Homero Alsina Thevenet Obras incompletas • Tomo II-B 1° parte

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Homero Alsina Thevenet Obras incompletas Tomo II-B

Homero Alsina Thevenet Obras incompletas • Tomo II-B

Álvaro Buela (Durazno, Uruguay, 1961) es periodista, docente y cineasta. Es colaborador de El País Cultural, del que fue co-editor hasta 2002. Ha realizado tres películas. Es coordinador académico del departamento audiovisual de la Universidad ORT Uruguay.

Elvio E. Gandolfo (Mendoza, 1947) es escritor, traductor, periodista. Vivió en Rosario, Buenos Aires y Montevideo. Integra el equipo de El País Cultural desde su fundación en 1989. Escribe en Noticias de Buenos Aires.

Fernando Martín Peña (Buenos Aires, 1968) es historiador de cine, docente, coleccionista y tiene a su cargo los ciclos retrospectivos del Malba. Ha publicado algunos libros sobre su especialidad.

Dibujo de contratapa: Hermenegildo Sábat

Idea, investigación y compilación Álvaro Buela • Elvio E. Gandolfo • Fernando Martín Peña




Homero Alsina Thevenet Obras incompletas Tomo II-B

Idea, investigación y compilación Álvaro Buela • Elvio E. Gandolfo • Fernando Martín Peña


Introducción

Autoridades Presidenta Dra. Cristina Fernández Vicepresidente Amado Boudou Secretaría de Cultura Sr. Jorge Coscia Autoridades INCAA Presidencia Sra. Liliana Mazure Vicepresidencia Sra. Carolina Silvestre Gerencia General Sr. Rómulo Pullol Gerente de Administración Dr. Raúl Seguí FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA Presidente Sr. José Martínez Suarez Coordinación Artística Fernando Arca Producción Ejecutiva Carla Calafiore Lucio Checcacci H.A.T. Obras incompletas • Tomo II-B Coordinador editorial: Luis Ormaechea. Diseño gráfico: Verónica González. Dibujos: Hermenegildo Sábat. Corrección e índices: Montse Callao Escalada. © Eva Salvo - Andrés Alsina, 2012. Todos los derechos reservados. Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723. Se terminó de imprimir en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en el mes de noviembre de 2012. Este libro no puede ser reproducido total o parcialmente, por ningún medio, sin expreso consentimiento de los autores.

La trayectoria profesional de Homero Alsina Thevenet (1922-2005) abarca sesenta y ocho años de actividad profesional y unos veinte libros publicados. Fue el más importante crítico de cine que tuvo el Río de la Plata. Fue periodista y maestro de periodistas. Ejerció la crítica cinematográfica en medios masivos durante un período en que el cine se exhibía exclusivamente en las salas de cine y ocupaba otro lugar en la sociedad. Logró, con otros, mejorar la cultura de varias generaciones de espectadores. Abandonó esa práctica poco a poco, por otras formas del periodismo cultural que entendió más útiles. Fue el primero en comprender que la reseña de estrenos, tal como se la viene practicando desde que existe, quedó detenida en un sitio donde ya no suceden las cosas que importan. El cine pasó a consumirse mayormente en TV, en formatos digitales hogareños, en Internet o en festivales, y los medios gráficos de gran circulación no dieron adecuada cuenta de ese cambio. H.A.T. creó entonces, en un medio masivo, un suplemento cultural como no hubo otro en la región. Dado que H.A.T. fue consciente de su lector hasta el extremo de elaborar la mejor prosa posible para ser leído, sus textos no sólo proporcionan una reconstrucción posible de la evolución del cine como arte y espectáculo, sino también de su circulación, recepción y contexto. Como buen periodista, le importaba comprender y comunicar lo que entendía que era la realidad y esa pretensión informa el conjunto de su obra, que se inicia con la guerra civil española y termina con la globalización, ayer de tarde. Como además H.A.T. no dejó pasar un solo día de su vida consciente sin escribir algo en algún lado, era inevitable que esa obra dijera también mucho sobre sí mismo hasta constituir una forma posible de biografía. Pero era improbable que sus textos comunicaran todo esto si al reunirlos y seleccionarlos no respetábamos ciertas proporciones. H.A.T. odiaba generalizar, por lo que su historia ideal del cine nunca fue escrita y sólo podría pensarse en letra chica, hilvanada a través de una larga serie de películas que pertenecen a un contexto antes que a un autor. La selección de cada período de su trayectoria no podía, por lo tanto, realizarse en base a criterios que en este caso serían improcedentes, como el de tomar sólo los textos sobre supuestas “películas importantes” o “sus films preferidos”. Lo que había que lograr era que cada período estuviera adecuadamente representado en función de su oferta cinematográfica y del modo en que H.A.T. había respondido a ella. Comenzamos a trabajar sobre esa idea y en poco tiempo resultó evidente que no podíamos cumplir con la intención inicial de concentrar semejante obra en un único volumen sin traicionarla. Así llegamos a tres tomos (con la originalidad de que el segundo está a su vez dividido en dos), que sólo reúnen un 60% de su producción total. Quisimos dar una idea del hombre a través de su obra y esa obra es inmensa.


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Sobre este libro Para unificar las numerosas menciones a títulos de películas con un criterio que permitiera al lector una identificación rápida y que a la vez no empantanara la prosa, decidimos utilizar prioritariamente el título que H.A.T. usa más a menudo, que es el de estreno en Uruguay. En casi todos los casos ése es también el título argentino, aunque se ha procurado aclararlo cuando hubo diferencias. De inmediato o al término de cada artículo, el lector encontrará los datos básicos de cada film citado: título original, país, año de producción, director. La inmensa mayoría del material citado es de largo metraje, pero las menciones a films cortos están identificadas como “cm”. Unos pocos títulos son recurrentes a lo largo de todo el libro y para evitar reiteraciones ofensivas es importante decir ahora, de una vez y para siempre, que el título original de Lo que el viento se llevó es Gone with the Wind y que fue producida por David Selznick en 1939 con el concurso de varios directores, notoriamente George Cukor y Victor Fleming. Tampoco deberá olvidarse que El ciudadano (Orson Welles, 1941) es siempre Citizen Kane, que El halcón maltés (1941) es The Maltese Falcon, y que su director John Huston fue un gran cineasta pese a los alegres seguidores de la Teoría del Autor. Todo el material de este tomo fue publicado en el diario El País, de Montevideo, entre 1960 y1965 (el tomo 2 - A contiene el período 1954 y 1959). Esa unidad inicial permitía organizar el material siguiendo hasta cierto punto los criterios con que H.A.T. estructuró muchos de sus libros de compilación (películas, temas, personalidades, etc.), con la licencia de inventar las secciones apropiadas a los textos seleccionados. Pero no es necesario seguir la organización que proponemos: el lector puede tomar este libro en cualquier página, y H.A.T. hará el resto. Sobre el período Hay varias razones para considerar el período 1954-1965 como el más importante de la trayectoria profesional de H.A.T. En estos años consolidó el estilo de su inconfundible prosa y un método de trabajo periodístico que mantuvo, con mayor o menor suerte, durante el resto de su vida. Esa prosa y ese método, en un medio masivo como el diario El País, produjeron en el corto plazo una influencia cultural cuya repercusión no sólo alcanzó al Uruguay sino también a otros países de la región. Su ingreso a El País fue promovido por Antonio Larreta, que hacía crítica de cine y teatro en el diario, había sido invitado a viajar a Europa y propuso a H.A.T. para que lo reemplazara. Algunos meses después, en el verano de 1955, H.A.T. logró publicar, un día antes que los otros medios, la noticia de que el jurado del Festival de Punta del Este había decidido declarar desierto su premio más importante y esa primicia (obtenida por la infidencia de alguien cuya identidad nunca fue revelada por H.A.T.) derivó en su incorporación regular al diario y le permitió dejar el trabajo paralelo que tenía desde 1947 en la Caja de Ahorro Postal. En 1956 Larreta volvió al diario y H.A.T. propuso sistematizar la sección Espectáculos, cuyo material se publicaba hasta entonces de manera inorgánica. A partir de ese momento la sección ocupó una página completa (generalmente la ocho) y H.A.T. conformó un equipo que incluyó además a Carlos Núñez (teatro), Beatriz Podestá (teatro), Emir Rodríguez Monegal (teatro y cine), Washington Roldán (música y ballet), Gustavo A. Ruegger (teatro y cine), Hermenegildo Sábat (jazz y dibujos), María Luisa Torrens (artes

plásticas). La última incorporación al equipo durante la gestión de H.A.T. fue Jorge Abbondanza, quien años más tarde llegó a dirigir la sección. El País era el diario de mayor circulación del Uruguay y su página tenía un tamaño similar al que hasta hoy conserva el argentino La Nación, pero con un cuerpo de letra minúsculo, un interlineado ínfimo y muy poco espacio para ilustraciones y avisos. Desde todo punto de vista, el texto era lo que más importaba y no es sorprendente entonces que H.A.T. se dedicara obsesivamente al cuidado de la prosa propia y ajena, a definir un estilo riguroso y funcional que eliminara digresiones y sedujera a su lector articulando información, elementos de juicio y claridad expositiva. Ese estilo debía ser común a toda la página y por eso cada integrante del equipo leía, comentaba y, si era necesario, corregía el material de los otros. El virtuosismo personal quedaba limitado a lo que cada uno podía hacer con su tema dentro de ese marco estrictamente definido y así no parece casual la admiración que H.A.T. sentía por artistas como Bix Beiderbecke o William Wyler, que sabían dar lo mejor de sí mismos en contextos acotados por la necesaria disciplina del trabajo conjunto y armónico. En las páginas siguientes hay abundantes ejemplos de ese virtuosismo. En la prosa de H.A.T. importa que la información sea correcta pero también su exposición. Importa cada palabra, su lugar en la frase, la estructura del texto completo y su eficacia como síntesis. Pero el lector encontrará algo más que un manual de estilo. H.A.T. entendía que cubrir lo coyuntural era un deber periodístico básico, pero le importaba también que su lector estuviera informado de todo lo importante que el mercado local no le proporcionaba. Ese compromiso, que corresponde llamar formativo, lo llevaba no sólo a investigar y consignar ciertos datos puntuales (como cuando un film llegaba cortado, por ejemplo), sino también a estimular a su lector a trascender lo coyuntural escribiendo sobre lo que no se veía, destacando todo tipo de exhibiciones especiales, cubriendo festivales y muestras, reseñando libros y revistas en otros idiomas. Había en esa actitud una concepción integral y abarcadora de los fenómenos culturales, a diferencia de casi todo el periodismo cultural contemporáneo que se conforma con ser un brazo promocional de los intereses comerciales del mercado local.

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Cronología básica 1922: Nace H.A.T. en Montevideo, el seis de agosto. Fue domingo. 1928: Primer contacto con el cine. “Una muda, de bomberos; los nombres se han perdido”. 1933: Fractura de clavícula; para amenizar su convalecencia el padre de H.A.T. le consigue un pase gratuito e inicia así su vínculo asiduo con el cine. 1936: Gana un concurso sobre cine en un programa radial, al que luego asiste como comentarista, de pantalón corto. 1937: Ingresa en el semanario Cine Radio Actualidad. 1939: Colabora como corrector de pruebas en el semanario Marcha. Conoce a Juan Carlos Onetti. 1943: Vive en Buenos Aires. Comparte pensión con Juan Carlos Onetti. Escribe sobre cine en la revista Sur de Victoria Ocampo, con lo que su firma aparece junto a las de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y otros eminentes. 1944: Regresa a Montevideo tras sufrir un neumotórax. En noviembre se hace cargo de la página de cine del semanario Marcha. 1945: Se casa con Andrea Bea. En noviembre ambos parten a Buenos Aires. 1946: A fines de abril H.A.T. está de regreso en Montevideo y retoma la página de cine de Marcha en colaboración con Hugo Alfaro. En noviembre nace su hijo Andrés. 1947: Tras desempeñarse en varios empleos paralelos a su actividad periodística, gana por concurso un trabajo estable en la Caja de Ahorro Postal. 1950: Divorcio de Andrea Bea. 1952: En enero H.A.T. es uno de los once críticos que descubren simultáneamente el cine de Ingmar Bergman en el segundo Festival de Punta del Este. En febrero es despedido de Marcha por desobediente. En marzo comienza a publicarse la revista Film, de intención mensual, creada y codirigida por H.A.T. 1954: Comienza a publicar regularmente en el diario El País. 1955: Recibe un ascenso en El País y queda a cargo de la página de Espectáculos. Recién entonces comienza a vivir del periodismo y deja su empleo en la Caja de Ahorro Postal. 1958: Primer viaje a Estados Unidos. 1960: Conoce a Eva Salvo, con quien se casa en 1962. 1964: Primer viaje a Europa. 1965: Acepta una propuesta de Tomás Eloy Martínez para trabajar en el semanario argentino Primera Plana y pasa a residir en Buenos Aires. 1966: Disconforme con Primera Plana, acepta una propuesta de Editorial Abril y pasa a ser jefe de redacción de la revista mensual Adán. 1967: Cierra Adán por presiones de la dictadura argentina iniciada el año anterior. H.A.T. pasa a la revista Panorama, de la misma editorial. 1972: H.A.T. pasa a ser adscripto a la gerencia de la editorial Abril. 1976: Tras el golpe militar de marzo, H.A.T. y Eva Salvo se exilian en Barcelona. Aunque publica ocasionalmente en medios españoles, H.A.T. no consigue empleo fijo como periodista, pero sobrevive haciendo traducciones por encargo de su amigo Joaquim Romaguera i Ramió y se las arregla para publicar dos libros.


1980: Regresa a Montevideo por pocos días y es recibido como una gloria nacional. Regresa a Barcelona, pero comienza a colaborar regularmente en Cinemateca Revista, publicación mensual de Cinemateca Uruguaya. 1984: H.A.T. regresa a Buenos Aires tras el triunfo electoral de Raúl Alfonsín. En septiembre comienza a trabajar como jefe de Espectáculos del periódico La Razón. 1985: En febrero lo despiden, en parte por desobediente, pero sobre todo porque el diario había fracasado y sus responsables necesitaban librarse de sus empleados. Inmediatamente consigue trabajo en la editorial Abril y colabora en su semanario Siete Días. 1986: Escribe gratuitamente para la revista El Porteño. Durante algún tiempo hace un programa radial de jazz. 1987: Es designado jefe de Espectáculos del flamante diario Página/12, que dirige Jorge Lanata. 1988: En mayo Lanata desautoriza desde una nota editorial una crítica negativa de H.A.T. sobre el film Sur de Fernando Solanas. Antes de que lo echen por desobediente, H.A.T. renuncia a la página de Espectáculos, pero continúa colaborando regularmente en el diario. 1989: Tras una gestión del crítico Jorge Abbondanza, el diario El País de Montevideo acepta la propuesta de H.A.T. de crear un suplemento cultural de frecuencia semanal. Regresa a su país mientras Carlos Saúl Menem gana las elecciones presidenciales en Argentina. Comienza a dirigir El País Cultural, al frente de un equipo que integran Rosario Peyrou, László Erdélyi y Elvio E. Gandolfo, al que algún tiempo después se suma Álvaro Buela. 2002: Irrumpe en su vida el perro Toc. 2002: Sin perjuicio de su actividad al frente de El País Cultural, comienza a publicar una columna semanal en la página de Espectáculos de El País. 2005: En abril visita por última vez Buenos Aires para dar una charla en el marco del Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente. Muere el 12 de diciembre (lunes).

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Películas


1960 Sirena parada

La laguna del deseo

(I limni ton pothon, Grecia-1959) dir. Giorgos Zervos. EL ATRACTIVO DIRECTO de este film es de orden erótico, nadie se llamará a engaño. Pero ningún realizador cinematográfico en este mundo puede presentar ese motivo como el real, así que se buscan otros letreros que invocar. En los casos suecos, se invoca el mundo de la naturaleza, que es tan bonita y que tiene veranos tan sensuales. En las comediolas italianas se invoca la frescura juvenil mediterránea. Y sí hay que creer las declaraciones que se atribuyen a Louis Malle, el tema de Los amantes (Les Amants, 1958) es del orden espiritual y alude a la búsqueda de la felicidad y la verdad por parte de la protagonista. Lo que invoca el director griego Giorgos Zervos, que además es el productor del film y el marido de la estrella, resulta ser una historia de pescadores en una zona costera. El líder (Giorgos Foundas) quiere fundar una cooperativa de pesca y evitar a un patrón explotador. Después querrá casarse con su novia (Jenny Karezi). Ambos propósitos son interferidos por la vampiresa Sonia Zoidou, que aparece frente al galán y en dos etapas le complica la vida. En la primera etapa, o Preparación, navega parada en su barca, esbelta contra el horizonte, se baña casi desnuda en el lago, se cambia de ropa sin mayor necesidad y pronuncia algunos diálogos provocativos. El episodio altera las relaciones de Foundas con su novia, con los compañeros y con la policía. La segunda etapa, o Consumación, es un poco más horizontal y puede hacer sonrojar a Louis Malle. Complica mucho más el prestigio local de Foundas, sin perjuicio de cansarlo, y lleva tanto tiempo que después hay que arreglar el argumento con toda arbitrariedad y apuro. Pocos creerán en el asunto. Es inconexo de desarrollo y ha importado tan poco al director como lo que podrá importar al público. Su diálogo, su fotografía y su montaje no cooperan en hacerlo creíble. Y si alguien quiere comparar a esta laguna con La mujer de negro (To koritsi me ta mavra, Cacoyannis,1955) debe saber, como pronta medida, que sus únicos puntos comunes son dos intérpretes (el mismo Foundas y la actriz Eleni Zafeiriou, que aquí hace el papel de su madre). En cambio la vampiresa Sonia Zoidou es una de las beldades de mayor espíritu cooperativo que se puede encontrar en el cine moderno. No sólo deja fotografiar su cuerpo, cosa que no es del otro mundo y que se practica hasta en el cine argentino, sino que colabora en ardores pasionales para provocar exclamaciones en la platea. En el Festival de Mar del Plata (marzo 1959), donde el film se proyectó con presencia de la estrella, se armó un escándalo con intervención policial. El film no es apto para menores de 18 años y puede ser inconveniente para señoritas. También es inconveniente para quienes quieran saber algo sobre cooperativas pesqueras en la costa griega.

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4 de enero 1960.


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Asunto delicado

Internado de señoritas

(Mädchen in Uniform, Alemania Occidental-1958) dir. Géza von Radványi. ESTA ES LA SEGUNDA VEZ que el cine alemán filma Mädchen in Uniform y hacía temer por los resultados. La primera versión, que Leontine Sagan y Carl Froelich realizaron en 1931, había llegado a ser una obra capital, en parte por la habilidad formal con que resolvía problemas narrativos, en el incipiente cine sonoro, y en parte por la sustancia inquietante que podía tener para su país y para su época: el espíritu prusiano y militarista marcado en un colegio femenino y el amor de dos mujeres entre sí. Aquel era un film valiente y peculiar, con lo que esta segunda versión despertaba temores muy legítimos. Entre el color, la figurita de Romy Schneider y el hábito dulzón del cine alemán más comercial de hoy, era difícil creer en la calidad de este Internado de señoritas. Pero tiene esa calidad y se constituye en una grata sorpresa, por su valentía de sustancia, mantenida sin cambios, y por el decoro formal con que narra su asunto. Tras un letrero que especifica “Prusia 1910”, como una forma de alejarse en el tiempo, el film señala desde las primeras tomas que el internado está regido por un espíritu militar, que allí hay que marcar el paso, y que la opresión moral y psicológica se ejercerá continuamente, desde el tictac del reloj bajo el que la directora da sus órdenes, hasta el pormenor de vestidos, comidas y disciplinas para las alumnas, sin perjuicio de un lema según el cual “El hombre no vive para ser feliz, sino para cumplir con su deber”. En este rigor delineado para formar explícitamente “madres de soldados” (y esos soldados fueron luego los de Hitler), progresa un asunto sentimental particularmente delicado. La nueva alumna (Romy Schneider) es huérfana de madre, se inclina a volcar su soledad íntima en una profesora (Lilli Palmer) y este amor prohibido genera el escándalo. El film es muy discreto para plantear y desarrollar este tema. No hay entre ambas mujeres otro contacto físico que un solo beso en la boca, y aun este beso está hábilmente presentado como un elemento necesario en un ensayo teatral de Romeo y Julieta. Y no hay tampoco en esa relación ninguna interferencia melodramática de otros personajes, aunque en las muchachas haya celo y comentario sobre la peculiar pareja. Con una mezcla de pudor y de franqueza, el amor de la alumna por la maestra progresa a través de situaciones, con una hábil insinuación en la que no sobra una palabra. Y culmina en la abierta confesión de la adolescente, cuando el exceso de alcohol en una fiesta la lleva a manifestar lo que había ocultado. Reprimir los sentimientos, parece decir la obra, obliga a desviarlos. El film está hábilmente armado por sus realizadores. No participa ciertamente de ninguna vanguardia, y se conforma en un relato lineal en el que asoman ciertos énfasis de escenografía y de iluminación. Pero cuenta su asunto con una técnica solvente,

con un cuidado extremo para la reproducción de ambientes y con algunos recursos de inteligencia (tomados por otra parte de la versión de 1931), como el señalar al principio la importancia de una alta escalera que hacia el final se usará para un intento de suicidio. La interpretación de Romy Schneider y la de un vasto elenco de profesoras y alumnas es muy adecuada, incluso en algún momento crítico como la alcoholizada confesión, pero desde luego el mejor mérito es el de Lilli Palmer, la actriz que Hollywood no supo utilizar y a la que el cine alemán está aprovechando en alta escala. 15 de enero 1960.

: Documento bárbaro

Los asesinos de Nuremberg

(Wieder aufgerollt: Der Nürnberger Prozess, Alemania-1958) dir. Félix Podmaniczky. ONCE DIRIGENTES NAZIS fueron condenados a muerte en los procesos de Nuremberg, y otros recibieron veredictos graduados desde la prisión perpetua a la absolución. En esa causa histórica, terminada en octubre 1946 con un suicidio y con diez muertes en la horca, se apoya este film, cuyo claro propósito es registrar la mayor guerra mundial, desde sus orígenes hasta su culminación. Todo el material filmado es estrictamente auténtico, hasta el último metro, según se declara en advertencia inicial. Todo está orientado, además, para instruir a generaciones futuras sobre trece años infames en la historia de la Humanidad. El material ha sido extraído de los noticiarios que registraron el mismo proceso en Nuremberg, pero también de muchos otros documentales que abarcan desde 1933 y que proceden de fuentes americanas, inglesas, francesas, rusas, italianas y alemanas. Allí está todo: los discursos de Hitler, sus optimistas encuentros con Mussolini, la múltiple acción bélica en varios frentes, las ruinas de Berlín, la crueldad inverosímil con que miles de prisioneros fueron torturados y muertos en los campos de concentración. Como documental es de lo mejor que se puede pedir en el género, con la única limitación de que el azar ha presidido sus tomas y de que lo que pueden hacer los realizadores es solamente la coordinación y la interpretación. Una riqueza abrumadora de material ha permitido que los realizadores puedan ilustrar aspectos poco divulgados del nazismo y de la guerra: los recreos frívolos de Hitler y los suyos, los rostros de jerarcas que fueron tempranamente eliminados, como Roehm, los discursos jactanciosos en que Goebbels afirmaba, ya al borde de la derrota, que Alemania


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era invencible. Y dentro del material conocido, la virtud del film es la de apoyarse continuamente en la fuerza de sus imágenes: aunque dos relatores argentinos explican más de lo necesario, el film no sufre de verbalismo, no aumenta a palabras el drama que narran las cámaras. El procedimiento seguido por el film para orientar tanto material es, en líneas generales, el de tomar los testimonios de Nuremberg y retroceder a los antecedentes de cada episodio, volver después a 1946, retroceder de nuevo. Es un procedimiento razonable, si se tiene en cuenta que la lista de culpables de guerra no se agota en esos once nombres (Hermann Goering, Hans Frenk, Wilhelm Frick, Alfred Jodl, Ernest Kaltenbrunner, Wilhelm Kelfel, Alfred Rosenberg, Fritz Sauckel, Arthur Seyss-Inquart, Julius Streicher, Joachim von Ribbentropp), ni siquiera en los culpables menores (como Rudolf Hess o von Papen o Schacht). Hay que retroceder, inevitablemente, a buscar las figuras de Hitler y de Goebbels y de Mussolini que murieron antes y que fueron criminales mayores. Y hay que buscar inevitablemente, los testimonios políticos y bélicos del otro bando, que incluyen algún jalón histórico como la reunión de Truman, Stalin y Churchill en Potsdam (julio 1945). Ese vaivén cronológico, dictado por la necesidad de coordinar un panorama muy complejo, puede ser el inconveniente del film para su público menos enterado; sin un orden claro de fechas, la desorientación es posible. Los diarios han publicado esa cronología con la publicidad. Hay momentos notables en el film. Algunos derivan del sarcasmo de la historia: los discursos de Hitler, con promesas de respeto a la integridad territorial de Austria y Checoslovaquia, son seguidos de la invasión de esos países; los testimonios sobre el pacto ruso-alemán de no agresión (agosto 1939) resultan incómodos a los jueces soviéticos que integran el tribunal de Nuremberg siete años después. Otros momentos notables son de simple registro, como los muertos y los agonizantes de los campos de concentración. Algunos tienen la tranquila grandeza de su sustancia, como el impresionante desfile de los prisioneros alemanes de Stalingrado, llevados a la exhibición callejera ante el vencedor ruso. Otros tienen la grandeza de su forma cinematográfica, como las tomas aéreas de los centenares de paracaídas aliados en un momento de la invasión. Entre los atractivos de esta recopilación no figura el de ser novedosa ni perfecta. Buena parte de sus imágenes había sido ya difundida en otros testimonios similares, y el pormenor de sus explicaciones, tan objetivo y detallista, incurre en alguna omisión curiosa, como la de no especificar que Goering consiguió suicidarse dos horas antes de la ejecución. Otros atractivos son más claros. Uno es el de ser un testimonio variado, rico, dinámico y curiosamente entretenido, sobre hechos capitales en el mundo de hoy. Otro es el de ser un testimonio oportuno, que sale a luz para el público local en el mismo momento en que reaparecen las esvásticas y los letreros antisemitas en las paredes de demasiadas ciudades. Para los anónimos irresponsables, Los asesinos de Nuremberg puede ser una reflexión sobre lo que están buscando. 19 de enero 1960.

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Folletín con fotógrafo

La irresistible

(The Gypsy and the Gentleman, Gran Bretaña-1957) dir. Joseph Losey. LA GITANA Y EL CABALLERO del título original se reúnen en una granja señorial de la Inglaterra del siglo XIX, y mantienen una relación que concisamente puede describirse como pasión de él y ambición de ella. Desde ese punto se desarrolla una poblada historia, en la que hay un poco de todo, por intervención de personajes secundarios: él tiene una novia y una hermana, ella tiene un amante anterior; una fortuna que parecía enorme resulta inexistente, después hay una herencia, un secuestro, un rescate, un simulacro de identidad. El film induce a suponer que la novela original tiene quinientas páginas. Y aunque los adaptadores se las arreglan para contar demasiado argumento en sólo 107 minutos, el resultado inevitable es que todo parece esquemático, fortuito, caprichoso, acumulado, sin unidad ni sentido. Es una mezcla de Dickens y de film de cowboys, sin el gusto de la novela infantil ni la altura de las pasiones que invoca. El director Joseph Losey, que no es ningún inepto, no pudo hacer mucho con un inmenso folletín que le desborda. A ratos cabe suponer que podó diálogos frondosos y evitó las declamaciones de sentimiento que son habituales en el género. Pero no parece preocupado de que los personajes tengan una mínima validez dramática ni de que el asunto parezca creíble. Como lo ha hecho ya en films anteriores, Losey elige los momentos de movimiento y de violencia para asomarse como director, y hasta agrega violencias accesorias para ubicar primeros planos, recorridos de cámara, efectos de montaje. Con el agregado del color y de un fotógrafo tan eminente como Jack Hildyard, Losey incorpora efectos especiales a su film: la cámara desciende por una amplia escalera, recorre una fiesta campestre, detalla varios galopes, varias peleas y culmina en una espléndida foto submarina final de los amantes. Hay momentos de virtuosismo en esta labor, y el más notable de ellos es una imagen de tres figuras perfiladas contra el horizonte, que huyen en la bruma del amanecer. El aficionado al cine en color puede tomar nota de prodigios modernos en un tema tan anticuado. Corresponde mantener cierta tolerancia por Losey, que está procurando recuperar prestigios en el cine inglés. Tuvo la desgracia de ver interrumpida en 1953 su carrera en Hollywood, por presunto comunismo, y después hizo en Inglaterra otras labores con seudónimo, un drama nervioso, casi histérico (Tiempo sin piedad o Time Without Pity, 1957) y esta Irresistible que es su primer título para Rank. Cabe suponer que en esta última labor accedió a dirigir un drama de época en el que no creía y que si le agregó virtuosismos accesorios fue para demostrar capacidad ante sus productores. Si hay que creer en sus declaraciones periodísticas, le importa filmar cosas mayores que ésta.


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En la gitana irresistible titular, la griega Melina Mercouri se muestra pasional y expresiva, pero da la impresión de que quiere lucirse y dominar cada escena, en una lucha con un director que no le deja volcar esa sensualidad. El resto del elenco está hecho de subordinados más dóciles. 22 de enero 1960.

: Realizador convencido

O Cangaceiro

(Brasil-1953) dir. Lima Barreto. HA SIDO UNO DE LOS poquísimos films brasileños que adquirieron prestigio internacional. En 1953 recibió uno de los premios en el Festival de Cannes, y a partir de allí obtuvo la distribución por la empresa americana Columbia, su estreno en varios países, generalmente con amplios elogios de la crítica, y un éxito comercial impensado: desde un costo inicial de siete millones de cruceiros consiguió una recaudación global que su realizador Lima Barreto cifró en noventa millones, aunque este último dato puede ser tan exagerado como casi todo lo que Barreto dice cuando habla. Una parte de ese éxito se debe a la atracción del territorio brasileño, de su paisaje, de su leyenda, y particularmente de su música, todo lo cual ha sido concientemente explorado por Barreto, que narra en el film un tema de aventuras entre bandidos de la zona nordeste de Brasil, y lo expone con particular atención de su vestuario, lenguaje, costumbres. Otra parte del éxito se debe a la habilidad de realización que es notable en el nivel primitivo del cine brasileño. A pesar de las irregularidades de relato y de algunas reconocidas concesiones, O Cangaceiro revela un talento natural en su realizador, un aprovechamiento a veces poético de las posibilidades que tenía el género de aventura. Con curiosa unanimidad, la crítica encontró influencia de lo que John Ford ha hecho con abundancia en el western. Por su autenticidad de sustancia que parcialmente surge de la convivencia entre Barreto y los sobrevivientes de las luchas narradas, el film ha sido calificado como rigurosamente brasileño (excepto en Brasil, desde luego); por su tendencia y por su estilo ha sido calificado de épico y de lírico. Fue el primer largometraje de Lima Barreto, que hasta entonces había hecho cortos turísticos y publicitarios, siempre anónimos, y luego tres documentales (Fazenda Velha, Painel, Santuário). Fue también su último largometraje, no existiendo noticia de que Barreto haya terminado o siquiera comenzado O Sertanejo, un proyecto que anunció con entusiasmo, insistencia, elogios y amplios detalles en 1955. La industria cinematográfica brasileña ha vivido continuamente en la precariedad, con destellos durante un breve período (1950-1953) y se hace explicable que allí los proyectos sean más famosos que las realidades.

CASO ÚNICO. O Cangaceiro es nada más que una aventura, similar en su asunto a los que ha contado tanto film americano del Oeste. Ha circulado con frecuencia la idea de que es un gran film, una obra sudamericana importante, en algún sentido un documento. Y lo primero que debe aclararse es que el film pretende mucho menos. Es sólo una historieta entre bandoleros, que opone a tres fuerzas hasta un final sangriento. Por un lado está la banda y un capitán Galdino Ferreira (Milton Ribeiro), que es un hombre pintoresco y cruel; por otro, su rebelde lugarteniente y la maestra cautiva (Alberto Ruschel, Marisa Prado) que se escapan de la banda y son largamente perseguidos; en tercer lugar están las fuerzas de la ley, encabezadas por un comandante que muere en la emboscada (lo interpreta el director Lima Barreto, que prefirió figurar moderadamente como “L.B.” al final del elenco). La combinación de estas tres líneas del tema es bastante precaria, no documenta nada, más allá de su peripecia física, y ciertamente no tiene la altura épica de una gran aventura. El dibujo de personajes tiene cierto interés y cierto humor en la figura de Galdino, que resuelve sus problemas disciplinarios sin mayores discusiones; es en cambio muy pobre la descripción del lugarteniente y de la maestra, cuyos diálogos y amores son de estricta receta. En otros sentidos, el film es episódico e inconexo: la muerte del comandante, el ataque de un jaguar, algunas discusiones y peleas dentro de la banda, son momentos incluidos sin una coherencia en el conjunto, quizás como relleno. En una cinematografía primitiva como la brasileña, los defectos de estructura deben considerarse como previsibles. El cine argentino y el mexicano, que suelen tener más experiencia y técnica a disposición, suelen incurrir en esos defectos y en otros peores. Si por algo es particularmente estimable O Canganceiro, es por el sentido cinematográfico de su director Lima Barreto, que resuelve los detalles con imaginación y con habilidad. La inútil escena del jaguar está bien contada, con un montaje alternado y una clara noción de tiempo y espacio; la ocupación inicial del pueblo, el tiroteo final, la muerte del comandante, son escenas dibujadas con unas pocas tomas dinámicas y elocuentes: cuando un fotógrafo decide retratar a toda la banda puesta en pose, Barreto pone la cámara en el lugar del aparato y juega a abrir y cerrar el objetivo. En muchos momentos se hace evidente que Barreto sabe narrar como cinematografista, sea porque asimiló debidamente las lecciones de sus mayores en el género, sea porque tiene un talento nato para hacerlo. En la perspectiva de sus pocos años, el film parece señalado para quedar en la historia como un florecimiento momentáneo de una industria apagada. Está lleno de defectos, pero sus virtudes son insólitas. VISITANTE ILUSTRE. Lima Barreto estuvo en Montevideo durante parte de octubre 1955, acompañado de su esposa, que era actriz y que insistió en ser llamada lacónicamente Araçary. También estaba acompañado de un hermoso perro, que se llamaba Saci de Oplotniz (sic) y al que sus íntimos llamaban lacónicamente Saci. Los pretextos de la visita eran una invitación de la Comisión Nacional de Turismo y la presentación de Saci de Oplotniz (sic) en el certamen canino del Prado, donde se codeó con todo el Kennel Club, fue rotulado con indicación de raza (Basset Hound) y no obtuvo otra distinción que la de ser Candidato a Campeón. Parecía inteligente, sin embargo. Con su pretexto canino, Lima Barreto habló durante varios días de Lima Barreto, un tema que conoce y admira. Se describió como un cineasta nato, como un vocacional de la realización, a la que menciona como su lenguaje natural. En


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largas charlas públicas y privadas, incluyendo una amplia reunión de prensa en Cine Club del Uruguay (viejo local, calle Florida), Barreto habló de cine y de sí mismo con la soltura de un largo entrenamiento. En cine se presentó como un mal espectador, que no se acuerda de los films famosos, y así resistió hábilmente toda maliciosa pregunta sobre influencias; también se presentó como un teórico insistente en afirmar la fuerza de la imagen, a la que atribuyó, en distintos momentos, que el cine haya perdurado como un lenguaje popular y que el catolicismo haya perdurado como una religión popular. Cuando se puso a hablar de sí mismo fue más divertido. Se presentó como un atento observador del mundo que le rodea, como un practicante consumado en variadas disciplinas. Dijo saber mucho de cine, un poco de filosofía, de mecánica, de cocina, de pintura, de electricidad, de dibujo, bastante de perros y mucho de fotografía. Confesó su ignorancia de la guitarra, por lo que lamentó no haber podido encauzar su vocación musical nata. No tuvo tiempo de incluir a la modestia entre sus virtudes. Y demostró que no era muy versado en periodismo, porque entró en diálogos donde se jactaba sin cubrirse: – ¿Ve mucho cine, Barreto? – No, no tengo nada que aprender. Pero como Barreto tenía un sentido cinematográfico natural, del que O Cangaceiro es buena demostración, no hay que juzgarlo por sus declaraciones, sino por sus realidades. Las declaraciones sirvieron empero para saber que el film no le conforma en su versión definitiva, y que las presiones de productores introdujeron cambios sobre su intención inicial. Él no quería violines que deforman la música folklórica, ni un romance entre el bandolero Teodoro y la maestra Olivia (el verdadero romance debió ser entre Teodoro y la tierra). Y le duelen los errores producidos en el montaje (Las mejores escenas las monté yo). Su filosofía al respecto, mantenida sin cambios, es que el director debe ser el responsable total de su film, en el mismo sentido en que un escritor es responsable de su libro. Tiene demasiada personalidad, no quiere concesiones, no quiere films en colores, no quiere a alguien que él llamó el Dollar Man. Uno de los resultados es que O Cangaceiro ha sido su primer y último film. Otro resultado es que Barreto haya sido un hombre objetado por un amplio porcentaje de quienes le conocieron. Se le critican sus personalísimas ideas y se le critica que ignore la modestia. Cuando se fue de Montevideo en 1955, dijo a sus conocidos que su dirección postal correcta es “Lima Barreto. San Pablo”. Y en seguida corrigió: “Lima Barreto. Brasil”. En un extenso y cómodo reportaje, donde le dejaron hablar a sus anchas (en Sequencia, San Pablo, enero 1956), Barreto refutó observaciones de críticos sobre los diálogos más literarios de su film, aclaró que había actuado en su film porque a última hora debió prescindir de un intérprete, puntualizó que el film debía al dibujante Caribé mucho menos de lo que decía la prensa, y contó lo que sería O Sertanejo, su proyecto de entonces. El asunto es la oposición entre una banda de fanáticos religiosos en el norte de Brasil (1890) y las tropas republicanas que fueron a reducirlos. La realización según Barreto: Con O Sertanejo entraré a mi fase adulta como cineasta. Será un film sin defectos. Es el producto de treinta años de estudio, observación y práctica. Todo en él fue pensado, estudiado, medido, calibrado, adecuado a las necesidades culturales del cine. No será ‘sólo un film’. Será la afirmación de una cultura y de un hombre, el marco divisor de dos mentalidades

artístico-cinematográficas: antes de O Sertanejo y después de O Sertanejo. Crean en mí: del todo y por todo, será el mayor y el mejor film jamás realizado en América Latina y uno de los mejores del cine universal en los últimos diez años. Hace cuatro años que los críticos se mueren de impaciencia1. 25 y 26 de enero 1960.

: La vida en el ejército • La novia que dejó (The Girl He Left Behind, EUA-1957, dir. David Butler) tiene menos relación con novias que con el servicio militar. Previa mucha aclaración de que examinará un caso típico, el asunto narra la forma en que un muchacho americano comienza el servicio militar, alejado de su novia y de la mamá que lo mimaba tanto. Mientras un locutor dice en la banda sonora alguna gracia sobre el ejército, asegurando que su vida es idílica y cómoda, las imágenes del entrenamiento afirman que da mucho trabajo convertirse en soldado. Sobre el protagonista Tab Hunter, que empieza por ser un rebelde, un impertinente, un distraído y un preocupado, cae todo el peso de sargentos y generales, que lo sacuden un poco, están a punto de echarlo del ejército, y le dan una paliza física muy considerable. No debe ocultarse a nadie que Hunter termina por ser un cabo modelo, entre sonrisas de otros personajes, banderas americanas y hermosos desfiles. Todo es muy convencional. Pudo ser divertido, además, pero el libretista practica con el ejército americano el mismo humor cinematográfico que se muestra anualmente desde 1932. Todo es previsible, incluso el tironeo de romance entre Hunter y Natalie Wood, una parejita que se sienta ante el mar a conversar un rato y conversa más de lo que un film tolera. El único misterio de todo el film es su exportación. Su destino normal debió ser el consumo interno americano, para mejor información de padres y reclutas. • La sargenta (A Private’s Affair, EUA-1959, dir. Raoul Walsh) quiere tener un punto de vista menos ortodoxo sobre el ejército, pero obtiene resultados aún peores. Con lo que los libretistas deben creer gran espíritu de farra, el tema coloca a los generales en colaboración con un espectáculo de TV, para el que tres soldados son remitidos por su habilidad musical, y demora luego largamente ese espectáculo y hasta el ensayo previo. La forma de perder el tiempo es una imposible confusión de identidades, según la cual uno de esos soldados (Barry Coe) aparece imprevistamente casado con la subsecretaria del ejército (Jessie Royce Landis). Hacer esa confusión y deshacerla después es un penoso espectáculo, que el film resuelve a conversación. Con otras mínimas anécdotas relativas a los otros dos soldados y Lima Barreto nunca filmó O Sertanejo, pero en 1961 hizo un segundo largometraje, titulado A Primeira Missa. Falleció en 1982.

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las tres novias (Sal Mineo, Gary Crosby, Christine Carère, Barbara Eden, Terry Moore), el asunto se estira y termina en un pobrecito número musical, bastante parecido al que suele inferirse en las comedias musicales militares del cine americano. Los desvíos del ejército a la TV y a las confusiones de identidad no son ciertamente vulgares; hay que reconocerles originalidad. Pero son tan tristes, en su empeño por hacer reír, que habría sido mejor prescindir de todo el plan. Lo más penoso del film es la presencia del director Raoul Walsh, un veteranísimo de loables competencias. En sus dos últimas labores para 20th Century Fox (la otra es Comisario de Quijada Rota o The Sheriff of Fractured Jaw, 1958) ha sido reducido a comedias triviales en CinemaScope y color. Debiera firmarlas con seudónimo y no malograr sus prestigios. 28 de enero 1960.

: Actor tremendo

Medianoche pasional

(Middle of the Night, EUA-1958) dir. Delbert Mann. ESTE ES EL MÁS EMOTIVO, intenso y coherente de los apuntes cinematográficos que el escritor Paddy Chayefsky, con la frecuente colaboración del director Delbert Mann, ha realizado hasta ahora sobre las clases media y baja de New York. Como en los antecedentes (Marty, Banquete de bodas, Despedida de soltero) el tema es el amor, o, más ajustadamente, la salida que el amor representa para las vidas comunes y, sin embargo, trágicas de quienes han aguantado hasta ahora la rutina, la soledad y la frustración. En la empresa se arriesga ahora un comerciante viudo y rico, de 56 años, y quien era su secretaria, 24 años, bella, divorciada. Desde que el amor se vislumbra hasta la decisión final, hay un toque romántico en ese proceso, porque se trata de un amor combatido por otros personajes, y ese combate sirve para informar psicologías y sentimientos de ambos protagonistas. La resistencia al galán proviene de la hermana solterona y la hija casada, que desde luego quieren lo mejor para él, pero que tienen un oculto sentido posesivo: no les importaría la vida sexual más o menos secreta que él pudiera llevar, pero les asusta verlo casado con una mujer más joven, que quizás no tenga por él otro sentimiento que el que podría tener una hija por su padre, y que dentro de pocos años podrá engañarlo con un hombre más atractivo y cercano a su edad. La resistencia a la novia proviene también, similarmente, de su propia madre y de una amiga íntima, que no la quieren ver complicada con un hombre mayor, porque piensan que en pocos años ese matrimonio se resquebraja o se disuelve y que la juventud debe vivir con otra juventud.

Chayefsky tiene un oído y una memoria excelentes para la conversación doméstica, una sagacidad envidiable para observar los sentimientos, las necesidades y los razonamientos de la gente que le rodea. Su competencia en esos sentidos le ha señalado como un escritor particularmente dotado, y casi todo espectador puede presenciar y creer sus escenas, sonreír con sus diálogos, como si asistiera de hecho a un trozo de la realidad. Lo que no había lucido hasta ahora, y que recién surge claramente en Medianoche pasional, es la disciplina para armar un asunto a través de esos diálogos espontáneos, sin dejarse arrastrar por la tentación de poner más escenas, más apuntes del natural, más toques de humor, que los que su asunto concisamente necesita. Casi todo lo que hay en el film es funcional, hace progresar al tema sin dispersarlo. Es probable que esa disciplina haya surgido de un prolijo análisis del asunto, nacido para una audición de TV, llevado al teatro por un director exigente, adaptado al cine con casi tres años de comodidad. Lo que no ha conseguido aportarle es lo que difícilmente se podrá extraer de Chayefsky, cierta grandeza o cierto lirismo para formular su tesis de que el amor importa más que las objeciones al amor. Con todas las ventajas y desventajas debidamente discutidas, la pareja central llega al matrimonio, y no se podrá reprochar distracción ni torpeza a dos personajes que han escuchado hasta infinito el análisis ajeno y propio sobre su problema. Pero su solución es doblemente insatisfactoria, particularmente si se la entiende como un consejo a las muchas parejas desiguales de su público. Como conducta vital es un camino que se abre a nuevos conflictos después de terminada la obra, con lo que su optimismo final parecerá forzado: el film no demuestra, ciertamente, que estos amantes encuentren juntos un sentido y una felicidad que desean tener cuando están separados. Como afirmación poética, como sublimación de los sentimientos del espectador (la proposición shakespereana de que es mejor haber amando y perdido que no haber amado, señaló una cronista), el film es aún más insatisfactorio, porque Chayefsky sabe ser un realista para sus diálogos, pero la exaltación poética no figura entre sus mejores competencias, y el film termina, como la obra de teatro, en el apresurado y frío dictamen de que Ésto es mejor que Aquéllo, sin hacer compartir ese sentimiento2. El autor y su director Delbert Mann han logrado disimular el origen teatral de la pieza. Diálogos ampliados y desmenuzados, aumento de escenarios, salidas al exterior, movilidad de cámara, intercalación hábil de primeros planos, son algunos de los recursos de que se han valido. Sobre ellos, importa señalar alguna ampliación del texto, como la creación de un anciano alegre y fracasado, socio del protagonista, que en la obra de teatro sólo aparece como una mención de los diálogos y que en el film opera como un contraste y en cierto sentido como un ejemplo para los problemas de conducta en la vejez. En éste como en otros sentidos Chayefsky ha procurado aumentar la coherencia y la unidad de su asunto, 2

H.A.T. tuvo ocasión de entrevistar a Chayefsky durante uno de los Festivales de Mar del Plata. Ver pág. 658 y sigs.


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que llega sin saltos hasta su discutible final; el resultado es así un muestrario de humor y drama en la gran ciudad, pero todo ese cuadro tiene un centro claro, y parte de ese cuadro está pintado con elocuencia cinematográfica, como el temblor mudo y humillado con que termina una borrachera. Fredric March cumple una labor dramática de maravilla en el papel central, con una convicción, una intensidad, una riqueza de sentimiento y de expresión que sólo cabría comparar con los momentos más altos de su carrera: con Lo mejor de nuestra vida, con sus pocas y notables escenas de El hombre del traje gris. En momentos tales como la borrachera o como una conversación telefónica inicial con una mujer que le rechaza, March despliega no sólo la técnica de composición que ha pulido como un veterano, sino una honestidad y una hondura emotiva que son de gran actor. A su lado Kim Novak es nadie. Tiene la belleza superficial que necesita el personaje, y deja entender que esa mujer sea codiciada por otros hombres y por su ex marido, pero cuando afronta un monólogo comprometido como sus confesiones sentimentales del principio o como su ataque histérico del final, hace desear a otra actriz quizás menos deseable. En otros papeles hay estupendas y breves labores por Joan Copeland (hija de March), Edith Meiser (hermana), Lee Grant (amiga de Novak), Glenda Farrell (madre de Novak), Albert Dekker (socio) y Betty Walker como una viuda que al principio quiere conquistar al galán maduro y habla más de lo que le conviene, en una sola y brillante escena. En el conjunto, y a pesar de Kim Novak, éste es un elenco de primerísima categoría y una virtud principal en la convicción de este drama de la vejez, la juventud, la soledad y el amor. 2 de febrero 1960. Títulos citados Banquete de bodas (The Catered Affair, EUA-1956) dir. Richard Brooks; Despedida de soltero (The Bachelor Party, EUA-1957) dir. Delbert Mann; Hombre del traje gris, El (The Man in the Gray Flannel Suit, EUA-1956) dir. Nunnally Johnson; Lo mejor de nuestra vida (The Best Years of Our Lives, EUA1946); Marty (EUA-1955) dir. D. Mann.

: Parque japonés

La cima del mundo

(Shiroi sanmyaku, Japón-1957) dir. Sadao Imamura. ESTE REGISTRO DE LA VIDA ANIMAL obtuvo uno de los premios a documentales en el Festival de Cannes (1957) y debe atribuirse a ese hecho la posterior distribución de un film japonés por Metro-Goldwyn-Mayer, caso insólito. Contiene algunas maravillas que explican al premio y a la difusión. Realizado en una región conocida como Alpes Japoneses, por trece fotógrafos y en color, el film documenta en 77 minutos todo

un ciclo anual en la fauna, desde un invierno al otro. Paisajes nevados, oseznos que juegan, lechuzas que miran, escarabajos que luchan, son el material más común del film, similar por varios conceptos a lo que Walt Disney ha hecho en El desierto viviente (The Living Desert, 1953) y otros films. Está recogido con la sagacidad y la paciencia que pueden tener las cámaras cinematográficas en una época de técnica superior, y condimentado con las peculiaridades que quizás no se vean en otro lado, como una ardilla que sube hasta un altísimo árbol para escapar de un oso que trepa tras ella, y que luego vuela repentinamente hasta el suelo en un salto de cincuenta metros, dejando a un oso desconcertado en la cima del mundo. Entre los premios a la paciencia están las imágenes que sólo pudo obtener una cámara escondida y automática: un primer plano de serpiente en acecho, el lirón que es devorado por ella, la notable batalla posterior entre esa misma serpiente y un águila. Y entre los premios a la sagacidad están otras imágenes de escenificación imposible, como el vuelo del águila desde la cima hasta la presa del valle. Los curiosos de la vida animal, y particularmente los niños, disfrutarán de esos fragmentos. El aficionado cinematográfico, que ha visto mucho Disney y que nunca olvidará La gran aventura (Det stora äventyret, 1953) de Sucksdorff, podrá apreciar algo más que los registros de la fauna. En una zona que debe ser llamada creación cinematográfica, con sensaciones poéticas y dinámicas que sólo el cine puede aportar, se integran otros fragmentos de maravilla: una bandada de centenares de estorninos, que revolotean en el cuadro con una cadencia musical; un velocísimo movimiento de cámara, paralelo a una liebre perseguida por un zorro; un travelling de apariencia imposible, en el que la cámara sustituye a un águila y vuela hacia adelante. Entre un prodigio y otro, el film deja lugar a algunas objeciones. No está armado con unidad, parece episódico, acumulativo, quizás porque el criterio director fue utilizar las mejores imágenes sin ordenarlas en el gran ciclo de la naturaleza: es indiferente empezar a verlo desde cualquier lado. Por otra parte, el film deja sospechar que la distribución Metro derivó en utilizar las imágenes, y sustituir la banda sonora por otra de confección hollywoodense. No hay un uso inteligente del sonido de la selva (y en esto la lección de Suckdorff en La gran aventura es insuperable), la música es vulgar, la narración es totalmente americana, aunque esté hecha en español. Con una deformación habitual en el género, el locutor explica las imágenes atribuyendo a los animales ciertas ideas, ciertas emociones y hasta ciertos diálogos, como si se tratara de personas. Seguramente el mundo animal es así más accesible, pero desde luego es menos auténtico. Ese drama directo e irracional, con tanta crueldad incluida, debe ser mostrado objetivamente, sin fingir motivaciones humanas y sin comparar a escarabajos combativos con caballeros medioevales de gran armadura. Los realizadores japoneses deben ser inocentes de la banda sonora, que padece de las costumbres de Disney y de sus colegas. 6 de febrero 1960.

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Tuerca floja

Maestro en lo suyo

(Les Assassins du dimanche, Francia-1955) dir. Alex Joffé.

(The Horse Soldiers, EUA-1959) dir. John Ford.

Los asesinos del domingo

Marcha de valientes

LA CURIOSA SITUACIÓN que plantea este film es la del mecánico que dejó la tuerca floja en un auto que reparaba, y comprueba demasiado tarde que los propietarios se han llevado el coche sin advertir el defecto. A partir de allí la situación podría ser desesperante. Los alegres turistas (Suzanne Cramer, Joachim Moch) van hacia Alemania por la carretera, incorporando a otros pasajeros casuales, sin saber que en cualquier momento podrá caerse la tuerca, torcerse la dirección, ocasionar una catástrofe. Entretanto, la preocupación invade al mecánico (Jean-Marc Thibault), que comenta el incidente con su familia y provoca pausadamente una alarma general. Como este asunto ocurre en un pueblito francés en un día de verano, y simultáneamente a una comentada carrera de ciclistas, hay mucho movimiento en todo el film. También hay mucha conversación, porque el mecánico tiene cerca a su mujer, su hijo, su cuñado, su ayudante, su ex patrón, un cura y dos policías. Todos ellos discuten la situación hasta el infinito, a intervalos de la carrera ciclista y de las imágenes intercaladas con el auto que corre hacia Alemania, sin contar los reiterados primeros planos de la tuerca que se va cayendo al vacío. La realización tiene menos lustre que la idea. Si ocurrieran continuamente cosas, en las cuales apoyar el suspenso, Alex Joffé sería como director y como libretista un discípulo más cercano de H.G. Clouzot, cuyo Salario del miedo (Le Salaire de la peur, 1952) parece haber visto. Pero ocurre muy poco en todo el movimiento pueblerino, limitado el incidente casual y lateral, y no hay otra sustancia en el asunto que una preocupación que no se desarrolla mucho desde el punto inicial. La acción interior no es tampoco muy satisfactoria. El mecánico tiene un cargo de conciencia, quiere liberarlo con una confesión (al cura, a la policía) y no hay más nada que contar. Todo lo demás es accesorio y olvidable. Aunque tenía una buena idea para un film mayor, el director Joffé quedó muy desorientado sobre sus posibilidades. A ratos explota con realismo el pequeño infierno del pueblo chico, donde hay envidias, malicias y disimulos, pero al minuto siguiente se olvida del realismo y amontona aventuras imposibles en la carretera para que el famoso coche no pueda ser encontrado y detenido a tiempo. En otros ratos parece que va a explorar las tensiones familiares de la situación, con un hijo que desconfía de las debilidades y errores de su padre, pero esa zona se queda en un examen de superficie. Personajes e interpretación son apenas de rutina, en un desperdicio generalizado: ni Joffé sabe llegar al puro suspenso de Clouzot o de Hitchcock, ni se le ocurre la comedia pintoresca e imaginativa que los ingleses de Ealing habrían hecho con el asunto. Quizás pueda recomendarse el film a mecánicos inconscientes y a dueños de talleres mecánicos que entregan demasiado pronto sus coches, caso excepcional.

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7 de febrero 1960.

JOHN FORD TOMÓ CON CARIÑO este proyecto, que está en la línea más clara de sus preferencias: una aventura física y militar, encuadrada en un momento pretérito como la Guerra de Secesión, con abundancia de acción y con un progreso lineal y firme. El tema es una expedición de un regimiento norteño, comandado por John Wayne, en los territorios del Sur, para destruir una estación ferroviaria, comunicaciones y víveres; a la audacia del proyecto, que supone una guerra móvil y vivaz, se une la peculiar estrategia de que ese regimiento no deberá retroceder después de lograr su objetivo, y su destino es así un probable suicidio. Toda una escuela de la grandiosidad hollywoodense, desde Cecil B. DeMille para abajo, habría utilizado este tema como un motivo para la acción y para el color. Ha habido excepciones, y una memorable es la de John Huston en Alma de valiente (The Red Badge of Courage, 1951) donde la guerra civil y la acción exterior escondían un drama individual de cobardía y de coraje. Otra excepción es John Ford. Le gusta la acción exterior, desde luego, y aunque se conociera mal el resto de su riquísima carrera, alcanza ver algunos fragmentos de esta Marcha de valientes para comprobar el entusiasmo con que reconstruye la aventura física: la destrucción de la estación de Newport, los fardos de algodón incendiados con cierto espíritu deportivo, los rieles ferroviarios que un pelotón de soldados ablandan y tuercen sobre el fuego, la carga final de la caballería a través del puente, con banderas despegadas, y una docena de otros momentos en los que la pantalla parece albergar una fuerza épica. Buena parte de esa acción es eficaz por la artesanía con que está presentada, y no sólo por el despliegue de hombres, uniformes, caballos y pólvora; ciertos secretos de fotografía, de montaje, de ritmo, de fondo musical, que unos pocos maestros comparten, son utilizados por John Ford para que la épica sea contagiosa y no se quede en la fría reconstrucción. Uno de esos recursos, que ha estado en su estilo durante muchos años, es la colocación intencionada de la música. Casi toda la partitura de David Buttolph se basa en marchas militares y en canciones sureñas, todas ellas de firme poder de evocación, y es admirable en muchos momentos la colocación de esas melodías, desde el ritmo marcial con que acompaña a un pelotón que parte, hasta el ritmo cansino con que la misma melodía se transforma segundos después para comentar su paso más lento y fatigado, desde las cornetas vibrantes, que pronostican ataques y retiradas, hasta la melancolía de una armónica tras un personaje agonizante, o hasta los acordes poéticos de Dear Old Southland tras una visión de sureños derrotados. Lo que demuestra John Ford en este y en otros films de su género, tras la guerra y su peripecia, es una sensibilidad vivaz y auténtica para reproducir el ambiente, la época, las ideas y emociones en juego, las nociones de disciplina militar, de justicia sumaria, de rebeldía. Su visión es tradicionalista, quizás conservadora, y lo que suele afirmar John Ford es la necesidad de cumplir con el de-


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ber, respetar la jerarquía, proponerse una tarea y cumplirla más allá de inconvenientes circunstanciales. Una negativa a la acción, un pacifismo consciente, una incertidumbre sobre los valores últimos en juego, no podrían figurar en el temario normal de Ford, que siempre ha sido atraído por las guerras y las luchas. Pero juega limpio con las ideas ajenas. Aquí toma partido, obviamente, por el personaje viril de John Wayne, un militar que barre obstáculos y llega a cumplir con lo que se propone. A los costados de ese personaje, en conflictos variados con él, figuran la mujer sureña que es su enemiga (Constance Towers), el médico que procura hacerle comprender otros deberes humanos que el militar y que ocasionalmente se aparta de las filas para atender un parte en un humilde hogar negro (William Holden), el coronel que tiene ambiciones políticas y que especula sobre los prestigios futuros que le traerá esta campaña militar (Hoot Gibson), o la formidable figura de un coronel sureño que también cumple con su deber y que está pintado con acentos de nobleza, aunque es, enteramente, el enemigo (Carleton Young). El film es honesto en esas descripciones, y no sólo no encuentra artificialmente villanos, sino que formula retratos firmes y nítidos de quienes se oponen al general protagonista. Y en figuras menores, trazadas al paso como viñetas breves entre la multitud, Ford encuentra ocasión para retratos que van de lo trágico a lo pintoresco a lo cómico: un soldado al que amputan una pierna, un diácono sureño de galera y marcado acento, un alguacil anciano y clásico (por el perenne Russell Simpson), dos alegres desertores del ejército confederado. Más allá de la campaña militar, a la que sabe prestar su lustre superior, John Ford está interesado, como casi siempre, en los seres humanos que la llevan a cabo, y de pronto comenta un desfile de cadetes con la intervención afanosa de una madre (Anna Lee) que quiere apartar a su hijo de esas filas y de una muerte segura. El humor es una parte de esos retratos, generalmente en la broma viril entre soldados, como Ford sabe hacerlo siempre, y a veces en contrastes más sutiles. La fuga de la mujer sureña hasta el arroyo es seguida por un episodio cómico de ropas mojadas y secadas al fuego entre militares; la formación de un improvisado ejército sureño con los cadetes de una escuela militar (edad máxima 16 años) está presentada como un juego trágico de niños que marchan hacia el enemigo, y comentada en el film por la mirada expectante de dos de esos niños, que se quedan relegados en el balcón de la escuela, porque tienen paperas y no pueden ya jugar a la guerra para la que se han preparado. Toda esa secuencia es patética. En los momentos magistrales que están en su más firme repertorio, desde la acción misma hasta el drama y el humorismo de los personales que la realizan, John Ford deja su sello en Marcha de valientes. Como casi siempre, una parte de cada uno de sus films se integra en la gran tradición épica del cine americano, en un dinamismo sentido y auténtico. También como casi siempre, Ford parece haberse desinteresado del resultado final. Tomo un libreto y lo hago, dijo una vez a un cronista inquisitivo, y del contexto se infería que una vez que se saca el gusto, introduciendo en cada film una docena de momentos que son su preferencia y su estilo, deja ese celuloide a merced de los productores, para que le corrijan sus larguezas. El defecto general del film es su construcción deshilvanada y episódica, con minucias de tratamiento en unas zonas y grandes saltos de continuidad en otras, como si le hubieran cortado metraje en Hollywood antes de llegar a estas dos horas de duración actual. Algunos personajes (la sirvienta negra de Althea Gibson, el asistente médico de O.Z. Whitehead) tenían sin duda un retrato inicial más completo, y algunas situaciones de peripecia bélica

podrían estar mejor planteadas y solucionadas. Esa falta definitiva de unidad y de desarrollo disminuye al film y hace deseable el conocimiento del metraje integral, como ya ha ocurrido tantas veces con los films de Ford (y particularmente con Fuimos los sacrificados o They Were Expendable, 1948). Es la irregularidad consabida del director, que lo lleva a ser un real artista en muchas escenas, y que le hace padecer en otras una tolerancia excesiva con momentos dramáticos abiertamente falsos: un discurso ebrio de John Wayne contra los médicos, un artificioso amor final entre el mismo y la mujer sureña. Quien sepa tolerarle esos desniveles, quien no exija continuamente obras maestras de un director que es un maestro pero que filma demasiado y con displicencia, puede apreciar al film en la acumulación de sus brillos, en el muestrario reiterado y abundante de un gran director en una gran tradición. 12 de febrero 1960.

: Los vascos según Hollywood

Tormenta bajo el sol

(Thunder in the Sun, EUA-1959) dir. Russell Rouse. ESTA PUDO HABER SIDO otra versión de una conocida historia del Oeste: la caravana de inmigrantes que se dirige a California en muchas carretas, los indios que acechan, el guía americano rudo y valiente, un incendio en la pradera, una batalla final. Está decorado por rostros desafiantes en el guía que quiere seducir a la muchacha y en la muchacha que no se deja seducir por el guía (Jeff Chandler, Susan Hayward), más un poco de color en los paisajes y un poco de efectos especiales en los incendios. Es la receta de siempre, pero tiene dos variantes peculiares. Una diferencia es que la familia inmigrante es completamente vasca y explica con abundancia sus costumbres típicas, el fuego sagrado que transportan, sus procedimientos matrimoniales y el empeño en llevar a California las vides que alguna vez darán uva y que en el curso del viaje se transforman en pretexto de varias peleas, porque incomodan como cargamento y Chandler no consigue hacérselo entender a los vascos, esos famosos tercos. Según lo describe el film, que en algún sentido es típico, los vascos son unos pintorescos que hablan en inglés, bailan en español, pelean con las piernas y usan boinas a toda hora; cuando se ponen muy exóticos dicen frases en francés tales como Au revoir y Mon diable noir. Tienen su gracia, aunque el director del film lo ignora. La segunda diferencia entre este film y el habitual de indios es que Clarence Greene y Russell Rouse, prolongada pareja de productores-directores-libretistas, tienen una lejana idea de cómo se hace un film del Oeste en colores. Demasiadas escenas de exteriores huelen a estudio y a projecting, demasiados grupos de personas se disponen en arco para conversar, haciendo un sitio a la cámara, demasiados episodios de


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acción están resueltos sin la menor preparación o suspenso. El nivel de realización es precario, y el resultado puede ser lamentado por el veterano fotógrafo Stanley Cortez y por los realizadores Greene y Rouse, que hace unos años parecían unos promisores e inquietos jóvenes (El pozo de la angustia, El ladrón). Cuando llegan a la batalla final en las montañas, peleada entre vascos e indios con táctica importada de los Pirineos, cada flecha y cada bala llegan a un combatiente demasiado visible, sin hacer creíble esa lucha. Ni en las matinées se van a tomar en serio el resultado. 14 de febrero 1960. Títulos citados (ambos dirigidos por Russell Rouse) Ladrón, El (The Thief, EUA-1952); Pozo de la angustia, El (The Well, EUA-1951).

: Lección en dinamismo

La fortaleza escondida

(Kakushi-toride no san-akunin, Japón-1958) dir. Akira Kurosawa. EL TEMA ES SIMPLE, lineal y de aventura. En una época de guerras civiles del Japón, una princesa, un general y algunos súbditos deben huir de un distrito a otro lejano, llevando una fortuna en barras de oro. Se les opone un ejército que domina la situación, hay una frontera que bordear, hay dificultades geográficas en puentes y montañas. La situación del enemigo no es completamente conocida y debe ser adivinada a cada instante. Los fugitivos recurren así a una renovada simulación: las barras de oro son escondidas en leños, la princesa finge ser muda, la identidad del general es dudosa. Y arriba de eso, los colaboradores pueden ser traidores, el enemigo puede colaborar. En cada instancia hay un suspenso, y en dos horas de relato esa tensión no cede. La primera habilidad del director Akira Kurosawa es el procedimiento de narración, que emplea a dos miserables fugitivos como personajes principales. Con ellos comienza y termina el film, y por sus ojos, sus afanes y sus sospechas se va desarrollando la trama. Como en el ejemplo memorable de El desconocido de George Stevens, que daba un acento legendario a su asunto mostrándolo desde los ojos inocentes y admirados de un niño, Akira Kurosawa cuenta su aventura japonesa a través del afán y el desconcierto de sus dos miserables. Ambos acompañan a princesa y general en la fuga, pero son además los primeros burlados en todas las simulaciones, las primeras víctimas temerosas de la acción bélica. Y están lejos de ser figuras pasivas. Quieren robar el oro, violar a la princesa, huir del general; si no fueran tan torpes, si no se pelearan entre sí, serían los triunfadores de la empresa, pero hasta el final son sus propias víctimas. Al narrar el

asunto a través de estos dos personajes, cuyas inquietudes son en parte las del espectador, Kurosawa aporta una unidad para su episódico relato y da además un curioso realce a las otras figuras y a la acción. Da al público un lazo de unión con la trama, una representación de sus deseos, sus temores y sus dudas. Una segunda habilidad, que está en la magia del lenguaje cinematográfico, es la fuerza de la acción. A veces Kurosawa se concede la espectacularidad de poner multitudes en el cuadro, con una agitación frenética para un baile ritual del fuego o con una tromba de prisioneros de guerra, llevados arriba y abajo de escaleras por sus guardias, o rebelados contra éstos en una algarabía. Pero con elementos más simples, con unos pocos personajes en el cuadro, Kurosawa hace iguales prodigios. Jinetes que recorren una carretera, en un sentido y luego en otro, son mostrados con un doble giro de cámara, a la velocidad exacta; una lucha de lanzas entre dos guerreros está tomada a centímetros de cada arma, con peligro para el espectador; una persecución a caballo es mostrada mediante un travelling rápido y difícil, de compleja técnica. Ningún secreto del cine parece ser ignorado por el director, que maneja con igual soltura las proporciones de pantalla ancha, la profundidad de campo para insinuar una tercera dimensión, los movimientos de cámara que comienzan por una amplia perspectiva del paisaje y se cierran con una figura que está en primer plano y en foco. En docenas de films americanos podrían encontrarse hallazgos similares para la acción exterior, luchas en las montañas, complicados movimientos de personajes entre matorrales y colinas. Pero Kurosawa supera los precedentes ajenos y aun los propios (Rashomon, Siete samurai). Despliega su acción sin descanso, no hace hincapié en la técnica, sino en su rendimiento, aprovecha la magnífica competencia de acróbatas y de mimos que tienen sus intérpretes japoneses, obtiene curiosos efectos musicales, con unos pocos instrumentos melódicos que procuran efectos de percusión. En un asombro de dos horas, incluye algún fragmento de antología, como la pelea con lanzas o como el momento en que los dos miserables remontan afanosamente una ladera pedregosa y son tomados en un primer plano lateral, con sus rostros sucesivamente alternados en el cuadro. Es previsible que algún tratadista del futuro se pondrá un día a examinar técnica y lenguaje de Kurosawa: dónde coloca la cámara, cómo planea el movimiento, cómo mide continuidades, saltos y velocidades de su montaje. Gustar del cine y examinar La fortaleza escondida es toda una experiencia, supuesto desde luego que no se pida al film otra grandeza ni otro sentido que los de su aventura exterior. Una experiencia más rica y más difícil sería ver trabajar de cerca a Kurosawa, entender sus procedimientos, ser su octavo ayudante de director, o siquiera su mensajero. 15 de febrero 1960. Títulos citados (dirigidos por Akira Kurosawa, salvo donde se indica) Desconocido, El (Shane, EUA-1953) dir. George Stevens; Rashomon (Japón-1950); Siete samurai, Los (Shichinin no samurai, Japón-1954).

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Programas de verano y carnaval • El batallón negro (Cerný prapor, Checoslovaquia-1957, en el Central) se ubica en Indochina y entre militares de la Legión Extranjera francesa, todos los cuales han ido allí a olvidar y a ser olvidados. En la parte en que el film se entiende, hay un conflicto individual entre uno de esos soldados y su jefe inmediato, en quien reconoce a un ex oficial nazi que ha asesinado a su familia. Esta circunstancia debiera provocar tensiones entre el deber y el odio, pero provoca monólogos. Es particularmente incomprensible la escena final entre ambos personajes, que a juzgar por la música de fondo supone una culminación dramática de ese conflicto, pero cuyo sentido es todavía un misterio para quien ha visto dos veces este film. Otras zonas incomprensibles incluyen la extensa lucha en la selva, donde no se entiende bien quién pelea con quién, un hecho atribuible a deficiencias de libreto y de montaje. El film ha sido dirigido por Vladimír Cech (que en 1949 había hecho Divá Bára), está hablado en fragmentos de inglés, francés y alemán, abunda en crueldades, termina con varias muertes y obtuvo un premio menor en el Festival de Karlovy Vary, 1958. Este último hecho podría ser el más incomprensible, si no fuera porque Karlovy Vary es una localidad de Checoslovaquia, y con eso se explica todo. El cine checo ha producido cosas mejores que esta indecisión entre la propaganda y la torpeza. • Sufrir fue mi destino (The Helen Morgan Story, EUA1957, en el 18 de Julio) contiene una evocación de los twenties americanos, que tanto cariño despiertan en tanta gente, y narra una biografía apócrifa de Helen Morgan, una cantante y actriz (1900-1941) que brilló en la época y que murió tras muchos años de alcohol. Si ambos propósitos hubieran sido enarbolados por artistas de sentimiento y de idea, el resultado habría llegado a lo emotivo, porque los twenties fueron un período singularísimo y pintoresco, con nostalgias hasta hoy, y porque Helen Morgan, que no tenía una gran voz, era una artista sincera y cálida, una personalidad contagiosa que arrastraba a su público como Jolson y Armstrong lo hicieron con el suyo. Pero el plan ha estado a cargo de ineptos como el director Michael Curtiz, como cuatro libretistas que no llegan a tener cuatro ideas, y como la intérprete Ann Blyth, cuya máxima sinceridad es una sonrisita cumplida. Todo lo que se narra en el film es la reiterada desventura de Helen Morgan con un fullero, contrabandista y delator (Paul Newman) que le hace 25 canalladas entre ficciones de amor. Esa repetición monótona culmina, indebidamente, con un final feliz en el que la protagonista sale de una agonía alcohólica y es homenajeada por sus contemporáneos, con lo que el espectador de hoy es inducido al error sobre una actriz que tuvo un final trágico. La zona más respetable del film es la banda sonora, donde hay muchas melodías de la época y donde Ann Blyth es doblada por Gogi Grant, dando sentimiento auditivo a un rostro sin expresión. Casi toda esa

música está tocada en el estilo adecuado, se escucha algo recordable (The Man I Love, Can’t Help Lovin’ Dat Man, Sweet Georgia Brown), hay una docena de otras melodías en versiones fragmentarias o lejanas, y sólo cabe objetar algún arreglo demasiado moderno (para Sunny Side of the Street) que interrumpe la sensación 1927 y recuerda a Hollywood 1957. Aunque el libreto tira continuamente nombres propios al diálogo (Florenz Ziegfeld, Al Jolson, Mark Hellinger) y aunque aparecen en persona Walter Winchell y el propio Rudy Vallée, no hay que dejarse impresionar por la autenticidad de la época ni de la biografía. En un libreto demasiado largo, donde se repite una sola cosa, falta la menor constancia de que Helen Morgan tuvo también una carrera cinematográfica a principios del cine sonoro (Aplauso, El ensueño del Mississippi), falta toda mención de sus últimos años y sobre todo falta la menor convicción dramática en un personaje que realmente sufrió. Aparentemente Helen Morgan no ha dejado herederos que protesten por los pecados que se cometen en su nombre. • Hombre atrapado (The Man in the Net, EUA-1959, en el Luxor) ha sido producida por Alan Ladd, cuya fortuna personal es una famosa injusticia de los tiempos modernos. El film lo presenta como un pintor fracasado, que primero es víctima de las histerias, mentiras y enredos de su mujer (Carolyn Jones) y después es acusado injustamente de haberla matado, situación de la cual el protagonista emerge con ayuda de varios niños y de una grabación en cinta magnética. En todos estos apuros Alan Ladd presenta la sola expresión incambiable de que el asunto no le importa, como no le han importado un centenar de dramas que protagonizó en el cine desde 1942 hasta hoy; otro productor lo habría echado del estudio bajo la acusación de Trabajo A Desgano, pero él se sobrestima y ahí se queda. En los alrededores de ese distraído central, Carolyn Jones reitera otro retrato de histérica en el estilo que Bette Davis tenía hacia 1935, con una imitación muy completa. La dirección de Michael Curtiz es lamentable, lo cual no ha sido raro en los últimos quince años, pero lo verdaderamente penoso del film es el libreto de Reginald Rose, un escritor que hace poco era promisor (por Doce hombres en pugna) y que está incurriendo en concesiones para Hollywood, de las que Hombre del Oeste ya ha sido un síntoma. Al servicio de un productor y un director mediocres, Reginald Rose declara adaptar una novela policial de Patrick Quentin y la mantiene en una constante falsedad de situación y diálogo, sin otro recurso que poner gente a conversar. Si sigue así volverá a la televisión en la que empezó su existencia. 26 de febrero 1960. Títulos citados Aplauso (Applause, EUA-1931) dir. Rouben Mamoulian; Doce hombres en pugna (12 Angry Men, EUA1957) dir. Sidney Lumet; Ensueño del Mississippi, El (Show Boat, EUA-1936) dir. James Whale; Hombre del Oeste (Man of the West, EUA-1958) dir. Anthony Mann.

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Industria alemana

El ángel sucio

(Schmutziger Engel, Alemania Occidental-1958) dir. Alfred Vohrer. HAY UNA PRONUNCIADA IMITACIÓN de costumbres americanas en este pequeño drama alemán sin sello propio. La historia tiene su morbo, por lo menos en la teoría, porque describe el empeño de una perversa estudiante (Corny Collins) en seducir a su profesor (Peter van Eyck), fracasando en el intento e inventando fantásticas acusaciones para hacerse ver como una niña escandalosa. Fuera de la historia, que sería más creíble si hubiera sido escrita por un dramaturgo más hábil o interpretada por alguna nueva Bonita Granville, el film es señalable por su formulación de un ambiente de gente rica, a la moda, llena de frivolidades y de sensaciones epidérmicas. Lo que describe es de hecho una nueva juventud rebelde, con o sin causa, pero el film no quiere hacer sociología, sino aprovechar la receta americana de sexo, lujo y snobismo. Los pormenores de libreto y diálogo son de una falsedad muy notable, sin un minuto de sentimiento. Pese a todos los lujos de ambientación y a los efectismos de banda sonora, a los diez minutos se sabe que el film está hecho por ambiciosos sin talento. El director se llama Alfred Vohrer y debe recibir un punto en contra.

ta que quieren hacer el escándalo, con desnudos repentinos y con inyecciones en muslos. Si fueran realistas no habrían mantenido la belleza de Magdalena hasta el final, ni habrían caído en la cursilería suprema con que en los últimos minutos se precipita la salida a conflictos que nunca existieron. Todo es muy comercial y señala otro punto bajo del director Veit Harlan, un cinematografista nazi muy activo que últimamente hace ruidos muy especiales, con El tercer sexo (Anders als du und ich, 1957) como último ejemplo. Firma con seudónimo, por motivos que él debe comprender. Desde la concepción a la última imagen este relato es muy inepto y sólo podrá parecer alarmante a las buenas señoras inocentes que se creen todos los dramas que ven. Contado por locutores en la banda sonora y por los diálogos más explícitos del cine alemán, su único sentido es el escándalo, más el dictamen de que las modelos desnudas ya no vienen como antes de la guerra. 2 de marzo 1960.

: Film raro

Asesino por contrato

(Murder by Contract, EUA-1958) dir. Irving Lerner. 28 de febrero 1960.

: Mal ejemplo

Corrupción

(Liebe kann wie Gift sein, Alemania Occidental-1958) dir. Helmut Volmer (seudónimo de Veit Harlan). ES ESPANTOSO LO QUE LE OCURRE a Magdalena. Al principio es una buena chica, pero posa para un pintor que la deja desnuda en la alcoba y en un cuadro. Eso es un escándalo. Convertida en una cualquiera, rechazada por su padre, seducida por el pintor y por otros hombres, aficionada a la morfina, prostituida desde el asco a la indiferencia, la mujer del cuadro vaga por el film como un ejemplo de lo que puede pasar a las muchachitas buenas si se dejan atraer por pintores asquerosos que tienen licores en el taller y hablan de la belleza del cuerpo humano. Esta horrible corrupción de Magdalena está presentada por el film como si fuera un drama realista. Es todo mentira. Ni el padre ni el novio ni los diversos hombres ni Magdalena misma dicen tres palabras juntas que parezcan reales. Son marionetas de un director y un libretis-

UN ESPECTADOR DE ESTA RAREZA sostuvo que se trataba de un film para críticos, pero lo dijo despectivamente, insinuando que sólo a los snobs podía gustar este disparate. La historia es la de un matón a sueldo, que luego de cumplir un par de crímenes en la costa atlántica americana, es enviado a Los Ángeles a matar a una mujer, para impedirle testimoniar en algún juicio. El film cuenta en lo principal el pormenor de estos intentos y sus fracasos parciales, hasta un final que no se debe revelar. La idea general es la de que el matón ha comenzado por deshumanizarse para poder hacer su dinero, y que si vacila en una de las instancias finales es porque allí la víctima debe ser una mujer, y eso le devuelve los sentimientos que quiso desterrar de sí mismo. No conoce a la mujer, pero igual le importa. Esta moraleja, cuya deducción es muy legítima, tiene sin embargo una claridad dramática. Lo que desconcierta a casi todo público es que ni el libreto ni la interpretación de Vince Edwards en el protagonista dan dato alguno sobre estos sentimientos reprimidos o resurgidos. Todo ocurre en un plano cínico, un poco brutal, en el que se reconoce la imitación de Mickey Spillane y toda una escuela de la narración policial americana. Y lo que ha hecho el director Irving Lerner, con toda premeditación, es dar nada más que los datos sumarios de personajes y relato: diálogos ultraconcisos y agresivos, crímenes simbolizados brevemente en una navaja que se afila o en un cuchillo que sale a relucir, explicaciones mínimas para cada desarrollo de la anécdota. Exteriormente, el método es, con las debidas disculpas, el de Robert Bresson. Pero


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no hace falta examinar mucho para saber la fundamental diferencia. Lo que hace Bresson es partir de un plan más complejo (de sentimiento y de estructura) y reducir su expresión a lo esencial, con una austeridad sacrificada, con una confianza en que el espectador reconstruirá lo que él no subraye. Lo que hace Lerner es mucho más fácil, y no es ni siquiera un estilo. Da datos de menos, y así nunca se llega a saber bien lo que quiere ni lo que siente el protagonista, con el resultado inevitable de que su vuelco final, cuando cae en la vacilación después de haber sido un criminal imperturbable y científico, es meramente una arbitrariedad. Y al lado de eso, Lerner malogra la austeridad de algunas escenas con el exceso de explicación en otras. Más que un film para críticos, que a veces se dan cuenta de cuándo un film es distinto, éste es un film para llamar la atención, un desplante vanguardista de alguien que no tiene ninguna vanguardia que proponer. Como simples figuras humanas, son increíbles las de los cómplices del matón (Phillip Pine, Herschel Bernardi) y la de la presunta víctima, una mujer histérica que toca el piano para calmarse los nervios (Caprice Toriel). En esa falsedad de psicología, en la carencia de un desarrollo dramático convincente, en el apuro por resolver situaciones (como la muerte del segundo cómplice) se puede comprobar durante 81 minutos que a Irving Lerner no le importa mucho lo que dice. Le importan en cambio el efectismo, la guitarra eléctrica como único fondo musical, el enfoque oblicuo de cámara. A cada rato se ve que es un hombre inteligente que sabe mucho cine, que está aburrido de los relatos vulgares y que quiere experimentar con otras formas de la sintaxis. Pero lo que consigue no es mucho más que una rareza, un film desconcertante con el que el cine no adelanta nada. Debe haber mejores finalidades para su inquietud personal. 2 de marzo 1960.

: Mitchum en méxico

Tierra inolvidable

(The Wonderful Country, EUA-1959) dir. Robert Parrish. MITCHUM HACE UN PISTOLERO a sueldo en esta múltiple aventura, que se desarrolla en la frontera mexicana durante una época revolucionaria. Lleva armas, se rompe una pierna, tiene que matar a alguien, se enamora de una mujer, decide abandonar las armas, vuelve a ellas. Todo lo que ocurre es bastante arbitrario, excesivo en la acumulación, trivial en el hecho de que no parece afectar las emociones de Mitchum, ese firme productor de sí mismo. Y aparece tan conversado, particularmente en la primera media hora, que tienta al abandono. Mejora mucho por lo exterior. La fotografía de Floyd Crosby y quizás más aún la de Alex Phillips han extraído al paisaje mexicano sus mejores colores, logrando composiciones de sombreros, rostros, penumbras, llanuras, con un buen gusto continuo. La música de Alex North es también muy atinada en su utilización de

motivos mexicanos, y en general puede decirse que la dirección de Parrish y la dirección artística de Harry Horner han levantado al film desde su confusa anécdota. Mantienen una pobre narración dramática con virtudes incidentales, desde la meditada plástica a la caracterización ocasional de personajes secundarios, con una buena composición de Pedro Armendáriz en un tranquilo villano de lujo, y de Charles McGraw en un cirujano que necesita alcohol. Para el director Robert Parrish ésta debe haber sido la oportunidad de mejorar el promedio de su carrera. Hacia 1954 obtuvo en La llanura purpúrea (The Purple Plain) un relato intenso y sobrio de una aventura en el desierto, pero después se obligó a un nivel profesional de poca entidad. Es visible que Parrish sabe más de lo que le permiten hacer y en momentos de esta Tierra inolvidable muestra esa competencia. 23 de marzo 1960.

: Deslumbrante

Un amor así / Appasionata

(Taková láska, Checoslovaquia-1959). Dir. Jirí Weiss. ESTA ES LA HISTORIA de un triángulo amoroso y del conflicto insoluble a que se llega cuando una mujer debe elegir entre dos hombres y oscila entre la corrección de conducta social y la honestidad hacia sus propios sentimientos. Ella es una estudiante, el novio es un ingeniero y el amante es un profesor que renueva el conocimiento con ella después de un prolongado alejamiento. Las circunstancias del triángulo son casi públicas, porque se suscita el escándalo cuando ella falta a su propia boda. A partir de allí, lo que describe el film es la múltiple reacción que ante el incidente tienen muchas otras personas: esposa del amante, madre de ella, madre del novio, compañeros de estudio, profesores. Todo conduce a plantear, con abundantes elementos de juicio, un conflicto que esencialmente es formulable así: o ella se resigna a su novio, a quien no ama, y entonces falsea sus sentimientos y compromete la felicidad futura para ambos, o, de lo contrario, lleva adelante esos sentimientos, provoca el divorcio de su amante, causa la infelicidad de terceros y un escándalo. En todo el relevamiento de datos, que procura apuntar reacciones de los tres personajes y de muchos otros testigos comprometidos en el incidente, el film traza un cuadro de las ideas morales en la sociedad actual, cuadro que refuerza en las últimas escenas cuando hace debatir el conflicto ante un silencioso público de centenares de estudiantes. Entre esa expectante actitud de muchos testigos, y la crisis individual de la protagonista, empujada al suicidio por su dilema, el film parece pedir a la sociedad una actitud de mayor comprensión y tolerancia, una prudencia que postergue el juicio y que cancele las varias formas de la presión social. El primer atractivo del film es esa honestidad de planteo, que trata a un dilema como un dilema y no le inventa


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soluciones de artificio. En una última imagen, que dramáticamente es demasiado explícita, el film recita su mensaje al público y le exhorta a comprender, si es que, dice, la comprensión le es posible. La narración es un caso de virtuosismo excepcional. Para integrar el cuadro colectivo, los autores han elegido la acumulación de pequeñas escenas claves, todas ellas muy breves, entre una docena de personajes, prescindiendo deliberadamente de los datos secundarios. Lo que se muestra está siempre en el centro del asunto, sin distracciones laterales, con el resultado de que la tensión se acumula. Cada una de esas escenas está concebida, a su vez, con una particular limpieza dramática, dando imparcialmente a todo personaje la oportunidad de expresar su sentimiento e idea, sin buscar villanos, sin alterar la conducta natural de cada uno. El virtuosismo excepcional comienza en la peculiar ordenación de esas pequeñas escenas. En lugar de respetar la cronología, el film va desde un principio al centro del asunto, con un intento de suicidio, y luego retrocede a los antecedentes. Y al explicar éstos, no sigue tampoco la línea cronológica, sino que permite a cada personaje su propia posición en el conflicto y se ramifica en ese análisis, prescindiendo del orden temporal y de la dificultad espacial, como lo haría una rápida conversación. Con una imaginación narrativa de la que hay pocas comparaciones, el film coloca, desde la primera a la última escena, a un investigador que interroga, sugiere y cuestiona. Está presente en los hechos, no puede comprenderlos, y así se convierte en una personificación del espectador y, en un sentido, de la sociedad. Este investigador ubicuo e incansable que viaja en el espacio y en el tiempo con total libertad, no se conforma con el relato de los hechos ocurridos, de los que toma conocimiento en las primeras escenas cuando se enfrenta al intento de suicidio que culmina el drama. Los revisa una y otra vez, a veces como un mudo y comprensivo testigo, a veces como un sagaz que objeta la deformación de tono con que un personaje cuenta un diálogo (y ese diálogo entonces se repite en otro estilo distinto, dejando ver una segunda interpretación), a veces como un empeñoso que quiere complementar un fragmento del relato con otros datos útiles. Este vaivén del investigador, más allá del tiempo y del espacio, da una perspectiva distinta al relato. Con un enfoque naturalista la narración conservaría equívocos, apariencias, disimulos, porque sólo vería lo exterior de todas las conductas. Con este enfoque del investigador se procura llegar profundamente a los sentimientos y a los motivos, se facilita la exposición de contrastes, se atiende a lo que importa. El procedimiento deriva del expresionismo. El aficionado cinematográfico disfrutará particularmente esa imaginación narrativa. Está complementada por excelencias de fotografía, por una banda sonora donde cada ruido y cada silencio tienen una elocuencia (no hay otra música que la reaparición incidental de la Appasionata de Beethoven, llevada desde la radio en una habitación al comentario de algunos incidentes) y por una madurez interpretativa en la que se adivina un largo ejercicio teatral de todo el elenco. Sin perjuicio de lo accesorio, que supone un perfecto dominio del lenguaje cinematográfico, el film deslumbra por la complejidad de su construcción. Si en su línea dramática, honesta hacia todas las partes, el film recuerda a Lo que no fue (Brief Encounter, de David Lean, o a la obra teatral de Noël Coward en que se basa), su construcción en puzzle y su ruptura de límites de tiempo y espacio obligan a recordar otros modelos: a El ciudadano de Welles, a Rashomon (1950) de Kurosawa, a La señorita Ju-

lia (Fröken Julie, 1950) de Sjöberg, quizás a Rosemarie entre los hombres (Das Mädchen Rosemarie, 1958) de Thiele. La actitud del director Jirí Weiss, un elogiado checo con abundante experiencia en varios campos cinematográficos, es la de proponer una renovación y hasta una vanguardia. Quiere tener un público inteligente que le siga en la exploración de un drama, salte de un episodio a otro anterior que lo explica, revea una escena con datos complementarios que fueron omitidos (es muy ilustrativa la comparación de un mismo episodio en sus versiones de los primeros y los últimos minutos) y tenga, en definitiva, una actitud lúcida, liberal, penetrante, para entender un conflicto humano básico. Si alguna objeción cabe a Weiss y a su autor Pavel Kohout, en cuya compleja obra de teatro se basa el libreto, es que a ratos parecen más inteligentes que sensitivos, más empeñados en jugar con el tiempo y con el espacio que en desentrañar y hacer sentir los factores del drama. Ante públicos de hoy, quizás confusos y quizás fríos, hay que puntualizar empero que la forma narrativa de Appasionata es una línea posible y renovadora para el cine del futuro. 25 de marzo 1960.

: Los piratas de siempre

El bucanero

(The Buccaneer, EUA-1958) dir. Anthony Quinn. CECIL B. DeMILLE ES EL PADRE Y MENTOR de este tema que no importaba. Debió dirigirlo en 1958, pero su salud y el cansancio de Los diez mandamientos (The Ten Commandments, 1956) se lo impidieron, con lo que transfirió a sus yernos y amigos Anthony Quinn y Henry Wilcoxon la responsabilidad de hacer algo en estilo ajeno. Cumplieron fielmente. Modernizaron la versión 1938 del patriarca Cecil, sin agregar ni la importancia histórica ni la convicción dramática, ni la espectacularidad deslumbrante que hubieran superado al modelo. El anciano DeMille quedó tan satisfecho que se presenta en el prólogo con un mapa, explicando a los queridos espectadores cómo en la guerra de 1812, entre americanos e ingleses, era de importante el sitio de New Orleans, qué esfuerzos debía hacer el general Jackson para defender la plaza, y cómo debía contribuir al efecto el pirata Jean Lafitte, un corsario vagamente francés, que se alió con los americanos y permitió que éstos prosiguieran luego una existencia dedicada a la libertad, a la igualdad y a la búsqueda de films como Los diez mandamientos y El bucanero. Es muy importante. Había un sentido épico y un sentido dramático en esta historia que tanto le gustaba a DeMille. El primero era un fragmento de las batallas por la independencia nacional, y ha sido resuelto por los Sres. Wilcoxon y Quinn con el cómodo expediente de saltearse lo que cueste mucho. No hay cine de masas ni tremendas luchas en este fingido film de acción, que reproduce cómodamente en estudios lo que debió ocurrir en bu-


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ques, llanuras y pantanos, confiando a tres o cuatro personas las agitaciones de una multitud mayor. Aunque cuesta trabajo acordarse de la versión original del patriarca DeMille (1938, con Fredric March, Franziska Gaal, Akim Tamiroff, Hugh Sothern, en los papeles que hoy hacen Brynner, Bloom, Boyer, Heston), algunos eruditos de la prensa americana se han molestado en señalar que allá había más acción, y que Wilcoxon y Quinn se han ahorrado los gastos de incendiar ciudades y reproducir abordajes. Esa economía se debe a que la nueva versión atiende a la media docena de personajes en conflicto, historiando las indecisiones de Lafitte entre plegarse o no a los americanos, las de los americanos en creer o no la palabra de un bandolero, y las de los piratas en seguir o no a un jefe que de pronto cambia su independencia por las glorias de una bandera ajena. Esos conflictos no estarían mal como tema, si no operaran dos inconvenientes. Uno es que en la mejor tradición Cecil en la materia, la historia se resuelve a golpes individuales, y así se convierte en importante el amor de Lafitte por la hija del gobernador (y no por la mujer pirata), de la misma manera en que la espectacularidad de las grandes batallas, que contaban algo, se sustituye de pronto por el lujo superficial de los bailes de la sociedad rica, que no cuentan nada pero quedan bien como demostración de vestuario y color. El otro inconveniente es que Quinn y Wilcoxon no tienen la menor idea de cómo manejar a personajes dramáticos que tengan conflictos e indecisiones. Todo el juego de Yul Brynner, durante largos 120 minutos, es hablar siempre para un costado y fingir que piensa otra cosa. Todo el juego de Boyer, durante largos 120 minutos, es una machietta de inglés y francés, más propia de un galán maduro y otoñal, decaído hasta imitar a Akim Tamiroff, que de un corsario veterano experto en artillería. Todo el diálogo de unos y otros, durante largos 120 minutos, es explicarse lo obvio para informar al espectador, con excesos de conversación que harán prohibitivo al film para analfabetos. Hay que elogiar a Claire Bloom y Charlton Heston por mantener cierto decoro y cierta convicción durante largos 120 minutos, mientras luchan con frases imposibles. En las dos horas faltan cosas. Una importante, que será notable para espectadores infantiles, es una mayor ilación lógica de episodios, que tienen comienzos abruptos y faltas de continuidad, como un síntoma de que todo quedó largo y hubo que recortar un poco; esto debe haber ocurrido en Hollywood, aunque nadie debería acusar a Cecil de haber sacado algo que se podía haber dejado. Otra cosa que falta es sentido épico. Hay una escenita muy linda, con soldados ingleses vestidos de rojo, lanzados al ataque al son de gaitas y condenados a un sacrificio seguro, que podía haber causado cierta excitación. Pero Anthony Quinn la administra con un montaje lavado, sin construir expectativa por su suerte ni melancolía por su muerte. Con un breve esfuerzo podría echar un vistazo a una escena similar de John Ford en Marcha de valientes (The Horse Soldiers, 1959) y aprender cómo hacen los maestros. Nadie le puede pedir en cambio el esfuerzo de domar a Brynner y sacar de él algo más que la pose, por lo que hay que ser tolerantes en su primera labor de director. Quinn se casó con Katharine DeMille, está haciendo cine desde 1936 y tiene una poblada carrera. Lo mejor de ella fue obtenido por Federico Fellini en un film poco espectacular. 28 de marzo 1960.

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Polacos inteligentes

Sangre sobre los rieles

(Czlowiek na torze, Polonia-1956) dir. Andrzej Munk. ESTE FILM POLACO es de 1956 y debe ser ubicado como un antecedente inmediato del vigoroso lenguaje cinematográfico y de la inquietud temática que en seguida asumiría esa industria. Su tema no es bélico, lo que ya es singular, pero tiene un cariz político seguramente más inteligible para el espectador polaco: la oposición de generaciones, de métodos viejos y nuevos, deliberadamente ubicada en fecha 1950, cuando la influencia soviética sobre Polonia era más firme que hoy. En ese sentido es visible la inquietud del libretista Jerzy Stefan Stawinski en su primera tarea cinematográfica, por trasladar conflictos de su tiempo, como después lo haría en La patrulla de la muerte (Kanal, Wajda-1957), en Atentado (Zamach, Passendorfer-1958) y en Heroica (Eroica, Munk-1958). Y por ser la primera tarea en cine, sorprende la complejidad del relato, que superpone tres versiones diferentes de los hechos, en busca de una explicación auténtica, y baraja así los tiempos de acción, como no suele atreverse a hacerlo un libretista debutante. El ambiente es el ferroviario y el personaje central es un viejo maquinista que aparece atropellado por un tren durante las primeras escenas, en circunstancias anómalas de ubicación física, irregularidades en las señales luminosas y conflictos previos que inducen a suponer un suicidio o quizás un crimen. En la investigación se superponen tres declaraciones. Un jerarca ferroviario señala que el maquinista era un temperamento individualista, y que se había negado a aceptar nuevos métodos de trabajo, en una marcada rebeldía a indicaciones superiores y a los criterios de sus compañeros. La declaración de un compañero apunta conflictos personales, derivados del carácter y la edad del protagonista; ese compañero es, por otra parte, el maquinista del tren que ha causado la muerte inicial. La tercera declaración es de un señalero de las vías, y aclara los últimos minutos de vida del protagonista. El fondo del asunto podrá ser muy poco importante para espectadores extranjeros. En Polonia debe haber sido entendido, correctamente, como una oposición de generaciones. Las declaraciones del libretista Stawinski y del director Munk confirman por otra parte la curiosa historia de que el primer borrador del libreto era un ataque al protagonista, un viejo conservador que se niega a entender nuevos métodos, y de que los sucesivos borradores (nunca trabajé tanto, comentó Stawinski hace poco) fueron humanizando esa figura y haciendo más comprensible su resistencia a la adaptación. Fuera de Polonia, y a pesar de las claras alusiones ocasionales al Plan Quinquenal, el film queda como un relato de corte policial, que plantea un misterio y procura aclararlo. En ese nivel más trivial y accesible, el film tiene sus virtudes y defectos. Tiene ante todo una permanente inteligencia de planteo, con tres relatos que repasan bajo luz distinta algunos de sus hechos (una asamblea obrera, el accidente) y que transcriben sus figuras humanas con gran naturalidad, observando gestos, conductas, murmullos y un sagaz apunte de la tensión que sigue a una disputa interrumpida. Contra esa inteligencia, tiene las limitaciones de su propio plan. Los tres narradores


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son sustituidos en la imagen por la recreación de sus relatos, con el inevitable resultado de que aparecen sabiendo y contando cosas que lógicamente ignoraban y otras cosas triviales que no debieran integrar sus testimonios. A la larga se sospecha que el triple relato superpuesto es un truco narrativo, una forma de atrapar al espectador en el drama. Al fondo de ese truco, no hay bastante ambigüedad en el asunto como para justificar el detallado examen de sus diversos costados. El film tiene otras excelencias de realización. Todo el mundo de trenes y vías, de hombres que trabajan y de pasajeros que viajan (con una estupenda escena de corte neorrealista en la partida desde una estación) está reconstruido con prolijidad, fotografiado y montado con sentido cinematográfico y dinamismo. El director Andrzej Munk, el fotógrafo Romuald Kropat y el principal actor, Kazimiers Opalinski, son titulares de esa solvencia técnica e interpretativa que luego caracterizaría a los principales films del cine polaco. Varios motivos inducen a pensar que el film ha sido cortado en escenas secundarias, y que la versión estrenada es incompleta. 29 de marzo 1960.

: Más tramposos

Los primos

(Les Cousins, Francia-1959) dir. Claude Chabrol. ESTE ASUNTO ES MUY INMORAL y no se puede recomendar el espectáculo a las familias honorables. En una de sus escenas, la dama joven y delicada (Juliette Mayniel), que un rato antes escuchaba con aprobación las poesías y palabras sentimentales del primo bueno del campo (Gérard Blain), se da vuelta de pronto y se acuesta con el primo malo (Jean Claude Brialy), un disipado y perverso que será un mal ejemplo para la juventud de hoy. Ese episodio del erotismo humano no debe ser objetado, porque vida sexual hay hasta en las mejores familias francesas, según comunican recientes informaciones de París, y todo lo que es cierto tiene un sitio legítimo en la pantalla. Pero lo que sigue de allí es mentira. El primo bueno comprueba la situación, no dice una palabra de protesta, acata su mala suerte, y con una mezcla de resignación y masoquismo continúa compartiendo el mismo techo con su primo y con la mujer, aparentemente por ganas de sufrir en silencio. Esto ya es menos comprensible, se denomina promiscuidad y sólo parecería una natural conducta humana si el personaje fuera un indiferente a la moral, al bien y al espíritu, lo que no es el caso. Esta arbitrariedad de conducta no es la única notable en este film que Claude Chabrol escribió y dirigió con entera libertad creadora. En otros episodios el espectador puede enterarse de que el primo bueno nunca es recompensado por el destino. Estu-

dia febrilmente para salvar el examen y, sin embargo, lo pierde, mientras el primo disipado salva otro examen sin estudiar. Y cuando el primo bueno empuña un revólver y decide hacer tardía justicia, también le sale mal ese tiro, llegando a un final que por lo menos para él es trágico. El hombre tiene una pérfida mala suerte. Pero la arbitrariedad de conducta, o la incoherencia entre los propósitos y los resultados, que suponen una afirmación del mal, no pueden haber sido puestos porque sí. Otros datos dicen que Chabrol es un hombre inteligente, que escribió este asunto a los 29 años, tras haber visto mucho cine y haber hecho crítica cinematográfica. Si escribe este tema de promiscuidad y de tragedia es seguramente con alguna intención. Una primera explicación es que quiso mostrar algunos aspectos de la moderna juventud de París, en un retrato similar al que Carné hizo caminar con tanto melodrama y tanta casualidad en Los tramposos (Les Tricheurs, 1958). Esta explicación no sirve. Lo que pone Chabrol es poco representativo. Hay una orgía alcohólica pero hay poco sexo. Hay algunos dramitas personales pero apenas aparecen aludidos a los márgenes del trío central. Como enfoque de una generación o de un grupo el film no tiene mayor entidad. Una segunda explicación es que Chabrol quiso mostrar algunos extremos de la naturaleza humana, en una búsqueda sin barreras, similar a la que Dostoyevsky hizo en lo suyo. Esta explicación tampoco sirve. Los tres personajes están mal definidos y orientados, equívocos en su conducta, reticentes en informar sobre sus ideas y emociones, arbitrarios como el mismo autor que los puso en escena. Tras un largo juego de comedia consigo mismo, se podía esperar que el personaje de Brialy desnudara en la última escena su personalidad esencial, pero esa escena, con la tragedia ya explotada, es poco reveladora. Y un poco antes, se podía esperar que cada personaje procediera por alguna fuerza interna, irracional y misteriosa, y no cayera en la sensualidad por instigación monologada de un diabólico (Claude Cerval) que el director usa de comodín para hacer caminar el tema. La tercera y más convincente explicación es que Chabrol quiere hacerse ver. Coloca conductas arbitrarias y adulterios aceptados porque eso llama la atención. Describe una orgía estudiantil y le pone música de Wagner y de Mozart, porque eso suena bastante raro. Hace recitar a Brialy en alemán para describir su peculiar carácter, que alguien llamó “fascismo emocional”, pero tras ese dato decorativo no hay una conducta consecuente en el personaje. Termina su film con los compases de Tristan e Isolda, no porque signifique algo en el contexto, sino porque es un toque llamativo. Y con el mismo criterio, en terrenos más puramente cinematográficos, coloca rarezas tales como hacer girar la cámara en redondo, o dejarla fija frente a un personaje mudo, sin que de esos recursos expresivos salga la expresión de nada. La segunda vez que se ve el film esas extravagancias se notan más. Algunos ingenuos han creído que Los primos es un film muy moderno porque documenta que la vida es absurda y que el ser humano es caprichoso. Como filosofía está muy usada, pero quizás sea más razonable señalar que es el mismo Chabrol quien se expresa como un absurdo y un caprichoso; como filósofo, si no como artista, habría que pedirle otro rigor para expresar sus ideas. Otros ingenuos, incluido un jurado del Festival de Berlín (1959) han visto en Chabrol a la renovación y a la vanguardia, bajo el pabellón de la tan publicitada Nouvelle Vague. Hay que ver un poco de cine para saber hasta dónde es falsa esa pretensión. Ni en fondo ni en forma Chabrol aporta nada, y


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quien quiera pensar en vanguardias puede acordarse de Orson Welles a los 25 años, cuando sacudió los procedimientos narrativos del cine con El ciudadano (1941), o puede pensar en Ingmar Bergman a los 30 años, cuando comenzó una obra que en riqueza, sustancia, variedad e inquietud, por fuera y por dentro, no tiene comparación en el cine moderno. Pretender que Chabrol inventa o recrea algo, cuando en verdad no se sabe ni lo que su film quiere decir (y puede revisarse la prensa extranjera para encontrar las más peregrinas y contrarias interpretaciones) es elevar su extravagancia y su mistificación al rango de una estética. Es muy probable que siga haciendo films raros, eróticos, deshilachados, efectistas. También es probable que se haga rico. 8 de abril 1960.

: Director superior

El diario de Ana Frank

(The Diary of Anne Frank, EUA-1959) dir. George Stevens. HAY UNA SOLA MANERA de hacer El diario de Ana Frank en teatro. Puede haber diferencias de actuación, pequeñas variantes de ritmo y tiempo escénico, énfasis más o menos marcados, pero en lo sustancial todas las versiones deben mantener un mismo enfoque, limitado por el tiempo y por la escenografía: una crónica realista, con toques dramáticos y humorísticos, sobre los dos años de reclusión de un grupo de judíos en una buhardilla de Amsterdam. Allí coexisten el temor a ser descubiertos, las alegrías y los conflictos de una forzada vida en común, la evolución de sentimientos e ideas que se opera cuando todos ellos deben aprender a tolerarse y cuando dos de ellos en particular (Ana y Peter) salen de la niñez a la adolescencia y al tímido descubrimiento del amor. El cine puede hacer esa misma crónica realista pero puede hacer también algo más, aprovechando la ubicuidad de la cámara, el dominio de un más amplio tiempo escénico, el énfasis de un primer plano, la riqueza y la sutileza de una banda sonora en la que música y ruidos puedan comentar la acción. Esta amplia posibilidad es la que George Stevens quiso explotar para su film, y las únicas restricciones que se formuló son las de un respeto al texto teatral donde éste exigía esa fidelidad. La llegada inicial de los refugiados a su nuevo hogar, con ese silencio desconcertado y opresivo que sigue a la mudanza, es el de una pieza teatral. Y la crisis final, donde una discusión sobre robo de alimentos es seguida por la noticia de la invasión aliada y luego por el arrepentimiento y la nueva solidaridad entre los refugiados, está también en la pieza de Goodrich y Hackett, hábilmente colocada y escrita, conjugando varias líneas del drama en unos pocos minutos. Donde Stevens reproduce

a la pieza teatral es donde no podía hacer otra cosa, y juega esa traslación con variada suerte. A veces consigue un golpe emocional, como en la escena en que los refugiados se quedan quietos y asombrados al descubrir que tienen una radio para recibir noticias del mundo. A veces se alarga sin brillo, como en la lenta escena de la fiesta y los regalos, que habría exigido otra síntesis y otra fuerza. Stevens es notable, en cambio, para expresar algunos episodios con un puro lenguaje cinematográfico, para unirlos sin la construcción episódica del original y para aumentar la narración con datos accesorios. No es asombroso que su film sea más extenso que la pieza, porque ha aumentado pausas y escenas mudas, ha introducido desarrollos que el original sólo alude (las dos visitas del ladrón al piso inferior) y ha establecido puentes de sonido y de imagen para derivar de una escena a otra. El resultado tiene así ese sabor Stevens, cuyo mejor ejemplo está quizás en Ambiciones que matan (A Place in the Sun, 1951): fluidez en el desarrollo, transiciones hechas con gran imaginación visual y sonora, George Stevens un leve toque poético que depende, paradojalmente, de una técnica formidable. Con imaginación y con técnica está hecho todo el film, más allá de lo que Ana Frank escribió en su diario y de lo que Goodrich y Hackett colocaron en su pieza teatral: - la sensación de opresión, encierro, vida superpuesta, aparece expresada con la presencia continua de muebles, tirantes, vigas y distintos planos luminosos, porque el realismo consiste aquí, justamente, en que los personajes no sean tomados por la cámara fuera de su contexto escenográfico; hay tomas de ejemplar resolución en ese atinado criterio, incluyendo alguna de complicado movimiento; - la pesadilla de Ana, que propone a su lejana amiga ya encerrada en un campo de concentración, incorpora los rostros de esas mujeres, velados, casi imaginarios, como en un sueño; - el ataque aéreo está hecho con temblores de escenografía, violencias de banda sonora, una alarma relevada en los rostros de todos, una síntesis final en una toma que reúne a los personajes, enmarcados por la ventana, con sus miradas, que siguen al avión que cae fuera de cuadro; - el romance entre Peter y Ana, comenzado con toques de humor en la preparación, avanzado en las tímidas palabras de ambos, culmina mediante hábil iluminación en que sean dos sombras chinescas las que delicadamente se besan, y en el contraste inmediato de la luz que envuelve a Ana desde la puerta que se abre; - la segunda visita del ladrón, que ocasiona su fuga, la puerta abierta, la entrada de un sereno y dos soldados, está construida con prodigios de montaje, conjugando a esos cuatro personajes, a Otto Frank escondido tras la puerta, Ana y Peter en otro rincón, la Sra. Van Daan rezando, un gato que está a punto de tirar algo; pocas escenas de suspenso fueron hechas en cine con tanta perfidia y tanta precisión. Podría extenderse bastante la lista de cálculos y habilidades con que Stevens planeó su versión: juntar la voz radial de Hitler con la imagen del gato que le escucha, proseguir un relato de Kraler sobre episodios callejeros con el sonido


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de una marcha nazi, de aquí a un pelotón de soldados alemanes, de aquí a una superpuesta imagen del mapa de Holanda. Todo está previsto para que el espectador sea un observador sagaz, omnipotente, del relato y de sus partes y de su interacción; por eso Stevens funde imágenes como asociaciones de ideas, intercala hileras de ropa tendida entre los dos adolescentes que no llegan a comunicarse, cruza los silencios internos con las bocinas incisivas que anuncian desde el exterior la amenaza latente de la policía nazi. Su riqueza de lenguaje cinematográfico, presente en cada minuto del desarrollo, amplía la concentración del drama, refuerza sus crisis. La pregunta es si no amplía demasiado. Como lo concibieron sus autores, el tema está dado por el testimonio de Ana, escrito en las páginas de su diario, y la acción dramática de la pieza sólo debe ser una ilustración de esos sucesos y del sentimiento que los recorre. Donde Stevens se excede es en presentar como visible lo que Ana no pudo ver; las dos visitas del ladrón son una intercalación improcedente, y ambas escenas sólo parecerían legítimas si estuvieran rodeadas del halo de lo imaginado y temido, con el ladrón presentado como un fantasma o como un símbolo de la muerte, y no, como quiere Stevens, como un pretexto para agregar suspenso. Un exceso semejante del director es permitir que un intercambio de mimos y silencios entre los adolescentes sea comentado por una ruidosa partitura sinfónica, cuando lo que procedía era respetar el tono íntimo y recatado de la misma Ana en ese trance. Estos y otros momentos son errores estéticos de Stevens, inclinado a preferir el golpe emocional, aún a costa de la unidad de sentimiento que habría logrado si su óptica fuera, con toda cautela, la de su protagonista. Cuando se ajusta a ese límite de sensación y de percepción, como en la delicada escena del primer beso, Stevens pone su técnica donde procede. Millie Perkins no es la Ana que muchos hubieran querido. Es más coqueta, más muñeca, menos temblorosa y débil que lo que pide el personaje. Está bien manejada por un director eminente. El resto del elenco, que en su mayor parte había hecho la pieza en su versión teatral, es excelente, con lucimiento particular del viejo Ed Wynn en su pintoresco dentista, de Shelley Winters (premio de la Academia) en la Sra. Van Daan y de Joseph Schildkraut en su padre Frank, una composición llena de autoridad. Con ellos y con un equipo técnico superior (en fotografía, escenografía, montaje, sonido) Stevens ha conseguido un film que dentro de pocos años tendrá el valor de un documento sobre una humanidad perseguida, arrinconada y aniquilada por otra parte de la especie humana. Si ese documento se excede en ciertas zonas con la técnica y con el desarrollo narrativo, si prefiere la eficacia de la aventura y del suspenso antes de la espontaneidad y de la simplicidad del documento humano original, es porque le costó subordinar ante Ana Frank las necesidades de una superproducción (que precisa ser eficaz, compulsiva) y las inclinaciones de sí mismo, que se luce como director virtuoso más allá de lo que su tema le pedía. El aficionado le apreciará ese despliegue, que en algunas escenas es un magisterio cinematográfico. 12 de abril 1960.

:

Delirante

Los vampiros del sexo

(Des femmes disparaissent, Francia-1959) dir. Edouard Molinaro. HAY POCO SEXO y ningún vampiro en esta historia de golpes y crímenes, dedicada a la dudosa proposición de que Robert Hossein puede luchar solito contra una banda de catorce malandrines franceses, todos ellos feroces y crueles. El motivo de esa lucha, concentrada en unas pocas horas, es que Hossein quiere impedir para su novia (Estella Blain) el destino de ser exportada por una banda de traficantes de blancas. Para lograrlo tiene que irrumpir en una fiesta donde se seducen mujeres cándidas, y en la empresa lucha unas veinte veces contra los villanos. Aunque éstos dominan reiteradamente la situación no se deciden a matarlo, y así se suceden más fugas, más encuentros, más tretas y más golpes de los que se pueden contar en una historia del cine negro francés. La acumulación es contraproducente. Al vigésimo encuentro entre Hossein y el villano Philippe Clay, que juega de verdugo tranquilo, el público se ríe con toda razón.Y cuando el film explota en un tiroteo final, cuyas facilidades no se veían desde los más tiernos cowboys de la matinée, las carcajadas llegan al extremo. El director Edouard Molinaro no quisiera enterarse de cómo se le ríe la gente. Desde que su nombre fue inscripto en la publicitada Nouvelle Vague, donde las palabras superan a las realidades, Molinaro hace declaraciones sobre la libertad creadora y los caminos del realizador joven. Y desde Acorralado (Le Dos au mur, 1958), que fue su primer film largo, Molinaro era sospechoso de hacer más técnica que sustancia, más rebuscamiento de cámara e iluminación que estructura dramática y fuerza narrativa. Aquí se dedica a la violencia física sin preocuparse de motivarla y de hacerla creíble, con el resultado de que pierde puntos como realizador, sin ganarlos siquiera en la aceptación comercial de su producto. Si es para esto que quiere la libertad creadora, parece preferible que se dedique a ser un artesano más dentro de la enorme y esclavizante industria. Le quedan el consuelo de que Orson Welles ha hecho también estas cosas y la esperanza de hacer algo mejor mientras es joven. Quizás habría sido mejor que nadie hubiera inventado la expresión Nouvelle Vague, después de todo. 12 de abril 1960.

: Música para adolescentes

Un tierno y salvaje amor

(Es war die erste Liebe, Alemania Occidental-1958) dir. Fritz Stapenhorst. DEBIÓ SER SIMPLE Y CRISTALINO el asunto de este film, que describe el efecto del primer amor en una pareja adolescente. El episodio es importante para el galán, que está inclinado al sacerdocio y que es llevado por su tío a unas vacaciones para que llegue a saber, en las palabras de otro personaje, cómo es el mundo


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al que quiere abandonar. Lo que sigue es bastante obvio. Se enamora de la muchacha campesina, es correspondido, ambos pasan alguna dificultad, y después viene un final que no debe ser adivinado. Aunque el asunto tenía cierta fibra poética, el libreto no excede la mera corrección. Autores y director se inclinan al artificio para introducir dificultades a la pareja: un animalito muerto, una tempestad, un niño ahogado, cuya posición en la trama no parece bastante elocuente. Contra esos artificios, hay méritos de naturalidad y toques sentimentales en algunos momentos, una adecuada interpretación por la dama joven Marion Michael (el galán Christian Wolff es más tieso de lo debido) y un excelente trabajo fotográfico por Kurt Grigoleit, que parece muy suelto para tomar a la pareja en el campo o en un lago y que incluye algún prodigio de baile y de agitación en un parque de diversiones. El factor más constante del film es sin embargo la música de Norbert Schultze, un inspirado que ha hecho trabajos espléndidos en el cine alemán (Sinfonía de una vida, Los sitiados, Rosemarie entre los hombres). Temas de Bach, Beethoven y Mozart asoman en la partitura, apoyados en el pretexto de que es músico uno de los personajes, pero es en una canción romántica, asomada reiteradamente como un leitmotiv, que el film encuentra a menudo su expresión poética. El resto del asunto tiene menos inspiración y se puede preparar con un vistazo previo a los modelos suecos y griegos en el género. 13 de abril 1960. Títulos citados Rosemarie entre los hombres (Das Mädchen Rosemarie, Alemania Occidental-1958) dir. Rolf Thiele; Sinfonía de una vida (Symphonie eines Lebens, Alemania-1943) dir. Hans Bertram; Sitiados, Los (Kolberg, Alemania-1945) dir. Veit Harlan.

: Tumba sin sosiego

El discípulo del diablo

(The Devil’s Disciple, Gran Bretaña-1959) dir. Guy Hamilton. ESTE NO ES UN FILM HISTÓRICO, aunque ocurra en 1777, ni es un film de acción, aunque en cierta medida se ponga a describir la insurrección de las colonias americanas contra el dominio inglés y aunque un par de refriegas físicas induzcan a creer que es una de sus finalidades. En el texto teatral de George Bernard Shaw, que escribió El discípulo del diablo en 1897, lejos de toda posible influencia cinematográfica, la pieza era un pequeño melodrama y un estudio de caracteres. En sus términos, sostenía la existencia de otra identidad bajo la que los hombres presentan. El aventurero Dudgeon es tomado por un clérigo protestante y condenado erróneamente a la horca por el ejér-

cito inglés. Entonces acepta noblemente ese papel, a pesar de que está considerado por vecinos y familiares como un disipado y como un alumno del diablo. Entretanto, el clérigo Andersen es llevado por las circunstancias a convertirse en un hombre de acción, y es él quien obtiene el rescate del prisionero. Este intercambio de vocaciones pudo ocurrir en otro lugar y fecha. Si ocurre en la rebelión americana de 1777 es porque Shaw encontró allí un marco adecuado de circunstancia bélica, y quizás también porque tenía la intención de lanzar sarcasmos sobre puritanismo, religión, diabolismo y ejército inglés. Nadie ha creído por otra parte que ésta fuera una gran obra, y menos aun el propio Shaw, que en uno de sus brillantes prólogos, con opiniones sobre muchas materias, pronosticó que el texto quedaría al descubierto como el raído melodrama popular que técnicamente es. Pero Kirk Douglas y Burt Lancaster, que figuran entre los productores del film, no quisieron ese olvido, y sacan la pieza al descubierto para aparente lucimiento de sí mismos, como aventurero y como clérigo. En la empresa han procedido a una amplia modificación de Shaw. Todo tema de puritanismo y educación ha desaparecido. Una batalla campal y una pelea de Lancaster con ingleses aparecen incorporadas. Distintos detalles de anécdota y de motivación han sido rehechos. Y se ha inventado un insinuado romance entre Dudgeon y Mrs. Anderson, que Shaw no sólo excluyó claramente de su pieza, sino que previó desde el prólogo como una de las tentaciones que había que evitar en la representación. Pero ni Douglas ni Lancaster ni el director Guy Hamilton ni los libretistas Dighton y Kibbee llevan el menor apunte a Shaw. Hacen en Inglaterra un film pensado con los criterios hollywoodenses en la materia, un poco más de acción, un poco más de romance. Todo lo cual, con los debidos descuentos de falsear al original, no estaría mal si funcionara como relato y si consiguiera sustituir unos mecanismos dramáticos por otros. Pero el caso triste es que el film es una híbrida mezcla de sarcasmos Shaw con acciones western, sin que la anécdota parezca clara ni crezca en la expectativa o la emoción de su público. Es un film confuso y disperso, que se queda a veces en el traslado teatral de un autor eminente (las escenas del testamento, de la captura y del juicio son casi literales) y que otras veces transa a la imposible pelea del muchacho y los bandidos. Está muy bien actuado por Laurence Olivier (su personaje fue ampliado) en un general inglés que dice sus ironías con particular levedad, con buenos momentos de composición por Kirk Douglas y con el mismo Lancaster de siempre. La primera dama Jeanette Scott es en cambio una inepta gritona, que no se merecía una ampliación de papel; lo mejor que puede decirse de ella es que es bonita. Hace unos 25 años Shaw se negaba a autorizar que sus piezas fueran llevadas al cine. Temía la deformación y la caída en la mediocridad. Exigía el respeto literal a su texto, y obtuvo algo similar (en Pygmalion, en Comandante Bárbara, en César y Cleopatra). No tenía razón, desde luego, porque la fidelidad que importa mantener en esa traslación de teatro a cine no es la del diálogo sino la del sentido, y lo que hay que buscar son equivalentes cinematográficos del diálogo que se omita. Pero desde


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su tumba Shaw debe pensar hoy, como era su hábito, que tenía toda la razón, y que autorizar la deformación del Discípulo del diablo, en su estructura y en su sentido, era un disparate. Encontrará apoyo entre gente más viva. 22 de abril 1960.

Es rutinaria la dirección de Ronald Neame, que debutó aquí con tímido pie en el cine americano tras una larga carrera inglesa. También rutinaria pero más grave es la partitura musical de Miklós Rózsa, que repite increíblemente, por enésima vez, los acordes que una vez le festejaron en Días sin huella3 y que después colocó con mínimas variantes en muchas otras partituras de su abundosa carrera.

Títulos citados César y Cleopatra (Caesar and Cleopatra, Gran Bretaña-1946) dir. Gabriel Pascal; Comandante Bárbara (Major Barbara, Gran Bretaña-1941) dir. G. Pascal y (sin figurar) Harold French y David Lean; Pygmalion (Gran Bretaña-1938) dir. Anthony Asquith y Leslie Howard.

24 de abril 1960.

:

: Segundo velo

El séptimo pecado

Drama tenso

La sentencia

(La Sentence, Francia-1959) dir. Jean Valère.

(The Seventh Sin, EUA-1957) dir. Ronald Neame. ESTA ES LA HISTORIA de la mujer adúltera que se regenera y encuentra la verdad y el bien. Hay que reconocer al argumento y a la adaptación su buen aporte a esa comprometida causa en que se ve envuelta Eleanor Parker. El amante es un acomodaticio (Jean-Pierre Aumont) que prefiere no llevar el asunto muy lejos. El marido (BillTravers) es un tolerante que da a su mujer amplias oportunidades de enmendarse. El ambiente es el de China, vagamente actual, con una epidemia de cólera en la que hay que sacrificarse y hacer surgir los buenos sentimientos. Un cínico que parece muy cínico (George Sanders) resulta no ser muy cínico y dar buenos consejos. Y en materia de buenos consejos no hay nadie tan eficaz como la monja superiora (Françoise Rosay), que se distrae un rato de la epidemia para indicar a la protagonista cuál es su deber. En esas circunstancias, ya no es importante que la primera dama no sepa quién es el padre de su próximo hijo. Todo andará bien. Lo único que anda mal es la convicción de este melodrama. Hacia 1934, y bajo el título de El velo pintado (o The Painted Veil) esta novela de Somerset Maugham sirvió como vehículo de Greta Garbo (con George Brent, Herbert Marshall, dirección de Boleslawski) y parecía muy apropiado para públicos femeninos, quizás porque en la época este tipo de mujer con doble fondo moral se usaba con toda abundancia en el repertorio de Kay Francis, Joan Crawford, Constance Bennett y otras luminarias. Esta nueva versión de 1957 no ha hecho progresar mucho el asunto, que está excedido de pantallas con fondos chinos proyectados y de diálogos que explican afanosamente los datos previos a cada situación. Aunque la cámara se mueve con insistencia, el asunto no se mueve de su convencional diagrama. Sus mejores apoyos están en la interpretación de Sanders, de Rosay y casi siempre de Eleanor Parker, esa buena actriz que parece frenada por las pocas y tibias oportunidades que se le han dado. En cambio es bastante torpe la actuación de Bill Travers y de Jean-Pierre Aumont, sobre cuya vida interior llegan débiles noticias a la pantalla.

UNA GRAN CONCENTRACIÓN dramática, con unidades de acción, tiempo y lugar, es el rasgo principal de este film, que pertenece a la nueva promoción del cine francés. Es la historia de cinco resistentes durante la ocupación nazi. Realizan un atentado, son hechos prisioneros, encerrados en una habitación con dos ventanas al mar, y notificados que morirán en una hora. De sus esperanzas y desesperanzas, de su mutua relación, que incluye varios grados entre el amor y el reproche, se nutre el asunto, que progresa sin desviarse hasta su previsible final. En las primeras y últimas escenas, como paréntesis a una situación de índole teatral, el film sale a los exteriores para documentar primero el atentado y después la ejecución, en ambos casos con un deliberado laconismo: allí está la acción necesaria, dicha en tomas largas y pausadas, sin interferencias de diálogo, sin explicaciones superfluas, y con una marcada belleza plástica. El diálogo era en cambio el gran peligro de la parte central del relato, porque no es fácil evitarlo cuando el único material es presentar a cinco personajes entre cuatro paredes, y porque el diálogo era así la salida más fácil y menos emotiva para ese drama. Hay algún exceso ocasional en el libreto: algún monólogo de Robert Hossein durante un ataque histérico; un amor convencional y conversado entre Marina Vlady y Roger Hanin, una lectura en alta voz del escrito que los condenados dejan en su celda antes de la ejecución. Pero la norma es, sin embargo, la de proponerse una economía. Buena parte de la situación central está hecha con acción y cámara: en la afanosa búsqueda de una salida de la celda, en la amarga contemplación de cómo fracasa un intento exterior de rescate, en la tensión de un bombardeo aliado que puede suponer la liberación para los cinco prisioneros pero que también puede adelantar su muerte (Por poco nos liberan del todo, comenta uno de ellos). Con las esperas, las miradas, los sonidos exteriores, la minucia para apuntar detalles (el único cigarrillo compartido reflexivamente entre los tres hombres, la 3

The Lost Weekend (EUA-1945) dir. Billy Wilder.


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búsqueda de un quehacer para entretener los nervios) el film va construyendo su tensión. El resultado no llega a la grandiosidad, no alude a una crisis más amplia que la de sus cinco personajes individuales, apenas si roza los problemas del heroísmo, como el cine polaco supo hacerlo por ejemplo en La patrulla de la muerte (Kanal, Wajda-1957), que se proponía una mayor trascendencia. Pero es un drama eficaz, nítido, a menudo incisivo. El director Jean Valère ha debutado con este título en el largometraje, y aunque visiblemente está apoyado por un fotógrafo superior como Henri Decae (que ha manejado la cámara en la mitad de los films de la Nouvelle Vague), hay que ponderarle su noción de los tiempos cinematográficos, su elección sobria y medida de los elementos físicos y sonoros que necesita en cada escena. Es ciertamente una promesa. En el elenco no hay grandes papeles ni grandes interpretaciones. Un poco más de hondura hubiera beneficiado a Marina Vlady, que nunca llega a parecer una mujer enamorada que debe enfrentar a la muerte. 27 de abril 1960.

: Dickens según David Lean Grandes ilusiones (Great Expectations, Gran Bretaña-1946) sería la primera de las dos adaptaciones del novelista Charles Dickens que el director David Lean realizaría en su carrera. Actúan John Mills, Jean Simmons, Valerie Hobson, Martita Hunt, además de registrar el debut cinematográfico de Alec Guinness en el secundario papel de Herbert Pocket. Lean nació en 1908, se acercó al cine a los veinte años, fue asistente de montaje, de fotografía y de dirección, luego encargado de montaje para varios films ingleses de preguerra y finalmente director en 1942, cuando realizó Hidalgos de los mares en colaboración con Noel Coward. Mantuvo esta sociedad con Coward durante cuatro años y tres films, de los que el más prestigioso sería Lo que no fue. De inmediato realizó Grandes ilusiones y Oliver Twist, sobre Dickens. En los diez años siguientes realizó varios títulos que la crítica calificaría de técnicos y fríos (Apasionada, Pecado de Madeleine, Sin barreras en el cielo, Es papá el amo), obtuvo un éxito particular en 1955 con Locura de verano, mediante una combinación calculadísima (Venecia-Katharine Hepburn-Eastman Colourmontaje) y otro éxito mucho mayor en 1957 con El puente sobre el Río Kwai, que no sólo mereció varios premios de la Academia y un amplio reconocimiento de la crítica, sino que fue un excepcional éxito público. En 1960 Lean proyecta un ambicioso film sobre Lawrence de Arabia, para el que varios nombres famosos han sido mencionados como colaboradores.

Grandes ilusiones había sido adaptada por lo menos dos veces al cine (en Estados Unidos, 1917 y 1934) y cuando Lean decidió comenzar su versión lo hizo luego de un detenido estudio de otras novelas de Dickens y de sus posibilidades cinematográficas, ya señaladas por Eisenstein y otros. Su principal preocupación fue obtener una adecuada pintura de época, visible en escenografía, vestuario y caracterización. Pero este cuidado exterior está condicionado y trasmutado por su presentación en la pantalla. Se ha señalado que algunas de las escenografías no son realistas, sino que están deformadas o estilizadas para obtener una más eficaz perspectiva ante la cámara. Y similarmente, muchas escenas están planeadas con minuciosa previsión del montaje posterior, un rasgo que en cierto sentido define la orientación y la experiencia de Lean como técnico. La aparición inicial del penado Magwitch ante el niño David Lean Pip, en una zona de pantanos, está construida con tal precisión de planos, sonidos y tiempos, que su efecto es provocar en el espectador el mismo terror que en el niño; la escena ha pasado después a los ejemplos memorables en los manuales sobre montaje. Una eficacia similar es obtenida por otros recursos de estricto lenguaje cinematográfico, de los que la fotografía con profundidad de campo es un frecuente ejemplo. La novela es un franco melodrama, desde la infancia humillada del niño Pip hasta la herencia que recibe de un protector misterioso y luego hasta la vida adulta y fácil que el protagonista lleva en Londres. Entre ambos tiempos hay un hilván de la ilusión, de la fantasía y del recuerdo, un amor imposible, un incendio que destruye al pasado. Para adaptarlo, Lean debió prescindir inevitablemente de una parte del prolongado Dickens, síntesis aún más explicable si se tiene en cuenta la minucia de detalle con que encaró algunas zonas. En el nuevo equilibrio a que debió llegar, la crítica coincidió en señalar como más satisfactoria la parte inicial, quizás porque allí son más directas las emociones infantiles que Dickens recreara, quizás por la mayor facilidad en reproducir sus ambientes y sus tipos novelescos. De la posterior vida adulta en Londres, con un mundo rico y caótico para transcribir, sólo queda en el film una superficial sinopsis. En su momento, Grandes ilusiones recibió de la crítica, y particularmente de la crítica inglesa, una objeción de artificio y de frialdad. Se sostuvo que los valores dramáticos aparecían sacrificados a la decoración, y que al director no le importaban realmente los sucesos de su argumento, sino que los usaba solamente como un pretexto, como un ejercicio de estilo. Esta objeción, padecida también por otros directores (particularmente Orson Welles, Carol Reed, Max Ophüls, Hitchcock) tiene dos descargos claros. Uno es la dificultad natural de tomar literalmente en este siglo los temas de Dickens y creer en su autenticidad. Otro es la utilidad posterior de éste y otros ejercicios de estilo, porque a la luz del impacto emocional y del éxito público que obtuvo luego con Locura de verano y con El puente sobre el Río Kwai, David Lean puede aducir que su perfección técnica y su minucia formal se orientaban hacia un claro progreso. 4 de mayo 1960.


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56 • H.A.T. • Obras incompletas • Tomo II-B Títulos citados (todos dirigidos por David Lean) Apasionada (The Passionate Friends, Gran Bretaña-1948); ¿Es papá el amo? (Hobson’s Choice, Gran Bretaña-1953); Hidalgos de los mares (In Which We Serve, Gran Bretaña-1942), dir. Noël Coward y D. Lean; Locura de verano (Summertime, Gran Bretaña-1955); Lo que no fue (Brief Encounter, Gran Bretaña-1945); Oliver Twist (Gran Bretaña-1948); Pecado de Madeleine, El (Madeleine, Gran Bretaña-1949); Puente sobre el río Kwai, El (The Bridge on the River Kwai, Gran Bretaña / EUA-1957); Sin barreras en el cielo (The Sound Barrier, Gran Bretaña-1952).

: El brillo de la extravagancia

De repente en el verano

(Suddenly, Last Summer, EUA-1959) dir. Joseph L. Mankiewicz. ESTE DEBE SER el drama más insólito, rebuscado e imposible que haya llegado a una pantalla desde las propuestas exóticas que la avant garde hizo treinta años atrás en el cine europeo. Es también, curiosamente, uno de los dramas más absorbentes del cine moderno, y el espectador podrá llegar al rechazo y a la repugnancia después de terminado, pero difícilmente dejará de comprometerse en su desarrollo y en la lenta investigación de las causas de una muerte, ocurrida antes que la acción comience. El tema es el homosexualismo de un joven poeta, y en una última instancia es también un caso de canibalismo, porque ese protagonista es no sólo destrozado por una patota sino, se insinúa, mutilado por ella. La repugnancia es así una sensación muy legítima frente a ese caso, que en definitiva representa poco o nada para entender la naturaleza humana, y que está más cerca de la alucinación de un dramaturgo que de un apunte honesto sobre ninguna clase de realidad. Pero ese dramaturgo es Tennessee Williams, que acumula oficio e inventiva para dar salida teatral a sus rebuscamientos personales, y su asunto ha sido adaptado, vestido, pausado e interpretado por algunos sólidos profesionales del cine de hoy. Un resultado es que el drama presenta un pulimento civilizado, de buena retórica, y tras él va revelando horrores cuya intensidad no parece expresable en palabras. Otro resultado es que este compendio de homosexualismo, canibalismo, morbo, celestinaje y locura, que podría resbalar por su misma índole ante la atención de espectadores en sus cabales, resultará una obra de controversia y de discusión. Y, sin embargo, es difícil ver cómo esta rareza, vestida con habilidad, montada con suspenso, interpretada con calidad, puede llegar a otra trascendencia que la de interesar momentáneamente a su espectador. La habilidad narrativa es fácil de ver: consiste en que el adolescente y extinto poeta Sebastian sea descrito primero por su madre (Katharine Hepburn) en términos de ser refinado y exquisito, y luego por su prima quizás demente (Elizabeth Taylor) en palabras tales que insinúen un misterio, una explicación a encontrar. Es un cirujano ana-

lítico (Montgomery Clift) quien escucha esos testimonios en largos monólogos, y quien confronta después a ambas partes y a otros familiares para averiguar las circunstancias en que Sebastian ha muerto. Lo que encuentra es horrible: es que la madre sirvió habitualmente de señuelo para atraer a otros hombres que dieran satisfacción sexual a su hijo y que después, en el último verano, cuando la madre había perdido ya su atractivo, fue sustituida por la prima en una operación a la que pocas mujeres se habrían prestado. Ese mecanismo de la averiguación, que supone partir de un sitio para llegar a otro más profundo, es la habilidad con que la pieza teatral y el film llevan a su espectador curioso. Pero fuera de esa habilidad, y con una perspectiva mayor sobre sentido y sustancia del drama, hay poco en que apoyarse. El caso de Sebastian es ultra especial, y el asentimiento activo de dos mujeres a sus desviaciones sexuales lo es aún más. El personaje de la madre, llevado desde la agudeza de sus primeras observaciones a la locura final, es un disimulo efectuado con truco por el libretista, sin bastante motivación de que sean las revelaciones finales las que provocan su demencia. Y a su vez la locura de la prima empieza por la inconvicción, porque hay demasiado equilibrio, demasiada sensatez en sus palabras. El film es objetable como cine y el director Joseph L. Mankiewicz es el primero en saberlo. Pese a todos los cuidados de fotografía, decoración y música, que suponen en primer término un extremo esmero del productor Sam Spiegel, no hay expresividad cinematográfica sino transcripción teatral, con dos largos monólogos para ocupar casi enteramente la primera mitad de los 114 minutos, y con un planteo de teatro visible para el monólogo final de la revelación. Todo lo cual está super decorado con imágenes incidentales: una calavera buscada en los interiores para sustanciar una mención de la muerte, plantas carnívoras en el inmenso jardín, una sobreimpresión de playas y patotas para el relato final de Elizabeth Taylor. Pero a pesar de esos juegos, el resultado nunca es enteramente cine, y no porque el diálogo no pueda tener un lugar legítimo en la expresión cinematográfica, sino porque éste no es un enfrentamiento de lucha, sino una conversación lateral entre dos personajes para enterarse de la vida y la muerte de un tercero. Las cosas deben ocurrir en la pantalla, y la única forma de hacer cine con esta pieza de Williams era reescribirla. Entre la curiosidad y la repugnancia, entre el interés por un misterio y el rechazo por su solución, podrá oscilar buena parte del público. Habrá en cambio un acuerdo previsible sobre la calidad de la interpretación femenina. No sólo Katharine Hepburn está señorial y brillante, con ese énfasis peculiar en acentuar la palabra más significante de casi todas sus frases, sino que Elizabeth Taylor obtiene una labor dedicada, sentida, que en las últimas escenas llega a una instancia de entregamiento y pasión que parecía increíble en la actriz. Por ellas y por Mercedes McCambridge, en una tía charlatana y mediocre, es necesario ver este drama extraño y alucinante, concebido por una mente cuyo futuro podrá ser, también, la insanía o el suicidio. Hasta dónde podrán llegar los temas de Tennessee Williams es un enigma. 6 de mayo 1960.

