus talones y emprendió camino hacia el avión, por un largo pasillo alfombrado. Brody lo observó por unos segundos. “Ese hombre parece no tener paz”, pensó. “Siempre de una aventura en otra. Siempre arriesgando su vida. Siempre en la búsqueda”. Cuando Indy torció en un recodo del pasillo y lo perdió de vista, suspiró, dio una plegaria en silencio y regresó al Marshall College. Algo era evidente: con sucesores como Jones jamás podría disfrutar de una jubilación convencional.


101 Mientras andaba hacia el aparato, Indy se percató de que llevaba bajo su axila derecha la fuente de preocupación de todo el día; el periódico de la mañana: The Newyorker News. Lo había leído y releído varias veces y no podía creer los disparates sensacionalistas que habían publicado. Que su padre pudiera estar involucrado en el asesinato de Gigio Giuliani era no sólo improbable, sino literalmente una locura. Únicamente en la imaginación enfermiza de un redactor inescrupuloso podía gestarse semejante idea. ¡Un disparate sin asidero alguno! Nadie que conociera medianamente al profesor Henry Jones podría creer que él y la mafia tenían contactos de algún tipo. Indy, incluso, dudaba de que su padre supiera algo sobre la mafia. El “Viejo” vivía en la Edad Media; inmerso en su propio mundo de documentos del siglo XIII y restos materiales con más de 800 años de antigüedad. Se movía mejor en el pasado que en el presente. Lo


102 prefería. Así se lo había hecho saber durante toda su vida. Ya era demasiado tarde para cambiarlo. A los ochenta y siete años de edad, ya nadie lo hacía. Sólo restaba ver cómo se afianzaban sus mañas. Pero Indy no lo juzgó: a él le pasaba lo mismo. Abordó el avión. Ocupó su butaca y, una vez acomodado, miró por la ventanilla esperando el despegue. Por un segundo permaneció mirando el ala derecha del aparato. Ya no tenían hélices y el sonido del arranque no era el mismo. Desde hacía unos pocos años, las turbinas habían ido suplantando poco a poco los impulsores helicoidales que Indy tanto conocía. Ahora se los denominaban jet y la palabra aeroplano era ya una antigüedad semántica. Eran aviones mucho más veloces, cómodos y seguros. ¡Cuántas cosas habían cambiado después de la guerra! El mundo era diferente, menos romántico quizás; mucho más tecnificado y gélido. Y si bien el rock, con sus fuertes ritmos pretendía calentarlo un poco, a Jones le seguía resultando más tiernas y


103 humanas las melodías de Sinatra o Dean Martin; que por aquellos días, parecían resurgir con fuerza, dando los últimos estertores de popularidad. En pocos años más, seguramente, esa música sería cultivada sólo por entendidos, constituyendo un oasis en un mar de ruidos y canciones repletas de gritos, derivadas de la rebeldía adolescente en crecimiento. Las turbinas se prendieron. El jet vibró y, de inmediato, la voz del capitán les dio la bienvenida a los pasajeros, a través de los parlantes. Informó someramente sobre el estado del tiempo en New York y esbozó un sintético plan de vuelo. No habría escalas. Sería un viaje rápido. Las azafatas gesticularon mecánicamente, repitiendo el ritual que mostraba qué acciones seguir en caso de accidente; indicando cómo usar las máscaras de oxigeno que caerían desde el panel superior a la butaca, en caso de descompresión, y de qué modo colocarse los salvavidas que permanecían debajo de los asientos.


104 Sólo después, el jet buscó pista, caminó hasta el final de la misma, realzó el poder de los motores al máximo y carreteó. Indy sintió cómo la fuerza de la inercia le pegada su cuerpo al respaldo y la trompa del aparato se elevaba. El avión ganó altura como si fuera un gigantesco habano metálico con alas. Nueva York empequeñeció a sus pies. Las nubes ganaron espesor y presencia junto al fuselaje. Quince minutos después, Indy sobrevolaba el Atlántico Norte con un rumbo definido y claro: Italia.

 Extasiado

como estaba con sus problemas,

Indiana Jones no se percató del cambió que se operaba justo en la butaca de al lado. Bastó un simple apretón de hombros para que el caballero, gordo y con cara de vendedor de autos,


105 que ocupaba su asiento contiguo fuera removido por una mano gruesa y llena de dedos enormes. En su lugar, otro hombre mucho más joven y corpulento, ocupó el asiento. Observó a Indy por unos minutos sin decir nada. El arqueólogo seguía con los ojos fijos en el firmamento y la inmensidad del océano. Entonces, el individuó acotó: —En caso de caer ahí, en esa interminable masa líquida, nadie encontraría nuestros cuerpos... Indy giró sorprendido. —Perdón... ¿Cómo dice? —preguntó. —El mar... —aclaró el hombre.—A él me refería —dijo señalándolo con el dedo índice.—Siempre digo que es una gigantesca tumba anónima. ¿No lo cree, doctor Jones?... Indy lo miró extrañado. —¿Nos

conocemos?

registrar ese rostro rubicundo.

—inquirió

creyendo


106 —No

creo

—sentenció

el

sujeto

con

displicencia.—Mi nombre es Giuliani, Paul Giuliani. ¿Le suena el apellido, dottore? Indy comprendió todo en un segundo. Tenía visto a ese tipo en los diarios. Era un personaje tristemente famoso. Infructuosamente perseguido por la justicia, y declarado gángster por todos los periódicos del país. Paul Giuliani era el “Capo di tutti i Cappi” de la ciudad de Nueva York, especialmente desde la “jubilación” de su padre. Tenía cuarenta y nueve años, vivía en una mansión increíble en pleno corazón de la isla de Manhattan, y controlaba de modo despiadado y calculador a la “Cosa Nostra”; una filial de la mafia siciliana en suelo americano. Gordo y con escaso cabello, los negocios heredados estaban diversificados y las ganancias eran cuantiosas. Era un hombre de fortuna, insensible y muy temido por sus enemigos.


107 —¿Giuliani? —repreguntó Indy arqueando las cejas. —¿Sorprendido?... No debería estarlo, Doctor Jones. Nuestros apellidos aparecen juntos en la primera plana del diario de hoy —dijo señalando el periódico

arrugado

que

colgaba

del

bolsillo

elastizado de la butaca ubicada enfrente a Indy. —Destinos cruzados... —ironizó el veterano arqueólogo, experimentando una sensación de intranquilidad en aumento. —¿Destino?... No tanto, dottore. Soy un “uomo” que no cree en la predeterminación. Nada está escrito de antemano. Nosotros mismos nos fabricamos nuestro propio destino. ¿O usted piensa lo contrario? Indy le clavó los ojos y, tratando de ser claro y sincero, manifestó: —Debería saber de antemano que mi padre es inocente. —Deberá probármelo, si quiere seguir con vida —respondió con sequedad.


108 —¿Acaso, según la ley, no se presupone siempre la inocencia? Giuliani acomodó su robusto físico y le acercó el rostro. —Según las leyes comunes—dijo—, puede ser. Pero en asuntos de familia yo soy el juez y las interpreto como se me antoja. —En ese caso, no necesitaré abogado defensor... —Comprende rápido las cosas, doctor Jones.— Movió levemente la mano izquierda y dos matones sólidos como un muro, se pararon a su lado.—Le sugiero que acompañe a “mis fiscales”—bromeó con temeridad.—Tienen algunas preguntas para hacerle. —Los

grandulones

se

abrieron

los

sacos

y

exhibieron las cachas de dos revólveres calzados en la cintura.—Y, doctor Jones —agregó Giuliani—, no intente hacerse el héroe aquí arriba. Muchas persona inocentes podrían salir heridas por su culpa. El más alto de los gángster movió la cabeza y le dijo:


109 —Andiamo... Sonó seco, nada diplomático.

 Lo primero que le llamó la atención al entrar en la sección de carga fue el orden y pulcritud que tenían los cientos de bultos y valijas que se apilaban a un lado y otro del fuselaje. Había de todo: cajas, bolsos, maletas de alta y baja calidad, incluso jaulas. El sector estaba poco iluminado. Apenas un foco de luz verde permitía hacerse una composición del lugar. El olor a cuero lo impregnaba todo. Indy fue llevado a empujones hasta la parte central, flanqueado por los dos matones de Paul Giuliani. Mentalmente, se estaba preparando para soportar el dolor. Sabía que ese par de “osos” entrenados para matar no andarían con vueltas. Irían directo al grano. Y no se equivocó.


110 —Muy bien, amigo —dijo quien parecía ser el gángster de mayor autoridad—, espero que nos cuente todo de manera clara y rápida. Odio tener que perderme la cena que están a punto de servir. Indy no pudo contener una sonrisa nerviosa. Las ironías eran su fuerte y ese hombre había sido original al respecto. Lo miró. No dudó en creer de que era el tipo de sujeto capaz de dejar un plato de fetuchinis a medio terminar , matar a alguien y seguir sin más con la comida un rato más tarde. —¿Quién mandó a su padre a Sicilia? — preguntó el matón.—¿Quién es su jefe? —No espero que me crea —dijo Jones—, pero le aseguro que nadie. Nadie —aclaró con vehemencia —. Estaba en la villa por cuenta propia. Trabajaba en el archivo de la casa y... —Espere, espere un segundito —lo interrumpió levantando la mano.—¿No me escuchó lo que le dije antes? Detesto perder tiempo con mentiras, señor. —Sabía que no me iba a creer. Se lo anticipé...


111 Los dos gángster se miraron entre sí. Sonrieron. —Doctor... —pronunció el grandulón de acento itálico.—¿Usted es médico, verdad? —No. Soy doctor, pero en arqueología. —¡Mire usted!... Nunca había conocido a un médico que fuera arqueólogo. —No soy médico. —¿No?...

¡Qué

lástima!

—exclamó

con

sarcasmo.— Y dígame, doctor—agregó—; a su edad, ¿cómo anda de la próstata? Indy lo observó extrañado. —¿Cómo dice? La patada fue directa a la entrepierna. Los testículos de Jones recibieron el impacto inesperado y el arqueólogo cayó de rodillas al piso, tomándose instintivamente el estómago con sus manos. Lo habían sorprendido, a pesar de todo. —Díganos quién fue el que contrató a su padre y se ahorrará trámites dolorosos —recomendó el


112 matón, levantándolo por la solapa del saco.— ¿Fueron los Gennovese, verdad?... ¿Fueron ellos? Indy cambió el aire de sus pulmones. —¿Acaso no lo envió Tony “La Mosca” Gennovese? —repreguntó el segundo de los “osos”. —No sé de qué demonios hablan —articuló Indy con dificultad.—No conozco a ninguna mosca llamada Tony... —¿Ah,

si?...—proclamó

el

primer

matón,

mirando a su socio.—Parece que el amigo quiere bromear con nosotros.—Y sin más, le propinó una trompada en la cara con la mano que tenía libre. Indy cayó nuevamente al piso. —No quiero matarlo aquí arriba, doctor; pero si insiste, no me dejará opción —expresó, invitando con un gesto a su compañero a intervenir en la tortura.—Te lo cedo... Éste se acercó y levantó a Indy por el cuello, como si fuera un muñeco de peluche.


113 —Por última vez, doctor, ¿quiénes fueron?... ¿Los Gennovese?... —¡¡GENNOVESE!!... ¡¡GENNOVESE!! El alarido —que más parecía un graznido— provino de la izquierda. Tenía un tonada extraña y muy fuerte; suficiente como para distraer a los dos interrogadores. Entonces, Indy, decidió reaccionar. Se quitó de un golpe la mano que le sujetaba la garganta y lanzó hacia delante una patada, en dirección a la región testicular de su agresor. El matón se arqueó, lanzando un apagado suspiro de dolor. Indy giró con presteza y le clavó, al otro, los nudillos en la quijada. Fue un puñetazo certero, pero la mano se le estremeció y los huesos de las falanges sintieron el impacto, arrancándole un “¡¡Auch!!” de sus labios. Conteniendo el dolor, dio media vuelta y se lanzó hacia la puerta.


114 No pudo concretar dos pasos cuando sintió que le trababan los tobillos. Trastabilló y chocó con todo el peso de su cuerpo contra una pila de equipajes. El primer gángster se reincorporó, recuperándose de la patada y volvió a la carga. Era un tipo fornido, musculoso y joven. Rabioso como estaba, de seguro no ahorraría energías hasta terminar con Indy, reduciendo su cuerpo a una mera masa fláccida, semejante a un flan. —¡¡GENNOVESE!!... ¡¡GENNOVESE!! Por segunda vez, alguien pronunció el apellido con inusitada potencia. Indy

volteó

la

cara

hacia

la

derecha,

identificando la fuente del sonido, a escasos centímetros suyo Un loro. Un loro multicolor de regular tamaño, encerrado en una jaula acampanada de hierro. No lo dudó ni un instante.


115 Estiró el brazo, tomó la jaula por la argolla superior y la sacudió con fuerza contra el rostro del asesino, que se le tiraba encima. Las rejas se le incrustaron en la sien izquierda y el primer mafioso quedó fuera de combate en ese mismísimo instante. Indy se paró con la jaula en la mano justo en el momento en que el otro anfitrión intentaba quitárselo del medio desenfundando su pistola. Reaccionó mecánicamente. Volvió a sacudir la jaula y volvió a acertar de pleno en el agresor. Esta vez en la cabeza. Se escuchó un crujido estremecedor y el gángster se desplomó inconsciente. Aguardó unos segundos. Se aseguró de que ninguno tuviera una reacción contraofensiva y miró al loro, que aún aleteaba confundido detrás de las rejas. —Gracias, amigo —dijo, devolviéndolo a la pila de valijas en la que estaba.—Te debo una.


116 Le quitó las armas a los delincuentes y sólo después se dirigió a la butaca que tenía reservada al otro lado del avión. Se sentó junto a Paul Giuliani, tiró las armas sobre sus rodillas y lo observó con llamas en los ojos. —Ahora que el interrogatorio ha terminado —le dijo al confundido mafioso—, ¿podemos hablar como dos personas civilizadas?


117

5 UN ARQUEÓLOGO CON NOMBRE DE PERRO “Hay una realidad irrefutable: vivimos tal como morimos, solos” Joseph Conrad

“Lo malo también tiene su fin”. Lucrecio, filósofo, siglo I d.C.

Era una columna larga, bruñida, reluciente, de chevrolets Belair 1957, negros, muy señoriales; custodiados por un pequeño ejército de choferes


118 uniformados, que esperaban el fin del funeral en las puertas mismas de la Villa Giuliani. Desde hacia décadas no se congregaban tantos rodados de marca en

esa

parte

de

Sicilia.

Aquello

era

una

acontecimiento social extraordinario y era necesario —tanto como conveniente— expresar los respetos por del Don muerto. El velatorio no se escondía, como en otras partes. El ritual era casi público. No sólo los grandes jefes mafiosos de Europa se congregaban en torno al ataúd de Gigio; los campesinos y artesanos locales, que tanto habían dependido de él, se daban cita lamentando más que ninguno la desaparición física de quien muchos consideraban su padre protector. Como en un morboso peregrinaje ante una reliquia sagrada, los visitantes pasaban ante el cajón del muerto, rindiéndole homenaje póstumo, para después darle el pésame a su hijo y heredero, al otro lado de la habitación. Para ello debían pasar por entre media docena de plañideras profesionales que,


119 desconsoladamente, lanzaban gritos de dolor y lágrimas a los cuatro vientos, recordándole a los presentes el terrible trance por el que pasaba la Familia. Paul Giuliani recibía saludos y lamentos de amigos y no tan amigos, buceando en los ojos, apretones de manos y besos, un signo de hipocresía, de traición mal disimulada, que le facilitara la tarea de descubrir quién había sido el asesino de su progenitor.

Tenía

que

averiguarlo.

Necesitaba

hacerlo para salvar el honor del clan y poder encarar los negocios con seguridad y confianza en su sus colaboradores y socios. No podía mantenerse en la cima con un asesino ladino en el seno mismo de la organización. Si la incertidumbre se mantenía perdería poder: y en esa jungla darwiniana, el débil era devorado por el fuerte. Con su padre muerto, Paul era el único depositario de su fortuna, de sus anillos y reputación. Se había convertido en el Jefe, en el Don Mayor, en


120 el Mandamás; y lo cierto era que se sentía feliz al respecto. Pero, si llegar había sido fácil; lo difícil sería mantenerse en las alturas sin perder autoridad, controlando a esa manada internacional de lobos hambrientos.

 A unos cincuenta metros del lugar en donde el cuerpo de Gigio Giuliani entraba lentamente en descomposición, el mafioso había mandado a construir su biblioteca, repleta de tomos que jamás había leído. Un predio inmenso, tapizado de estantes repletos de libros antiguos, manuscritos y copias de testimonios que se podían remontar a la Roma Imperial, al medioevo o principios del Renacimiento. Un verdadero paraíso terrenal para los estudiosos, perfectamente ordenado y catalogado en lujosos ficheros de roble del siglo XVIII.


121 La luz entraba por doquier, a través de ventanales con vitreaux

multicolores, de escenas

clásicas, y cómodos sillones permitían una lectura relajada y quieta. El único problema era que muy pocos habían saboreado el placer intelectual de sumergirse en el pasado en ese lugar. De hecho nadie lo visitaba desde hacía años. Era una mero símbolo de poder, semejante al que ostenta mucha gente cuando compra libros de arte y los pone como decoración en las mesas ratonas de sus salas. Una simple

cuestión

cuantitativa.

Las

cantidades

contaban. Sobre la margen izquierda de la biblioteca y a unos cuatro metros de altura, Indy Jones revisaba desde una escalera con ruedas el último de los estantes, con una ficha entre los dedos y un rostro de cejas fruncidas. Tan absorto estaba en sus tarea que no se dio cuenta de que una bella mujer, de unos treinta y cinco años, había entrado en el predio, mirándolo


122 atónita y preocupada. Caminó hacia la base de la escalera sin hacer ruido y observó por unos segundos al arqueólogo. Finalmente preguntó: —¿Quién es usted y qué hace ahí arriba? Indy se sobresaltó y miró para abajo. —Tengo autorización del señor Giuliani, no se preocupe —respondió simpáticamente, con una sonrisa en los labios. —¿Del señor Paul? —Efectivamente, señorita... —dijo descendiendo por la escalerilla. —¡Qué raro! No me informó de nada. —Hay otros problemas en lo que ocuparse, ¿no cree? —replico Indy, moviendo la barbilla en dirección a la capilla ardiente. —¡No me lo recuerde, por favor! —contestó la chica con un suspiro angustiado.—Aún sigo sin entender qué pasó. Salvé el pellejo de casualidad... —¿Estaba presente?


123 —No. Había pedido el día libre para ver a mis padres que llegaban de Alemania. —Entonces... —arguyó Indy, acercándosele—, si trabajó aquí en los días previos al asalto debió conocer al profesor Henry Jones. —Claro que si! —exclamó la chica. —¡Qué hombre más adorable!... —Suele tener sus días buenos... Es mi padre. —¡Encantador ser humano!... ¿Usted es su hijo? ¿El arqueólogo con pseudónimo de perro? —sonrió. —No espere que le responda con un ladrido — agregó Indy con sorna. —Perdone usted, doctor Jones, pero no pude dejar de recordar ese dato tan simpático. Me llamó mucho la atención. —Se adelantó y extendió la mano. —Permítame que me presente. Mi nombre es Anika von Pauls, la bibliotecaria. El señor Giuliani me contrató para ordenar y catalogar su colección de libros y documentos.


124 —Encantado

—respondió

el

arqueólogo,

estrechando unos dedos delicadamente blancos—. Indiana Jones, para servirle. El de nombre canino... no sé si me ubica. Anika esbozó una reluciente sonrisa. Era una mujer de mediana estatura, rubia como el trigo y con brillantes ojos azules, que escondía por detrás de un par de lentes de cristal puro, sin marcos. Debería tener la mitad de edad de Indy y se anticipaba simpática y conocedora de su materia, dado el perfecto orden en que estaban los libros de las estanterías —Me viene como anillo al dedo, señorita — repuso Jones, mostrándole la ficha bibliográfica que tenía. —Quiero encontrar este manuscrito, pero no está en su estante. —T-1012-Manusc.-XVII-

Re.-PP.

chica en voz alta, tomando la tarjeta.

—leyó

la


125 —La encontré en la habitación de huéspedes que ocupaba mi padre. Quiero saber porqué estaba interesado en ese texto y de qué trata. Anika levantó la mirada y repuso con suficiencia profesional: —Es un manuscrito del siglo XVII, escrito por un sacerdote español. El profesor Jones lo trabajó durante varios días... ¿Qué, no está en su sitio? — inquirió observando el estante superior de la biblioteca. —No. —Es extraño. No es un material fácil de manipular. Es grande y encuadernado con tapas de madera. Muy pesado. De hecho su padre se negó a llevarlo a su recámara. Prefería leerlo aquí, o en la terraza. —Hizo un impasse y repreguntó:—¿Está seguro que no está allí arriba? —Hace dos horas que lo busco sin suerte. —¿Se lo habrán robado? —Quién sabe...


126 —Pero, ¿qué interés puede tener un documento como ese? —¿Lo leyó? —Sí...—respondió

titubeando—

Bueno,

en

realidad no directamente. Estaba escrito en latín. Su padre lo fue traduciendo y yo tomé notas.—Clavó sus ojos azules en los de Indy y terminó diciendo: — Lo estuve ayudando durante un par de días. —¿Y sobre qué trata el manuscrito? —Es la crónica sobre la vida de un hombre. A mí no me pareció nada interesante, pero el autor estaba obsesionado con él. —¿Recuerda el nombre? —Claro que sí. Firmó con un pseudónimo: Pedro “El Pobre”. Una ola de calor recorrió todo el cuerpo de Indy. La adrenalina, que le inyectara la emoción de escuchar ese nombre, hizo que las sienes le latieran a punto de explotar. No podía creer lo que estaba oyendo.


127 No podía ser una mera coincidencia. Aquello era fantástico. Sus

ojos

se

abrieron

sorprendidos

e

inconscientemente tomó a la muchacha por el brazo. —¿Le pasa algo, doctor Jones? —preguntó la chica al borde del susto.—¿Se siente bien?... —Pocas veces me sentí tan bien en la vida, señorita —contestó, ladeando la boca con una sonrisa nerviosa. —¿Y sus notas? —indagó. —¿Aún tiene las notas que tomó? No las encontré en el cuarto de papá. ¿Usted las tiene o también se las llevaron? —Las tengo en mi habitación —respondió, sin salir del asombro que le causara la metamorfosis de Indy. —¿Las quiere? —Se lo agradecería muchísimo... —solicitó, temblando de la ansiedad.


128

6 PEDRO “EL POBRE”

Ficha:

Síntesis

directa

de

la

traducción del texto T-1012-Manusc.-XVIIRe.-PP, realizada por el profesor Henry Jones (padre); folios 34-38 Ibíd. VIII:

Noticias Terribles del Nuevo Mundo. De cómo la Iglesia debe luchar contra el Diablo en América y del inmenso poder que éste tiene en esas tierras. Pedro “El Pobre”, 1653.


129 “Ordenado sacerdote en Zaragoza el 14 de abril de 1635 y enviado a la isla de Cuba a ejercer mi ministerio como párroco 1640,

del yo,

pueblo Pedro

testimonio

de

de

Santiago,

“El

las

Pobre”,

muchas

en doy

maravillas

acaecidas en la vecina isla de Haití, de

las

que

“visitas”

fui

testigo

pastorales,

en

junto

una

mis

a

Fray

Alberto Domínguez, miembro de la Orden Trapense,

compañero

entrañable

y

entendedor de los muchos misterios que pululan en este Nuevo Mundo [...]. “Pido

a

Dios

Todopoderoso,

a

su

Santa Madre María y a todos los santos del Paraíso, que estas palabras sean creídas

porque

no

son

producto

de

dichos y rumores, sino el resultado de observaciones directas hechas por mí y el mencionado fraile, con quien tuve el honor

de

enfrentar

tan

maligna

realidad; más propia de la pesadilla de un

hereje

que

de

los

designios


130 benevolentes protegió

y

del

Supremo,

protege

que

hasta

la

nos fecha

[...]. “Dejo testimonio a las autoridades eclesiásticas que, contrariamente a lo que afirman los papeles oficiales, el trabajo

de

Américas

no

idolatría muchos

evangelización está

concluido

pagana

rincones

en

aún de

y

que

prevalece

esta

parte

las la en del

mundo. El poder de Satanás, escondido en

cientos

todavía

de

invade

prácticas las

almas

blasfemas, de

indios,

negros y muchos españoles instalados en estas islas desde hace tiempo [...]. “Uno de los más extraños casos del que

he

tenido

referencia

es

el

de

Quijano Navarrete, natural de Sevilla, hijo de pastores y devenido en traidor al momento de convertirse en pirata y salteador, bajo las ordenes del capitán francés

Jean

sanguinario

Jacques que

bañó

Morés, de

hugonote

sangre

las


131 costas del caribe durante muchos años [...]. “Supe que el tal Quijano Navarrete participó

en

numerosos

ataques

a

galeones españoles y que nunca se le comprimió el alma al amenazar, violar, robar

y

asesinar

compatriotas renegó

de

[...].

a

la

sus

Desde

santa

propios

muy

fe

joven

católica,

inclinando su fundamentalismo religioso hacia la herejía protestante [...]. En Francia, reino al que huyó después de acuchillar —por motivos que desconozco— al socio de su padre, se enroló como grumete de la tripulación del buque San Germain,

con

el

que

navegó

durante

cuatro años, tomando parte activa en los saqueos de muchos y ricos puertos, como lo son Veracruz, Nombre de Dios, Cartagena y La Habana [...]. “En

octubre

capitán cómplices

de

francés

y

1551

el

muchos

piratas

citado de

sus

murieron


132 sorpresivamente

mientras

abordaban

el

San Valente, nao de la Armada Imperial Española,

yéndose

al

fondo

del

mar

junto con toda la tripulación ibérica [...].

En

Navarrete asalto

esa

—que

del

ocasión,

no

Quijano

participaba

barco—

fue

en

testigo

el del

desastre desde la cubierta del Saint Germain,

sobreviviendo

pirata

rescatando

y

en

del

el

buque

océano

un

pobre botín de guerra, consistente en un

arcón

con

libros

y

objetos

confiscados por la Inquisición antes de la partida. “[...] con su capitán muerto y gran parte de la tripulación destrozada por la explosión del San Valente, Navarrete y los otros afortunados, regresaron a la

Isla

de

la

Tortuga,

al

norte

de

Haití, para buscar nuevo líder. “La Tortuga, nombre que recibía el islote

por

su

forma

y

parecido

que

tenía a dicho animal, era en aquellos


133 días

—y

lo

sigue

siendo—

una

zona

liberada, un lugar fuera del alcance de la soberanía del rey de España y un verdadero paraíso de piratas, corsarios y

filibusteros

de

diferentes

nacionalidades; en donde, sin orden ni concierto,

anárquicamente,

habían

conformado una sociedad de asesinos que se

ayudaban

mutuamente,

respetando

y

temiendo al más fuerte, y que llamaban la

Compañía

de

los

Hermanos

de

la

Costa. “Tras

varios

Navarrete

se

meses

retiró,

en

el

lugar,

sorpresivamente,

por completo de la actividad pirática y en poco tiempo —aún sin tener riqueza alguna

acumulada—

gentilhombre

y

se

convirtió

productor

en

agrícola,

minero y dueño de talleres textiles, con los que ganó fortuna y prestigio en muy corto tiempo [...]. “De

insignificante

grumete

pasó

a

ser un reconocido terrateniente, temido


134 incluso

por

sus

antiguos

socios

de

correrías, que son hombres rudos y sin escrúpulos [...]. Compró por entonces muchas tierras en Haití, en la costa norte y centro de la isla, y en menos de seis años ya era conocido con el título honorífico de Don Quijano. [...] Hasta

los

capitanes

españoles

que

décadas más tarde solían visitarlo en sus heredades —cuando su negro pasado había sido olvidado o escondido—, lo respetaban con temor. “Testigos dijeron

con

que

pactos

con

los

que

Navarrete el

Maligno

conversé

había y

que

hecho podía

convocar a los demonios del Infierno para que actuaran en beneficio propio. Desde parte

su

hacienda

del

ejército respondió

en

comercio

personal

Haití

caribeño

—que

ciegamente,

controló

lo

como

y

su

tuvo—

le

si

fueran

esclavos sin voluntad propia [...].


135 “Quijano volvió

Navarrete

famoso,

prosperó.

temible.

Sólo

Se

mucho

después, cuando soportaba el peso de la vejez, sin hijos y temeroso de algún castigo divino al momento de su muerte, le comunicó a su mayordomo y capataz de confianza el origen de su poderío y le habló

de

un

libro

mar,

El

Tractatus

Demonolatreiae;

que

rescatara

del

Spectris

et

manual

de

de

un

sortilegios con el que había sojuzgado a la naturaleza de los vivos y de los muertos

[...].

También

péndulo

místico,

sin

habló el

de

cual

un

nadie

había impedido que su poder creciera, y que le fuera entregado a ese mayordomo como reconocimiento por su fidelidad y compañía. “Quijano murió en 1599 y su cuerpo descansó

en

el

suelo

sacro

de

una

parroquia hasta el año de 1617, fecha en

que

ordenó

un que

nuevo se

inquisidor

exhumara

el

español

cadáver

y


136 tiraran

sus

huesos

al

mar,

por

ser

indigno de ocupar un lugar tan cerca de Dios. El mayordomo fue encarcelado y la finca

confiscada.

encontró péndulo

el

El

Santo

Tractatus

antes

Tribunal

junto

señalado

y,

con

el

bajo

la

vigilancia de un oficial inquisitorial, fueron embarcados hacia España en un segundo y definitivo viaje. “El

Ópalo

Verde,

nao

española

encargada de tan importante misión de transporte,

nunca

llegó

a

destino.

Sorprendida por un huracán frente a las islas Azores, se hundió muy cerca de la costa, en mayo de 1618. [...] Aldeanos del

litoral

deshuasaron

los

pocos

restos que llegaron a la playa [...], muy cerca de la parroquia del sagrado Corazón,

frente

al

acantilado

de

la

gaviota. “Según refieren testigos de dichas islas, un trabajador portuario de la localidad, analfabeto, llamado Gilberto


137 Queiroz, topó con libros muy caros y los hizo suyos [...]. “Nunca Tractatus

más ni

se de

volvió su

a

saber

del

extraordinario

y

aparentemente diabólico poder [...]”. Pedro “El Pobre” (1653) NOTA: El manuscrito cambia de tema, refiriendo la situación parroquial del Caribe y proponiendo una serie de medidas tendientes a erradicar la idolatría aborigen de aquellas regiones que estaba fuera del alcance evangelizador de la Iglesia. Ficha erudita de texto. Anika von Pauls, 1951.