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Suspenso eficaz

Caja fuerte 713

(Banktresor 713, Alemania Occidental-1957) dir. Werner Klingler. CON EL MODELO de Rififi, que se usa mucho, ésta es la historia de un robo hecho mediante horadación de paredes, hasta llegar a la caja fuerte del Banco, y sacar algún dinero. Lo que ocurre antes de esa empresa no es muy importante. Procura dar una motivación para el robo, que cometen dos hermanos (Martin Held, Hardy Küger), uno de ellos porque en la posguerra no tiene empleo ni salida económica posible, y el otro porque es un débil de carácter que se deja arrastrar. En la descripción de esas situaciones, donde Nadja Tiller aparece como novia impaciente del primero, el libreto no se ha esmerado mucho. El robo es en cambio un prolijo relato cinematográfico. Se hace con la ficción de dos obreros que componen algo en las alcantarillas, sortean cables eléctricos y telefónicos, perforan varios muros intermedios y llegan a destino. Esa operación está mostrada con todo detalle físico, y comentada por los inconvenientes que se asoman: un sereno aquí, una anciana que baja a un sótano, una alarma policial bastante desorientada, un desperfecto telefónico que puede traer a otros operarios hasta el sitio del hecho. El resultado es muy eficaz como suspenso. Los últimos minutos son por otra parte un verdadero hallazgo, con una solución sobria e irónica para la aventura. Aunque el tema se ha explotado con frecuencia, desde el abundante Rififi hasta su tremenda parodia en Rufufu (o Los desconocidos de siempre) puede recomendarse este nuevo ejemplar alemán. Tiene dos rasgos virtuosos muy peculiares. Uno es que cuenta lo suyo sin desviarse, llenando su metraje con los detalles procedentes de toda la operación. Otro es que empieza débilmente, como una historieta más, y va creciendo sin pausa en el interés del espectador, hasta un final inspirado. 11 de mayo 1960. Títulos citados Desconocidos de siempre, Los (I soliti ignoti, Italia-1958) dir. Mario Monicelli; Rififi (Du rififi chez les hommes, Francia-1955) dir. Jules Dassin.

: Picardía de París

Amores clandestinos

(Le Chemin des écoliers, Francia / Italia-1959) dir. Michel Boisrond. EL ANTECEDENTE NATURAL de esta comedia semisatírica es La travesía de París (La Traversée de Paris, dir. Autant-Lara-1956) con la que comparte al mismo autor Marcel Aymé, a los mismos adaptadores Aurenche y Bost, el mismo

ambiente de Francia ocupada (1943), el mismo aire cínico para notificar, sin drama alguno, que las circunstancias obligaban a la viveza y que expedientes tales como enriquecerse con el mercado negro, adular a los alemanes, engañar a los padres o hacer el amor cerca de las criaturas de cuatro años, formaban parte de la conducta normal. En un sentido todo eso era muy amoral, pero los autores se abstienen de condenarlo. Llegan al otro extremo, y lo relatan con viva complacencia. Es probable que también lo exageren. El ambiente de Francia ocupada no es, sin embargo, el centro del asunto, sino un telón de fondo. Lo que ocurre al frente es apenas una peripecia individual, escasamente representativa de su tiempo y lugar, con tantos factores de azar y coincidencia que toda intención de descripción social se disipa. Es una historia de las dobles relaciones que un adolescente (Alain Delon) sostiene con sus semejantes. Por un lado parece un buen estudiante y un buen hijo de familia, con cariño por su papá y su mamá (Bourvil, Paulette Dubost). Por otro tiene una amante y dos amigos (Françoise Arnoul, JeanClaude Brialy, Pierre Mondy) con los que combina varias operaciones: sexo, lujo, mercado negro, simulación de personalidad. El relato es la historia de una de esas elaboradas mentiras, con sus causas, sus desarrollos, sus contratiempos, su descubrimiento y su perdón. Al principio parece que la anécdota será un síntoma de una época y un lugar, pero poco tarda en advertirse que podría ocurrir en cualquier lado, con muy pequeñas modificaciones. Como es habitual en el realizador Michel Boisrond, que hizo Una parisién (Une parisienne, 1957), la vida sexual ocupa aquí un sitio en la vidriera. Una parte integra ostentosamente la trama, con raptos entusiastas de la pareja central en público y en privado. Otra parte ha sido agregada por Boisrond a título de picardía adicional, distrayéndose de su asunto para describir las vinculaciones poco sentimentales entre Bourvil y una mujer de cabaret, entre Brialy y una ex amante, entre una secretaria de oficina y el afanoso chico de los mandados. Hay cierto ingenio de situación y diálogo en esa acumulación, narrada con seguro oficio por el director, por los libretistas y particularmente por la cámara de Christian Matras, un hombre literalmente inquieto que sufre cuando no puede mover una escena entre varias habitaciones. El resultado es entretenido e insustancial, está bien interpretado principalmente por Bourvil, y deja la sensación de que el director sabe astutamente cuáles son los ingredientes necesarios para un film de éxito, aunque no tuvo aquí la habilidad de terminar su trama con una nota aguda y la disuelve en una caída de la tensión. Es obvio que Boisrond será un hábil comerciante de su técnica. 23 de mayo 1960.

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Policial rara

Con las horas contadas (D.O.A., EUA-1949) dir. Rudolph Maté.

ES MUY ORIGINAL el comienzo de esta extravagancia, donde Edmond O’Brien se presenta a la policía a denunciar un crimen y notifica que el asesinado es él mismo. La explicación es un envenenamiento, que le hace vivir con las horas contadas. Dedica sus últimas energías a narrar cómo llegó a esa situación, cómo ubicó al criminal y cómo se vengó. Lo que está por el medio es complicadísimo y trivial. Supone grandes cantidades de azar, un adulterio, un robo, un crimen, un atentado, una múltiple ficción de identidad, entre media docena de personajes. Y es minuciosamente increíble, en cuanto a desarrollo policial y en cuanto a conducta de todos y cualesquiera de esos personajes. Parece una fantasía, desde el así llamado “envenenamiento luminoso” para abajo. Este fue en 1949 uno de los primeros films originales que escribieran Clarence Greene y Russell Rouse, dos inconformistas que seguirían luego su carrera con El pozo de la angustia (donde una niña en peligro dividía a una aldea) y con El ladrón (donde Ray Milland y otros se abstenían de decir una sola palabra de diálogo). La originalidad es un valor estimable, pero el talento lo sería más. El relato de Con las horas contadas incluye todos los clisés de la más violenta novela policial americana, culminados en un villano sádico que hace Neville Brand, y descansa enteramente en diálogos que procuran hacer entender, sin éxito, su complicado asunto. Como cine, lo mejor que tiene es el abundante rodaje en exteriores de San Francisco y de Los Ángeles, ubicando sus muchas peleas en la calle, en una fábrica y en una auténtica drugstore americana. Ese marco y cierto nervio para acumular episodios inverosímiles son los créditos de un film que nunca pareció muy recordable y que ahora paradojalmente se reestrena. 2 de junio 1960.

traición milenaria por el que las pirámides debieran contemplarlo. Por otro lado llega Saba con regalos, quiere seducir a Salomón con fines aviesos y termina en gran trance de amor y sufrimiento, con un niño en camino. A esa altura Sanders y los egipcios han sido derrotados, después de haber cantado victoria. Los grandes públicos deben saber que la película termina bien, aunque la muchacha no se quede con el muchacho. Triunfan los buenos y mueren los indios, por lo menos. Para hacer este super western, que sería inofensivo si no introdujera torcidas nociones de historia en las cándidas mentes infantiles, King Vidor se fue con mucha gente a España y gastó cinco millones de dólares, en parte para que Gina Lollobrigida cambiara el vestuario cada dos minutos y en parte por el malentendido de que al fallecer repentinamente Tyrone Power (en noviembre 1958) era necesario suplirlo por Yul Brynner y seguir con el film, desperdigando la oportunidad de cancelarlo. Con tal motivo perdura hoy este largo recitado en colores y pantalla ancha, donde todos los diálogos son fornidos y sentenciosos, para ser dichos en bastardilla, y donde la lentitud de la acción y varias torpezas de movimiento escénico obligan a preguntar si el veterano King Vidor habrá llegado realmente a España. Cerca del final hay algunos minutos espectaculares, donde el ingenioso Salomón enceguece al ejército enemigo con espejos y lo desparrama por un precipicio, pero en el conjunto ése es el único despertar de una apatía general, y es muy poco para quien ha dirigido antes La guerra y la paz (War and Peace, 1956). En el libreto se cuelan las citas más bíblicas sobre la sabiduría salomónica (una alusión lateral al Cantar de los Cantares, otra alusión sobre la Vanidad de las Vanidades, una decisión judicial sobre dos madres que disputan a un hijo), pero no hay que llamarse a engaño sobre la sustancia del film. Escrito por mentalidades hollywoodenses y monologado por Yul Brynner, todo el libreto está al borde del ridículo y a menudo más adentro. Revela que King Vidor ha perdido el sentido de autocrítica, un hecho que la historia del cine confirma y lamenta.

Títulos citados Ladrón, El (The Thief, EUA-1952) dir. Russell Rouse; Pozo de la angustia, El (The Well, EUA-1951) dir. Leo C. Popkin, Russell Rouse.

3 de junio 1960.

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: Más mandamientos

Broma fácil

(Solomon and Sheba, EUA-1959) dir. King Vidor.

(Babette s’en va-t-en guerre, Francia-1959) dir. Christian-Jaque.

Salomón y la reina de Saba EN 140 MINUTOS ocurren sólo dos cosas y ninguna de ellas con mucho desarrollo. Por un lado Salomón y su hermano Adonijah (Yul Brynner, George Sanders) tienen un entredicho sobre el trono israelita, con triunfo del primero y poca resignación del segundo, que llega a pasarse a los egipcios para reconquistarlo, en un acto de

Babette se va a la guerra

NO HAY QUE TOMARSE muy en serio esta historieta, porque en todo el equipo de realizadores no hay nadie que quiera tal cosa. La idea es contar cómo Brigitte Bardot es redespachada de Inglaterra a Francia, durante la ocupación nazi (1940), para raptar al general alemán Hannes Messemer y demorar al enemigo. Las circunstancias la


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llevan a colaborar con la Gestapo, que también vigila mucho al general en cuestión, y finalmente BB triunfa en la empresa. Para ello hacen falta grandes cantidades de azar. También hace falta que no haya bastante inteligencia en los personajes de todos los bandos. Para hacer animosa y divertida esta broma, hacía falta un poco más de ingenio y un poco más de dinamismo. Las dos condiciones escasean. Entre cinco libretistas, un director y un productor, todos empeñados en una superproducción costosa en colores, no supieron ver que cierto mínimo de realidad era necesario para retratar al capitán inglés, al jefe de la Gestapo, al capitán francés (Ronald Howard, Francis Blanche, Yves Vincent) y a otros personajes esenciales de la aventura. Los falsean hasta la machietta, y lógicamente sólo extraen de allí el humor más burdo y fácil. Los personajes y las interpretaciones de BB y del galán Charrier, que apenas figura, se acercan a lo impalpable. Cualquiera pudo hacer esta película, teniendo dinero para los gastos y para las estrellas. Es la fórmula más fácil posible, no propone ningún acto creador y supone en cambio una producción adecuada para Christian-Jacque, empeñado durante los últimos años en ser un director de éxito. En otros tiempos el hombre parecía un inquieto. 7 de junio 1960.

: Policial brillante

La bahía del Tigre

(Tiger Bay, Gran Bretaña-1959) dir. J. Lee Thompson. LA REALIZACIÓN ES TAN HÁBIL que pocos harán cuestión de que el tema haya sido tan usado. En lo sustancial, ésta es la investigación de un crimen cuyo único testigo es una niña, y supone así el doble precedente de La ventana, donde la situación era idéntica, y de El ídolo caído, donde un niño interfería en un mundo adulto al que no comprendía bien. La primera virtud de La bahía del Tigre es que el libreto sea orgánico, progrese de principio a final, aporte una motivación para cada incidente y cada personaje, sin perder empero el tiempo en demasiadas explicaciones. Hay una motivación comprensible en el criminal (Horst Buchholz), un marinero que es buena persona y que mata en un arranque de pasión a la mujer que lo humilla. Hay también una motivación en el inspector policial (John Mills), que no logra hasta cerca del final una identificación del culpable y que procede desde el principio con buena lógica, despistado razonablemente por otro sospechoso (Anthony Dawson). Entre ambos extremos está la niña que por azar ha presenciado el crimen (Hayley Mills). Es el personaje

más entero y logrado. Le entusiasman las armas y los juegos de varones, se deja ganar primero por el miedo hacia el criminal y su tentativa de secuestro, y después por un lazo afectivo, incluso una amistad, que surge entre ambos y que la inclina a proteger a quien iba a denunciar. Y es además una niña mentirosa, histriónica, que gana tiempo en los interrogatorios, mira furtivamente los relojes, se burla de los adultos cuando puede y se niega a entender que la verdad sea algo más importante que su placer o su ilusión. Libreto y dirección han dibujado con riqueza este personaje, dando amplia descripción de sus inclinaciones y de sus disimulos, pero es gracias a la pequeña actriz Hayley Mills (hija de John Mills) que adquiere total convicción en el film, con algunos momentos atribuibles a su competencia personal y no ciertamente a ninguna maniobra de arreglo y montaje por los realizadores. La actriz obtuvo por este personaje un premio en Berlín (1959), y la crítica americana ya ha señalado su nueva labor en Pollyanna como una superación. Las otras habilidades del film están en el mejor repertorio del género. Los escenarios son auténticamente del puerto de Cardiff y aparecen explorados en numerosos exteriores, siempre como fondo real de la acción, nunca como mero paisaje. La fotografía es funcional, casi perfecta, con una frecuente sagacidad para tomar el objeto, la expresión o el ángulo; una permanente competencia de montaje se suma a esa virtud, generalmente para eslabonar la acción con todos los datos necesarios, y a veces para hacer saltar la atención, con una sirena de barco que irrumpe sobre una frase decisiva de un interrogatorio. Entre esa artesanía, la de una música astutamente colocada y la inventiva con que el asunto progresa sin pausa, La bahía del Tigre se coloca entre lo mejor que puede hacerse en el género policial. Es un film entretenido, brillante, inteligente, con destellos de actuación en todo el elenco, donde la pequeña Hayley Mills tiene de competidores a su muy eficaz padre y al sensible Buchholz. Nadie desentona. Hace pocos años que J. Lee Thompson, salido del teatro, se puso a dirigir cine, alternando entre la aventura y el drama psicológico. Lo que ha obtenido hasta ahora (particularmente Mientras espera la noche, Sombras en su vida, Brindis para un espía) es de alta eficacia. Seguramente no le importa a fondo ningún tema, y quizás no tenga nada propio que decir, pero en cuanto a cine como entretenimiento y en cuanto a despliegue de habilidad formal, es un director que merece total confianza. Se puede ver dos veces La bahía del Tigre para disfrutar sus aciertos. 15 de junio 1960. Títulos citados Brindis para un espía (Ice Cold in Alex, Gran Bretaña-1958) dir. J. LeeThompson; Ídolo caído, El (The Fallen Idol, Gran Bretaña-1948) dir. Carol Reed; Mientras espera la noche (Yield to the Night, Gran Bretaña-1956) dir. J.L. Thompson; Pollyanna (EUA-1960) dir. David Swift; Sombras en su vida (Woman in a Dressing Gown, Gran Bretaña-1957) dir. J. L. Thompson; Ventana, La (The Window, EUA-1949) dir. Ted Tetzlaff.

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Narrador admirable

Tren nocturno

(Pociag, Polonia-1959) dir. Jerzy Kawalerowicz. LA ANÉCDOTA ES SIMPLE Y LINEAL. Ocurre en un viaje por tren, desde la partida hasta la llegada, con una noche en el medio. Uno de los pasajeros huye de algo; quizás sea él un criminal que los diarios mencionan, prófugo tras haber matado a su mujer. Su compañera de compartimento está huyendo de un galán con el que ya no quiere saber nada. El galán viaja en otro vagón y procura llegar hasta ella. Una pasajera coqueta parece empeñada en engañar a su marido con el primero que le haga caso. Y junto a estas figuras hay un insomne, un solterón, un sacerdote, una revisora de pasajes. Lo que atrae en la presentación de estos personajes es la absoluta naturalidad con que surgen a la pantalla. No se asoman: con todo rigor son buscados por la cámara. Y no dicen de sí mismos más de lo que suelen intercambiar los pasajeros de tren en sus viajes ocasionales, y así el espectador no es informado de nada más que lo que ve: durante casi toda la narración ignora por qué se pelearon estos amantes, qué tragedia amarga a este hombre, ni casi nada que haya ocurrido antes de empezar el viaje. A menudo el film procura hacer de su espectador un pasajero más, que se esforzará como los otros en curiosear una relación personal entre terceros o en perseguir al criminal cuando está identificado. En estilo y en técnica el film se integra con otros antecedentes polacos y particularmente con los dos títulos previos del director Jerzy Kawalerowicz: con La sombra (Cien, 1956), donde el director no explica la relación interior entre sus tres episodios y deja que el público la llegue a entender cuando el relato ha terminado, y con El verdadero fin de la guerra (Prawdziwy koniec wielkiej wojny, 1957), donde una tragedia de invalidez y de incomunicación está presentada audazmente, sin aclaraciones, sin diálogos. Como esos films y como casi todo el cine polaco, Tren nocturno presupone la participación del espectador: su curiosidad por los datos y las motivaciones que el lacónico relato sólo alude, o su sentimiento por las melancolías, las desilusiones y las crisis de personajes a los que sólo ha conocido superficialmente, como compañeros de viaje. Cerca del final, el tren se detiene, el criminal fuga, todo el pasaje y la policía corren tras él a través de un cementerio. Después de esa dinámica aventura, siguen unos minutos de opresivo silencio, y casi sin palabras, en una serie de primeros planos, el film marca estados anímicos que en esa persecución han culminado: un cura levanta una cruz caída, un deportista se jacta de haber llegado entre los primeros, el fugitivo extiende una amplia mirada de reproche a quienes lo han derrotado, una mujer delatora queda conmovida y tiesa, aterrada ante las consecuencias de una palabra que ha dicho. La gran atracción del film es que no se conforma con ser una crónica neorrealista, superficial, humorística, de un viaje en tren. Hace eso, y lo hace muy bien, pero además insinúa aquí y allá un drama oculto, una ilusión sentimental, la admisión de un fracaso. Ese poder de sugestión, que alude reiteradamente a algo más de lo que muestran las imágenes, está dado en casi todo el film por una melodía sin palabras, canturreada por una voz femenina, recogida luego por un vibráfono y una guitarra. Pero está también en las imágenes mismas: una mirada recogida en

primer plano, una contemplación final entre dos hombres, que en silencio sobreentienden mutuamente su distinta relación con una mujer. La técnica fotográfica es un asombro sin respiro, como ya lo ha sabido hacer Kawalerowicz en sus films previos. Pero es además una técnica dominada, servicial. Su objetivo suele ser que el espectador se sienta en ese tren un pasajero más, y en lugar de planos amplios utiliza así planos cercanos, personales. Cuando se comprende la reducción de espacio físico de un tren superpoblado, la fotografía debe ser estimada como un prodigio, porque el director y su fotógrafo Laskowski apoyan la cámara al borde de ventanas que debieran reflejar su imagen, la enfocan hacia arriba y hacia abajo con la soltura del mismo ojo humano, y la hacen correr hacia adelante y hacia atrás, entre pasillos llenos de gente, con una suerte de magia para prescindir de obstáculos. Como técnica, en el sentido que un artesano o un aficionado saben estimar, este trabajo fotográfico es algo para revisar y analizar. Como expresión cinematográfica, como técnica disciplinada para una finalidad, es un trabajo aún más estimable, porque comprime al espectador en los límites de la acción, lo abruma con todos los datos físicos posibles, excita su curiosidad por tener otros datos y de pronto lo fija en una sorpresa, en un acto dramático, en un objeto o un gesto que adquiere un repentino valor simbólico. Más que un vano asombro, esta fotografía produce una sensación de elocuencia, adquiere la entidad de una hábil narradora. Hace poco Andrzej Wajda se planteaba en una entrevista, tras conversaciones sobre su Patrulla de la muerte (Kanal, 1957) y su Cenizas y diamantes (Pópiol i diament, 1958), uno de los problemas centrales de su cine nacional: qué debe hacer el cine polaco cuando se agote el interés por los temas de la guerra, que han ocupado buena parte de su afán artístico en los últimos años. En Tren nocturno se aporta una de las respuestas posibles. Si alcanzaron esta técnica, esta capacidad narrativa, esta fuerza de sugestión cinematográfica, los directores polacos pueden hacer un cine a la vez virtuoso y entretenido, quizás con temas menores, pero seguramente con una habilidad formal y una continua eficacia. Con sus claros límites de tema, que no quiere ser esencial, el film es un pequeño prodigio. 24 de junio 1960.

: La gran farra

Risas y más risas

(When Comedy Was King, EUA-1959) prod. Robert Youngson. ESTA ES LA SEGUNDA RECOPILACIÓN de cine cómico mudo que ha emprendido Robert Youngson, autor de otro muestrario conocido aquí como Los reyes de la risa (The Golden Age of Comedy, 1957). Este segundo es aún mejor que el primero, por virtud de selección. Aunque no todo está en un mismo nivel de brillantez, los nombres de cómicos incluidos son lo más famoso


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del período 1914-28 que aquí se cubre. Y los films seleccionados rescatan las más preciadas virtudes del género, que estaba descubriendo el movimiento cinematográfico con la incesante invención de ideas. Inventario de la recopilación: 1) Charlie Chase tiene un ataque de hipo en una sala cinematográfica; 2) Tres fragmentos de Charlie Chaplin en sus primerísimas comedias de 1914; 3) Mabel Normand y Roscoe Arbuckle defienden su amor contra un villano que les inunda la casa; 4) Wallace Beery ata a Gloria Swanson sobre los rieles, hasta que llega un perro y luego el rescate; 5) Harry Langdon y su esposa contratan a una nueva sirvienta; 6) Snub Pollard inventa el desayuno mecánico y un vehículo callejero prodigioso; 7) Buster Keaton y un carro de mudanzas se burlan de toda la policía de la ciudad; 8) Ben Turpin descubre en la nieve a las bellezas de Mack Sennett; 9) Billy Bevan empuja varios autos con destino incierto; 10) Edgar Kennedy, Stuart Erwin y sus novias no consiguen comprar helados por varios tropiezos callejeros; 11) Laurel & Hardy destruyen la casa de Jimmy Finlayson mientras éste destruye el auto de ellos. Todos estos fragmentos son breves o parecen serlo, con excepción de los números 3, 4 y 5, que se alargan sin bastante invención. Han sido transcriptos con respeto por el original, sin inventarles pantallas anchas ni reforzar efectos sonoros. Y han sido comentados discretamente, con un narrador que ubica épocas, informa que años después Arbuckle sería figura de escándalo y Chaplin figura de controversia, y da algunos datos para los cultores de la fama, como señalar que Frank Capra inventó el episodio de Billy Bevan, y que Leo McCarey y George Stevens fueron director y fotógrafo del episodio Laurel & Hardy. El resultado es, adecuadamente, el de una antología que junta, elige y coordina su material. Es también un resultado muy gracioso, porque contiene los prodigios de movimiento que estos cómicos, sus libretistas y sus directores hacían con imaginación, con fotografía, con montaje y con truco. Ese movimiento es sorprendente en un baile ocasional (fragmento 4), en todo el episodio de Keaton y en el de Erwin-Kennedy, que reitera un mismo recurso con dificultades siempre renovadas para llevar cuatro helados de un sitio a otro. Como descripción de personalidad cómica, el de Keaton es también muy elocuente. Pero tanto en inventiva como en personalidad, el mejor episodio es el que culmina la serie, donde Finlayson se molesta con Laurel & Hardy que le tocan el timbre en la casa. Su batalla posterior, con daños físicos brutales a la propiedad privada, está hecha de gran devoción para romper cosas y de gran paciencia para contemplar cómo el enemigo las rompe. Los extremos a que allí se llega son una larga carcajada. En los últimos cinco años Hollywood ha hecho demasiada comedia teatral, con tecnicolor, CinemaScope y poblados diálogos a la búsqueda del chiste perdido. Un vistazo a lo que se podía hacer en el pasado, con más cabeza que dólares, puede ser beneficioso. Es una lección divertida, además. 30 de junio 1960.

:

Demasiado tártaro

Tempestad

(La tempesta, Italia / Francia / Yugoslavia-1958) dir. Alberto Lattuada. HAY ALGUNAS BONITAS ESCENAS espectaculares en este fresco histórico. Narran la toma del fuerte de Bjelogorsk, o el enfrentamiento de las caballerías en la llanura, o una orgía en la corte rebelde, o un baile imperial en la corte de Catalina de Rusia, todo ello pretextado por la rebelión del cosaco Pugachev, hacia 1773, con apoyo de miles de cosacos y tártaros, fingiendo ser el zar Pedro III y el aspirante al trono. Para rodar esas escenas, el productor De Laurentiis y sus colaboradores emplearon miles de hombres, miles de caballos, miles de vestuarios, miles de dólares, miles de miles, cámaras especiales, co-producción internacional al nivel de la mayor ambición, en un estilo cuyo ejemplo más ajustado es La guerra y la paz (War and Peace, dir. King Vidor-1956) del mismo productor. Habrá miles de espectadores a quienes llenar el ojo. Es una lástima que ese despliegue no esté integrado como drama ni como plástica. La doble anécdota que da base al espectáculo cuenta la rebelión y la caída de Pugachev, por un lado, y la ambigua situación de un oficial imperial, que por haber salvado una vez la vida del rebelde y haber merecido su agradecimiento, es llevado con el tiempo a la alegada condición de traidor a sus filas. Ese material novelesco pudo estar pensado, escrito e interpretado con más rigor, pero como los productores atendieron solamente a lo espectacular, la anécdota se les queda en líneas esquemáticas. Se habla de vez en cuando de la gran miseria campesina, que justifica una rebelión popular, pero la miseria no está ni siquiera insinuada en la pantalla. Se habla de grandes amores y grandes traiciones, pero no hay grandeza en esa formulación, para la que el libreto se conforma con frases enfáticas de tremenda simpleza. Escenas que debieron ser intensas, como la inicial en que Catalina exhorta a sus generales a defender el reino, aparecen expuestas con un simple mecanismo teatral de gente parada que conversa. Datos narrativos necesarios a la comprensión de la acción, como la estrategia de dos ejércitos en el llano, aparecen dichos en una informativa conversación de dos generales sentados. Y momentos preparados para una culminación dramática, como el perdón final de la emperatriz, son salteados por la cámara y referidos brevemente en un diálogo posterior. Todo parece torpe y descaminado, quizás como una consecuencia de que Alberto Lattuada no es director para esta ambición y de que pierde las riendas de su ilación dramática si debe manejar más material del que le cabe entre las manos. El elenco es muy irregular, desde una espléndida composición de Van Heflin en el caudillo rebelde, concebido en los moldes barbados y truculentos de un Orson Welles, hasta la declarada histeria con que Agnes Moorehead ataca sus frases más simples. En el medio hay poses por Silvana Mangano (heroína), Viveca Lindfors (emperatriz) y Vittorio Gassman (fiscal), viñetas ligeramente cómicas por Robert Keith (general) y Oscar Homolka (sirviente) y un poco de dignidad por Geoffrey Horne (héroe). Méritos


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más claros tienen Mario Chiari en la dirección artística y Maria De Matteis en los vestuarios; ambos habían colaborado ya con De Laurentiis en La guerra y la paz, y se lucen cómodamente cuando pueden gastar dinero. Para la carrera del productor, ésta no es una superación del precedente. Es un retroceso en el que sólo exhibe con solvencia la guerra. Los problemas de la paz se le quedan en el tintero, sin Tolstoy que los escriba ni drama que lo sustituya. Con los ojos bastante llenos de cosacos, barbas, tártaros, caballos, colores y llanuras, nadie se dará cuenta de la omisión. 5 de julio 1960.

: Poeta en el cine ruso

La balada del soldado

(Ballada o soldate, URSS-1958) dir. Grigoriy Chukhray. ESTE ES EL SEGUNDO film del director ruso Grigoriy Chukhray, cuyo debut en El 41 señaló uno de los momentos promisorios del nuevo cine soviético. El renacimiento del cine ruso data aproximadamente de 1955 y está todavía en pleno desarrollo. Sus causas han sido establecidas en la muerte de Stalin (1953), la mayor autonomía de los grupos de producción, la reducción de la censura oficial, el crecimiento del volumen de títulos (desde diez films en 1951 a 60 en 1955 a 120 en 1959), la consiguiente diversidad de temas, el ascenso de los jóvenes graduados en la Escuela de Cinematografía. Rasgos similares pueden encontrarse, por otra parte, en el cine de Polonia, de Hungría y de Checoslovaquia durante los mismos años. En el caso particular del cine ruso, el contraste entre los films del renacimiento y los anteriores del realismo socialista ha sido muy marcado. Se trata en parte de una liberación estética, con mayor inventiva en la fotografía, en el montaje, en el color, hasta un grado de audacia que años antes habría sido llamado “formalismo”: ciertos efectos fotográficos de La casa en que vivo, casi todo el tratamiento visual de Vuelan las grullas. Es quizás significativo, además, que la segunda parte de Iván el Terrible de Eisenstein, prohibida oficialmente por “formalismo” en 1946, haya sido exportada oficialmente en 1958. Bajo las formas nuevas debe señalarse una renovación temática esencial. El cine ruso no se atuvo solamente a las causas revolucionarias y nacionalistas, sino que comenzó a explorar la psicología humana, el mundo de los sentimientos, los problemas de la moral. Versiones cinematográficas de obras de Shakespeare, Chejov y Cervantes son sólo la parte exterior de esos nuevos objetivos temáticos. En temas propios aparecieron el humorismo, la sátira local, el amor, el adulterio, la ilusión del futuro, la obsesión del destino o de la muerte. El ser humano comenzó a ser atendido con una verdad psicológica desconocida hasta entonces. Los films más notorios de la renovación son hoy más estimados que ningún título del realismo socialista, y así han florecido elogios mundiales para Una lección de la vida

(Raizman), El 41 (Chukhray), Vuelan las grullas (Kalatozov), La casa en que vivo (Koulidjanov y Seguel), El destino de un hombre (Bondarchuk), sin perjuicio de la obra de otros directores (Alexandre Alov, Vladimir Naumov, Youri Ozerov, Joseph Kheifitz, Alexandre Ivanov) que aparecen ponderados por la crítica europea. Dentro de esa nueva promoción, que en el conjunto parece más valiosa (aunque menos publicitada) que la Nouvelle Vague francesa, el nombre de Chukhray se ha destacado con un sello personal y una aclamación crítica a través de sólo dos films. Chukhray nació en 1921 en Ucrania, hijo de campesinos. Hasta la adolescencia se inclinó sucesivamente por la escultura, las artes dramáticas y la mecánica. A los 16 años viajó a Moscú y llegó a entrar a la Escuela de Cinematografía, pero antes de completar su primer curso fue movilizado al frente de lucha en Finlandia (1940). En la guerra inmediata con Alemania sirvió como paracaidista, fue herido cinco veces, llegó al grado de capitán, sirvió en el sitio de Stalingrado desde el primero al último día. La paz de 1945 lo encontró herido, comenzando una larga convalescencia durante la que reanudó sus estudios en la Escuela de Cinematografía, contra expresa indicación médica. Allí fue alumno de Serge Youtkevich y luego de Mikhail Romm. Terminó sus cursos en 1953, con la salud ya recuperada. Tras haber sido asistente del mismo Romm, debutó como director en 1956 con El 41. Presentado en Cannes 1957, el film fue título principal en las referencias a la nueva promoción del cine ruso. En esa línea de renovación del cine soviético, esta Balada del soldado se inscribe con la fuerza de algunas escenas memorables, nacidas no sólo de una comprensión sino, aún más, de un fuerte sentimiento sobre el amor, el destino, la separación, la muerte. Su material se compone de emociones primarias y esenciales: su forma es la de un cinematografista nato, pese a alguna imperfección. Que un artista de esta sinceridad pueda surgir en el cine ruso de hoy, sobre las fórmulas y las limitaciones que han sido habituales, es ante todo un hecho auspicioso para esa industria, que nunca obtuvo en todos sus años de arte ultradirigido el apogeo que hoy obtiene cuando permite un cine con sello personal. La balada del soldado tuvo dos años de elaboración como libreto. Allí Chukhray y su coautor Valentin Ezhov (también veterano de guerra, con una vida muy parecida a la de aquél) narraron algunos incidentes imaginados por ellos, pero alusivos a ciertas experiencias bélicas, propias y ajenas, en los cuatro años de lucha. El objetivo no es empero la guerra, sino la descripción de conflictos dramáticos individuales provocados por ella: un amor que nace y se interrumpe, dos matrimonios enfrentados a distintas crisis, los varios tormentos de la ilusión y del recuerdo, todo ello en el inmenso panorama de una sociedad afectada por la escasez, la urgencia y la incertidumbre. El plan es describir una parte de la vida civil de Rusia en guerra, a través de un soldado que, tras un acto heroico, obtiene permiso en el frente para visitar brevemente su hogar. Tras unos minutos de acción bélica, indispensables para fijar la motivación, el tema narra ese viaje del soldado en jeeps, ferrocarriles y camiones. En lo principal, cuenta su romance con una muchacha encontrada por azar, y a esta anécdota se suman las viñetas ocasionales del viaje: un soldado que quedó inválido no quiere volver a su hogar porque teme destrozar ahora la felicidad de su mujer; otro soldado envía a su esposa un mensaje (y dos trozos de jabón) por intermedio del protagonista y éste se encuentra así una adúltera; un bombardeo causa varias muertes en uno de los trenes. Al final, tras contratiempos y demoras,


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el protagonista llega a su hogar y encuentra a su madre, pero apenas con el tiempo de dar un abrazo y partir de nuevo al frente. No hay otro tema que esa sucesión lineal de episodios, entroncados por el viaje. Sobre la línea de la aventura, lo que surge del conjunto es el retrato de una realidad social dura, que se apunta en los detalles con un aire casual. Las multitudes que luchan por subir a los escasos trenes, la falta de alimento y de jabón, el silencio con que un grupo de campesinos escucha por un altoparlante las noticias de una derrota, los camiones que pasan indiferentes ante el protagonista que pide ser llevado, suponen una visión más dramática, y ciertamente más auténtica, que la que fuera habitual en un arte dirigido, y hay que recordar los clisés dramáticos de Arco Iris de Donskoy (1944) para apreciar la diferencia que la perspectiva introduce en dos versiones de un mismo pueblo en guerra4. Es, sin embargo, en lo individual que Chukhray apunta drama y poesía con más firmeza e intensidad. Tiene, ante todo, una visión personal y emocionada del drama colectivo, de la incertidumbre, el dolor y la muerte que afectan a todo un pueblo. Bombardeos, éxodos, alejamientos de seres y sitios queridos, son expresados por el director con pocas palabras nostálgicas en los diálogos (un grupo de emigrantes en un tren, hacia el final) y sobre todo con la poesía y la magia del mismo movimiento cinematográfico. La cámara reitera imágenes de trenes, camiones, jeeps y pelotones de soldados que se alejan hacia el horizonte, y reiteradamente queda quieta ante ese alejamiento, como un testigo apenado, marcando puntos suspensivos de una amargura que ha sido establecida segundos antes y que crece cuando perdura. Junto a estos enfoques colectivos, las pocas viñetas individuales adquieren una intensidad aún mayor, hecha del mismo sentimiento y del mismo lenguaje. El director ha señalado en breves diálogos el drama del inválido, su escrúpulo en volver al hogar, y luego le alcanza presentarlo silencioso en largas imágenes, reflexionando ante la ventanilla del tren, indeciso y apenado en una vida interior que el espectador ya sobreentiende sin explicación alguna. Y cuando el inválido y su mujer se alejan abrazados desde una estación de trenes, ese drama y su futuro quedan firmes con esa única imagen que se va distanciando de la cámara. Esta expresión visual poderosa, concentrada, está presente en todo el film: el protagonista quieto e impotente frente a las ruinas de un bombardeo, un largo abrazo mudo con la madre reencontrada, un anciano que dice una mentira piadosa y es mirado por una niña que sabe la verdad y calla. Donde la poesía visual adquiere su máxima intensidad es en el romance entre el protagonista y la muchacha. Tras las hostilidades y desconfianzas iniciales (se han encontrado solos y desconocidos en un vagón de carga, donde ambos son pasajeros clandestinos) ese romance crece de a poco, con una progresión de ternura y de simpatía. Culmina en una separación ocasional y luego en el reencuentro y en la comprensión de que entre ellos ha surgido un amor todavía no confesado. Y para contarlo así, Chukhray pasa de los primeros escorzos de comedia a un apunte de expresiones en los rostros, hasta un momento memorable en que la pareja, ya al borde de la separación, es mostrada en varios primeros planos sucesivos: los dos juntos y mirándose, rostro de ella, rostro de él, otra vez ella, otra vez él. El abrazo subsiguiente los encuentra en el andén, despidiéndose casi sin hablar, y esa serie H.A.T. criticó duramente Arco iris en el momento de su estreno y luego ratificó sus argumentos en una extensa polémica. Ver Tomo I, págs. 318 y 883.

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Películas / 1960 • 71 de fundidos termina, sentidamente, con la imagen de la muchacha, sola en la estación, su figura recortada contra un cielo gris, en una larga pausa llena de nostalgia, tras la que se superponen líricamente, los recuerdos, las imágenes y las palabras nunca dichas de un romance que sólo pudo comenzar para ambos personajes. Ese momento es de poesía cinematográfica, y habría que buscar en los mejores hallazgos de John Ford (en escenas de Viñas de ira, Largo viaje de regreso, Qué verde era mi valle o Fuimos los sacrificados) para encontrar similares de esta inspiración. El material de Chukhray surge, como el de Ford, de una atención a las emociones esenciales: el amor por una mujer o por la madre, la amistad y el compañerismo, la idea intolerable de una separación, la comprensión de algo efímero que se destroza para siempre. Y el lenguaje cinematográfico, como el de Ford, es también simple e intenso: un hecho que se establece, una admisión silenciosa de sus consecuencias, una mirada de comprensión, una imagen que perdura durante algunos segundos, algo que se ve ir y que no volverá. En la carrera de Chukhray, con un solo film como antecedente conocido, esta Balada del soldado supone una superación y también una transición. En el conjunto del tema, como en su pormenor, supera a El 41 con una inspiración más amplia y más noble. Allá el romance y la aventura se agotaban en una peripecia individual, y aquí sirven para enfocar también un cuadro colectivo. Allá el romance era abrupto y aquí crece con medida progresión. Allá los fundidos fotográficos, las habilidades de montaje, las nociones de tiempo y de pausa, los calculados primeros planos servían a la aventura física y aquí sirven a la sutileza dramática. La superación es muy clara. Y aun así, no se podría valorar a esta Balada del soldado como una obra perfecta, y quizás deba entenderse que Chukhray no ha obtenido aún el pleno dominio de su inspiración. Un hombre que sabe sugerir con imágenes de tan tremenda fuerza ha debido tolerar las inútiles explicaciones verbales de principio y final, que rompen la pureza poética. Algunas escenas, como la de los emigrantes en el último tren, parecen incompletas o truncas de construcción. Y cuando Chukhray coloca a dos niños que juegan con pompas de jabón en las escaleras de la casa de la adúltera, es obvio que está persiguiendo un símbolo, un comentario lateral a ese drama episódico, pero el efecto no surge emocionalmente en la pantalla, y allí queda inconcluso de desarrollo y de sentido. La construcción episódica ramifica además el tema y dispersa su fuerza central. Pese a estas y otras limitaciones, seguramente inevitables en un realizador joven, La balada del soldado pide la estimación y la sensibilidad de una obra singular. En declaraciones formuladas al crítico Georges Sadoul, durante Cannes 1960, Chukhray aportó los pocos datos personales suyos que hoy se conocen, negó toda influencia de John Ford y se definió como un romántico por toda la vida, tesis de la que ambos films son buenos fundamentos. El film inmediato de Chukhray se titula Cielo despejado y describe, en dos etapas, la situación de una mujer cuyo marido partió a la guerra un día después de la boda. Pasan los años, el hombre es dado por muerto, la viuda se niega a un segundo matrimonio y con mucha dificultad conserva aquel recuerdo y aquella ilusión. En la segunda etapa, y por milagro, el marido vuelve del extranjero, donde era prisionero. Aquí, dice Chukhray, comienza el verdadero drama: el hombre no es como aquél que ella había conocido o imaginado. La concepción es, otra vez, la de un romántico. Una lectura del libreto de La balada del soldado (publicado como relato


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en Isskoustvo Kino, abril 1959, y transcrito en Cinema 60, abril) permite señalar diferencias, agregados y omisiones con el film definitivo, pero no deja ver lo que sólo puede surgir del film: una inventiva visual, una noción de tiempo, desarrollo, pausa, reflexión, que convierten a La balada del soldado en la obra de un poeta. 9 y 12 de julio 1960. Títulos citados Arco iris (Raduga, 1944) dir. Mark Donskoy; Casa en que vivo, La (Dom, v kotorom ya zhivu, URSS-1957) dir. Lev Kulidzhanov yYakov Segel; Cielo despejado (Chistoe nebo, URSS-1961) dir. Grigoriy Chukhrai; 41, El (Sorok pervyy, 1956) dir. G. Chukhrai; Destino de un hombre, El (Sudba cheloveka, URSS-1959) dir. Sergey Bondarchuk; Fuimos los sacrificados (They Were Expendable, EUA-1945) dir. John Ford; Iván el Terrible (Ivan Groznyy, URSS, 1944) dir. Sergei M. Eisenstein; Largo viaje de regreso (Long Voyage Home, EUA-1940) dir. John Ford5; Qué verde era mi valle (How Green Was My Valley, EUA-1941) dir. J. Ford; Una lección de la vida (Urok zhizni, URSS-1955) dir. Yuli Raizman; Viñas de ira (The Grapes of Wrath, EUA-1940) dir. J. Ford; Vuelan las grullas (Letyat zhravli, URSS-1957) dir. Mikhail Kalatozov6.

: Mal genio

Un rey en Nueva York

(A King in New York, Gran Bretaña-1957) dir. Charles Chaplin. ESTA NO ES LA OBRA DE UN GENIO. Es la obra de alguien que tiene personalidad propia, opiniones propias, un largo contacto con el cine, el dinero necesario para hacer su propio film. También tiene una historia detrás, un conflicto ruidoso con parte de la opinión pública norteamericana. Y hace Un rey en Nueva York, desde Inglaterra, para manifestar por esa sociedad americana una mezcla de desdén, crítica y burla. De la intención misma no hay que quejarse. No se puede exigir a un genio la conformidad con las ideas y las maneras de su tiempo, y quien levante la perspectiva para pensar en las rebeldías a través de los siglos (en Jesús, en Galileo, en Picasso) sabrá que el inconformismo es buena condición y que una rebeldía puede ser útil. No hay que asustarse de las ideas de Chaplin, ni siquiera de las que tan explícitamente formula en este film. No le gustan el macarthysmo, la inquisición en las convicciones personales, el estímulo a la delación de comunistas reales o presuntos. Cientos de intelectuales americanos, con y sin conflicto personal, están de acuerdo con él. No le gustan los extremos de la publicidad comercial, los adolescentes que bailan en los pasillos de los cines, el sensacionalismo de la televisión. Miles de espectadores americanos están de acuerdo con él, y hasta se ha hecho un film sarcástico, duro, feroz (Un rostro en la muchedumbre de Elia 5 6

También circuló con el título Hombres de mar. En Argentina se estrenó como Pasaron las grullas.

Kazan y Budd Schulberg) para apuntar objeciones similares. Las ideas de Chaplin no son exóticas. Son las de una crítica social que muchos comparten. Pero Un rey en Nueva York no sabe expresar esas ideas. Están puestas allí, en rápidas viñetas de la primera mitad y en todo un tema de delación política que ocupa la segunda. Y como el nombre de Chaplin es atractivo y el público va a ver lo que él hace, es probable y aun seguro que sus ideas y observaciones sobre la sociedad americana llegarán a conocimiento general. A un genio debe exigírsele empero que no se confíe en esa difusión garantida, sino que transporte sus ideas a la forma artística que ha elegido y que haga algo más que un voceado editorial de sus opiniones. Esto es lo que Chaplin no sabe hacer. Con un vicio verbal que arranca de los últimos minutos de El gran dictador (1940) y que ha proseguido a través de Monsieur Verdoux y de Candilejas, el film descansa en sus palabras hasta el tedio. Entre una situación y otra, este rey exilado y su embajador (Oliver Johnstone) conversan en el cuarto de hotel con la más antigua formulación teatral. El rey va a una escuela y escucha discursos. La sátira de la televisión se apoya en lo que allí se dice (propaganda de pésimo gusto sobre la transpiración y el mal aliento). Y a cambio de esa conversación, no hay una estructura y una coordinación para el asunto, que se asoma y se interrumpe sin la menor ilación: una entrevista entre el rey y su mujer está puesta sin utilidad narrativa ni gracia; una visita de la Comisión de Energía Atómica al hotel está presentada y cortada sin la menor lógica. Como en todo su cine sonoro, Chaplin piensa un largo tema a golpes parciales, y no lo arma después. Así dispersa su propia intención. En lugar de presentar a una América convulsa por el clima de delación y por los extremos más absurdos del anti-comunismo, presenta alrededor de un niño americano (Michael Chaplin) un pequeño caso individual, insuficiente de motivación, de desarrollo y de patetismo. Y para sí mismo, en su papel de rey exilado, Chaplin se conforma con ser un personaje pasivo, sin firmeza de ideas, ajeno a lo que ve, nunca entero ni emotivo. Es bastante absurdo que el realizador arme toda una complicada trama para que su rey aparezca acusado de comunismo y después deshaga la acusación sin dar el menor motivo. Parece muy claro que su film erra el golpe. Le queda el humorismo. A veces está aplicado con intención, en sátiras momentáneas de adolescentes bailarinas, de sinopsis cinematográficas, de orquestas de jazz en el restaurant, de cantantes populares (Cuando pienso en un millón de dólares, se me saltan las lágrimas, se escucha cantar a un tenor callejero con letra de Chaplin, un realizador muy exigente con los derechos comerciales de ésta y otras películas7. A veces el humorismo es incidental e inofensivo: sentarse sobre una torta de crema, ensuciar con engrudo la cara de dos cómicos, hacer perseguir a dos personajes en un hall de hotel con complicadas correrías. De eso y de algo más hay que decir lo peor que se puede opinar de Chaplin: no tiene gracia. Se le nota el esfuerzo, el afán de hacer algo cómico, pero su pobre retribución es media docena de carcajadas en el público más infantil, mientras algunos chistes (como la imitación del dentista que deja instrumentos en boca del paciente mientras atiende al teléfono) se quedan en la tristeza. La intencionada sátira a la cirugía facial es, por ejemplo, una penuria. Lo que todavía sabe hacer Chaplin es actuar. Con ademanes informa a un mozo que quiere caviar y después sopa de tortuga. Con mímica se pone simpático o Referencia elíptica a los altos precios que Chaplin exigía por su film, motivo de la demora en su estreno comercial.

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serio como se lo piden los fotógrafos del aeropuerto. Y cuando pone el dedo en una punta de la manguera consigue al mismo tiempo la gracia del contratiempo físico y el chiste más intencionado del film, porque termina con el riego burlón de un tribunal de inquisidores. El promedio de ese inventario es muy pobre. Obliga a pensar que Chaplin ha sido una víctima y que clama venganza, pero que ha sido encerrado y limitado por su propia situación personal, con la que pierde perspectiva sobre lo que un genio puede hacer en cine. Para algunos observadores esta será una tristeza de los últimos meses o años. Para otros, que se habituaron a descreer de Chaplin apenas quiso y no supo adaptarse al cine sonoro, Un rey en Nueva York será la confirmación de muchos años de escepticismo. Una vez se dijo que como pensador y como sociólogo Chaplin es un gran cómico, pero ahora hasta la comicidad está aguada. 15 de julio 1960. Títulos citados (todos dirigidos por Charles Chaplin, salvo donde se indica) Candilejas (Limelight, EUA-1952); Gran dictador, El (The Great Dictator, EUA-1940); Monsieur Verdoux (EUA-1948); Un rostro en la muchedumbre (A Face in the Crowd, EUA-1957) dir. Elia Kazan.

: Violento y hermoso

Lo que no se perdona

(The Unforgiven, EUA-1960) dir. John Huston. EL ESTILO Y LA REALIZACIÓN de John Huston sacan adelante el melodrama central de este western, hasta un grado en el que corresponde suponer que el director no se toma en serio el tema pero lo utiliza como adecuado pretexto para hacerse, como de costumbre, un gusto personal. El melodrama es muy elaborado. Ocurre en Texas, alrededor de 1860, en dos haciendas de campos inmensos, y plantea la interrogante y la discusión sobre si la muchacha que vive en una de esas estancias (Audrey Hepburn) es la hermana de sus hermanos (Burt Lancaster, Audie Murphy, Doug McClure) o si por el contrario es una india recogida de una tribu cercana, en alguna de las muchas batallas de los años previos. El melodrama explota cuando desde el fondo del pasado aparece un anciano quizás demente (Joseph Wiseman) que propaga el dato de que la muchacha blanca es india. Y lo que surge desde allí es la división en esa familia y en la vecina, la muerte de un personaje, el ajusticiamiento de otro, el reclamo que los mismos indios formulan para rescatar a esa mujer y la inevitable batalla. Al fondo de esos rencores, crímenes y guerras, en el trazado de los conflictos principales y en algún apunte lateral, el tema plantea una tesis sobre conflictos raciales y comenta amargamente la división de la especie humana. Pero es difícil tomarse enteramente en serio esos postulados. De hecho, el film vindica que una familia blanca pueda robar a una niña india de su cuna y postula finalmente como

justo que esa misma mujer termine por matar a su hermano, para salvar su propia vida en la batalla final. Como señalara un cronista americano, es tentador especular sobre las vueltas que daría el argumento si se tratara de una niña blanca robada en la infancia por los indios. Por arriba de los azares del tema, resuelto en términos individuales, sin un claro simbolismo social, hay que objetar aún que el film parece contemplativo y satisfecho con la orgía de sangre que un conflicto racial provoca. No marca con agudeza crítica la tendencia irracional a hacer cuestión de raza, no se anima a describir a sus personajes como una colección de fanáticos. Los divide en buenos y malos, cambiando la posible sociología por un esquema convencional que sirva a las necesidades del western. En comparación con Gigante (George Stevens sobre novela de Edna Ferber) que manejaba problemas y ambientes muy similares, la autenticidad social de Lo que no se perdona deja mucho que desear. John Huston rescata, sin embargo, el espectáculo, que puede contemplarse con extremo interés durante dos horas, y hasta ser creído en su superficie. La principal contribución del director es dar a ese cuadro un humor robusto, original y violento. Los personajes están retratados con trazos firmes, sin exceso verbal: dos órdenes lacónicas, un silencio y un puñetazo describen adecuadamente la autoridad de Lancaster en su hogar; unas pocas palabras y miradas plantean en un minuto la división de las familias por el conflicto racial. Con un humor pintoresco, tan habitual en su carrera, Huston introduce en esa hacienda solitaria un piano de cola, traído especialmente desde la ciudad al principio del film, y necesario para un episodio posterior; también introduce el curioso dato de que las vacas pueden llegar al techo de la casa (por una ladera contigua) y lo desarrolla más tarde en un episodio de acción. El director ha pensado en los elementos que necesita, y si no hubiera formulado desde el principio los retratos viriles y directos de sus personajes sería menos creíble la violencia final a que llegan. Sobre estos cuidados al libreto Huston agrega aún cierta inusitada belleza plástica, que no está dada solamente por algunas imágenes de amplio paisaje (particularmente una batida en un territorio que se extiende muchos kilómetros ante la vista) sino por el simultáneo cuidado de fotografía, color, luz y montaje. Una escena de doma de potros, una fuga del villano en la tormenta, todo el pormenor de la batalla final con los indios, pertenecen a los mejores logros del género, y hay que recomendar tanto la labor del fotógrafo Franz Planer (que también hizo Horizontes de grandeza) como los hallazgos de movimiento y de ilación que el director introdujo luego al compaginar esas imágenes. En toda la superficie, es algo para ver. Huston ha sido siempre un bohemio y un irregular que de pronto hace algo con muchas ganas y de pronto incurre en claras concesiones comerciales. Las dos horas de Lo que no se perdona dejan entrever que fue muy entusiasmado a filmar en México (le encanta vivir en exteriores) y se puso a improvisar sobre el libreto, agregando toques y episodios. De ese afán quedan en el film cosas que son de su más personal estilo: remojar hombres en el arroyo como una muestra de alegría, hacer abrazar en el agua a dos personajes que se reencuentran tras una larga ausencia, pintar como figura alucinatoria, truculenta e irreal al anciano demente que provoca el drama, personaje en el que Joseph Wiseman hace una composición de antología. Del mismo afán de Huston queda también en el film un desequilibrio inevitable. Puso tanta cosa que después tuvo que sacrificar metraje, y así el tema está contado ahora con algún salto de ilación, con algún personaje que prometía mejor desarrollo (el experto jinete


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indio que hace John Saxon) y con ciertas intensidades y crisis dramáticas que debieron estar respaldadas por una descripción psicológica más detallada y tersa. Audrey Hepburn tiene más glamour y más figuración de estrella que lo que corresponde a una india tímida, abrumada entre dos mundos. Más correctos están Burt Lancaster, en un papel que le calza, Charles Bickford en otro viejo de ideas firmes y Audie Murphy en un cowboy bigotudo y radical, con el que intérprete y director procuran perder de vista anteriores retratos de adolescentes inciertos, incluyendo el de Alma de valiente. Contra todos ellos, que justificaron quizás el capital invertido, hay que ver el film por los minutos de Wiseman, por la fotografía de Planer y por el aporte de Huston, un director que cada tres o cuatro films hace algo personal. 20 de julio 1960. Títulos citados Alma de valiente (The Red Badge of Courage, EUA-1951) dir. J. Huston; Gigante (Giant, EUA-1956) dir. George Stevens; Horizontes de grandeza (The Big Country, EUA-1958) dir. William Wyler.

femeninas. Hay tantas pequeñas ideas en la trama que su línea convencional queda oculta. Y se provoca tanta carcajada en esas vueltas, que mucho público descubrirá los encantos de la comedia sofisticada, un género que Hollywood pareció abandonar hace veinte años. El éxito del film, que se ha mantenido durante semanas en el cartel de varias ciudades, obliga a pensar que el ingenio rinde. Otras comedias de los mismos intérpretes, también en colores, también con lujos de escenografía y pantalla ancha, han sido menos festejadas. Esta otra comedia de alcoba ha sido recibida con amplias risas y con un Oscar de la Academia al libreto cinematográfico. Rock Hudson es un poco menos que el Cary Grant que debería ser, pero está muy arriba de la torpeza de tiempos pasados. A su lado, Doris Day está preciosa y desenvuelta. El mejor intérprete es desde luego Tony Randall, como tercero en discordia, amigo del galán.Todos ellos,Thelma Ritter como mucama afecta al vodka, el renacido Allen Jenkins (tras larga ausencia) como ascensorista y Perry Blackwell como cantante negra en un café, ayudan a pasar el rato con esta lujosa y ágil frivolidad. 22 de julio 1960.

: Linda comedia

Problemas de alcoba

(Pillow Talk, EUA-1958) dir. Michael Gordon.

: Poca resistencia

La cara de la Gata

(La Chatte, Francia-1958) dir. Henri Decoin. UNA ABUNDANTE DOSIS DE INGENIO ha recubierto el plan convencional de esta comedia. La sustancia misma es insignificante. Es un romance entre Doris Day y Rock Hudson, astros máximos de boletería, que se desarrolla en varias etapas: la pelea telefónica, el amor sumergido en un disimulo de identidad, después el descubrimiento de la farsa, otra pelea, la reconciliación. A esa rutina se han agregado varias canciones, el color, el CinemaScope y el afán de vestir a Doris Day con un modelo distinto en cada cambio de escenario, para que esa elegancia sea un tema de conversación. Todo es refinado hasta donde el dinero lo permite, pero también es frívolo y trivial. El ingenio está en los mecanismos que hacen caminar la comedia entre muchos escenarios, y en la picardía de temas sexuales que se insinúan y nunca se dicen. En toda la primera parte, los dos personajes centrales comparten desde distintos apartamentos una misma línea telefónica y se quejan de las naturales interferencias, que el CinemaScope refuerza cuando reparte la pantalla en dos o tres sectores, para ilustrar la múltiple acción simultánea. La simulación de identidad a cargo de Rock Hudson, que adopta un acento tejano y otro nombre para seducir a su enemiga, está apoyada en otras ideas complementarias para hacerla creíble a la parte engañada. La revelación de esa farsa está dicha sobriamente con la sola repetición de una canción, la que lleva a Doris Day a identificar una sola persona atrás de dos nombres. Y la reconciliación final surge curiosamente de un cambio de decoración en un apartamento de soltero, astutamente arreglado para que sea funcional al recibir visitas

FRANÇOISE ARNOUL es presentada aquí como una heroína de la Resistencia francesa durante la ocupación nazi (1943), pero no es verdaderamente muy heroica ni verdaderamente muy resistente. Tras un comienzo promisorio en el que los nazis descubren un trasmisor clandestino y Françoise pierde un marido, la carrera posterior de esta muchacha incluye riesgos novelescos que un verdadero jefe de la Resistencia, como el que hace aquí Bernard Blier, no se habría atrevido a correr. La deja enredar con un periodista suizo (Bernhard Wicki), que desde luego es agente alemán, y así ocurren después las delaciones, celadas y traiciones, que terminan con general tragedia. La culpa es de la poca resistencia de Françoise. Se ha quedado sin un hombre en su vida, y acepta a otro sin mirar a quién. La dirección de Henri Decoin no se inquieta mucho por hacer verosímil esta trama novelesca. Omite cómodamente todas las operaciones de verificación y desconfianza con que tantos los resistentes como los nazis procedieron en aquellas circunstancias. Omite las operaciones pasionales que llevan a correr riesgos. Omite la incertidumbre sobre quién es y quién no es un traidor. Incluye en cambio un retrato truculento de jerarca nazi, a cargo de Kurt Meisel, cuyos rasgos de sadismo y perversión sexual se acercan al clisé de lo que el cine americano hizo con este tema durante la guerra. Los dos puntos verosímiles del film son de menor entidad. Uno es el cuidado, poco habitual, de que los alemanes hablen su idioma en un film francés. Otro es la


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fotografía de Pierre Montazel, muy esmerada en cada toma, con lo que se obtiene una ambientación adecuadamente clandestina y sombría para el asunto. Si todos los personajes hablaran un poco menos, si Kurt Meisel estuviera más equilibrado, si Françoise Arnoul fuera más resistente esta historieta tendría cierto interés.

funcionara en tiempo presente y no como una operación de memoria colectiva. Es presumible que el film haya tenido en Francia la aceptación inevitable a su lustroso elenco, pero el director sabe, antes que nadie, que el cine es otra cosa. 24 de julio 1960.

23 de julio 1960.

:

: Última cena

Maria X

El auténtico Congo Belga

Los señores de la selva

(Les Seigneurs de la forêt, Bélgica-1959) dir. Heinz Sielmann y Henry Brandt.

(Marie-Octobre, Francia-1959) dir. Julien Duvivier. DUVIVIER VUELVE A DESCUBRIR el teatro, después de tantos años en los que hizo de todo con el cine. Su empresa imposible es encerrar en una enorme sala a una mujer y nueve hombres, durante una cena lujosa. La reunión es la de quienes integraron quince años antes un grupo de la Resistencia contra los nazis. El líder de ese grupo ha muerto en 1943, y la reunión de 1958 está convocada con la desatinada finalidad de investigar si esa muerte se debió a la traición de alguno de sus compañeros. A quince años de distancia esa utilidad se hace dudosa, pero los diez personajes se empeñan en la conversación, que empieza con amabilidades y bromas, prosigue con recelos y preguntas, termina en franco melodrama. En teatro no estaría mal. En cine conduce al anticine, porque todo lo que hay frente a la cámara es la conversación de esos diez comensales sobre hechos antiguos y sobre andanzas de terceros. Fijar claramente los hechos, sacar consecuencias, encontrar culpables, es en el caso una simple materia de charla. Y si hubiera pistas de dónde prenderse, o curiosas relaciones recíprocas entre una parte de esos comensales, habría un hilo que seguir. Pero no lo hay. En las cuatro oportunidades en que parece identificarse a un traidor, ese mecanismo depende del malentendido, del exceso. Si los diez comensales fueran prudentes, no habría asunto ni película. Para defender esta empresa imposible, Duvivier ha hecho todo lo que se podía hacer en la superficie. El elenco es muy bueno, en el nivel de actuación teatral que debía esperarse, con mejores brillos en Darrieux, Reggiani y Blier. La cámara de Le Febvre se mueve ágilmente de un rostro a otro, y reiteradamente se advierte que una hábil colocación de personajes ha sido condición previa para ciertos efectos dramáticos. Y como comentario intercalado a las luchas verbales, Duvivier coloca en esa sala un receptor de televisión, donde tres luchadores de catch-as-catch-can se castigan sin dulzura, en una metáfora de diez comensales que se insultan o sospechan. Más abajo de la superficie, Duvivier pierde el tiempo. Su tema exigía otra audacia: una inventiva de situaciones, un racconto ocasional, un asidero para que su drama

ES MUY RICO E INTERESANTE el material condensado en este documental. Fue obtenido durante dos años de filmación por un equipo de varios fotógrafos y técnicos, bajo el auspicio de una institución científica, con el propósito de registrar a la intrincada vida humana y animal del Congo Belga. Comienza con varias tomas descriptivas y majestuosas, en las que se ubica la geografía de la inmensa región, las zonas volcánicas, los ríos, las selvas y las planicies, y en esos minutos iniciales, que contienen algunas asombrosas tomas aéreas, pueden advertirse ya la dedicación y la eficacia de la empresa. Lo que sigue después es un amplio catálogo de la vida animal, observada en la consecución de alimentos, las luchas recíprocas, la época de celo, el cuidado de los hijos. En esta zona el film impresiona como un registro siempre vivo y minucioso. La cámara parece siempre cercana a los animales y obliga a preguntarse cómo se pudieron obtener ciertas tomas de leones devorando a una res, pájaros que construyen su nido, camaleones que luchan sobre una rama y otros episodios a los que el género documental siempre aspira, y en los que las dificultades naturales se suman a la filmación en CinemaScope y color. Aparte del logro fotográfico, que suele tener un nivel de excelencia, hay momentos de construcción cinematográfica, particularmente en los desafíos de un águila a una bandada de pájaros y de varios gorilas a un perro que se introduce en la selva. Por momentos ese escrúpulo de hacer cine, y no sólo un registro pasivo, es lo que prima en el film. Ciertas tomas dinámicas, como los pájaros cuyo vuelo sigue la cámara con precisión, y ciertas secuencias construidas, como la comparación entre un baile de las grullas con un baile de las mujeres nativas, establecen la presencia de realizadores sensibles a su medio expresivo. El film es menos convincente en su descripción de la especie humana. Varias tribus negras aparecen ante la cámara, comparadas en distintos actos a los animales con los que obligadamente conviven, y recogidas por la cámara con la misma minucia dispensada en la fauna. Su quehacer parece auténtico, desde las instrucciones de un brujo hasta los bailes y ceremonias con que se convocan lluvias y caza. Pero el locutor se empeña en explicarlo todo desde la banda sonora, y no sólo le quita su aureola de


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misterio y de rito bárbaro, sino que se introduce en teorías harto discutibles sobre lo que se dice y lo que se quiere decir en esas operaciones. El afán literario tiene habitualmente tales perjuicios, y por hacer bella prosa se dice más de lo que es prudente decir. La parte respetable del film es el registro de lo espontáneo, incluso de lo enigmático. En una escena se muestra a un pájaro que busca alimento y lo lleva a la hembra. Esta aparece encerrada por el macho, junto a su cría, dentro de un tronco de árbol, con una sola abertura mínima para aire y comida. Y la cámara, lujosamente, muestra esa prisión desde fuera y desde dentro. Ninguna explicación de banda sonora puede agregar nada ni sustituir nada en esa curiosa inclinación a construir prisiones para proteger la continuación de la especie. Si los locutores se callaran con más frecuencia, el resultado tendría la fuerza de lo que tan hábilmente muestra. La copia estrenada tiene aproximadamente diez minutos menos que la duración registrada en Estados Unidos y en Inglaterra. 31 de julio 1960.

: Veinte años de atraso

He nacido en Buenos Aires (Argentina-1959) dir. Francisco Mugica.

EL ÉXITO COMERCIAL DE ESTE FILM ha sido tan formidable que ya se escucha decir que su fórmula es la salvación del cine argentino. Desde que se estrenó en Buenos Aires (setiembre 1959) hasta hoy, ha hecho muchas semanas en muchas salas de capital y provincias, con el resultado de que una industria en crisis, carente del apoyo público de otros tiempos, ha pensado que hay que hacer más de esto mismo. Es fácil explicarse ese éxito. Los protagonistas son tres muchachos porteños, presentados desde su infancia hasta su mayor edad, cuando integran una orquesta típica que lleva el tango al triunfo en Europa. Las tres familias son representativas de la clase proletaria, la clase media y la clase aristocrática. El ambiente es el de principios de siglo, con fragmentos de lucha política y apuntes contra la corrupción electoral. En la banda sonora hay 123 tangos, catorce milongas y dos canciones españolas, con cierta preferencia natural por lo que se llama Guardia Vieja, la auténtica voz de Gardel en una pieza, y cierta habilidad para que toda esa música esté combinada con la acción. La anécdota acumula episodios convencionales y simples, como el amor postergado y luego triunfante de uno de los muchachos, el enriquecimiento sin orgullo de una de las familias, la ruina que otra familia sabe llevar con honor. Los escenarios son las esquinas y plazas porteñas, el baile popular, el día de las elecciones. Todo aparece calculado para complacer al público nacional,

con una astuta mezcla de los elementos que hace más de veinte años dieron el éxito a Tres anclados en París y a Así es la vida. El éxito comercial no es asombroso. La rutina y hasta la inepcia de dirección y libreto son en cambio un asombro. En los únicos momentos en que asoma alguna expresión cinematográfica es para decorar con un cielo de nubes negras una nostalgia de la dama joven, o para intercalar en rápido montaje las operaciones simultáneas que llevan a un personaje hacia la riqueza y a otro hacia la ruina. Aparte de esos minutos, que son la excepción, todo el lenguaje cinematográfico está en la época de Tres anclados en París. El diálogo es siempre super explícito y se gasta en hacer describir a cada personaje con palabras, al extremo de que uno de ellos tiene que decir en alta voz que su oficio es “mayoral de tranvía”, sin perjuicio de que la escena inmediata lo muestre como tal. Las situaciones son simplonas, con gente que se junta a conversar y dice lo obvio muchas veces. La actuación tiene todos los vicios teatrales del gran ademán y la exageración de gesto, hasta tal nivel de uniformidad que la culpa es claramente del director: sería fácil reprochar tales excesos a Santiago Arrieta o María Luisa Robledo, que vienen del teatro, pero sólo Francisco Mugica es responsable de que los mismos desatinos sean visibles en la actuación de los niños y de los personajes más secundarios. Cuando Mugica pone a Gilda Lousek, que es una mujer nerviosa y sensible, a mirar para arriba y para abajo con sus esperanzas y sus desilusiones, no se basa tanto en una emoción real como en la más vieja escuela de dirección cinematográfica argentina. Obtiene la cursilería y a ratos el involuntario humorismo. Y cuando coloca artificialmente a varios personajes en una reunión, para poder hacer un sitio a la cámara entre ellos, Mugica procede con un criterio fotográfico que ya era anticuado en 1930. Toda la torpeza de dirección y de libreto, todo el exceso de palabras y la carencia de un más fino sentido cinematográfico, son particularmente penosos por lo que significan como ruina de un asunto que tenía su encanto. El nacimiento del tango, la evocación de los principios de siglo, la historia entrecruzada de tres familias, la anécdota de postergación sentimental y final felicidad, no tenían ciertamente ninguna novedad, y han sido un repertorio muy usado. Pero si hubieran sido narrados con alguna sensibilidad para el drama doméstico, y para la pieza costumbrista y para el toque romántico, se podría celebrar a He nacido en Buenos Aires como una maduración de viejos temas, como una puesta al día de un material nacional. Para eso hay que ver cine y saber usar su poder de sugestión, sin confiarse en fotografiar superficialmente a un libreto de radioteatro, en el que todo esté dicho y super dicho. Nadie pide a Mugica ni al libretista Rodolfo Taboada que hagan artificios de cámara ni cine difícil, pero se les puede pedir que revisen algunos ejemplos de cine dramático como La balada del soldado (o La casa en que vivo o El diario de Ana Frank), donde los diálogos son sólo una parte de la cuestión. Si no se dan cuenta de la diferencia es mejor que se dediquen a otra cosa. Puede pronosticarse que pese a todo éxito comercial, muy explicable en la Argentina, He nacido en Buenos Aires no significa ninguna renovación, ningún nuevo camino, ninguna enseñanza. Es un aprovechamiento de viejos temas y un notable atraso formal. Algunos se harán ricos con el film y entretanto el cine argentino estará más pobre como cine. 7 de agosto 1960.


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82 • H.A.T. • Obras incompletas • Tomo II-B Títulos citados Así es la vida (Argentina-1939) dir. Francisco Mugica; Balada del soldado, La (Ballada o soldate, URSS1958) dir. Grigoriy Chukhrai; Casa en que vivo, La (Dom, v kotorom ya zhivu, URSS-1957) dir. Lev Kulidzhanov y Yakov Segel; Diario de Ana Frank, El (The Diary of Anne Frank, EUA-1959) dir. George Stevens; Tres anclados en París (Argentina-1938) dir. Manuel Romero.

: Cherchez la femme

Los buscas

(Les Dragueurs, Francia-1959) dir. Jean-Pierre Mocky. AL PRINCIPIO ESTE ASUNTO parece divertido, original y hasta cierto. Narra las aventuras de dos muchachos franceses, que salen con un auto por el París nocturno, dispuestos a conquistar una o más de las muchachas que anden por la calle. Uno es un experto y otro es un tímido (Jacques Charrier, Charles Aznavour), tienen gustos y técnicas diferentes, conversan al respecto mientras saltan de un barrio al otro, y así informan con apreciable verdad sobre una zona auténtica de la especie humana, documentando una experiencia que en la jerga del caso se llama vamos a levantar un par de mujeres. Todo ese enfoque inicial tiene agudezas en el diálogo, un movimiento constante por las calles, las galerías y los cafés (con notable fotografía por Edmond Séchan) y un marcado realismo de material, en el que se apunta con verdad que no todas las mujeres sueltas son tímidas y recatadas, ni son tampoco profesionales. En una amplia zona intermedia, son mujeres dispuestas a ese tipo de aventura, provisto que los galanes sepan guardar ciertas apariencias de conducta y no pregunten más de lo que deben. En la primera media hora, el film promete con audacia y cinismo mostrar la verdad donde está. Después empieza a mentir. Para concentrar todo el asunto en una sola noche, y hacerlo bastante variado, el libreto pasa de una mujer a otra, con la transparente intención de hacer al mismo tiempo un mosaico de París y un muestrario de varias actrices jóvenes. Eso obliga a que Charrier abandone de repente y sin mayor motivo a una mujer conquistada (Dany Robin), a que otra cambie arbitrariamente de plan (Estella Blain), a que ambos conquistadores huyan de dos turistas suecas (Margit Saad, Inge Schoener) y a que se falsee la definición del personaje de Charrier cuando se pone increíblemente romántico para conquistar a otra mujer en un bar (Anouk Aimée), pretendiendo que un broche en el cabello puede ser el signo de que ella resulte el gran amor de su vida. Toda esta cadena en la que hay otros eslabones, se llama vamos a levantar un par de mujeres y dejarlas caer. Es demasiado caprichosa y pierde de vista la clara finalidad erótica del principio. En la última media hora la falsedad del film alcanza su mayor altura. Una fiesta en una casa rica, donde la joven propietaria hace su despedida de soltera (Belinda Lee) se transforma en una orgía muy increíble, donde los extremos del cinismo y de la amoralidad se mezclan con ilusiones románticas. Hacía falta un maduro dramaturgo, quizás un Bergman,

para evitar el absurdo general de esa fiesta y para hacer convincentes otros extremos de la descripción psicológica en que el film se embarca. El director y libretista Jean-Pierre Mocky está muy lejos de ser ese dramaturgo. Con una larga experiencia previa de intérprete, tenía sólo 29 años cuando hizo este film, y cayó en el malentendido típico de la Nouvelle Vague, que es confundir a la juventud con el talento y a la audacia con la inspiración. Como el veterano Carné en Los tramposos (Les Tricheurs, 1958), como Chabrol en Los primos (Les Cousins, 1959), como Vadim en varios films, Mocky empieza por la sociología, alega presentar a la juventud de hoy, adopta un enfático tono de desprejuicio y libertad expresiva. Pero carece de una actitud crítica, de un punto de vista, de una posición. Como informe objetivo e imparcial de una realidad, Los buscas empieza bien y se acerca sin pausa a lo falso. Como comentario intencionado a esa realidad, el film no sabe explicar, no quiere condenar, no se anima a exaltar. A la larga se entiende que su intención es el pequeño escándalo, el uso de los temas sexuales (desde la insinuación hasta la grosería) para asustar al burgués. En ese propósito, el film se le deshace como pieza documental y como obra de ficción. Hay talentos ciertos en la nueva promoción de realizadores franceses, y no debe descuidarse la tarea de Resnais y Truffaut. Pero como escuela y como orientación, el único dictamen pronunciado por la Nouvelle Vague hasta ahora es que el sexo ya no viene como antes de la guerra. 16 de agosto 1960.

: Brillo de estilo

Codicia

(Caught, EUA-1948) dir. Max Ophüls. ESTE FUE DESDE 1948 un ejemplo de buena realización en el cine dramático y exige ver algo más que su convencional asunto. En sustancia, la historieta femenina tiene como protagonista a una modelo (Barbara Bel Geddes) que llega a casarse con un millonario (Robert Ryan), es infeliz con este neurótico, tiene un romance con un médico humilde (James Mason) y debe aguantar luego las consecuencias. Este plan tiene varias idas y vueltas, todas ellas con buen motivo, entre un hombre y otro. La solución es convencional y aparece forzada por el azar en los últimos diez minutos, que son dramáticamente los más débiles. En todo el resto se advierte una segura mano para el libreto y la dirección. Los tres personajes están claramente definidos en ideas, emociones y circunstancias sociales, sin ningún exceso explicativo en los diálogos, apoyándose en situaciones que describen esos caracteres y que paralelamente hacen progresar al asunto. El tema está concentrado en los personajes y no introduce desviaciones. El planteo es firme, mediante


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tres escenas iniciales de la protagonista (con una amiga, en la Academia, en su primer encuentro con Ryan) que establecen su mezcla de ambición y de honradez, su afán de salir de su pobreza y al mismo tiempo su resistencia a falsear con ello sus sentimientos. Y el desarrollo de la situación mantiene luego esa firmeza: el casamiento, la separación, la vuelta, la humillación, la crisis final, parecen una consecuencia lógica de los datos del drama. El asunto no es importante pero se puede creer en él. Sobre esos cuidados del libreto hay una esmerada realización, a cargo del fotógrafo Lee Garmes y del director Max Ophüls. Está hecha de silencios, de pausas, de movimiento escénico, de encuadres hábiles. Es visible en todo el film, pero puede ejemplificarse en la larga toma muda que sigue al momento en que Ryan dictamina que no piensa casarse, o en las composiciones fotográficas en profundidad que la cámara formula reiteradamente en la casa del millonario, o en una elocuente imagen que presenta a Ryan humillando verbalmente a su mujer y recoge a ésta como una figura pequeña y encogida a un borde de la pantalla. El primer encuentro de los dos hombres está mostrado también mediante encuadres móviles y largos mientras intercambian las primeras frases, pero salta con elocuencia a tres primeros planos apenas ese diálogo revela a ambos en conflicto por una mujer. Y la única secuencia en que se juntan los tres personajes, en una brevísima discusión del triángulo que han formado, ha sido hábilmente escenificada por Ophüls, haciendo caminar a la actriz de un lado a otro de la habitación, desde el extremo en que está Ryan al extremo en que está Mason como una forma visual de expresar la incertidumbre de la protagonista. Poco antes, en una conversación de dos médicos sobre la secretaria ausente, la cámara había pasado también de una figura a otra, revelando al medio una silla significativamente vacía. En estos detalles abunda el film. Están pensados y colocados con la intención de reforzar el juego dramático, porque Ophüls no se conformaba con el asunto novelístico o con una dialogación de tipo teatral, sino que procuraba expresarse en una manera cinematográfica. Su film es un ejemplo de buena realización. El lenguaje utilizado tiene modelos claros. En El ciudadano puede encontrarse un antecedente de este millonario neurótico, infeliz con su mujer, propenso a golpes verbales de autoridad, con un diálogo staccato que se sobrepone a las palabras ajenas. En La loba (The Little Foxes, 1941) de Wyler, hay otra escena similar de enfermo en agonía, que no puede dar tres pasos en la habitación para llegar a un medicamento. Tanto en El ciudadano como en La loba pueden encontrarse composiciones visuales en profundidad, que eran la especialidad del fotógrafo Gregg Toland. Y en otros films de Wyler se hallarán numerosos ejemplos de encuadre intencionado, donde la posición relativa de los personajes dice tanto como sus diálogos. Pero a pesar de tales precedentes, Max Ophüls estaba lejos de ser un imitador. Hizo este film en 1948 durante su breve estadía en Hollywood, y habría de mostrar después en Francia (en Madame de…, en Lola Montes) una capacidad formal muy notable, un cuidado constante de escenografía, encuadre y movimiento. Codicia ha sido un film subestimado por la crítica, parte de la cual suele dedicarse a comentar argumentos. Su brillo de realización sigue íntegro y requiere mejor aprecio. 16 de agosto 1960.

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Once Oscars

Ben-Hur

(EUA-1959) dir. William Wyler. TODOS SABEN que es un film grandioso. Costó quince millones de dólares, reconstruye escenarios de Judea y de Roma al comienzo de la era cristiana, utiliza grandes estadios y valles, los llena con multitudes. En escenografía, vestuario y fotografía, en dimensión física y en ambición de grandeza, en violencia y crueldad para la acción, Ben-Hur tiene todos los caracteres del gran film épico. La batalla marítima da la impresión de que docenas de extras han muerto en esa lucha de lanzas y de fuego durante el abordaje, y si no hubiera tanto fondo proyectado y tanta notoria maquette en las imágenes de mayor campo visual, ese realismo sería memorable. La carrera de cuadrigas ingresará desde ya a la lista de lo más intenso y logrado que el cine haya mostrado nunca en su género. Sus diez minutos de competencia (quince con preparativos y epílogos) son no sólo una tarea deportiva, sino un duelo mortal que las cámaras recogen con milagroso pormenor y que en el montaje se convierten en una hazaña de ritmo y emoción. Pero la pregunta importante sobre Ben-Hur no es la de su nivel de producción y artesanía, que hace muchos meses pudo darse por descontado. La pregunta es la de saber si tras esa grandiosidad hay una grandeza, si en la crónica de un protagonista contemporáneo de Jesús, rebelde contra los romanos, vencedor épico de su enemigo, converso al cristianismo, hay una pasión que comprometa al espectador. La respuesta es que no. De Wyler podía esperarse, sin embargo, ese triunfo. Su comprensión del carácter humano y de su circunstancia, el dominio de todos los resortes de un film, la visión objetiva y concentrada de cada drama cuya narración emprendió, han dado a su carrera títulos superiores (Jezabel, La loba, Lo mejor de nuestra vida, La heredera) que permitían esperar de este Ben-Hur algo más intenso y perdurable que lo que el ojo humano puede ver. Pero emprendió aquí una tarea en la que lo novelesco y lo imaginario priman sobre la naturaleza humana y su ideal. Sólo por azar, por una teja que cae involuntariamente de un techo sobre el gobernador romano, este Ben-Hur parece culpable de rebeldía y es condenado. Sólo por la maldad de Messala, que procede injustamente, Ben-Hur es llevado como esclavo a las galeras. Sólo por la bondad del romano Quintus Arrius, que se excede de generoso, Ben-Hur es no sólo liberado sino llevado a una categoría de príncipe con la que puede volver a luchar de igual a igual con Messala.Y tras la confesión postrera de un moribundo, que está en una línea novelesca, Ben-Hur no sólo reencuentra a su madre y a su hermana, sino que éstas se liberan de la lepra por un milagro de Jesús, bastante repentino en su contexto. En ese material, la motivación de carácter, de pasión o de interés está sustituida por la arbitrariedad del novelista, y a medida que la anécdota se extiende en episodios sucesivos, se va perdiendo la concentración indispensable a la intensidad del drama. Hay que reconocer al libreto, y seguramente a Wyler, que la fibra dramática de varios episodios aparezca mejorada por datos previos o laterales. Antes que Ben-Hur y Messala entren en conflicto, un diálogo tenso entre ambos había informado sobre sus distintas ambi-


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ciones, sobre su dedicación a la causa de Roma o a la del pueblo judío; antes de que se opongan y queden divididos con una lanza, otra escena deportiva con lanzas había informado de una pericia que pasa luego a gravitar sobre esa oposición. Hay varias de esas riquezas en el pormenor dramático, enlaces de una escena a otra (Pilatos en Roma y luego en Judea), personajes secundarios como el Sheik Ilderim que aparece enriquecido para dar adecuada motivación a la carrera de cuadrigas que él provoca. Y en el lenguaje de Wyler, que sabe aportar todos los datos necesarios a una situación y luego la concentra fuertemente en unas pocas imágenes, están los hallazgos visuales y sonoros de algunos momentos: una mirada silenciosa de Ben-Hur a la pista donde acaba de triunfar, el diálogo tenue e indirecto con que el protagonista y Ester aluden inicialmente a un amor recíproco que no se confiesan, la muerte de Jesús dicha lateralmente con tres mujeres guarecidas de la tormenta en una gruta, o el cuadro de luz, tan real como simbólico, hacia el que emerge un grupo de personajes que ha salido de una crisis. Podría recorrerse mucho cine épico sin encontrar hallazgos de este tipo. En un género donde los diálogos suelen ser convencionales o inflamados y donde los personajes suelen ser más fantásticos que legendarios, Wyler ha obtenido momentos de convicción dramática y expresión cinematográfica. En ellos está su talento, que nunca antes había necesitado de quince millones de dólares. Pero esos momentos no alcanzan y no suman. La gran paradoja es que Ben-Hur es un film demasiado corto para eslabonar debidamente su amplio proceso narrativo. Si hubiera mostrado inicialmente la amistad infantil entre Ben-Hur y Messala no habría necesitado tanto verbalismo para hacerles celebrar su reencuentro adulto. Si hubiera ampliado la descripción de Quintus Arrius habría sido menos arbitraria la generosidad con que da a Ben-Hur el sitio de su hijo muerto del que no existía previa noticia al espectador. Si hubiera mostrado la competencia deportiva de Ben-Hur en los estadios de Roma, sería menos repentina la habilidad que luce en su vuelta a Judea y que lo lleva a competir con Messala en la carrera. Si hubiera mostrado la pasión de un pueblo entero ante la dominación romana, habría sido menos discursiva la posición rebelde de Ben-Hur al principio y habría sido innecesaria la presentación posterior y verbalísima de Baltasar, que aparece en Judea dispuesto a esperar un milagro. El resumen de esa insuficiencia es que la novela, el libreto y el film dedican a un personaje la atención que debieron dedicar a la naturaleza humana en una crisis histórica y esencial. El personaje no resiste esa carga. Puede simbolizar una rebeldía contra el tirano pero hace falta mucho azar y mucha aventura para llevarlo a esa posición heroica. Y ciertamente no simboliza una crisis espiritual, una dedicación entregada y ferviente a las consignas de humildad y perdón del cristianismo. La crisis está aludida lateralmente (cuando Ben-Hur pide perdón a Dios por procurar una venganza o cuando monologa sobre el odio que siente dentro de sí) pero es mínima frente al compendio de las otras aventuras físicas. Y para que el film tuviera grandeza, era la crisis espiritual la que importaba, con toda su motivación y su incertidumbre y su resolución. Un film que conoce el pudor, quizás el astuto pudor, de mostrar a Jesús sin mostrar su rostro y de dar su crucifixión mediante hábiles imágenes de sangre que tiñe los charcos, debió transferir a Ben-Hur esa pasión, convirtiéndolo en un espejo de la humanidad. Pero es mucho más convincente en la carrera de cuadrigas, en la crueldad de una batalla o en el montaje acelerado de los remeros en la galera, aciertos exteriores en definitiva, que en la transmisión de algo íntimo y sentido.

Ben-Hur está a mitad de camino entre una tradición de Hollywood y una expectativa sobre Wyler. En una larga lista de films espectaculares, ninguno tiene un prodigio de acción como la carrera de cuadrigas, pocos tienen la unidad de desarrollo, el vigor de personajes o la calidad de enfrentamientos dramáticos como los que aquí se suceden durante tres horas y media. Casi ninguno, ciertamente, reúne el espectáculo con calidades de otro orden, como Wyler las obtiene a menudo aquí. Pero de ese director cabía esperar más. Con todos los reconocimientos a los sellos de su oficio, Ben-Hur no transmite las esencias más sutiles del drama a que alude, omite una pasión colectiva que en su tema era indispensable, se desvía en seguir los azares de un personaje. Quizás el director no fue el dueño completo de su film y arriba suyo primó un criterio de superproducción, de molde convencional para planear lo largo como si fuera grande, lo abundante como si fuera rico. Ese molde es Hollywood y Wyler lo aceptó. Es tan evidente en los improbables labios pintados con que Haya Harareet juega una escena crudamente dramática en el valle de los leprosos, como en querer transmitir un mensaje espiritual, con Jesús de espaldas, mediante un film de quince millones de dólares. Donde es grande el poder, es grande el error, dice un romano en uno de los diálogos. 19 de agosto 1960. Títulos citados (todos dirigidos por Willian Wyler) Heredera, La (The Heiress, EUA-1949); Jezabel, la tempestuosa (Jezebel, EUA-1938); Loba, La (The Little Foxes, EUA-1941); Lo mejor de nuestra vida (The Best Years of Our Lives, EUA-1946).

: Broma con punta

El milagro alemán

(Wir Wunderkinder, Alemania Occidental-1958) dir. Kurt Hoffmann. ESTA ES UNA DIVERTIDA sátira contra Alemania y contra algunos rasgos del carácter alemán, que desgraciadamente se han repetido a través de la historia. Incluyen la presunción, el militarismo, la curiosa idea de la raza superior, la incoherencia mental con que se olvida el error de ayer.Toda una zona de El milagro alemán está dedicada a esa crítica hecha con un total buen humor, con cierto sarcasmo ante vicios nacionales que no han podido ser corregidos por dos guerras y que difícilmente serán corregidos por algunos films. En una cabalgata que comienza en 1913 y que llega aproximadamente hasta 1958, el asunto sigue a algunos personajes a través de las ínfulas previas a la Primera Guerra Mundial, y cubre sucesivamente esa primera derrota, el clima divertidamente amoral de 1920-30, el ascenso del nazismo, una segunda guerra, la miseria inmediata, la recuperación económica. Para poder cubrir ese lapso, el film toma en primer plano una historieta sentimental, desde el niño de


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1913 al hombre posterior (Hansjörg Felmy), dos mujeres a las que amó y con la segunda de las cuales se casa (Wera Frydtberg, Johanna von Koczian) y su resistencia a las hipocresías y moldes mentales de lo alemán, particularmente del nazismo. Este tranquilo héroe es el hilván del asunto, y si algún defecto claro tiene el film es su excesiva atención a sus venturas y desventuras personales, más allá de lo que importaba para la crónica histórica. Una separación de la primera novia, un reencuentro posterior en Italia y algunos diálogos sobre problemas personales de segunda importancia, requerían de dirección y libreto algún corte que evitara dispersiones. Afortunadamente, hay también momentos sentimentales de muy fina realización y hay un superior encanto en la damita Johanna von Koczian, una inquieta con sentimiento, del tipo que no suele encontrarse de este lado del Atlántico. Su primera aparición en una fiesta de Carnaval, o su primera separación del galán cuando éste va a Italia por otra mujer, hacen más grata a la zona más trivial del asunto. La sustancia de la sátira es paralela a esa historia. Se apoya en los encuentros y desencuentros del protagonista con un compañero de la infancia (Robert Graf), que simboliza todo el oportunismo y la amoralidad de una vasta zona de alemanes. Mediante ese personaje, que comienza por adular a un judío, se hace oficial nazi, se hace antinazi a la hora adecuada, y se convierte finalmente en un acaparador y en un magnate de la Alemania actual, el film marca una crítica sanguinaria, detallada una y otra vez por diálogos muy precisos o por la atención de la cámara a sus pies que se juntan militarmente en obsequiosos saludos. Pero no conforme con lo que rinde ese personaje, el film hace todavía algo más. Coloca junto a su asunto a dos cantantes y músicos que pasan en una pantalla algunas imágenes de Alemania en diversas épocas, y mediante ellos va comentando el desarrollo de un país y el desarrollo de un argumento. Este recurso adicional de comentar lo que se cuenta tiene antecedentes y paralelos ilustres en las obras teatrales de Bertolt Brecht, en algunos ejemplos del expresionismo, y en el reciente film Rosemarie entre los hombres (Das Mädchen Rosemarie, 1958), de Thiele, que fue rodado casi al mismo tiempo que este Milagro alemán. Por medio de esos dos comentaristas (Wolfgang Neuss, Wolfgang Müller) el film coloca música e intencionadas canciones a su crónica histórica, obtiene grandes efectos de síntesis narrativa y se burla con frases sarcásticas de los rasgos nacionales. Allí se escucha decir el Imperio se vino al suelo (cuando se cae un retrato del Emperador Guillermo) o la delicia de la paz está en poder recordar antiguas guerras (durante un desfile por el centenario de una victoria contra el ejército napoleónico). Allí una marcha de Mendelsohn es sustituida apresuradamente por otra de autor ario, y allí la época 1920-30 encuentra su frivolidad con las palabras gozad de la posguerra antes que se convierta en preguerra. Entre las frases sarcásticas, las imágenes semidocumentales y los juegos fantásticos con lo visual y lo musical, todo ese comentario tiene un humor sin desperdicio. No hay unidad en el film, que para contar con mucha gracia una crónica histórica tiene que atarse con una historieta sentimental que enlace episodios a través de los años. Pero entre los talentos de formulación y la comicidad intencionada de sus mejores momentos, el resultado es muy satisfactorio, y debe apuntarse entre los créditos del director Kurt Hoffmann, cuyos Fuegos artificiales (Feuerwerk, 1954) de cuatro años antes lo indicaban ya como un realizador de brillo propio.

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23 de agosto 1960.

Las pretensiones

Culpable

(Argentina-1959) dir. Hugo del Carril. UNA DECLARACIÓN INICIAL sostiene, que Culpable es una anécdota que no se basa en ningún hecho real y que la intención ha sido introducirse en uno de los problemas de la conciencia del hombre. Lo que sigue después no está enteramente en esa línea de exploración filosófica. La anécdota irreal inmediata es la de un delincuente que termina baleado por la policía. En ese relato, que ocupa la primera mitad del film, se llegan a conocer las diversas relaciones de ese protagonista: varias mujeres, un hijo, los cómplices en el asalto. Y de ese conjunto se extrae un asomo de explicación de esa vida. Como el personaje era hijo de madre soltera y niño del asilo, el resto de su existencia se inclinó a la actividad ilegal, al anarquismo y después a la delincuencia. Y aunque el film no postula el determinismo de que el personaje esté enteramente moldeado por sus circunstancias, por lo menos arrima una teoría. Esa teoría es impugnada por el mismo personaje, enseguida que ha muerto. En un diálogo con un Emisario del Más Allá, reclama contra un destino injusto y pide vivir la vida que le habría tocado si se hubiera regularizado la situación entre sus padres. Concedida esa fantástica opción, el mismo personaje pasa a ser un rico burgués, un poderoso gerente de una poderosa empresa. En esta segunda instancia, desfilan a su lado las mismas caras de los intérpretes del primer episodio, pero que juegan ahora papeles distintos. Y el protagonista, a pesar de su situación económica, es pintado otra vez como un ambicioso y un desconforme. Maniobra con huelgas, traiciona a sus socios y a su propio hermano, engaña a su mujer, causa la muerte de su hijo. En cierto sentido, repite el molde anterior. El film termina redoblando contra el personaje una acusación de culpable. Esta extraordinaria historia, para la que habría que buscar antecedentes en la literatura fantástica y en alguna pieza filosófica de Sartre, tiene un calibre original que es asombroso en el cine argentino y que puede explicar quizás el premio obtenido por el film en la competencia nacional de 1959. Pero no está realizada como drama ni como filosofía ni como cine, por lo menos en la medida impuesta por su propia ambición. Debía fijar claramente los problemas de la elección y de la conducta, para establecer un paralelismo de las dos anécdotas, pero se conforma con acumular sucesos que pertenecen al azar.Y debía sugerir su intención de enjuiciar la conciencia del personaje, pero el libretista Eduardo Borrás no sabe sugerir, y amontona monólogos conceptuales, particularmente a cargo del Emisario del Más Allá, con la literatura espesa que ha perjudicado tanto y tanto tiempo al cine argentino. Donde el film tiene alguna capacidad es en la elección de escenografía, en los ángulos fotográficos, en la penumbra elocuente de muchas escenas interiores, en el nervio ocasional de la acción para presentar asaltos y tiroteos. Es evidente que Hugo del Carril ha asimilado su lección de cine extranjero y que ha dominado ya esa artesanía exterior de los directores americanos o franceses. Y es evidente también que


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ese nivel no le conforma. Quiere hacer temas originales, planear en la filosofía, decir cosas, evadirse quizás de una tradición de vulgaridad y de tango. Pero no muestra la inspiración dramática o poética acorde con esa ambición. Aparte del afán, del dinero, de la artesanía exterior, lo que pide el tema de Culpable es un libreto a la vez preciso y sentido. Y lo que obtiene es justamente la vulgarización, el descenso al radioteatro. Es una lástima, pero es también, en un sentido, una reflexión sobre la mente dividida de Hugo del Carril, aspirando por un lado a lo mejor, descendiendo por otro lado a lo peor, quizás con la reflexión de que lo mejor nunca tiene bastante público, quizás con la incertidumbre de no saber qué es lo bueno o lo malo. Hay que suponer que el Jurado oficial argentino, al dar a Culpable el primer premio de la producción 1959, quiso premiar las intenciones, las inquietudes y no la realidad de este film ambicioso y fallido. 24 de agosto 1960.

: Criminal suelto

Jóvenes cautivos

(The Young Captives, EUA-1958) dir. Irvin Kershner. ESTE ES UN PEQUEÑO FILM hecho por gente nueva en el cine americano, y tenía el atractivo previo de que su equipo de realización había hecho un sólo film anterior, La ciénaga blanca (Stakeout on Dope Street), conocido aquí en mayo 1959 y auspiciado por un nítido elogio de la crítica8. En estos Jóvenes cautivos, el director Kershner y el productor y libretista Andrew Fenady rebajan un poco el nivel inicial. El asunto es también policíaco, con un criminal suelto (Steven Marlo) que utiliza en la carretera a una pareja de novios (Tom Selden, Luana Patten), para protegerse de la policía y que termina en violento conflicto con ellos. El asunto es unitario y lineal, está realizado con solvencia, tiene una buena idea en los momentos iniciales y termina con una inusitada crueldad física. Entre sus méritos figuran la fotografía y la música, dos elementos que los realizadores habían utilizado incisivamente en el film anterior. Si el resultado es inferior, ello se debe a la poca inventiva con que el libreto desarrolla su situación, sin el estudiado mecanismo de La ciénaga blanca. Aquí descansa casi enteramente en la conducta del criminal, que se excede de villanías, no sólo en las dos muertes innecesarias, sino también en el trato amenazante que brinda a la pareja que le ayuda en la fuga. Es evidente que se ha querido construir en ese personaje a un desviado y un morboso, con algunos acertados apuntes interpretativos por Steven Marlo. Pero como psicología y carácter el retrato es incompleto, apenas dibujado para dar un motor a la acción. Y a cambio de ese retrato, que hace descansar casi todo el film 8

La reseña de H.A.T. sobre este film puede encontrarse en su libro Crónicas de cine.

sobre una sola figura, faltan otros resortes para esa acción, la que se desarrolla sobre líneas convencionales. El resultado final es clase B, aunque permite aún la esperanza de que Kershner y Fenady estén afinando su lenguaje para films de mayor ambición. El film no tiene estrellas, se estrenó lógicamente en un cine de segunda línea y a raíz de sus finales escenas de violencia perdió la posibilidad de tener un público infantil. Todo ha contribuido a que el estreno pase inadvertido. 22 de septiembre 1960.

: Guerra en superficie

El camino del odio

(The Mountain Road, EUA-1959) dir. Daniel Mann. ES MUY INTERESANTE el problema de conducta que se desliza tras el conflicto bélico de este film. Como oficial de una patrulla de demolición, en el frente de China y en 1944, James Stewart debe recorrer con sus hombres un largo camino montañoso, siguiendo al ejército americano en retirada y adelantándose al ejército japonés que pronto ocupará ese territorio. Su misión es destruir puentes y caminos, volar depósitos de municiones, destrozar aeródromos, impedir que el enemigo encuentre armas, combustible o ventaja alguna. En esa empresa, el oficial tiene por primera vez una misión de mando, cosa que le atrae particularmente, pero está destinado a chocar con la población china. Al volar un puente o un camino, impide de hecho que la caravana de refugiados llegue a pasar detrás suyo. Su conflicto está al borde de ser una oposición entre el deber militar y el deber humanitario, dilema que se refuerza en el film porque Stewart es acompañado en su empresa por una mujer china, viuda de un general, y ella le marca reiteradamente las variantes del problema. En incidentes tales como sacar del camino a un camión de lana que obstruye el paso, o como volar una aldea para vengarse de un grupo de bandoleros, el oficial protagonista llega al exceso o a la corrupción del poder, un extremo que ya aparece insinuado al principio en las palabras de otro oficial. El film se las arregla, sin embargo, para que los problemas morales no aparezcan muy subrayados. En el extremo del tema, la corrupción del poder llevaría a una crítica dura contra un oficial americano, y éste es un límite que el film no quiere tocar. Se atiene a todas las operaciones físicas de la acción, que son a menudo muy entretenidas, y hasta agrega buenos motivos para que James Stewart rezongue contra el pueblo chino que es allí su aliado; es difícil tratar con los oficiales de ese ejército, es imposible hacerles entender la estrategia militar, y hasta es imposible regalar comida al pueblo chino, porque lo único que se consigue es un tumulto en el que muere el generoso soldado americano que ofrece las cajas de raciones. Y a cambio de esas precisiones, el film omite toda la zona melancólica del hecho bélico:


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la destrucción de las cosas queridas, la imposibilidad del sentimiento personal o de la conducta propia frente a la fuerza mayor de un ejército. Para describir todo ese oculto proceso del tema, que debió ser un drama desarrollado y fuerte, habrían hecho falta poetas más sensibles en la dirección o en el libreto, como el John Ford de Fuimos los sacrificados (They Were Expendable, 1945) o el Chukhray de Balada de un soldado (Ballada o soldate, 1958). El director Daniel Mann está muy lejos de ser ese poeta. Es un artesano correcto, que consigue algún brillo ocasional en la acción, y que tiene buenos colaboradores en el músico Jerome Moross, el fotógrafo Burnett Guffey y el actor James Stewart, que consigue una nerviosa escena de impaciencia e incomprensión frente a un oficial chino. Consiguió hacer su film casi enteramente en exteriores (que son de Arizona, y no de China, desde luego) y presenta un ameno film de guerra. Pero tenía un drama allí, un problema bélico que está más cerca de la ética que del espectáculo, y había que animarse a hacerlo. 23 de septiembre 1960.

: Periodismo de la gran guerra

Algo sobre La dolce vita

(Italia / Francia-1960) dir. Federico Fellini. NO HA HABIDO ANTES NADA IGUAL, escribió para el Times de Londres su corresponsal de Roma, cuando la controversia sobre La dolce vita comenzó a agitar a Italia en febrero 1960.Y a esta altura se sabe que en Montevideo tampoco ha habido nada igual. El éxito público de la primera semana ha sido feroz9. Las publicaciones periodísticas se continúan en días sucesivos. La televisión hizo un espacio particular para comentar el film, aunque no es normal que allí se haga crítica cinematográfica. En El Bien Público se publicó un editorial llamado La dolce vita y después se destinó media página a los pronunciamientos de tres distintos cronistas y del Secretariado de Moralidad de Acción Católica, sin real armonía entre los cuatro. En El País, donde el film ya había sido festejado con nueve notas en nueve días de varias firmas, la página editorial agregó una nota titulada “Por llevar la contraria”, y después analiza todavía otra nota que adjudica al film un mensaje escasamente perceptible, aunque en verdad ese mensaje parece haber sido percibido por muchos espectadores. En Acción se destinó casi una página a cubrir concretamente las opiniones de su crítico, de otro periodista de la casa y de nueve espectadores. No ha habido antes nada igual en Montevideo, salvo una polémica sobre Hiroshima mon amour, donde un inteligente salió a decir que el film 9

El film se estrenó en Montevideo el 19 de septiembre de 1960.

no servía porque era malamente literario10, pero hasta ése y otros dictámenes fueron formulados con cierto respeto hacia un film de ambición y con cierta tolerancia hacia otros valores formales. En cambio, La dolce vita ha generado en un extremo algunas admiraciones como obra fundamental, y en el otro extremo las interjecciones de algunos definen al film como un pozo negro y como la obra de un canalla. DE CÓMO DISCREPAR. La lectura de todo ese material es muy interesante, porque da una indicación sobre la variedad de la naturaleza humana. Sería ventajoso que vinieran Balzac, Dostoyevsky y Fellini a tomar apuntes. Es un alivio saber, por ejemplo, que El Bien Público se equivoca de caligrafía para escribir striptease, quizá por escasa familiaridad con la expresión. Y es apreciable la prudencia con que antes del estreno, y al tanto de agudas increpancias en la opinión católica italiana, El Bien Público definió a La dolce vita como el discutido film de Fellini, ganador del premio en Cannes. Después vino el estreno y el diario cambió entonces su definición por la de Profusa presentación de una sociedad corrupta y viciosa. En ese dictamen se acercó bastante al pronunciamiento del Secretariado de Moralidad de Acción Católica, que entre tanto había resuelto Calificación 3. Desaconsejable. No puede ser visto sin motivo muy justificado. Puede perturbar en forma malsana al espectador, aunque por lo menos uno de los críticos de El Bien Público había escrito, con más aprobación, que Ningún espectador podrá eludir su impacto moral. Al fondo de todo el material sobre La dolce vita está el hecho notable de que tanta opinión no podía clasificarse en bloques. Sería inexacto decir cuál es la opinión de todos los críticos, de todos los católicos, de todos los comunistas, porque en ésas y en otras zonas hay pronunciadas discrepancias internas. La única coincidencia notable ha sido hasta ahora la de la empresa distribuidora con el Consejo del Niño, un acuerdo que pocos esperaban. En su publicidad la empresa se había adelantado a señalar que el film no es apto para menores de 18 años, y un alto funcionario del Consejo, muy distinguido por su celo moral, salió a la prensa a aclarar que el organismo deslindaba toda responsabilidad sobre esa calificación y hacía reserva de los derechos que le pudieran corresponder en el incidente, después de lo cual la comisión pertinente vio el film y el Consejo del Niño resolvió que no era apto para menores de 18 años. El único acuerdo notable de estos días es así el de que los niños no deben ver La dolce vita, aunque hasta ese concepto debe contar con la presumible oposición de algunos menores curiosos o malsanos. LO QUE SE DICE. Fellini suspendió su anunciada visita al Río de la Plata, lo que se atribuye a que está cansado de discutir durante horas en la animada controversia contra su film. Se ahorró enterarse de algunas afirmaciones contenidas en el vasto material periodístico: 1) Que la propaganda ha sido lindera con lo procaz y habría falseado los contenidos morales del film; 2) Que Fellini hizo La dolce vita para derribar completamente a toda la sociedad; 3) Que Fellini no se ha enterado de que existen cosas nobles en el mundo; 4) Que en el film hay drogas; 5) Que no hay el menor atisbo de ternura en las tres horas de duración; 6) Que en la escena inicial la imagen de Cristo se transforma al tocar tierra en los rosados muslos de una mujer; 7) Que la ausencia de Giulietta 10

Ver págs. 945 y sigs.


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Masina es un síntoma de que el film no tiene la magia, la ingenuidad ni la poesía de los films anteriores de Fellini; 8) Que el film es inconexo y episódico; 9) Que Fellini propone en el episodio Steiner que la humanidad se suicide después de matar a los hijos; 10) Que el episodio del padre revela, en la opinión de un crítico, una absoluta insensibilidad dramática; 11) Que el episodio del milagro nada tiene que ver con el resto del film; 12) Que el film es demagógico y hace el juego a los comunistas; 13) Que el film critica los desbordes de la TV, lo cual serviría para hacer caer en contradicción a los comunistas, que apoyan esa crítica en el film, aunque habrían sido los primeros en apoyar los programas televisados de los horribles fusilamientos cubanos. Hay mucho más, y habrá seguramente más aún. No cabe en diecisiete notas la enumeración y no cabría en ciento setenta la discusión. NO SE PIERDA. Elucidar cuestiones de hecho es sólo parte de la cuestión pero es relativamente fácil. Es cierto, por ejemplo, que la propaganda utilizó el eslogan el escándalo del siglo (lo que es exagerado sin ser falso) pero hay que reconocerle que no insinuó siquiera la cuarta parte de la promiscuidad y la amoralidad visibles en el film. No hay drogas en La dolce vita. No hay ningún personaje que no perdone a su padre ni hay padres para perdonar. No hay ninguna escena en que la imagen de Cristo se haya convertido en rosados muslos de mujer, a menos que el vocablo “convertido” se entienda en una acepción muy amplia. No hay ninguna alusión a los desbordes de la televisión. No hay ninguna propuesta de que la humanidad se suicide. La ausencia de Giulietta Masina difícilmente puede significar algo nítido; hay docenas de films poéticos en los que ella no actúa, hay varios films en los que ella actúa pero que no son poéticos ni de lejos, y en todo caso hay por lo menos un personaje poético y simbólico en este film: es una adolescente llamada Paula y es interpretada por Valeria Ciangottini. En cuanto al apoyo de algunos comunistas, es lógico suponer que Fellini se declara ajeno. Hasta antes de La dolce vita, y a raíz de films poéticos y espiritualistas (La strada, Noches de Cabiria) era habitual que la crítica comunista insultara a Fellini como un traidor al neorrealismo, a la realidad y a las fuerzas sociales del mundo. Ahora vieron en La dolce vita una causa aceptable, una crítica a las clases gobernantes. Pero desde luego nadie debe asombrarse de que los comunistas cambien de opinión cuando las circunstancias lo aconsejan. En cuanto a cuestiones de hecho, las publicaciones sobre La dolce vita contienen algún error, y no es difícil verificarlo. OPINE UD. Las materias opinables son más delicadas. Todo el mundo tiene el mejor derecho a decir lo que opina, con el único límite de respetar la opinión ajena y no usar malos modos. Y no es probable que una sola opinión suelta, aun equivocada, aun de mala fe, sea muy perjudicial para nadie, porque la realidad suele ser la de que unas opiniones se compensen con otras, y de que ese inventario sirva para que cada uno se forme su composición de lugar. Un contacto mínimo con las opiniones cinematográficas extranjeras enseña, por otra parte, que todas las garantías de inteligencia, cultura y honestidad no sirven para poner de acuerdo a cronistas distintos, siendo habitual que haya discrepancias notables entre críticos eminentes. Sin afligirse por tales divisiones, algunas ideas sobre La dolce vita pueden ser recordadas. Una es la de que el film se propone el realismo o una adecuada sustitución del realismo, y se

Películas / 1960 • 95 abstiene deliberadamente de las explicaciones sobre lo que muestra. Otra es que se propone ser episódico y que la unión de sus fragmentos es más interna que externa. En una nota anterior de esta página (martes 20) se procuró señalar que la estructura del film no es un capricho. Hay una gradación, por ejemplo, en la presencia de la muerte, que primero ronda y después domina el tema. Hay una gradación en la actitud de Marcello, que primero es un mero testigo y que pausadamente penetra hasta su propia corrupción, bien marcada en los últimos veinte minutos. Y una tercera idea, apoyada por la mayor parte de los observadores, es que del film se extrae una compasión, una sensación de piedad y de ternura hacia el mundo que se describe. Esa piedad está apuntada por el mismo Fellini en sus declaraciones, lo que no sería muy importante, pero condice con casi toda su obra cinematográfica anterior. Está señalada por casi todos los cronistas cinematográficos en sus reseñas.Y está integrada por buena parte de las escenas: por el episodio de Paula, por el episodio del padre, por la paradójica declaración de amor de Maddalena a Marcello, mientras su sensualidad la lleva a aceptar las caricias de otro hombre. Es obvio que Fellini no quiere mostrar santos. En films anteriores había mostrado locos, desviados, brutos, delincuentes, prostitutas, y hacia todos ellos había convocado la compasión del espectador. Ahora muestra pecadores, frívolos, corruptos, desorientados, y está pidiendo para ellos una similar actitud de comprensión, justamente porque no se complace en creer que esa dulce vida sea el Bien, sino al contrario porque sostiene que esa vida es la vaciedad y la esterilidad. Por eso algunos de sus personajes parecen ansiosos de la naturaleza (Anita Ekberg con el gato, con los perros, con el agua) y por eso una inmensa multitud está pendiente de un milagro, aunque sea de un milagro apócrifo, en una desesperada búsqueda de algo en que creer, algo que cubra el vacío. Anotar ese vacío, en tantos sitios y de tantas maneras, es el sentido general del film, que aporta en verdad un valioso testimonio para todas las religiones que enjuicien la vida actual y propongan una fe. Y si algunos espectadores no lo ven de esa manara, si creen que Fellini se complace en revolearse perversa o interesadamente en el Mal, queda a cargo de ellos explicar el curioso viraje que el director habría efectuado desde la posición poética y espiritualista de La strada o de Noches de Cabiria. Es más fácil creer que no supieron mirar. Una variante del mismo problema es que el film no emociona con su mensaje. Hay quien ha encontrado más poesía, o más placer en La strada, por ejemplo. A esto no hay nada que contestar, excepto quizás que era más fácil hacer poesía con un tema individual, concentrado en dos o tres figuras, que con un enorme friso de una sociedad, como La dolce vita se lo propone. Es evidente que Fellini se propuso objetivos distintos en films distintos, y la comparación puede así ser ociosa. FILM CON MISTERIO. El realismo y el carácter episódico han confundido a algún espectador. Pero es evidente que Fellini pensó su plan. Si quería mostrar ampliamente a la sociedad actual tenía necesidad de muchos episodios distintos, cubriendo lo colectivo y lo individual en varios niveles. Si quería unir esos episodios necesitaba a Marcello como una ilación, y esto a su vez lo obligaba a apuntar ciertos datos del personaje, a marcarle un desarrollo progresivo, una repercusión privada del mundo que frecuenta. Al utilizar a Marcello como testigo, tenía que mostrar los episodios en la forma y medida en que él los ve o los conoce o los comparte, sin multiplicar esa perspectiva. Y en la medida en que Marcello es un testigo despier-


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to de esa sociedad, Fellini tenía que mostrar sus episodios en un estilo realista y directo, sin mucho énfasis, sin mucha explicación. La alternativa era tamizar esos episodios a través del personaje (con la concentración y con el enfoque subjetivo de Hiroshima mon amour, quizás), pero eso llevaba a largos desarrollos para un film que ya dura tres horas en un relato directo. Algún espectador ha objetado las inconexiones que de allí derivan. Con el molde de los films comunes, se intrigan por saber si el padre de Marcello llega a morir, adónde va al principio la imagen de Cristo, cómo prosiguen las relaciones entre Marcello y la estrella, entre Marcello y Emma, entre Marcello y Maddalena. La respuesta es que Fellini no quiere contar historias completas. Como algunos novelistas (como John Dos Passos en Manhattan Transfer, por ejemplo), quiere mostrar fragmentos, todos ellos reales de una vida y una sociedad que no empiezan cuando empieza su film ni terminan tampoco con él. En la elección de fragmentos y en la yuxtaposición debe buscarse el sentido. Medir a Fellini por las reglas del teatro naturalista, o pretender que su film sea a un mismo tiempo amplio de plan, concentrado y armónico de estilo como los de William Wyler, es no entender lo que quiso hacer. Su film está pensado como un friso, yuxtaponiendo cosas distintas. Y hay que calcular la duración que habría insumido unir más estrechamente esos episodios en tiempo, lugar y recíproca relación. También en La strada y en Noches de Cabiria hay episodios, por otra parte, aunque allí los temas hacían más fácil su trabazón exterior. El realismo y el carácter episódico explican las oscuridades del episodio Steiner, que ha confundido a tantos. En dos escenas iniciales Steiner queda dibujado como un intelectual, un hombre serio, atento a la cultura, noble de intención, pero también como un desorientado, un hombre voluntariamente ajeno a la realidad que lo rodea. En una tercera escena Steiner ha matado a sus dos hijos y se ha suicidado, sin explicación alguna. El film no aclara ese suicidio. Pero la simple razón es que el caso Steiner debe confundir a Marcello tanto como al espectador. Había que presentarlo así, como un shock, tal como de hecho se presenta a menudo la muerte ante amigos y familiares de quien fallece. Y debe servir para la reflexión de Marcello y del espectador, no para sacar en consecuencia que Fellini recomienda al suicidio (tampoco recomienda orgías, ni insultos, ni bailar rock’n’roll) sino para señalar, quizás, que muchos intelectuales viven fuera del mundo real y no se esfuerzan en comprenderlo. Algunos no aguantan el presente o no creen en el futuro y terminan por matarse. Eso es un hecho, no una recomendación. Fue un hecho el suicidio de Stefan Zweig. Pero, significativamente, Marcello queda atónito ante el suicidio de Steiner y enseguida se lo muestra en otra fiesta, más depravado y cruel que antes. Hay una lección allí. LO QUE IMPORTA. Borges declaró una vez que su máxima ambición era escribir un libro que mantuviera, para él como para todos los hombres, una zona de misterio. Sin correrse hasta la Biblia, hasta Don Quijote ni hasta Hamlet, que han perdurado entre interpretaciones contrarias, hay que recordar hoy que una ambigüedad puede ser una riqueza, y que el mayor beneficio de La dolce vita (como el de El arpa birmana, el de Hiroshima, al de Juventud divino tesoro, el de casi todo film que importe) no está enteramente en lo que dice, sino en lo que sugiere, en lo que deja entender y sentir, así sea distinto para espectadores distintos. Si el film fuera solamente un caos, su ambigüedad sería estéril y resbalaría ante la indiferencia pública. Pero es una pensa-

da selección de una zona del mundo real, ha llamado a la reflexión a miles de espectadores, incluyendo los más preocupados del Sentido del Arte, y ha sido un impacto emocional para casi todos ellos. En ese cuadro, las discrepancias y las objeciones no importan mucho. Resbalosa de baba disfrazada de almíbar, la película de Fellini da náuseas a la persona sensata, escribió hace poco un observador de un vespertino. La sensatez se mide también en el estilo. Contra ése y otros pronunciamientos, La dolce vita sigue ilesa, para que cada uno la entienda hasta donde le toque. 26 de septiembre 1960. Títulos citados Arpa birmana, El (Biruma no tategoto, Japón-1956) dir. Kon Ichikawa; Hiroshima mon amour (Francia-1959) dir. Alain Resnais; Juventud divino tesoro (Sommarlek, Suecia-1951) dir. Ingmar Bergman; Noches de Cabiria, Las (Le notti di Cabiria, Italia / Francia-1957) dir. F. Fellini; Strada, La (Italia-1954) dir. F. Fellini.

: Trivialidad batida

Débiles son las mujeres

(Faibles femmes, Francia-1958) dir. Michel Boisrond. EL NUEVO GALÁN FRANCÉS Alain Delon corteja aquí simultáneamente a Pascale Petit, Mylène Demongeot y Jacqueline Sassard, que son amigas entre sí. Este es un error estratégico fundamental, porque cualquier galán despierto se daría cuenta de que en tales circunstancias la indispensable red de mentiras no lo hará llegar muy lejos. Pero Delon no es muy despierto, sigue flirteando con las tres y hasta se compromete con una cuarta mujer vagamente sudamericana (Anita Ruff), lo que sirve para meterlo en un problema de vida o muerte. Michel Boisrond dirigió esta frivolidad con el ánimo de hacer más comedias ágiles y picantes, según la previa receta que ya le dio dinero con Una parisién (Une parisienne, 1957). Pero su enredo está conversado al exceso y pierde agilidad e interés sin mayor demora. Con tal motivo el director le da algunos sacudones: tres distintos sueños de las muchachas que quieren matar al galán mentiroso, y una pelea descomunal entre los cuatro, con gran agitación de piernas y brazos. Con eso no gana mucho en ingenio. Al rato están todos los personajes y sus padres en plena conversación sobre los flirteos múltiples y sobre las ventajas y desventajas de mentir para hacer el amor. Mylène Demongeot y una composición de viejo irritado por Noël Roquevert son las mejores defensas de la comedia, que a medida que se alarga parece más insustancial. Los ataques son de la pasiva Sassard y del joven Delon, que parece vivir convencido de que es irresistible. Hasta ahora es nadie, pero lo van a poner de moda. 27 de septiembre 1960.

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Dos dramas ciertos

Río salvaje

(Wild River, EUA-1960) dir. Elia Kazan. TIENE UN VERDADERO alcance social el tema central de este film, que enfrenta el derecho individual con el derecho del Estado. Ocurre en 1933, cuando la Autoridad del Valle de Tennessee compraba las tierras cercanas al río, no sólo para dominar a una fuerza natural que ya había ocasionado inundaciones y perjuicios colosales, sino para construir los diques que darían electricidad a la zona. Contra esa fuerza mayor, que representa al progreso, se opone aquí una vieja octogenaria (JoVan Fleet), dueña de una isla en medio del río, dirigente feudal de una familia y un grupo de campesinos negros. Se niega a la venta en nombre de un derecho individual inalienable, se burla de toda argumentación sobre las necesidades de la sociedad que la rodea y se ríe de la Administración Roosevelt y del New Deal que él contribuyó a implantar en la sociedad americana. Cuando comienza el film ya ha expulsado a otros emisarios del gobierno, y ahora se enfrenta con un nuevo funcionario (Montgomery Clift) que viene a repetir lo mismo. La intención de Elia Kazan al dirigir y producir este Río salvaje, es la muy respetable de aludir a un conflicto que se da, con variantes, en varios niveles de la sociedad americana, contraponiendo causas individuales y colectivas, ambas con sólidos fundamentos. Y el libreto es muy hábil en la exposición de ese conflicto básico, mediante unas pocas escenas iniciales que describen, económicamente, los puntos fundamentales de la oposición. Por un lado, el gobierno podría forzar la confiscación de la isla, pero no sólo hay resistencia oficial a emplear la fuerza, sino que en Washington hay senadores de la oposición que aprovecharían políticamente ese episodio de violencia. Por otro lado, la octogenaria y los suyos podrían aceptar sin pérdida el precio favorable que se les ofrece, y aceptar también la mudanza a otro terreno innegablemente adecuado, pero saben (y no dicen) que en el nuevo sitio perderían la muy barata mano de obra de los campesinos negros. El conflicto se traslada así a un problema racial, bien apuntado en la relación que Clift llega a tener con esos campesinos negros, con quienes los explotan y con los ciudadanos prominentes de la región, tres reaccionarios de buenos modales que vienen a recordar que hay individuos más violentos en su bando. Es lamentable que Kazan no se haya animado a desarrollar con toda limpieza un tema social de tanto interés. Parece haber razonado que esta oposición entre individuo y Estado, entre una octogenaria y un galán joven, no alcanzaba para hacer un film comercialmente atractivo. Entonces desvía el tema a un problema lateral. En su libreto aprovecha curiosamente dos novelas de autores distintos, y así se explica que al conflicto central se sume y superponga otro menos importante, en el que se narra el romance entre Clift y una joven viuda que integra el clan de la octogenaria y que arde en deseos de separarse de allí y hacer una vida propia. Los pormenores de este segundo tema, aún desviado del foco, tienen sin embargo un interés dramático propio. En la interpretación de Lee Remick (su mejor labor hasta hoy) y en los diversos diálogos con su galán, esa joven viuda surge como un personaje fuerte y

sentido: el afán de buscar una finalidad para su vida, la represión sexual inconfesa, el temor de dejarse llevar por sus sentimientos a una nueva relación inestable con un galán que sólo podrá estar de paso. El film se debilita por la doble atención a sus dos temas, sufre la lentitud de algunos diálogos expositivos, y termina por aportar soluciones azarosas a la situación en que ha colocado a sus muchos personajes. Como film social, como Obra Con Mensaje, se queda corto de filosofía y no progresa mucho más allá de su auténtico planteo. Tiene sin embargo excelentes toques de realización e interpretación. Exceptuado Montgomery Clift, que ha perdido ya aquella vida interior y sensitiva de sus comienzos en el cine, Río salvaje cuenta con muy buenas labores de Lee Remick y de Jo Van Fleet, con una fotografía llena de aciertos, particularmente en los exteriores, y con los toques de dirección que Kazan coloca siempre. Mediante la habilidad de concepción visual y rítmica con que ha vestido sus mejores trabajos, Kazan obtiene momentos de elocuencia: las escenas de inundación al principio, la retirada de los negros desde la isla, todo el agitado movimiento físico de las peleas que crecen en violencia, algunos detalles de un romance cuyo progreso está marcado por miradas, por silencios, por una puerta que se cierra tras la pareja. Entre las originalidades del tratamiento dramático, Kazan incluye la de presentar al galán más castigado de la historia del cine. En los primeros minutos Clift es tirado al agua sin compasión, después recibe varias palizas de las que no consigue vengarse, y lleva su pasividad al extremo de que es la dama joven quien decide cómo empieza, cómo sigue y cómo termina el romance. El hombre es lo que se llama un antihéroe, pero no le va mal, con todo. 29 de septiembre 1960.

: Mucho ruido

La cucaracha

(México-1959) dir. Ismael Rodríguez. ESTE EPISODIO DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA tiene muy poco que ver con la revolución mexicana, y pudo haber ocurrido en el siglo XV durante la Guerra de las Dos Rosas. Se refiere, en lo principal, al reclutamiento de hombres para el ejército de Pancho Villa y a la lucha de dos mujeres por el corazón de un coronel (María Félix, Dolores del Río, Emilio Fernández). Tras varias operaciones de coquetería y rechazo, gana una, después gana la otra, después se pelean con ferocidad. En los costados de ese melodrama hay rostros y paisajes mexicanos, toque local que deberá contabilizarse como pintoresquismo, hay bastantes canciones, generalmente de lejos, hay un poco de acción a propósito de una colina sitiada por los federales, y hay una bravuconada por Pedro Armendáriz, que actúa cinco minutos para insultar y balear a otro hombre. La revolución mexicana está más sobreentendida que pues-


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ta. Surge de diálogos en los que se discute la lealtad a uno u otro de los 87 caudillos de la época, y surge del toque bélico indirecto, que es notificar una muerte por una alusión. Pero en el centro del tema no hay mucho que importe. A lo sumo se desarrolla un triángulo de amores y celos, conversado con toda abundancia, motivado por circunstancias muy débiles y expresado en los desplantes habituales de María Félix, que entrecierra los ojos, echa miradas de fuego, rompe botellas, se ríe con jactancia y declama improperios, en el estilo operático que ella trafica por intensidad. A ese despliegue agrega el mayor volumen y la mayor velocidad de diálogos, monólogos y quejas masticadas en toda la banda sonora. Con buen oído se entiende lo que pasa en La cucaracha, pero María Félix requiere subtítulos castellanos. Esta producción de primeras estrellas, color Eastman y tema presuntamente nacional ha sido fotografiada por Gabriel Figueroa con el rebuscamiento habitual de su carrera. Si hay un sitio raro para poner la cámara, allí la pone Figueroa. Y si hay alguna posibilidad física de hacer un travelling, bajar la luz, contrastar un rostro con un objeto cercano, Figueroa hace eso y un poco más. Ese estilo de trabajo suele pasar por buena realización cinematográfica, desde La perla (1947) y Enamorada (1946) hasta hoy. Y debe reconocerse a Figueroa que sus imágenes suelen ser más interesantes que los planos vulgares con que sus colegas retratan diálogos de gente parada, porque el famoso fotógrafo explora rostros y expresiones para extraer acción y reacción en casi toda escena. Pero ese preciosismo comporta riesgos de inutilidad y de artificio. Cuando mueve la cámara desde un grupo de gente a una montaña, Figueroa debiera fundarse en alguna elocuencia de esa montaña, pero el sentido no se le ve. Cuando pone a una criatura entre dos mujeres que se pelean, debería informar la lucha a través de su rostro y actitud, pero esa información no se extrae de la toma. Estos y muchos otros artificios son la respiración normal de un técnico que tiene un instrumento y parece un niño con juguete nuevo. Entre el fragor de las balas, los desplantes de color, de fotografía y de María Félix, hay que estimar por sobrios a Emilio Fernández y Dolores del Río en sus personajes. El resto es la inflación y tendrá seguramente los elogios de alguna Academia mexicana. Allá el ruido es un valor admitido. 8 de octubre 1960.

: Doblez y truco

Una grieta en el espejo

(Crack in the Mirror, EUA-1960) dir. Richard Fleischer. ORSON WELLES, Juliette Greco y Bradford Dillman hacen papeles dobles en este asunto. Así está anunciado por la publicidad y así lo dice el film en su primera imagen. La expectativa es saber el motivo, que puede ir desde la clásica sustitución, al estilo Prisionero de Zenda, a alguna forma más sutil de la compa-

ración entre seis personajes que tienen sólo tres rostros. La respuesta es que aquí no hay sólo un triángulo pasional, sino dos, uno de la clase obrera o humilde, otro entre abogados adinerados. El crimen se produce en la zona baja, cuando los jóvenes asesinan al viejo, y la parte principal de la anécdota pasa a ser la defensa de ambos, la discusión sobre las circunstancias exactas del crimen y sobre la parte de responsabilidad que cupo a ambos criminales. Esa exposición lleva a establecer que también entre los abogados se cuecen parecidas habas. Igual que entre sus dobles de clase humilde, Juliette Greco quiere tener al viejo Orson Welles para que la mantenga y al joven Bradford Dillman para que sea su amante. La duplicación del triángulo aparece marcada por la cámara y el libreto durante todo el juicio final, donde la mujer siente, como espectadora, que se le aplican personalmente los cargos que oye pronunciar contra la acusada. Oye hablar bastante, por otra parte. Este paralelismo es la única razón de que el film duplique los papeles de sus tres intérpretes. Pero sólo es un efectismo, una manera de llamar la atención sin decir nada. Porque al fondo de ambos triángulos sólo hay un melodrama común, que tiene algunos brillos de diálogo en un caso y algunos extremos crueles de caracterización, crimen y descuartizamiento en el otro, pero que carece de toda profundidad dramática, de toda iluminación sobre el carácter humano. Sin la extravagancia de poner tres intérpretes a hacer seis papeles, el melodrama no habría llamado la atención y quizás ni hubiera sido filmado. Incurrir en ese truco, como lo ha hecho el productor Darryl F. Zanuck, tiene la ventaja de suscitar una artificiosa expectativa pública, pero tiene también inconvenientes de otro orden. Como simple narración, confunde inútilmente a una parte de su público que ve, por ejemplo, cómo Dillman trata con dos mujeres distintas, ambas con la misma cara, sin darse por enterado de ésa y otras coincidencias. Como drama y como apunte de situaciones paralelas, el film se debilita al dar servida la comparación entre los dos triángulos, cuando era más inteligente insinuar la repercusión de uno en el otro, sugerir en lugar de gritar. Zanuck ha querido siempre ser un original, encontrar el ángulo raro, combinar la demanda pública con temas y enfoques distintos. Ha agudizado esa tendencia en los últimos años, cuando comenzó a producir por su cuenta (Isla en el sol, Raíces del cielo, Compulsión, y otras) y debe estar muy satisfecho consigo mismo, porque para esta Grieta no sólo utiliza a un equipo de realización e interpretación que parece estar bajo su contrato personal, sino que ha llegado a escribir el libreto del film con el seudónimo de Mark Canfield, secreto que ya sabe toda la aldea. De esa prolija dedicación queda poco fruto. Quedan momentos de brillo en la actuación de Juliette Greco, de Dillman y de una Madre Superiora por Catherine Lacey. Queda el tratamiento fotográfico a primer plano y claroscuro, que supone un uso más inteligente del CinemaScope y que ratifica la artesanía del veterano William C. Mellor. Pero quedan también los desmanes interpretativos de Orson Welles (especialmente en su papel de obrero), las estridencias de la música y la sensación de que todo el film es un artificio, un truco para decorar y condimentar una vieja receta melodramática. 18 de octubre 1960.


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102 • H.A.T. • Obras incompletas • Tomo II-B Títulos citados Compulsión (Compulsion, EUA-1959) dir. R. Fleischer; Isla en el sol (Island in the Sun, EUA-1957) dir. Robert Rossen; Raíces del cielo ( The Roots of Heaven, EUA-1958) dir. John Huston.

: Falsificación clara

Las cinco monedas

(The Five Pennies, EUA-1959) dir. Melville Shavelson. Libreto cinematográfico de Jack Rose y Shavelson, sobre un asunto de Robert Smith, sugerido (sic) por la vida de Loring Red Nichols. ÉRAMOS BIX, LOUIS Y YO, aclara Danny Kaye, cerca del final, a un desconfiado adolescente de catorce años, para explicarle quiénes eran los grandes trompetistas de otrora. No le menciona los apellidos Beiderbecke, Armstrong y Nichols, que hubieran informado mejor a su oyente y al espectador. Pero quizás es mejor que no lo haga, porque habría servido para agravar la insistencia maniática del diálogo en tirar con nombres propios, desde pretender que Kaye represente al mismo Nichols, hasta florearse en menciones incidentales de Jimmy Dorsey, Glenn Miller, Artie Shaw, Gene Krupa, Benny Goodman y muchos otros músicos, casi todos los cuales fueron subordinados de Nichols en el conjunto Five Pennies antes de llegar a la fama y a la dirección de orquestas propias. Pero más allá de los nombres, el film elude el jazz con una firmeza que es casi un desprecio. Desde que en un apócrifo 1924 aparece Louis Armstrong encarando un After You’ve Gone adelantado veinte años en su estilo y pasando por todo el disimulo de los twenties, que fueron algo, el film aduce inventos tales como pretender que Nichols era un gran cantante o que tenía gran amistad y colaboración con Armstrong. Y a cambio de eso, no hay tres notas en la banda sonora que parezcan auténticas. El motivo de esta falsificación es que Danny Kaye es pelirrojo como Nichols, produjo el film, pagó a Nichols los derechos de utilizar su vida y consiguió además que el trompetista tomara a su cargo los solos de trompeta. El argumento es una sentimentalina, primeramente inclinada a conversar sobre las dificultades de imponer el jazz en una época de melodías dulces (con un Bob Crosby que remeda a Guy Lombardo) y después dedicada a las dificultades familiares de Nichols, cuya hija sufre de poliomielitis y debe superar una parálisis. La inepcia general de situación y diálogo que con tal motivo se descarga, casi sin pausa, dura 117 minutos en Technicolor, y está aliviada por los momentos cómicos del mismo Kaye, que utiliza su prodigiosa facundia de mímica y garganta para imitar a un niño que llora por dentro, remeda una trompeta con su voz y hace una parodia de la gesticulación de Armstrong, delante de Armstrong mismo. Es lastimoso que para lucirse de esa forma deba extremar la burla y caer en la payasada con que están planeadas varias

versiones de Indiana. El hombre es a esta altura un divo y un productor de sí mismo, que decora su film con algunas lindezas de fotografía y color, usa nombres famosos y malogra todo lo que toca, incluyendo el jazz, la fama de Nichols y el prestigio de Barbara Bel Geddes, que nunca estuvo tan mal como actriz. Aparte de los niños y las buenas señoras que puedan tomarse en serio el argumento, Las cinco monedas puede suscitar alguna irritación en el espectador. Los aficionados al jazz, particularmente si saben de veras quiénes eran Nichols, Fud Livingstone o Miff Mole, pueden sufrir ataques de nervios y hablar solos sobre las biografías cinematográficas y la forma de evitarlas. 1 de noviembre 1960.

: De Caligari a Thiele

Laberinto

(Labyrinth, Alemania Occidental / Italia-1959) dir. Rolf Thiele. CUANDO SE HIZO FAMOSO por Rosemarie entre los hombres (Das Mädchen Rosemarie, 1958) el director Rolf Thiele impresionó como un talento joven, audaz, inquieto, que hacía uso de recursos fotográficos, sonoros y musicales tomados del expresionismo alemán (con una contribución particular de Brecht) y los utilizaba para contar mejor su historia de arribismo y chantaje en la alta burguesía. Después Thiele empezó a desilusionar en La pícara ingenua (Die Halbzarte, 1959), que era sólo un asunto sentimental y frívolo adecuado para Romy Schneider, y que aparecía vestido con más desplantes plásticos, en todos los órdenes, que los que su tema soportaba. La misma tendencia al exceso, al exhibicionismo, se nota en este inmediato Laberinto, que ocurre mayormente en un sanatorio de enfermos mentales. Haría falta un psiquiatra para establecer con precisión los orígenes, los desarrollos y las consecuencias de cada una de las afecciones nerviosas que figuran aquí. Pero no es probable que ningún hombre de ciencia se preocupe mucho. La única sustancia del film es la exposición de una neurótica que no parece querer a nadie (Nadja Tiller) confrontada con dos médicos (Amedeo Nazzari, Benno Hoffman), otros dos pacientes (Peter van Eyck, Nicole Badal) y una religiosa (Hanne Wieder) en varias situaciones que no responden a una línea argumental y que sólo sirven para explosiones temperamentales y arranques nerviosos. Es muy borrosa la intención de esos contrastes, como lo son también las ideas y los sentimientos en juego. Al promediar el film se advierte que a Thiele no le importan ni el asunto ni las enfermedades nerviosas ni los médicos que pueda haber en la platea. Ha utilizado este tema porque allí podía experimentar con otros desplantes de escenografía, de fotografía, de sonido. Y como si fuera un juguete, acerca y aleja la cámara, cambia la iluminación dentro de una misma toma, contrasta planos cercanos y lejanos. Todo el lenguaje es medio


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desequilibrado, como lo es el libreto mismo, donde diálogos y situaciones parecen un invento febril e incierto. Abunda en el sonido y en la furia, y no significa nada. En 1919 Robert Wiene, Carl Mayer y otros creadores del cine alemán ubicaron en un manicomio una historia alucinada y fantástica que se llamó El gabinete del Dr. Caligari y que fue piedra fundamental del expresionismo cinematográfico alemán. No es aventurado suponer que Thiele quiso hacer cuarenta años después un eco de aquel precedente, con mucho otro cine y una amplia elaboración técnica por el medio. Es triste comprobar que aparte de la intención no tuvo la inspiración necesaria ni el dominio estilístico para lograrlo. Como otros exhibicionistas, como Orson Welles a la altura de La dama de Shangai (The Lady from Shanghai, EUA-1948). Thiele se agota en desplantes formales y no tiene nada que decir. Buena parte del público se aliviará de su film como de un vacío y elaborado disparate. 9 de noviembre 1960.

: Vida de gángster famoso

Al Capone

(EUA-1959) dir. Richard Wilson. ESTA ES UNA BIOGRAFÍA del más notorio de los gángsters que llenaron una época. Es también una biografía sustancialmente cierta, con un enfoque semidocumental y con la honestidad o facilidad de poner los nombres propios donde corresponden. El papel titular fue confiado a Rod Steiger, cuya composición aparece elogiada con abundancia por cronistas extranjeros. Es irónicamente cierto que el apoyo de la corrupción y el crimen en Chicago fue ocasionada por el intento de suprimir las tentaciones del alcohol en el hogar americano, dice el historiador Frederick Lewis Alien en su libro Only Yesterday, donde traza un completísimo panorama del período 1920-30, más conocido como los twenties. A la prohibición alcohólica, en primer término, cabe atribuir una serie de masacres sin parangón en la vida civil, pero desde luego no podía ser previsto así por los hombres bien intencionados que dieron fuerza legal al antialcoholismo. Cuando la ley de prohibición fue elaborada, desde 1917, Estados Unidos se encontraba en guerra, la población estaba habituada a aceptar medidas drásticas de gobierno, y muchos habitantes compartían el temperamento sacrificado y espartano de las grandes causas públicas. Si se podía creer que esta guerra terminaría con todas las guerras, también se veía con optimismo una nueva era de moralidad que desterraría los vicios sociales. Y por otra parte, la opinión antialemana de 1917 colaboraba en apoyar una ley de prohibición alcohólica que perjudicarla en primer término a los muchos cerveceros alemanes. Cuando la ley se hizo efectiva (16 de enero de 1920) comenzaron a verse las fallas del propósito. La opinión pública cambiaba hacia una indiferencia por contralores y re-

glas morales, de lo que hubo otros síntomas. La burla a la prohibición empezó con todas las formas del disimulo y terminó con la ostentación. Los agentes de represión, que eran sólo 1520 al principio, llegaron a ser 2836 diez años después, pero fueron siempre mal pagados y siempre ineficaces. Por un lado, no podían vigilar adecuadamente la destilación de alcohol, que podía producirse en cualquier subsuelo de cualquier casa en todo el país. Por otro, eran impotentes para patrullar el contrabando en 18.700 millas de frontera marítima y terrestre. En la estimación oficial del Departamento de Comercio, cuarenta millones de dólares en alcohol entraron ilegalmente a Estados Unidos durante 1924, y a esa cifra hay que agregar aún la fabricación clandestina nacional. En las circunstancias, se inventaron ingeniosos frascos chatos para llevar alcohol en los bolsillos y se crearon tabernas ocultas, también llamadas speakeasies, porque allí había que hablar despacio. Como lo señala Allen, Estados Unidos se había equivocado en 1917-20, legislando con un sublime desprecio por la química elemental (que hubiera enseñado lo fácil que es fabricar alcohol) y por la psicología elemental (que hubiera sugerido que los impulsos humanos comunes no son fácilmente suprimidos por decreto). En 1920 y en Chicago, el gran magnate Johnny Torrio, que negociaba en alcoholes, vio la gran oportunidad de monopolizar el ramo. Contrató al pistolero Alphonse Capone, 23 años, para eliminar rivales por la fuerza. Desde una pequeña oficina y desde tarjetas de visita que lo presentaban como comerciante en muebles de segunda mano, Capone comenzó un imperio poderoso. A los tres años de trabajo tenía setecientos hombres a su orden. A los cinco controlaba todo el barrio Cicero, tenía agentes en todo bar y todo sitio de juego, había instalado su cuartel general en el hotel Hawthorne. A los diez era la autoridad indiscutida en diez mil tabernas clandestinas y en mucha fuente clandestina de alcohol, desde Florida a la frontera de Canadá. Daba órdenes telefónicas a los políticos y aun a los jueces, mandaba más que la autoridad, hizo matar a un número incontable de competidores y era millonario. Su crueldad estaba condimentada por el ingenio con que combinaba procedimientos y circunstancias para eliminar rivales, incluyendo la famosa masacre del día de San Valentín (14 de febrero, 1929) en que eliminó a los siete principales de una pandilla, mediante pistoleros disfrazados de policías. Y del monopolio del alcohol Capone y otros pasaron luego al gran negocio de la “protección”, que consistía en extraer una cuota mensual a todo un oficio (las tintorerías, verdulerías o empresas de pompas fúnebres) y en convencer a los resistentes mediante ametralladoras, destrozos o procedimientos tan ingeniosos como poner una bomba de tiempo en un traje que se manda a planchar. Aunque el gobierno reforzó las medidas de vigilancia y represión, el gangsterismo sólo fue realmente liquidado cuando desapareció la causa. El gobierno de Roosevelt levantó la prohibición (por ley efectiva el 5 de diciembre, 1933) y de hecho impidió el disimulo, la ilegalidad, la corrupción y el crimen que se habían provocado por las buenas intenciones de los abstemios. Fue difícil probar delitos a Capone, un hombre demasiado hábil. Se le procesó por haber evadido impuestos, estuvo preso en Alcatraz, fue castigado por víctimas y familiares de víctimas y murió el 25 de enero de 1947, víctima de paresis. La historia de Capone fue especialmente escrita para el cine por Malvin Wald y Henry F. Greenberg, libretistas de larga actuación en televisión. El primero de ellos ha hecho asimismo muchos libretos cinematográficos, incluyendo el de La ciudad


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desnuda (The Naked City, 1947) de Dassin, que tenía un señalado estilo semidocumental. En un artículo al respecto (en Films in Review) Wald ha explicado que procedieron con entera libertad, en el primer borrador del libreto, utilizando con abundancia las fuentes históricas e intercalando hechos y personajes ficticios solamente cuando con ellos se contribuía a una mejor interpretación de la historia real. Aunque el proyecto inicial era el de un film clase B, con escasas pretensiones, los productores convencieron a Rod Steiger que tomara el papel titular, y éste a su vez exigió cierta aprobación sobre el elenco y equipo técnico. El resultado es que el film tiene ahora alguna pretensión del documento social y de estilo cinematográfico. Salió más caro y su mayor presupuesto se ha compensado por el mayor rendimiento. La dirección ha estado a cargo de Richard Wilson, que fue colaborador de Orson Welles hacia 1942 y que luego ha realizado films secundarios en varios géneros. En el film hay menos acción de la esperada, porque el tema se centra en el personaje y apenas alude a las circunstancias que lo rodeaban y explicaban. No describe la Ley Seca, el consumo clandestino de alcohol, la indiferencia pública ante la ilegalidad, el gran negociado de la destilería y del contrabando, el crecimiento lógico de los más fuertes en un ambiente donde la ley poco importa. Todo ese trasfondo social, que debió ser importante, está apenas sobreentendido en el film. La razón es que describirlo supone demasiado presupuesto, demasiada escenografía, demasiado vestuario, demasiado tiempo de filmación. Este retrato de Capone debe centrarse en el personaje, oponiéndole la media docena de figuras individuales que mejor colaboren en su descripción. Entre ellos hay varios auténticos, con nombres propios que responden a la historia, como los diversos jefes de otras pandillas y los gangsters que empujaron a Capone en sus primeros pasos. Hay alguno semificticio, como el periodista (Martin Balsam) que está a su servicio y que termina en la traición. Y hay otros imaginados, como una amante (Fay Spain) y un funcionario policial (James Gregory), este último como deliberada contrafigura del gángster, para que las fuerzas del bien tengan un representante en la trama y no haya objeciones del Código de Producción. En ese plan restringido, que sintetiza una vasta realidad en escasas figuras, el film se integra así por unas pocas escenas centrales, desde que Capone convence a su patrón (Nehemiah Persoff) de que haga matar a un caudillo mayor, con reminiscencias de Otelo-Iago en la situación, hasta que Capone es castigado en la cárcel de Alcatraz por los vengativos familiares, amigos y cómplices de sus muchas víctimas. En el medio hay varios enfrentamientos, generalmente hábiles de diálogo y de presentación, con toques de cinismo tales como matar a un sujeto mientras canta un aria de ópera en improvisado trío con Capone y con un disco de Caruso, o con detalles de iluminación tales como hacer bailar un foco de luz mientras Capone amonesta a un periodista. Y desde luego hay algo de acción, hasta donde se puede poner acción en unas pocas tomas de tiroteos, sin plantear ni hacer crecer un suspenso. El film deja la sensación de que se pudo hacer mucho más con el tema, quizás con más dinero, seguramente con más ingenio. En su retrato del protagonista, Rod Steiger acumula todo el método del Actor’s Studio: masticar las líneas, contraer el cuerpo, pasar del susurro al grito. Juega de estrella en todo el film, se excede continuamente en tres grados de ademán y de tono, se luce como un divo, y habrá quien lo estime por ese énfasis, tan semejante al que de pronto aportó Marlon Brando cuando se lució en su Kowalski de Un tranvía llamado De-

seo (A Streetcar Named Desire, Kazan-1951). Pero con todo el talento que pone en la tarea, hace sentir la necesidad de un director que lo reprima. Es irregular el elenco secundario, donde Fay Spain suena a falso y donde hay excelentes composiciones de Nehemiah Persoff como primer patrón y de Martin Balsam como periodista. Esta no es la primera biografía de Capone. En el cine americano se han hecho otras bajo los títulos de Scarface (Howard Hawks, 1932, con Paul Muni), Pequeño Cesar (Little Caesar, M. LeRoy, 1931; con Edward G. Robinson) y Enemigo público (The Public Enemy, W. Wellman, 1931; con James Cagney). Pero es la primera posterior a la muerte de Capone, por lo que utiliza biografía y nombres propios con mayor exactitud y abundancia. 11 y 12 de noviembre 1960.

: Film con nervio

Los maleantes

(I magliari, Italia-1959) dir. Francesco Rosi. EL REALISMO DE ESTE FILM el físico, el visual, el sonoro, que comienza por utilizar exteriores auténticos de Hannover y Hamburgo, continúa por ubicar en ellos una acción concreta, a menudo violenta, y la va integrando, pausadamente, con una destreza de cámara, de sonido, de montaje, sin la cual la realidad no surgiría tan viva en la pantalla. El pretexto de la acción es incorporar a un emigrante italiano (Renato Salvatori) a una banda también italiana de vendedores de telas, que utilizan varias formas de la mentira y el pistolerismo para colocar la mercadería. Lo que sigue de allí es muy variado. En lo individual incluye un romance bastante erótico entre el recién llegado y una mujer vinculada a la banda (Belinda Lee), el estudio excesivo de otro maleante del grupo (Alberto Sordi) y un apunte más superficial de otros personajes. En lo colectivo hay una traición, una mudanza de una ciudad a otra, la amenaza y el combate con pistoleros rivales, el acuerdo final para seguir operando. Hay algo de drama, algo de sentimiento, algo de sensualidad y algo de humor en todo ello, pero la parte realmente atractiva del film es el color local, la sensación de que todo ocurre en una ciudad auténtica, donde se entremezclan vidas e intereses. Parece evidente que eso fue lo que sedujo al director Francesco Rosi, que en su primer film (El desafío o La sfida, 1957) había mostrado el mismo nervio y la misma competencia técnica para describir operaciones físicas, discusiones, romances y peleas en otros ambientes. Lo que hace en Los maleantes es un aprovechamiento intensivo de dos ciudades. No le importa el paisaje, sin embargo. Le importa obtener un fondo para la acción. Separa a una pareja y la hace reunirse en el puerto, buscándose entre autos, camiones, vías, grupos de transeúntes, ruidos y conversaciones. Saca a unos hombres de un bar y allí mezcla la música interior con la exterior, el eco de


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una pelea terminada con la amenaza de otra que podrá comenzar, y en esa mezcla de imágenes y sonidos obtiene para el espectador la sensación de estar inmerso en la ciudad misma. Esto sólo puede ser obtenido por una inmensa competencia técnica y por una sensibilidad de cine sonoro. Si Francesco Rosi lo obtiene con tanta abundancia, en tanto momento de su film, no es sólo porque le importe el precedente de mucho otro realismo cinematográfico, desde su mentor Luchino Visconti a la escuela americana de Huston, Dassin o Kazan, sino porque se aplica a esa reconstrucción, entre las dificultades infinitas de mover la cámara y obtener la ilación con una docena de personajes que se agitan en estaciones, tabernas, calles, baldíos. Hay instantes de preciosismo en esa labor, recorridos inverosímiles entre multitudes, imágenes fundidas por reflejos en los vidrios. Pero ni el director ni sus colaboradores de fotografía y montaje (Gianni Di Venanzo, Mario Serandrei) se conforman con algunas tomas excelentes. Quieren un ritmo vivaz para lo que se ve y para lo que se oye. Lo consiguen casi continuamente. Es lamentable que toda esa habilidad exterior no descanse sobre valores dramáticos más firmes. De lo que hace realmente la banda con sus víctimas sólo existe en el film una superficial noción, por dos escenas en que Alberto Sordi coloca telas y alfombras. De las tensiones internas y peleas sólo hay algunos diálogos que no llegan a hacer comprensible el cuadro. Y en ciertos momentos, como toda la secuencia de la oposición entre banda italiana y otra banda polaca, el film da la impresión de estar inventando episodios para poder sostener el relato. A esos altibajos hay que agregar aun la concesión a boletería que significa dar a Sordi dos escenas de parodia del idioma alemán y un monólogo final, con el solo fin de dejar lucir su vena cómica que no era la necesaria para la trama. Pese a sus irregularidades, Los maleantes es un film que puede verse con mucho interés, gracias al nervio y a la intensidad de su realización. Igual que El desafío, un film anterior cuyo estreno aparece demorado11, sirve para estimar la competencia del director Francesco Rosi, un joven valor italiano del que puede esperarse mucho. No ha encarado aún temas de mayor ambición y sustancia, pero tiene empuje y estilo. 15 de noviembre 1960.

: Pobre pero honrado

Esclavo del deber

(The Last Angry Man, EUA-1959) dir. Daniel Mann. EL MÉDICO HONRADO es la institución que este film y su novela original se han puesto a defender, aunque nadie la había atacado antes. Para darle una oportunidad de vocear esa honradez, la trama quiere que el pobre médico suburbano haga algún sacrificio incidental, salga en los diarios como un buen samaritano y atraiga la atención de un productor de televisión, que ve la oportunidad de hacer con ese 11

Se estrenó en Montevideo recién en mayo 1961.

hombre una audición realista, donde haya gente auténtica con problemas auténticos. La trama está concentrada en las relaciones entre la TV y el médico. Primero hay que convencerlo para que se aparte de su modestia habitual; después hay que dejarlo pronunciar, durante un largo ensayo, una empinada requisitoria contra los granujas y los farsantes de este mundo, lo que puede molestar a los comerciantes que pagan publicidad, a los ejecutivos que dirigen la TV y a los médicos ricos. Las instancias finales de la trama se apartan de aquel centro, para probar que el médico querrá prescindir de la audición y no transará con nada que violente su conciencia. No quiere pago alguno. No quiere dar a la TV el tiempo que necesita un paciente. No se deja presionar por intereses familiares o amistosos. Todo este retrato de Un Gran Tipo está servido para Paul Muni, que repite la caracterización de hombre honrado, firme, franco, ligeramente pintoresco, capaz de un gesto viril y violento cuando hace falta. El intérprete tiene un particular estilo de declamación para este personaje, que es afín otras caracterizaciones suyas de hace 25 años (en Infierno negro, en La gran tragedia de Louis Pasteur, en La vida de Emilio Zola) y afín a su propia personalidad. Su composición es muy esmerada de maquillaje, de ademán, de tono y de pausa. Es el mérito principal y quizás único del film, por el que la publicidad local le pronosticó un Oscar, aunque en verdad ese premio de 1959 ya fue discernido a Charlton Heston, dejando a Muni de lado. El personaje del médico tendría más relieve si se pudiera destacar contra un fondo. Pero ni el libreto ni la dirección le han ayudado mucho. No hay gran cosa que combatir en la trama, y los alegatos del médico se quedan en un verbalismo vacío, que Muni recita bien y que nadie parece sentir como un ataque. El libreto pierde mucho tiempo en la exposición preliminar de personajes, en convenir la audición de TV, en plantear el tema lateral de un paciente negro, y después deja hilos sueltos que no ata debidamente. La dirección de Mann sufre de pobreza imaginativa, permitiendo una formulación verbosa, a menudo teatral, entre personajes cuya posición en el asunto y en la pantalla está descuidada. Todo indica que el film está servido para Muni, con momentos de responsabilidad personal ante la cámara (el ensayo de TV, la enfermedad final) y poca otra cosa en que apoyarse. La sensación final es penosa. El film sólo parecerá atractivo a los admiradores de Muni, que no son demasiados a esta altura, y será una receta sentimental poco convincente, para el resto del público. 19 de noviembre 1960. Títulos citados Gran tragedia de Louis Pasteur, La (The Story of Louis Pasteur, EUA-1936) dir. William Dieterle; Infierno negro (Black Fury, EUA-1935) dir. Michael Curtiz; Vida de Emilio Zola, La (The Life of Emile Zola, EUA-1937) dir. W. Dieterle.

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Buena para matinée

COMIENZA CON MUCHA VIOLENCIA esta historieta de matinée, mediante una escena muda en la que un sujeto intenta matar a otro, empujándolo con auto y todo desde el borde del cañón del Colorado. Esos minutos silenciosos prometen una tensa aventura, pero en seguida se disuelven en un relato muy disperso, donde hay tres crímenes, un policía caminero para investigarlos (Cornel Wilde), una hermosa muchacha con hermoso auto (Victoria Shaw), una docena de sospechosos, una mina abandonada, y poco criterio, talento o imaginación para juntar todo eso en una anécdota creíble. Pero irse antes del final es un gran error. Por el medio del asunto, que en total dura 79 minutos, hay momentos de fotografía en Technicolor y CinemaScope, donde los exteriores del cañón de Colorado aparecen cono escenarios útiles para las muchas correrías de la trama. Ésa es una tarea por la que debe elogiarse al fotógrafo Burnett Guffey, un esmerado en su oficio, y culmina notablemente al final, cuando el villano y el muchacho se pelean sobre una vagoneta suspendida de un cable entre las montañas. La escena es digna de los viejos films en episodios, pero está hecha con gran habilidad y constituye lo que en la jerga se llama Suspenso, real y figuradamente. Hay que entender que para incluir la escena final, donde la vida pende de un hilo, los productores inventaron el resto. El elenco existe casi tan poco como el libreto, pero Victoria Shaw tiene su encanto.

rrachera del quejoso y termina en tragedia. Eso no debe enseñar mucho a nadie, excepto a las mujeres que intentan hacerse una refacción de cara y que pensarán la decisión dos veces. De repente quedan bonitas y se meten en un lío. André Cayatte escribió y dirigió esta rareza, que ahora descansa sobre su fama. Pero el manto de su prestigio es no sólo discutible, sino también insuficiente. Lo que ha salido del asunto es un film melodramático y arbitrario, cuya anécdota camina por golpes de azar y cuyo único conflicto obliga a una sostenida declamación entre Michèle Morgan y Bourvil, intérpretes que se defienden ante el brutal ataque. Entre escenas largas, excesivamente conversadas, carentes de la precisión y concentración necesarias, se pierden un par de cosas importantes. Se pierde, primeramente, el atractivo de un tema que pudo conducir a una discusión de la personalidad humana y del punto de vista con que se la valora, atractivo que no habrían desperdiciado ciertamente Pirandello o Henry James. Se pierde además la noción de que Cayatte pueda ser un gran director. Lo que ha atraído en su obra anterior (Y se hizo justicia, Todos somos asesinos, Antes del diluvio, Expediente negro) es la inquietud por los problemas de la justicia y de la sociedad. Con un tema artificial comete una realización artificial, que se estira inútilmente en toda la primera mitad y lleva la acción a Venecia sin otro motivo aparente que justificar el capital italiano invertido en el film. Todo el suspenso sobre la cirugía facial no tiene sentido, porque el público sabe en todo momento que el resultado de la operación será la cara de Michèle Morgan. Toda la narración del argumento, que empieza por el final y retrocede con explicaciones verbales, es otra pérdida del suspenso, porque el espectador se desinteresa de un drama cuyo final conoce. Todo el plan es insensato y Cayatte es bastante inteligente para saberlo así. Probablemente quiere olvidarse ya de lo que hizo.

22 de noviembre 1960.

25 de noviembre 1960.

La barranca de Satanás

(Edge of Eternity, EUA-1959) dir. Don Siegel.

: Artificio completo

Títulos citados (todos dirigidos por André Cayatte) Antes del diluvio (Avant le déluge, Francia / Italia-1954); Expediente negro (Le Dossier noir, Francia / Italia-1955); Todos somos asesinos (Nous sommes tous des assassins, Francia / Italia-1952); Y se hizo justicia (Justice est faite, Francia-1950).

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El espejo tiene dos caras

(Le Miroir à deux faces, Francia / Italia-1958) dir. André Cayatte. ÉSTA ES LA CURIOSA HISTORIA de cómo una mujer fea se transforma en Michèle Morgan, por medio de una cirugía facial. El hecho podía ser recibido como una buena noticia, considerando que Michèle Morgan es bonita y que Michèle Morgan hay una sola. Pero los realizadores de este film eligieron como protagonista de su asunto a uno de los pocos hombres desconformes con el acontecimiento. Es un pequeño burgués (Bourvil) que estaba muy contento de haberse casado con una mujer fea y simplemente no puede aguantar el cambio. Las discusiones posteriores, con intervención de hijos, suegra, hermana, cuñado y otros deudos, prosigue por una bo-

La nueva insensibilidad

Furia de juventud

(The Subterraneans, EUA-1960) dir. Ranald MacDougall. EL ASUNTO DE ESTE FILM es la incorporación de un joven escritor fracasado (George Peppard) a un grupo de bohemios de San Francisco. Allí conoce a una muchacha (Leslie Caron), tiene con ella un romance, después se aparta por otra mujer un poco más neurótica (Janice Rule) y después vuelve a la primera. En todo ello no hay ninguna novedad, y ésta debe ser la milésima película americana que cuenta un romance


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con contratiempos y arreglo final. Lo que hace peculiar al film es que procura retratar una capa de la sociedad actual, con todas las pretensiones de documento y de sociología. Con las pretensiones parece un proyecto insensato. Sin ellas, sería un film trivial. Este es el reconocimiento oficial que Hollywood formula sobre la existencia de los beatniks, los nuevos bohemios americanos, que quieren independizarse de convenciones burguesas, viven como mejor se les antoja, crean su poesía, su pintura y su jazz sin ajustarse a moldes. El reconocimiento empieza por la compra de una novela de Jack Kerouac, sacerdote máximo del movimiento, y sigue por el traslado a color y pantalla ancha de un mundo de extravagantes, que desfilan ante la cámara para sacudir rarezas de mímica y un ingenio verbal afligente. El traslado se ha hecho con cambios. Para que los beatniks de origen no parezcan tan escandalosos, el romance central ya no tiene un elemento racial (la dama joven debió ser negra) y la solución del mismo romance es que los amantes se unen nuevamente cuando saben que llegarán a tener un hijo. El resultado es que nadie se escandalizará de los nuevos bohemios, que parecen muy amansados en la versión de Hollywood. Otro resultado es que ya no tiene sentido hacer un film sobre rebeldes, si lo que se demuestra después de tanto desplante es que la maternidad es sagrada. Y todavía otro resultado es que los auténticos bohemios se estarán riendo ahora del film, de su productor Arthur Freed y de los diálogos y conductas con que se les procura retratar. No hay verdadera rebeldía en esa descripción, no hay crítica de los valores morales o estéticos vigentes, no hay otra cualidad que el afán sensual de bailar, sentir vibraciones extrañas, dedicarse al sexo o al alcohol. Pero todo ello está hecho como una operación consciente, como una ostentación, con sucesivos monólogos y diálogos explicativos. Igual que Los primos (Les Cousins, 1959) de Chabrol y Los tramposos (Les Tricheurs, 1958) de Carné, que tenían tanta ansiedad por explicar lo inmorales que eran, éstos del film americano parecen empeñados en vocear Miren qué complejo tengo arriba.... Es posible reírse de ellos y es posible mirarlos como a la fauna de un zoológico. Pero es imposible tomarlos en serio. Citan demasiado a Freud. Buena parte del error del film está en la simpleza de libreto y dirección. No usan otro recurso que el diálogo informativo, que ya molesta en la primera escena cuando el galán y su madre se intercambian frases innecesarias, y que sigue molestando en toda otra entrevista entre la dama joven, la psiquiatra, la otra mujer y el galán. La dirección de Ranald MacDougall no mejora ese plan. Deja conversar, mueve a los intérpretes con varios artificios (hay un diálogo penosamente bailado entre Peppard y Rule) y no tiene la menor idea de que el único atractivo posible del film era construirle un halo mágico, sensual, extraño. El productor y el director se conformaron con tomar un asunto de moda, visto que los franceses hacen estas cosas. Consiguieron el ridículo para sí mismos y para un elenco al que sacrifican hasta el papelón. 2 de diciembre 1960.

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Policiales ingleses • París-Express (The Man Who Watched Trains Go By, Gran Bretaña-1952) comienza con cierto brillo, marcando las recíprocas relaciones entre el dueño de una empresa comercial holandesa, el contador de la firma y un policía francés que viene a investigar la desaparición de un dinero (Herbert Lom, Claude Rains, Marius Goring). En un pequeño torneo de inteligencia, los tres se burlan y desafían, todo lo cual está bien marcado por un diálogo lacónico y por la reiterada alusión al ajedrez que todos ellos practican. Ese prólogo dura poco menos de media hora y culmina cuando Claude Rains llega a París con demasiado dinero. Las circunstancias en que se apodera de tal fortuna son sumamente ingeniosas, y deben ser tan acreditadas tanto a la inventiva del novelista Georges Simenon como al diálogo y situaciones con que el director Harold French lo cuenta en el film. Para perder la fortuna se organiza en cambio un caos folletinesco, abrumado de casualidades, correrías y traiciones. Allí ya es imposible creer en la inteligencia de Claude Rains, ni en la inteligencia de los cómplices que él se busca ni en la perfidia de una vampiresa (Marta Toren) que juega al mismo tiempo todas las cartas. Las únicas explicaciones del film son a esa altura las labores interpretativas de casi todo el elenco y la fotografía en color de Otto Heller, que no sólo toma París con buen gusto, sino que tiene sagacidad para mostrar situaciones y agilidad para mover la cámara. El film es de 1952, no había sido estrenado antes e incluye a la figurita de Anouk Aimée en dos breves escenas. Está desconocida para quienes la comparen con su Maddalena de La dolce vita. • El hombre de arriba (The Man Upstairs, Gran Bretaña-1958) tiene en cambio otra unidad. Quizás tiene demasiada unidad, porque el film y su acción ocupan por igual una hora y media, con notable concentración de asunto, tiempo y sitio. El hombre del título es el inquilino del tercer piso en una pensión. A las dos de la mañana molesta a los vecinos y empieza a dar signos de locura. Las alarmas consiguientes atraen a la policía, a un pelotón militar, a un ayudante del servicio médico, a una mujer que el protagonista habría amado. A las tres y media de la mañana, tras una tensión creciente, el conflicto se soluciona, a mitad de camino entre la violencia y la persuasión para sacar de su cuarto a un hombre encerrado y armado.


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Hay cierta fuerza y cierta naturalidad en el desarrollo de los acontecimientos, que convocan a toda una galería de personajes bien definidos: los vecinos miedosos y los tolerantes, el policía autoritario, el ayudante médico bien intencionado. Entre lo mucho que todos ellos conversan hay algún exceso de banda sonora (en cambio no hay música alguna) pero hay también una buena observación de psicologías y cierta sutileza para insinuar, con sobreentendido muy británico, los conflictos entre autoridades distintas. Las motivaciones de la locura del protagonista no están, en cambio, muy explícitas. Se trasluce que el hombre es un científico, que se ha preocupado del mal uso que puede darse a la ciencia, y que ha sufrido pesadillas después de un reciente accidente. Pero ese apunte humanitario no pasa del boceto, seguramente por la sobriedad de no explicar demasiado antecedente al espectador en un diálogo que quiere conservar un continuo realismo. A la larga se advierte que ese realismo deriva no sólo en una virtud de naturalidad, sino también en un defecto dramático. El exceso de conversación, toda ella espontánea, lleva a la debilidad. A ratos lo que se habla es muy natural pero no importa. Todo el film revela una concepción de cierta audacia. Aun con los precedentes reconocidos en el género (Jean Gabin encerrado en su cuarto de Amanece, Richard Basehart aferrado a su cornisa en Horas de espanto) este grupo de jóvenes realizadores ingleses ha conseguido una marcada originalidad de asunto y de estilo para producir con más inventiva que gasto, con más propósito que ostentación. Los hombres de Alun Falconer (libreto), Don Chaffey (dirección), Robert Dunbar (producción) y Gerald Gibbs (fotografía) deben ser agregados a la lista actual de inquietos en el cine inglés. Es también muy buena la interpretación, con lucimiento de Richard Attenborough como protagonista, Bernard Lee como policía, Dorothy Alison como una vecina comprensiva y Kenneth Griffith como el vecino alarmado que desencadena la acción de este film original. 7 de diciembre 1960. Títulos citados Amanece (Le Jour se lève, Francia-1939) dir. Marcel Carné; Dolce vita, La (Italia / Francia-1960) dir. Federico Fellini; Horas de espanto (Fourteen Hours, EUA-1951) dir. Henry Hathaway.

: Plata tirada

Fernando I, rey de Nápoles

(Ferdinando I, re di Napoli, Italia-1959) dir. Gianni Franciolini. ESTE SAINETE CARÍSIMO, con pretensiones de comedia picaresca, está hecho en color por un equipo de realizadores y técnicos prestigiosos, con uno de los repartos más lustrosos en la historia del cine italiano. Ocurre en Nápoles, a principios del siglo XIX, y cuenta las aventuras del rey Fernando, que era mujeriego y embrollón, se disfrazaba de paisano, quería conquistar a la hija de Polichinela y quería saber quien escribió una copla satírica y popular contra él. El resultado es

lo menos cinematográfico que se ha hecho en Italia desde 1903. Largas conversaciones entre todo el reparto, vestido a la antigua, son el único material de un film que parece durar varias semanas. Esa conversación se esfuerza en tener gracia y jamás la tiene. Al principio el film puede ser mirado con tolerancia, como un posible traslado de sustancias y maneras teatrales de Nápoles. A los diez minutos se sabe que la teatralidad es una limitación propia, y que todas las escenas pasivas, ramificadas en tres líneas de anécdota, son el único procedimiento de narración que ha pasado por la mente de los libretistas. Nunca tantos nombres famosos hicieron un film tan lento y tan pobre. Si Rosanna Schiaffino no fuera tan bonita no habría forma de saber cómo termina el argumento. 8 de diciembre 1960.

: De cómo ganar la guerra

La batalla del Mar de Coral

(Battle of the Coral Sea, EUA-1959) dir. Paul Wendkos. LA BATALLA MISMA fue muy importante. Se desarrolló en el Pacífico, en mayo 1942, principalmente por medio de aviones que partían de barcos, y fue tan voluminosa que Estados Unidos perdió 66 aviones y 543 hombres para alcanzar la victoria (pérdidas japonesas: 80 aviones, 900 hombres). Los historiadores señalan que en el Mar de Coral se evitó la invasión japonesa de Australia, un paso previsible cinco meses después de Pearl Harbor. Y se hizo posible la inmediata batalla de Midway, que fue una victoria naval de mayor importancia aún. Pero la batalla sólo figura en los últimos minutos de este film, y aun entonces con una rápida visión de documentales. En su mayor parte el asunto es un largo prólogo al episodio que anuncia en el título. El prólogo se divide a su vez en dos aventuras. La primera narra la inspección que un submarino americano hace con toda cautela frente a los aprontes japoneses, y termina en la captura del submarino y su tripulación. La segunda aventura ocurre en una isla donde los japoneses interrogan a los americanos sobre su misión de espionaje mientras los americanos procuran escaparse de la prisión. Ambos relatos tienen el aire de lo ficticio y lo novelesco. Se juegan entre unos pocos individuos que aparecen ganando la guerra. Son más


auténticos los minutos finales, que notoriamente no han sido realizados para el film, sino que compaginan documentales bélicos de ambos bandos, con algunas sorprendentes imágenes desde aviones y barcos en movimiento, abundantes explosiones, bombardeos y otras manifestaciones del repertorio habitual. El film tenía cierto atractivo porque su director es Paul Wendkos, un hombre que ha introducido algún toque original en otros asuntos rutinarios previos (Honor de ladrón, El rostro de un fugitivo). En los mejores momentos de este film naval el director muestra cierta habilidad de fotografía submarina y de montaje, particularmente en el furtivo recorrido de los americanos entre las posiciones japonesas, sujetos al riesgo del radar enemigo y de las cercanas minas magnéticas. Pero el resultado nunca es muy impresionante. Se parece demasiado a otras aventuras del género. Está bien Cliff Robertson como capitán del submarino, pero no tiene dificultades dramáticas que sobrellevar. 24 de diciembre 1960. Títulos citados (ambos dirigidos por Paul Wendkos) Honor de ladrón (The Burglar, EUA-1956); Rostro de un fugitivo, El (Face of a Fugitive, EUA-1959).

1961 Intriga bien narrada

Deseo y destrucción

(Blind Date, Gran Bretaña-1959) dir. Joseph Losey. TIENE UN GRAN ATRACTIVO el comienzo de esta historia policial, donde un pintor holandés (Hardy Krüger) es encontrado en un apartamento ajeno junto al cadáver de una mujer. El espectador no tiene ninguna duda sobre su inocencia, pero a medida que progresa el interrogatorio policial, conducido por un inspector inteligente (Stanley Baker), comienzan a surgir las dudas, porque son realmente sospechosas las circunstancias de su conducta previa al crimen. Lo que surge de allí es un complicado affaire sentimental del pintor con una mujer casada (Micheline Presle), pero esta relación es tan indemostrable que todos los afanes del protagonista se estrellan contra los hechos. Con el tiempo se sabe la explicación, que es bastante asombrosa, y después de saber la explicación, toda la intriga se hace objetable. La conducta humana puede ser sumamente misteriosa, pero hay demasiado artificio en la conducta de esos tres personajes y de otros. A la larga se advierte que el tema es un truco, un hábil juego de contraste entre apariencia y realidad. Pero el film progresa con paso muy firme, sin descubrir el truco hasta pocos minutos antes del final, y tiene atrapado al espectador hasta entonces. Ese es el resultado de una novela policial bien pensada y de una adaptación cinematográfica muy inteligente, que opone al protagonista en diálogos con la mujer y con el inspector sin que aparentemente se oculte nada en el intercambio, y que sin embargo deja un margen de ambigüedad para entender los episodios de otra manera. La riqueza de la anécdota, aumentada por apuntes laterales de otros personajes (un cartero, un subcomisario, un sargento) parece dominada por los adaptadores. Y cada vez que la acción se remonta al pasado, en una serie de racconti en que el protagonista cuenta su no verificada relación con la mujer, la entrada y salida de tiempos cinematográficos aparece bien marcada por fotografía y montaje. Sobre su trampa sustancial, lo que impresiona en el film es la realización prolija, meditada. Esto es lo mejor que el director Joseph Losey ha hecho en Inglaterra hasta hoy, en un estilo violento, intenso, con el que ha defendido melodramas de línea psicológica poco convincente (Tiempo sin piedad, La irresistible). Parte de esa realización debe ser atribuida al fotógrafo Christopher Challis, que encuadra siempre con gran precisión, pone en cada imagen lo necesario, obtiene un clima sombrío y tenso y sortea problemas de movimiento y de estrechez física con gran inventiva. Es muy adecuada la interpretación de los tres principales, aunque Hardy Krüger lleva su mal humor de acusado inocente hasta las escenas previas a la acusación. En su exhibición local, el film aparece curiosamente autorizado para menores de doce años, aunque tiene dentro un fornido problema de adulterio y un crimen de concepción diabólica. La posible explicación es que se hayan introducido cortes en la co-


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pia, eliminando por lo menos ciertos extremos eróticos. Algunos saltos repentinos en la acción son fácilmente señalables. La duración actual del film es inferior en nueve minutos a la registrada en Inglaterra y en Estados Unidos. 24 de enero 1961. Títulos citados (ambos dirigidos por Joseph Losey) Irresistible, La (The Gypsy and the Gentleman, Gran Bretaña-1957); Tiempo sin piedad (Time Without Pity, Gran Bretaña-1957).

: GBS en teatro

Hay momentos de pasión en Leslie Caron, cierto calor en las escenas finales de Bogarde, una calidad de sátira en las actuaciones de Morley y Sim en sus médicos, todos ellos en un nivel de actuación teatral, con más énfasis del deseable. Los espectadores más exquisitos apreciarán las audacias de vestuario por Cecil Beaton y las de escenografía por Paul Sheriff, que dan una calidad plástica a reconstrucciones finiseculares. Pero hay que persistir hasta el final para apreciar las imágenes mejor compuestas, y persistir a través de tanto teatro puede ser muy duro. 27 de enero 1961. Títulos citados (ambos dirigidos por Anthony Asquith) Caso Winslow, El (The Winslow Boy, Gran Bretaña-1948); Importancia de llamarse Ernesto, La (The Importance of Being Earnest, Gran Bretaña-1952).

El dilema del doctor

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(The Doctor’s Dilemma, Gran Bretaña-1958) dir. Anthony Asquith. EL TAL DILEMA CONSISTE en que el médico famoso (John Robinson) sólo puede aceptar un paciente más, y debe elegir entre dos para aplicar su nuevo remedio contra la tisis. Un candidato es otro médico y buen hombre (Michael Gwynn) y el otro es un pintor (Dirk Bogarde), convicto de ser bígamo, de mentir, de pedir prestado el dinero que no devuelve. Con estos elementos George Bernard Shaw armó (en 1906) una discusión que él llamó “tragedia”, planteando problemas morales. No le gustaban los médicos, que pueden ser unos ignorantes ostentosos, y en cambio le gustaban los artistas, que pueden ser bohemios insolventes, pero que hacen cosas que quedan. La pieza no es, sin embargo, una discusión correcta de tales oposiciones. Involucra temas ramificados, como el amor que el médico siente por la mujer del pintor (Leslie Caron) y por ahí llega a conversar problemas individuales de menor significación. Todo el ingenio de Shaw está agotado en el retrato satírico del médico principal y de otros tres que le acompañan (Felix Aylmer, Robert Morley, Alastair Sim). Allí el diálogo puede desnudar las manías de esos cuatro personajes. Pero cuando maneja la pasión artística del pintor, la sensualidad y generosidad de su mujer, el mundo de sentimientos en que se anulan las fórmulas morales de la sociedad, el texto de Shaw se queda en extenso verbalismo, sin una emoción que lo apoye. Las piezas de Shaw han sido casi siempre mal cine, por la simple razón de que el autor insistió en mantener completos sus textos, sin autorizar la adaptación, la síntesis y la transformación a que el cine obliga. En esta versión de Anthony Asquith, que ha preferido a menudo filmar el teatro como teatro (El caso Winslow, La importancia de llamarse Ernesto), los largos diálogos de Shaw están mantenidos con fidelidad, apenas matizados por el movimiento de cámara, por una escena agregada, por un monólogo omitido. El resultado parece teatro hasta un grado desesperante y supone una pesada carga para el espectador cinematográfico.

Más teatro

Orgullo de hombre

(Take a Giant Step, EUA-1959) dir. Philip Leacock. ESTE DRAMA RELATA A LA VEZ algunos conflictos de la adolescencia y algunas tensiones raciales. Su protagonista es un muchacho negro de 17 años. Ha sido expulsado de la escuela por contestar con valentía alguna cuestión relativa al pasado de la raza negra. Tiene el orgullo de su raza pero comprueba que no está apoyado por sus padres, dos incomprensivos que quieren domar al rebelde y que postulan la necesidad de que admita ser un inferior social. La salida del protagonista es ser alguien por sí mismo, pero fracasa reiteradamente. Es atraído por una mujer y en seguida rechazado por ella. Tiene un trato con prostitutas y termina en la humillación. Obtiene la comprensión de la sirvienta de su casa, que le facilita su primera experiencia sexual, pero pierde también esa relación. La suma de estas situaciones, explicitadas por un abundante diálogo, dice que el adolescente negro debe esforzarse por obtener su propia personalidad, y hay que interpretar que los autores postulan con su drama una suerte de ejemplo para mucho espectador que se halle en situaciones parecidas. Con visible honestidad de planteo, el tema postula los conflictos raciales como una tensión. Aun sin conflicto económico y sin burla directa de sus amigos, el protagonista sabe que ser negro es ser distinto, y que para progresar en la sociedad americana deberá hacer el esfuerzo de todos y un esfuerzo extra además. En un diálogo en el que propone que No hace falta ser negro para ser infeliz, encuentra de su padre la respuesta No, pero ayuda... El film carece empero de toda fuerza para decir lo suyo. Tomado de una pieza teatral, que junta todas las situaciones en unas pocas horas y en tres diálogos de livingroom, cocina y bar, el libreto se conforma con hacer el más simple teatro filmado, sin recrear una sola situación. Esto lo lleva a la desesperante lentitud y al estilo discursi-


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vo, con cámara quieta frente a gente que habla. Una realización fría y ajena no atina siquiera a colocar la cámara en lugar del protagonista, en muchísimas situaciones donde un primer plano o un enfoque subjetivo hubieran sido indicados. El resultado es que el film no conmoverá a nadie, porque no es un drama en la pantalla, sino una serie de diálogos o de disimulados monólogos que aluden al drama. Ni siquiera es convincente la interpretación en la que el protagonista Johnny Nash no se siente muy comprometido y en la que hay varias figuras desmandadas de gesticulación teatral. La única excepción de sentimiento y calidez es Ruby Dee en su sirvienta. Medido en términos de cine, que son los únicos que corresponde atender en el caso, todo el film es lamentable por el descenso que implica en su director Philip Leacock. En el cine inglés de los últimos años, y a través de unos pocos films (Cita en Londres, El jardinero español), Leacock se había anunciado como una de las promesas jóvenes. Fue a Hollywood, hizo La trampa vacía con un estilo trivial e indiferente y ahora hace este Orgullo de hombre sin un mínimo de sensibilidad cinematográfica. Hay que suponer, con optimismo, que su nuevo contrato americano no le permite cierta necesaria libertad de acción. Pero eso convierte en inexplicable que nadie en Hollywood traiga a un director inglés para filmar obras de televisión y de teatro sin darles interés cinematográfico. Después de este film hizo Que nadie escriba mi epitafio y ya está cerca el momento en que sobre Leacock pocos querrán escribir. 27 de enero 1961. Títulos citados (todos dirigidos por Philip Leacock) Cita en Londres (Appointment in London, Gran Bretaña-1952); Jardinero español, El (The Spanish Gardener, Gran Bretaña-1956), Que nadie escriba mi epitafio (Let No Man Write My Epitaph, EUA-1960); Trampa vacía, La (The Rabbit Trap, EUA-1959).

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cundarios: el barman con el corazón de oro, la casera que exige pago adelantado, una media docena de vivos que procuran sacarse ventajas. Es una carrera de ratas y no significa nada, parece decir la pieza: la vida en NewYork es así y hay que conformarse con subsistir, porque con la gloria se puede soñar, pero la gloria está lejos. La gran limitación del film es, sin embargo, la de conformarse con la obra teatral de Garson Kanin, que es un hábil comediógrafo y que tiene un particular oído para reproducir diálogos y modismos populares, pero que inevitablemente reduce el vuelo de su asunto a lo que media docena de personajes pueden expresar. Esta es una convención que podía aceptarse naturalmente en el teatro, pero que deja sin respiración al libreto cinematográfico, particularmente si el film está rodado en New York: toma aquí una calle y allá una casa de apartamentos, pero deja al margen la multitud que es realmente la ciudad. Más que una adaptación, lo que ha hecho Kanin es una traslación de su pieza. Conserva la abundancia de diálogos, el informe verbal sobre lo que ocurrió fuera de cámara, la concentración de dificultades en un personaje villano (un repugnante empresario de salón de baile que interpreta Don Rickles), la resolución esquemática de lo que también fue planteado con simples esquemas. Y a cambio de eso, falta el apunte de una ciudad donde los problemas no son realmente los de la perversidad ajena, sino los del cruce de intereses y los del exceso de demanda frente a lo que una gran ciudad puede ofrecer. Con su planteo simple, con su resolución fácil, con suTechnicolor, el film deja la impresión de estar embelleciendo a un tema sórdido. Nadie sufre realmente en todo su transcurso. No se siente de veras el ruido, la transpiración y el afán de ocho millones de habitantes que quieren salir adelante, unos contra otros. En los costados del tema hay un poco de jazz (por Gerry Mulligan y Joe Bushkin), momentos de comedia, una buena actuación de Tony Curtis, una actuación un poco más esforzada por Debbie Reynolds, y cierto lenguaje pintoresco de fraseología y de tono, particularmente por la casera que hace Kay Medford. Pero todo el plan es alegar la sordidez y luego embellecerla para que sea digerida por buenas familias. Pocos sentirán el drama que se quedó en el fondo. 31 de enero 1961.

Drama de superficie

La taberna de las ilusiones

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(The Rat Race, EUA-1960) dir. Robert Mulligan.

HAY UN ALEGATO al fondo de este asunto y del título de la obra teatral original, La carrera de ratas. Alude a lo difícil que es la vida en New York, esa ciudad en la que nadie viviría por nada del mundo y donde viven 7.795.471 habitantes, según censo de 1957. Allí no puede progresar la muchachita (Debbie Reynolds) que ganó alguna vez un concurso de baile y que ahora está llena de deudas, expulsada de la pensión, obligada a tolerar patrones gordos, prosaicos y lujuriosos. Tampoco puede progresar el músico llegado de Milwaukee con grandes esperanzas (Tony Curtis) que se deja robar los instrumentos por exceso de confianza. De la lucha de ambos personajes, de su mutua relación y de su inevitable amor se nutre la anécdota, comentada a los márgenes por un grupo de personajes se-

Violencia y exceso

Testigo clave

(Key Witness, EUA-1960) dir. Phil Karlson. EL MENSAJE DE ESTE FILM, proclamado en un texto inicial, es que los testigos de un delito deben cooperar con la policía y con la justicia, porque su silencio puede garantizar la impunidad de los culpables. Lo que se cuenta después es la aventura de uno de esos testigos (Jeffrey Hunter), que ve un asesinato en la vía pública, con veinte personas delante, y es el único que colabora con la policía, dispuesto a denunciar al criminal


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(Dennis Hopper) y a su pandilla de infanto-juveniles, todos los cuales han conseguido fugar. El hombre se consigue una vía crucis. La pandilla arranca violentamente a la policía los datos personales del testigo, comienzan contra éste las amenazas personales y telefónicas, hay varias escenas de violencia y finalmente un encuentro bastante brutal entre protagonista y pandilla. Triunfa el Bien, desde luego, aunque para eso hace falta que uno de los delincuentes, que es un muchacho negro (Johnny Nash), tenga conflictos con sus compañeros. Pero lo que se demuestra al cabo de la vía crucis es que ser testigo de un crimen y colaborar con la policía resulta ser un pésimo negocio. Tal como el film lo cuenta, la pandilla domina la ciudad de Los Ángeles, entra en casas privadas, destroza automóviles, comete atentados en las oficinas de los juzgados. Si no refuerzan la vigilancia policial, nadie en Los Ángeles querrá colaborar con la autoridad. Es un riesgo incalculable. El film tiene cierto atractivo por la abundancia y nitidez de la acción, que progresa desde un punto a otro sin desviarse. Está realizado en calles, edificios y bares auténticos, con un sabor de cosa cierta, e incluye momentos de dinamismo, con particular brillo en una fuga y carrera entre dos autos. Es menos atractivo en su desarrollo dramático, donde víctimas y villanos despliegan por igual un subido tono de histeria. La pandilla amenazante tiene además los vicios de sobreactuación que suelen vincularse con el Actor’s Studio, insinuando morbos, perversidades sexuales y tendencias sádicas hasta en las frases triviales. En toda apariencia, el director Phil Karlson está más seguro con los autos que con la gente, domina mejor la violencia que la psicología. Su film tiene el curioso resultado de ser tan entretenido como increíble. 2 de febrero 1961.

: Divertida y poética

El espejo de la vida

(Checoslovaquia, 1958). Compuesto de cuatro episodios: Cuentecito de navidad (Nejmensi z mesta) dir. Milan Vosmik (este episodio integraba originalmente el film Hry a sny o “Juegos y sueños”, junto a otro del mismo director y mismo argumentista); Me persigue un muerto (Právni prípad) dir. Milos Makovec (este episodio integraba originalmente el film O vecech nadprirozených o “De cosas sobrenaturales”, tres relatos sobre cuentos de Capek); Los amantes y las estrellas (Lidé na zemi a Hvezdy na nebi) dir. Vojtech Jasny´ (este episodio es el segundo de los ´ y Gloria, dir. Jirí Krejcík (este episodio cuatro de Touha o “Anhelo”, film de Jasny) también formaba parte del film “De cosas sobrenaturales”). ESTE FILM TIENE DETRÁS una curiosa historia. Contiene cuatro episodios, pero no hay entre ellos ninguna unidad de dirección, de argumentista u otro factor común. Fue compuesto por la industria cinematográfica checa, con fines de exportación, tomando episodios de films distintos. El resultado fue un film variablemente humorístico, lírico y fantástico, que obtuvo una mención especial en el Festival de Mar del Plata (1959) y abundantes elogios de la crítica. Los elogios son merecidos. Está pensado y realizado con dosis máximas de inventiva, de técnica y de buen gus-

to. No ha prendido bien en la aceptación pública, por el muy simple motivo de que el espectador no se siente atraído por un film sin estrellas, que viene de una industria poco conocida como la checa. Y se alega, además, que el público tiene resistencia a los films en episodios, por motivos que hasta ahora son muy vagos, aunque estén confirmados por la experiencia. El hecho interesante es que el film seduce al público, que llega hasta él. En qué medida se extiende ese elogio es otro problema. No hay unidad entre los cuatro episodios, que resultan atractivos por razones distintas. En Cuentecito de Navidad se presenta a un niño de cinco años (Misa Staninec) perdido en la ciudad. Habla solo, habla con transeúntes, habla con un pez, se introduce en una feria navideña donde prende luces y parlantes. El tono del episodio alterna entre una fantasía deliberada, compuesta de alusiones sobrenaturales, y un humor incisivo, donde el niño cuestiona el mundo de los mayores con preguntas que les desarman. La observación de la conducta infantil, tal como aparece contada por el argumentista Askenazy, es una riqueza principal del episodio. Pero es también muy valiosa su formulación cinematográfica, la óptica con que se presenta el mundo exterior tal como la ve el niño, el toque de humorismo complaciente con que dos policías se prestan a jugar con el niño a fin de extraerle en la conversación sus ignorados datos personales. El relato es ligeramente más extenso de lo que pide su pequeño tema, pero realización e interpretación lo convierten en un extenso placer. Más directamente humorísticos son otros dos relatos sobre cuentos de Karel Capek, que introducen un elemento extraño en un mundo real. En Me persigue un muerto el protagonista salva a un anciano de ser enterrado vivo, pero luego es perseguido por el mismo anciano para que le financie el resto de su vida, ya que un hombre jurídicamente muerto no puede cobrar su pensión, ni su familia podrá pagar por segunda vez los gastos de un segundo entierro. La persecución adquiere un carácter de delirio, porque tras las inútiles explicaciones entre ambos personajes, el anciano se presenta ante su perseguido en los sitios más inverosímiles, incluyendo una tienda, una piscina, el empleo y, en circunstancias muy incómodas, su propia casa, justo cuando una mujer casada llega clandestinamente de visita. En Gloria la fantasía es aún mayor.Tras un acto de bondad, el protagonista ve que le ha surgido sobre la cabeza un halo de santidad. Recibe burlas de transeúntes, es detenido por alteración del orden, llevado a la policía y luego a examen médico, en dos escenas delirantes donde ni la autoridad ni la ciencia pueden manejar a un elemento sobrenatural, y donde se pretende llevar preso al hombre porque tiene un halo (sin batería, sin patente) y donde se le acusa de insano, aunque su revisión física no prueba tal cosa. El efecto es una larga carcajada. Es también, secretamente, una constancia de las limitaciones del ser humano para comprender los fenómenos que trascienden su experiencia habitual. En el tercer episodio, Los amantes y las estrellas, se reúne la mayor imperfección del film con una mayor calidad cinematográfica. Comienza apuntando una discusión entre campesinos, por límites de sus propiedades, lleva a un romance allí iniciado entre una muchacha y un topógrafo y termina en la separación casual de éstos, cuando ella se aleja en un tren. Ni el comienzo, ni la ubicación de ambos personajes en el ambiente campestre, ni el desarrollo posterior de su relación, aparecen bastante claros. Esto es una consecuencia de extraer este fragmento del film mayor al que pertenecía, ´ que aparentemente aluden a Touha, cuatro episodios dirigidos y escritos por Jasny, las cuatro estaciones del año y a cuatro etapas de la vida, con cierto material autobio-


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gráfico. Pero el episodio tiene en cambio una clara poesía cinematográfica, construida nada más que con las instancias de esa pareja. La presenta en un observatorio mirando estrellas, después en un paseo por bicicleta, después haciendo natación, después en un baile, después en la despedida. Esos momentos son notablemente dinámicos, con un doble movimiento de personajes y de cámara, perseguido en cadencias casi musicales, compaginado con toda precisión y prolongado hasta la melancolía en la toma final. Aun con sus limitaciones, el episodio revela una particular competencia de ´ que se declaró comprometido en esta obra personal. realizador en Jasny, Entre el humor y la poesía, este Espejo de la vida demuestra una múltiple sensibilidad de los checos para la concepción de los asuntos y para el lenguaje cinematográfico imaginativo y pulido, con que se los expresa. El compendio no tiene unidad, porque ha nacido de mezclar cosas distantes, pero es un múltiple deleite. 3 de febrero 1961.

: Inquieta y singular

La fuerza del mal

(Force of Evil, EUA-1948) dir. Abraham Polonsky. EL FILM ESTÁ PLANEADO para ser un estudio de la corrupción, tal como ella deriva de la ambición personal. Su sitio es New York y su ambiente es el del juego clandestino; su particular atractivo es que entre los varios personajes no hay héroes, y que todos ellos están tocados por una u otra forma de la sordidez. Eso es cierto del pequeño capitalista de apuestas (Thomas Gomez), cuyo negocio puede ser aniquilado por una maniobra de su rival, el capitalista mayor (Roy Roberts). El primero invoca una vida sacrificada, pero de hecho está viviendo del delito; el segundo procura que el juego clandestino sea legalizado, pero tiene una posición cínica al respecto, y no llegaría hasta su objetivo si no es con la previa destrucción de sus competidores. En el medio de ambos está el cerebro de la operación, un brillante abogado joven (John Garfield) que es hermano de uno y abogado de otro. En los primeros minutos del film se plantea nítidamente su dilema: si triunfa en la maniobra que proyecta para su cliente, de hecho arruina y condena a su propio hermano, un cardíaco afanoso y excitable del que Thomas Gomez hace un estupendo retrato. No hay causas sagradas, parece decir el film. La felicidad requiere dinero, éste lleva al engaño, éste a la violencia, ésta al crimen. En un aparte del asunto, que traza un romance entre Garfield y una humilde y bonita secretaria (Beatrice Pearson), hay un diálogo revelador sobre la persistencia y la ubicuidad de la fuerza del mal: también la muchacha, a pesar de su bondad y su inocencia, se dejaría contagiar de la perversidad si le ofrecieran un rubí millonario y no le pidieran nada a cambio. Cuando los valores morales suponen posibles medidas en dinero, ser decente es un esfuerzo.

Aunque la línea general de esa idea está muy clara en el film, desde la situación inicial a la catástrofe final, toda la parte intermedia parece menos lograda. En parte ello se debe a la confusión de la anécdota, que superpone varios bandos (tres grupos clandestinos, la policía), acumula delaciones y simulacros y traiciones, desorienta al espectador sobre los motivos con que proceden algunos personajes secundarios. En parte se debe a que el libreto no subraya los conflictos morales más allá de su protagonista, dejando en superficie y en suposición lo que pudo ser un cuadro sociológico más profundo; entre los retratos secundarios están la cobardía y el cinismo, pero no otras hipocresías que disimulen el mal en las envolturas de la buena voluntad. El film fue realizado en 1949 por un grupo de producción independiente que se llamó Enterprise, y se integra por tema y por estilo en todo un efímero apogeo del realismo americano de posguerra, junto a Pánico en las calles (Kazan), La ciudad desnuda (Dassin), El beso de la muerte (Hathaway), Encrucijada de odio (Dmytryk), Sendas torcidas (Nicholas Ray) y otros films de aquel momento. Bajo un asunto de corte policial, aquellos films tuvieron continuos méritos formales (ambientes bien observados, psicología compleja en sus personajes, un tono incisivo para su acción) y alguna vez tuvieron sentidos más ambiciosos, como examinar el antisemitismo o las raíces de la delincuencia juvenil. En esa escuela realista de posguerra, que se vincula por otra parte con una corriente similar en la novela, esta Fuerza del mal se integra de pleno derecho con más ambiciones de sentido que las visibles en un primer examen de su apretada intriga. El director Abraham Polonsky parece sentirse cómodo en el género. Había realizado antes un par de tareas como libretista, una de ellas en otro estudio de la corrupción personal de un boxeador que se llamó Carne y espíritu (con el mismo John Garfield), y al pasar a la dirección reveló un lenguaje tenso, que se ve por igual en los diálogos picados con que se enfrentan ambos hermanos y en las tomas breves y bien montadas con que describe dos allanamientos, un asesinato, un tiroteo a oscuras. Este habría de ser, sin embargo, su primer y último trabajo como director. Después de 1951, Abraham Polonsky desapareció del cine americano, presumiblemente para integrar la Lista Negra de comunistas que fueron separados de Hollywood. Es muy buena la actuación de John Garfield y Thomas Gomez en los papeles principales, pero también es acertada la composición de varios personajes secundarios, la pureza natural que Beatrice Pearson presta a un personaje que necesitaba primordialmente esa condición y el trabajo fotográfico de George Barnes, que reproduce el clima de encierro y de sospecha en que se desarrolla la historia. 10 de febrero 1961. Títulos citados Beso de la muerte, El (Kiss of Death, EUA-1947) dir. Henry Hathaway; Carne y espíritu (Body and Soul, EUA-1947) dir. Robert Rossen, Ciudad desnuda, La (The Naked City, EUA-1948) dir. Jules Dassin; Encrucijada de odio (Crossfire, EUA-1947) dir. Edward Dmytryk; Pánico en las calles (Panic in the Streets, EUA-1950) dir. Elia Kazan; Sendas torcidas (They Live by Night, 1949) dir. Nicholas Ray.

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The James Stewart Story

El Fbi en acción

(The Fbi Story, EUA-1959) dir. Mervyn LeRoy. ESTA NO ES LA HISTORIA del Federal Bureau of Investigation. Es la historia completa de James Stewart, como agente del Fbi, a través de casi cuarenta años de actividad. Con el pretexto de que Stewart comienza por dar una conferencia sobre una persecución final a un espía comunista de la entidad, el film retrocede a las épocas en que el Fbi estaba mal organizado y en que J. Edgar Hoover asumió la dirección, prometiendo la máxima dedicación técnica y asegurando que la política partidaria no habría de inmiscuirse en la conducción. Pero lejos de servir para una exposición sobre el Fbi y su proceso, el film se aplica a contar los problemas personales de Stewart, desde su noviazgo inicial hasta los minutos finales en que ya es abuelo. Eso es lo que se llama “interés humano”, y tiene como puntos fuertes el nacimiento de varios hijos, muerte de uno de ellos al nacer, casamiento de la nena con el hijo de un camarada fallecido, muerte de otro hijo en la guerra. En la anécdota familiar, el film pierde un tiempo precioso, sin ganar por otra parte en interés dramático, porque todo eso está pensado, hablado y contado al nivel de historieta para semanario femenino, sin un instante de hondura ni de sentimiento. No se podía esperar otra cosa de Mervyn LeRoy, experto comerciante de ramos generales. Pero hay motivos para sospechar que se le fue la mano en ese desvío de su libreto. Tras llegar a los 149 minutos de duración en la versión americana, el film ha perdido veinte en la copia que se distribuyó al exterior. Los materiales cinematográficos más apropiados a una historia del Fbi son acá una represión del terrorista Ku-Klux-Klan, una investigación en Oklahoma sobre asesinato de indios enriquecidos, algunos vistazos a la muerte de varios pistoleros (Baby Face Nelson, Ma Barker, John Dillinger), otros vistazos a la alarmante formación de focos nazis en Estados Unidos al comenzar la guerra y una persecución final a un espía comunista de la posguerra, que quiere pasar información cifrada a otro camarada sin sospechar que el Fbi lo está mirando. El interés de todo ese material es bastante escaso. A veces pierde de vista toda constancia sobre los medios de detección del Fbi y presenta a la entidad como simple fuerza policíaca (episodio del Ku-Klux-Klan). A veces desvía el tiro, construyendo suspenso cinematográfico en un episodio tan trivial como el del comunista, que aparece perseguido innecesariamente por el Fbi a través de todo New York para terminar en el hallazgo de un cómplice que ya estaba identificado desde el principio; aquí el pretexto de la acción es mostrar exteriores de la ciudad con cierto dinamismo de acción. Y otras veces el film pierde la posibilidad de mostrar una investigación excitante, al reducir a viñetas tres o cuatro pistoleros. En el período 1930-40, la historia del FBI aparece pegada con palabras en la banda sonora, sin una adecuada ilustración de lo que la entidad realmente averiguó o hizo. Mientras se concede esta facilidad de lo episódico y lo superficial, Mervyn LeRoy resuelve ignorar el beneficio cinematográfico de un enfoque más documental, más atento a los hechos que importan. Para su criterio comercial, el Fbi es un pretexto de

melodrama y de acción secundaria, con intercalaciones discursivas sobre la defensa de la democracia y con acordes de la Quinta Sinfonía de Beethoven para anunciar la presencia del destino. El hombre ha sido un cursi irredimible durante buena parte de su carrera. Sabe hacer films de acción, pero se empeña en dramas que no sabe hacer. 15 de febrero 1961.

: Un corto original

El pez dorado

(Histoire d’un poisson rouge, Francia-1959) dir. Edmond Séchan. EL PEZ DORADO ES COMPRADO por un niño en una feria, tras una tensa y muda disputa con otro comprador barbudo y villano. Después es colocado en una pequeña pecera, allí baila en curiosa pareja con un pajarito de una jaula cercana, y luego cae de la pecera, quedando a merced de un gato negro que entró en la pieza. Tras el suspenso del caso, es el mismo gato el que coloca nuevamente al pez en su sitio. Esta historieta está narrada en veinte minutos, la mitad de los cuales detallan la elaborada competencia entre el hombre y el niño para comprar al pez, un animalito que parece elegir a su nuevo dueño. La realización ha sido obra de una infinita paciencia. Con una cámara frente a la pecera, recogiendo del pez conductas extrañas como ocultarse bajo una piedra o como bailar frenéticamente, Edmond Séchan ha debido filmar muchos metros inútiles de celuloide hasta obtener el material apto para la anécdota. Y se adivina que después ha procedido a una elaborada compaginación, para hacer calzar esas y otras tomas en el contexto de la historieta. No hay truco visible en esas originales secuencias del escondite o del baile. Y aunque por lo menos en la toma final el gato debe tomar en la boca a un pez de material plástico y no a un pez real, hay un mérito en que ése y otros trucos no sean aparentes. Una vez aceptada la maravilla con que Edmond Séchan logró secuencias imposibles, la virtud a reconocerle es una combinación de paciencia, de buen gusto y de artesanía fotográfica, muy acorde con su vasta experiencia (en Crin blanca y El globo rojo de Lamorisse, en El mundo silencioso de Cousteau). Con esa dedicación y con los pérfidos cálculos del montaje posterior, el resultado es una eficaz obra de suspenso, donde un pez corre peligro frente a un gato mientras el niño se va acercando a la casa para subsanar ese riesgo. Es más difícil creer que el resultado sea poesía. Tiene demasiada técnica, demasiado artificio, para contar una improbable aventura; antes que una respuesta emotiva, el film puede recibir la admiración a una proeza, como la que reciben los acróbatas. 15 de febrero 1961. Títulos citados Crin blanca (Crin Blanc: Le Cheval sauvage, Francia-1953) dir. Albert Lamorisse; Globo rojo, El (Le Ballon rouge, Francia-1956) dir. A. Lamorisse; Mundo silencioso, El (Le Monde du silence, Francia-1956) dir. JacquesYves Costeau y Louis Malle.

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Otra de prisioneros

El médico de Stalingrado

(Der Arzt von Stalingrad, Alemania Occidental-1958) dir. Géza von Radványi. ESTO NO OCURRE en la batalla de Stalingrado sino varios años después y no tiene ninguna anécdota bélica, sino una historia en el campamento de prisioneros donde los rusos albergan y mortifican a algunos centenares de alemanes. Parte de esa historia tiene un color de cosa humanitaria, de solidaridad por encima de las fronteras y las banderas, como Jean Renoir lo había marcado ya entre los altos oficiales franceses y alemanes de La gran ilusión (La Grande Illusion, 1937). Ese fragmento alude a la solidaridad del médico alemán prisionero (O.E. Hasse), que protege a los suyos, sabe entenderse con los médicos rusos y termina por operar de un tumor cerebral al hijo del comandante del campamento. Pero no sólo ese fragmento no es muy emotivo, sino que está perdido en el gran mareo folletinesco del libreto, donde hay dos incidentes de amor entre prisioneros alemanes y guardias rusas, un caso de sadismo y venganza por un alto oficial ruso, un caso de traición entre los mismos prisioneros y alguna cosita más, con un final violento bastante inútil. Para contar todo ello, que demuestra proceder de una vasta novela, el libreto salta de un episodio a otro, pierde toda noción de estructura, se alarga en lo que no importa y abunda en conversación. En las entrelíneas del film, se advierte que el propósito es el de establecer cierta nobleza alemana, persistida a través de los azares del nazismo. Las tomas iniciales de guerra, la transcripción fragmentaria de discursos de Hitler, la constancia de que el pueblo alemán fue enviado a la muerte suponen una velada protesta del film contra el nazismo, en la línea de revaloración que han tenido ya otros manifiestos del cine alemán. Pero no sólo no hay bastante firmeza en ese pronunciamiento, hecho sin una visión aproximada de por qué el pueblo alemán aceptó lo inaceptable, sino que no hay tampoco bastante calor. Como en el resto del relato, todo ocurre arbitrariamente, sin estilo ni dirección. El único hombre con criterio en todo el equipo realizador parece ser el fotógrafo Georg Krause, pero aún éste resulta perjudicado por la calidad de la copia que se exhibe, un objeto largo y sombrío.

que capitanea Orson Welles. Esa original situación, agudizada por la enemistad entre ambos, explota luego en algunas peripecias físicas, como un motín feroz y un ataque de los piratas. En esa emergencia Jürgens comanda la situación, rescata su prestigio personal, hace amistad con Welles y tiene un comienzo sentimental con Sylvia Sims, una maestrita que lleva a las niñas chinas entre Macao y Hong-Kong, aparentemente en todos los viajes, por motivos que el film no se preocupa de explicar. Hay un buen motivo para que el nivel sea infantil. El film es caro, por razones de color, de CinemaScope, de Welles, de Jürgens, de filmación en Hong-Kong, y hay que suponer que ese presupuesto sólo se podía defender en el nivel comercial más amplio y vulgar, con una historieta que los niños puedan comprender y con bastante acción como para que no protesten. Sobre ese plan inevitable, hay que estimar al film por cierto brío para contar por lo menos peripecias. Fuera de ellas hay demasiada conversación. Y la razón de que se hable tanto es que Jürgens y Welles han querido lucirse especialmente, ya que colaboran en este plan inferior a sus talentos. Los bocadillos de Jürgens, aventurero escéptico y violento, son bastante inadecuados al actor, que aparece haciendo el Errol Flynn en una parte de su papel y que debe luchar con un molde que le queda chico. En cambio, Welles parece estar a sus anchas, en un grotesco de gordo pomposo, fullero y sarcástico, con el que se somete a un ridículo físico. Esta es la escuela de supercaracterización de Welles (como en Noche larga y febril, como en Compulsión) y conduce a inventar personajes de artificio y caricatura para que el actor se luzca. Ambos intérpretes y el director se deben haber divertido mucho durante la filmación, sin tomarse en serio el trivial asunto. El único que trabajó a conciencia fue el fotógrafo Otto Heller, entre paisajes chinos, fuego, lluvia y espejos rotos. 23 de febrero 1961. Títulos citados Compulsión (Compulsion, EUA-1959) dir. Richard Fleischer; Noche larga y febril (The Long Hot Summer, EUA-1958) dir. Martin Ritt.

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17 de febrero 1961.

: a matinée

Hong-Kong escala prohibida

(Ferry to Hong-Kong, Gran Bretaña-1959) dir. Lewis Gilbert. ES DELIBERADAMENTE INFANTIL el nivel anecdótico de esta aventura, que ocurre realmente en mares de la China y coloca a Curd Jürgens como un aventurero disipado, expulsado de dos puertos, condenado a viajar eternamente de uno a otro en el barco

Los comunistas de antes

El general murió al amanecer

(The General Died at Dawn, EUA-1936) dir. Lewis Milestone. ESTA PRODUCCIÓN TIENE 25 años y es parte de una historia antigua. Hacia 1936 la Revolución china, que es cosa de toda la vida, era un ambiente muy utilizado para los films de aventuras y la empresa Paramount tenía en la materia un famoso precedente con El expreso de Shangai (Shanghai Express, 1932) que Sternberg, Marlene Dietrich y Clive Brook habían hecho poco antes. Hacia 1936 ser izquierdista y


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apoyar las causas populares era también una actitud más prestigiosa y menos sospechosa que hoy. Así el escritor Clifford Odets, que era comunista en los años previos, y que tenía un nombre ganado en el teatro (Despierta y canta, Esperando al zurdo) hizo para este film su primer libreto cinematográfico y le inyectó su cuota de diálogo social. El general tirano que Akim Tamiroff aquí compone con tanto maquillaje y trabajo es una moderada metáfora del caudillo que en la época fue el general Chiang Kai shek, y al presentarlo como un villano, como un explotador del pueblo, el libreto defiende implícitamente a la otra fracción de la guerra civil china, en la que figuraban los comunistas. En los alrededores de esa situación Clifford Odets ha ubicado algunas abstracciones altisonantes, señalando la necesidad de defender al pueblo explotado contra caudillos semejantes. El héroe de esa defensa es Gary Cooper, que figura en el otro bando y que aparece llegado a China para transportar algunas armas al ejército popular. Más allá de esa oposición, el film no progresa mucho en su sentido social. Queda detenido en la mera enunciación de que hay dos bandos, uno villano y uno noble, sin animarse a establecer tampoco que el segundo es comunista; ése es un sobreentendido para quien lo quiera ver. Y para que Tamiroff y Cooper pronuncien sus ideas y filosofía de vida, el libreto se detiene además en artificiales conversaciones de ambos, mucho más artificiales si se tiene en cuenta que esa enemistad debía liquidarse con un balazo en el primer encuentro. Lo que Clifford Odets no supo hacer es dar una motivación para que ambos filósofos perduren, una simpatía que explique la supervivencia de dos enemigos en un mismo tren, en una misma habitación de hotel, en un mismo barco. Tampoco supo dominar la intriga, que se complica hasta el laberinto en la búsqueda de varios miles de dólares, traídos por Cooper a China y después ocultos en los azares de una guerra civil. Atrás de ese dinero están los dos personajes principales, una rubia de conducta equívoca (Madeleine Carroll), su padre que es un cobarde (Porter Hall), un chino de buenas intenciones (Dudley Digges con otro maquillaje), un americano borracho y extrovertido (William Frawley) y un oportunista que está dispuesto a negociar con ambos bandos (J. M. Kerrigan). Lo que conversan todos ellos, en un tren, en un hotel y en un barco, carece de todo interés social y es larguísimo. Está rescatado por el oficio de dirección de Lewis Milestone y por el clima sombrío del fotógrafo Victor Milner, elogiado en su época. Un cuarto de siglo después, nada de esa realización es tan asombroso como la apariencia juvenil de Gary Cooper. En la copia actual faltan ocho minutos del metraje original y se nota una falla de ilación cerca del principio. Allí desaparece un cambio de idea de Cooper (debía viajar en avión y viaja en tren, con lo que cae en una emboscada), no hay comienzo para su romance con Madeleine Carroll y se pierden seguramente algunas frases de Odets sobre la reivindicación de los pueblos. 24 de febrero 1961.

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Teatro copiado

Lo que Lola quiere

(Damn Yankees, EUA-1958) dir. George Abbott y Stanley Donen. LO QUE QUIEREN Stanley Donen y George Abbott en este film es transcribir para el cine el éxito teatral de la comedia Damn Yankees, una opereta aplaudida en Broadway desde mayo 1955. Quieren llegar al público americano, por lo menos al más alejado de Broadway, con música, bailes, canciones y bromas que se vinculan con el baseball, las maldiciones de los aficionados y el peculiar trato fáustico del hombre que vende su alma al diablo para llegar a ser, durante algún tiempo, el mejor bateador del país. El éxito de la obra original es un misterio, porque tras un planteo muy correcto, todo lo que sigue padece de una falta de inventiva y de una incoherencia muy notables. Como se lo ve en el film, no hay buena motivación anecdótica para que el nuevo y diabólico jugador (Tab Hunter) sea seguido de cerca por el diablo mismo (Ray Walston) ni por una diabólica emisaria (Gwen Verdon). Las situaciones se acumulan sin derivación, bailes y canciones surgen sin responder a necesidades de la trama, chistes y monólogos se suceden como distracciones de la línea central. Ni Donen ni Abbott se acercan siquiera a solucionar los problemas de un traslado cinematográfico. El canto recitado y solista, que en un escenario está integrado con un convencionalismo teatral, aparece en el film con fondos reales y suena a artificio del que no se piden disculpas. Cantos y bailes están orientados hacia la cámara, sin advertir que la naturaleza del cine pide una más amplia perspectiva óptica. E1 resultado es que el espectador no participa de ese mundo. Ve teatro filmado, con algún truco de color y algún dinamismo coreográfico en los números colectivos, pero no llega a integrarse en la magia de un género que por su misma índole debe expandir su fantasía. Gwen Verdon es una mujer dinámica, poco agraciada de cara, que mantiene un estilo teatral de actuación. No encantará a las masas. Puede descontarse que todo el film, con su temática y su manera tan locales y americanas, no habrá de perdurar mucho en el exterior. Esta exportación es un error. 1 de marzo 1961.

: Grandezas que matan

Rapacidad humana

(L’eau vive, Francia-1958) dir. François Villiers. DURANTE CASI CUATRO AÑOS, y a un costo colosal, este film fue rodado mientras el río Durance era modificado por grandes obras de ingeniería, creando represas y lagos que se llaman progreso, pero creando también una revolución en la forma de vida de los campesinos afincados en las cercanías. El ambicioso pro-


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pósito del novelista Jean Giono (y del equipo cinematográfico que trabajó con color y pantalla ancha) era retratar ese drama del progreso, operado sobre labriegos conservadores y avaros, que están afincados a sus tierras y que aun con indemnización y ventajas en el cambio, no pueden acostumbrarse a él. El tema tenía un interés social y Giono le agregó aun otro interés poético, al comparar el río Durance con una adolescente de las cercanías. Como lo insinúa el título original, y como Jean-Pierre Aumont lo sugiere en la narración verbal de banda sonora, la muchacha y el río son dos formas de vida, que luchan y adelantan contra una región atrasada. Mientras se desarrollan las obras durante casi cuatro años, esta Hortensia protagonista se ve perseguida por una legión de tíos y primos, que buscan treinta millones de francos de los que ella es heredera y de los que tendrá pleno dominio cuando al cabo de cuatro años llegue a su mayoría de edad. La anécdota es así una retahila de presiones familiares, intentos de violación, un noviazgo por interés, un encierro final de Hortensia, de quien sus familiares esperan la declaración sobre el escondite, mientras las aguas avanzan. Lo malo de este plan es que el folletín de la pobre Hortensia anula por completo a la intención poética inicial. El libreto de Giono se toma tan en serio sus desventuras, empuja tan violentamente las crueldades, los azares y las coincidencias, que el resultado es una prolongación de El Conde de Montecristo y sólo podría ser tolerado si fuera leído por entregas. A ese error de cálculo se suma otro peor. Los productores han visto con justeza la necesidad de documentar visualmente su mundo, con imponentes paisajes en colores, apuntes de trabajo en las orillas, rebaños de ovejas junto a cada tractor, casas que son derribadas, puentes volados con dinamita y otros aspectos de la realidad física junto al río Durance. Pero no han visto la manera de que esa imponencia rinda una utilidad poética, un contraste entre naturaleza y civilización. Su error de cálculo es haber confiado semejante empresa a un novicio como François Villiers (hermano de Jean-Pierre Aumont), un hombre que a la altura de su primer film largo sólo sabe acumular una toma tras otra, sin la ilación, la cadencia y el sentido que su tema requería. El director observa con su cámara esa realidad física que tiene servida y observa también, con alguna crueldad, los rasgos más avaros y prosaicos de sus campesinos. Pero no muestra el menor sentido del drama ni de la poesía, incurre en largas conversaciones explicativas y procede como si no hubiera junto al río Durance, en cuatro años, otro tema ni otro interés vital que los treinta millones que Hortensia debe tener escondidos. La inepcia de libreto, dirección y actuación está decorada por lindos paisajes en colores, cientos de ovejitas y mucha agua que corre bajo los puentes. 1 de marzo 1961.

: Tema retorcido

El paso del Rhin

(Le Passage du Rhin, Francia / Italia / Alemania Occidental-1960) dir. André Cayatte. EL FILM PLANTEA EN TÉRMINOS particularmente artificiales dos problemas de la libertad, tema que el director usa en lugar de su insistida dedicación a los problemas

de la justicia entre los hombres (Y se hizo justicia, Todos somos asesinos, Antes del diluvio). Sus dos anécdotas se refieren a prisiones de guerra, pero casi no están conectadas entre sí. Uno de ellos es un pobre pastelero (Charles Aznavour) que primero es misionero de los alemanes, después es ayudante del burgomaestre, llega a ser feliz en Alemania, vuelve a Francia cuando la liberación y entonces se siente prisionero de su mujer y de las cuentas de la panadería, lo que le impulsa, curiosamente, a pasar de nuevo el Rhin para tener nuevamente la libertad. El otro es un periodista brillante y heroico (Georges Rivière), fugado de la prisión alemana, destacado junto al movimiento liberador aliado, que vuelve a Francia para casarse con la mujer amada (Nicole Courcel) y entonces descubre que esa mujer había sido colaboracionista, con lo que su dilema es ahora el de elegir entre ella y el periódico de sus camaradas. Los dos problemas de la libertad son tan especiales y extremos que no afectarán a mucho espectador. En el mejor de los casos sientan el viejo precepto de que Son Raras Las Vueltas Que Da La Vida, pero es difícil ver cómo ambas paradojas pueden comprometer algún rasgo humano más estable. Un artificio semejante le ocurría ya a Cayatte en Y se hizo justicia, a propósito de un caso judicial demasiado complicado. Sus laberintos son interesantes pero terminan en la inoperancia. Por otra parte, el director saca poco provecho a sus paradojas. Pierde un tiempo colosal en la exposición de todos los recovecos de la trama, y cuando llega al nudo de su material se queda en la formulación simplista. Hay excelentes momentos de realización en el relato, escenas bien medidas y resueltas, algún brillo de cámara, una hábil utilización de rostros mudos para enfatizar tensiones, una sutil aplicación ocasional de la música, que en un caso describe a Francia ocupada con la melodía popular transformada por ritmos marciales. A cambio de esos momentos, el film parece mal pensado, con saltos abruptos de compaginación (particularmente porque debe alternar las dos anécdotas y lo hace sin mayor ingenio) y con resortes ingenuos para articular el complicado argumento. Uno de sus puntos más débiles es el trato contemplativo del nazismo, que nunca parece un enemigo contra el que sea indispensable luchar. El film figura como francés, pero su producción es franco-alemana. Si Cayatte hubiera conseguido animar a su anécdota con una exaltación de la hermandad entre países distintos (como Renoir lo hizo en La gran ilusión), esa riqueza de sentimiento explicaría el primer premio que el Jurado internacional de Venecia le concedió en 1960. Pero los sentimientos no son el fuerte de Cayatte. Es un intelectual calculador, un abogado con el que debe ser difícil discutir, pero no un artista que tenga una comprensión superior del ser humano y de su mundo. Emocionarse con esta enrarecida discusión de la libertad será un fenómeno poco extendido. 6 de marzo 1961.


134 • H.A.T. • Obras incompletas • Tomo II-B Títulos citados (todos dirigidos por André Cayatte, salvo donde se indica) Antes del diluvio (Avant le déluge, Francia / Italia-1954); Gran Ilusión, La (La Grande Illusion, Francia 1937); Todos somos asesinos (Nous sommes tous des assassins, Francia / Italia-1952);Y se hizo justicia (Justice est faite, Francia-1950).

: Apasionado y absorbente

Rocco y sus hermanos

(Rocco e i suoi fratelli, Italia / Francia-1960) dir. Luchino Visconti. VISCONTI DECLARÓ QUE Rocco debía ser una continuación de La terra trema (1948), una exploración de las condiciones sociales y económicas que hacen emigrar a los campesinos del sur de Italia hacia el norte industrial. Esa preocupación, que es todo un alegato, está autorizada claramente por las primeras escenas, en las que una madre de cinco hijos mayores (Katina Paxinou) llega a Milán para iniciar una nueva vida, sin otro apoyo que la energía con que ellos puedan progresar y trabajar. Tras esa introducción sigue una penuria económica, soslayada por la anécdota pero insinuada en datos laterales, en la precariedad de la vivienda, en el hecho de que los hijos se dediquen a barrer nieve de las calles, en que dos de ellos acepten luego ser boxeadores, en que uno tenga cierta inclinación al robo. Pero la penuria económica no va más allá. Los conflictos del film se refieren a grandes pasiones, que serían probablemente idénticas sin la pobreza familiar. Narran el amor de uno de los hijos (Renato Salvatori) por una prostituta (Annie Girardot), la separación posterior, la dedicación de ella a otro de los hijos (Alain Delon). De ahí vienen la venganza, la violación de la mujer frente al humillado amante, la pelea brutal entre ambos hermanos, el perdón, la vuelta al primer hombre, un nuevo conflicto familiar, un crimen. La sustancia es de franco melodrama, muy alejado de las condiciones económicas del sur y de la resistencia de los industriales del norte a tomar nuevos operarios. No es probable que Rocco haya cumplido una misión de alegato ante las clases altas de Italia, que quizás se hubieran conmovido ante un problema nacional de desocupación (aunque estuviera mostrado en un ejemplo individual, como Ladrones de bicicletas de Vittorio De Sica) pero que difícilmente se conmoverán más allá de la epidermis cuando la tremenda tragedia se desata por motivos de erotismo, de celos, de amor maternal y fraternal. En un film que dura casi tres horas, hecho por un aristócrata milanés y comunista, con declaración expresa de conciencia social, este desvío al melodrama es una deficiencia. El mismo Visconti ha procurado contestar el cargo, aduciendo que la clave para comprender los conflictos espirituales y psicológicos es siempre social. Y en lo profundo, sólo por la desatada pasión meridional podrían explicarse las grandes explosiones trágicas de Rocco. Pero más allá de esa vocación regional de sus personajes por los grandes sentimientos, que fundamenta anécdota, pormenor y hasta estilo del film,

Películas / 1961 • 135 no se puede ver en Rocco un símbolo social más amplio; un conflicto de raigambre colectiva. En el mejor de los casos hay un pequeño discurso final, a cargo de uno de los hermanos, sobre el mejoramiento del mundo, pero parece agregado a última hora y sin convicción. En el melodrama están, sin embargo, la fuerza, la elocuencia y la calidad del film. Para muchos observadores occidentales el melodrama es una causa espúrea, una vocación de enredar pasiones y forzar coincidencias hasta obtener una narración densa, más provista de intensidad que de significado humano. Para Visconti el melodrama es aquí una necesidad, una consecuencia natural de la pasión italiana meridional. En Simone, el segundo hermano (Renato Salvatori), el director vio claramente esa fuerza irracional y ciega que da impulso a todo el argumento, transitando por el boxeo, el erotismo desenfrenado, la pérdida de la mujer ante su hermano y toda una secuela de violación, venganza, perdón, derrota, robo y crimen, sin comprender nunca el sentimiento ni la razón de los otros, sin entender ni atender siquiera a las normas de la convivencia. Lo que sale de allí tiene ciertamente los defectos formales que suelen tener los melodramas: aquí un encuentro demasiado casual, allá un monólogo demasiado explícito, más allá una pelea sin bastante motivo o un perdón que no cabía esperar. Pero la fuerza dramática transita por las tres horas del film, en explosiones inigualadas. Sus momentos culminantes son los de Simone: la violación de la prostituta, el castigo al hermano, una pelea silenciosa y feroz con un promotor de boxeo (Roger Hanin), el asesinato lento, alevoso y bestial de la mujer.Todo ello aparece detallado ante la cámara y compuesto en la compaginación con un conciente deleite, desde la inventiva visual (cuerpos retorcidos junto a las paredes, crucificados contra un árbol, perfilados en la penumbra) hasta las mesuras de tiempo con que Visconti prolonga esas violencias para sacudir al espectador. Pero el director no se detiene allí. Toda la familia Parondi comparte de diversas maneras esos extremos de la pasión, todos proceden y vociferan como una consecuencia o un eco de la conducta de Simone. Todos son meridionales, en verdad. Y todos se vuelcan exasperadamente en sus sentimientos con un impudor que los temperamentos más británicos no habrán de compartir. Mediante una técnica interpretativa abierta y grandilocuente, o mediante la escenificación más enfática (una discusión en una torre, una tragedia familiar desatada en una fiesta) Visconti detalla todavía otros conflictos y otras explosiones, sin pararse en barreras de lenguaje o de conducta para describir la gran pelea entre la prostituta y la madre de los cinco hijos o para mostrar el abrazo de odio, amor y perdón que hacia el final se dan Simone y Rocco. El resultado es el film más violento de muchos años y opera sobre su público una fascinación sobrecogida y temerosa, como la de quien ve luchar a dos serpientes. Las tragedias griegas procuraban efectos similares y sus estudiosos los han llamado catarsis. El film tiene los defectos inherentes a su propia ambición. Cada una de sus secuencias es concebida, ensayada, jugada, fotografiada y compaginada con el impudor, la grandeza y la intensidad que sólo un maestro audaz y apasionado podía colocar en un film, combinando la más vigorosa tradición teatral italiana con un refinamiento cinematográfico moderno. En la estructura general del film esta concepción redunda inevitablemente en el desequilibrio, al planear cada momento culminante con más atención que la dispensada a la unidad del conjunto. Puede entenderse que Visconti necesitara casi tres horas para exponer orgánicamente la múltiple anécdota y su mo-


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tivación, porque sin esa base sus explosiones trágicas no tendrían bastante asidero: su crónica quiere ser realista y necesitaba un tiempo real para exponerla. Pero no parece haber administrado ese metraje con bastante visión. A veces salta de una a otra secuencia, en forma abrupta, sin haber culminado la primera ni motivado la siguiente, ni aportado una relación de tiempo o de causa entre ellas. A veces se excede en el pormenor que no hace progresar el asunto o se desvía a un episodio lateral o se confía en el improbable monólogo para aportar un dato o un punto de vista. En todo el film el director pretende una organicidad de cinco capítulos, rotulados expresamente con los nombres de Vincenzo, Simone, Rocco, Ciro y Luca, pero esa división es puramente nominal, porque sólo el segundo y el tercero de los hermanos juegan con alguna importancia en la trama, durante todo el metraje. Entre la ambición de documento social y la ambición de una arquitectura armónica, propósitos por igual frustrados, Visconti pretende para Rocco más de lo que el film demuestra. Este film irregular, desproporcionado, convulso, que ha sido postergado por un jurado cinematográfico internacional, odiado por la opinión conservadora italiana, maldecido por los moralistas, es también un film absorbente y poderoso. En su concepción dramática, en su cuidado plástico, en la fuerza de sus intérpretes (particularmente Salvatori, Girardot, Paxinou) demuestra un empuje creador exasperado, violento, rebelde, el mismo empuje con que Visconti describió en Bellissima (1951), contra las ilusiones de su protagonista, un mundo prosaico, infernal y ruidoso que era la multiplicación de este mundo. Por encima de sus defectos, Rocco es una obra personal y audaz, mucho más promisora, en fondo y en estilo, que las paradojas elaboradas y cerebrales con que André Cayatte construyó su Paso del Rhin y le arrebató el premio de Venecia. Un film tan apasionado y violento, que perdura en casi tres horas de agonía frenética, debía ser, inevitablemente, un film imperfecto. Pero no es por la perfección formal, sino por el ardor que lo recorre, por el estremecimiento que participa que Rocco es un film de primera categoría. 30 de marzo 1961.

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la colaboración de tres de esos prisioneros. Como lo señalara en una declaración, el director no necesitaba intérpretes profesionales, porque la actuación dramática es parte menor en el desarrollo. Necesitaba una reconstrucción minuciosa de todo el procedimiento tanto en la vida normal de la cárcel como en los pormenores de la fuga. Con la objetividad y una constancia que parecen emuladas del Condenado a muerte se escapa (Un condamné à mort s´est echappée, 1956) de Robert Bresson, estos cinco presos levantan tablas, pican paredes, inventan coartadas para el ruido, reflexionan mudamente sobre los riesgos y las consecuencias del intento. Siempre parecen verdaderos, quizás porque Becker no agrega una palabra explicativa y se atiene a sugerir quietamente las tensiones de la aventura. Toda la escena final es, por ejemplo, un modelo de sobriedad para el drama cinematográfico, dicho allí con una concisión y una precisión sugestivas. Desde la fuerza contenida de su La reina del hampa (Casque d’or) en 1952, Becker no había obtenido un film tan entero, tan ajustado a su tema, tan intransigente con los convencionalismos del género. En perspectiva, el film da la razón a quienes objetaron su Alí Baba (1954) y su Arsenio Lupin (1957) como deliberadas concesiones a la boletería, explicadas por el previo fracaso comercial de La reina del hampa. El director fue un artesano poderoso, un técnico capaz de resolver diversas maneras del relato cinematográfico. Pero con toda la técnica que hay en El boquete (donde el fotógrafo Ghislain Cloquet se maneja entre penumbras y alcantarillas con notable lucimiento), lo que importa en el film es la presencia de un estilo, el cálculo de los elementos narrativos necesarios, la restricción de no agregar nada trivial, la severidad de poder marcar una amistad con dos manos, o que se sospecha de traición con pocas palabras y varias miradas elocuentes. No hay música en el film, ni hay otro énfasis que el crecimiento natural de una tensión física, en un ritmo mantenido. Becker falleció en febrero 1960, poco después de terminar este film. La historia del cine podrá recordarlo como un creador irregular, sacudido por éxitos y fracasos, por aciertos formales y por concesiones, por una atención constante a la autenticidad ambiental y por una dispersión temática. Es satisfactorio saber que en los últimos meses de su vida se dedicó a una obra tan firme y en cierto sentido tan pura como ésta. 11 de abril 1961.

El mejor Becker

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El boquete

(Le Trou, Francia / Italia-1959) dir. Jacques Becker. ES EL ÚLTIMO Y QUIZÁ EL MEJOR film de su realizador. Cuenta solamente una tentativa de evasión desde la prisión de la Santé, desde el momento en que un preso es incorporado a una celda donde ya hay otros cuatro, amigos entre sí; hasta el momento en que entre los cinco han conseguido dejar libre el camino hasta la calle, tras la perforación de paredes. Casi todo el relato se atiene a la parte física de esta aventura, a la que se agrega la descripción particular de uno de esos cinco personajes, delatando la debilidad de carácter que lo llevará a ser sospechado de traidor. En lo principal, el argumento es auténtico y corresponde a un episodio real de 1947, elaborado luego por Becker con

Western con intenciones

Ebrio de odio

(The Young Land, EUA-1959) dir. Ted Tetzlaff. TIENE CIERTO INTERÉS este western que busca una precisa ubicación geográfica e histórica, un conflicto concentrado que alude a otro mayor. La ubicación es un pueblito de California en 1848, poco después de la anexión por Estados Unidos de este territorio mexicano. El tema es la oposición entre ambos bandos, particularizada cuando un matón ame-


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ricano (Dennis Hopper) asesina a un campesino mexicano, con un mínimo pretexto de defensa propia. Lo que sigue de allí es el juicio de ese criminal, para lo que llega un juez federal (Dan O’Herlihy). Todo se desarrolla en un caserío apartado, con los dos bandos opuestos en la expectativa de lo que resolverá un jurado popular de doce hombres. Sea declarado culpable o inocente, el criminal podrá provocar un motín entre alguno de los dos grupos que presencian las actuaciones. A esta línea general de la anécdota se suman otras tensiones individuales, alrededor del juez, de un millonario mexicano, del joven sheriff que hizo la detención inicial, de un prófugo que pelea con él, y de una infaltable dama joven. El resultado es que el western no se queda en la quieta expectativa de un proceso judicial, sino que incluye operaciones más vistosas: una fiesta inicial en que se trazan líneas principales del tema, una violenta pelea a puñetazos, un intercambio final de balas, sobre un terreno casi despojado, a la manera clásica. Aunque el resultado es entretenido y tiene la vistosidad del Technicolor, el film paga las culpas de su exceso de ambición. Las respectivas causas de mexicanos y americanos están simplificadas o dichas con exceso verbal; el conjunto de peripecias individuales reparte la atención de un personaje a otro, sin bastante centro, sin bastante unidad de conjunto. El film fue hecho por un equipo cercano al que John Ford utilizó en los últimos años. El empresario es Cornelius Vanderbilt Whitney, que produjo Más corazón que odio (The Searchers, 1956) de Ford, y que ha declarado su intención de retratar a una América campesina más auténtica. El productor es Patrick Ford, hijo del director. El papel de joven sheriff está a cargo de Pat Wayne, hijo de John Wayne. El fotógrafo es Winton C. Hoch, que ha trabajado largamente con John Ford.Todo indica que ésta es una obra de una segunda generación, que comparte con el director su interés por los temas del Oeste y que quiere prestar una seria atención a sus bordes sociológicos. En ese sentido, este film podrá importar mañana como antecedente de otros mayores, en los que libreto y dirección se apliquen más concentradamente en lo que importa. En un elenco muy correcto, parece particularmente firme la actuación de Dan O’Herlihy como juez, pero ligeramente enloquecida la del joven Dennis Hopper como acusado, con todos los desplantes y amaneramientos que James Dean popularizó hace pocos años. La partitura musical de Dimitri Tiomkin es un exceso sinfónico, lo que debe extrañar en un compositor veterano del western. Con acordes sueltos y con menos instrumentos pudo haber obtenido tensiones más marcadas, más cercanas a la renovada expectativa que plantea el asunto.

Como pulcro escribiente de una oficina, el protagonista (Renato Rascel) se ve enfrentado un día al progreso de las máquinas de escribir, un invento que trae resistencias. Y en la parte final de la comedia, la máquina triunfa sobre los calígrafos. Pero esta oposición entre los anticuados y las progresistas no ocupa parte principal de la anécdota. El tiempo es perdido en historiar las relaciones personales entre Rascel y su jefe (Peppino de Filippo), el romance frustrado entre los hijos de ambos, el otro romance de mejor progreso, los malentendidos familiares. En ese anecdotario el film pierde la brújula, y aunque incluye algunos momentos de costumbrismo (la playa, el recreo en la plazoleta) se queda en el nivel menor de los chistes que van y vienen, sin orientación ni concierto. El promedio de gracia no es muy alto. El film está hecho en color, para mejor lucir las escenografías y los vestuarios de época, un gasto que debe ser llamado disipación, si se tiene en cuenta que Carla Gravina queda mejor en blanco y negro. El color conduce, como ocurre tan a menudo, a dejar la cámara más quieta de lo conveniente. Y el film deja así la curiosa impresión de acumular escenas sueltas, imaginadas por el equipo con el aire de divertirse mucho. Un síntoma de esa improvisación es que se hayan mechado escenas brevísimas a cargo de Alberto Sordi, Memmo Carotenuto (dos vendedores ambulantes), Vittorio De Sica (un prestidigitador) y Amadeo Nazzari (un militar), como una forma de bromear con nombres famosos que no figuran en el reparto. Es un misterio que este film disperso, lento y arbitrario haya llevado un premio de comedia en el Festival de Cannes (1959). Exceptuada una escena final en que Rascel declama un verso mientras lo escribe a máquina, es dificilísimo reírse con ninguno de los problemas de Policarpo. 26 de abril 1961.

: Tema deforme

Del paraíso al infierno

(Crowded Paradise, EUA-1956) dir. Fred Pressburger. 23 de abril 1961.

: Comedia triste

Los problemas de Policarpo

(Policarpo, ufficiale di scrittura, Italia / Francia / España-1958) dir. Mario Soldati. LA INTENCIÓN DE ESTA COMEDIA de Soldati es retratar el principio de siglo en Roma, un ambiente que ya ha atraído al director y que podía pretextar un buen estudio de costumbres. Los problemas que tiene Policarpo son apenas ese pretexto.

CON MARCADA VALENTÍA, el tema enfoca la resistencia de los habitantes neoyorkinos ante el inmigrante de Puerto Rico, un conflicto duradero que ha dado lugar a largos análisis y que adquiere en New York caracteres similares al prejuicio racial contra el negro o el judío. El film cuenta la llegada del inmigrante (Mario Alcalde), que quiere casarse con su novia (Enid Rudd) y que tropieza con la resistencia a veces abierta y a veces disimulada de la gran ciudad. No consigue empleo, no le alquilan vivienda, provoca injustas antipatías y termina por encerrarse en una zona neoyorquina junto a otros portorriqueños, lo que supone mantener separada a una minoría de la


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población, sin mezclarla o asimilarla a los otros millones de hijos de inmigrantes. Ya fue dicho que New York es la ciudad portorriqueña más grande del mundo y, al marcarlo así, el film apunta a un fenómeno cierto.También se permite alguna observación sagaz, como la resistencia conservadora de los otros inmigrantes de Puerto Rico ya instalados más sólidamente en New York, o como la ocasional y maliciosa confusión de esa minoría con otras (esos polacos, llega a decir un personaje intolerante). Es lastimoso que un tema cierto haya sido malogrado por la intervención melodramática de la anécdota. En un conserje de casa de apartamentos que oficiará de villano, el libreto concentra todas las maldades posibles y alguna imposible. Tiene antecedentes carcelarios, dejó ciega a su mujer, quiere inducir al inmigrante a una delictuosa venta de documentación personal, quiere violar a la muchacha, quiere arruinar una fiesta con una bomba que podrá suprimir todo un barrio. Para pintar a este villano se eligió acertadamente a Hume Cronyn, un intérprete que tiene larga experiencia de sádicos en su carrera (uno famoso en Entre rejas de Dassin) y que parece adecuadamente antipático desde el comienzo. Pero el actor no puede ocultar la falsedad básica de ese retrato. No es la villanía individual la que importa a los inmigrantes que llegan a New York, es el prejuicio colectivo que impide su asimilación a la población global, y por no animarse a decirlo así, el film presenta deformado a su problema. Este tema fue rodado en New York (con tomas iniciales que parecen ser de Puerto Rico) por un grupo de independientes que suelen dedicarse a la televisión. Esa libertad de producción explica la valentía del tema, pero está contradicha por el melodrama y la falsedad con que se buscó vender el resultado en la taquilla. A la buena intención se suma una excelente labor fotográfica de Boris Kaufman (Nido de ratas, Doce hombres en pugna) que sobrepone un nivel profesional, virtuoso, al grado amateur de libreto y dirección. Los aficionados de más memoria se esforzarán por reconocer en una ciega bondadosa y víctima a una actriz llamada Nancy Kelly, que veinte años antes solía ser dama joven de la Fox. 27 de abril 1961. Títulos citados Doce hombres en pugna (12 Angry Men, EUA-1957) dir. Sidney Lumet; Entre rejas (Brute Force, EUA1947) dir. Jules Dassin; Nido de ratas (On the Waterfront, EUA-1954) dir. Elia Kazan.

: Darwin o el honor de Dios

Heredarás el viento

(Inherit the Wind, EUA-1960) dir. Stanley Kramer. ESTE CONFLICTO ES TAN SIMPLE que amenaza no ser cierto. Es histórico, sin embargo. Es la historia del proceso Scopes, celebrado hace 35 años en Tennessee contra un maestro acusado de enseñar la teoría del origen de las especies según Darwin, lo que contradecía no sólo a los asertos de la Biblia, sino a la ley que impedía tal enseñanza. Una

peripecia mínima, que pudo no tener mayor entidad que una contravención, derivó en una batalla entre la religión y la ciencia, entre la alarma indignada de quienes pedían respeto por los dictámenes textuales de la Biblia y quienes abogaban por la libertad de pensamiento y de enseñanza, por el progreso y por un cuerpo orgánico de ideas liberales. En el hecho real, en la obra teatral y en el film, esa batalla aparece singularizada entre dos abogados, que comienzan por atacar o defender al maestro acusado y que terminan en un torneo de oratoria sobre problemas más amplios. Es virtud básica de la obra teatral que ese torneo no esté dicho en largos discursos, sino en un repiqueteo nervioso y brillante de frases cortas, alternadamente pomposas y sarcásticas. La discusión sobre la Biblia, donde el defensor pone en el banquillo de los testigos al propio fiscal, como experto en sagradas escrituras, es el momento más deportivo y espectacular de ese intercambio. Pero hay una simpleza básica en todo ese desarrollo, aun cuando esté basado en una realidad a la que inevitablemente transporta a un esquema. Es la simpleza de creer y hacer creer que la verdad sobre ciencia o religión se averigua en un intercambio verbal, en lo que un cronista llamó conversación de sobremesa. El productor y director Stanley Kramer no tiene otro remedio que tomar partido por la causa liberal, recargando las tintas en el retrato de un pueblo que adora al fiscal religioso, hace manifestaciones en la plaza contra los adversarios y termina por parecer una horda capaz de vindicar a la Inquisición. Ese retrato está tomado de la obra, con su juez parcial que rechaza testimonios de hombres de ciencia y con los acentos de ridículo para casi todos los diálogos del fiscal, un hombre pomposo e inflado del que otro personaje apunta por eso no tiene enemigos: sólo lo odian sus amigos. Pero es desde luego una descripción insuficiente de la causa de la religión, y con toda la simpatía que puedan arrastrar la causa liberal y la actitud antisupersticiosa, la obra no llega a establecer que bajo esa batalla perduran misterios más profundos sobre el universo, la materia, el tiempo, el espacio o el ser humano. El respeto de los religiosos por ese misterio sería una descripción más correcta de su posición, que no se agota en la creencia literal del texto bíblico. La obra teatral no llega a ver esa capa más profunda. Apenas si la insinúa en sus últimas imágenes, cuando el abogado liberal rezonga al periodista descreído y pedante, llevándose consigo el libro de Darwin pero también a la Biblia a la que antes ha atacado. El film tiene virtudes accesorias en las que se mezclan, como en casi todo Kramer, la ambición de hacer grandes cosas y la falta de una inspiración o de un coraje auténtico para hacerlas realmente. Escenografía y vestuario indican que éste fue un proceso de 1925, pero Kramer se cuida de marcar con precisión el año o el sitio, prescindiendo de todo posible color local. El texto teatral está apenas aliviado de algunos extremos discursivos, pero Kramer ni sueña con una recreación cinematográfica del proceso y mantiene la estructura de origen, con su expresión verbal, sin otro nervio que el que surja de los momentos más críticos del duelo entre los abogados. En los costados de la batalla hay personajes secundarios para completar el cuadro: una dama joven por interés romántico, un alcalde para dar un fondo político al fallo, un periodista para comentar las actuaciones y hasta una esposa del fiscal, no existente en la pieza de origen, para dar cierto relieve doméstico y emotivo a ese inflado personaje. Pero es característico de Kramer que todo eso no viva en la pantalla, y que no haya una hondura tras las frases ocasionales de todos ellos. A menudo el film deja sentir que los diálogos


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teatrales, esquemáticos como lo permite el convencionalismo de la escena, suenen a falso desde la pantalla. Es deseable que algún amigo de Kramer se siente a su lado en una proyección y le diga alguna vez sus limitaciones como realizador. El mayor respaldo del film es la interpretación de Spencer Tracy, que brilla a través de todo el juicio, desde el ardor polémico hasta el aire campechano y socarrón con que espera los errores de sus adversarios. La composición de Fredric March es la de un actor de talento, pero desde el maquillaje a la gesticulación es también una labor excedida hacia la caricatura, quizás como resultado de que su fiscal es un personaje volcado al ridículo en buena parte de la anécdota. Como su esposa reaparece brevemente en el cine su auténtica esposa Florence Eldridge, que es más actriz de lo que aquí se ve. En el papel de periodista, Gene Kelly parece tan falso como su sentencioso personaje. 3 de mayo 1961.

: Dinámico y caprichoso

Sin aliento

(À bout de souffle, Francia-1959) dir. Jean-Luc Godard. EL DIRECTOR LO DESCRIBIÓ ASÍ: Mi film es un documental sobre Jean Seberg y Jean-Paul Belmondo. Es una variación sobre un tema de Truffaut. Sobre él he contado la historia de una americana y de un francés. No pueden entenderse porque él piensa en la muerte y ella no. Pensé que sin añadir esta idea capital al argumento, el film no sería interesante. Desde mucho tiempo atrás este muchacho está obsesionado por la idea de la muerte, tiene presentimientos. Por esta razón he rodado la escena del accidente en la cual ve a un hombre morir en la calle. Cito la frase de Lenin: ‘Todos los seres humanos somos muertos que nos encontramos de permiso’ y he escogido el Concierto para clarinete que Mozart escribió poco antes de morir. El film es, en cierto sentido, más simple y en cierto sentido más complicado de lo que surge de las palabras de Jean-Luc Godard. Como anécdota todo es tan claro y lineal que no tropezará con la incomprensión ajena. Es la peripecia de un hombre (Jean-Paul Belmondo) que mata a un policía, huye a través de París, reanuda relaciones con una amante (Jean Seberg), comete otros robos y termina la fuga a manos de la policía. Ese asunto ocupa dos días en la acción, está presentado con abundancia de exteriores, alimentado con muchos detalles intermedios y narrado con una múltiple velocidad, porque no sólo todo ocurre rápidamente, sino que la cámara corre tanto como los personajes y los autos, sin contar con que la compaginación se saltea continuamente instancias del desarrollo, dándolas por sobreentendidas. Esa agilidad da al film un aire espontáneo y atractivo, de cosa pintoresca ocurrida en la calle, observada por un transeúnte móvil. Surge de varios elementos de la realización y particularmente de la técnica fotográfica, que a menudo consiste en cargar la cámara al hombro y dar

vueltas delante o detrás de los personajes, entre los mostradores de una oficina, entre las puertas de entrada o salida de edificios públicos, en una escalera mecánica o simplemente en la dirección lineal de la calle, con un ejemplo máximo en el travelling de una cuadra que sigue a Belmondo en la secuencia final. Estos recorridos complicados y largos, en tiempo o en espacio, han sido utilizados a menudo por el cine, pero quizás nunca en forma tan decidida y continua como Godard lo hace aquí. Su estilo se aplica armónicamente a una anécdota que proclama desde el título la necesidad de vivir rápida y peligrosamente, sin preocuparse por los riesgos. Y al obtener este acuerdo de fondo y de forma, Godard consigue para su film un sello de obra personal. Una parte de esos nuevos rasgos comportan una deliberada ruptura de Godard con la ortodoxia de la expresión cinematográfica, una intención de decir cosas de otra manera. En el cine habitual, los cortes de una toma a otra llevan a otro personaje, a otra situación, a otro sitio, a otro tiempo. En el cine de Godard, llevan a menudo a reiterar tres veces la nuca de Jean Seberg desde tres puntos de vista casi iguales. En forma similar, la alternancia de planos largos y cortos, la indiferencia por un ritmo armónico, la arbitrariedad del acompañamiento musical, son síntomas de que Godard no quiere dejarse encasillar en alguna de las habituales formas de la sintaxis cinematográfica. Improvisa aparentemente algunas escenas, las compagina con cierto capricho, sin preocuparse de que ésta haya quedado oscura o de que en aquella otra se vea a transeúntes que se dan vuelta improbablemente en la calle para mirar a los dos intérpretes. Su método es la libertad, y no sólo la libertad de las reglas sino también la liberación de la técnica, porque Godard renuncia de pronto a la iluminación artificial (que requiere largos aprontes de focos, complejas estratagemas para disimularlos) y accede así a tomas de luz irregular para poder ganar en comodidad física de cámara y de intérpretes. Pero la libertad y la improvisación también suponen una alta dosis de capricho, y lo que cabe discutir a Godard no es que haga lo que se le antoje (lo cual figura normalmente como un principismo para la Nouvelle Vague), sino que su método sea una adecuada expresión de su tema o, con más ambición, un impulso renovador para el cine. Cuando se examina Sin aliento por segunda vez, perdido ya ese brillo eléctrico del descubrimiento, se hace más discutible la pretensión de sentidos en el asunto y se hace más dudosa la renovación formal para un cine futuro. Como examen de una juventud moderna, que vive peligrosamente y no quiere saber de reglas ni de compromisos, el film es bastante elocuente, pero es también un ejemplo mínimo, un caso individual. Que el personaje de Belmondo piense en la muerte, que tenga presentimientos, que se apure a vivir, que en ello exista una filosofía, que el film sea una metáfora de las urgencias y de las incertidumbres del amor, o que sea una apretada metáfora de esta época, son sentidos que el director y algunos de sus admiradores han encontrado, pero que difícilmente serán apreciados, ni entendidos, ni mucho menos sentidos, por un espectador normalmente lúcido y curioso. En eso es cuestionable que un libreto disperso e improvisado, con momentos arbitrarios de conducta y de diálogo, sea la mejor expresión cinematográfica posible para la carga de sentidos que el autor dice haber puesto allí. Por el contrario, cabe pensar que Godard deja síntomas de haber querido tales sentidos, pero se conforma con las anotaciones laterales (la frase de Lenin, otra de Faulkner, un letrero sobre Vivir Peligrosamente, una admiración callejera por una foto de Humphrey Bogart) sin que el film progrese dramáticamente


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hasta allí. Solamente dos de cada mil espectadores pueden entender que la idea de la muerte está en agregar el concierto de clarinete de Mozart, porque pocos pueden saber que Mozart lo escribió poco antes de morir. Y solamente Godard, que la inventó, puede ver una obsesión con la muerte en la brevísima toma en que Belmondo pasa junto al cadáver de un hombre atropellado en la calle por un Renault. Aunque hay críticos que han saludado al film de Godard como la vanguardia de un nuevo cine, ese optimismo merece muchas dudas. Lo que tiene de nuevo no es tan nuevo, sino que combina un capricho personal con apuntes del neorrealismo italiano, de la clase B americana, de los dinamismos de cámara que ya han explorado Kazan, Ophüls o Hitchcock. En el fondo, Godard renuncia a admitir una escuela cinematográfica porque al mismo tiempo aprovecha todas y no elige a ninguna. Pero esto a su vez deja como muy improbable que Godard esté señalando una vanguardia, una renovación, en el sentido en que, por ejemplo, Resnais señalaba nuevos caminos para presentar en cine la introspección psicológica de Hiroshima mon amour (1959). Hace un film antojadizo, personal, superficialmente atractivo, vindica la libertad de creación y de improvisación. Más allá de ese lucimiento de joven brillante, su futuro es una incógnita, porque ni su film dice nada esencial ni su estilo es una enseñanza. 4 de mayo 1961.

: Melodrama con mujer fatal

tamente otras referencias verbales a los antecedentes familiares de varios de ellos, sin perjuicio de caer en la clásica trampa de que dos personajes se cuenten cosas que ya sabían pero que repiten para información del espectador. A lo largo de todo el film falta una motivación, un empuje de pasión o un fundamento para las muchas escenas de simulación, pelea y abandono en que se complican la protagonista, su amante, la esposa de éste (Dina Merrill), el amigo bueno (Eddie Fisher) y la novia suspicaz del amigo bueno (Susan Oliver). Y cuando el artificioso plan explota en estallidos pasionales, en la madre que no quiere saber la verdad (Mildred Dunnock), en la esposa que prefiere ser tolerante, el film denuncia carecer de un director o de un libretista que comprendan y expresen mejor la conducta humana, con diálogos y detalles menos explícitos y más sentidos. Es interesante confrontar la línea dramática de este artificio con la más honesta y entera de Almas en subasta (Room at the Top, de Jack Clayton), un film inglés que explora terrenos muy similares. Elizabeth Taylor tiene un par de escenas bien logradas en este film que la presenta casi continuamente a la vista. En una inicial, muda y larguísima, se luce semidesnuda durante ocho minutos, paseando solitaria por una habitación, lo que debe reputarse como de gran atracción comercial. En otra cuenta cómo a los trece años fue violada por un hombre mayor (¿Y querés saber una cosa? ¡Me gustó...!) y lo dice con un arranque de sinceridad interpretativa. Fuera de esos momentos oscila entre la corrección y la pose, con acentos ocasionales de falsedad. En abril 1961 le dieron un Oscar por esta interpretación, haciendo perdurar la teoría de que la Academia premió así a su simpatía personal en Hollywood y a su reciente y grave trance de enfermedad. Esa malicia tiene fundamentos. 5 de mayo 1961.

Una venus en visón

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(BUtterfield 8, EUA-1960) dir. Daniel Mann. ESTA NO ES UNA HISTORIA sobre la prostitución y sobre la corrupción sexual en las grandes ciudades. Solamente finge serlo. Lo era en la novela original de John O’Hara, muy retocada para la adaptación. Lo insinúa en el título americano BUtterfield 8, que alude al número de teléfono con el que algunos hombres consiguen contacto con algunas mujeres. Lo insinúan ciertos aspectos de la publicidad. Pero la realidad del film no es ésa. Aunque viene envuelto en referencias de anteriores corrupciones, el personaje de Elizabeth Taylor es aquí una orgullosa modelo, que en las primeras escenas rechaza 250 dólares de un hombre rico (Laurence Harvey), en las siguientes se enamora de él y hasta el final se mantiene en la penosa posición de ser la tercera en discordia porque ese hombre es casado. El film embellece tan abiertamente la moral de la protagonista que es imposible creer en todas las referencias laterales y verbales que los otros personajes pronuncian contra ella, a propósito de hombres y de ginebra. Todo ocurre como en los habituales melodramas de mujeres fatales, con elaborados episodios de celos, adulterios, ilusiones, desengaños y finales trágicos. Esa formula básica se complica por la declarada inepcia del libreto, que lleva a unos personajes a hablar de otros durante casi todos los 108 minutos, incorporando gratui-

Novela abreviada

Confidencias de un asesino

(Crime & Punishment, USA, EUA-1959) dir. Denis Sanders. ESTA MODERNIZACIÓN DE Crimen y castigo de Dostoyevsky, llevada ahora a época moderna y a Los Ángeles, funciona bastante bien como asunto, porque no hace falta la Rusia de 1866 para motivar la anécdota. Sigue en pie el incidente del crimen cometido por un estudiante (George Hamilton) que cree ser una mente superior, la motivación del robo para ayudar a una hermana y evitar su próximo casamiento por interés, la búsqueda del inspector policial (Frank Silvera) que tiene con el criminal un duelo de ingenio, hasta arribar a la confesión final. Pero lo que importa en la novela no es ese esquema, y trasladarlo sucintamente a 96 minutos de acción es privarlo de toda la riqueza. Lo que importa es el proceso mental y moral que lleva tortuosamente a Raskolnikov por la jactancia, la inventiva, el arrepentimiento y la compasión. Para ese proceso íntimo no sirve habitualmente el cine, o sólo serviría si se pudiera trasladar inmensamente el laberinto anecdótico de la


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novela (lo que lleva a una duración imposible) o a desechar el naturalismo y proceder a una síntesis enfática de cada instancia del complejo proceso (lo que llevaría a un cine vanguardista, audaz, quizás inaccesible para públicos comunes). El camino elegido por Denis y Terry Sanders, que debutaron aquí como realizadores de largometraje, tiene sus destellos de ingenio pero carece de toda profundidad. En algunos diálogos del criminal y del inspector policial se reconoce el planteo inteligente de Dostoyevsky. En la abundancia de exteriores californianos se comprueba el afán de salir adelante con un presupuesto económico. En algunos detalles marginales del protagonista (que en una escena se entrega al frenesí de modernos bongós y en otra se muestra como muy sensible a las intensidades del jazz) se advierte un comienzo de introspección en los afanes de este moderno Raskolnikov, afanes que el intérprete George Hamilton refuerza con repentinos énfasis de tortura interior, a menudo más allá de lo que le que pide cada escena. Y en los nombres elegidos para los personajes se advierte una retorcida correspondencia con la novela, porque todos ellos coinciden en su inicial con la figura original a la que sustituyen. Es lamentable, en cambio, que toda la adaptación prescinda de problemas más esenciales.Todo el personaje de Sonia, tanto en los diálogos del libreto como en la pobre interpretación de Mary Murphy, carece de hondura propia y de una clara influencia moral sobre el protagonista. El cínico Svidrigailov del original está sintetizado en pocas escenas, sin fuego interior, con una villanía postiza, que deja en ridículo su arranque final. Muchos otros personajes secundarios están abreviados o eliminados, privando al asunto de la riqueza dramática que da fondo y motivación a la trama. Las notorias limitaciones del film cuestionan la capacidad de los Hnos. Sanders no sólo como realizadores y como dramaturgos sino aun como productores independientes, porque no han elegido la oportunidad de hacer algo propio sino la adaptación, necesariamente entorpecida, de un tema ajeno que debía desbordarles. Con excepción de Frank Silvera en el papel de inspector policial, todo el equipo de realización y todo el elenco parecen empequeñecidos y débiles. 9 de mayo 1961.

: Placer para un hombre solo

Pausas de amor

(La Morte Saison des amours, Francia-1960) dir. Pierre Kast. ESTA ES OTRA COMEDIA, en parte ingeniosa, en parte sentimental, sobre las incertidumbres del amor. Describe primero a la pareja de Françoise Arnoul y Pierre Vaneck, después a la pareja de Françoise Prevost y Daniel Gélin. Al rato las cruza y hace otras dos parejas. Después está desconforme con la situación y establece un final ménage á trois, probablemente con el propósito de escandalizar. Por el medio establece otras efímeras relaciones de varias mujeres con Daniel Gélin, que es un mujeriego. El film integra de pleno derecho un

movimiento muy irregular que suele ser conocido bajo el nombre Nouvelle Vague. En los dos últimos años la NV hizo despertar esperanzas en parte del público y de la crítica. En lugar de productos cinematográficos industriales, la NV proclamaba la creación personal, libre de presiones y de concesiones. En lugar de temas rutinarios, se esperaban los temas importantes, quizás profundos, quizás esenciales. En lugar de formas narrativas comunes, se esperaban las audacias, las síntesis, las intensidades. Al cabo de dos años la NV rindió un gran film de Alain Resnais (Hiroshima mon amour), un emotivo film de François Truffaut (Los 400 golpes) y una serie de films irregulares, desorientados, pretenciosos, filosóficos, variadamente discutibles, por una docena de otros jóvenes franceses. Ciertas dudas sobre la NV son procedentes ahora. No tiene ni quiere tener unidad como movimiento. No produce una cantidad apreciable de grandes films. No ha formulado otra teoría cinematográfica más memorable que la rebelión contra las teorías previas, lo que en el mejor de los casos produce un vacío. Pierre Kast ha conseguido en Pausas de amor la más perfecta expresión de lo peor de la Nouvelle Vague. Su tema no dice nada. Las ideas que tiene Pierre Kast sobre el amor se resumen en la incertidumbre y cabe preguntar el sentido de hacer un film con lo que no se domina. Esta consagración al escapismo tiene un antecedente del mismo Kast en La buena edad (La Bel Áge, 1958)1, que hace un año mostró al mismo realizador preocupado con los juegos del amor, indeciso sobre su sentido. Al reunir su preocupación por el sexo con una confusión sobre sus propias ideas, Kast demuestra que está trasladando al cine lo que debiera ser su placer solitario, o quizás su turbación solitaria. Ha habido muchos films frívolos y escapistas, muchas reflexiones sobre el amor, muchas parejas intercambiadas en sesenta años de cine. Parte de ellos han sido una buena diversión y merecen general estima. En el caso de Pierre Kast, después de dos films sobre el tema, hay que afligirse por dos rasgos que le son propios. Uno es su incompetencia de narrador cinematográfico, que le lleva a acumular conversaciones hasta el infinito, presionando sobre los oídos de su espectador. La única diferencia entre este film y el teatro es que los muchos diálogos están paseados al aire libre o en amplios patios de castillos. El otro rasgo es la petulancia de creer que éste es el cine que hay que hacer. Quien le haya visto en Mar del Plata (marzo 1960), afligido por la silbatina que público y crítica dispensaron a La buena edad, o quien haya leído sus declaraciones, en las que presenta a ambos films como creaciones personales y sentidas, sabe que Kast está convencido de tener la grandeza o la importancia que no tiene. Con el tiempo se caerá de allí. La gran tentación de los moralistas es atacar a Pausas de amor por el ménage á trois con que termina su anécdota. Debe advertirse que Pierre Kast está buscando ese escándalo, y que hacerle un escándalo es rescatar a este filósofo de su meritorio olvido. 12 de mayo 1961.

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Ver pág. 666.


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Fotografía memorable

La carta no enviada

(Neotpravlennoye pismo, URSS-1960) dir. Mijail Kalatozov. ESTA ES LA HISTORIA de una aventura física, soportada estoicamente por cuatro expedicionarios (tres hombres y una mujer) en las selvas vírgenes de Siberia. Han sido enviados por el gobierno ruso a localizar presuntos yacimientos de diamantes, sin otra pista que la teoría científica de que lógicamente habrá diamantes en un terreno de tales y cuales características. La anécdota comprende solamente el plazo de esa búsqueda, desde que los cuatro únicos personajes son depositados en el suelo por un avión, hasta que otro avión llega a recoger al sobreviviente de ese grupo. En el medio hay un breve episodio sentimental (la mujer está casada con uno de los expedicionarios pero también es deseada por otro de ellos) y una abundante peripecia física: el trabajo, la lluvia, un incendio, la radio inutilizada, la lucha contra el hielo, la enfermedad, el hambre, tres muertes. El libreto hace hincapié, sin embargo, en algunos apuntes de la vida interior de esos personajes. En algunos momentos establece con nostalgia el contraste entre ese presente árido y un pasado feliz, mediante la carta que el jefe de la expedición escribe a su mujer; este recurso sirve no solamente como un diario de viaje que va informando de las peripecias, sino también como un apunte de reflexiones. En cuanto a ideas y sentimientos, el film prefiere con más frecuencia la connotación de que los cuatro personajes son héroes que se sacrifican por la Unión Soviética. No sólo puntualizan verbalmente que los diamantes habrán de servir para los avances científicos y para un futuro viaje al cosmos, sino que en algún momento de dificultades los héroes se ponen a recordar el juramento de dedicar sus vidas a una causa colectiva. Todo es noble en sus conductas, con la única excepción de que aquí hay un hombre capaz de desear la mujer ajena. El rasgo más notorio del film no es afortunadamente la propaganda rusa. Es la creación de una plástica y una dinámica cinematográficas, con un virtuosismo espectacular, asombroso, que en la Unión Soviética solía llamarse formalismo. Fue elaborado por M. Kalatozov y S. Urusevski, director y fotógrafo de Vuelan las grullas, y supera en técnica y en imaginación a ese formidable precedente. No hay un minuto de respiro en su despliegue, ni se ha desdeñado ninguna posibilidad expresiva para lo que una cámara puede hacer en exteriores y en blanco y negro. Siluetas recortadas contra el cielo, sobreimpresiones lentas, cuadros oscuros repentinamente iluminados por relámpagos, contrastes entre un perfil de primer plano y una composición lejana, son apenas la parte más tranquila de esa labor fotográfica. En otros momentos la cámara se mueve incansablemente con los expedicionarios entre los matorrales del bosque, o se aleja pausadamente de ellos, vistos desde el avión que los deja en tierra (un travelling de un minuto, que termina con los personajes convertidos en cuatro puntos mínimos), o corre imposiblemente tras la pareja que se apresura a comunicar el descubrimiento de los diamantes, o se vuelca varias veces de izquierda a derecha, con

el ritmo de los puñetazos que se intercambian dos personajes. En una hora y media de relato la cámara es casi siempre protagonista, sea porque vence dificultades tan arduas como introducirse largamente en un incendio del bosque, sea por la inventiva con que describe la muerte de uno de los personajes, yuxtaponiendo a sus ojos abiertos el cielo inmóvil que esos ojos enfocan. Y aunque sería fácil deducir que el fotógrafo Urusevski es la estrella del film, es obvio que sobre él domina un director de purísima vocación cinematográfica. No alcanzarían los prodigios de cámara para componer lo que Kalatozov compone aquí: la lenta sobreimpresión del expedicionario sobre el rostro de su mujer ausente, las palabras dichas por esta figura irreal, el ruido del pico que cae en tierra y que se prolonga en la banda sonora, más allá de la realidad, para aludir a la pasión erótica que de pronto se despierta en uno de los expedicionarios por la mujer que tiene a su lado. En estos y en otros momentos Kalatozov se introduce en las regiones de la fantasía y de la alucinación, con una inspiración muy superior a la aventura física del argumento. Y es justamente ese lirismo, tan afín al de Vuelan las grullas, el que eleva a La carta no enviada. Con este tema de acción, otro director habría construido un film de suspenso, pero Kalatozov se acerca a la poesía. Si no puede acercarse bastante, es porque el tema no se le permite.Todo el film parece el producto de una transacción, entre la gesta heroica nacional e histórica que el cine ruso quiso producir y la vocación de pura expresión cinematográfica en que Kalatozov está comprometido. La primera de esas tendencias está muy clara en la línea general del tema, en los verbalismos demasiado explícitos que a veces asoman (texto de la carta, últimas palabras de un moribundo, juramento reiterado, monólogo incidental) y en el exceso sinfónico con que la partitura de Kriukov prorrumpe cada pocos minutos, incluso cuando hubiera convenido una expresión musical cauta y sobria. Sobre esa expansión dramática, que resulta ineficaz en la medida en que dice abiertamente lo que pudo haber sugerido (recuérdese la severidad británica con que Las aventuras del Capitán Scott expresaba un tema similar) Kalatozov introdujo tremendos virtuosismos de realización, una inventiva fértil para concentrar algunas instancias del tema, una cadencia narrativa que sólo se obtiene con una experta compaginación. El resultado es ambiguo, porque un lenguaje de estirpe romántica, como el de Vuelan las grullas, está aplicado a una peripecia exterior, a un asunto de interés nacional, jugado por cuatro héroes que no pueden ser mostrados como cobardes o como vacilantes. El género épico ignora la duda, pero el romanticismo la necesita. Aunque La carta no enviada está lejos de ser un gran film, será un placer particular para mucho aficionado. Entre el rostro sensible de Tatiana Samoilova, los prodigios fotográficos de Urusevski y las intercalaciones poéticas de Kalatozov, el sello del film es el de un refinamiento estético singular, un placer para exigentes. 16 de mayo 1961. Títulos citados Aventuras del capitán Scott, Las (Scott of the Antarctic, Gran Bretaña-1948) dir. Charles Frend; Vuelan las grullas (Letyat zhuravli, URSS-1957) dir. M. Kalatozov2.

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Se estrenó en Argentina como Pasaron las grullas.


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Una obra mayor

La aventura

(L’avventura, Italia-1960) dir. Michelangelo Antonioni. FUE SILBADA, BURLADA y pataleada en mayo 1960 por el público del Festival de Cannes, poseído de lo que alguien llamó una mezcla de aburrimiento y de indignación moral. Esa noche Michelangelo Antonioni y su actriz Lea Massari dejaron la sala envueltos en lágrimas. Horas después, treinta críticos firmaron un manifiesto deplorando esa recepción pública. Días después, el Jurado había otorgado a La dolce vita de Fellini el primer premio del certamen y había dado a La aventura un premio especial por su contribución a la búsqueda de un nuevo lenguaje para el cine. En los meses inmediatos, la recepción critica adquirió rasgos de entusiasmo, hasta el extremo de que la revista inglesa Sight and Sound, que es lo mejor en su género, dedicó diez insólitas páginas al film y a su realizador, aunque éste es casi un desconocido para el publico de Gran Bretaña. En Estados Unidos, donde nunca se había exhibido un film de Antonioni y donde se asiste a una creciente importación de cine europeo, La aventura se estrenó en abril, precedida del escándalo y el elogio que el film obtuvo durante 1960 en Italia y en Francia. Como ya ocurriera con La dolce vita y con Rocco y sus hermanos, una controversia moral y estética, extendida desde las minorías exigentes hasta el público mayoritario, ha servido para la publicidad y difusión de una obra mayor. En perspectiva, el escándalo perjudica a quienes lo provocan. Censores que quisieron impedir una mayor circulación de La ronda (en Montevideo, 1951) consiguieron hacer del film un éxito público destacable. Buena parte del éxito de La dolce vita se debió, en todo el mundo, a las indignadas objeciones morales de una parte de sus observadores, a tal punto que parte del público salió defraudado por no haber encontrado en el film tanta inmoralidad como la que esperaba. No hay erotismo declarado en La aventura y las objeciones morales son en realidad una parte ínfima de la resistencia que el film ha encontrado. Es cierto que el tema describe la indolencia moral de la clase rica italiana, no sólo en el triángulo central, sino en varios apuntes laterales de adulterio. Pero Antonioni no presenta a sus personajes como símbolos, o por lo menos no los subraya como tales, en el estilo acusatorio con que Fellini levantó en La dolce vita un amplio espejo ante la sociedad que lo rodeaba. El estilo de Antonioni es oblicuo y los sentidos del film se dejan asimilar por inferencia, apoyados en un episodio aparentemente casual, en un detalle, en un gesto. En lugar de mostrar las causas lejanas y profundas con que media docena de personajes han llegado a su actual insatisfacción, a su frivolidad o a su inutilidad, Antonioni los reúne en pocas instancias (una excursión en yate, una mansión de campo, un hotel de lujo) y los muestra en tiempo presente, revelados pausada e incompletamente por pequeñas frases, por su conducta recíproca y hasta por su posición en el cuadro de la pantalla. La resistencia del público de Cannes ante el film se debió justamente a la dificultad de asimilar ese lenguaje indirecto, laxo, antiefectista, antidramático, que muestra episodios comunes pero

Películas / 1961 • 151 aparentemente triviales, que se acumulan sin culminar, que parece prolongarse en un pormenor irrelevante y que extiende así a casi dos horas y media el relato de lo que se cuenta en pocas palabras. Como anécdota, La aventura tiene una línea casi vulgar: la amistad de Ana y Claudia, el amor infeliz de Ana y Sandro, la desaparición repentina de Ana durante el paseo en yate, la búsqueda por Claudia y Sandro, el amor entre éstos. Una aventura sustituye a la otra, y en los minutos finales el film establece que la segunda es tan inestable como la primera. Lo que Antonioni quiere puntualizar es justamente esa incertidumbre sobre los propios sentimientos, una íntima deshonestidad con la que el ser humano suele presentar como permanente lo que es efímero, una trampa moral que lleva la breve atracción sexual a la promesa de amor y de matrimonio. Pero no hace un alegato con ese dictamen. Deja actuar a sus figuras en una búsqueda desorientada, que es la de sí mismos más que la de la extraviada Ana, y el vaivén de ambos es de cierta manera la vida misma, igualmente inconexa, sorpresiva, alegre o sórdida. Lejos de subrayar simbolismos o de proclamar sentidos más amplios, Antonioni parece atenerse a un nivel realista, cuidadosamente apuntado por la elección de escenarios naturales, incluso para los interiores, y por la prescindencia de toda literatura en los diálogos, que nunca exceden la simple naturalidad de una conversación. Pronto se advierte que ese realismo es deliberadamente engañoso. Los escenarios son auténticos pero los personajes son indiferentes y hasta hostiles a ellos. Las palabras son las naturales pero no expresan a los sentimientos, sino que los bordean y aun los asienten. La inconstancia, la frivolidad, la incomunicación no están dichas, sino disimuladas en los diálogos. Este arte de elipsis, dedicado a los factores imponderables de la relación sexual, bordado con primor sobre un triángulo amoroso parecido a tantos otros de la ficción, deriva en un film singular y mágico. Para el público común, particularmente si quiere acción o si pretende que debe haber respuesta ante toda pregunta (si Ana se suicidó o no, si Sandro continuará su amor con Claudia) el film será una oscuridad o una desorientación. Comprenderá sin duda todo lo que la pantalla muestra, pero le irritará un proceso narrativo que parece lento, disperso o reiterativo. Y sin embargo, eso tiene un sentido. Entre las muchas opiniones sobre La aventura, Penelope Houston escribió que una frase simple no es necesariamente más verdadera o más valiosa que una sutil o compleja; sólo es más fácil de comprender. Y más al fondo, Françoise Sagan apuntó que el film quizás es lento porque la verdad es lenta de descubrir. Más allá de la resistencia pública, La aventura se impone como una lograda obra de arte, como una difícil armonía entre la indagación psicológica de su contenido y el estilo indirecto y sutil de su forma. Cuando esa armonía se comprende debidamente, aparecen como válidos los muchos episodios laterales e intermedios de que se vale Antonioni para encadenar su narración, en la que se busca a Ana, pero se encuentra otra cosa. En ese momento se entiende también que el film necesita su largueza y su ritmo, su vaivén de aparente indecisión, su pormenor episódico. Cuenta una búsqueda estéril, pero no quiere contar lo que se encuentra, sino que quiere precisamente describir la operación de buscar. Cortar al film el episodio secundario es así, secretamente, suprimir una parte de lo principal. El film ha debido soportar algunos cortes, sin embargo. Tras la resistencia pública en Cannes, han comenzado a diferir los datos extranjeros sobre la duración. La versión más completa parece ser la exhibida en Estados Unidos e Inglaterra, con 2 horas


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25 min (según dato concorde de Time, Monthly Film Bulletin y Films and Filming). Informaciones italianas estipulan 2 h 20 min. Informaciones argentinas estipulan dos horas justas. En Montevideo, hasta última noticia, la duración es de 2 h 14 min, y la distribuidora International Films asegura que no tiene en su poder un solo minuto más sobre esa duración. Esto obliga a deducir que la versión local ya ha sido podada en once minutos al ser enviada desde Italia. Confrontada con las descripciones periodísticas inglesas, esta versión local resulta carecer de por lo menos tres datos: a) que un helicóptero llega a la isla para colaborar en la búsqueda de Ana; b) que un buzo saca casualmente del mar un vaso griego y el grupo de turistas se detiene a examinarlo; c) que uno de los libros que Ana ha llevado a la excursión es la novela Tierna es la noche de F. Scott Fitzgerald, un dato que adquiere importancia por la similitud de clase social y de incertidumbre moral entre esa obra de ficción y el ambiente que describe La aventura. Juzgados en sí mismos, esos cortes pueden carecer de toda trascendencia. Los fragmentos no son esenciales para comprender la narración. A lo sumo la enriquecen, y cortarlos puede explicar pequeñísimos saltos de continuidad. Pero en otro sentido más amplio, esos cortes son significativos. Han sido hechos para evitar la impaciencia del público, un fenómeno que ya se produce con 2 h 14 min y que probablemente sería mayor con 2 h 25 min. Y la impaciencia del público es a su vez un síntoma de la dificultad con que Antonioni debe producir sus films. Quiere utilizar el largo metraje para una narrativa que no sólo progrese en lo lineal, sino también en amplitud y en profundidad, a la manera novelística de Stendhal, de Dostoyevsky, de Henry James y del mismo F. Scott Fitzgerald. Pero se encuentra con un público que no está preparado para ese estilo, que prefiere el cuento corto y conciso, que no tiene tiempo que perder. Este artista no será consagrado por esta época. La historia del cine suele demostrar incomprensiones similares. El tiempo establece la importancia de Codicia de von Stroheim (a pesar de la Metro, 1923), de El ciudadano y Soberbia de Orson Welles (a pesar de la RKO, 1941-42), de Iván el Terrible de Eisenstein (a pesar de la Unión Soviética, 1946) y de mucho otro adelantado a las ideas y las formas de su tiempo. Este fenómeno está en la misma esencia industrial del cine, que hace negocios a corto plazo y se siente incómodo con obras de arte a plazo mayor. El tiempo dejará ver que La aventura de Antonioni es, como se dijo oficialmente en Cannes, una contribución a la búsqueda de un nuevo lenguaje para el cine, un film de verdad y belleza singulares, una obra mayor. 18 de mayo 1961. Títulos citados Dolce vita, La (Italia / Francia-1960) dir. Federico Fellini; Iván el Terrible (Ivan Groznyy, URSS-1944) dir. Sergei Eisenstein; Rocco y sus hermanos (Rocco e i suoi fratelli, Italia / Francia-1960) dir. Luchino Visconti; Ronda, La (La Ronde, Francia-1950) dir. Max Ophüls; Soberbia (The Magnificent Ambersons, EUA-1942) dir. Orson Welles.

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Más tramposos

Beat Girl, la diablesa del striptease (Beat Girl, Gran Bretaña-1959) dir. Edmond T. Gréville.