Indy terminó de leer la síntesis y, con ella aún en la mano, caminó hacia un gran ventanal que daba al Mediterráneo. Permaneció extasiado, pensativo por unos segundos, tratando de establecer las necesarias conexiones que le aclararan un poco la extraña situación que le tocaba vivir.


138 Volteó hacia Anika y la miró con seriedad. —Hay un antiguo refrán de la inteligencia británica

—sostuvo—

que

dice:

“Primero

casualidad; segundo coincidencia; tercero acción del enemigo”. Me pregunto quién es el enemigo en este caso... Repentinamente la puerta de la biblioteca se abrió y uno de los matones trajeados entraron en la gran sala con agitación contenida. —Doctor, acompáñeme por favor —dijo uno con tono grave. Más que una invitación parecía una orden. —Regreso más tarde —le dijo a la chica—. Aún tenemos muchas cosas para conversar.—Y sin más salió con el italiano al pasillo. —¿Pasó algo? —le preguntó mientras avanzaban apresuradamente. —Tenemos noticias —respondió el matón. —¿De mi padre? —Sí. Hace una hora lo encontraron en una playa, al norte de la isla.


139 El corazón de Indy se contrajo y titubeó en la marcha. —¿Está muerto?... —No, doctor. Está internado en un hospital. Parece que recuperó la memoria hace solo una horas... —¿Está grave? —No lo sé. Llegaron al final del corredor y el anfitrión abrió una puerta. Entraron Era

un

cuarto

sin

ventanas;

débilmente

iluminado; sin muebles y un olor dulzón en todo el ambiente. Tres

gigantones

vistiendo

trajes

de

seda

rodeaban a un sujeto tirado en el piso, con sangre en la comisura de los labios. A un costado, sentado a horcadillas en una silla y de riguroso luto, Paul Giuliani lo recibió con un brazo en alto.


140 —¡Doctor Jones! —exclamó sonriendo.—¿Ya se enteró de la buena noticia, verdad? ¿No le parece magnífico?... ¡Al menos su padre está vivito y coleando! Eso aclara muchos malos entendidos, ¿no cree?... Indy asintió, sin poder quitar los ojos del hombre golpeado que permanecía en el suelo. —¿Quién es él? —preguntó Giuliani se puso de pie. —Este insecto es el propietario de la lancha que alquilaron los asesinos. No sabe gran cosa... —¡Le juro, Don Paul, que no sabía lo que iban hacer! —exclamó el sujeto en cerrado y trémulo italiano, denunciando con el tono un terror visceral por perder la vida. Llorisqueaba. Giuliani lo miró con desprecio. —Lo único que averiguamos es que eran portugueses —confirmó, dirigiendo la atención a Jones. Indy volvió a titubear.


141 —¿Portugueses?... —inquirió entrecortado. —Sí; y es una suerte que así sea. La familia Gennovese no tiene nada que ver en el asunto. Al menos en Nueva York, por ahora, no habrá guerra. Indy seguía repasando mentalmente decenas de acontecimientos recientes. —¿Puedo hacerle una pregunta? —le inquirió al Don, señalando al prisionero. —Ande, doctor, hágala. Este tipo parece que se volvió más verborrágico que al principio. Indiana pensó en italiano y formuló la duda que tenía. Una intuición. —Escúcheme —empezó—, ¿alguno de los hombres con los que trató tenía algún rasgo particular que le llamara la atención? El sujeto respondió ipso facto: —Sí, señor. Sí que tenía... Uno de ellos, el jefe, peinaba mostachos muy particulares. —¿Qué tan particulares?


142 —Eran bigotes al viejo estilo. Largos, bien formados y con finas puntas hacia arriba... Indy experimentó un pasmo interno que disimuló lo mejor que pudo. Paul Giuliani creyó percibir algo extraño. —¿Eso es importante? —le preguntó con seriedad. —...No...

No

creo...

—respondió

Jones,

escondiendo la sorpresa. —En

ese

caso

—repuso

el

mafioso

abrochándose su saco de seda negra—, debo regresar al funeral. Hay muchos amigos que todavía no me han dado el pésame. El prisionero gritó algo ininteligible. Pedía clemencia. Uno de los matones le partió la cara con un golpe sorpresivo. El sujeto cayó inconsciente de espalda contra el suelo. Giuliani lo miró. Movió la cabeza negativamente y volteó hacia Indy.


143 —¿Se da cuenta, doctor Jones?... Esta gente ya no respeta ni a los muertos.


144

7 EL REY DE LA UVA Hacienda “Reis de Queiroz” Islas Azores.

Lo

que ese grupo de hombres, sudorosos y

sucios, estaban practicando en medio del comedor principal de la casona no era otra cosa que una excavación arqueológica secreta; sin autorización del Departamento

de

Protección

del

Patrimonio

Histórico de la isla, ni de las autoridades municipales del pueblo.


145 Todo el predio era un caos de polvo, maderas rotas y viejas lozas de arcilla partidas por la mitad. El piso carecía de su cubierta de cerámica original, arrancada con fuertes palancas de hierro, para poder cavar el pozo rectangular, de tres metros de profundidad, que señoreaba en el centro. La tierra extraída se acumulaba contra los muros, formando negros toboganes de humus que, de a ratos, producían aludes en miniatura, desparramando suciedad por todos lados. Pero no terminaba allí el proceso. La tierra excavada debía pasar, finalmente, a través de los orificios de un gran colador para verificar si, en el filtrado, existían pequeños restos u objetos dejados por los moradores del lugar, hacia casi trescientos años. Recién después, era embolsada y remitida al exterior, en donde decenas de pobladores la tomaban para utilizarla en sus construcciones particulares. El

foso

de

excavación

venía

siendo

rigurosamente controlado desde hacía más de una


146 semana. Un metódico registro escrito y fotográfico dejaba constancia de todo lo que se encontraba. Cada cosa en su contexto; cada artefacto, por pequeño que fuera, era puesto en el catálogo, indicando su posición original en un mapa milimetrado. Botellas; hebillas de metal, que habían pertenecido a desaparecidos

zapatos

de

cuero;

cucharas

y

tenedores; restos de cerámica y mucha basura, componían la mayor parte de los hallazgos. Eran objetos propios de la vida cotidiana. Útiles sin valor religioso o ceremonial, que permitían reconstruir la vida de todos lo días durante el siglo XVII; del mismo modo que las pirámides o templos solares de Menfis, facilitaban la reconstrucción mental de los ritos religiosos del antiguo Egipto. Anthony Gruz, quien tenía a cargo la excavación arqueológica, jamás había imaginado que, en su carrera, iba a ser responsable de la búsqueda de restos dentro de una casa habitable y habitada. En realidad, era una asignatura pendiente que deseaba


147 cumplir desde hacía años; y con cada palada que sus hombres daban, recordaba las experiencias que le relataran sus profesores de la universidad, cuando solían trabajar dentro de grandes graneros, viejos palacetes y fincas privadas de la Italia meridional, sacando a la luz restos de termas, casas y antiguas calles romanas, sepultadas por el progreso edilicio bajo los cimientos de hogares comunes. La sorpresa siempre era mayúscula, especialmente para los propietarios que, sin saberlo, habían dormido y vivido por décadas sobre baños públicos o palacios en los que, quizás, el propio Julio César había conspirado en contra de la República de Roma. “¿Qué se sentiría en esas circunstancias?”, pensó. “¿Qué extraña sensación de finitud podía una persona experimentar al saber que su vida transcurría por encima de un baño termal, un oráculo o incluso un cementerio?”. Pero ése no era el caso de Anthony Gruz.


148 El dueño de la hacienda sabía muy bien lo que quería y qué tipo de cimientos históricos pisaba. Desde el principio había tenido la convicción de que iba a encontrar “cosas” debajo de su propiedad; y se lo había hecho saber al arqueólogo al momento mismo de contratarlo. —Saque todo lo que encuentre, doctor Gruz — dijo mientras le firmaba el cheque por sus honorarios. —No descarte nada. Esta casa debe esconder cientos de pequeños objetos, que son los que me interesan. Ya encontramos en una reforma anterior, empotrados en la pared, viejos textos coloniales. Quiero recuperar todo, hasta el más mínimo botón, por insignificante que sea. Le pagaré un plus por cada objeto de valor que encuentre. Esfuércese, Gruz, y será debidamente recompensado. El joven arqueólogo se sorprendió con la oferta y la inmensa generosidad de su circunstancial patrón. Si las cosas iban bien, con el dinero del trabajo,


149 podría encarar el proyecto de su vida: excavaciones sistemáticas en Grecia. Por ese motivo, miraba con respeto, admiración y agradecimiento al poderoso magnate, Lucio Reis de Queiroz, “El Rey de la Uva”.

 De un metro noventa de estatura, ochenta kilos de peso y un armario repleto de trajes de primera calidad, Reis de Queiroz era uno de esos hombres que llamaban la atención no bien ingresaban en cualquier parte. Morocho, con barba candado, tez muy

blanca

incandescentes,

y

ojos

marrones

representaba

lo

que

parecían

mejor

del

empresariado europeo: emprendedor, inescrupuloso e imaginativo. Había forjado su fortuna hacía poco menos de treinta años y, desde entonces, sus cuentas bancarias


150 no dejaban de crecer cuanti y cualitativamente. Era una verdadera máquina de hacer dinero. Sus empresas

estaba

diversificadas

y

generaban

dividendos millonarios, tanto el área de la industria pesada, como en la de servicios. Pero su fuerte estaba en el sector primario, concretamente en la vitivinicultura. Reis de Queiroz era el principal productor de vinos de Portugal y sus bodegas, repartidas por todo Europa, se nutrían de las extensísimas plantaciones de vides que, a la postre, habían contribuido a darle el apodo con el que era conocido. Con tanto efectivo acumulado, el área de los bienes raíces no pudo dejar de estar en su mira. Poseía propiedades en los cinco continentes. Villas, palacetes, haciendas y casas de veraneo, que nunca visitaba más de dos veces cada cinco años, se acumulaban

en

su

registro

patrimonial,

convirtiéndolo en uno de los terratenientes más fuertes de occidente.


151 Así todo, Queiroz —como prefería que lo llamaran—, no era un hombre público. Su poder se fortalecía con las sombras del anonimato y ninguna de las pocas revistas especializadas, que empezaban a circular en el mercado capitalista, le conocían la cara. No había fotos. Era sólo un nombre. Un enigma. Los ejércitos de empleados que contrataba jamás tenían acceso a su persona. Siempre había un muro de intermediarios bien pagos que se encargaban de transmitir sus recados o de recibir los pocos reclamos que le llegaban a sus oídos. Por todo eso, el humilde capataz de la hacienda de las islas Azores no podía creer estar tratando cara a cara con el mismísimo dueño del imperio que lo empleaba. Reis de Queiroz se había hecho presente en el lugar. Lo había visto. Incluso charlado con él. Ese era un privilegio que pocos colegas suyos tenían; y lo más sorprendente era que el magnate se interesara


152 tanto en esa casona vieja y derruida, construida en el siglo XVII y heredada hacía ya muchos años. Decían las malas lenguas que un libro era el responsable de semejante interés. Un libro fortuitamente encontrado en un muro del comedor, en el que Anthony Gruz llevaba a cabo su excavación arqueológica.

 —¿

Han

encontrado algo, señor? —preguntó

con respeto el sujeto que hacía las veces de secretario, guardaespaldas y fiel servidor del “Rey de la Uva”, observando el pozo abierto en el comedor. Queiroz estaba muy serio y con la vista clavada en uno de los obrero que excavaba. —No, Marcio. Todavía no lo hallaron... Pero, ¿cuándo llegaste?


153 —Hace una hora. No pensé que iba a estar aquí, en Azores. Lo hacía en Lisboa. Por eso viajábamos a la capital. —¿Lo consiguieron? —Sí señor. Lo tiene en su oficina del primer piso. —¿Y es el original? —Así parece. —Buen

trabajo.

Hoy

mismo

regreso

al

continente y se lo llevaré a los especialistas. Ese manuscrito nos va a guiar por el camino correcto. —¿Y ahora, cuáles son mis ordenes? —Quédate aquí, en la hacienda. Supervisa a este muchacho Gruz. Ve que todo lo que saquen sea registrado y estate atento por si ese bendito péndulo aparece de una puta vez. —¿Aún cree que está en la casa? —Ya no sé qué creer. El texto de Pedro “El Pobre” nos aclarará muchas cosas. Marcio tragó saliva.


154 —¿Leyó los diarios de los últimos dos días, señor? —No tuve tiempo. ¿Por? —Un diario americano y otro italiano refieren que un tal Henry Jones (padre) estaba en el lugar del crimen. —¿En la villa?... ¿Tú lo viste? —No sabíamos quien era. Lo capturamos, pero perdió el conocimiento en la lancha y lo creímos muerto de un infarto. Lo tiramos al agua. Hoy me enteré de que seguía con vida. —¿Y...? ¿Cuál es el problema? —Señor, el profesor Henry Jones es el padre del sujeto que me sacó el cofre en Angola. —¿De Indiana Jones? —Sí. —¿Es posible que el mundo sea tan pequeño? — sonrió despreocupado. —Yo no me quedaría tan tranquilo...


155 —¿Qué sugieres? Ya no hay nada por hacer. Tenemos el documento, ellos no. ¡Despreocúpate, Marcio!... Disfruta de tu reciente éxito. No pasará nada. —Señor... el profesor Jones poseía el manuscrito cuando entramos en la propiedad de los Giuliani. Queiroz permaneció en silencio unos largos segundos. —¿Tú crees que lo leyó todo? ¿Puede saber o sospechar algo? —No lo sé, señor. —En ese caso, despreocúpate. Llegado el caso nos encargaremos de él y su insistente hijo, si es que sigue molestándonos. —Bien, señor. —...Ah,

Marcio,

otra

cosa

más...

—dijo

esbozando una sonrisa—. ¿Nadie te ha dicho que esos bigotes tuyos están fuera de moda?... ¿Por qué no te los afeitas?


156 Le palmeรณ el hombro y partiรณ raudo hacia su oficina. Una interesante lectura lo estaba esperando sobre el escritorio.


157

8 REENCUENTRO AL PIE DE UNA CAMA

Acompañado por la enfermera, Indy entró en la habitación. Se quitó el sombrero, lo colgó sobre un perchero y avanzó hacia la cama con paso trémulo. Se detuvo frente a su padre, que permanecía acostado, con los ojos cerrados, y moduló con voz muy baja: —¿Papá?... Henry Jones no respondió.


158 —No se preocupe, está dormido —intervino la enfermera. —Déjeme probar... ¿Profesor?... Profesor Jones, ¿me oye? Vino su hijo a verlo. Aquí está... — titubeó. Volteó hacia Indy. —¿Cuál su nombre de pila? El

arqueólogo

se

echó

hacia

atrás

imperceptiblemente. Se puso tenso, incómodo; pero respondió mecánicamente. —Júnior... Dígale, Júnior —y no pudo evitar fruncir los labios con cierto arrebato de rabia domesticada. La muchacha de blanco lo observó sonriente. —¡¿Júnior?!... ¿Desde cuándo te llamas a ti mismo de ese modo, Júnior? La voz grave de Henry Jones retumbó en el cuarto. —¡Papá! —exclamó Indy sorprendido de verlo reaccionar. —¿Cómo estás, Júnior? —preguntó, trepando por la almohada


159 —¿Cómo estás tú? —Cansado. Acababa de conciliar el sueño cuando entraste... Pero, ¿qué haces aquí? —Vine a buscarte. —¿Viajaste desde tan lejos sólo para eso?... Todavía sé moverme solo, Júnior. Estoy bien. —¡Salvaste la vida de pura casualidad! —¿Casualidad?... No existen las casualidades. ¿Acaso todavía no lo has aprendido? —No he venido a filosofar contigo. —Nunca lo has hecho. ¿Por qué habrías de hacerlo ahora?... La enfermera abandonó la habitación en silencio. —Papá... —Espera, espera...dime algo —lo interrumpió. —¿Qué pasó con don Gigio? —Está muerto. Henry torció la boca. —Lo imaginé —agregó. —Lo vi tirado en el piso con sangre en la cabeza... ¡Pobre hombre!


160 —¿Qué pasó contigo? —Inquirió Indy. —Es muy poco lo que recuerdo. Entraron de golpe. Debieron haber sometido a todo el personal, porque nadie intervino.—Se tocó la nuca y continuó: —Me golpearon fuerte. Me quitaron un manuscrito que estaba leyendo y me llevaron a una lancha. —¿Eran portugueses, no? —¿Cómo lo sabes? —preguntó sorprendido. —Vengo de la villa, papá. —¿La de Giuliani?... —Sí. —Pero, ¿acaso no era ese lugar un “nido de mafiosos”? —recriminó con ironía. —Lo sigue siendo. —¿Y qué hacías ahí, eh?... —¡Te buscaba a ti, padre! —exclamó, elevando la voz. —Pudiste venir directamente al hospital... Júnior.


161 —¡Pero si acaban de encontrarte!... ¡Estabas tirado en una playa! ¿Te das cuenta?...¡¿Te das cuenta, papá?!... ¡Casi te matan a ti también! ¡Mírate! ¡Mírate cómo estás!... —Ya te dije que estoy bien. —¿¿¿Bien???... ¡Te tiraron inconsciente al mar! ¡Te salvaste de milagro!... —Se limpió las gotas de sudor que perlaban su frente y continuó controlando el tono de voz: —Ahora dime, ¿qué demonios hacías es esa villa?... ¿Siempre estás metiéndote en donde no debes? —¡Tú eres el menos indicado para decirme eso, Júnior! Además, no te pedí que vinieras. —¡Papá, por favor...! —Júnior, escúchame. Hubiera sido igual de haber estado en la casa del Mahatma Gandhi. Esos tipos buscaban el manuscrito. No estaban interesados en asuntos mafiosos, ni eran parte de una guerra entre familias, como tú dices...


162 —¿Ah, no?... ¡Pues yo sí me vi metido en asuntos mafiosos! ¿No te enteraste que eres sospechoso de haber ayudado en el asesinato de un Jefe de la Cosa Nostra?... ¡La mafia vino por mí! —¡No me culpes!... —¡No te culpo!... Sólo... —¡Nunca juzgué tus amistades, Júnior! —¿Amistades?... ¿Dices amistades?... ¿Estás loco? ¡Esa gente no tiene amistades, papá! ¡Son criminales y tratan con criminales! ¡Y tú metido en el medio de ese embrollo! Ya no eres un niño... —¡Otra vez con lo mismo! ¿Por qué me subestimas permanentemente con la edad?... Quisiera verte a ti dentro de treinta años. ¡Estoy bien! ¿Cómo quieres que te lo diga? ¿En griego?... Además, esos no son mis amigos...Sólo usaba su colección de documentos. ¿Quién te dijo que eran mis amigos? —¡Tú hablaste de amistades! —¿Yo hablé de amistades?... ¡Tú hablaste de amistades!


163 Indy cambió el aire de los pulmones y trató de calmarse. —Óyeme un instante, por favor. Tranquilicemos las aguas y hablemos civilizadamente, ¿sí? —Jamás dejé de hablar civilizadamente. Es la única forma que conozco. —Papá, no compliques más las cosas. —........ —¿Qué te pasa? —Nada. —¿Y por qué esa cara? —¿Qué cara? Me acabas de decir que no te complique las cosas, ¿no es así? Pues parece que lo hago cada vez que abro la boca. Me llamaré entonces a silencio. —¡Eres peor que un niño! —recriminó Indy girando hacia el ventanal de la pieza—. Pero, a ver, cuéntame algo sobre tu trabajo en la villa. ¿En qué estabas? ¿Por qué tenías ese manuscrito en tus manos? ¿Cuál era tu interés en él?


164 —Es una larga historia, Júnior. —Yo no tengo nada qué hacer. Tenemos tiempo, papá. Algo de lo que muy pocas veces disfrutamos juntos... Henry lo observó con sus ojos bien abiertos. Se acomodó en la cama y con un gesto pidió el vaso con agua que estaba sobre la mesita de luz. Indy se lo alcanzo. Le dio un sorbo y volvió a ironizar, al tiempo que se colocaba sus anteojos: —¿Estas seguro de que no tienes que ir a correr ninguna de tus estrafalarias aventuras por ahí? Indy respiró hondo. —No, papá. —Bien. De todas maneras, te haré una breve síntesis. No quiero aburrirte. —Soy todo oídos. —Pero antes, Júnior, sácame de aquí. No soporto los hospitales.




165

No hablaban mucho, pero cuando lo hacían se establecía entre ellos un código implícito en el que sobraban las palabras. Gestos, miradas, rictus de sarcasmo o leves movimientos de cejas, bastaban para transmitir pareceres y juicios de aprobación o rechazo sobre determinados temas. No cabía duda de que, a pesar de las profundas diferencias que los separaban, existían puntos en común; ciertas condiciones que los acercaban y que excedían

el

profundo

cariño

que

se

tenían

mutuamente (lo expresaran o no). La pasión por el trabajo era una de esas cosas comunes. Ambos veían en el pasado humano las bases para entender el presente; pero más allá de esa legitimación científica, el disfrute por recibir una paga haciendo lo que les gustaba no tenía compensación. Amaban lo que hacían y se obsesionaban con ello. Jones “padre”, escudriñando documentos y textos antiguos. Jones “hijo”, desenterrando el pasado material, haciendo


166 hablar objetos mudos, siguiendo los códigos de la arqueología. Coincidían en muchas cosas, pero diferían en muchísimas otras. Marcus Brody, amigo personal de Henry Jones desde sus días de estudiantes, hablaba de un abismo generacional; pero lo cierto era que — a esa altura de la vida— Indy se daba cuenta de que se parecía a su padre más de lo que hubiera deseado o imaginado alguna vez. No lo podía negar, la fuerza de los genes se imponía. No les resultó difícil abandonar el hospital. Bastó un llamado telefónico desde la villa Giuliani para que el director del nosocomio firmara el alta médica, autorizando al viejo profesor a dejar la cama en la que reposaba desde hacía poco menos de cuarenta y ocho horas. No había sufrido contusiones importantes; y el falso infarto que sufriera en el bote —que le salvara la vida— no era sino un mal diagnóstico hecho por un portugués que no sabía nada de medicina.


167 Dejaron el hospital y se metieron en el primer bar que encontraron en el camino. Henry Jones pidió un te. Indy una medida de vodka. —¿Desde cuándo bebes alcohol? —preguntó su padre, sorprendido y con tono castrador. —¿Qué te llama la atención? ¿Tú no tomas? — respondió, con dejo recriminativo. —No —sentenció hierático. —Papá, no pienso discutir ahora mis gustos, ni los tuyos, por favor. ¿Me vas a contar de una vez por todas tu historia o no? Henry asintió con parsimonia sin emitir palabra. Por último apuntó: —Todo se resume a una mera búsqueda bibliográfica. Parece mentira, pero llegamos a estas instancias sólo buscando un libro. ¡Y después dicen que la literatura no moviliza! —sonrió. —Trata de ser más específico. —Ok.

Lo

intentaré.

Mira

—prosiguió,

acomodándose en una silla de mimbre—, hace


168 aproximadamente un año encontré en Oxford un manuscrito del siglo XVII que citaba el libro de Pedro “El Pobre” y hablaba muy bien del personaje, caracterizándolo

como

un

escritor

serio

y

competente. Me interesó ese tal Pedro, por lo que agendé su nombre y me olvidé de él. Tiempo más tarde, otro texto volvió a nombrarlo. Quien lo citaba en esa oportunidad era su ex-compañero de viaje, Fray Alberto Domínguez. —Lo recuerdo... —Pero eso no es todo. Se ve que ese tal Domínguez era un tipo complicado. —¿Por qué dices eso? —Escribió todo por duplicado. Una de las copias estaba en Oxford, y fue la que yo leí. La otra está en Lisboa, Portugal. —Tragó saliva y continuó: —Fray Domínguez estaba al tanto del trabajo de Pedro “El Pobre”. Él también cuenta la historia de don Quijano Navarrete, aunque sin tantos detalles. Habla de un libro, de un péndulo y de un poder maligno que no


169 especifica. Eso fue lo que hizo que me interesara más y más en el tema. —Lo imaginaba... —Pues bien, Domínguez refiere igualmente sobre un cofre y un mapa. —¿Cómo dices? —saltó Indy. —¿Un cofre y un mapa? —Sí, como en las novelas de piratas, Júnior. —Continúa, por favor. —Decía el fraile que ese mapa indicaba el lugar en donde estaba un texto, un manuscrito. Y que ese texto llevaría, a quien lo leyera, hacia “el péndulo en cuyas palabras está la cura”. —También recuerdo esa frase, papá —dijo Indy, muy serio. —Los escritos de Pedro”El Pobre”... —En efecto, hijo. Así es. —Pero, ¿cómo llegaste al manuscrito sin el mapa? —inquirió con ansiedad. —No me resultó fácil. Como te dije quería leer el documento. Me daba vueltas en la cabeza


170 permanentemente. Entonces hice lo que todo historiador competente debe hacer: seguí los rastros de Domínguez. Supe que el fraile, ya anciano, se había retirado a un monasterio del norte de Italia. Entonces, viajé hacia allá. —¿Y qué pasó? —Encontré en la biblioteca del monasterio otros escritos de Fray Domínguez. —¡¿Y?!... —Y en uno de ellos dice claramente que la obra de Pedro “El Pobre” estaba guardada en las vitrinas de otra biblioteca: la de Giovanni Rizzo. —¿Y quién diablos es Giovanni Rizzo? —Un antepasado de don Gigio... —¿De Gigio?... No entiendo nada, papá. ¿Rizzo o Gigio?... —Te diré su nombre completo: Gigio Giuliani Rizzo... ¿Te suena conocido?... Pues así fue como llegué al texto de Pedro “El Pobre”. Don Gigio


171 recibió el manuscrito como herencia familiar de su antepasado materno. Indy estaba perplejo. La capacidad de su padre era admirable. Jamás se había perdido en el mar de tinta de los archivos; y, aún con ochenta y siete años, seguía siendo un maestro en el arte de seguir los rastros de personas que habían muerto hacia siglos. —Bébete tu vodka, Júnior —dijo sonriendo. — Yo disfrutaré de mi té.


172

PARTE 2


173

9 UNA BODEGA CON ESTILO FRANCÉS “Con los viajes, la experiencia empieza a sustituir al dogma”. Sir Ferdinand G. Orsoland (1916-1979). “En todo viaje siempre hay una revelación”. Julio Llamazares, escritor español.

Lisboa, Portugal Una semana después...

Los

adoquines del pasaje, húmedos por la

llovizna de hacía una hora, brillaban almohadillados,


174 reflejando la luz de las farolas coloniales, incrustadas contra los muros. La Rua do Almirante, lo llamaban. Tenía más de cuatrocientos años de antigüedad y las paredes que lo flanqueaban habían sido testigos de hechos históricos, desde los días de Enrique el Navegante. Era un callejón en penumbras que muy pocas personas se animaban a tomar por las noches. Amén de las leyendas propias de la tradición urbana, el pasaje era tenido por peligroso y no faltaban las estadísticas que lo sindicaban como una de las arterias más inseguras de la capital, especialmente durante la noche. Pero eso no fue excusa para “Bigotes”. Conocía los bajos fondos de Lisboa; y los bajos fondos lo conocían a él. No había nada que temer. Solía cortar camino por ese lugar, una o dos veces por semana. Pero aquella noche, no se percató de los dos corpulentos matones italianos que lo esperaban en un recodo oscuro del pasaje. Avanzó moviendo rítmicamente el portafolios de cuero, que colgaba por su costado derecho. Llevaba


175 puesto un fino sombrero de fieltro color gris, de factura inglesa, y un ambo de idéntico color, de casi U$S 1000. Estaba distendido; ocupado mentalmente en sus cosas, tratando de acomodar el horario de la semana que se venía. Se peinó la punta de los mostachos, parándolos bien, sin poder controlar el tic. Entonces, oyó los pasos. Y por detrás de ese sonido seco, el característico “clack” de un revolver que era amartillado, presto a disparar. Intentó voltear la cara, pero fue tarde: una mano gorda, pesada y cargada de energía le aprisionó el hombro izquierdo. —¡Espera!... —le dijeron. Pero no esperó. Actuó instintivamente. Giró el portafolios con el brazo derecho con mucha fuerza, estrellándolo contra la cabeza de su inadvertido

agresor;

quien

cayó

al

acompañado por un ruido seco y contundente.

suelo,


176 Al terminar de realizar el giro, el otro italiano le apuntaba directamente al pecho. —¡No se mueva! —gritó. —¡Maldito puerco! ¡Estese quieto y suelte ese maletín! “Bigotes” obedeció. El portafolios chocó contra el piso y el talón izquierdo del portugués contra el taco de su zapato derecho, activando su “arma secreta”: una daga fina, larga y filosa, que se desplegó desde la base de la suela. No hubo tiempo para mucho. Sacudió una patada hacia delante y la hoja de acero se hundió por el abdomen del italiano, como si su cuerpo fuera de manteca. La mirada del mafioso se cristalizó de golpe. Permaneció tres segundos fijando sus ojos en los del lusitano

y

cayó

de

rodillas,

desangrándose

velozmente, sin disparar un tiro. “Bigotes” le quitó el arma de la mano sin resistencia. Miró hacia ambos lados del callejón y,


177 sin compasión, descargó el tambor del revólver contra los dos cuerpos tendidos en el adoquinado. Volvió a observar el pasaje.

Se acomodó la

corbata de seda y prosiguió su camino como si nada hubiera pasado. —¡Por Dios! —exclamó Henry Jones, tapándose él mismo la boca para amortiguar el tono de su voz. —¡¡Shhhh...!!

¡Silencio!

—susurró

Indy,

clavándole las pupilas, detrás de una pila alta de cajones y tachos de madera. —¡Puede oírnos!... —¡Pero, Júnior, esto es...! —¡¡Cállate, papá!! Esperaron a que “Bigotes” se alejara lo suficiente y caminaron hacia los cuerpos. Indy se agachó y colocó la mano derecha sobre la yugular de uno de ellos. —¿Están muertos? —preguntó Henry con solemne respeto. —Sí —respondió el arqueólogo y levantó la vista hacia el portugués, que ya era una silueta


178 diminuta al final del callejón. —Vamos, papá, sigamos a ese tipo. Quiero saber adonde se dirige — y sin decir más apuraron el paso tras el asesino. Estaban en Lisboa de contrabando. La familia Giuliani, desconocía que los Jones habían viajado a la capital lusitana. De hecho, creían que pasaban unos días de descanso en Inglaterra, tras tan atribuladas circunstancias en la isla. Los contactos mafiosos del corpulento italiano habían desplegado sus redes de informantes y, en poco tiempo, ubicaron —con los pocos datos obtenidos— el paradero de “Bigotes”. El poder de la mafia era increíble. Sus tentáculos llegaban a todos lados y sólo en contadas ocasiones los rastros de alguien al que se perseguían se perdían en el anonimato de las grandes ciudades; por lo general, siempre con la ayuda del programa de protección de testigos que disponía el FBI u otra agencia estatal de lucha contra el Crimen Organizado. Paul Giuliani llegaba hasta donde él quería.


179 —“Tengo recuperar lo que es mío” —había dicho con furia. —y vengar la muerte de mi padre. Quiero el manuscrito y a ese maldito portugués”. Y no se amilanó ni ahorró dólares en desplegar un operativo de seguimiento durante cuatro días. Una vez que “Bigotes” fuera ubicado, bastó con embarcar en un avión a dos matones y quedar a la espera de noticias. Indy se propuso no perder la pista y sumarse a la búsqueda, sin que el capo lo supiera. Era un riesgo que debía correr; y su padre había estado de acuerdo. Tras viajar a Londres, reembarcaron en un bote privado, cruzaron el Canal de La Mancha y en bus viajaron directamente a Lisboa. Una vez allí esperaron a que los hombres de Paul llegaran y se limitaron a seguirlos. La

pesquisa

había

dado

resultados:

dos

cadáveres en un callejón perdido de la capital portuguesa y un asesino que desaparecía por una esquina en penumbras.


180 Apuraron el paso. Lo siguieron en silencio hastel frente de una casona estilo renacentista del siglo XVI, en la que “Bigotes” entró utilizando una llave. Sobre el marco de entrada un cartel de madera tallada, lustroso al punto de tomar un tono cobre, reproducía con letras grandes, estilo gótico, el nombre de una de las tantas bodegas propiedad de Reis de Queiroz, y que no figuraban a su nombre: OLIVEIRA, OLIVEIRA, OLIVEIRA & DUBOIS

—¿Quién

es

Dubois?

—inquirió

Indy

sorprendido al leer el nombre de fantasía. —¿No lo sabes, Júnior? —intervino Henry Jones. —Dubois no existe... no es nadie. —¿...? —Siempre queda bien un apellido francés en el nombre de un vino, ¿no crees? —contestó sonriendo. Indy ladeó la boca, dibujando un rictus de simpática sorpresa.


181 —Vamos, papá, tenemos que encontrar la forma de entrar en esa casa —dijo expeditivo. —¿Entrar?... ¡Eso es ilegal, Júnior! —exclamó su padre. —¡Deberías tener una orden judicial! ¡Es propiedad privada! ¡Van a meternos presos! —No te preocupes por eso. Seré yo quien entre. Tú permanecerás en este lugar. Quiero que vigiles la entrada y en caso de que no salga en una hora, llames a la policía. ¿Entendiste? Henry Jones

titubeó.

Su

rostro

denotaba

desacuerdo. —¿Entendiste, papá? —repitió Indy con ímpetu. —No me gusta la idea, Júnior; pero seguiré tus indicaciones. Está bien. —Hizo un impasse y agregó: —Cuídate. Indy

acomodó

su

fedora;

se

tocó

inconscientemente el látigo; verificó que su nuevo revolver, un Webley Mark VI estuviera en su sitio y corrió presto hasta una calleja lateral al edificio.


182

 El pasaje contiguo a la casona se extendía unos setenta metros hacia la calle posterior. Tenía tachos oxidados de basura contra las paredes y un olor nauseabundo, poco acorde al lujo de la arquitectura, anunciaba que hacía las veces de improvisado baño público; costumbre muy extendida en Europa desde la Edad Media. Cajones de madera podrida y bolsas con

restos

varios,

terminaban

de

decorarlo.

Evidentemente era un callejón poco transitado, excepto cuando las necesidades fisiológicas se lo requerían a algún circunstancial transeúnte. Pero Indy Jones no tenía en mente usarlo. Buscaba alguna saliente en la primera planta de donde agarrarse para entrar en la bodega. Y como “el que busca encuentra”, la encontró justo al lado de un gran ventanal cortinado.


183 Desenrolló el látigo, lo movió con la precisión que sólo él sabía y la punta de cuero se agarró certeramente en una cabeza clava, tallada en piedra traída del norte de África. Representaba el rostro enardecido de un “Hombre Salvaje de los Bosques”, barbado y con una mirada furibunda, sin sentimiento humano alguno. Una bestia primigenia; un claro testimonio artístico de alteridad. Se impulsó con la fuerza de los brazos, trepando como un escalador, apoyándose en las salientes de la pared y alcanzó el marco de la ventana. Se recostó contra el vidrio esmerilado y acercó la oreja derecha, apoyándola en él. No oyó nada. Ese cuarto estaba vacío. Le imprimió potencia al codo y con un golpe seco rompió el cristal. Aguardó unos segundos. Metió la mano por el orificio y movió la manivela. Abrió y entró.


184 Era una habitación grande, con dos escritorios y cuatro grandes muebles que parecían ficheros, adosados a cada lado, contra las paredes. Enrolló el látigo, lo colgó a su cintura y desenfundó su revólver. Caminó lentamente hacia la puerta y la entreabrió con cuidado. Un pasillo alfombrado de color turquesa se proyectó a izquierda y derecha. Salió del cuarto y, encañonando el arma, avanzó con sigilo en la segunda dirección. A pocos metros de andar, bajó por una escalera de unos veinte peldaños y desembocó en un nuevo pasillo, esta vez sin alfombra. No se oía un alma. Caminó hasta toparse con una puerta de madera repujada y tras la verificación de costumbre la abrió. Media docena de cuadros de Francisco Goya, perfectamente enmarcados, decoraban los muros de esa nueva oficina. La primera que reconoció fue “Reunión en el Aquelarre”, una composición que


185 representaba al macho cabrío, claramente el Diablo, rodeado de brujas y mujeres lascivas, bailando y adorándolo, fuera de sí. Dio cuatro pasos. Prendió la luz de una lámpara de pie y un tono color madera arropó a toda la habitación. De inmediato se percató de que tres libros gordos y bien encuadernados descansaban sobre un escritorio de caoba. Se acercó a ellos y leyó sus títulos antes de tocarlos. Tractatus de Spectris et Demonolatreiae, decía el primero; y estaba escrito por un sacerdote galo. Los otros dos eran de la autoría de personajes que Indy conocía muy bien: Pedro “El Pobre”, el primero; Fray Alberto Domínguez, el segundo. Frunció el seño con pasmo. Estaba sorprendido. ¡Qué fácil había resultado encontrar el manuscrito que tantos inconvenientes le había traído en los últimos días! Se apoyó contra el escritorio y abrió la tapa del Tractatus.


186 En la primera página, sobre la parte superior del texto,

una

guarda

de

exquisita

confección,

representaba una estrellas con cinco puntas, seguidas por círculos, arabescos y volutas abstractas, de hermético significado. Fijó la vista en ellos. Entonces, escuchó lo que creyó era una exhalación a sus espaldas. Giró con rapidez, empuñando el Webley Mark VI,

listo

a

ser

disparado

y

se

topó,

sorprendentemente, con un cuerpo inmenso, de casi dos metros de altura, por completo vestido de gris. El recién llegado tenía los brazos extendidos, elevados y en dirección al cuello de Indy. Su rostro era pálido, blancuzco, semejante al de un enfermo con problemas de anemia. Era un hombre, y expresaba una clara intención: ahorcarlo. No lo pensó dos veces. Dio medio paso para atrás y gatilló, justo cuando el sujeto le zampaba un tremendo revés en la cara, con la palma abierta de su mano izquierda. El golpe fue tan potente que Indy


187 salió

despedido

por

encima

del

escritorio,

estrellándose contra la silla del otro lado y cayendo estrepitosamente en el piso. Aturdido, se reincorporó y, apuntándole al pecho, disparó otro par de veces contra el agresor. Éste no pareció sentir nada. Siguió avanzando, paso a paso, en dirección suya. No alcanzó a ver una sola gota de sangre. Indy quedó pasmado. No podía reaccionar. Estaba sorprendido. Una ola de miedo le recorrió la espinilla. Ese tipo debía tener alguna especie de chaleco antibalas. Pensó en tirarle a la cabeza y levantó la Webley. Una manaza nervuda y enorme le agarró el revólver antes de que jalara el gatillo. La tomó por el caño y el tambor, contrayendo sus dedos contra la estructura de metal. El revólver crujió. Indy sintió como la pistola se le partía en tres partes frente a sus ojos.


188 Sin preverlo, un nuevo puñetazo lo sacudió con fuerza. Trastrabilló hacia atrás y chocó de espaldas contra los estantes llenos de libros, empotrados en la pared. Resbaló dolorido hasta el piso. En un segundo se sobrepuso y cuando se paró, cuatro guardias armados le apuntaban directo a la cabeza, secundados por “Bigotes”. El gigantón ya no estaba. —¡Otra vez usted, doctor Jones! —exclamó el jefe de la partida con una sonrisa de revancha por debajo de los mostachos. —Debo reconocer que es un hombre persistente... Indy terminó de ponerse de pie, con las manos en alto. Sus pupilas brillaban de furia. Su espalda le dolía. Un sexto individuo entró en la estancia. “Bigotes” torció la cabeza en su dirección. Reis de Queiroz hizo acto de presencia.


189 —Es él, señor. Indiana Jones —aclaró, sin quitarle al arqueólogo los ojos de encima. —Le dije que iba a seguir trayéndonos problemas... El magnate lo miró con apatía. No dijo nada. Observó los tres libros tendidos en el escritorio y girando sobre sus talones repuso: —Tenías razón, Marcio. Llévenselo. Más tarde veremos que hacemos con él. —Hizo un brevísimo silencio, mientras regresaba a la puerta y agregó: — Apúrate. Salimos en media hora. “Bigotes” volteó con aire preocupado. —Señor —dijo—, de seguro no ha venido solo. Los dos imbéciles del callejón tienen que haber estado con él. Reis de Queiroz se detuvo un segundo. —Encárgate de todo —contestó. —Verifica si hay alguien en los alrededores, pero no lo mates, por favor. No quiero tener más problemas con la policía local... ¡Ya me está costando demasiado mantenerlos al margen de tus excesos!


190 “Bigotes” asintió en silencio.

 Henry Jones

miró su reloj de pulsera. Ya había

pasado más de una hora. Tenía que ir por refuerzos. No podía dejar de pasar más tiempo. Algo malo estaba sucedido dentro de la bodega. Dirigió su vista hacia la puerta principal, a no más de cincuenta metros del sitio en donde se escondía, y decidió esperar cinco minutos. Sólo cinco minutos. No más. Una chance. Una esperanza, que es lo último que se pierde. —Vamos Júnior... vamos —dijo para sí. No había terminado de articular la frase cuando el portón se abrió. Cuatro individuos cortaron camino en la vereda. Por detrás de ellos, Indy. Estaba con sus brazos atados por la espalda. Camina silente y muy despacio.


191 Se oyó el sonido del motor de un auto y unos segundos después un Ford estacionó frente al grupo. Todos subieron en él. El coche arrancó y encaró por la calle con dirección norte. Henry Jones salió de su refugio, trotó hasta el centro de la arteria y se quedó sintiéndose un idiota observando cómo los matones y su hijo se perdían en la noche. Repentinamente oyó un frenazo. Giró con celeridad. Un segundo auto había frenado a centímetros de sus piernas. “¡Locos al manubrio!”, pensó indignado. Cuando aclaró la vista, advirtió que un hombre alto, bien vestido y extraños mostachos en punta se le acercaba apuntándole al pecho.


192

10 DOS POR CAJA

Muy de madrugada, los hombres

de Reis de

Queiroz terminaron de monitorear la operación de carga y subieron al barco por la explanada. Dejaban detrás de sí un puerto dormido, inactivo, sin los usuales trabajadores de astilleros y empresas pesqueras que lo poblaban durante el día. Sólo los ventanales del bar del muelle, a unos cincuenta metros, resplandecían con algo de vida nocturna; manteniendo en pie a un par de prostitutas cansadas y media docena de marineros borrachos, recostados


193 sobre las mesas. Aún así, no cerraba sus puertas. El propietario tenía que hacer gala de una reputación bien ganada en años: permanecer abierto las veinticuatro horas. A media cuadra del local, El Centurión, un viejo buque de carga, encendía sus motores en el cuarto de máquinas y disponía el rotor de las hélices, presto a iniciar el viaje. Pertenecía al Rey de la Uva. Era parte de su flotilla particular, siendo uno de sus barcos más viejos y peor mantenidos. Despintado y con inmensas manchas de óxido por encima de la línea de flotación, la nave tenía capacidad para una 50.000

toneladas.

Había

recorrido

los

cinco

continentes y soportado mil y un peligros durante la última guerra, en la que sirviera como buque espía de los aliados, tras una suculenta paga a su propietario. Ese carguero sabía de tribulaciones. Conocía de problemas. Pero en lo que jamás se había convertido, hasta esa misma noche, era en una guarida de secuestradores inescrupulosos. En la bodega de su


194 cubierta más baja transportaba a dos académicos entrometidos; colgados de sus brazos a un tubo transversal por gruesas cadenas. Padre e hijo. Los Jones. Ese era el apellido de las víctimas.

 Sus

pies no tocaban el piso. Se balanceaban

como si fueran reces muertas en las heladeras de un frigorífico. Dos péndulos humanos. Les dolían las articulaciones y ambos tenían las muñecas dormidas por la presión que ejercían en ellas las cadenas que los sujetaban. En tanto que Henry Jones, padre, protestaba y se quejaba, Indiana escaneaba con sus ojos cada centímetro de la bodega en la que estaban prisioneros. —¿Qué haremos ahora, Júnior? —preguntó con dificultad el anciano profesor.


195 —Tratar de salir de aquí —contestó su hijo con parquedad. En el fondo, Indy estaba irritado con su padre. ¿Es que ese hombre no podía hacer nada bien? ¿A quién se le ocurriría exponerse, como lo había hecho, en plena calle y frente a la principal guarida de sus enemigos? ¿No pudo haber esperado, permaneciendo quieto, y llamar luego a las autoridades portuguesas? No, esas obviedades no eran parte de su sentido común.... —¿Ah, sí?... —prosiguió el viejo. —¿Y cómo se supone que saldremos de este lugar? ¿Acaso eres Houdini?... ¡Estamos encadenados, Júnior, por si no lo sabes! Indy torció la cabeza en su dirección y lanzo hielo por las pupilas. —¿Puedes callarte por una vez en tu vida, por favor? Henry frunció los labios y apoyando la barbilla contra su pecho, profirió un apagado:


196 —¡Bah... arqueólogos! No había terminado de pronunciar la última palabra cuando El Centurión se sacudió y empezó a moverse. —Estamos zarpando —coligió Indy. —¡Mierda! —exclamó e, inconscientemente, dio un tirón con todo el peso de cuerpo hacia abajo. Entonces, por encima del ruido de los motores del carguero, escuchó un crujido metálico muy cercano. Era como si algo se rajara. Levantó la vista. Observó el caño del que colgaban y lo recorrió hasta el sitio en el que éste se empotraba en la pared de la bodega. De esa dirección había venido el crujido. Miró con atención. —Papá —dijo— creo que encontré la solución. Henry Jones no articuló palabra. —Escuchame bien —empezó Indy.—Tenemos que sincronizar nuestros movimientos... —¿A qué te refieres?


197 —¿Ves el caño? —preguntó señalándolo con el mentón. —Sí. —Pues, obsérvalo bien. Está oxidado y medio partido en su extremo izquierdo. ¿Lo ves, allá, junto al muro? —Sí, lo veo. —Si hacemos fuerza hacia el piso juntos, si nos jalamos hacia arriba y después nos dejamos caer, el peso de nuestros cuerpos terminará por romperlo del todo. ¿Entiendes lo que digo? —No es la teoría de la relatividad, Júnior. ¡Claro que te entiendo!... Hagámoslo. Lo intentaron una, dos, tres veces. El caño se aflojaba más y más con cada golpe. —¡Uf!... —exclamó Henry Jones, exhalando todo el aire de sus pulmones. —¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal? —inquirió Indy. —Me duelen los brazos.


198 —Intentémoslo una vez más, papá —solicitó Indy.—Ya prácticamente lo tenemos. Está cediendo. ¡Vamos! ¡Otra vez!... Flexionaron los codos al mismo

tiempo.

Elevaron sus cabezas hasta tocar el tubo y dejaron que la gravedad hiciera su trabajo. Cayeron. El caño volvió a crujir. —¡Ya está, padre! —exclamó Indiana excitado. —¡La última! Repitieron la operación y se produjo el desprendimiento buscado. El caño se cortó al ras del muro y ambos cuerpos resbalaron hacia el piso, siguiendo la dirección que les daba el plano inclinado. Chocaron entre sí. Se golpearon y cayeron al suelo. —¿Houdini,

decías?

—inquirió

Indy

con

sarcasmo, mientras se ponía de pie y quitaba las cadenas de sus muñecas.


199 —Debo reconocer que eres hábil en estas cosas —repuso su padre, al tiempo que se acomodaba la ropa. —Desde chico siempre supiste cómo salir de problemas solo. —No tuve opción —recriminó su hijo. —Tú nunca estabas. Henry se sintió tocado. —¿Vamos a tener una sesión de terapia familiar en esta bodega, Júnior? Indiana negó con la cabeza sin decir palabra. Se ajustó el fedora y tomando a su padre por el antebrazo dijo: —Salgamos de aquí. Tenemos que encontrar la forma de dejar el barco. Y por favor, papá, deja de llamarme “Júnior”, ¿quieres?...




200

El sector de bodegas estaba desierto. No cabía duda de que la gente de Reis de Queiroz confiaba en las cadenas que habían usado para sujetarlos. Pero se equivocaban. Padre e hijo recorrieron sin inconvenientes el pasillo que llevaba a la cubierta inferior del barco, por el lado de babor. —Ten cuidado, puede haber guardias —advirtió Henry Jones al ver que Indy abría lentamente la puerta metálica que daba al exterior. Pero el arqueólogo había tomado en cuenta ese detalle. Deslizó la abertura con cuidado y salió. —Mala suerte, papá —dijo mirando el océano por encima de la barandilla. —Ya estamos lejos de la costa. El viejo Jones avanzó unos pasos, se apoyó contra la baranda y suspiró decepcionado. —¡Ahora si estamos fregados! ¿Qué vamos a hacer?...


201 Indy se rascó la barbilla y observó a su padre. Finalmente sentenció con seguridad: —Tenemos que regresar a la bodega. —¿A la bodega?... ¿Qué estás diciendo? No costó una fortuna salir de ese lugar ¿y tú quieres regresar? —No podemos estar dando vueltas por el barco. Tenemos que hacerles creer que todavía estamos prisioneros y cuando sea el momento, intentaremos una huida segura. —¿Por qué no lo hacemos ahora, Júnior? —¿Quieres ponerte a nadar kilómetros en un mar lleno de tiburones? —repreguntó Indiana con irónica furia.—No; no es el momento adecuado. Este barco debe tener una tripulación de unos veinte hombres. Son demasiados. —¿Aún para ti?... —agregó sarcástico. Indy le devolvió un rostro de mandíbulas apretadas.


202

 Seis horas después del amanecer, el Atlántico norte reflejaba los rayos del mediodía como si fuera un inabarcable espejo líquido. El calor aumentaba y la estela que dejaba el barco a su paso se diluía entre las olas. La vida a bordo no había sufrido grandes cambios. El capitán esperaba llegar a destino en sólo media hora. —Preparen a los prisioneros —ordenó a dos marineros del puente.—Tengan cuidado, el patrón no quiere más problemas.

 Los nudillos de Henry Jones estaban blancos de tanto apretar y sus fláccidos bíceps le dolían horrores. Tenía los brazos extendidos hacia arriba, las muñecas rodeadas de cadenas y un largo tubo


203 aprisionado entre sus dedos. Tenía que disimular. Confiar en que nadie se percatara de que ya no colgaba del aire. A su lado, Indy hacía lo mismo. —Ya están aquí —murmuró Indiana. Segundos después dos marineros entraron en la bodega. Era sujetos fornidos. De rostros curtidos por el sol y la salitre del mar. Por sus miradas huecas podía colegirse que sabían obedecer y que descuidaban los detalles. Cuando ingresaron no advirtieron nada inusual. —Se terminó el viaje —les dijo sonriendo uno de ellos. Pero en ese instante ocurrió lo impensado. El viejo Henry Jones se desinfló en un suspiro y bajó los brazos. Caño y cadenas se desplazaron hacia el piso, cayendo ruidosamente. Indy no podía creer lo que pasaba; pero tampoco tenía tiempo para teorizar. Sin pensar más, lanzó una poderosa trompada contra la mandíbula del marinero


204 que tenía más cerca. Le dio de lleno tirándolo inconsciente al suelo. Con la otra mano, enrollada falsamente con la cadena, sacudió un fuerte chicotazo. Los eslabones se enrollaron en la garganta del otro marino. Tiró con fuerza y el matón salió despedido contra la pared opuesta. Chocó con la cabeza y quedó tendido en el piso como si fuera un muñeco de cera. Indy se acomodó la campera. —¡Te

dije

que

aguantaras!

—gritó

con

indignación. Henry lo miró estupefacto, enarcando las cejas. —¡No pude hacerlo! —le respondió con otro grito.—¡No pude aguantar tanto peso! ¿Para qué me hiciste sostener ese tubo de con tanta antelación?... —¡No soy adivino! ¡No sabía cuándo iban a entrar! —Pues, ya está... Listo. ¡Ahí tienes! —dijo señalando

los

cuerpos

desfallecientes

marineros. —Aprende de tus errores.

de

los


205 —¿Errores?... ¿Mis errores? —¿Vas a seguir recriminándome cosas? —¡Papá!... —¡Ya basta, Júnior! —sentenció con autoridad. —Tienes que pensar qué vamos a hacer ahora. Indy no podía creerlo que oía. —¿Sabes?—dijo a media voz.— Me encanta la forma en que me transmites seguridad. Henry hizo oídos sordos al comentario. —Y bien, ¿qué haremos? Indy se secó el sudor que le perlaba la frente. —No lo sé—musitó.—Algo saldrá sobre la marcha.—Miró los dos cuerpos tendidos y con un leve movimiento de cabeza ordenó:—Levanta sus armas, creo que vamos a necesitarlas.




206

Por segunda vez salieron del cuarto que le había servido de prisión. Indy, por delante, empuñaba la pistola apretando su cacha con fuerza. Estaba nervioso. Alerta como un gato. A sus espaldas, Henry Jones lo seguía aferrando la otra pistola. Se deslizaron en silencio por el pasillo. Daban pasos lentos, medidos. Tratando de hacer el menor ruido posible. —Miremos que hay detrás de esa puerta —dijo Indy señalando una portezuela metálica que tenían a dos pasos. Giró la manivela y la empujó. Frunció el entrecejo. ¿Qué demonios hacían esos cinco ataúdes, uno al lado del otro, en ese recinto de marineros? —¿Féretros?.... —repuso retóricamente Henry Jones Padre.—¿Para qué quieren féretros? Indy no respondió y avanzó hacia los cajones. Se paró junto al primero de la hilera y levantó la tapa.


207 —¡Por Dios santo! —exclamó el viejo— ¿Quién es ese hombre? Indy miró detenidamente el cadáver. —Alguien que conozco... —murmuró sin tener en claro nada. El cuerpo pertenecía al sujeto que lo había atacado en la oficina del portugués. Aparentemente los tiros que le había metido habían surtido efecto.

 I

—¡ mbéciles!... El alarido de Reis de Queiroz reverberó en el camarote principal. Era un grito que metía miedo. Que inspiraba respeto. Un grito que, evidentemente, tenía ensayado desde hacía tiempo y del que conocía sus efectos. —¡Busquen a esos dos tipos! ¡Encuéntrenlos y mátenlos al instante de una vez por todas!


208 El contramaestre y uno de sus ayudantes salieron al trote. Bigotes se paró en el marco de la puerta. Miró a su jefe y, seguro de sí mismo, sentenció: —Se lo dije, señor. Reis de Queiroz asintió en silencio.

 Como en un relato mítico la situación volvía a repetirse una vez más. Nuevos pasos por el corredor alertaban de visitas indeseables, y al parecer tenían los nervios crispados por lo fuerte que sonaban sus zapatos contra el piso del barco. Ya sabían de la fuga y esta vez no iba a haber discursos ni introducciones diplomáticas antes de liquidarlos. Dispararían y punto. Los Jones no tenían tiempo. Ni una salida a mano.


209 Únicamente los féretros con los cadáveres dentro. —¡Por Dios santo! —exclamó Henry Jones por lo bajo.—¡Es una locura, además de un sacrilegio! Indy lo tomó por el hombro con fuerza; abrió la tapa del primer cofre y ladró, clavándole las pupilas: —¡Métete!... ¡Ya!

 Compartir con un muerto un ataúd durante más de cinco minutos no era nada agradable. Sentir en la propia mejilla el roce gélido de unos pómulos duros que anunciaban un avanzado rigor mortis constituía por cierto una prueba de audacia que pocos se animarían

a

experimentar;

pero

dadas

las

circunstancias extraordinarias en las que estaban no cabía más que una salida fuera de lo común.


210 Desde el interior de la caja sintieron como la puerta del camarote se abría e ingresaban al recinto dos o tres hombres fuertemente armados que hurgaron rápidamente detrás de los ataúdes e hicieron un comentario sobre lo desagradable que era transportar semejante carga. Como marinos que eran no podían deshacerse de su tradicional herencia supersticiosa. —Siempre me dieron impresión los ataúdes — dijo uno de ellos. —Sí —agregó otro—, salgamos de acá. Este lugar esta “limpio”. Henry Jones permanecía tieso. Contenía la respiración. No sólo temía ser descubierto sino que lejos era su deseo de oler la carne que tenia a milímetros de su nariz, seguramente en estado ya de putrefacción. El viejo medievalista estaba atento a lo que pasaba afuera y a pesar de que la oscuridad del féretro era casi total, un pequeña rendija de la tapa le


211 permitía vislumbrar el perfil rugoso del cadáver que lo acompañaba. ¿Quién habría sido ese sujeto?, pensó. La puerta del camarote se golpeó al cerrar, impidiéndole seguir cavilando sobre la historia del individuo. Movió levemente la cabeza. Orientó su oído derecho hacia arriba para escuchar mejor. Tenía que cerciorarse de que los matones ya no estaban. Entonces ocurrió lo impensable. El cadáver giró la cara hacia la de él y abrió los ojos. Un grito contenido se le anudó en la garganta al tiempo que de una patada abría la tapa del féretro y saltaba fuera. Aquello que experimentaba era una mezcla de horror y asco que jamás había sentido. Cuando recobró el equilibrio a más de tres metros del muerto, advirtió que Indy ya había salido de su escondite sin inconveniente alguno.


212 —¡Santa María! —exclamó tomándose el sombrero. —¡Abrió los ojos! ¡Ese tipo abrió los ojos! Indy miró el cuerpo inerte dentro del cajón. Tenía los párpados violáceos bien cerrados.

 Casi a medianoche El Centurión hizo su ultima maniobra y dejó el lado de babor a escasos metros del muelle principal. Finalmente apagó sus motores. El crujir de sus partes oxidadas siguieron emitiendo sonidos por espacio de varios minutos más. Habían recalado en puerto. —No pueden haber saltado al mar —pronunció Reis de Queiroz visiblemente consternado.—Tienen que estar todavía en el barco. Sigan buscándolos y pongan una guardia armada en la explanada. Quiero a esos dos muertos.


213 “Bigotes” dirigió una mirada autoritaria a los cuatro hombres que lo rodeaban y éstos salieron al trote a cumplir las órdenes impartidas. —No saldrán con vida del Centurión, señor— agregó sin mucha seguridad. El hombre de elegantes mostachos conocía los recursos de Indy.

 —¿

Cuántos

son?

—Inquirió

Jones

padre

asomándose a la cubierta. —Veo seis en la proa y aparentemente dos más en el muelle, cerrándonos el paso —respondió Indy apretando un revolver entre sus dedos. —Del lado de estribor debe haber una media docena más y todos portan metralletas. No creo que podamos hacer gran cosa con estas armas que tenemos. —Bueno, pero a ti siempre se te ocurren buena ideas, ¿no?


214 Indy no respondió. El sonido del motor de un auto atrajo su atención. Era un Jeep que transitaba por la calle principal del muelle dirigiéndose a la explanada que bajaba del buque. —¿Mas

refuerzos?

—volvió

a

preguntar

retóricamente Henry Jones. —Si es como dices estamos fritos. El Jeep detuvo su marcha. Desde la posición en la que estaban Indiana no podía percibir nada con claridad. Sólo una silueta negra que descendía del vehículo e iniciaba un extraña caminata frente a la nave estacionada. En segundos, los seis hombres armados que vigilaban la cubierta se asomaron por la barandilla lanzando carcajadas y aullidos cargados de libido. —¿Qué intrigado.

esta

pasando?

—preguntó

Henry


215 Indy avanzó unos pasos hasta la baranda, aprovechando la distracción. Sólo un nombre se coló por entre sus dientes: —¡¿Anika?!... No podía creer lo que veía. La joven y atractiva bibliotecaria de la familia Giuliani se exhibía con fingido descaro ante las deseosas miradas de los marineros del Centurión. Tenía una pollera tubo pegada al cuerpo y una blusa floreada muy escotada que le dejaba ver unos senos firmes y bien formados. Entonces Indy Jones comprendió todo. —Prepárate a correr, papá. Y no dejes de disparar a cuanto tipo se nos cruce en el camino. Y sin decir más descargó una andanada de balas contra la media docena de fogosos guardianes. Tres de ellos cayeron al piso de cubierta instantáneamente.