ESTA ES LA VERSIÓN INGLESA del mundo juvenil de hoy, parcialmente levantado de Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, N. Ray-1955) y de Los tramposos (Les Tricheurs, M. Carné-1958), pero en parte auténtico. En un diálogo ligeramente cómico, la adolescente protagonista (Gillian Hills) explica a su padre que el mundo puede volar mañana, y que la juventud quiere vivir intensamente hoy. Ese apuro es el único respaldo con que los muchos adolescentes se arrastran indolentes en cafés y tugurios bailables, sintiendo los escozores del jive, el rock’n’roll, el jazz cool, el besuqueo en público y la maldición contra los aburridos padres. Como en los otros exponentes cinematográficos, hay cierta pintoresca atracción en las descripciones de la juventud que formula este film, y que incluyen carreras de autos por un camino donde cabe un auto solo, desafío a quien aguanta más tiempo con la cabeza sobre los rieles antes de que pase el tren, fiestas ruidosas a la madrugada en la casa paterna sin pedir permiso y otras formas de Vivir Peligrosamente, todo lo cual no es respetable pero está en la época. En algunos de esos momentos el film ejerce cierta fascinación. No hay que apenarse por los desvaríos de la Nueva Insensibilidad, pero están cumplidamente fotografiados por Walter Lassally y tienen un aire de cosa auténtica. El striptease ha sido introducido torcidamente en este asunto, donde la protagonista odia a su madrastra francesa (Noëlle Adam) y está dispuesta a probar que la mujer era antes una bailarina indecente. Eso la lleva a un cabaret de tercer orden, que se llama “Les Girls”, y así se introducen varios números de desnudo, todos ellos incompletos, y una imitación posterior por la misma protagonista, que apenas si llega a sacarse las faldas. El espectáculo no es muy perverso, pero se estrena ahora con franja verde, para que parezca muy excitante. Dentro de la sala se descubre que no es para tanto. En un papel menor, como integrante de la pandilla de jóvenes, y bajo el nombre de “Dodó”, aparece una jovencita llamada Shirley Ann Field. Es mejor actriz que lo que se muestra, como lo probaría en un film posterior, titulado Todo comienza el sábado (Saturday Night and Sunday Morning, K. Reisz-1960). De los otros intérpretes, de los diálogos y de las situaciones dramáticas que los pretextan, es mejor no acordarse mucho. 18 de mayo 1961.

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Títulos citados Alta traición (High Treason, Gran Bretaña-1951) dir. Roy Boulting; Londres en peligro (Seven Days to Noon, Gran Bretaña-1950) dir. John Boulting.

Sátira política

Diplomático sin valija

(Carlton-Browne of the F.O., Gran Bretaña-1958) dir. Jeffrey Dell y Roy Boulting. HAY VARIAS PUNTAS SATÍRICAS en esta comedia de los hermanos Boulting, que no se toman muy en serio a las tradiciones conservadoras inglesas. Inventan una isla llamada Gaillardia, que alguna vez fue colonia británica pero que ahora debe ser un reino autónomo, y desarrollan a su alrededor la múltiple intervención extranjera, ocasionada por el hallazgo de algunos yacimientos. Lo que sigue es una amplia burla a la actitud de Rusia, de Estados Unidos y de las Naciones Unidas, pero es sobre todo una diversión a costa de los solemnes británicos. No saben dónde queda Gaillardia hasta que descubren en el archivo un viejo expediente comido por los ratones; mandan de emisario al funcionario más inepto del servicio exterior; se mezclan en la política interna de la isla sin entenderla muy bien; proponen la división del territorio en Norte y Sur, con una raya blanca, pero se quedan distraídamente en la parte donde no hay yacimientos. Las torpezas británicas culminan cuando la intervención armada deriva en que los soldados ingleses atacan su propio cuartel, por curioso error. Todo termina muy bien, tras docenas de sarcasmos que habrán hecho sonreír a muchos ingleses, incluyendo ministros. Las muchas sonrisas están, sin embargo, desordenadas y no integran una sátira total. En parte eso se debe a que el procedimiento es la mera acumulación, sin un punto, de vista coherente; es demasiado fácil castigar al gobierno británico pretendiendo que sus funcionarios son simplemente ineptos. En parte se debe a que el libreto agrega una zona seria y sentimental, formando un romance entre el joven rey de Gaillardia y una princesa que pretende el trono; esto desarticula la sátira y lleva a tomar en serio convencionalismos que merecen bromas. Y en parte se debe a que la narración es lenta y dispersa, sin el ritmo ágil que una sátira requiere. Los hermanos Boulting son más hábiles de lo que hacen aquí. Han de mostrado antes (en Londres en peligro, en Alta traición) que pueden montar un film con desarrollo, suspenso y agilidad. Si se quedan en una escala cinematográfica menor es porque se han dedicado a un género de comedia burlona que constituye toda su última etapa y que ya ha comprendido sátiras al ejército, la educación, los sindicatos y los abogados. Dicen cosas graciosas, pero hacen un cine secundario, apto para mucha mejora. Su mejor virtud es atacar al conformismo del cine inglés y tocar puntos delicados como Suez y Corea. En un elenco muy bueno se destacan Terry-Thomas como pintoresco embajador a Gaillardia, Ian Bannen como rey, Luciana Paluzzi como princesa. Está bastante disminuido Peter Sellers como ministro de Relaciones Exteriores de Gaillardia y centro de una corrupción tropical. 20 de mayo 1961.

: Loco suelto

Furia incontenible

(Edge of Fury, EUA-1958) dir. Irving Lerner y Robert Gurney, Jr. HAY QUE VIGILAR la producción independiente americana, porque en ella aparece algún ocasional chispazo de talento. En este caso, los nombres de Irving Lerner y de Sidney Meyers aparecen vinculados a dirección y montaje, lo que bastaría para tener una curiosidad y satisfacerla. Pero el resultado está debajo de toda esperanza. Esta historieta cuenta la artificial situación de un enfermo mental (Michael Higgins) que convive en una casa playera junto a una madre y dos hijas señoritas, todas ellas muy respetables. Al rato se ha desatado un melodrama de humillación, amor, celos y odios, que involucra a esos cuatro personajes, a dos galanes y a un vecino, con un doble crimen final.Todo el asunto está contado tan primariamente que es imposible creer en él, ni explicarse cómo las presuntas víctimas no desconfiaron antes de un loco tan evidente. Los diálogos son simplistas y aparecen ayudados por el doble monólogo del protagonista y de un invisible médico psiquiatra, colaboración con la cual se entiende muy bien todo lo que ocurre. Lo que no se entiende es por qué ocurre, ni es emotivo enterarse. Responsable principal del film es un señor Robert Gurney Jr., que hasta mejor información debe ser considerado como un novicio y como un entusiasta; su otro crédito cinematográfico es un libreto para un film B de ciencia ficción. Como productor, codirector y libretista, Gurney parece haber creído en las posibilidades cinematográficas de este caso de locura, cuyo económico rodaje ha sido hecho casi enteramente en exteriores y en la casita de la playa. Consiguió como codirector a Irving Lerner, un inquieto con pretensiones, de quien se vio hace un año el extravagante Asesino por contrato (Murder by Contract, 1958) y de quien se espera El pecador insaciable (Studs Lonigan), sobre novela de James T. Farrell. Entre Lerner y tres fotógrafos han obtenido algunas imágenes, algunas sobreimpresiones que revelan un sentido cinematográfico. Pero son ínfimas en el conjunto y están aplastadas por una barullenta partitura musical y por la maniática torpeza del libreto. En todo el equipo de realización nadie pareció entender que la locura de un personaje debe ser establecida pausadamente, hasta que el espectador se inquiete. Marcarla de entrada es eliminar el suspenso. Este film de Lerner aparece omitido en la filmografía que Cine Club del Uruguay dedicó en 1961 al realizador.

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21 de mayo 1961.


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Policial dinámica

Noche de violencia

(Ankokugai no taiketsu, Japón-1960) dir. Kihachi Okamoto. ES REALMENTE MUY VIOLENTA la acción de este film japonés, que desde la primera toma impresiona por un lenguaje rápido, dinámico. El tema es el habitual de los films de gángsters, con un policía presuntamente sobornable (Toshiro Mifune), dos pandillas de pistoleros que dominan la ciudad, oposición de ambas bandas, ambiguos contactos del protagonista con los jefes de las dos, una muchacha de conducta sospechosa, un vengador que a último momento se jugará la vida. En todo eso no hay ninguna novedad. Y, sin embargo, el film tiene cierta fascinación propia, una atracción que se establece como muy fuerte al principio y que se va diluyendo da a poco, para regresar periódicamente. Es la atracción del relato violento y directo, que elige fragmentos de discusiones, peleas repentinas sin prólogo, y va armando una trama nunca completa, deliberadamente oscura. El libreto ha tomado como sistema una exposición fragmentaria, que acumula escenas de cabaret, tiroteos en la carretera, alusiones a delitos anteriores, episodios de soborno, de narcóticos, de negociados, y no se molesta en explicarlos en una línea general. Como en toda una escuela de la narrativa policial americana, la comprensión se espera para el final. Entretanto, la violencia sacude en la superficie. Pero la comprensión final es la parte menos satisfactoria del film. Tras todo el confuso desarrollo, sólo se advierte que el propósito ha sido mostrar tiroteos, sin que exista bastante motivación dramática ni un trazado psicológico más firme que los tres gritos pegados de vez en cuando. Hay que tener, sin embargo, cierta tolerancia para esa forma abrupta de la descripción de caracteres. Aunque los moldes del film son claramente americanos, quedan trazos de las diversas escuelas japonesas tanto en los diálogos como en las maneras interpretativas, que saltan del laconismo y de la quietud a un desborde de gesticulación. Una zona de mayor interés es el planteo plástico del tema. En color y en pantalla ancha, el director Kihachi Okamoto (estrictamente un desconocido hasta hoy) no se conforma con tomas largas y pasivas. Salta continuamente de una toma breve a la otra, aportando multitud de perspectivas para cada secuencia, intercalando un vaso roto, un revólver, un pestillo de puerta. El resultado es un ritmo nervioso, un lucimiento técnico y un efectismo que se acomoda muy bien con la índole del asunto y que está reforzado por las síncopas y los agudos metálicos de la banda sonora. Hay momentos en que la dirección parece tomarse en broma su propio tema, con la inclusión repentina de un grupo de pistoleros feroces que cantan sus truculencias en el cabaret, iluminados alternadamente por un fuerte foco.

Noche de violencia insinúa que su director es un hombre joven, un ensayista de formas, que ha visto mucho cine americano de clase B y sabe cocinar un producto violento y fácilmente colocable. Su equivalente en el cine francés puede ser Edouard Molinaro, que ha mostrado una parecida epidermis (y por ahora nada más por debajo). Con el tiempo sabrá si sólo le importa hacer películas comerciales con géneros populares o si tiene algo más que decir. 23 de mayo 1961.

: Dinámica e intensa

El desafío

(La sfida, Italia / España-1958) dir. Francesco Rosi. EL RITMO ES FRENÉTICO, como en Mercado de ladrones o en Nido de ratas. Desde que este napolitano arribista (José Suárez) descubre las ventajas comerciales de ser intermediario en los mercados agrícolas, hasta el momento en que una de sus operaciones comerciales es juzgada como una traición y lo acerca a la amenaza y a la muerte, todo en el film funciona con velocidad y con violencia, hasta la culminación final. Hay ante todo una autenticidad de ambiente y de asunto en El desafío, que reconstruye al Nápoles popular, a sus mercados, a sus casas de inquilinato, a sus granjas cercanas, y los integra con un pormenor de discusiones laterales, sin perder empero en esa ilustración la línea central del tema. Y hay después una particular habilidad de libreto, sin la cual toda esa violencia hubiera sido dispersa o superficial. Con una clara visión del resultado final, el libreto progresa mediante la elección de unos pocos episodios elocuentes, para ilustrar el carácter del protagonista, las circunstancias en que se vuelca a una nueva línea de actividad el triunfo inicial, la renovada ambición que le lleva al dilema de cumplir con una operación comercial o de cumplir con sus socios que le prohíben hacerla. Todo es muy concreto en esta descripción, que jamás condesciende a explicaciones verbales y que sabe expresar su peripecia moral con la ilustración de los choques entre el protagonista y sus diversos socios, compradores y vendedores. Con el asunto claramente planteado, el punto medio del film inicia la concepción más hábil de ese libreto. Es un contrapunto entre la boda del protagonista y el negocio que debe terminar con urgencia. Comienza con las demoras en la ceremonia, las llamadas telefónicas inoportunas, la conversación urgida con un comerciante, durante la fiesta familiar, y progresa desde allí a una loca carrera para conseguir en pocas horas el cargamento de verduras que los proveedores le niegan. Esta segunda mitad muestra nítida y velozmente las dos líneas contrastadas de su asunto. Por un lado es rica en acción exterior, con autos y camiones que van y vienen, la tensión de conseguir o no el cargamento, una pelea brutal, la emboscada posterior. Por otro lado es un apunte psicológico abundante de ese protagonista, su novia (Rosanna Schiaffino), los familiares que asistan a la boda, los comerciantes, proveedores


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y ayudantes que de hecho la obstaculizan. Ese contrapunto está concebido también con un irrenunciable realismo, sin un segundo de artificio para ilustrar su tensión, sin ningún embellecimiento para las motivaciones y los resultados de su conflicto. Una formación neorrealista contribuye a explicar la temática y el estilo que Francesco Rosi utilizó para este primer film: no sólo muestra sitios y personajes reales, sino que mantiene la autenticidad para los conflictos de intereses que se desarrollan en la trama. Si algo falta a Rosi para integrarse en la tradición de Roma, ciudad abierta, Ladrones de bicicletas o Umberto D., es un mayor aliento para que su tema sea una alusión más amplia a la sociedad de hoy. Se queda en la peripecia de un personaje individual, difícilmente simbólico, y sólo da un parcial esquema del medio social en que se mueve. Es evidente que la formación neorrealista de Rosi ha sido retocada por otros elementos. En primer lugar, su film debe mucho a treinta años de realismo americano, desde las enérgicas policiales de la Warner durante 1930-40 hasta el brote realista de posguerra en films de Dassin, Siodmak, Huston y Kazan, todo lo cual da modelos a la filmación callejera y al ritmo creciente de la acción. En segundo lugar, Rosi demuestra un dominio técnico casi infalible, una precisión para fotografiar, compaginar y sonorizar, como en verdad no lo pudieron hacer Rossellini o De Sica en sus primeras y mayores obras del neorrealismo. La tercera y mayor influencia sobre Rosi es notoriamente la de su aprendizaje como asistente de Luchino Visconti. De ese modelo Rosi ha tomado la riqueza y la abundancia para una escenografía típica y elocuente, como todo el detalle de interiores y exteriores en sus casas de inquilinato. Ha tomado también la traslación de un mundo infernal de griteríos entre comadres (como en Bellissima), la banda sonora detonante que trabaja sobre los nervios del espectador, y ese arranque trágico e impúdico con que Rosanna Schiaffino gime en los últimos minutos, con esa pasión meridional que Visconti mostraría en tantos momentos de su carrera y, más recientemente en Rocco y sus hermanos. Sobre tradiciones, antecedentes, influencias y modelos, que pueden ubicar pero nunca explicar del todo, Rosi parece tener además una personalidad propia, un empeño en documentar su Nápoles natal (este es el primer film de una trilogía sobre napolitanos) y en expresarse con pureza cinematográfica. Otros napolitanos deben decir hasta dónde es auténtico y vivo su cuadro natural, que parece tan rico de lenguaje y de entonación. Mucho aficionado sabe en cambio a primera vista hasta dónde es auténtico y vivo el idioma cinematográfico de Rosi. Toda la presentación de Rosanna Schiaffino, con sus muchas vueltas entre calles y corredores y azoteas para llamar la atención del hombre que ama, está hecha con asombrosa elocuencia de cámara, hasta una magistral imagen que retrocede desde el rostro de la mujer, vista desde el camión que se aleja. Y toda la escena de amor de la azotea, que culmina a aquella presentación, está hecha con un mínimo de palabras, expresando la sensualidad con el movimiento de los dos personajes, un sol tórrido, un insinuante y lacónico comentario musical. Un director que sea capaz de esa poesía y también capaz de la violencia posterior es un director que promete un interesante futuro. El desafío tuvo un premio especial en Venecia (1958), elogios de crítica en el Festival de Mar del Plata (1959) y otros elogios en otros estrenos. Aparece tardíamente exhibida en Montevideo, después de estrenado el segundo film de Rosi (Los maleantes) y viene a reparar una irregularidad de los sistemas locales de presentación cinematográfica, que a veces se pelean con el sentido común. Paradojal-

mente, no es la clase de film difícil que nadie se anima a estrenar. Es un film directo y emotivo, cuyas atracciones son notorias en la superficie, desde el impacto sonoro y visual a la belleza magnífica e invasora de su primera actriz. Puede ser objetado, enrarecidamente, porque le falta grandeza o porque padece un doblaje italiano para el español José Suárez, pero es un eficaz espectáculo cinematográfico, demuestra talento y deja vibrando al espectador. 30 de mayo 1961. Títulos citados Bellissima (Italia-1951) dir. Luchino Visconti; Ladrones de bicicletas (Ladri di biciclette, Italia-1948) dir. Vittorio De Sica; Maleantes, Los (I magliari, Italia-1959) dir. Francesco Rosi; Mercado de ladrones (Thieves’ Highway, EUA-1949) dir. Jules Dassin; Nido de ratas (On the Waterfront, EUA-1954) dir. Elia Kazan; Rocco y sus hermanos (Rocco e i suoi fratelli, Italia / Francia-1960) dir. Luchino Visconti; Roma, ciudad abierta (Roma città aperta, Italia-1945) dir. Roberto Rossellini.

: Policial antinazi

Los verdugos también mueren (Hangmen Also Die!, EUA-1943) dir. Fritz Lang.

ESTE FILM ANTINAZI estuvo dedicado a mostrar la resistencia checa durante la ocupación, uno de los temas de moda en su época (1943) y que aparece pretextado por el histórico atentado que costó la vida al verdugo Heydrich, jerarca máximo del nazismo en Checoslovaquia. La anécdota no es, sin embargo, la preparación de este atentado, sino los complicados episodios posteriores, en los que los nazis procuran identificar al patriota que disparó los balazos, mientras toda la resistencia checa procura despistar esa investigación, hasta que consigue atribuir el atentado a un colaboracionista (Gene Lockhart) del que se libran con mano ajena. Las idas y vueltas de este proceso llevan más de dos horas en el relato, que se ramifica en multitud de episodios secundarios. Esa dispersión hace perder fuerza a la idea central, particularmente por la reiterada ingenuidad con que la Gestapo deja de hacer las cosas obvias y admite los simulacros y mentiras de la resistencia, sin contar los otros pormenores de celos y alcohol con que los mismos resistentes se complican la vida entre sí. Y a la pérdida de vigor se agrega la pérdida de autenticidad, un hecho que es más visible con la perspectiva de 18 años. Los escenarios naturales han acostumbrado al espectador de hoy en tal forma, que este film de 1943 denuncia a primera vista las calles reconstruidas en estudios, los patriotas checos que hablan inglés, el artificio con que todos ellos aparecen interpretados por figuras americanas (Brian Donlevy, Walter Brennan, Jonathan Hale, Anna Lee). El film es interesante de otra manera. A pesar de los clisés de la época, que en cierto sentido eran inevitables, su tema antinazi progresa sin mucho discurso, por la sola acumulación de episodios en los que se distinguen los dos bandos, con patriotas


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empeñados en no hablar ante los nazis. Toda la zona final presupone que una ciudad ha entrado en la conspiración, aportando sucesivos testimonios falsos para culpar al colaboracionista, y aunque esa conspiración es inverosímil, hay cierto ingenio en su concepción, que insinúa sutilmente la unidad del movimiento clandestino checo. Más allá del antinazismo y de la historia, como simple film de aventuras y de intriga, Fritz Lang consigue cierto suspenso al final. En datos laterales se ve además su sello personal. El retrato de los nazis abunda en refinamientos de sadismo y de grosería, con un punto alto en la breve y relampagueante intervención de Hans von Twardowsky, que interpreta a Heydrich en las primeras escenas, y con cierta solidez en la actuación de Alexander Granach como inspector-jefe de la investigación.Y en otros momentos Lang reitera su gusto por la ocasional escena de violencia (una pelea brutal entre Granach y Dennis O’Keefe), por el hábil simbolismo (un sombrero que cae al suelo y baila hasta quedarse quieto, insinuando la muerte de su dueño) o por la hábil concepción de una secuencia, como ese múltiple interrogatorio a los resistentes, que salta en preguntas y respuestas de unos a otros, concentrando así el testimonio en pocas palabras. Fritz Lang nunca fue muy dueño de sus film americanos y accedió a demasiados clisés, hasta que se dedicó únicamente a ellos. La cuota de lugares comunes en Los verdugos también mueren es bastante grande, pero quizás el film pueda verse ahora como una intriga policial, entretenida e intrascendente, ficticia y casi fantástica. En ese plano el film es atractivo. 30 de mayo 1961.

: Romántico e intenso

Ambiciones que matan

(A Place in the Sun, EUA-1951) dir. George Stevens. ESTE HA SIDO el más apreciado y querido de los films de George Stevens, un veterano que ha progresado en muchos años de Hollywood hasta ser su propio productor y encarar proyectos de singular pretensión dramática, social y artística (El desconocido, Gigante, Diario de Ana Frank). Entre toda su producción de posguerra, cada vez más espaciada, más cuidada en el montaje, más elaborada de técnica hasta un grado en que ésta supera a la inspiración, Ambiciones que matan es el film más entero y seguramente más perdurable. No sólo recibió en su momento varios Oscars de la Academia a dirección, libreto, partitura musical, fotografía, vestuario y montaje (1951), sino que fue un éxito comercial, mantenido durante diez años a través de reposiciones. En Montevideo ya había sido reestrenado en diciembre de 1957. Al ser transcrita por segunda vez al cine, la novela Una tragedia americana de Theodore Dreiser ha quedado reducida a una historia sentimental. Para algunos observadores el resultado ha sido, sin embargo, uno de los films más enteros y logrados de

Hollywood, e incluso una obra maestra. La razón de ese pronunciamiento no está en el tema, sino en el estilo. La historia sentimental es la de un muchacho joven y provinciano (Montgomery Clift), llevado a la gran ciudad para trabajar en la inmensa fábrica de sus tíos y sometido prontamente al dilema de elegir entre dos mujeres. Una de ellas es una obrera con la que ha tenido relaciones (Shelley Winters), a la que ha dejado grávida y con quien debería casarse. La otra es una heredera rica (Elizabeth Taylor), que no sólo es para él una mujer deseada, sino también el símbolo de un ascenso a una clase social superior. La salida de ese dilema es la muerte de la primera, en circunstancias que convierten al protagonista en el acusado de un crimen. El enfoque abiertamente romántico de este tema ha sido una carta de triunfo público para George Stevens, cuyo estilo personal domina el film. Ha sido también una fuente de controversia, porque ese enfoque traiciona al planteo naturalista, acumulativo, de crítica social, que Theodore Dreiser utilizó en la novela que da base al film. Como lo veía Dreiser, el conflicto de su protagonista está determinado por el origen humilde, por una educación religiosa que lo aleja de la realidad, por el choque contra un mundo de negocios y de riquezas, por la hipocresía con que ese mundo maneja la conducta sexual, por la diferencia de clases y de medios económicos. La indecisión y la falta de ideales claros moldeaban la tragedia del protagonista, pero justamente en la medida en que éste es una figura pasiva y empujada por el resto de la sociedad, el conflicto pasa a ser, según Dreiser, el de una tragedia americana, una consecuencia de un régimen capitalista en el que triunfa el más apto, con desdén de los valores morales en juego. Este planteo de Dreiser aparece radicalmente transformado en el film, que no sólo sintetiza u omite muchos datos accesorios de una larguísima novela, sino que retoca elementos esenciales. En la adaptación cinematográfica se procura hacer simpático al protagonista (con una mezcla de timidez, encanto personal y actitud reflexiva que Montgomery Clift expresa adecuadamente), se aumenta también el atractivo físico de la muchacha rica, que ya no tiene la frivolidad e inconsciencia del personaje de la novela, y se describe como válido y deseable el amor entre ambos. El enfoque es el del romanticismo, con un mundo opuesto a un personaje, y con una descripción vista y sentida a través de su óptica personal. Pero objetar Ambiciones que matan (título cursi) por la falta de sentido social es quizás no entender que el cine de Hollywood no podía permitirse esa pretensión, como Eisenstein llegó a saberlo hacia 1932, cuando la Paramount le impidió filmarlo. Aparte otros problemas, una adaptación fiel habría requerido crear equivalentes para los muchos otros datos complementarios que Dreiser aporta en su vasta novela, y recomponer una amplia y minuciosa descripción del mundo en que se mueven los personajes. Como señaló un crítico americano, ese plan no habría tenido fuerza, particularmente con una figura pasiva en el centro. El film de George Stevens (y la pieza teatral intermedia a la que también adapta) corta camino en lo social, y apenas lo alude. Da validez romántica a la pareja CliftTaylor, cuyo amor aparece obstaculizado, y reduce así la anécdota a un triángulo dramático, cambiando los nombres propios y llevando la época a la actual. En la operación desaparece ciertamente Dreiser. Pero aparece en cambio George Stevens y lo que obtiene es justamente una total coherencia del tema, en su versión adaptada, con el estilo cinematográfico propio. Su propósito es narrar un drama romántico, centrado en su protagonista masculino, y llevar al espectador a pensar y sentir como


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ese protagonista, con su mezcla de admiración y de envidia ante el mundo rico, con su amor hacia Elizabeth Taylor, con la incertidumbre que le llevará finalmente hasta desear el crimen y no atreverse a cometerlo. Ese plan exigía no sólo llevar al mínimo los pronunciamientos exteriores de Clift, sino recrear íntimamente sus emociones y sus ideas. Y lo que el film tiene de poético y de mágico es ese hilo emocional entre protagonista y espectador, ese vaivén de ansia, soledad, felicidad y duda. Los procedimientos con que Stevens puede insinuar esa vida interior son los de una continua alusión de imagen, sonido y música. Desde las primeras escenas en que Clift aparece junto a la carretera, mirando el gran cartel que anuncia trajes de baño, cada encuadre del film insinúa por su forma mucho más de lo que se dice. Muestra al personaje como un punto perdido en el inmenso despacho del presidente de la fábrica, o silencioso y desorientado en la casa de sus tíos ricos, o comparado en las escenas finales de la prisión con un pájaro que trina levemente desde su jaula. Y lo combina incesantemente con datos sonoros objetivos y subjetivos: Elizabeth Taylor está simbolizada al principio por la bocina de su auto, después por una melodía musical que reaparece como leitmotiv cuando se alude al personaje (pensaba en otra persona). Cuando Clift piensa por primera vez en el crimen, un latido aumentado comienza a jugar en la banda sonora y habrá de reaparecer en otras alusiones al crimen, incluyendo el comienzo de la declaración en el proceso. Toda la operación narrativa del film es una alusión incesante del protagonista a su propio pasado (un niño que ve en una vereda, entonando cánticos religiosos como él lo hacía en su infancia), a su ambición de futuro, a la preocupación con que piensa en una mujer mientras está con la otra. Podría afirmarse aun que todo el film está jugando continuamente dos planos, dos sitios, dos épocas, dos ideas, mediante la superposición de elementos visuales y sonoros contrastantes: las bocinas policiales se escuchan tras un momento sentimental, una radio en el muelle informa sobre el crimen mientras desde el muelle parten un grupo de alegres jóvenes ricos, un beso de Clift-Taylor se superpone a los trágicos momentos finales en la prisión. Una parte fundamental del estilo de Stevens es utilizar continuamente los fundidos de imágenes, a fin de mostrar la relación entre elementos distantes. El recurso está utilizado hasta un grado de abuso, pero ha servido para algunos grandes momentos del film. Uno es la superposición de dos imágenes del cuarto de Elizabeth Taylor (con y sin muebles, para establecer un pase de tiempo entre verano e invierno), agregando simultáneamente las palabras que se pronuncian en el proceso y que pertenecen a la imagen siguiente. Otro momento magistral, digno de antología, es la llamada telefónica de Clift a su madre (Anne Revere), desde la casa rica en que inicia su romance con Elizabeth Taylor. Desde esa llamada la pareja va a bailar y Stevens adelanta intencionadamente la cámara, como marcando el ingreso del protagonista a un nuevo mundo; sobre esa imagen y sobre la música sentimental, Stevens sobrepone una nueva imagen de Revere frente al teléfono, como un recuerdo del mundo anterior. Para obtener esta fluidez narrativa, esta alusión continua y sutil a los varios planos de su drama, Stevens ha debido recomponer su film en el cuarto de montaje, con un tiempo y una dedicación que serían después sus rasgos personales. Al sintetizar la narración en dos horas, le han quedado algunos hilos sueltos (un viejo que detiene en el bosque a Clift, sin bastante motivo) y algunas crisis dramáticas poco convincentes (la truculencia con que termina el alegato del fiscal Raymond Burr). Esos son, sin em-

bargo, los defectos menores de una narración compleja y fluída, continuamente rica de material y de alusión. Decir que Ambiciones que matan es una obra cinematográfica maestra será con seguridad un exceso, pero es en cambio un film tan intenso, tan pulido, tan logrado, que entusiasma a quienes lo han conocido por primera vez y asombrosamente seduce, una y otra vez, a quienes lo han revisado con insistencia a lo largo de diez años. Ha sido uno de los films más frecuentemente elegidos por los críticos entre lo mejor que produjo Hollywood en todas las épocas y ha sido también, afortunadamente, un film querido y recordado por el público. Su reposición actual parece vinculada a un Oscar posterior de Elizabeth Taylor (que está realmente muy bien) pero se trata, como pocas veces ocurre en el cine americano, de un film de director, de un testimonio de George Stevens, en el punto más alto de su carrera3. 1 y 2 de junio 1961.

: Teatro sin gracia

Esta rubia vale un millón

(Bells Are Ringing, EUA-1960) dir. Vincente Minnelli. EL ESCASO ASUNTO de esta comedia seudomusical cuenta las desventuras de Judy Holliday, que como encargada de un servicio de encargues telefónicos (para abonados ausentes y gente cómoda) se mete en la vida de los clientes y se entusiasma con algunos de ellos. En ese plan debe fingir otra identidad para ayudar a un compositor dormilón (Dean Martin) que está demorado en componer su obra, a un dentista que compone canciones (Bernie West) y a un actor que hace parodias (Frank Gorshin). La anécdota termina con el adecuado romance entre la telefonista y el compositor durmiente, mientras por el medio se provocan algunas confusiones y bailes. El asunto está tomado de la comedia musical Bells Are Ringing, que fue un éxito para Judy Holliday en Broadway (noviembre 1956) y aparece trasladado con un reparto casi idéntico, más lujos de color y de pantalla ancha. La versión cinematográfica no muestra la menor imaginación para realizar este traslado de una pieza teatral. Pero decir que aquí no hay inventiva cinematográfica, y que todo está conversado hasta lograr el anticine, sería prorrumpir en injustificados elogios. Con más precisión debe decirse que tampoco hay ninguna inventiva en los diálogos ni en la música de las canciones, ni en el pormenor de la anécdota. Todo es lento y vacío hasta lo indescriptible, con el agravante de que el film está dedicado a la remota proposición de hacer reír. Ese fracaso dura 126 minutos. Judy Holliday tiene cierta eficacia paródica para simular voces en el teléfono y repetir su peculiar ingenua de otros tiempos (Nacida ayer o Born Yesterday, 3 En 2001 H.A.T. publicó un extenso texto sobre la novela de Theodore Dreiser en El País Cultural. Ver Tomo III, pág. 638.


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Cukor-1950). Es el único descargo que debe alegarse a favor del film. Entre los cargos serios figura la total entrega de Vincente Minnelli a hacer comedias musicales sin la menor vivacidad, con el cómodo recurso de poner sus cámaras frente a una representación teatral. El hombre está en la pendiente, como ya lo demostrara con Gigi. Un público muy serio y formal, que no parecía dispuesto a reírse de cualquier cosa (Cine Metro, jueves de noche) recibió con un apreciativo silencio el desperdicio de color y pantalla ancha con que el director y los suyos han vestido la comedia. El silencio respetuoso es una actitud muy razonable. Aunque el film es un caso triste, afligirse sería excesivo. 3 de junio 1961.

: Drama cierto y tenso

Hoyo de lobos

(Vlcí jáma, Checoslovaquia-1957) dir. Jirí Weiss. ES MUY PECULIAR el triángulo dramático de este film checo, dedicado a estudiar caracteres humanos y un conflicto doméstico que crece y estalla. Su elemento principal es una mujer cincuentona, de buena posición económica, una sólida burguesa que ignora su propia mediocridad y que asume una postura dominante y posesiva sobre sus sirvientes y su propio marido, a quien adora y no comprende. El segundo elemento es el marido, un hombre veinte años menor que ella, con mérito propio como alcalde y como veterinario, y que, sin embargo, aparece dominado por su mujer, ridiculizado en público por ella, incapacitado por cobardía o por comodidad de llegar a una rebelión. La situación de esta pareja (Jirina Sejbalová, Miroslav Dolezal) simboliza desgraciadamente a mucho otro matrimonio de este mundo, y así presenta su drama el film, como una agonía sorda que perdura en la pequeña aldea, donde las buenas costumbres, el prestigio del casamiento legal y el ojo atento de las vecinas, que son en definitiva la sociedad constituida, impiden una mayor sinceridad de sentimientos y de conducta. La acción ocurre en 1919, una época deliberadamente marcada por la anécdota y un elemento que refuerza la dificultad de romper los moldes burgueses. Pero la gran habilidad del planteo de la anécdota es que esa situación del matrimonio no aparece descrita previamente, sino que se va revelando de a poco, en la medida en que es comprendida por la muchacha huérfana (Jana Brejchová) que llega como huésped o protegida a ese hogar. Desde la primera escena que presenta su arribo en un ferrocarril hasta el momento en que finalmente ella se aleja, el film recurre continuamente a los ojos (espléndidos) de la muchacha, como un testigo comprensivo y reticente de esa situación, que aparece informada en un almuerzo, en las discusiones del matrimonio y, más sutilmente, en el momento en que la esposa interrumpe una canción del marido (una de sus pocas fugas de la realidad) para sacarle un cabello que no le incomodaba. El cariño puede ser una carga pesada.

El film no se conforma con esa descripción de caracteres, sino que hace evolucionar a los tres personajes desde la situación inicial. A medida que el marido sufre ridículos y afrentas por la conducta mediocre de su mujer, va creciendo su tentación de rebelarse, pero sólo llega a las fugas ocasionales, vagamente pretextadas por sus obligaciones de funcionario público en otras ciudades. Y aunque inicia con la muchacha un discreto romance, no hay en esa relación un verdadero amor, sino un derivado de su penoso matrimonio. Contra las ilusiones que la muchacha llega a formar, termina por comprender que el hombre no se jugará por ella. El triángulo amoroso es así un costado secundario de la trama, un elemento descriptivo más. El amor del marido y la muchacha precipita un conflicto latente, pero no llega a existir un adulterio ni se establece realmente una competencia entre ambas mujeres. Una virtud principal de este drama psicológico es la nitidez con que aparece expuesto, sin recurrir jamás a un abuso de diálogos. En una docena de situaciones, examinadas en un plano naturalista, el film hace progresar la relación de sus personajes. La anécdota crece desde los pequeños detalles significativos (un tono, un gesto) hasta la humillación silenciosa del marido en una reunión pública, y después hasta los ataques histéricos de la mujer cuando se cree abandonada por él. Y en cada una de esas instancias el director Jirí Weiss se apoya no solamente en sus tres notables intérpretes, sino en la invención de imágenes reveladoras: el marido alejándose, callado y solo, de la plaza donde se queman fuegos artificiales, las dos despedidas en la estación de ferrocarril, o el inspirado momento en que la muchacha contempla contra la pared una foto del matrimonio y su propio rostro aparece reflejado en ese cuadro, superponiéndose al rostro de la esposa. En casi toda escena el director demuestra haber planeado su film con una concreción, una justeza, una economía tan inteligente, que el drama aparece siempre vivo en la pantalla, dicho y comentado con los elementos imprescindibles, y a veces elocuentes con pequeños y fugaces detalles: una canción repetida en tres instancias distintas, una mirada intencionada, un dato de vestuario, un insecto que zumba alrededor de una lámpara. El lenguaje cinematográfico tiene una solvencia total. Su única debilidad es saltearse una noción más precisa del tiempo de la acción justamente porque elige los momentos reveladores (intercalados en las reiteradas ausencias del marido, que escapa a otras ciudades) sin explicitar las semanas o meses que distancian a esas escenas. Mucho espectador encontrará en la cincuentona dominante a un símbolo de alguna mujer conocida, esa suerte de mediocre que se cree centro del mundo y que abruma a los otros con su cariño, sin respetar realmente los sentimientos ajenos. Las mismas mediocres, si llegan a ser espectadoras, no se darán cuenta de hasta dónde el film es un documento exacto de caracteres humanos, un cuadro de costumbres que alude a una vasta zona del mundo burgués, en otras épocas y sitios que los de la acción relatada. El film da una noción de la honestidad dramática y la madurez expresiva del cine checo, una industria que merece en realidad públicos mayores. 6 de junio 1961.

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Poesía por fuera

Las noches blancas

(Belye nochi, URSS-1960) dir. Ivan Pyryev. HAY UN RACCONTO DENTRO DE OTRO en esta versión de la novela de Dostoyevsky, quizás como un resultado de que el escritor hizo esta obra en primera persona. Las primeras y las últimas imágenes presentan al anciano soñador (Oleg Strizhenov) encarándose con el público y contando su aventura y su ilusión de hace muchos años con la dulce Nastenka (Ludmila Marchenko). El relato retrocede a cinco noches de conversación en los puentes de San Petersburgo, tras un encuentro casual. Y esas noches se ramifican a su vez en otros relatos derivados. Él explica su propia condición de soñador, lo que lleva al film a reconstruir tres ensoñaciones fantásticas, donde el protagonista lucha a espada con un enemigo, salva a una princesa oriental de dos villanos, o baila con hermosas mujeres en un elegante salón; las tres peripecias abundan en riquezas de vestuario, escenografía, movimiento y color, pero no tienen una palabra de diálogo. A su vez, Nastenka le narra su amor y su espera por otro hombre, que fue inquilino en casa de la abuela, se ha ido y podrá o no volver. El centro del asunto es esta espera de la muchacha, que está apoyada en la reconstrucción de aquel amor anterior. Pero la espera provoca a su vez la ilusión del protagonista, un soñador que se ha enamorado de la muchacha y que lucha ahora con un rival invisible, que podría volver. El tema es de corte romántico, como bien lo supo ver Luchino Visconti en su versión de 1957 (Puente entre dos vidas, con Maria Schell, Marcello Mastroianni) que se apartaba tan marcadamente del estilo habitual del realizador. Y en esta versión rusa, tan prolija de escenografía y vestuario, se reconoce a menudo un mismo clima poético, con los dos protagonistas recortados en su puente, conversando sobre sus respectivas ilusiones, afectos a dejarse llevar por una fantasía irreprimible. Buena parte de ese clima está en a la composición plástica, que esfuma los fondos de las imágenes y parece apartar a sus figuras de la realidad física circundante. Otra parte del clima poético está en la misma índole de los relatos, que lleva a ambos personajes a narrar cosas queridas y deseadas. Pero el director y libretista Ivan Pyryev se queda, sin embargo, muy lejos de hacer un film redondamente poético. En partes principales de la anécdota abusa de la mera conversación, sea en el monólogo del anciano al principio y final, sea en la charla de la pareja sobre el puente. Y en esos diálogos, levantados de Dostoyevsky con toda abundancia, Pyryev desperdicia la oportunidad de dar ilusión y desilusión con la misma elocuencia visual con que un rato antes había sabido describir el carácter del soñador, y transportar sus visiones. El film se desequilibra por esa contradicción de estilo. En un momento el director sabe decir con imágenes la escena de amor que culmina entre Nastenka y el primer hombre, pero al rato se conforma con el diálogo para la otra escena de amor con el segundo hombre. Los diálogos están dichos con encanto natural por la joven actriz Ludmila Marchenko y con un entusiasmo puro por Oleg Strizhenov, un actor que tiene un registro más amplio (El 41, La hija del capitán) y que aquí realiza

una interesante composición. Pero al fondo del múltiple esmero de interpretación, de fotografía, de escenografía y de vestuario se advierte que Pyryev carece de un vuelo mayor, de un empeño para contar con imágenes. La misma limitación se advertía, por otra parte, en su versión de El príncipe idiota de Dostoyevsky, una prolija reconstrucción exterior que sin embargo se quedaba, curiosamente, en teatro filmado. Noches blancas tendrá el beneficio de gustar a mucho público, sea por la tenue historieta sentimental, por la belleza exterior de su plástica, por el notorio encanto de sus intérpretes o por la utilización de su música, donde surgen los nombres de Rossini y Strauss junto a un insistido tema melódico de Rachmaninoff. Como mérito cinematográfico todo ello es adjetivo y hubiera sido preferible encontrar en Pyryev a un artista del cine y no de la reconstrucción. 13 de junio 1961. Títulos citados 41, El (Sorok pervyy, URSS-1956) dir. Grigoriy Chukhray; Hija del capitán, La (Kapintanskaya dochka, URSS1958) dir. Vladimir Kaplunovskiy; Puente entre dos vidas (Le notti bianche, Italia-1957) dir. Luchino Visconti.

: Torpeza en la familia

Tú eres el veneno

(Toi... le venin, Francia-1958) dir. Robert Hossein. ES SUMAMENTE REBUSCADO el problema que preocupa a Robert Hossein en esta intriga. Ha tenido un affaire medio erótico, medio violento, totalmente nocturno, con una rubia que manejaba un gran coche en un sitio desierto. Pero no le ha visto la cara, y ahora tiene que identificar a la rubia entre dos hermanas que habitan en una mansión rica. Una de las hermanas está presuntamente paralítica en un sillón de ruedas (Marina Vlady) y no parece ser la rubia misteriosa. La otra (Odile Versois) tiene actitudes sospechosas durante varios días, a un grado tal que será mejor no casarse con ella, pero no conviene ser demasiado suspicaz y hay que esperar que se produzcan las pruebas. Para obtener su convicción, el personaje de Hossein comparte varios días de techo, comida, más amor y más conversaciones ambiguas con ambas hermanas. Finalmente sabe la verdad, pero no le sirve. Al espectador tampoco le sirve. Todo el plan del film descansa sobre la dudosa base de que con sólo tres personajes se pueda edificar una adecuada intriga, barajando amores, odios y sospechas hasta el caos, contradiciendo en una conversación lo que surgía de otra anterior, y repitiendo salidas nocturnas con la esperanza de que los otros dos personaje no las noten. Una intriga que comienza con cierto interés declina a los pocos minutos hasta estirar la nada, mediante la sistemática repetición de clisés de conversación, con variantes ínfimas. La culpa es de Robert Hossein. Como personaje no da los pasos mínimos que haría quien estuviera interesado en aclarar la intriga que dice preocuparle. Como libretista


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es un monótono que lleva a 82 minutos un asunto que daba para diez. Como director tiene la poca imaginación de enlazar secuencias mediante dos imágenes afines (de un ramo de flores a otro, por ejemplo) y la escasa habilidad de confiar en sí mismo y en sus dos actrices como intérpretes, lo que da un rendimiento de descripción psicológica bastante cercano al cero. Hay que reconocer a Hossein su virtud como jefe de familia. De hecho es el marido de Marina Vlady y el cuñado de Odile Versois, lo que explica esta empresa familiar de hacer una película para tres. Pero pudo haberla dejado en el álbum de la casa, sin afligir a otros. 14 de junio 1961.

: Más vestida que pensada

Desnuda por el mundo

suelos, mientras ella admite el castigo. Pero esa escena es superada de inmediato por la orgía de soledad, alcohol y desesperación que Franciosa hace consigo mismo en un cuarto alquilado y miserable, musitando sus angustias. Esa escena sí que es insuperable como humorismo. Pero está superada al poco rato por el reencuentro, por el amor con perdón y por la felicidad que asoma, un momento de deliciosa cursilería que MacDougall expresa con sobreimpresiones de botellas de champagne y rostros de Gina sonriente. Y esto a su vez está muy superado por la pretensión trágica de la escena final, en que Gina se despeja de maquillajes, se viste de blanco y se prepara para el sacrificio postrero, una culminación inflada de un drama que nunca pareció dramático. Después de eso no hay ya nada mejor, excepto irse. Franciosa y Gina compiten peleadamente para la peor interpretación del año, y sólo les queda el consuelo de que les hayan pagado para hacer este drama del amor que no se compra. Mucho mejor está Ernest Borgnine, que compone su padre rico con cierta fuerza, pero que a ratos se desata hacia la tragedia griega. A todos les hace falta un director.

(Go Naked in the World, EUA-1960) dir. Ranald MacDougall. HACER UNA VERSIÓN realmente graciosa de La dama de las camelias no resultó tan difícil. Es una de las pocas cosas que se pueden comprar con dinero. Hizo falta, como puntapié inicial, que el Código de Producción aflojara sus prohibiciones y permitiera ocuparse de la vida privada de las mujeres públicas, un tema que ya ha llevado a otras Venus con otros visones. El resto es fácil. Para repetir la historia de Margarita, Armando y su padre, sin el debido crédito a Alejandro Dumas (ni tampoco a Jardiel Poncela), alcanzó dar muchos medios de producción, más Gina Lollobrigida, más Anthony Franciosa, más Ernest Borgnine, a un libretista y director llamado Ranald MacDougall, que no tiene el menor sentido de autocrítica y no sabe cuándo sus diálogos suenan a falso. Los escribió con una vocación de cursilería que hasta ahora había sido subestimada, y le gustaron tanto que los filmó durante una hora y media, para detallar el amor entre una mujer pública y un joven rico, la oposición del padre de éste y la serie de descubrimientos, humillaciones, alejamientos, vueltas, persecuciones y sacrificios que se desata con tal motivo. El dinero ha servido para que la anécdota fuera un poco más inverosímil, desde los suntuosos apartamentos en que parece vivir la Gina (muy improbablemente) hasta su cambio de vestido cada dos escenas, llegando al aparatoso final rodado en Acapulco, con frases en español, para decir, elaboradamente, nada. Era más barato prescindir de vestuarios para Gina, una publicidad del título que el film realmente no cumple, ni de lejos. Pero con CinemaScope, con Metrocolor, con lujos de escenografía y vestuario, por impropios e inadecuados que sean, puede hacerse todavía un film decoroso. En cambio, es imposible hacerlo si un libretista que nunca fue muy imaginativo se pone a dirigir lo que no sabe. En un verdadero torneo de la Pifia, aparece una escena insuperable, donde Franciosa se entera del pasado de la mujer que ama y la tira por los

16 de junio 1961.

: Debut de un frívolo

Almohada para tres

(L’eau à la bouche, Francia-1959) dir. Jacques Doniol-Valcroze. ESTE FUE EL PRIMER film de largo metraje dirigido por Jacques Doniol-Valcroze, un francés que llegó a tener cierto prestigio como crítico y que después pretendió ser actor para su amigo Pierre Kast en Le Bel Áge. Con toda claridad, Almohada para tres es un producto claro de la Nouvelle Vague, ese oscuro movimiento que jóvenes franceses con ansias de renovación comenzaron en 1958, pretendiendo que escribir y dirigir films propios, por baratos que sean, es una conducta artística más sana que seguir la corriente de los decadentes mayores, como Carné, Duvivier, Autant-Lara o Delannoy, y lo que consigue Doniol-Valcroze, como lo que consiguió Pierre Kast, es un ejemplo tan claro de la Nouvelle Vague que dentro de unos años se podrá elegir al film como modelo de la frivolidad corriente. Es una historia de amor, que ocurre en un castillo y que combina a tres parejas, hechas y recombinadas en una noche. No significa nada, excepto que el amor es inconstante y que nunca se sabe. Está conversado con toda abundancia, un hecho que difícilmente será renovador del cine. Está levantado en grandes dosis de las Sonrisas de una noche de verano de Bergman (excepto el ingenio) y levantado en una escena de La regla del juego de Jean Renoir, lo que acredita que Doniol-Valcroze ha visto mucho cine.


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Todo el film dista de acreditar en cambio que Doniol-Valcroze sepa hacerlo. Tiene un buen fotógrafo, consigue encuadrar adecuadamente una escena erótica en la penumbra, da vueltas con la cámara alrededor del castillo, y hacia el final persigue a una niña a través de un laberinto de escaleras y corredores, probando que con una cámara y un cuarto de compaginación se pueden hacer muchas cosas. Pero lo que falta en todo el film es alguna inspiración más seria que la de hacer una comedia sobre el amor inconstante. Este es un tema recurrente en la Nouvelle Vague, obliga a meditar si para esto valía la pena pretender la necesidad de renovar el cine, y obliga sobre todo a cuestionar la conveniencia de que tanto joven francés quiera ser director, escritor y creador absoluto de su obra. Un reparto semidesconocido colabora con Doniol-Valcroze en esta obra tan personal, que tiene una canción pegadiza y el aire sombrío de que el amor es un misterio inhallable. Debe señalarse que ninguna escena de la película justifica que haya ninguna almohada para tres personas, pero sobre títulos castellanos no hay nada escrito. 16 de junio 1961. Títulos citados Regla del juego, La (La Règle du jeu, Francia-1939) dir. Jean Renoir; Sonrisas de una noche de verano (Somarnattens leende, Suecia-1955) dir. Ingmar Bergman.

: Buena acción

Un testigo en la ciudad

en su debut de Acorralado (Le Dos au mur, 1958). Con un libreto más coherente y aceptable que el que luego usaría en Vampiros del sexo (Des femmes disparaissent, 1957) el director parece deleitarse en cada armario que se abre, cada movimiento de una mano, cada paso que se da, cada gesto de sus principales personajes. Y aunque esa minucia corre el riesgo de hacer muy lenta a la acción (hay dos o tres minutos perdidos en lo que no importa) por lo general funciona orgánicamente, como un verdadero desarrollo de la situación. Molinaro ha contado con una notable fotografía de Henri Decae, a quien varios realizadores de la Nouvelle Vague deben una buena mitad de su obra, y ha contado además con la flota de radiotaxis, que le dan pretexto para una intensa acción nocturna. A su manejo de elementos el director ha agregado alguna inventiva propia: espejos, sombras, un rostro de lechuza que se intercala junto al fugitivo acorralado en el zoológico, o una hermosa secuencia final en que los taxis acorralan al perseguido y lo deslumbran con los focos, rodeándolo en círculo. El resultado es más firme y más interesante que Acorralado, quizás porque Molinaro no pretende aquí otra finalidad que hacer un film comercial de acción, sin meterse mucho con problemas de la psicología humana. En perspectiva, este Testigo en la ciudad da una noción de que Molinaro tiene técnica e inventiva para el film de acción. Un poco antes había hecho Vampiros del sexo, una sombría matanza que terminaba por parecer una parodia de los géneros policiales más negros, y un poco después haría Amores de verano (Une fille pour l’été, Francia-1960) con pretensiones poéticas muy ajenas a la competencia del director. En el medio, este Testigo es una obra de equilibrio. En datos laterales, como la debilidad del romance que se intercala en este mismo film, se nota que lo que sabe hacer Molinaro es montar una intriga sórdida hasta hacerla culminar. Es estrictamente en ese terreno que merece los elogios.

(Un témoin dans la ville, Francia-1959) dir. Edouard Molinaro. 17 de junio 1961.

HAY UNA LINDA IDEA en esta anécdota policial francesa. Después de cometer un crimen que no dejará rastros, Lino Ventura se da cuenta de que un chofer de taxi (Franco Fabrizi) lo ha visto en un lugar sospechoso y entonces decide eliminarlo, para lo cual lo persigue por toda la ciudad. Durante buena parte de ese procedimiento, Fabrizi no es consciente de su propia importancia y es por tanto una víctima que ignora la persecución. En la parte final, aclarados los términos de la acción, Ventura es perseguido a su vez por toda la flota de radiotaxis, recorre buena parte de París a tremendas velocidades y termina por ser acorralado junto a un zoológico. Como esta anécdota era escasa, los libretistas hicieron una hábil ampliación inicial, detallando con toda abundancia los pormenores del crimen que comete Ventura, un marido celoso que decide eliminar a su rival y se las ingenia para que esa muerte parezca un suicidio. La anécdota no importa mucho, pero prende fácilmente en el espectador. Motivo principal de esa eficacia es el despliegue de virtuosismo y la narración detallada en que insiste el director Edouard Molinaro, de acuerdo al precedente ya mostrado

: Ficción y oportunismo

Eichmann, asesino N.º 1

(Operation Eichmann, EUA-1961) dir. R.G. Springsteen. ESTE FILM NO ES ni pretende ser un documental sobre un personaje histórico de fama reciente. Es lo que los americanos llaman un quickie, una película escrita y rodada de apuro, para aprovechar con oportunismo la actualidad del proceso Eichmann, comenzado en abril 12. En plan y realización todo está al estricto nivel clase B, que ha sido el habitual para el sello Allied Artists, para el director R. G. Springsteen y para su casi desconocido elenco. Con un material básicamente cierto, lo que hace el libreto es reconstruir en varias escenas la carrera de Eichmann, a quien se ve casi continuamente. Aparece dando órdenes para aniquilar judíos en campos de concen-


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tración, desesperándose para fugar ante la derrota alemana, corriendo por Madrid, el Medio Oriente y Argentina, hasta que es finalmente atrapado por los emisarios de Israel. En buena parte de este asunto, que abarca casi veinte años de acción, era inevitable que el film inventara pormenores, porque sólo con una formidable documentación histórica podía reconstruir pasos de Eichmann que no han sido de dominio público, como el detalle de su captura. Pero aun reconocida la necesidad de inventar, el film sufre del continuo clisé, que le lleva a contar en diálogos las relaciones del protagonista con otros jerarcas nazis, con su amante, con los amigos que le ayudan a escapar y finalmente con otros alemanes que quieren librarse de su incómoda presencia. Cada una de esas escenas adolece de ser demasiado explícita, sin el sobreentendido ni la sugestión que eran imprescindibles para construir algo dramático. Todo está dicho para el espectador, gritado de varias maneras y ocasionalmente risible cuando pone a la amante del personaje (Ruta Lee) en trance de codiciar joyas o de olvidar sus penas en alcohol. En las instancias finales de Buenos Aires el nivel es ya el del más ordinario film policial, con fugitivos y perseguidores, todos ellos empeñados en el monólogo inexplicable. Incidentalmente, los productores del film parecen creer que el aeropuerto de Ezeiza está a un paso del centro, que sus trámites de pasajes y aduana son simplísimos, y que los puestos de venta de diarios están señalados por el rótulo “Periódicos”. Deberían viajar. El papel de Eichmann está a cargo de Werner Klemperer, hijo de un famoso director de orquesta y tiene cierto vigor de composición, a pesar de los excesos y los convencionalismos que provoca el libreto. En los 92 minutos de duración se intercalan tres de noticiarios, para documentar cadáveres del campo de concentración, y se dan algunas explicaciones sobre la estrategia nazi, aclarando que matar judíos por millares era una forma de ahorrar colosalmente en su manutención, y que incinerar los muertos era además una forma de disipar los rastros de tales crímenes. Esas constancias son correctas y horribles. Las otras escenas no son correctas. 20 de junio 1961.

: Documento fascinante

Mein Kampf

(Den blodiga tiden, Suecia-1960) dir. Erwin Leiser. ESTA ES LA MÁS FORMIDABLE recopilación cinematográfica de un período histórico esencial, que abarca desde la guerra de 1914 hasta la capitulación de Alemania en 1945, y lleva la imagen, estrictamente, de unas ruinas a otras. El film utiliza con toda intención el título de Mein Kampf (Mi lucha), el libro que Hitler dictó en su prisión, hacia 1923, y que habría de constituir un programa de acción para el nazismo y para la peor catástrofe de la historia. Pero desde luego, el

film no se contenta con ser una biografía de Hitler, sino que registra hechos políticos y bélicos con la abundancia y la densidad que requiere una crisis mundial. Su primera ventaja sobre títulos similares es la riqueza de las fuentes cinematográficas utilizadas. Aunque parte del film ha sido ya visto en otras recopilaciones (como Los asesinos de Nuremberg) y aunque hoy no pueden llamarse novedosas las imágenes de campos de concentración, parte del material de Mein Kampf es en cierto sentido inédito. Todo lo previo a 1933, cuando el nazismo era todavía un movimiento naciente y hasta clandestino, aparece registrado en la imagen, presumiblemente tomada de noticiarios alemanes de la época, con el pormenor del ajetreo político que llevó a Hitler a la colaboración con los gobiernos previos y después a encimarse muy legalmente en el poder. Esta búsqueda en las mejores fuentes llega al uso de fotografías fijas y de recortes de diarios, para documentar los antecedentes personales de Hitler. Y la riqueza se extiende después a hechos naturalmente secretos, como los procesos posteriores al motín contra Hitler del 20 de julio de 1944, cuando un grupo de militares consiguió colocar una bomba en una reunión del Estado Mayor. La riqueza deriva en que el film sea además un espectáculo orgánico y claro, en el que los sucesos de treinta años se suceden naturalmente. Casi no hay alegato en la banda sonora, que se limita a ubicar cada imagen en su contexto histórico y se abstiene de sacar conclusiones. La acumulación es tremenda, y si hay un alegato en el film está dado, irónicamente, por la aprobación popular al nazismo, un hecho que enjuicia en verdad a toda Alemania y no sólo a la capa superior de sus políticos. Cuando el terror se convierte en ley, como señala el locutor, el crimen cometido por unos pocos individuos se extiende a ser la responsabilidad de una nación. Y hacia el final, cuando uno tras otro los procesados de Nuremberg declaran no ser culpables, la pregunta inevitable es la de saber quién es entonces el culpable de los millones de judíos muertos en Europa y de los otros millones de soldados cuya vida se perdió en la peor guerra de la historia. Sobre la riqueza, el buen orden y la nitidez, Mein Kampf tiene todavía virtudes de construcción cinematográfica, un hecho particularmente destacable porque todo su material es la recopilación pero no la creación de su director y libretista Erwin Leiser, un emigrado alemán que trabajó desde Suecia con kilómetros de películas ajenas. Es ponderable la habilidad con que Leiser y su productor obtuvieron por ejemplo las tomas del Ghetto de Varsovia, donde millones de judíos fueron extinguidos entre el hambre y la más radical pobreza. Son muy crueles esas imágenes, realizadas en su momento por “gente de Goebbels” y no distribuidas en Alemania para evitar que el público sintiera piedad por las víctimas del nazismo. Pero Leiser aumenta su patetismo cuando les intercala un niño miserable que baila en la calle, pese a todo, o cuando al fondo se escucha un cántico judío, una delicada alusión que da el toque emotivo sobre el criterio documental. Esta combinación de imagen y sonido, que tiene otro notable ejemplo en el discurso optimista de Goebbels, escuchado sobre las imágenes de la evacuación de una Alemania ya derrotada es claramente una obra del realizador, un síntoma de creación en medio del poderoso archivo. El mundo ha conocido los resultados de los campos de concentración y hoy las imágenes de seres consumidos, o de cadáveres en la fosa común, son un horror que ya está en la memoria de muchos. El mérito adicional de Mein Kampf es que no presenta una descripción de resultados, sino una crónica viva de los hechos que llevaron


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hasta ellos. Más que un documental, el film es una lección fascinante, un llamado de atención sobre las últimas consecuencias de revoluciones, discursos, dictadores. La copia que se exhibe en el Radio City tiene dos inconvenientes. Dura 15 minutos menos que la versión original, que es documentadamente de 118; alguien creyó que el film sería excesivo y le aligeró un pedazo, sin adivinar que el público lo sigue con una atención constante y silenciosa. El segundo problema es que está proyectado en pantalla panorámica, lo que agranda la imagen pero le rebana una franja superior y otra inferior, debido a que todo el material documental había sido rodado en las proporciones de lo que entonces se llamaba pantalla común. El resultado es que varias veces aparece Hitler hablando en reuniones y sólo se le ve desde el mentón para abajo. Este error de la exhibición local es una mala costumbre muy difundida. 21 de junio 1961.

: Film ambicioso con mensaje

Espartaco

(Spartacus, EUA-1960) dir. Stanley Kubrick. ES EL FILM MÁS COSTOSO en la corta carrera de su director Stanley Kubrick y uno de los más caros que se hayan hecho en Hollywood. A un reparto de estrellas, el Technicolor, un sistema fotográfico poco usado y el uso de vestuario y escenografías de particular ambición, Espartaco suma una aspiración de orden espiritual, que es reconstruir una histórica batalla por la libertad. La rebelión de esclavos romanos, que capitaneó Espartaco hacia el año 73 a. C., ha hecho correr casi tanta tinta como sangre. Ahora es pretexto de una vasta reconstrucción cinematográfica que se basa en la novela de Howard Fast, con libreto de Dalton Trumbo. La figura del gladiador tracio ha permanecido en la oscuridad de la historia para adquirir vastas proporciones legendarias. Como la historia la escribieron enemigos de Espartaco, no es fácil saber cómo fue realmente aquel hombre sin duda extraordinario. Crónicas más o menos fidedignas lo presentan como un tracio que era esclavo de Capua. Su amo, un tal Lentulo, se dedicaba a preparar gladiadores que eran utilizados en el circo romano. Por aquella época (un siglo antes de Cristo) los combates de gladiadores eran uno de los entrenamientos más populares. Originados en la vieja costumbre de inmolar a los vencidos, el rito llega a Roma por influencia de Etruria. En vez de sacrificar a los vencidos se les hizo combatir entre ellos o con fieras. Luego, el espectáculo se hizo popular y llegó a industrializarse. El amo de Espartaco tenía una escuela de gladiadores donde se les educaba en las artes de la lucha. Los nobles romanos solían contratar gladiadores para sus fiestas particulares. Un día del año 73, los gladiadores que pertenecían a la escuela de Lentulo se sublevaron, vencieron a los guardias que los custodiaban como a fieras y al

mando de Espartaco huyeron de Capua. Sólo 78 se atrevieron a hacerlo. Un golpe de suerte les permitió apoderarse pronto de un carro de armas, destinadas a los gladiadores; el talento militar de Espartaco hizo lo demás. Se internaron en las tupidas vegetaciones que cubrían las laderas del Vesubio y desde allí no dieron cuartel a los soldados que venían a dominarlos. Uno tras otro, cinco ejércitos fueron destrozados hasta que el Senado tuvo que llamar a Craso que organizó una campaña militar a gran escala. COSAS QUE HABLAN. La fuerza de los gladiadores radicaba más en las condiciones sociales y económicas de Roma que en su propia audacia o destreza para el combate. Todo el vasto mundo romano estaba edificado sobre el trabajo de los esclavos. Las guerras de conquista aumentaban día a día el número de éstos en los mercados de Roma. De una sola vez Escipión Emiliano vendió 35.000 cartagineses. Después de una victoria sobre los sardos, la expresión sardos en venta vino a equivaler según un historiador a mercadería sin ningún valor. Se llegaron a pagar cantidades ínfimas por un esclavo. Los ricos solían tener centenas, hasta millares. El Estado los usaba como funcionarios subalternos. Eran artistas y hasta pedagogos. Para la legislación romana el esclavo no era un ser humano: era una cosa, un instrumento que podía hablar y que no tenía derechos. El trato que se infligía a los esclavos liberaba todo el sadismo de la gran nación. El suplicio de la cruz era el más llamativo de todos, pero diariamente los esclavos sometidos al látigo, a las cadenas, a la explotación de canteras y de minas, a la prisión. En las comedias de Plauto son insultados como animales; en las sátiras de Juvenal se ve a nobles señoras romanas rivalizando en crueldad con sus maridos. Espartaco supo aprovechar esas masas resentidas y brutalizadas. Pronto su pequeño ejército se convirtió en un pueblo en movimiento, que robaba y saqueaba, que se cobraba viejas deudas, y que sacudió los cimientos de la Roma republicana, llevando el terror al corazón mismo del Estado. El movimiento, como suele suceder, superó a su creador. El plan era (según parece) llevar a los rebeldes hacia los Alpes para que pudieran dispersarse en dirección a sus patrias respectivas. Pero los esclavos prefirieron seguir asolando Roma. Al cabo, el ejército de Craso (después de varias derrotas) consiguió vencerlos. El jefe murió en el combate, mientras trataba desesperadamente de llegar hasta donde se encontraba Craso. Los sobrevivientes fueron vueltos a esclavizar. Seis mil de ellos fueron colgados en cruces que decoraron monstruosamente la vía que conduce a Capua hasta que en los maderos no quedaron sino los restos despreciados por las aves. Era el año 71. HISTORIA CON MENSAJE. Historiadores de derecha suelen presentar a Espartaco como un desesperado, una de esas figuras que se alzan de la nada, agitan el mundo con su furor y vuelven a sumergirse en el abismo, dejando sólo un rastro de crímenes. Para la izquierda, Espartaco es símbolo del indomable espíritu de libertad. Así lo vio Arthur Koestler en su novela The Gladiators (1939); así lo presenta Howard Fast en su Spartacus (1951). El libro fue escrito por Fast en la época en que todavía era comunista, pero desde 1956 Fast ha abandonado el partido. La represión soviética de Hungría lo convenció de la profunda incompatibilidad de sus ideales con los de Moscú.


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Pero su Spartacus es un vibrante alegato contra la esclavitud del hombre, no sólo en la Roma republicana, sino en todos los tiempos. Estaban frescas las persecuciones del maccarthismo cuando Fast fue a extraer de viejos libros esta historia. Su retrato de Espartaco no pretende una verdad literal. No vacila en inventarle una historia amorosa (con una esclava germana) ni un pasado en una mina. Su composición tiene todos los atributos de la fábula. En su libro, Espartaco es el héroe prototípico, incapaz de cometer la menor maldad, inspirando con su esfuerzo y su idealismo a todos sus acompañantes. No se hace referencia ni a saqueos ni depredaciones. Hasta la única violación mencionada en el libro está a cargo de los soldados romanos. Fast no se limita a presentar la epopeya de los esclavos; también traza un retrato cabal de esa Roma republicana que estaba perdiendo la austeridad de sus orígenes y entraba en la molicie y decadencia. Todos los enemigos de Espartaco (desde el supuesto Batiatus, que sustituye en la novela al Lentulo histórico, hasta el degenerado Craso) son todos presentados como seres moralmente inferiores. Un mundo tan en blanco y negro sólo puede perjudicar el mérito literario de la novela. Como caracterización de personajes, Spartacus no se levanta del nivel más corriente de un best seller típico. Los personajes de Lo que el viento se llevó parecen creación de Henry James al lado de éstos. Pero si su caracterización es sumaria, el ímpetu narrativo es fuerte. El novelista tiene brío y sabe armar (con todos los clisés del caso) situación tras situación que mantienen fuerte el interés. Usa, además, una técnica muy refinada de racconti, que le permite iniciar la historia por el final (con 472 crucificados) e ir reconstruyendo de a poco la peripecia del héroe tracio. Aquí tal vez recibió inspiración de una obra sobre el mismo período escrita antes por Thornton Wilder, Los idus de marzo, aunque ésta sea literariamente muy superior. El mayor mérito del libro es la fuerza con que llama la atención sobre un gran tema, el ímpetu con que recrea la rebelión de los esclavos, la verdadera fe en la libertad y dignidad humanas que subyace la mala retórica novelesca. Estas virtudes parecen haber inspirado también a los realizadores del film. Los cambios con respecto a la novela son varios. Tal vez el más llamativo sea la introducción de dos personajes, Julio César y Antonino, que el libretista realizó con autorización de Howard Fast. Hay otros cambios que sirven para atenuar la descripción, a veces demasiado gráfica, de las costumbres decadentes de los romanos. EL REALIZADOR. Espartaco pareció desde su anuncio inicial un proyecto que contradecía los datos conocidos sobre su director Stanley Kubrick, un joven brillante que figura entre las mejores revelaciones de los últimos años, y cuya vocación de independencia es ya un rasgo admitido. En el contexto de su carrera, era difícil ver cómo un film de época, ambicioso y caro, podía condecirse con quien prefirió hasta ahora la libertad de creación que le aportaba el no sujetarse a las grandes rutinas de Hollywood. Parte de la explicación está en el respaldo de Kirk Douglas, que no sólo es un actor famoso, sino el empresario principal del grupo productor Bryna, capaz de aportar y conseguir los dólares necesarios para hacer un film4. Los registros finales dicen que Espartaco costó doce millones de dólares, utilizó 10.500 extras (incluyendo ocho mil H.A.T. acierta en su explicación, hasta un extremo que ni él mismo imaginaba en 1961. Muchos años después se supo que Espartaco había sido comenzada por Anthony Mann, pero posteriores desacuerdos con Kirk Douglas derivaron en su reemplazo por Kubrick. 4

Películas / 1961 • 177 soldados españoles para las batallas) y fue rodada durante 167 días, o sea el triple de lo que suele demandar un film común. Al prestarse a este plan de términos colosales, que incluye reconstrucción de época, confección de vestuarios y un elenco encabezado por seis estrellas famosas, Kubrick no ha parecido inmutarse por el cambio de temática con respecto a sus propios antecedentes. Las declaraciones del director lo presentan como un hombre ansioso de probar estilos distintos, con un afán de inquietud y de originalidad. Es característico que el plan inmediato a Espartaco haya sido Lolita, seguramente la novela más escandalosa de la actualidad. Kubrick nació en New York el 26 de julio de 1928, hijo de un médico que era también un empeñoso aficionado a la fotografía. Ese hábito resultó hereditario. Mientras era todavía un adolescente, Kubrick desarrolló su inquietud como fotógrafo y tuvo un éxito particular a los 17 años (1945) cuando su foto de un vendedor de diarios fue publicada por la revista Look. Paralelamente con su educación, en la Taft High School, su labor de fotógrafo le llevó a viajar por Estados Unidos y también por el exterior.Tras la fotografía vino la afición por el cine, alimentada por visitas al Museo de Arte Moderno de New York, que tiene una de las mejores cinematecas del mundo. Así Kubrick habría de debutar como realizador en el cortometraje Day of the Fight (1951) que describe los preparativos de un boxeador en un día de pelea. A este film siguió Flying Padre (1951) sobre un auténtico sacerdote de New México que vuela en su avión particular para visitar su extensa parroquia. Los dos cortos fueron distribuidos por RKO. En 1953, y por iniciativa del distribuidor Joseph Burstyn (importador de mucho cine europeo a los Estados Unidos) Kubrick realizó Fear and Desire, su primer largometraje, sobre cuatro soldados perdidos en territorio enemigo. El film habría de ser muy elogiado, pero tuvo escasa difusión. No fue estrenado en Montevideo. La carrera pública de Kubrick comenzó de hecho en 1955, con Marcado para morir (The Killer’s Kiss) melodrama de violencia que era poco creíble de asunto. Como lo supo ver entonces una parte de la crítica, se trataba ante todo de un “film de fotógrafo”, un compendio de experimentaciones sobre sitios neoyorquinos y procedimientos de rodaje. Fue escrito, fotografiado y compaginado por el mismo Kubrick, con un capital que en parte aportó él mismo y con otra financiación adicional por Artistas Unidos. Con la misma empresa y con el productor James B. Harris realizó en seguida Casta de malditos (The Killing), un elaborado relato de una pandilla que decide asaltar un hipódromo, y cuya suma de peripecias individuales era seguida por el libreto con minuciosa atención, hasta el asalto y su posterior resolución. Una influencia de Rififi de Dassin fue inmediatamente denunciada, pero Kubrick ha declarado que hasta el momento no había visto el film francés. Influencias más probadas son las de toda una escuela realista americana y particularmente un film de John Huston, Mientras la ciudad duerme (The Asphalt Jungle, 1950) con el que hay afinidades de tema y de estilo. Dore Schary, que entonces era un importante ejecutivo, llevó a Kubrick a la Metro, sin otro plan determinado que dejarle hacer un tema a elegir. Lo que eligió fue ajeno a la empresa. Encontró una novela de Humphrey Cobb, escrita en 1935, que


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revelaba una injusticia cometida en la guerra de 1914-18 por el ejército francés, al ejecutar a tres soldados como simbólicos responsables de una derrota militar. El plan tenía un marcado sabor antibélico, fue rechazado por la Metro, elaborado en varios borradores de libreto y finalmente aceptado por Kirk Douglas, que accedió a interpretarlo y producirlo. El film resultante fue La patrulla infernal (Paths of Glory, 1957), que no sólo se caracterizaba por un incisivo alegato contra la mentalidad militar, sino también por la fuerza y precisión de su relato, condensado en episodios elocuentes, dicho, fotografiado y compaginado con verdadera sabiduría. Para este rodaje Kubrick se trasladó con su equipo a Alemania, tuvo al eminente fotógrafo Georg Krause como uno de sus colaboradores, dispuso de cinco cámaras simultáneas para algunas escenas, y él mismo fue fotógrafo ocasional. Aunque La patrulla infernal, no fue un gran éxito de público (y se la prohibió en Francia, naturalmente) la aceptación crítica fue unánime. En seguida Kubrick comenzó Espartaco, con el mismo Kirk Douglas como intérprete y co-productor. A sus rasgos de film espectacular, el proyecto agregó otros dos muy particulares. Era un alegato indirecto por la libertad, basado en un incidente histórico que ya tenía veinte siglos. Y sería además el primer film moderno en que recibiría crédito como libretista el escritor Dalton Trumbo, que en 1947 fue uno de los Famosos Diez expulsados de Hollywood por el maccarthismo y que en los años siguientes escribió con seudónimo más films de los que se pueden identificar. El crédito a Trumbo resultó ser un desafío triunfante a algunas limitaciones políticas del cine americano. Es presumible que el productor Kirk Douglas encontrara una profunda contradicción entre hacer un film contra el esclavismo y al mismo tiempo dejar en posición subordinada y anónima a quien escribía el libreto. Decidió reconocer públicamente la adaptación de Trumbo, quien de inmediato habría de figurar también en el libreto de Exodus, otro ambicioso plan de otro independiente que se llama Otto Preminger. LA OPINIÓN AJENA. Las superproducciones espectaculares son una necesidad económica para el cine americano y hay varios motivos industriales para fomentar su producción y distribución. Una vigilancia de su calidad ha mezclado esa tendencia con directores de reputación, como ha ocurrido con William Wyler en Ben-Hur (1959) y ahora con Kubrick en Espartaco. En uno y otro caso, el resultado ha dividido a la crítica. Es excepcional el pronunciamiento crítico de Time, que en una nota de uniforme elogio celebra a Espartaco como una nueva clase de film americano, un superespectáculo que tiene vitalidad espiritual y fuerza moral. Otros cronistas separan elogios de censuras. Encuentran desparejo el resultado, que en 196 minutos acumula violentas escenas de acción (particularmente en el entrenamiento de esclavos al principio y en una batalla posterior) con momentos sentimentales y crisis morales. Los elogios suelen concentrarse en la dirección de Kubrick, especialmente por la acción física, y en la actuación de Laurence Olivier, Charles Laughton y Peter Ustinov. Ha sido menos aprobado el Espartaco de Kirk Douglas y ha merecido alguna objeción la tendencia del libreto por llevar a términos sentimentales y discursivos algunas escenas de intención espiritual. El conjunto de la crítica establece sin embargo que las limitaciones son un resultado natural de la enorme ambición del film, reconocido como una producción mayor y como uno de los superespectáculos más respetables que se hayan producido en el género.

El rodaje de Espartaco se hizo parcialmente en España, con fotografía en Technicolor y en el llamado Super-Technirama, un sistema que utiliza película de 70 milímetros, o sea de doble ancho. Para la proyección en Montevideo el cine California ha sido especialmente equipado con máquinas de ese pase y con canales adicionales para la emisión del sonido5. COLOSAL Y DISCUTIBLE. El agotamiento físico es una sensación inevitable cuando se terminan de ver las tres horas y 16 minutos de Espartaco, un espectáculo muy variado que incluye tremendas escenas de acción, montañas llenas de gente, sutiles intrigas romanas, varios momentos de amor. El propósito era tan noble como cantar a la libertad, mediante la crónica semihistórica de la rebelión de 90.000 esclavos que Espartaco encabezó setenta años antes de Cristo, amenazando la estabilidad del imperio romano. Atrás del propósito vienen los inconvenientes. El tema pedía un estilo épico y necesitaba miles de extras, grandes escenarios, costosos vestuarios. Esto a su vez hace convenientes al Technicolor y a la pantalla ancha. Y el costo resultante lleva a hacer un film tan caro que no se podría defender por sí solo en la boletería, donde la épica pura (estilo Potemkin de Eisenstein) puede ser resistida por demasiado público. La solución es poner una historia de amor y poner estrellas, lo que llevó al productor Kirk Douglas a compartir la cartelera con Laurence Olivier, Jean Simmons, Charles Laughton y Peter Ustinov, agregando a un actor popular como Tony Curtis en un papel menor. Y a su vez las estrellas obligan a que el libreto incluya personajes adecuados, sean o no representativos de las fuerzas que se movían en una crisis histórica. Para Kirk Douglas como productor, para Stanley Kubrick como director, la alternativa de Espartaco era bastante grave. O hacían un film de grandeza épica y de pureza histórica, con lo cual arriesgaban perder millones de dólares, o enturbiaban ese plan con más intrigas romanas de las necesarias y con más escenas de amor de las verosímiles, con lo cual falseaban el tema. Resolvieron, ambiciosamente, cumplir con las dos cosas, poniendo tanta atención y tanto gasto en los grandes movimientos de masas y en las sangrientas peleas como en el ajetreo político del Senado romano y en la peripecia individual, poco famosa, del senador Craso y sus amantes (ambos sexos) o de la esclava Varinia que amaba a Espartaco y que le dio un hijo heredero de la peleada libertad. El resultado de esa doble atención se llama 196 minutos más un intervalo. Es agotador, es a menudo grandioso y es más impresionante por su ruido, real y metafórico, que por la trasmisión emotiva de los ideales de libertad, un concepto antiesclavista muy fundado y compartible, aunque recién 19 siglos después se firmaron las leyes abolicionistas. CONCESIONES COMERCIALES. Conseguir más ruido que emoción, es un vicio propio de los superespectáculos cinematográficos, y hay que tener cierta tolerancia con Douglas y Kubrick, sumergidos en un dilema irremediable. Debe decirse a su favor que han obtenido un drama muy legítimo en buena parte de las peripecias individuales, no sólo porque Laurence Olivier aporte un retrato lleno de autoridad a su militar y senador Craso, sino porque esa contrafigura era anecdóticamente necesaria frente al esclavo Espartaco y porque era históricamente representativa 5

Escrita en colaboración con Emir Rodríguez Monegal.


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de la civilización contra la que se levantaron los rebeldes. Pero la ambigüedad del plan ha afectado otras zonas del film: 1) La rebelión de los esclavos no parece surgir tanto de su cruel opresión por los romanos como de la villanía personal del carcelero Marcellus y sobre todo de la venta de la esclava Varinia, un alejamiento sentimental que enfurece a Espartaco y hace derramar sangre y fuego. Al terminar el despilfarro de matanzas y destrozos, un humorista señaló en sala Eso les va a enseñar a vender Varinias… 2) Por hacer importantes a algunas figuras individuales, para darles un papel a defender, el film pierde un tiempo colosal en diálogos laterales de prohombres romanos: aquí Olivier con John Dall, después Charles Laughton con John Gavin, después Peter Ustinov en un vaivén de conversaciones con Laughton y Olivier, sin contar las dos turbias negociaciones de Espartaco con un comerciante árabe (Herbert Lom). Buena parte de todo ello requería otra economía narrativa. Es fácil advertir que los realizadores quisieron integrar una coherente descripción del pensamiento y el interés de los romanos y que hasta quisieron apuntar, en un brevísimo diálogo final, la amenaza de que el todavía joven Julio César llegara a ser dictador. Pero fueron sobrepasados por la ficción de esas figuras, creadas por el novelista Howard Fast y por el libretista Dalton Trumbo más allá de la documentación histórica. Los patricios romanos quedan convertidos en intrigantes de folletín, que saben decir nobles palabras pero hablan con exceso. 3) El amor entre Espartaco y Varinia (Douglas, Jean Simmons) está planteado, desarrollado y resuelto sin grandeza, al nivel de un drama doméstico hecho por Hollywood en el siglo veinte. Esto hace descender la temperatura épica, acerca al ridículo alguno de sus interludios sobre el césped y sobre todo deforma el tema esencial de la libertad. En las instancias finales, hay seis mil esclavos crucificados en los bordes de la carretera que llega a Roma, pero el film cree más importante el drama de si Varinia seguirá fiel a Espartaco o se entregará como amante al militar rival. Esto ya es distraerse. 4) Al centro del complicado plan, el film tiene una debilidad mayor. Quiere cantar a la libertad y pronunciarse idealmente contra la esclavitud, pero cuenta con un solo incidente de rebelión para narrar. Lo prolonga en estrategias militares, lo decora con intrigas romanas paralelas, pero no le hace rendir un mensaje espiritual superior. Hay en ello, paradojalmente, una pobreza imaginativa en medio de la abundancia. Todo lo que el film sabe mostrar es una versión de los esclavos como nuevos héroes, debidamente enterizos, nobles, disciplinados bajo su líder, dispuestos a morir. Pero eso es embellecerlos y es olvidar las depredaciones, las muertes, las injusticias. Hacer de Espartaco un héroe firme como una piedra (incluyendo estilo interpretativo de Kirk Douglas) es no animarse a razonar su conducta como seguramente fue en la realidad: como una explicable venganza. Esto quita convicción a la causa que el film invoca. LO ESPARTACULAR. Las concesiones comerciales deben haber sido admitidas por Douglas y Kubrick como la única forma de sacar adelante un film que por varios conceptos es tremendo. Llegaron a doce millones de dólares en el presupuesto, debieron defenderlos colocando cosas que gustan al público y realmente los hicieron rendir. Escenografías y vestuarios de época aparecen por todo el film, a veces por pocos segundos, como si los productores no conocieran la economía. La reconstrucción del peregrinaje de los esclavos hasta el sur de Italia, o algunas escenas de batalla, están

hechas con miles de extras que parecen realmente pelear y morir.Y para manejar tales inmensos materiales, Kubrick ha mostrado las virtudes plásticas y dinámicas requeridas, no sólo para encuadrar alguna estupenda imagen de masas en los montes y en las nieves, sino para mover continuamente la acción: con lo que se juega delante de la cámara, con el desplazamiento de la cámara misma, con la compaginación certera de una imagen a otra. Algunas secuencias como la del entrenamiento de gladiadores, o el estallido de la rebelión, son verdaderos prodigios de narración cinematográfica. Y en algunos momentos Kubrick lleva esa narración a la sutileza de mostrar una pelea por los rostros de los otros dos gladiadores (Douglas y Woody Strode) que esperan su turno, o a la otra sutileza de equiparar los preparativos del ejército esclavo y del ejército romano, antes de la batalla, mediante la alternancia de las arengas de sus generales: la última frase de Espartaco dice allí Marcharemos esta noche y la imagen inmediata es en cambio el ejército romano que se pone en movimiento. Kubrick ha tenido en la mano más recursos de los que nunca se pusieron en manos de un realizador cinematográfico a los treinta años de edad, desde las multitudes a la posibilidad de hacer virtuosismos fotográficos en color y en el Super-Technirama 70, un sistema que tiene las ventajas del CinemaScope y además la de aportar una notable profundidad de campo. Parte de lo que Kubrick ha conseguido con esos recursos es un espectáculo tremendo, especialmente notable en lo que sea acción y cine de masas. Pero el mismo Kubrick debe saber hasta dónde es menor su creación artística, hasta dónde debió pagar tributo a las necesidades de una gran operación industrial. Es de esperar que el éxito comercial justifique su cálculo y evite una catástrofe para su promisora carrera, pero también es de esperar que el público sepa valorar a Espartaco, pese a sus muchos millones, como una concesión y no como un gran film. La causa de la libertad es más complicada de lo que el film pretende. Con certeza Kubrick no fue muy libre de hacer lo que habría querido. 20 y 23 de junio 1961.

: Policial rara

La carnada

(Es geschah am hellichten Tag / El cebo, Suiza / España-1958) dir. Ladislao Vajda. ES MUY PECULIAR esta intriga criminal filmada en Suiza. En la primera mitad, una niña rubia ha sido asesinada en un bosque y el inspector policial (Heinz Rühmann) promete a los padres encontrar al criminal, que debe ser un desviado sexual; ese propósito fracasa inicialmente y el inspector llega a abandonar la institución policial. En la segunda mitad, obsesionado aún con esa búsqueda, el hombre ha preparado un anzuelo para atraer al criminal a un segundo crimen. Se instala con una estación de nafta al borde de una carretera, consigue una niña rubia y espera hasta que caiga el criminal, de quien solo


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sabe que es un hombre grande, vestido de negro, que maneja un auto con chapa de determinado cantón de Suiza. Finalmente triunfa. Este asunto fue escrito especial para el cine por el novelista y dramaturgo suizo Friedrich Dürrenmatt, uno de los escritores contemporáneos más estimados por la crítica (Rómulo Magno, La Panne, La visita de la vieja dama). Fue adaptado, realizado e interpretado por un equipo internacional, en el que hay nombres alemanes, españoles, ingleses, franceses y húngaros, en co-producción hispano-suiza. En su nivel de intriga el film tiene cierto interés como anécdota, una buena interpretación de Heinz Rühmann en el papel principal, una buena fotografía, particularmente en exteriores, y algún sondeo psicológico valioso, como las relaciones entre la segunda niña y el presunto criminal (Gert Froebe), un morboso con signos infantilismo, que está dominado por una mujer mandona (Berta Drews) y se desquita dejándose tentar por niñas rubias a las que regala chocolate. Pero el film está lejos de ser satisfactorio. El libreto está excedido de conversación y hasta de monólogos informativos. Hay más vueltas de asunto que las que el plan requería. Y sobre todo, el film no deja la doble sensación de amenaza y curiosidad que haría entrar al espectador en la trama. Promete un Vampiro negro (M, F. Lang1931) y luego se queda en la superficie del tema, con algún brillo momentáneo. Para el espectador local, la insatisfacción se aumenta porque la versión está doblada al castellano, debido a que esta copia debe ser la misma que circula en España. Junto a varias deficiencias técnicas, el film parece a menudo incomprensible, como suele ocurrir con el doblaje, un crimen que en España es costumbre para el cine de toda nacionalidad. Es presumible que en Alemania tengan una copia alemana, y en Inglaterra tuvieron con certeza no sólo una copia en inglés, sino un nuevo rodaje para algunas escenas, con Roger Livesey en el papel de psiquiatra que aquí hace Ewald Balser. La producción cinematográfica internacional es un misterio cada día más complicado. Después de hacer este libreto, Dürrenmatt utilizó de nuevo el tema para su novela La promesa, que es mucho más interesante que el film. Tiene mayor complejidad para algunas situaciones (la entrevista con el psiquiatra, la situación funcional del inspector), y tiene un final sarcástico, casi metafísico, alargando la espera del protagonista hasta la vejez. Con el asunto a su sólo cargo, Dürrenmatt hizo una novela talentosa. Con un equipo cinematográfico y los azares de la co-producción internacional, su nombre está vinculado a un film irregular, a veces entretenido, a veces disperso. 23 de junio 1961.

: BB con director hábil

La verdad

(La Vérité, Francia / Italia-1960) dir. Henri-Georges Clouzot. PARECE MUY DIFÍCIL averiguar la verdad sobre la conducta de Brigitte Bardot en este film, una suerte de Rashomon (Kurosawa-1950) donde los hechos parecen apuntar para cierto lado y después para otro. A primera vista está muy claro, desde la escena inicial, que la mujer mató a varios tiros a su amante (Sami Frey)

y que ahora es juzgada por ese crimen pasional, última etapa de una carrera de promiscuidad, amoralidad y adulterio. Pero todo se complica. Las actuaciones del proceso, febrilmente discutido por juez, varios testigos, un abogado defensor y un abogado acusador, llevan a discutir verbalmente cada paso de Brigitte en los meses previos al crimen y a apuntar una segunda teoría, que la presenta como una víctima del ambiente, de los hombres que la persiguen, de su propia pobreza y de sus propios sentimientos. Y desde luego, la discusión verbal del proceso no es el único material que el director H. G. Clouzot y sus libretistas han utilizado. Cada pocas palabras la acción retrocede a los antecedentes, y con ellos se van configurando las tesis de acusación y de defensa. El plan tiene cierto interés, ante todo por la inquietud de señalar que la conducta humana es compleja y que las simplificaciones conducen a la falsedad. Tiene sin embargo, como casi todo lo de Clouzot, el vicio de ser más inteligente que honesto. Para armar las tesis de culpabilidad e inocencia de Brigitte, el libreto abruma con su vaivén de marcar elementos en contra y elementos a favor, sin la sobriedad clara y recordable del Rashomon original. A ese exceso agrega otro de melodrama, describiendo a Brigitte, en las últimas etapas, como una mujer noble, enamorada y sacrificada, un retrato que contradice lo que hasta ese momento se sabía de ella. El mayor retorcimiento de Clouzot es, sin embargo, el de falsear el procedimiento judicial. Con su habitual sagacidad, se ha puesto a observar e imitar todos los datos de ambiente, las reglas de procedimiento y los juegos dialécticos en que pueden empeñarse dos abogados. Pero como su tema no es la justicia, sino la carrera de Brigitte, el libreto se empeña en trasladar al proceso muchos episodios, frases y hasta tonos que son improcedentes en la discusión legal, y que no han caído en ella por conducto de testimonio alguno. Más de un abogado se resistirá a creer en esos desbordados procedimientos judiciales. Como plan para una ficción, el error de Clouzot es enfocar bajo un criterio realista a cosas que exceden la realidad de un proceso. Con un tema similar, era más hábil el planteo del film checo Un amor así (Taková láska, Weiss-1959), que enjuiciaba bajo puntos de vista contradictorios la conducta de la protagonista, pero no pretendía hacerla caber en los estrechos límites de un proceso legal y se liberaba, hábilmente, de las restricciones de tiempo y de espacio. Clouzot sabe, sin embargo, atrapar el interés de su público. La combinación de gran técnica narrativa, efectismos dramáticos y vocación por el truco (una combinación de la que también vive Hitchcock) mantiene durante más de dos horas la ansiedad por un desenlace. Nadie podrá reprochar a Clouzot el dejarse guiar por prejuicios en su retrato de Brigitte, a la que sabe explotar no sólo en sus extremos de mayor sensualidad, sino también en el desarreglo y la falta de maquillaje de sus escenas en la prisión y en el juicio. Y además de utilizar a la actriz en un personaje más denso, más rico y variado que los que tuvo en su carrera anterior, Clouzot se propone también un retrato de la juventud parisina bohemia,


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donde el sexo, la promiscuidad y los malos modos conviven con el más serio afán de ensayar la pintura, la literatura o la música. El director no se conforma con manejar tales materiales de interés popular. Los acondiciona en un relato ágil, que salta del proceso judicial a sus antecedentes y que enlaza secuencias brevísimas mediante varios procedimientos de compaginación, con cierta preferencia por los diálogos montados sobre tiempos distantes. La narración es siempre vivaz, talentosa. De hecho, la forma es mejor que la sustancia, lo que suele ocurrir con Clouzot y lleva a darle premios por su labor de dirección y censurar los temas artificiosos que maneja. El hombre no se asusta por la moral y sufre una marcada tendencia a tratar el adulterio, la crueldad y la mentira. Lo malo es que todo eso le encanta y así en sus films se puede aprender algo de cine pero no se aprende cómo están hechos el hombre ni el mundo. Lo habitual de Clouzot es que haga despliegue de inteligencia, desde la construcción minuciosa de una escena de larga espera (Sami Frey en la puerta del hotel de Brigitte) a los muchos desvíos verbales del proceso, donde de pronto se entra a discutir la novela Los mandarines de Simone de Beauvoir. El hombre se luce. Brigitte Bardot parece mejor actriz bajo este director. A su lado se destacan Charles Vanel como abogado defensor, Paul Meurisse como abogado acusador, Marie-José Nat como hermana buena y un elenco de jóvenes desconocidos como los promiscuos bohemios parisinos. 27 de junio 1961.

: Excelente realización

El luchador

(The Set-Up, EUA-1948) dir. Robert Wise. LA ACCIÓN DE ESTE FILM de boxeo dura exactamente 72 minutos, marcados en un reloj callejero al principio y al final. Esa es también la duración del film, que se ajusta con todo realismo a un pequeño episodio de la vida boxística, concentrado legítimamente en poco más de una hora. La situación es la del boxeador ya decaído (Robert Ryan), que sigue peleando en ciudades de provincia y en posiciones secundarias del programa. Ya nadie confía en sus posibilidades deportivas, y es explicable que contra él apuesten hasta sus propios segundos, y que su mánager haya vendido la pelea a su rival, en uno de los tantos arreglos del ramo. Pero el protagonista no se entrega. Empieza por ignorar semejante negocio sobre su derrota, y cuando llega a saberlo, en medio de la misma pelea, se niega a dejarse vencer. El orgullo le impulsa a conseguir su primera victoria en años, y por esa victoria recibirá después el castigo de los promotores y negociantes a los que perjudicó. No hay otro asunto en el film.

Este sobrio relato está marcado con gran equilibrio y unidad. Está ante todo enriquecido por algunos datos dramáticos laterales, particularmente por el retrato de la mujer del protagonista (Audrey Totter), que hubiera preferido no saber nada más sobre boxeo, y que ahora se niega a ser espectadora de otra derrota. En viñetas adicionales, todas ellas muy firmes, el film describe los otros personajes que juegan en la situación: el mánager ya escéptico de su propio cliente (George Tobias), el impetuoso boxeador rival (Hal Sieberling), el pequeño caudillo de los negociados (Alan Baxter), un boxeador negro que cumple otra de las peleas del programa (James Edwards). Y junto a ellos hay todavía una legión de espectadores, todos ellos representativos de las varias modalidades del público boxístico: un gordo que come sin pausa, una mujer sádica que quiere ver más castigos, un joven nervioso que repite en su butaca toda la mímica de la pelea, un ansioso que no se conforma con ver el ring, sino que además escucha la trasmisión con una radio portátil, y muchos otros personajes más. La particular virtud del film es dominar ese amplio mosaico sin dejarse desbordar por el pintoresquismo. Todo está controlado y en su sitio, con un estilo realista y claro, que no pierde de vista el progreso de la acción. La descripción física va creciendo desde las conversaciones informales del vestuario hasta los doce minutos reales de la pelea, ágil y violentamente presentada por cámara y compaginación. Y junto a lo físico crece también la recuperación moral del protagonista, no sólo con la sentida interpretación de Robert Ryan, en una de sus mejores labores, sino con la anotación de su carácter (en pocas y justas líneas de diálogo) o con la recurrente imagen de la butaca vacía en que debió sentarse su esposa. Un rasgo de estilo, muy deliberado, es que el film se abstenga de agregar ninguna partitura musical y la sustituya con toda clase de ruidos ambientales o con música popular escuchada desde radios cercanas. El propósito es un tranquilo realismo sin otros énfasis que los que surjan de la anécdota. El luchador fue en 1948 uno de los títulos ilustrativos de una escuela realista de posguerra, una exploración social y moderna que en el tema de boxeo se integró también con Carne y espíritu (Body and Soul, de Robert Aldrich6, con John Garfield) y El triunfador (Champion, de Kramer y Robson, con Kirk Douglas). Como cine social tiene menos intención de denuncia que esos similares y se limita a un caso particular y reducido de corrupción. Es, sin embargo, un film más entero y firme, una perfecta adecuación de tema y manera narrativa, un título memorable (y uno de los primeros) en la carrera del director Robert Wise, que sobre diversas irregularidades habría de obtener después su mejor obra en la misma escuela del realismo. Resulta particularmente satisfactorio que un film tan elogiado hace algunos años mantenga hoy en la revisión aquellos brillos. 29 de junio 1961.

: He aquí uno de los escasos traspiés informativos de H.A.T.: Carne y espíritu no fue dirigida por Robert Aldrich sino por Robert Rossen.

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Obra de un maestro

Vivir

(Ikiru, Japón-1952) dir. Akira Kurosawa. EL TEMA DE VIVIR es una reflexión profunda y amarga sobre la finalidad de la vida, y debe atribuirse a esa amargura (superior aun a la que en la misma época impartía Umberto D.) que el film haya sido considerado de difícil comercialización. Su estreno local se produce nueve años después de la producción, tras un León de Plata en el Festival de Berlín (1954) y la aclamación de la crítica en Europa y Estados Unidos durante 195960. Y aun en estas circunstancias, la duración original de 143 minutos ha sufrido cortes de hasta media hora, un procedimiento que los distribuidores cinematográficos suelen creer muy fundamentado pero sobre el que no abundan las explicaciones. La anécdota de Vivir está centrada en un anciano empleado municipal, desde el momento en que se entera de que morirá de cáncer y que sólo le restan semanas o meses de vida. Tras un fracasado empeño en divertirse con mujeres y con alcohol, descubre que debe aprovechar ese tiempo en hacer algo útil para sus semejantes. Entonces se dedica a construir un parque municipal que había sido solicitado por un grupo de vecinos, y muere tras cumplir esa buena obra. Pero ese relato ocupa sólo la primera mitad del film. En la segunda, comenzada en el velatorio del protagonista, la conversación gira sobre su carácter y sobre la misteriosa conducta de esos últimos meses. Esto lleva a la reconstrucción entrecortada de esos últimos episodios y allí establece que la buena obra fue cumplida por el protagonista y no por sus burócratas compañeros de trabajo, aunque algunos de éstos pretendan tal mérito. Pero establece también, más sutilmente, que tal convicción del espectador no será compartida por esos compañeros de oficina: el mundo no sabe apreciar a sus benefactores. Al fondo de la anécdota surge así una reflexión filosófica sobre la vida, el hombre y la sociedad. Es una reflexión amarga, pero no se conforma con la sola amargura. En las palabras del cronista de Time, el film postula que vivir es amar: el resto es cáncer. Y, de hecho, hay una nota positiva final que no está ya en el film, sino en la inevitable sensación del espectador: la necesidad de vivir para algo, la necesidad de no dejarse vivir ni dejarse llevar por la muerte. Kurosawa es un dramaturgo preocupado del ser humano y de la sociedad que le rodea, a la manera de Fellini, de Antonioni o de Ingmar Bergman. De esa preocupación que cabe llamar “humanista”, y que revela un sólido conocimiento de psicologías, hay un ejemplar testimonio en Rashomon (1950), cuatro testimonios contradictorios sobre un drama pasional terminado en muerte. Pero Rashomon era una anécdota intemporal, una suerte de símbolo sobre las dificultades de llegar a la verdad. Más preciso en sus límites de tiempo y espacio, Vivir configura un testimonio sarcástico, triste y sin embargo esperanzado sobre el contraste entre el ser humano y la sociedad que él mismo forma. Y configura también, pese a su tema, un relato de brillo narrativo muy especial, donde otra

vez el orden cronológico se altera y se recompone como lo exige la investigación en el azar de la vida. Ver el resto de la producción de Kurosawa y El ángel ebrio (Yoidore tenshi, 1948) en particular –en Estados unidos se dio en diciembre 1959 - es una aspiración de críticos locales. Está contrariada por el poco interés de los exhibidores y por la nula acción de los representantes diplomáticos japoneses. En las circunstancias, un mejor conocimiento de Kurosawa depende de que el público sepa apreciar Vivir, que es un film fundamental. 7 de julio 1961.

: John Ford en 1935

El delator

(The Informer, EUA-1935) dir. John Ford. CUANDO SE EXAMINA este film de 1935 con la perspectiva que dan los años, El delator muestra claramente algunas debilidades en las que no incurre normalmente el cine de hoy. Su ambiente es la Irlanda de 1922, donde la dominación inglesa choca con un movimiento clandestino de rebelión, pero en el film ese ambiente aparece reducido a sus líneas esenciales, sin un verdadero clima colectivo, sin otros datos que los necesarios a la narración de un problema individual. Y este drama individual, que está dado por un hombre bruto y simplón que delata y de hecho asesina a su mejor amigo, también aparece reducido en su línea psicológica, hasta el grado en que parecen grandilocuentes las instancias finales: el arrepentimiento del moribundo, el perdón dado por la madre del muerto, la caída de este nuevo Judas frente a la efigie de Jesucristo. Simplificaciones, reducciones y omisiones sobre la novela original de Liam O’Flaherty fueron indispensables para la producción del film. Como lo señaló posteriormente el libretista Dudley Nichols, y como aparece analizado larga y objetivamente por el escritor George Bluestone (en su libro Novels into Film), la adaptación debió enfrentarse a una novela de excesiva complejidad, cuyo traslado era simplemente imposible. La solución fue eliminar algunos personajes (el padre del delatado Frankie McPhilip), reducir la descripción de otros (particularmente Gallagher, el jefe del movimiento rebelde), llevar la trama a las líneas más esenciales. En perspectiva, toda esa adaptación configura un ejemplo de los problemas que plantea el traslado de novelas al cine, donde no hubieran cabido ni la extensión ni la elaboración del asunto original. Para el director John Ford en 1935, toda esa simplificación era además una necesidad impostergable, y su alternativa era no hacer el film. Desde cinco años antes tenía el plan de llevar al cine la novela de O’Flaherty, pero tropezaba con la natural oposición de los


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productores. Era y fue ciertamente difícil imponer un tema que podía ser lejano a los conocimientos del público, con un traidor como principal personaje, sin un romance claro, sin un final feliz. Pero con un presupuesto reducido, con una eliminación de parte de la anécdota y con algunas ingeniosas soluciones para el relato, John Ford y Dudley Nichols pudieron hacer El delator y obtener cuatro premios de la Academia. Uno de los objetivos que consiguieron, quizás sin proponérselo, es que la traición de Gypo Nolan sea ahora un hecho que resalta vivamente contra la honestidad, la nobleza y la sensatez de los otros integrantes del movimiento clandestino, lo que en términos cinematográficos resulta más claro, ya que no más auténtico. Y el otro objetivo conseguido, éste sí con mucha deliberación, es el colocar símbolos visuales para todo el proceso de delación, torpeza y arrepentimiento: un mural que ofrece £20 por la captura Frankie, un afiche que oferta viajes a América por £10, las monedas que sospechosamente caen del bolsillo de Gypo durante el velatorio de su amigo, la reiterada presencia del ciego que pudo haber presenciado la traición de Gypo y a quien éste cree como su conciencia. Éstos y otros símbolos aparecen aquí manejados y desarrollados con muda elocuencia. El volante que ostenta el retrato de Frankie y la oferta de £20 se pega a los pies de Gypo, como una obsesión, en las primeras escenas, y después es quemado silenciosamente en su encuentro con el jefe rebelde; el segundo encuentro con el ciego provoca en Gypo la necesidad de darle dinero, como queriendo acallar su preocupación; la figura de Katie, la mujer por quien Gypo delata, aparece en sobreimpresión cuando el protagonista da dinero a otra mujer. Todo o casi todo el film está pensado como un simbolismo de imágenes, hasta una riqueza que llega al exceso, desde la muerte de Frankie, concebido como un nuevo Cristo que muere en la posición de la Cruz, hasta el clima de niebla y penumbra en que se desarrolla la acción callejera, como insinuación de la estrechez y los límites en que Gypo se mueve, inconciente de sus actos, olvidado de sus propias mentiras. Es difícil sostener a El delator como una obra viva y permanente. Buena parte de su estilo está marcado por su fecha de producción, por la necesidad de hacer concesiones: el simbolismo visual está recargado, la concentración del tema en un personaje supone una deformación de su circunstancia histórica (compárese el film con la mayor riqueza de Un encuentro con el diablo de Michael Anderson, sobre un tema afín) y algunos diálogos se corren hasta lo literario, con el habitual afán de Dudley Nichols por decir cosas importantes cada dos líneas. Parte de esos vicios podrían reverse después en otros errores de John Ford: en una reiteración sobre temas irlandeses (El arado y las estrellas, 1937, sobre O’Casey) y en la grandilocuencia de El fugitivo (1948, sobre El poder y la gloria de Graham Greene). Pero este film imperfecto tiene, sin embargo, un enorme interés. Concentra vigorosamente la oposición entre la irremediable delación por Gypo y el irremediable ajusticiamiento por el movimiento rebelde, una oposición que ha sido llamada trágica. Expresa su tema con una economía de episodios y con una elocuencia visual que es preferible, en su exageración, a los muchos lavados relatos en que incurre el cine de hoy, donde a menudo la imagen se utiliza para el despliegue, con olvido de la precisión. Y aunque el juego interpretativo de Victor McLaglen está muy lejos de la grandeza, su actuación habría sido insus-

tituible: tiene el tipo físico, la fuerza bruta, el entusiasmo infantil, la inteligencia limitada, que Gypo Nolan requería. En su momento El delator fue un impacto y en cierto sentido un film único: hoy es un film apreciable, un aporte a una mejor comprensión de lo que el cine ha evolucionado7. 1 de agosto 1961. Títulos citados Arado y las estrellas, El (The Plough and the Stars, EUA-1937) dir. John Ford; Fugitivo, El (The Fugitive, EUA / México-1948) dir. J. Ford; Un encuentro con el diablo (Shake Hands with the Devil, Irlanda / EUA1959) dir. Michael Anderson.

: Los samurai en México

Siete hombres y un destino

(The Magnificent Seven, EUA-1960) dir. John Sturges. ELTEMA DE ESTE WESTERN SE BASA reconocidamente en Los siete samurai de Akira Kurosawa y debe ser uno de los pocos casos en la historia del cine en que un film declara basarse en otro, y no en un común origen de novela o de obra teatral. Y en las circunstancias hay que subrayar que la adaptación es un caso aún más raro, porque los guerrilleros japoneses medievales aparecen transformados en cowboys americanos de este siglo, reunidos especialmente como defensores de un pueblito mexicano asolado por los bandidos. Hay, sin embargo, una justicia poética en la transformación, porque Los siete samurai, como La fortaleza escondida, pertenecen al estilo más western en la obra de Kurosawa, un director de amplísimo registro, donde también cae la hondura de Rashomon y de Vivir. Y la inevitable comparación sigue favoreciendo a Kurosawa, no sólo porque Los siete samurai elaboraba mejor sus figuras individuales sino porque toda su acción, librada con armas blancas, daba oportunidad a algunos prodigios de violencia, que aparecía descrita por el director japonés con una combinación de acrobacia en sus intérpretes y de artesanía casi mágica en sus fotógrafos y compaginadores. John Sturges es, sin embargo, un eficaz director del western y su film tiene algunos puntos relevantes. A menudo obtiene una directa belleza plástica en sus composiciones de color y de pantalla ancha, lujos que el film japonés no tenía. Y por otra parte Sturges no se conforma con poner toda la violencia en una imagen sino que procura hilar, construir y contrastar con tomas brevísimas, marcando acción y reacción, cada disparo y quien lo recibe, las posiciones recíprocas de quienes pelean y otros elementos que integran la sintaxis del género. El resultado es muy entretenido, durante las dos horas y fracción del espectáculo. A ratos se sospecha 7

Ver además Tomo 1, pág. 392.


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que una mayor claridad no habría hecho daño, pero ya se sabe que cierto grado de confusión es conveniente para dar el clima de las batallas campales. Cabe presumir que en estos casos los compaginadores suelen quejarse de que tienen más tomas de balazos disparados que de balazos recibidos. La zona más débil de Siete hombres y un destino es la de su línea anecdótica y de su trazado psicológico. El film se alarga insustancialmente en un fragmento inicial dedicado al reclutamiento de los siete valientes (Yul Brynner, Horst Büchholz, Steve McQueen, James Coburn, Charles Bronson, Robert Vaughn, Brad Dexter) y se empeña en dedicar una viñeta descriptiva a cada uno de ellos, lo que no habría estado mal si no derivara en una escena histérica por Büchholz, en una pesadilla por Vaughn y en varios diálogos muy abstractos sobre la utilidad y el sentido de ser caballeros andantes y de defender a una aldea cuyos habitantes no están muy seguros de que quieren ser defendidos. Ciertas inflexiones del nuevo western freudiano, con amarguras filosóficas al fondo, surgen reiteradamente en la anécdota, pero nunca parecen necesarias ni útiles, nunca funcionan como fuerzas motrices de la conducta. El film habría ganado con dedicarse a ser un apogeo de la acción, limitándose a la simple oposición de los buenos y los malos. La interpretación tiene irregularidades, en parte porque el libreto no permite otra cosa, en parte porque Horst Büchholz nunca llega a simular un cowboy americano, en parte porque Yul Brynner se dedica a posar de Yul Brynner, según vieja escuela personal. Los lucimientos son del director John Sturges en la escenificación de las batallas, de Eli Wallach en su jefe de los bandidos y del fotógrafo Charles Lang en casi todo el metraje. La partitura de Elmer Bernstein se excede. 2 de agosto 1961. Títulos citados (todos dirigidos por Akira Kurosawa) Fortaleza escondida, La (Kakushi-toride no san-akunin, Japón-1958); Rashomon (Japón-1950); Siete samurai, Los (Shichinin no samurai, Japón-1954), Vivir (Ikiru, Japón-1952).

: Afán de vanguardia

El hombre de dos caras

(Smyk, Checoslovaquia-1960) dir. Zbynek Brynych. EL ASUNTO DE ESTE FILM CHECO es del orden policial y pudo contarse con más simplicidad, pero ha sido elaborado por los libretistas con una notoria ambición de expresar problemas más profundos. En su versión simple, el protagonista (Jirí Vala) es un checo que ha desertado de su país en momentos difíciles, vuelve a él tras una operación quirúrgica en el rostro y tiene ahora una misión de espionaje, atribuida muy claramente a órdenes americanas, con dólares que caen sobre la mesa y cubren el nuevo pasaporte. Pero este tema es solamente la línea general. En el origen, desarrollo y culminación del asunto se intercalan y mezclan otras líneas derivadas: 1) el circo en el

cual actúa el protagonista, como pretexto para la nueva visita a su patria; 2) un romance con una compañera de trabajo (Jirina Jirásková) que también se revela como de ascendencia checa; 3) las visitas del protagonista a su hermano, a su ex esposa, a su hijo y a su madre, una serie de tentaciones que no consigue evitar; 4) varias operaciones de recuerdo, de pesadilla y de delirio, que sacan la acción del presente y sirven para informar los antecedentes morales del personaje, tanto en su desvío político como en los conflictos familiares de años atrás. Buena parte de la complejidad resultante tiene un poderoso interés, como forma narrativa y como pretexto para búsquedas formales. Como el film no aclara los términos de su planteo, y lo deja inferir al espectador, éste se siente atrapado en la averiguación de ciertos datos claves y recién hacia el final recompone adecuadamente el relato. Así una escena inicial, en la que el personaje hostiliza a una bailarina checa de striptease, llamada María, sólo se comprende debidamente más tarde, cuando se deduce que en ella el protagonista ha creído ver una figuración de su propia y lejana esposa, llamada María. Y el seudónimo de Bruncvik, elegido por el personaje para su papel de espía, resulta claro más tarde, cuando se ubica en una estatua a una figura legendaria de ese nombre, atribuyéndole que habrá de volver a Checoslovaquia en momentos difíciles. Similares interpretaciones a posteriori son posibles con otros datos biográficos del protagonista, llevando a ubicar en un delirio inicial (provocado por un accidente de automóvil) ciertos elementos que sólo parecerán claros más tarde. La intención de este desconcierto cronológico es la que el mismo autor Pavel Kohout había ya mostrado en el film Un amor así (Taková láska, 1959, dir. Jirí Weiss) y que aun antes Alf Sjöberg había incorporado a su versión cinematográfica de Señorita Julia (Fröken Julie, 1950): seguir la evolución de una idea o de un personaje mediante otros mecanismos de asociación que el simple desarrollo en el tiempo. Más que una informativa intercalación de recuerdos, el film procura un verdadero análisis psicológico de su personaje, doblemente seguido en su vida exterior y en su vida interior. Hay otros síntomas de ese plan, que lleva al film a presentar un accidente automovilístico desde la perspectiva del personaje, o a deformar la voz de una locutora radial cuando sus palabras caen en medio del sueño del oyente. Pero aunque el material es muy rico, la ordenación es imperfecta. Todo el film obliga al espectador a una actitud de análisis, como la que tendría frente a un rompecabezas disperso, cuyo dibujo general conoce y cuyos detalles han quedado desarmados. Esto sería excelente si los detalles encajaran adecuadamente en el dibujo. Es lamentable comprobar que hay cosas de más y de menos. Toda una escena dedicada a relatar la visita del hermano a un clown de circo está fuera del tema general. Otros contactos del protagonista con sus familiares están carentes de bastante justificación y están sustanciados por algún diálogo artificioso. A la larga se entiende que los tres libretistas han sido desbordados por su propio plan. Fueron atraídos por los brillos de una narración complicada y por el brillo visual de algunas de las escenas posibles, pero el resultado carece de la debida unidad. El film importa en cambio por sus logros visuales. Con el mismo afán experimental y juvenil de su libreto, la cámara ha sido utilizada en CinemaScope con una agilidad, un brío y un preciosismo del que podrían tomar buena nota en Hollywood, no sólo en los relampagueos iniciales (vistas nocturnas de Berlín, dadas mediante luminosos callejeros) sino en el encuadre de escenas de circo y en varios momentos


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de violencia. Más importante aún es la experimentación con los bordes del cuadro: la imagen se divide a menudo en dos o tres sectores, combinando escenas de presente y pasado, o hace contrastar a dos personajes colocados en los extremos, con una columna en el medio que simboliza su separación psicológica. El hombre de dos caras no llega a ser el gran film que sus realizadores quisieron. Padece de lo que quizás sean errores juveniles: desequilibrios, improvisaciones, cierto afán de decir cosas importantes e incurrir en frases literarias o en acrobacias inútiles. Pero el resultado insinúa la posibilidad de obras futuras y mejores. Delinea en los realizadores, y particularmente en el director Zbynek Brynych, una vocación cinematográfica intensísima, una pasión experimental que suele ser relegada al cortometraje. El film tiene connotaciones políticas y establece como villanos a presuntos espías pagados con dólares americanos, lo que debe considerarse explicable en un film de atrás de la Cortina. Cabe agregar que atrás de la Cortina los jóvenes están haciendo cine con una libertad y un afán de vanguardista muy destacable, como lo prueban varios ejemplos rusos y polacos, además. 5 de agosto 1961.

ciones y apuntes incidentales, a veces para apuntar otros datos complementarios de observación (la vida doméstica del fiscal, la hostilidad de las relaciones con su hijo adolescente, otro caso judicial simultáneo), a veces para perder el tiempo en lo que no importa, como el romance de Giller con una hotelera (Ingrid van Bergen), mujer que está muy visible pero que cuenta muy poco en el asunto. Entre tanto material inconexo el film pierde la pista de su asunto central.Y lo que es más grave, todo el relato aparece dicho a saltos de una línea a otra, en lo que parece haber sido una general incertidumbre del cuarto de montaje, sin la precisión que una sátira necesitaba. En el apagado relato hay buenos momentos. Varios se deben a la composición de Martin Held en su fiscal, diciendo vaciedades leyendo poesías o haciéndose el gran personaje. Otros menores son de Walter Giller, cuyo bohemio tiene el aire indolente y bonachón que Glenn Ford obtiene en algunas comedias. El punto más sutil de la sátira es la tranquila constancia de que los alemanes de hoy prefieren enunciar buenos sentimientos en lugar de adoptar conductas correctas, pero el film dice ese dictamen con tan poca fuerza que las intenciones de Staudte se quedan en la sombra. El film obtuvo un premio especial en el Festival de Karlovy Vary (1960), probablemente como premio a sus intenciones de sátira antinazi. La realización de las intenciones no da para un premio. 10 de agosto 1961.

: Media sátira sobre Alemania

Rosas para el asesino

(Rosen für den Staatsanwalt, Alemania Occidental-1959) dir. Wolfgang Staudte. EL OBJETIVO DE ESTA SÁTIRA antinazi es el de establecer, medio en broma, que en la Alemania de 1959 todavía quedan los jerarcas de antes, con los prejuicios de antes. El fiscal militar de 1945 (Martin Held) que pide la pena de muerte para un soldado acusado de robar dos barras de chocolate, sigue siendo un fiscal catorce años después. Tiene los mismos prejuicios antisemitas y se llena la cabeza con sus propios discursos retóricos sobre la disciplina y el carácter de lo alemán, pero por debajo de esa pompa sigue siendo un alto funcionario público y una encarnación del orden. La crisis sobreviene cuando reaparece aquel soldado condenado, que se libró de la muerte por un azar (Walter Giller). Ahora es un bohemio vendedor de corbatas, que se jacta de ser un cadáver viviente y se divierte con el relato de su peripecia. Inevitablemente se encuentra con el fiscal y es llevado a nuevo juicio por romper una vidriera. En su culminación, el film propone el arreglo de cuentas y pretende que los nazis sean denunciados como tales. Pero aunque el tema propuesto por el director y argumentista Wolfgang Staudte tiene una incisiva punta sobre la Alemania de hoy, el libreto no permite que la sátira surja con la gracia y la levedad necesarias. El argumento está recargado con desvia-

: Digna y lenta

La última del cadalso

(Le Dialogue des Carmélites, Francia / Italia-1959) dir. R.L. Bruckberger y Philippe Agostini. EL CADALSO ES EL DE LA Revolución francesa, donde 16 monjas carmelitas murieron ajusticiadas (1794), por presuntas actividades contra la República. Sobre ese incidente histórico se hicieron después una novela y una obra teatral, elementos que el film aprovecha para esta adaptación, y es fácil ver el atractivo del tema, que opone a dos fuerzas irreductibles: ni la Revolución podía tolerar la sujeción de las monjas a una disciplina extraña, ni las monjas podían quebrar sus votos de fidelidad a Dios. Una zona particular del tema es la diferencia entre esas monjas: sus distintos conceptos del honor, sus distintas resistencias ante la crisis del miedo y ante la intimidación de las autoridades revolucionarias. Esas diferencias motivan la anécdota, que comienza en el film con la novicia que deja a su familia aristócrata para ingresar a la orden (Pascale Audret), detalla las relaciones con sus compañeras y termina proponiendo su sacrificio, cuando toma el lugar de otra de ellas para subir a la guillotina. El proceso psicológico y moral del personaje pide esa superación del miedo inicial hasta la entrega abnegada en la última imagen, y ese


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desarrollo insinúa una comparación con la muerte de Jesucristo: la entrega de sí mismo en lugar de otro. El film está realizado con una constante dignidad y obtiene verdadera intensidad dramática en esa última escena, que va creciendo con el desfile de las monjas al cadalso, cada una llamada por su nombre, mientras entre todas entonan el cántico. Con una destacable prudencia, los directores han rehusado el toque grueso en la pintura de la Revolución, donde hasta el comisario de Pierre Brasseur parece curiosamente sobrio y retenido, y hasta han intercalado algún toque festivo en la descripción de las monjas. No han querido una exaltación de la causa religiosa, que hubiera perdido convicción justamente en la medida en que el film revelara un partido tomado. Pero esa misma prudencia, y quizás cierta timidez de directores debutantes (éste es el primer film propio de Agostini y de Bruckberger) han derivado en que el film perdiera sus mejores oportunidades dramáticas. No hay matices ni contrastes en el relato, que mantiene un mismo tono durante dos horas, tanto en la descripción de las Carmelitas como en la crisis provocada por los revolucionarios. Y hay escenas que pudieron tener un vigor propio y que han quedado mínimas y tenues, como el primer acceso de miedo de la novicia cuando entra por primera vez en su celda, o como la muerte de la Madre Superiora, que debió ser una agonía desesperada y que se resuelve blandamente en lo informativo; esta misma escena llegaba al patetismo en una versión teatral que Antonio Larreta dirigió en Montevideo en 1953. Aunque el codirector Philippe Agostini ha sido un eminente fotógrafo, su film tampoco tiene una gran virtud de imágenes, y deja de lado ciertos primeros planos que otro director habría creído obligatorios, como el cruel corte de cabello de las novicias al producirse la confirmación de sus votos. Junto a la sobriedad y la dignidad del relato, el film tiene pecados por omisión. Carece del énfasis donde el énfasis habría importado. Sería interesante comparar el film con La historia de una monja (The Nun’s Story, 1959) de Zinnemann, donde un tema similar y tanto más difícil (porque su drama interior era la vacilación en la propia fe) recibía un tratamiento más rico, más armado. Alida Valli, Jeanne Moreau y el capellán de Georges Wilson son los puntos altos del elenco, que también incluye una silenciosa y brevísima aparición de Jean-Louis Barrault como el mimo Baptiste. La publicidad ha anunciado que el film obtuvo el gran premio de Venecia, pero la afirmación es totalmente incierta. 12 de agosto 1961.

: Auténtica y brillante

Alias Gardelito

(Argentina-1960) dir. Lautaro Murúa. PUEDE SER EL MEJOR film argentino de este año y de otros años. Es el segundo que dirige el joven Lautaro Murúa y obtuvo por él un primer premio en el Festival de Santa Margherita, en mayo 1961. En su combinación de enfoque neorrealista con un estilo nervioso e incisivo, Alias Gardelito continúa una tradición que caracterizó hace pocos años a toda una escuela americana (en films de Elia Ka-

zan, Jules Dassin, John Huston) y más recientemente al cine europeo, particularmente en el film italiano El desafío (La sfida, Francesco Rosi-1957) y en el español Los golfos (Carlos Saura-1960). El film de Murúa no se conforma, sin embargo, con la imitación. Su primera virtud es una vocación de autenticidad para recoger y expresar una realidad argentina. La ciudad de Buenos Aires no apareció nunca en un film con tanta abundancia y variedad de imágenes ciertas, recogidas en la plaza, en la pensión, en el basural, en el negocio céntrico, en los puentes de las vías férreas. Pero la intención del film es más profunda que este inventario geográfico de una ciudad gris, enorme, mediocre. El plan es dibujar la penosa existencia de uno de tantos vivillos porteños, llamado Gardelito por su ambición de llegar a cantar como su maestro (pero no canta en todo el film). Y aunque desde fuera se pueda creer que ésta es otra historia de un pistolero, desde el desvío al asalto y a la muerte, el tema se acerca a una realidad más extendida y menos espectacular. Lo que acumula es la pequeña trampa y el pequeño robo, la escala menor de una carrera delictuosa que está siempre apoyada en una necesidad económica inmediata y en una renuncia a toda posibilidad de trabajo. En su punto más alto y final, el personaje de Alberto Argibay llega a una estafa a otros estafadores, como un signo claro de viveza criolla. Muchos porteños están allí, aunque también están en Villa Devoto. Los personajes secundarios ilustran además diversos niveles del delito, desde los pequeños rateros conectados con Argibay en las operaciones iniciales hasta el retrato del gran contrabandista disfrazado de importador, un personaje que Murúa tomó para sí mismo y que figura como un nazi refugiado ahora en la Argentina. La otra importante virtud del film es que el personaje central y su escenario están integrados en un sistema narrativo, que procura mantener para cada pequeño episodio un aire de inmediatez. La discusión de los muchachos de la barra, un baile popular, la relación de Argibay con tres distintas mujeres, con un empresario de boxeo, con varios amigos y cómplices, son instancias que el film presenta directamente, sin prólogo, sin explicaciones, dejando que el espectador las sobreentienda y las ubique en la historia general. Este audaz procedimiento respeta a la inteligencia del público como no suele hacerlo el cine argentino, generalmente excedido de aclaraciones para lo que cuenta. Y permite que casi todo el relato parezca el fruto de observar sintéticamente diversos aspectos del personaje y del ambiente: un diálogo sobreoído desde la pieza de al lado, una radio lejana, un cambio de miradas mudas con una mujer en el baile. Hay momentos en que Murúa decide trascender la realidad de lo que cuenta y se introduce con riesgo en la vida interior de un entrenador de boxeo (que en un ensayo cree vivir una pelea cierta) y sobre todo en la vida interior del protagonista, en una oportunidad para establecer su intención sobre una mujer, y en otro momento para hacerle recordar un breve episodio de su infancia. La norma de Murúa es procurar una comprensión cabal de su personaje, atender por igual a su carrera de delitos menores y a la mezcla de debilidades y de viveza con que accede a cada uno de ellos. Esa comprensión es obtenida satisfactoriamente al terminar el film. Ha nacido de la integración de episodios distintos, que documentan exterior e interiormente el desajuste entre el personaje y la sociedad. No hay un alegato ni un sermón en el tema. Hay un testimonio concreto de tristeza, de violencia,


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de ambición, de abandono. Hay también alguna instancia de poesía, como en esa evocación de la infancia en el basural, sin una palabra agregada innecesariamente. En el conjunto, el film obliga a una doble congratulación. El productor Leo Kanaf y el director Lautaro Murúa han mostrado el coraje de atreverse a presentar un Buenos Aires suburbano, una carrera delictuosa no redimida por el amor ni por el final feliz. El mismo director, sus libretistas, fotógrafos y músicos se han arriesgado a que ese tema apareciera transportado no sólo como un retrato de la realidad sino también con un clima de sugestión, cuyo lenguaje es cinematográfico y moderno: primeros planos, gestos mudos, unas ramas que se agitan tras un abrazo, una música que sabe utilizar pocos instrumentos y hasta ruidos naturales. Todo el trabajo de cámara revela una particular inteligencia cinematográfica, una urgencia de comenzar cada toma en lo que importa, utilizar el movimiento natural de la acción, y obtener, sin embargo, momentos de particular belleza. Como trabajo de equipo, desde Murúa al último utilero, hay que complacerse de una artesanía superior. Es particularmente destacable el aire auténtico que Murúa ha obtenido en la dirección de intérpretes. Hay defectos en el film. La misma concepción del libreto, que yuxtapone episodios, ha obligado a que cada secuencia parezca construida con precisión pero que sea abrupto el enlace con la siguiente. Algunos fragmentos del diálogo, y particularmente el monólogo inicial, merecían un replanteo más ajustado a la concepción general. Pero éste es el segundo film propio de Lautaro Murúa y en ese nivel es excepcional frente al promedio penoso del cine argentino. Sobre defectos menores y sobre desequilibrios, Alias Gardelito se ubica entre lo mejor que haya llegado desde Buenos Aires, lo más valiente y lo más talentoso. Si no lo saben ver así en los círculos más oficiales e importantes de la Argentina, hay que atribuirlo a que los intereses creados pueden provocar la ceguera. Lautaro Murúa nació en 1927 en Tacna, Chile (hoy la ciudad es peruana), pasó por el bachillerato, la afición y el estudio a la pintura, la arquitectura, la música. En su juventud entró por azar a círculos teatrales, se incorporó al Teatro Experimental, fue promotor de grupos independientes y llegó a papeles protagónicos. También comenzó en Chile, hacia 1947, su carrera de actor cinematográfico. En 1954 se trasladó a la Argentina y desarrolló durante seis años una intensa carrera teatral y cinematográfica, que incluye desde 1956 varios films dirigidos por Leopoldo Torre Nilsson (Graciela, La casa del ángel, El secuestrador, La caída, Fin de fiesta). También fue asistente de director para Leopoldo Torres Ríos (en Aquello que amamos, 1959). Como realizador debutó en 1960 con Shunko, sobre libro de Augusto Roa Bastos, desempeñando también un papel principal, como maestro radicado en Santiago del Estero, testigo de un mundo peculiar y poco conocido. En seguida realizó Alias Gardelito, sobre un libreto en el que colaboraron el mismo Roa Bastos, el autor teatral Solly y el escritor Kordon, incluido en la lista de jóvenes “parricidas”, junto a muchos otros de su generación. El productor de ambos films ha sido Leo Kanaf y su norma ha sido la independencia de las concesiones comerciales que han caracterizado a casi todo el cine argentino a través de los años. Pero la independencia ha planteado problemas para Kanaf y para Murúa, como en otro plano los ha planteado para los sellos productores Ángel (Torre

Nilsson y Gaffet) y Aries (Fernando Ayala y Héctor Olivera), que también quisieron liberarse de las presiones y las rutinas de la industria. A principios de 1961, Shunko había sido elegido mejor film argentino de 1960 por el doble voto de la Asociación de Cronistas Cinematográficos y por el Círculo de Periodistas Cinematográficos. Simultáneamente había sido elegida como representante del cine argentino en el Festival de Mar del Plata, donde obtuvo el premio a mejor film de habla castellana. En la ceremonia de proclamación del fallo de la Asociación (en enero, Mar del Plata, con el marco y la sonoridad de todo un festival internacional), Murúa pronunció por el micrófono algunas críticas al desarrollo técnico del cine argentino, suscitando allí mismo una discusión, una escena de pugilato y el comienzo de una controversia que habría de durar muchas semanas. Se afirmó entonces que Murúa habría de recibir el boicot de los técnicos del cine argentino (agrupados en el poderoso sindicato SICA), lo que de hecho cortaría toda su carrera cinematográfica futura. A ese conflicto se agregó otro más sordo. En el fallo anual del Instituto de Cinematografía (abril 1961), que repartió millones de pesos en premios oficiales a la producción nacional, Shunko y Alias Gardelito no obtuvieron recompensa alguna, aunque en los 15 films de la lista figuraban algunos de los peores que haya producido la industria porteña. Esa exclusión fue explicada como una silenciosa conspiración del abundante Jurado, en el que tres votantes bien dispuestos no pudieron impedir la negativa de los delegados del Estado y de la industria. El escándalo consiguiente fue estéril. En apariencia, la industria cinematográfica mantiene una campaña contra los productores independientes, cuya renovación de temas y de formas es mirada con recelo por las grandes empresas y por el mismo gobierno. Un reciente decreto de censura previa, firmado por Frondizi, dictamina tales restricciones temáticas que el futuro del cine argentino podrá ser nulo. Cuando el eminente penalista Luis Giménez de Asúa fue consultado sobre la lista de prohibiciones del decreto, opinó: De esto se concluye qué sólo se podrá hablar libremente del tiempo, lo cual en Inglaterra es considerado muy elegante, pero a mí me parece aburrido. Cualesquiera sean los resultados de tales restricciones, la producción independiente argentina ha conquistado ya la mejor atención de la crítica especializada, de los observadores extranjeros que visitaron la Argentina y también de los festivales europeos. Los nombres de Kanaf, Murúa, Torre Nilsson, Ayala, Feldman, Simonetti y varios realizadores de cortometraje significan ya una inquietud que no es posible encontrar en la producción comercial. Tras el premio de Santa Margheritta para Alias Gardelito, el estreno del film en Montevideo (antes que en Buenos Aires) supone una oportunidad de difundir un cine argentino más honesto y válido que el del la producción comercial común. Hasta dónde podrá llegar Murúa después de este film es, lamentablemente, una pregunta que él no puede contestar por sí solo. Está luchando contra un sindicato, una industria y en cierto sentido un gobierno nacional. 13 y 15 de agosto 1961.

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Interesante y fallida

El pecador insaciable

(Studs Lonigan, EUA-1960) dir. Irving Lerner. PARA MUCHO PÚBLICO ésta será otra historia de un adolescente descarriado (Christopher Knight), que prefiere jugar al billar con los muchachos, se niega a trabajar, tiene conflictos con sus padres, tiene relaciones sucesivas con tres mujeres y termina tan desconcertado como antes, con una última escena que insinúa la dificultad de salvarlo. En esos términos, el film se acerca a la vulgaridad. Pero debió ser un poco más. Se basa en tres novelas de James T. Farrell que retratan a Chicago en 1920-30, ubican a su protagonista como un recipiente de circunstancias sociales (además de los factores familiares y psicológicos) y tienen tales dosis de sexo y de lenguaje directo que el libro ha soportado toda clase de postergaciones y prohibiciones. Una adaptación cinematográfica de la extensa trilogía de Farrell hubiera sido imposible en Hollywood hace unos años, y hay que entender que sin la moderna liberalidad de los Códigos de Producción no se habría llegado a hacerla. Reseñas americanas y abundantes informes del director Irving Lerner señalan cómo el film fue decidido precipitadamente, antes de que vencieran los derechos literarios adquiridos, y cómo los productores encararon el film en reducidos términos de clase B, porque una empresa mayor podría haber significado un escándalo y un perjuicio considerables. El resultado ha sido un libreto diseñado sin bastante plan, un tiempo reducido de rodaje y una marcada limitación de presupuesto. Y en esos términos no podía esperarse que el film hiciera surgir con autenticidad y color a su Chicago de la época, ni que la múltiple anécdota del protagonista tuviera la firmeza y la coherencia necesarias. Es sintomático que en la compaginación final Lerner haya eliminado algunos desarrollos del tema, que no le parecieron satisfactorios en su contexto, y que haya desechado la intercalación de noticiarios cinematográficos, un elemento que en su primera idea pudo dar cierta perspectiva histórica (a la manera de las novelas de John Dos Passos) y que en definitiva no se ajustaron con el estilo del resto del film. Limitaciones y retoques explican los defectos claros del resultado: los monólogos en la banda sonora, algunos diálogos serviciales, la carencia de ciertas necesarias alusiones a las diferencias religiosas y sociales entre los habitantes de la ciudad. Donde el diálogo informa que un personaje ha sido muerto por un camión, resulta omitida la imagen previa de esa muerte; donde otro personaje es condenado por una violación, el espectador puede preguntarse si la imagen anterior justificaba tal condena. Una docena de omisiones y de fallas de ilación podría marcarse fácilmente. Pero hay momentos de brillo en el film de Lerner y se explican justamente por la concepción separada de algunas escenas. Una síntesis inicial de cómo vive la pandilla de haraganes, intercalando el billar con otras actividades, está resuelta con habilidad y brío. El velorio de unos de los amigos contiene un firme clima dramático, malogrado al final por un penoso monólogo de la viuda. La despedida del protagonista y de una maestra que fue su amante (Helen Westcott) tiene las palabras justas y sentidas. En una escena previa, concebida con verdadera imaginación, el

protagonista asiste a un espectáculo de striptease, corre a ver a la maestra y cree verla a ella en una actuación similar, con lo que el film se introduce en un territorio subjetivo y consigue algunos minutos de verdadera calidad cinematográfica. Lerner ha visto mucho cine, tiene cierto afán experimental y no se contenta con imágenes chatas e informativas. Casi todo su film tiene virtud fotográfica, utiliza intencionadamente el primer plano y deja escuchar una música incisiva, que a ratos se excede y se superpone a motivos temáticos débiles. Es pobre la interpretación del protagonista Christopher Knight y es irregular la del resto del elenco, con buenos momentos de las tres mujeres. Sobre aciertos parciales, que habrán de interesar a mucho aficionado, el film deja la sensación de una operación fallida, que no se podía emprender sino en mejores condiciones, y que se debilita arbitrariamente en los últimos minutos, viciados de diálogos conceptuales y de resoluciones repentinas. Ya se ha hecho público que el novelista Jaimes T. Farrell está desconforme con esta versión de su Studs Lonigan y puede agregarse que también el director Irving Lerner tiene motivos para estar descontento. Desde mediados de 1960 está explicando lo que quiso y no pudo hacer. 18 de agosto 1961.

: Pequeño drama

Tinta roja

(Vörös tinta, Hungría-1959) dir. Viktor Gertler. LA HISTORIETA MUY COMÚN de este film húngaro es la del amor que surge entre un profesor y una profesora en un liceo, lo que no tendría mayor inconveniente si no fuera porque él es casado y porque además tiene una hija adolescente que también es alumna en el mismo local. El proceso del tema es el de la amistad, el descubrimiento, la crisis y la solución, que involucra sacrificios, desde luego. Y hay que decir a favor del film su preocupación por atender debidamente a las cuatro partes interesadas, a los testigos del problema y a las circunstancias del desarrollo, jugando limpio con un caso de adulterio, con los sentimientos de la adolescencia y con el ambiente en que todo ocurre. A ratos la cámara se acerca escrutadora a un rostro, o recoge un detalle significativo, y demuestra que el director Viktor Gertler se tomó el asunto a conciencia. El nivel técnico es maduro y tranquilo, como el de una industria mayor, aunque Hungría tiene pocas posibilidades locales de mostrar lo que su cine sabe hacer. Con todo su decoro y su tranquila eficacia, Tinta roja es, sin embargo, un asunto menor muy pobre, muy débil. Está tratado en términos naturalistas, dando una escena central a cada uno de los personajes, y se agota en la repetición de un tema repasado. Carece de la inquietud y de la búsqueda con que esos personajes pudie-


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ron explorarse en sus temores y sus fantasías. Por la falta de ese relieve hay que señalar la inutilidad de traer este film como representante del poco visto cine húngaro. Hay otros que han sido más elogiados por la crítica extranjera y que el público local sigue ignorando. 19 de agosto 1961.

: Entusiasmo se necesita

La adorable pecadora

(Let’s Make Love, EUA-1960) dir. George Cukor.

diálogo que este juego ingenuo de sostener una ficción que no se sostiene sola más de dos minutos. Dura dos horas. Es difícil saber la responsabilidad que cabe a George Cukor, un director de repertorio variado, a veces serio, que ha conseguido momentos notables en otras musicales de CinemaScope y color (Nace una estrella, Les Girls). Aquí obtiene relámpagos de imaginación para la pantalla ancha, para el color y para la fantasía, pero están dispersos entre la lentitud y la falta de inventiva del conjunto, que no brilla nunca como espectáculo. Los films musicales deben ser arrolladores y vivos, deben ser una sensación para recordar. Hace doce años que muchos se acuerdan de Un día en Nueva York de Gene Kelly y Stanley Donen, pero alcanzan pocas horas para olvidarse de este film de Cukor, de sus situaciones triviales, de su ingenio artificioso, de sus canciones convencionales. 24 de agosto 1961.