El

resto

buscó

inmediato, detrás de un bote salvavidas.

refugio

de


216 En el muelle, los dos marinos de Queiroz desdibujaron sus sonrisas y giraron sus cuerpos, dirigiéndose al barco, amartillando las metralletas. Craso error. Anika von Pauls dejó deslizar por la manga derecha de su blusa un duro caño de acero con el que golpeó sin pudor la cabeza de ambos matones. —¡Ahora, doctor Jones! —gritó con todas sus fuerzas, haciendo parlante con las manos. Indy no dejó que la orden se repitiera. Agarró a su padre por la manga de la camisa y lo obligó a correr por la explanada que bajaba al muelle, al tiempo que se protegían como podían de una lluvia de balas proveniente de las armas de los tres sobrevivientes de cubierta. Las astillas del puente volaban por doquier y los chispazos que producían los proyectiles al dar contra la baranda de metal le indicaban que las balas casi los rozaban.


217 —¡Sigue hasta el Jeep! —le gritó a su padre.— Yo te cubro —.Y sin más puso rodilla a tierra y descargó las municiones que le quedaban en la pistola. Los guardias buscaron refugio y dejaron de tirar por unos segundos. Suficiente para que Indiana Jones recorriera la distancia que le restaba para llegar al vehículo, saltar en la caja y sentir el corcoveo del chasis que anunciaba una huída toda marcha.


218

11 EL ACANTILADO DE LA GAVIOTA

No había nada como relajarse en un buen sillón después de todo un día de trabajo agotador y sentir cómo los músculos del cuerpo se iban aflojando de a poco, amoldándose a la contextura mullida de los almohadones. Recuperar el aliento tras tantas tribulaciones y dejarse arrastrar por la comodidad y el confort de una casa, seguros de cualquier lluvia de tiros, trompadas y tiburones hambrientos, era experimentar


219 la vida de un modo normal; sentimiento éste que desde hacía días ninguno de los dos miembros de la familia Jones había vivenciado. Dejar atrás el barco de Reis de Queiroz con su carga de odio y violencia, implicaba recobrar el aire contenido por largo tiempo; y las ganas de vencer volvían al cuerpo, recargadas con una dosis de revancha y rabia. Anika no estaba allí de casualidad. Había sido enviada por Paul Giuliani a Lisboa junto con los dos matones que “Bigotes”se quitara de encima en el callejón. Su misión era estrictamente profesional: probar la autenticidad del manuscrito que los mafiosos tenían que recuperar de manos de los portugueses. Pero las cosas no salieron como lo planearon. El hombre de confianza de Queiroz los había matado y ella, desde las sombras, había sido testigo de los sucesos que se desencadenaron después. Cuando observó cómo Indy y su padre eran atrapados y subidos al barco, no le costó mucho


220 averiguar el destino de la nave y alquilar una avioneta que la llevó directamente a la isla. Afortunadamente había llegado a tiempo. El salón de la casona en la que estaban era amplio, de claro estilo normando y con una chimenea sin encender que señoreaba un ambiente alfombrado, con sillones y lámparas de hierro repujado en cada una de las esquinas. La mansión debía tener más de un siglo y aún así estaba en condiciones

dignas,

a

pesar

de

permanecer

inhabitada durante casi todo el año. Era una de las tantas propiedades que la familia de Paul Giuliani había adquirido como inversión y de la que Anika conocía su existencia por haber archivado la escritura en la biblioteca de Sicilia. No cabía duda que los fuertes tentáculos de la mafia llegaban a los sitios menos pensados...gracias a Dios. —Desde ahora —dijo Indy— algo es claro: estamos compitiendo en una carrera por identificar la parroquia y el acantilado frente a los cuales naufragó


221 el Ópalo Verde, en 1618. De Queiroz sabe lo mismo que nosotros y con sus recursos no tardará en ganar ventaja.—Tomó aire y exhaló un corto suspiro. — Por lo que hemos visto hoy por la tarde con Anika, sólo hay dos parroquias del siglo XVII sobre la costa. El único problema es que en ninguno de los dos casos tienen el nombre de “Sagrado Corazón” que Pedro “El Pobre” cita en su manuscrito, ni hay acantilados a la vista. —De hecho no hay ningún “Acantilado de la gaviota” en todo el archipiélago —agregó la chica señalando por arriba un mapa. —¿De qué acantilado hablan? —preguntó Henry Jones confundido. —Del que aparece nombrado en el texto que tradujiste con Anika en la Villa, papá. ¿Lo recuerdas? El “Viejo” abrió exageradamente los ojos y asintió:


222 —¡Ah, sí!... Ahora sí lo tengo presente — comentó reclinándose y tomando la copia que la muchacho había pasado a maquina. —Acá está. Acá es donde el buen Pedro dice que “los aldeanos del litoral deshuasaron los pocos restos que llegaron a la playa (...) muy cerca de la Parroquia del Sagrado Corazón, frente al acantilado de la gaviota”. —Exactamente —sentenció su hijo. —Y si ellos fueron los que lo encontraron el Tractatus que hoy posee Queiroz, seguramente hallaron también el péndulo. Por eso, si ubicamos esas dos referencias geográficas sabremos en qué lugar están los restos del Ópalo Verde y posiblemente la reliquia que buscamos. —En lo que se refiere a la parroquia —intervino Henry—, ésta puede que haya sido demolida o algo así... —Es una posibilidad, papá. Pero no creo que sea este el caso. —¿Por qué no?


223 —Consultamos un antiguo catastro hoy en la biblioteca y no hay referencias sobre ninguna parroquia que haya tenido específicamente ese nombre. —Qué extraño —agregó el anciano.—Una construcción

de

ese

tipo

no

puede

haber

desaparecido así como así de los documentos, sin dejar rastros. —Y un acantilado mucho menos... —adujo Indy rascándose la sien derecha. —En ese caso puede que nuestro sacerdote amigo se haya equivocado o querido despistar, dando una pista falsa. —No sería la primera vez que se hace eso, papá. —Entonces —intervino subrepticiamente Anika —, ¿por qué no partimos de esta hipótesis y pensamos algo al respecto? Por lo que veo, si seguimos literalmente el manuscrito, no iremos a ningún lado.


224 —Acepto la moción —dijo Indy poniéndose de pie. —Si ese péndulo resultó ser tan importante, lo más probable es que el cura haya preferido proteger su ubicación de malas manos.—El arqueólogo fijó la mirada en los mapas y libros desplegados sobre la mesa baja del salón. Se acarició la barbilla y sugirió amablemente:—Preparemos un café. Necesitamos despejarnos un poco. Tenemos una larga noche por delante.

 Los

tres se movían bien en los papeles.

Conocían el oficio. Los libros, mapas y manuscritos eran parte de sus universos cotidianos y por ende se sentían cómodos

entre caligrafías antiguas y

kilómetros de tinta, en textos, dibujos y fotos. En esa particular ocasión la ayuda de Anika había resultado insuperable. Su manejo de la bibliografía y


225 conocimiento de las bibliotecas existentes en la isla les habían ahorrado días de pesquisa. La chica sabía lo que hacía, y con el material reunido esa misma tarde en la capital podían empezar a armar el complicado rompecabezas en el que estaban metidos. Sobre la mesa ratona del salón yacían varios documentos: un mapa actualizado de Azores, con sus atractivos turísticos y antiguas ruinas arqueológicas; el registro catastral de la isla, en el que podía leerse la evolución de la propiedad de la tierra desde el siglo XV; la copia del manuscrito de Pedro “El Pobre” que Henry Jones tomara en Italia; y media docena de libros de arte y arquitectura regional. Uno de ellos, titulado Templos, Parroquias y Conventos de las Islas Azores (1500-1900), era el que Indiana Jones hojeaba, lupa en mano, sin dejar de pasar detalle. Los dibujos y las fotos eran extraordinarios. Pasadas las dos de la mañana, Anika dormía reclinada en su sillón, semitapada de papeles; en tanto que Henry Jones luchaba contra unos párpados


226 que se volvían más y más pesados con el transcurso de los minutos. Tenía sobre su regazo una tasa de te tibio y observaba a su hijo de lejos, con relajada calma. Se parecía a su madre, pensó; y por un momento lamentó su prolongada viudez. ¡Qué contenta se había sentido al enterarse de que estaba embrazada de Júnior! Pero eso había ocurrido hacía ya seis décadas y ante él tenía a un hombre adulto y encanecido, que ya iba para viejo. Sólo la pasión lo mantenía

en

forma,

caviló

al

tiempo

que

inconscientemente se le dibujaba una tierna sonrisa en la boca. —Papá —dijo Indy de repente, elevando la vista del libro—, ¿estás despierto? El Viejo asintió con la cabeza sin emitir sonido. —¿Te pasa algo? —repreguntó al notarle un extraño mohín en el rostro. —No. ¿Por qué lo preguntas? —¿Qué es lo que te causa gracia?


227 Henry Jones tomó conciencia de que su alma se colaba en gestos y endureció su postura. —Nada —respondió reacomodándose en el sillón.—¿Acaso algo tiene que producirme gracia? —Noté que te sonreías... —Es sólo un ejercicio para no quedarme dormido.—Y

cambiando

de

tema

inquirió:—

¿Encontraste algo? Indy se reincorporó y con el libro entre sus manos acortó distancia. —Observa

estas

fotos,

por

favor

—dijo

entregándole el tomo abierto en una página con seis fotografías en blanco y negro.—¿Qué ves que yo no pueda ver? Henry se calzó mejor los anteojos. —Distingo que sólo dos de esta media docena de parroquias son del siglo XVII y que ninguna tiene el nombre que buscamos.... Pero eso ya lo sabíamos — replicó mirando a su hijo. —Continúa... —le pidió con calma.


228 —Bueno... también observo cierta predilección por un estilo románico tardío y un calamitoso estado de conservación en todos los edificios.—En eso, se frenó de golpe. Acercó la cara al libro y le quitó a Indy la lupa de sus manos, para poder ver mejor una de las reproducciones. Tres segundos después no pudo contener una oleada de adrenalina en todo su cuerpo.—¿Es esto lo que creo que es? —inquirió señalando la foto. Indiana sonrió. —A eso me refería, papá. A ese corazón tallado en la roca, justo sobre el pórtico de entrada. Porque... ¿es un corazón, verdad? —¡No cabe la menor duda, Júnior! —alegó exaltado.—¡Es un típico Sagrado Corazón! —¿Te das cuenta...? —repreguntó retóricamente Indy con el rostro iluminado. —¿Piensas que puede ser lo que estamos buscando? El arqueólogo enarcó las cejas sin decir nada.


229 —¿En que parte está esta parroquia?—arremetió el Viejo, ansioso. —En el centro de la isla. Justo acá —y señaló con el dedo índice un punto negro en el mapa. —No cabe duda que, con o sin acantilado, es lo mejor que tenemos hasta ahora, Júnior. Deberíamos investigar ese lugar cuanto antes. —Iba a sugerirte eso en este instante. Henry Jones se puso de pie con inusitada agilidad. Miró a la chica dormida en el sillón y preguntó señalándola con la barbilla: —¿Viene con nosotros? —Mejor no —contestó Indy.—Que descanse. Le dejaré

una

nota.

Para

cuando

regresemos,

seguramente, estará despierta.

 El

viaje en Jeep les demandó algo más de

cuarenta y cinco minutos. Hacía frió y el aire marino


230 se colaba hasta el interior de la ínsula, obligándolos a que se levantaran las solapas de sus respectivas chaquetas. La luna, en menguante, recortaba con luz blanquecina el paisaje y la desierta carretera de grava por la que circulaban. Finalmente, al promediar las cuatro de la madrugada, observaron el viejo edificio a un costado del camino. Un cartel pintado a mano revelaba su verdadero nombre: Parroquia de San Cristóbal. Detuvieron el Jeep. Descendieron y recorrieron lentamente la distancia que los separaban del portón de entrada. Era una construcción vieja, de piedras rústicas en el exterior y grandes ventanales a los costados, con hermosos vitraux multicolores representando la Resurrección de Cristo. La iglesia estaba, como era de esperar, cerrada. —¿Cómo entraremos? —inquirió Henry. — ¿Llamamos al párroco? —No hay párroco, papá.


231 —¿Y entonces...? —¿Olvidaste que soy Houdini? —repuso Indy sacando una ganzúa del bolsillo. Esta vez el octogenario profesor no pudo contener la sonrisa.

 Aún en ruinas, el interior de la parroquia era una salvaje explosión creadora llena de sensibilidad barroca. Un ejemplo incomparable de lo espontáneo, popular y masivo que podía llegar a ser el ampuloso dolor que la Iglesia Católica había querido transmitir de la Pasión de Cristo. El desdén por el frío y medido arte renacentista se notaba en el gusto por lo macabro, que Indy y su padre podían observar en las torturadas estatuas de maderas que decoraban el recinto a ambos lados de la nave principal. Santos y mártires sangraban patéticamente, agitando sus cabellos y ropajes, en un claro ejemplo expresionista


232 de dolor y sufrimiento; y al fondo de todo, la estampa cruciforme de un Jesucristo mirando al cielo y exudando, sin sutilezas, el aparatoso sentimiento de muerte, tras la tortura romana. La luz de una linterna iluminaba a cada paso esa muestra deliberada de propaganda eclesiástica. —¡Fascinante! —murmuró extasiado Henry Jones.—¡Nunca imaginé ver semejante maravilla artística en un sitio como este! Indiana también estaba sorprendido. Desde el exterior nada anunciaba el espectáculo del que eran testigos.

Evidentemente

esa

parroquia

estilo

románico había sido oportunamente redecorada con un estilo más moderno, en algún momento del siglo XVII. Recorrieron el predio por algo más de media hora hasta que el cono de luz de la linterna se detuvo en un sector del ala derecha del edificio.


233 —¡Allá arriba! —señaló Indy. —A la izquierda de aquel vitraux color verde agua, papá. Observa el bajorrelieve que está esculpido en el muro. No cabía la menor duda: el motivo de decoración que tenían ante ellos era una sagrado corazón, cuyo estilo imitaba al de la cábala alquímica, muy común en los libros de ciencias herméticas de la edad moderna. En el centro de un óvalo dividido en cuatro por una cruz y rodeado por una gruesa corona de espinas retorcida, podía verse un pequeño corazón llameante de cuyo tallo superior emergía una rama con seis protuberancias; y en el centro mismo de toda la figura una inscripción latina con la palabra “CHARITAS”. Dirigieron los pasos presurosos hasta el lugar, sorteando bancos rotos, montañas de escombros y estuco descascarado de las paredes. —Nadie visita este lugar desde hace tiempo, Júnior.


234 —Eso es mas que claro. Qué pena que dejen que todo esto se venga abajo... Henry Jones alcanzó el muro en el que la escultura se hundía. La miró con medido respeto por unos segundos y por último recorrió con los dedos los contornos inferiores del corazón. Giró sobre sus talones y miró a su hijo. —Bien —dijo— ¿Y ahora qué? Indy se echó el sombrero fedora hacia atrás y se tocó la nuca. —Bueno, se supone que tendríamos que encontrar un acantilado con gaviotas que termine de certificar que este es el sitio que buscamos. —Si ese acantilado está en medio de este desastre —rió el viejo—, habría que realizar una excavación arqueológica para encontrarlo. Pero la broma no encontró eco. Indiana Jones no respondió a la chanza. Su atención estaba puesta en una diminuta capillita tallada sobre la pared, a pocos


235 menos de tres metros de distancia del sagrado corazón. Levantó la linterna e iluminó una representación hecha en yeso que lo dejó boquiabierto. Allí, justo frente a su nariz, pudo advertir un paisaje moldeado en el que claramente estaba representado el océano, el acantilado y una gaviota suspendida del cielo por las ráfagas invisibles del aire marino.


236

12 “¿QUÉ SABE USTED DE BRUJERÍA?”

Sólo

una delgada pared de estuco y madera

separaban al péndulo del resto del mundo; y poco le costó a Indy romperla de un codazo para acceder a él. Recién cuando el paisaje tallado en yeso cayó al piso partiéndose en pedazos y la oquedad fue iluminada por la luz de la linterna, el arqueólogo comprendió cuán ansioso y nervioso estaba.


237 Como

de

costumbre,

la

adrenalina

del

descubrimiento le insuflaba a sus pupilas un brillo especial. Brillo que se repetía inconfundible en los ojos de su progenitor, un paso por detrás de él. El péndulo estaba enrollado a un costado de la cámara. Desde hacía siglos nadie lo tocaba y la experiencia de ser el primer hombre en muchísimo tiempo en manipularlo siempre era una sensación gratificante. Indy lo tomó entre sus dedos con indisimulado respeto y se lo mostró a su padre. El artefacto era una maravillosa muestra de arte; un representativo ejemplo de orfebrería y el claro modelo de una cosmovisión que ya no existía en la humanidad. Brillaba. Su

superficie

reluciente

le

otorgaba

una

actualidad que vencía el paso del tiempo. Parecía haber salido del taller del orfebre hacía sólo minutos.


238 El péndulo tenía veinte centímetros de largo. La cuerda estaba hecha de finos hilos de plata y oro entrelazados con fuerza, creando un todo compacto y flexible del que pendía una esfera de piedra recubierta por una coraza de hierro tallado. —Es un zafiro —indicó Indiana. —Muy interesante... —murmuró Henry Jones acariciando la superficie pulida del pedrusco que se asomaba por debajo del metal repujado. —Según los antiguos alquimistas, el zafiro es la piedra de vuelve pacíficos, amables y piadosos a los que caen bajo el poder de su influjo. Los detalles que se representaban en la coraza parecían confirmar ese criterio. La delgada malla de metal estaba decorada por un gran círculo en llamas recortado dentro de una circunferencia y dos astros, un sol y una media luna menguante, a cada uno de los costados. —Símbolos mágico cabalísticos —señaló Indy.


239 Henry asintió con la cabeza sin quitarle los ojos al objeto. “Las cosas estaban tomando un extraño color”, pensó.

 Cuando los primeros rayos del sol despintaban las tinieblas del horizonte, los Jones arribaron a la casona,

cansados

y

sobreexcitados.

El

cielo

anunciaba un día luminoso para la jornada que empezaba. Cálido para esa época del año. Lo que carecía de calidez era el gran salón de reunión de la mansión; completamente vacío. Sin los mapas de hacía horas; sin los libros de arte; sin Anika. La propiedad estaba desierta. Los sillones seguían en su lugar pero una de las lámparas de pie estaba tendida en el piso y los cristales rotos de su bombilla se desparramaban por


240 doquier. No había señales de pelea. Por las condiciones del escenario, nada permitía suponer que se hubiera librado algún acto de violencia extrema. Pero Anika von Pauls no estaba en toda la casa. ¿Se había ido por propia voluntad; por orden de su jefe en Sicilia o secuestrada por el inescrupuloso Reis de Queiroz? De las tres, la hipótesis del secuestro era la que creció en las mentes de los dos académicos. Revisaron ambas plantas de la casa sin suerte. El equipaje de la chica permanecía en su cuarto. No había nada desordenado. Incluso podían oler todavía en dulce perfume que solía utilizar. La ansiedad empezó crecer hasta convertirse en un temor fundado y concreto. —Tenemos que salir ya mismo de este lugar — sentenció Indy acomodándose el fedora. —¿Y a dónde iremos?


241 —A cualquier parte, papá. Eso ahora no importa. Aquí corremos riesgos. Nos ubicaron más rápido de lo que suponíamos... ¡Maldita sea! —¿Sabes

algo?

—gruñó

Henry.—

Estoy

empezando a cansarme de correr como un conejo todo el tiempo. —Yo también, papá; pero no tenemos otra opción. Deben estar muy cerca. Me sorprende que no nos hayan interceptado en el camino. —Hizo un impasse. —Salgamos de aquí —volvió a ordenar y tomaron la ruta hacia la puerta justo en el instante en el que ésta se abría de un golpe. Para cuando Indy desenfundó la pistola que llevaba en la cintura, cuatro individuos parapetados en la entrada lo miraban fijamente, con los músculos faciales crispados y sendas escopetas de dos caños dirigidas al estómago Vestían de negro. Tenían trajes de seda y corbatas amarillas con pintas azules. Parecían uniformados.


242 Recién cuando Indy tiró el arma y levantó los brazos, Paul Giuliani hizo su espectacular acto de presencia y entró en la casa.

 No los maniataron pero la relación de fuerzas era claramente desigual: cinco contra dos; y cuatro de ellos, aunque sin apuntarlas directamente, tenían armas. Giuliani tomó asiento en uno de los sillones individuales del salón. Sus esbirros se ubicaron, de pie, detrás de él; en tanto que Indy y Henry Jones se acomodaron en la poltrona de tres plazas, justo enfrente de los mafiosos. La Cosa Nostra estaba a punto de iniciar uno de sus pocos sutiles interrogatorios y el arqueólogo sabía de ello.


243 —Me sorprende la falta de confianza que me ha tenido, doctor Jones —recriminó el ítaloamericano con pausada ceremonia. —Le abrí las puertas de mi propia casa, ¿y me paga de este modo?... Debió informarme que usted también estaba interesado en los portugueses y en “mi” manuscrito. Se hubieran ahorrado los pasajes a Portugal. Con gusto los habría pagado de mi bolsillo. Pero veo que prefiere hacer las cosas a su modo y eso, doctor, me inspira mucha desconfianza. En mi negocio, sabe bien, la confianza es algo invaluable.—Tragó saliva y miró a Henry Jones. —En cuanto a usted, profesor, hizo muy mal en secundar a su “muchacho”. ¿Acaso no le dijo que desde el principio sospeché que usted estaba involucrado en el asesinato de mi padre? —¡Nada tuve que ver con la muerte de Don Gigio! ¡Él sí era un caballero! —exclamó el viejo con vehemencia.


244 Indy frunció los labios y lo miró con sorna. “¿Qué decía ese hombre? ¿”Un Caballero”?...Don Gigio era un mafioso; y de los peores. —En ese caso —continuó Giuliani—, va a tener que demostrar otra vez su inocencia.—Se apretó los nudillos de las manos. Crujieron. —Quiero que me expliquen todo. Absolutamente todo este lío en el que estamos metidos hasta el cuello. Ya perdí muchos hombres en manos de ese maldito portugués y su amigo con bigotitos. Los últimos dos en Lisboa. ¿Se imaginan lo que es mantener tantas viudas y huérfanos sin recibir nada a cambio? ¡Mal negocio, amigos míos! Y yo no estoy para malos negocios. Por tanto, quiero que ese tal Reis de Queiroz me resarza de las pérdidas y devuelva lo que es mío por derecho: el manuscrito de Pedro “El Pobre”. Por eso mismo, y para empezar, quiero saber en dónde está la chica. —No lo sabemos indignación.

—respondió Henry con

—También

nosotros

estamos


245 preocupados por la joven. Cuando lo vi entrar, creí que usted la tenía. —Papá

—interrumpió

Indiana

suavemente,

tomándolo del antebrazo—, déjame esto a mí, ¿quieres? —En mi familia respetamos las canas, doctor Jones —sonrió Giuliani. —Yo también tengo canas... muchas. No es falta de respeto. Sólo capacidad de síntesis. —¡Ah, eso me gusta! ¡Capacidad de síntesis! El tiempo es dinero, es cierto, “dottore”. Lo escucho con atención. Indy se arrellanó en el asiento. —En primer lugar —empezó—, no tenemos nada que ver con la desaparición de la señorita von Pauls, ni con Reis de Queiroz. De hecho deseo matar a ese hijo de perra tanto como usted. —¡Júnior! No tienes por qué ser grosero — reprendió su padre. Indy hizo caso omiso al anacrónico reto.


246 —En segundo lugar —continuó—, jamás se nos cruzó por la mente quedarnos con el manuscrito que tanto busca. Sabemos que es suyo, Giuliani. —Era propiedad de mi padre. Sólo por eso lo quiero de regreso. Es una cuestión de honor. No soy literato, Jones. No me interesa la Historia. —Pues debería interesarle. Justamente ahí, en la Historia, están las respuestas a todos nuestros problemas. —¿Ah sí?... Ilústreme, “profesor”... —¿Qué tanto sabe usted de brujería? —¿Brujería?... ¿De qué habla? —Del secreto arte de convocar y controlar demonios —volvió a interrumpir Henry Jones. Giuliani se echó para atrás y apoyó la espalda. El fulgor opaco de su mirada denotó un hilo fino de mal disimulado temor. —Papá, por favor... —renegó Indiana. —Disculpa.


247 —¿Me están tomando por tonto o qué? — repreguntó el capo mafia. —En absoluto. Nadie toma por tonto a nadie — aclaró Indy apaciguando los ánimos. —Lo único cierto es que, lo crea o no, detrás de este asunto se perfila una creencia tan antigua como la humanidad misma. Y todo se resumen en una cosa... —¿En qué? —En un libro. —¿El que me robaron en Sicilia? —No, otro. Un texto de demonología del siglo XV que posee de Queiroz: el Tractatus de Spectris et Demonolatreiae. Un compendio de maleficios y sortilegios con los que se supone es posible manejar a las fuerzas de la naturaleza, invocar a los muertos y controlar al mismísimo Satanás. Pero, claro, todas esas son viejas creencias medievales que nosotros... —¿Creencias medievales? —interrumpió Henry indignado, por tercera vez. —¡El tipo del ataúd abrió los ojos!


248 Indy lo atravesó con la mirada. —¿Quieres guardar silencio un segundo? —¿Qué tipo? —saltó Giuliani.—¿Qué ataúd? —El tipo con el que me encerró en un féretro — aclaró el viejo. —¿Qué?... —Giuliani no salía de su asombro.— ¿Encerró a su propio padre en un cajón con un muerto?...—Henry asintió con la cabeza.—¿Pero que clase de loco es usted, Jones? —exclamó mirándolo a Indiana casi con repugnancia. —Iban a encontrarnos... —balbució confundido por el tono de la charla.—No teníamos más... —¡Basta!—ladró el mafioso. —¡Basta de tonterías! Veo que se están burlando de mí y mi paciencia tiene un límite. Por lo que veo no tienen intenciones de colaborar ni ser sinceros conmigo. Eso era cierto. Indy no pensaba revelar todos los detalles. Su plan había sido desde el principio ganarse el apoyo de Giuliani y de su organización


249 para combatir a de Queiroz. Pero las cosas se complicaban. Giuliani se apartó de la escena. Caminó hasta la chimenea apagada. Giró. Miró al grupo y meneando la cabeza agregó: —Es una pena... ¡Qué lastima! Llévenselos... y que parezca un accidente. Los levantaron bruscamente de los hombros sin que Indy pudiera agregar nada y a empujones los sacaron fuera de la casona, en dirección a dos autos negros aparcados junto al Jeep. Henry Jones se ajustó el sombrero con enojo. Miró de reojo a su hijo y sentenció con retórico sarcasmo. —¿”Capacidad de síntesis”, dijiste?


250

13 TRACTATUS DE SPECTRIS ET DEMONOLATREIAE

Los libros ejercieron desde la Edad Moderna un poderoso influjo en los hombres. No sólo con sus textos, sino también con sus formatos —soportes materiales de lo escrito—, la palabra impresa supo condicionar

actitudes

y

reacciones;

consolar

desilusiones y estimular la imaginación de una buena parte de los europeos, entre los siglos XV y XVIII. Cumplió un papel silencioso —aunque nunca pasivo — en los complejos procesos culturales que


251 condujeron a la occidentalización del imaginario y a la cristianización de las comunidades rurales que, dentro de Europa, seguían conservando en plena modernidad creencias, rituales y festividades de raíces claramente paganas. Es sabido que el relato verbal excitó la imaginación de los oyentes durante siglos. Pero la imprenta —difusora fundamental del texto impreso — ofreció un soporte (el libro) que prestó mayor convicción a los contenidos extraordinarios de cientos de relatos que venían circulando en la tradición oral europea, desde hacía siglos. Creencia y rumores

se

plasmaron

en

tinta

y

papel,

convirtiéndose en testimonios seguros de veracidad. El éxito editorial de muchísimos de esos textos —y las cuantiosas ganancias obtenidas por editores, libreros y buhoneros— permitieron y obligaron a que las obras se reeditaran una y otra vez lo largo de la mayor parte de la Edad Moderna. En formatos elegantes y ediciones costosas —como también a


252 través de opúsculos, pliegos sueltos o almanaques—, cientos de obras se readaptaron para un público no experto en el arte de la lectura, facilitando la transmisión, conservación y supuesta confirmación de las múltiples amenazas que se encarnaban en demonios, brujas y fantasmas. Indy y Henry Jones conocían muy bien sobre todo eso. Por diferentes vías, ambos habían dedicado sus vidas a desentrañar esos misterios de la historia; y por experiencia directa sabían que las leyendas y rumores muchas veces se actualizaban de un modo extraordinario en hechos concretos; tan reales como las escopetas que los encañonaban. Estaban en peligro de muerte. De hecho, iban hacia una muerte segura. Lo más probable: un fusilamiento sumarísimo. Pero no podían hacer nada. Aplastados en el asiento trasero del Cadillac color negro de Giuliani, sólo les quedaba esperar un milagro; y aunque Henry Jones pudiera sentir que eso era posible, la mente dubitativa de Indy se


253 debatía en qué método adoptar para salir airoso de esa encrucijada o, a lo sumo, morir con cierta dignidad. La referencia al Tractatus y a la brujería habían decidido su suerte. La mente de contador público de Giuliani no estaba preparada para sutilezas que deshicieran el marco de realidad en el que se había criado durante mas de cuatro décadas. No era fácil cambiar la manera de pensar, y menos la de creer. Incluso él mismo, con el acerbo de experiencias místicas que atesoraba de aventuras pasadas, reconocía que la mente racional siempre trataba de imponerse, explicando lo inexplicable. ¿Cómo podía habérsele cruzado por la cabeza que un mafioso norteamericano

entendiera

que

un

libro

de

demonología práctica podía ser efectivamente peligroso? Pero... ¿era efectivamente peligroso? En otra épocas, quizás, nadie hubiera puesto en duda el poder de los sortilegios que la demonología


254 controlaba. Durante el siglo XVII centenares de obras de ese tipo habían circulado por todo el mundo cristiano, siendo consideradas armas positivas que intelectuales,

médicos

y

sacerdotes

usaban

diariamente en su lucha contra el Mal, o para producir el Mal. La Ciencia de los Demonios era cosa seria. Un Teología invertida. Un campo de investigación que se conjugaba con el espíritu de cruzada que impregnaba las almas de los hombres de aquel tiempo. El Tractatus de Spectris et Demonolatreiae era un jirón del pasado que amenazaba con resucitar lo peor de épocas pretéritas. ¿O era sólo una ilusión producida por las lecturas y el mundo fantasioso que éstas solían crear en la mente de los intelectuales volcados hacia el ocultismo?... El auto detuvo marcha. —¡Bajen! —ordenó el matón en jefe. Indy y Henry Jones obedecieron sin chistar.