EL CUENTITO ORIGINAL se llamaba La Cenicienta, pero está puesto del revés. Hay que conquistar a Marilyn, que es notoriamente sexy, y entonces el Príncipe Multimillonario se disfraza de hombre pobre, que pide ser querido por sí mismo y disimula que tiene millones. Eso lleva a Yves Montand a posar de actor y cantante aficionado, para colaborar con la estrella en la revista musical que se ensaya durante todo el film. Y el chiste general es que aunque Montand es realmente un chansonnier famoso en las tres Américas, el film lo presenta como un penoso pretendiente, que debe tomar lecciones clandestinas de Milton Berle para ser comediante, de Bing Crosby para cantar y de Gene Kelly para bailar. Termina por conquistar a Marilyn con su dinero. Hubo un tiempo en que los films musicales tenían argumentos como simples pretextos para intercalar canciones y números de baile. El productor Jerry Wald, tras invertir el cuento de la Cenicienta, invierte también la fórmula consagrada y sólo pone cuatro canciones para defender a esta anécdota de simulacros, que se arrastra durante dos horas en lo increíble, con toda clase de conversaciones para explicar lo que se finge y lo que se es. El resultado no debe ponerse en su crédito. La primera aparición de MM, dejándose caer por una barra vertical y dejándose manosear por doce compañeros de baile, a propósito de My Heart Belongs to Daddy, anuncia una sensualidad que el resto no confirma: hay algunos toques de poco vestuario y algunos tonos insinuantes en la canción Let’s Make Love, pero cada vez que Marilyn está fuera de una canción, que es casi siempre, sólo parece la caricatura del personaje que creó hace algunos años y que meses después se caería, con estrépito, en su penoso artificio de Los inadaptados, donde también se cayeron Arthur Miller y John Huston. No es mucho mejor la figuración de Yves Montand, reducido por el cine americano a olvidarse de que sabe cantar, de que sabe francés y de que sabe actuar (en El salario del miedo, en Las brujas de Salem). Lo que Montand necesita no es que le den clases, reales ni ficticias, a cargo de Berle, Crosby y Kelly. Necesita más asunto y mejor

Títulos citados Brujas de Salem, Las (Les Sorcières de Salem, Francia / Alemania Oriental-1957) dir. Raymond Rouleau; Girls, Les (EUA-1957) dir. G. Cukor; Inadaptados, Los (The Misfits, EUA-1961) dir. John Huston; Nace una estrella (A Star Is Born, EUA-1954) dir. G. Cukor; Salario del miedo, El (Le Salaire de la peur, Francia-1952) dir. Henri-Georges Clouzot.

: Un despliegue colosal

Los caballeros teutónicos (Krzyzacy, Polonia-1960) dir. Aleksander Ford.

UN TROZO DE HISTORIA de Polonia y una novela de un famoso escritor polaco se mezclan estrechamente en las dos horas y media de este film espectacular. La historia se ubica a principios del siglo XV y describe la oposición entre dos bandos irreconciliables: los diversos principados medievales de la Europa Oriental son enfrentados a la Orden de los Caballeros Teutónicos, hombres que invocaban las enseñanzas de Cristo pero que cometen en su nombre miles de tropelías. Ese conflicto está pausadamente expuesto por el relato, con docenas de choques parciales hasta la culminación en una tremenda batalla, donde los señores feudales olvidan sus diferencias y se unen en una fuerza gigantesca contra el enemigo común. Y es obvio que la línea de la crónica histórica, dicha ante polacos del siglo veinte, insinúa la necesidad de una armonía nacional, un dato que el film marca claramente en los diálogos que anteceden a la batalla. Pero ni los productores del film ni su director Aleksander Ford parecen haber advertido la necesidad de que el film sea claro para públicos extranjeros. Acomodan un diálogo para informar que la batalla final fue cercana al pueblo de Grunwald pero olvidan marcar 1410 como la fecha. Despliegan el inventario de las diversas zonas feudales pero no señalan que su unidad geográfica sería más tarde un territorio que abarca,


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con los nombres de hoy, a partes de Polonia, Rusia, Lituania y Checoslovaquia. Al dar cosas por sabidas, el film utiliza la historia pero no la difunde. No es casual que Los caballeros teutónicos obtenga un éxito público en Polonia y sea desestimada en pocas líneas por los cronistas del Festival de Venecia (1960). Al respetar por otra parte la novela de su querido Henryk Sienkiewicz, el film incurre en el exceso folletinesco del siglo pasado, que leía las vueltas y revueltas de Alejandro Dumas con un cariño que más tarde se aplicaría a los episodios radiales. En las dos horas y media de Los caballeros teutónicos hay más secuestros, traiciones, venganzas, emboscadas y duelos que los que caben en la suma de Los tres mosqueteros, El conde de Montecristo y La torre de Nesle. A los 25 minutos de proyección ya es imposible acordarse de la lista de nombres propios con que se han presentado los diversos personajes, ni de las relaciones recíprocas en sus odios, amores y fidelidades. En esto como en su tratamiento de la historia polaca, el film da por descontado que su espectador ha leído el libro, un extremo en el que no hay que caer. Es realmente paradojal que el cine polaco haya gastado muy oficialmente su máximo esfuerzo de superproducción cinematográfica para hacer un film que sólo podrá ser apreciado plenamente por el público nacional. A la larga habrá de suscitar un equívoco internacional, porque hay un cine polaco de otra inquietud creadora, más moderno, más sutil, más intenso (obras de Wajda, de Munk, de Kawalerowicz, de Passendorfer) cuya difusión exterior ha sido muy restringida. Ahora Los caballeros teutónicos, con todo su peso de difundir oficialmente a Polonia en el exterior, hará confundir a públicos mundiales sobre la verdadera índole de esa cinematografía. Y a pesar de todos sus vicios de plan, Los caballeros teutónicos es un film capaz de suscitar el asombro y aun la admiración. No se trata de estimar los gastos colosales, que son ya una moda y una necesidad industrial pero que no conducen necesariamente a un logro estético. Se trata de que entre los miles de extras, de caballos, de armaduras, de vestuarios, de castillos medievales, Aleksander Ford ha encontrado un estilo épico y una belleza visual para grandes zonas de su film. La belleza está en las tormentas de nieve, en los paisajes neblinosos, en la composición de muchas imágenes de la batalla final. Sobre ella hay además una belleza dinámica, rigurosamente cinematográfica, que lleva a Ford a calcular sus tiempos, dar en montaje rápido los momentos de acción, detenerse majestuosamente en la ceremonia del caballero teutónico que se ahorca en un árbol, hacer una pausa expectante tras un anuncio de lucha, rodear de irónica solemnidad las plegarias similares que ambos bandos realizan antes de la batalla de Grunwald. Si Ford se hubiera contentado con presentar una superproducción delante de la cámara, habría caído en el fausto vacío de Cecil B. DeMille y los suyos. Pero tiene la sensibilidad y la técnica para expresarse con esa cámara, hacerla correr hacia delante o hacia atrás con sus personajes, colocarla de pronto dentro del yelmo de un duelista, o recoger la imagen de una multitud, tal como la deja ver con intermitencias una oscilante campana de iglesia. Y junto a esa inventiva puramente cinematográfica de la que el film proporciona docenas de ejemplos, Ford apunta una fidelidad al trazado novelesco de sus personajes, con extremos de lirismo en el amor, de crueldad física en los duelos y en las torturas. A la larga se entiende que Ford ha querido recrear un mundo medieval, de pasiones primarias, sin aplicarle la sutileza dramática de una visión más moderna. No ha querido la reconstrucción de una realidad, sino la recreación de un estilo épico, con todos sus énfasis y sus grandilocuencias.

El resultado es por lo menos ambiguo. Junto a una anécdota trazada en caracteres gruesos, explosiva de peripecias, sobrecargada de pasiones primitivas, Ford ha colocado las exquisitas composiciones de sus imágenes, concebidas por una imaginación y una técnica modernas. Durante dos horas y media un espectador de hoy se puede sentir superior a la vasta novela y al mismo tiempo sentirse aplastado por el múltiple despliegue de violencia, por el refinamiento visual de algunas secuencias. Es una extraña sensación y puede dividir al público entre la admiración, el desconcierto y el rechazo. Cabe suponer que Ford habría mejorado su film con la estilización de anécdota que Eisenstein supo utilizar en Alejandro Nevsky (1938). Si el director polaco hubiera sabido olvidarse del nutrido Sienkiewicz y se hubiera atenido a las grandes líneas de la crónica histórica, habría hecho un film más breve y más intenso. Pero en Polonia adoran a Sienkiewicz más que a la historia patria. 27 de agosto 1961.

: Crónica de un encierro

Cielo de piedra

(Kamienne niebo, Polonia-1959) dir. Ewa Petelska y Czeslaw Petelski. ES MUY SOMBRÍO Y PESIMISTA este film polaco. Con excepción de los primeros minutos, que describen en varios exteriores el bombardeo de una ciudad polaca durante la guerra, toda la acción queda luego confinada a un subsuelo donde seis personajes se han refugiado de las bombas. Un derrumbe cierra con piedras la única salida y obliga, a todos ellos a alternar suposiciones durante varias horas; quizás no haya rescate posible, quizás esos ruidos del exterior sean una patrulla que se aproxima, quizás ellos mismos puedan hacer un orificio en una pared y salir de nuevo. Entretanto, escasean el aire para respirar, el combustible para la única lámpara, los alimentos que van disminuyendo en el depósito. El planteo de este drama es muy directo y muy realista. No se ahorra los extremos de truculencia y crudeza: una anciana religiosa se enloquece, un viejo profesor queda ciego, un ladrón y una muchacha se hacen amantes. El sexo, el hambre, la sed, las necesidades corporales, son puntos inevitables en la conversación y en la conducta. La convicción del film deriva de haber atendido con minucia y verdad a ese conflicto de encierro, con todas sus proyecciones. Es excelente el elenco y es muy buena la labor fotográfica, que con una continua movilidad evita el riesgo de hacer teatro filmado en el único escenario. La vocación de realismo, hasta un extremo de sordidez, parece el rasgo principal del director polaco Czeslaw Petelski, que en otro ejemplo conocido (Las vías malditas) recorría un camino similar. Este Cielo de piedra recordará a mucho


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espectador otra situación casi idéntica en el film francés La sentencia, de Jean Valère, donde cinco personajes quedaban también encerrados a la espera de la muerte. Pero si hay un símil y un modelo claro es La patrulla de la muerte de Wajda, donde el encierro en las cloacas de Varsovia tenía también una causa bélica y progresaba también a la desesperanza. Lo que Petelski no consigue es superar ese nivel de realismo, y se advierte que sólo ha podido tomar de La patrulla de la muerte la situación física. Le falta la grandeza, le falta la progresión de su tema hasta convertirlo en una metáfora del destino humano. Para eso no alcanza ser realista. Hay que ser también un poeta y un dramaturgo, comprometer al espectador en la suerte de esos personajes como si toda la humanidad, diversa y rica, noble o cínica, peleara por continuar viviendo. Sin llegar a ese nivel, que requiere otra inspiración, Cielo de piedra es sólo una crónica amarga de seis personajes que ven acercarse a la muerte. Es una crónica eficaz y deja cierta sensación de asfixia, pero no suscita la compasión ni conmueve a la conciencia. 27 de agosto 1961. Títulos citados Patrulla de la muerte, La (Kanal, Polonia-1957) dir. Andrzej Wajda; Sentencia, La (La Sentence, Francia-1959) dir. Jean Valère; Vías malditas, Las (Baza ludzi umarlych, Polonia-1959) dir. Czeslaw Petelski.

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en su descripción de la vida a bordo (donde un comandante aparece fundadamente barbudo) y es, en cambio, muy minucioso para las reconstrucciones del cañoneo, para los procedimientos en el manejo de la nave y para los muchos incidentes derivados de la lucha, que obliga a evacuar heridos y a arrojar ceremoniosamente los muertos al agua. Hay también algún toque de humor y, sin embargo, es un humor lateral, sofrenado ante problemas mayores. Hay una tradición para films británicos sobre las fuerzas militares y navales de Su Majestad. Es una tradición ejemplificada por Hidalgos de los mares (In Which We Serve, 1942) de David Lean y Noël Coward, o por Mar cruel (The Cruel Sea, 1953) de Charles Frend: combina la minucia del incidente bélico, el punto de vista individual para el drama que viven oficiales y subordinados, y una característica sobriedad para que las emociones y las opiniones aparezcan apenas aludidas, sin un desborde, sin una explosión. En esos rasgos encuadra esta Batalla del infierno. Tiene un enfoque semidocumental para un incidente histórico, lo reconstruye adecuadamente, y aunque comienza y termina con una bandera inglesa que flamea semidestrozada, nunca vocea la causa patriótica que en verdad es la inspiración del film. Muy deliberadamente, el director Michael Anderson y sus colaboradores no han aspirado a la grandeza, pero entre excelencias de reconstrucción física, de diálogo, de fotografía, de interpretación, han obtenido un producto muy decoroso y respetable. Es muy entretenido además. 31 de agosto 1961.

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En la tradición británica

La batalla del infierno

(Yangtse Incident: The Story of H.S.M. Amethyst, Gran Bretaña-1957) dir. Michael Anderson. EL 20 DE ABRIL DE 1949, en el río Yangtse, la fragata inglesa Amethyst fue atacada desde la costa por los cañones del ejército comunista chino. La nave encalló, hubo muertos y heridos, fracasaron operaciones de socorro y comenzaron las negociaciones entre el nuevo capitán del barco y los oficiales chinos cercanos. Después de tres semanas de gestiones inútiles, en las que los británicos se negaron a reconocer una culpa que en verdad no tenían, la fragata Amethyst intentó la fuga, zarpó en la oscuridad y volvió a terreno seguro. El film es la crónica de este incidente bélico entre dos países que no estaban en guerra. Durante el primer e intenso capítulo, muestra el ataque, las explosiones, los heridos, el desastre en el puente de mando, en el timón, en las comunicaciones. Después entra a las tratativas entre los dos bandos (que parecen ligeramente abreviadas en la versión que ahora se exhibe) y culmina con la fuga nocturna, una aventura que tiene su de suspenso y de intensidad, aunque en las circunstancias podía esperarse un mayor fuego enemigo. En el conjunto, el film es muy eficaz. No está demorado por romances ni por charlas laterales, no está deformado o embellecido

Acción excelente

La sombra

(Cien, Polonia-1956) dir. Jerzy Kawalerowicz. LOS TRES EPISODIOS de este film polaco de acción están vinculados entre sí en una forma oculta, que sólo se establece debidamente al final. El primero ocurre en 1943, en Varsovia ocupada, y enfrenta entre sí a dos grupos de la resistencia, ocasionando una masacre; ambos bandos han creído que sus contrarios eran los nazis, y sólo tiempo después saben que han caído en las desviadas órdenes de un traidor. El segundo ocurre en 1946, en una Polonia recién liberada pero dominada por grupos de bandidos que en parte han salido del ejército. Aquí también los agentes del gobierno se enfrentan con los delincuentes y caen en una celada de un traidor, que no aparece en el fragmento. El tercer episodio es contemporáneo. Incluye un acto de sabotaje en una fábrica y termina con la fuga del promotor de ese sabotaje. El primer rasgo distintivo de este film es la curiosa estructura de la narración. Comienza por plantear el tercer episodio, cuyo misterio no soluciona, porque depende de identificar a un muerto sobre el que no hay mayores datos. El caso lleva a dos personajes de la investigación hasta el recuerdo de los dos primeros relatos, tras los cuales


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el film vuelve al tercero. Pero tampoco lo desarrolla hasta el final, sino que se limita a insinuar, sin decirlo nunca con claridad, que un mismo personaje, la sombra del título, explica las tres peripecias. Esa identificación es también la solución de los tres casos. El film progresa así desde tres misterios hasta una culminación válida para todos ellos. Y termina, curiosamente, en el mismo sitio y con el mismo hecho con que empezó. La narración es muy clara a pesar de esa complicada estructura de relatos superpuestos. Tiene una total objetividad para presentar directamente sus hechos, eligiendo con rigor lo que importa. Y tiene la calidad fotográfica de un artesano superior del cine moderno, Jerzy Lipman, un hombre capaz de mover continuamente su cámara, ponerla delante de vehículos, atravesar grupos de personajes, sin perder nunca la atención de lo que interesa mostrar y narrar. Hay momentos especialmente logrados en esta combinación de violencia en los hechos y dinamismo en la cámara: el asalto del primer episodio, el tiroteo con que comienza el segundo y todos los movimientos del ferrocarril en el tercero. Por instantes la colocación de la cámara llega a lo inverosímil y obliga a admirar el despliegue virtuoso de Lipman, un hombre de quien se han conocido ya otros prodigios (Atentado, La patrulla de la muerte, Octavo día de la semana). Este film del director Jerzy Kawalerowicz es cronológicamente anterior (1956) a otros por los que fue ya conocido y estimado, como El verdadero fin de la guerra y Tren nocturno; en su tratamiento móvil es un antecedente lógico de esos títulos, una suerte de ensayo en dinamismo cinematográfico. Hay cierto material novelesco en la anécdota, cierta tendencia a lo truculento y lo efectista, que en obras posteriores el director limaría hacia una mayor sugestión. Pero en nivel de misterio y de acción esta Sombra es un film realmente estimulante, un doble desafío a la sensibilidad epidérmica y también a la inteligencia del espectador. 31 de agosto 1961. Títulos citados Atentado (Zamach, Polonia-1958) dir. Jerzy Passendorfer; Octavo día de la semana, El (Ósmy dzien tygodnia, Polonia / Alemania Occidental-1957) dir. Aleksandr Ford; Patrulla de la muerte, La (Kanal, Polonia-1957) dir. Andrzej Wajda; Tren nocturno (Pociag, Polonia-1959) dir. J. Kawalerowicz; Verdadero fin de la guerra, El (Prawdziwy koniec wielkiej wojny, Polonia-1957) dir. J. Kawalerowicz.

: Historia familiar

Cimarrón

(Cimarron, EUA-1960) dir. Anthony Mann. ESTA ES LA SEGUNDA VERSIÓN de la novela épica que Edna Ferber destinó al Estado de Oklahoma, y que se emparenta con la similar que la misma novelista ha hecho a otras instancias del progreso americano, con un ejemplar más conocido en Gigante, sobre Texas. Lo que se cuenta es el progreso desde el territorio virgen, arrebatado a los indios y cedido a los colonos, hasta la

intrincada vida de la familia que protagoniza la anécdota, y que en la primera escena ya está presentada con el matrimonio de Glenn Ford y Maria Schell. Durante los 25 años de cabalgata se enumeran dificultades económicas, villanías de terceros, hallazgo de petróleo, luchas internas y un principio de corrupción política. A lo largo de ésas y otras anécdotas, el Yancey Cravat protagonista emerge como un hombre honrado y valiente, capaz de jugarse por las buenas causas, combatir a los focos de lucha racial (contra indios, contra judíos) y resistirse finalmente a un intento de soborno por los millonarios, incidente en el que aceptar un cargo de Gobernador habría equivalido a abandonar su libertad de opinión como periodista. La realización de Anthony Mann y particularmente la actitud del productor Edmund Grainger han inclinado esta reseña épica a términos familiares: el alto costo, el color, el CinemaScope, la reconstrucción de vestuarios y escenarios (incluyendo una aldea que se levanta), el uso de centenares de extras, el progreso de varios personajes a través de la edad, con maquillajes que son convincentes en todos excepto en Maria Schell. Y aunque el material dramático es bastante convencional, Anthony Mann obtiene momentos de notable acción, especialmente en las violentas peripecias del comienzo. Una carrera de todos los colonos, para apoderarse de las tierras, alcanza proporciones de gran batalla, con caballos y carretas que se destrozan, personajes que caen ante quienes les siguen y una esmeradísima labor de cámara (por Robert L. Surtees, que también hizo Ben-Hur). Más adelante Anthony Mann resuelve en pocas, violentas y precisas imágenes el enfrentamiento de Glenn Ford con el villano Charles McGraw, y el otro con los dos jóvenes pistoleros (Vic Morrow, Russ Tamblyn) que se han refugiado en la escuela. Pero cuando debe apartarse de la acción y dedicarse a diálogos más apacibles, el director declina toda creación cinematográfica, y lo que más abunda en Cimarrón es el diálogo que enfrenta a la impaciente Maria Schell, al audaz Glenn Ford y a la colección de generosos, ambiciosos, villanos y nobles que figura en el copioso elenco. Los diálogos provocan algunos convincentes momentos de Ford y una reiteración por Maria Schell de la conocida escena (ojos húmedos, sonrisa leve, voz profunda) con la que llegó a la fama. Pero son a menudo tan informativos, siempre tan previsibles y en el conjunto tan abundantes, que a los 147 minutos de proyección se pierde de vista la noción de lo épico. El exceso de literatura ha perjudicado a todo el libreto, y cabe suponer lo que pudo haber hecho un director exigente con la escena del entierro de Robert Keith, si no se le hubieran fijado palabras tan excesivas y abstractas a su viuda Aline McMahon. Hay una zona especialmente insatisfactoria en el film. Parte de su descripción psicológica pide que el protagonista sea no sólo un hombre noble y simpático, sino también un bohemio capaz de abandonar reiteradamente a su familia en pos de la aventura. Y lo que el film nunca establece es el costado mediocre e interesado de Oklahoma que puede empujar a este Yancey Cravat hacia otros horizontes. Está el hecho pero no está el fundamento, quizás porque el film no se anima a describir hasta dónde el progreso material de los nuevos habitantes de esas tierras conducía también a convertirlos en aburridos burgueses. Como se queda en el nivel familiar, el film prefiere las preocupaciones femeninas, el hijo que corteja a mujer india, la pequeña necesidad económica (cuya solución no se da), pero nunca el aliento épico, la descripción amplia y compleja de la colonización, del progreso y de la decadencia individual.


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Anne Baxter se quejó de que buena parte de sus escenas hayan quedado en el cuarto de montaje. El film deja suponer que la realidad superó a las previsiones y que hubo que cortar esta inmensa reseña familiar.

Viaje de un largo día hacia Israel

Éxodo

(Exodus, EUA-1960) dir. Otto Preminger.

1 de septiembre 1961.

: Comedia divertida

Amantes de una noche

(L’affaire d’une nuit, Francia-1960) dir. Henri Verneuil. ESTA ES LA HISTORIA de cómo un ciudadano común (Roger Hanin) se encuentra en el centro de París con un amigo de la infancia (Pierre Mondy) y aprovecha las circunstancias para intentar la seducción de su mujer (Pascale Petit). La empresa de este adulterio no llamará la atención por sus valores morales, pero ocurre en las mejores familias y es casi una crónica de costumbres. Es además una empresa bastante fácil, como podrá ser comprobado por varios hombres y casi todas las mujeres del público, debido a que Pascale Petit resulta oponer resistencias muy débiles. Pero el adulterio se prolonga y se complica, cosa que suele ocurrir en estos casos. La historia de una sola noche incluye un bar, un restaurant, un hotel, una casa privada, una carretera, y está complicada por los subterfugios, las mentiras, los apuros, los disimulos y las recíprocas desconfianzas de una relación clandestina semejante. Es una historia muy verosímil, excepto en su artificioso final, y obliga a mucho espectador a comparar notas entre lo que ve y lo que sabe. A pesar de su apariencia frívola, hay dos niveles de realidad en esta comedia francesa. El superficial es el de pasear la cámara por París y por sus habitantes, todo un repertorio para turistas, y está felizmente hecho con el tino de que la ciudad sea un variado fondo que comenta pero no obstruye la anécdota. Hay además una realidad psicológica en toda la historieta: un inventario de los mecanismos para la seducción, las demoras y los obstáculos que se interponen, la doble red de mentiras hábiles con que un hombre y una mujer pueden sustituir la franqueza. Para este análisis de caracteres, el libreto de Aurenche y Jeanson se concede la facilidad del monólogo, pero aun así despliega mucho ingenio de situación y de diálogo. El film ha sido dirigido con agilidad y eficacia por Henri Verneuil, está bien actuado y talentosamente fotografiado. Es a la vez más auténtico y más entretenido que muchas historietas similares de la Nouvelle Vague, que también utiliza estos temas sexuales pero no sabe manejarlos con la misma soltura. 6 de septiembre 1961.

:

LA AMBICIÓN Y LA DESPROPORCIÓN son los rasgos principales de este extenso relato dedicado a la creación del Estado de Israel. Con el afán de que los hechos históricos fueran completos, la novela de Leon Uris y el film acumulan pormenores de tres etapas principales: 1) la oposición inglesa a que los judíos emigrados llegaran a Palestina, lo que da lugar aquí a 75 minutos en Chipre; 2) la división de los mismos judíos en los bandos de Hagannah e Irigun, mayormente identificados por sus normas respectivas de arreglo pacífico y de terrorismo; 3) la consagración del Estado de Israel, tras el acuerdo en las Naciones Unidas, y su enfrentamiento a las bandas árabes vecinas, que luchaban contra lo que creían un despojamiento de sus territorios. En su versión cinematográfica local, esta acumulación de episodios históricos llega a un total de 192 minutos; llegaba a 220 en versiones extranjeras. Y aunque la creación de un nuevo país puede merecer legítimamente un largo film, hay que objetar en cambio la técnica narrativa utilizada. Se apoya en establecer personajes individuales que representen todas las tendencias posibles en el largo y complicado proceso, lo que narrativamente es muy útil, pero luego les hace conversar agotadoramente, en dos docenas de diálogos, para explicar cada crisis, cada pequeño suceso, cada solución. El resultado es que la creación de Israel no crece como drama colectivo. Los diálogos más sustanciosos sobre la crisis de todo un pueblo se mezclan sin proporción con los otros episodios individuales, sea para plantear el amor del guerrillero con la viuda americana (Paul Newman, Eva Marie Saint), sea el otro romance del terrorista con la refugiada (Sal Mineo, Jill Haworth). Y aun los diálogos sustanciosos están forzados hasta lo inverosímil, como ese vaivén de Eva Marie Saint entre el barco de fugitivos y el general inglés (Ralph Richardson), que está obviamente colocado para explicar cosas. Al fondo de toda la narración hay una famosa incapacidad del director Otto Preminger para construir un film en términos de creación cinematográfica. Traslada diálogos, construye escenas de acción y tiene cierta audacia para enfrentar temas comprometidos, como lo prueba una buena parte de su carrera. Pero carece de la sugestión y de la grandeza que lo habilitarían como artista para un tema de proporciones mayores. Parece no darse cuenta de que el simulacro de Paul Newman como presunto oficial inglés y toda la fuga clandestina de los judíos de Chipre es absolutamente increíble y poco seria. Se saltea la meditación de los refugiados, a bordo del mismo barco “Exodus”, para decidir si les conviene resistir el bloqueo o rendirse. Incurre en palabras solemnes para la muerte del viejo líder terrorista (David Opatoshu); no sabe extraer la emoción del reencuentro de dos hermanos que han militado en bandos distintos, o cae en recursos tan fáciles como ese diálogo de Mineo-Haworth, sobreoído por Paul Newman a tres metros de los charlistas. La torpeza de situación dramática abunda tanto en los 192 minutos del metraje local que obliga a añorar los viejos tiempos en que los films duraban noventa. A cambio de mucha pifia, Preminger


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consigue dos buenos momentos. Uno es el diálogo tenso e inteligente entre Mineo y Opatoshu, antes de que el primero sea aceptado como integrante del Irgun. Otro es la fuga en masa de la prisión de Acre, una larga secuencia cuya preparación de pormenores y cuya exposición en fotografía y montaje tiene brillos muy nítidos. Preminger es más valioso como productor que como director. Ha tenido la visión de contar un tema épico que importa a millones de personas de este tiempo y ha hecho algunas concesiones para llevarlo a cabo, sabiendo que al público le interesan las anécdotas múltiples. Ha tocado un tema espinoso y ha debido limarlo en ciertos puntos críticos: el general inglés es demasiado tolerante, los árabes aparecen inspirados por los nazis, un discurso de Lee J. Cobb elogia a ingleses y árabes, un discurso final de Paul Newman promete la paz futura para los enemigos. Estos equilibrios son explicables, porque una superproducción no puede salir a combatir sentimientos nacionalistas de una parte del mundo. Pero así Éxodo pierde de dos maneras la grandeza. Como documento de la creación de Israel, carece de la violencia y pasión que se traslucía en los cables de 1947. Como drama de una docena de individuos metidos en una encrucijada histórica, se queda en el nivel informativo y poco sentido. Para tanto asunto y tan poca emoción, 192 minutos locales son un exceso.

color y CinemaScope, dicha por James Mason y Susan Hayward sin la menor convicción. Y atrás de ese diálogo no hay bastante situación, bastante expectativa de que la anécdota desvíe en un sentido o en otro. Desde el principio se adivina todo. Leslie Stevens es un hombre un poco más escandaloso, como lo ha probado su reciente film Propiedad privada (Private Property, 1960), que por lo menos en tema debe ser lo más audaz que se haya filmado en los Estados Unidos. Pero al trasladar The Marriage-Go-Round se ha conformado con hacer teatro filmado, una empresa menor que ni siquiera sus intérpretes pueden tomar en serio. Hay que recordar, en descargo de Stevens, que el director es Walter Lang, uno de los mediocres más chatos de los últimos 25 años del cine. 8 de septiembre 1961.

: Historia de una seducción

La mujer rendida

(A Cold Wind in August, EUA-1960) dir. Alexander Singer. 7 de septiembre 1961.

: Gente que habla

Préstame tu marido

(The Marriage-Go-Round, EUA-1960) dir. Walter Lang. AUNQUE LOS TÍTULOS INICIALES no lo dicen, ésta es la versión poco cinematográfica de La calesita del matrimonio, una obra teatral que fue un éxito en Estados Unidos desde 1958 y que Montevideo conoció en una versión de Ávila-Martínez Mieres, también con marcado éxito, en 1960. La aceptación pública ha llevado a su autor, Leslie Stevens, a producir y escribir el film, para el que pudo contar con la escultural rubia Julie Newmar, una mujer espléndida que hacía el papel en teatro y que ahora aparece lanzada a públicos internacionales. Pero es lo único que Stevens tiene para jactarse. El asunto es la estabilidad del matrimonio burgués de profesores (James Mason, Susan Hayward), que se ve amenazado cuando llega la sueca y se propone tener un hijo con el dueño de casa. Esta propuesta pudo solucionarse a favor o en contra, gastando unos pocos minutos, pero Stevens lo ha estirado en una larga discusión de tres personas sobre la fidelidad manteniendo puntos de vista muy conservadores al respecto. Presenciada en cine, esa discusión llega a lo intolerable. Durante parte de una hora y media lo único que se puede ver es a Julie Newmar, que se despliega de varias maneras y protagoniza una escena adicional en una piscina. El resto es conversación, machacada en

LA MUJER DEL TÍTULO es una bailarina de striptease que ha ganado lo suficiente para vivir sola en un cómodo apartamento, divorciada de su marido y olvidada de su profesión hasta donde ello es posible. Y la rendición del título es la historia de cómo esta mujer (Lola Albright) se entusiasma con el hijo del portero de la casa (Scott Marlowe), un joven de 17 años muy atractivo. La primera etapa es la seducción del muchacho hasta que cae en brazos de la mujer fatal; la segunda es un inestable romance entre ambos, que han descubierto respectivamente los encantos del amor y del sexo; la tercera es la catástrofe de esa pareja, cuando él se entera de la verdadera profesión de ella y cae en un desengaño, en el reproche, en la ruptura. El material daba para un desarrollo mayor, para una ilustración más precisa no ya de la situación básica, sino de las motivaciones concientes y subconcientes con que ambos personajes son empujados a su relación. Concebido en términos económicos, sobre un plan de pocos personajes y mínimos incidentes laterales, el film mantiene, sin embargo, una atención a sus puntos esenciales. La sensualidad de la mujer, su insatisfacción sexual, la campaña de conquista, son elementos que el film coloca directamente, sin mucha conversación, obteniendo una atmósfera envolvente para la primera parte de la anécdota. El retrato del muchacho está hecho también en pocos y precisos trazos, pintando una mezcla de idealismo y de animalidad primitiva con una clara descripción que aparece hábilmente referida a sus relaciones con su padre y con los compañeros de su edad. Y cuando la situación evoluciona, el film se anima a marcar algunos extremos audaces, no sólo en el hecho sexual sino en la náusea de él, en el dolor de cabeza y en el capricho de ella. Si el film no progresa en hondura y en emoción es porque sus autores no han sabido o querido ver más allá de su limitado nivel naturalista, y sólo han narrado lo que desde fuera se puede ver. Una segunda limitación está en el elenco, donde Lola Albright


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tiene la presencia y la actitud desafiante que su seductora necesitaba, pero no la fuerza dramática que el asunto le pide en las últimas escenas. Este film de clase B es el primero de su director Alex Singer, que ha trabajado con libretistas, productor y elenco escasamente conocidos. En el conjunto, su obra se ubica en lo que ahora se llama “escuela de New York”, una forma del cine independiente y pequeño, empeñado en probar algunas formas de la audacia. En ese nivel es un film muy satisfactorio, que quiere traspasar las líneas de las prohibiciones pero se mantiene sobrio y sensato en su forma. Como debut de director, el film no es una realidad pero es ciertamente una promesa. 12 de septiembre 1961.

: Revelación de talentos

Todo comienza el sábado

(Saturday Night and Sunday Morning, Gran Bretaña-1960) dir. Karel Reisz. EL OBREROTORNERO que protagoniza este film inglés debe ser entendido como representante de toda una clase social de Gran Bretaña. En el panorama actual, un film sobre la clase obrera, retratada con autenticidad y en tiempo presente, es una excepción en su industria cinematográfica nacional, pero corresponde integrarlo con todo un movimiento de renovación que tiene sus raíces en el teatro y en la novela de autores ingleses. Más que por un afán vanguardista o por una renovación formal, pretensiones que han viciado a la Nouvelle Vague francesa, esa nueva promoción británica se caracteriza por la atención a la olvidada realidad, en el mismo espíritu que hace algunos años orientó al neorrealismo italiano. Síntomas laterales de esa atención han sido ya en ese cine la producción de Almas en subasta (Room at the Top, J. Clayton-1958), de Pasión prohibida (Look Back in Anger, T. Richardson-1959) y hasta la elección de Hijos y amantes de D. H. Lawrence8. Pero ninguno de esos ejemplos ha sido tan actual, tan vivo y tan intenso como Todo comienza el sábado, que no sólo comienza por describir la situación de un obrero en la sociedad industrial, sino que sabe tener, también, la validez de un retrato psicológico y la validez de un punto de vista crítico, inteligente, frente a la realidad que retrata. La primera descripción de este Arthur Seaton es la de obrero joven, robusto, bien pagado, lleno de apetitos vitales (la cerveza, las mujeres, cierta vanidad de su fuerza física) y sin embargo alimentado por la disconformidad con el mundo que le rodea: con los entregados y los pasivos que aceptan humilladamente una moderada esclavitud, con su propio padre que ya vive concentrado en la televisión, de espaldas al mundo, con el patrón que grita y al que se puede afrentar 8

Se refiere a la adaptación homónima dirigida por Jack Cardiff en 1960.

porque ahora los obreros han conquistado ya ciertas posiciones. Esa disconformidad lleva a Arthur a aprovechar su vida tan gozosamente como pueda, a pasarla bien como su cuerpo se lo pida; el resto es propaganda, dice. Esa posición vital, involuntariamente filosófica, le hace separar su vida rutinaria de la otra que puede decidir, por sí mismo, el sábado de noche y el domingo de mañana a los que alude el título original: son el momento de ponerse el mejor traje, de acostarse con su amante (que es casada con otro obrero de la fábrica), de tomar tremendas cantidades de cerveza, de ir a pescar, de conquistar a la muchacha que conoce accidentalmente. Lo que Arthur no ve por sí mismo, y que le es enseñado por las consecuencias de sus actos, es que la posición de desafío no puede ser mantenida indefinidamente. Su amante queda embarazada y eso le cuesta varios trastornos, una ruptura y una paliza. La hostilidad agresiva hacia una vecina trae una intervención policial. El romance con la muchacha, pese a sus resistencias iniciales, habrá de derivar a un casamiento. Las últimas escenas muestran así a Arthur como un próximo marido y quizás como un hombre en vías de ser domado.Todavía tira piedras en el baldío contra un letrero cercano, pero le hacen notar que ese letrero avisa la próxima construcción de viviendas económicas y que ese sitio podrá ser su futura casa. No hay que tirar piedras allí. La educación sentimental de un joven obrero rebelde, dijo el director Karel Reisz cuando le preguntaron de qué trataba su film. Y es obvio que ni el director ni el novelista Alan Sillitoe (que con Reisz abrevió y adaptó su obra para el film) ven su tema como una toma de partido por la rebeldía inicial o por la doma final. En uno y otro caso muestran que esa es la realidad, tal como se presenta con pequeñas variantes para tantos otros Arthur Seaton en todo el mundo. Y si algo surge claro en toda la parábola de la anécdota, es que no hay villanos en el proceso, el que está desarrollado y condicionado por la convivencia social, por la interacción de los diversos personajes, por sus intereses y por las exigencias del medio en que viven. Reisz dijo hace pocos meses que él mismo es socialista, pero que no le interesa el cine con mensaje. No quiere que, por ser símbolos llenos de significado, sus personajes pierdan la naturalidad o que su peripecia pierda el contacto con la realidad inmediata. Y la primera virtud de su film es que los sentidos y las moralejas queden en una posición implícita, sugerida, mientras lo que aparece en la pantalla es una vitalidad, una fuerza, una precisión de detalle que hace muy convincentes a sus figuras. La observación de los modelos reales, la traslación de sus giros verbales y de sus acentos, las docenas de detalles que pueblan la acción, son una primera riqueza del film. Una segunda riqueza es el equilibrado pormenor del libreto, la elección de escenas clave en una novela más larga, la perfecta articulación con que la anécdota progresa desde el planteo a la solución. Y sobre esos cuidados en el material primario, el film impresiona todavía por la mezcla de audacia y seguridad con que Reisz fotografía y compagina, la inventiva de la banda sonora, las calidades del ritmo que se obtiene en el montaje. Una secuencia central, en un parque de diversiones, habrá de impresionar a mucho aficionado por las proezas que Reisz y su fotógrafo Freddie Francis han obtenido (cámara en mano, compaginación de gran vuelo), pero una revisión del film prueba hasta dónde esas virtudes se mantienen en todo el relato, más sobriamente aplicadas. Albert Finney hace una creación de su Arthur Seaton tan asombrosamente natural, en todos los registros, que parece nacido y consustanciado con el papel; asom-


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brosamente, Finney es además un actor teatral de escuela shakespeariana, capaz de otras formas interpretativas. En un elenco parejamente notable merecen palmas especiales Rachel Roberts como la amante casada, Shirley Anne Field como la novia e Hylda Baker como una vieja tía. La excelencia del elenco obliga a pensar que Karel Reisz une a sus talentos el de ser un gran director de intérpretes, además.

15 de septiembre 1961.

: Chiste para amigos

Su punto más bajo es difícil de elegir entre las muchas escenas innecesarias que se han mechado en el libreto, pero el mejor candidato debe ser AkimTamiroff, falso como un cómico del teatro de antes. Es probable que el film resulte atractivo a públicos que siguen a Sinatra o a Sammy Davis. Es también probable que Las Vegas en colores sea de interés para turistas potenciales, que pueden asombrarse de ese movimiento y de la fotografía en color. Pero el film debió ser un relato violento, rítmico y preciso de un asalto, a la manera de Rififi, y ese proyecto fue desperdiciado por Milestone, por Sinatra y por sus amigos charlatanes. 15 de septiembre 1961. Film citado Rififi (Du rififi chez les hommes, Francia-1955) dir. Jules Dassin.

11 a la medianoche

:

(Ocean’s Eleven, EUA-1960) dir. Lewis Milestone. SINATRA Y LOS SUYOS se deben haber divertido mucho cuando hicieron este film, dedicado a narrar cómo once ex paracaidistas, todavía amigos quince años después de la guerra, se reúnen para dar un golpe maestro y llevarse varios millones de dólares en un asalto. El golpe consiste en atracar simultáneamente a cinco casinos de Las Vegas, mediante una complicada operación que incluye provocar un apagón, modificar las instalaciones eléctricas, aprovechar las confusiones del fin de año (a la medianoche exacta) y calcular todas las derivaciones de transporte y ocultación de los millones. Puesto en el papel, el plan es tan atractivo que puede tentar a cualquiera, y no sólo a ex-soldados especialistas en commandos. Como lo dijera el actor Joey Bishop, que aquí aparece integrando la expedición, cuando le contaron el asunto a Sinatra éste replicó: Al diablo con la película; vamos a hacer el asalto. Pero se pusieron a hacer la película, con dinero de Sinatra y con dirección de Lewis Milestone, un veterano de carrera muy irregular. La diversión de Sinatra y los suyos, que integran todo un famoso clan de amigos y de socios para la aventura, se debe muy escasamente a motivos de trabajo, tan escasamente que tiraron la película por la borda y resolvieron improvisar. En las dos horas y fracción que dura el asunto está ciertamente el asalto, fotografiado y montado con detalle, ambientado entre el lujo multicolor de los cabarets de Las Vegas, comentado aquí y allá por toques de violencia y de humor. Pero dura muy poco. El resto está dedicado al clan, cuyos diversos personajes dicen bromas sobre sí mismos, cantan y conversan, muy lejos de las necesidades de ilustrar el asalto. El resultado es un desorden, una pérdida de tiempo y a menudo una chatura. La descripción minuciosa de los caracteres y de sus relaciones familiares no funciona en lo más mínimo para el asalto posterior, y cada vez que se juntan dos personajes a hablar de sus preocupaciones personales, el film deja la impresión de que Sinatra quiso cumplir con la vanidad de todo su elenco. Lo malo es que el ejercicio tiene pocos motivos para ser vanidoso. Su punto más alto es César Romero, un ladrón amateur que se ha propuesto burlarse de toda la banda.

Suspenso de veras

La ventana

(The Window, EUA-1949) dir. Ted Tetzlaff. A LOS DOCE AÑOS DEL ESTRENO, sigue siendo muy firme el interés de este film policial. Comienza con la invocación de la famosa fábula del pastor mentiroso, que gritaba la venida del lobo cuando el lobo no venía, y terminó por no ser creído cuando realmente vino. Igual que en el modelo de Esopo, este niño de un apartamento suburbano (Bobby Driscoll) ha dicho tantas mentiras e imaginado tanta historia legendaria, que no es creído por sus padres (Arthur Kennedy, Barbara Hale) cuando les cuenta haber visto un crimen, cometido por los vecinos del apartamento de arriba (Paul Stewart, Ruth Roman). Casi todo el film es la historia de sus esfuerzos por ser creído, la fracasada apelación a la policía, la soledad del niño, su miedo ante la amenaza de los criminales, la fuga final que termina por arreglarlo todo. El asunto está tomado de un cuento de Cornell Woolrich (un escritor más conocido bajo su otro nombre de William Irish) y ha sido adaptado en un libreto muy preciso y claro, que incluye económicamente todo lo necesario, no se dispersa en relatos laterales y crece sin pausa desde el planteo a la solución. Son particularmente hábiles las secuencias iniciales, que informan por igual sobre el carácter del niño y sobre la complicada disposición de las escaleras en un inmenso edificio, dos datos que importarán luego. Una justeza similar puede apreciarse en los diálogos intermedios, que describen la creciente soledad del niño ante un mundo de adultos que se niega a escucharle. Pero la mejor fuerza del film está en la fotografía y compaginación de la secuencia final, en la que Paul Stewart persigue al niño, para librarse de testigo tan incómodo. No hay un segundo de respiro en esa complicada fuga por un edificio abandonado, y toda la secuencia puede incorporarse a la galería de lo más eficaz en el género policial.


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La ventana fue producida en 1949 por los estudios RKO, cuando Dore Schary daba allí las órdenes. Como en otros films de ese período (particularmente Encrucijada de odio o Crossfire, de Edward Dmytryk) el sistema era compensar la producción barata con la autenticidad de escenarios, la inventiva de libreto, la precisión de fotografía. En su momento el film fue debidamente elogiado por la crítica y Bobby Driscoll recibió un premio extra de la Academia como actor infantil. Doce años después, afortunadamente, el film sigue tan vivo y tenso como antes, sin una falla de interés en su relato. 19 de septiembre 1961.

sobradora del empleado de hotel que se niega a creer que toda pareja de clientes sea necesariamente un matrimonio. Bob Hope es el mismo comediante de siempre, pero parece mucho más sobrio en su actuación, quizás porque el libreto le pide hacer un personaje con sentimientos y no un cómico suelto. A su lado, Lucille Ball vuelve al cine tras muchos años de ausencia (durante los cuales se hizo rica en televisión) y resulta una eficaz comediante. Entre ambos y los libretistas han obtenido ese difícil fruto: la comedia que no sólo hace reír, sino que además hace pensar. Cuántos matrimonios se sentirán entre divertidos e incómodos durante la proyección es una difícil adivinanza. 19 de septiembre 1961.

: El adulterio con risas

Amor es juego prohibido

(The Facts of Life, EUA-1960) dir. Melvin Frank.

: Mentiras fáciles

El gran impostor

(The Great Impostor, EUA-1960) dir. Robert Mulligan. ES MUY DIVERTIDA esta aventura de Bob Hope y Lucille Ball, pero eso no se debe a que sea una farsa cómica por el estilo que cabía esperar. Por el contrario, es una narración entre sentimental y satírica sobre el ejercicio del adulterio, tal como puede ser proyectado y practicado en la clase media americana, que desde lejos parece clase alta. La aventura de los protagonistas, que tiene sus respectivos cónyuges (Ruth Hussey, Don De Fore), comienza por un odio cordial, sigue por la necesidad de compartir sin acompañantes una excursión a Acapulco (cuyo plan original incluía a tres matrimonios) y vuelve a la tentación de llevar el adulterio adelante, ya en medio de la común vida civil. El libreto da plena motivación a cada uno de estos pasos, señalando con sarcasmo las limitaciones de muchos matrimonios americanos: la inercia que suele mantenerlos unidos, el aburrimiento mortal de las rutinas diarias, la necesidad de escapar. El planteo es curiosamente honesto, al estilo del famoso film inglés Lo que no fue (Brief Encounter, dir. David Lean, sobre Noël Coward) y está detallado con abundancia de anécdota, señalando los pormenores de la tentación y del disimulo: la llamada telefónica hecha en lenguaje ambiguo, el vecino que tras un encuentro casual puede arruinarlo todo, la reunión infantil que entorpece una fuga. En los contratiempos de la pareja encuentra el film su materia cómica, pero ciertamente no inventa resbalones ni caídas. Son casi todos contratiempos muy verosímiles y responden a una observación de la vida americana, donde un hotel se parece a otro, donde la capota de un coche puede quedar trabada, donde un marido puede seguir leyendo el diario durante el desayuno, sin oír que su esposa le está gritando la aventura extramarital que tuvo ayer. Y no es sólo en el libreto donde Melvin Frank y Norman Panama (autores de mediocres comedias previas) han superado sus antecedentes. Hay detalles de dirección: una radio casual que trasmite inoportunamente la noticia de un crimen pasional, un gesto mudo que comenta una situación, toda la actitud escéptica y

EL SIMULADOR Ferdinand Waldo Demara, cuya vida se cuenta en esta comedia, ha existido realmente en Estados Unidos y Canadá, durante los últimos años, y fue protagonista de increíbles aventuras, todas ellas originadas por la costumbre de adoptar nombres y personalidades ficticias. Es más alarmante el dato de que Demara está todavía vivo en algún lugar del mundo, bajo nombre falso y posando de militar, de médico, de crítico teatral o de juez de alguna Suprema Corte. Cuando trascendió alguna de sus farsas, Demara se hizo famoso y después se escapó de nuevo. Con la lista de las diversas simulaciones Robert Crichton hizo un libro (1959) que este film invoca como fuente de su tema. Pero la versión cinematográfica que, reconocidamente, sólo utiliza una parte de la historia real, se acerca peligrosamente a la ficción, tiene a Tony Curtis casi constantemente en el cuadro, fingiendo sucesivamente ser soldado, monje, alcalde de una prisión, médico cirujano y otras profesiones difíciles, Y ese retrato es harto superficial, en parte porque está creado para lucimiento del actor en una sola veta de galán simpático y buen mozo, en parte porque el libretista se ahorra las complicaciones y se limita a decretar sucesivos cambios de personalidad, sin explorar debidamente las circunstancias, las dificultades y los impulsos secretos del peculiar personaje. El resultado es así de tremenda facilidad y de pronto olvido. Con una tramposa soltura,Tony Curtis reduce rápidamente al peligroso delincuente Mike Kellin, recibe el amor de la coqueta Sue Ane Langdon, enamora en un minuto a la hermosa Joan Blackman, saca una muela a Edmond O’Brien y hace 19 (diez y nueve) operaciones quirúrgicas consecutivas durante la guerra de Corea, una hazaña que provoca su fama y la revelación de que el hombre no tenía ningún diploma en cirugía. Al fondo de ésas y otras aventuras, el film no explica ni insinúa siquiera que el protagonista sea un hombre de inteligencia y habilidades múltiples, con lo que las 19 operaciones parecen una mera fantasía. Y lo


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que es más débil, el film no insinúa tampoco que haya dificultades en cada caso de falsa identidad. En un mundo de ciegos, Tony Curtis hace progresar sus imposturas. En su nivel de entretenimiento el film es bastante eficaz. Para la diversión de mucho público, Edmond O’Brien se lleva los honores en la escena de extracción de una muela (le ponen tantas inyecciones que el hombre queda rígido y contraído hasta el día siguiente) y Curtis tiene momentos de excelente comediante. Es imposible tomar en serio a los intérpretes, al director y al libretista, pero hay que suponer que el propio productor del film quiso mantener su tema en la superficie, desperdiciando un asunto que daba para mucho más. 22 de septiembre 1961.

: Libreto en las tinieblas

En la ardiente oscuridad (Argentina-1959) dir. Daniel Tinayre.

LA OSCURIDAD TITULAR se refiere a que son todos ciegos en este film, en una lista que incluye a muchos intérpretes, al libretista y al director. Al principio el asunto explica lo bien tratados que están los ciegos en el Instituto Román Rosell, a cuya causa y con cuyo apoyo se ha hecho esta declamación. Se les enseña a leer y a escribir, a caminar sin bastón, a nadar, a trabajar en la imprenta. Pero cuando la anécdota tiene que mostrar un caso en particular, se dedica a los conflictos del ciego recién ingresado (Lautaro Murúa), que está resentido contra la sociedad. Y eso deriva en varios discursos, en un triángulo amoroso con otros compañeros de ceguera (Mirtha Legrand, Duilio Marzio), en violentas discusiones, en rotura de vidrios y en caminatas desfallecientes bajo la lluvia, con todo un aparato adicional de música estentórea, recitado de sentimientos y ramas que se agitan en el parque. El film confunde sus propios términos. Debió contar problemas de ciegos y cuenta un triángulo sentimental. Debió contar un drama y se limita a ilustrar un recitado. Debió hacer una obra cinematográfica y hace una obra radial, que los ciegos apreciarán junto al receptor. El libretista Eduardo Borrás ha sido siempre un discursivo, un afecto a diálogos inflados, solemnes, gritados. Sus directores habituales, Hugo del Carril y Daniel Tinayre, saben hacer otras cosas en el cine, pero no han aprendido a cortar la prosa de Borrás. En este caso particular, Tinayre ha accedido al más peligroso de los temas que el libretista podía tocar, porque los ciegos no ven lo que pasa ni se pueden mover mucho, así que el diálogo lo dice todo, y más aún. El resultado está entre la sensiblería y la tristeza, porque en un film de ciegos Borrás es rey.

:

26 de septiembre 1961.

Tema para discutir

Propiedad privada

(Private Property, EUA-1960) dir. Leslie Stevens. ESTE FILM HA PROVOCADO un escándalo desde su lanzamiento americano y europeo a principios de 1960. Su tema es el sexo: la campaña de dos vagabundos por conquistar a una mujer desconocida, la equívoca relación entre ambos hombres, la gradual aceptación por la mujer, que aparece descrita como una insatisfecha. Aunque el film no tiene un solo desnudo, las situaciones aluden siempre al erotismo, en varias retorcidas formas, y en el conjunto son lo más audaz que haya salido del cine americano. Pero el film no debe ser atribuido a Hollywood. Fue escrito y producido en forma totalmente independiente por un grupo de jóvenes y semidesconocidos, sin contar siquiera con la distribución de empresas cinematográficas establecidas. La índole de su tema, la habilidad de su realización y la extrema economía de la producción sirvieron para imponer luego en la industria al director y autor Leslie Stevens, que en apariencia no sólo está haciendo una fortuna con Propiedad privada, sino que ha logrado comenzar una carrera cinematográfica. Stevens tenía muy poca notoriedad antes de este escandaloso lanzamiento. Nació en Washington en febrero 1924, hijo de un oficial naval, y viajó con su padre por buena parte del mundo. A los quince años se vinculó brevemente con Orson Welles y luego con compañías teatrales veraniegas. En 1943 se enroló en la Fuerza Aérea, obtuvo el grado de Capitán a la increíble edad de veinte años y luego de la guerra volvió a la actividad teatral, como estudiante y aprendiz (en la Yale Drama School, en el American Theatre Wing), mientras trabajaba en empleos diversos. En 1953 su pieza Bullfight fue representada en New York, y desde entonces ha estrenado The Lovers (con Joanne Woodward) y Champagne Complex (con Donald Cook), piezas que no tuvieron éxito. En 1957 Stevens tuvo su primer contacto pon el cine, adaptando un tema para TV de Gore Vidal, que se convirtió en El temerario (The Left-Handed Gun), un western de acentos freudianos, que interpretó Paul Newman con dirección de Arthur Penn. En 1958, mientras hacía otros trabajos para TV, Stevens obtuvo un éxito teatral con The Marriage-Go-Round, una pieza de cuatro personajes, que fue protagonizada por Claudette Colbert y Charles Boyer. Bajo el título La calesita del matrimonio, y con dirección de Concepción Zorrilla, esta pieza llegó a ser también un éxito montevideano para la compañía Ávila-Martínez Mieres, desde enero 1961. Stevens y sus socios han descrito Propiedad privada como un intento de hacer films en los términos económicos y experimentales de la Nouvelle Vague francesa. En todo el equipo el único nombre consagrado es el fotógrafo Ted McCord (Tesoro de Sierra Madre, Al Este del paraíso). El productor Stanley Colbert era un agente literario. Los intérpretes Corey Allen y Warren Oates, que hacen los dos vagabundos, sólo habían hecho papeles ínfimos en el cine (Allen competía con James Dean en una pelea de Rebelde sin causa). La actriz Kate Manx, que tiene el único papel femenino, había sido modelo y había actuado en televisión antes de casarse (en mayo 1958) con Leslie Stevens. Como encargado de “tecnología fílmica” (sic), término que debe entenderse como ayuda en el plan de producción, figura Alex Singer, un semidesconocido


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con ideas propias, que después haría otra indagación en la vida sexual moderna, titulada La mujer rendida (A Cold Wind in August, de reciente estreno). Al uso de gente desconocida, Propiedad privada agrega la máxima economía de escenarios, que casi en su totalidad son los de un chalet y un jardín en la misma casa de Stevens en Hollywood. La economía fue complementada por un cuidadoso plan de filmación, lo que permitió hacer todo el rodaje en diez días, con un costo total de 59.525 dólares, lo que es fabulosamente barato si se lo compara con cualquier film clase B de Hollywood. Propiedad privada no obtuvo el sello de la Administración del Código de Producción del cine americano, lo que de hecho impide la distribución mundial a través de las empresas mayores. Pero aún así fue presentado en New York, en París, en Londres, en Buenos Aires y en otras capitales, con un formidable éxito de público. La recepción de la crítica ha sido ambigua, con objeciones a las inclinaciones morbosas de] asunto (que se apoya en deformar psicologías y conductas para poder desarrollarse) y con cierta estimación por la realización y particularmente por la fotografía. El éxito público provocó un contrato de Leslie Stevens con la 20th Century Fox, por un total de cinco films. El primero fue una versión de The Marriage-Go-Round, en color y CinemaScope, que dirigió Walter Lang, con James Mason y Susan Hayward en papeles principales, y con la belleza Julie Newmar en la repetición de su labor teatral. El film fue estrenado en Montevideo hace poco (con el título Préstame tu marido9) y resultó ser teatro filmado y conversadísimo, porque a nadie se le ocurrió la idea de transformarlo. Es mucho más refinado el tratamiento cinematográfico de Propiedad privada, un film de realización hábil, que calcula astutamente el interés de mucho espectador. Pero aunque la crítica deberá hablar de formas, de imágenes, de clima sensual, es muy seguro que el tema de discusión pública será otro. Hay tanta preocupación con el sexo y con sus perversidades en Propiedad privada, que el film será el centro de la controversia y aun del escándalo. 27 de septiembre 1961.

: Charla en la trinchera

El cabo Asch va al frente

(08/15 - Zweiter Teil, Alemania Occidental-1955) dir. Paul May. ESTA ES LA SEGUNDA PARTE de una trilogía cinematográfica sobre la vida miliar alemana, que está basada a su vez en una trilogía de novelas de H. H. Kirst, de gran éxito en su momento. La primera entrega se llamaba sintéticamente 08/15, fue conocida aquí como La rebelión del cabo Asch (en 1956) y describía el ambiente de cuartel en la preguerra, con bastante sátira a la mentalidad militar y con cierta in9

Ver pág. 210.

clinación por el chiste sucio. Esta segunda parte retoma algunos personajes (y sus intérpretes) en el frente ruso invernal de 1941, durante una etapa de bastante quietud. Y lo que presenta es la múltiple intriga entre oficiales y soldados, por razón de disciplina, de mujeres, de comodidades, de lo mucho que se abusa del teléfono, o de la estupidez de iniciar un fuego de artillería por poco motivo, lo que sirve para denunciarse ante el enemigo. Entre el abundante diálogo se desliza algún sarcasmo contra el régimen nazi y se insinúa la existencia de una logia secreta entre oficiales, en lo que probablemente sea un apunte de la conspiración que estallaría en julio 1944. Pero el libreto no tiene la menor idea de cómo una película debe plantear y desarrollar sus elementos. Lo único que atina a hacer es la cadena infinita de diálogos, saltando de un personaje a otro, de un episodio a otro, sin una sombra de relación o de progresión. A la media hora ya es posible preguntarse para dónde va el libreto. A la hora y media esa pregunta queda sin respuesta. Todo impresiona como la chambona adaptación de una vasta novela, de la que se habrían entresacado episodios sin preocuparse de recomponerlos. En otros sentidos, el anecdotario es muy convencional, y su presentación del sexo y del amor romántico parece tamizada por la conveniencia de hacer un film apto para todo público. La realidad de la guerra se escapa. Excepto la fotografía de Georg Krause, que es siempre muy competente, toda esta segunda parte de 08/15 obliga a señalar que no hay ningún apuro en conocer la tercera. Ya la segunda demoró seis años en estrenarse aquí, y no es necesario correr para saber cómo sigue el asunto. 28 de septiembre 1961.

: Centro de una controversia Los de la mesa 10 (Argentina-1960) tiene el mérito de la autenticidad, que no es habitual en el cine argentino. No inventa un tema: lo encuentra en la totalidad del Buenos Aires actual. El drama es el casamiento imposible entre una chica de familia burguesa (María Aurelia Bisutti) y un joven mecánico (Emilio Alfaro), cuyo romance se ve entorpecido por problemas económicos y por la oposición familiar. El tema es así, de hecho, un drama de tantos, pero también es un apunte de la realidad social argentina, donde mucho espectador habrá de encontrarse. A esa autenticidad de fondo, el film agrega otra autenticidad formal: la economía con que plantea y resuelve la anécdota, la realidad de los ambientes, los personajes y las costumbres que se inscriben en los alrededores del tema. En su propósito inicial, el film no aspiraba a ser revolucionario, sino a cumplir con una suerte de testimonio, a medio camino entre la orientación del neorrealismo y la moderada dramaturgia de televisión. Su equipo de realización no tenía por otra parte mayor fama. Excepto el nombre de Horacio Salgán, autor de la partitura musical, los principales del equipo


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no habían trascendido a la notoriedad. Pero habían dado en cambio algunas muestras de talento, como es el caso del fotógrafo Ricardo Aronovich, vinculado a un gran volumen de cortometraje documental y aun experimental, o el caso del director Simón Feldman, que antes había hecho el corto 300 millones (sobre un cuento de Roberto Arlt), una sátira violenta titulada El negoción (en 16mm, 1958) y una versión ampliada del mismo Negoción (1959). El argumentista Osvaldo Dragún había obtenido su notoriedad fuera del cine, con una abundante obra en televisión y particularmente en el conjunto teatral Fray Mocho. Y el productor Marcelo Simonetti, que había hecho miles de programas para la TV, según confesión propia, no pensaba tampoco que Los de la mesa 10 pudiera llegar a provocar mucho ruido. Era un pequeño drama, un film sin otra pretensión que la honestidad. Pero hizo un ruido considerable. Fue estrenado en Buenos Aires el 18 de octubre de 1960, en dos salas de segunda categoría, lo que resulta muy explicable si se recuerda que todo el cine argentino padece grandes conflictos por la resistencia de los exhibidores nacionales. En los días previos, el Instituto Nacional de Cinematografía, cuya misión teórica es fomentar al cine argentino, clasificó a Los de la mesa 10 en la categoría B, lo que legalmente suponía privarla del privilegio de exhibición obligatoria y privarla además de todo derecho a los premios anuales del misma Instituto. Esta decisión, tomada por 4 votos contra 3, era insólita en el medio: el mismo día, ...Y el demonio creó a los hombres (Armando Bó con Isabel Sarli) había sido clasificada en categoría A, un nivel donde figura casi todo el cine industrial argentino, incluyendo famosos bodrios. El productor Simonetti apeló esta clasificación, pero el Instituto la ratificó. Parte de la prensa argentina denunció la injusticia y encontró razones para alegar que el Instituto estaba entregado a intereses industriales y se comprometía en una campaña contra el cine independiente. En los meses siguientes, Simonetti continuó la apelación ante más altas esferas. En marzo 1961 un decreto firmado por Frondizi dejó sin efecto esa clasificación B y ordenó que el Instituto (cuyas autoridades habían cambiado en el ínterin) procediera a una nueva clasificación. Nuevas demoras provocaron que en abril 1961, un día antes de la reunión en que el Instituto debía otorgar sus premios en efectivo a la producción 1960, Simonetti obtuviera una orden judicial de amparo, que de hecho dejaba en suspenso toda adjudicación de premios hasta que el Instituto procediera a la reclasificación ordenada. Así fue como Los de la mesa 10 fue revisada y colocada en categoría A, con lo cual alcanzó el derecho a premio. Pero en el fallo no obtuvo premio alguno. Se trataba del famoso fallo 1960, donde una mayoría del Jurado, aparentemente con el empeño de obstaculizar al cine independiente argentino, prescindió de toda mención a Shunko y Alias Gardelito de Lautaro Murúa, films prestigiados por jurados y críticos nacionales y extranjeros, prefiriendo dar más de un millón de pesos a Plaza Huincul, Don Frutos Gómez, Amorina, Las furias, Favela y otros films abiertamente comerciales. En sus circunstancias históricas, Los de la mesa 10 ha pasado a ser, junto a los dos de Murúa, un emblema o un símbolo de la resistencia de los independientes contra el cine argentino industrial y contra la ceguera o torpeza de las autoridades oficiales, cuya política de créditos, de clasificaciones, de premios, de selección de films para festivales ha sido enjuiciada con abundantes fundamentos. Es auspicioso saber que los independientes no han retrocedido. En los últimos meses, se han rodado El último

piso de Daniel Cherniavsky, Los jóvenes viejos de Rodolfo Kuhn, Dar la cara de José Martínez Suárez (sobre libro de David Viñas) y Tres veces Ana de David José Kohon (productor: Marcelo Simonetti). El mismo Simón Feldman de Los de la mesa 10 prepara ahora Noche terrible, sobre un cuento de Roberto Arlt, con producción de Simonetti10. Simultáneamente, un grupo de productores independientes han procurado federarse para obtener estudios de filmación y para colocar sus films en el exterior, vista la inexistencia real de una entidad que debió llamarse Uniargentina. Para el estreno de hoy en el Coventry, el productor Simonetti y el director Feldman han venido especialmente a Montevideo, lo que habrá de ocasionar presumiblemente algunas palabras adecuadas desde el escenario. El sábado 30 ambos estuvieron en una exhibición del film en Cine Club del Uruguay y atendieron posteriormente una larga lista de preguntas del público. De sus respuestas se infiere una marcada inclinación de ambos a producir más y mejor cine, con cierta vocación por la autenticidad en temas y personajes, además de una tranquila combatividad para afrontar las dificultades de todo orden: la presión oficial, la presión industrial, la censura, los sindicatos, la frecuente negativa de los exhibidores, la competencia de la televisión. Su posición es lo que suele denominarse Espíritu Constructivo, pese a todo. 2 de octubre 1961.

: Modigliani en superficie

Los amantes de Montparnasse (Les Amants de Montparnasse - Montparnasse 19, Francia / Italia-1957) dir. Jacques Becker.

COMO TANTOS OTROS PINTORES, Modigliani fue un fracaso en vida, y terminó por morir en 1920, a los 36 años, tras la bohemia, el alcohol, la pobreza, el hambre, la tuberculosis, la incomprensión ajena. Lo que se propone este film de Becker no es relatar orgánicamente la vida de ese artista, para lo que habría necesitado un más amplio plan de producción. Su conciso propósito es documentar a Modigliani por el retrato de su último año en París, con un breve intervalo de descanso y de amor en Niza. En ese período final confluyen los rasgos principales en la carrera del pintor, y así el film se permite trazarlos con una anécdota de ficción, históricamente inexacta pero en el fondo más elocuente que la biografía real. El propósito está claramente anunciado en una advertencia inicial, y nadie podrá llamarse a engaño. Pero como tantos otros films sobre artistas, este Montparnasse 19 soslaya al artista mismo, una omisión que el cine americano ya había hecho habitual en las biografías de Chopin, de Schumann, de Liszt, de Gershwin y de tantos otros. 10 Feldman no llegó a realizar Noche terrible en ese entonces, pero Simonetti conservó el proyecto y lo produjo en 1967, dirigido por Rodolfo Kuhn.


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La zona más extensa del film está dedicada a los amores pasados y presentes de Modigliani, una nómina que comprende a la tabernera que fue su amante y que ahora le protege (interpretada por Lea Padovani), a la poetisa inglesa que quiere ser amada pero también castigada (Lilli Palmer) y sobre todo a la chica burguesa que renuncia a su familia y acepta la miseria y la ternura del artista (Anouk Aimée). El vaivén de estos amores, de sus caprichos y de sus desencuentros, ocupa abundantes diálogos en cafés, en exposiciones, en hoteles y en piezas de pensión. Atrás se dibuja, ciertamente, a un Modigliani apasionado y bohemio, alcohólico, irracional, capaz de tirar el dinero al río (literalmente) pero capaz también del orgullo y de la renuncia ante el millonario americano mediocre (Frank Edwards). La interpretación de Gérard Philipe colabora grandemente en hacer verosímil y emotivo al artista, un alma angustiada y disconforme con el mundo que lo rodea. Pero lo que el film no llega a presentar es a Modigliani como pintor. Aunque Becker debe haber comprendido muy bien la recíproca incomprensión entre el artista y la comunidad que le rodeaba, su film se niega a trasladar plásticamente la operación misteriosa y fundamental, la trasmutación de seres humanos en esas figuras espigadas y melancólicas de sus cuadros. En el diálogo Modigliani llega a decir que la pintura no puede ser explicada, y otros personajes apuntan el criterio exitista y cómodo con que cada época comprende bien a los pintores que la precedieron pero no a los contemporáneos. Pero el film no trasmite dramática y visualmente el nudo de ese conflicto, no ubica esa llama que Modigliani tenía y que sus contemporáneos no sabían ver. Inventa a un comerciante en cuadros, un villano pérfido y lacónico (Lino Ventura) que desde la primera a la última escena está agazapado a la espera de que la muerte de Modigliani le permita el gran negocio de comprar barato lo que venderá caro. Debió inventar, en cambio, algo menos melodramático y artísticamente más válido: una vida interior de Modigliani, una doble trasmisión de las figuras en su derredor, tal como eran y tal como él las veía. Para ese plan superior, Becker habría necesitado otra concepción de su film y habría necesitado el color. En su moderado nivel, el film tiene otras zonas de interés. Tiene excelencias interpretativas, reconstruye en algunos diálogos agudos la incomprensión del medio ambiente, progresa al drama en los últimos veinte minutos y está poblado desde el principio de los toques con que Becker informa sobre época y escenario; parecen auténticas las calles y las vestimentas, es realmente argentino el tango argentino que se escucha en el café-concert, como es realmente cercano a 1920 el jazz negro que se escucha en seguida. El director tuvo siempre esta preocupación por obtener lo auténtico cada vez que debió reconstruir una época o un medio peculiar, con dos ejemplos máximos en el fin de siglo de La reina del hampa (Casque d’or, 1952) y en la cárcel de El boquete (Le trou), que sería en 1959 su obra póstuma y mejor. Es una lástima que esa reconstrucción parezca una reconstrucción y no una cosa viva: a ratos la estrechez de un escenario está denunciando la escenografía previamente martillada, y casi siempre Modigliani parece un loco tierno y adorable pero no un artista que importó más por su visión que por su vida exterior. 6 de octubre 1961.

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Artista fundamental

La flecha blanca

(Lotna, Polonia-1959) dir. Andrzej Wajda. ESTA ES LA OBRA CLARA de un director romántico, un angustiado sobre su generación y sobre Polonia. En los tres films previos que compusieron su ejecutoria cinematográfica (Generación, La patrulla de la muerte, Cenizas y diamantes), el joven Andrzej Wajda había enfocado tres momentos de la resistencia polaca ante los nazis, desde el empuje adolescente hasta la visión crítica de un destino contradictorio y suicida. Los tres films propios y el cultivo adicional de la pintura y del cine han llevado a Wajda a un afán experimental, casi vanguardista, que por un lado usufructúa de una técnica virtuosa, desbordante, pero por otro lado tiene las irregularidades, los arranques, los patetismos y también las inconexiones de un temperamento lírico, personalísimo. El título alude a una yegua que se incorpora a un regimiento de caballería polaca, al comienzo de la guerra de 1939. Desde el momento inicial en que galopa suelta por la pradera, entre el fragor de las explosiones de artillería, hasta el momento final en que debe ser sacrificada por un sargento, la yegua parece un símbolo de toda una tradición polaca: el heroísmo suicida de una caballería que lucha contra tanques alemanes, la promesa de una muerte segura para quien la monte. Esa muerte llega para el capitán y luego para el cadete, mientras las últimas escenas de derrota ya parecen augurar un destino igual para los pocos sobrevivientes finales del escuadrón. Pero en los azares de la acción bélica Wajda entrecruza aun otro tema sentimental, el romanee, y la boda del cadete con una maestra, y así toda la parte central de su film utiliza ese contraste de amor y de muerte, un tema esencialmente romántico que debe haberle atraído en forma poderosa. El romance comienza en una escuela durante un bombardeo; la boda se realiza en seguida del sepelio del capitán, el tul de la novia queda enganchado en un clavo del ataúd, una secuencia delicada de velos y de valses es cortada por la aparición repentina de un cadáver, la muerte cae finalmente sobre ese romance cuando el cadete quiere alcanzar a la yegua fugitiva durante un ataque alemán. En toda esta superposición de amor y de muerte Wajda ha concentrado una inclinación temperamental, exaltada, a un mismo tiempo idealista y decadente, que ya era visible en sus films anteriores, y particularmente en Cenizas y diamantes. Para llegar a esos extremos ha debido renunciar a las reglas del naturalismo, creando una simbología apretada, una distorsión de personajes, de diálogos, de escenografías, que le llevan a poblar sus imágenes con estatuas que se yerguen en jardines, peces agonizantes sobre una plancha, cadáveres torcidos y horribles en un bosque, cabezas de caballos muertos y otros elementos que parecen nacer del sueño, del delirio o de un afán surrealista. Rastros de Buñuel y de Dalí abundan en toda la plástica del film. Esa imaginación no está ordenada debidamente en la anécdota. Irrumpe abruptamente, mientras el libreto saltea episodios o se ramifica en procesos laterales, pero con todo el desconcierto que puede provocar en un espectador común, La flecha blanca es, sin


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embargo, un film que tiene un centro claro y fuerte. Si no aparece logrado, entero y armónico hay que atribuirlo por igual a las normas del cine polaco, que suele apoyarse en símbolos nacionales sin preocuparse de su comprensión exterior, y a las irregularidades del mismo Wajda, que ha hecho aquí su primer film en colores, prefiriendo una alta experimentación plástica antes que un orden narrativo. La mayor desventaja de La flecha blanca es que se estrena en Montevideo en una copia en blanco y negro. Esto es un simple disparate y hay que agradecerlo a la ceguera de quien decidió ahorrarse los costos de una copia en color. Tal como se lo exhibe, todo el film carece de nitidez fotográfica y es a menudo incomprensible en su composición visual, que está obviamente pensada para contrastes de colores (los títulos iniciales, los cadáveres, las llamas, los cielos). Todos los meses se estrenan en Montevideo varios films en inútiles colores, pero una vez que alguien hizo un film realmente pensado y sentido para el color, el distribuidor local lo trae en blanco y negro, arruinando su elemental comprensión. De ese funesto error Wajda es inocente. 13 de octubre 1961. Títulos citados (todos dirigidos por Andrzej Wajda) Cenizas y diamantes (Popiól i diament, Polonia-1958); Generación (Pokolenie, Polonia-1954); Patrulla de la muerte, La (Kanal, Polonia-1957).

: Sórdida charla

Lo amargo y lo dulce

(The Rough and the Smooth, Gran Bretaña-1959) dir. Robert Siodmak. DESPUÉS DE SU FAMOSA Rosemarie entre los hombres, que la estableció como mujer de malas costumbres, Nadja Tiller fue introducida en un melodrama francés muy barato, que se llamó Rififi entre las mujeres, y en este otro similar inglés, que le anda muy cerca como descripción. La actriz sabe presentar su personaje de mujer seductora, interesada y en última instancia amoral. Pero a su alrededor nadie sabe darle un argumento ni una convicción. Este sórdido asunto sexual involucra temas derivados como la ninfomanía, el adulterio, la impotencia, el suicidio y el chantaje. Está conversado entre cuatro paredes durante buena parte del metraje y no parece tener director alguno, excepto en fugaces momentos eróticos. En los títulos iniciales figura, sin embargo, el director Robert Siodmak, un hombre que hacia 1944-46 supo hacer notables films policiales (Los asesinos, Escalera de caracol, La dama fantasma) y que luego ha declinado toda exigencia.

Limado por la ineficacia en su propio plan de melodrama sexual, el film sólo resultará atractivo para entusiastas de Nadja Tiller, que tiene su diabolismo. Pero son pocos. Con más sentido práctico y mejor ojo para la boletería, el título inglés fue cambiado en Estados Unidos por Retrato de una pecadora, una descripción bastante cierta. En cambio, como informe sobre amarguras y dulzuras de esta vida, hay mejores fuentes. 14 de octubre 1961. Títulos citados (todos dirigidos por Robert Siodmak, salvo donde se indica) Asesinos, Los (The Killers, EUA-1946), Dama fantasma, La (Phantom Lady, EUA-1944); Escalera de caracol, La (The Spiral Staircase, EUA-1946), Rosemarie entre los hombres (Das Mädchen Rosemarie, Alemanuia Occidental-1958) dir. Rolf Thiele.

: Manon, todavía

Un amor en Roma

(Un amore a Roma, Italia-1960) dir. Dino Risi. EL AMOR EN CUESTIÓN se produce entre Peter Baldwin, un aristócrata que no tiene otra cosa que hacer, y Mylène Demongeot, una belleza con vagas pretensiones, que se convierte en su amante durante la primera media hora de su relación. Esa facilidad es sospechosa. Con el tiempo, el galán ha declinado contactos con una ex amante que lo sigue y con una espléndida señorita rica que lo acerca al casamiento (Elsa Martinelli, Maria Perschi). Se ha entregado a Mylène en cuerpo y alma, a pesar de que ella lo engaña reiteradamente con 8 de cada 17 hombres que se le cruzan en el camino (Jacques Sernas, Claudio Gora, Armando Romeo entre ellos). Las idas y vueltas de esta relación son tituladas como amor, pero también incluyen derivados desagradables, las mentiras y reincidencias de ella, la humillación con que él tolera, perdona y acepta, hasta el explosivo final. Una historia idéntica, titulada Manon, había sido escrita por el Abate Prévost hacia 1731, lo cual prueba que siempre ha habido mujeres de esta promiscuidad y hombres de esta debilidad de carácter. El sexo es un misterio y no lo entienden ni siquiera quienes mejor lo practican. Pero el film de Dino Risi no está muy preocupado por aclarar las oscuras motivaciones de ambos personajes. Apenas si insinúa que ella es una sensual que gusta de ser castigada, y que él es un intelectual y pertenece por tanto a una raza que no entiende a las mujeres. Pero se saltea las motivaciones ocultas de esa relación, una suerte de magnetismo animal e irracional cuya exposición era necesaria. En lo exterior, que es su única, sustancia, el film acumula ocasiones de encuentro, despedida, mentira, desconfianza, vacilación y erotismo, pero no establece sentidos ni motivaciones para cada episodio. El libreto padece de una debilidad manifiesta, cuya mejor demostración es la abundancia de monólogos y diálogos conceptuosos, particularmente por el galán, y la aún mayor abundancia de explicaciones verbales


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por un relator empeñado en aclarar discursivamente las ideas y los sentimientos. Como cine dramático el film es un desperdicio. El director defiende su obra de otras maneras. Tiene como protagonista a Mylène Demongeot, que no sólo es una belleza, sino una actriz de notable competencia, y tiene como escenario a toda la ciudad de Roma (y algo de Capri), lo que le lleva a explorar calles, casas señoriales, playas, comercios elegantes, lugares de diversión y hasta un estudio cinematográfico, donde Vittorio De Sica aparece durante tres minutos (y se cansa), mientras Risi hace apuntes laterales irónicos sobre los bodrios históricos que se filman en Cinecittà y sobre los muchos extras que los habitan. La actriz, los escenarios y el mucho sexo harán atractivo a este film comercial. El tema, el libreto y la somnolencia del galán Peter Baldwin lo harán no apto para intelectuales. Como ha ocurrido habitualmente los últimos años, Dino Risi demuestra ser un director más inteligente que los films que hace. Pero vive de eso, seguramente. 20 de octubre 1961.

: Extensa comedia musical

complicadas exigencias técnicas delTodd-AO, delTechnicolor, de la escenografía y de la decoración. Pero una vez explicada, la pasividad sigue siendo una molestia. Deriva en una forma del teatro filmado y se nace más insoportable a medida que se prolonga. Los micrófonos recogen algunas recordables melodías de Porter (como Live and Let Live, como Let’s Do It), muestran cantando lo imprevisto a Jourdan y lo previsible a Chevalier y Sinatra, trasmiten algunos diálogos con chispa y registran una elocuente demostración de que eliminar los matrimonios sería el gran procedimiento para eliminar radicalmente el adulterio. De vez en cuando, el film permite una sonrisa. Pero se estira en la trasmisión de diálogos que no importan sobre conflictos que no importan y coloca los bailes y las canciones con un estilo que en 1935 era anticuado. A cierta altura todo espectador sabe que el asunto y el libreto no dan para más. En ese momento se produce el intervalo: todavía falta la segunda mitad. El director Walter Lang debe tener grandes amigos en la 20th Century Fox, donde misteriosamente perdura. Si Jourdan no tuviera cierto sutil humor para encarar su personaje, si Frank Sinatra no cantara para sus admiradoras, si Shirley MacLaine no tuviera su genio propio, Can-Can no existiría como superproducción y nadie hablaría de ella. Está muy lejos de ser una comedia musical cinematográfica, un cuerpo orgánico que cuando existe se mueve. Es increíble hasta dónde Can-Can se queda quieto. 21 de octubre 1961.

Can-can

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(Can-Can, EUA-1960) dir. Walter Lang. SHIRLEY MacLAINE está por arriba del film. En innumerables diálogos con los tres personajes masculinos, en una violenta danza apache, en dos números de Can Can, en una canción ebria con la que deliberadamente se ridiculiza ante la alta sociedad, en un ballet casi humorístico sobre las tentaciones de Adán y Eva, y hasta en las escenas de amor, Shirley demuestra un dinamismo, una capacidad cómica, una soltura muy estimables. Sin esta múltiple actriz habría sido muy difícil que ningún productor se animara a rodar Can-Can. El film está muy abajo de Shirley. Es una comedia de fantasía, ambientada en un pintoresco y ficticio Montmartre de 1896, tomada de una pieza musical que fuera un éxito en Broadway (desde mayo 1953). A ese original se sacaron unas canciones y se agregaron otras (todas de Cole Porter), se le agregó el personaje de Sinatra y se le modificó la coreografía original, que era de Michael Kidd, un virtuoso. También le fueron eliminadas la fantasía y el dinamismo, lo que ha provocado nostalgias y objeciones del crítico de The New York Times, por lo menos. Pero no hace falta comparar Can-Can con ninguna pieza de origen para saber dónde están las deficiencias del film. So pretexto de discutir la ilegalidad del baile y los vaivenes sentimentales de Shirley entre sus galanes Sinatra y Jourdan, el libreto hace conversar a esos y otros personajes durante 134 minutos más un intervalo. La cámara suele estar quieta frente a esos frondosos diálogos, y se sigue estando quieta frente a las canciones intercaladas y a los números de ballet. Esa pasividad es muy explicable: se debe a las

Bromas sobre el divorcio

La cama redonda

(Phffft!, EUA-1954) dir. Mark Robson. ESTA COMEDIA SE LLAMABA Phfft cuando fue estrenada en junio 1955, y pasó a llamarse Y fueron felices en las semanas inmediatas, a raíz de un concurso organizado en su momento por la empresa exhibidora. Ahora se llama La cama redonda, lo que insinúa que no era muy satisfactorio el título anterior, pese al concurso, y que era intraducible el título original, una expresión onomatopéyica que alude presumiblemente al ruido que hace una cama empotrada en la pared cuando la sacan de su sitio. Pero ruidos y camas cumplen poca función en la comedia misma, que presenta a Jack Lemmon y Judy Holliday cuando se divorcian tras ocho años de matrimonio. Empiezan a aburrirse desesperadamente, porque él no quiere o no puede conquistar otras mujeres (una lista donde se incluyen dos únicas escenas de Kim Novak) y porque ella no se deja conquistar por otros hombres. El film informa sobre sus diversos reencuentros, hasta su inevitable segundo matrimonio. Hay chistes por aquí y por allá, los dos comediantes tienen sus escenitas para lucirse, particularmente una competencia que entablan en un salón de baile, y en el diálogo se acumulan observaciones sobre el matrimonio, formuladas por George Axelrod, un


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filósofo que también supo escribir La picazón del séptimo año, donde el protagonista lo resistía todo excepto la tentación. Pero el conjunto es tan intrascendente como olvidable. La acción es escasa y lenta, no hay un desarrollo pensado para las varias vueltas de la comedia, y la simple acumulación de escenitas, generalmente entre dos personajes, deja mucho que desear como procedimiento narrativo. A cierta altura del asunto una cama cuadrilátera es sustituida por otra redonda, pero corresponde advertir que ninguna de ambas aparece utilizada ni se insinúa siquiera que puedan servir para algo. 24 de octubre 1961.

: Incisivo y nervioso

Los jóvenes salvajes

(The Young Savages, EUA-1961) dir. John Frankenheimer. LA PRIMERA VIRTUD de este documento sobre la delincuencia juvenil es que está planteado y desarrollado frente a la cámara, mediante una acción casi continua. Ya tras los títulos iniciales se ve a los tres jóvenes salvajes (Stanley Kristien, John Davis Chandler, Neil Nephew) mientras cruzan calles hasta llegar al punto en que asesinarán a un miembro de una pandilla rival (José Pérez); después se ve de lejos el crimen, y lo que sigue de allí es un torneo de interrogatorios, a cargo de un ayudante de fiscal (Burt Lancaster) para saber la estricta verdad sobre ese crimen. Pero los interrogatorios no se quedan en un cómodo diálogo entre cuatro paredes. Se cumplen frente a integrantes de las pandillas rivales, frente a sus familiares y frente a otros testigos, en las calles, cárceles, tabernas y hogares humildes de New York. Y esos diálogos están teñidos a su vez de violencias similares al crimen inicial, desde los agresivos silencios y sarcasmos con que Lancaster tropieza en su investigación hasta la paliza que termina por recibir de uno de los bandos. No hay pérdidas de tiempo en esos desarrollos, porque Lancaster debe atender a sucesivos pormenores del crimen, que es más complejo de lo que parece en un primer momento, y porque debe atender además a las diversas fuerzas que se mueven alrededor del inminente proceso: los que desean condenar, los que desean salvar, los periodistas que quieren explotar algo sensacional, los políticos que se juegan una elección tras la condena, la madre de la víctima que pide amplia represalia a la ley, la madre del victimario que pide tolerancia, las pistas falsas o equívocas que entorpecen la investigación. El resultado es muy nutrido y consiste en que continuamente ocurren cosas en la pantalla. Para un film de estilo realista, ese logro es fundamental. La segunda virtud es que el film coloca la delincuencia juvenil en su contexto y no se contenta con fáciles fórmulas verbales sobre la influencia del ambiente. No sólo tiene a los mismos escenarios de New York como fondo de la acción, sino que sabe

integrarlos en la complicada dinámica de la vida moderna, y el cuadro que insinúa incluye ciertamente al crimen, pero también a la venganza, el analfabetismo, la prostitución, las madres abandonadas por sus maridos. Con excepción de una protesta de la madre de la víctima, que parece demasiado verbal y quieta, todo ese cuadro surge ágilmente, en las entrelíneas de la investigación, que va sacando datos de cada paso y establece no sólo los pormenores del crimen, sino también el escaso sueldo policial o los problemas familiares del propio investigador. En esa abundancia prima una particular honestidad, porque el film no se conforma con narrar que tres delincuentes de una pandilla mataron al integrante de otra, sino que sugiere la parte de culpabilidad que concierne a todos. En las últimas escenas, se sabe que en cierto sentido fueron muchos los criminales, un concepto que no está dicho en fáciles frases de moraleja, sino en todo el desarrollo del libreto. Para llegar a esa dispersión de responsabilidad y atacar de hecho los males sociales y no la culpa de tres individuos, el film ha debido recubrir de ambigüedad al crimen mismo, estableciendo sucesivos datos de inocencia y de villanía en el muerto. Pero ha marcado en cambio con nitidez el prejuicio con que se enfrentan las pandillas de portorriqueños y de hijos de italianos, un dato de antagonismo racial que está en el fondo del problema. John Frankenheimer ha dirigido este asunto con un ritmo nervioso y despierto, llevando al mínimo los parlamentos explicativos y acercándose a personajes y ambientes con verdadera perspicacia para recoger datos de lenguaje, de tono, de ademán, sin perjuicio de algún toque lateral, como esas escenas del proceso en las que asoman los dibujos que alguien hace sobre los personajes que hablan. La labor de dirección está apoyada en una excelente fotografía de Lionel Lindon, que a menudo parece hecha con cámara en mano, durante desplazamientos de la acción y que alguna vez coloca los toques de virtuosismo especial, como mostrar el crimen reflejado en un par de lentes (ya había sabido hacerlo Hitchcock en Pacto siniestro o Strangers on a Train, 1951) o agrupar personajes en tomas oblicuas y elaboradas. El film impresiona a la vez como cine realista y como una obra incisiva y pujante. Se pueden objetar algunas vueltas de su libreto y algunos efectismos dramáticos en el juicio final, pero en el promedio el film tiene un continuo interés, una mantenida virtud de asunto, ambiente, dirección e interpretación. 26 de octubre 1961.

: Un talento desparejo

Horizontes de sangre

(Esta tierra es mía, Argentina-1960) dir. Hugo del Carril. ESTE DRAMA RURAL ocurre en el Chaco en 1929 y relata un problema lejanamente vinculado a una crisis mundial. De pronto se detiene la compra de algodón, cierran los bancos, se cancelan los créditos y se ocasiona un conflicto entre los obreros y los colonos que poseen tierras. Ése es el nudo de un problema que tiene otras repercusiones,


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porque los precios inferiores causan huelgas y éstas causan la intervención policial, con lo que un conflicto económico termina en la violencia. El film se toma su tiempo antes de llegar al centro del problema. Una primera mitad del desarrollo le sirve para exponer los personajes y las circunstancias que luego habrán de culminar en el conflicto, aunque en esa primera mitad hay también mucho dato accesorio, irrelevante y contradictorio con lo que viene después. En la exposición preliminar el diálogo tiende a ser informativo y la acción no sólo es superficial, sino que parece inventada para ilustración del espectador, sin conseguir una debida naturalidad. Es probable que el libreto esté adaptando una más extensa novela y que le hayan quedado rastros de episodios y caracterizaciones que en el film no aparecen integrados. Es en la segunda parte donde Hugo del Carril muestra su competencia como director de acción física. Ya al principio había sabido registrar, con marcada sugestión, el recíproco atractivo de su personaje con el de la muchacha campesina (Nelly Meden), que terminará en un convincente romance; allí no hay palabras bonitas, sino miradas, pausas, tentaciones reprimidas, hasta un abrazo bajo la lluvia que la cámara registra intencionadamente mediante los pies de los personajes. Más tarde del Carril accede a algunos discursos preparados por su libretista Eduardo Borrás, en los que se deforma el probable lenguaje de los colonos en las asambleas y en los que se consagran monólogos a Mario Soffici mientras incendia su propio campo y a un locutor anónimo para explicar en el último minuto los derechos de los trabajadores. Pero a pesar de esa literatura, el director mantiene un criterio visual, a veces imaginativo, para contar su asunto. Un par de incendios, el peregrinaje de los campesinos hacia el pueblo, una firme secuencia de oposición entre ellos y la policía, dan al director la oportunidad de contar su film con la cámara y con la compaginación. Como dominio del tiempo cinematográfico, la secuencia ejemplar en ese sentido es el entierro posterior, un sepelio que avanza entre la multitud y la música popular de los parlantes, y que se va imponiendo hasta el silencio y la solemnidad. Hay muchos elementos convencionales y débiles en el film: trozos de la anécdota, el uso irregular del color, la inutilidad frecuente de la pantalla ancha, el discurso ocasional. Como de costumbre, Hugo del Carril muestra talento de director en unas zonas (hay fragmentos espléndidos en La Quintrala, en Culpable) y deficiencias notorias en otras. Esa dualidad es de su persona y está en su obra. Es un intuitivo, tiene sentido de la fotografía, de la compaginación, del desarrollo y resolución de un episodio a otro. Pero no tiene cierta mínima preparación literaria, deja que los dramas se le caigan en el folletín, que un asunto se ramifique en lo que no importa, sin una vigilancia global sobre la unidad del resultado. Y parece ser muy amigo de Eduardo Borrás, un libretista que todo lo explica a palabras. Alguna vez Hugo del Carril debe hacer la experiencia de filmar un asunto de acción, mínimo de ambiciones, quizás un equivalente al western americano. Puede ser su mejor obra. Nelly Meden, Ricardo Castro Ríos y el mismo del Carril están mejor como intérpretes que el veterano Mario Soffici, una personalidad respetable por varios conceptos, que cree ser actor y que ha sido un estimable director. 29 de octubre 1961. Títulos citados (ambos dirigidos por Hugo del Carril) Culpable (Argentina-1960); Quintrala, La (Argentina-1955).

:

Film a la moda

Dulce engaño

(I dolci inganni, Italia / Francia-1960) dir. Alberto Lattuada. LATTUADA PLANEÓ ESTE ASUNTO para que fuera un escándalo comentado por los adolescentes de ambos sexos y por sus padres y por sus maestros y por las Ligas de defensa de la moral. El tema es la pérdida de la virginidad, una primera entrega sexual de la muchacha de 17 años (Katherine Spaak) a un arquitecto mucho mayor, que hasta el día previo sólo era un buen amigo de la familia (Christian Marquand). No había mucho que contar sobre esos cinco minutos, así que Lattuada extendió su tema a las 24 horas del día fatal, describiendo el acto en cuestión desde que aparece deseado o soñado por la protagonista, en su soledad matutina, hasta la reflexión posterior con que en la noche se mira al espejo, preguntándose quizás si ahora se ha convertido en otra persona. El principio y el final de la narración son las dos escenas capitales, y cabe imaginar que Lattuada las pensó como dos puntos íntimos y elocuentes de un proceso más psicológico que moral. Pero Lattuada es mucho más comerciante que dramaturgo, como lo prueba el promedio de su larga carrera. Es significativo que las dos escenas capitales estén frustradas como exposición. La primera se alarga a cinco minutos en los retorcimientos solitarios de Katherine Spaak, para poner más erotismo en la pantalla y hacer un escándalo mayor, aunque obviamente el sentido de la escena quedaba muy claro con la cuarta parte de ese tiempo. La segunda solamente muestra a Katherine frente al espejo, sin un solo dato adicional que insinúe la mejor comprensión de sí misma, porque Lattuada no tuvo ninguna idea al respecto. En una escena similar de Juventud divino tesoro (Sommarlek, 1951) un artista fecundo llamado Ingmar Bergman ponía a Maj Britt Nilsson frente al espejo y le hacía sacarse el maquillaje, insinuando una revaloración de sí misma tras una crisis moral. En cambio Lattuada no tiene nada que decir o no se le ocurre cómo decirlo: Katherine se mira al espejo y el espectador no sabe qué piensa ni siente la muchacha. No se trata, por cierto, de la única omisión del director. Tras muchas tentaciones, vacilaciones y conversaciones sobre el primer acto sexual, cuando el film llega a la operación misma, prefiere saltearla. De hecho no se sabe su efecto sobre la protagonista, porque en el film aparece como fría, incolora, indolora e insípida. Con el pretexto de mostrar la primera experiencia sexual de una mujer, que era un asunto tan delicado como ruidoso, Lattuada demuestra la voluntad de hacer el escándalo pero no muestra la capacidad de comprender y expresar su tema, del que saltea o deforma lo esencial. Hacía falta un poeta, quizás una poetisa. Y lo que hay es un director profesional que quiere estar a la moda, fingir la franqueza erótica de la Nouvelle Vague francesa, fingir la descripción de una aristocracia italiana corrupta, a la manera de La dolce vita (1960) de Fellini. Ese director sólo atina a mostrar la superficie, a registrar la mucha conversación, sin un punto de vista propio, sin una comprensión, una compasión o un juicio. Muestra gente rica e indolente, grandes casas señoriales, calles y campiñas de Roma, autos de lujo, carreras auto-


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movilísticas, pero todo parece colocado como un atractivo lateral para públicos en los que abundan los turistas potenciales y los adolescentes noveleros. Es un atractivo ajeno a la esencia psicológica del asunto y parece tan despegado del tema como ese fondo musical de jazz moderno, que se agrega a la acción pero no la comenta. Cuando las estudiantes hablan de amor con Katherine, cuando los aristócratas y los snobs se hacen recitar versos de Leopardi, cuando una modista veterana (Milly) habla de la necesidad de que el amor culmine en el sexo, los diálogos suenan falsos y recitativos. Son el producto del cálculo, no surgen de la realidad y mucho menos surgen de la inspiración. Son el remedo de La dolce vita sin Fellini. Entre los cálculos previos de Lattuada, el más hábil es prever un enfoque fotográfico intimista, abundante en primeros planos, para las zonas más personales de su tema; hay que acreditar al fotógrafo Gabor Pogany con esa labor, pero también hay que señalar lo poco que el director obtiene cuando se acerca a sus personajes y escruta sus miradas. Con la torpeza de quien se quiere expresar en un lenguaje que no es el suyo, el director se alarga, en cambio, morosamente con secuencias a las que prolonga sin rendimiento: toda la primera escena, o un diálogo entre Katherine y su hermano, o un monólogo de una portera gorda contra un perro, o un paseo de la protagonista por una calle céntrica. En cada minuto Lattuada demuestra que es un calculista profesional, nunca el narrador, el dramaturgo o el poeta que el tema necesitaba. Mucha gente hablará de Dulce engaño, el director hará dinero y las adolescentes del público pensarán un poco más en sí mismas, pero difícilmente alguien creerá que éste es un testimonio importante o un hecho artístico. Es un film a la moda y hay que computarlo como una derivación de la Nouvelle Vague, esa fuente de tanta revolución apócrifa, tanto escándalo calculado, tanto snobismo auténtico. 3 de noviembre 1961.

: Documento valioso

Los dictadores

(Die Diktatoren, Alemania Occidental-1960) Recopilación de material documental, realizada por Félix Podmaniczky. ES MUY INTERESANTE esta exposición sobre los dictadores del siglo veinte, hecha con retazos de documentales de diversos orígenes. Una primera parte, construida con material cercano a 1914 y años inmediatos, documenta las circunstancias de la primera guerra mundial, que dieron origen a la revolución rusa, entre otros efectos, y aporta tomas poco conocidas de Lenin, Stalin, Trotsky, Molotov y Máximo Gorki. Desde allí sigue a la creación del fascismo en Italia y del nazismo en Alemania, intercalando otras imágenes de Rusia, particularmente los juicios de depuración que hacia 1937 terminaron con Bujarin,Tuchachewsky y otros personajes que hasta el momento habían parecido afectos al régimen. El film se declara opuesto por igual a las dictaduras fascistas y comunistas, atribuyéndoles

con algún exceso el dominio pleno de las dos facciones que en 1936-39 pelearon la guerra civil española. Marca la presunta traición y la proclamada depuración en filas soviéticas, pero también señala que Hitler debió librarse de Roehm en 1934 cuando lo consideró peligroso. No se olvida de China, a la que documenta con abundantes imágenes y donde coloca a Mao Tse-tung a la par de otros dictadores previos. No se olvida tampoco de Franco, ni de Perón, ni de Fidel Castro, ni ciertamente de Stalin, que aparece impugnado por su arribismo y ferocidad, ni de Khruschev. En esa igualación el film no estipula diferencias, con lo que omite la constancia de que los soviéticos colaboraron grandemente en liquidar al nazismo. Pero aunque no se introduce en las sutilezas del desarrollo político, que explicarían a las dictaduras como un fenómeno más complejo que la simple villanía personal, el film juega bastante limpio. En toda una parte central, iguala a los dictadores con imágenes de sus similitudes: la eficacia inicial con que introducen orden y hacen obras públicas, la inclinación a desfiles y gimnasias que disciplinan intencionadamente a la juventud, los actos demagógicos con que todos los dictadores muestran su cariño por los niños, las flores y los perros. Esas similitudes culminan en una rápida compaginación del énfasis con que todos pronuncian sus discursos en plazas públicas, seguidos por un público atento cuyos rostros registra la cámara en primeros planos. Más de un ciudadano alemán podrá ser reconocido por sus amigos y familiares en esas tomas, donde figuras desconocidas pronuncian juramentos y hacen saludos nazis. En la perspectiva de años, esas imágenes adquieren un repentino valor histórico, cómo la visión fugaz de Einstein mientras espera en un alto de su huida de Alemania, o cómo esa estudiante alemana que en una toma (presumiblemente de 1940) declama Juramos cultivar la amistad con la Unión Soviética, o cómo los procesados alemanes que son sometidos a juicio tras el fracasado golpe del 20 de julio de 1944 contra Hitler y su estado mayor, un golpe que los abundantes locutores no llegan a explicar adecuadamente. Gran parte del material empleado en Los dictadores ha surgido ya en recopilaciones similares, particularmente en Mein Kampf de Erwin Leiser o en Los asesinos de Nuremberg del mismo realizador Félix Podmaniczky. La insistencia tiene, sin embargo, un doble atractivo. Por un lado hay una parte de material inédito o poco conocido. Por otro lado, hay una enseñanza en la recopilación: la enseñanza de que las dictaduras son engañosas, cuestan más que lo que arreglan, provocan crímenes, venganzas y guerra. En el extremo de esa enseñanza están la paradoja de su caída, la lucha interna, la inestabilidad de los principios voceados, la posibilidad de confundir a las dictaduras con los ideales que alegan. Esta es una lección de la historia, se puede probar de muchas maneras y culmina cuando los comunistas empiezan a remover con insultos el cadáver de Stalin, dando mérito a la carcajada universal. En la versión que exhibe el Ambassador faltan, según informe de excelente fuente, unos diez minutos dedicados a Fidel Castro, aunque están los dedicados a Perón, que habían sido cortados en Buenos Aires. Fueron sacados por distribuidores o exhibidores, en previsión de disturbios. Esto perjudica al éxito del film (aunque para ese éxito haya que correr los riesgos de poner guardia armada en la puerta y dentro de la sala) y perjudica sobre todo a la utilidad didáctica que Los dictadores pudo tener. Una desgracia de las revisiones históricas es que el público se considere un testigo, un tercero imparcial. Después de la guerra era difícil encontrar quienes admitieran haber sido nazis o fascistas, y las acusaciones posteriores caen en el vacío, en la


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tierra de nadie. Ahora que hay fidelistas admitidos y militantes, suprimir del film las escenas de Fidel Castro es hacerlo inofensivo, no querer tropezar con una parte del público. Ahora la exhibición de Los dictadores es más cómoda, pero también es menos útil y se hace con menos público. 3 de noviembre 1961. Títulos citados Asesinos de Nuremberg, Los (Wieder aufgerollt: Der Nürnberger Prozess, Alemania-1958) dir. Félix Podmaniczky ; Mein Kampf (Den blodiga tiden, Suecia-1960) dir. Erwin Leiser.

: Obra maestra

Ladrones de bicicletas

(Ladri di biciclette, Italia-1948) dir. Vittorio De Sica. HA LLEGADO A SER el film moderno más querido y respetado por un amplio consenso de público, críticos, realizadores. En 1952, apenas cuatro años después de hecho, ocupó los primeros puestos en dos amplísimas encuestas entre directores y críticos de todo el mundo, realizadas por el Festival de Bruselas y por la revisita inglesa Sight and Sound. En las historias del cine y, particularmente, en los resúmenes del neorrealismo, Ladrones de bicicletas figura como obra capital: un prodigio de simplicidad en su asunto, de magnitud en su sentido, de emoción en su manera. La simple historia es la de un obrero que en un momento de desocupación consigue un trabajo, necesita su bicicleta para hacerlo (pega carteles en las calles) y la pierde ante un ladrón ocasional. El film es la historia de esa búsqueda, hecha por el obrero y su pequeño hijo en toda la ciudad, en una apelación incierta que les lleva a la policía, el mercado, la iglesia, el prostíbulo, el restaurant, el barrio del joven ladrón, la adivina. En la mejor tradición neorrealista, lo que se presenta en el relato es un muestrario de la sociedad contemporánea, con sus dramas, su pintoresquismo, su humor. Pero no se trata sólo de recoger la realidad exterior en un sentido documental ni de enfatizar los rasgos costumbristas, amenos, intrascendentes, en que se apoyarían después otras obras menores del neorrealismo. Se trata de mostrar la indiferencia, el egoísmo y la mentira con que la sociedad atiende un problema individual. El drama de una bicicleta robada es vital para el protagonista, pero en cambio es un tema ajeno y distante para los otros habitantes de la ciudad, cada uno de ellos sumergido en sus propias alegrías, tristezas o pasatiempos. El drama no requiere así villanos que lo provoquen. Toda la sociedad es culpable, no por ser perversa, sino por ser múltiple complicada, inmanejable. En una secuencia final, después que el obrero se decide finalmente a robar a su vez otra bicicleta y fracasa en su intento, la última imagen lo presenta de espaldas, sumergido en medio de una multitud, tan inocente y tan culpable

como cualquiera de los otros personajes que caminan junto a él. La escena es uno de los finales más patéticos que haya tenido film alguno y sólo admite comparación con la última e inolvidable imagen de Chaplin en Luces de la ciudad, un resumen a la vez simple y denso, concentrado y múltiple, de un drama que se ha seguido hasta allí y que proseguirá, sin embargo, más allá del relato. Vittorio De Sica tuvo muchas dificultades para hacer Ladrones de bicicletas. Hacia 1947 tenía en su crédito una prolongada carrera como intérprete, un prestigio personal y siete años como realizador, una obra en la que se incluyen dos dramas tan intensos como Los niños nos miran y La puerta del cielo, más el documento desgarrador y magistral de Lustrabotas. Pero debió realizar tratativas estériles con capitales de Estados Unidos, Francia e Inglaterra y rechazar una oferta del productor David O. Selznick, antes de obtener tardíamente el acuerdo con tres capitalistas italianos. No quería concesiones comerciales, declinó a Cary Grant y a Henry Fonda para el papel de obrero, insistió en obtener actores desconocidos y anónimos, realizó un concurso para Vittorio De Sica adjudicar el papel del niño. El concurso fracasó en su objetivo, pero allí el director encontró a Lamberto Maggiorani, que había traído a su hijo para el certamen, y le dio el papel de obrero, con el convenio expreso de que no pretendería después una carrera cinematográfica, convenio que Maggiorani aceptó y no cumplió. Ya había comenzado el rodaje de Ladrones de bicicletas cuando De Sica encontró al niño Enzo Staiola entre los curiosos que presenciaban la filmación, de la misma manera en que encontró casualmente como actriz a Lianella Carell, una periodista que había concurrido a entrevistar al director. Toda esta insistencia en intérpretes desconocidos, como la insistencia en la realidad de los temas, de los escenarios, de la vestimenta, de cada pequeño detalle, eran hacia 1948 un problema de principio, casi una ideología, para Vittorio De Sica, para su colaborador Cesare Zavattini y para los otros creadores principales del movimiento neorrealista. Esa exigencia comportó sacrificios, dificultades y luchas, porque no es fácil que un productor arriesgue capitales tras un film carente de estrellas, de lujos y de otros atractivos públicos. Y aunque fructificó en esta obra maestra (y en Milagro en Milán, y en Umberto D.) el principismo no reportó a De Sica el éxito comercial deseado. En los años inmediatos, el neorrealismo habría de sufrir la falta del apoyo público, la negativa de los productores, las restricciones que impuso el gobierno italiano, mientras el mismo De Sica se vio obligado a alguna concesión como director y a una humillada carrera como intérprete cómico en docenas de films mediocres. En apariencia, el público puede sentir intensamente los films que De Sica y Zavattini dedicaron a los desamparados y a los humildes, en una actitud que fue llamada “atención social” y que se negaba a ser encasillada en ninguna doctrina política. Pero el público no paga por esos films, o no paga lo suficiente. En el intervalo de esa lucha, desde el intento surgido en la posguerra hasta el fracaso admitido pocos años después, el neorrealismo hizo algunos films que quedarán como alturas memorables de toda una escuela cinematográfica, uno


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de los pocos movimientos estéticos que ha conseguido suscitar también una adhesión moral. En la lista de esos films Ladrones de bicicletas ocupa, hoy como antes, un primerísimo lugar. 6 de noviembre 1961. Títulos citados (todos dirigidos por Vittorio De Sica, salvo donde se indica) Luces de la ciudad (City Lights, EUA-1931) dir. Charles Chaplin, Lustrabotas (Sciuscià, Italia-1946); Milagro en Milán (Miracolo a Milano, Italia-1952); Niños nos miran, Los (I bambini ci guardano, Italia-1943); Puerta del cielo, La (La porta del cielo, Italia-1944); Umberto D. (Italia-1951).

: Reposición de film famoso

Lo mejor de nuestra vida

(The Best Years of Our Lives, EUA-1946) dir. William Wyler. EN AGOSTO 1944, mientras leía en el semanario Time una información sobre la vuelta a Estados Unidos de los primeros contingentes de veteranos de guerra, el productor Samuel Goldwyn tuvo la idea de hacer un film con ese tema. No quería, explicó después, hacer otro film bélico. Quería presentar el variado drama del veterano que vuelve a la vida civil y que tropieza con previsibles inconvenientes. Casi todos los veteranos debían reacomodarse a sus familias y algunos de ellos comenzarían recién a conocer a sus esposas e hijos. Los problemas de la vivienda y del nuevo empleo podrían ser importantes. Habría hombres inválidos, con heridas incurables. Todos debían sustituir una costumbre disciplinaria de varios años por un régimen civil de iniciativa y decisión. Goldwyn pidió una historia con ese tema al escritor Mackinlay Kantor, que también había sentido la guerra como una experiencia propia, y le autorizó a que la hiciera con toda libertad, como mejor sintiera el asunto. Cuatro meses y 20.000 dólares después, Kantor entregó en enero 1945 una novela en verso, de 450 páginas, titulada Glory for Me, que relataba tres historias de veteranos, y sus recíprocas relaciones. Durante 1945 Goldwyn tomó otras providencias. El director William Wyler volvió también de la guerra, dispuesto a cumplir con el productor un contrato previo que le obligaba a hacer un film más. El dramaturgo Robert E. Sherwood se comprometió a hacer un libreto cinematográfico con el tema de Kantor, aunque demoró meses en librarse de otras tareas teatrales más urgentes. A principios de 1946 Goldwyn había asegurado los servicios de Sherwood, Wyler, el fotógrafo Gregg Toland, los intérpretes Fredric March, Myrna Loy, Dana Andrews, Teresa Wright, Virginia Mayo. Para un papel de ex marinero manco, que ha aprendido a manejarse con garfios, consiguió a Harold Russell, un héroe de guerra que pasaba a interpretar lo que en cierto sentido era su auténtico papel. No fue el único caso en

que la elección del intérprete condicionó al libreto. Para que Myrna Loy aceptara un personaje femenino debió ampliarse su figuración en el film. Para que Virginia Mayo no desapareciera del tema al comienzo, debió demorarse en la anécdota el momento en que se rompe un matrimonio con uno de los veteranos. Tras esos y otros ajustes, el libreto narraba tres historias paralelas y entrecruzadas: 1) La de Al Stephenson (Fredric March), un empleado bancario que vuelve a su esposa (Myrna Loy), a sus dos hijos y a un puesto mejor en el mismo banco. La guerra le ha provocado un cambio de actitud. Llega a apoyar a un campesino que pide un crédito aunque no tiene garantía que lo respalde. En un discurso semiebrio, Al señala sarcásticamente cómo los soldados arriesgaron su vida en el frente, sin contar con una garantía. 2) La de Fred Derry (Dana Andrews), que antes de la guerra estuvo casado veinte días con una belleza a la que apenas conocía (Virginia Mayo). Ahora Fred siente que no hay amor entre ambos. Sus glorias como capitán de bombarderos no le habilitan para conseguir un buen empleo en una comunidad que exige otra índole de preparación. El conocimiento casual con la hija de Al (Teresa Wright) le tienta a abandonar a su esposa frívola, que sólo le quiere por su dinero y por su uniforme. 3) La de Homer Parrish (Harold Russell), que es recibido cordialmente por su familia y que cuenta con una pensión gubernamental de doscientos dólares por ser inválido, pero que también se siente objeto de la compasión ajena. Su violencia moral, más que su incapacidad física, le lleva a postergar su boda con la novia de la infancia (Cathy O’Donnell). Lo mejor de nuestra vida se comenzó a rodar en abril 1946 y se terminó cien días después. En el montaje, Wyler debió desechar gran parte del material filmado, del que sólo un 5% pasó al film definitivo, lo que significa un porcentaje ínfimo según los standards habituales. El costo había llegado a tres millones de dólares y la duración a casi tres horas, lo cual era excesivo para la época. Sin embargo, una función privada y sorpresiva de octubre 1946 probó a Goldwyn y a Wyler que el público no se resistía al resultado sino que lo aprobaba con entusiasmo. En noviembre 1946 Lo mejor de nuestra vida salió a circulación. Obtuvo elogios de la crítica como no se habían leído en muchos años para ningún film americano. Obtuvo un éxito comercial extraordinario, sólo inferior a los récords previos de El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, Griffith-1915) y de Lo que el viento se llevó. Obtuvo una mención oficial en las actas del Congreso, como una obra que interpretaba válidamente un problema de importancia nacional. A principios de 1947 obtuvo siete Oscars de la Academia: mejor film, actor Fredric March, director William Wyler, actor secundario Harold Russell, libreto de Sherwood, música de Hugo Friedhofer y montaje de Daniel Mandell, más dos menciones especiales para el productor Goldwyn y para la gestión personal de Harold Russell, doblemente agraciado en la ocasión. El éxito se repitió en otros países, no sólo por la recepción pública a un film que parecía pensado para espectadores adultos y no para al promedio adolescente de costumbre (lo que dio a ese triunfo de boletería un acento peculiar), sino por los análisis críticos que provocó, tanto en los planos dramático y social como en el lenguaje cinematográfico empleado. En un artículo periodístico de 1947, William Wyler describió a Lo mejor de nuestra vida con las palabras: El film surgió de su época, y era el resultado de las fuerzas sociales que operaban cuando terminó la guerra. En cierto sentido el film estaba dictado


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por los hechos públicos, y nos imponía la responsabilidad de ser honestos hacia esos hechos y de no deformarlos para servir nuestros fines. Uno de los méritos del libreto es que las tres historias comienzan conjuntamente, al describir el regreso simultáneo de los tres veteranos en un avión militar; luego se alternan, se vinculan entre sí por razones de amistad, amor y discusión entre los personajes, y culminan conjuntamente en la boda de Parrish. El desarrollo orgánico del triple tema llevó también a su prolongado metraje, particularmente por la insistencia de Wyler en plantear debidamente cada situación, enriquecida por detalles de observación dramática, y en equilibrar la importancia de cada anécdota dentro del conjunto. El libreto provocó en su momento las objeciones de la Oficina Breen, encargada de administrar las disposiciones del Código de Producción, que veía la ruptura del matrimonio de Fred Derry como una indeseable recomendación de adulterio o de divorcio. La objeción no provocó ningún cambio en el libreto. Más importante había sido otro cambio introducido por Sherwood a la situación original. En su novela Kantor había mostrado que al volver de la guerra, Derry comprobaba haber sido engañado por su esposa y la abandonaba de inmediato. En el libreto, Sherwood estableció que el drama de Derry no era abandonar a su mujer, sino por lo contrario convivir con ella en la falta de amor y en la necesidad económica. Esto postergó el divorcio hasta el final (con introducción oportuna de un rival, interpretado por Steve Cochrane) y amplió el papel de Virginia Mayo. En el caso del empleado bancario, la novela establecía que Al Stephenson abandonaba su empleo tras una discusión sobre créditos más liberales para los veteranos, y pasaba a asociarse con un granjero. Aquí Sherwood y Wyler desecharon esa solución, que podía ser adecuada para un personaje individual, pero que no era un ejemplo útil para millones de veteranos en el público, todos los cuales creerían ficticia y novelesca a tal medida. En los dos casos el film proponía a los veteranos que supieran convivir con la realidad sin escaparse de ella. En el caso de Homer Parrish, más agudamente, el film propone que los inválidos superen sus trabas psicológicas y vivan con optimismo, única salida moral frente a la inevitable deficiencia física. Lo que es aún más importante, el film hacía sus propuestas a la sociedad contemporánea y no sólo a los veteranos. Pedía que éstos fueran tratados con comprensión y ternura, porque había una responsabilidad colectiva americana frente a quienes fueron a la guerra a pelear por la defensa de la comunidad. Wyler declaró después: Teníamos que ser honestos al terminar las tres historias, pero la objeción que recibió su film, de parte de críticos tan agudos como James Agee, Karel Reisz y Abraham Polonsky (lo tres habrían de ser luego libretistas y directores) es que justamente su film planteaba los temas con honestidad y los resolvía con arbitrariedad, porque buscaba soluciones fáciles o sentimentales. Un mal casamiento aparece resuelto con la cómoda desaparición de la mujer; un fascista ocasional con un puñetazo oportuno; la crisis emocional del inválido con su aceptación por una novia encantadora; la conciencia turbada del bancario por un poco de alcohol y por la tolerancia del Banco mismo hacia un presunto error de su empleado; la falta de trabajo de Fred por una oferta casual e inesperada. Es fácil ver hasta dónde el film contrariaba a la realidad social para poder solucionar sus temas con notas de optimismo. Pero esas objeciones de Polonsky, Agee, Reisz y otros, durante 1947-49, no parecieron advertir que el film no se conformaba con una descripción de la realidad, sino que llegaría a cumplir una función, de enseñanza y de consejo, una suerte de

Películas / 1961 • 241 crítica constructiva para la sociedad americana. No pretendía ciertamente que no existieran dificultades para los veteranos y para sus familias; de hecho, el film es una descripción minuciosa y abundante de esos problemas, desde la incertidumbre y la tensión de los reencuentros a los problemas económicos posteriores, sin olvidar las pesadillas bélicas que resurgen en los sueños. Y no pretendía tampoco que los veteranos de guerra se mantuvieran en la indolencia mientras la sociedad arreglaba sus problemas; el film es muy claro en apuntar la iniciativa personal que les corresponde, particularmente en las frases con que Fred Derry encara su nuevo empleo (aprenderé a construir viviendas como aprendí a manejar aviones) y el segundo casamiento que se insinúa al final (tendremos dificultades pero las enfrentaremos). Lo que el film pretendía era llevar a la conciencia de su público la necesidad de una conducta positiva y constructiva para encarar problemas innegables. Haber conseguido ese objetivo, probado por la unánime adhesión moral de millones de espectadores y por el enaltecido estado de ánimo que suele suceder a los minutos finales, es el triunfo mayor de Lo mejor de nuestra vida. Ese triunfo dramático no fue fácil. Fue obtenido por la insistencia de Wyler en una perfecta comprensión de las necesidades del tema. El argumento es siempre el problema central de todo film que he dirigido, declaró el director hacia 1947. Y lo que se propuso con Sherwood y Goldwyn fue una exposición redonda y plena de los tres personajes y de quienes les rodean, hasta lograr la plena convicción de que son ciertas su psicología y su conducta. En un estilo de sencillo naturalismo, que prescinde voluntariamente de diálogos enfáticos, de síntesis abruptas, de todas las formas del efectismo, Wyler necesitó casi tres horas de duración para desarrollar paralela y alternadamente las tres historias, que se entrecruzan ocasionalmente y que terminan en una sola escena conjunta. Por debajo del naturalismo, que lleva a creer en lo que se ve como si fuera la simple realidad exterior, Wyler ejercita otra sabiduría más elaborada, que sólo surge nítida en el análisis. Consiste en seleccionar cada enfrentamiento de sus personajes tomando los fragmentos más elocuentes; en utilizar cada diálogo no sólo por lo que literalmente dice, sino por lo que involuntariamente revela; en apuntar el sentido de la acción con las miradas que entretanto se cambian sus personajes, con una pausa en una frase, con un ademán ocasional. Esta labor de dirección es del orden teatral, se manifiesta en una notable dirección de intérpretes (es el realizador que ha dado más premios de la Academia a sus elencos) y ha sido llamada “el estilo sin estilo”, porque no se suele ver el procedimiento sino el resultado. De ese tipo de dirección hay docenas de ejemplos en Lo mejor de nuestra vida: la mirada furtiva de Teresa Wright cuando dice a Dana Andrews que los mejores hombres que conoce ya están casados; el discurso ebrio de Fredric March sobre sus experiencias de guerra, donde el subconsciente le lleva a criticar procedimientos bancarios frente a sus superiores; el cigarrillo que Roman Bohnen maneja nerviosamente tras leer en un documento los pasados heroísmos de su hijo; el ademán con que Andrews se toca el bolsillo del dinero tras despertarse en una cama ajena y desconcertante. Wyler ejerce con igual abundancia otro tipo de sabiduría más cinematográfica. Con ayuda del fotógrafo Gregg Toland, que había perfeccionado hacia 1946 el recurso de “profundidad de campo” (donde objetos lejanos y cercanos de la cámara surgen simultáneamente en la imagen con igual nitidez), el director llegaría a dar sentidos a su drama por la composición de objetos y personajes dentro del cuadro: mantiene el


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movimiento natural en cada escena, pero muestra una relación física significativa. Por ejemplo, el primer abrazo entre Fredric March y su esposa Myrna Loy funciona como un intenso primer plano y sin embargo está colocado al fondo de la imagen, mientras el cuadro está marginado y reducido por los hijos al costado del corredor. Una secuencia posterior, que muestra a Dana Andrews recorriendo un campo de aviones abandonados, y subiendo a uno de ellos con la nostalgia de una época pasada, cumple también una doble función: por un lado recoge una actitud natural del personaje, y por otro lado informa al espectador, sutilmente, que Andrews es también uno de los desechos de la guerra, igualado momentáneamente a los aviones. Esta sabiduría del encuadre se enriquece a su vez con el dominio del tiempo cinematográfico, con los movimientos de cámara y con el deliberado cruce de líneas anecdóticas en una misma escena. La misma secuencia de Andrews en el avión, complementada por un avance de la cámara, por tomas de las hélices y por un efecto musical, insinúa fantásticamente que ese avión se mueve, aunque las imágenes no se han apartado del realismo. Una secuencia en un bar agrupa a Harold Russell tocando alegremente el piano, a Fredric March que lo mira en un segundo plano, a otros parroquianos más atrás y a Dana Andrews en el fondo, en una conversación telefónica cuyo contenido el espectador puede presumir; todo está al mismo tiempo en el cuadro, sin que la exposición natural aparezca violentada por esa reunión de tres líneas de anécdota. Un enfrentamiento de March y Andrews en una discusión, ambos con sólidos argumentos, termina con ellos mirándose desde los costados de la imagen, como si la cámara se mantuviera neutral frente a su conflicto. En la compleja secuencia final, que ha pasado a las antologías, la parte derecha de la imagen muestra la boda de Russell y O’Donnell y la parte izquierda a la pareja Andrews-Wright, separada por la distancia física y por una tensión que se resolverá en los minutos siguientes; la relación entre ambos grupos es una muda anotación sobre pasado y futuro. En casi todos los films de Wyler figuran esos momentos superiores de composición visual y temporal, escenas que son elocuentes no sólo por su contenido, sino por su geometría o por la tensión que van acumulando al prolongarse. No siempre el espectador las advierte, porque están introducidas en relatos fluidos y claros, cuyo último resultado es la convicción en lo que ocurre. De esa eficiencia hay una extensa prueba en Lo mejor de nuestra vida, no ya por los momentos de mayor intensidad o de máximo virtuosismo interpretativo (Fredric March hace una de las mejores labores de su carrera), sino porque el film progresa y culmina con un equilibrio de drama y de humor, de realidad y de reflexión, que supone para mucho espectador una prolongación de su propia vida. De pocos films americanos se puede decir tanto. A principios de 1948, en medio de la represión anticomunista que entonces envolvió a Hollywood y que habría de reacondicionar los temas del cine americano, William Wyler declaró: Hoy no se me permitiría hacer Lo mejor de nuestra vida en Hollywood. Aludía a la actitud crítica y, sin embargo, constructiva con que el film mostraba el reacondicionamiento de los veteranos y con que puntualizaba que la sociedad americana no aparecía preparada para cumplir su obligación moral y material con quienes fueron a defenderla en la guerra. Aludía a las normas conformistas y a los arbitrarios preceptos del americanismo con que en 1948 y años inmediatos se quería impedir que el cine reflejara ideas liberales y estimulara a pensar. Con el tiempo el problema de los veteranos perdió actualidad, otras crisis de la guerra fría sustituyeron a aquel

inmediato tema cívico, Wyler y Goldwyn se dedicaron a films más culpables de escapismo. En la revisión de 1953, como en la de 1961, Lo mejor de nuestra vida sigue impresionando como un producto insólito de Hollywood, un film doblemente válido en lo social y en lo psicológico, un drama que aparece extraído de la realidad conocida pero está además traslado a la perspectiva individual con que puede ser sentido por el espectador. Su habilidad esencial es la construcción y el desarrollo de personajes convincentes, en cuya múltiple peripecia emocional se compromete al espectador. El film mantiene hoy ese impacto emocional y esa validez dramática, aunque el fondo social pueda parecer ya pretérito y superado. La permanencia se debe sobre todo a William Wyler. Su atención a la psicología, a las relaciones, a los detalles significativos, a la coherencia entre ideas, sentimientos y conducta le habían convertido en un sobresaliente director dramático, con una prestigiosa carrera anterior y con una culminación con este film. Todavía en Wyler no había Ben-Hur y contaba con un respeto casi universal. 6 y 7 de noviembre 1961.

: Turismo en colores

Fiestas de invierno

(Vacanze d’inverno, Italia / Francia-1959) dir. Camillo Mastrocinque. ESTAVARIANTE DE UN MÁS FAMOSO Grand Hotel (Edmund Goulding, 1932) ocurre precisamente en el así llamado Gran Hotel de Cortina d’Ampezzo, un sitio turístico del norte de Italia, donde se juntan varios ricos a hacer patinaje, a esquiar, a flirtear, a engañar a sus cónyuges y a gastar dinero. En los exteriores del hotel, y a intervalos de conflictos personales, el film recoge con abundancia esos paisajes y las actividades deportivas. Lo hace en colores, en pantalla ancha y con un experto como Aldo Tonti en la cámara, lo que provocará buena propaganda turística para Cortina y para su primer hotel, si lo hubiere. Los entredichos personales no tienen en cambio mucha importancia. Hay maridos ocupados que llevan allí a sus mujeres y luego las abandonan para atender negocios o para cortejar a otras mujeres. Hay conserjes que prestan casitas apartadas para maridos adúlteros y se encuentran luego con sorpresas. Hay instructores deportivos que persiguen a mujeres que quedan solas, y hay adolescentes que desarrollan sus propios romances y hay vampiresas que quieren casarse con príncipes y proyectan maniobras para enlazarlos. Toda la orientación del libreto es cumplir con esas anécdotas en la más liviana superficie, sin ahondar una sola de esas relaciones conyugales o furtivas aunque en todas ellas hay temas que Antonioni o Fellini habrían empleado con más utilidad y que el Grand Hotel original (sobre novela de Vicki Baum) empleaba con una deliberada variedad de tonalidades cómicas o dramáticas. Ni el libreto de varios escribas ni la dirección del


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mediocre Camillo Mastrocinque dejan ver alguna exigencia en la materia. Lo que es más grave, no hay mayor habilidad en la conducción de esa múltiple anécdota, que salta de un carril a otro sin enlaces, se olvida de dónde dejó cada asunto y propone desarrollos arbitrarios para cada una de las historietas. No había que tomarse en serio el argumento, pero había que contarlo en forma más rápida, menos conversada, más creíble. Hay buenos momentos de interpretación en el vasto y lustroso elenco de esta película turística. La sorpresa mayor es que Vittorio De Sica trabaje durante casi todo el film y no durante los habituales cinco minutos que suele conceder a cada uno de los cientos de sainetes italianos en los que complica su reputación. Se quedó a vivir en Cortina durante el rodaje. Otra sorpresa es el continuo acierto de Alberto Sordi, que satiriza en su personaje a un abundante entrometido, que se empeña en trabar relación con la gente, grita más de lo debido, rezonga a su hija por imprudencias que no sabe ver en sí mismo y termina por gastar en orquídeas y en atuendos deportivos el dinero que nunca tuvo. Desde la mirada exaltada con que mira a una belleza que viaja a su lado en el ascensor hasta las torpezas que comete en un sitio que pedía otro refinamiento, Sordi está continuamente eficaz y a veces inspirado. Es el único que saca el jugo al material que le dan. 21 de noviembre 1961.

: Antigua conversación

La verdad desnudísima

(No Minor Vices, EUA-1948) dir. Lewis Milestone. SI NO SE SUPIERA con total certeza que este film es americano y de 1948 se lo podría confundir fácilmente con una parte de la Nouvelle Vague francesa: la que se orienta a las filosofías del sexo y del matrimonio, mediante agotadoras conversaciones que Pierre Kast y Jacques Doniol-Valcroze han confundido con el cine. El plan de la comedia es introducir a un artista bohemio (Louis Jourdan) en el hogar de un sólido matrimonio (Dana Andrews, Lilli Palmer). Esto da para una doble sátira, por un lado al artista mismo, que es un extravagante para tocar el piano y para pintar abstracciones, por otro lado al matrimonio, cuyas rutinas y horarios se enjuician desde la opinión de un anárquico. Pero ni el libretista Arnold Manoff (un desconocido) ni el director Lewis Milestone (que tiene mejor fama en géneros más violentos) han sabido qué hacer con el tema. Todo se plantea y se desarrolla en innumerables conversaciones entre los principales, siempre entre cuatro paredes, sin un solo episodio en que importe lo que se hace y lo que se ve. La conversación está bastante movida en primeros planos, corre de una habitación a la otra, introduce elementos ocasionales de fantasía y tiene otros síntomas de haber sido sacudido un poco. Pero es conversación y dura 95 minutos. En teatro quedaría espléndida, pero fue escrita para el cine, por un curioso error. Escuchada a

trece años de su producción original, obliga a reflexionar el triste destino que la historia suele reservar al cine demasiado sonoro, un punto del que los conversadores de la Nouvelle Vague podrían tomar nota. 23 de noviembre 1961.

: Talento nuevo

El asesino

(L’assassino, Italia-1961) dir. Elio Petri. ESTE ES EL PRIMER FILM del joven director italiano Elio Petri, llegado a la dirección después de varios años como libretista de otros realizadores y dispuesto a integrar lo que se conoce como “nueva generación italiana”, que es una nueva ola de mejores resultados que la francesa. En su primer film propio, Petri demuestra haber visto mucho cine ajeno, haber asimilado muy bien a Fellini, a Michelangelo Antonioni y a Resnais, haber leído bastantes novelas policiales y gustar particularmente de Franz Kafka. En un sentido, su obra es imitativa y no creadora. Pero es un ejercicio de estilo, debe de ser valorado como tal y será probablemente el fundamento de obras mayores. Como en El proceso de Kafka, aquí Marcello Mastroianni es detenido por la policía en las primeras escenas y demora un buen rato en saber de qué le acusan, mientras contesta preguntas incómodas sobre su vida privada. Después se entera, en una original manera, de que se le acusa de un crimen, y gran parte de lo que sigue es una aclaración de las circunstancias en que estaba relacionado con la víctima. Pero no es ciertamente una explicación verbal. No sólo el film no se apoya en las palabras de esos relatos, sino que se intercalan muchas otras cosas que son ajenas al crimen. El propósito del film no es aclarar el incidente policial, cuya solución viene en forma lateral y carece de importancia. El propósito es sondear la memoria y el pasado, siguiendo a veces una asociación de ideas en el diálogo del presente y a veces la simple inclinación afectiva. En episodios deliberadamente incompletos, deshilvanados, carentes de orden cronológico, surge allí la carrera previa de Mastroianni hasta ese momento en que ha sido detenido por la policía. Y su retrato es el de un anticuario de pocos escrúpulos, introducido en sórdidos intereses, inclinado a un doble juego con dos mujeres (Micheline Presle, Cristina Gajoni), con el marido de la primera (Andrea Checchi), en toda una personalidad de hombre de gran ciudad que prosigue por cierto hasta una irónica escena final. Ese retrato se completa con pinceladas de otra vida en relación que tiene poco que ver con el crimen: un lejano contacto con su abuelo antifascista, un tenso y triste reencuentro con su madre, que viene a verlo a la ciudad y que en una poética escena se queda con él junto a una playa, interrumpida la comunicación entre ambos, como dos mundos ya distantes.


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En ese trozo de melancolía, como en el acento nervioso con que el director sigue las otras zonas del racconto, el film muestra una múltiple atención a las posibilidades de su tema. Tiene un realismo directo (y una fotografía notable) para establecer el ambiente en que se mueven Mastroianni, sus mujeres, la policía, un suicida ocasional, con abundantes detalles de observación. Tiene un plan inteligente, complejo, para desafiar al espectador a que reconstruya en orden lógico los muchos trozos del pasado que se intercalan en el presente sin previo aviso y que ocasionalmente coexisten con él, mediante un simple giro de cámara (Señorita Julia de Sjöberg). Y tiene sobre un poder de sugestión para dar a entender más de lo que una escena dice literalmente, explorando los rostros distraídos de los personajes, las pausas, los silencios, las imprecaciones. Hay fragmentos de La dolce vita y de La aventura que pueden citarse como modelos a otros fragmentos de este film. En la parte más audaz de todo el relato, Petri coloca a Mastroianni en la prisión, a intervalos de su interrogatorio, y lo hace asediar por otros dos detenidos, tan curiosos como frenéticos, que parecen proceder de una pesadilla o quizás de El castillo de Kafka. Su efecto es una curiosa mezcla de angustia y de humor. Petri no obtiene la unidad para su conjunto. Entre la exploración policial y la psicológica, entre las citas de maestros del cine y de la novela, parece haberse tentado a incluir en su libreto más cosas que las que luego podría armonizar. El film está viciado de una falta de plan y se ha negado a elegir un estilo. Pero acá hay un director con talento y un creador futuro. 23 de noviembre 1961.

larmente el fotográfico, y por la inventiva que ocasionalmente muestra el director Jirí Krejcík para escenificar las peleas, las corridas y un despertar poético y silencioso junto al río. Pero tiene errores más amplios de plan y de enfoque. Comienza por dictaminar la regeneración voluntaria de la muchacha, un caso poco representativo de la delincuencia juvenil, y cuando expone toda su carrera se mantiene en un enfoque sentimental, lleno de buenos modos. Muestra los robos y las tropelías, pero en todo momento se siente que esos muchachos están diferenciando entre el Bien y el Mal, y que alcanza un poco de amor para arreglar el problema. Esta es una perspectiva bastante falsa. Lo que había que dar era la irresponsabilidad sin escala de valores, la promiscuidad sexual con indiferencia, el alcohol con sus resultados, la violencia sangrienta. La descripción del film está muy mitigada y parece irreal. Hay que compararla, por ejemplo, con la que Buñuel hacía en Los olvidados (1950) para saber hasta dónde el tema necesita un planteo vigoroso que sacuda al espectador. Tal como está, el film resbala, porque el problema se arregla, los muchachos son buenos, al final se encarrilan. Jana Brejchová es una belleza pero no muestra la espontaneidad interpretativa que su personaje pedía. En muchos momentos, especialmente al principio, está imitando los ademanes groseros y las violencias repentinas de tanta muchacha humilde que va camino de la prostitución, pero en todas esas operaciones se siente el cálculo de la actriz. Igual que el mismo film, Jana Brejchová da la pose pero no la vivencia. La proyección en el cine Radio City, durante el día del estreno, se hizo erróneamente en lo que se conoce como “pantalla panorámica”, aumentando la imagen y cortándole un apreciable fragmento en la parte superior. Esto es particularmente perjudicial para un film de tan cuidada labor fotográfica.

Títulos citados Aventura, La (L’avventura, Italia-1960) dir. Michelangelo Antonioni; Dolce vita, La (Italia / Francia-1960) dir. Federico Fellini; Señorita Julia, La (Fröken Julie, Suecia-1950) dir. Alf Sjöberg.

: Poco salvajes

Condenados a vivir

5 de diciembre 1961.

: Linda aventura

El día que robaron el banco de Inglaterra

(The Day They Robbed the Bank of England, Gran Bretaña-1959) dir. John Guillermin.