255 Aún estaban con vida, por lo tanto todavía había esperanzas.

 Era

un bosque pequeño pero tupido, con un

sendero para camiones, que terminaba en una pared de troncos a medio cortar. No cabía duda de que era un vía construida por leñadores, para leñadores; y que en esos días una huelga, declarada por el gremio contra el autoritarismo y malas pagas del gobierno franquista, la tenían deshabitada. Para desgracia de Los Jones esa parte del bosque estaba desierta. El mafioso en jefe los condujo hasta el final del camino; los volvió a palpar y regresó sobre sus pasos. Los otros tres matones no dejaban de encañonarlos. “Estamos al horno”, pensó Indy observando las ocho pulidas escopetas que le apuntaban. Henry


256 Jones se acomodó la chaqueta, dándole un tirón hacia abajo y apretó sus gafas al puente de la nariz. Quedaba poco. El corazón le latía con fuerza. —Júnior... —murmuró mirándolo.—Lamento que terminemos de este modo. Quiero que sepas que yo... No pudo terminar la frase. Algo extraño empezó a operarse todo a su alrededor. ¿Qué era eso que exudaba el suelo?... ¿Niebla?... Sí. Era una densa neblina blanca, compacta, fluorescente que subía a regular velocidad desde el piso. Indy frunció el entrecejo. Advirtió, también, la sorpresa dibujada en el rostro de sus agresores italianos. Perplejidad y temor. En menos de diez segundos el bosquecillo fue tragado por la bruma; y de los mafiosos sólo


257 quedaron

bultos

oscuros

moviéndose

en

la

confusión. Pero había algo más. Se oyó un escopetazo. Después otro, con su correspondiente resplandor y olor a pólvora. —¡Quédate

a

mi

lado!

—gritó

Indiana

amarrándolo al viejo por el antebrazo. No se distinguían más que sombras moviéndose con inusitado frenesí. Más de cuatro... Otras personas se habían sumado a la reunión. No cabía la menor duda. Los gritos y órdenes en italiano retumbaban como si fueran amplificados por el muro gaseoso y, de tanto en tanto, un alarido corto les helaba la sangre a todos. —¿Qué está pasando aquí? —inquirió Henry más que sorprendido. Pero no recibió respuesta. Una mano nervuda, salida de la nada, había tomado el cuello a su hijo, levantándolo como si fuera un muñeco de felpa.


258 Indy reconoció de inmediato esa sensación de poder y fuerza extrema. La había experimentado en el barco de Reis de Queiroz mientras husmeaba en un camarote con libros antiguos. En ese instante también su padre fue atacado desde atrás; aprisionándole la garganta con un antebrazo. Indy se agarró de la muñeca de su agresor para amortiguar la presión que sufría en el cuello. Se estaba quedando sin aire. Iba a perder la conciencia en cualquier momento. Tiró una patada hacia delante con mucha fuerza. Sintió cómo el pie daba de lleno en la zona púdica sin resultado alguno. Trató de buscar apoyo en la piernas de quien lo aprisionaba. Cuando encontró las rodillas las pisó y pegó un tirón hacia atrás. Los fríos dedos que lo apretaban resbalaron con la transpiración e Indy cayó de espalda al suelo.


259 Desde ese lugar, lo espeso de la niebla le impedía ver nada. Oyó otro disparo... y otro alarido. Y un disparo más. Entonces sintió que algo vibraba con inusitada velocidad en el bolsillo derecho de su pantalón. El péndulo... El objeto se sacudía remedando una culebra metálica. Metió la manó y lo sacó. El artefacto parecía latir. El zafiro estaba incandescente, pero no quemaba; y los símbolos celestes grabados en la placa metálica, mostraban sus contornos con tal claridad que Indy creyó que una luz misteriosa le daba vida desde adentro. A su lado, sintió como su padre se ahogaba con algo. Giró la cabeza y tambaleante. Trastabilló y cayó al suelo.

avanzó dos pasos,


260 Fue entonces cuando se percató que por sus dedos se esparcía una extraña energía. Miró el péndulo y, sorprendido, vio como éste adoptaba una rígida postura vertical hacia arriba; venciendo la ley de la gravedad. Impensadamente, en ese segundo, sobrevino la explosión lumínica que lo cegó. Un fogonazo dantesco lo hizo rodar hasta perder el conocimiento.

 Apenas abrieron los ojos, la luz del mediodía, que se colaba por entre la enramada de las copas de los árboles, impactó de lleno en las pupilas dilatas de Los Jones, obligándolas a que se contrajeran. No

había

agresores

alrededor.

Como

la

enigmática niebla fluorescente que cubriera el paraje minutos antes, se habían esfumado. Sólo montículos de cenizas, aquí y allá, tapizaban amplios sectores


261 del claro, cubriendo la raída hierba en lugares donde, momentos

previos,

habían

estado

parapetados

individuos ansioso de matar. Únicamente dos cádillac negros, mudos testigos de un acontecimiento extraordinario, permanecían estacionados en uno de los extremos del sendero que se introducían en el bosque. A no más de cien metros, Indy reparó en un tercer vehículo. Era una camioneta Chevrolet 1945 con un trailer de techo redondeado, enganchado en su parte trasera. Caminaron hacía ella. A poco de investigar, advirtieron que el acoplado era uno de esos que son típicos en el mundo del hipismo. Servía para trasladar caballos. Pero en ése no había caballos. Estaba vacío e impregnado de un fuerte olor a transpiración. Un aroma ácido y desagradable que se colaba por la rampa posterior, que permanecía abierta y llena de huellas de zapatos, saturados de barro. Contabilizaron unos seis individuos. No cabía


262 duda de que habían bajado del trailer. Pero...¿dónde estaban? Indy marchó hacia la cabina del conductor y miró en su interior. Decenas de restos de pipas de girasol ensuciaban el tapizado de goma del piso y una pistola Máuser relucía sobre la guantera del lado del volante. En el asiento del chofer, un mapa de la isla se agitaba por el viento. Indiana estiró el brazo y lo agarró. Había dos puntos señalados con tinta roja. Estaban unidos por una irregular línea del mismo color, que seguía los contornos sinuosos de un camino

secundario.

Uno

de

ellos

señalaba,

inconfundiblemente, la casona de Paul Giuliani. El otro, la hacienda que Reis de Queiroz poseía en la isla.




263

Se subieron al primer cádillac que tuvieron a mano. Indy tomó el mando y se aferró al volante. Desplegó el plano y apretó el acelerador. Quince fueron los minutos que pasaron en absoluto silencio. Un silencio que incomodaba; que podía cortarse en el aire. Henry Jones, con sus ojos muy abiertos, extasiado, no dejaba de mirar la carretera sin verla. Indy fue quien rompió el hielo. —¿En qué piensas? —inquirió. —¿Debería pensar en algo?— respondió su padre con un dejo de ironía. —No

lo

sé...

pero

convengamos

que

experiencias como las de hace un rato no se viven todos los días. —En eso estoy completamente de acuerdo. No todos los días se viven cosas extrañas. Sólo cuando estoy contigo... —Indy frunció la boca, sensible al reproche y el viejo profesor agregó:—¡No me


264 explico cómo es posible que siempre hagas de tu vida algo tan complicado!...¡No me lo explico! El arqueólogo apartó la vista un segundo de la ruta. —¿Por qué no buscamos respuestas a preguntas más sencillas? —Dijo.—Acá en el bolsillo tengo este péndulo y la verdad es que me pregunto qué clase de poder es el que se esconde detrás de él. —¿Qué crees tú? —¿En pocas palabras? Demonología práctica. Creo que de Queiroz ha conseguido de alguna forma activar un poder que ni el mismo imagina, papá. Y ese poder está en un libro. —En el Tractatus... —Exactamente. El mismo que vi en el camarote del barco cuando fui atacado por esa... —titubeó —...por ese hombre. Henry Jones lo miró muy serio. —¿Por qué temes decir las cosas por su nombre, Júnior? Lo que te atacó no fue un ser humano


265 normal. Fue el resultado de un sortilegio peligroso y antiguo. —Necromancia... —asintió Indy con la cabeza. —Efectivamente. El arte de revivir a los muertos. Ese es el punto. Contra eso nos enfrentamos. —Pero, papá, ¿tú crees que todo eso sea posible? Recuerdo que cuando era chico me dijiste que las historias de brujería eran producto de la histeria y la ignorancia de fines de la edad Media. —Aún lo tengo presente esa charla. Todavía veo tus ojos asombrados después de haber ojeado ese libro de Historia de la Brujería en Europa Occidental que tenía en mi biblioteca. —¿Entonces...? —Entonces ¿qué? —¿Qué piensas ahora? —Que me equivoqué. Lo admito. Pero eso no me hace un padre mentiroso. Sencillamente, la


266 observación directa de las cosas hace que la gente cambie de opinión. Indy permaneció callado unos segundo. Luego sentenció: —Tenemos que recatar a Anika y destruir el Tractatus. —¿Crees que la policía nos ayudará? —No. Lo más seguro es que esté comprada por ese maldito portugués. Además, no nos tomarían en serio. —¡Otra vez nos hacemos cargo solos de una nueva cruzada! —Sí, pero en esta ocasión tenemos el “arma” adecuada para combatir. —¿Te refieres al péndulo? —Ahá —confirmo meneando la cabeza.—Tú mismo viste como actuó contra esa gente. —Aún así deberíamos tener cuidado.


267 —¿Sabes qué? Ahora cobra sentido la frase inscrita en la medalla de Pedro “El Pobre”: “Sólo por tu bondad la muerte será definitiva”. Henry pensó un rato. Se rascó la barbilla y enunció ceremonioso: —Muerte definitiva a los “no muertos”. Indiana no respondió. Apretó el volante. Sintió que las palmas de sus manos estaban transpiradas. Finalmente apuntó: —Tenía razón Menandro. —¿Qué Menandro? ¿El Poeta griego del siglo IV antes de Cristo? Indy asintió. —¿Y qué es lo dijo? —“Quienes saber leer ven dos veces mejor”. Henry desvió la mirada por la ventanilla y observó el paisaje. Apoyó su brazo derecho en el posamanos de la puerta y terminó agregando: —Y por lo que veo, Reis de Queiroz aprendió a leer demasiado bien arcaicos sortilegios.


268

14 EL TRUEQUE

Con la inmensa hacienda del “Rey de la Uva” como telón de fondo y el crepúsculo ensangrentando el cielo de rojo, Indiana Jones sintió que estaba sumergido en una pintura impresionista. Retazos de naranja y blanco salpicaban la bóveda celeste dándole una indecible belleza; generando un clima


269 de paz y tranquilidad que el arqueólogo y su padre no conocían desde hacía mucho tiempo. Con el automóvil detrás un bosquecillo de cerezos y la decisión de rescatar a Anika von Pauls, Indy se ajustó el sombrero fedora con fiereza, acomodó su campera y con un movimiento zigzagueante corrió hasta uno de los laterales de la “Casa Grande”. Henry Jones lo observó de lejos. Miraba a su hijo, crispado de nervios. Sabía que corría riesgos al intentar subir por esa vieja canaleta, que

trepaba

hasta

la

primera

planta

de

la

construcción. Podía desprenderse cuando Indy estuviera a una altura considerable y sin el látigo carecía de apoyo. Júnior ya no era un muchacho. Pero la veteranía aventurera de Indy venció el obstáculo con agilidad. Ya en el borde de uno de los ventanales le dio al marco un golpe fuerte y seco y la hoja vidriada se abrió en abanico. Al entrar, y salir del campo de


270 visión de su padre, desenfundó la pistola y avanzó por un pasillo alfombrado.

 Cuando

la campañilla sonó, Bigotes giró

bruscamente en dirección al panel de alarmas y frunció el seño. Aquel era un antiguo sistema utilizado a fines del siglo XIX por los anteriores propietarios

de

la

casa;

que

funcionaba

mecánicamente debajo de las alfombras, alertando de la presencia de extraños por los pasillos de la propiedad. No cabía la menor duda: un intruso se dirigía hacia el ala norte de la mansión. Sin esperar más, Bigotes dispuso una media docena de hombres armados y los encolumnó, silenciosos, hacia el hall en donde el corredor, indefectiblemente, concluía.


271 Para cuando Indy Jones llegó al lugar, la “visitas” ya estaban reunidas apuntándoles una vez más directo a la cabeza. Pero entre tantos rostros adustos, uno sonreía. Por detrás de él, Anika se veía pálida, asustada. —No lo esperaba tan rápido por mi casa, doctor Jones —dijo Reis de Queiroz adelantándose un paso. —Conocía de su ansiedad, pero me sorprende que haya sido tan tonto. ¿Venía por la chica? Bueno, como puede ver está en perfectas condiciones. Aún no le hemos hecho daño —agregó mirándola. — Pero, ¿sabe algo? Me ahorra usted un tiempo precioso. Repentinamente un sujeto se abrió paso entre las armas y avanzó hacia Indy. —¿Doctor Jones? —inquirió sorprendido.— ¿Doctor Indiana Jones? ¿Es usted?... Anthony Gruz no salía de su asombro. El joven arqueólogo, contratado por el portugués para excavar


272 en la mansión, conocía a Indy por sus publicaciones académicas. De Queiroz miró a Bigotes con aire de reproche. ¿Qué demonios hacía ese tipo en ese lugar? Se suponía que avía que mantener al muchacho fuera de todo ese asunto. Pero ya era tarde. Gruz giró sobre sus talones y encaró al patrón de la casa. —¿Qué significa todo esto, señor? Oí pasos, me asomé y me encuentro con esta situación. Exijo una respuesta.

¿Por

qué

tienen

a

este

hombre

encañonado? ¿Todo esto es legal? El rey de la Uva mantuvo sus dientes blancos a la vista de todos. —Lo único legal aquí, profesor Gruz—contestó —, es que está usted despedido. Ya no requiero de sus servicios. Tengo lo que buscaba. —Miró a Indy y preguntó:—¿No es cierto?


273 Indiana se mordió levemente el labio superior. Sabía de qué hablaba pero se hizo el tonto. La cuestión en ese momento era ganar tiempo. —¿A qué se refiere? —titubeó. —A lo que tiene con usted, amigo mío. El péndulo. La última pieza de mi rompecabezas. Si es tan amable...—y extendió el brazo con la mano abierta. —No sé de qué habla. —¿Ah no? En ese caso permítame que le refresque la memoria. —Chasqueó los dedos y Bigotes amartilló el arma, colándosela a Anika en la sien derecha. —Le propongo un trueque. Indy sabía que matarían a la chica. Metió la mano en su bolsillo y extrajo la reliquia sin pensarlo demasiado. Eso pasaba por no confiar en su padre. Debía haberla dejado con él. A de Queiroz se le iluminó el rostro. —Ahora sí –dijo tomando el péndulo con ceremonioso respeto. —Acá está.


274 Una nueva interrupción cambió el ángulo de la atención. Dos matones avanzaban por el pasillo. Henry Jones encabezaba el grupo, con los brazos en alto. —Merodeaba por el parque —aclaró uno de los recién llegados. —¡Qué hermosa reunión de familia! —exclamó el portugués con sarcasmo. —Ya estamos todos. Pero no era así. Faltaba gente. Gente que venía del exterior. La primer ráfaga de ametralladora barrió los vidrios de las ventanas del hall y los marcos de madera se partieron en centenares de astillas, desparramándose para todo lados. El pequeño ejército de de Queiroz no hizo esperar su respuesta. Se parapetaron a un costado de las aberturas e iniciaron una respuesta armada que retrotrajo a Indiana a los días de la Segunda Guerra Mundial.


275 El ruido de los disparos era infernal. Y el primero en sentirlos en carne propia fue Anthony Gruz, que cayó desplomado con un proyectil en la frente. Boca abajo, en el piso, Indy se arrastró hasta su padre. —Es Giuliani —dijo el viejo, soportando una lluvia de revoque color blanco cayéndole sobre el sombrero. —¿Qué haces acá? Te dije que te fueras — reprochó Indiana. —Me atraparon antes. ¿Qué quieres que haga? Indy observó que Anika se había librado de sus guardaespaldas y arrastraba su bella figura hacia ellos. Era hora de partir. Tenían que aprovechar esa oportunidad caída del cielo. Con sus captores ocupados en repeler el ataque de la mafia, Indy tomó a la chica de la muñeca e instó a su padre:


276 —¡Corramos de aquí! Sin más se pusieron de pie y arrancaron de prisa por otro pasillo que desembocaba en una ventana. —¡Eh, ustedes! —gritó Bigotes.—¡Alto! —Y disparó a los Jones. Para cuando se dispuso a descargarles una hondonada de balas, el revolver se trabó. En ese mismísimo instante, Indy, Henry y Anika saltaban desde un primer piso sobre varios botes de basura, que sirvieron de duros amortiguadores, al otro lado de la mansión. —Papá, sácala de aquí —ordenó entregándole a la chica, tras ponerse de pie.—Vuelvan al continente. Pidan ayuda. Yo regresaré por el péndulo... —¿Y cómo te las arreglarás solo, Júnior? —No lo sé... Pero ahora váyanse de acá. Y esta vez, hazme caso, por favor. Yo sé cuidarme. Henry se adelantó y abrazó a su hijo. —Ten cuidado —dijo emocionado. —Mucho cuidado, hijo.


277 No había tiempo para sentimentalismos. Indy respondió con frialdad y se alejó en dirección al parque trasero de la hacienda.

 El

casco principal de la hacienda estaba en

penumbras. Sólo algunas luces del piso superior permanecían encendidas y unas pocas farolas, en los senderos del gran parque trasero que daba al océano, dejaban ver con claridad segmentos del excelente trabajo de jardinería neoclásica que ahí se había hecho. En el frente de la Casa Grande seguía librándose una batalla campal. Indy podía oír el sonido de los disparos y los gritos, algo apagados, de los hombres de la Cosa Nostra, dando

ordenes y advirtiendo

“cuidado” ante el contraataque de los residentes.


278 Todo parecía que la guerra ente familias mafiosas se había trasladado al centro del Atlántico. Protegido por una construcción de siglos, Indiana Jones trotó por un camino de piedras. Desarmado y cansado no sabía qué hacer con exactitud. Entrar en la casa en esas circunstancias era literalmente un suicidio; pero su deseaba recuperar el péndulo tendría que hacerlo. No había otra opción más que sumarse a la contienda. En eso cavilaba cuando, de pronto, una puerta se abrió de golpe a menos de cincuenta metros y cuatro individuos agitados salieron por ella corriendo. Indy se echó al piso. Las sombras, de la noche que empezaba, estaban de su lado. Fue entonces cuando, desde aquella posición defensiva, reconoció a dos de los sujetos. De Queiroz y Bigotes encabezaban la huída con dirección al muelle que había a otra media cuadra de distancia. No podía entender lo que decían, pero hablaban a alto y se veían jadeantes.


279 A poco de recorrer el trayecto al mar, subieron a una lancha; encendieron los motores y pusieron proa hacia lo desconocido. Indy se reincorporó y observó como el portugués se le escapaba de las manos. Sólo dos palabras se le colaron por los labios: “¡Maldita sea!”.

 Quince horas después...

Paul

Giuliani se sentía disgustado con sus

hombres y herido en su amor propio. De nada le servían las ocho nuevas muertes que cargaba sobre su conciencia. De Queiroz se había escapado con el libro de su padre y eso lo enfurecía. Tener un contrincante de la talla del portugués le molestaba y sentía que su autoridad como Capo de familia se


280 debilitaba ante los ojos de propios y extraños. La justa con el Rey de la Uva ya era algo personal y no iba a quedarse con los brazos cruzados sin hacer nada. El libro volvería a la biblioteca de Sicilia, costara lo que costara. El dinero no era problema. Tenía que salvar el honor de su apellido. Seguramente, todo ese asunto se conocería en Nueva York y sus competidores sacarían ventaja. No podía permitirse quedarse quieto. El libro en verdad no importaba. Ahí se jugaban otras cosas, para él, más importantes. Terminó de recorrer el salón y se sentó frente a un escritorio totalmente vacío. La mansión, con escaso mobiliario, le evocaba a los días de su adolescencia cuando Don Gigio la había adquirido como inversión. Desde entonces no visitaba la propiedad; incluso no recordaba que todavía era parte de su recientemente heredado patrimonio. Sacó un cigarro. Se lo llevó a la boca y en el instante mismo en que prendía el encendedor,


281 escuchó un sonido metálico fuera de lo común detrás suyo. De inmediato, el helado roce del caño de un revolver se le apoyó en su nuca. —Si se mueve un milímetro disparo —susurró Indiana Jones, saliendo detrás del pesado cortinado que el mafioso tenía a sus espaldas. Giuliani obedeció. Indy rodeó el escritorio sin dejar de encañonarlo y se le paró cara a cara. —¡Doctor Jones! —exclamó en tono bajo, esgrimiendo una sonrisa de sorpresa y odio.—¡Otra vez usted! —En esta oportunidad detrás del gatillo. —Son las reglas del juego. —La verdad es que no me importan sus juegos, Paul. No estoy aquí para jugar a nada. —¿Viene a matarme? —Lo haré si hace falta. Pero no, no vine a asesinarlo. Sólo quiero que me dé información sobre Queiroz. ¿Qué sabe sobre él?


282 —Creí que usted lo sabía todo. —Supuso mal. —¿Sabe algo? Me equivoqué con usted, doctor Jones. —Ya van dos veces que hace lo mismo. —Reconozco el error. Le doy mis disculpas, si de algo le sirven... —Lo que necesito es saber todo sobre ese maldito portugués. Giuliani lo miró en completo silencio por unos segundos. Finalmente dijo: —Revisé la hacienda antes de prenderla fuego y... —¿La

incendió?...

—interrumpió

Indy

sorprendido. —¿Eso hizo? —¿Qué sugiere que hiciera? ¿Dejársela para que la disfrutara en otra ocasión? No; no es mi estilo, amigo mío. El que se mete conmigo las paga, tarde o temprano. Esta vez preferí no esperar. Ese cerdo ya


283 tiene un lugar menos en donde meter su asqueroso trasero. —Continúe. ¿Encontró algo? —Tengo algo en bolsillo de mi chaqueta. ¿Me permite que lo saque? Creo que le interesará mucho. —Sin trucos, Giuliani —advirtió Jones.— Recuerde que le estoy apuntando. Lentamente el capo mafia movió su mano derecha hacia el bolsillo interno de la prenda. —Todo parece indicar —dijo— que nuestro común enemigo tiene pensado hacer un viaje lejos de aquí. —¿Regresó a Portugal? —No. Se fue a Haití. —¿Haití?... —Compruébelo usted mismo —replicó; y le extendió un sobre membreteado con el escudo del país en cuestión. —¿En dónde encontró esto? —Sobre un escritorio, en la hacienda.


284 Indy retrocedió tres pasos y extrajo la misiva. Estaba escrita a maquina en papel oficial. Tenía fecha de hacía una semana y una firma como colorario del escrito.

Puerto Príncipe, 20 de agosto de 1951. Estimado Colega: Cumplo en informarle que, con enorme regocijo, hemos tenido un éxito insospechado en nuestro común proyecto. Por tal motivo mucho nos placería tenerlo entre nosotros a la brevedad —de ser posible antes de fin de mes— para ajustar los últimos detalles y pueda usted recibir el agradecimiento personal de nuestro querido líder. Sin más, lo saluda atentamente, su amigo Jean Paul Cotonou.


285

—Le doy una semana de ventaja, doctor Jones. —Apuntó Giuliani con absoluta seriedad desde la butaca. —Sólo una semana para que actúe según su criterio. Transcurrido ese lapso me haré cargo personalmente del asunto y en ese caso, si se me vuelve a cruzar en el camino, no dudaré en actuar con menos diplomacia. Desde ahora tiene mi apoyo económico y todo el aparato político de la familia. Indy bajó el arma y se guardó la carta en el bolsillo. —No quiero el apoyo de ninguna familia — contestó. —En ese caso, disponga de mis recursos financieros. Créame que va a necesitarlos.—El arqueólogo sabía que tenía razón. —¿Cuándo piensa viajar para el Caribe? Indiana levantó la vista y la fijó en la del Capo mafioso. —Lo más pronto posible.


286


287

15 LA COMARCA DE LOS ÉGU Puerto Príncipe, Haití. Dos días más tarde...

Censura,

terror, muerte y tortura. No era esa

una buena época para visitar uno de los países más pobres del planeta; sumergido en una cruenta dictadura, disfrazada de democracia. Haití sufría y los haitianos eran las victimas propiciatorias de un régimen político despiadado, encarnado por un ex-médico rural; irónicamente votado por el pueblo hacía dos años.


288 El populismo de Francois Duvalier se apoyaba en dos columnas, con las que había conseguido eliminar a la oposición, cambiar la estructura del propio Ejército Nacional y controlar a la oligarquía isleña. Su primer gran soporte eran las masas populares, un conglomerado humano forjado en el hambre y la ignorancia extrema, desde hacia siglos. El otro punto de apoyo, indispensable, eran los Tontons Macoutes, un grupo parapolicial de siniestra fama y acción cotidiana en la isla, que purgaba a los elementos indeseables de la democracia real para sostener en el poder más absoluto a “Papá Doc”, sobrenombre con el que Duvalier era conocido. Puerto Príncipe, la capital, era un calidoscopio de colores y olores, embebidos en la miseria más paupérrima que Indiana Jones hubiera conocido jamás. Miles de vendedores ambulantes, puestos callejeros, carros de madera llevando frutas y verduras, gallinas y cerdos, vivos y muertos, se arremolinaban en una avenida semiasfaltada en la


289 que el barro y la bosta de algunos caballos formaban un maloliente tapizado, imposible de transitar sin ensuciarse. Era lo más parecido a una feria medieval del siglo XI. Una romería de movimiento y gritos, risas y anuncios de mercaderes. El “Bar Samedi”, construido hacía más de treinta años en el centro mismo de la ciudad, era un espacio de socialización propio de hombres. Un lugar de “caballeros”, según se decía, en el que sustancias, productos e información —legales e ilegales— circulaban impunemente; aún ante la desaprensiva mirada de los policías que, de a ratos, solían tomarse un tiempo libre en el local. Como en otros tantos lugares populares, la burguesía isleña no acudía a sitios de ese tipo, en el que se tejían negocios y venganzas libremente; y en el que ningún miembro “culto” de la sociedad se sentía a gusto. Aún así, en caso de que alguien de la elite deseara tomarse un vaso de ron en el bar, seguramente

pasaría

desapercibido,

sin

sufrir


290 discriminación alguna o ser puesto en evidencia por vestir ropa de calidad. El “Bar Samedi” aceptaba a todos; constituyéndose en un lugar de encuentros y contrastes poco habitual. Por ese motivo, Indiana Jones había citado a su contacto de confianza en él. Sentado sobre un taburete desgastado por el tiempo, frente al mostrador, Indy rememoraba dos viajes anteriores a Haití; ambos durante su juventud, cuando la curiosidad por las creencias isleñas le habían hecho invertir sus días de vacaciones universitarias en el conocimiento de la doctrina y los rituales de la más fascinante religión del Caribe: el Vudú haitiano.

 Hacia fines del siglo XVIII la colonia francesa de Santo Domingo era el territorio de ultramar más preciado que la antigua Lutecia (París) poseía del


291 otro lado del Atlántico. Y se sentía orgullosa de ello ya que constituía una fuente inagotable de materias primas; expoliadas hacia la capital en beneficio de una nobleza depredadora, a la que ya le quedaban pocos días de poder efectivo en el gobierno. Añil, tabaco, azúcar y cueros se embarcaban en sendas flotas rumbo a la “Ciudad Luz”, para beneficio de una casta de blancos que vivían considerándose el obligo del mundo y hacían valer su jerarquía de sangre por medio de la fuerza y la tradición. En el caribe pasaba lo mismo; pero la situación era mucho más tensa y peligrosa ya que sólo treinta y cinco mil franceses blancos controlaban a casi medio millón de negros africanos, traídos como esclavos del otro lado del mundo. Aquel era un cosmos desbalanceado, injusto. Un mundo de amos, mayordomos y capataces que saciaban sus ansias de poder y desprecio, obligando a trabajos inhumanos a miles de hombres, que más que seres humanos semejaban bestias de carga. La


292 esclavitud era vista como normal, sentida como una norma pedagógica; el racismo no molestaba; y nadie se preocupaba por la seguridad física y espiritual de aquellos desarrapados individuos negros, a los que habían arrancado de sus tierras originarias por la fuerza y el afán de lucro. Pero en 1791 las cosas se complicaron en la isla. Una rebelión sin parangón estalló en contra de los franceses y la colonia fue arrasada por la primer revolución triunfante negra de la historia. La guerra se prolongó durante doce años. Los negros debieron enfrentarse a los ejércitos del rey, primero, a los de la Primer República francesa después

y,

finalmente,

al

propio

Napoleón

Bonaparte. Así todo, y después de una baño sangre, en 1803 los galos debieron empacar su cosas y retirarse de la ínsula completamente derrotados. Se dieron muchas explicaciones históricas respecto de ese triunfo negro. Unas hablaban de las fiebres y enfermedades que debieron soportar los


293 franceses. Otras del fanatismo con que lucharon los esclavos. Pero ambas estaban imbuidas de un solapado racismo. La verdad parece estar en cuestiones más lógicas: peleaban por la libertad y tenían muy buenos estrategas al mando. Además conocían el terreno a la perfección. Peleaban por sus tierras y por el deseo de abandonar las odiadas plantaciones. Una vez que consiguieron la propiedad de las parcelas, nunca más volvieron a trabajar para otros en los términos que conocían. Pero la independencia no trajo la bonanza económica, ni la añorada justicia social. Los lideres revolucionarios

tampoco

resultaron

ser

tan

democráticos ni inclinados a apoyar las necesidades del pueblo. Egoístas, tiránicos y pactistas, no tardaron en imponer de hecho una renovada esclavitud entre la gente. Y así, en Haití la injusticia se volvió endémica; la cultura política autoritaria y la miseria del pueblo una realidad casi imposible de erradicar.