(Probuzení, Checoslovaquia-1958) dir. Jirí Krejcík. ESTE CUADRO DE DELINCUENCIA JUVENIL tiene por centro a una pandilla de cuatro adolescentes, incluyendo una muchacha (Jana Brejchová) y acumula los datos habituales, bares, rock’n’roll, pequeños robos en la casa, otros robos a un cliente de restaurant y a una zapatería, fugas varias, invasión de casa ajena. A esos problemas externos se agrega otro interno cuando a la banda se agrega un mozo de café (Jan Smid), primero atraído por la muchacha, después estafado por los otros, en algún momento incorporado a la pandilla. Ese otro personaje da algún motivo anecdótico adicional y termina por provocar la pelea interna. El conjunto es el mismo de siempre, pero está realzado por provenir del cine checo, que nunca había mostrado una descripción tan clara de su propia delincuencia juvenil, con jazz americano al fondo. Está realzado también por el alto nivel técnico, particu-

LOS ROBOS A BANCOS son un tema eterno y siempre actual, pero rara vez se muestran en las circunstancias y la medida que propone este film inglés. La acción ocurre en 1901 y la pandilla de ladrones no está movida por el interés personal, sino por la causa nacional irlandesa, que los lleva a la doble ambición de conseguir un millón de libras esterlinas para su movimiento revolucionario y al mismo tiempo inferir un serio golpe moral al honor inglés. La motivación está debidamente explicada en los primeros quince minutos, cuando los irlandeses se reúnen a hacer planes y reciben la colaboración y la jefatura de un americano también descendiente de irlandeses (Aldo Ray), que no sólo es ladrón profesional, sino que además invoca títulos de ingeniería y cierta pericia en metales y perforaciones. Después la motivación desaparece, quizás porque los libretistas no tienen mucho interés en Irlanda, quizás


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porque toda la zona de caracterización psicológica les incomodaba. La parte más débil del film es el dibujo de sus personajes: la rivalidad entre el jefe americano y otro integrante de la banda (Kieron Moore), el romance superficial y disputado entre ellos dos y una mujer irlandesa que colabora en el plan (Elizabeth Sellars). Pero en las zonas de la aventura y el humor incidental el film es muy rico. Para llegar hasta el Tesoro del Banco de Inglaterra, estos irlandeses deben realizar varias operaciones preliminares: conseguir planos en un museo, ganar la confianza de un oficial inglés que comanda la custodia nocturna (Peter O’Toole), obtener los servicios de un experto en la red de alcantarillas londinenses (Albert Sharpe) y finalmente perforar un túnel que podrá llegar o no hasta los lingotes de oro. Esas operaciones preliminares, detalladas a la minucia, van haciendo crecer la expectación por el desarrollo posterior; en la última media hora se desarrolla además una trama paralela y opuesta, a cargo de las autoridades militares y bancarias, que llegan a advertir la existencia del plan cuando éste todavía no ha culminado. La narración está pensada con inteligencia, va creciendo gradualmente y atrapa al espectador. Tiene además sus toques de humor en la presentación de un guardián de museo, en las oficinas que guardan planos de alcantarillas y en otros rasgos del solemne carácter inglés, cuyo estiramiento provoca ironías de este film hecho por otros ingleses. Peter O’Toole hace una creación en su capitán de la guardia bancario, debidamente atildado y pomposo, y Albert Sharpe está brillante en su viejo borracho, un papel que parece pensado para Barry Fitzgerald. Son los dos únicos personajes que tienen relieve propio. El resto de las figuras es convencional, pero su aventura es un espectáculo muy estimulante y lo mejor que en el género ha hecho el director John Guillermin, hombre de experiencia en otras aventuras. 6 de diciembre 1961.

: Western cómico

Último atardecer

(The Last Sunset, EUA-1961) dir. Robert Aldrich. MIENTRAS HACÍAN Espartaco en llanuras españolas, el productor y actor Kirk Douglas, el productor Eugene Lewis y el libretista Dalton Trumbo estuvieron preparando su paso inmediato, que se llamaría Último atardecer y que sería filmado en llanuras mexicanas. Como todo lo que ha hecho Douglas con su empresa Bryna, el plan era un film con impacto, un western que tuviera de todo. Tenía, para empezar, oposición entre dos hombres vigorosos que también son estrellas, según la fórmula de los últimos años, que contrapone por parejas a dos astros masculinos de atracción (Gary Cooper, Burt Lancaster, Kirk Douglas, Anthony Quinn, Tony Curtis, Fredric March y Spencer Tracy han sido utilizados para esta fórmula). Tenía una

invención de suspenso, consistente en reunir en las primeras escenas al perseguidor y al perseguido (Rock Hudson, Kirk Douglas) pero demorar hasta el final el duelo en que morirá uno de ambos.Tenía por el medio una receta del western clásico: el ganado que hay que llevar de un punto a otro, en una expedición llena de aventuras y dinamismo, sorteando contratiempos que se llaman ríos, indios, traidores en el grupo. Y tenía además el punto de vista femenino, porque en esa expedición hay una mujer disputada (Dorothy Malone), que además tiene un marido y una hija adolescente (Joseph Cotten, Carol Lynley). Estaba todo calculado. Debía ser un film muy eficaz. Pero la gente se ríe. El público puede tomarse en serio, como hecho físico impresionante, todo lo que en el film funciona a título de acción, las cabalgatas iniciales, la estampida de ganado, la pelea a puñetazos entre los dos hombres, la espera de los indios, el revolcón que hay que pegar a los villanos. Puesta en colores, con todos los cuidados del fotógrafo Ernest Laszlo y del director Robert Aldrich (que hicieron Apache y Veracruz) la acción funciona como un adecuado espectáculo, excepto el pequeño detalle de que cada episodio de acción parece inconcluso, como si reservara la culminación para el final. Pero cuando se ponen a hacer drama y poesía, el libretista y el director sólo consiguen el ridículo. En parte eso se debe a la sustancia del tema, que propone un elaborado melodrama cuyas raíces arrancan de 17 años atrás y cuyas consecuencias insinúan adulterios, paternidades ilegítimas, anuncios de incesto. En parte se debe también a la torpeza con que ese melodrama está expuesto en la pantalla. Al principio abunda la conversación para contar las relaciones anteriores de los personajes, toda una zona que habría justificado la intercalación de un racconto visual. Después abunda el diálogo simplón para decir cosas obvias. Al final abundan los grandes conceptos, las revelaciones que arruinan vidas. Con las pretensiones de profundidad que caracterizan a buena parte de su carrera, el director Robert Aldrich coloca los detalles de morbo, de violencia y de pretendida poesía, que le llevan a intercalar un perro casi asfixiado por el protagonista, una imposible conversación entre Cotten y Douglas donde el primero acepta que le disputen su mujer, un interludio sobre un nido de pajaritos, otro interludio sobre las luces nocturnas del campo, algunas dulces palabras sobre las señoritas adolescentes que se ponen hermosos vestidos amarillos. Si ésto y mucho más estuviera integrado con el tema, si correspondiera a la psicología y conflicto de los personajes, el drama y la poesía funcionarían como parte de un western adulto, último modelo. Pero no es así. Se trata de intercalaciones freudianas y líricas, ambiciosas de profundidad. Su momento más gracioso llega cuando Kirk Douglas, tras violencias tremendas y desafíos viriles, se pone a cantar sobre la hermosa muchacha del vestido amarillo, insinuando que ama en la hija lo que antes amó en la madre. Ni está en carácter ni tiene voz para eso, pero Kirk Douglas canta porque, casualmente, es el productor del film. Así que la gente se ríe. Eran mejores los cowboys de antes. 7 de diciembre 1961. Títulos citados (dirigidos por Robert Aldrich, salvo donde se indica) Apache (EUA-1954); Espartaco (Spartacus, EUA-1960) dir. Stanley Kubrick; Veracruz (EUA-1954).

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Profesión antigua (cont.)

La verdad sobre Rosemarie

(Die Wahrheit über Rosemarie, Alemania Occidental-1959) dir. Rudolf Jugert. ESTA ES LA SEGUNDA VEZ que el cine alemán cuenta la historia de Rosemarie Nitribitt, mujer reputada, y hay que suponer que en este film de 1959 se quiso corregir la versión que en 1958 dirigió Rolf Thiele y que se llamaba Rosemarie entre los hombres (Das Mädchen Rosemarie). Allá la famosa prostituta ascendía desde la humildad al lujo, grababa en cinta magnética las confidencias de sus clientes y desarrollaba un elaborado chantaje tras el que se insinuaba la corrupción moral del milagro alemán. Esta otra versión es más moderada, elimina los chantajes, elimina la sátira social y se queda en la carrera de Rosemarie, con un ascenso económico similar. Pero tiene pretensiones dramáticas y no puede cumplir con ellas. El libreto plantea desde el principio la premonición de que una vez que eligen esta profesión las mujeres no pueden ser felices, y en un retrato lateral de una colega, muerta de tuberculosis, humillada hasta en su ataúd, apunta la preocupación de Rosemarie por ser alguien y obtener algo. Desde allí para adelante, el film alterna un doble juego para sus muchos y breves episodios. Por un lado muestra la ambición y el descaro con que Rosemarie progresa en su cuenta bancaria, cambiando de coche y de apartamento; por otro lado apunta la creciente soledad de una mujer que no puede conquistar al único galán joven que le gusta, se pelea con varios hombres y mujeres a su alrededor, es mezquina con el dinero, es incapaz de portarse decentemente con el único hombre que merecía ese trato y se refugia en el cariño de un perro faldero. De esa soledad el film pasa al asesinato de Rosemarie, después de haber sugerido varios candidatos para esa operación. El crimen no fue resuelto hasta hoy y el film termina sin revelar su incógnita. Con ese asunto había, un film dramático posible pero el director Rudolf Jugert no lo sabe hacer. Coloca algún momento de humor a propósito de un aristócrata (Karl Schoenbeck) que sabe burlar a Rosemarie en su juego, pero no tiene ni diálogo, ni precisión, ni estilo para que los muchos episodios de Rosemarie entre sus hombres rindan la desolación final a la que el film se encamina. Se confía tanto en las explicaciones verbales y en los monólogos de la protagonista, es tan grueso y tan explícito para ilustrar las diversas diferencias de Rosemarie con el mundo cercano, que el film no funciona como una reseña de relaciones humanas. Se queda en la brocha gorda, en la acumulación de fragmentos que no están organizados por un narrador ni por una idea. Belinda Lee fue especialmente al cine alemán para este papel, uno de los últimos que interpretó antes de su reciente muerte (marzo 1961). Tiene una descarada adecuación a su Rosemarie, y hasta cierta evolución desde la torpeza inicial a los refinamientos posteriores de su profesión, con intercalación de abierta sensualidad en varios momentos, y de una debida antipatía en otros. Con un libreto más fino, más observador, más sugestivo, habría hecho una creación, pero como tiene que gritar y monologar será difícil creer en su soledad y en su sufrimiento.

En su forma actual el film tiene once minutos menos de su duración alemana, lo que puede explicar ciertas inconexiones narrativas de un film que ya estaba bastante disperso cuando fue escrito. 8 de diciembre 1961.

: De cómo triunfar en la vida

Escuela para pillos

(School for Scoundrels, Gran Bretaña-1960) dir. Robert Hamer. ESTA ES LA HISTORIA de cómo un joven inglés (Ian Carmichael), humillado en la vida social, perdedor frente a una mujer y a un rival (Janette Scott, Terry-Thomas), aprende las mañas para vivir y para jugar. Entre sus humillaciones iniciales figuran ser destratado en un restaurant, comprar un auto viejo, dejar que le birlen una dama. Pero entonces va a la Academia de Potter y aprende que en esta vida todo aquel que no está arriba estará abajo, teoría concentrada bajo el nombre de “Oneupmanship”. Con maniobras de conversación, con triquiñuelas para hacer sentir incómodos a los demás, aprende a desenvolverse en la vida social. En la última parte de su aventura, gana al tenis, vende con ganancia el auto inservible, deja convertido a Terry-Thomas en un manojo de nervios y desde luego le birla la dama. La Academia de Potter, localizada en la apócrifa localidad de Yeovil, figura en los tres libros que el humorista inglés Stephen Potter dedicó a la ciencia de cómo triunfar en la vida. Sus libros no son ciertamente novelas, ni siquiera cuentos cortos. Son reglas casi filosóficas para conducirse en sociedad, con invocación continua y ficticia de casos ejemplares, maestros apócrifos, maniobras para molestar al contrario y antídotos previsibles para no sufrir esas mismas maniobras. Como humorismo y como observación de la vida social, los tres libros oscilan de la sonrisa comprensiva a la larga carcajada. En rigor no tienen desperdicio, pero el film que adapta ese material se ve obligado a desperdiciar mucho y concretarse a lo que rinde su anécdota, con un intermedio de enseñanzas generales en la Academia en cuestión. Lo que rinde es bastante divertido y tiene un sabor muy británico. Afortunadamente el libreto no se fía de que los diálogos sean eficaces por sí mismos y sabe prescindir de los textos de Potter, que son joyas para ser leídas. En su lugar pone situaciones cómicas, acumulando episodios en el restaurant, en una venta de autos, en el tenis, con abundancia de sarcasmos para ridiculizar a quienes quieren lucirse. Como en el judo, la técnica de Potter conduce a aprovechar la fuerza del contrario y hacerlo golpear contra la pared. En términos de comedia, esa técnica lleva a plantear humillaciones en la primera parte e invertirlas en la segunda.


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Ian Carmichael y Terry-Thomas son dos excelentes comediantes en este asunto, pero deben destacarse también los trabajos de Alastair Sim como Mr. Potter y de Peter Jones y Dennis Price como vendedores de autos. Quien extrañe las comedias británicas de otro tiempo, aquí tiene una. 12 de diciembre 1961.

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inicial sobre la pureza de la raza aria, que fue el discutible fundamento de toda la campaña antisemita, termina con la sarcástica constancia de que un ario perfecto debía ser rubio como Hitler, alto como Goebbels, esbelto como Goering o Streicher. En estos y en otros momentos el film muestra una actitud inteligente para enfrentar el tema, pero a mucho público el resultado le parecerá ya visto o ya oído. El film termina en puntos suspensivos. Fue completado hace meses y no podía dar seguro el final del proceso y la condena pronunciada hace pocos días. 19 de diciembre 1961.

Hombre con historia

El caso del verdugo Eichmann

(Eichmann und das Dritte Reich, Suiza / Alemania Occidental-1961) dir. Erwin Leiser. EICHMANN TUVO LA MODESTIA o la astucia de no figurar en primera fila entre los jerarcas nazis, al punto de que recién en 1946, y durante los juicios de Nuremberg, su nombre comenzó a aparecer como principal, entre los diversos testimonios de otros nazis. Un resultado de esa situación es que el juicio a Eichmann costó meses de elaboración, para mejor proveer en terrenos de documentación difícil. Otro resultado menor es que este film no puede apoyarse en una adecuada recopilación de noticiarios alemanes, porque allí el protagonista rara vez figura. De hecho, no hay más de seis imágenes del Eichmann anterior. La recopilación de los crímenes del nazismo está hecha en el film con bastante coherencia, atendiendo particularmente a las medidas contra los judíos, desde las primeras disposiciones civiles (sobre matrimonio, propiedad, viviendas), hasta la masacre final en los campos de Auschwitz, una campaña en la que Eichmann fue figura principal. Para sustanciar esa historia la recopilación vuelve a los noticiarios del período 1933-45 y a las horribles documentales del ghetto de Varsovia, con escenas de miseria, cadáveres arrastrados como basuras, cánticos hebraicos colocados con fina elocuencia al fondo. Pero fuera de esa secuencia, que es la más intensa del conjunto, el film paga su tributo al oportunismo con que debió inventar a Eichmann como tema. No tiene bastante imagen para apoyarlo y descansa en testimonios de habitantes de Israel que enfrentan a la cámara para contar sus peripecias, en un procedimiento poco vívido. También descansa en numerosos informes verbales de locutores, que aparte de explicar un fragmento de historia alemana se ponen a traducir discursos de Hitler y Goebbels. Y no tiene tampoco bastante novedad en ese material, la mayor parte del cual es demasiado parecido a lo que ya se ha visto en recopilaciones semejantes, como Los asesinos de Nuremberg, Los dictadores (ambas de Podmaniczky) y Mein Kampf, del mismo Erwin Leiser que hizo el presente film. Leiser es un hombre de probado sentido cinematográfico, capaz de intercalar oportunamente un toque dramático o irónico, deteniéndose en rostros de una multitud que aplaude a Hitler o en un niño que hace un saludo nazi. Una enumeración

Títulos citados Asesinos de Nuremberg, Los (Wieder aufgerollt: Der Nürnberger Prozess, Alemania Occidental-1958) dir. Félix Podmaniczky; Dictadores, Los (Die Diktatoren, Alemania Occidental-1960) dir. F. Podmaniczky; Mein Kampf (Den blodiga tiden, Suecia-1960) dir. Erwin Leiser.

: Novela con derivaciones

El regreso a la caldera del diablo (Return to Peyton Place, EUA-1961) dir. José Ferrer.

LA NOVELISTA Grace Metalious había sacado buenas utilidades de su novela Peyton Place y le hizo una segunda parte en esta vuelta al mismo lugar. También el productor Jerry Wald había hecho rendir a la adaptación cinematográfica de la primera novela (el film se conoció aquí en mayo 1958 como La caldera del diablo, dir. Mark Robson) y era de esperar que comprara también los derechos de la segunda, y que hasta la encargara como plan especial. Previsiblemente, la continuación de aquel espeso melodrama reelabora las líneas argumentales de su principio. Tiene tres anécdotas mezcladas y salta de una a otra durante más de dos horas, para establecer cómo en un pueblito americano, nevado y apacible, no hay otra cosa de qué preocuparse excepto de hijos ilegítimos, violaciones y crímenes. Una anécdota se refiere a la muchachita violada en la primera parte y al romance que ahora tiene con un profesor de ski vagamente sueco (Tuesday Weld, Gunnar Hellström). Otra anécdota enfoca a la anciana orgullosa, al cariño que tiene por su hijo y a la batalla que desata contra su reciente nuera, una adquisición que no le gusta (Mary Astor, Brett Halsey, Luciana Paluzzi). La tercera historia es de mayor entidad, porque allí la adolescente encantadora (Carol Lynley) se convierte en novelista, tiene equívocas relaciones con su editor (Jeff Chandler) y un conflicto con su madre (Eleanor Parker). La novela de la adolescente es nada menos que la historia del pueblo, con todo su cuadro de violaciones, crímenes e intolerancia, por lo que razonablemente se molesta el amor propio de algunos habitantes y se arma un conflicto que termina en sesión popular y amplia de todas las partes interesadas.


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Aunque las tres anécdotas están recíprocamente conectadas por amistades, odios y otras relaciones, sería excesivo decir que el libreto está organizado. Salta de una línea a otra, pierde noción de causa y efecto, pierde noción del tiempo que transcurre, como en esa inverosímil visita de la novelista a New York donde aparentemente alcanzan unas pocas horas para reescribir su largo manuscrito y donde alcanzan unos pocos días para publicarle con carátula en colores. Pero sería excesivo puntualizar hasta qué punto es poco serio el tratamiento dramático que el productor, la autora y el director dan a este complicado melodrama. Donde los sentimientos y las ideas son de cartón en los primeros minutos, no es extraño que a las dos horas el film desemboque en el sermón discursivo de la gran reunión popular ni en ese penoso diálogo de despedida entre Carol Lynley y Jeff Chandler, dos figuras paradas charlatanas en la nieve, con CinemaScope que sobra a los costados. Después de cuidadosa meditación puede averiguarse qué hizo José Ferrer como director en este film. Consiguió colocar a su esposa Rosemary Clooney para que cantara una melodía sentimental en la banda sonora, aunque no hacía falta. Hay algún momento jugoso en el film. Hacia el principio el editor y la joven novelista tienen una hermosa discusión sobre la necesidad de que los manuscritos sean reelaborados antes de ser publicados, un consejo en el que se invoca con abundancia la carrera del famoso y prestigiado editor Max Perkins, que mejoró a Thomas Wolfe y a F. Scott Fitzgerald. En el contexto, toda esa escena es una ironía involuntaria sobre lo que habría que mejorar a Grace Metalious y a su saga sobre Peyton Place. Eleanor Parker en une breve actuación y Mary Astor con más abundancia, en la escuela veterana de quien ha tenido treinta años de cine, son los intérpretes más talentosos del abundante elenco. No debe protestarse contra Carol Lynley y Tuesday Weld, dos jovencitas que van a progresar, y es un placer ver a Luciana Paluzzi, una belleza con carácter. 21 de diciembre 1961.

: Sin la pasión del caso

El rey de reyes

(King of Kings, EUA-1961) dir. Nicholas Ray. NO HUBO MUCHA ACCIÓN en la vida de Jesús, un hombre cuya influencia sobre sus semejantes fue del orden espiritual, según es de dominio público. Pero el productor Samuel Bronston y la Metro-GoldwynMayer no se resignaron a ello. Para poder vender la vida de Jesús había que ponerle espectáculo y para poner espectáculo había que poner acción. Así que el film intercala sermones de las montañas y otras frases famosas con otras dos líneas argumentales. Una coloca a Barrabás como imprevisto héroe de la rebelión contra los romanos, con dos batallas campales, hombres atravesados por lanzas, cientos de cadáve-

res en los suelos y otros síntomas del estilo western de vida espiritual. La otra línea detalla el exceso las intrigas de los jefes romanos y sus mujeres, de Herodes Antipas y sus mujeres, de la bailarina Salomé y su empeño en conseguir la cabeza de Juan Bautista en bandeja de plata. El productor Samuel Bronston y la Metro-Goldwyn-Mayer creyeron que todas esas ramificaciones eran necesarias para mejor comprensión de Jesús y de su obra. Puede discreparse. Los problemas de los productores no son nuevos. Son los de El manto sagrado, Ben- Hur, Espartaco y otras superproducciones relativas al triunfo del idealismo sobre la materia. En el caso de Rey de reyes, las soluciones de esos problemas han llevado al múltiple error, por el afán de impresionar con el gran espectáculo, sin saberlo coordinar con la esencia del tema que se invoca. En cuanto a vida de Jesús, el libreto transcribe los Evangelios con algunas síntesis, alguna ampliación, alguna inevitable caída en lo discursivo: un locutor que explica la mitad del film desde la banda sonora, un diálogo al vacío para informar las tentaciones del desierto, un recitado a la multitud para el sermón de la montaña. A veces el libreto se toma literalmente los textos sagrados y hace correr a María Magdalena con las piedras de una muchedumbre en la que nadie estaba libre de pecado. Otras veces el libreto se saltea leyendas prestigiosas, omite mencionar los treinta dineros de Judas y le inventa a éste la intención de delatar a Jesús para “hacerlo reaccionar” a fin de que tome la jefatura de la rebelión contra los romanos. Es de presumir que el film tenga buenas razones para proceder a esta limpieza de Judas. En terrenos menos serios y más libres para la imaginación cinematográfica. El rey de reyes se pone en la tradición de Cecil B. DeMille, otro famoso preocupado del espíritu. Las intrigas laterales ocupan una parte abusiva del metraje, consisten enteramente de diálogos quietos en escenarios lujosos, disfrazan de damas antiguas a Viveca Lindfors y Rita Gam, proponen villanías espantosas a cargo de Herodes Antipas, un personaje cuyo ridículo natural es aumentado con entusiasmo por el actor Frank Thring. Los intervalos de acción ocupan varios kilómetros cuadrados, miles de extras, crueldades físicas sin cuento y otros desgastes que en los textos sagrados no tenían mucho lugar. Hay buenos trucos en esa amplia zona, pero todo el tiempo se siente que se trata de campesinos españoles, envueltos en vestuarios demasiado nuevos, colocados contra fortalezas romanas que tienen todavía la pintura fresca. En uno de esos momentos de acción el director Nicholas Ray pone algún toque neurótico, a la manera de su Rebelde sin causa, para establecer con oblicuidades de cámara la muerte de Herodes padre ante la ambición de Herodes hijo. En otros momentos se desinteresa de la expresión cinematográfica, probablemente porque las tareas de filmación no le dieron tiempo de ver Espartaco y averiguar lo que Stanley Kubrick supo hacer en el género. Tras ocho millones de dólares, casi tres horas de duración y todos los afanes del espectáculo, el productor Samuel Bronston y la Metro-Goldwyn-Mayer terminarán por enterarse de algunas cosas esenciales que debieron saber al principio. Una fundamental es que poner a Jesús en la pantalla es suscitar la reserva inevitable de una parte del público, ese mismo público en cuyos ojos se quiere entrar con miles de uniformes romanos; eran más hábiles las discretas alusiones de


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Ben-Hur. Si además Jesús es interpretado por Jeffrey Hunter, aparentemente porque tiene ojos azules, la reserva del público puede transformarse en hostilidad, con todo fundamento. La otra cosa a enterarse es la inadecuación entre la vida de Jesús y el espectáculo ruidoso con que se lo quiere vestir, por comercial y vendedor que ese espectáculo parezca. Trasladar a Jesús al cine es cosa que requiere la grandeza interior y no la exterior. Hacia falta un Robert Bresson (quizás un Fellini o hasta un Bergman) para expresar el tema. Antes que así lo entiendan el productor Samuel Bronston, la MGM y el director Nicholas Ray, diez mil camellos disfrazados pasarán por el ojo de una aguja. 23 de diciembre 1961. Títulos citados Ben-Hur (EUA-1959) dir. William Wyler; Espartaco (Spartacus, EUA-1960) dir. Stanley Kubrick; Manto sagrado, El (The Robe, EUA-1953) dir. Henry Koster; Rebelde sin causa (Rebel ithout a Cause, EUA1955) dir. N. Ray.

: Otro super show

América de noche

(America di notte, Italia / Francia / Brasil / Argentina-1961) dir. Carlos Alberto de Souza Barros y Giuseppe Maria Scotese. FUE TAN GRANDE EL ÉXITO de Europa de noche (Blasetti-1959) que era inevitable llegar a esta continuación, integrada por la música y el baile de América, casi siempre recogida en clubs nocturnos. Es probable que en Europa puedan creer que ésta es realmente la música americana, pero hay que descontar a esa apariencia el hecho de que está transformada por el lujo, la reelaboración y el afán vistoso de esos clubes nocturnos. Para un espectador rioplatense, ese descuento es fácil de hacer, porque lo que figura aquí como música argentina es un show de malambo con gauchos, un número de cuatro parejas que desafían a un tango con los ritmos percutidos de Marianito Mores y otro número de tangos en la Boca, exactamente en los famosos escenarios de Caminito, a cargo de varias parejas que compiten en un certamen. Todo parece de club nocturno, nada parece el producto auténtico y popular. Una capa semejante envuelve con toda probabilidad los otros números de Norte y Centro América, generalmente recogidos en un escenario y bajo intensos reflectores. El film no pretende disimular esa condición de super revista musical. Se conforma con poner un número tras otro, sin ningún pretexto argumental y sin otro enlace que un locutor italiano. En las 25 secuencias, que tienen cierta tendencia al ruido y al striptease, hay algunas lindas de ver:

- una belleza desnuda americana que serpentea sinuosamente en la penumbra entre los instrumentos de una orquesta; - un número de enérgicos blues en New Orleans a cargo de una anciana pianista y un veterano trompetista; - una nadadora que evoluciona y se desnuda dentro de una inmensa copa de champagne; - un conjunto escocés de patinadoras sobre hielo, capaces del virtuosismo coreográfico; - un baile llamado “Limbo”, de Trinidad, donde los danzarines pasan bajo una barra que cada vez se coloca más baja; - una bailarina solitaria, muy someramente vestida, que se sacude en algún escenario de Brasilia con un erotismo compulsivo. Esto y algo más figura en el film sin mayor identificación. No hay números famosos en el elenco, con la posible excepción de Lionel Hampton, un vibrafonista notable que en la primera escena se empeña en otro de los tantos solos de batería de la Nueva Era del jazz. No hay tampoco mayor virtud fotográfica, porque la cámara suele quedarse quieta delante del escenario, recoge ocasionalmente el rostro de algún espectador y cuida apenas los colores y las luces. El film existe como inventario y no como cine, pero sabe intercalar algunos efectos más vistosos, como las imágenes nocturnas de las calles de New York o de las carreteras modernísimas de Caracas, tomadas con marcado dinamismo. Es un poco cargoso el locutor italiano, que habla más de lo que debe. En la última escena, que debió mostrar en silencio a una muchacha que baila espontáneamente en la playa de Copacabana, el hombre habla tanto que arruina el efecto poético posible. 26 de diciembre 1961.


1962 Crónica familiar

Tres vidas errantes

(The Sundowners, Gran Bretaña-1960) dir. Fred Zinnemann. LOS ERRANTES DEL TÍTULO son un matrimonio con un hijo de 14 años (Robert Mitchum, Deborah Kerr, Michael Anderson Jr.) que peregrinan por las llanuras de Australia en un carro que es su único hogar. Viven de lo que trabaja el jefe de familia, primero en el acarreo de ovejas a través de muchas millas, después en las tareas de esquila. La primera escena ya deja muy claro que esa vida trae problemas. No siempre hay trabajo, el dinero de ahorros es bastante escaso, la mujer aspira a poder comprar una granja y establecerse, su hijo tiene la natural inquietud de probar alguna vez la cerveza, ser alguna vez el jinete o el aventurero. La última escena mantiene esos mismos términos, sin cambio importante. En el medio hay dos horas y fracción de incidentes que expresan a esa familia, a los otros esquiladores, quizás a Australia. Hay escenarios inmensos en colores, un incendio, ovejas llevadas a través de muchas millas, las tareas de esquila, una borrachera, varios juegos de azar, dos carreras de caballos. Para ese pormenor de la aventura, del paisaje y de la acción, el director y productor Fred Zinnemann fue con su equipo y sus intérpretes a la misma Australia, obteniendo una notoria autenticidad de escenario y de costumbres humanas. Los canguros, las ovejas, las carreras de caballos, el incendio en el bosque, componen un material que ha sido observado con cercanías y hasta cariño por las cámaras. Y los seres humanos son también manejados por libreto y diálogos con particular honestidad. No hay melodrama y no hay desvíos artificiales en su peripecia, que se desarrolla con una atención básica al instinto conservador de la mujer, al espíritu aventurero del marido, a las necesidades del trabajo, al pintoresquismo de algunos personajes secundarios: un inglés agudo y solterón de Peter Ustinov, una posadera extravertida y alegre por Glynis John, una dama aristocrática y resignada por Dina Merrill, un joven y futuro padre por John Meillon. Todo el libreto muestra una limpieza particular. Ve los dramas y las diversiones donde están y no les inventa nada complementario. Pese a esas virtudes, hay un error de cálculo en la producción y dirección de Fred Zinnemann. Al conservarse en un nivel naturalista, con una profusa crónica de costumbres y con una esmerada artesanía para recoger paisajes y acción, el film se dispersa hasta 130 minutos sin la unidad dramática y poética que un film necesita. En su paseo por diversas situaciones, pudo agregar más o sacar un poco de lo que tenía, sin que esos cambios hubieran afectado al conjunto. Hay una escena, breve e intensa, en la que Zinnemann se anima a subrayar su drama: una muda contemplación por Deborah Kerr de la mujer elegante que está sentada en un vagón de


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tren y que constituye, en el contexto, un apunte de lo que ella pudo ser y no fue. Ese énfasis poético es el que habría elevado a otras zonas del film. Pero Zinnemann no quiso hacerlo. Deja a su asunto en la crónica exterior, entretenida, limpia, dinámica, sin el relieve dramático que su tema permitía. Deborah Kerr es la mejor de un buen elenco, en el que hasta Robert Mitchum parece muy adecuado a su papel de lacónico ganapán. Hay particulares aciertos en la fotografía de Hildyard y se producen los habituales excesos sinfónicos en la partitura de Dimitri Tiomkin, que introduce todo un concierto para piano y orquesta en la primera mitad de esta extensa crónica familiar. 2 de enero 1962.

: Una promesa menos

Los delfines

(I delfini, Italia / Francia-1960) dir. Francesco Maselli. EL MUNDO QUE FRANCESCO MASELLI quiere trasladar es el de los jóvenes en la rica burguesía industrial italiana, una promesa o una amenaza de quienes ocuparán cargos de importancia en los próximos años. Es un mundo de dinero, de ocio, de frivolidad, poco preocupado de otra cosa que del placer inmediato. Está ejemplificado en media docena de jóvenes entre quienes ocurren muy pocas cosas: un triángulo sentimental con embarazo y boda por conveniencia, una pareja desajustada por diferentes criterios sobre el dinero, una mujer solitaria que está vendiendo sus últimas propiedades para perdurar en el círculo social superior. En los intersticios de estas relaciones se adivinan los rincones de la gran insatisfacción de vivir, cuando no se tiene un ideal o una ocupación que lo sustituya. Ese apunte está claro en la indecisión de la belleza humilde (Claudia Cardinale) que oscila entre un médico modesto y un aristócrata rico y perverso. Está presente, pero menos claro, en la mujer solitaria (Betsy Blair) o en el joven de familia rica que no está conforme con el mundo que le ha tocado habitar y lo dice en reiterados monólogos para la banda sonora (Gérard Blain). En todo el tema, que ha contado con la colaboración de Alberto Moravia, se trasluce una intención documental sobre algunas formas de la vida italiana, y una actitud de testimonio sobre un país. No es ciertamente el primer testimonio en la materia. Este mundo es con pocas variantes el que Fellini mostró en Los inútiles, seis años antes que en La dolce vita que hoy se invoca como precedente para estos Delfines. En otros sentidos, es también el mundo de Antonioni, particularmente en Las amigas. Y en generaciones más nuevas, se pueden establecer vinculaciones entre el film de Maselli

y la actitud testimonial que han mostrado Valerio Zurlini o Franco Rossi, quienes también han querido describir la juventud de la que han formado parte. No es sólo en el tema que Maselli (nacido en 1930) está emulando a sus mayores. La escenificación de una fiesta final, con una pelea y un paseo por habitaciones vacías, tiene un claro precedente en La dolce vita. Dos escenas de desorientación y discusiones cruzadas en una playa y en un andén de ferrocarril son una nítida imitación de Antonioni, con sus personajes que hablan sin mirarse y sus movimientos incoherentes dentro del grupo. Lo que Maselli no muestra es talento cinematográfico para expresar ese mundo. Comienza por no lograr un solo personaje entero, una figura en cuyos actos y palabras se pueda creer. Continúa por carecer de una actitud moral, un juicio crítico, una compasión hacia esos personajes; no es fácil imitar a Fellini. Padece de marcada incoherencia para motivar las diversas acciones, resueltas a golpes y gritos, salteadas en su ilación y en su mutua relación. Con un desequilibrio que sólo puede surgir de una desorientación creadora, Maselli gasta cinco minutos en hacer perseguir a una ambulancia por un auto, al solo efecto de establecer que el perseguidor (Tomas Milian) es un enloquecido, pero después no tiene ni siquiera un minuto para solucionar el triángulo sentimental (Milian-Cardinale-Sergio Fantoni) y manda decir la solución entre dos comas de un monólogo final. Cuando se advierte hasta dónde el libreto ha sido improvisado y acumulado, sin un criterio rector, se hace más fácil explicar las intercalaciones del narrador, que cada diez minutos aparece en la banda sonora a explicar hechos y desarrollos, con una penosa insistencia por filosofar. Todo el film deja la impresión de que Maselli está muy impresionado por la desorientación de la juventud moderna, pero no es un artista sino un pensador. Y aunque tener pensadores en el cine será siempre una ventaja, hace falta que los dramas se expresen con gente de carne y hueso, que sean elocuentes por lo que hacen, discuten, aman y pelean, no por la filosofía que asome a sus diálogos y monólogos. Entre algunas torpezas menores de dirección, que dejan en el artificio lo que debió parecer espontáneo y vivo, y las imprudencias del doblaje (que hacen claros y gritados a varios diálogos necesitados de sordina y de pausa), Los delfines se queda en el borrador del testimonio que quiso ser. Defectos parecidos se han atribuido a Gli sbandati, un film anterior y similar del mismo director, que nunca fue estrenado aquí. Pero Maselli no ha aprendido de sus errores. Lo que debe emular a Fellini y Antonioni no es la voluntad testimonial sino la capacidad de dramaturgo, una virtud que no es fácil de copiar. A los costados de esa ausencia son poco importantes el elenco, el fotógrafo y el compositor musical, necesitados de un director mayor que este joven ambicioso. 13 de enero 1962. Títulos citados Amigas, Las (Le amiche, Italia-1955) dir. Michelangelo Antonioni; Dolce vita, La (Italia / Francia-1960) dir. Federico Fellini; Inútiles, Los (I vitelloni,Italia / Francia-1953) dir. F. Fellini; Sbandati, Gli (Italia-1955) dir. Franceso Maselli.

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Frivolités

Otra vez adiós

(Goodbye Again, EUA-1961) dir. Anatole Litvak. COMO ES DE DOMINIO PÚBLICO, ésta es la historia de un triángulo sentimental entre Ingrid Bergman, Yves Montand y Anthony Perkins, planteado y resuelto como le gusta a la novelista Françoise Sagan. Comienza cuando los dos primeros mantienen un vago noviazgo de cinco años, pausado por las reiteradas ausencias del novio. Allí llega el segundo hombre y la situación ahora pasa a ser que: - Yves Montand se deja seducir por las muchas chiquilinas asaltantes de París y falta a las reglas de la fidelidad; - Ingrid Bergman no hace cuestión de aquellos engaños pero se siente más y más sola; - Anthony Perkins la corteja reiteradamente hasta vencer sus resistencias. Hay otros factores en el triángulo. La mujer siente sus cuarenta años y la necesidad de ser feliz antes que se haga tarde. También tiene un complejo maternal por su galán más joven. El galán más joven tiene necesidad de una madre cariñosa en lugar de la frívola que realmente tiene (Jessie Royce Landis) y su amor por Ingrid Bergman es otra variante del complejo de Edipo. Le va bien, porque la mujer tiene lo que suele llamarse el Complejo de la Madre de Edipo, y así pasan muy felices momentos. Todo ello pudo ser otra historieta para pasar el tiempo. Está ubicada en París, con abundancia de exteriores, diálogos en inglés con toques franceses, dos canciones sentimentales (una de ellas sobre un tema de Brahms), vestidos de Christian Dior para la primera dama, que se cambia de ropa continuamente, y gran cantidad de interiores lujosos, restaurantes caros, cabarets y demás escenografía parisina. Es un film para señoras. Tiene dos graves incovenientes: 1) No pasa nada en 120 minutos de desarrollo. El triángulo está dibujado en el primer cuarto de hora. Después hay idas y venidas, vacilaciones y aceptaciones, rechazos y nuevas aceptaciones, en un mar de conversación, sin que los tres personajes y su relación progresen en ningún sentido. Un cortometraje habría alcanzado para narrar la poca acción del film, pero desde luego un cortometraje no permitía poner 87 vestidos de Dior ni permitía lucir los muchos interiores ni exteriores. 2) Toda la pretensión de apunte psicológico, sobre el amor y la soledad, es simplemente mentira literaria. Ocurre entre seres que no parecen tener ninguna otra preocupación con el dinero, con su trabajo o con su tiempo, pero que tampoco parecen sentir que llevan una vida inútil. Llevar a estos tres personajes a la categoría de seres ideales, envidiados desde la platea del cine de barrio por la empleadita de tienda que siempre quiso ir a París, es la receta esencial de la novelita rosa. Vender esa receta como si fuera una situación dramática cierta, una ilustración sobre el carácter humano, es el negocio de Françoise Sagan y del comercializado productor y director Anatole Litvak.

Pero es mentira, tiene poco que ver con la forma en que la gente vive en las grandes ciudades, incluso en las clases altas, y sería bueno que las empleadas de tienda así lo supieran. Litvak gastó bastante dinero en estrellas, en escenarios, en técnicos de primera categoría, y consiguió para su film ese lustre del producto comercial bien hecho, con más lujo que estilo. Es inexplicable que no haya querido utilizar el color, con el que lucirían mejor los vestuarios y los exteriores de París. Lo que consigue con esa omisión es que el público se fije más en el mínimo y estirado argumento, lo que puede ser perjudicial para su éxito. 16 de enero 1962.

: Boxeador discutido

El estigma del arroyo

(Somebody Up There Likes Me, EUA-1956) dir. Robert Wise. ESTA ES LA BIOGRAFÍA del boxeador Rocky Graziano, campeón de la categoría medio-pesado, hasta que obtiene ese título en 1947. Aparece basada en su propio relato, con todas las simplificaciones y deformaciones que eso supone, pero es un retrato duro y crítico de un hombre que estuvo a punto de arruinar su vida y que salió de la emergencia con la fuerza de sus puños (y con el cariño de su mujercita: Pier Angeli). En su infancia y adolescencia, Rocky fue un producto de los barrios pobres de New York, del alcohol, de la miseria, del pequeño delito. Tras años de reformatorios, prisiones, deserción del ejército y todo tipo de rebeldía, Rocky fue de repente un boxeador. Pero aquí el pasado le vuelve a la cara, es víctima de un chantaje, falta a sus deberes profesionales y finalmente vuelve a imponerse con un orgullo renacido. Toda esta historia tiene una moraleja sobre el amor propio y la necesidad de ser alguien en este mundo. Es una moraleja muy discutible, como que enseña a los delincuentes juveniles a pegar más fuerte para salir de cada paso y alimentar entretanto la esperanza de ser campeón. El título original del film, y una baladita sentimental que lo comenta, insinúan que Dios debe estar allá arriba gustando de Rocky y preocupándose por él, pero no es presumible que se preocupe igualmente de todos los delincuentes juveniles que no tienen otra vida que la de sus trampas, sus atropellos y su fuerza física. El film es más estimable en planos distintos a la valoración moral. En un nivel realista, que es particularmente importante en la primera mitad, y que es el mejor estilo del director Robert Wise, el film recoge abundantes incidentes de violencia, de fuga, de persecución, en las calles y las azoteas de New York, en una prisión, en un cuartel del ejército y finalmente en el cuadrilátero de boxeo. Son siempre elocuentes las imágenes de todo ese costado del film, en el que se luce especialmente


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el fotógrafo Joseph Ruttenberg (premio de la Academia, 1956) con virtuosismos de encuadre, de movimiento, de luz. Como film de boxeo, éste es un espectáculo muy estimulante, aunque carezca de la perspectiva crítica y de la unidad narrativa que el mismo Robert Wise había obtenido antes en El luchador (The Set-Up, 1949). Este fue uno de los primeros papeles cinematográficos de Paul Newman, que hace todo el despliegue que habitualmente se atribuye al Actor’s Studio, probablemente porque Marlon Brando hizo antes algo similar. En el balanceo para caminar, en la actitud rezongona con que parece hablar consigo mismo antes que con su interlocutor, en el gesto de desprecio hacia el resto de mundo que parece moverle desde el principio, Newman logra una estimable composición, digna de un boxeador que no tenía otra fuerza motriz que un odio irracional y vengativo. A la luz de interpretaciones posteriores y distintas, esa composición puede ponderarse con perspectiva1. 19 de enero 1962.

: Cuando Fritz Lang era alguien

El vampiro negro

(M, Alemania-1931) dir. Fritz Lang. EL VAMPIRO NEGRO (reestreno del Iguazú) fue realizado hace treinta años y es todavía hoy lo mejor de su director Fritz Lang, uno de los creadores más irregulares y abundantes en la historia del cine. En la superficie su historia es la de un criminal perverso (Peter Lorre), inclinado a la violación y asesinato de pequeñas niñas. Pero aunque sus hazañas han causado alarma en la ciudad y toda la policía está detrás suyo, la captura del criminal no queda a cargo de las autoridades. Irónicamente, son los ladrones y mendigos quienes se proponen la eliminación del monstruo, a fin de evitar las continuas batidas policiales. El film pasa así desde los crímenes iniciales, siempre sugeridos por la imagen, jamás colocados directamente en la pantalla, a la organización de los ladrones, que igual que las mismas autoridades realizan sus reuniones y planean su estrategia. Desde que el criminal queda atrapado en un edificio, la anécdota se dedica a la ubicación del personaje, una tarea en la que los ladrones son especialistas. El film se cierra con el original proceso del criminal, ante una asamblea de ladrones y mendigos, y provoca así una peculiar escena con su defensa, porque entre chillidos histéricos Peter Lorre explica que ha sido arrastrado por una fuerza interior incontenible. Es justamente la autenticidad de ese impulso lo que lleva a su condena: no puede quedar vivo quien está dominado por la necesidad de matar. En la última imagen del film interviene 1

Ver además Tomo 2 A, pág 320.

ya la policía, pero este final no es el que Fritz Lang quería para su historia, y parece haberle sido impuesto por los productores. Dar el centro del film a un criminal demente, representar a la Justicia en un grupo de mendigos y ladrones, fueron medidas poco convencionales de El vampiro negro. Pero se enlazan fuertemente con toda una tradición del cine alemán anterior y con las probadas preferencias de su director. Desde que El gabinete del Dr. Caligari inauguró en 1919 toda una etapa creadora, con su mundo gobernado por la alucinación, el terror y la locura, el cine alemán había hecho un culto de la fantasía y de la truculencia en sus temas, mientras que en sus formas había experimentado con escenografía, iluminación y fotografía en un deliberado rechazo de la realidad exterior. En esa escuela, concisamente llamada Período Expresionista por los libros, el mismo Fritz Lang había formado su lenguaje, cultivando los temas del destino o el terror desatado por un demente, o la prefiguración de una sociedad futurista (La muerte cansada, Dr. Mabuse, Metrópolis, 1921-26). Cuando llegó a El vampiro negro, esa capacidad imaginativa apareció sofrenada por dos elementos. Por un lado, el asunto surgía de una anécdota policial auténtica, la carrera del criminal Kürsten, de Düsseldorf, un verdadero vampiro bajo su apariencia de refinado burgués. Por otro lado, éste sería su primer film sonoro, y en toda una primera etapa industrial el sonido obligaba a un mayor realismo estilístico, al fijar fuentes ciertas al diálogo. La solución de Fritz Lang (y de su esposa y libretista Thea von Harbou) fue muy audaz. En lo temático, estableció a una corte de mendigos y ladrones como representantes de la Justicia, lo que parece inspirado por la fama previa de La ópera de tres centavos de Brecht, continente de un mundo similar: en esto hay un planteo dramático tocado de rebeldía, quizás de anarquismo. En lo formal, Lang experimentó con el sonido liberándolo ya de su correspondencia con la imagen de donde surge. Varias secuencias de El vampiro negro están concebidas con ese uso más libre del sonido: un diálogo alternado entre dos situaciones distantes, un grito montado sobre imágenes diversas. El resultado de esta experimentación fue estrictamente una vanguardia y habría de ser desarrollado por el cine posterior. La perspectiva de treinta años oscurece inevitablemente la ubicación de El vampiro negro en un momento tan particular como 1931: el final del cine expresionista alemán, el comienzo de la era sonora, el anticipo del otro terror nazi que comenzaría de inmediato, y cuyas raíces o síntomas ha creído encontrar el Dr. Siegfried Kracauer en el cine de la época según lo explicara largamente en su libro De Caligari a Hitler. Visto con ojos de hoy, sin la menor connotación histórica, El vampiro negro sigue siendo una fascinante aventura de terror, de captura y de juicio final. Es una aventura contada con precisión, con economía, con la imaginación necesaria para dar una amenaza mediante una sombra en la pared, o para dar un crimen mediante la constancia lateral de una pelota que rueda o de un globo atrapado en los alambres telefónicos. La reposición sirve empero para una constancia histórica de otro orden, relativa a la carrera de Frtiz Lang, sumergido en la concesión y la decadencia. Junto a una técnica superior, que descansó sin duda en su previa dedicación a la pintura, la arquitectura y la decoración, Fritz Lang no parece haber tenido ideas muy claras sobre el mundo que le rodeaba, y su carrera insinúa cierto rechazo personal por la organización de sociedades y gobiernos. Poco antes de El vampiro negro, había diseñado en Metrópolis (1926) un cuadro muy ingenuo sobre los buenos y los malos en la ciudad del futuro, al punto de suscitar objeciones de H.G. Wells. En su último


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film alemán, El testamento del Dr. Mabuse (1933) el director volvió a describir un alucinante cuadro de un mundo gobernado por el terror, en lo que puede haber sido una prefiguración del régimen nazi, pero en ese film la descripción adicional del Bien es de una ingenuidad y un convencionalismo muy penosos. En los años inmediatos, y durante una larga carrera en Hollywood, Frtiz Lang describió con agudeza a una multitud empeñada en linchar a un inocente (Furia, 1936), a innumerables nazis que debía odiar con fundamento (La caza del hombre, Los verdugos también mueren) y a varias mentalidades criminales, con un punto alto en La mujer del cuadro (1945). Pero no parecía tener algo que decir, y hasta fue perdiendo la mano para contar historietas policiales, como lo prueban sus últimos films americanos de 1956, que charlan sin interés lo que había que mostrar en la imagen. Después se fue a Alemania a rodar fantasías orientales, y hasta un nuevo Mabuse (Los mil ojos del Dr. Mabuse, 1961) que obliga a llorar por un prestigio caído. Se puede prescindir de esa decadencia para gustar El vampiro negro, afortunadamente. La copia es nueva, parece completa y contiene una de las mejores interpretaciones en la carrea de Peter Lorre, ese famoso concesionario que también se rebajó a hacer de todo. 29 de enero 1962. Títulos citados (todos dirigidos por Fritz Lang, salvo donde se indica) Caza del hombre, La (Man Hunt, EUA-1941); Dr. Mabuse (Dr. Mabuse, der Spieler - Ein Bild der Zeit, Alemania-1922); Furia (Fury, EUA-1936); Gabinete del Dr. Caligari, El (Das Cabinet des Dr. Caligari,Alemania-1920) dir. Robert Wiene; Metropolis (Alemania-1920); Mil ojos del Dr. Mabuse, Los (Die 1000 Augen des Dr. Mabuse, Francia / Italia / Alemania-1960); Muerte cansada, La (Der müde Tod, Alemania-1921); Mujer del cuadro, La (The Woman in the Window, EUA-1941); Testamento del Dr. Mabuse, El (Das Testament des Dr. Mabuse t, Alemania-1933); Verdugos también mueren, Los (Hangmen Also Die!, EUA-1936).

: La exageración como sistema

El rufián

(Argentina-1961) dir. Daniel Tinayre. EL INMENSO MELODRAMA policial tiene más argumento que tres novelas por entregas, demora dos horas en decirlo todo y complica la narración barajando inútilmente sus épocas. En una primera parte (que sin embargo no está al principio) el melodrama es pasional, y tras una larga exposición deriva en que la mujer y su amante se libran del marido. Como en Pacto de sangre y El cartero llama dos veces, esto no trae tranquilidad a los criminales, que en seguida se están peleando por cuestiones de intereses. Pero el film argentino no se conforma con ese esquema y agrega datos accesorios: el marido era un homosexual, la mujer se las da de espiritista

y visionaria, sobreviene un accidente, llega la cárcel para uno, llega la amnesia para la otra. Con tales sencillos recursos se pasa a la segunda parte del argumento (que está al principio), donde la mujer no sabe quién es, ignora su pasado, siente la invisible amenaza de que alguien saldrá de la cárcel para matarla. Tras el relato intercalado, con los antecedentes del caso, el film pasa a la tercera parte, que es absolutamente terrorífica, ocurre en una casa desierta que tiene muchos pisos, escaleras vencidas, barandas quebradas, y consiste en que efectivamente la mujer recupera la memoria y debe luchar por su vida con un criminal que ha salido de la cárcel. No hay que revelar el final, pero hay que señalar que todo ese desborde argumental tiene a su vez otros desbordes adicionales, porque cada uno de esos personajes tiene sus amigos y sus amantes, con lo que hay mucha anécdota intercalada que no funciona debidamente en el conjunto. De las ramificaciones es responsable DanielTinayre, como libretista y como director. Pierde un tiempo colosal en contar derivaciones, alarga cada secuencia con más personajes y más diálogos de lo que funcionan, y así obtiene el paradojal resultado de restar fuerza a un film cuya única eficacia era ser un plato fuerte. Es de esperar que Tinayre no crea en que El rufián era realmente un drama. Es un compendio de trucos comerciales, un inventario de sexo, adulterio, venganzas, fugas, amnesias y persecuciones por la escalera. Nadie lo tomará muy en serio, y al director sólo le cabe la esperanza de impresionar a lo que se suele llamar públicos generales. El dato más claro de ese comercialismo es la abundancia de sexo, sin bastante motivo para colocarlo. Hacia marzo 1959, en una violenta conferencia de prensa que diversas personalidades del cine argentino realizaron en un festival de Mar del Plata, y con asistencia de demasiados testigos, Tinayre hizo enérgicas manifestaciones contra los colegas comerciantes que ponían desnudos en la pantalla y hacían perder prestigio al cine nacional. Se refería a Armando Bó e Isabel Sarli, una alusión de la que el primero tomó nota en reunión inmediata. Pero en 1960 Tinayre obtuvo un marcado éxito comercial con La patota (delincuencia juvenil, violación, complejos) y ahora parece aspirar a otro con El rufián, donde Aída Luz aparece un par de veces con poca ropa, donde una escena de striptease se prolonga más allá de una necesidad argumental, y donde Egle Martin e Inés Moreno prescinden un par de veces del corpiño. Estos recursos pueden llevar más gente a ver el film y Tinayre debe cursar su agradecimiento a cada periodista que haga constar el hecho o hechos, así sea con la objeción de que tanto desnudo está de más y no funciona adecuadamente en la trama. Pero en algún rincón del cine argentino, Armando Bó se muere de risa. En un enorme elenco obligado a decir diálogos imposibles sería excesivo señalar interpretaciones, pero los públicos locales deben saber que allí figura Aníbal Pardeiro, actor uruguayo, y que está muy correcto. En otros sentidos, es ponderable la preocupación del fotógrafo Antonio Merayo por trabajar ágilmente entre la penumbra, las escaleras y los parques de diversiones. A la larga abruma, porque el director resolvió no dejar nada en el cuarto de montaje, y así cada recorrido de cámara y cada ángulo raro parece más importante que lo que la cámara muestra. Otro que abruma es el músico Lucio Milena, con una partitura que se pasa anunciando catástrofes. Todos ellos y el director deben saber que una de las reglas básicas del juego es insinuar sin gritar. El film es un producto del exceso, en los varios sentidos posibles. 30 de enero 1962.


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268 • H.A.T. • Obras incompletas • Tomo II-B Títulos citados Cartero llama dos veces, El (The Postman Always Rings Twice, EUA-1946) dir. Tay Garnett; Pacto de sangre (Double Indemnity, EUA-1944) dir. Billy Wilder; Patota, La (Argentina-1960) dir. Daniel Tinayre.

: Crimen y drama

El sicario

(Il sicario, Italia-1960) dir. Damiano Damiani ES PARTICULARMENTE INTERESANTE la situación central de este film, el segundo del director Damiano Damiani. Es la historia de un crimen cometido por interés y por intermedio de otra persona especialmente contratada. Lo que en un film de gángsters aparece liquidado en forma rápida y expeditiva, se transforma aquí en todo un proceso dramático, muy minucioso para motivar sus pasos, muy variado e intenso en la exploración de sus pocos personajes. Con plausible claridad, la primera escena ya da la base de la situación, donde un ingeniero y constructor recibe la exigencia de devolver una verdadera fortuna a un acreedor avaro y viejo. El deudor (Sergio Fantoni) no puede hacer ese pago sin derrumbar su propia empresa y concibe la muerte de su acreedor, una idea que el film hace crecer en las secuencias inmediatas, insinuándola tras descripciones de ambiente. Tras la elección y el rechazo de varios candidatos, sondeados con la debida prudencia, termina por elegir como criminal a un ex presidiario (Alberto Lupo), el sicario del título. De este planteo se llega efectivamente al crimen, pero la decisión no es fácil. En un extremo, el futuro criminal vacila ante la propuesta, se inclina nuevamente a ella, vuelve a rechazarla, vuelve a aceptarla: por un lado es realmente un hombre honesto y por otro lado debe encontrar una salida económica a su precaria situación familiar, con una mujer y dos hijas a su cargo, deudas por todos lados, conflictos matrimoniales, quizás la disolución de su hogar. En el otro extremo, el instigador del crimen tampoco puede vivir tranquilo con su propio plan: sufre sus remordimientos y confiesa a su mujer no sólo la idea sino alguna otra cosa que pensaba decirle. Los caminos de la felicidad son tortuosos, parece decir el film. Como en Dostoyevsky, la idea de un crimen sirve para una exploración de la vida interior; como en los films de Antonioni, la alta burguesía italiana muestra un revés de ansiedades y fracasos, una íntima soledad interior. El film es muy prolijo en la exposición de su tema, que va progresando bajo la capa de aparente normalidad de sus personajes. Está centrado en algunas escenas claves, donde el director Damiani se muestra debidamente atento a la situación dramática. En una entrevista de Fantoni con un violento obrero (Pietro Germi) se insinúa y se desecha al principio el plan criminal, alcanzando un temblor de mano, un síntoma de alcoholismo, para informar que ese candidato no sería capaz de cumplir la empresa. En una larga secuencia entre Alberto Lupo y su mujer (Belinda

Lee) se recorren todas las tensiones de ese matrimonio, acechado por la próxima miseria, inclinado a cruzarse reproches, insultos y golpes por lo que es, en definitiva, un problema de dinero. Mientras el crimen presumiblemente se cumple, otra larga secuencia entre Fantoni y su mujer (Sylva Koscina), hábilmente colocada en un vagón-dormitorio del ferrocarril, comienza por establecer el insomnio y termina en otra crisis matrimonial. La información posterior sobre el crimen está lacónicamente colocada con una conversación telefónica, mientras tres personajes toman apaciblemente el té en una villa del sur. Y el encuentro posterior del instigador y del criminal está hecho en una tensa escena de reproches y de náuseas, de culpas y de arrepentimientos, terminada con una imagen de claro valor simbólico. Damiano Damiani es un realizador joven, está vinculado al cine italiano como libretista de bodrios históricos de los últimos años y llamó primeramente la atención con Rojo para los labios (Il rossetto, estrenada aquí en agosto 1961), un film policial que tenía nervio y ritmo, aunque era débil como exposición dramática o psicológica. Curiosamente, la situación se ha invertido en su segundo film. Más de una vez se siente que alguna secuencia se alarga, que algún diálogo pudo ser pensado con más economía, o que la cámara pudo expresar mejor, en pocos primeros planos de gestos, la tensa situación del ferrocarril, por ejemplo. Contra limitaciones menores, hay secuencias resueltas con particular fuerza, como una entrevista entre Fantoni y la madre del criminal, o como la concepción de la última imagen. Pero hay, sobre todo, una particular honestidad de tratamiento dramático, una voluntad de explorar motivaciones y conductas en la media docena de personajes que llevan adelante el peculiar asunto. Como rasgo de un nuevo director, esa honestidad es más valiosa que los juegos formales y a menudo frívolos a que suelen dedicarse los realizadores de la nueva generación. 2 de febrero 1962.

: Sobre el daño que hace el tabaco

Parrish

(EUA-1961) dir. Delmer Daves. EL ÚNICO TEMA CIERTO que se incluye en las dos horas de este film con muchos temas, es la forma en que se planta, cuida, riega y cosecha el tabaco, una actividad que es casi una ciencia y que aparece ignorada por mucha gente que fuma. A explicar esa ciencia o industria fue dedicada una novela de Mildred Savage, que a juzgar por el film debe ser larguísima, y con esa base se entusiasmó Delmer Daves, que se puso a producir, dirigir y escribir esta adaptación. Había un respaldo para esa empresa, primero porque Delmer Daves es un director irregular pero de probada competencia para realizar temas de acción (Jubal, La última carreta, El tren de


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las 3.10 a Yuma) y después porque con otros temas de firme acento local, como el ganado y el petróleo de Texas, se pudo lograr en Gigante un relato de acento épico. Pero la novelista y Daves erran el tiro hasta el lamento. La historia de Parrish, interpretado por el apolíneo galán Troy Donahue, es la del joven que llega a la plantación tabacalera de Connecticut, progresa en el trabajo, tiene un conflicto con el cruel e inescrupuloso magnate local (Karl Malden) y luego le hace competencia con su plantación propia. En dos horas y fracción hay mucho informe sobre el tabaco y sus peculiaridades, un incendio en un plantío y varios apuntes sobre las rivalidades que origina la cercanía de terrenos distintos para las plantaciones. Pero no se aporta la menor información sobre el problema industrial, económico y social de esos inmensos plantíos, aunque hubiera sido lógico integrar el tema con sus orígenes y sus derivados, desde los obreros hasta las cotizaciones.Y en cambio hay una información abusiva, extensa y complicada sobre los amoríos de siete personajes correspondientes a dos generaciones. Cuando Parrish llega a la plantación, dos obreros que no lo conocen comienzan a silbar admirativamente como hombres que vieran pasar a Brigitte Bardot por la calle. De allí para adelante, Parrish se cambia la ropa para cada secuencia, tiene amores con la obrera buena (Connie Stevens), con la caprichosa hija de un magnate (Diana McBain), con la dulce hija de otro magnate (Sharon Hugueny). A su vez algunas de estas mujeres tienen sus amoríos por separado, y también la madre de Parrish (Claudette Colbert) se casa con Malden, un tirano cuyo carácter ella explica señalando que sólo es malo cuando se enoja, aunque la verdad es que el hombre aparece enojado todo el tiempo. Hay montones de novelas americanas con acento local, al estilo Peyton Place y ésta. Suelen ser escritas por mujeres, suelen estar dedicadas a mujeres y suelen durar más de dos horas. El cine tiene poco que ver con sus adaptaciones. Sirven para mostrar postales en colores como las que Delmer Daves y su fotógrafo Harry Stradling fueron a buscar a Connecticut. Sirven para dar trabajo a media docena de estrellitas en formación, una lista de la que conviene rescatar por ahora la sensualidad que muestra Connie Stevens en sus escenas iniciales, con Marilyn Monroe como modelo. Y sirven para dar trabajo a intérpretes mayores que tienen poca circulación. Después de treinta años de cine y cinco de ausencia, Claudette Colbert reaparece con su dulce estilo de otro tiempo, en un papel de madre comprensiva que no tiene mucho interés como personaje. Es, en cambio, brillante el despliegue de energías, furias, desconfianzas y frases cortantes que Karl Malden hace con su magnate. Pero entre tanto intérprete, tanto amorío, tanta peripecia, no hay un solo momento en el que Delmer Daves consiga un acento dramático, un contacto con las preocupaciones del espectador. Deja correr diálogos en el que dos personajes se empeñan en explicar su propio carácter y el de terceros, sin que nunca parezcan gente viva y cierta. En sus manos toda la posible épica sobre el tabaco se ha hecho, estrictamente, humo. 14 de febrero 1962. Títulos citados (todos dirigidos por Delmer Davis salvo donde se indica) Gigante (Giant, EUA-1956) dir. George Stevens; Jubal (EUA-1956); Tren de las 3.10 a Yuma, El (3:10 to Yuma, EUA-1957); Última carreta, La (The Last Wagon, EUA-1956).

:

Mal puerto

La chica de Hamburgo

(La Fille de Hambourg, Francia-1958) dir. Yves Allégret. LA CHICA ES Hildegarde Neff, una alemana que Daniel Gélin conoció en Hamburgo hacia 1943 mientras era prisionero de guerra. Vuelve a buscarla quince años después y la encuentra medio prostituida, como protagonista de un número de cabaret que consiste en hacer luchar a dos mujeres en el barro y hacerlas limpiar luego con esponjas por los clientes. Es todo muy sucio. La realización de Yves Allégret es una tristeza. El prólogo de 1943 le lleva apenas dos minutos, es muy hablado y no consigue establecer el lazo de ambos personajes, una vinculación que no tiene cara de durar quince días más. El resto del relato abunda en exteriores de Hamburgo, puerto franco, pero en seguida se introduce en cabarets y dormitorios, para hacer escuchar la larga conversación sobre la nada. Hay un confuso incidente aduanero sobre un saco de piel que se pasa de contrabando, pero no existe la menor acción. Hay una escena de alcoba pero no tiene el menor erotismo. La abundancia de diálogos, la lentitud abrumadora del relato, su vaciedad total, las pretensiones de drama en los últimos minutos, deberán consagrar a esta Chica de Hamburgo como la caída más baja del director Yves Allégret, que solía hacer un cine negro, morboso, violento (Esclavas de amor, Los orgullosos). Entre el director y la somnolencia habitual de Daniel Gélin, todo el film parece un producto de Morfeo. Tampoco se luce Hildegarde Neff, una segunda Marlene que necesita más tema, más situaciones, más director. El film es expresivo en una forma indirecta. Cuando los veteranos realizadores franceses se dedican a estas pobrezas (y hay que ver las otras de Delannoy, de Autant-Lara, de Duvivier, de Marc Allégret) se explica que haya surgido allá una Nouvelle Vague dispuesta a modificar ese estado de cosas. Y cuando una empresa americana toma la Chica de Hamburgo para la distribución exterior, se está apuntando la carencia de material en Hollywood. La situación es muy triste. 20 de febrero 1962. Títulos citados (ambos de Yves Allégret) Esclavas de amor (Dédée d’Anvers, Francia-1948); Orgullosos, Los (Les Orgueilleux, Francia / México-1953).

: Comedia infantil

La máquina del amor

(The Honeymoon Machine, EUA-1961) dir. Richard Thorpe. NO HAY TAL MÁQUINA para hacer el amor como anuncia el título castellano, ni máquina para la luna de miel como dice el título original. A todo efecto de inter-


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pretación hay que recurrir a la obra teatral de origen, que se llama con justeza El Vellocino de Oro, porque ésta es la historia de cómo un teniente de la armada americana le encuentra la combinación a la ruleta en Venecia y se hace de muchos miles de dólares. Toda la operación está combinada con un cerebro electrónico a bordo de un acorazado americano, y en buena parte consiste de alimentar al cerebro con ciertos datos y esperar que el barco comunique las respuestas con señales luminosas. Es una idea, y habría que explorarla en serio desestimando las opiniones de los jerarcas del casino, empeñados en negar que haya nada llamado Sistema Para Ganar a la Ruleta. Para saber algo más sobre el film también hay que remitirse a la pieza teatral de Lorenzo Semple, cuya simpleza de asunto, romances apresurados y diálogos abundantes se conservan casi íntegros en la adaptación. En lugar de atender a los problemas derivados de la ruleta y del cerebro electrónico, el film se dedica a la comedia de amoríos y confusiones que se suscitan entre el teniente ingenioso, su socio civil, la hija del almirante, otra muchacha suelta y el almirante mismo (Steve McQueen, Jim Hutton, Brigid Bazlen, Paula Prentiss, Dean Jagger), cinco personajes que hablan al infinito, dan golpes en la mesa y tropiezan con los muebles, en una forma muy precaria de la gracia cinematográfica. Pese a todos los lujos del color y CinemaScope, el film mantiene la chatura del teatro filmado, un resultado al que no es ajeno el director Richard Thorpe, famoso por su rutina. Hay una escena en la que un marinero gordo y ebrio (Jack Weston) anda por los pretiles a la busca de algo, y allí los niños del público ríen con grandes alaridos, por lo que debe recomendarse al film con precisos límites de edad. No es apto para mayores y debe evitarse toda confusión al respecto. 21 de febrero 1962.

: Del mejor Hitchcock

Pacto siniestro

(Strangers on a Train, EUA-1951) dir. Alfred Hitchcock. PACTO SINIESTRO (reestreno en 18 de julio) toma una de las ideas más ingeniosas que se hayan utilizado en la novela policial y la convierte en uno de los mejores films de Alfred Hitchcock, maestro indiscutido del género. La idea consiste en reunir a Farley Granger y Robert Walker, dos desconocidos que se encuentran en un tren, para que el segundo proponga un pacto criminal. Ambos tienen en este mundo una persona que les incomoda (un padre, una esposa) y la propuesta es que cada uno de ellos mate al candidato del otro. De esa manera, ambos burlarían la investigación policial mediante coartadas perfectas y una aparente carencia de motivación en cada crimen. La forma en que este plan es propuesto, desarrollado y finalmente incumpli-

do compone la trama del film. Pero ese ingenio argumental, debido a una novela de Patricia Highsmith, es sólo uno de sus méritos. Otros pueden hallarse en la descripción de los personajes (particularmente el snob de tendencia homosexual que hace Robert Walker), en los efectos sorpresivos de la narración y en el brillante despliegue técnico que es habitual en Hitchcock y que aquí alcanza una continua notoriedad. Hitchcock realizó este film en 1951, cuando tenía ya una carrera de treinta años de cine, la mitad de los cuales fueron de fama y éxito comercial. No toda esa carrera tiene un alto mérito. En ella se intercalan films rutinarios con melodramas policiales a los que el director supo dar un sello especial, que suele ser el de colocar el misterio, el terror o el crimen en un contexto de naturalidad y de humorismo. Esa fue la fórmula con que Hitchcock se consagró en El hombre que sabía demasiado, 39 escalones, Agente secreto, Sabotaje y La dama desaparece (1934-38), sus films del período inglés. Contratado luego por Hollywood, el director prosiguió realizando intrigas de misterio y de espionaje, en casi todas las cuales hay abundantes toques personales (Rebeca, Corresponsal extranjero, La sospecha, Saboteador, La sombra de una duda, 1940-43) pero sus temas ya comenzaron a ser menos puros, más inclinados a la novela para mujeres, al fácil alegato antinazi, a la moda del psicoanálisis que Hollywood descubrió hacia 1945 y sobre todo al lucimiento técnico, una obsesión por crearse dificultades para mostrar que las superaba. De allí nacen las debilidades folletinescas (Rebeca), las conversaciones excesivas (Agonía de amor) y los virtuosismos artísticamente inútiles, como hacer un film entero sin montaje (La soga, 1948, que parece ser una sola e inmensa toma de cámara durante 80 minutos), hacer todo un film dentro de un bote (Ocho a la deriva, 1943) o plantearse recorridos de cámara absolutamente inverosímiles (Bajo el singo de Capricornio, 1949). Esa inquietud técnica habría de seguir hasta hoy mediante otras experimentaciones con el color, con la profundidad de campo y con la colocación de la cámara mediante proezas de equilibrio, de movimiento o de acrobacia. Es fácil comprobar que el director no ha dado mucha importancia a los temas narrados. Los acepta como parte de un trato declaradamente comercial con los productores, que consiste en llegar al público mediante la repetición de recetas anecdóticas populares y los explora luego con un afán de originalidad narrativa y técnica, con una inquietud artesanal particularmente estimable en un hombre que ha pasado los 60 años y que ha superado la necesidad económica. Esa perspectiva de la obra de Hitchcock está ratificada por sus más recientes films para televisión, hechos con similares trucos de ingenio argumental y técnico. Una perspectiva más sagaz y discutible de la obra de Hitchcock puede leerse en textos de la crítica francesa (particularmente François Truffaut, Claude Chabrol, Jean Domarchi) que encuentran en sus docenas de films una cantidad de elementos metafísicos: la búsqueda de Dios, el hallazgo del Diablo, la conciencia del Mal, los límites de la personalidad individual, la responsabilidad frente al destino. Hasta el momento los teorizadores


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franceses no han convencido a mucho público, y éste sigue aceptando los films de Hitchcock como hábiles entretenimientos, bordados sobre el misterio, el terror y la declarada truculencia. Pacto siniestro reúne los elementos habituales de Hitchcock con un ponderable dominio de los virtuosismos técnicos, que aquí expresan y no entorpecen a la anécdota. Entre sus despliegues fotográficos figura, por ejemplo, un crimen visto a través de un par de lentes tirados en el suelo, una escena que Hitchcock realizó tomando el reflejo de la acción en un espejo cóncavo y combinando luego esa imagen en una superposición con el par de lentes. Entre los despliegues narrativos figura la alternancia de dos datos de suspenso: mientras uno de los personajes procura rescatar de una alcantarilla el encendedor extraviado y peligroso, otro debe ganar un partido de tenis a tiempo para tomar un último tren. Narrativamente es, sin embargo, más valiosa la construcción del personaje de Robert Walker, que fuera la mejor creación en la carrera del joven intérprete (fallecido en agosto 1951). Sin su snobismo, su humor negro, su toque demencial, no sería verosímil el trato que propone a su socio y que desencadena toda una pesadilla. Aunque fue realizado en 1951, este film de Hitchcock no se estrenó en Montevideo hasta julio 1955, un atraso derivado de incidentes de contratación que afectaron a la programación Warner Bros. en la época. La demora puede inducir a confusión sobre la ubicación de este título en la riquísima carrera de su director2. 26 de febrero 1962. Títulos citados (Todos dirigidos por Alfred Hitchcock) Agente secreto (Secret Agent, Gran Bretaña-1936); Agonía de amor (The Paradine Case, EUA-1947); Bajo el signo de Capricornio (Under Capricorn, Gran Bretaña-1949); Corresponsal extranjero (Foreign Correspondent , EUA-1940); Dama desaparece, La (The Lady Vanishes, Gran Bretaña-1938); Hombre que sabía demasiado, El (The Man Who Knew Too Much, Gran Bretaña-1934); Ocho a la deriva (Lifeboat, EUA-1944); Rebeca (Rebecca, EUA-1940); Sabotaje (Sabotage, Gran Bretaña-1935); Saboteador (Saboteur, EUA-1942); Soga, La (Rope, EUA-1948); Sombra de una duda, La (Shadow of a Doubt, EUA-1943); Sospecha, La (Suspicion, EUA-1941); 39 escalones (The 39 Steps, Gran Bretaña-1935).

: Hábil y sentimental

El fin de la inocencia

(The Greengage Summer, Gran Bretaña-1961) dir. Lewis Gilbert. HAY MUCHA HABILIDAD, mucha delicadeza y un fino trazo psicológico en esta crónica que enfrenta a cuatro hermanos, comprendidos entre 9 y 16 años, con el mundo sórdido de los adultos. La anécdota los coloca en un hotel francés, durante unas vacaciones en las que se enferma su madre, y detalla la amistad que surge con un inglés simpático y misterioso (Kenneth More), con la dueña del hotel, una señorita inclinada a malos humores (Danielle Darrieux) y con una amiga de ésta, 2

H.A.T. ya había escrito sobre este film en ocasión de su estreno. Ver Tomo 2 A, pág. 113.

que no muestra mucho mejor carácter (Claude Nollier). El tiempo va revelando las relaciones ocultas que unen a estas personas y va creando otras. Entre ambas mujeres hay un amor prohibido que el diálogo apenas insi- núa y que presumiblemente estaba mejor desarrollado en la novela original de Rumer Godden. Entre More y Darrieux hay una relación amorosa clara. Entre los cuatro hermanos y More hay una amistad alegre y creciente, que también se convierte en amor cuando la mayor de aquéllos (Susannah York) descubre en sí misma a la coquetería y a la posibilidad de obtener algo con su belleza. Las relaciones entre los diversos personajes llegan así a un conglomerado de competencias, celos, discusiones, que se agudiza cuando se descubre que More, presunto inglés rico, es un ladrón buscado por la policía francesa. Aquí la relación ya lleva al despecho, al chantaje, a la delación. A pesar de tanto melodrama, el relato es pausado y natural, sin artificios intempestivos. Los exteriores de las campiñas francesas están naturalmente ubicados en los paseos iniciales de More y los muchachos, que descubren la vida exterior mientras recorren catedrales, castillos, grandes bodegas, todo un material de belleza visual que la cámara de Frederick A. Young hace funcionar como fondo de la anécdota y no como paisajes pasivos. La alegría de la amistad y la tentación del amor surgen también de esa anécdota, no ya con diálogos explicativos sino como un intercambio normal de la convivencia. En ese plano naturalista, de aparente placidez, comienzan a insinuarse los celos y las sospechas. Están colocados con particular habilidad por el libretista Howard Koch, con una fina competencia por sugerir sin decir, pero lamentablemente terminan en trazos más gruesos, colocando un intento de violación y un crimen en un asunto que necesitaba otra resolución más delicada. Gran parte del aire de seducción que tiene el film, como aventura más sentimental que policíaca, depende de la joven virginal que hace Susannah York, en ese paso tan difícil de establecer entre la niñez y la edad adulta. El libreto le da situaciones y diálogos muy apropiados, lo que puede deberse tanto a la fineza de la escritora Rumer Godden (que hizo The River, con un tema afín) como al libretista Howard Koch, autor de Carta de una enamorada (Letter from an Unknown Woman, EUA-1948, dir. Max Ophüls), donde Joan Fontaine pasaba una crisis similar. Por su parte, Susannah York tiene un encanto total y una señalada competencia de actriz, como lo prueban algunas escenas (una borrachera, el intento de violación) aunque no consiga adecuadamente otras. Hay una objeción que hacer al film. Su relato se aparta de lo convencional cuando se dedica a explorar el difícil personaje de la adolescente, pero abusa en cambio de lo convencional cuando debe resolver el asunto policíaco. Parece estar a mitad de camino entre el apunte poético de una zona del tema y la concesión a narrar cosas que derivan más del azar que de la naturaleza de sus personajes. Esa ambigüedad está ya en el plan de producción, en la mezcla de


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lo que quisieron hacer la novelista y su adaptador con el aprovechamiento poco inspirado que podía esperarse de su director Lewis Gilbert, que deja correr el asunto sin comentario, en un estilo llano y antiguo. Aún con esas limitaciones, hay en este Fin de la inocencia un encanto y una fluidez que podrían recibir mejor aprecio del público femenino.

Fanny, en Marius, en La mujer del panadero) el humor no es aquí sólo un capricho o una payasada, sino una actitud vital, una forma de contemplar la naturaleza humana y sus misterios. Si el resultado no es profundo, debe reconocerse en cambio que es a la vez auténtico, emotivo y entretenido.

27 de febrero 1962.

28 de febrero 1962.

:

Títulos citados Fanny (Francia-1934) dir. Marc Allégret; Marius3 (Francia-1931) dir. Alexander Korda; Mujer del panadero, La (La Femme du boulanger, Francia-1938) dir. Marcel Pagnol; Vivir (Ikiru, Japón-1952) dir. Akira Kurosawa.

Comedia con ideas

:

El extraño deseo de M. Bard

(L’étrange désir de Monsieur Bard, Francia-1954) dir. Géza von Radványi. El plan pudo ser el de Vivir de Kurosawa, pero la anécdota y su detalle son de franca comedia. Aquí Michel Simon se entera de que va a morir, porque el corazón no le resistirá mucho y lo primero que debería hacer sería dejar el cigarrillo. Es un viejo solterón, no tiene otro amigo que un compañero de trabajo, está rodeado por los materialistas y los avaros de un pueblo chico, y tras filosofar sobre la vida y la muerte, sobre el azar inexplicable de nacer y sobre la enfermedad inevitable que es estar vivo, decide que ya nada vale la pena. Pero hay otras providencias para él. Gana 25 millones de francos sin desearlos siquiera. Los emplea en convencer a una mujer de que se le permita tener un hijo, alguien que pueda llegar a querer a ese viejo solterón sin cariño. Y tiene las peripecias inevitables de quien parece estar loco, hasta que debe demostrar que no lo está. Todo el film está servido para Simon, que aparece casi continuamente en escena y que rinde otra de esas interpretaciones sólidas, desde la bobera al patetismo ocasional, que hacían los divos de otro tiempo. Con una modestia tan reiterada que es casi una vanidad, Simon deja comentar en el diálogo su propia fealdad y se hace debido cargo de que ninguna mujer querría tener un hijo con él si no hubiera 25 millones de francos por el medio. Pero el director y argumentista Géza von Radványi ha sabido explotar al personaje y a su destino. No sólo explota con abundancia la comedia de su fealdad y la de la rapacidad de quienes lo rodean, mediante un jocoso tironeo en el casino o mediante un desfile de cuadros de famosos pintores (para que la mujer grávida tenga un hijo bello, que no se parezca a su padre), sino que accede al tono melancólico ocasional, para plantear los misterios del nacimiento, del destino humano y de la muerte cierta, un trasfondo de drama que asoma con autenticidad como la motivación de todo lo que Simon hace o deja de hacer. Como en los modelos de Marcel Pagnol (en

Pretensiones de la NV

Una pareja

(Un couple, Francia-1960, dir. Jean-Pierre Mocky). “EL DRAMA DEL AMOR FÍSICO”, anuncia la publicidad, inaugurando así la noción de que puede ser dramática una actividad que solía ser considerada como placentera en los círculos generalmente bien informados. Con esa enunciación la publicidad se está tomando en serio al director Jean-Pierre Mocky, otro obsesionado por el sexo, como buena parte de la Nouvelle Vague. En la primera escena de esta historia, la pareja protagonista (Juliette Mayniel, Jean Kosta) se está diciendo recíprocamente que el sexo ya no viene como antes, y de ahí sigue una historia zigzagueante de separaciones, que termina por la ruptura del matrimonio, después que la mujer se ha entregado sin amor a otro hombre más bien libertino. La moraleja es que el sexo es importante para el amor. O, más precisamente, el sentido del asunto es que el amor puede ser liquidado por la franqueza, lo que insinúa que debe haber cierta hipocresía en muchos matrimonios de este mundo. En los costados de la pareja central, y como un deliberado contraste, pululan muchas otras parejas más frívolas y ocasionalmente adulterinas, gente que separa el amor y el sexo como cosas distintas, gente que juega, gente que se distrae. La intensión de Mocky y de su colibretista, el novelista y poeta festivo Raymond Queneau, es replantear la problemática del amor, ese tema tan difícil en el que todo el mundo sabe todo y no sabe nada. Pero Mocky tiene una vaga idea de cómo expresar sus preocupaciones. Que está preocupado con el sexo es cosa muy sabida, desde su primer film Los buscas (Les Dragueurs, 1959), pero eso no significa que tenga claro su asunto. Lo que él plantea en Una pareja es el problema de la incomprensión sexual y del sexo sin amor. Y no 3

En Argentina se estrenó como Marius, el embrujado.


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sólo carece de soluciones al respecto, lo cual es muy explicable, sino que deforma la presentación de su propio tema, dejando en el desconcierto a su espectador. En la línea central del tema, que debió ser dramática, Mocky no se anima a mostrar la incomprensión sexual (un tema difícil para la pantalla) y convierte a sus dos personajes centrales en imposibles editorialistas de sus sentimientos e ideas. Salen de silencios inexpresivos para ser unos improbables charlatanes. En las otras líneas del asunto, Mocky debía mostrar la felicidad superficial y frívola, la soledad y la amargura finales, de los varios patrones, cuñados y vecinos que tienen ideas menos serias sobre el sexo. Pero Mocky no es un comediógrafo y sus personajes no parecen gente real: son caricaturas de brocha gorda, tipos extravagantes que fabrican juguetes, corretean y pellizcan. En una impresionante colección de sujetos raros, Queneau y Mocky no llegan a mostrar el tema donde debían hacerlo, que es en los laberintos, repliegues y mentiras de personas aparentemente normales y sanas. Al fondo de Una pareja hay una incapacidad esencial, que es la de Mocky como artista creador y aun como cronista de la naturaleza humana. Dar el drama con editoriales discursivos, dar la comedia con exageraciones de sainete, olvidarse de enlazar las dos vertientes de su relato, son síntomas de que Mocky no está preparado para contar cosas importantes en cine y de que debiera reservar sus preocupaciones con el sexo a la órbita privada, como hace casi todo el mundo, más discretamente. Hay otros síntomas incidentales de esa misma impotencia artística. No hay una narración hilvanada, por ejemplo, sino un salto continuo de unos personajes a otros, de unas situaciones a otras, con la incoherencia narrativa que la Nouvelle Vague muestra tan a menudo y que resulta tan cómoda a quienes no saben integrar la unidad de un asunto. Tampoco hay una motivación inteligible para algunos pasos en la conducta de los personajes. Y a cambio de esas deficiencias, que condicionan la estatura de Mocky como creador, subsisten las vivezas de quien quiere tener un estilo propio: imágenes sombrías sin causa, musiquitas repetidas hasta el cansancio, chistes que se reiteran tres veces en 90 minutos, exageraciones burlescas en las situaciones y en el juego interpretativo de casi todo el elenco. La improvisación puede ser un estilo, pero los cabos sueltos deben sugerir un sentido conjunto, las situaciones dramáticas deben ser emotivas, los disparates cómicos deben ser graciosos. Más allá de las pretensiones, nada de eso consigue el director. Mocky tenía 32 años cuando filmó Una pareja. No le cabe la disculpa de los pecados de juventud. Si quería hacer un film con un tema serio, necesitaba entender profundamente el tema y necesitaba saber expresarlo. A esa edad y con preocupaciones parecidas, Ingmar Bergman había hecho varios films de mérito y Juventud divino tesoro (Sommarlek, 1950), que es la obra inequívoca de un verdadero poeta4. 1 de marzo 1962.

: 4

Ver pág. 705.

Análisis de mujer pública

La noche llama al deseo

(Girl of the Night, EUA-1960) dir. Joseph Cates. EL TEMA ES la prostitución y la base de la anécdota dice ser un estudio psicoanalítico titulado “The Call Girl”, eufemismo del idioma inglés para designar a las prostitutas que se pueden llamar por teléfono. En lo principal, el film describe las reiteradas consultas que el psicoanalista (Lloyd Nolan) recibe de la protagonista (Anne Francis), una muchacha de 24 años que no es feliz con lo que suele llamarse la mala vida. De esas consultas sale un caso bastante común: infancia desdichada, padres lejanos, violación en la niñez, un novio que termina por ser un proxeneta y una larga vacilación entre abandonar a ese canalla o confiar en que algún día habrá un casamiento y se arreglará todo. Más al fondo, el resorte psicológico que el análisis descubre es que la muchacha tiene separadas las nociones de amor y de sexo, sin armonizarlas debidamente: por eso le ha sido indiferente acostarse con docenas de hombres distintos, conservando un noviazgo separado y por eso a cierta altura se inclina curiosamente a rechazar a un pretendiente muy digno (James Broderick) cuando éste insinúa un primer avance erótico. Esta dualidad de la protagonista es un caso muy complejo y sólo podía surgir del psicoanálisis. Pero requería que el libreto explorara esa línea con más detención. Al dramatizar un material tan íntimo, los libretistas se conforman con enunciar el punto en una de las varias sesiones entre psicoanalista y paciente, dejando que el espectador lo entienda como la explicación de una conducta personal. En los alrededores de ese centro, hay un melodrama azaroso y poco convincente. No parece bastante justificada la atracción de la muchacha por el proxeneta en cuestión, un bandolero muy evidente que tampoco tiene magnetismo personal - está interpretado por John Kerr, a leguas y años del tan delicado y afeminado adolescente con el que adquirió su primera fama en Té y simpatía (Tea and Sympathy, EUA-1956, dir. Vincente Minnelli). Tampoco es muy creíble la conducta de este hombre, que para acercarse a sus colegas reales debió ser más enérgico, más violento, más brutal. En episodios laterales, aparece un sádico que necesita castigar a la mujer con un bastón antes de entrar en alguna intimidad con ella, pero ese personaje es apenas una viñeta incidental y no justifica narrativamente el tono trágico que el film adopta en sus primeras escenas. En otro episodio lateral, una colega de la protagonista (Eileen Fulton) resuelve suicidarse antes de acceder debidamente a su primera cita de negocios, pero todo lo que el film ha descrito previamente sobre esa mujer hace muy inverosímil semejante extremo. Estas y otras incoherencias del planteo dramático dejan al film en el borrador de lo que debió ser. Como relato de un problema individual, con elementos reales, sociales y psicoanalíticos en juego, la narración aparece dispersa y caprichosa, sin bastante apoyo en personajes ciertos y con alguna confusión en las intercalaciones de presente y pasado que se conjugan durante los varios trances confesionales. En


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el otro extremo, como film comercial, dispuesto a emplear temas negros y atraer a públicos morbosos, el resultado parecerá poco excitante, porque no hay bastante sexo en la pantalla. Hay virtudes en el film, sin embargo. Una de las sesiones con el psicoanalista adquiere cierta tensión, a medida que la paciente es empujada a reconocer sobre sí misma una verdad que ha rechazado. La labor de Anne Francis tiene a menudo una convicción inesperada para quien la haya visto en los papeles tan convencionales de su carrera anterior. Y la fotografía de Joseph Brun es en muchas escenas un logro separado, desde los matices de blanco y negro que consigue para los exteriores de New York hasta el clima obsesivo de las sesiones con el psicoanalista. La dirección es de Joseph Cates, un nombre nuevo en el cine, que no parece muy vigilante para manejar intérpretes ni para disponerlos en el cuadro. Hay motivos para pensar que el film perdió cinco minutos de su metraje original y quizás perdió también allí algunas ilaciones y algunos grados de erotismo. 7 de marzo 1962.

: Director nuevo y sensible

Nuestra ciudad arde

(Sterne, Alemania Oriental-1958) dir. Konrad Wolf. HAY CIERTO SELLO PERSONAL en el estilo de este film antinazi, y es por ese estilo que se rescata la calidad de lo que pudo ser un relato convencional. La acción ocurre durante octubre 1943 en un pueblo de Bulgaria, al que llegan centenares de judíos, arrastrados por los nazis con destino final en Auschwitz. Uno de los oficiales nazis (Jürgen Frohriep), previamente presentado como un hombre sensible, un melancólico que gusta dibujar y pintar de a ratos, comienza allí su relación con una de las muchachas judías (Sasha Krusharska), una ex maestra que es empujada a entretener a oficiales alemanes durante una cena muy alcohólica y que termina por entablar lo que llegará a ser una relación amorosa. Lo que sigue de allí no es muy apasionado, y puede ser entendido como una tibia amistad. A los costados de esa pareja progresa una descripción de esa masa de refugiados, un incidente de medicinas llevadas clandestinamente al grupo, el descubrimiento de esa irregularidad y la partida final del tren hacia Auschwitz. La pareja central es el punto más débil del drama narrado. Sin atreverse a describir con vigor ese amor surgido entre figuras de distintos bandos de una guerra, el film se conforma con presentar los diálogos de ambos personajes y así llega a lo discursivo sobre la posible aniquilación de la humanidad, sobre el discutible progreso realizado desde la época en que los chimpancés predominaban en el mundo, sobre la necesidad de la ayuda mutua entre los seres humanos y sobre la obligación de no conformarse con declaraciones de amor al prójimo e intentar de veras hacer algo por

él. Si todo ello no estuviera dicho en las fáciles palabras, habría una emoción tras los generosos conceptos. Pero tal como aparecen, son excesivamente literarios. En otras zonas el film es mucho más firme. La descripción inicial de la aldea, el retrato del grupo de prisioneros y sus dramas individuales, algún episodio incidental como un juego de tiro al blanco, encuentran en el director Konrad Wolf a un experto artesano que no sólo mueve multitudes, mueve la cámara, apunta gestos, sino que tiene las nociones de continuidad y de contraste que sólo se pueden imponer en la compaginación final. Una secuencia inicial, con el parto que aflige a una de las prisioneras en la escuela que sirve a todos como vivienda, expone la competencia del director, que recoge el rostro y el diálogo de otros personajes, hasta centrar en el episodio un ejemplo del drama colectivo. Efectos dramáticos similares, obtenidos en el amplio cuadro de una aldea y de centenares de personas, aparecen después en la confiscación de las medicinas, una tensa escena en que otro oficial nazi enfrenta a los prisioneros y por la imagen desfilan pausadamente los rostros de éstos. Y aparecen también en la secuencia final, que describe la partida del tren y el desencuentro último de la pareja central, mientras el pormenor de las operaciones físicas hace subir la inquietud sobre esa última ocasión perdida. Konrad Wolf debe haber sentido como propio el drama judío durante la guerra, y todo su film revela una abundante preocupación por documentarlo, en términos cinematográficos que son casi de superproducción, si se tiene en cuenta la cantidad de seres humanos y de objetos físicos que ha llegado a mover para hacer su film, o el preciosismo de distintos idiomas que se conjugan de pronto en ese gran depósito humano (también se escuchan trozos de castellano, debido a que algunos de los prisioneros son judíos sefarditas). Su sensibilidad personal y cinematográfica, muy evidente en algunos encuadres, en las sobreimpresiones, en las constancias mudas de gestos, necesita todavía una mayor depuración, un rigor que le haga prescindir de lo literario y que le haga encontrar en sus términos puramente visuales las fuentes de su relato. A pesar de esa irregularidad, y de una lentitud narrativa muy marcada, el film tiene un particular interés. 9 de marzo 1962.

: El Cagney de antes

Corazón de hielo

(Kiss Tomorrow Goodbye, EUA-1950) dir. Gordon Douglas. James Cagney y su hermano William produjeron este film en 1950, en un régimen de producción combinada con Warner Bros., lo que explica esta reposición hecha ahora fuera del sello de origen.Y tiene su fundamento que Cagney haya vuelto en aquel momento al género policial y al papel violento con el que había hecho su fama desde 1931.Tras la interrupción de la guerra, los films policiales renacieron hacia 1947 a un apogeo comercial y Cagney


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no podía perder esa oportunidad. Volvió a un papel de pistolero, en el molde que tuvo su mejor expresión en Ángeles con caras sucias y promovió este nuevo testimonio de su personaje preferido. Lo que hace el personaje es casi lo de siempre. Se fuga del presidio, reorganiza una pandilla con gente nueva, compromete en ella a un abogado (Luther Adler) y a dos policías corruptos (Ward Bond, Barton MacLane) pero termina baleado, a raíz de un doble juego con dos mujeres (Barbara Payton, Helena Carter). No hay más que eso, y hay defectos en eso. Es muy extensa, por ejemplo, toda la complicación con Helena Carter, que termina en un improbable casamiento, en una improbable escena de noche de bodas (con camas separadas y demasiada corrección) y en improbables raptos de generosidad que no condicen con el protagonista. Hay cierta ingenuidad en alguno de los asaltos que sale bien por decisión de los realizadores del film. Y hay algún exceso de conversación en las múltiples intrigas que unen y separan a los ocho miembros de la banda, que están menos atados por la amistad que por presiones y chantajes. A pesar de esos desniveles, el film tiene la apariencia y el gusto de toda una tradición. Los diálogos son breves y cortantes, los personajes están construidos y ubicados antes de que empiecen a hablar, los asaltos y los crímenes tienen el estilo conciso, dinámico, que Warner Bros. ponía en sus producciones de años mejores. Un golpe en la cabeza, un cuerpo tirado a un foso, una frase breve y lateral, una toma de las cadenas en el presidio del comienzo, rinden más elocuencia narrativa que las vueltas imaginativas con que los libretistas han complicado un género que debe ser directo, claro y efectista. Sobre esos elementos de estilo resalta el mismo Cagney, bajito y violento, con su prepotencia habitual para hacer insinuaciones y con su sonrisa de siempre para vestir villanías. El hombre domina su película y cuando él está en pantalla, que es casi siempre, el film tiene un sabor de otra época. Algún día habría que revisar su carrera, dar Ángeles con caras sucias, Ciudad de conquista, Triunfo supremo (que contiene probablemente su labor máxima y que obtuvo un Oscar) y el despliegue de locura y acrobacia que en 1949 hizo con Alma negra, en su segunda época como pistolero cinematográfico. Tras su nombre hay todo un género. 15 de marzo 1962. Títulos citados Alma negra (White Heat, EUA-1949) dir. Raoul Walsh; Ángeles con caras sucias (Angels with Dirty Faces, EUA-1938) dir. Michael Curtiz; Ciudad de conquista (City for Conquest, EUA-194o) dir. Anatole Litvak; Triunfo supremo (Yankee Doodle Dandy, EUA-1942) dir. Michael Curtiz.

: Otras caras de la guerra

Heroica

(Eroica, Polonia-1957) dir. Andrzej Munk. HEROICA cuenta dos episodios ficticios de la última guerra, uno en el frente polaco, otro en una de las prisiones alemanas que encerraban a oficiales polacos. No hay relación visible entre ambos episodios, que tienen personajes distintos. Su vinculación oculta, más sugerida que dicha, es la de formular dos comentarios con-

trastados y extremos sobre la tradición del heroísmo polaco, un tema que ha renacido en variadas formas en buena parte de ese cine nacional. En su momento, Heroica representó uno de los primeros testimonios sobre el nuevo y notable cine polaco. Fue exhibido en el Festival de Mar del Plata (marzo 1959)5, donde concurrió también su director Andrzej Munk, y dejó variablemente asombrados, admirados y desconcertados a los cronistas presentes. Junto a Atentado de Passendorfer, también exhibido allí, significaba la presencia de un cine polaco que no sólo tenía el fuerte sello de su temática de guerra (casi una constante en su industria nacional) sino que se permitía enjuiciar los valores convencionales del género: criticar el orgullo nacional, prescindir de finales felices, ignorar el deformado retrato de los nazis que fue habitual en films bélicos de otros países. El libretista Jerzy Stefan Stawinski, que escribió ambos films, recibió por ellos un premio a mejor argumento en aquel Festival. En marzo 1960, el propio Stawinski estuvo en Mar del Plata y describió hasta dónde ha trasladado al cine sus experiencias personales, lo que explica cierto sello de autenticidad en ese material6. En 1939 Stawinski estuvo en la resistencia antinazi de los jóvenes estudiantes polacos (el tema de Atentado), después en los enlaces del ejército polaco con el cercano ejército húngaro (primer episodio de Heroica), en las cloacas de Varsovia durante la frustrada rebelión de 1944 (argumento de Kanal o Patrulla de la muerte) y finalmente en una prisión alemana (segundo episodio de Heroica). Pero no se limitó a una crónica biográfica de sus experiencias. Como ya lo había hecho en su debut de libretista (en Sangre sobre los rieles, 1956, también dirigida por Munk), la idea de Stawinski era atrapar en un argumento ficticio la relación que existió entre esos personajes, el medio en que vivieron y las tendencias ideológicas o morales en boga. El tema de Sangre sobre los rieles es un comentario sobre la oposición de viejas y nuevas generaciones en una Polonia que comenzaba a ser regimentada por directivas políticas. El tema de Kanal eleva la peripecia de los refugiados en las cloacas hasta el nivel de una angustia metafísica, una oposición de vida y muerte, que trasciende la línea de la aventura y de la fuga. El tema de Heroica es más elaborado y descansa sobre toda una tradición del heroísmo polaco, un valor legendario, reiteradamente admitido y homenajeado, que Stawinski y Munk se propusieron enjuiciar. En el primer episodio, un personaje cínico, burlón, casi miserable, se convierte por fuerza de las circunstancias en el mensajero que une a su resistencia nacional con un ejército húngaro, y así llega a ser un héroe a pesar suyo. El tono es cómico, paródico, y está apoyado en las debilidades morales e intelectuales del personaje, que tiene más afán de seguir viviendo que de ser un héroe: como dijo un crítico inglés, Sancho Panza llega a ser héroe en un mundo donde los Quijotes manejan tanques y tiran bombas. En las entrelíneas de situación y diálogo, lo que surge es la asombrosa desconexión del levantamiento de Varsovia con el resto del movimiento militar aliado. Mientras las comunicaciones entre distintos puntos de Varsovia se establecen vía Londres, y mientras los rebeldes esperan hacer con los rusos un contacto militar que éstos desconocen (quizás deliberadamente), las jerarquías militares de la resistencia polaca insisten absurdamente en obtener conformidad de los rusos antes de llegar a un trato con los húngaros. En esa dispersión de planes e ideas, el diálogo formula la reflexión de que los polacos no saben liberarse a 5 6

Ver Tomo 2 A, pág. 745. Ver págs. 653 y sigs.


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sí mismos y son inevitablemente liberados por mano ajena. Esa es la tragedia polaca, dice ese fragmento, y el film la envuelve entre farsa y sonrisas. El segundo episodio se titula Ostinato lugubre, es absolutamente serio y es mucho más elaborado de ideas. El ambiente es la prisión alemana donde se albergan los oficiales polacos del primer momento de la guerra (1939) y a la que llegan los otros que fracasaron en la insurrección de Varsovia (1944). El arribo de los nuevos sirve para informar las tensiones existentes en ese recinto, que no se caracteriza curiosamente por la miseria y la crueldad que fueron comunes a los campos de concentración (por el contrario, aquí se reciben cigarrillos y paquetes de alimentos) sino por los recelos y las incomodidades de una forzada vida en común. Los ascensores jerárquicos han sido paralizados cuando esos oficiales cayeron prisioneros; la manteca se reparte previa pesada en una balanza y sirve para ajustar deudas anteriores; un oficial se queja del ruido que hacen los otros y se aísla en una casilla para poder leer. Sobre esas diversas tensiones surgen las ofensas, las hostilidades verbales, el deseo de “darle satisfacciones en cualquier momento” (un epigrama que esconde el reto a duelo), los artificiales códigos de honor; a la larga, la situación es un reflejo del apunte de Sartre (en Huis Clos) de que el infierno no es un sitio: el infierno son los otros. Ese clima de tensiones internas es necesario como fondo a los apuntes sobre el heroísmo, una virtud que puede ser un defecto. Para uno de esos oficiales, poseído por el orgullo, el heroísmo es el desafío al riesgo, y así cruza ostentosamente las alambradas de la prisión, sin ánimo de escapar pero con ánimo de demostrar a sus compañeros que él es alguien. Para ese mismo y para todos, el heroísmo es, más arriba, el deber de fugar, y así todos veneran la figura del teniente Zawistowski, el único que una vez desapareció de la prisión sin dejar rastros, el único héroe que supo cumplir su deber ante circunstancias adversas. Pero el film llega a revelar que Zawistowski no llegó a fugar. Está escondido en un altillo de esa misma prisión, alimentado secretamente por dos compañeros, dedicado a ser un mito y un ejemplo. Cuando muere, se provoca la crisis, pero ésta ocasiona una irónica secuencia final. El plan original de Heroica incluía un tercer episodio que Munk y Stawinski resolvieron eliminar porque no le creyeron logrado. Con eso dieron lugar a que se sospechara una intervención de censura política, pero el director y el libretista han desmentido reiteradamente esa teoría y sostuvieron en todo momento que sólo importaron razones de orden estético. Dejaron al film con su integración en dos movimientos, que formulan comentarios irónicos sobre el heroísmo (involuntario en un caso, ficticio en el otro) y agregan datos laterales sobre lo que es para Polonia un tema marcadamente nacional. Una prolongación de ese tema puede encontrarse en Cenizas y diamantes de Wadja, que es un film posterior (1958) y que presenta el contraste entre los ideales del protagonista y la realidad a la que debe aplicarlos. Esta doble visión, que documenta realidades sociales por un lado, valores psicológicos y morales por otro, informa a buena parte del cine polaco. Heroica puede ser un film para públicos no polacos, porque descansa en datos escasamente conocidos, desde la situación bélica interna hacia 1944, con la doble presión de alemanes y rusos, hasta la tradición de heroísmo que el film propone comentar. No está compuesto sobre planes de cine realista: ni pretende contar cosas sucedidas ni pretende contar ficciones representativas de hechos históricos. Su interés es formular con extremos de farsa y de drama un apunte a las ideas, las emo-

ciones y las moralejas con que Polonia ha visto su propia y apenada intervención en la guerra. Es un apunte inteligente, nacido de una reflexión sobre los temas en juego, y eso justifica la mejor atención de su espectador. Públicos más superficiales sabrán sin demora que el primer episodio les parece poco gracioso y que falta una progresión dramática en el segundo, terminado sin una adecuada culminación. Sobre observaciones menores, la originalidad del film, en sustancia y forma, y sus relámpagos de agudeza y de intensidad, lo convierten en un espectáculo de particular atracción. Heroica fue en 1957 una culminación para la carrera de Andrzej Munk, nacido en 1921, doblemente diplomado como director y como fotógrafo en la Escuela Cinematográfica de Lodz y realizador de varios films de corto y medio metraje (1950-54). Con el semi-documental Los hombres de la Cruz Azul (1955) y con Sangre sobre los rieles (1956) Munk había llegado a un lugar de distinción en el cine polaco, pero fue sólo con Heroica que comenzó su prestigio internacional. Posteriormente realizó una sátira sobre el oportunismo, titulada Zezowate szczescie (1960), no conocida aún en Sudamérica. Lamentablemente, Munk falleció en un accidente (setiembre 1961) que interrumpió la carrera de un talento promisor. No sólo poseía una competencia técnica de primera línea (en fotografía, en montaje, en sonido) sino que era además un exigente para las ideas y los sentidos de su obra, como lo señaló en un artículo sobre “el carácter nacional y el individuo” (publicado en Films and Filming, noviembre 1961), donde ratifica el principio de hacer films sobre polacos y para polacos. En un momento de producción cosmopolita, donde se desvanece hasta la noción del país en que cada film fue rodado, el principio de Munk es singular. El estreno de Heroica no tuvo mayor éxito en Buenos Aires (desde septiembre 1959) y eso puede explicar que la copia haya dormido durante tres años en estantes montevideanos. Sale a circulación en momentos en que no se habla ya de la revelación de inteligencia, rigor y firmeza dramática que fue el cine polaco. 19 y 20 de marzo 1962. Títulos citados (dirigidos por Munk, salvo donde se indica) Atentado (Zamach, Polonia-1958) dir. Jerzy Passendorfer; Cenizas y diamantes (Popiól i diament, Polonia-1958) dir. Andrzej Wajda; Hombres de la cruz azul, Los (Blekitny krzyz, Polonia-1955); Patrulla de la muerte, La (Kanal, Polonia-1956) dir. A. Wajda; Sangre sobre los rieles (Czlowiek na torze, Polonia-1956); Zezowate szczescie7 (Polonia-1960).

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Risa para niños y grandes

Eva quiere dormir

(Ewa chce spac, Polonia-1957) dir. Tadeusz Chmielewski. ESTA FARSA VIOLENTA y disparatada fue en 1957 el debut del joven director polaco Tadeusz Chmielewski, perteneciente a la nueva promoción de su cine nacional, y 7

Circula en formatos hogareños con el título Mala suerte.


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agraciado desde el principio con premios de festivales (en San Sebastián, 1958) y elogios de críticos muy diversos, incluyendo americanos e ingleses, tras la difusión en otros festivales como el de San Francisco y en estrenos comerciales de Londres y New York. El destino del film en su exhibición montevideana ha sido en cambio muy oscuro. Hace ya tres años que la copia estaba depositada y muy quieta, hasta que alguien resolvió sacarla a circulación y la estrenó sin mucha publicidad en una sala lateral. Será, sin embargo, un film muy gustado por públicos generales y habrá que esperar el veredicto de los muchos espectadores que declaren haberse reído como en los viejos tiempos. La propuesta argumental es muy simple: la joven Eva llega a la ciudad para estudiar en un internado, no encuentra donde dormir y peregrina toda la noche, entre policías y ladrones, hasta que la mañana la encuentra durmiendo en un banco de la plaza, adecuadamente vigilada por otro policía que además es un galán joven. Pero éste no es un film sentimental. Comienza graciosamente con una sucesión de asaltos en una misma calle oscura, donde quien da un cachiporrazo recibe en seguida otro, y prosigue en un cuadro semifantástico, donde los ladrones reciben clases para robar mejor, los policías tocan la flauta en lugar de vigilarlos, las comisarías hacen grandes parodias de mejor servicio cuando llegan solemnes inspectores, y los furgones de todo tipo son reunidos en la plaza pública para mejor organizar un amplio delito que habrá de dirigir un policía. Hay una sátira al fondo del film, que consiste en invertir y exagerar los datos conocidos sobre la sociedad. Es presumible que los públicos polacos hayan sabido interpretar como una crítica humorística a las ineficacias del orden social. También hay un estilo, que está inspirado en las extravagancias de la comedia muda y que se alimenta de golpes y sorpresas, como una legión de cómicos americanos supieron hacerlo en la época de Mack Sennett y como más tarde lo hicieron los Hermanos Marx. Pero el estilo llega a ser menos satisfactorio que su intención. A fuerza de disfrazar gente y de golpearle la cabeza, Eva quiere dormir termina en la repetición de sus ideas iniciales, porque no tiene bastante combustible para estirar el chiste durante sus 98 minutos. Algunas secuencias aparecen indebidamente alargadas (en especial una de la comisaría), hay más conversación de la que tolera el género y predominan las ganas de hacer reír sobre las risas propiamente dichas. Una última imagen procura burlarse amablemente del director Aleksander Ford, maestro de toda una generación polaca, y obliga a sospechar que el film contiene también otras alusiones cifradas, que en Polonia se apreciarían mejor. Los niños uruguayos, incluyendo algunos de sesenta años, pueden olvidarse de las alusiones, apreciar la gracia personal de Barbara Kwiatkowska, la soltura de duende de un joven ladrón hecho por Roman Klosowski y el disparadero general de golpes, empujones y confusiones que hizo reír al público del estreno.

Actriz dominante

El ladrón apasionado

(Risate di gioia, Italia-1960) dir. Mario Monicelli. ANNA MAGNANI tiene momentos notables en esta comedia de confusiones. Es una gran actriz, reconocida por el mundo entero, pero aquí representa a una pequeña actriz, que termina un 31 de diciembre su filmación en uno de los tantos bodrios históricos que se hacen en Cinecittà (dentro de un coro que grita “¡Milagro, milagro!”) y se decide a divertirse en la noche de fin de año. Se acopla a una cena colectiva pero la dejan de lado para no ser trece en la mesa; entonces se acopla a su viejo amigo Totò en una fiesta, pero no sabe que se complicará en los robos a gente elegante que proyectan el amigo y otro galán joven representado por Ben Gazzara. Tras varias vueltas, un incidente casi policial en la Fontana de Trevi, la incorporación a una fiesta alemana y otro robo en una iglesia (donde la Magnani termina por disimular el hecho a los gritos de “¡Milagro, milagro!”), el final ocurre en la puerta de una cárcel. Casi no hay sustancia en el asunto, excepto las flechas que el director Mario Monicelli larga a la industria cinematográfica más comercial de Italia, tanto en las escenas iniciales de Cinecittà como en apartes del diálogo. Pero la Magnani tiene un jugoso papel y se explica que lo haya aceptado después de tareas más importantes. En violentas escenas de reproches a Totò, en los escarceos románticos que acepta a Ben Gazzara, en las diversas ficciones de importancia con las que quiere ser alguien dentro del mundo elegante, la Magnani tiene siempre la elocuencia, el calor y la energía con que ha hecho su personalidad cinematográfica. Sin ella la comedia no tendría mucho sentido. Como libretista y como director, Mario Monicelli muestra la doble facilidad de armar comedias con situaciones menores y de moverlas con estimable agilidad. En esa capacidad confirma los precedentes de Diabluras de padres e hijos (Padri e figli, 1956) y de Los desconocidos de siempre (I soliti ignoti, 1958), pero al mismo tiempo parece fiarse con exceso al rendimiento cómico de la única idea del film. Cuenta con robos disimulados, corridas para ocultar el producto, factores imprevistos que arruinan el resultado. Pero cuando repite ese esquema en los varios escenarios que los personajes recorren durante el único lapso de esa noche de fin de año, termina por agotar todas las variantes posibles sin haber dado a su asunto una progresión, un crecimiento. El resultado es que puede confiar en algunas risas de su espectador, pero no podrá confiar en su memoria.

21 de marzo 1962.

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23 de marzo 1962.

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Época silenciosa y dinámica

Risas y sensaciones de antaño

(Days of Thrills and Laughter, EUA-1961) dir. Robert Youngson. EN SU TERCERA RECOPILACIÓN de cine mudo (las anteriores: Los reyes de la risa, ¡Risas y más risas!) el productor Robert Youngson ha ampliado en algo la duración y en mucho el registro de los films utilizados. Aquí figuran cosas ya utilizadas: comedias por Charley Chase, Harry Langdon, Ben Turpin. Figuran otras bastante difundidas en versiones clandestinas, como las inverosímiles gambetas de Charlie Chaplin entre agentes policiales, escaleras y puertas de ascensor (El aventurero, En las termas). Pero también hay rarezas: Laurel sin Hardy, Mack Sennett en una de sus pocas intervenciones como actor, el perro Cameo jugando a las damas, Hardy sin Laurel. Y por primera vez una recopilación semejante incluye fragmentos de lo que no quería ser cómico: tremendas aventuras en episodios que muestran a Pearl White amenazada por el villano chino de Warner Oland, a Ruth Roland perseguida por bandidos en un tren, a Boris Karloff luchando a los bordes de precipicios, a Houdini liberándose de imposibles ataduras y corriendo a salvar a la heroína, una imprudente que navega rauda en su canoa junto a los torrentes del Niágara. Entre la aventura y la comicidad está muy deliberadamente un fragmento de Douglas Fairbanks, titulado Wild and Woolly, que finge tomarse en broma al género western y termina muy en serio cuando el héroe derrota a todos los indios en las más adversas condiciones de lucha. El resultado de la mezcla no es demasiado cómico, lo que debe atribuirse en parte a que varios de los fragmentos carecen de bastante inventiva y estiran situaciones sin enriquecerlas: el fragmento de Harry Langdon es muy pobre como sátira el género bélico, el de Snub Pollard y las bombas anarquistas se repite, Oliver Hardy se limita a comer chorizos. Pero hay sin embargo una lección en el conjunto y se desprende tanto de una vieja comedia francesa de 1904 (donde un hombre empuja a una silla de ruedas y a un enfermo mientras persigue a su mujer adúltera) como de una posterior aventura de Monty Banks en un tren sin frenos. La lección es la del movimiento: en lo que se muestra, en la cámara misma, en la compaginación. Las fugas y las persecuciones hacen saltar al espectador y le comprometen en alguno de los bandos; los inconvenientes del cambio se sufren como propios; los cruces imposibles de trenes y autos, las piruetas en lo alto de acantilados, la amenaza del túnel que se aproxima, se manifiestan en tensiones y suspiros. Esta lección es poco aprovechada por Hollywood, demasiado empeñado en transcribir lánguidas comedias que inutilizan el color y al CinemaScope porque se exceden en conversación. La eficacia pública del movimiento es un hecho demostrado, muy anterior a muchas teorías sobre el fenómeno cinemato-

gráfico, y puede comprobarse examinando a los niños que asistan a El General de Buster Keaton, a Kalapur con Kieron Moore y a los fragmentos más dinámicos de esta recopilación, como el de Monty Banks. Si se procura no hacer comparaciones con otras antologías semejantes, estas Risas y sensaciones de antaño serán muy aptas para nostálgicos, para niños y para públicos familiares. No abunda el cine para familias, por ahora, y hay que aprovechar lo que se da. Es una lástima que un locutor castellano y una frondosa partitura musical se empeñen en interferir con un espectáculo que estaba completo con la sola riqueza de sus imágenes. 24 de marzo 1962. Títulos citados Aventurero, El (The Adventurer, EUA-1917 cm) dir. Charles Chaplin; En las termas (The Cure, EUA-1917 cm) dir. C. Chaplin; General, El (The General, EUA-1926) dir. Buster Keaton y Clyde Bruckman; Kalapur (Northwest Frontier, Gran Bretaña-1959) dir. J. Lee Thompson; Reyes de la risa (The Golden Age of Comedy, EUA-1957) dir. Robert Youngson; ¡Risas y más risas! (When Comedy Was King, EUA-1960) dir. R. Youngson; Wild and Woolly (EUA-1917) dir. John Emerson.

: Una desilusión

Cielo despejado

(Chistoe nebo, URSS-1961) dir. Grigoriy Chukhray. HAY QUIEN CREE que este film es muy valiente porque trata problemas políticos en una forma y una dirección que no son habituales en el cine ruso. Trata de quienes sufrieron bajo Stalin alguna forma de la persecución y del ostracismo, pero fueron reivindicados en una época posterior, primero porque falleció Stalin (marzo 1953) y después porque el nuevo régimen denunció en un Congreso oficial (febrero 1956) los abusos previos y el así llamado Culto de la Personalidad. El film ejemplifica este problema en un solo y único personaje, un aviador (Yevgeni Urbansky) que llegó a ser héroe en la guerra, fue hecho prisionero por los alemanes, fue dado por muerto y regresó luego a su patria. Allí le impugnan no haber tenido el valor de suicidarse y le muestran una abierta desconfianza por sus años de prisión: el caso supone, implícitamente, que pudo ser un traidor quien se las arregló para quedar vivo en una prisión alemana. Durante varios años el aviador sufre en su patria: le impiden trabajar, lo calumnian. Cuando muere Stalin viene el deshielo y entonces el aviador recibe la Estrella de Oro, como héroe de la Unión Soviética. El final es muy feliz y muestra al aviador probando los aviones de último modelo, que ahora surcan un cielo despejado.


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Este asunto sería más valiente si desafiara a las consignas actuales del régimen soviético, pero eso sería mucho pedir. Se conforma a ellas y se toma muy en serio uno de los episodios más graciosos de la historia contemporánea, cuando los comunistas de todo el mundo comenzaron a juntar firmas contra Stalin, después de muchos años de haberlas juntado a su favor. El coraje que debe acreditarse al argumento es el desafiar a quienes todavía respetan aquel Culto de Aquella Personalidad, y no es asombroso leer que el film dividió en varios bandos a su público ruso durante el Festival de Moscú (julio 1961). Pero no puede considerarse muy audaz a un film que sigue hoy las orientaciones políticas del régimen vigente y critica al anterior. También hay films franceses de posguerra que critican al colaboracionismo de Vichy, films argentinos posteriores a Perón que criticaron al régimen peronista, y hasta films alemanes modernos que critican al nazismo. Por otra parte, Cielo despejado es muy tibio en sus críticas a Stalin. La estatua del ex prohombre figura tras el comité que niega trabajo al aviador, pero no se dice una palabra adicional; la muerte de Stalin es presentada con tres palabras informativas, un largo silencio y nada que se parezca a un alivio; la reivindicación posterior del protagonista está mostrada sin la menor explicación. El film entiende que la prudencia es la parte más valiosa del valor. Dentro del cine ruso conocido puede parecer excepcional un film que sugiere al régimen stalinista como una desgracia, que establece que en la Unión Soviética también hay hijos ilegítimos y que propone para su héroe el trance de dedicarse al alcohol para olvidar sus penas. Pero la forma de obtener importancia para esos datos es integrarlos en un contexto dramático de lucha, de derrota, de larga paciencia, de alegato estéril contra el régimen stalinista. Si el film toma entre algodones ese tema político, si se abstiene de marcar el drama en su verdadera dureza, el valor aparecerá muy condicionado, muy referido a un caso individual que ni siquiera se presenta como significativo de muchos otros. El director Grigoriy Chukhray es un romántico, como lo probó largamente en La balada de un soldado (Ballada o soldate, 1959), y cabe imaginar muy bien que el tema de este film le atraía por motivos escasamente políticos, porque Chukhray tuvo la oportunidad de hacer su cine romántico atendiendo al idilio entre el aviador y una muchachita (Nina Drobysheva), en todas las etapas del encuentro casual, la búsqueda posterior, el jugueteo de los primeros días, el alejamiento, el hijo que nace, la fidelidad tercamente mantenida por la mujer hacia un hombre que puede no volver nunca, el compañerismo con que lo apoya en su desgracia y la felicidad final de la reivindicación. Para este relato, que tiene generalmente un punto de vista femenino, el libreto elige una acumulación de recuerdos, desde una imagen presente que muestra a la mujer de pie en una carretera, mirando el cielo despejado en el que ya vuela su hombre reivindicado. Este sistema de racconto múltiple adolece de alguna confusión al principio y resta cierta necesaria unidad narrativa al conjunto: hay saltos de tiempo bastante abruptos, y nadie nota que hayan pasado ocho años entre el fin de la guerra y la muerte de Stalin. Pero en algunos de esos episodios, Chukhray muestra la delicadeza sentimental de que es capaz: encuentros y reencuentros, pies impacientes en una espera, puertas clausuradas que separan a los amantes cuando llegan a reunirse después de un largo alejamiento. En el mejor momento del film,

otra mujer (Natalya Kuzmina) ve casualmente al hombre que fue su novio y al que abandonó para casarse erróneamente con un grosero burócrata: Chukhray cuenta esa crisis sentimental con vasos que se caen de un estante y lágrimas que estallan en la mujer, sin una palabra adicional. Y en otra escena de mayor alcance dramático, un centenar de mujeres acude a la estación, durante la guerra, para ver a sus maridos que vienen del frente, pero el tren pasa de largo y Chukhray alterna su imagen relampagueante con los rostros angustiados y defraudados de las mujeres en el andén. Entre los aciertos incidentales, Chukhray comete algunos notorios errores de estilo. La misma escena de la estación se le alarga hasta insinuar que ese tren tiene cuatrocientos quince vagones o hasta insinuar quizás que el momento dramático necesitaba ser estirado hasta lo inverosímil para hacerlo más vigoroso. La noticia de la presunta muerte del galán se establece con un pobre recurso visual (rostro de ellas, fundido sobre llamas rojas) y se estira sin medida. El posterior reencuentro de los amantes se expresa con el mismo y pobre recurso (rostro de ella, fundido sobre llamas azules) y también se estira sin medida. Todos los que hayan leído algo sobre Rusia saben que se llama “deshielo” a la liberación de algunas restricciones de la época stalinista, pero Chukhray fuerza la metáfora y salta a mostrar la nieve que se funde, el hielo que se derrite, los arroyos que se forman y se mueven; la intercalación es tan improcedente en el contexto narrativo, tan extensa como exposición, que una mitad del público habrá de sonreír. Y a esos errores se suma aún la penuria de los momentos dramáticos de mayor responsabilidad, en los que Chukhray accede a monólogos y diálogos muy serviciales, entre unos pocos personajes, para informar el ostracismo del protagonista al volver de la prisión alemana. Escenas largas, escenas débiles, escenas lentas, baches en el tiempo narrativo, omisiones y prudencias en el mismo centro del tema, obligan a la desilusión de quienes confiaron en Chukhray. En La balada de un soldado apreciaron no sólo la tierna sencillez del tema (un anzuelo que elogió buena parte de la prensa occidental) sino un claro sentido de la poesía cinematográfica, hecha allí de movilidad y de alejamiento, de abrazos mudos y de esperas desoladas, de diálogos concisos y de gestos esenciales. De ese lenguaje poético de Chukhray apenas quedan trazos incidentales en Cielo despejado, y el parecido más nítido entre este film y aquella Balada es el de que la música levanta y reelabora melodías del antecedente. Es casi un plagio, pero Mikhail Ziv es el autor de ambas partituras y hay que suponer que está en su mejor derecho. El film será un pequeño problema para la crítica cinematográfica comunista, pero sin duda lo darán por bueno quienes ahora juntan firmas contra Stalin. Es un problema mayor para Chukhray, que se puso a alegar contra el dirigismo anterior y perdió entonces la espontaneidad y la mano que había mostrado en la Balada. Si no se siente víctima del dirigismo, debería volver a la sencillez, abstenerse de los temas políticos, de las pretensiones editoriales. 3 de abril 1962.

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Sólo para exquisitos

La muchacha de los ojos de oro

(La Fille aux yeux d’or, Italia / Francia-1961) dir. Jean-Gabriel Albicocco. HAY QUE VERLO DOS VECES. La primera vez el espectador asiste entre fascinado e irritado a un film que está lleno de elaboraciones plásticas y narrativas, pero a cuya sugestión y misterio es difícil sustraerse. El tratamiento fotográfico es sólo una parte de esa elaboración. Rara vez el rostro humano aparece por sí solo en la pantalla, sino que está generalmente comentado por jarrones, rejas, tapices, puertas, cortinas, jaulas enormes que contienen mujeres en pose, espejos que reflejan algún objeto lateral, pájaros sueltos en las alcobas y cuanta otra ornamentación puede acondicionarse en varios ambientes de lujo. El uso de la decoración no lo es todo, sin embargo. En ambientes de penumbra, un rayo de luz destaca un solo punto de atención, mientras una voz llega desde fuera del cuadro. En los exteriores, la cámara puede correr velozmente junto a un personaje, o junto a varios automóviles, o puede terminar una inmensa panorámica de un paisaje en el rostro de una mujer en primer plano. En el conjunto, ésta es la tarea fotográfica más perversa y rebuscada que el cine haya mostrado después del expresionismo alemán, de Sternberg, de Orson Welles, de Max Ophüls, precedentes que el film quiere no ya emular sino superar. Pero si sólo se tratara de una rebuscada fotografía, el espectador no tendría ni la fascinación ni la irritación: en definitiva las imágenes se ven y generalmente se comprenden, aunque la primera vez no se llegue a entender el cambio de un auto por otro igual, ni la intención con que el montaje hace suceder en el cuadro a dos collares parecidos. Lo que más desconcierta en el film es la elipsis de la narración, la reticencia con que se dan unos datos pero no se dan otros complementarios. A primera vista ésta es una historia de amor, entre un galán refinado, rico, snob, que tiene un secretario super servicial y un grupo de camaradas que le apoyan en todas sus locuras (Paul Guers) y la muchacha hermosa, callada, que un día encuentra sentada en su auto y cuyo nombre no llega a saber nunca, ni siquiera después de muchas horas de amor (Marie Laforêt). Hay un misterio en ese amor, que intercala las ternuras con toda clase de crueldades, frases cínicas, juegos infantiles y bofetadas repentinas: es el misterio de cómo vive ella y de quien paga sus evidentes lujos. El espectador, como el galán mismo, tardará una hora de narración en averiguar ese misterio, y quizás no advierta siquiera cuándo el galán soluciona el enigma, contemplando desde la ventana a dos autos iguales en la calle: en ese momento fundamental no hay una sola palabra de aclaración. Pero aunque hay muchas palabras en otros lados y aunque todo el diálogo tiene también el refinamiento, el ingenio y la oblicuidad de la fotografía, la narración será confusa para casi todo espectador. No siempre se aclara el sitio de la acción, que alterna interiores de tres casas sin la menor información previa. No siempre se aclara el tiempo de la acción, que a veces salta

Películas / 1962 • 293 adelante en horas (el galán duerme y despierta, por ejemplo) y que ocasionalmente se atrasa, recogiendo en una cinta magnética un diálogo que parecía escuchado en tiempo presente. Las relaciones recíprocas de los personajes son un equívoco largo y malicioso, armado como una novela policial, con deliberadas pistas falsas. Una conversación telefónica entre dos puntos distantes se revela repentinamente como ocurrida entre dos cuartos contiguos. Un diálogo que baraja situaciones y frases de cuentos infantiles termina de pronto en una mención de Las 1001 noches, pero a esa altura ya han cambiado el escenario y los personajes que hay en él. Otro diálogo entre dos mujeres reproduce entre comillas a la primera conversación que tuvieron al conocerse, pero el antecedente no figura en el film y hay que entender ese recuerdo sin poseer un punto de referencia. Todo está hecho para asombrar. La segunda vez que se lo ve, el film es, como dijo un crítico humorista, “clarísimo”. Todo lo misterioso en la conducta de la muchacha aparece entonces como enteramente razonable, y cuando el espectador sabe la explicación final podrá entender en otro contexto la confusión entre dos autos, la alternancia entre dos collares parecidos, la mirada alarmada de quien cree que le han descubierto un secreto, una aparente crisis de celos que no resulta ser tal o, más al fondo, una necesidad de amor que tiene resortes psicológicos y morales diferentes a los supuestos. A esa altura el refinamiento narrativo, como el mismo refinamiento fotográfico que lo envuelve, revela que libretistas y directores no han revuelto el asunto como al azar, sino que tras cada secuencia y tras el plan conjunto hay un punto de vista, un estilo. Su orientación es mostrar las confusas apariencias y revelar lentamente las realidades que hay debajo de ellas; en cierto sentido, el estilo del film es también el estilo de vida para los dos enamorados que lo protagonizan y para la otra mujer (Françoise Prévost) que tiene muy peculiares relaciones con ambos. En ese sentido, hay una clara coordinación de fondo y forma en La muchacha de los ojos de oro, una armonía mucho mayor que la que suele encontrarse en otros desplantes formales y otros despliegues de ingenio de la Nouvelle Vague. Su prueba de fuego es la coherencia que se advierte en el film cuando se lo revisa una vez conocido, pero es justamente este requisito de mayor análisis el que ha entorpecido su estimación en un par de festivales (Venecia y San Francisco, 1961) y el que ha provocado el desconcierto de su público más desprevenido. Este es el primer film largo de Jean-Gabriel Albicocco, 24 años, hijo de fotógrafo (Quinto Albicocco, que colaboró aquí con su hijo) y aprendiz desde la infancia en todo lo que fueran cámaras. Hay que ser una eminencia en lentes, reflectores, distancias focales, contraluces y emulsiones de la película virgen, si se quiere hacer siquiera una cuarta parte de lo que muestra el film, empeñado justamente en transformar a su protagonista en un fotógrafo de modas, para dar lugar así a sorprendentes juegos de iluminación en un estudio y para aportar con una fotografía suelta un dato que resulta revelador a uno de los personajes. Pero hay que ser además un refinado de la narración cinematográfica, un jactancioso discípulo de Max Ophüls, para permitirse un film tan lleno de enigmas, de silencios, de datos ocultos, que desafía a la comprensión de una mayoría del público. Los espectadores más agudos, o más prácticos, o quizás más veteranos, seguirán sus contorsiones plásticas y estilísticas como se contempla, desde la admiración hasta el éxtasis, a un virtuoso de la acrobacia o del violín, y en ese sentido no habrá un verdadero aficionado al cine que pueda prescindir de este film. Cuando todas las pruebas de técnica y de inteligencia han sido rendidas,


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cuando el afán experimental de un joven de 24 años, consciente de su talento, ha sido debidamente justificado, el film plantea una inquietud de futuro. Es una inquietud sobre la orientación artística, sobre la necesidad de que el cine se haga no sólo para este lucimiento personal sino para la comunicación de sentimientos o ideas con el espectador. En ese plano mayor, Albicocco es un joven brillante pero no es todavía un artista. Cuenta relaciones humanas excepcionales, quizás extravagantes, en medios lujosos que son también de excepción y con fuegos artificiales de tremenda técnica. Pero incluso el espectador que haya visto su film por segunda vez y haya comprendido minuciosamente todos sus laberintos y el orden lógico que los preside, puede quedarse en la irritación de ver tanto talento dedicado a tanta frivolidad, tanto poder sugestivo (desde la máscara inicial que oculta al protagonista hasta el lacónico y hermoso comentario musical que Narciso Yepes coloca con su guitarra) dedicado a sugerir que los hombres ricos y decadentes pueden necesitar un amor puro, y que las muchachas provincianas no saben nunca del todo cuál es el amor que están aceptando. Si algo falta en La muchacha de los ojos de oro, entre tanta abundancia de riqueza formal, es una mayor entidad para el nudo de su asunto, que dice cosas especiales sobre gente muy especial, pero da más luz sobre el intérprete que sobre el tema interpretado. La belleza radiante de Marie Laforêt, la calidad inteligente y cínica con que actúan Paul Guers y Françoise Prévost, son valores adicionales en este film exquisito e insolente, en el que la forma lo es todo8. 3 de abril 1962.

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ponen otros incidentes: Whitman es fugitivo de la justicia y después ingresa a los vigilantes, Wayne tiene que apresarlo tres veces, la mujer aparece al principio en una filosa conquista del hombre que le gusta. Esos incidentes adicionales sirven para definir personajes y líneas de anécdota. También incluyen un ataque indio a una aldea, lo que es bastante espectacular pero revela muy pobre estrategia en los jefes comanches. Como es habitual en estos casos, y como cabía esperarlo del veterano director Michael Curtiz, la acción exterior es la única zona lograda del film, mientras las intrigas individuales revelan muy pocas ganas de pensar en serio las confrontaciones que pueden tener tales personajes o las circunstancias reales en que viven. Hechas en CinemaScope y en color, esas escenas exteriores tienen además la ventaja de que hay mucho movimiento de caballos, mucho balazo, mucho indio que se cae. El resultado es moderadamente entretenido e insignificante, como corresponde. Está mejorado por detalles. En diálogos de hombres solos, el libreto se anima al humor fuerte y brusco que John Ford sabía explotar en el género, hasta el extremo de que dos individuos se golpean brutalmente para divertirse con toda cordialidad. En escenas de torturas, el fotógrafo William Clothier compone algún encuadre esplendido, como esos hombres colgados de un tronco horizontal, rendidos por el dolor y por la sed. Y aunque Wayne y Whitman están muy correctos en sus convencionales papeles, el film incluye notables viñetas de actores secundarios: Nehemiah Persoff como un inválido que capitanea a los comancheros, Lee Marvin como un traficante de armas, Edgar Buchanan como un pintoresco juez y Guinn Williams como un locuaz prisionero que orienta a los Texas Rangers en la campaña militar que deben emprender. El encanto personal de Ina Balin como aventurera está bastante castigado por la conducta absurda que el libreto le hace seguir. 6 de abril 1962.

Indios abundantes

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Los comancheros

(The Comancheros, EUA-1961) dir. Michael Curtiz. QUIENES IGNOREN qué son los comancheros deben saber urgentemente que son bandoleros de raza blanca que se han aliado a los indios comanches y les consiguen armas y licor. Contra ellos luchan aquí los Texas Rangers, con John Wayne en primera línea, ayudado por Stuart Whitman, un segundo galán que apoya al principal en riesgosa expedición a territorio enemigo, ambos empeñados en un simulacro de ser tratantes en fusiles. Lo que ocurre en la aldea comanchera es en parte una aventura y una batalla, pero también es una intriga de identidades simuladas, cambios de bando entre las partes y doble juego de una mujer (Ina Balin) que debía estar con los comancheros pero que se enamoró de Whitman. Afortunadamente, los libretistas saben que la expedición contra los comancheros, aun con intrigas adicionales entre cuatro paredes, no ocuparía más de la mitad del film, y se abstienen de estirar ese episodio. En la primera mitad 8

Ver además pág. 706.

Film con enigma

Disparen sobre el pianista

(Tirez sur le pianiste, Francia-1962) dir. François Truffaut. DISPAREN SOBRE EL PIANISTA es el segundo film largo de François Truffaut, un hombre célebre y querido por Los 400 golpes. Pero asunto y estilo son tan radicalmente distintos que habrán de desorientar a buena parte del público. La historia del pianista (Charles Aznavour) incluye algunos contratiempos amorosos, contados en un racconto intercalado, pero en la superficie parece sólo una broma, porque su complicación es la de estar siendo perseguido, junto a sus hermanos, por un grupo de pistoleros cuyos motivos y caracteres oscilan entre el capricho y el humorismo. Una forma de estimar el asunto es entenderlo como una parábola de la última soledad del artista, bajo los cambios de nombre y las relaciones poco firmes con quienes le rodean; una forma de desestimarlo es entenderlo como un largo chis-


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te, en el que el realizador transcribe giros anecdóticos del más barato cine policial americano, parte del cual, reconocidamente, le entusiasma. Las declaraciones de Truffaut no aclaran esta disyuntiva. Insinúan su necesidad personal de contradecir con cada film lo que hizo en el anterior, sugieren su gusto personal por transcribir detalles significativos de la conducta humana o por incluir citas y reconocimientos del mucho cine que ha visto en su vida. Pero no aclaran el sentido de Disparen sobre el pianista, aunque él mismo señala que ocho de cada diez espectadores tuvieron cierta desilusión con el film. Truffaut nació en París en febrero 1932, hizo toda clase de trabajos humildes, pasó por un reformatorio, trabajó en un taller metalúrgico. Hacia 1953 comenzó su dedicación al periodismo cinematográfico, en el que contaría con el apoyo del veterano André Bazin, maestro de toda una generación en la posguerra. Desde las páginas de Arts & Spectacles, de Cahiers du Cinéma y de otras publicaciones, Truffaut atacó violentamente al cine francés de su época, con víctimas particulares en Jean Delannoy y Claude Autant-Lara. En sustancia, las críticas de Truffaut y de su grupo pedían un cine más personal y más sentido que el entonces vigente. Censuraban el empeño en transcribir novelas famosas, en planear superproducciones, en dispersar capitales con grandes equipos de rodaje, filmaciones prolongadas, uso del color y otros sustitutivos del acto creador. Como base ideológica, esas críticas habrían de conducir al surgimiento de la Nouvelle Vague, en la que Truffaut sería figura principal. En su momento, tales artículos crearon todo tipo de conflictos personales, hasta la eliminación de Truffaut entre los críticos invitados al Festival de Cannes. Pero al mismo tiempo ese violento escritor se dedicaba hacer cine. En 1957 debutó con el mediometraje Los mocosos (26 minutos, con Bernadette Lafont, Gérard Blain) que narra las burlas de cinco muchachos adolescentes a una pareja de enamorados y termina doblemente en la tragedia para esa pareja y en un primer apunte de madurez para sus perseguidores. El film fue estimado como una obra sumamente personal: un registro de problemas juveniles, hecho desde dentro, y al mismo tiempo bañado por cierta nostalgia sobre una edad ya pasada. Después de 1957, Truffaut colaboró como consejero, libretista, intérprete y hasta productor con su grupo de amigos, una lista que incluye a Claude Chabrol, Jacques Rivette, Jean-Luc Godard, Michel Drach. Pero es en mayo 1959 que alcanza con Los 400 golpes su éxito mayor, al obtener el premio a mejor dirección en el mismo Festival de Cannes, del que antes había sido rechazado. Ese Festival fue decisivo para el lanzamiento de la Nouvelle Vague, por ese premio a la dirección, por el de mejor film para Orfeo negro de Marcel Camus, por la exhibición fuera de concurso de otros títulos (Hiroshima mon amour de Resnais, Los primos de Chabrol, Los buscas de Mocky) y por la reunión simultánea de casi todos los nombres de realizadores jóvenes que entonces empezaban sus carreras. Sobre la desventura de un muchacho de catorce años, anímicamente separado de sus padres y de la sociedad, volcado inevitablemente a la mentira y al delito, Los 400 golpes constituyó, en su momento, un fuerte impacto emocional. Era una visión auténtica y poco convencional de la delincuencia juvenil, tenía una notable riqueza en su observación de maneras y costumbres, gozaba de una narración cinematográfica fresca y directa. En su momento se pensó que Truffaut estaba haciendo autobiografía (y así lo escribió explícitamente Georges Sadoul) pero el realizador

Películas / 1962 • 297 negó luego ese extremo, lo que realza la figura del protagonista, creado más que recordado. El film tenía un final memorable, que la aguda cronista Genet (en The New Yorker) describió así: La película termina cuando el muchacho ve el mar, entra en el agua hasta los tobillos, se da vuelta, contempla el paisaje como si estuviera ya seguro contra la persecución y, levantando sus ojos negros inexpresivos, lanza un quieto y largo, muy largo vistazo hacia atrás, que cae sobre quienes le miran: sobre los espectadores en la sala, sobre ellos como humanidad, sobre la sociedad que representan. En un solo sentido Disparen sobre el pianista puede parecer una continuación de Los 400 golpes. Tiene también un protagonista colocado al margen de la sociedad, un sitio común al niño del primer film, al pianista del segundo, a los ladrones, mendigos y prostitutas por los que Truffaut manifiesta particular interés. Pero lo que antes era una actitud comprensiva, casi paternal, por las emociones, ideas, inquietudes y defectos de aquel niño, se convierte ahora en una mezcla de simpatía y de burla por el personaje de Aznavour, que aparece golpeado no ya por una sociedad real sino por azares personales y melodramáticos de quienes le rodean o persiguen. La actitud objetiva de Truffaut al describir imparcialmente esas peripecias puede confundir a mucho espectador que necesite un centro emocional o una idea clara para saber si debe conmoverse con una tragedia o burlarse de una farsa. La confusión aumenta cuando el director intercala chistes visuales y verbales o cuando utiliza algunos estupendos virtuosismos de cámara y de compaginación (fotografía por Raoul Coutard, que hizo Sin aliento) para narrar aventuras que parecen inspiradas en el cine de matinée. En eso hay, sin embargo, una coherencia personal, porque Truffaut no sólo quiso destrozar como crítico a algunos realizadores de prestigio, sino que elevó por las nubes a directores comerciales americanos cuya obra no había merecido elogios en su propio país (parte de Hitchcock, de Robert Aldrich, de Howard Hawks, del casi desconocido Edgar G. Ulmer) lo que coordina debidamente con los redescubrimientos y las sorprendentes exaltaciones que el grupo Cahiers du Cinéma ha hecho en la materia: Otto Preminger, Nicholas Ray, Douglas Sirk, Frank Tashlin. Tras esos pronunciamientos, que a primera vista parecen arbitrarios, los nuevos críticos declaran querer olvidar toda consigna sobre juzgar argumentos. Quieren juzgar labores personales de dirección y las encuentran en datos laterales de films cuyos temas realmente no importan. Todos no encuentran lo mismo, desde luego. Esta revaloración de la mise-en-scène aporta una justificación a Disparen sobre el pianista, aun si se acepta que su tema sea insignificante. Consiste en que Truffaut ha puesto toques personalísimos en la narración, con independencia de la sustancia de ésta, logrando que mucho aficionado se asombre de la factura aun rechazando el contenido. Más al fondo, puede haber todavía una clave secreta, que el crítico de France Observateur sospechó así: Lo que, por mi parte, me lo hace precioso, es que este film tiene un secreto. ¿Qué secreto? Esa es otra historia. Sé solamente que hay un secreto detrás del rostro sonriente de Aznavour, detrás de todas estas peripecias. Un secreto que no parecía sospechar aún el autor de Los 400 golpes y de Les Mistons que eran films claros. No solamente sinceros: claros. Sabíamos todo en la última toma. Con Disparen sobre el pianista no sabemos nada. Cierto que no se trata del desarrollo de la intriga, perfectamente evidente. Pero todo ocurre como si a medida que el film se desarrolla nos aproximásemos a una revelación, sin relación


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directa con el argumento pero capital, y como si esta revelación nos fuese constantemente rehusada. Eso es lo que hace para mí el encanto indefinible del film. Desde mediados de 1960 hasta hoy, el secreto no ha sido revelado, pero sus términos están misteriosamente a disposición pública en Disparen sobre el pianista. Entre tanto, François Truffaut hizo su tercer film, Jules et Jim, que también tiene sus enigmas propios y que ha provocado en el Festival de Mar del Plata algún desconcierto, algún elogio mayor y un premio a la dirección. 7 de abril 1962. Títulos citados Buscas, Los (Les dragueurs, Francia-1959) dir. Jean-Pierre Mocky; 400 golpes, Los (Les Quatre Cents Coups, Francia-1959) dir. François Truffaut; Hiroshima mon amour (Francia-1958) dir. Alain Resnais; Jules et Jim (Francia-1962) dir. F. Truffaut; Mocosos, Los (cm, Les Mistons, Francia-1957) dir. F. Truffaut; Orfeo negro (Orfeu negro, Francia / Brasil / Italia-1959) dir. Marcel Camus; Primos, Los (Les Cousins, Francia-1959) dir. Claude Chabrol; Sin aliento (À bout de souffle, Francia-1960) dir. Jean-Luc Godard.