294 Con el tiempo se formaron dos mundos: por un lado la elite urbana, europeísta, ilustrada, con contactos con Francia y claros sentimientos de superioridad; por otro, el interior, formado por campesinos que desechaban la influencia extranjera manteniendo vigentes sus prácticas ancestrales y tradiciones africanas. Allí es donde se había sostenido el vudú como religión y símbolo de resistencia. Y allí se mantenía. La palabra vudú provenía de la lengua Fon, de Dahomey, y significa “Dios” o “espíritu”. Es el primer vocablo de un complejo sistema de creencias en el que la magia y la religiosidad se entreveran creando

una cosmovisión

profunda, llena

de

simbolismo; y en el que fetiches, sacerdotes, sacerdotisas y rituales adquieren una importancia pocas veces comprendida por el occidental. Indiana Jones había aprendido a respetar esas creencias. Las admiraba como una de las tantas formas que la humanidad inventaba para responder a


295 cuestiones filosóficas básicas. No tenía una visión prejuiciosa y sabía que el Mal no debía ser identificado con ese culto afrocaribeño. El Mal estaba en algunos de los hombres que lo practicaban; no en la práctica misma. Incluso las deidades vudú y sus sacerdotes, no eran en sí malignos. La ambivalencia primaba en Haití. Se podía ser ángel y demonio a un mismo tiempo. Por otro lado, Indy sabía cuales eran las intenciones políticas que se escondían detrás de los duros juicios de valor en contra de esas creencias: desprestigiar para conquistar. Imperialismo en el más puro sentido del término. Inmerso otra vez en aquel universo de magia y olores fuertes, Indy esperaba volver aprovechar su estadía en la isla para compenetrarse más en el cosmos del vudú. Si los espíritus lo permitían...




296

I

—¿ ndy?... ¡Amigo, eres tú! ¡Qué alegría inmensa volver a verte, “viejo pirata”! La voz de Christofe Boucher, ronca por el tabaco, resonó superando el murmullo del bar y sus brazos fornidos se cerraron en torno al cuerpo de Jones, convertidos en un fuerte abrazo fraternal. A pesar de los años, las canas y el natural desgaste físico, el haitiano había reconocido a su amigo de décadas. ¿Cómo no hacerlo? Indy seguía vistiendo el mismo atuendo aventurero de los años mozos: sombrero de fieltro, campera de cuero y ese látigo anacrónico colgando de la cintura. Su estampa era inconfundible. Se habían conocido hacía más de treinta años, y a pesar de que los reencuentros eran más que esporádicos, Boucher guardaba de su camarada un vivo recuerdo. Tenía muy fresca en la memoria aquella incursión que hicieran por los cerros de Haití


297 buscando los restos de un antiguo fortín cimarrón3, en el que habían encontrado más de una docena de objetos rituales africanos, que confirmaban la existencia de quilombos4 en la isla. Boucher era unos diez años menor que Jones. Alto, de fuerte contextura física y una piel negra y lustrosa como el alabastro, seguía siendo a su edad un hombre atractivo, con mucha suerte entre las mujeres. Se movía con agilidad y conocía el terreno como pocos. Además, era un conocedor de las creencias más esotéricas de su país y un devoto practicante del vudú. Vestía un Jean gastado, con una camisa roja, sandalias y un collar con varias wangas5 colgando del cuello. Es que en el universo de Boucher nada se

3

Cimarrones: negros huidos de las haciendas durante la época colonial. 4 Quilombos: comunidades de negros cimarrones instaladas en lugares aislados y en los que reeditaban la forma de vida (ritual y social) que habían tenido en África. 5 Wangas: amuletos protectores de la religión vudú.


298 daba por azar. Había que tener buenas relaciones con los dioses y espíritus que poblaban la tierra. Indy retribuyó el saludo con idéntico cariño y al cabo de unos minutos ambos amigos entraron en tema. —Sabes que puedes contar con mi ayuda —dijo Boucher, tras escuchar una escueta síntesis de toda la situación. —No será difícil ubicar a Reis de Queiroz y su socio local. Cotonou es un hombre del gobierno, fiel a “Papá Doc”. Según se comenta tiene un puesto alto dentro de los Tontons Macaute y aunque eso complica un poco las cosas, veremos que podemos hacer al respecto. Esa gente es en verdad maligna, Indy. Tendremos que movernos con sigilo. Por otra parte, Cotonou tiene un “valor agregado” que no te comenté: es un poderoso bokor6. 6

Dentro de la religión vudú existen sacerdotes y brujos. Los primeros son llamados Houngan; en tanto que los segundos son denominados Bokor. Pero esta es una falsa diferencia ya que, en cierta medida, todos los houngan son bokor. El houngan debe conocer el mal para poder combatirlo. Es lo mismo para el bokor, pero a la


299 —Todo parecer cerrar a la perfección... —Lamentablemente...sí. Indy le dio un sorbo a su vaso de ron e inquirió: —¿Qué crees que están buscando? —Poder —respondió Boucher, ceremonioso.— Poder absoluto... Y en estas tierras, desde la época colonial, sólo proviene de un lado... —...Del control de la mano de obra. —Efectivamente, camarada. Y cuanto más dócil mejor. —¿Sabes algo? Siempre fui un hombre con la mente abierta; aunque no tanto como para que se me caiga el cerebro —sonrió.—Pero en todo este asunto hay algo que me inquieta. Porque si lo que creo que inversa. Un bokor que conozca bien la magia puede convertir a cualquiera en un zombi: sea forastero o haitiano. Asimismo, un houngan puede curar a una víctima si lo desea. El houngan es el pilar de la comunidad y es quien interpreta el cuerpo de la doctrina. Es caudillo, psicólogo, médico, adivinador, músico y consuelo espiritual a la vez. En su carácter de autoridad religiosa y moral, es el encargado de equilibrar las fuerzas del universo y conducir los vientos.


300 vi es cierto; si en verdad las palabras del Tractatus tienen el poder de crear égus todos estamos en un gran aprieto. Égus... esa era una palabra que Indiana Jones se había negado a pronunciar desde el principio, para no comprometer (más) la delgada cuota de racionalismo que dentro suyo combatía el seductor embate de los sobrenatural. Égu... En dialecto Togo significaba “muerto viviente” o, más literalmente, “los que vuelven”; y era sin duda uno de los aspectos más terroríficos y morbosos de las prácticas mágicas que sobrevivían en el vudú haitiano. La cuestión de los égus estaba en directa conexión con la oscura relación que existía entre el mundo de los muertos y el de los vivos; empapando las creencias y rituales vudúes y actualizando el fenómeno zombi de forma alarmante. En la vida hay una partida que el hombre juega desde el momento en que nace y que tiene perdida de


301 entrada. Sabe que va a morir y que no puede sustraerse de la muerte física. A pesar de ello no se resigna a desaparecer y, en diferentes culturas, siempre ha imaginado la posibilidad de una supervivencia corpórea. Como bien sabía el doctor Indiana Jones, el mito aparecía incluso en las leyendas occidentales del vampiro; en la que se conjugaban los miedos ancestrales por los misterios latentes del más allá. Pero una cosa era mantener vivos a los muertos en los mitos y otra muy distinta haber peleado con uno de ellos. —La evocación de los difuntos se manifiesta precisamente en el África occidental, que es de donde fueron traídos la mayoría de tus ancestros — explicó retóricamente Indy. —En principio, tú sabes, se hacía para que abandonaran este mundo ya que, según el folklore, muchos no se resignaban a abandonar esta vida, torturando de miedo a los vivios. Pero cuando la ceremonia era presidida por un bokor, el efecto se podía revertir y, en esos casos,


302 la evocación no los ahuyentaba sino que los convocaba a salir de sus tumbas a medianoche. Boucher, que lo miraba en silencio, se rascó una ceja y agregó: —Y tú crees que Reis de Queiroz y Cotonou lo consiguieron.... Mira, te diré algo Indy. En todos estos años que llevo aquí siempre escuché historias sobres égus o zombis, pero nunca, jamás, me topé cara a cara con uno que fuera real. —¿A qué te refieres con la palabra “real”? —A que me las he tenido que ver con zombis falsos; al menos desde tu punto de vista occidental. —Te entiendo. Indy

también

tenía

registros

de

zombis

apócrifos; de personas atrapadas por la tradición popular que quedaban en un estado de muerte vegetativa y que eran devueltas a la vida a través de los poderes rituales de un brujo, para realizar trabajos pesados o acciones ilícitas. Pero eso no incluía magia negra real. Era una mera respuesta


303 cultural a un paquete de creencias ancestrales en la que intervenía el uso de sustancias capaces de generar estados catalépticos y bloqueos mentales, que dejaban al individuo sin voluntad propia y a merced de las ordenes de otro. Un peligroso cóctel de drogas locales. Sólo eso. —En

cuanto

al

péndulo

—dijo

Boucher

pensativo—, es sin duda un poderoso amuleto. Creo que al respecto sería de mucha utilidad consultar a Madame Monee. —¿La mambo7? —Sí. Es la mejor en esas cosas, Indy. Vive a cincuenta kilómetros de Puerto Príncipe. Es una mujer de confianza. La conozco desde que era niño. Mi madre solía concurrir a su templo. Si existe una persona que puede ayudarnos a encontrar tu reliquia, esa es ella. —Pensé que había muerto...

7

Mambo: sacerdotisa vudú.


304 —Ya te dije que es poderosa —sonrió el haitiano. —Según comentan debe rondar por los ciento cincuenta años de edad. Indy lo miró sonriendo. —Si esperas sorprenderme con esos datos, te informo que, como dije antes, tengo la mente muy abierta.

16


305

MAMBO

El

lugar de residencia de la Mambo se

levantaba a mucho más de cincuenta kilómetros de la capital, como había dicho Boucher. El templo original, expropiado por el gobierno y convertido en un mero depósito de papeles oficiales de la dictadura, había perdido su antiguo misticismo. Por algún motivo, no explicado por ningún periódico local, Madame Monee había sido declarada enemiga del régimen y perseguida por las fuerzas de seguridad al ser considerada un miembro importante de la oposición desestabilizadora. Aún sin que ella hubiera participado nunca en política. —Quieren sacarse a todos los houngan y mambos del medio —explicó Christofe, mientras maniobraba su destartalada camioneta por un sendero de tierra que ascendía una colina cubierta de vegetación tropical. —Desde hace por lo menos un


306 año muchos de los nuestros han muerto o desaparecido misteriosamente. Todo parece indicar que estalló una guerra en la isla, Indy. Una guerra entre los bokor, apoyados por “Papá Doc”, y los sacerdotes locales del vudú. —Y todo indica que los brujos van ganando la pelea... —agregó Jones. —Ahora creo entender el motivo de todo eso, amigo mío. No quieren competencia —explicó el haitiano. —Están limpiando el terreno para poder llevar a cabo sus planes sin interferencias. Grandes y poderosos houngan se desvanecieron y otros se han volcado decididamente hacia el lado oscuro de la magia,

convirtiéndose

en

bokor.—Frenó

su

alocución, miró a Indy y terminó diciendo con temor en la voz: —Esto es mucho más grave de lo que pensaba. Tienes que recuperar el péndulo, Indiana. Caso contrario, muchas serán las almas que sufran el tormento del infierno.


307 El arqueólogo lo observó de reojo, ladeó la boca frunciendo los labios y asintió con la cabeza en silencio. Odiaba

tener

que

cagar

semejante

responsabilidad sobre su espalda.

 Madame

Monee sobrevivía aislada en una

casucha miserable al borde de la selva, acompañada por tres mujeres mucho más jóvenes8 que la asistían y ayudaban en los quehaceres diarios y en las secretas ceremonias que la vieja seguía practicando, al margen de la mirada celosa del gobierno. Su hounfour9 era más que humilde. Un mero santuario de la resistencia. Un cubículo de sólo cuatro metros cuadrados, pintado enteramente de celeste y con un poste de madera en el centro, que 8

Son las mujeres iniciadas en un templo llamadas hounsis. 9 Hounfour: templo y santuario de la religión vudú.


308 llegaba a ser en los momentos álgidos de las ceremonias el mismísimo centro del mundo. Sobre las paredes se observaban una media docena de Vevé10, representando a otros tantos espíritus protectores pintados de negro, y un sinnúmero de amuletos colgando de todos lados. Era un habiente bizarro, recargado. Aún así, Indiana Jones sintió una increíble paz interior cuando pisó aquel espacio sagrado y extendió su mano para saludar a la Mambo. —Es un amigo de confianza —explicó Christofe haciendo de presentador. —El doctor Jones es como un hermano, madame. No tienen porqué temer nada. La vieja masticó el grueso cigarro de hoja a medio consumir que tenía en la comisura izquierda de la boca y apretó la mano derecha del arqueólogo con fuerza.

10

Vevé: figuras geométricas de trazos estilizados que representan a las deidades del panteón vudú de una manera abstracta y bella al mismo tiempo.


309 Era una mujer gorda, inmensa. Tenía un vestido blanco, sencillo, que le llegaba al piso y un pañuelo del mismo color tomándole el cabello. La mirada era penetrante y los ojos tan negros como su piel. —Tú buscas algo poderoso —sentenció antes de que alguien dijera nada. —Algo muy antiguo. —Por eso hemos venido a verla —dijo Indy con ternura. —Necesitamos su ayuda. —En ese caso, sean bienvenidos en esta casa. Los invitó a tomar asiento en unas sillas desvencijadas que se apoyaban contra la pared y por espacio de diez minutos escuchó, de boca de Boucher, la historia que los convocaba en el hounfour. Al finalizar el relato, volvió a clavarle los ojos a Indy. —Enfrentarse a un bokor tan fuerte e influyente como Cotonou y las fuerzas oscuras que lo secundan no será cosa sencilla, hijo mío —dijo la mambo. — Para encontrar esa wanga cristiana tendremos que convocar a los espíritus más elevados del vudú y no


310 sé si estoy preparada para ello. Incluso mi experiencia tiene sus límites. —De todos modos, Monee —intervino Christofe —, usted es la única persona que puede hacer algo al respecto; y le ruego que lo haga. La vieja bajó su rostro y quedó por unos segundos extasiada mirando el piso de tierra del hounfour. —¿Saben algo? Los égu... —dijo. —Ellos han sido los responsables de mis más terribles pesadillas desde niña. No tengo vergüenza en decirles que les temo. Sólo una vez, en mi juventud, me topé con uno. Fue una experiencia traumática de la que jamás me olvidaré. Pero pude vencer con la fuerza de las plegarias y una bala de sal disparada con un yakatu11. Claro que ahora, por lo que me cuentan, la situación

11

Arma mágica usada para lanzar maleficios que consta de un tubo largo —tipo cerbatana— con el que se disparan objetos —agujas, clavos, espinas— “tratados” mágicamente.


311 es bien diferente. No hablamos de un égu, sino de un ejército de ellos... —De ahí la importancia de su ayuda — interrumpió Indy. —Debemos hallar el péndulo. Él es la única salida a toda esta locura. Y según Christofe, usted puede conocer el lugar exacto en donde se encuentra. La sacerdotisa se reincorporó con dificultad y sin decir nada llamó a las tres asistentes que observaban la charla desde la puerta de ingreso al espacio ceremonial. Acto seguido ordenó preparar todo para iniciar un ritual.

 Con un sólo sacudón de nuca y al son de los tambores que batían las jóvenes que vivían con ella, Madame Monee entró en trance. De pronto su voluminoso cuerpo pareció no reconocer ni el peso ni la edad. La vieja se sacudía a un ritmo frenético, moviendo los brazos y las caderas


312 como si estuviera montando un caballo encabritado. El sudor le perló la frente y sus ojos se voltearon hacia atrás, dejando ver unas orbitas oculares tan blancas como la nieve. En ese preciso instante el cuerpo de Madame Monee quedó bajo el dominio absoluto de Kapoc, el espíritu de uno de los grandes magos del pasado. Fue entonces cuando el loa12 habló: —¡Oh, wanga! ¡Wanga! ¡Oh, poderosa wanga! ¡Extraña wanga! ¡Única wanga! Aquí estoy yo, Kapoc, Señor de adivinos y magos, de houngans y mambos, para hablar contigo. Para verte y adorarte y pedirte y respetarte. Para rogar y luchar a tu lado si fuera necesario... ¡Oh, wanga! ¿Qué haces en manos impúdicas? ¿Por qué no impides el dolor del “Bon Ange”, sitiado por las palabras del mal?... ¿Qué haces inerme en esas tierras de anarquía, sin ley, sin el control de los loas; en espacios plagados de filibusteros e impurezas?... ¿Por qué no dejas que 12

Loa: “espíritu”.


313 te saquen de tu encierro?...¡Oh, wanga!... ¡Oh, wanga! Cuando la última palabra terminó de ser pronunciada, Madame Monee se desplomó sobre el piso como si la fuerza vital que la animaba dejara de cabalgarla. De inmediato, las tres hounsis corrieron a socorrerla. Indy procesaba con velocidad la información del mensaje. Cuando sintió que las piezas empezaban a encajar, se rascó la cicatriz del mentón —que desde niño le marcaba la cara— y tomó a Boucher del hombro, acercando el rostro al de su amigo. —Christofe —dijo en voz baja—, creo saber en donde tienen el péndulo. —Boucher se quedó mirándolo sin decir nada e Indy agregó: —Sólo hubo “una tierra de anarquía, sin ley, con filibusteros e impurezas” en todo el caribe: ¡La isla de La Tortuga, Chris! El paraíso de la piratería durante el siglo XVII.


314 —¡Bingo! —exclamó el negro. —¡Es el lugar ideal para esconderse! Deshabitado, aislado de todo... ¡Tienes razón, Indy! ¡La Tortuga! ¡Es perfecto! La mirada de Jones resplandecía. Era como haber encontrado un tesoro perdido. La ansiedad empezó a cobrar fuerza dentro suyo. Entonces, la voz ronca de Madame Monee, aún en trance, reverberó en todo el santuario: —¡Ten cuidado, extranjero! ¡Mucho cuidado! El peso de la traición está pegado, como una rémora, a tus hombros. La muerte te acecha, como acecha a quien te ha dado la vida. Indiana volvió el rostro hacia la mambo sorprendido. ¿A quién se refería? ¿A su padre? —Es tu sangre —prosiguió la mujer. —La sangre que corre por tus venas es la que sufre. ¡Protégela! ¡Protege a la wanga y a tu sangre!


315

17


316

EL PLAN CARIBEÑO

La isla no era más que un peñón cubierto de magníficas selvas, llena de frutos y animales tropicales, en el noroeste de Haití. Su silueta, semejante al caparazón de un quelonio, le había dado el nombre de Tortuga, desde el arribo de los primeros europeos en el siglo XVI. El acceso era muy difícil, casi imposible por la costa norte, donde los acantilados se elevaban directamente desde el mar; pero por el sur, una bahía profunda y abrigada ofrecía un fondeadero seguro, tras sortear un laberinto de corales sumergidos. Desde hacía cuatro siglos, no había una guarida más apropiada. Por eso su retorcida geografía sirvió para que grupos de bucaneros, perseguidos por la España Imperial, buscaran refugio en el lugar. Allí fundaron un fuerte y desarrollaron una especie de república anárquica que, con el tiempo, albergó a


317 piratas, corsarios y filibusteros. Más tarde llegaron las mujeres y los hoteles, los almacenes y los prostíbulos; incluso una iglesia. Con el tiempo se convirtió en un dolor de cabeza para los reyes ibéricos y en una potencia caribeña que tardó siglos en desaparecer gradualmente. Con lentitud, las casas se fueron deshabitando; los hoteles cerraron sus puertas y se vinieron abajo; los almacenes dejaron de albergar productos robados y los muros de la iglesia desaparecieron. La selva se volvió a tragar todo. Para el año de 1951, enredaderas, lianas y miles de árboles, de gruesos y retorcidos troncos, crecían sobre los olvidados cimientos urbanos de la isla. Volvía a ser un lugar sin gente, sin progreso. Una zona ideal para ocultar y ocultarse de las miradas indiscretas.




318

Reis de Queiroz se desplazó lentamente hasta el balcón y sintió la brisa fresca del crepúsculo en el rostro. Le dio un sorbo al vaso de coñac que entibiaba con la mano derecha, y elevó la mirada por encima de la selva que rodeaba el improvisado campamento, que había mandado a construir hacía sólo cuatro meses en el corazón mismo de la isla. Observó las primeras estrellas que se colgaban en el cielo y lanzó un corto suspiro. Estaba cansado, tenso. No veía la hora de abandonar ese recóndito rincón del planeta e iniciar los primeros pasos de lo que él llamaba “El Plan caribeño”. Se apoyó en la baranda que daba a un descampado de tierra, recientemente talado, y notó que, a pesar de los apurones, el sitio tenía las comodidades necesarias para alojar a Cotonou, Bigotes y una docena de miembros activos del Tontons Macoutes. Una casona principal, tres cabañas, varios tanques de agua potable y cuatro tinglados de chapas semicirculares que hacían las


319 veces de depósitos, constituían el pequeño reino que el portugués había levantado en La Tortuga. —Algún día este sitio será recordado por la Historia —dijo en voz alta, disfrutando de cada una de las palabras que pronunciaba. —Hasta quizás se convierta en un santuario; en un lugar de peregrinación. —Es lo más probable —sentenció Jean Paul Cotonou asomándose por la puerta-ventana y colocándose junto al portugués. —Estamos dando los primeros pasos hacia una nueva era, amigo mío. Además, con apoyo de nuestro amado líder y el aparato político del que dispone, alcanzaremos el éxito deseado en menos tiempo del que pensamos. De Queiroz sintió un leve malestar en el estómago que disimuló con diplomacia. La verdad era que poco le importaba el apoyo de “Papá Doc”. Para él el dictador era un mero medio para alcanzar un fin superior. Una etapa en el camino.


320 ¿Qué podía ofrecerle ese negro “bananero” más que la fuerza física de un grupo de gorilas analfabetos dispuestos a matar y torturar sin preguntar? ¿Qué otra cosa le resultaba al Rey de la Uva más útil que una isla en el medio del caribe y desde donde iniciar su Plan maestro? Duvalier era un puente que, en su momento, destruiría él mismo sin inmutarse. Poco le interesaba el anticomunismo del dictador o los proyectos populistas que tenía en carpeta. Para de Queiroz la política era algo secundario. El sabía adaptarse a cualquier ideología, siempre y cuando le sirviera en sus negocios. Era un hombre práctico y tan inescrupuloso

como

el

gobernante

que

tanto

detestaba. Pero por el momento tenía que disimular; mantener la confianza de Cotonou y su gente y, antes que nada, celebrar el ritual de destrucción del péndulo para eliminar cualquier obstáculo que se le presentara en el camino. Aún los sobrenaturales.


321 De Queiroz ya tenía todos los elementos en su poder. El cóctel perfecto. El paso final al gran salto hacia delante. Cotonou se asomó por la barandilla y señaló los largos tinglados. —¿Están bien acondicionados, verdad? — preguntó buscando la aprobación de su “socio”. —Ha hecho un buen trabajo, Jean Paul. Le reitero mis felicitaciones. Siguieron las indicaciones al pie de la letra y los depósitos cumplen perfectamente con su cometido. Cotonou esbozó una media sonrisa y giró la cara hacia su interlocutor. —¿Y después qué? —inquirió. —¿Después?... ¡Já!... ¡Después vendrán las sorpresas,

compañero!

Cuando

los

asesinatos

políticos se cometan y los gobiernos caribeños estén desestabilizados por el caos, nosotros impondremos un orden nuevo. Y esa será la primera etapa. Sólo más tarde, asaltaremos el mundo entero.


322 Cotonou se rascó la pera. Tenía una duda rondándole en la cabeza. —Me pregunto porqué motivo no inició este proyecto antes. Tenía las “herramientas” para hacerlo. De Queiroz movió negativamente la cabeza. —No es así. No es como parece a primera vista. La verdad es que tenía sólo algunas “herramientas”, como usted dice. No todas. Para que las que poseía tuvieran real eficiencia tenía que destruir otras. Y las destruiremos en breve. —¿Cuándo piensa organizar esa ceremonia? —En breve.

 Finalmente la propuesta de Paul Giuliani resultó útil. El apoyo económico de “la familia” permitió pagar los gastos; y fueron esos dólares, seguramente


323 mal habidos, los que le facilitaron a Indiana Jones alquilar la avioneta de dos plazas que lo llevara a la isla. Era una Piper CNT-559 adaptada para amerizar. Una nave ágil, maniobrable y, sobretodo, silenciosa. La mejor que encontraron en Puerto Príncipe a un costo de dos mil dólares la hora. Una fortuna. Pero pagaba la mafia. Era poco dinero para el crimen organizado. Casi una propina. Indy había decidido encarar el toro por las astas solo; por lo que no le permitió a Christofe lo secundara en esa nueva e incierta odisea. —Me moveré mejor sin ti —le había dicho. — Estaré más tranquilo conmigo mismo. En un principio Boucher le reprochó su autosuficiencia pero a poco de escucharlo se percató de que era más útil —y psicológicamente más relajado para el arqueólogo— permanecer en Haití, haciendo las veces de refuerzo.


324 —Si en cuarenta y dos horas no sabes nada de mí, denuncia la desaparición en la embajada norteamericana. Espero que esos burócratas sepan qué hacer. Aún la cara afligida de su amigo haitiano se le representaba ante sus ojos; pero bastó pestañear un segundo para tomar conciencia que los motores de la avioneta se habían detenido y el aparato se zarandeaba con el ir y venir de las olas, a menos de cincuenta metros de las costa de la isla. La Tortuga... ¿Cuántas historias de piratas se guardarían en la memoria de esa ínsula selvática? ¿Cuántos tesoros escondidos esperaban ser rescatados de sus entrañas? Despidió al piloto —un muchacho joven, conocido de Christofe y miembro activo de la “resistencia” contra Duvalier— y se sumergido en el mar hasta la cintura avanzó en dirección de la playa. La noche era calurosa. Típicamente tropical.


325 El cielo, tachonado de estrellas.

 Desde

el aire había sido fácil detectar el

campamento de Reis de Queiroz. Madame Monee tenía razón. Los loa le informaban bien. En el centro de la isla, contrastando con la oscuridad más absoluta, un anillo de claridad artificial recortaba los límites del emplazamiento. Los generadores de energía portátiles resultaban muy buenos. Indy caminó por espacio de una hora guiado por una brújula, que le prestara Boucher. Estaba acostumbrado a abrirse senderos por la selva y aunque a su edad le resultaba mucho más cansador que hacía veinte años, soportó bien el trajín. Sólo a último momento advirtió la falta de aire. Pero no fue necesario

que

hiciera

ningún

ejercicio

de

recuperación: las redondeadas siluetas de tres


326 enormes tinglados le inyectaron más adrenalina en las venas y los pulmones se recuperaron al instante, lo mismo que la musculatura de sus piernas. Se ocultó detrás de un árbol. Sacó de la cartuchera la Smith & Wesson Hand Ejector y echó un vistazo al teatro de operaciones. Sólo después, cuanto se percató de que no había guardias a la vista, bajó por un sendero en dirección de los tinglados e ingresó en el primero de ellos por una puerta que forzó de una patada en el tambor de la cerradura. Entrar en el “depósito” fue como viajar en el tiempo y embarcarse en uno de esos buques negreros del siglo XVII, que en la jerga marinera recibían el nombre de “tumbas”; por ser el espacio en el que sufrían y morían los negros que se transportaban de África como esclavos. Un amasijo de olores irreconocibles impactaron en las fosas nasales de Jones, quien no pudo contener el gesto de taparse la nariz para evitar un vómito. Conocía ese hedor.


327 Era olor a muerte. A muertos. Cientos de ellos se agolpaban en camastros de madera todo a lo largo del tinglado. Eran cuchetas que se elevaban casi hasta el techo. Indy no podía creer lo que veía. El espectáculo era macabro, aún para un experimentado arqueólogo acostumbrado a tratar con momias. Pero esos cuerpos inertes no eran momias. Eran cadáveres en distinto estado de putrefacción. En algunos se podían observar colonias de gusanos blanquecinos anidando en abdómenes, orejas y sobacos, alimentándose de una masa de carne maloliente. Otros, parecían recién desenterrados; exhibiendo grandes ojos abiertos, dilatados, sin brillo. Jones apretó la cacha del revólver y avanzó por uno de los dos pasillos que formaban los camastros. Aquel

lugar

semejaba

un

campo

de

concentración y de exterminio nazi. Los recuerdos de


328 la Segunda Guerra Mundial vinieron de la mano con la escena que tenía ante su atónita mirada. ¿Qué demonios era esa colección de cuerpos? En lo más profundo de su psique conocía la respuesta. La intuía. Pero no tuvo tiempo de seguir planteándose dudas: el claro sonido de unos pasos, detrás de él, lo obligó a que girara sobre su propio eje y toparse con un hombre negro y sonriente a pocos centímetros. El Tontons Macoutes había llegado. Pero Jones reaccionó con velocidad. Sonrió de oreja a oreja. Las cejas del matón se fruncieron sin entender porqué ese desconocido mostraba sus dientes. Sólo eso fue suficiente. Sólo un segundo de descuido. El puño derecho del arqueólogo se catapultó contra la mandíbula del guardia que, impactado, salió impulsado hacia atrás; cayendo inconsciente de espaldas contra el piso.


329 Recién entonces Indy se percató de que el negro no venía solo. Un segundo agresor lo tomó del hombro y esta vez fue él quien recogió una descomunal trompada que lo desestabilizó, tirándolo sobre una de las cuchetas. La sensación de tocar un cadáver blando, húmedo, helado, le resultó en extremo desagradable. Pero no tanto como para impulsar una patada que dio en los tobillos al haitiano, haciéndolo trastabillar, desplomándose junto a su compañero. Indy se recuperó. Saltó sobre el sujeto, extendido en el suelo, y amartillando la Smith & Wesson se la puso contra el pecho. —¡Quieto! —gritó sobreexcitado. El Tonton Macaute no se movió, pero una leve oscilación de pupilas hacia el costado le indicó a Jones que había un tercer agresor detrás de él. Sin levantar el revólver giró el rostro. Una mano nervuda, gigantesca, le apretó la cara y lo levantó como si fuera de papel. Acto seguido fue


330 despedido por el aire, volviendo a chocar contra uno de los cuerpos recostados. Estaba dolorido, mareado y un hilo de sangre caída por la comisura derecha de la boca. Sintió la vista nublada. No podía enfocar con precisión. El sacudón había sido demasiado potente. Entonces, antes de reincorporarse y enfrentar con dignidad al enemigo, miró el cuerpo tenso que, boca arriba, amortiguara su caída. Lo que vio fue una pesadilla materializada. Las sienes le bombearon sangre a tal velocidad que se agudizó el mareo. ¡No podía ser cierto! Lo que tenía ante él no podía ser real. Sintió taquicardia y una vacío en el estómago. Cayó de rodillas junto al camastro y apretó con ambas manos el antebrazo del sujeto que reposaba en él.


331 —¡Esto no está pasando! ¡No deberías estar aquí!—gritó, casi en un sollozo, cuando reconoció las inconfundibles facciones de su padre.