Hay sin embargo algunas escenas graciosas, como una persecución de Gassman a Sordi por el casino (para que le deje compartir su suerte fabulosa) y como el desconcierto de Silvana Mangano cuando gana y pierde más dinero del que había visto en su vida. El mejor momento es de Sordi, en una larga escena en la que se alegra de que su mujer le haya engañado la noche anterior con otro hombre, porque eso ayuda a invocar una coartada frente a la policía; todo su juego es allí muy amoral, pero da una idea muy clara del personaje, que pone caras de satisfacción cuando ajusta cada pequeño detalle. Mario Camerini ha movido la comedia con estimable agilidad y es previsible que una mayoría del público encuentre divertido el resultado. Pero el director sabe muy bien hasta dónde está haciendo una concesión a los divos y a las risas fáciles. En el film hay más conversación que ingenio, más desplantes interpretativos que personajes, más invención de situaciones ficticias que observación de situaciones reales. Es muy posible reírse con el film pero después es muy seguro olvidarse. 15 de abril 1962.

: Comedia en la ruleta

Crimen

(Italia-1960) dir. Mario Camerini.

: Dólares para Marcel Pagnol

Fanny

(EUA-1961) dir. Joshua Logan. EL CRIMEN OCURRE en Montecarlo al principio del relato, pero nunca se ve a la señora que es víctima ni llega a importar quién era. Lo importante es la investigación, que compromete por distintos motivos a varios italianos que están llegando a Montecarlo con fines de lucro. Un matrimonio humilde (Nino Manfredi, Franca Valeri) quería ver a la víctima para devolverle un perro y cobrar la indemnización, pero los dos torpes llegan en el peor momento y terminan por parecer sospechosos. Otro matrimonio de peluqueros (Silvana Mangano, Vittorio Gassman) tiene problemas con la ruleta, con la fuga del hotel y con una valija ajena, en la que curiosamente viaja el cadáver. El otro sospechoso es un jugador profesional (Alberto Sordi) que ha tenido relaciones casuales con los anteriores, estuvo demasiado cerca del sitio del crimen y carece de una buena coartada, aunque hace lo posible para que su mujer (Dorian Gray) se la preste. Todos llegan en algún momento a ser interrogados por el inspector policial (Bernard Blier) y todos se complican la vida al contestar mentiras. El enfoque es francamente cómico y se empeña en la cadena de confusiones, lo que sería aún más gracioso si todos los equívocos fueran verosímiles. Pero están apoyados a tal punto en la torpeza de todos los personajes que se termina por no creer en el asunto, servido como está para el lucimiento de las primeras figuras.

ESTA ES LA MÁXIMA sentimentalina que hoy pueda verse en cine y en color sobre un largo tema de hijos ilegítimos, casamientos tardíos, sacrificios nobles y el pasado que vuelve. Pero cuando Marcel Pagnol escribió hace treinta años su trilogía marsellesa, había un acento de autenticidad en los pescadores, marinos y comerciantes que retrataba, como había un acento de poesía en la confrontación del mar que atrae a Marius y de la mujer ya grávida que debiera retenerle en tierra. El tema no se acaba ciertamente allí: Marius se va, Fanny se queda, llega a casarse con el comerciante Panisse, tiene el hijo y entonces Marius vuelve. Allí el tema deriva otra vez: Panisse muere y su hijo, que es en verdad el hijo de Marius, también tiene la atracción del mar, con lo que el drama se renueva. Si fuera narrado en términos estrictamente franceses, con el humor y la pasión de sus diálogos, con la atracción imponderable de ese puerto que tienta a partir hacia el mundo, el tema de Pagnol podía dar lugar a un film realmente sentido. Pero el director Joshua Logan no es ese poeta. En 1954 hizo en Broadway una pieza musical sobre la trilogía, y ahora amplía sus derechos para una versión cinematográfica que él mismo ha producido. A primera vista da la impresión de que quiso ser auténtico: se fue a filmar a Marsella, reunió intérpretes que hablan francés (no parece haber un solo americano en todo el elenco) y abundó en imágenes coloreadas de un puerto tan hermoso como pintoresco. Ahí se le acabó la autenticidad. Todo el elen-


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co aparece hablando inglés, hasta el colmo de que Chevalier aparece orgulloso de colocar en su comercio un letrero que dice “H. Panisse & Son”, lo que seguramente parecerá extranjero en Marsella. Cuando hay que hacer humor, detallando la amistad y la rivalidad entre los viejos del elenco, Logan lleva sus interpretaciones hasta la machietta, con enormes carcajadas y enormes muecas. Cuando hay que hacer drama, el tono interpretativo es super enfático, con refuerzo adicional de música al fondo. Y en todo momento, para escenificar todo tipo de situaciones, Logan se queda en el teatro filmado: no sólo hay grandes derrames de diálogo sino que cada encuadre parece servido para una cámara lateral y pasiva. El cine de Fanny se acerca a cero. A los 133 minutos de inflar con el color, con el ruido y con el desborde de diálogo e interpretación a un drama que debió ser reticente y sugestivo, Joshua Logan sólo ha conseguido demostrar sus limitaciones, que ya eran sospechables desde Picnic (1956). Es un hombre de teatro y no de cine. Es un showman americano en el peor sentido, que es el de incorporar la obra ajena a los términos explícitos y enfáticos que pueda entender el público más simple. Y como buen showman ha querido ponerse al día y salir a hacer la producción con rodaje en el exterior, sin querer advertir que esa expedición le obligaba a ser fiel a estilos distintos al suyo. Leslie Caron da la única interpretación emotiva en todo el elenco. En diversos grados de falsedad y desacomodo, Buchholz, Chevalier y Boyer colaboran con ella en un drama del que Pagnol se debe estar riendo. En un papel ínfimo, que parece injertado por concesión especial, Victor Francen reaparece para hacer un discursito sobre la necesidad de ver a su sobrino recién nacido. En treinta años de cine no se habían juntado en un solo film tantos ilustres nombres franceses de la escena, pero todos están subordinados a un americano que se equivoca. 17 de abril 1962.

: Creador de estilo propio

El grito

(Il grido / The Cry, Italia / EUA-1957) dir. Michelangelo Antonioni. EL MUNDO DE ANTONIONI es el de seres humanos que están solos, frustrados, incomunicados: un contraste entre las realidades de la vida de relación y los deseos, amores y esperanzas de la vida interior, que nunca aparece exaltada sino subordinada a factores externos. En el fondo, Antonioni dice que cada ser humano es una isla, y cuando describe los contactos de erotismo o de amistad entre sus personajes se empeña en marcarlos como efímeros o cambiantes. Lo ha mostrado así en varios films, desde 1950, contando dramas de una soledad esencial en gentes de la alta burguesía y de la clase media. Ahora en El grito reitera ese tema central y lo ubica entre campe-

sinos y obreros del valle del Po. El tema es muy simple. Tras siete años de convivencia, con una hija además, Alida Valli abandonda a Steve Cochran por otro hombre. Tras un inútil empeño en restablecer esa relación y tras el reiterado tropiezo con la terquedad de la mujer, Cochran deja su trabajo y su aldea. Comienza a vagar por el valle del Po, acompañado de su hija. Tres mujeres aparecen sucesivamente en su camino, pero ninguna de las tres puede sustituir a la original. La primera (Betsy Blair) es un antiguo amor, que ahora reprocha al hombre ser utilizada tardíamente como tabla de salvación. La segunda (Dorian Gray) es una viuda con un postergado apetito sexual, pero es también una mujer cruel y egoísta, que no vacila en librarse de su molesto padre y que presiona para liberarse también de la pequeña hija de su amante. La tercera (Lynn Shaw) es una ramera dispuesta a divertirse y a prescindir de escrúpulos, pero Cochran no transa hasta ese extremo. Sucesivamente el hombre abandona a las tres. De ellas ha obtenido albergue, trabajo, comida y sexo, pero con ninguna podría iniciar una relación estable. Vuelve al pueblo de origen, pero allí se entera rápidamente de que no podrá reiniciar su unión con Alida Valli y lo que sigue es por lo menos su propósito suicida, si no el suicidio mismo. CAMBIO DE AMBIENTE. El rasgo extraordinario de esta historia no está en el tema, que es ya una constante de Antonioni. La anécdota puede expresar legítimamente la soledad del ser humano, como suele hacerlo el director, pero esa descripción ha resultado más auténtica cuando la frustración individual está envuelta en la riqueza, la frivolidad o la fingida alegría de las clases altas (Crónica de un amor, Las amigas, La aventura). Colocada en ambientes obreros, entre la pobreza, la escasez de trabajo y la falta de horizontes, esa descripción de la soledad individual tiene cierto aire de artificio, como si Antonioni desestimara problemas materiales y colectivos de sus personajes y se empeñara en sutiles resortes de psicología y de moral, que por lo menos no parecen representativos del ambiente que describe. Es significativo que la vuelta final de Cochran al pueblo, tras un largo peregrinaje, esté enmarcada por una coincidente agitación obrera. En medio de una preocupación social, el protagonista vuelve tercamente a buscar a una mujer, como si Antonioni quisiera decir que en última instancia los problemas individuales priman sobre los sociales. En perspectiva, El grito parece el fruto de una transacción entre el Antonioni izquierdista que apunta testimonios europeos y el otro Antonioni psicólogo, que ve al ser humano por dentro, apunta reiteradamente la futilidad de sus ilusiones y baraja obsesivamente la idea del suicidio. En esa transacción ha dejado dominar al psicólogo, y su film sugiere que la soledad sentimental del protagonista, su frustración y su derrota, son temas en definitiva más importantes que los problemas de la propiedad, del trabajo y del salario. En esto hay por lo menos un artificio, una elección de un caso individual extremo. UN SELLO PERSONAL. Pero tras esa impostación artificial hay un maestro de la narración cinematográfica, un hombre de un estilo personal y reconocible, que toda la crítica y sólo una parte del público han llegado a estimar. El rasgo más notorio de ese estilo domina en todo el encuadre de El grito. Es una voluntad de ubicar problemas psicológicos en un marco de aparente realismo, lo que le lleva en primera instancia a rodar casi todo su film en exteriores y a utilizar auténticas casas de la


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aldea para sus interiores. Pero en seguida se advierte que el solo uso de la realidad no sería expresivo y que hay que elegir dentro de ella. Con toda intención, Antonioni elige los cielos grises, los días de lluvia, las figuras solitarias y recortadas contra el paisaje. Y esa composición visual, que informa a casi todo el encuadre y que imparte un tono de triste belleza, es todavía reforzada con los recursos más sutiles del director. Es frecuente que los personajes se hablen de costado o de espaldas, insinuando que por lo menos uno de ellos quiere abstraerse de ese diálogo y proseguir su reflexión interior. Es también frecuente que la separación física y el detalle anecdótico subrayen el tema central de la soledad: la niña contempla a través de una reja a otros niños que juegan en un colegio, o un anciano se refugia en su silencio y en su oculta botella de vino, o una hermosa campesina se descubre sola, ebria y sensual tras haber sido elegida “Miss” en un concurso de la aldea. SUGERIR SIN DECIR. Sobre el uso del paisaje y sobre la invención de detalles, Antonioni da otro sello claro a su film, desde la concepción del libreto. Formula siempre un relato indirecto, sin explicar las motivaciones y sin servir todos los datos al espectador, que va entendiendo pausadamente los resortes de la trama. Se insinúa pero nunca se dice que Cochran busca en otras mujeres a la que tuvo y perdió. No se muestra al otro hombre que le quitó la mujer. Sólo indirectamente se establece el motivo de que el protagonista deje a una amante tras otra: ésa es una insatisfacción interna y callada, que debe ser sobreentendida por el espectador y que ocasionalmente asoma, en una escena muy reveladora, cuando Cochran comienza a hacer un cuento sobre su primera mujer y lo deja inconcluso, al darse cuenta de que no podrá expresar lo que quería. El arte de Antonioni está en sugerir sin decir. Muestra las apariencias, mantiene la naturalidad, no se traiciona en la facilidad de un diálogo demasiado conceptual o de un monólogo informativo, excepto en una breve escena final en que hace hablar a Lynn Shaw frente a un espejo. Pero el director está eligiendo constantemente esa realidad exterior y así apunta su drama central con las imágenes más expresivas y concentradas: la caminata de padre e hija por la carretera, separados entre sí por unos metros, o una silenciosa contemplación de Cochran por una ventana hacia una casa (donde está Valli con su nuevo hijo de otro hombre) o el reiterado motivo de los ómnibus que pasan entre los personajes y se alejan recortados sobre el horizonte. No sólo hay un director en el film, sino más poderosamente un artista, un creador empeñado en trasmitir las ideas y los sentimientos que componen su visión personal del mundo. OBRA DE TRANSICIÓN. Antonioni hizo El grito en 1957, sobre un tema propio que reconoce como fuente a su propia posición filosófica (una gran amargura mezclada con un toque de izquierdismo) y en el que puede verse un eco de otros films: el peregrinaje de padre e hijo en Ladrones de bicicletas, quizás el de los artistas ambulantes de La strada. Obtuvo uno de los films más pesimistas y agobiadores del cine moderno, una tragedia tenaz y sin respiro, sin el alivio de humor o de poesía que De Sica y Fellini habrían colocado. En su acumulación hay un estilo poderoso, un lenguaje de alusión y símbolo, un uso permanente del paisaje, una manera persuasiva de mostrar a sus personajes en amplios travellings, o en el abanico de una panorámica, como insinuando que muestra de ellos todo lo que puede mostrar y que, sin embargo

queda oculto un reducto íntimo y callado que hay que sobreentender. Dos años después de El grito, ese lenguaje tendría en La aventura una cadencia casi mágica e impondría el nombre de Antonioni entre los grandes realizadores cinematográficos de la época, tras las postergaciones sufridas por su obra de los años previos. En perspectiva, El grito es en varios sentidos un paso intermedio y natural de su obra. No es un film enteramente logrado: su drama parece artificioso en el medio obrero, su relato se estira en algunas zonas, la elección de Cochran no es la más adecuada para un personaje del pueblo italiano. Pero las obsesiones de frustración y de suicidio, el estilo narrativo indirecto, las imágenes de triste y silenciosa desolación, la partitura musical delicada y sugestiva (generalmente un piano melancólico) no sólo continúan al Antonioni anterior sino que prefiguran al de La aventura, que es un creador de nivel superior. No es probable que todo el público lo entienda así ni es probable que El grito sea aplaudido por las mayorías, que suelen rechazar las obras de tan entero pesimismo. Con films de esta severidad tenaz y casi maniática, Antonioni ha sabido no transigir frente a su público y ha terminado por conquistar su independencia. 17 de abril 1962. Títulos citados (dirigidos por Michelangelo Antonioni salvo donde se indica) Amigas, Las (Le amiche, Italia-1955); Aventura, La (L’avventura, Italia / Francia-1960); Crónica de un amor9 (Cronaca di un amore, Italia-1950); Ladrones de bicicletas (Ladri di biciclette, Italia-1948) dir. Vittorio De Sica; La strada (Italia-1954) dir. Federico Fellini.

: Un caso de divismo

El rostro impenetrable

(One-Eyed Jacks, EUA-1961) dir. Marlon Brando. VARIAS VECES ESTE COWBOY delincuente de Marlon Brando cae víctima de sus semejantes, en un empeño de sufrimiento personal que no tiene comparación en todo el género western. Sólo en la primera de esas oportunidades hay un sólido motivo para que los Rurales mexicanos lo persigan, y aún en este caso, Brando resulta ser abandonado por su cómplice Karl Malden, lo que dará motivo a una larga venganza para el resto de la acción. En los otros casos, Brando se pinta como un héroe que es, sin embargo, una víctima: es traicionado por sus socios, es apresado por su gesto más caballeresco, es castigado con un látigo en la plaza pública, le deshacen una mano con un golpe pérfido, lo liberan para apresarlo de nuevo, lo aman pero no lo hacen feliz, lo torturan en la prisión con varias cadenas, con la injuria y con la amenaza verbal (Te ahorcaré personalmente…, le dice Malden con ojos diabólicos). Pero al mismo tiemSe estrenó inicialmente en Montevideo como Pasión prohibida, pero circuló como Crónica de un amor en exhibiciones posteriores.

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po Brando pinta a su personaje con otros toques de villanía. Miente reiteradamente para seducir mujeres, cuenta cínicamente que mintió, hace trampa en un sorteo, humilla a su carcelero cuando le es posible y termina asesinando a su enemigo por la espalda, en lo que puede ser quizás una inevitable estrategia. Nunca hubo un western a la vez tan sádico y tan masoquista, tan empeñado en hacer sufrir al prójimo y en jactarse del sufrimiento propio. Cuando Brando se puso a concebir, producir, dirigir e interpretar el film, tenía motivos muy particulares. En varios años de carrera estelar, desde 1950, se ha empeñado en apartarse de su famoso Stanley Kowalski del Tranvía llamado Deseo (A Streetcar Named Desire, dir. Elia Kazan) y ha buscado los papeles más disímiles, mientras se quejaba reiteradamente de no encontrar un personaje adecuado a lo que él cree su propia, rica y compleja personalidad. Ahora se inventó ese personaje, y pagó para obtenerlo. Es medio héroe y medio víctima, un rebelde en lucha con los villanos de este mundo pero también un tramposo que no cree que los ideales triunfen solos. Después de leer Freud, después de haber iniciado un tratamiento psicoanalítico, después de promulgar consideraciones sobre su propia exquisita sensibilidad, Brando saca a flote su propio retrato. Le costó un principio de conflicto con la industria, porque tras varios cambios de directores y de libretistas este western insumió casi cuatro años de rodaje, una duración colosal (luego reducida a 141 minutos) y unos seis millones de dólares cuya recuperación en boletería es juzgada como muy difícil. Tanto esfuerzo no valía la pena si el tema finalmente expresado es un ensayo sobre Marlon Brando. Los artistas creadores dan su visión del mundo y del ser humano, lo que es cierto incluso en la complicada y colectiva industria cinematográfica (Chaplin, Fellini, Bergman, Antonioni). Cuando Marlon Brando se pone en creador, tras infinitos esfuerzos, sólo da una visión de sí mismo, de sus sufrimientos por la perfidia ajena, de la doblez moral con que la enfrenta, del amor puro y sacrificado con que lo homenajea la hija adoptiva de su enemigo, aunque él mismo no se haya portado muy bien con la muchacha (Pina Pellicer). No es probable que semejante tema inquiete a muchos espectadores, aunque está probado lo mucho que inquieta a Brando. Ni es probable que las complejidades de trazo psicológico, visibles por igual en los personajes de Brando y de Malden (ambos buenos y ambos villanos) sean calificadas como dramaturgia madura y adulta. Descansan a tal punto en los azares de la aventura, dependen en tal grado del capricho en la conducta, que ya dejan de ser complejidades para ser ganas de complicar la vida. En los dramas honestos, los personajes producen la acción. En El rostro impenetrable, una acción enredada y laberíntica ha sido colocada para dar distintos aspectos de sus personajes. No es casual que en papeles secundarios haya unos cuantos malos traidores y simples, que provocan celadas y desventuras. Pero esa misma simpleza general contradice las pretensiones de drama psicoanalítico y de sondeo profundo que Brando colocó en el film cuando llama “Dad” (papá) a Malden, para hacer sacar conclusiones a los espectadores más freudianos, o cuando se muestra a sí mismo como un insatisfecho de todo, que necesita poner tonos de mal humor hasta para declararse a la dama joven. Hay algunos momentos excelentes en El rostro impenetrable. Cuando la cámara se distrae de los 873 primeros planos de Brando, incluyendo su torso desnudo e impenetrable, cuando los micrófonos atienden otros sonidos que sus palabras masculladas e incomprensibles, el film formula los apuntes del espectáculo entre-

tenido y vigoroso que un western debe ser: asaltos, tiroteos, fugas, persecuciones, polvaredas, esperas, una fiesta, figuras recortadas contra el cielo, alguna expectativa sobre el desenlace de una lucha y un medido ballet de movimientos en el tiroteo final entre Brando y Malden. Entre ese espectáculo, los aciertos de la fotografía en color (por Charles Lang, que tiene sólidos antecedentes en el género) y el encanto muy convincente de Pina Pellicer, es muy posible gustar de El rostro impenetrable. A intervalos del entretenimiento el espectador se entera de cómo Marlon Brando piensa respecto a Marlon Brando, ese gran tema del siglo. 18 de abril 1962.

: Fría y conversada

Francisco de Asís

Francis of Assisi (EUA-1961) dir.Michael Curtiz. EL DIRECTOR Michael Curtiz falleció hace algunos días en Hollywood y no es misión agradable señalar después que él resultaba ser el director menos indicado para filmar la vida de un santo, en la que había pocas aventuras. Al principio de esta historia del siglo XIII se muestran ciudades italianas, multitudes que se preparan para la guerra, uniformes militares multicolores y hasta un principio de batalla en un puente. Pero cuando el film debe colocar la presumible voz de Dios que induce a Francisco a desertar, el sonido estereofónico la ahoga hasta la nada. Ese momento es significativo. A partir de allí, Francisco es encarcelado como desertor, es perdonado, funda su orden sobre la pobreza, visita al Papa para obtener su aprobación, afirma su fe ante las críticas de familiares y de eclesiásticos, viaja por el Sahara, pide al jefe sarraceno que adopte la fe de Cristo (moción rechazada) y vuelve a su orden para enterarse de que algunos de sus fieles han resuelto olvidar la pobreza y alcanzar su obra mediante el poder y la riqueza material. Entonces muere, venerado por los suyos. Es una vida de santo, pero no tiene la menor emoción. La culpa es de tres libretistas y un director cuyo único recurso expresivo es acumular información en diálogos simplones. Las entrevistas de Francisco con el Papa (Finlay Currie), con la muchacha que también se hace monja (Dolores Hart), con su guerrero amigo y rival (Stuart Whitman), con el jefe sarraceno (Pedro Armendáriz), con el Hermano Elías que le revoluciona la orden (Russell Napier) y con otras figuras de menor monto, están siempre en el nivel del diálogo informativo, para ilustración de terceros, sin un acento sentido y propio. Todo considerado, el mejor episodio de Francisco es su entrevista del desierto con dos pumas que debieran atacarlo pero que comen de su mano. Allí no hay explicaciones, por lo menos.


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Bradford Dillman hace lo que puede con su personaje central, pero la norma del film es discursear sin convicción y eso arruina la tarea de cualquier intérprete en el cine. Entre el palabrerío, la simpleza de ideas y los excesos de color y de música, todo hace desear que los productores fueran realmente franciscanos y no tuvieran dinero para financiar estas estampitas informativas. 19 de abril 1962.

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Antonioni en lo suyo

Las amigas

(Le amiche, Italia-1955) dir. Michelangelo Antonioni. REPRESENTÓ EN SU MOMENTO la revelación de Michelangelo Antonioni para mucho público, porque sus films anteriores (Crónica de un amor, Los vencidos, La dama sin camelias), aunque valiosos en varios sentidos, no habían obtenido aún el reconocimiento de la crítica especializada hacia su creador, un reconocimiento que hoy se ha hecho casi unánime después de La aventura y La noche. El mundo de Las amigas es el más afín a las curiosidades y las indagaciones de su creador y en la revisión adquiere un marcado parentesco con La aventura, no sólo porque la desolación íntima, la frustración y la voluntad de suicidio asoman tras la frivolidad de las clases altas italianas, sino porque ese tema adquiere rostros múltiples a través de media docena de personajes, reunidos por lo que apenas puede llamarse una amistad y variablemente enfocados en sus desinteligencias de amor y de celos. Con un suicidio frustrado comienza, cuando Eleonora Rossi Drago llega a su hotel de Turín para abrir en Roma la sucursal de una casa de modas, y es imprevista testigo del suicidio en el cuarto vecino. Con el suicidio real del mismo personaje, una joven de clase rica y amores contrariados (Madeleine Fischer) termina luego el film. En el medio está la descripción de esos personajes y de sus relaciones: una mujer rica y frívola que cambia de amantes (Yvonne Furneaux), una adolescente sensual y poco escrupulosa (Anna María Pancani), una artista seria y digna (Valentina Cortese), su marido débil que provoca la tragedia (Gabriele Ferzetti), y otros dos hombres que ocasionan amoríos y frustraciones (Franco Fabrizi, Ettore Manni). La múltiple descripción pretexta todo un retrato de una capa social, marcada en instancias típicas: un desfile de modas, una reunión para tomar el té, un paseo dominical por la playa, una cena de medianoche, todas ellas con ciertas tensiones que recorren el grupo, entre el secreto de unos y la curiosidad de otros. Y aunque la descripción es individual, al fondo se adivinan líneas mayores, porque el film alude a la situación de muchas mujeres de las grandes ciudades, a su inseguridad sentimental, a la cuota de reserva y de hipo-

cresía con que deben atender a su vida sexual, a la voluntad de independencia, tanto económica como anímica, con que cada una de ellas quiere tener su propia vida y no el reflejo de la vida ajena. Es ejemplar en ese sentido el retrato de la suicida Rosetta, que emerge de una crisis sentimental secretísima al principio de la acción, llega a entrever la felicidad con un hombre casado, protesta contra la presión de los consejos que le dirigen su madre y sus amigas, termina envuelta en una crisis peor que la inicial. Antonioni no formula juicios cuando narra sus asuntos y sería difícil entender Las amigas como una presentación de opiniones suyas sobre psicología, sobre moral o sobre los cuadros sociales que retrata. Más hábilmente, presenta sus dramas con el aire casual de las conversaciones escuchadas a terceros, una mirada incidental que puede ser significativa, un silencio que oculta algo. Y como va de unos personajes a otros, siguiendo el aparente azar de encuentros, de llamadas telefónicas, de explicaciones pedidas y rara vez conseguidas, sus narraciones tienen por un lado la limitación de un carácter episódico (particularmente marcado en este film, que a menudo acumula sin enlace) y por otro la virtud de cierta mágica fluidez para detallar viñetas individuales en las reuniones de grupos. Una escena inicial en la playa, que marca los paseos desconectados y los besos furtivos de gente que no sabe ya qué hacer, es una muestra de ese estilo laxo y sin embargo agudo. Y la cena en que todos se reúnen hacia el final, a pesar de las tensiones reservadas que les enfrentan, es una peculiar demostración de la eficacia de Antonioni en ese estilo narrativo: allí el espectador sabe las motivaciones de lo que puede ocurrir y está examinando a los personajes con la expectativa que tendría si presenciara la reunión en la vida real. Bajo las relaciones aparentemente civilizadas y las invocaciones de amistad y de amor, Antonioni está marcando insatisfacciones más profundas, como lo ha hecho en casi toda su carrera, donde el suicidio o su propósito se reiteran una y otra vez. Y aunque el realizador no formula juicios, está descubriendo ante su espectador los elementos para que éste los formule. También hay defectos en Las amigas: aquí un diálogo demasiado extenso, allá una formulación insatisfactoria de un desencuentro sentimental (el de Rossi Drago-Manni), más allá una progresión dramática que pedía mejor culminación (la escena del té). Pero el film es Antonioni básico, y su riqueza de asunto y de formulación componen un sólido precedente para La aventura, que es una obra mayor. 25 de abril 1962. Títulos citados (todos dirigidos por Antonioni) Aventura, La (L’Avventura, Italia-1953); Crónica de un amor10 (Cronaca di un amore, Italia-1950); Dama sin camelias, La (La signora senza camelie, Italia-1953); Noche, La (La notte, Italia / Francia-1961); Vencidos, Los (I vinti, Italia-1952).

: Se estrenó inicialmente en Montevideo como Pasión prohibida, pero circuló como Crónica de un amor en exhibiciones posteriores.

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Un despliegue de talento

América insólita

(L’Amérique insolite, Francia-1958 dir. François Reichenbach). NUNCA SE HABÍA HECHO un documento tan vivaz sobre país alguno. Lo que François Reichenbach recoge con su cámara en América no es casi nunca el paisaje desolado sino el infinito ser humano, desde la pareja que se besa apasionadamente en la playa para fotos publicitarias (y no se conocían entre sí una hora antes) hasta las ancianas negras que quieren purificarse por la unción de cantos y bailes que fueron de sus antepasados y que hoy suenan a ridículos junto a sus lentes y sus sombreros. El bullicio y la multitud en el fútbol, los desfiles impresionantes tras las admirables majorettes que hacen prodigios con un bastón, el carnaval frenético y forzado, los centenares de jinetes que emulan a sus abuelos en una caravana estilo western, todo lo que es colectivo y popular, figura registrado aquí por una cámara certera que sabe lo que es el cine de masas. Y alternado entre todo ello, están las más representativas viñetas individuales: el niño que devora un legendario postre helado, la modelo semidesnuda que ejemplifica a todo un sistema publicitario, los adolescentes sensuales y simplones que comparten simultáneamente al baile y a la goma de mascar (con globos, grotesca), el torvo motociclista de chaqueta negra que representa a la gang de delincuentes nómades y que se siente solo y rebelde como James Dean. Hay tanto material en América insólita, es tan asombrosa su variedad, es tan hábil su formulación, que se puede ver el film tres veces, desde el regocijo a la repugnancia, para poder asimilar ese retrato, para admirarlo como cine y para saber discrepar con él. Lo que ha hecho Reichenbach con su cámara en América es lo que hacen los más brillantes fotógrafos, trabajen en Paris Match o en Life: recoger lo pintoresco, el tema impensado, el ángulo inusual. Lo ordinario, ya se sabe, no se nota. Y cuando ese fotógrafo está suelto en un país rico, inmenso, que necesita renovar diariamente su extravagancia para asombrarse a sí mismo, no es extraño que elija todo lo raro: el congreso de mellizos, los artificios de la nostalgia que se han agrupado en Disneylandia, el caballo tirado desde un trampolín como número circense, la gallina que juega al bowling, la televisión creada literalmente para los niños que todavía no saben hablar. Parte de ello es inocente y pintoresco, entretenido y olvidable. Otra parte es un síntoma de toda una generación y una época que vive de apuro sin pensar en el mañana, baila rock’n’roll en la playa como si fuera una vocación vital, hace torneos de hula-hoop organizados por la policía para sacar a los niños del hipnotismo encerrado de la TV, desparrama turistas que no aparecen tan interesados en ver el resto del mundo como en fotografiarlo para probar que lo vieron. Y todavía otra parte es una crítica callada y elocuente al despilfarro y a la insensatez: los autos usados se destrozan deliberadamente como deporte de millonarios, los delincuentes juveniles caen a la cárcel para aprender tardíamente que había reglas sociales, que la violencia no lo es todo y que en el apogeo publicitario del sexo las autoridades creen obligatorio al pudor. En ese retrato múltiple, América insólita toma

Películas / 1962 • 309 las extravagancias como síntomas de una sociedad inevitablemente contradictoria, que abunda en rascacielos pero dispersa la unidad familiar, fomenta a la personalidad individual pero también a la delincuencia, cultiva el ruido exterior y deja silenciosos por dentro a demasiados de sus ciudadanos. En el conjunto de esas contradicciones, el film se anima a veces con el ocasional apunte sociológico y comenta con un lacónico y literario relator los artificios del carnaval (donde la máscara es como una confidencia), la entrada de los adolescentes a la cárcel (como si necesitaran lo que desconocen: el castigo) o la voracidad infantil por las golosinas (ese helado enorme, decorado como una novia, es la primera cita de amor del niño americano). Pero la pretensión sociológica es la más débil de las aspiraciones del film. Cuando se ha fotografiado todo lo gracioso y lo extravagante, en un registro que abarca desde la torpeza espiritual de Babbitt a las angustias irracionales de James Dean, queda todavía al costado una América normal y cotidiana, que no sólo destroza autos sino que también los fabrica, que cruza llanuras y distancias con las mejores autopistas del mundo y que no sólo inventa la más detonante y artificial publicidad comercial sino que además produce la mercadería para respaldarla. Ese otro país industrial y agrícola, que hace cosas y las vende, que hace leyes y las cumple, apenas figura en el film, porque desde luego es más entretenido mostrar al que destroza objetos, al que desobedece leyes, a un país que se divierte y no a un país que trabaja. Si cabe un reproche a Reichenbach es el de haberse contentado con la superficie más sensacional mientras sale a pretender apuntes sociológicos. Y no le hubiera hecho falta ser más americanista o tener menos espíritu crítico para formular ese retrato más completo. Con toda su agudeza pudo haber contrastado los despliegues millonarios con los rincones más humildes, la legislación más liberal con la segregación de los negros en el Sur, el frenesí de las horas de trabajo con el vacio interior que invade después a tantos oficinistas y hombres de negocios. Hay una malicia en Reichenbach y la pudo desarrollar mejor. Como cinematografista es mucho más competente que como sociólogo. Cuando se revisan sus vibrantes noventa minutos se adivina que en el cuarto de compaginación ha quedado mucho metraje, porque aquí impera el escrúpulo de poner lo mejor. No sólo su fotografía tiene la belleza ocasional del ángulo, de la luz, del tema (paisajes de New Orleans antes del carnaval, autos hundidos en un misterioso lago, puente de San Francisco en las tomas iniciales), sino que esa cámara tiene la movilidad inquieta de un turista impaciente por verlo todo, como el espectador mismo, y así cada secuencia tiene tanta vida propia como los personajes que retrata. Ningún inventario de Reichenbach sería satisfactorio como descripción, porque parece haber tenido todos los recursos en la mano, incluso aquellos que la técnica local considera excluyentes entre sí: el color y la pantalla ancha, pero también el teleobjetivo y un dinamismo que sólo suele observarse con cámara en mano. A esa técnica que rinde frutos hay que agregar aun los más certeros golpes de laboratorio y montaje: esos acróbatas de la playa que parecen estar siempre en el aire, ese paseo por Las Vegas que superpone figuras humanas mediante reflejos en vidrios infinitos o un estupendo retrato de NewYork, cuyos rascacielos se ven casi siempre reflejados en las ventanas de otros rascacielos. Junto a todo lo que tiene América insólita como cine visual, pensado o hallado por un fotógrafo eminente, hay que destacar una talentosa banda sonora, gran parte de la cual se debe al músico Michel Legrand. En cierta medida ha sido grabada durante el rodaje y puede jactarse de haber recogido en la secuencia del carnaval de New Or-


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leans, a una cantante seguramente negra que estremece con su ritmo como rara vez se encuentra en cine. Pero en mucha mayor proporción el sonido ha sido colocado en estudios franceses: una canción jocosa para niños que comen, una marcha épica para la caravana de cowboys artificiales, ritmos de jazz para los bailes, un coro mixto para aviones que parten, un quinteto de cámara, solemne y majestuoso, para los rascacielos de New York, o el detalle ocasional y certero de una vibración para las flechas que arrojan varias deportistas. Esta es una banda sonora pensada y sutil, que sabe dónde pone los énfasis y coloca un marcado bullicio en el rodeo del que participan un centenar de presidiarios, pero lo enmarca en compases melancólicos, previos y posteriores, para la salida y la vuelta a la prisión. Hay muchos de estos aciertos. Se puede discrepar de varias maneras con América insólita; discrepar por ejemplo con América misma, con sus adolescentes que mascan chicle y bailan rock’n’roll y destrozan autos y sólo muestran un sentido frívolo de la vida. O discrepar, mejor, con el retrato malicioso que el film emprende, un retrato en el que América no parece trabajar ni construir ni estudiar ni progresar ni tener vida espiritual alguna. Con todos los descuentos hechos, el film puede resultar entusiasmante, no ya porque sea vistoso sino por la penetración con que encara su peculiar testimonio y por la magia visual y sonora con que lo expresa. De lo que pueda hacer François Reichenbach en el futuro se oirá hablar mucho. 4 de mayo 1962.

: Jazz con buenas intenciones

París vive de noche

(Paris Blues, EUA-1961) dir. Martin Ritt. LOS AFICIONADOS AL JAZZ deben saber que la música del film es enteramente de Duke Ellington, que parte de ella está colocada como partitura al fondo (se parece a los crescendos y diminuendos y exploraciones de sus últimos años), mientras que otra parte surge al primer plano como una expresión semi documental de músicos americanos que viven en París. Esa segunda zona está interpretada por un conjunto que llega a tener a Louis Armstrong (trompeta), Paul Newman (trombón), Sidney Poitier (saxo tenor) y Serge Reggiani (guitarra) como intérpretes más frecuentes, aunque es obvio que tres de ellos están doblados por otros. Y todos juntos llegan a figurar como equipo en una sola composición, mientras varias otras quedan fragmentadas, escuchadas desde lejos o limitadas a la intervención del trombón, que se supone tocado por el galán. En el total de la banda sonora hay momentos estimables: una pieza no identificada que figura de fondo a los títulos iniciales, un escorzo sobre Sophisticated Lady a cargo de piano y ritmo, otro sobre la misma obra por conjunto mayor, y ambos interrumpidos por ataques del toxicómano Serge Reggiani, que está

colocado como ejemplo del músico que las drogas llevarán al fracaso.También hay un Mood Indigo debidamente tenue, con algunos acordes más hot por el trombón. La jamsession con Armstrong es muy brillante de inspiración: es vistosa, entretenida, pero está cargada de sobreagudos y de frases efectistas, en el estilo que Armstrong utiliza en los últimos años y que Montevideo pudo escuchar en noviembre 1957. Quienes no sean aficionados al jazz deben saber que hay una veracidad y una honestidad en el planteo de la anécdota. Comienza por mostrar en Newman y en Poitier a dos músicos americanos, blanco y negro, que se han amoldado a París, mantienen una amistad no turbada por ninguna consideración racial y perduran entre el moderado éxito, la moderada bohemia, la libertad sexual. Las posiciones de ambos son sacudidas cuando llegan Joanne Woodward y Diahann Carroll, dos turistas americanas, blanca y negra, que tienen con aquellos los inevitables romances. Lo que se deduce de sus muchos diálogos, dichos con cierta espontaneidad por todo París, es que ambos músicos están viviendo en un mundo artificial y que el exilio es una comodidad pero no su mejor destino. En el caso de Newman, el conflicto interior es el de seguir así o volver con esa mujer a Estados Unidos, estudiar composición y contrapunto, ser un músico más serio y no un improvisado; este conflicto es el de mucho músico de jazz y parece estimable que un film quiera plantearlo en serio. En el caso de Poitier, el problema racial asoma en las entrelíneas: si se queda en París vivirá cómodamente pero dará la espalda a la dificultad para trabajar que muchos músicos negros (más de los que aquí se conocen) tienen en los Estados Unidos. La vuelta de ambas turistas americanas, que se van de París con riesgo de interrumpir sus romances, obligan a ambos músicos a decidirse en sus vidas. El film no está a la altura de los dramas que se propone. Cuenta con muchos elementos directos: con el jazz, con cierta franqueza sexual, con la visión de las caves nocturnas y de sus habitués, con innumerables calles y jardines de París. Los diálogos no son excesivos, suelen ser inteligentes, están dichos con marcada convicción por los cuatro intérpretes y dirigidos hábilmente por Martin Ritt, que hace cuatro años fue una promesa (Edge of the city o El hombre que venció al miedo, 1957) y después aceptó tareas comerciales. En algunos momentos Ritt muestra una apreciable agudeza: un gesto aquí, un silencio allá, o el detalle de esa notable mirada que una adolescente obsequia a Paul Newman mientras éste firma un autógrafo. Pero aunque tiene aciertos parciales, el film no hace crecer su drama, que está enteramente dicho a la media hora de empezar y que luego se estira en conversaciones o se dispersa en temas laterales. El defecto es de libreto y deja la impresión de que el equipo estuvo modificando y recortando el asunto mientras se hacía el rodaje en París. El resultado es la paradoja de que un film sobre jazz, con problemas individuales ciertos, sufra de falta de ritmo y de vivacidad. Aun con sus limitaciones, Paris Blues (hermoso título original) debe registrarse como un hecho auspicioso en esta época de rodaje en el exterior. No siempre el cine americano llega a París con un tema veraz o con un equipo de talento. Si no hubieran tenido que inventar diálogos para poner más París al fondo, los realizadores habrían obtenido algo más valioso. 12 de mayo 1962.

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Mucha plástica, mucha intriga

El Cid

(Italia / EUA-1961) dir. Anthony Mann. MIKLÓS RÓZSA escribió una partitura musical que dura 170 minutos en un film que dura 184, y en ella puso tal abundancia de clarines que debe haber comprometido seriamente el presupuesto de esta superproducción. La conducta de Rózsa, muy acorde con sus antecedentes, es paralela a la de los libretistas Yordan y Frank, que escribieron volúmenes de diálogos solemnes y enfáticos, no sólo para los desafíos a duelos y los pronunciamientos nobles, que requerían ese estilo, sino también para escenas que pedían mayor intimidad como la noche de bodas del Cid y Jimena o como la noche posterior que pasan en un pajar durante el exilio. Música y libreto se propusieron los énfasis de la épica porque el productor Samuel Bronston quería hacer un superespectáculo detonante, que pareciera más legendario que real. Ese propósito era muy fundado. Tenía el respaldo de una gesta histórica del siglo XI, en la que los reinos de España se unieron contra los moros e iniciaron un concepto de unidad nacional (que fue muy discutido más tarde, particularmente en 1936). Tenía también el respaldo de una figura nítidamente legendaria como El Cid, un héroe popular, pintado como noble e invencible. En todo orden físico, el espectáculo es muy impresionante y justifica los meses, los dineros, las multitudes, los vestuarios y los inmensos escenarios. Las luchas y despliegues incluyen: 1) Una a espada entre El Cid y su presunto suegro (Andrew Cruickshank), terminada hábilmente fuera de cuadro; 2) Una a lanzas y caballos entre El Cid y el campeón de Aragón (Christopher Rhodes), llena de energía, dinamismo y crueldad; 3) Una pelea entre dos príncipes hermanos (John Fraser, Gary Raymond) por la herencia del reino; 4) El asesinato de uno de esos príncipes por un intermediario traidor (Fausto Tozzi) al costado de una fortaleza; 5) Una batalla inverosímil pero legendaria de El Cid contra trece custodios de su rey; 6) Varias hermosas cabalgatas con antorchas y varias emboscadas pérfidas, una de ellas en la mejor tradición comanche; 7) Diversas operaciones preliminares al sitio de Valencia, que suponen arrastrar grandes ejércitos y enormes carros de asalto; 8) Todo el sitio de Valencia y la batalla final, que deberán figurar en las antologías entre lo más logrado del género. Esto y mucho más debe ser acreditado a los productores, al director Anthony Mann, al fotógrafo Robert Krasker, al director de exteriores Yakima Canutt (especializado en estas violencias, coautor de las cuadrigas de Ben-Hur). Han puesto acción delante de la cámara, como le gustaba a Cecil B. DeMille, pero además han afinado el encuadre, el movimiento de esa cámara, la luz, la compaginación, el ritmo, como DeMille no sabía hacerlo. Y la prueba de ese esplendor plástico está en

Películas / 1962 • 313 la imaginación con que aparecen resueltas otras escenas carentes de violencia: una tensa espera por El Cid y Jimena en una cámara de palacio (es una cámara sombría, cortada verticalmente por una luz del techo), un diálogo cortante entre Jimena y la princesa Urraca en una ventana (ambas sin mirarse, con postigos verticales que las separan) y otras muchas secuencias en que las puertas, las amplias escaleras, los colores del vestuario, se integran en una particular belleza visual. El fotógrafo Krasker hizo Enrique V (Olivier), Romeo y Julieta (Castellani), Livia (Visconti) y no debe extrañar que obtenga prodigios con el Technicolor. Lo malo de El Cid es que tiene más anécdota de lo que tolera su propósito épico. Si se hubiera simplificado a narrar lo esencial, describiendo cómo el Cid fue un héroe popular y un campeón contra los moros, el film habría sido culpable de abreviar la historia, pero habría obtenido la armonía entre su asunto y el lenguaje épico que adoptó; esa concentración fue famosamente la de Eisenstein, que en El acorazado Potemkin y en Alejandro Nevsky se abstuvo de contar entera una historia que era más complicada. El asunto de El Cid se dispersa rápidamente en la memoria, porque está abrumado de amores y de odios, de alianzas y de traiciones, entre el protagonista, su amada Jimena, el padre de éste, el rival Ordóñez, el Rey Fernando, sus tres hijos príncipes, un caudillo moro villano, un caudillo moro bueno, un caudillo moro indeciso y toda clase de asistentes y ordenanzas. A los 184 minutos se ha corrido ya el riesgo de no entender nada en esa confusa historia, que pudo ser todavía más amplia si se hubieran explorado otras relaciones personales. Pero aun entendiendo todo lo que ocurre, convencen muy poco su motivación y su desarrollo. Entre la primera y la segunda parte del relato hay un notorio bache narrativo. Las circunstancias en que Ordóñez cae prisionero de los moros han sido salteadas. La posición relativa de los bandos en el sitio de Valencia es confusa. Las alternativas de El Cid frente a sus reyes (devoto, exiliado, devoto) parecen caprichosas. Sobre esas y otras inconexiones, en las que se tropieza con los tiempos y las elipsis de la narración, el film padece de otra limitación más grave. Pierde su metraje en intrigas cortesanas y se olvida de respaldar la relación entre El Cid y su pueblo. Dice que él es un caudillo querido, pero ese concepto requería una exposición más amplia que la de mostrar una criatura que le habla junto a un aljibe. Charlton Heston, Sophia Loren y Genevieve Page, en su intensa princesa Urraca, son valores particulares de El Cid, junto al esplendor plástico de muchas de sus escenas, junto a la violencia de otras y junto a toques tan hábiles como esa secuencia final en que el protagonista sale a luchar, enhiesto en su cabalgadura, quizás ya muerto, seguramente legendario. Lo que falta tras esa grandiosidad es la grandeza que no se compra con millones: un criterio más fino y penetrante de lo heroico, una sobriedad para saber lo que se debe dejar fuera. Como suele ocurrir en estas superproducciones carísimas y larguísimas (Ben-Hur, Rey de Reyes, Espartaco, Los caballeros teutónicos) el espectáculo se hace por acumulación y no por desarrollo de la idea inicial. Los aciertos plásticos resplandecen por todos lados, los millones se notan a cada minuto, pero por dentro se arriesgan el desconcierto narrativo y el olvido de la grandeza que se quiso tener. 17 de mayo 1962.


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314 • H.A.T. • Obras incompletas • Tomo II-B Títulos citados Acorazado Potemkin, El (Bronenosets Potyomkin, URSS-1925) dir. Sergei Eisenstein; Alejandro Nevsky (Aleksandr Nevskiy, URSS-1938) dir. S. Eisenstein; Ben-Hur (EUA-1959) dir. William Wyler; Caballeros teutónicos, Los (Krzyzacy, Polonia-1960) dir. Aleksander Ford; Enrique V (Henry V, Gran Bretaña-1944) dir. Laurence Olivier; Espartaco (Spartacus, EUA-1960) dir. Stanley Kubrick y (sin figurar) Anthony Mann; Livia (Senso, Italia-1954) dir. Luchino Visconti; Rey de reyes (King of Kings, EUA-1961) dir. Nicholas Ray; Romeo y Julieta (Romeo and Juliet, Gran Bretaña / Italia-1954) dir. Renato Castellani.

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preparada en la Argentina y dicha por Arturo García Buhr, un hombre más inteligente que lo que aquí hace. La adaptación argentina es un catálogo completo de todos los lugares comunes, los énfasis y las cursilerías que el cine (y la radio) puede adoptar para un material político y bélico. Aunque las imágenes eran muy elocuentes y sólo necesitaban breves ubicaciones verbales, el locutor se empeña en comentarlas, en darles sentidos, en enaltecerlas. Consigue borronearlas y consigue provocar la hostilidad de todo espectador que tenga dos dedos de frente. 18 de mayo 1962.

Noticiario bien armado

De Dunquerque a Hiroshima

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(Victory at Sea, Gran Bretaña-1954) dir. no acreditado. HAY SECUENCIAS MUY NOTABLES en este documental de guerra, que registra en lo principal las operaciones navales y aéreas más importantes del período 1940-45. Buena parte de su material fue tomada por fotógrafos oficiales de la Marina y de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, pero está complementado por otras fuentes: los registros similares de Gran Bretaña y los que fueron capturados a los archivos oficiales de Italia, Alemania y Japón. Mediante un hábil montaje, los diversos registros se compaginan para recrear las batallas de cinco años. Aunque en rigor no figura aquí la evacuación de Dunquerque, ese es el punto de partida para la acción, que progresa desde lo que pareció inminente derrota de los Aliados hasta la victoria final. Aunque buena parte de ese material ha sido ya conocido en otras recopilaciones, este film tiene motivos de interés. Entre las mejores secuencias figuran el ataque japonés a Pearl Harbor, la batalla en las selvas de varias islas del Pacífico, el pormenor de la monumental invasión de Normandía en 1944, y un minucioso registro de los aviones suicidas japoneses (los “kamikaze”) que se tiraban contra los barcos aliados en espectacular sacrificio. Casi todo ello adquiere intensidad porque no se contenta con planos generales sino que apunta también los datos complementarios: un primer plano de rostros tensos, un intervalo de descanso, una preparación para el combate. En una secuencia, el film adquiere una particular intensidad dramática, al establecer cómo vuelven maltrechos e incendiados los aviones americanos que participaron en la reconquista de las Filipinas; cada aparato que reingresa al portaaviones es un choque o un incendio, hasta que su acumulación asciende hasta un duro testimonio de una batalla feroz. No hay una sola toma trucada en el conjunto, que sólo utiliza a los laboratorios para la debida compaginación. La eficacia del documental está disminuida de dos maneras. Una es la prescindencia casi completa de la Unión Soviética, cuya colaboración con los Aliados es desconocida en forma sistemática, no sólo en las imágenes sino en el comentario verbal. La otra disminución está en ese mismo comentario. Aunque la versión original en inglés había sido elogiada por su sobriedad, aquí se conoce una adaptación

Drama antinazi

Altos principios

(Vyssí princip, Checoslovaquia-1959) dir. Jirí Krejcík. DOS LÍNEAS HABITUALES del cine checo moderno se juntan aquí. Una es la solvencia para la narración de temas dramáticos, por lo menos en el nivel de drama naturalista, recogido como una vida recreada y concentrada en la pantalla. Otra es la atención a los temas de la ocupación nazi, un período que ha quedado impreso en la memoria de muchos, desde 1945 hasta hoy, y que ha originado una serie de exposiciones cinematográficas, con una preferencia que sólo podría ser superada por el cine polaco de los últimos años. La acción de Altos principios se ubica en un pueblo checo, hacia 1942, en seguida del atentado en que murió Heydrich, máximo jefe de la ocupación alemana. Desde ese punto sobrevienen las represalias, que afectan a todas las clases del pueblo checo, y el film se concentra en los episodios ocurridos en un colegio. Culminan en la detención de tres de los estudiantes, cuya única culpa parece ser el haber dibujado la caricatura de otro jefe nazi y cuyo destino es entregar su vida para compensar la muerte de aquel jerarca. El film hilvana alrededor de ese centro una abundante anécdota que abarca a familiares de los estudiantes, profesores del colegio y a los mismos nazis. Ese retrato es muy prolijo y complejo. Progresa desde la prescindencia inicial de algunos checos hasta la final entrega a la causa; establece que también entre los profesores y los estudiantes había colaboracionistas; recuenta las incertidumbres y las erróneas confianzas que provoca la detención de los tres estudiantes y el consiguiente clima de amenazas para toda la población. En su personaje mejor trazado, un abogado que es padre de una alumna, el film apunta con agudeza la vacilación entre la comodidad personal y la causa nacional: todo lo que su hija le pide es que entre en la Gestapo y pregunte por los estudiantes detenidos, pero el hombre se detiene muchas veces antes de dar ese paso.


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Hay un doble sentido en los Altos principios del título. No aluden solamente a los que se juegan en la actitud a tomar frente al ocupante nazi, sino también a un profesor de latín (Frantisek Smolík) que los invoca reiteradamente, a propósito de Séneca y termina por recibir ese cariñoso apodo de sus estudiantes. Entre broma y broma, los principios terminan por ser invocados seriamente y el film emplea al viejo profesor para definir, en un breve discurso final, la conducta a seguir frente a la ocupación. Es una pena que este personaje no haya sido enfocado con más complejidad: todo parece muy simple y muy previsible en ese profesor, cuya posición final es sólo un desarrollo de cosas adivinadas de antemano por todo el público. Si hay una debilidad en el film es justamente esta repetición de cosas ya dichas por el cine de varios orígenes durante veinte años: la locura del nazismo, la resistencia simple y perdurable del pueblo común, el refinamiento perverso con que un alto jefe alemán puede ser también un conocedor de latín, un hombre que al mismo tiempo pronuncia la palabra cultura y saca la palabra revólver. Si Altos principios hubiera sido hecha hacia 1944, cabría decir que su drama antinazi parece más maduro, mejor observado y armado, que los mejores conceptuados de su época, incluso La hora fatal o Se ha puesto la luna, que tenían bastante literatura. Hecho quince años después, es probable que resbale en mucho público que ya ha visto esto mismo muchas veces. El estilo del director Jirí Krejcík no es renovador, por otra parte. Es serio, ponderado, académico, lineal. Para muchos será también anticuado. 18 de mayo 1962. Títulos citados Hora fatal, La (The Mortal Storm, EUA-1940) dir. Frank Borzage; Se ha puesto la luna (The Moon Is Down, EUA-1943) dir. Irving Pichel.

: Billar y neurosis

El audaz

(The Hustler, EUA-1961) dir. Robert Rossen. EL BILLAR ES EL CENTRO de El audaz, en una variedad conocida como pool, que consiste en colocar en las troneras un conjunto de bolas numeradas. Como aspirante a campeón y como jugador estrictamente profesional aparece aquí Paul Newman, decidido a arrebatar el cetro y algunos cientos de dólares al obeso campeón local (Jackie Gleason). Y todo lo que se refiere al billar, desde ese tenso partido inicial a los otros partidos que Newman juega luego entre la ambición, la jactancia y la miseria, aparece realizado en el film con una formidable convicción de ambiente: el salón, los espectadores, el humo, el golpear de los tacos, la tensión ante la jugada difícil, la progresión a través de las horas, mientras aumentan el cansancio y las apuestas. En un medio que rara vez el cine toca, el director

Robert Rossen ha conseguido un cuadro realista, denso, tan opresivo como la verdad. Ese firme estilo se reitera en otros ambientes: en una estación de ómnibus solitaria a la madrugada, o en una fiesta de otro jugador rico. Pero aunque el realismo es el mejor estilo del director Robert Rossen, como lo prueba buena parte de su carrera anterior, el hombre no se conforma con esa perspectiva. Quiere llegar a formular el cuadro torcido, perverso, de una mentalidad americana tan urgida por ganar dinero y títulos que quedan finalmente a un lado los sentimientos. Y así el film encara dos separaciones del realismo exterior y se introduce en los laberintos de la mente, la voluntad y el corazón. En el personaje de Paul Newman apunta o hace apuntar que en esta vida no basta con tener talento: hay que tener carácter y así desarrolla una compleja teoría, muy cercana al lenguaje del psicoanálisis, en la que se postula que si Newman pierde algún partido es porque, en el fondo, quería perderlo, sin ser consciente de ese suicida propósito. Esto se encara como un descenso y después como una superación, porque en su último partido Newman adquiere, a un precio muy caro, la voluntad de ganar. La segunda separación del realismo exterior está en una mujer, notablemente interpretada por Piper Laurie, que es primero presentada como una solitaria cercana a la prostitución y después como la amante de Newman, cuyo cariño debe disputar frente al billar y frente a un torvo empresario que no se conforma con menos del 75% de comisión (George C. Scott). El retrato de esta mujer aspira a ser muy rico, con toda la red de emociones nunca dichas, complejos de invalidez, cariños frustrados y estallidos repentinos que construyeron hace más de 25 años los primeros personajes interesantes de Bette Davis. Pero es, sin embargo, muy caprichoso, y no deja entender muy bien el fondo de sus emociones e ideas frente a su amante o frente al empresario que parece ser su rival; cuando se llega a la final voluntad suicida, es inevitable deducir que el argumento quiere complicar las cosas sin bastante motivación. En otro sentido, el personaje de la mujer es también inadecuado como comentario al drama central. Lo que debía plantearse no es la capacidad intelectual o afectiva del jugador Paul Newman para atender a una amante neurótica. Debía plantearse su simple incapacidad para retribuir un amor puro y simple, y eso habría aportado más luz sobre el personaje masculino, sobre su obsesión por sobresalir en el deporte, ganar las apuestas, vivir de una timba que es para él una especialidad y una vocación. Por complicar el retrato de los personajes, el film dispersa su sentido central. A la larga, como dijera ya un cronista, es el mismo film quien tiene la inconsciente voluntad de perder. En numerosos films sobre boxeo, el cine americano había mostrado en términos más claros los dilemas que se presentan aquí: la honradez y la corrupción, el sacrificio de sentimientos para obtener la victoria, el contraste entre una violenta actividad masculina y la expectante atención de la mujer que quiere al protagonista, que discrepa con ciertos extremos de su conducta y que no puede sin embargo abandonarlo. Eso ocurría en el cine americano de antes, hecho por el mismo Robert Rossen (en Carne y espíritu, con John Garfield) o interpretado por el mismo Paul Newman (en El estigma del arroyo). Ahora que la neurosis ha invadido a todo género, incluido el inocente western, este film propone seres humanos más complejos, menos lógicos, quizás profundamente más ciertos. Pero con eso dispersa la unidad y la comprensión del relato, dejando al espectador en la intriga sobre el sentido de lo que se le quiso narrar.


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Los brillos de la dirección de Robert Rossen en algunas secuencias (particularmente la primera mitad), la interpretación de Newman, Laurie, Gleason y especialmente George C. Scott, más una notable fotografía en CinemaScope, blanco y negro, hacen muy atractivo el resultado a mucho espectador y ciertamente a todo jugador de billar. Es probable que también lo confundan con sus apuntes sobre la neurosis de esta época. 18 de mayo 1962. Títulos citados Carne y espíritu (Body and Soul, EUA-1947) dir. Robert Rossen; Estigma del arroyo, El (Somebody Up There Likes Me, EUA-1956) dir. Robert Wise.

: Ampliación sobre Lolita

Ansia juvenil

(Labbra rosse, Italia / Francia-1960) dir. Giuseppe Bennati. LOS ADOLESCENTES DE AMBOS SEXOS tienen una vida sexual mucho más activa de la que quisieran creer sus padres y Ansia juvenil se dedica a establecer el tema, con el probable resultado de abrir los ojos a una generación mayor. Este asunto comienza cuando Gabriele Ferzetti comienza a investigar el paradero de su hija de 16 años (Christine Kaufmann), desaparecida de su hogar con el pretexto de vacaciones en algún sitio de Italia. Tras un viaje en ferrocarril con destino incierto, del que ha quedado una pequeña maleta como pista, la muchacha da síntomas de seguir viva en algún lado, pero Ferzetti tiene un largo peregrinaje antes de dar con ella. Descubre, previsiblemente, que su hija ha tenido presumibles relaciones con un conquistador del tren, con otro joven que fue su novio y particularmente con un hombre mayor y casado (Giorgio Albertazzi) que la tendría como amante. Toda la búsqueda llega a repugnar a Ferzetti. No sólo se violentan allí sus optimistas ideas sobre su hija sino que llega a odiar al otro hombre, que tiene su misma edad y al que ve envuelto en un adulterio con una muchacha que podría ser su hija. Pero ese planteo tiene una curiosa derivación. Puesto a la búsqueda de la muchacha, Ferzetti recibe la colaboración de otra adolescente que era amiga de aquélla (Jeanne Valérie) y con ella realiza varias diligencias y particularmente un viaje nocturno a una ciudad lejana. Ahora es él quien sufre la tentación del adulterio, porque la compañera es particularmente provocativa y lo está empujando al mismo tipo de relación que el impugnaba poco antes. Las últimas escenas muestran a Ferzetti sumido en este problema de conciencia, absorto quizás en la reflexión de que el sexo es un mundo irracional en el que puede pasar de todo. El film es muy hábil en la formulación de esta crónica de costumbres, aunque su asunto nace de fuentes ajenas. Buena parte de su planteo extiende la idea central

de la escandalosa Lolita de Nabokov, donde también un hombre mayor tiene relaciones con una muchacha que podría ser su hija. Y otra parte deriva claramente de La aventura de Antonioni, con un romance surgido y desarrollado entre dos personas que están buscando a una tercera. Pero aunque el director Giuseppe Bennati no pueda jactarse de una inspiración superior, se le debe reconocer la minuciosa atención con que ha observado a sus personajes y la pausada progresión con que el tema va creciendo desde la historieta policial hasta un doble trance de erotismo y de crisis moral. En pequeñas escenas de meditada graduación va creciendo la relación Albertazzi-Kaufmann (toda ella comprendida en un improbable racconto del hombre cuando se decide a decir la verdad) y también en pequeñas escenas crece después la relación Ferzetti-Valérie, con un momento de gran sensualidad en un cabaret y una red de palabras cautelosas, conductas ambiguas, vacilaciones, fatigas y tentaciones en todo el viaje final. La narración está creando siempre una expectativa sobre el paso inmediato y apuntando posibilidades para sus peculiares parejas; mientras tanto, son los más modernos escenarios italianos los que surgen al fondo de la acción, como una constancia de que este asunto está ocurriendo en una realidad. El director Bennati no es Antonioni y no tiene su poder de sugestión para insinuar problemas íntimos bajo la acción exterior. Está más cerca de la superficie y sabe trasmitir las tentaciones del sexo, una empresa en la que Jeanne Valérie ayuda poderosamente, desde su figura hasta sus ademanes mimosos. Pero el film no se agota en apuntar algunos extremos del erotismo contemporáneo. Progresa como una investigación policíaca y trabaja con una realidad psicológica y moral que sólo algunas mujeres maduras querrían desmentir. 23 de mayo 1962.

: La vocación de lo auténtico

Shunko

(Argentina-1960) dir. Lautaro Murúa. LA NOBLEZA DEL PROPÓSITO es lo que resalta en Shunko, más allá de los visibles defectos formales. En su primer film propio, Lautaro Murúa ha mostrado la vocación de atender a un tema auténtico y ha recogido las peripecias de un maestro argentino desde que llega a hacerse cargo de una escuela rural hasta que abandona el sitio un año más tarde. Lo que cuenta es el drama de muchos y es una crónica cierta sobre el atraso de grandes regiones del interior argentino (y del uruguayo, y del de toda América). El maestro encuentra bancos sueltos a la intemperie, padres que no dejan estudiar a sus hijos porque los necesitan en trabajos rurales, falta de medios para llevar adelante una tarea educativa desde los primeros palotes


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en el pizarrón. Y, pausadamente, va obteniendo la adhesión de los niños y de los padres, ve construido el primer edificio escolar de la zona y se aleja después de haber hecho algo por sus semejantes. Más valioso que el tema es todavía el enfoque sobrio y sincero que Lautaro Murúa se ha propuesto. Ha evitado las caídas sentimentales que permitía un asunto donde abundan no sólo los intérpretes infantiles sino las caídas por el barranco y las víboras de picadura mortal, episodios que el film presenta con más objetividad de la que en estos casos puede esperarse del cine argentino. Ha ido a filmar a Santiago del Estero y ha elegido allí los escenarios naturales, los intérpretes y hasta los trazos del lenguaje quechua que la región mantiene todavía. La actitud de Murúa y de su productor Kanaf ha sido la intransigencia frente a lo que suele entenderse como producto comercial. Se han negado a falsificar personajes, a inventar melodramas, a desplazar su tema desde su centro natural a los romances y villanías de receta. Esa nobleza es la virtud de Shunko, un film hecho entre las dificultades de una industria hostil y las muchas otras dificultades diarias de un rodaje realizado en exteriores que quizás no habían visto antes una cámara cinematográfica. En las circunstancias, cada acierto de la fotografía debe ser estimado como una pequeña proeza. Y hasta en secuencias poco logradas, como ese breve racconto sobre una niña que murió en una caída, o como en la viuda que contempla mudamente al maestro, puede advertirse un rasgo estimable de Murúa, que luego desarrollaría mejor en Alias Gardelito: una voluntad de dar en términos visuales, sin énfasis literario, los rincones de la memoria y del sentimiento. Los defectos del film son muy claros. Hay una progresión desde la hostilidad inicial al maestro hasta la estimación final que obtiene, pero esa progresión no está debidamente respaldada por elementos anecdóticos: el asunto se dispersa en episodios sin crecer como un drama. Hay errores claros de dirección: escenas débiles de movimiento, omisión de primeros planos en algunos enfrentamientos individuales, personajes errados como esa maestra del pueblo, llevada por exagerado contraste hasta el nivel de una pituca porteña. Hay demasiados errores en la compaginación, y en el doblaje, que parecen haber sido una lucha tardía en el laboratorio para acomodar y legitimar lo que fue filmado en lejanos exteriores. Y hay un exceso en la música de Waldo de los Ríos, que muestra bellas ideas melódicas y rítmicas pero subraya con exceso lo que debió ser un drama asordinado y poético. Alias Gardelito demostró más tarde que Lautaro Murúa podía mantener una vocación de autenticidad temática y mejorar marcadamente sus valores formales. En esa perspectiva, Shunko debía ser valorado dentro del cine argentino de 1960 como un paso estimable de un realizador nuevo, mucho más estimable ciertamente que todo el cine imitativo y rutinario por el que estaba rodeado. A principios de 1961, las dos entidades que agrupan a críticos cinematográficos argentinos eligieron a Shunko como mejor film de 1960; en los mismos días, el film obtenía un premio especial en el Festival de Mar del Plata, dado por un jurado internacional. Poco después, el Jurado del Instituto Nacional de Cinematografía, presionado por conflictos gremiales, por rencillas personales y por una resistencia reaccionaria a admitir nuevos valores en el cine argentino, procedió a eliminar toda mención de Shunko y de Alias Gardelito de un fallo donde se regaló dinero a films mediocres y abiertamente comerciales, incluyendo Favela de Armando Bó. Esa fue una vergüenza

histórica. Con todos los defectos que tiene, Shunko es un film más auténtico y más importante que una buena mitad del cine argentino con el que salió a competir: posee una orientación, una sinceridad, una exigencia. Las autoridades oficiales argentinas no lo supieron ver así, pero ya se sabe el prestigio mundial que tienen las autoridades oficiales argentinas11. 25 de mayo 1962.

: Aventura y sentimiento

Regreso a casa

(Tutti a casa, Italia / Francia-1960) dir. Luigi Comencini. TIENE UN CONTINUO INTERÉS DRAMÁTICO este film de guerra, que incluye momentos humorísticos pero que está muy lejos de ser otra comedia para Alberto Sordi. Con la reunión de anécdotas que probablemente sobraron de su anterior film (La grande guerra, 1959), o que quizás fueron convocadas por aquella recopilación, Dino De Laurentiis ha emprendido en Regreso a casa una crónica sobre la Italia de 1943. Abarca solamente los veinte días inmediatos a la invasión aliada por el sur (setiembre 8) y se concentra en el pelotón comandado por un alférez (Alberto Sordi) que sirve al ejército fascista pero que quisiera escaparse de él. Lo que sigue de allí es la descripción del brutal desconcierto. Los americanos avanzan desde el Mediterráneo, los alemanes bajan desde el norte y los italianos están divididos bajo un doble comando, con un grupo que prefiere rendirse y retirarse, mientras otro se empeña en rehacer a las milicias fascistas. Entre un caos de tendencias distintas, agravado por la carencia de órdenes claras, de límites geográficos, de alimentos y de transportes, la intención común de esos soldados italianos es la vuelta al hogar, por los medios que se consigan. Y desde que su propio pelotón desaparece en un túnel, aprovechando circunstancias fortuitas, el mismo Sordi y un grupo de sus soldados comienzan ese regreso. Bajo el lema de Regreso a casa, el film cuenta los diversos episodios de esa vuelta. Hay momentos cómicos en los diversos episodios. Casi nunca son el tropezón ni el chiste verbal: son el apunte festivo, irónico, sobre un pelotón italiano que en sus peculiares circunstancias se niega a tomar como prisionero a un soldado alemán que se ofrece como tal, o sobre el contraste de la misa que cantan varias mujeres en una iglesia, mientras al fondo un grupo de fugitivos asciende subrepticiamente al campanario, sincronizando sus ruidos con la misa que los cubre. En esos momentos, o en la charla entre amistosa y desconfiada que tiene Sordi con un soldado americano refugiado 11

Ver pág. 925 y sigs.


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(Alex Nicol), el film tiene el humor que mucho público puede esperar de una comedia con Sordi. Pero la comedia es sólo una fracción de esta crónica bélica. Más importantes son los fragmentos dedicados a la fuga y captura de una muchacha hebrea (Carla Gravina), la rapiña de harina que una multitud realiza sobre un camión abandonado, el encuentro emotivo y contenido entre Sordi y su padre (Eduardo De Filippo) o la desolación final frente a la muerte del último compañero que le acompañaba. Entre la aventura y el humor, el film se yergue como una visión sentida de lo que fue para los italianos una realidad demasiado cercana. Y la realización está también a ese nivel. Padece, desde luego, de la construcción episódica que la índole del tema hacía inevitable. Pero tiene la doble virtud de tomarse en serio su anécdota y de saber comentarla con la concisión y la sutileza necesarias. El productor De Laurentiis, que siempre pretendió la grandeza, ha dado al film los centenares de extras que hicieron falta para muchas de sus escenas, más los exteriores ruinosos, los uniformes y los útiles bélicos: todo impresiona al nivel del espectáculo épico, pero está concentrado sin ruidos en la recreación de la Italia de 1943. Al director Luigi Comencini y a sus colaboradores cabe atribuir los hallazgos más agudos de la realización: esas inclinaciones de la cabeza de Serge Reggiani mientras cree ver su casa desde el camión que le acarrea con vigilancia armada, o los suaves acordes de violoncelo que comentan la nueva salida de Sordi de su casa, en la que deja atrás, inevitablemente, a su padre el chelista. Lo que falta a Retorno a casa es cierta uniformidad de tono y de ritmo para enlazar sus diversos episodios. Hay tantos aciertos en éstos, sin embargo, que el film constituye en el conjunto una grata sorpresa. 29 de mayo 1962.

: Un director que promete

Prisioneros de una noche

la muchacha (Osvaldo Terranova), una pelea, un desenlace sorpresivo y violento. La anécdota es sencilla, con ecos de viejos films de Marcel Carné y de los primeros de Bergman. Pero sirve a Kohon para mostrar Buenos Aires como quizás nunca se ha mostrado a la ciudad en un film argentino. Al fondo de la pareja, desfilan el pueblo suburbano, el ferrocarril, el subte, el Obelisco, varias calles del centro, el Mercado de Abasto, las lecherías, los cafés, uno de esos ruidosos locales con máquinas traganíqueles, el puerto, las esquinas solitarias. Y no se trata por cierto de un pasivo paisaje. En cada sitio la anécdota tiene una ubicación razonada, los personajes secundarios están mostrados con pequeños apuntes del natural y, sobre todo, la cámara se mueve siempre junto a sus figuras, en una tarea de espontaneidad documental que debe ser atribuida particularmente a la solvencia del cameraman Aníbal Di Salvo. Las líneas psicológicas y dramáticas del film son menos convincentes. Hay excesos de conversación en la pareja central, en el remate durante el cual se conocen, en la formulación de las intenciones del villano, como si Kohon no hubiera encontrado otro procedimiento que diálogos y monólogos para plantear las líneas de su asunto. En todo lo que sea personajes o juego dramático el director parece menos seguro que en el relevamiento visual de una ciudad cuya geografía y costumbres llega a trasmitir con singular riqueza. Y sin embargo tiene aciertos aun en ese terreno: la precisión con que un par de diálogos se cierran en pausas del viaje (al salir del tren, al despedirse en el subte) o la recatada poesía con que separa a sus dos figuras en una esquina y prolonga la imagen hasta marcar el acento dramático de esa otra despedida. Hay un director en Kohon y desde lejos puede explicarse que haya obtenido elogios mayores con su segundo film, Tres veces Ana, que propone temas de mayor ambición y para el cual estos Prisioneros de una noche, son un evidente ensayo. Hay buenos momentos en la actuación de los tres intérpretes, aunque hubiera ganado con diálogos más concisos, más atentos a las ideas y al lenguaje naturales de tres figuras bonaerenses típicas. Todavía Kohon no es un director de intérpretes: está más cerca de ser un documentalista que tiene, afortunadamente, tanto cariño por su ciudad como por los ritmos y las sugestiones del cine.

(Argentina-1960) dir. David José Kohon.

DAVID JOSÉ KOHON eligió un argumento sumamente simple para el que sería su primer film de largo metraje, y hay que entender que su vocación no era la de trasladar ese tema sino la de contar con las oportunidades laterales de ambientación y de manera cinematográfica que ese tema le ofrecía. La sencilla anécdota es la historia de un romance, comenzado y culminado en unas pocas horas, con un toque trágico final. Se desarrolla entre un joven obrero (Alfredo Alcón) y una bailarina profesional (María Vaner), desde que se encuentran casualmente una tarde, durante un remate suburbano. Prosigue en su vuelta a Buenos Aires, la separación, el reencuentro en horas posteriores, la aparición de un villano que pretende conquistar a

7 de junio 1962.

: Español y distinto

Los golfos

(España-1960) dir. Carlos Saura. LA MEJOR VALORACIÓN de Los golfos es la que surge del contraste con un cine español lleno de Joselitos, Marisoles, comedias blancas y un conformismo general. En ese medio ambiente, gobernado por la falta de imaginación, por los misterios de la censura, por el poco espíritu de empresa para hacer algo distinto, un grupo de jóvenes aficionados, surgidos en parte del Instituto de Cine, se pusieron a mos-


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trar una parte de la realidad española. No hay por cierto una intención de denuncia social en el film, a menos que la denuncia pueda ser sobreentendida por el espectador. Hay trozos de una realidad. Los golfos del título son seis muchachos de condición humilde, amigos entre sí, que tienen el hábito y la necesidad de los pequeños robos, especialmente en los mercados, como está apuntado en una escena inicial. Uno de ellos quiere ser torero y para tener la chance de que se le deje lidiar hay que pagar dinero por el novillo, por el derecho a utilizar la plaza y por gastos diversos. Para conseguir ese dinero, los golfos hacen otros robos mayores, en una gestión que provoca peleas internas, una persecución, una muerte y en definitiva un fracaso. En las entrelíneas y en el fondo de esa anécdota, figura toda una clase humilde española, que no suele llegar a la pantalla con esta autenticidad, y que el film recoge en pequeñas escenas incidentales: choferes, carpinteros, vecinos. Y figura sobre todo el paisaje suburbano español, en inmensas panorámicas de la calle, de los puentes, de los campos que circundan a la ciudad. Pero el director Carlos Saura no se ha propuesto solamente un registro documental, por mucho que su formación en ese género le haya impulsado a hacerlo. Quiere que gentes y paisajes figuren junto al asunto, como un fondo y hasta como una motivación de este desesperado intento de seis muchachos por sobresalir en el mundo. Su cámara los atiende en el pormenor de las entrevistas, las discusiones, el entrenamiento del torero, las peripecias de los asaltos. En algunas secuencias se nota que allí hay un director cinematográfico dotado: el picnic junto al río, la pelea subsiguiente, el asalto al garaje, una corrida final en la que se intercalan rítmicamente los comentarios censores de un público hostil. Con todos los defectos que tiene el film, sus momentos logrados prueban que el intento valía la pena, con todas las dificultades que significó. Los defectos subsisten, sin embargo, y fuerzan a medir con cierto tino la revelación de un nuevo director español. La sola transcripción de la realidad no alcanza como tema cinematográfico, y en esta anécdota de Los golfos faltan la unidad, la coherencia y la progresión que habrían mejorado al film, que aparece disperso entre vistazos a la vida cotidiana (particularmente al principio) y sólo desarrolla el asunto en la medida en que sus propios personajes enuncian intenciones. La dispersión se complementa con la falta de resolución de otras escenas, como el robo en el cabaret, o la pelea entre dos de los muchachos, que son secuencias bien planteadas, bien fotografiadas, abruptamente terminadas sin un enlace con lo que sigue. Hay otras limitaciones formales, probablemente surgidas de la improvisación con que un film se realiza fuera de las vías industriales comunes. Una especialmente notoria para públicos extranjeros es la escasa nitidez del diálogo, que se pierde muy naturalmente en frases masculladas o velozmente dichas, hasta que llega a resultar tan enigmático como espontáneo. Saura fue alumno del Instituto de Cine español desde 1953, se graduó con un film titulado La tarde del domingo, dirigió los documentales El pequeño río Manzanares (1955) y Cuenca (1957-58); fue asistente y operador en otros films, escribió en colaboración con amigos los libretos de María, Los golfos, Young Sánchez, La boda, El regreso, El inocente. Sólo el segundo de esos temas llegó a convertirse en un film, después de contratiempos y demoras prolongadas, tras las que se obtuvo el apoyo del productor Pedro Portabella, a quien se atribuye en buena medida la promoción de los nuevos valores del cine español (también produjo El cochecito de Ferreri). El elenco

fue seleccionado entre desconocidos, en una forma de reclutamiento muy similar a la que antes había hecho el neorrealismo italiano, y luego se consiguió terminar el rodaje en cinco semanas. Saura no necesita ser un maestro para ser un hecho auspicioso en el cine español. Debe ser significativo que su film sea mejor apreciado en el extranjero que en España, donde el cine y la crítica de cine son un famoso atraso. 7 y 8 de junio 1962.

: La obra de un maestro

La noche

(La notte, Italia / Francia-1961) dir. Michelangelo Antonioni. LA MAGIA DE de La noche consiste en expresar una frustración vital, una inmensa desolación, y hacerlo, sin embargo, sin énfasis, sin subrayados, hasta que la acumulación de datos hace crecer aquella sensación en el espectador. Abarca mucho menos de un día el conjunto de peripecias en que el film muestra a este matrimonio de Giovanni y Lidia (Marcello Mastroianni, Jeanne Moreau), que exteriormente parece ser una común pareja burguesa. Ambos visitan a un amigo que está agonizando de cáncer en un hospital (Bernhard Wicki), y en una sala contigua Giovanni es atacado por una ninfomaníaca ante la que cede con singular complacencia. Después el matrimonio acude a una reunión literaria en homenaje al escritor Giovanni, pero Lidia escapa de allí sintiéndose desconectada con ese ambiente. Se la ve recorrer las calles, querer auxiliar a una criatura que llora, contemplar después un lanzamiento de cohetes en un barrio apartado. Más tarde el matrimonio se reúne, recorre sitios que quizás fueron los de su felicidad anterior, concurre con toda indolencia a un cabaret y a la fiesta de un rico industrial, donde ambos se quedan hasta la madrugada y donde cada uno de ellos inicia flirteos con otros concurrentes, en ambos casos sin mucho futuro. La primera luz matutina los encuentra en un cercano campo de golf, todavía juntos, pero íntimamente solos y desunidos. Allí Giovanni fuerza un acto sexual, como una compensación repentina a la frialdad de la relación entre ambos. La cámara se aparta de la pareja y enfoca un enorme vacío sobre el que llega la palabra fin. El rasgo extraordinario de esta historia es que en ninguno de sus episodios, hasta cerca del final, se afirma explícitamente la doble soledad de este matrimonio. Se lo confronta a la vida, al sentimiento, al ruido y aun a la muerte de los otros y todo surge ante la cámara como si el matrimonio fuera un reticente testigo del mundo exterior. Pero la selección de esos incidentes, la reacción de Giovanni y Lidia ante ellos,


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el doblez de un diálogo, a veces el mismo silencio, están apuntando siempre a un hecho que el espectador llega a advertir casi de inmediato y que crece en nitidez hasta el final. El hecho es el desgaste emocional de ese matrimonio de seis años, la carencia de un entusiasmo recíproco, la inutilidad de estirar lo que en otra época fue amor. Como en casi todos sus films previos, Antonioni no marca esa desilusión mediante enfrentamientos dramáticos o crisis emocionales de alta temperatura. La deja sobreentender indirectamente, al mostrar en sus figuras la rutina de dejarse morir sin preocupación. Lo que marca en Giovanni y Lidia es justamente la blandura emocional, la receptividad sin reacción, con que dos personajes inteligentes proceden frente al mundo que les rodea, un mundo que es ruidosamente este mundo real y que les enfrenta sucesivamente a la muerte ajena, a las bocinas callejeras, a la posibilidad de amor, de sexo, de alegría y de mentira en los otros personajes. En el caso de Giovanni, esa blandura es la del intelectual sin vida propia. Está casado con una mujer hermosa, no tiene visiblemente una necesidad económica y no tiene otro incentivo para vivir que la ocasional aventura erótica a la que se deja llevar. Igual que a otros hombres, se le ha desgastado ya la atracción de la mujer que ha tenido a su lado durante demasiado tiempo, y se le ve accediendo ahora a otras mujeres: a la ninfomaníaca que le ataca al principio en el hospital, quizás a la negra que baila en el cabaret una danza sensualísima que es un prodigio de acrobacia, finalmente a la hija del millonario en cuya casa se da la fiesta. En la selección de estas tres figuras, Antonioni marca con reticencia una similitud física: las tres son morochas y de tipo físico afín (incluso Mónica Vitti aparece aquí con cabello negro), como un dato misterioso y cierto de la atracción sexual, similar al que ya había apuntado antes en la primera y tercera mujer de La aventura; es igualmente significativo que una rubia que está en la fiesta final (Rosy Mazzacurati) sea dejada de lado por Giovanni, aunque parece obviamente una conquista más fácil. Fuera de estas tentaciones para la aventura sexual, en Giovanni no hay nada. Resulta ser un escritor vacío y un hombre tan indolente como el que Ferzetti interpretó en otros films de Antonioni. Y aunque es evidente que el director reitera ese retrato como una visión personal y constante de cierto tipo de hombre de la gran ciudad, le queda sin embargo por explicar el motivo de esa frustración, un terreno al que sus films no han querido acceder hasta ahora. Es más explícito el retrato de Lidia, vista con esa óptica de mayor perspicacia que Antonioni suele mostrar para sus figuras femeninas. Los episodios exteriores van dibujando el contorno de su reflexión interior sin llegar a formularla del todo: el amigo agonizante pudo haber sido el amante al que ella no supo corresponder; el niño, la pelea y el lanzamiento de cohetes aluden (como señaló un crítico inglés) a una ilusión de maternidad, a una necesidad sexual, a una aspiración de independencia, sentimientos que ella reprime por igual. Hacia el final, cuando comprueba que su amigo agonizante ha muerto y que Giovanni está dispuesto a engañarla, también ella se presta a un flirteo del que, en definitiva, retrocede. Y después de eso, accede todavía a un último acto sexual con su marido, más cerca de la rutina que de la pasión. Todo en ella podría ser una protesta contra una vida insatisfactoria, pero no

Películas / 1962 • 327 tiene fuerzas para rebelarse ni destino visible si lo hiciera; todo conduce a marcar calladamente, la desilusión de seguir viviendo pero también la resignación de no poder hacer otra cosa que dejarse vivir. El gran triunfo de La noche es que la infelicidad y la desilusión no estén dichas por situaciones melodramáticas, sino por la sugestión indirecta de sucesos laterales, en cierto sentido comunes, y por la reacción callada, reticente que ante ellos tienen los dos personajes centrales. El arte de Antonioni es el de la alusión. A la salida del hospital Giovanni cuenta a Lidia su peculiar aventura con otra mujer y ella contesta con pocas palabras de indiferencia; luego recorren sitios que fueron quizás los de otra época feliz y ninguno de ambos lo expresa así claramente; están sentados y aburridos en el cabaret cuando Lidia tiene un pensamiento desagradable que, sin embargo, no formula; Giovanni corteja a otra mujer en la fiesta y Lidia lo contempla de lejos sin decir una palabra; luego Lidia es cortejada por otro hombre dentro de un auto y la escena es vista desde fuera, mientras la fuerte lluvia impide escuchar un diálogo cuyo sentido se infiere. Las medias palabras, los silencios y los gestos apuntan siempre más que la acción misma. Pero su acumulación es poderosa. En la secuencia de la fiesta millonaria, que ocupa la segunda mitad, Antonioni pasea erráticamente sus cámaras como ya lo hiciera en la isla de La aventura y lo que obtiene es una rica descripción de frivolidad y de pretensión, un mundo que juega al refinamiento y a la inteligencia pero que por dentro carece torpemente de alma. En esa armazón tan similar a la de otras escenas de La dolce vita (Fellini, 1960), Antonioni está denunciando el desajuste de Giovanni y Lidia con el ambiente en que viven: ambos mantienen una actitud crítica ante esa fiesta y sin embargo acceden blandamente a ella, con la hipocresía de una actitud sociable. Hay un error notable en La noche y consiste justamente en que Antonioni llega a desmentir, en los minutos finales, todo su lenguaje de sugestión y de apunte indirecto. En la soledad de la madrugada, y con la convicción de que ya no hay amor entre ambos, Lidia lee a Giovanni una larga carta de amor que recibió hace tiempo, y que llevaba improbablemente en la cartera. Es recién al final de la lectura que Giovanni atina a preguntar quién escribió ese texto, porque no se ha dado cuenta (cosa también improbable en un escritor) de que esa carta fue enviada hace años por él mismo. En la lectura y en su reacción, Antonioni fuerza los términos de su relato, como si necesitara rubricar con palabras tan largas y explícitas un desamor y una doble soledad que ya había apuntado antes con calculadas alusiones. A ese error agrega empero un hallazgo en la escena inmediata: la tardía pasión sexual provocada sobre el pasto, como si Giovanni quisiera recuperarse de la acusación que recibe y de su propio vacío interior, que será a la larga más poderoso. Y un vacío es lo que Antonioni sugiere cuando aparta púdicamente de allí su cámara. El film termina con una imagen del campo quieto y despoblado, una rúbrica que es un símbolo. La noche es, para satisfacción de amplios públicos, un film más armado, conciso y claro que La aventura, más concentrado en el tiempo de su acción, en los personajes que la expresan, en el sentido que la informa. Pero es una continuación inequívoca de aquel film y de otros previos de Antonioni, en lo que fue denominado una indagación en los inestables sentimientos de la época. Cuenta con una notable interpretación por Jeanne Moreau, Marcello Mastroianni, Monica Vitti y Bernhard Wicki (mucho más notable porque sus personajes exigen una reticencia emo-


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cional, una negativa a presentarse como casos dramáticos) y con una precisión de encuadre, de ritmo, de sonido, que por sí solos serían prueba de un maestro de la narración y que en perspectiva son una depuración del habitual lenguaje de Antonioni. Es, sin embargo, su sentido el que va atrapando al espectador, porque el film va creciendo, pausadamente, hasta la más íntima reflexión de su público. Le comunica la dificultad del amor en la relación social y la idea de cómo el ser humano engaña y se engaña para seguir viviendo. Pero es tan concreto y preciso en lo que pone frente a la cámara que los sentidos y las reacciones emocionales pasan a ser territorio privado y múltiple de cada espectador, con la sugestión invasora que sólo sabe tener una verdadera obra de arte. 8 de junio 1962.

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En esa segunda mitad, el film revela una capacidad de indagación psicológica que justifica la presencia de Jean Anouilh como libretista. Diálogos y situaciones no se satisfacen con el ingenio superficial de un planteo policial sino que procuran penetrar en los mecanismos más secretos de un ser humano que al principio parece sólo una pieza más en una historieta. La dirección de Molinaro es ágil, la recreación de ambientes diversos parece muy precisa y la interpretación de Desailly es muy competente. Esa segunda mitad era claramente la finalidad perseguida al iniciar el film y lleva a disculpar las facilidades de la primera parte: los monólogos en alta voz, los apartes de la línea narrativa a datos laterales, el empeño de varios personajes en decirse cosas que sabían y que querían comunicar al espectador. En el Anouilh cinematografista, quedan los trazos del dramaturgo que hace hablar a sus figuras como único procedimiento para que avance la acción, pero hay ingenio en estos diálogos y hay finalmente una rica situación para exponer, con dos sorpresas en los últimos minutos. El resultado no es fascinante pero tiene un continuo interés. 12 de junio 1962.

Anouilh en cine

La muerte de Belle

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(La mort de Belle, Francia-1960) dir. Edouard Molinaro. BELLE ES ALEXANDRA STEWART y muere a los pocos minutos de iniciada la acción, disminuyendo las oportunidades de que aparezca en la pantalla, excepto para el racconto posterior. Y la investigación de esa muerte parece ocupar todo el resto del metraje, porque Belle murió estrangulada, en una casa donde era huésped de un matrimonio francés. Solamente el marido, Jean Desailly, parece haber tenido oportunidades de matarla, y sobre él se concentra una tenaz investigación. Con el tiempo se sabe que este planteo de corte policial, tomado de una novela de Georges Simenon, no será enteramente el asunto. A la investigación sobre pistas, horas, motivos y oportunidades, sucede rápidamente otra investigación sobre las demasías y las represiones de la conducta sexual en la víctima (mucha), en el acusado (muy escasa), en el juez (excesiva) y en la secretaria del juez (satisfactoria). Y este sondeo bastante íntimo, que el film sirve a su espectador y que se entrelaza con la investigación policíaca, da una distinta medida para comprender a sus personajes y particularmente a Desailly, un hombre de impulsos retenidos, que podía ser psicológicamente capaz de elaborados disimulos y violencias repentinas. Así aparece expresado en la segunda mitad de la anécdota, cuando el hombre decide afrontar la cuota de mujeres y de alcohol que antes había declinado. Vaga alucinado por sitios nocturnos, identifica a otro hombre como su padre muerto, entra en relación con una mujer impensada y termina dando al espectador una noción un poco más compleja y profunda de su persona.

Comedia llena de ideas

Muñequita de lujo

(Breakfast at Tiffany’s, EUA-1961) dir. Blake Edwards. LA SOFISTICACIÓN ES LA NORMA de esta comedia americana, que inventa personajes extravagantes pero está dando cuenta de toda una capa del mundo neoyorquino actual. Bajo la sofisticación está la sordidez, sin la cual no podrían vivir los personajes pero de la cual se hacen un elaborado disimulo para seguir viviendo. La protagonista Holly Golightly (Audrey Hepburn) recibe su dinero de un gángster que ahora está en Sing Sing y de quien recibe misteriosas frases cifradas que ella pasa a su abogado, también recibe otro dinero de caballeros, generalmente con el pretexto de que necesita cincuenta dólares para dar propinas en el toilette de damas. Y por el dinero Holly estará dispuesta hacia el final a casarse con un millonario brasileño, un hombre al que nunca menciona como el amor de su vida. Las revelaciones de Holly no son más idealistas. El joven vecino que se muda al apartamento de arriba (George Peppard) es claramente un gigoló mantenido por una mujer casada (Patricia Neal), y ésta, a su vez, tiene un explicable doble juego frente a su invisible marido. Pero estos y otros mecanismos de la vida en la gran ciudad no están a la vista en el film. Lo que está a la vista es un compendio de refinamiento, de ingenio y de extravagancia, un aire de fingida ingenuidad que aparece claramente establecido en las primeras esce-


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nas: Holly desciende de un taxi en la madrugada, vestida con elegantísimas ropas nocturnas, y en la primera luz del día se pone a desayunar en la vereda frente a la joyería Tiffany’s, cuyos diamantes y ambiente de orden le entonan el ánimo. Sobre las rarezas y los encantos de esa mujer chic se extiende luego el film, porque Holly es capaz de recibir en camisa de noche a un absoluto desconocido, entablar una amistad casi fraternal, fumar en boquillas de medio metro, usar lentes negros e imponentes sombreros, esconder el teléfono en una valija, olvidarse continuamente la llave. Todo ese prodigio de ostentación esconde un alma enigmática, cuyos sentimientos verdaderos no aparecen expresados y cuya adecuación con el mundo que le rodea debería ser siempre un tropezón. Es una mujer encantadora y Audrey Hepburn hace de Holly una de las mejores interpretaciones de su carrera, pero sería imposible vivir con ella dos días, y así hay que apreciarla en lo que tiene de graciosa, no en lo que tenga de ideal. El libreto de George Axelrod extiende sin embargo hasta la seriedad ese personaje fascinante e imposible. En los últimos veinte minutos, dedicados a arreglar de veras el romance entre Holly y el gigoló de otra mujer, el film se olvida del ingenio inicial y propone una puesta al día de los sentimientos, aunque en verdad no había preparado el terreno para ese cambio de orientación. Y así el film termina con dulzuras, que no estaban en el relato original de Truman Capote, y desmiente el aire filoso con que antes había satirizado al mundo elegante neoyorquino. Aparentemente todavía se pueden hacer comedias burlonas en Estados Unidos, siempre que terminen bien. Más que por su asunto, el film es atractivo por la actuación de Audrey Hepburn y por la formidable acumulación de ideas que se nota en su realización, muy superior a todo lo que el director Blake Edwards había hecho hasta hoy. La consigna es la de poner cosas en la pantalla, en un despliegue de escenografía y utilería, movimiento de cámara, efectos de color e inventiva para colocar un gato o una escalera. Algunos de los chistes visuales se apoyan en el contratiempo físico, como casi todo lo que se refiere al extravagante fotógrafo japonés que interpreta Mickey Rooney, pero hay momentos más refinados, como la visita de Hepburn y Peppard a la joyería Tiffany’s o su empeño en llevarse algo gratis de los grandes almacenes Woolworth, lo que termina en el robo de dos caretas y en una serie de sorpresas para transeúntes. Entre la abundancia de cosas que están en la pantalla y que se mueven, dos deberán ser recordadas por el futuro. Una es la tarea del fotógrafo Franz Planer, una eminencia de notables antecedentes que aquí documenta exteriores e interiores de New York con riquezas de idea y de color, como lo haría una revista americana de gran lujo pero con el dinamismo que una revista no puede tener. La otra cosa recordable es la secuencia del cocktail party, donde una multitud se mete en un apartamento chico y ocurren cosas continuamente divertidas, no sólo de diálogo, sino de renovada situación. Hay pocas comedias en el cine americano y es un placer encontrar una inventada, increíble, deliberadamente artificial, pero realmente divertida e ingeniosa.

Refinamiento plástico

La paloma blanca

(Holubice, Checoslovaquia-1959) de Frantisek Vlácil. RARA VEZ PUEDE VERSE en cine un preciosismo fotográfico semejante. Con un primor y el buen gusto que denuncian a una vocación de pintor o de escultor, el joven director checo Frantisek Vlácil ha hecho un film en el que literalmente cada encuadre es una obra separada. Ha empleado como base un tema que es a la vez muy simple y muy apropiado. La paloma del título debe regresar desde el norte francés a la costa báltica, donde es esperada por una niña y por varios pescadores. Llega imprevistamente a un tejado en una casa, es herida por un niño, queda en esa casa hasta que se repone y un día emprende nuevamente el vuelo a su destino. El film alterna esos dos mundos. En la costa, la niña espera a la paloma blanca, encuentra a una paloma de mármol que guarda como un símbolo y un día recibe un cuadro que le notifica que la paloma verdadera está en Checoslovaquia. En la ciudad, el film se ocupa del niño inválido que hirió a la paloma, del escultor que la recoge, del gato del escultor que la amenaza. A intervalos desarrolla ideas adicionales: una estatua del niño preparada por el escultor, la recuperación del niño inválido, su recuerdo de la caída que lo dejó postrado y que es similar a la que tuvo la paloma misma. Vlácil ha pensado su film en secuencias separadas, con menos preocupación por la construcción dramática o por la ilación anecdótica que por el cuidado plástico. Es característico que sus imágenes vayan directamente al centro de cada idea, sin prólogos ni explicaciones ni mucho diálogo. Algunas de esas secuencias son pequeños prodigios de construcción visual, como la preparación del cuadro por el escultor o la caída del niño desde un altísimo alambrado, momentos en que el director emplea solamente la elocuencia de las imágenes y su compaginación para conseguir finos efectos poéticos. En otros casos el refinamiento visual se apoya en una tremenda técnica y en la inventiva para difíciles desplazamientos de cámara, como todo lo relativo a la persecución de la paloma por el gato, un episodio que ocurre en el pozo de aire de un edifico de nueve pisos y que supone simultáneamente la filmación aérea y el contralor preciso sobre los movimientos de dos animales. En el conjunto, éste es un film para exquisitos: una forma de entender el cine como una prolongación del dibujo y de la pintura. Para públicos generales sufre un par de inconvenientes: no tiene un atractivo comercial, como pudo comprobarse en la sala de estreno, y cae en la lentitud inevitable de quien sabe preparar cada toma pero no ha conseguido para su conjunto un ritmo más vivaz. Una minoría sabrá apreciarlo en su refinamiento.

13 de junio 1962.

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Un drama singular

El último héroe

(The Outsider, EUA-1961) dir. Delbert Mann. ESTA ES LA HISTORIA AUTÉNTICA de Ira Hamilton Hayes, un indio que llegó a ser un héroe en la Segunda Guerra Mundial y que no tuvo fuerzas para sobrevivir a su nueva personalidad, hasta que murió borracho y miserable. El trasfondo social es de particular interés, porque denuncia injusticias y contradicciones de los Estados Unidos en un caso individual de particular riqueza. Por su nacimiento, Hayes era un indio Pima, la única tribu americana que no habría derramado sangre blanca, se afirma, aunque ha mantenido contra los blancos, hasta hoy, la reclamación sobre el agua que no se le quiso ceder para sus plantíos. En 1942 Hayes entró en conflicto con su tribu al enrolarse en los Infantes de Marina. En la guerra llegó a ser denominado héroe, porque el azar quiso que fuera uno de los seis hombres que izaron la bandera americana en Iwo Jima (febrero 1945) y así protagonizó una de las fotos más famosas de la época. Como héroe fue llamado a colaborar luego en la campaña nacional por venta de bonos de guerra, pero Hayes no estaba dispuesto a asumir ese nuevo papel. Había sido abstemio hasta poco antes y los sucesivos homenajes pusieron en él una cantidad excesiva de alcohol. Renegaba de toda la alharaca nacional por una foto que representaba realmente un acto heroico (“había demasiado viento y tuvimos que ayudar con la bandera”, explica) y así incurrió en lo que técnicamente se llama indisciplina. Alejado por igual de su tribu y del homenaje de los blancos, Hayes salió de su miseria y de su alcohol para asistir, junto al presidente Eisenhower, a la inauguración de un monumento con la famosa bandera de Iwo Jima y los seis soldados que la izaron. Ahí lo deja el film, prometiendo enmendarse. Pero el film está cortado y carece de por lo menos quince minutos que estaban en la versión americana original. Se trata de un corte para exportación (también en Gran Bretaña se quejan al respecto) que procura terminar la historia con tonos de optimismo, aunque la verdadera historia no autoriza a tanto. Lo primero que falta en la versión local es una mejor constancia de que Hayes no era querido por sus compañeros del ejército, un fenómeno habitual en la convivencia forzada entre hombres norteamericanos de razas distintas. Y lo segundo y mayor que falta es el desenlace, porque Hayes tuvo un nuevo drama cuando su tribu se negó a elegirlo como uno de sus gobernantes; entonces se fue a vivir como un ermitaño en montes alejados, se dedicó intensamente al alcohol y murió borracho y miserable. Tenía 32 años. Al cortar todo ese final, la productora está limando la crítica al militarismo, a las concepciones más ruidosas del patriotismo y a las condiciones en que conviven los blancos con los indios (y con los negros, y con los extranjeros) en gran parte de los Estados Unidos. Tras haber descrito a una víctima auténtica de la sociedad, el film queda cortado para embellecer su tema y, profundamente, para desmentirlo. Lo que queda es, sin embargo, muy valioso y está generalmente muy bien hecho. Al describir la violencia de la instrucción militar, en la que Hayes se forja como soldado y deja de ser un indio tímido, el film hace contrastar un dinamismo físico marcado

y cruel con la irónica constancia de las cartas que el protagonista envía a su casa, cartas en las que no se trasluce una queja, aunque esa feroz disciplina daba para quejarse. Un contraste igualmente agudo se marca entre el antecedente de la escasez de agua, que había originado reclamaciones de los indios Pimas, y la abundancia de duchas y de piscinas de natación que Hayes encuentra en su entrenamiento. En escenas de menos intención crítica, el film revela una doble atención a los momentos dramáticos más recogidos (la despedida inicial de la madre, una conversación telefónica posterior con ella, la vuelta casi furtiva a la casa materna) y a las instancias de violencia directa, como la pelea entre Hayes y un compañero de armas que luego llega a ser su mejor amigo (James Franciscus), o la precisa compaginación de imágenes del frente de batalla, o un baile frenético con fondo de tambores que Hayes emprende en una de sus borracheras, o todo lo relativo a la instrucción militar. Hay grandes momentos en la realización de Delbert Mann, que no había mostrado hasta hoy (ni siquiera en Marty) un lenguaje tan preciso, a menudo tan emotivo. Pero otras dos labores han sido fundamentales para el resultado. Una es la del libretista Stewart Stern, que ha sabido insinuar la debilidad moral de Hayes, la sucesiva dependencia frente a su madre, frente a su compañero Sorenson, frente a un sargento y finalmente frente a la madre de Sorenson, cuatro personas distintas que alucinadamente confunde y ante las que repetidamente se subordina. Y la otra labor fundamental es la de Tony Curtis, afeado por el maquillaje y por una nariz postiza para su retrato de un indio intenso y convincente en los momentos de mayor responsabilidad. Una escena en particular lo muestra compenetrado con un personaje que se está deshaciendo por dentro: la quietud oblicua y desconcertada con que mira al cadáver de su mejor amigo muerto un segundo antes en la misma trinchera. El último héroe tiene defectos claros. Es un film adulterado en el desenlace, está viciado de palabras explícitas en algunos fragmentos, está vigilado por la cautela de no molestar al ejército o al concepto patriótico. Pero en muchas de sus secuencias recuerda al mejor cine americano de acción y al mismo tiempo transporta una comprensión cercana y tierna de un personaje singular. En el promedio, ésa es una grata sorpresa. 15 de junio 1962.

: Policial muy convincente

Los secuestradores

(L’imprevisto, Italia / Francia-1961) dir. Alberto Lattuada. EL MODELO DEL SECUESTRO es el ruidoso affaire Peugeot, que dio tanto que hablar desde fines de 1960, y la primera característica del film es aprovechar ese escándalo previo. Eso está muy estrictamente en la línea del director Alberto Lattuada, que hace algunos años calcula con cierta minucia sus operaciones comerciales y que rara vez tiene


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en cambio una posición personal, un punto de vista propio o un lenguaje adecuado que pueda elevar su oportunismo al nivel de una creación. En las circunstancias, es grato comprobar que esta vez Lattuada y sus libretistas han armado el asunto con rara habilidad, pensando de antemano en todas las vueltas de su incidente policial y contándolas con la concisión y la firmeza de una aventura que no sólo tiene que ver con la ley sino también con los resortes psicológicos de quienes se enfrentan a ella. El industrial Peugeot es sustituido aquí por un magnate que fabrica jabones (Raymond Pellegrin) y que aparece presentado meses antes del secuestro, como un hombre a la expectativa de que su próximo hijo sea varón y, en definitiva, un heredero. El secuestrador es un profesor de inglés (Thomas Milian), que también ha pensado durante meses su plan, incluyendo el simulacro de llegar a tener también un hijo en la misma fecha, para hacer oportunamente un cambio de criaturas. Su cómplice natural es así su mujer (Anouk Aimée) y a ella se agrega otra muchacha de pocos escrúpulos (Jeanne Valérie), que naturalmente es, también, la amante del secuestrador, componiendo un triángulo que da a la vez cierta noción de morbosidad para los villanos y cierto dato para el desenlace del asunto. La relación entre los personajes no es azarosa. Incluye calculadamente una vinculación entre el industrial y el secuestrador (éste es profesor de las hijas de aquél) para hacer posible el conocimiento de todos los datos que se necesitarán antes de proceder al secuestro y para establecer después de él un nuevo simulacro que conducirá al pago del rescate. El villano no es solamente un ambicioso. Dice querer ser paciente como Ulises (que era astuto), es además muy inteligente y termina por impresionar como un alto estratega del crimen. En sus cálculos hay un factor imprevisto, como lo anuncia el título original del film, aludiendo a que no alcanzaba la inteligencia para adivinar cómo operan los sentimientos. La virtud principal del film es la de dar todos sus datos con fluidez, mientras establece los preparativos para el secuestro, que es su punto central. La acción progresa, sin pausas y sin apartes, y culmina en el secuestro, que es una ficción prolijamente inventada y hecha. Pero la acción no se termina allí. Toda la operación rescate, para la que Thomas Milian organiza un elaborado simulacro, está claramente entroncada con el plan previo, llega al borde del fracaso por una intervención puramente casual de un inspector, sale delante de ese contratiempo y después se encuentra otro inimaginable. Continuamente suceden cosas en el film, y todas o casi todas ellas están orgánicamente armadas, como en una buena novela policial. De allí deriva un film que es ante todo muy entretenido y que está además adecuadamente interpretado, con lucimiento de Milian en un personaje de doble fondo y de Jeanne Valérie, una belleza de la que cada día se sabe un poco más. Aquí se asoma al borde de saberse todo sobre ella, aunque algo deberá dejar para el resto de su muy segura carrera. Lattuada nunca ha sido mejor director que sus libretistas, pero esta vez ha tenido un libreto que puede preciarse de ser orgánico, claro y creciente. Aunque realiza una co-producción franco-italiana (enteramente hablada en francés en esta versión), el estilo es el del buen cine americano de otra época, más el sexo que antes no existía.

Asalto bien narrado

Seis enmascarados

(Blueprint for Robbery, EUA-1960) dir. Jerry Hopper. HUBO UN MODELO REAL para el formidable asalto que presenta este film. Ocurrió el 17 de enero de 1950, cuando seis bandidos enmascarados entraron en las oficinas de la empresa Brink’s (transportes) y se llevaron nada más que $2.775.395,12, de los que poco menos de la mitad eran en efectivo. El film no oculta el reconocimiento al modelo y procura reseñar con cierta minucia los preparativos de una operación colosal, cumplida a pesar de las muchas cautelas, serenos, ojos eléctricos y demás protecciones de la empresa robada. Como se lo presenta en el libreto, el plan fue estudiado durante meses por una docena de asaltantes, que se pusieron de acuerdo en toda la estrategia de la batalla y en un punto original: no tocar después el dinero durante tres años y medio, para que el delito quedara prescripto legalmente. Por allí falla el plan, desde luego, a pesar de que el asalto mismo fue una operación exitosa. Los asaltantes se comprometen en delitos posteriores, son investigados por la policía y terminan en la mutua delación. Aspiraban a ocho millones de dólares, consiguieron mucho menos y no llegaron a disfrutar siquiera de ello. La realización es muy objetiva y cuidadosa, con dos secuencias de particular brillo. Una es la primera visita de los asaltantes a la empresa en cuestión, donde burlan reiteradamente al sereno mientras destornillan cerraduras y sacan copias de llaves, durante varios minutos muy tensos. Otra es el asalto mismo, que establece todos los datos físicos de la operación y aporta un toque grotesco en las máscaras carnavalescas tras las que se ocultan los seis expedicionarios. Es de menos interés el resto del asunto, desarrollado con la base de conversaciones sobre lo que ha ocurrido fuera de cámara o sobre la guerrilla de preguntas y reticencias que se intercambian policías y sospechosos. Pero como film policial, éste tiene una virtud que no suele encontrarse: la de narrar su asunto con precisión, no distraerse en datos laterales, no incluir mujeres en el elenco. Hay que entenderlo en ese nivel, porque como drama de la amistad, la desconfianza, la lealtad o la imprudencia que pueden caracterizar a una pandilla el nivel es rutinario. El elenco está integrado por desconocidos que proceden del teatro y de la televisión. El mejor de ellos es Jay Barney como cabecilla de la banda, dominador de los impulsos ajenos y víctima final. 21 de junio 1962.

20 de junio 1962.

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Original y violento

Silencio iracundo

(The Angry Silence, Gran Bretaña-1960) dir. Guy Green. ESTE ES UNO DE LOS FILMS INGLESES más importantes de su momento y será seguramente recordado en la historia como un avance de una nueva promoción británica para discutir en cine cosas más importantes, reaccionar contra el conformismo habitual y, fundamentalmente, saber hacerlo en términos de narración y de drama, por lo menos en una zona. El tema es ya una audacia. Es un alegato por el derecho individual a discrepar con la mayoría, aunque esa mayoría sea la de un sindicato obrero; en su contexto social, y en un momento de problemas laborales y huelgas frecuentes, el film adquiere una rigurosa actualidad y una vigencia internacional. Cuando se declara la huelga en su fábrica, el obrero Tom Curtis (Richard Attenborough) y una docena de compañeros se niegan a plegarse y siguen entrando al trabajo, hasta que la violencia de los atentados reduce a ese grupo de rebeldes, y sólo Curtis se mantiene en su posición. Después la huelga se arregla, pero allí se desata contra él un boicot de silencio por parte de quienes hasta ayer eran sus amigos y hoy se niegan a dirigirle la palabra o a compartir su presencia. La situación culmina en una segunda huelga, provocada irónicamente por la petición de que la empresa despida a Curtis, y desde allí el conflicto deriva en más violencias, castigos corporales y una solución final. A lo largo de esta anécdota, entrelazada con los problemas familiares de Curtis (necesidad económica, un hijo próximo), el film afirma en su protagonista a un peculiar héroe individual, un hombre que quiere pensar por sí solo, encuentra infundada la huelga que se le propone, se niega a acatar el pronunciamiento de la mayoría y afirma sus derechos personales incluso ante la hostilidad, el castigo y el delito que su actitud provoca en los demás. Al examinar esta situación, el film procura seguir con particular minucia las reacciones de los otros obreros, de la patronal, de la prensa y del público que termina por enterarse de este incidente. Hay algunas observaciones agudas sobre el cuadro social en ese libreto y quizás su mérito mayor sea el de recoger una gran variedad de esas reacciones, sin uniformar en un solo punto de vista a los otros personajes: hay, por ejemplo, palabras muy sensatas en los diálogos del encargado de la fábrica (Geoffrey Keen) que representa a la patronal, pero no se oculta que el interés de la empresa es evitarse conflictos laborales para poder continuar sus negocios, ni se ocultan la frivolidad y el desinterés con que los capitalistas de las capas superiores atienden al problema de un solo obrero. Es lamentable, en cambio, que el libreto de Bryan Forbes, por querer ser tan inteligente y tan preciso en la descripción de un caso individual, haya alterado algunos factores reales de la situación sindical. La huelga es presentada como una medida totalmente absurda, a la que se llega por instigación de un agitador (Alfred Burke) que recibe órdenes telefónicas y que es insinuado como comunista. La aceptación de la huelga por el sindicato está presentada en una asam-

Películas / 1962 • 337 blea dispersa y arbitraria, donde ningún obrero se pone a examinar cuáles son las auténticas reclamaciones contra la patronal. Las violencias del sindicato contra Curtis están atribuidas a un grupito de delincuentes juveniles, sin respaldo de una mayoría. La solución final del conflicto surge de identificar y castigar a esos delincuentes, como si tal peripecia melodramática afectara en algo a las raíces del asunto. Y el discurso final en que un obrero termina por reivindicar a Curtis sólo consiste de palabras ambiguas o superficiales, sin un examen más nítido de la actitud de unos y otros. Todo indica que el libreto de Bryan Forbes, pretendiendo tratar importantes problemas sindicales (lo que es nuevo como tema cinematográfico en Inglaterra) quiere evitarse, sin embargo, los reproches de la clase obrera y de la clase capitalista. Fue una cautela inútil, porque recibió por lo menos la censura de la prensa de izquierda, pero fue también una cautela perjudicial para la causa del film. Lo importante no es vindicar los derechos del individuo rompehuelgas cuando una huelga es injusta, porque esa es una fácil oposición de héroe contra villanos. Lo importante es animarse a defender el principio de una conducta individual, y allí habría que saber si el film defendería a Curtis supuesto que éste enfrentara a una huelga justa, supuesto que sus provocadores no fueran pérfidos comunistas y supuesto que quienes desprecian, humillan y castigan al protagonista no sean delincuentes juveniles sino obreros vengativos y apasionados por una causa colectiva. En ese extremo el tema cinematográfico estaría más cerca de su centro real, pero desde luego el film no se anima a tanto. A pesar de esas deformaciones, que tanto se asemejan a las que Nido de ratas (On the Waterfront, USA-1954, dir. Elia Kazan) cometió con un conflicto similar, Silencio iracundo impresiona como un film de fuerza notable. Debe esa sensación a su tratamiento dramático, que pone el acento en el drama familiar de Curtis y examina las repercusiones de una huelga y una hostilidad colectiva cuando se tienen una mujer, dos hijos, un tercer hijo en camino. Ese costado del tema, armado con minucia desde las primeras escenas, termina por ser muy satisfactorio, principalmente porque crea un personaje íntegro en la mujer de Curtis y lo muestra interpretado por Pier Angeli con una mezcla de ternura y de vigor, como una joven Anna Magnani y no como la embellecida muñeca que Hollywood quiso hacer de la actriz. En su reclamo por recibir explicaciones de su marido, en el impetuoso rezongo al amigo que ahora no les saluda (Michael Craig), en la búsqueda angustiada de un hijo perdido y quizás maltratado por los huelguistas, Pier Angeli muestra, por primera vez en el cine, una conmovedora competencia de actriz. Todo el elenco es muy bueno, por otra parte, con particular brillo en Attenborough como protagonista, Bernard Lee como capataz de la fábrica y huelguista principal, Geoffrey Keen como representante de la empresa y Laurence Naismith como su superior. Y junto al elenco, el film se destaca todavía por la mezcla de minucia y de fluidez con que transporta un cuadro de la clase obrera: el diálogo rápido y espontáneo, la atención a gestos y actitudes, una fotografía móvil y perspicaz por Arthur Ibbetson, una destacada partitura musical por Malcolm Arnold. Silencio iracundo fue en 1960 el primer film del sello Beaver, fundado por el actor Richard Attenborough y el libretista Bryan Forbes con la declarada intención de hacer un cine distinto. El resultado tiene defectos, en parte porque no se anima a tratar profundamente el mismo problema social que se propone, en parte


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porque no ha sabido resolver todas las líneas de su tema: el mujeriego de Michael Craig es, por ejemplo, una figura lateral y poco convincente, que está agregada para objetivar la resolución final. Pero muestra en el director Guy Green (que nunca había hecho nada mejor), en los productores y en el libretista Bryan Forbes, un ojo certero para el drama realista. Hay una promesa aquí, y ahora que Forbes se ha dedicado también a la dirección de lo que produce, el cine inglés debe haber ganado un nuevo valor. Una ilustración de quién es el joven Forbes figura brevemente en el film: es el periodista que llega a entrevistar a Pier Angeli. Su nombre aparece omitido en el elenco oficial. 24 de junio 1962.

: Larga incomprensión

Tierna es la noche

(Tender Is the Night, EUA-1961) dir. Henry King. POCOS VAN A CREER que tras este film poco inspirado haya habido nunca un escritor de talento ni una novela sutil. En los años previos a 1930, el autor F. Scott Fitzgerald vivió y observó, en los Estados Unidos y en la Riviera francesa, una época de alegría, frivolidad y desprejuicio que habría de pasar a la historia bajo el rótulo de los twenties y de la que fue el cronista más famoso y también el más agudo. La época se terminó, real y simbólicamente, con la crisis financiera de 1929, y entre tanto el mismo Fitzgerald descendió a una múltiple penuria: la locura de su mujer Zelda, el alcohol del que no podía separarse, la sensación de que estaba despilfarrando un dinero y un talento. De todo ello, más de lo que pudo imaginar un autor de gran inventiva, dejó modificada constancia en Tierna es la noche, una novela de 1934 en la que describió el apogeo y la decadencia del médico psiquiatra Dick Diver. Y hasta donde el film respeta a Fitzgerald, la novela original no ha sido traicionada en su línea personal, porque aquí la historia de Dick (Jason Robards) es sustancialmente la misma: su amor por una paciente rica (Jennifer Jones), el casamiento, la alegría de los primeros años y luego el lento avance de una ruina moral, porque a cierta altura Dick se da cuenta de que no es sólo un marido, sino un médico comprado por los millones americanos. Las fiestas le han inclinado al alcohol y le han alejado de la profesión; con el tiempo se transforma en una sombra de sí mismo, sufre varias humillaciones, pierde a su mujer a manos de otro. El film traslada este asunto, pero no muestra la menor idea de cómo trasladar su espíritu. Ciertamente no sirve el recurso simplón de colocar frente a la cámara

algunos incidentes principales, si junto a ellos no se encuentran equivalentes a la perspicacia de observación, a los diálogos sutiles, a las evocaciones de emociones pasadas, que constituyen en Fitzgerald una riqueza principal. La novela hace descubrir a la sociedad de la Riviera francesa por una actriz americana, joven e ingenua, que acaba de llegar hasta allí; con el mismo episodio comienza el film, pero no acondiciona sus imágenes a ese enfoque personal y deslumbrado, al que sustituye por dos chatos diálogos. La novela muestra la locura de su personaje femenino en varias cartas tiernas y alucinadas, pero el film cuenta que ella ha estado enferma y apenas si sugiere por qué. La novela insinúa que Dick Diver bebe mucho, pero el film sólo atina a mostrarlo directamente abrazado a vasos y botellas, en docenas de oportunidades. La novela sugiere que una visitante de la casa de los Diver encontró algo alarmante cuando quiso entrar en el baño, y sutilmente no dice qué encontró, pero el film muestra directamente la frenética discusión que el matrimonio tiene en ese momento. La novela va trazando la decadencia de Dick en varios pequeños episodios, que sólo son significativos por la acumulación, pero el film la decreta rápidamente. A fuerza de concentrar y de elegir, desdeñando la búsqueda de un lenguaje cinematográfico equivalente, el film deja en la superficie, sin motivación y sin fuerza, a un drama personal y a una crónica de una época que tuvo su apogeo y su caída. Es una superficie vistosa, desde luego, vestida con el color, el CinemaScope, los paisajes de la Riviera francesa y de Italia, los vestuarios de Pierre Balmain para las actrices principales. Pero es una vulgarización que demora casi dos horas y media en contar su asunto y no consigue prender dramáticamente durante siquiera un minuto. Jason Robards es un actor de visible competencia, que consigue algunos acentos para su Dick Diver y que sabe insinuar durante la segunda parte un ligerísimo estado alcohólico que terminará por importar, pero parece siempre más duro y más pétreo de lo que exige un personaje que tiene una vida interior tras la frivolidad. A su lado, Joan Fontaine hace una esmerada composición de su millonaria americana, que tiene sentido práctico para manejar su dinero. Es más triste el empeño de Jennifer Jones en parecer histérica cuando debe serlo y cuando no debe serlo; es lateral e insignificante el personaje de Tom Ewell (un compositor borracho que en la novela funciona mejor) y es muy penoso que la figura de Rosemary sea escrita por el libreto e interpretada por Jill St. John confundiendo ingenuidad deslumbrada con tilinguería de niña sin cabeza. De esos errores de concepción, atribuibles a un productor nuevo y mal asesorado, hay una enorme abundancia. A cualquiera se le ocurre comentar un film de los twenties poniendo en la banda musical algo de jazz, un vals de la época, un charleston debidamente agitado, pero entonces hay que prohibir a un cantante negro (Earl Grant) que imite al más moderno Nat King Cole y hay que convencer al compositor Bernard Herrmann de que su partitura se ajuste a las melodías de entonces y de que no meta compases de Tristán e Isolda al fondo de una discusión trivial del matrimonio. Es de esperar que ni Wagner ni F. Scott Fitzgerald se levanten de sus tumbas. 29 de junio 1962.

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Alegre y emotiva

Un verano para recordar

(Seryozha, URSS-1960) dir. Georgi Daneliya e Igor Talankin. EN EL RUBRO Films sobre Niños, que suelen ser una tristeza, habrá que hacer una excepción con la gracia y la inventiva que se lucen en la historia de este Seryozha, un rubio de cinco años. El asunto es poco importante. Muestra al niño desde el momento en que se entera de que su madre viuda se casará de nuevo, y lo enfrenta a varios episodios naturales: las relaciones primero hostiles y luego cordiales con su padrastro (Sergey Bondarchuk), la compra de juguetes, el destrozo de la bicicleta, un incidente personal con un tío, la llegada de un nuevo hermano, el alejamiento de un amigo, el dolor de no ser llevado en un viaje. En estas y otras instancias, el film recoge en su joven intérprete Borya Barkhatov el registro completo de risas, curiosidades, penas y ocurrencias brillantes, dando pie a la creencia de que este niño tan expresivo terminará por ser un gran actor en el futuro. Pero es a la tarea del libreto, cámara y dirección que deben atribuirse las virtudes del film, porque sin ellas no se habría conseguido el despliegue vivaz que es su principal atractivo. Cuando el niño llora, la imagen no muestra su rostro sino las lágrimas que caen sobre la hoja de una planta; cuando un grupo de niños se entusiasma con el tatuaje de un marino, lo que sigue es la travesura de la imitación; cuando el niño habla solo, la imagen presenta a los juguetes y los peces que lo escuchan. Una perspicacia para observar la conducta infantil lleva al film a establecer la crueldad con que los grupos de amigos se dedican a la burla y a la competencia recíprocas. Y simultáneamente, una comprensión del instrumento cinematográfico lleva a formular sus escenas con recursos visuales, desde el primer plano elocuente de un niño preocupado hasta los rápidos recorridos de cámara y los trucos ocasionales con que se muestra a cuatro niños peleándose por una bicicleta que les queda chica. Es presumible que Sergey Bondarchuk haya hecho en el film un poco más de lo que parece. Como actor está muy bien en su padrastro, y pone un toque de talento en una breve intervención en un film dentro del film, donde actúa deliberadamente mal porque se supone que su obrero no es un actor. Como director debe haber aconsejado discretamente lo que había que hacer en la mejor secuencia de la historieta: una despedida de los muchachos al amigo que parte a la ciudad, y que los muestra luego alejándose del ómnibus, en un episodio lleno de melancolía y escueto de palabras. El estilo del fragmento es cercano al magistral de Destino de un hombre (Sudba cheloveka, URSS-1959, dir. S. Bondarchuk). El inconveniente mayor de este Verano para recordar es la construcción episódica con que se acumulan apuntes sobre un niño y su familia, en una irregularidad que incluye algunos momentos de brillo, otros que habrían requerido exposición más completa y otros que están muy bien realizados pero que descansan sobre

artificios dramáticos, como el suspenso de la parte final sobre si el niño es llevado o no en un viaje. Pero el film no quiere ser memorable. Maneja con habilidad los elementos de una comedia dramática y sabe ser a la vez un apunte tan tierno como divertido sobre la conducta infantil. Le gustará a todo el mundo, sin la menor duda. 7 de julio 1962.

: La teoría de un film peculiar

El año pasado en Marienbad

(L’année dernière à Marienbad, Francia / Italia-1961) dir. Alain Resnais. HAY TANTO ARGUMENTO en El año pasado en Marienbad como el que pueda haber en un poema, en una canción o en una escultura. Esto complicará la vida de los muchos cronistas cinematográficos que se contentan con juzgar argumentos. Aparte de esta buena obra, el film complicará también los cálculos de mucho espectador que quiera saber de qué trata un film del que tanto se habla. Hay quienes recomiendan no contestar esa pregunta y hay quienes escriben extensas notas tituladas “Lo que no debe saberse”. Lo que recomiendan es, en definitiva, mantener frente al film una reacción emocional y no una reacción cerebral, y mucho menos analítica. Si el film progresa en la emoción del espectador, sostienen, puede dejarse a un lado todo examen sobre lo que sus imágenes dicen, o quieren decir, un examen que sería por otra parte bastante incierto, puesto que el film puede provocar reacciones emocionales e interpretaciones analíticas muy diversas. La actitud emocional frente al film, que será más abundante en las espectadoras que en los espectadores, alude a las razones del corazón que la razón no comprende. Si llega a convertirse en ley, dejará en agradecido trance a vastos sectores del público y convertirá en inútiles a todas las notas críticas, incluyendo las tituladas “Lo que no debe saberse”. Una variante de esta posición ha sido poco estudiada hasta ahora. Puede haber frente al film una reacción emocional en contra, o sea la de un espectador perfectamente sensible, y hasta de buen gusto, que simplemente no aguante el film, de la misma forma en que no tolera las más inspiradas canciones francesas, ni los más exquisitos poemas de Cocteau, ni los más encantadores llantos infantiles. Una vez que a ese irreductible espectador le recomiendan la espontaneidad y le sugieren no pensar en nada, hay que atenerse a las consecuencias. Aunque el análisis puede ser una posición injusta, y hasta inadecuada, cierta prudente descripción del film es posible. De alguna base partieron el director Alain Resnais y el libretista Alain Robbe-Grillet.


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DE QUÉ SE TRATA. A un castillo demasiado lujoso, lleno de corredores interminables, llega de ningún lado un hombre sin nombre que los autores llaman X y que el film no identifica. Encuentra a una mujer sin nombre que los autores llaman A y que está acompañada de otro hombre que los autores llaman M y que puede ser o no ser su marido. Entonces X recuerda a la mujer su encuentro de un año antes, quizás en Marienbad, quizás en otro lado, cuando hicieron la cita para este encuentro actual, a fin de que la mujer abandone al otro hombre y se vaya con el recién llegado. Ella niega el encuentro anterior, pero termina por dejarse convencer y parte con X a un sitio no mencionado. Hay dos interpretaciones inmediatas de este asunto y el film tolera ambas: 1) El hombre invoca un antecedente cierto y una promesa real, pero ella se resiste a admitirlo así y debe ser nuevamente convencida; esto enseñará a creer en promesas de mujeres. 2) El hombre es un impostor, que ha fraguado aquel recuerdo como una maniobra de seducción, en la que después de una resistencia inicial termina por obtener éxito; esto enseñará a creer en mentiras de hombres conquistadores. A estas teorías prosaicas pueden agregarse otras más fantásticas: 1) Un plan Barquera María: el hombre es la Muerte, que viene a llevarse a la mujer, después de haber fracasado un año antes en ese intento; 2) Un plan Bella Durmiente: el hombre es la Vida, que viene a rescatar a la mujer de un frío mundo de fantasmas o de sonámbulos; 3) Un plan Freud: el hombre es un Psicoanalista, que induce a la mujer a aceptar en su conciencia ciertos deseos y temores reprimidos; 4) Un plan Caligari: todo es un sueño de alguno de los tres personajes, y ese sueño contiene, en misteriosa clave, sus deseos o sus temores. No es posible desechar una teoría u otra con las palabras que pronuncian los personajes, porque el lenguaje es abstracto, a menudo enigmático. Tampoco es fácil orientar en un solo sentido los incidentes que la cámara muestra, porque la imagen es a menudo la de gente que mira, gente que conversa, interiores del castillo, una representación teatral intercalada (que seguramente no es la de Rosmersholm de Ibsen) y un reiterado juego de salón que consiste en sacar alternadamente cartas o fichas colocadas sobre una mesa, dando como perdedor a quien saca la última, en este juego M siempre gana a X, aunque en una oportunidad llega a jugar mal. La relación de este juego con el asunto no es muy clara. CONSECUENCIAS. No es procedente quejarse de esta ambigüedad, que ha sido buscada por los autores y que faculta a cada espectador a elaborar su propia interpretación. Significativamente, los autores tampoco han elegido alguna. En las muchas entrevistas periodísticas han abundado en dudas sobre su propia obra y se desplazan hacia la ambigüedad con expresiones contundentes: Quizás, Puede ser…, Es atractivo considerar que…. En una entrevista, Resnais dice haber leído diariamente las diversas crónicas periodísticas, divididas entre las acusaciones de frialdad y los elogios a una obra apasionada, y apunto: Esto no me ilustra mucho. Posiblemente ambas reacciones estén justificadas, y el film actúe como un espejo para cada espectador. Tampoco es procedente quejarse de que el film sea “irreal”. Sólo lo es, exteriormente, en el sentido de que no respeta las convenciones naturalistas y propone en

Películas / 1962 • 343 su lugar una máxima concentración y una máxima estilización para su conflicto, sus personajes, su vestuario, su escenografía, su juego interpretativo. Esa concentración encierra posibilidades humanas reales, muy similares a las contenidas en una canción, un poema o una escultura. Alude a los mecanismos de la memoria y del olvido y de la ilusión, a las distancias entre el amor presente, el amor futuro y el amor pretérito, y a las relaciones entre la percepción, la voluntad y el sentimiento. Incluso en la interpretación más irreal, la de que todo ocurra, como propone RobbeGrillet, en cinco minutos y sea en definitiva la ampliación de un sueño de alguno de los personajes (plan Caligari, ut supra), habría una realidad detrás: los sueños existen y son también para cada ser humano su deformado y misterioso espejo. La ambigüedad es deliberada, porque con ella los autores creen acercarse más a una realidad psicológica. El ser humano divide su tiempo, para comprenderlo mejor, en pasado, presente y futuro, pero en cierto sentido esa división es arbitraria, porque en un tiempo mental todo está siempre en presente, incluso la memoria del pasado, incluso la suposición del futuro. El presente, se ha escrito, es un continuo sin límites cronológicos, que se confunde con la conciencia. Y a esto cabe agregar aun que la conciencia presente no coincide siempre con la realidad exterior, a la que percibe con muchas variantes de error, distracción, alucinación y locura, sin contar los fenómenos de síntesis y de ampliación con que el ser humano disminuye o aumenta el tiempo o el ritmo de los fenómenos exteriores. Por eso Resnais pudo apuntar, en una entrevista, que el asunto del film es una parte de la conciencia de la mujer, y que ésta, cuando llega al borde de una decisión, recuerda todos los factores en unos pocos segundos. Y por la convicción de que la realidad tiene muchas caras, y puede ser distinta desde ángulos diversos, como una escultura, Resnais y Robbe-Grillet se propusieron un film que pueda ser distinto para cada espectador. El mundo es verdadero para todos, diferente para cada uno, señala Resnais. LO CLARO Y LO OSCURO. El problema de El año pasado en Marienbad no es que el film llegue a ser distinto para cada espectador (una consecuencia prevista) sino que llegue a ser verdadero para todos ellos. Es probable que a muchos les parezca una obra inventada, caótica, incomprensible: nadie cree que un año después de su estreno la toleren en las salas de barrio. Hay varias defensas de los autores contra ese ataque. La principal señala que ninguna de sus imágenes es arbitraria, que el aparente desorden está calculado y se ajusta a un plan, cuya idea puede ser o no ser entendida por cada espectador. Esta promesa equivale a insinuar la necesidad de ver dos veces el film para verificar su estructura o para dejarse llevar por su encanto, si lo hubiere. Otra defensa de los autores es recomendar de antemano la complejidad del mundo. Así Resnais escribe que su obra es tan opaca como los momentos que vivimos en los clímax de nuestros sentimientos, de nuestros amores, de toda nuestra vida emocional, de modo que reprochar al film su falta de claridad es como reprochar a los sentimientos humanos su falta de claridad. Y agrega que el arte puede ser tan complejo como el mundo mismo y que es tan cómodo como erróneo desear que la obra de arte cumpla una función tranquilizadora. Una defensa adicional de los autores consiste en atacar las convenciones del realismo, a las que el espectador cinematográfico está acostumbrado. Por la misma índole de la imagen, que afecta a los sentidos como lo hace el mundo exterior,


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el espectador tiende a creer que lo que le muestra el cine es cierto y que está en tiempo presente; esta percepción se extiende incluso a las fantasías de los dibujos cómicos. Un régimen de signos, un lenguaje de claves, ha sido impuesto por el cine para ampliar ese territorio y diferenciarse del retrato, del teatro filmado y de las formas simples del cine primitivo. Las imágenes superpuestas se han utilizado, por ejemplo, para relacionar a un personaje con su recuerdo, su imaginación o su fantasma. La imagen de bordes esfumados ha servido para introducir en un relato el antecedente de un hecho anterior. En éstos y en otros casos, el cine ha procurado la claridad del cuadro real y la ha diferenciado del ensueño o del recuerdo que allí intercala, como paréntesis que se abren y cierran. Hay excepciones, sin embargo. A veces la acción presente y real se confunde deliberadamente con la imaginada (como en El gabinete del Dr. Caligari, Robert Wiene-1920). A veces el pasado se superpone al presente en un mismo escenario y en un vaivén de límites equívocos (como en Señorita Julia de Sjöberg, 1950). Resnais y Robbe-Grillet quisieron avanzar aún más. El presente y el pasado se intercalan en su film sin aclaraciones. El hipotético futuro se intercala también sobre ellos, como cosa imaginada o deseada o temida por un personaje. Esta combinación de tiempos distantes está aumentada aún por el contrapunto de esas imágenes con diálogos que no siempre corresponden al tiempo que se muestra. Sobre la presunta realidad de una imagen (si es que hay tal cosa) cae de pronto el dato fantástico: un cambio de ropas, una ubicación simultánea de un personaje en dos puntos distantes de un mismo salón, una rápida alternancia de la mujer, sentada en la cama, primero a un lado, luego a otro. Junto a una imagen real aparece de pronto otra ficticia: cuando la mujer piensa que si hace tal o cual cosa su marido habrá de matarla, lo que se ve es al hombre que le dispara con un revólver, sin que el film explique en absoluto la intercalación. A la larga, el film decreta el rechazo de toda ubicación de su asunto y sus personajes en un marco determinado de tiempo o de espacio. No hay, en definitiva, otra realidad del film que la pensada sucesión de sus imágenes y sonidos durante 93 minutos de proyección (94 en Gran Bretaña, misteriosamente), un plazo durante el cual cada espectador está libre de sentir lo que pueda, entender lo que quiera. Puede elegir caminos como en un cruce de calles, puede retroceder en ese camino elegido y recomenzar otro, puede barajar mentalmente muy distintas interpretaciones. También puede confundirse y abominar del film. En los casos de confusión, algunos observadores contemporáneos recomiendan abstenerse de pensar en el asunto y dejarse llevar emocionalmente por su fluidez. Si no se siente capaz de hacer esto (lo que le puede ocurrir a cualquiera) se recomienda abstenerse de opinar que el film es un caos. En todas las renovaciones artísticas, se escuchan juicios parecidos y nadie sabe todavía hasta dónde las audacias de El año pasado en Marienbad no serán la costumbre diaria de un futuro del cine, si es que hay algo llamado futuro. El espectador ideal del film es uno que cree haber visto El año pasado en Marienbad, hace mucho tiempo y en algún otro lado, pero no se acuerda bien cuándo ni dónde. 9 de julio 1962.