18 CRIA CUERVOS


332

Henry

Jones padre yacía inmóvil con su

característico saco de tweed color gris y las gafas apoyadas sobre el tabique nasal. Tenía los ojos abiertos y las pupilas dilatadas. Al contacto, sus extremidades estaban duras como el cemento. El calor corporal había desaparecido. Sus grandes manos velludas parecían congeladas. Indy no salía del asombro. Tenía a su padre muerto justo enfrente suyo y miles eran las preguntas y dudas que le asaltaban el cerebro. Pero sólo una se imponía sobre las demás: ¿cómo había llegado el viejo a ese lugar? El negro que lo agrediera se le acercó presuroso y sin resistencia le quitó el arma. Lo tomó por detrás del cuello y apretó los dedos, separándolo del cuerpo de su padre. Indy no terminaba de reaccionar. Estaba ausente de todo; con los ojos húmedos y un nudo en la garganta. —La vida es corta, doctor Jones. ¿No lo cree así?


333 Sólo

esa

pregunta,

emitida

con

tono

aterciopelado, lo volvió a la cruda realidad del tinglado. Se sacudió la mano que le aprisionaba la nuca y tornó el rostro en dirección a la nueva voz anfitriona. —Anika... — murmuró mascando odio. —Tú también estabas metida en todo este asunto... La chica sonrió. —¿Le sorprende? ¡Qué poco conoce a las mujeres, doctor Jones! —dijo mostrando su blanca dentadura. —¿Acaso no sabe que nos ponemos siempre bajo la protección de los poderosos? Necesitamos sentirnos contenidas. —No todas son como tú. —Insisto: sabe muy poco de mujeres —y lanzó una carcajadas. —¿Por

qué lo mataron?

—inquirió

señalando a su padre. —¿Qué necesidad había?

Indy


334 —¿Matar? —respondió la muchacha. —Doctor Jones, su padre no está muerto. Bueno, no al menos en el sentido que usted cree. —¿A qué te refieres? —Su cuerpo jamás dejó de tener vida. Sólo le quitaron el alma. Ahora es un zombi. Indy se relajó un poco. Si su padre no había sido declarado médicamente muerto, si no había sido baleado, ahorcado o algo por el estilo, y le habían sacado el alma por algún método mágico, todavía tenía esperanzas de recuperarlo. Indy sabía que había una sutil pero importante diferencia entre los égus y los zombis. Una diferencia que los propios especialistas en el vudú conocían muy bien, aún cuando se tomaban ambos términos como sinónimos. Para la cosmovisión haitiana los égus eran cuerpos de personas efectivamente muertas que, por intermedio de invocaciones de magia negra, podían ser levantados de sus tumbas para ser manipuladas, volviéndolas a la vida. Los zombis, en


335 cambio, eran seres humanos vivos a los que, químicamente, con polvos secretos, se los sumía en un coma letárgico por medio del cual era posible manejarlos según la voluntad del bokor o brujo que los controlaba. El folclore también hablaba de antídotos. Para cuando el matón del Tontons Macaute lo empujó fuera del depósito, Indy estaba un poco más tranquilo. Su padre no estaba del todo muerto. Algo se le ocurriría.

 Reis de Queiroz caminó con elegancia por el centro del salón. Se desplazaba como un pavo real exhibiendo su plumaje frente a un Indiana Jones esposado a un sillón, inmovilizado; con Bigotes y Cotonou parados a su lado y Anika von Pauls sentada a una mesa de ébano, mirándolo inmutable.


336 Finalmente un mismo cuarto los reunía a todos. —Doctor Jones... doctor Jones, ¿qué voy a hacer con usted? —dijo el Rey de la Uva con clara sarcasmo en la voz. —Estamos a punto de ejercer un control absoluto en toda la región y es la única persona que sigue molestándonos. Ya no sé cómo actuar. Intenté varias veces matarlo y, como mis égus, siempre regresa de la muerte. Pero esta vez será distinto. Yo mismo me encargaré de verlo muerto. Lo voy a necesitar para un rito que encontrará sumamente interesante. Indy lo miró con furia. Cotonou y Bigotes sonrieron con malicia. —Me hará lo mismo que le hizo a mi padre... — arguyó Jones. —¡Maldito cerdo! —¡No, en absoluto! Nada de eso, mi buen amigo. Usted está para cosas más grandes. A su padre lo utilizaré como asesino para desembarazarme de una serie de políticos caribeños que necesito quitarme de encima. Será parte del ejército de égus y


337 zombis que lanzaré en la región para generar el caos más tremendo que pueda imaginar. Su progenitor será famoso. ¡Alégrese, Jones! En cuanto a su persona, ¿qué le parecería experimentar un sacrificio humano en carne propia? ¿No le resulta interesante a un arqueólogo como usted?—Indy frunció el entrecejo. —Necesito la sangre de un hombre puro. ¿Es un hombre puro doctor o tendré que acudir a un anónimo isleño de corta edad para destruir el péndulo? —Está jugando con fuego, Queiroz —respondió Indy. —Tenga cuidado porque puede quemarse. —Ya hay muy pocas cosas que puedan dañarme. El péndulo, por ejemplo. ¿Sabía que me ha hecho un gran favor encontrándolo? —rió. —Sólo cuando bañe con su sangre y derrita esa maldita reliquia podré ejercer un control permanente sobre mi legión de muertos vivos. ¡Es increíble como un simple objeto puede retrasar tanto los planes de uno! Pero


338 ya lo tengo en mi poder, gracias a usted. ¿No es una ironía? Cotonou miró su reloj de pulsera e intervino. —Queiroz, ya es hora —dijo. —Los hombres deben tener todo preparado. —Muy bien, Jean Paul —respondió caminando hacia la puerta. —Voy a prepararme. Y tú, Marcio —indicó dirigiéndose a Bigotes—, acondiciona al doctor para la fiesta. Era un mal tipo. Una basura. Pero había que reconocer algo: tenía estilo.


339

19 LA CEREMONIA

Antorchas.


340 Decenas de antorchas, por doquier. Todas colocadas en semicírculo, iluminando una mesa de piedra que, a modo de improvisado altar, Cotonou había mandado a poner en el centro mismo del predio, frente a los tinglados donde almacenaban los cadáveres. Una docena de Tontons Macautes, armados con carabinas y largas cerbatanas cruzándoles el pecho, se parapetaban, de espaldas al altar, mirando los portones abiertos de los depósitos; y a pocos centímetros de sus botas un grueso reguero de sal delineaba una supersticiosa frontera entre los vivos y los muertos, celebrando un perfecto círculo que dejaba del lado de adentro a los guardias, a Cotonou y los demás participantes de la ceremonia. Incluido un Indiana Jones esposado por la espalda. En la mesa lítica, abierto sobre un atril de marfil, las

páginas

del

Tractatus

de

Spectris

et

Demonolatreiae se movían con la brisa nocturna; en tanto que Anika, con un niño de no más de diez años


341 de edad tomado de la mano, permanecía enhiesta a un costado. Cotonou se había cambiado de ropa. Tenía puesto una túnica blanca que le llegaba al piso y varias wangas poderosas colgándole del cuello. Lo que más llamaba la atención era el largo bastón de madera rústica que agarraba fuertemente con mano derecha, y en el que se observaban restos de sangre seca adheridos en el extremo superior. Bigotes, a

empujones, arrastró a Indy hasta

ubicarlo a unos diez pasos del altar. Desenfundó un machete, de afilada y larga hoja, y ordenó: —¡Quédese parado aquí! No intente moverse porque le corto la cabeza. El arqueólogo, con las manos moradas por la presión que le ocasionaban las esposas, obedeció y echó una ojeada general al sitio. Lo primero que le llamó la atención fue la sal. El reguero evidenciaba algo: Queiroz no ejercía un control absoluto sobre los égus. La sal, en la


342 tradición mágica de Haití, servía para espantar a los muertos-vivos; y esa línea circular que los rodeaba era, evidentemente, para impedir que esas “cosas” avanzaran sobre ellos. A su derecha, Anika observaba los últimos preparativos sin traslucir sentimiento alguno; y el niño que la secundaba era una clara prueba de que el portugués dudaba de la “pureza” de Jones. El negrito era un sustituto. En caso de que las cosas no funcionaran tras el sacrificio de Indy, la criatura sería inmolada en su lugar. Los Tontons Macautes se notaban nerviosos, con miedo. Tocaban las cerbatanas que tenían contra el pecho a cada rato. Eran yakatus, únicos instrumentos capaces de detener o “matar” a un zombi. Disparaban proyectiles de sal. Armas y wangas al mismo tiempo. Excelente combinación. Pero aún protegidos de esa forma, si los égus se sublevaban siendo tantos, ¿Podrían esos temerosos hombres frenarlos a tiempo? ¿Serían capaces simples granos


343 de sal detener a una horda de cuerpos desalmados? ¿Las palabras del Tractatus serían efectivas? Si el ejército que Queiroz iba a invocar se soliviantaba de algún modo, La Tortuga se iba a transformar en el mismísimo infierno. Y lo peor de todo era que Indy estaba en el ojo mismo de la tormenta. —¡Señores!

¿Todos

listos?

¡Empecemos

entonces con la ceremonia! —Reis de Queiroz entró en escena dando largas zancadas hasta ubicarse junto a la mesa de piedra. Vestía normalmente. Cazadora clara, camisa y pantalón marrón. Nada estrafalario para un ritual que tenía

todos los condimentos

bizarros de una película de horror británica clase B. Miró por unas décimas de segundo a Indy y dirigió

la

atención

a

los

depósitos.

Estaba

extremadamente serio. Era conciente de que iba a movilizar fuerzas tremendas, como nunca antes lo había hecho.


344 Cuando todo estuvo listo, metió una mano en el bolsillo y sacó el péndulo. La reliquia brillaba. Reflejaba la luz de la antorchas y se balanceaba de un lado a otro. Semejaba el colgante de un antiguo reloj de pie. Queiroz lo extendió sobre el altar y levantó los brazos sobre su cabeza, con las palmas bien abiertas. —¡Oh

fuerzas

cosmogónicas!

—gritó

modulando con claridad meridiana cada palabra. — ¡Oh entidades de la noche! ¡Yo, Reis de Queiroz las convoco! Había empezado a entonar el sortilegio que le revelaba el texto de demonológica que tenía ante él. En segundos, los sonidos de la selva circundante se aplacaron. Los árboles dejaron de batir sus ramas y el más denso y absoluto silencio abrigó a todo el lugar. Una ola fría de temor le recorrió a Jones el espinazo. No era para menos: su propio padre estaba involucrado en el asunto.


345 —¡Emperador de la Noche, señor de todos los espíritus rebeldes—exclamó Queiroz—, te ruego me seas favorable en este llamamiento que dirijo a tus ministros, con el deseo de hacer un pacto con ellos y me permitan levantar a los desangelados y me sirvan! ¡Oh, príncipes de la oscuridad, séanme propicios y hagan que esta noche las siguientes palabras obliguen a los muertos adelantar el día del Apocalipsis, se paren y caminen según mi propia y absoluta voluntad! ¡Qué comparezcan ahora! ¡Lo ordeno por el poder del Tractatus! ¡Fiant luminaria in firmamento coeli ut sint in signat tempora! Nunca

nadie

había

sido

testigo

de

una

coreografía tan repugnante. Un sabor ácido le recorrió a Indy la garganta y creyó que iba a vomitar cuando decenas y decenas de cadáveres en estado de animación empezaron a salir de los depósitos, deteniéndose en el borde mismo del camino hecho con sal.


346 Eran asquerosos. Repugnantes a simple vista. Nauseabundos. Arrastraban sus pies. Podían oírse sus ropajes, muchos hechos harapos, rozándose, al tiempo que se tambaleaban

emitiendo

un

sonido

apagado,

semejante al gruñido de una bestia dormida. Cotonou había entrado en trance. Se sacudía como un danzarín de un lado a otro, sumamente excitado. Los guardias tenían los yakatus listos para ser disparados y los fusiles amartillados. Iban a tirar si las circunstancias lo requerían. Indy miró a Bigotes. Estaba a su lado atónito por el espectáculo. Era el momento justo para entrar en acción. Pero ¿qué ganaría? ¿Podría escapar de allí, aún sacándose de encima al matón portugués? ¿Sería capaz de atravesar a manotazos esa conglomeración de égus hiperactivos, sin ser atacado y muerto? Imposible. Era una locura. Un suicidio.


347 Cotonou

empezó

a

arrastrar

su

cuerpo,

contorneándose como una serpiente. No dejaba de soltar el bastón y abría la boca emulando un pez fuera del agua, sin emitir sonido. Una espuma blanca y espesa empezó a manar de entre sus labios, a primera vista fosforescente. El Bokor reptó hasta Reis de Queiroz y trepó por la mesa. Lanzó un alarido desgarrador. Gutural. El murmullo de los égus quedó opacado. Queiroz se hizo hacia atrás y el Bokor tomó el péndulo con la boca. Lo sacudió con frenesí y de un salto se paró sobre el altar. Los égus se zarandeaban hacia los costados, sin dejar de lamentarse. Un hedor inmundo impregnó el aire. Indy buscó a su padre en la multitud. ¿Dónde diablos estaba el viejo? Cotonou estiró ambos brazos adoptando una postura cruciforme y se quedó estático con las


348 piernas abiertas sobre el Tractatus, el péndulo en la boca y el báculo colgando de la mano derecha. Un silencio era sepulcral. El péndulo empezó a moverse con celeridad y a brillar con más intensidad. Queiroz se acercó por un costado y tomó la reliquia por la piedra de zafiro. Cotonou se negó a soltarla; pero todo ello era parte de un enfrentamiento ritualizado, previamente acordado en las reglas de la ceremonia. El Rey de la Uva insistió. Vociferó algo que no se entendía y el Bokor soltó el péndulo. Los égus clamaron con un gruñido agónico que caló los huesos de todos. Estaban más sobresaltados, más excitados que nunca. Incluso empezaban golpearse entre sí. Indy sintió una preocupación creciente por la salud física de su padre. Lo siguió buscando con desesperación.

Sus

pupilas

recorrían

rostros

monstruosos, deformes, algunos consumidos, a medio pudrir.


349 Por un segundo vio una cara que le resultó familiar... ¿Papá?... ¿Era él? ... Las luces titilantes de las antorchas complicaban la búsqueda . La calva estaba inmóvil, rodeada de caras deformes. Indy buscó un rasgo familiar con premura. Entonces, cuando dos cabezas hirsutas se hicieron a un costado y la claridad iluminó el rostro, el arqueólogo confirmó la identidad de su progenitor. Iba a gritarle, pero volvió a contenerse. Queiroz enrolló el péndulo y lo puso dentro de un recipiente de cuero, que ató con un cordón. Lo sacudió con fuerza, casi con rabia. Los égus gritaron. Indy sospechó que se acercaba el momento en el que reclamarían su sangre. Bigotes no le quitaba los ojos de encima a su jefe. Seguía extasiado. Los alaridos que daban las criaturas eran desgarradores. Paralizaban. El miedo se respiraba en el aire.


350 En total los égus sumaban unos trescientos individuos, de cuyas gargantas salían sonidos estridentes, insoportables. Indiana miró a su padre. Éste permanecía tranquilo, con los ojos muy abiertos y los labios a medio cerrar, sin sumarse al coro de aullidos. No cabía duda de que su estado era diferente al de los demás; pero tenía que sacarlo de allí y salir de ese escenario de pesadilla cuanto antes. Queiroz manipuló el recipiente que contenía el péndulo con violencia. Parecía que estuviera sacudiendo una coctelera. —¡Ibis redibis non morieris in bello! —exclamó y Cotonou tomó el bastón con ambas manos como si fuera a partírselo al portugués por la cabeza. Bigotes avanzó un paso, intranquilo por la suerte de su patrón. Entonces, Indy no esperó más y actuó. Tomó impulso y, desde atrás, le propinó una fortísima patada en la entrepierna. El matón lanzó un


351 bufido, casi inaudible en medio del griterío, y se arqueó hacia delante; dejando caer el machete. Jones aprovechó la ventaja y, sin darle tiempo a nada, le zampó una segunda patada en el rostro. El lusitano perdió el conocimiento y se desplomó, extendido de espalda. Nadie pareció percatarse de nada. Cada uno de los presentes estaba ensimismado en su propio horror. Cotonou movió el bastón sobre la cabeza de Queiroz emulando la pericia de un ninja con espada. En ese instante, Indy se agachó y, con las manos aún atadas por encima del cóccix, buscó las llaves de las esposas en el bolsillo izquierdo de Bigotes. Cuando sintió el tintineo entre sus dedos, las extrajo apretándolas con fuerza. En ese preciso momento vio que Anika se le aproximaba, mientras intentaba sacar algo de la cintura. Sin dar tiempo a nada, el arqueólogo volvió a lanzar un zurdazo con la pierna, que chocó contra


352 los tobillos de la mujer. Ésta se desplomó junto a Bigotes, dejando libre al niño que tenía tomado del brazo. El muchacho estaba fuera de sí. Temblaba y tenía los ojos húmedos de lágrimas. —¡Chico, abre las esposas! —clamó Indy. — ¡Rápido, por favor! —El púber no reaccionó. — ¡Hazlo ya! ¡Ábreme las esposas! Cotonou dejó de blandir el bastón y giró sobre su propio eje, clavándole a Jones sus ojos, desorbitados por el trance y mutados en un impresionante color amarillo claro. —¡Abre la esposas, maldición! —vociferó el arqueólogo frunciendo el entrecejo. El chico entró en razones. Introdujo la llave en la cerradura y giró el tambor. Indiana se sintió libre. Se sacudió las esposas, tirándolas lejos, en el momento exacto en que el Bokor daba un salto felínico sobre él. Todo el peso de Cotonou le cayó encima.


353 Rodaron un par de metros ante la mirada atónita de Queiroz, quien aun sostenía el recipiente elevado sobre su cabeza. Indy se reincorporó primero. Cerró el puño derecho y lo hizo literalmente estallar en la cara del brujo. El bastón se le desprendió de los dedos y una segunda trompada volvió a sacudirle el cráneo. Dos de los Tontons Macautes más cercanos voltearon hacia la pelea y apuntaron en dirección de Jones. Lo

que

siguió

fueron

movimientos

espasmódicos, guiados por la adrenalina. Indy giró media vuelta en el suelo, estiró el brazo hasta la cintura de Anika, sacó un revolver, apuntó a los dos matones y gatilló. —¡No! —aulló Queiroz al ver cómo caían abatidos el par de secuaces. —¡Ahora no! —Y se quedó helado justo en la mira de la pistola humeante que Jones tenía en la mano.


354 Sin preámbulos, volvió a disparar. Pero la borceguí puntiagudo de la bibliotecaria desvió el tiro, expulsando el arma a unos cuantos metros de distancia. Anika contraatacaba. Una rabia primitiva se apoderó de Jones y, desoyendo los buenos modales de caballero, le cruzó la cara de una bofetada, derribándola de nuevo al polvo. Ya no había más qué hacer. Debía salir de ese lugar. Se paró de un salto. Recogió el yakatu de uno de los negros. Se lo llevó a la boca y sopló en dirección a un tercer guardia que le apuntaba. El dardo de sal salió proyectado con fuerza inaudita dándole al negro en plena frente. El impacto lo despidió hacia atrás, sin matarlo. Queiroz observaba la escena como si fuera proyectada en cámara lenta. No podía creer lo que veía. Ese maldito estaba echándole a perder todo. Indy agarró al niño por la muñeca.


355 —¡Ven conmigo! —ordenó y aceleró la marcha hacia el reguero de sal, en cuyo sector estaba su padre. Por segunda vez sopló el yakatu. El instrumento debía tener varios dardos almacenados en el interior. El segundo proyectil impactó contra el pecho de un égu que, al contacto con la solución salina, se sacudió como un muñeco de trapo y cayó al piso. Los que estaban a su alrededor se corrieron instintivamente, abriendo un pasillo entre ellos. Excepto Henry Jones padre, que permaneció estático en su lugar. En un santiamén estalló la locura y los égus empezaron a sacudirse histéricamente. Queiroz dejó el recipiente con el péndulo sobre el Tractatus y presuroso rodeó el altar en dirección al arqueólogo. Indy pasó por encima del reguero de sal y tomó a su padre por el brazo.


356 —¡Papá, ven conmigo! —le mandó; pero el viejo permaneció inmutable. Estaba clavado al piso. No era esa la voz de su amo. El Rey de la Uva se aproximaba dando gritos ininteligibles. Indiana apretó la muñeca del niño. Miró a su padre. Le murmuró: “volveré” y salió corriendo en dirección de la selva. El portugués estaba fuera de sí. —¡Síganlo! —ordenó a los Tontons Macautes; pero éstos, sin Cotonou, hicieron caso omiso a la demanda. Fue cuando Queiroz, impostando la voz, ladró a sus égus con odio desorbitado: — ¡Captúrenlo! ¡Búsquenlo por toda la isla! ¡Mátenlo! ¡Quiero su cabeza sobre mi escritorio! ¡Maldita sea, lo quiero muerto! Sus criaturas le obedecieron. Entre ellas, el mismísimo padre de Indy.


357

20 ERRORES TÁCTICOS

Ni en la más terrible pesadilla nocturna Indy Jones imaginó vivir una situación como en la que estaba. Ser perseguido por un ejército de muertos-


358 vivos, resucitados por medio de un sortilegio bajomedieval y exóticos rituales del vudú haitiano, era algo que su mente racional no terminaba de entender. ¿Cómo era posible que dos contextos culturales tan disímiles se hubieran juntado para generar una anomalía biológica que, hasta ese momento, sólo era factible en la mitología y las leyendas? No era ése el momento propicio para teorizar. Tenía tras de sí unas trescientos criaturas sedientas de muerte y muy poco tiempo para unir los cabos sueltos de una historia que se volvía más y más retorcida a medida que pasaban las horas. Jadeantes, Indy y el muchacho alcanzaron la playa de la costa sur de la isla; una reducida bahía de arena y rocas, que recibía impertérrita el oleaje del canal que la separaba de Haití desde los días de Francis Drake. Repentinamente, el chico se alejó de Jones y corrió hacia un sector de la selva circundante. Buscó


359 algo y al cabo unos minutos lo llamó gesticulando. No cabía duda de que había estado antes en ese lugar. El niño sabía lo que hacía. Cuando Jones se acercó: un bote de madera con sus remos se asomaba por debajo una alfombra de arbustos. Juntos, lo arrastraron hasta la costa. —Óyeme bien —le dijo al rapaz . —Usa el bote. Trata de llegar sin riesgos al otro lado del canal y encuentra a Christofe Boucher. Cuéntale todo. ¿Me comprendes? El chico asintió. —Christofe Boucher....—repitió. —Sí, Boucher. Encuéntralo. Él sabrá qué hacer. Yo no puedo ir contigo. Tengo que ayudar a mi padre a salir de este lugar. El muchacho no demostró miedo de encarar sólo la travesía. Se quedó un segundo mirándolo a Indy y sacó de su bolsillo un amasijo de hojas color verde. —Señor —dijo entregándoselas—, cuando lo vea dele esto.


360 Indy agarró el bollo. —¿Qué es? —Déselo —respondió; y sin más empujó el bote al mar, subió en él y lentamente se perdió en las sombras remando con parsimonia. Indy se caló el sombrero y trotó en dirección de la selva.

 Acostumbrarse a la oscuridad en una noche de cuarto creciente no era nada difícil. Lo único que complicaba el avance eran las ramas y raíces que no se podían cortar por carecer de machete. Así todo, Indy se trasladaba de prisa por senderos previamente abiertos, aunque muy mal conservados. La orografía era trabada. La Tortuga elevaba su altura hacia el interior de la isla; y si bien los cerros no eran demasiado altos, sí incómodos de transitar


361 después de haber soportado tanta tensión emocional y poco descanso. El improvisado plan que Jones pergeñaba era sencillo, poco meditado y nada seguro. Iba a regresar al campamento, rescatar el péndulo; obligar a Queiroz a restablecer la salud de su padre y... hacer lo que se pudiera. Pero antes tenía que sortear a los égus que lo seguían. Los escuchaba. Estaban cerca. Los ruidos venían del este. Eran muchos pares de pies arrastrándose sobre hojas yermas y barro, raíces y ramas rotas. Jones ascendió por una cuesta empinada en dirección a la sima de un cerro. Le pesaban las piernas y el corazón le latía deprisa. Ya no era el mozuelo de años atrás, pero se defendía. Entonces, cuando estaba por de llegar a la punta del montículo, el batir de alas lo sobresaltaron. Murciélagos.


362 Se quedó quieto. Alertó los sentidos. Si había murciélagos era porque había cuevas en las cercanías. Esperó. Prestó atención. Sacudió adrede la copa de unos arbustos y, una vez más, a escasos metros, vio las inconfundibles y repugnantes alas de un quiróptero espantado por el jaleo. ¡Eureka! Era una cueva. Apresuró sus pasos hacia la entrada. Quitó del medio una zarza espinosa y cuando ingresaba en la oquedad, golpeó contra algo muy duro en el piso y cayó de bruces. Estalló de rabia. Maldijo para sus adentros. Se reincorporó y trató de identificar el objeto con el que había tropezado. Era

un

cañón

de

bronce

del

siglo

XVII,

semienterrado en la tierra. Estaba frente a los restos de un antiguo emplazamiento pirata. Los grabados indicaban que el cañón era de origen ibérico y que había pertenecido a una nave del Sistema de Flotas y Galeones, que el Imperio


363 Español implementara durante cuatro décadas en sus viajes a América. De pronto: gruñidos. Los égus se acercaban. Estaban cerca. Indy entró en la cueva y avanzó decidido. Cuando la oscuridad ya no le permitió distinguir contorno alguno se frenó. “¡Tonto!”, pensó de sí mismo. ¡Si tenía una caja con tres fósforos en la campera! Prendió el primero y encendió una rama seca para que le sirviera de antorcha. Los égus se aproximaban. Subían por el sendero que conducía a la cueva. Podía oírlos. Indy penetró más en la gruta. Recorrió una galería en la que había evidentes restos de antigua habitación y tras doblar el primer recodo del camino se topó con un tesoro que no espera encontrar: cinco barriles de madera perfectamente apilados en un rincón y cubiertos por telas de araña.


364 Por el tamaño y disposición en la parte más húmeda de la cueva, sólo podía ser una cosa: “pólvora”.

 El grupo de égus que olfateaba a Indy sumaba el número de veinte. Eran un atajo de cuerpos vacíos, desangelados; que ya no pensaban por sí mismos, ni sentían placer o dolor. A diferencia de Henry Jones, eran cadáveres resucitados por técnicas oscuras, muchos de ellos representantes de generaciones muy distintas, pero todos con un solo objetivo que reverberaba en sus instintivas y falsas conciencias: “matar al intruso”. Se movían con dificultad; algunos más rápido que otros. Refunfuñaban. Exhalaban aire por la boca y un permanente olor a fetidez impregnaba todo ambiente por el que pasaban. Si ese era el costo de la


365 eternidad, el precio era muy alto. Habían dejado de ser lo que fueran en vida para convertirse en meros apéndices de los deseos de Reis de Queiroz. Guiados por un líder espontáneo en avanzado estado de descomposición, se arremolinaron en la boca de la caverna. Por algún motivo sospechaban algo. El olfato animal que habían desarrollado les decía que ahí adentro se escondía la presa. El líder dio una media docena de pasos por la galería, secundado por los demás. Hurgó en las sombras, venciendo una rara sensación que no terminaba ni podía comprender. Abrió bien los ojos. Los enfocó a la oscuridad. Fue entonces cuando oyó algo que parecía un siseo y, desde el interior del refugio una luz pequeñita, que giraba sobre un eje vertical, ganaba metros en dirección suya a regular velocidad. Cuando la mecha prendida se agotó y alcanzó la pólvora acumulada en el barril, la explosión fue descomunal. La onda expansiva arrasó con los


366 primeros égus, despedazando a los que encabezaban la comitiva. Aquellos que soportaron el primer embate no pudieron con el otro. Una bola compacta de fuego los abrasó en la segunda

detonación,

incinerando

a

unos

y

revolcando por tierra a los poco que quedaban. Antes de que pudieran reincorporarse, y la humareda se terminara de disipar, la silueta de Indy se perfiló en el confuso ambiente de la caverna con una oxidada espada en la mano.

 Reis

de Queiroz era un volcán en erupción

desbordante de ira. La rabia lo consumía por dentro y no soportaba a nadie. Por primera en su vida había perdido el juicio y las riendas. Estaba enajenado y eso repercutía en su contra. Sólo una idea fija le


367 rondaba la cabeza, y tenía nombre y apellido: Indiana Jones. Nunca había odiado tanto a un hombre, ni deseado matar a alguien con sus propias manos Para eso estaba Bigotes. Pero las últimas circunstancias lo habían superado. Suspender el ritual de destrucción del péndulo retrasaba todo y agigantaba su intolerancia. Le transpiraban las manos y su ojo izquierdo se le cerraba de a ratos. Eran tics que lo asaltaban cuando no quería reconocer sus propios errores. Y sabía que los había cometido, impulsado por la furia. Enviar a los égus en una búsqueda frenética, sin pensarlo demasiado, no había sido acertado. Toda la isla estaba ahora transitada por sus criaturas, que no regresarían

al

campamento

hasta

cumplir

medianamente con la orden impartida. Trataba de autoconvencerse de que no había tenido opción, tras la negativa de los Tontons Macautes de cumplir sus directivas. Ahora estaba


368 arrepentido,

pero

jamás

iba

a

reconocerlo

públicamente. Cotonou, el gran Bokor, parecía un pollo mojado frente a su socio. Las relaciones no estaban pasando por su mejor momento. Como hombre inteligente que era, sabía cuando no actuar, llamarse a silencio y esperar las circunstancias adecuadas para hacerlo. En tanto Bigotes, más servil que nunca, permanecía en un rincón sin hacerse notar, junto con Anika von Pauls. —Marcio —ladró Queiroz desde el ventanal por el que se asomaba—, quiero salir para Puerto Príncipe cuando salga el sol. Comunícate con la capital y que manden el avión. —¡Sí, señor! —contestó el matón y salió del cuarto. —Es evidente que no podremos terminar nada hasta tanto ese maldito arqueólogo no desaparezca de nuestras vidas para siempre —explicó con odio.— Jean Paul, usted encárguese de eso y de reunir a


369 todos los égus cuando terminen. Le dejo el mando absoluto. Certifique bien la muerte de ese sujeto. No quiero tener más problemas con él. Sólo recién reiniciaremos la operación. Hay mucho en juego. No quiero mas riesgos. Esperar unos días más no es el fin del mundo. Ah..., otra cosa, cuando el padre de ese imbécil regrese, mátelo sin miramientos.


370

21 ARMAGEDÓN

Eran

las 06:50 de la mañana cuando los

primeros rayos del sol se asomaron por el oriente e iluminaron La Tortuga, despejando las tinieblas que hasta entonces Indy había tenido que sortear solo y con un peligroso barril de pólvora colgando de su espalda. En las últimas tres horas, su supervivencia había sido puesta en jaque varias veces. No podía quitarse


371 de encima a los égus por mucho tiempo. Lo seguían como

sabuesos

entrenados.

Pero

ya

había

naturalizado el hecho de tener que luchar contra muertos-vivos y no sentía ni el temor ni el asco inicial. No cabía dudas: el hombre era un animal de costumbres; capaz de adaptarse a todo, incluso a convivir con aspectos considerados sobrenaturales. Mientras caminaba en dirección al risco que creía se asomaba al campamento de Queiroz, su primera preocupación era la de tener sólo un fósforo en el bolsillo. En caso de desperdiciarlo, por algún accidente, habría cargado el barril explosivo en vano. Aminoró el paso y con cuidado se recostó sobre una roca llena de moho. Asomó la cabeza al vacío y debajo de él, a unos cien metros, distinguió los tinglados. Los Tontons Macautes iban y venían cargando cajas sobre un par de mulas; en tanto Cotonou hablaba algo con Anika von Pauls y Bigotes. Se los veía

relajados.

Dos

minutos

después

las


372 gesticulaciones bruscas llegaron con el portugués y todos se aceleraron con las nuevas ordenes que dio, inaudibles para Jones. Repentinamente, el ruido de motores hizo que todos miraran el cielo. Era el avión privado de Queiroz y sobrevolaba la isla buscando el ángulo perfecto para amerizar cerca de la playa. La misma en la que Indy despidiera al muchacho. Era muy claro que se estaban por ir. Los venían a buscar. ¿Qué iban a hacer con los égus? Si quería tener respuestas,

debía

acelerar

los

trámites

y

sorprenderlos in fraganti. De pronto, un golpe seco le fue propinado al barril e Indy se deslizó hacia su izquierda, quedando en el piso boca arriba. Tenía a dos zombis detrás suyo. El primero se le abalanzó tomándolo del cuello y elevándolo como si su cuerpo no pesara nada. Lo


373 dejó caer contra un árbol. Una vez más el barril amortiguó el golpe. “¡Malditos, lo van a hacer explotar!”, pensó al tiempo que se ponía de pie y blandía la espada encontrada en la cueva. El égu avanzó pero fue decapitado al instante. El que quedaba alcanzó a tomarlo por la muñeca. Sus dedos eran como tenazas y la espada cayó al suelo. Indy sintió como le retorcían el brazo. Aulló de dolor, pero giró y golpeo a la bestia en la zona de los riñones con el codo izquierdo. La presión se aflojó un poco. Pegó un tirón con el brazo aprisionado y quedó libre. Retrocedió dando zancadas, levantó el yakatu y sopló. La bala de sal entró por el cuello del zombi como si su cuerpo fuera de manteca. Cinco segundos después yacía sobre las rocas inmóvil, terminando de consumirse.


374 Oyó pasos a un costado y el sonido de ramas que se movían. Encaró el problema de frente, dando una vuelta de 180 grados para toparse con el tercer agresor. —¡Papá!

—exclamó

cuando

Henry Jones

levantó las manos y se tiró sobre él. Rodaron por el suelo. Indy notó que no tenía tanta fuerza como los otros. Lo volcó de espaldas sin mucha dificultad y le sujetó los brazos en cruz. —¡Papá,

despierta!

¡Soy

yo!—gritó,

abofeteándolo. —¡Despierta! Henry Jones lo miraba fijamente sin emitir sonido. Se comportaba como un sonámbulo. Apenas se movía y sus ojos traslucían una nada interna. “¡Déselo!”... Las palabras del muchacho destellaron en la mente de Indy.


375 Sin dudarlo, le soltó una mano, tomó el bollo que llevaba en el bolsillo y antes de que su padre lo agarrara del cuello, le metió las hojas por la boca. Instintivamente, el viejo las mascó. Una fuerte convulsión le arqueó el cuerpo, echando a Indy hacia atrás. Empezó a salivar como si fuera un perro con rabia y al cabo de unos segundos, se reincorporó, se volcó hacia un costado y vomitó copiosamente. Cuando elevó el rostro y miró a su hijo preguntó desorientado: —¿Júnior?... ¿Qué haces aquí, Júnior? Indy lanzó un suspiro relajado y sonrió.

 Una hora más tarde...

En

fila india, ordenadamente uno detrás del

otro, el séquito del portugués avanzó lentamente por


376 el sendero que, desde el campamento, llevaba a la costa. Un guardia armada y dos mulas abrían la marcha. Por detrás, Cotonou y Reis de Queiroz en absoluto mutismo, serios. Algo más allá, a sólo pasos de distancia, Bigotes, Anika y cinco Tontons Macautes cerraban la hilera. La exuberancia de la isla afloraba por los costados del camino y la bruma matinal se elevaba desde el piso húmedo de la selva. Empezaba a hacer calor y la afluencia de los mosquitos, que se arremolinaban en brazos y piernas, una molestia difícil de contrarrestar. El dominio de una naturaleza, desde hacía siglos indómita y libre de la mano humana, se hacía notar. Ella era la única dueña de La Tortuga. De Queiroz seguía encrespado y de a ratos profería insultos en voz baja de los ya todos suponían su destinatario. El Rey de la Uva poco tenía de “rey”. Era la sombra del hombre elegante y fino


377 que conocían los magnates de la aristocracia europea. Un espectro de sí mismo, con ojeras violáceas bien marcadas y los labios torcidos en herradura hacia abajo. Era la viva imagen de la amargura. Pero en el fondo de su alma oscura y ambiciosa tenía la esperanza de recuperar la risa y el sarcasmo que lo caracterizaba. Y eso iba a ocurrir cuando, librado de Jones y el péndulo, pudiera desplegar todo su poder e influencia sobre los demás. Poseía lo que le hacía falta, pero no quería poner el carro delante del caballo. No iba a apurar los trámites sólo por ansiedad. Esa era la clave de su éxito en el mundo de los negocios. Quería hacer las cosas bien. Y si bien su poder era enorme, sin la reliquia trabando todo, éste se volvería infinito y sus égus imparables. Confiaba en la capacidad de Cotonou para manejar los cabos sueltos que dejaba en La Tortuga y, cuando en pocos días él regresara, daría las puntadas finales del Plan en persona.


378 —Estoy depositando todo en sus hombros, Jean Paul —dijo rompiendo el silencio que mantenía desde la salida del campamento. —Si todo sale bien, como lo pensamos, le aseguro que lo recomendaré muy especialmente al presidente Duvalier. El negro asintió con una media sonrisa. En realidad no lo había escuchado. Estaba nervioso. Algo malo se avecinaba. Podía sentirlo en la piel. —¿Pasa algo? —inquirió Queiroz, advertido. —Creo que sí... Los loas me... Fue lo último que dijo antes que el barril de pólvora estallara. La explosión sacudió los árboles vecinos a la caravana. Millares de hojas y astillas saltaron en todas direcciones y el soldado que encabezaba la marcha cayó herido, emitiendo un grito de dolor y sorpresa. Desde las sombra adyacente de la jungla, Indiana Jones saltó sobre el fusil, dio medio giro en el piso, lo llevó al hombro, apuntó al final de la columna y


379 disparó dos veces contra el par de Tontons Macautes que cerraban la partida. Los haitianos cayeron fulminados por los balazos justo cuando se disponían a arremeter contra el intruso. Indy se paró y con tres trancos alcanzó a de Queiroz. Le pegó el caño del arma en el pecho y clamó casi con voz desesperada: —¡Dígales que tiren las armas! ¡Ahora! ¡Que las tiren! El portugués, aturdido, no podía salir de su asombro. —¡¿Jones?!... ¡Maldito seas! —alcanzó a decir, rubicundo de animadversión. —¡Que dejen las armas, Queiroz, o le parto el pecho de un tiro! —insistió Indy con tanto odio encima como su enemigo. —¡Hagan lo que dicen! —ordenó. —¡Suéltenlas! Los tres Tontons Macautes que quedaban obedecieron y levantaron las manos. Entonces, desde


380 otros arbustos vecinos, Henry Jones salió, también sorprendido por los acontecimientos. —¡Papá, agarra uno de los fusiles! —gritó. Queiroz quedó pasmado al ver al viejo. —Pero...

¿cómo

es

posible?—articuló

sin

entender nada.— Ese hombre estaba... —Se lo dije —interrumpió Indy.— Le dije que no jugara con fuego, Queiroz. Henry Jones levantó una de las armas y arrinconó al resto del grupo sobre un costado del sendero. —¡Qué pena me da verla de ese lado, señorita! —dijo con tristeza

mirando a Anika. No recibió

respuesta Indy extendió la mano abierta con decisión, en dirección de Queiroz, sin dejar de encañonarlo. —¡El

péndulo!

Démelo

—exigió

vehemencia. El portugués elevó los hombros con soberbia. —No se lo daré.

con


381 Indy no tenía ganas de discutir ni perder tiempo. Sin más, le propinó un culatazo en la cara, tirándolo al piso. Queiroz cayó de bruces. Estaba a punto de vomitar odio. El arqueólogo lo volteó con brusquedad, revisó sus bolsillos y extrajo un recipiente de piel pequeño, atado con un cordón. Lo abrió y desplegó la cadena de la reliquia. Lo que era suyo volvía a estar en sus manos. La cicatriz de su barbilla se estiró por una sonrisa de éxito. —¡Doctor Jones! —irrumpió Cotonou. —¿Cree que podrá salir de esta isla con vida? —Indy giró hacia el Bokor. —¡Iluso!... ¡Esta isla será su tumba y la de su padre! Dicho eso, como por arte de magia un hedor putrefacto invadió el sendero. Los frondosos limes del camino se sacudieron y más de una docena de siluetas corvas y harapientas avanzaron a regular velocidad. Égus...


382 Habían encontrado a la presa. —¡Dios mío! —clamó horrorizado Henry Jones al verlos.—¿Qué son esas cosas? Los dos Tontons Macautes que quedaban huyeron despavoridos haciendo caso omiso a todo. El Bokor no perdió tiempo. La distracción del atónito profesor fue fatal y como en un partido de tenis, fue el haitiano el que tomó ahora ventaja, arrebatándole el fusil. Bigotes saltó sobre Henry y lo aprisionó por detrás, inmovilizándolo. Los muertos-vivos, con sus órbitas vacías de vida y mandíbulas desdentadas empezaron a emitir el característico gruñir. Queiroz no quiso ser menos y lanzó un zurdazo que le dio a Indy en la nariz, derribándolo sobre la grava del sendero. En segundos la situación había cambiado. Las fuerzas del portugués parecían recuperar la posta.


383 Anika gritó y para cuando Cotonou dio vuelta la cara para verla, se percató de una realidad que lo dejó helado: los égus estaban fuera de control. Uno de ellos le succionaba a la muchacha el cuello, chorreando sangre por doquier. Indy experimentó un mezcla de asco y compasión. No podía creer lo que veía. Entonces ocurrió... El péndulo empezó a brillar más y más. La piedra de zafiro se deslizó por la palma de la mano de Jones y al caer quedó pendiendo del cordón de plata y oro. En ese momento su fulgor se volvió incandescente y los símbolos grabados en la superficie centellearon como si fueran de neón. El círculo en llamas, el sol y la media luna menguante eran una fuente de fosforescencia sobrenatural de increíble poder. Los égus se retorcieron de dolor. Aullaron, lanzando alaridos de ultratumba. Se tomaron los oídos sintiendo como sus tímpanos eran torturados


384 por un sonido inaudible. Y en ese preciso instante sobrevino el fogonazo. Un destello... Una explosión lumínica... Un fulgor fortísimo que encegueció a todos, impidiendo que vieran como los muertos-vivientes se convertían en polvo, en volátiles cenizas. Cotonou, Bigotes y Henry Jones estaban desparramados en el piso, inconscientes. De Queiroz, atontado todavía por el destello, se reincorporó apoyándose contra un tronco y vio a Indy Jones hacer lo mismo, con el péndulo, ya apagado, entre los dedos. Sin pensar mucho, se abalanzó contra el arqueólogo. Le propinó un colosal puñetazo en la mejilla, le quitó el artefacto y se echó a correr. Indy, tambaleante, se puso de pie y vio a su padre tirado a metros de él. Se le acercó agitado. —¡Papá!

—Lo

sacudiéndolo. —¡Papá!

llamó

con

desesperación,


385 El viejo profesor abrió los ojos y se recuperó con rapidez. —Júnior, ¿qué pasó, por Dios santo? Recompuesto del susto, Indiana no respondió la pregunta, sólo atinó a ordenar con ímpetu: —¡Inmoviliza a estos dos! —dijo señalando a Bigotes y a Cotonou. —¡Átalos del modo que sea! —¿Y tú que harás, Júnior?... —¡Impedir

que

de

Queiroz

escape!

—y

calándose el fedora salió corriendo por el sendero.

 El hidroavión tenía los motores en marcha y las hélices girando cada vez a mayor velocidad. Flotaba sobre las calmas aguas del canal a escasos metros de la línea costera, sacudiendo el fuselaje, presto a despegar.


386 El piloto apresuró la puesta a punto del instrumental. Los gestos de Queiroz corriendo por la playa en su dirección eran fáciles de interpretar: el portugués no quería perder tiempo. Por alguna razón la premura era mayúscula; y dado los contactos con las altas esferas del gobierno que ese sujeto tenía no era su intención desilusionarlo. De Queiroz gritaba algo que el piloto no podía oír. —¡Despegue! ¡Despegue! Recién cuando el segundo sujeto se abrió paso a través el follaje y entró en la playa, agitado y con un sombrero de fieltro bien calado en la cabeza, el aviador dedujo que aquello era una persecución. —¡Arranque! —gritó el portugués por tercera vez. Sin suerte.


387 El aviador estaba sorprendido. ¿Quién era ese demente que corría casi con desesperación hacia su pasajero VIP? Indy hizo un esfuerzo sobrehumano, venciendo el umbral de fatiga que atosigaba los músculos de sus piernas, y las impulsó hacia adelante con toda las energías que tenía. Tras un corto planeo, ejecutó un tacle perfecto, se enroscó en los tobillos de Queiroz y ambos se desplomaron, revolcándose en la arena a sólo tres metros del aparato. La adrenalina bombeó con fuerza y una centrada patada en la cara echó a Indy hacia atrás. —¡Arranque, imbécil! ¡Arranque de una vez! — bramó el portugués, recuperando la marcha. Esta vez el piloto lo escuchó y el avión empezó a moverse lentamente. De Queiroz saltó al flotador de acero inoxidable, pisó el ala derecha y se agarró del marco de la portezuela, que permanecía abierta.


388 —¡Despegue

ya!

—ordenó

agitadísimo,

asomando la cabeza dentro del aparato. Pero su salida de La Tortuga no iba a ser fácil. Sintió que lo tomaban del cuello de la camisa y lo jalaban para atrás. —¡Cerdo, hijo de perra! —exclamó, tratando de zafarse de un tirón. El hidroavión empezó a tomar velocidad sobre un mar planchado. El sacudón aflojó la presión que sobre la ropa ejercían los dedos de Jones y no pudo parar el codazo que el portugués le propinó en el hombro. Cayó de espaldas sobre el ala. El aparato ganó potencia y se elevó. Una sorpresiva corriente de viento dio contra el cuerpo tendido de Indy, amenazando con sacarlo del juego. El aparato ganó más altura. El océano se alejaba por debajo.


389 Indy rodó a tiempo, contrariando la fuerza de la ventolina, y alcanzó a apretar el borde delantero del ala antes de que todo su cuerpo quedara colgando en el vacío y sacudiéndose como un barrilete. De haber tenido uñas largas las hubiera clavado cual gato asustado en la chapa de la membrana. Queiroz sonrió al verlo. El hidro siguió subiendo. —¡Mantenga la estabilidad! —le dijo al piloto. —Tengo que despedir a un amigo... —Y sujetándose con una mano del borde la portezuela, estiró el cuerpo por sobre el ala y trató de pisotear las manos agarrotadas del arqueólogo. —¡Esta es tú ultima vez! —Gritó, dándole con el talón al dedo medio de su enemigo. El dolor fue intenso, eléctrico y, contrariamente a lo esperado, motivador. Indy bullía por dentro. Una fuerza salida de su lado más instintivo hizo que levantara la pierna derecha hasta el nivel del ala y


390 pudiera buscar el apoyo necesario para volver a estar en el mismo nivel de Queiroz. El avión se ladeó buscando la ruta hacia Haití. Era lo que Jones necesitó para resbalar en dirección de la puerta e impedir que se cerrara desde adentro. Se paró de un salto. Masticaba rabia y, sin más, la canalizó en el puño que hizo chocar contra el rostro de Queiroz. Una.. dos... tres veces. Cada vez con más violencia. El piloto giró en la butaca. La pelea se había trasladado al pasillo del hidroplano. Indy recuperó el equilibrio amarrándose del cuello de la camisa de su oponente. Y le descargó la cuarta trompada que, sin respiro, tanto deseaba propinarle. Queiroz fue lanzado sobre el piloto. Chocó contra su espalda y el haitiano no pudo evitar relajar su propio peso, y el del portugués, sobre la manivela de mando.


391 El hidro bajó su trompa violentamente hacia el mar. Entraba en picada. Iban a estrellarse. Indiana no lo pudo evitar: perdió una vez más el piso bajo sus pies y salió despedido contra los otros dos que luchaban por separarse. Un remolino de brazos y sacudones, gritos e improperios, cobró vida en la cabina. Fue en ese momento cuando Indy le quitó el péndulo del bolsillo. El aviador, desencajado por el pánico, hizo un esfuerzo sobrehumano y tiró el volante hacia atrás, venciendo el peso de los dos cuerpos que tenía sobre él. Un sacudón y el hidroplano levantó la proa como un delfín, saliendo despedido hacia el cielo, recuperando altura. Queiroz, sujeto al asiento del piloto, resistió el embate hacia atrás. Indy trastabilló y tambaleando se deslizó hacia la cola del aparato, junto con varias cajas de


392 herramientas y papeles. Aquello era una coctelera voladora. La puerta abierta dejaba entrar unas ráfagas violentísimas que agitaban todo. De esa misma puerta es que Indy Jones volvió a sujetarse para no seguir resbalando hacia el fondo. El piloto maniobró y el hidro alcanzó a estabilizarse. En ese momento, Queiroz vio el péndulo asomado al exterior, aprisionado en los dedos del arqueólogo. —¡¿Qué va a hacer?! —exclamó pálido. Indy sonrió triunfante y contestó: —¡Enviarlo al lugar de donde nunca debió salir! Y abrió la mano. —¡¡Noooo....!!

—vociferó

Queiroz

desgarrándose por el odio interno, al ver cómo la reliquia se perdía en pleno océano. —¡Hijo de perra!... ¡Hijo de perra! —repitió; y, sin nada ya que perder, recogió una llave inglesa de acero, que yacía tirada en el piso junto con otras herramientas de


393 mecánica, y se abalanzó contra Indy para partirle la cabeza en dos. Necesitó pararlo de algún modo. Un solo golpe más en su cuerpo y la resistencia física del veterano Indiana Jones se rendiría. Ya no soportaba más. Estaba al límite de sus fuerzas. Cuando vio que un Reis de Queiroz enloquecido se le venía encima, atinó a levantar un frasco que rodaba en el piso y sacudírselo en el rostro. Cuando el recipiente se partió en la frente del portugués, un olor penetrante superó al del aire marino que se colaba por la puerta. En ese segundo Queiroz se llevó las manos a la cara y lanzó un aullido de dolor. Se agitó como si miles de insectos entraran por sus ojos y trastabilló hacia el piloto dando gritos, propios de un animal. Sacudiéndose como un espantajo. El ácido muriático le estaba quemado las pupilas y la piel de la cara.


394 El aviador no pudo esquivarlo. Queiroz impactó contra el haitiano, esta vez con tanta mala suerte que el negro dio la cabeza contra el parabrisa, perdió la conciencia y volvió a poner el avión en picada. Indy, sujeto aún a la puerta, analizó rápidamente el contexto en que estaba y supo que no tenía otra opción. Tomó envión y saltó al vacío. Pocos segundos después, las cálidas aguas del mar Caribe amortiguaron la caída. Trescientos metros más allá, el hidroavión estallaba en mil pedazos.


395

EPÍLOGO Ciudad de Nueva York. Hall del Hotel Waldorf Astoria. Una semana después.

El traje de seda gris de Paul Giuliani brilló al atravesar la puerta giratoria e ingresar en la lujosamente decorada sala de recepción del hotel. Varios pares de ojos se fijaron en la llamativa estampa del mafioso; y no fueron pocos los que, en silencio, identificaron su rostro con algunas de las tantas fotos publicadas en las primeras páginas de los periódicos neoyorquinos.


396 El pandillero dio una ojeada general ignorando a los curiosos y caminó hasta un conjunto de sillones, balanceándose como un cowboy de película. Se acomodó la corbata y detuvo sus zapatos de charol frente a los tres individuos que lo esperaban. —Veo que no escatima en gastos a la hora de alojarse en hoteles —dijo echando una ojeada al entorno y volviendo la vista al más joven del grupo. —El dinero no es problema. Paga “la Familia” —respondió un Indiana Jones recuperado de los golpes y trajines, poniéndose de pie.—¿Quiere beber algo?... Usted invita. Giuliani sonrió y se secó las gotitas de saliva que se le juntaban en la comisura de los labios. —No, se lo agradezco, doctor. Estoy apurado. — Hizo un brevísimo silencio. Miró a Henry Jones, sentado a la izquierda de Indy, y a Christofe Boucher, sentado del otro lado. Finalmente preguntó: —¿Lo tiene?


397 Indiana asintió con la cabeza. Levantó del sillón un gran sobre de papel con algo grueso adentro y se lo extendió al capo mafia. —Aquí tiene su libro. El que tanto deseaba. La obra original de Pedro “El Pobre”. Giuliani lo tomó entre sus manos. Pesaba más de lo que imaginaba. —Bueno —dijo para ir cerrando—, creo que con esto se termina nuestra “sociedad”, doctor Jones. Ambos cumplimos. Ya nadie debe nada a nadie. Estamos a mano. —En ese caso... buena suerte, Paul —y le ofreció la palma abierta. El matón la apretó con energía. —Buena suerte, doctor Jones. Caballeros... —y regresó por donde había entrado. Los tres se quedaron observándolo hasta que se perdió de vista. Henry Jones rompió el hielo. Levantó su copa de vino blanco y la elevó a la altura de sus gafas.


398 —Señores —dijo ampuloso—, propongo un brindis. Christofe sonrió e imitó el gesto. —Me parece perfecto, profesor. ¿Y por qué brindamos? —¡Por la nueva década que está a punto de empezar! —¡Por los sesenta! —exclamó el haitiano. —Y por la libertad de tu país —incluyó Indy. —¡Por mi sufrido pueblo! Las tres copas chocaron delicadamente en un centro imaginario y bebieron. —¿Cuándo

regresa

a

Puerto

Príncipe,

muchacho? —inquirió Henry, secándose los labios. —Christofe se quedará en Nueva York, papá — aclaró Indy. —¿Acaso solicitó el asilo político? —Así es, profesor. Residiré aquí hasta tanto las cosas se calmen en mi país. —Eso puede que lleve tiempo, Chris.


399 —Lo sé, Indy. Pero aprenderé a tener paciencia. No puedo regresar allá con Cotonou dando vueltas por ahí. —Tengo entendido que “Papá Doc” le quitó su apoyo —apuntó el arqueólogo. —Sí, pero de todos modos sigue teniendo el poder de un Bokor. Y en mi cultura —aclaró— eso es mucho. —Lo sé... —sentenció Indy.— Y dime, ¿qué has sabido de Madame Monee? El negro se acomodó en el sillón, cruzándose de piernas. —Pude comunicarme con ella ayer a la noche. Está bien y te manda sus bendiciones. Te agradece todo lo que has hecho por nosotros. Además, que ese tal Marcio, el de bigotes extraños, anda vagando por los barrios aledaños de Puerto Príncipe con la mirada vacía y sin aparente voluntad propia... —¿Un extrañado.

zombi?

—preguntó

Henry

Jones


400 —Al parecer fue Cotonou. No debió querer que el portugués comentara nada inconveniente en la isla. Cuestión de prestigio, usted sabe... —¡Locos peligrosos! —sonrió Henry. —Sí, pero sin el péndulo sus poderes quedan confinados a la tradición isleña y muy, muy limitados, papá. —Es cierto, Júnior. Por otra parte, con el Tractatus en la biblioteca de la universidad y bien protegido, el peligro se reduce a una mera anécdota. Boucher intervino sorprendido: —¿Qué?...¿No quemaste el libro? —inquirió a su amigo. —No hace falta, Chris. Sólo destruí las páginas con conjuros y sortilegios peligrosos. —¡Bien hecho, hijo! Indy dio un breve sorbo a su vaso de vino. —Dime otra cosa, Chris —volvió a decir.— ¿Averiguaste algo del muchacho que me ayudó?


401 La cara de Boucher se volvió de golpe un tanto sombría. —Ya te dije que jamás lo vi; pero a partir de tus descripciones conseguí algunos datos que pueden servirte. —Me alegro, porque quisiera saber si llegó a salvo en el bote. —Indy —dijo el haitiano ceremoniosamente—, el chico nunca llegó a Haití porque nunca salió de la isla. —¿Cómo dices?... Boucher metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y extrajo tres dibujos, hechos a mano, de claro estilo vudú. Los extendió ante su amigo. —Mira, ¿lo reconoces? —y señaló en el que estaba, inconfundiblemente, el rostro del muchacho. Un perfecto identikit. —¿Tenía un prontuario en la policía? —No... —¿Y qué es este dibujo?


402 Christofe elevó las cejas. —Es una de las tantas imágenes con las que se representa, en mi país, a un poderoso loa, Indy. Al Barón Samedi, “El Señor de la Muerte”. Una rara sensación le recorrió a Jones toda la espina dorsal y se le puso la piel de gallina. Miró a su padre, quien con tono grave se inclinó hacia delante y repitió la frase en la Pedro “El Pobre” refería al sagrado péndulo: —“Sólo

por

tu

bondad

la

muerte

será

definitiva”, Júnior. Indy iba a agregar algo, pero el sonido de finísimos tacos femeninos hicieron que los tres voltearan a mirar a la voluptuosa mujer negra de vestido azul que se paró junto a ellos. —Christofe

—prorrumpió

la

chica—¿nos

vamos? El haitiano se sonrojó, dibujó una amplia sonrisa blanca en su cara y respondió poniéndose de pie junto con sus socios:


403 —Con gusto cariño. Estrechó a ambos Jones en un cálido abrazo de despedida y se marchó con la chica, alejándose por el hall. Henry se ajustó las gafas, miró sorna a su hijo y recostándose en el sillón preguntó con sarcasmo: —¿Dijiste”exiliado”, verdad? Indy no pudo contener la risa. —Supongo que cada uno elige la armas que mejor le conviene para luchar por la democracia, papá. ¿No lo crees? Y el viejo asintió. FIN


404 EL AUTOR Fernando Jorge Soto Roland Profesor en Historia, escritor, explorador.

Nació en Buenos Aires el 16 de marzo de 1963. Durante más de veinte años residió en Mar de Plata, República Argentina, instalándose finalmente en su ciudad natal a partir del año 2002 Se graduó con honores como Profesor en Historia en la Facultad de Humanidades de la UNMdP y ejerce su labor profesional en el ámbito universitario y secundario desde 1992. Es autor de numerosos libros, artículos y ensayos tanto en Argentina como en el extranjero; editando en 1997 su primer trabajo, Visitantes de la Noche, en el que describe y analiza una de las expresiones más desarrolladas y perdurables del imaginario de la cultura occidental: la creencia en fantasmas. Siguiendo esta línea, abordó el tema de los exploradores y las exploraciones durante el siglo XIX; publicando “Aproximación al imaginario de los exploradores durante la Era del Imperio (1875-1914)”, en donde investiga profundamente la postura occidental frente a


405 “los Otros”, a partir del análisis de una novela ejemplar para dicho caso: El Mundo Perdido de Sir Arthur Conan Doyle. Asiduo viajero y explorador “con bajo presupuesto” (como él mismo gusta llamarse) es un enamorado de la cultura incaica y ha realizado numerosos viajes al Perú, entablando amistad con grandes arqueólogos y exploradores del medio. Amante de la exploración y la aventura, organizó y dirigió en 1998 una expedición por la cuenca amazónica peruana, en pos de las ruinas de Vilcabamba “La Vieja”, la última capital de los incas (de la que ha publicado un libro); y desde hace más de una década se encuentra abocado al estudio y búsqueda de la legendaria ciudad perdida del Paititi (que, según él mismo dice, “se ha convertido en una obsesión”).


406 Adepto al jazz, a Frank Sinatra y Bobby Darin, a la escritura y la lectura, disfruta de los contrastes que le producen ambientes tan disímiles como lo son las aulas y la selvas sudamericanas. Amante de su profesión, de sus hijos (Rodrigo y Florencia) está siempre a la espera de calzarse la mochila y partir tras las huellas del imaginario colectivo que, quizás algún día, lo lleven ante las puertas de su tan romántica ciudad perdida; ya que “la esperanza siempre es mucho más fuerte que la experiencia” (FJSR). (sotopaikikin@hotmail.com)


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INDICE Prólogo.............................................................4 “Gastado, nunca oxidado”..............................20 El cerrojo de los Duendes...............................45 La Villa...........................................................58 Destinos cruzados...........................................67 Una arqueólogo con nombre de perro.............81 Pedro “El Pobre”.............................................89 El Rey de la Uva............................................100 Reencuentro al pie de una cama.....................109 Una bodega con estilo francés........................120 Dos por caja....................................................134 El acantilado de la gaviota..............................162 “¿Qué sabe usted de brujería?.........................164 Tractatus de Spectris et Demonolatreiae.........174 El trueque........................................................187 La comarca de los Égu....................................200 Mambo............................................................213 El Plan caribeño..............................................221 Cría Cuervos...................................................232 La ceremonia..................................................237 Errores tácticos...............................................249 Armagedón.....................................................258 Epílogo...........................................................275 Datos sobre el autor........................................281 Índice..............................................................284


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