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Teatro filmado

South Pacific

(EUA-1958) dir. Joshua Logan. LA OBRA DE ORIGEN era tan famosa y popular que el cine podía dejar de hacerla. Desde que se estrenó en Broadway en abril 1949, más la difusión posterior en giras y versiones grabadas, mucha gente canturreaba la melodía de I’m Gonna Wash That Man Right Outa My Hair, que en el disco de Mary Martin tiene un encanto cierto. Y entre el público americano, al que la obra iba muy claramente dirigida, debió tener mucho arrastre una pieza que no sólo era inspiradamente musical (por Richard Rodgers) y frecuentemente divertida, sino que además traía la nostalgia de la guerra en el Pacífico Sur, como fondo para una doble historieta romántica. En las entrelíneas de la obra se rozaba también el tema racial, porque es la diferencia de razas la que enturbia el romance del joven teniente con una isleña y es también un rebote de esa misma diferencia el obstáculo para que progrese el amor de la enfermera sureña con un francés que ahora es viudo de otra mujer isleña. Estos detalles hacen pensar a los americanos, entre una risa y otra y les dejan convencidos de que la pieza tiene fondo, aunque su sociología es realmente muy trivial. La versión cinematográfica fue planeada con toda espectacularidad, llevando a escenarios naturales, a color, y a pantalla colosal (sistema Todd-AO, o sea el doble de ancho) un asunto que incluía danzas serias y humorísticas, costumbres nativas, muchas canciones, y que en la adaptación incluye también acción bélica y metralla desde los aviones. El resultado tiene de todo y pretende hacer vibrar, reír y llorar, preocuparse con las desventuras de un romance (John Kerr-France Nuyen) o del otro (Rossano Brazzi-Mitzi Gaynor), reírse con el cómico Ray Walston o con las bromas violentas de un grupo de soldados que esperan en la isla a que aparezcan algunas mujeres o algunos japoneses. Hasta hay cantantes para doblar a Brazzi y a Kerr. Lo que el film no tiene es vida ni estilo. Con una incomprensión habitual sobre cómo deben ser las comedias musicales en el cine, Joshua Logan se ha preocupado de dar escenarios naturales a la acción, inflexiones dramáticas a las desventuras de los cuatro enamorados y pormenores físicos a sus peripecias finales. Pero ocurre que la opereta, por su misma índole, es un género artificial y convencional, que concentra su asunto en canciones y que no resiste a una traslación literal. Cada vez que los enamorados interrumpen aquí su diálogo para prorrumpir en esas canciones, el público se ríe y deja de tomarse en serio el asunto. Cada vez que el director Joshua Logan pone quieta la cámara frente a una docena de personajes dispuestos en arco, está denunciando su impotencia para resolver en cine un asunto de índole teatral. A lo largo de dos horas y media en las que hay de todo, está siempre ausente un director cinematográfico, un hombre que sepa expresarse en cine con términos poéticos y no con este penoso registro de diálogos y canciones. Los únicos momentos vivaces son los de las canciones humorísticas, particularmente Happy Talk, actuada por Juanita Hall (doblada por


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Muriel Smith, con mímica adicional por la bella France Nuyen) y Honey Bun, en la que Mitzi Gaynor despliega el entusiasmo que falta a todo el resto de su labor. El film llega a Montevideo con cuatro años de atraso y veinte minutos menos de metraje. Igual que tanta otra comedia musical traída del teatro con todos los lujos menos los del talento (Carousel, El rey yo, Porgy and Bess), éste es un largo error cinematográfico, un producto derivado de una fama producida en otro mundo.

está la constancia abundante de las palizas físicas en que el tema deriva a cierta altura, pero no hay que elogiar a Hossein por sus crueles preferencias. El elenco está lleno de nombres conocidos y de tics teatrales. Con un asunto más interesante podría lucirse. 20 de julio 1962.

14 de julio 1962. Títulos citados Carousel (EUA-1956) dir. Henry King; Porgy and Bess (EUA-1959) dir. Otto Preminger; Rey y yo, El (The King and I, EUA-1956) dir. Walter Lang.

: Los conversadores

El juego de la verdad

(Le Jeu de la vérité, Francia-1961) dir. Robert Hossein. ACÁ SE JUEGA EFECTIVAMENTE al “juego de la verdad”. Una docena de personas de ambos sexos y aparente elegancia, reunidas en casa de un escritor, entretienen su sobremesa disparándose las preguntas personales más atrevidas, con el compromiso de que todas las respuestas dirán siempre la verdad. De allí surgen dos consecuencias. Una es que todos ellos están vinculados por una marcada hostilidad y se tiran con acusaciones sobre adulterios, libertinaje, ruina, plagios, temporadas de cárcel y otros materiales para un decálogo del chantaje. Otra es que no hay un buen motivo para que todos se hayan reunido a cenar. Con todo lo que se desconfían y odian, era mejor no verse. Pero el film los encierra en su único escenario, que es un lujoso living room y ahí los embarca en sus juegos crueles. Antes de la medianoche, cuando uno de ellos aparece muerto de un balazo anónimo y silencioso, las sospechas pueden caer sobre cualquiera, incluyendo combinaciones fantásticas. El asunto da algunas vueltas complicadas antes de arribar a la solución, pero su lógica no es apasionante. Elige a un culpable como pudo elegir a otro. Sobre la debilidad del asunto, que se permite tres frases ingeniosas en un torrente de diálogos, parece más grave la debilidad del director Robert Hossein, que nunca tuvo otro talento de realizador que el de preferir temas sádicos y criminales. Tiene a doce personas en una habitación (incluyendo a su propia persona) y sólo atina a fotografiar pasivamente sus rostros que hablan y que escuchan, agregando aquí y allá algunos acercamientos y alejamientos entre cámara y personajes. No hay ningún estilo en ese sistema, con el que no llega a crear ninguna expectativa sobre lo que pueda ocurrir al minuto siguiente ni llega tampoco a establecer un proceso de acción y reacción para el intercambio de injurias. Más cerca de su estilo

: Una intriga fascinante

Posesión satánica

(The Innocents, Gran Bretaña-1961) dir. Jack Clayton. PARA MUCHOS será solamente una historia de terror, y ciertamente una de las más eficaces y posesivas que se puedan contar desde la pantalla. Comienza hábilmente en un clima de felicidad general, cuando la institutriz (Deborah Kerr) debe tomar bajo su entera responsabilidad a Flora y a Miles (Pamela Franklin, Martin Stephens), dos niños huérfanos que viven en una mansión de lujo en el campo. La casa es inmensa y tiene un bello jardín, los niños son encantadores e inteligentes, la institutriz congenia fácilmente con ellos. Apenas si al pasar se desliza la referencia a las otras personas mayores que un año antes cuidaban a los niños: otra institutriz llamada Miss Jessel que se llevaba muy bien con Flora, un valet de cámara llamado Quint, que era un amigo y un ejemplo para Miles, y el dato quizás significativo de que Quint y Miss Jessel eran amantes y que ahora han muerto. Desde ese clima inicial tan plácido se progresa hasta el terror. La nueva institutriz ve a un hombre en la azotea pero cuando se acerca sólo encuentra a Miles que está jugando; después ve una sombra que se desliza al fondo del corredor; más tarde ve a una mujer al otro lado del lago. Las apariciones se reiteran tras las ventanas y al fondo de las habitaciones, hasta que la institutriz llega al pánico y por proteger a los niños provoca una tragedia. El film no da una aclaración para sus misterios. Hay, sin embargo, una explicación, que queda confiada a la deducción del espectador y que el film tolera, sin subrayarla nunca. Las apariciones serían alucinaciones de la institutriz. Llega a tenerlas como una proyección de temores y deseo subconscientes, porque esta hija de párroco, educada en la represión sexual, aspira a ser secretamente Miss Jessel, aspira a ser poseída y dominada por Quint. Ambos están muertos, pero ella los ve, una y otra vez, en una suerte de transferencia de su personalidad. Es significativo que el presunto fantasma de Miss Jessel aparezca siempre en las cercanías de Flora (pero Flora niega verlo), y que el de Quint aparezca siempre junto a Miles (también Miles niega ver nada). En una escena muy elocuente, con la cámara colocada en los ojos de la protagonista, es Miles


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quien dice a ella algunas frases enojadas y dominantes, pero tras el niño está el rostro de Quint, que ríe diabólicamente tras los vidrios de la ventana. Y la escena final, que acerca a destinos similares a Quint y a Miles, apunta también a esa transferencia de identidad, reforzada todavía por el beso poco casto que la institutriz da al niño. Al principio la posesión satánica del título parece ser un rasgo alarmante de los niños, que cuchichean en los rincones, dicen poemas tétricos y proceden como si su inocencia fuera sólo una máscara con la que ocultan una maldad. Al final, la posesión satánica es ya un rasgo de la institutriz, dividida entre sus buenas intenciones conscientes y la fantasía alucinatoria de sus represiones. El defecto de esta interpretación es que no llega a ser sostenida por el film con la necesaria firmeza. Cuando Henry James escribió el asunto en su novela Otra vuelta de tuerca (a fines de siglo, mucho antes de que las teorías de Freud enriquecieran las explicaciones de este caso clínico), la ambigüedad era un rasgo prominente: todo podía ser entendido como un diabólico invento de los niños o como una reiterada alucinación de la institutriz. Pero el cine dramático no soporta ese doble juego. Puede apuntar datos para las dos teorías, mostrando una vez a Deborah Kerr agitada en su sueño y mostrando otra vez la mirada perversa con que el niño Martin Stephens la examina. Pero cuando tiene que llegar a las apariciones el cine no tiene otra salida que mostrarlas en la imagen: un hombre en la torre, una mujer junto al lago, un hombre tras la ventana, una mujer sentada en un escritorio. Y la imagen llega al espectador como parte de una realidad: es difícil convencer al público de que esos fantasmas no existen, de que sólo son imaginados por la protagonista, cuando han sido mostrados antes como seres reales. Esto replantea el problema de la percepción en el cine: si una parte de lo que presenta un film es mostrado como la realidad exterior, resulta difícil intercalar en ella las imágenes de lo que un personaje recuerda, sueña o imagina, porque también esas ficciones serán tomadas como reales por el espectador. Un examen más amplio de ese problema fue ensayado en El año pasado en Marienbad, que mezcla lo real y lo imaginario, el pasado y el presente, en una ambiciosa operación. Posesión satánica no llega a resolver su problema, ni encamina al espectador en la solución. Quienes estén enterados de la novela y de su compleja clave llegarán a saber que el director Jack Clayton se ha preocupado porque la anécdota pueda ser entendida como una serie de alucinaciones de la protagonista, con su fundamento de represión sexual y de transferencia de identidad, más su debida ubicación en el contexto. Quienes no estén enterados de la novela sólo verán un film terrorífico, un cuento de fantasmas que no debe ser tan entendido como sentido. En este otro nivel, el film es excelente. Los máximos cuidados de diálogo (porTruman Capote), de dirección (por Jack Clayton), de fotografía (por Freddie Francis), han sido puestos al servicio de una historia que va creciendo en su terror. Alternando tranquilos enfoques domésticos con apuntes de lo misterioso y de lo sobrenatural, corriendo a cámara y personajes por una inmensa mansión abundante en escaleras, ventanas y cortinas, deteniéndose de pronto en un dato enigmático o en una situación de salida incierta, los realizadores han obtenido una excitante aventura, que sabe sugerir su truculencia sin llegar a gritarla, que construye tres personajes inquietantes (muy bien actuados por Deborah Kerr y por los niños Martin Stephens y Pamela Franklin) sin hacer de ellos los monstruos inconvincentes a los que suele resbalar el género. En el hábil diseño de la escenografía, en la colocación de las estatuas del jardín, en el uso

intencionado de un trinar de pájaros para subrayar un silencio, se advierte hasta la minucia de cómo Jack Clayton llegó a pensar en su film calculando astutamente para producir, con la máxima eficacia, una creciente sensación de terror. Los lectores de Henry James deben resignarse a que el film sea inferior a la novela (y deben preguntarse con qué medios se podía igualar en cine a aquella prosa). Para ellos y para otros, como cuento fantástico y como intriga, el film será fascinante. 22 de julio 1962.

: Terror con buenas cámaras

Tres rostros para el miedo

(Peeping Tom, Gran Bretaña-1960) dir. Michael Powell. TIENE DOS MANÍAS igualmente morbosas el protagonista, que en apariencia es un joven sano y rubio, un galán joven (Carl Boehm). Una es el examen del miedo ajeno y aun del propio, lo que le lleva a cometer varios crímenes y a deleitarse después con el terror que causa; esta tendencia, dice el film, deriva de haber sido el hijo de un famoso neurólogo, que escribió varios volúmenes sobre la materia y se basó en las torturas que causó a su hijo desde la tierna infancia. La segunda manía es registrar con su cámara cinematográfica todas las instancias del terror, lo que le lleva curiosamente a filmar con una portátil los crímenes que comete y hasta a escenificar otro crimen en un estudio cinematográfico, donde llega a operar con toda comodidad. Plantear un examen psicológico semejante requiere algunas trampas y el film las sirve todas. Requiere que el protagonista viva solo, que tenga dinero, que tenga equipos cinematográficos en su casa, que trabaje a su vez en un estudio y que además trabaje en fotos pornográficas en sus horas libres (un dato que aparece presentado en forma poco excitante, por otra parte). Requiere además víctimas inocentes y propiciatorias, que accedan a quedarse indefensas en la cercanía del protagonista: esto no es improbable en la prostituta del principio, pero llega a serlo en la bailarina del estudio (Moira Shearer), en la humilde vecinita que está a punto de enamorarse de semejante partido (Anna Massey) y en la madre de la vecinita, una señora ciega que un día abandona su whisky y se mete donde no debe (Maxine Audley). En toda la anécdota, confeccionada especialmente para el film, la lógica no domina mucho. Todo está servido para subrayar al morboso central, a su obsesión con el miedo, con la muerte, con las cámaras cinematográficas. Ocurre, sin embargo, que el director Michael Powell es un entusiasta del sadismo y del cine en color, lo que le lleva a una amplísima explotación de todas las posibilidades del tema. Como morboso nato, escenifica los crímenes con una minucia y una atención al detalle que habrán de crispar a muchos espectadores sensibles, y culmina sus preparaciones con una orgía final, cuando la policía se acerca ya a su identificado criminal.


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Síntomas del sadismo aparecen a la vuelta de cada escena, e incluyen el primer plano de un niño al que su padre despierta poniéndole una lagartija en la cama, o la grabación en cinta magnética de todos los chillidos de horror que el mismo niño ha emitido en diversas épocas de su vida. Una variante más sutil del sadismo es que el propio director Michael Powell aparece brevemente para interpretar al padre del protagonista, en un fragmento que éste extrae de su poderoso archivo y que muestra al calvo director en las perversidades de otrora. En otros sentidos, la exploración cinematográfica del tema da grandes oportunidades a Powell para algunas originalidades, con brillante apoyo del fotógrafo Otto Heller. Comienza su film sin explicaciones, en un ensayo de cámara subjetiva que avanza por una escalera, sigue a una mujer, presenta su rostro de terror y termina por establecer así el primer crimen. Después toma esas imágenes de color y las repite en un ligero sepia, como presenciadas por el protagonista en un acto de placer solitario. En muchas otras oportunidades repite ese juego de mostrar los hechos como los ve el protagonista o como los ve el espectador o como los ve un tercero, obteniendo en esos cruces algunos efectos de ritmo, de color y de movimiento. En una secuencia final, Powell se da el lujo de establecer el horrible descubrimiento que hace la joven ingenua sin retratar, sin embargo, el hecho: sólo mueve a la actriz y a la cámara, pero con eso llega a decirlo todo. Entre unos virtuosismos y otros, Powell hace un film siempre interesante con un asunto que siempre parece mentira. Moira Shearer baila tan bien y sigue tan bella y ágil en su corto papel como lo estaba en su protagonista de Las zapatillas rojas (Powell y Pressburger-1948). Entre los papeles chicos, Miles Malleson se destaca al principio con una excelente viñeta de caballero maduro que quiere comprar fotos muy clandestinas. El trabajo más responsable es el de Carl Boehm en el protagonista. Lo entendió debidamente, evita la gran ópera que lo hubiera falseado y se permite los tonos suaves, retenidos, casi tímidos, con que su morboso se acerca al Peter Lorre de El vampiro negro (Lang-1931). Entre Boehm y el director se las arreglan para que esta truculencia entre por los ojos y sea padecida sin risa. 25 de julio 1962.

:

- Danielle Darrieux como una señora frívola, con pretensiones de aristócrata, un marido engañado, un presumible batallón de amantes; - Jean-Claude Brialy como un escritor refinado, charlatán, vanidoso, insoportable; - Lino Ventura como un médico ejecutivo y práctico, que tiene poco tiempo para tener amantes pero las tiene igual, en la medida en que puede disciplinarlas a sus horarios. Los cinco están muy bien, la Cardinale es una belleza de cuerpo entero que además sabe actuar, Darrieux y Brialy hacen composiciones satíricas sobre personajes que abundan en los salones elegantes. Los aficionados que sigan a estrellas no se perderán el film y los más perspicaces descubrirán a Charles Aznavour durante apenas un segundo, en una fiesta inicial. En el reparto se acaba el film. Las tres aventuras amorosas de la Cardinale no son muy verosímiles y están exageradas para conseguir la risa, puntualizando cómo un hombre puede ser un cargoso que sólo habla de autos, o un vanidoso que sólo habla de sí mismo, o un prosaico que quiere solamente una cosa, como dicen las viejas. Ocurre, sin embargo, que en los tres casos se busca el efecto cómico y no se lo consigue nunca; puede causar gracia que Brialy termine por declararse impotente, pero eso hace más absurdo todo el elaborado cortejo previo que ha emprendido. Y si por lo menos el film recreara las situaciones con inventiva y moviera un poco la anécdota, el resultado podría ser digerible. Pero está estropeado por el afán de hacer humorismo verbal, por la descripción adicional de los episodios mediante el monólogo de la protagonista o por la adición de diálogos explicativos que sustituyen a escenas nunca filmadas. En teatro se podría haber hecho una de esas muchas “comedias de Boulevard”, donde la gente adulta pasa el rato, sonríe picarescamente y reflexiona sobre lo generalizado que está el adulterio. En cine el asunto no existe. Es una larga conversación a través de muchos escenarios, escrita por la cínica de France Roche y fotografiada por el director Henri Verneuil y por el cameraman Christian Matras con una pereza que hará descender el promedio de sus carreras. El film no da explicaciones sobre su peculiar título. Debe tratarse de un proverbio francés, que empieza por llamar leones a los hombres conquistadores que por acá se llaman lobos. Eso está muy bien, pero exigía encontrar un título castellano adecuado y comprensible, como La decadencia de Occidente, por ejemplo. 28 de julio 1962.

Frívolos varios

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Se le soltaron los leones

(Les Lions sont lâchés, Francia / Italia-1961) dir. Henri Verneuil. LO ÚNICO QUE TIENE es reparto. Los cinco nombres principales gozan de alguna fama y entonces es probable que alguien quiera ver a: - Claudia Cardinale como una joven en trance de divorcio, que llega de Burdeos a París, conoce gente, tiene aventuras amorosas, no está muy contenta con ellas y se vuelve después; - Michéle Morgan como su amiga, que dice pocas cosas y sirve en el film como oyente de la anterior;

Viñetas romanas

Un día de locura

(La giornata balorda, Italia-1960) dir. Mauro Bolognini. COMO INSINUÓ un crítico americano, ésta es la réplica de los pobres a la Dolce vita de los ricos. Con un fondo innegable de crítica social, Moravia y Pasolini dicen aquí que la vida de los pobres está condicionada por circunstancias materiales y en todo el peregrinaje de Jean Sorel, en un día


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romano, la necesidad económica y la necesidad sexual van empujando cada uno de sus pasos. Sale de su casa a conseguir dinero y empleo, pero está dejando detrás al poblado inquilinato en que viven su familia y la familia de su novia; también está dejando a demasiados hermanos y al hijo que le dio esa novia (Valeria Ciangottini) con quien todavía no puede casarse. En ese día busca trabajo, da vueltas entre las recomendaciones de empleados municipales, gente amiga y un tío rico (Paolo Stoppa), reanuda una relación con una antigua amante (Jeanne Valérie), obtiene una amante nueva (Lea Massari), consigue ese trabajo que sólo le dura un día, lo pierde por azar, termina por hacer un pequeño robo. Todo podría ser natural y estar tocado por la vocación neorrealista de recoger datos exteriores y hacerlos funcionar con lo que Zavattini llamó una actitud de “atención social”. Pero es menos natural que ese propósito. La anécdota es empujada por algunas casualidades, y más de un muchachón romano, de los muchos a los que Sorel representa, podrá objetar que el protagonista tiene demasiada suerte para salir de sus apuros. No es fácil obtener, como él, que una amante haga el chantaje erótico a otro hombre y de allí derive la recomendación para un empleo. Ni es fácil que otra mujer, que es obviamente la querida de un hombre rico, se sienta atraída hacia el protagonista la primera vez que lo mira. Ni es fácil encontrar un cadáver al que se le pueda robar un anillo. Lo poco que ocurre en el film, con toda su aureola de surgir de la realidad romana, es bastante novelesco. El director Mauro Bolognini no lo hace más auténtico, pero lo pasea por escenarios reales, mientras Pasolini escribe diálogos que tienen el aire espontáneo y repetitivo de la vida real. Desde una inmensa panorámica inicial de la cámara por el inquilinato (niños mirando, ropa tendida, una imagen que se prolonga hasta retratar en esa casa a todo un mundo) hasta un final en que se vuelve a una panorámica similar, el film recoge Roma y alrededores sin la menor intención de mostrar paisajes a turistas: las carreteras, los bosques, los puentes, los ómnibus, los campos baldíos, las casas ricas, las playas, son los sitios en que Jean Sorel busca dinero, persigue mujeres, se deja perseguir por ellas. El resultado es ágil, ameno, tiene hermosas mujeres y una cierta melancolía (de música, de gesto, de pausa) para comentar esta búsqueda de la felicidad, que termina muy cerca de donde empezó. No permite el entusiasmo, sin embargo. En la misma línea de su anterior La noche brava (La notte brava, 1959), a la que tanto se parece, Bolognini deja correr estas aventuras de adolescentes, tras el dinero y las mujeres, incurriendo en inconexión y en la falta de plan: aquí un episodio y allá otro, pero nunca una visión personal, rara vez una crítica o un apoyo a la acción que transcurre. Haría falta que Bolognini llegara a La mala calle (La viaccia, 1961), que realizó en seguida, para demostrar el refinamiento y la unidad de concepción que faltan a estas viñetas romanas. Este film se parece demasiado a las comedias populares a las que quiere superar. 29 de julio 1962.

:

Violenta aventura

Aunque me cueste la vida

(Never Let Go, Gran Bretaña-1960) dir. John Guillermin. EMPIEZA CON AMABLES SONRISAS esta aventura londinense, pero la violencia se esconde detrás. La sonrisa de Peter Sellers es la de quien tiene dominados sus problemas, porque le va muy bien como patrón de una banda que roba autos en la calle. La sonrisa de Richard Todd es la más hipócrita del vendedor de cosméticos que procura congraciarse con la gente. A los pocos minutos ya no hay sonrisas. El auto de Todd desaparece de repente, el hombre queda invadido por el desconcierto, llega tarde a dos citas, tiene unas palabras con una clienta, pierde finalmente su empleo. Y entretanto busca su auto, partiendo de las pistas más escasas, porque sólo hay un testigo y ése es reticente. A los quince minutos de comenzar, la aventura ya es frenética, en todas las líneas posibles de la acción y con toda la crueldad que pueda ponerse en cada detalle. Las relaciones de Sellers con su banda y con su joven amante (Carol White) incluyen los adecuados golpes que puede repartir y hacer repartir un líder fascista en potencia: aprieta los dedos de un subordinado con la tapa de un mueble, destroza la casa del pobre anciano que era único testigo de un robo, hace dar una notable paliza a Richard Todd, que se ha atrevido a entrar en su garaje para buscar un auto que no sabe dónde está. La actitud deTodd no es tampoco muy tranquila. Está lógicamente desesperado, se encuentra con una policía pasiva de la que se pueden encontrar similares y emprende sin mayor orden una búsqueda personal, que deriva en un conflicto con su propia mujer (Elizabeth Sellars), en la muerte del único testigo del robo (Mervyn Johns) y en la división de la banda de Peter Sellers, donde rápidamente aparecen la delación y la guerra civil. Las consecuencias son violentas y sádicas. Entre los exteriores de Londres y los interiores de garajes y domicilios, esta aventura registra cada dos minutos algún golpe físico, desde el mareo de Todd cuando es rodeado por media docena de motocicletas veloces a las explosiones de ira que él y Sellers tienen, solitariamente, frente a sus espejos. Siempre pasa algo. Lo último que ocurre es una colosal pelea entre ambos, en un garaje lleno de autos, botellas de ácido y cadenas peligrosas. A esta altura hay ya quien se ríe en la platea, porque a director y libretista se les fue la mano. Hay que reconocer, sin embargo, que en la aventura hay algunos buenos diálogos (por Alun Falconer), un ritmo nervioso y constante (por el director John Guillermin), una excelencia fotográfica permanente (por Christopher Challis) y una lograda composición de villano (por Peter Sellers, que no es solamente un actor cómico). Todos son muy conscientes de que están haciendo un film para matinée, sin las proyecciones sociales de otra aventura en la cual a Lamberto Maggiorani le robaban una bicicleta (1950). La realizan con el máximo esmero, empeñados en hacer olvidar los viejos tiempos en que los británicos eran unos sobrios y sus dramas eran


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reticentes y sobreentendidos. Con el sadismo obtendrán seguramente más público y menos aprecio. Su film pudo ser un alegato sobre la necesidad de asegurar los autos contra robo, pero opera al nivel de la médula espinal, como un shock de una hora y media, debidamente condimentado por un toque de sexo y por el fondo amenazante (a menudo solamente batería y contrabajo) con que la música comenta la acción y las pocas pausas que se intercalan en esa acción. 31 de julio 1962.

: Playa brava

Saint-Tropez Blues (Francia-1961) dir. Marcel Moussy.

HAY MUY POCO ASUNTO en este film, y debe entenderse la anécdota como apenas un pretexto para mostrar el balneario Saint-Tropez, que es muy bonito. Toda la historia consiste en llevar hasta allí a Marie Laforêt, que no tiene mucho entusiasmo por la aventura, pero que es arrastrada por el joven Jacques Higelin, un amigo de la infancia, de quien ciertamente no está enamorada. La protagonista no sabe manejar autos, le tiene miedo a los perros, es reticente en su trato social y es todavía una doncella, lo que la lleva a tener miedo también a los hombres. Y lo que se encuentra en SaintTropez es una colección de pintores bohemios, jóvenes ricos de ambos sexos, voluntad permanente de “dolce vita”, anulación de todo orden y horario, cierta marcada promiscuidad sexual, cierta constante incertidumbre sobre dónde y cómo dormir y comer, una duda reforzada por la falta de dinero. En un peregrinaje de tres días, que comprende todo tipo de aventuras equívocas, Marie Laforêt termina por acceder al ambiente y la última escena la muestra como una turista que quiere quedarse en el balneario, a pesar de que el director Claude Chabrol está por allí haciendo el gracioso. La idea no está mal como pretexto para mostrar un balneario en la pantalla, porque allí desfilan varios tipos humanos con fondo de mar, playa, cabalgatas, boites nocturnas, interminables sesiones de póker y repentinas fiestas con lechones asados, para las que no hace falta invitación. Los habitués de Punta del Este, y particularmente los jóvenes de la misma conducta social (también llamada inconducta en algunos círculos) estimarán Saint-Tropez Blues como un apunte de algo que conocen. Pero allí se acaba el interés del film, que ha sido escrito y dirigido por el debutante Marcel Moussy con criterio de retratista. Como en el balneario no hay orden, el realizador decidió no poner orden en su film, y así la historia saltea horas, sitios, episodios, sin redondear nada ni apuntar consumadamente un punto de vista sobre lo que cuenta. A los veinte minutos de caminatas, bailes y conversaciones, empieza a repetir con toda monotonía los datos que ya puso antes. En estos casos,

los defensores de la Nouvelle Vague aducen que es buena cosa la filmación espontánea, suelta, y que hay una armonía entre el desorden del mundo y el desorden de la forma cinematográfica. Otros observadores menos metafísicos saben que esa es la disculpa de la facilidad y de la falta de plan. Cualquiera hace un film como éste si le dan los elementos necesarios: mujeres, bikinis, balnearios, cámaras. Hay momentos de buena fotografía en color en el film, no siempre como paisaje, sino como alarde de manejar una cámara en medio de un baile, o en una escena nocturna en la playa, o a bordo de un yacht; el mejor momento está en la última imagen, que es toda una composición con una pareja que baila en una boite de curioso contraste en su iluminación. El fotógrafo Pierre Lhomme, a pesar de su curioso nombre, debe ser tomado más en serio que el balneario, que el libreto y que el elenco, donde sólo Marie Laforêt parece dispuesta a hacer creer en su personaje. En el conjunto, éste es un film a la moda, con una banda sonora llena de lo que se conoce como jazz avanzado. Se parece a veinte rosados films italianos igualmente convencionales y será tan olvidable como ellos. Es presumible, sin embargo, que el director Marcel Moussy sea recibido por parte de la crítica como una revelación, pero eso es lo habitual con los directores de la Nouvelle Vague y no hay que alarmarse. 5 de agosto 1962.

: Simpática aventura

Dos en un paraíso

(Virgin Island, Gran Bretaña-1958) dir. Pat Jackson. ES CASI UN CUENTO DE HADAS, pero está hecho para ser creído por adultos. Durante una expedición turística por el Caribe, la joven inglesa Virginia Maskell encuentra al joven arqueólogo John Cassavetes. Al minuto están enamorados, de inmediato se casan y comienzan a vivir en lo que era una isla absolutamente desierta. Como Adán, Eva y Robinson Crusoe, empiezan desde el principio, sin otra posesión que una cama al aire libre. Con el tiempo consiguen agua, ayudantes, una casa, una heladera y grandes cantidades de champagne, en circunstancias bastante peculiares. También consiguen una suegra que cae de visita y les complica la vida. Salen del paso, desde luego. En las últimas escenas ya tienen una hija y el proyecto de vivir medio año en la civilización y medio año en la isla maravillosa. Su aventura es muy divertida y atrayente. Ha sido fotografiada por el joven y ya eminente Freddie Francis con todas las ventajas del color, del paisaje y de un movimiento permanente entre botes, barcos, corridas por la playa, alegres procesiones en otra isla cercana. Ha sido movida por el director Pat Jackson con una atención al detalle que denuncia su formación en la escuela de cine documental: la elección de los datos concretos que le hacen falta, la progresión de una aventura y de su suspenso median-


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te imágenes que no necesitan explicaciones. Y ha sido interpretado por Cassavetes, por Virginia Maskell y por Sidney Poitier con una espontaneidad y una simpatía muy apreciables, que en parte derivan de la misma naturalidad de los diálogos. Hay dos defectos en el conjunto. Uno es la velocidad que Pat Jackson quiere dar a la poca acción, lo que deriva en no poder redondear escenas y en producir saltos abruptos de ilación: está muy bien la penuria de la protagonista, sola en una barca, antes de un parto inminente, pero de allí no se puede saltar sin más trámite a colocarla cómodamente en su casa con la criatura en brazos. El otro defecto está en el tema. Es una aventura amena, generalmente cómica, que procura realizar toda su fantasía como si fuera cierta, pero que nunca parece tan lírica y tan poética como debió ser. Aun sin esa trivialidad, el film es muy grato. 7 de agosto 1961.

: Policial excelente

El mercader del terror

(Experiment in Terror, EUA-1962) dir. Blake Edwards. HACÍA MUCHO que no se veía un suspenso semejante. Comienza con toda violencia, cuando un desconocido acomete a Lee Remick, la amenaza de muerte y le promete el secuestro de su hermana, a menos que la protagonista robe cien mil dólares del banco donde trabaja. A partir de allí, la operación es múltiple y compromete a toda una red del Fbi en San Francisco. Docenas de agentes capitaneados por Glenn Ford quieren ubicar y apresar a un desconocido del que no hay pista alguna, que comete otros crímenes y que reitera las amenazas utilizando ingeniosos disfraces o llamadas telefónicas brevísimas que no reportan mayor orientación. Lo único que puede hacer el Fbi es vigilar discretamente a la protagonista y pedirle que acceda a todas las citas y las exigencias del desconocido. Al final, éste habrá de caer. El plan del asunto es muy ingenioso, porque reporta al film la oportunidad de pasear la acción por todo San Francisco, siguiendo la vida de Lee Remick, desde el teléfono de su casa al banco en que trabaja, y siguiendo las andanzas del Fbi a través de los sitios más disímiles: un taller de maniquíes, un club nocturno, el puerto, una piscina, una sesión de judo, un hospital y un estadio de baseball, sin contar las calles de toda la ciudad. Esos datos del realismo exterior sirven para aumentar el suspenso. Como ya lo descubrió Hitchcock hace años, no hay terror cinematográfico más intenso que el que se interpone en la vida cotidiana, porque allí el espectador está desprevenido y no es consciente de que está presenciando una

ficción. En la realidad de San Francisco, el film amenaza continuamente con un villano que en cualquier momento puede aparecer entre el público de un estadio o hasta en un toilette de damas. Es también muy hábil el tratamiento cinematográfico del asunto, hecho por dos libretistas sin mayores antecedentes y por un director, Blake Edwards, que hace poco había mostrado calidades de realización en un film tan distinto como Muñequita de lujo12. Con una cámara móvil, que abarca todo el registro desde el primer plano de una boca hasta la inmensa panorámica de un helicóptero, los realizadores siguen a la minucia las ramificaciones de una intriga que se va extendiendo en espacio y en complicaciones. Si el resultado, lejos de abrumar, es continuamente interesante, ello se debe a la rapidez y la sobriedad con que cada secuencia ha sido resuelta. Un diálogo mínimo, un gesto de asentimiento, un movimiento de personal y de clientes en el banco o en el club nocturno, sirven al director para establecer rápidamente un ambiente, una expectativa. Hay algunas imágenes sorpresivas en ese trabajo del director y del fotógrafo. Una muchacha es empujada a la piscina después que en otro lado se ha pronunciado una amenaza contra ella; varias mujeres descienden velozmente por una barra vertical en un club nocturno; una llamada telefónica interrumpida se prosigue con un pie que presiona sobre una garganta. Pero sorpresas aparte, el estilo del film es la eficacia narrativa, la enunciación rápida y precisa de cada instancia en las reiteradas amenazas, en la vigilancia y en la investigación. Una de sus virtudes primordiales es el uso del sonido, que marca el silencio preliminar a un crimen con unos pocos acordes de piano o estalla en las canciones y los compases de jazz del club nocturno. Y otra virtud es saber intercalar el humor en los febriles procedimientos, con una hermosa anécdota incidental que deriva en detener como sospechoso a un desconocido que sólo se había tirado un lance con Lee Remick en un sitio público. La mejor prueba del estilo del film y de su eficacia está en la secuencia final, que junta en un estadio de baseball a docenas de agentes del Fbi, a Lee Remick con cien mil dólares y seguramente al desconocido villano, que puede ser uno cualquiera en miles de espectadores. Entre una jugada y otra, exclamaciones de la multitud y vendedores de refrescos, se va estrechando el cerco que extienden los detectives y un helicóptero que planea cerca. La secuencia culmina en una fuga a través de la multitud y en una última imagen sobre el desierto campo de juego; esos minutos son de gran técnica de filmación y hacen culminar debidamente a un film policial cuya exposición en imágenes ya era impecable. Aunque el film no necesita de grandes intérpretes, están muy bien Lee Remick, Glenn Ford, la joven Stefanie Powers como hermana amenazada, Ross Martin como villano y Patricia Huston como una tímida que no habla a tiempo y muere antes de tiempo. Sobre ellos hay un fotógrafo y un director que han dominado el suspenso cinematográfico. 10 de agosto 1962.

: 12

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Una intriga divertida

La dama desaparece

(The Lady Vanishes, Gran Bretaña-1938) dir. Alfred Hitchcock. LA SITUACIÓN ES MUY ORIGINAL. La dama del título es una anciana institutriz inglesa (Dame May Whitty) que vuelve con otros turistas compatriotas desde los Balcanes hacia Gran Bretaña. En un hotel del camino inicia una amistad con la joven adinerada que se encamina hacia su casamiento (Margaret Lockwood) y ambas conversan en el tren que las lleva de vuelta. Entonces la dama desaparece. Se ignora si bajó, si tuvo un accidente, si fue secuestrada y hábilmente oculta. Desde que la amiga empieza a preguntar por la vieja dama, ningún testigo recuerda haberla visto nunca. De allí para adelante, indecisa entre su propia alucinación o la conspiración ajena, la joven emprende una búsqueda que se complica a cada paso, y en la que colabora un músico (Michael Redgrave) que al principio parecía más antipático. La situación es ideal para Hitchcock, que en la época (1938) estaba afilando sus recursos narrativos para estas intrigas internacionales. Aunque es habitual atribuir al realizador inglés la supremacía en el arte del terror, no hay truculencia en el resultado. Con su habitual sentido del humor, el director y sus libretistas van intercalando los datos de apariencia casual y de sentido equívoco que hacen progresar el interés del espectador: una maceta que cae misteriosamente de una ventana, o una inscripción en un vidrio del tren, o una etiqueta de un paquete de té, o una curiosa similitud de vestimenta entre la dama desaparecida y otra mujer que también viaja en el tren. Entre esos datos casuales y la situación central, debatida en diálogos afilados, la intriga va progresando sin pausa. Se afirma en una divertida pelea entre los personajes buenos y un misterioso ilusionista, donde Hitchcock muestra los golpes y las desapariciones, intercalando la imagen de tres conejos que contemplan la lucha desde una galera. La magia le fascina. El asunto no significa nada, pero es un pretexto para un continuo juego de sorpresas, en el que el director se burla del mismo género novelesco y de las presunciones de su espectador, dando pistas falsas a su razonamiento. Con toda deliberación, encuadra el asunto en la irrealidad de un país balcánico llamado “Bandrika”, donde se habla un idioma absolutamente inventado. Y lo comenta jocosamente con el agregado de dos ceremoniosos caballeros ingleses (Basil Radford, Naunton Wayne) que no entienden nada de lo que pasa en su derredor, se alarman por las costumbres de los países inferiores y sólo están preocupados por llegar a tiempo para una final de cricket, un juego sumamente británico que seguramente los americanos no entienden y que los subtítulos castellanos deforman al traducirlo como “vilorta”. Un paso de comedia en el hotel del principio y muchas otras situaciones cómicas posteriores, con burlas al turismo, a los hoteles, a la flema británica y a la hipocresía de las clases altas, sirven al director para decorar su intriga con carcajadas. El resultado es muy ameno.

Hitchcock habría de dedicarse después a la técnica, retorciendo la imaginación y los asuntos mismos en un despliegue de virtuosismo vocacional (Ocho a la deriva, La soga, La ventana indiscreta, Intriga internacional, Psicosis). En la perspectiva que esta reposición requiere, mucho aficionado podrá sorprenderse de que en 1938 Hitchcock dejara traslucir los síntomas de la filmación barata. En La dama desaparece hay cuatro o cinco maquettes demasiado evidentes como tales, y hay fondos proyectados de confección primaria. Y, sin embargo, esas deficiencias no importan. Sobre ellas, el film tiene un aire de juego, de aventura, de diversión, un movimiento continuo, un sentido del humor que caracterizaban al Hitchcock de antes, cuando sabía ignorar la solemnidad y contribuía a crear un género en el que fue maestro indiscutido. En rigor era más artista entonces. 12 de agosto 1962. Títulos citados (todos dirigidos por Alfred Hitchcock) Intriga internacional (North by Northwest, EUA-1959); Ocho a la deriva (Lifeboat, EUA-1944); Psicosis (Psycho, EUA-1960); Ventana indiscreta, La (Rear Window, EUA-1954).

: Más acción que drama

El jorobado de Roma

(Il gobbo, Italia/Francia-1960) dir. Carlo Lizzani. HAY MUCHA VIOLENCIA, mucho tiroteo y mucho grito en esta crónica del fin de la guerra en Italia. El jorobado (Gérard Blain) es un antifascista que no tiene tantos ideales como ganas de liquidar a la autoridad y las primeras escenas lo muestran burlando a sus perseguidores y ametrallándolos después. Todo el resto muestra los inconvenientes de esa disciplina. El jorobado mata al jefe fascista (Ivo Garrani) pero también le viola a la hija (Anna Maria Ferrero). Y cuando termina la guerra, se niega ser desarmado, encabeza una banda de pistoleros, se enriquece con el robo y el mercado negro, hasta que la policía restablece el orden. En esa segunda parte hay un curioso intervalo. La muchacha violada se ha convertido a la prostitución, como tantas otras mujeres de la Italia ocupada por los americanos, y eso es algo que el protagonista no puede aguantar. Tras pedidos inútiles de que vuelva a la buena senda, el jorobado usa su poder para detener a un conjunto de mujeres similares, decretar que se ha terminado la prostitución y dar así el ejemplo a la mujer que secretamente ama. Le contestan, desde luego, que si no existiera el oficio el mundo no seguiría rodando. Pero a esa altura es ya el jorobado el que no sigue. Cae ante la policía y eso liquida sus pretensiones. El personaje es muy curioso y hay que quejarse de que el film no lo explore en mayor profundidad. Tiene la nobleza antifascista y la villanía de un delincuente, cree que la prostitución es mala pero no le importa matar a diestra y siniestra, viola a una mucha-


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cha indefensa pero después se hace protector de un orfelinato. En tales contradicciones, que pintan al personaje desde la simpatía hasta la repulsión, este jorobado pudo ser explorado como síntoma del clima de la guerra: un desorden que no sólo afectó a los cuadros sociales, sino a las ideas y a los valores morales en juego. Pero el libreto no es muy sutil ni muy entero en esa descripción. Apenas si insinúa la vida interior del personaje, ese nudo de complejo físico y desquite criminal. No la fundamenta ni la desarrolla. Cuando el libreto accede a diálogos explicativos, lo hace sin la menor sutileza, con tiradas muy obvias sobre cosas que ya se entendían bien en la acción. Las imágenes están mucho mejor. Suelen estar ubicadas en exteriores y muestran fugas, persecuciones, tiroteos, emboscadas. Todo ello está movido con vigor, nutrido por la continua acotación de detalles, compaginado con ritmo. Hay tres fotógrafos, muchos extras y un productor ambicioso como De Laurentiis en esa tarea, por lo que se hace explicable el aire de super espectáculo que el film muestra a menudo. Es lamentable que el film termine sin que el drama importe, tras haber golpeado con una violencia que parecerá trivial a casi todo espectador. Gérard Blain y Anna Maria Ferrero no se lucen mucho como intérpretes, un hecho inevitable si se tiene en cuenta la debilidad de sus enfrentamientos, de sus pasiones y de sus ocasionales discursos. En el resto del equipo de realización hay otros nombres de lustre. Entre los libretistas están Luciano Vincenzoni (coautor de la obra teatral Sacco y Vanzetti) y Elio Petri, después director de dos films valiosos (El asesino, Los días contados). En el reparto, y como un manco antifascista, amargado y proxeneta, figura Pier Paolo Pasolini, un libretista que ha sido reciente revelación en Italia, primero como colaborador de Mauro Bolognini y después como director (Accattone, Mamma Roma). Para todos ellos este violento Jorobado será un antecedente que no les conformó del todo. 17 de agosto 1962. Títulos citados Accattone, un muchacho de Roma (Accattone, Italia-1961) dir. Pier Paolo Pasolini; Asesino, El (L’assassino, Italia-1961) dir. Elio Petri; Días contados, Los (I giorni contati, Italia-1961) dir. E. Petri; Mamma Roma (Italia-1962) dir. P. P. Pasolini.

: Una cierta histeria

Esplendor en la hierba

(Splendor in the Grass, EUA-1961) dir. Elia Kazan. ESTA ES LA HISTORIA de una represión sexual, que crece de ser una incomodidad a ser una tragedia. Ocurre entre Natalie Wood y Warren Beatty, una pareja de estudiantes que está envuelta en apasionados besos en la primera escena y que no se anima durante las siguientes a “ir más lejos”, como dice el diálogo con habitual sobreentendido. Esa prudencia se debe a la presión de

los padres, tan respetuosos de las buenas costumbres. La madre de ella tiene el habitual temor de que su hija pueda ceder a su galán y no casarse luego. El padre de él prohíbe a su vez el casamiento: cree que el muchacho debe cursar primero cuatro años en Yale y hacerse un porvenir. El resultado de la represión es fantástico. El galán se niega a tener relaciones con la “otra clase de mujer”, rompe con su novia para alejarse de la tentación, se desmaya en un partido de basketball, se convierte en mal estudiante y termina por ser un hombre muy distinto al que parecía en la primera escena. Entretanto, la novia tiene varios ataques de nervios, frecuenta con la mente dividida a otros galanes ante los que tampoco cede, cae en una crisis de locura y se pasa años en un sanatorio, del que sale recuperada. No se explica cómo la han recuperado, aunque está claro que no hizo lo que al principio debía hacer. Este asunto habría sido muy adecuado para describir e impugnar a alguna época marcadamente puritana, como, por ejemplo, la sociedad inglesa a fines del siglo pasado. Pero en lugar de la era victoriana, el autor William Inge y el productor Elia Kazan eligieron al Medio Oeste americano hacia 1928, quizás porque Inge se siente más cómodo en ese ambiente semirural que ya ha tratado en sus obras teatrales anteriores (Picnic, Bus Stop, La oscuridad en lo alto de la escalera). Esto complica el cuadro social y lo hace difícilmente comprensible para públicos generales. Si algo caracterizó a los twenties americanos fue justamente una rebelión contra los prejuicios sociales y las normas paternas: no sólo se fabricaba alcohol clandestino, como muestra correctamente el film, sino que los conceptos de decoro sexual y castidad prematrimonial fueron tirados frecuentemente por la borda. En ese ambiente y esa época, el film plantea empero el caso particular de una juventud que quería tener esa licencia de las costumbres y una generación mayor que se oponía a semejante desvío. En esa oposición de padres e hijos el asunto de William Inge fija su atención. Pero no da tampoco un cuadro social normal. Los jóvenes Warren Beatty y Natalie Wood no son como sus compañeros sino que quieren ser decentes y limpios y castos. Los padres de ambos no son solamente puritanos sino también mediocres e hipócritas: es significativo que el padre del galán (Pat Hingle) sea presentado como un hombre que sabe ganar dinero, que tiene sentido práctico y que no se asusta de las palabrotas, pero también como un vigilante de la moral de sus hijos. Con más sutileza de observación psicológica, con una atención más generosa al cuadro social, el asunto del film habría tenido un mérito de crónica histórica, no ya sobre las costumbres de 1928 (una época elegida para poder agregar en seguida la bancarrota económica del año siguiente) sino sobre las de un medio casi campesino, al que llegaba el progreso material pero no un progreso espiritual ni una debida asimilación de ideas nuevas. Pero ni Inge ni Kazan se abonan a la sutileza. Arman una suculenta tragedia, que parece muy artificial de motivación y de consecuencias y mantienen en planos individuales lo que sólo se podía sostener como un cuadro social de costumbres. Ese es el estilo de Kazan, que elige asuntos en la medida en que se prestan a una exasperación de los elementos dramáticos. Así las crisis se suceden mediante llantos, peleas, gritos, intentos de suicidio y todo un repertorio de la más marcada histeria, en un tono que hace reventar toda pretensión de naturalidad o espontaneidad. El asunto termina por ser increíble. A ratos parece también mal organizado, incluso en los peculiares términos que Kazan se propuso. Esa hermana del galán (Barbara Loden) está puesta como un símbolo arrastrado, alcohólico y amoral


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del más completo amor libre de los twenties, pero lejos de hacerla funcionar en relación a los otros personajes (así sea como mal ejemplo) sólo la utiliza para escenas de escándalo y de la así llamada “dolce vita”, en una sucesión de discusiones que no llenan una función en la anécdota. La muchacha nunca parece ser feliz, lo que convierte en inexplicable su voluntad de hacer lo que se le antoje. Todo está exagerado en este film de Kazan, todo parece frenético e insoportable como una alucinación. No se puede pedir a una alucinación que sea coherente, lógica, natural, y así nadie tomará muy en serio el frenesí de sensualidad, de griterío y de locura que transita a lo largo de dos horas. Pero si quería esa alucinación el director debía pretender otro estilo. Lo que sobra en esa fiebre es la pretensión de naturalismo, como sobran los tranquilos diálogos explicativos que intercala (parte de ellos ocupan los primeros veinte minutos, muy teatralmente), y sobran los muchos apuntes costumbristas, dramáticamente neutros, sobre el ambiente estudiantil y el hogar burgués. Parece claro que Kazan tropezó con su autor. En las piezas de Inge el trasfondo de morbo, de soledad, de represión sexual, se insinúa bajo la apariencia de la vida normal. En los films de Kazan el trasfondo pasa al frente y todo se grita hasta el estrépito. El director lucha con su autor y lo derrota, quizás porque el director es también el productor. Está muy bien Natalie Wood en su papel, dejando en el ridículo a los galanes que la puedan ladear como resistible y alcanzando una convincente intensidad en sus momentos de locura inminente. El joven Warren Beatty intercala algunos de los amaneramientos que Marlon Brando y James Dean mostraron antes que él (con el mismo Kazan de director, por cierto) y está muy teatral el resto del elenco, lo que puede ser muy explicable. El rasgo más auténtico de todo el film es que el jazz de 1928 que se escucha en algunos momentos parece realmente de 1928, lo que no es habitual en el cine americano, que suele modernizar la música. El rasgo menos auténtico es la pretensión de Kazan por repetir en cine la morbosidad y la franqueza sexual que caracterizan a su amigo Tennessee Williams. Sin bastante drama para contar, Kazan está gritando y llamando la atención. Está siguiendo por el camino de su Baby Doll (1956), que es el mal camino13. 18 de agosto 1962.

: Repetición y exceso

Milagro por un día

(Pocketful of Miracles, EUA-1961) dir. Frank Capra. ESTE ES UN CUENTO DE HADAS, una variante sobre la Cenicienta, donde la vieja vendedora de manzanas (Bette Davis) es transformada en gran dama, por apoyo especial de un grupo de gángsters sentimentales, para poder recibir con todos los honores a la hija que vuelve de España y que se trae a un novio y a un futuro suegro, ambos de alto copete, título nobiliario y millones en la billetera. Toda la simulación 13

Ver Tomo 2 A, pág. 379.

es una piadosa mentira, armada para bienestar general de todos los personajes involucrados, incluso el gángster principal (Glenn Ford) que comanda el simulacro porque la vendedora de manzanas suele traerle suerte, y suerte es lo que ahora él necesita. No es ningún secreto que el simulacro sale muy bien, incluso mucho mejor de lo que podían esperar sus autores. En los últimos minutos todo el elenco parece tan feliz que buena parte del público derramará una grata lágrima. Pero lo que se quiere vender como ilusión y como poesía es más largo, más pedestre y más conversado de lo que un artista podía hacer con el tema. Cuando Frank Capra hizo este mismo asunto en 1933, con el título Dama por un día, la idea tenía otra oportunidad, otra autenticidad, otro estilo y otra ubicación en la carrera del celebrado y ya decaído realizador. Los gángsters sentimentales provenían de la pluma del cuentista Damon Runyon y estaban descriptos en diálogos concisos y pintorescos, que el entonces adaptador Robert Riskin supo traducir a similares situaciones cinematográficas. El trasfondo de la Ley Seca y de la abolición de la Ley Seca era de rigurosa actualidad, porque fue durante la prohibición alcohólica (1920-1933) que se fomentó el gangsterismo como un resultado del contrabando. El desempleo que siguió a la crisis de 1929 daba por otra parte una motivación social a esta necesidad individual de posar como alguien importante y disimular la pobreza. El mismo director Frank Capra, que comenzaba por entonces sus “fantasías de la buena voluntad”, las hacía con el plan modesto de un realizador que recién surgía a la atención pública, que no había conquistado todavía sus premios de la Academia (por Lo que sucedió aquella noche, 1934) y que no se creía un sociólogo capaz de arreglar el mundo. La nueva versión es inflacionaria. Pone en Technicolor y en pantalla ancha un asunto que no es ciertamente espectacular y que hubiera ganado con más atención al ingenio que al tamaño. Utiliza 136 minutos para contar una anécdota que duraba 83 en la primera versión; ese excedente de casi una hora es desperdiciado por Capra en perder el tiempo con prólogos, en estirar escenas y en disipar el ritmo nervioso que la historia debía tener. Aunque Capra sabe que el cuento de Runyon ya no tiene actualidad en 1961, se empeña igualmente en ubicarlo hacia 1933, para rescatar su autenticidad inicial, pero a su vez tampoco parece muy decidido en esa fijación de época y deja vestuarios modernos y anacrónicos a sus personajes. Como lo demostrara largamente en sus últimos diez años, Capra está muy desorientado sobre lo que debe y puede hacer en cine. Esta es la segunda vez que rehace un éxito anterior; en 1949 repitió el asunto de Estrictamente confidencial (1934). También es la segunda vez que se propone comedias largas, coloridas, conversadas, sentimentales: en 1958 hizo Un hombre sin suerte (Frank Sinatra, Edward G. Robinson), que debía haber sido su renacimiento tras varios años de alejamiento del cine y que fue en verdad un error, un largo y charlado error. Hay maneras de entretenerse con este Milagro por un día. Las nuevas generaciones estimarán a Glenn Ford por estar muy simpático y a Peter Falk por un papel


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cómico más cercano a Damon Runyon que todo el resto del film. Las viejas generaciones estimarán la doble composición de vieja harapienta y de gran dama que Bette Davis utiliza para defender sus viejas glorias. También estimarán la comicidad de Fritz Feld como modisto y la de Edward Everett Horton en uno de sus mayordomos clásicos, transcrito 25 años después como si el tiempo no hubiera transcurrido. Al fondo de las interpretaciones hay un gran vacío, una imposibilidad de Capra por conseguir un estilo. Si el film no fuera tan largo, si no comprometiera con su costo y pretensiones las carreras de tanta gente famosa, su supiera conservar su único chiste argumental en los límites moderados y espontáneos que un chiste debe tener, el film sería un poco más apreciable. Tal como está, arma demasiado aparato para conseguir tres o cuatro risas y sufre el delirio de querer ser una superproducción sin contar con bastante respaldo. 18 de agosto 1962. Títulos citados (todos dirigidos por Frank Capra) Dama por un día (Lady for a Day, EUA-1933); Estrictamente confidencial (Broadway Bill, EUA-1934); Lo que sucedió aquella noche (It Happened One Night, EUA-1934); Un hombre sin suerte (A Hole in the Head, EUA-1959).

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su apariencia y el anciano campesino se acomoda el bigote. Lo único que arregla ese despliegue es que llegue el molinero, se lleve la rueda de molino y deje en su lugar a la estatuita de un hombre que parece burlarse de algo. Lo notable de esta sátira se descompone en dos partes. Una que importará mucho, y que provocará las iras de varios críticos de arte, es que el film constituye una sátira feroz al arte abstracto, comprendiendo en ese mundo a los artistas mismos, a los profesores que lo explican, al público novelero que se cree esas explicaciones. El otro rasgo notable es que todo esté dicho en diez minutos, sin una palabra explicativa, sin otro recurso que la presentación sintética de una docena de personajes que gesticulan y de una música superelocuente (por Bozidar Violic) que sustituye los énfasis de los discursos, de las explicaciones y de las peleas. Como ya fue probado por cortos polacos de vanguardia (particularmente por Dos hombres y un armario, joya poco conocida de Roman Polanski) se puede hacer cine de corto metraje con ideas visuales y sonoras que no incluyan palabras adicionales en idiomas escasamente difundidos. De hecho, esa limitación de la banda sonora enriquece al resto del lenguaje cinematográfico. Así lo acepta este corto yugoslavo, que es una pequeña maravilla en su género. Se ignora cómo la Metro Goldwyn Mayer llegó a tomar en distribución un corto semejante de un país casi exótico, pero a alguien de la empresa, en alguna parte del mundo, habrá que congratular por la iniciativa. Hay más talento en esos diez minutos que en el largometraje que se exhibe en el cine Metro desde ayer.

Un corto notable

24 de agosto 1962.

La rueda del molino

(Nesporazum, Yugoslavia-1958) dir. Ante Babaja. EL FILM SE LLAMA La rueda del molino, dura diez minutos, tiene un toque de genio y no se ha oído hablar antes de él. Hay que descubrirlo de casualidad en el cine Metro y hay que reverlo para saber que es un corto yugoslavo de 1961, dirigido por un señor Ante Babaja, que tampoco tenía ninguna fama previa. Pero es una muestra de lo que se puede hacer en el cine de corto metraje, cuando se tienen ideas para presentar y se tienen nociones claras de cómo hacerlo. Su asunto mínimo es que el molinero, en lugar de recibir la rueda del molino que necesitaba, recibe por alguna confusión una estatuita mínima, en la que un hombre parece burlarse de algo. Y entretanto, el museo recibe la piedra del molino, que es nada más que una piedra redonda, con un agujero en el medio. Desde allí el profesor del museo comienza a explicar a sus públicos la belleza de la piedra redonda, obteniendo gestos de asentimiento y de éxtasis. También obtiene una de esas inútiles polémicas artísticas, entre gente que cree ver una piedra con un agujero en el medio y otra gente que cree ver un agujero con una piedra en derredor. Y obtiene las curiosas reacciones de un público que se precipita a medir los centímetros del agujero central, a golpear levemente la piedra para saber qué sonidos produce y a dar otras muestras de aprecio por una obra de arte recién descubierta. Lo que es mucho más grave es que la piedra llega a moldear toda una influencia: los escultores hacen posar a mujeres desnudas, a atletas con jabalinas, a tríos de campesinos y lo que hacen con esos modelos son variantes de piedras redondas con agujeros en el medio, para cuyo mejor logro la niña campesina perfecciona

: Brillos de realización

Paz al que llega

(Mir vkhodyashchemu, URSS-1961) dir. Aleksandr Alov y Vladimir Naumov. ABUNDA LA ACCIÓN en esta película humanista, y esa combinación podrá ser imbatible para la atracción pública. Como en La balada de un soldado, toda la anécdota se resume en un viaje por el frente bélico. Comienza en un camión y tiene sólo cuatro personajes principales: un teniente joven y correcto que procura cumplir con su deber; un chofer locuaz, desordenado y mujeriego; un soldado que ha quedado sordo y mudo después de una acción bélica y que requiere asistencia médica; una mujer alemana encinta, que está al borde del parto y que debe ser llevada con urgencia al hospital más cercano. Varios episodios integran la acción, que se hace cada vez más frenética en la medida en que la alemana se acerca al parto y quizás a la locura. El frente de guerra es muy confuso, no se encuentran los caminos para llegar a una ciudad, hay reductos de


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dominio nazi en un vasto territorio ocupado por los rusos. Antes de que lleguen el parto y la paz, los cuatro viajeros han conocido no sólo el contratiempo del camino, sino también el intercambio de balazos, alguna muerte, algún incidente cómico, el encuentro con los presos recién liberados de los nazis y una suerte de intercambio internacional, formulado con las debidas dificultades de idioma, entre el teniente ruso y un oficial americano cuyo camión se hace necesario en una emergencia. Hay un sentido de solidaridad humana y de pacifismo en todo el film. Está apuntado por el hecho de que tanto desvelo, tanta corrida y tanta lucha sean el prólogo al nacimiento de otro niño alemán, un hecho que en mayo 1945 debía ocasionar malos humores y no sacrificios a todos los aliados. Y está apuntado, igualmente, en la última imagen simbólica con que termina el film, o en la cordialidad que terminan por manifestarse rusos y americanos (un caso extraño para un film hecho durante la guerra fría), o en la confianza y llaneza con que se tratan oficiales superiores e inferiores del ejército soviético. A la larga se entiende que los realizadores han forzado los términos. Están invirtiendo los términos de la guerra fría, ya no hay villanos en el asunto, todos se abrazan por encima de las fronteras; en esa conducta se irradia una simpatía general de todo el argumento, desde la línea general hasta el detalle, pero al mismo tiempo se está deformando inevitablemente la realidad de la guerra que se retrata. Todo el film es un deseo antes que una observación. Hace nacer un niño cuando nace también la paz, en estirada metáfora. La acción es en cambio muy notable. No siempre es nítida, y sobre todo al principio deja cierto margen de incertidumbre sobre los complicados movimientos de soldados y vehículos. Pero es siempre muy vigorosa, no ya por la transcripción de noticiarios bélicos sino por la escenificación y el encuadre que se han preparado para el film. Una brillante escena del principio ubica la acción junto a una fábrica de maniquíes, que aparecen dispersos después de una explosión y dan lugar a un efecto patético. Varios incidentes del camión ocurren bajo una lluvia torrencial, observada desde dentro y desde fuera, en lo que debe haber sido un pequeño prodigio de fotografía móvil. Entre los muchos hallazgos, el más notable es el de una secuencia final, donde el camión atraviesa una aldea alemana ante el fuego enemigo: allí la cámara es colocada en muchos momentos sobre el camión mismo, transportando al espectador en esa fuga y ese riesgo. Este es el tercer film conjunto de los jóvenes realizadores soviéticos Alov y Naumov, desconocidos aquí por su obra previa. Como dramaturgos son simples y generosos, seguramente como una voluntad de proseguir la tendencia del deshielo en el cine soviético. Como cinematografistas y técnicos, ambos y el fotógrafo Kuznetzov son una promesa de futuro. Tienen la precisión, el vigor, el ocasional sentido poético, de gente que sabe expresarse. Por este film obtuvieron un premio especial del Jurado en Venecia (1961) y tiene motivos para recibir la estima de mucho público. 1 de septiembre 1962.

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Risas y más risas

Uno, dos, tres

(One, Two, Three, EUA-1961) dir. Billy Wilder. NUNCA HUBO TANTOS CHISTES juntos en una comedia, ni siquiera en las muy conversadas que Hollywood servía hace 25 años; quien crea que éste no es el récord, deberá tener presente ante todo que los diálogos castellanos apenas traducen tres de cada cuatro. Y nunca esos chistes estuvieron tan prendidos en la realidad contemporánea, porque lo que aquí hizo Billy Wilder es aferrarse a un tema tan actual como la crisis de Berlín, disparando humor para todos los costados. En esa empresa se arriesgó a que la situación política no cambiara desde el comienzo al final del rodaje, y ciertamente apostó bien, con la sola excepción de que Berlín fue dividido en agosto 1961 por un inmenso muro, y Wilder debió tomar nota de ese cambio en una secuencia explicativa inicial. El resto es un comentario sobre un momento histórico. Es por otra parte un comentario que no perdona a ninguno de los bandos. El protagonista (James Cagney) es el representante de Coca Cola en Berlín, procura vender su producto a los rusos y al rato está sumergido en una tarea mayor y duplicada: vigilar a la hija de su jefe (Pamela Tiffin), una jovencita que se ha enamorado de un comunista de Alemania Oriental. Primero en el alejamiento del novio (Horst Buchholz) y después en su reconversión a moldes aceptables por el capitalismo americano, Cagney despliega su actitud feroz, no solamente en órdenes rápidas, disparadas desde la cintura y sin mirar, sino en una expedición de rescate hasta la parte oriental de Berlín, lo que ocasiona por dos veces una persecución enloquecida de autos, a la manera de las comedias más delirantes del cine mudo. Y lo que hace Billy Wilder con este tema es una sátira a todos los bandos involucrados: a los alemanes que fueron nazis, a los otros alemanes que ahora son comunistas por cuenta de Rusia, a los soviéticos que aparecen como particularmente tontos, y también a los propios americanos, en cuya cuenta surgen la discriminación racial del Sur, la pleitesía a los títulos de la nobleza europea, el afán materialista de vender más y de tener sentido práctico. Wilder es vienés, por muy americanas que hayan parecido sus comedias de los últimos años, y sin ese conocimiento de los alemanes no se entendería la fuerza anárquica con que les toma el pelo. En un lejano día de 1934, Wilder se cansó de Hitler y de un himno que decía “Alemania sobre todo”. Terminó por ser el más violento, cínico y exitoso de los comediógrafos del cine americano, un heredero claro de Ernst Lubitsch y un escéptico del arte cinematográfico, cuyas pretensiones cambiaría gustosamente por una sucesión de films que tuvieran mucho público, como suelen tenerlo los suyos. Preguntarle ahora sus ideas más serias sobre la actualidad política internacional es merecerse una boutade como respuesta, y lo primero que hay que saber de Uno, dos, tres y de Wilder mismo, es que ninguna de sus ideas debe ser tomada literalmente. Si los soviéticos de Stalin y de Kruschev,


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los alemanes del Este y del Oeste, los americanos del Norte y del Sur, los idealistas de todo el mundo y Coca Cola además, llegan a molestarse con el film, sólo demostrarán muy poco sentido del humor (la probabilidad de que se moleste Coca Cola es ínfima). Los alemanes en particular reciben muy gruesas andanadas, harto superiores a las que Billy Wilder les despachó en dos ocasiones anteriores (La mundana / A Foreign Affair, 1947, y Stalag 17, 1953). Los berlineses de Occidente son descritos inequívocamente como ex nazis oportunistas que ahora trabajan al mejor postor y que todavía juntan marcialmente los talones cuando saludan; los del Oriente son definidos de entrada cuando se les muestra con inmensos cartelones en que se lee “Nikita über alles” (Nikita sobre todas las cosas), en simultánea parodia del himno alemán y de las vueltas de la política. Entre una carcajada y otra, Wilder consigue su propósito de construir la comedia eficaz y exitosa que es su última vocación. Su despliegue de ingenio tiene algunas limitaciones, desde luego. Por un lado, todos los personajes han sido volcados tan enteramente hacia la farsa que sólo se puede creer en ellos como muñecos de una diversión continua; cuando la acción se aquieta, como ocurre en la segunda mitad, disminuyen las risas y el espectador tiene una inevitable resistencia hacia las desventuras de personajes en los que no cree. Por otro lado, no todos los chistes son de primera calidad, y hay algunas concesiones a los retruécanos más fáciles, principalmente a costa de los rusos, y a las risas infantiles, como disfrazar de mujer a un hombre (estos disfraces son un placer personal del director). En lo principal, Wilder sale adelante, sin embargo. Su éxito cómico no debe casi nada a Molnár, cuya comedia de origen presentaba a un industrial belga empeñado en vigilar las andanzas por París de su hija, enamorada de un socialista; antes de la guerra los socialistas importaban. Si hubiera que reconocer deudas de Wilder, la primera debe ser con Ninotchka, una pieza teatral de Lengyel que él ayudó a adaptar para Lubitsch en 1940, y de la que ahora levanta al trío de emisarios rusos y en cierto sentido al personaje de Buchholz, un comunista que repite consignas durante mucho rato. Y la segunda debe ser con James Cagney, un veterano que sigue disparando las palabras y las energías físicas con la misma velocidad nerviosa que le dio la fama hace treinta años. El resto de las carcajadas y de las leves sonrisas se debe a Wilder, a su inventiva cómica y a la tranquila artesanía con que puede meter acción y sexo en un paso de comedia, formulando no sólo un humor de diálogos frenéticos, sino también un humor visual, presente hasta el último chiste, que no se debe contar. Como señaló un observador inglés, en la anarquía del film hay un sentido: el de que no se debe vender el ser humano a consignas impersonales, sean ellas el comunismo o Coca Cola. Los diálogos castellanos no saben hacer justicia a Wilder. Se explica que no se introduzcan en juegos de palabras, como esa referencia al empleo anterior que tuvo un alemán: estaba en el “underground” bajo Hitler, pero no era la resistencia sino el subterráneo. No se explica que callen otros chistes más claros. Quizás no cabían los subtítulos de tanto diálogo. 4 de septiembre 1962.

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Ruido famoso

El espectáculo más grande del mundo (The Greatest Show on Earth, EUA-1952) dir. Cecil B. DeMille.

EL CIRCO ES UN ENTRETENIMIENTO difundido y permanente para niños de 3 a 90 años, así que Cecil B. DeMille tenía el público seguro cuando emprendió estas dos horas y media de lo que se anuncia jactanciosamente como insuperable en el título. Un circo no puede ser improvisado de repente, y DeMille sabía lo que hacía cuando llegó a un convenio con el Ringling Bros. and Barnum & Bailey, uno de los mayores en su género. En términos de producción, mensurables por cantidad de gente y animales frente a la cámara, o por los vestuarios y proezas que de allí derivan, el resultado es muy vistoso. Se manifiesta tanto en el extenso desfile inicial de intérpretes y animales por la pista, en un desfile final un poco más ruidoso, o en algún número de vastos espacios, como una canción de Dorothy Lamour coreada por una veintena de muchachas pendientes de cuerdas en las tres pistas. Pero DeMille ha sido siempre un mediocre narrador y un mal director dramático, cuya entera fama se debe a los millones de dólares, los miles de personas y los despliegues de escenografía, vestuarios y efectos especiales. Todo lo que se le ocurre hacer con el circo es un argumento, especialmente escrito para el caso, que propone extremos melodramáticos como un médico fugitivo, disfrazado de payaso para que la policía no lo aprese por un crimen anterior (James Stewart) o un elaborado lío de amores, celos, sacrificios y consuelos entre tres artistas del circo y el patrón de todos ellos (Cornel Wilde, Betty Hutton, Gloria Grahame, Charlton Heston). El asunto no estaría mal si no condujera a la total chatura de situaciones y diálogos, un extremo que podrá ser advertido por niños de 3 a 90 años y que dura buena parte de los 154 minutos. Algunos de sus episodios, y particularmente una final transfusión de sangre de Wilde a Heston, después de un accidente, son de una simpleza infantil. Casi todo se explica en los diálogos, todo el tiempo sin parar. Diez años después de producido este superespectáculo, la perspectiva ayuda a verlo mejor. Todo el ruido de Cecil B. DeMille queda bastante desmejorado cuando se advierten a primera vista los trucos y las sobreimpresiones (especialmente en uno de los muchos desfiles por la pista) y cuando la famosa catástrofe final, que presenta un choque de trenes, resulta estar hecha con efectos especiales del estudio, según se advierte rápidamente. Y a cambio de eso, ninguna expectativa, ninguna real emoción sobre lo que puede ocurrir desde una situación dada, como el desparramo de fieras después del choque. Todo está pensado para niños y para públicos fáciles, desde los riesgos físicos del circo a los dramas que el circo provoca. Hay más tensión en las acrobacias de Trapecio (Carol Reed) y más profundidad dramática en Noches de circo (Ingmar Bergman), pero no debe esperarse que Cecil B. DeMille se haya enterado. El punto más dramático del film es la aceptación que recibió. La recepción pública debía darse por descontada, porque dependía del circo mismo y de las


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estrellas cinematográficas que lo pueblan, independientemente de que Betty Hutton parezca una terrible actriz y Charlton Heston un actor de mejor futuro. La aceptación de círculos más exigentes es uno de los hechos tristes de esta época. En 1952 la Academia de Artes y Ciencias de Hollywood eligió a este film como el mejor del año y a su argumento como el mejor que en ese ejercicio se escribió para el cine, aunque en la producción de la competencia figuraban El hombre quieto (John Ford) y A la hora señalada (Fred Zinnnemann). Esa consagración merece alguna lágrima. 14 de septiembre 1962. Títulos citados A la hora señalada (High Noon, EUA-1952) dir. Fred Zinnemann; Hombre quieto, El (The Quiet Man, EUA-1952) dir. John Ford; Noches de circo (Gycklarnas afton, Suecia-1953); Trapecio (Trapeze, EUA-1956) dir. Carol Reed.

: Larga carcajada

El mundo cómico de Harold Lloyd

(Harold Lloyd’s World of Comedy, EUA-1961) dir. Harold Lloyd. HAY MÁS ESCENAS CÓMICAS en esta recopilación de Harold Lloyd que las que se pueden identificar para un inventario detallado. Algunas duran sólo unos segundos y se acumulan, especialmente al principio, como una demostración de lo que era el género. En la época no se utilizaban al efecto los argumentos, o lo que hoy se conoce como tales, sino que se acumulaban los gags: pequeñas ideas de humor por sorpresa, por confusión, por movimiento, que arrastraban al espectador y lo siguen arrastrando todavía. Las demostraciones de Lloyd, tan semejantes a las que muchos otros cómicos hicieron durante quince años de comedias mudas, son aquí muy convincentes. Salta atléticamente un matorral y se encuentra sumergido en un estanque; quiere suicidarse tirándose de un puente y queda parado en diez centímetros de agua; se afana por subir a un tranvía rebosante de pasajeros y termina cabalgando sobre uno de ellos en la calle, mientras el tranvía se va. Pero Lloyd tenía algo más orgánico que ofrecer. De un gag sale otro, y de éste otro más. Mientras se aferra a la pared del rascacielos, buscando no caerse de una posición que no quiso, ocurren docenas de incidentes con una

plataforma que sube, dos pintores que discuten, un cigarro que cae, un tarro de pintura que se derrama; toda la secuencia (de Feet First, 1930) es un pequeño prodigio de inventiva cómica, proseguida largamente y sin desfallecer, hasta un final notable en el que Lloyd se sigue prendiendo enloquecidamente a la pared, aunque en ese momento está, sin saberlo, a pocos centímetros del suelo. La misma noción de continuidad, pero más simple de estructura, está en la persistente carrera por toda una ciudad para impedir un casamiento: en auto, en moto, en un tranvía que termina por correr enloquecidamente sin conductor. La secuencia (de Girl Shy, 1924) tiene un aire de alusión al género western y a las bravuconadas humorísticas de Douglas Fairbanks, pero desde luego la alusión era mucho más funcional en la época. Ahora queda como un ejemplo de invención cómica, de técnica y de montaje, en un género cuyo modelo primitivo debe encontrarse en los Keystone Cops y en muchas comedias de Mack Sennett. En el conjunto, todo ese humor revalida para el cine la eficacia de una gracia visual, dinámica, que obliga a correr por igual a cámara y a personajes, y que prescinde casi totalmente de explicaciones verbales. En los diez años inmediatos al comienzo de la era sonora, el cine olvidó y aún quiso olvidar esa lección. Ha vuelto a ella, con un lenguaje más evolucionado, después de liberar a las cámaras de los confinamientos, los ecos y las cautelas a que obligaban los micrófonos. Casi todo es brillante en la recopilación, y no hay más que escuchar las carcajadas del público infantil para saber que Harold Lloyd sabía lo que hacía cuando seleccionó estos fragmentos, trabajando primero sobre 22 comedias propias y finalmente sobre un grupo de 8. Hay algunas larguezas (un gigante deforme, por ejemplo) y algunos recursos demasiado vistos, pero son las excepciones en un conjunto notable. Los mejores momentos, para reírse aun después del final, garantizan al film un éxito de público. Y no habrá ciertamente que filosofar para explicarlo. Como ha ocurrido con tantas figuras prestigiosas del cine, y con Chaplin en particular, los ensayistas han querido ver en las comedias de Harold Lloyd una metáfora del hombre común acorralado por una civilización de edificios altos y maquinarias indomables, un contraste que da para la burla, la risa y la liberación de las represiones del espectador. Pero esa es la clase de explicaciones innecesarias, con las que se corre el riesgo de hacer intelectual y artificioso a lo que debe ser directo y jocundo y a lo que fue pensado, por otra parte, sin una segunda intención de posturas filosóficas. Lejos de ese tipo de reflexiones, el film sabe ser formidablemente cómico. Algunos de los espectadores mayores reconocerán en fragmentos a algunas figuras de otra época. Como un negro cansado que no sabe ayudar a Lloyd en un rascacielos figura el inolvidable Stepin Fetchit; como uno de los asustadizos bailarines de una fiesta se verá a Grady Sutton encaramándose a una mesa; como policías que persiguen en moto a Lloyd, mientras éste se refugia en una carpa sorprendentemente móvil, aparecen Guinn Williams y Ward Bond. El film también está hecho para nostálgicos. 18 de septiembre 1962.

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Enérgica y divertida

Ensayo en sadismo

(Sergeants 3, EUA-1961) dir. John Sturges.

(Cape Fear, EUA-1962) dir. J. Lee Thompson.

Los tres sargentos

Terror

ES MUY ENTRETENIDA para terceras personas la farra que Frank Sinatra y sus amigos se hicieron en el estado de Utah, durante el rodaje de este film. Esa es una diferencia importante con la farra anterior, que se llamaba Once a la medianoche (Ocean’s Eleven, Milestone-1960) y que describía un múltiple asalto a los casinos de Las Vegas. El precedente estaba lleno de chistes internos, porque el humorismo es un deporte preferido de Sinatra, Peter Lawford, Sammy Davis, Dean Martin, Joey Bishop, Henry Silva y otros integrantes del así llamado clan Sinatra. Pero tenía poco interés como asunto policial y como film de suspenso, lo que obligaba a considerar aquel film como una actividad privada que tenía pocos motivos para ser pública. En Tres sargentos se supera ese nivel, en parte por sobriedad del clan, en parte por las astucias del libreto de W.R. Burnett y en parte por el vigor y el interés de la acción, un rubro para el que fue convocado el director John Sturges, que es casi un especialista del género. Sobre un tema que en otros tiempos se llamó Gunga Din, el libreto introduce ciertas modificaciones muy necesarias. En lugar del ejército británico que pelea en la India contra los fanáticos thugs se propone aquí a la caballería del ejército americano, afrentada por una tribu india igualmente fanática (y totalmente imaginaria), alrededor de 1873. El resto es casi igual, con la pequeña omisión del pozo de serpientes final y del espíritu altamente británico que campeaba en aquella historia. Los tres sargentos (Sinatra, Lawford, Martin) son muy amigos entre sí, liquidan a una colección de barbudos en una taberna, enfrentan casi solos el ataque de los indios en un pueblo que parecía desierto, hacen otra expedición a un lejano puesto enemigo, se les hace prisioneros y se liberan enérgicamente luego. En este asunto apenas incide el problemita de Lawford, que quiere dejar el servicio para casarse con una novia linda (Ruta Lee) pero que no podrá librarse fácilmente del uniforme. El resultado es divertido de dos maneras. Como muestra de humor interno entre los personajes principales, se apoya menos en los chistes verbales que en la burla silenciosa de unos a otros, o en la exageración deliberada con que son tratados los indios, los superiores y todo otro tipo de villanos; los barbudos del principio son ya una caricatura de maquillaje, antes de que se muevan siquiera. Como cine de acción y de suspenso, John Sturges ha hecho todo lo que debía hacer. No solamente despliega inusitadas violencias en un par de batallas, con una continua inventiva de chistes visuales para cada golpe, sino que crea una debida expectativa para la recorrida por el pueblo desierto, donde una flecha puede salir del cualquier recodo. Entre el libreto, la dirección y la actitud deportiva de los intérpretes principales, se deslizan casi dos horas muy vivaces. El resultado no significa nada, pero no abundan las películas divertidas últimamente, y acá se puede encontrar una. 22 de septiembre 1962.

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EL TERROR ES EJERCIDO por el ocioso Robert Mitchum contra Gregory Peck, un próspero abogado en un pueblito costero del sur de los Estados Unidos. Tiene contra él una antigua ofensa, por un incidente policial de ocho años antes, y ahora vuelve de repente a vengarse, insinuando que la víctima no será solamente Peck sino también su esposa y su hija de diez años (Polly Bergen, Lori Martin). El planteo de este asunto es bastante original. Por un lado, nadie duda de que Mitchum es una bestia feroz, porque el libreto se encarga de establecer datos laterales que lo establecen, particularmente su castigo sádico a una mujer de cabaret (Barrie Chase) que comete el error de creerlo atractivo. Por otro lado, es difícil atraparlo y someterlo a custodia policial. Ninguna de sus amenazas queda documentada, no hay prueba de ninguna tropelía, y hasta cuando pudo haber una, la mujer de cabaret se niega a testimoniar contra él, por razones de pudor público y quizás privado. Después de media docena de incidentes, el violento partido de ajedrez se resuelve en una emboscada final, cuyos planes son perfectos hasta que la realidad los complica. El auge del cine de terror debe ser la primera explicación de que Peck y su socio Sy Bartlett se hayan lanzado a hacer este film, sin otro sentido posible que el de confeccionar lo que los americanos llaman un thriller: un espectáculo encaminado a electrizar al auditorio. En un momento en que renacen Dráculas y otros monstruos, parece haber público dispuesto a sufrir. El plan del film es, sin embargo, bastante inteligente, porque descarta las fantasías de la imaginación e instala su terror en el ambiente real del pueblito sureño, un sitio muy apacible donde no hay otros conflictos y donde los buenos ciudadanos juegan de noche a los bolos. Las amenazas de Mitchum nunca son muy truculentas en el diálogo, donde el hombre conserva el ingenio, sabe tomar todas las cautelas legales y está siempre en una posición de superioridad, apenas traicionada el día en que censura a la policía por ejercer demasiada vigilancia sobre la casa de Peck (no sabe aclarar cómo supo ese dato). Entre Mitchum y un abogado picapleitos, todo suena muy amenazante, sin embargo. Ladra un perro que vigila en lo de Peck y de pronto ese ladrido se interrumpe. La niña ve venir a Mitchum cuando ella sale de la escuela y emprende una fuga enloquecida que termina justamente en los brazos de él. Y en la emboscada final, los planes brillantes se van entorpeciendo, hasta que otra vez renace el suspenso. El resultado es muy filoso. A ratos es imposible creer en la situación, que se excede de artificial, y a menudo no se puede creer en el diálogo, que es demasiado obvio. Pero todo el film parece el fruto de la habilidad en el libreto (no hay vueltas y cada minuto importa) y sobre todo un fruto de la habilidad del director J. Lee Thompson, que ha hecho toda clase de encargues comerciales pero que vuelve a través de los años a la intriga policial y a la aventura física en las que se ha destacado (Mientras espera la noche, Brindis para un espía, La bahía del Tigre, Los cañones de


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Navarone). El director acumula detalles en cada episodio y los va montando como un mecanismo de relojería. No cree mucho en su asunto, en lo cual hace muy bien, pero atrapa a un público que quiere ser atrapado. Mitchum acertó con un papel que le viene en tipo y está bastante temible todo el tiempo, lo que es un progreso notable en un actor que nació inexpresivo. Es más difícil el papel de Gregory Peck, que sólo debe sufrir con pocas palabras, pero lo hace con la sobriedad habitual. El libreto no se preocupa mucho de la vida interior de ambos personajes, una omisión que lleva a que el espectador viva preocupado del film y luego salga diciendo que el asunto no tenía mucho fondo. El frente tiene mucho interés. 5 de octubre 1962. Títulos citados (todos dirigidos por J. Lee Thompson) Bahía del Tigre, La (Tiger Bay, Gran Bretaña-1959); Brindis para un espía (Ice Cold in Alex, Gran Bretaña-1958); Cañones de Navarone, Los (The Guns of Navarone, EUA-1961); Mientras espera la noche (Yield to the Night, Gran Bretaña-1956).

: Europa a toda hora

Yo amo, tú amas

(Io amo, tu ami, Italia-1961) dir. Alessandro Blasetti. UN DOCUMENTAL SOBRE EL AMOR era la idea original y evidente de este film de Alessandro Blasetti. Fue hecho sin actores conocidos, aprovechando los muchos hombres y mujeres que se pueden filmar en calles y plazas de Roma, Londres, París y Moscú, sin perjuicio de llegar a escenas interiores en las que se necesita más colaboración. El planteo está muy claro en una escena inicial, que recoge a varios hombres preocupados y abstraídos en una calle romana, y les hace despertar al paso de una mujer que se contonea. Es la misma mujer que puede pasar por cualquier calle del mundo, con resultados parecidos, y así el film se aboca a registrar cómo el amor, o la posibilidad del amor, mueve tantas cosas privadas y algunas públicas en este mundo. El registro quiere ser muy completo. Abarca las formas iniciales de la galantería entre los niños, el correteo de los adolescentes, algunas formas maduras (menos variadas que la realidad), y finalmente el amor entre los viejos, tanto en la fase rosada (ancianos que se acarician en un parque) como en la más verde del espectáculo de striptease hecho en un club para millonarios. No hay una línea de diálogo en todo el film, que aparece explicado por Carlos Montalbán desde la banda sonora, a veces con un toque de ingenio, a veces con la gracia forzada que suelen usar los locutores castellanos. La carencia de diálogos ha llevado a prescindir de toda forma amorosa que no se pueda registrar en un minuto muy visual; apenas si asoman los celos, no hay ninguna pelea, no se insinúan las causales de ningún divorcio. Otra deficiencia se suma a tan incompleta exposición. A primera vista, se puede mostrar a mujeres que son atractivas, y a hombres que las miran, que no lo son.

Pero el film omite apuntar siquiera por qué algunos hombres (oh, no todos), pueden resultar atractivos para las mujeres. El resultado es que el film está hecho para hombres, con puntos extremos de contoneos, bikinis y striptease. Curiosamente, Montalbán explica las escenas como si todo el amor estuviera allí. No está ni la centésima parte. Blasetti es un productor muy hábil, que hizo un éxito con Europa de noche (Europa de notte, 1959)14 y que resolvió extender la receta de aquella recopilación cinematográfica, a sabiendas de que todo habitante del mundo quiere ver en cine algo de lo que no puede ver personalmente. Su habilidad explica que lleve cámaras perspicaces a varias ciudades, las enriquezca con excelencias de color e iluminación y las alimente con centenares de intérpretes anónimos y fugaces, entre los que se incluye un 80% de mujeres atractivas. Pero la idea del amor le quedaba corta y no le alcanzaba a un espectáculo de una hora y media, durante el cual no podía extenderse ciertamente en los puntos más arriesgados: apenas un vistazo a los bikinis, al striptease, a las revistas eróticas. Así que agregó mucho material espectacular, que resulta ser ajeno al amor. No hay que hacer mucho caso de Montalbán cuando explica que la lucha de dos hombres en un ring o un ballet bélico sean manifestaciones secundarias del amor. Allí está rellenando con palabras la falta de una ilación mejor para todo el espectáculo adicional y artificioso. En algunos momentos existe esa conexión: un ballet jugado contra telón negro por una pluma y un sombrero de copa, otro ballet negro demasiado simbólico entre cuatro parejas, y el apunte de una primera aproximación entre el hombre y la mujer que presencian un espectáculo en dos sillones contiguos de la platea. Pero no va más allá. En el film hay mucho material ajeno al amor: cinco hermanas que cantan, varios payasos de un circo, dos danzas violentas de un ballet moscovita, varios números de marionetas, dos guerreros lapones que luchan como un solo milagro de acrobacia, varios exóticos bailarines japoneses y otros números de variedades que desbordan todo inventario. Todo ello es insignificante como símbolo del amor, así sea muy lateralmente. Casi todo es atractivo y muy vistoso, sea por la competencia asombrosa de los bailarines, sea por el estupendo trabajo de cámara que Blasetti y su fotógrafo Aldo Tonti obtienen en algunos fragmentos, como el catch-as-catch-can berlinés, que está comentado en el montaje por imágenes fijas y tomas aceleradas. Y Blasetti muestra a menudo al público, con frecuente diversión, estableciendo causas y efectos de su espectáculo. También en su conjunto el film termina por ser tan vistoso como trivial. Tiene lindos toques de humor, como ese momento en que las monjas del colegio oscurecen la pantalla para que las pupilas no vean el beso que Erno Crisa se dispone a dar en una película romántica. Y tiene un solo momento de drama, cuando al final Blasetti registra las penurias de la despedida y el reencuentro de los enamorados, con tomas de autos, de trenes y de un aeropuerto al que penetra afanosamente Alex Nicol en busca de su mujer, con emotiva canción de Edith Piaf al fondo. Pero nadie aprenderá nada sobre el amor, excepto la idea ya antigua de que el amor es muy variado y de que con él se puede hacer de todo.

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Ver Tomo 2 A, pág. 569.

9 de octubre 1962.


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Napoleón de speaker

Historia escrita con sangre

(Austerlitz, Francia / Italia / Yugoslavia / Liechtenstein-1960) dir. Abel Gance. POCAS PRODUCCIONES ÉPICAS fueron tan charladas y pocas veces los diálogos fueron tan insoportables. Con una atracción invencible por el personaje de Napoleón, que ya le había originado en 1926 otro superespectáculo, el veterano director francés Abel Gance se puso a contar aquí tres años en la vida del famoso estratega. La anécdota abarca el período 1802-05, desde el tratado de Amiens a la batalla de Austerlitz, e incluye la oposición del ministro inglés Pitt, el ascenso del cónsul Bonaparte a emperador Napoleón, la visita a París del Papa Pio VII, el arresto y ajusticiamiento del Duque d’Enghien, la coalición austro-rusa que desemboca en Austerlitz y que daría a los franceses la primacía militar en el centro de Europa. Había mucha sustancia en esos tres años, y Gance se propuso utilizarla en un vasto registro, que abarca desde los tonos épicos de la batalla hasta la intimidad de Napoleón cuando se hace masajes después del baño o cuando discute su altura, la medida de sus zapatos o el tamaño de su cabeza. Pero Gance no tiene la menor idea de lo que debe ser la narración cinematográfica, un hecho demostrable con los últimos 45 años de su carrera. Concentra todos los episodios en Napoleón (Pierre Mondy) y en sus ayudantes, obteniendo así largos diálogos en que la Historia es explicada por los personajes que la viven, los que aparecen muy empeñados en intercambiarse información, para presumible enseñanza del espectador. Este antiguo procedimiento narrativo arruina la interpretación de Mondy, un comediante que pudo estar muy cerca del tipo requerido y que adquirió el estilo cortante, nervioso, incisivo que se aproxima a la figura del famoso insolente. Con diálogos verosímiles se podría creer en el personaje, pero Mondy aparece obligado a recitar la Historia diciendo Grandes Conceptos cada dos frases, y así nadie puede construir un retrato personal. Los diálogos han sido doblados al inglés, un hecho vinculado a la distribución americana. El estilo verbalista, combinado con toneladas de vestuarios de época y precarias composiciones frontales en casi todo encuadre, se prolonga hasta la misma batalla de Austerlitz, donde no impresionan mucho las imágenes de multitudes y donde toda la información se extrae de lo que se dicen entre sí las docenas de soldados, cabos, sargentos, tenientes, coroneles, generales y emperadores que se asoman a conversar frente a la cámara. El único entretenimiento que deriva del sistema es puramente deportivo y muy lateral. Los aficionados con buen ojo pueden competir en la identificación de los muchos intérpretes famosos del elenco. Los más fáciles son Orson Welles (dos escenas como el inventor Fulton) y Vittorio De Sica (dos palabras como Papa). Encontrar a Jack Palance, a Elvire Popesco, a Jean Marais, puede ser más difícil. Este deporte puede ser un consuelo para los aficionados que se prometen fundamentalmente la fascinante escena de la coronación (donde el

emperador se coronó a sí mismo, con clásica impaciencia) y se encuentran con que Abel Gance la saltea y la cuenta post facto con un diálogo muy servicial. Es probable que no le haya alcanzado el dinero, después de haberlo despilfarrado en el resto. También es probable que éste sea el último film de Abel Gance, que hoy tiene 73 años. Nadie está deseando que haga otro15. 13 de octubre 1962.

: Dos films bélicos HAY MUCHOS RASGOS COMUNES entre los dos films Columbia (1943-44) que ahora se reponen en el doble programa del Central. Ambos ocurren durante la guerra y precisamente en 1942. Ambos fueron dirigidos por Zoltan Korda, un húngaro que tuvo mejor fama en el cine inglés y al lado de su hermano Alexander. Ambos tienen como libretista a John Howard Lawson, uno de los Famosos Diez que en 1947 fueron expulsados de Hollywood bajo sospecha de comunismo. Y ambos se basan en asuntos rusos, lo que puede resultar extraño con la perspectiva de hoy pero resultaba entonces un hecho natural si se tiene en cuenta que durante 1941-45 Estados Unidos y Rusia fueron aliados ante el nazismo. • Contraataque (Counter-Attack, EUA-1945, dir. Zoltan Korda) no oculta su origen soviético y coloca a Paul Muni como soldado ruso en el frente alemán. En lo principal, la anécdota describe la tensión con que mantiene a siete prisioneros alemanes en un subsuelo, aguantando el sueño durante demasiadas horas, a la espera de que el ejército ruso avance hasta ese sitio y le libere de esa vigilancia. La escena da lugar a un complejo combate verbal entre los enemigos. Los alemanes quieren extraer a Muni el dato de cómo harán los rusos para atravesar un río que parece infranqueable, mientras Muni quiere extraer a los alemanes el dato de dónde ha sido ubicado su cuartel general de la zona. Hay mucha conversación con tal motivo. Los aficionados al cine bélico podrán tropezar en ese mar de diálogos, sobre el que se intercalan algunas operaciones exteriores secundarias y un poco de fotografía submarina. El film ha sido tomado de una pieza teatral rusa, luego convertida a pieza teatral americana, luego convertida a film americano. Y aunque es muy buena la fotografía de interiores por James Wong Howe, toda la anécdota parece estirarse sin brillo y sin crecer en el suspenso. Hay que deducir que la pieza teatral calculaba mejor sus efectos, sus sorpresas, sus tensiones finales. Quizás también aprovechaba mejor al único personaje femenino Sin embargo hizo uno más (Cyrano et d’Artagnan) y otros dos para la TV francesa (Marie Tudor y Valmy).

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(Marguerite Chapman), una guerrillera rusa herida que se queda demasiado quieta. La interpretación de Muni es la que fuera habitual en él durante los diez años previos a este film, pero las nuevas generaciones podrán descubrir su sencillez, su fuerza, su ingenua picardía. • Sahara (EUA-1943, dir. Zoltan Korda) es un producto más atractivo como cine y tiene una historia más elaborada. El original de su asunto es un film ruso de 1937, conocido aquí como Todos los soldados fueron valientes (Trinadsat) y dirigido por Mikhail Romm; en esa etapa era una excelente aventura del desierto, jugada por la caballería roja en incidencias de la guerra civil, y desde luego ambientado en territorio ruso. La adaptación de 1943 modifica esos términos y coloca a un grupo de americanos e ingleses, desplazados por la campaña africana hacia el desierto: allí tienen a un tanque blindado por toda protección y con él buscan agua y se enfrentan a nazis e italianos. Es bien sabido que las fuerzas aliadas de la campaña africana abundaban en soldados británicos, pero el film modifica también el punto, dedica su veneración a la IV División de Tanques del ejército de Eeuu, y da a cuatro americanos (Humphrey Bogart, Lloyd Bridges, Bruce Bennett, Dan Duryea) la primacía en las acciones. También aquí figuran los diálogos de ocasión, subrayando la dignidad y la libertad de los aliados, la disciplina y el fanatismo de los nazis. Pero las acciones son realmente acciones, con lo que el film podrá ser muy entretenido. El grupo de tanquistas debe recoger a otros compañeros que quedaron dispersos, debe buscar agua, debe aguantar el ataque de un avión alemán y luego una tormenta de arena. Atrincherado en una pequeña fortaleza de la que surge el único manantial de agua en cientos de millas a la redonda, el pequeño grupo resiste el ataque de centenares de soldados nazis y termina por capturarlos en forma novelesca tras prolongada batalla. Hay momentos de tensión y de violencia en la exposición de esos diez episodios, demostrando que Zoltan Korda estaba más cómodo en los escenarios exteriores que en los diálogos. Incluso hay cierto interés dramático en la exposición, sea por la muda alarma que se crea cuando no hay agua donde debiera haberla, sea por la crisis de sentimientos y deberes que se provoca cuando hay que decidir si al soldado italiano (J. Carrol Naish) se le abandona en el desierto o se le deja en el tanque, como un consumidor más del agua tan deseable. La intriga más inquietante del film es su lejano origen ruso. Todo el asunto y su exposición se parecen mucho a un centenar de films bélicos americanos e ingleses, ninguno de los cuales necesitó basarse en otro film ruso de 1937. Atrás de la eficaz aventura debió haber alguna historia más secreta. 17 de octubre 1962.

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La otra cara de un mito

A cada cual su propio infierno (All Fall Down, EUA-1962) dir. John Frankenheimer.

EL PRIMER RETRATO de Warren Beatty que ofrece el film es el tan estimado por una zona de la juventud moderna, con un símbolo adecuado en la figura que James Dean hizo popular hace pocos años. Es el joven atractivo, buen mozo, amoral, que tiene un éxito novelesco con todas las mujeres, no sabe bien por qué vive en este mundo y sólo atina a juntar una aventura sexual tras otra, mientras vagabundea entre empleos y ciudades. Ese retrato inicial tiene dos caras, y ambas están expuestas desde el principio. Por un lado, el personaje provoca una atracción irresistible en otros jóvenes que envidian ese carácter de aventurero (y particularmente en su hermano menor, actuado por Brandon De Wilde), mientras docenas de mujeres, en la realidad y en la platea, pueden suspirar por este despeinado de tanto sex-appeal. Por otro lado, Beatty representa al irresponsable, que vive al margen de la ley como gigoló, quizás como ladrón, seguramente como rebelde: hoy castiga a una mujer, mañana rompe una vidriera. Como lo cuenta el film, ambas zonas del personaje entrarán en conflicto cuando Beatty se decide a volver a su hogar, donde todavía es extrañado y querido por su hermano y por sus padres (Karl Malden, Angela Lansbury). Tras las primeras resistencias, se acomoda a esa vida burguesa y emprende un romance con la joven amiga de su familia (Eva Marie Saint). Pero el trance revelará su irresponsabilidad esencial, por la que se llega a la tragedia. Si algo está claro en esa parábola, es que los bohemios sólo sirven como bohemios. Mientras lo sean, podrán provocar suspiros de la platea, conseguirán insinuaciones eróticas de mujeres solitarias y serán vistos por adolescentes más jóvenes como un ideal de vida aventurera. Cuando dejan de ser bohemios, son también los delincuentes que la sociedad rechaza. A la larga, el film muestra con todo realismo adónde conduce el mito de James Dean, de Marlon Brando y de los otros símbolos. Esa agudeza de planteo social no es el único acierto de este drama. Junto a su amplia metáfora, y en un nivel de naturalismo que trasluce la presencia del libretista William Inge, se reiteran aquí algunos retratos básicos de la familia americana: la madre dominante, gritona y sentimental, que tiene más sensibilidad que luces, el padre jactancioso y ligeramente ebrio, el hijo menor deslumbrado por una vida más rica y ruidosa que la que puede conocer en su hogar. Estos personajes son casi de repertorio, y empiezan por componer un cuadro muy convencional, que en la primera media hora del film se estira en lo descriptivo, sin bastante asunto que lo sustente. Pero se afirman después, cuando la vuelta del hijo mayor crea nuevas tensiones domésticas que culminarán en la tragedia final. Por la precisión de situaciones y diálogos, por la sólida actuación de Angela Lansbury y de


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Karl Malden, por la fuerza explosiva de las instancias finales, ese retrato convencional llega a adquirir una convicción desacostumbrada. Parte mayor de ese mérito corresponde al productor John Houseman (un nombre ignorado por muchos y sin embargo un perfeccionista reconocido a través de casi todo film propio) y al director John Frankenheimer, que llegó al cine desde la televisión, hizo solamente tres films (los otros: El joven extraño, Los jóvenes salvajes) y es ya uno de los valores nuevos de mayor lucimiento. El estilo de Frankenheimer es elusivo y difícil de caracterizar, quizás porque, como William Wyler en su mejor época, el director se despreocupa de los efectismos más visibles y procura establecer causa y consecuencia, acción y reacción, con un dominio claro del tiempo, del espacio, de lo que los personajes sienten y quieren, y no sólo de los que los personajes dicen. En alguna escena, como la vuelta de Beatty a su hogar y el primer encuentro con la muchacha, Frankenheimer deja muy clara la enseñanza de Wyler, afirmándose en gestos y movimientos, con marcada economía de palabras. Consigue con la misma sobriedad un momento muy intenso cuando Eva Marie Saint debe reconocer ante su galán que ahora está encinta y que, sin embargo, no le pide nada: apenas unas palabras susurradas, con la mirada hacia abajo, silencios tensos, y una crisis que progresa. Es el mejor momento de la actriz en el film y en varios años. Y, sin embargo, Frankenheimer no se limita al naturalismo. En otro momento obtiene un repentino giro romántico para mostrar el amor que surge en la pareja: un concierto al aire libre, las dos figuras que se alejan, un beso lejano que se prolonga en continuas sobreimpresiones hasta lograr un énfasis emocional. También un maestro llamado George Stevens está en la formación del joven director. Hay límites para los aciertos del film. Un libreto más concentrado, menos disperso en la exposición inicial, habría quitado la variedad de escenarios y de personajes secundarios pero habría obtenido una mayor fuerza en un drama que se juega realmente entre unas pocas personas dentro de una casa. La interpretación de Warren Beatty impresiona como una composición muy marcada por el director, pero carente del aliento irracional y viril que depende más del galán que de quien le dirige. Y todo el papel de Brandon De Wilde, como hermano menor que debió ser el testigo y el narrador del drama (con un eco de lo que el mismo intérprete hizo en El desconocido de Stevens, por cierto) parece demasiado pasivo, demasiado distraído del cretino esencial que es su hermano mayor. La revelación final de quién es el protagonista y de hasta dónde es equívoca la simpatía inicial que despierta, es una verdad que el espectador sabe mucho antes que los personajes, debilitando la fuerza de un drama que por otros conceptos parece tan bien escrito, interpretado y dirigido. 19 de octubre 1962. Títulos citados (dirigidos por Frankenheimer salvo donde se indica) Desconocido, El (Shane, EUA-1953) dir. George Stevens; Jóvenes salvajes, Los (The Young Savages, EUA-1961); Joven extraño, El (The Young Stranger, EUA-1957).

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Realización excelente

Los valientes andan solos

(Lonely Are the Brave, EUA-1962) dir. David Miller. HAY ALGO MÁS que un western en esta sencilla historia de un cowboy fugitivo (Kirk Douglas). Como ya lo hicieron otros en A la hora señalada, los temas del género sirven aquí para trazar un comentario melancólico sobre la sociedad en que este género se inscribe y sobre los seres humanos que lo viven. Lo que marca el film desde su primera escena es un contraste entre este cowboy que descansa en el campo junto a su yegua y los aviones a chorro que surcan el cielo. En esa sola imagen se anuncia ya, lacónicamente, el contraste que habrá de nutrir a todo el asunto. Por un lado hay una sociedad con sus leyes, sus mujeres conservadoras, el helicóptero en el cielo, las tremendas carreteras llenas de vehículos, a cuyos costados los autos viejos se apilan literalmente como chatarra. Por otro lado, este cowboy vagabundo viene de ningún lado, como una figura de leyenda (como El desconocido de George Stevens, por cierto) y se caracteriza como un individualista y como un romántico. Por salvar de la cárcel a su único amigo (Michael Kane), el protagonista se hace encarcelar, proyecta una fuga con su amigo, termina por hacerla solo, y desde entonces es perseguido por la policía a través de caminos y montañas. En la situación, en los énfasis de los diálogos, asoma una y otra vez la idea de que este romántico es un último representante de una tradición que se desvanece. El libretista Dalton Trumbo cae en muy poca literatura para decirlo así. Se apoya en la relación entre el protagonista y su yegua, a la que no quiere abandonar durante la fuga, aunque el animal es realmente una molestia entre las escarpadas montañas a dónde conduce la acción. Y se apoya en la comprensión silenciosa y un poco admirada que por el cowboy manifiesta el propio sheriff que lo persigue (Walter Matthau), un hombre de actitud amable, filosófica, que tiene muy poco interés en una persecución sanguinaria y que reitera una y otra vez el respeto por su enemigo. Hay algunos diálogos más explícitos en el dibujo del drama: uno de Douglas y la mujer llega a establecer concretamente el dilema de que la felicidad esté en la vida sedentaria o en la nómade; otro de Douglas y su amigo, antes de comenzar la fuga de la prisión, establece el parecido dilema de cumplir con la justicia o de huir a una libertad que sólo será un permanente sobresalto. En el conjunto, el film está impregnado de un contraste entre Quijotes y Sanchos, llevados ambos a los términos naturalistas pero también poéticos que un western permite enunciar. El tema era tan simple, tan escueto, que se hace explicable la caída de los realizadores en alargarlo un poco más, intercalando episodios secundarios. Uno de éstos se mantiene en el tono general, al presentar una pelea entre Douglas y un manco agresivo (Bill Raisch) y postular para esa lucha feroz la regla demasiado caballeresca de que Douglas pelee con una mano sola para no tomarse ventajas indebidas. Otros se desvían del centro: viñetas humorísticas para los ayudantes del sheriff, presentación reiterada de un camionero que debería oficiar como símbolo de la muerte pero que no impresiona adecuadamente como tal.


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La realización tiene momentos notables, mucho más importantes por deberse a un director como David Miller y un fotógrafo como Phil Lathrop, cuyas credenciales previas no llevaban a esperar tanto. En el detalle de las situaciones dramáticas, como en la aventura exterior, la cámara y el libreto apuntan una y otra vez la acción y la reacción, el gesto significativo, una tensión que se crea y que debe resolverse de inmediato. La fuga final por las montañas, que ocupa el tercio final del metraje, es particularmente expresiva como labor de los realizadores. No sólo la cámara hace allí prodigios entre bosques y precipicios, trabajando desde y hacia un helicóptero, sino que la acción misma es de particular dificultad, por los riesgos físicos que presentaba (un caballo empujado cuesta arriba, por ejemplo) y por la perfecta coherencia con que la persecución es marcada desde el punto de vista del fugitivo y de los diversos equipos de la policía. Kirk Douglas produjo personalmente este film, en su tercera colaboración con el libretista Dalton Trumbo (Espartaco, Último atardecer) y en un nuevo y deliberado retrato de hombre vigoroso y valiente, cercado por las circunstancias. Está muy en papel, quizás porque le fue hecho de medida, pero también es muy convincente el resto del elenco, en el que sobresale Walter Matthau como sheriff, un trabajo de composición que deberá ser recordado. Entre la interpretación, la realización y el tema, hay en el film más y mejores cosas de las que se suelen esperar de un western común. 23 de octubre 1962. Títulos citados A la hora señalada (High Noon, EUA-1952) dir. Fred Zinnemann; Desconocido, El; (Shane, EUA-1953) dir. George Stevens; Espartaco (Spartacus, EUA-1960) dir, Stanley Kubrick y (sin figurar) Anthony Mann; Último atardecer (The Last Sunset, EUA-1961) dir. Robert Aldrich.

: Alegato prolongado

No matarás

(Tu ne tueras point, Francia / Italia / Yugoslavia-1961) dir. Claude Autant-Lara. EL MANDATO BÍBLICO está expuesto aquí a través de dos casos individuales, muy distintos de origen, y hasta contrarios en cierto sentido, pero reunidos en una misma discusión pública y en un doble proceso judicial simultáneo, que se realizó en Francia en 1949 y que el film recoge con cambios en los nombres de los protagonistas. En el primero, un sacerdote católico que además es soldado alemán (Horst Frank) se ve obligado a fusilar a un prisionero francés de la Resistencia, en el mismo momento en que los alemanes estaban abandonando París (agosto 1944). La investigación de ese crimen de guerra se hace durante 1948-49, mientras se provoca el segundo caso, que

tiene por centro a un joven francés (Laurent Terzieff), convocado a prestar su servicio militar, empeñado en la negativa de vestir su uniforme. Este segundo caso es muy preciso en cuanto al mandamiento bíblico. La posición de Terzieff es negarse a matar, porque sus convicciones católicas se lo impiden, y así el hombre se hace firme en sus ideas: no vestirá el uniforme, aunque eso lleve a un conflicto con las autoridades militares inmediatas, a la prisión preventiva y al proceso. La conciencia de los dos problemas individuales da un particular relieve a su exposición, porque agudiza las paradojas de una sociedad, de una justicia y de una Iglesia que no han sabido tomar hasta hoy una posición clara. El militar alemán aparece vestido de cura en el proceso, convocando implícitamente una protección de la Iglesia para su caso, y es efectivamente exonerado de culpa, sobre la base muy discutible de que si mató a alguien en 1944 lo hizo cumpliendo órdenes superiores, atendiendo más a su posición subordinada en la jerarquía militar que al imperativo de su conciencia. El joven francés reniega de ser católico, en cambio, porque a mitad de proceso advierte que sus convicciones cristianas no son respaldadas por una Iglesia que bendice armas y que se ha aliado de varias maneras con la organización militar. Y es finalmente condenado a prisión, como un mal ejemplo social. Así el film establece, en los dos casos, que la sociedad constituida no apoya a la conciencia individual sino a las necesidades de una organización colectiva. Éste deja muy mal parados al gobierno, al ejército y a la iglesia, en Francia, como en buena parte del mundo. Si la sociedad es capaz de exonerar a quien comete un crimen de guerra de motivación nazi, y si además es capaz de condenar a quien se niega a vestir un uniforme en época de paz, algo anda mal en la sociedad. El doble incidente ocurrido en 1949 tuvo por históricos protagonistas a un abate alemán llamado Muller y a un joven francés llamado Jean-Bernard Moreau. El film no aclara los nombres, pero hace cuestión, en advertencia inicial, de que estos casos son históricos, por casual y forzada que parezca su coincidencia. En las circunstancias, es muy explicable que el director Claude Autant-Lara y sus libretistas hayan debido esperar varios años antes de realizar la filmación, que tropezó con toda clase de dificultades en Francia e Italia. Debió realizarse finalmente en Yugoslavia, y el film fue inscripto como yugoslavo en el Festival de Venecia (1961), donde provocó a su vez otro escándalo. Tiene demasiada rebeldía contra el orden constituido, y cabe imaginar muy bien la lucha del clero y del ejército por impedir que se difunda esta obra de clara denuncia. El film permite fáciles objeciones, sin embargo. Una muy nítida, que deriva de sus mismos juegos de ideas, es que simplifica el mandato bíblico sin contemplar la complejidad de la misma organización social. Si se condena a quien mata a un semejante (aunque éste sea un criminal sin redención) también debe condenarse a quien mata a un animal por deporte; si se condena la guerra, también debe condenarse, complicadamente, a la política que arrastra a esa guerra; si se condena el uso de armas se deja sin salida a quienes se rebelan contra una dominación extranjera. El Ejército y la Iglesia tienen su causa por alegar, una vez que todo lo dicho por el film ha sido puesto sobre el tapete. En otros sentidos, es más fácil objetar al film por su forma narrativa y dramática. Tiene ideas que exponer y un caso histórico del cual prenderse, pero no tiene la fuerza del alegato que transporta. Es larguísimo, se demora en cosas accesorias, se atiene a conversaciones expositivas, sin adquirir nunca el brillo lacónico y cortante de la situación dramática recreada. Hay sólo algunos


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momentos en que el choque de la situación se hace presente: el minuto en el que Horst Frank debe matar a su prisionero francés y decide rezar una misa previa con él, o el otro momento tenso en que Terzieff recibe en la cárcel a su madre (Suzanne Flon), separados ambos por dos tejidos de alambres y un guardia. Son apenas momentos. En general, Autant-Lara y sus libretistas han caído en la trampa más fácil del cine de ideas, que es poner esas ideas en boca de los personajes, y convertir en un disimulado torneo dialéctico a lo que debió ser un drama tenso. Autant-Lara ha sido un director estimable en el pasado (Pasión de una noche, El diablo y la dama, El trigo joven, La travesía de París), pero en los últimos años ha transado con el cine comercial y se ha constituido en líder francés de la lucha contra la Nouvelle Vague, de la cual se ha reído alguna vez con ingenio. En ese contexto, este film reciente lo coloca en una ambigua posición. Por las ideas inconformistas que manifiesta, y por el empeño en filmarlas, su obra es más propia de un joven rebelde que de un veterano. Por la forma lenta, verbosa, prosaica, su film hace desear que AutantLara se hubiera resignado a ser el productor de un director con más inquietud formal. 13 de noviembre 1962. Títulos citados (todos dirigidos por Claude Autant-Lara) Diablo y la dama, El (Le Diable au corps, Francia-1947); Pasión de una noche (Douce, Francia-1943); Travesía de París, La (La Traversée de Paris, Francia / Italia-1956); Trigo joven, El (Le Blé en herbe, Francia-1953).

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Cruel y fascinante

Mondo cane

(Italia-1962) dir. Paolo Cavara, Gualtiero Jacopetti, Franco Prosperi. ES BASTANTE ATERRADOR este documento sobre la especie humana. Ha sido filmado alrededor del mundo, por expertos camarógrafos, con cierta deliberada atención a los rasgos más extravagantes, ridículos y crueles de la conducta, por razones de sexo, muerte, alcohol, comida, tradición o necesidad. Igual que en América Insólita16 (1958) el documental de François Reichenbach que resulta un claro precedente en el caso, los realizadores han elegido el material de su documental con la obvia intención de volcar los sentidos hacia un solo lado. Hay trabajos, ideales y cosas nobles en el mundo, pero Jacopetti y sus colaboradores eligieron, muy a sabiendas, las zonas más crueles, materialistas y grotescas. En esto sólo son culpables a medias, porque lo que parece condenable en Occidente puede ser una tradición querida en Oriente, como ya fuera señalado por Blasco Ibáñez y otros 16

Ver pág. 308.

observadores del mundo tal cual es. En un cementerio de Los Ángeles la burguesía americana entierra sus perros muertos con la ceremonia, el llanto y la placa de mármol; en Formosa los perros son un artículo comestible, al nivel de los pollos, y aparecen tratados como una mercadería más. En Europa y en América las serpientes son bichos desagradables, pero en muchas zonas de Asia son expuestas también en el mercado, compradas como pescados, comidas con indolencia. En la opinión del observador occidental, los cadáveres de los seres queridos deben ser enterrados y respetados hasta el olvido, pero el film muestra a una hermandad romana que pone a todos sus integrantes, incluyendo niños, en el peculiar menester de limpiar y lustrar periódicamente las calaveras guardadas en inmensas cavernas. Sobre la diversidad y la extravagancia de la especie humana será difícil juntar un testimonio más rico que éste. En un inmenso inventario, recogido en buena parte de América, Europa y Asia, cabe destacar: - la crueldad del matadero de cerdos en Nueva Guinea, donde la cámara recoge golpes y sangre hasta la náusea; - el refinamiento del restaurant neoyorquino que se dedica a preparar platos con moscas, cucarachas y otras pestes; - el sentido práctico con que los americanos aniquilan a sus autos viejos, convirtiéndolos en chatarra apeñuscada; - el ridículo de los turistas americanos ya maduros que toman en Hawaii sus clases de “hula”; - el entusiasmo con que comienza la gran borrachera en Hamburgo y la mezcla de asco y melancolía en que termina, con la imagen de una anciana que baila sola mientras la música acomoda su melodía a las cadencias de un refinado ballet; - la locura española de salir a desafiar a toros sueltos en la plaza pública, no sólo como deporte sino como una prueba de hombría en la que está prohibido correr. De esto y de mucho más se nutre el film. Su variedad es su riqueza. En episodios que duran sólo unos minutos, y que a menudo aparecen contrastados entre sí, con toda malicia, el film no solamente elige un material fascinante, sino que lo documenta con una abundancia de imágenes (en color) y una medida compaginación, que abarca también el uso de la música y que deriva en algunas secuencias de particular logro cinematográfico: las obesas americanas que se masajean mientras el film imita los ritmos de un ferrocarril, o los chinos que devoran manjares a la espera de que mueran de una vez los parientes agonizantes en el piso de arriba. Este no es un film de toda la especie humana para toda la especie humana. Está tan inclinado a mostrar la crueldad y la ignorancia que a menudo rebusca en lo que no importa mucho, como la adoración de los salvajes del Pacífico por los misteriosos aeroplanos. Y es tan directo en sus imágenes que podrá provocar la repugnancia de espectadores sensibles que no quieran ver cómo los nativos de alguna isla oriental decapitan toros de una sola cuchillada (con los auspicios del ejército británico) o cómo otros nativos toman su venganza contra los tiburones de la costa: en lugar de matarlos, les ponen erizos venenosos en la garganta, para hacerles agonizar durante una semana, sin advertir quizás que los otros tiburones no se intimidan. Con la sola excepción de tales espectadores sensibles, el resto del público podrá seguir el espectáculo con un vivo interés por saber los extremos


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más crueles, morbosos o por lo menos raros de este mundo. La realización es siempre de primera categoría, en cuanto a fotografía, color, música y montaje; sin tal competencia de Jacopetti y de sus socios, el film no tendría ese brillo. 14 de noviembre 1962.

: Truculencia con talento

La escalera de caracol

(The Spiral Staircase, EUA-1946) dir. Robert Siodmak. COMO SUELE OCURRIR con el cine de terror, casi todo lo que hay en este film parece increíble si es brevemente contado. La acción ocurre en 1906, en una casona de Nueva Inglaterra, rodeada de árboles misteriosos, castigada por una lluvia implacable, poblada de escaleras, cortinados, penumbras. Allí la mucama protagonista (Dorothy McGuire) sufre su mudez y el terror cada vez más cercano del asesino que ronda por el pueblo y que se especializa en mujeres indefensas y defectuosas. Ese asesino puede ser cualquier personaje cercano: la anciana postrada en cama (Ethel Barrymore), sus dos herederos (George Brent, Gordon Oliver), la mujer de uno de ellos (Rhonda Fleming), la enfermera malhumorada (Sarah Allgood), la sirvienta ebria (Elsa Lanchester), quizás el médico que parece tan bueno (Kent Smith). En una serie de secuencias, que incluyen dos crímenes y todo tipo de amenazas, Dorothy McGuire ve estrechar el cerco en su derredor, sin poder gritar, sin poder hacer una llamada telefónica salvadora, hasta que la solución llega en el último minuto. Sobre este asunto, que pudo ser el de cualquier film truculento hay una virtud general: la convicción con que ha sido realizada, desde la escenografía de la mansión hasta el encuadre minucioso de los momentos capitales. Este fue en 1945 uno de los mejores films que Robert Siodmak (nacido en América, formado en Alemania) habría de realizar en Hollywood, y cabe compararlo por su eficacia con La dama fantasma (Phantom Lady, 1944) y con Los asesinos (The Killers, 1946), momentos altos de una carrera que ha tenido momentos mediocres. El director ha tenido en el caso (por gestión de Dore Schary en Rko) la libertad creadora de cuya falta se ha quejado en otros casos: parece haber construido su film con un total dominio de sus propósitos, y así ha obtenido la traslación de un clima opresivo, un equivalente cinematográfico de lo que Edgar Allan Poe hiciera en sus cuentos. El espíritu del film está enfáticamente puesto en ese primer crimen, intercalado con una proyección de cine mudo, y culminado en un inmenso plano que muestra todo el terror en el rostro de la víctima; sigue después por la reiterada presencia del ojo criminal que acecha desde la oscuridad, o por el pensado encuadre con que Siodmak presenta luego la muerte de Rhonda Fleming, su cuerpo

envuelto en la oscuridad, dos manos que se agitan a los costados. De todo lo que ha puesto Siodmak aquí, la zona más destacable es el énfasis en que marca la mudez de Dorothy McGuire, no sólo en los golpes con que procura llamar la atención de un policía cercano (pero esos golpes se confunden con los del viento) sino en la ensoñación con que imagina buscar a su galán y llegar finalmente a una ceremonia matrimonial en la que no puede pronunciar su asentimiento a la boda. La revisión de Escalera de caracol lleva a mostrar más al descubierto los escasos pretextos con que el libreto propone el terror: no hay bastante motivación en el criminal, y hay demasiado azar en las circunstancias de sus actos. Pero los amantes del género estimarán la imaginación y la solvencia técnica con que Siodmak, sus escenógrafos y particularmente su fotógrafo Nick Musuraca han resuelto esta truculenta aventura. De esta calidad en el género hay pocos ejemplos17. 15 de noviembre 1962.

: Buen cine psicológico

Golpes de la vida

(Les Mauvais Coups, Francia-1960) dir. François Leterrier. EL TRIÁNGULO DE ESTA HISTORIA podría ser vulgar. Es la irrupción de una joven maestra de veinte años (Alexandra Stewart) en un matrimonio maduro que está descansando en una zona de caza de la provincia francesa (Reginald Kernan, Simone Signoret). Los lazos que unen a los tres personajes no son vulgares, sin embargo. El matrimonio arrastra ya sus diez años de convivencia, el recuerdo de infidelidades ciertas o deseadas, y una curiosa mezcla de atracción y rechazo entre los cónyuges, que el film informa, con escasas palabras y sagaz observación de la cámara, durante una secuencia inicial en que ambos han salido a cazar aves junto a un inmenso pantano. Y el dato más peculiar del asunto es que es la misma Simone Signoret quien acerca a la muchacha hasta su marido. La mujer tiene una vitalidad intensa y apasionada, que ahora deriva ya al alcohol y al juego, pero es además una observación severa de sí misma, se sabe ya madura y poco atractiva. Cuando emprende su acercamiento con la muchacha, lo hace con una peculiar dualidad de sentimientos: por un lado está entregando a su marido en brazos más jóvenes, con cierto aire de renuncia y de sacrificio, pero por otro lado está examinando su propia capacidad de celos y la capacidad de su marido para animarse al adulterio. En todo ese juego, que Simone Signoret desarrolla con la competencia de una actriz superior, 17

Ver además Tomo 2 A, pág.325.


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el personaje habrá de fracasar. Llega a contagiar a la muchacha con su vitalidad y su franqueza, pero no consigue ciertamente su amistad ni consigue tampoco hacer caer a su marido en las trampas de la situación. Para todos los dobleces psicológicos de esta relación, el novelista Roger Vailland y el director François Leterrier han preparado un tratamiento muy minucioso, que procura marcar en cada secuencia los juegos de ideas y sentimientos que se esconden bajo la superficie. El momento más significativo, convocado por el aparente azar, muestra a la mujer casada señalando a su marido cómo la muchacha, que viene de la lluvia de fuera, se parece a la que ella misma era diez años atrás: el otro momento de extraños relieves pone a la mujer mayor en la tarea de peinar, maquillar y vestir a la muchacha, embelleciéndola para el hombre al que verá en seguida. El tema evoca inevitablemente a un antecedente de Robert Bresson (Les Dames du Bois de Boulogne) y es inevitable vincular con el maestro al director François Leterrier, que debuta aquí como director, después de haber sido protagonista de Un condenado a muerte se escapa. El estilo de Bresson, con un toque adicional de Antonioni, se trasluce en muchas secuencias, apoyadas en el paisaje, los cielos grises, el movimiento lejano de los personajes, un diálogo escueto en el que importan los silencios. Y cabe pensar que Leterrier ha revisado todo Bresson, y particularmente El diario de un cura rural, antes de concebir una escena tan precisa y sintética como la que juegan el marido y la muchacha, hablando primero de un adulterio anterior. Tras una pausa él dice La pasión no tiene moral; tras otra pausa ella dice Yo le amo y se aleja rápidamente del sitio. Leterrier no se limita a la imitación de Bresson, por clara que parezca su vocación de hacer un cine dramático tan sobrio y preciso. En las escenas interiores parece muy seguro del movimiento de sus personajes y de la colocación de los énfasis de cada situación; los sigue con elaborados movimientos de cámara, los trae y los lleva frente a los espejos, apunta de pronto un gesto significativo, enlaza dos escenas distantes continuando un mismo diálogo. Muestra, en fin, mucho de lo que la técnica puede dar cuando un director se propone un estilo al que se siente atraído por sus ideas y su sensibilidad. Si hay un defecto en su film es la lentitud, pero Simone Signoret aparece tan intensa, Alexandra Stewart tan justa en su papel, que esta primera experiencia de un joven director puede ser vista con el placer de asistir a la revelación de un talento para el cine psicológico. Apenas el film llega a plantear su tema, todo lo que sigue tiene la convicción y la inteligencia de un cine maduro, hasta culminar en cinco minutos finales que son un modelo de síntesis y sobreentendido. Es una fortuna que Leterrier no quiera hacer una revolución en el cine y que prefiera la sólida forma narrativa de sus mayores. 18 de noviembre 1962. Títulos citados (todos dirigidos por Robert Bresson) Damas del bosque de Boloña, Las (Les Dames du Bois de Boulogne, Francia-1945); Diario de un cura rural (Journal d’un curé de campagne, Francia-1951); Un condenado a muerte se escapa (Un condamné a mort s’est echappé, Francia-1956).

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Sátira a medio camino

El televisor

(Argentina-1962) dir. Guillermo Fernández Jurado. LOS TELEVISORES DEBEN SER incluidos entre los grandes males de esta época, y ya era hora de que alguien les dedicara una sátira. En la pieza teatral de José de Thomas (conocida aquí en una versión de Teatro Libre, abril 1962) se marcan los efectos de disolución familiar que provoca el maldito aparato. En la adaptación cinematográfica, la sátira debía ser más cruel, primero porque el medio expresivo se lo permite, y después porque el cine tiene fundados motivos para agraviar a la televisión. Lo que cuenta el film es muy simple. Es la desventura de Ubaldo Martínez, que empieza por tener una familia unida y comer a la hora, pero que resbala a comprar un televisor y al rato tiene la casa invadida por los vecinos, la comida sin preparar, el ruido permanente, la imposibilidad de conversar, trabajar o hacer solitarios con las barajas. El film marca el cuadro doméstico y lo prolonga hasta la aventura erótica del protagonista con una muchacha de cabaret (Inés Moreno), en cuyos brazos se echa por falta del perdido cariño familiar. Y lo prolonga aún más hasta la pesadilla en que Martínez se ve alimentando en la boca a los inmutables familiares y vecinos, haciendo solitarios con fotos de estrellas de TV y despertando de pronto en otro mundo. El director Guillermo Fernández Jurado, que debuta en el largo metraje con este film, ha visto la necesidad de la inventiva visual para animar esta sátira. La escena de la pesadilla está, por ejemplo, concebida sobre fondo blanco, con figuras muy bien recortadas, movimientos irreales, perspectiva agudizada, como un verdadero sueño. El cuadro doméstico está debidamente intercalado con imágenes de las seriales de TV, y en alguna escena separada, como el romance del hijo de la casa con la vecinita, se perfila la influencia de Cheyenne y otros héroes. Este contagio está expuesto por otra parte en giros verbales, en un disfraz callejero de cowboy y en los muchos otros síntomas de la obsesión colectiva por vivir otras vidas que la propia. El film carece de un estilo, sin embargo. Acumula el chiste verbal y la situación suelta, pero no tiene mucho asunto ni tiene mayor idea para desarrollarlo. El resultado es que se prolonga con lentitud, incluso en secuencias bien concebidas como la de la pesadilla, e incurre alguna vez en el monólogo explicativo o en el diálogo servicial, dos concesiones a la improvisación y a la necesidad. Lo que había que hacer con El televisor era una sátira feroz, que marque la indolencia con que cada telespectador se queda frente al aparato, a veces obsesionado con lo que ve, pero mucho más a menudo estirado en la inútil espera de que sea más interesante lo que sigue. Entre esa conducta doméstica, la idolatría por los astros extranjeros casi anónimos y la mediocridad de los programas locales, todo el fenómeno de la TV es un tema que está a la busca de autor. El film apenas roza la superficie de su material, indeciso entre un cuadro naturalista de


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sus personajes y el humorismo ácido que debía recubrir a toda la exposición y no solamente a algunas de sus partes. El humorismo es fuerte e incisivo en los dibujos iniciales de Garaycochea que sirven de fondo a los títulos; después de va apagando hasta el conformismo. 23 de noviembre 1962.

: Interesante film bélico

El que mató por placer

(War Hunt, EUA-1961) dir. Denis Sanders. EL TITULAR ES UN CRIMINAL (John Saxon), pero es también un soldado americano durante la guerra de Corea, así que sus expediciones nocturnas y solitarias en el frente, aunque están dedicados al asesinato de centinelas chinos, pasan por una conducta deseable. Las peculiaridades de esta situación se prolongan en la actitud del personaje, que hace una suerte de rito en cada muerte, se tizna la cara como si se aprontara para una ceremonia, y tiene una relación más posesiva que paternal con el niño coreano y huérfano (Tommy Matsuda), que acompaña voluntariamente al batallón. Esto y algo más es descubierto por el nuevo soldado americano que ingresa al grupo (Robert Redford) y que fracasa en conseguir la amistad o siquiera la comunicación con aquellos compañeros. La situación no tiene mucho desarrollo. Explota cuando de pronto sobreviene el armisticio y el protagonista sale nuevamente a matar, contrariando la orden expresa de suspender las hostilidades. Allí se demuestra como el loco que es. Hay un alegato antibélico al fondo de este asunto, y es grato comprobar que el film no lo declama. Apenas si lo sugiere cuando la trama apunta que la guerra colectiva es una prolongación de la locura individual. Pero la sobriedad ha sido un arma de doble filo, porque a menudo el film es simplemente oscuro en sus sentidos. Desplaza al batallón de un lado a otro, intercala las pequeñas aventuras y los toques de humor de la vida militar, pero no crece como drama. En una instancia particular, cuando el soldado Fresno muere al borde mismo de la paz ya convenida, el drama pudo tener un relieve más marcado, pero no surge sin embargo así, quizás porque ni el personaje ni las circunstancias de su muerte tuvieron bastante construcción previa. Los hermanos Denis y Terry Sanders, que han hecho el film con una reconocida voluntad de independencia, muestran en este segundo film largo las virtudes y las limitaciones que ya habían marcado antes a Confidencias de un asesino (sobre Crimen y castigo de Dostoyevsky). Son superficiales como realizadores de temas dramáticos que requieren mayor vuelo, más extenso desarrollo, más énfasis: en esta zona sufren sin duda las consecuencias de hacer films cortos, baratos, rodados en quince días. Por otro lado tienen, sin embargo, un estimable sentido para resolver

escenas. Las luchas cuerpo a cuerpo, algunos diálogos tensos, la confrontación final de las figuras en conflicto, o la imagen del niño que se aleja en la última escena, son pruebas de que hay una vocación cinematográfica en los realizadores. Lo que ahora hace falta es que se les dé la oportunidad de ascender desde el nivel de buenos aficionados en que están. Es auspicioso que Artistas Unidos les haya apoyado en este film, porque apoyo es lo que necesitarán para hacer otros de mayor importancia. La información americana ha señalado que Artistas Unidos confía en defender comercialmente a este film con la figuración de John Saxon, y que los hermanos Sanders confían en cambio en lanzar a circulación al debutante Robert Redford, como ya lo hicieron tres años antes cuando lanzaron al galán George Hamilton. Ambos bandos deben saber ya que el fotógrafo Ted McCord, veterano de films mayores (El tesoro de la Sierra Madre entre ellos) es la verdadera estrella, seguramente porque su artesanía es muy afín a la inquietud de los realizadores. 2 de diciembre 1962. Títulos citados Confidencias de un asesino (Crime & Punishment, USA, USA-1959) dir. Denis Sanders; Tesoro de la Sierra Madre, El (The Treasure of the Sierra Madre, USA-1948) dir. John Huston.

: Nuevas olas del Brasil

Los depravados

(Os Cafajestes, Brasil-1961) dir. Ruy Guerra. HAY TRES ANÉCDOTAS sucesivas de depravación sexual y moral en este film brasileño. En la primera, que es muy breve, un joven carioca (Jece Valadão) se burla de una prostituta (Glauce Rocha), a la que deja en la calle sin dinero y en la madrugada, mientras se ríe de lo gracioso que estuvo. Allí es designado por primera vez como un “cafajeste” o “depravado”, momento que se aprovecha para colocar los títulos que debieron ser iniciales. En la segunda anécdota, que es muy larga, el mismo depravado y otro que es su amigo (Daniel Filho) llevan con artimañas hasta la playa a una amiga común (Norma Bengell) y cuando la tienen desnuda se sacan el curioso gusto de fotografiarla en su humillación, desde un auto que la rodea en continuos círculos, mientras los sujetos profieren gritos de ataque indio y la percusión llena la banda sonora. La tercera anécdota es menos explicable, considerando que cualquier otra mujer en lugar de la damnificada Norma Bengell habría arañado a los perversos. Pero ella no anda muy lejos de la depravación. Consigue para los dos sujetos una segunda mujer, y allí se van los cuatro a la playa, para jugar un confuso drama de amistad, amor, impotencia, celos y melancolía, que termina con la infelicidad de todos. La última imagen del film, bastante bo-


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rrada por el telón que cae rápidamente, es una leyenda escrita, en la que se aconseja que esta historia sirva de ejemplo a los depravados del mundo entero. Pero esos consejos no provienen seguramente del director y argumentista Ruy Guerra, sino del productor o de alguna autoridad oficial que condicionó quizás la exportación del film a esa tardía constancia del ejemplo moral a extraer. Los realizadores del film están muy entusiasmados con la depravación, en cambio. Dedican toda la historia a la descripción de las oscuras fuerzas morbosas que pueden mover a dos hombres y dos mujeres, que es de esperar no sean representativos de la juventud brasileña. Y, desde luego, sólo consiguen mostrar la superficie de esas conductas, abundando en el sexo y la violencia, en la conversación sobre virginidad y erotismo. Las causas secretas de esa vida anárquica, la rebelión contra la sociedad y la tenacidad en sacarse los gustos personales, que explicarían un poco mejor a esos jóvenes, no están en el film. El resultado es que mucho público se preguntará de dónde salieron estos cuatro personajes y para qué importa contar su confusa vida sexual. La respuesta tiene menos que ver con la realidad brasileña que con el cine. A Ruy Guerra le encanta el cine, particularmente el moderno, y se le puede adivinar frecuentando las cinematecas, estudiando a Bergman, a Antonioni y a la Nouvelle Vague. De lo que vio antes de hacer el film, está muy claro que quedó impresionado con Propiedad privada (Private Property, 1960) de Leslie Stevens y con Sin aliento (À bout de souffle, Francia-1960) de Jean-Luc Godard, dos antecedentes que guardan tantos puntos de contacto con estos Depravados que presenta. No se trata solamente de que muestre la compleja vida sexual de cuatro personajes con tantos rasgos sádicos y masoquistas en ello que los psiquiatras podrían escribir folletos. Se trata también de apuntar ciertas arbitrariedades de la conducta: romper un vidrio en la florería para robar una orquídea que será regalada a una desconocida, o acariciar la idea de jugar a la ruleta rusa con un revólver que podrá o no estar cargado. Y se trata, además, de trasladar esos rasgos arbitrarios a la misma exposición cinematográfica, en la que un diálogo de una pareja es superpuesto a la imagen de transeúntes muy ajenos a esa conversación, o en que, a la inversa, el alejamiento final del protagonista es una imagen muda, comentada en la radio con la lectura de telegramas políticos de actualidad, que están muy distantes de la situación. A ratos se advierte que Ruy Guerra quiere llamar la atención con una narración cinematográfica muy personal, en la que de pronto se intercalan un diálogo con otro diálogo sobre conocimientos de catecismo. Pero en estos desplantes el director pierde el pie de su asunto. No está muy seguro de que haya una línea psicológica coherente en sus figuras y se deja llevar por la facilidad de que ellos puedan pensar, decir o hacer cualquier cosa. Cuando la narración y la imagen se estiran sobre diálogos bastante vagos de ideas, sin que surja de allí ninguna fuerza dramática, es que Guerra se ha quedado en la imitación de modelos, pero no está muy firme en la observación ni tiene mucho que decir. Esto ya le ocurrió a un joven argentino llamado Rodolfo Kuhn, que hizo Los jóvenes viejos con el mismo entusiasmo por hacerse ver. La técnica de Los depravados está muy a la moda. Un fotógrafo muy capaz, que figura bajo el nombre de Tony Rabatoni, ha hecho algunos prodigios de filmación en movimiento y en la calle, el director ha incorporado de pronto alguna imagen repentinamente quieta (como Truffaut, ciertamente) y el compositor Luiz Bonfá hace unos comentarios musicales deliberadamente notorios, que de pronto consisten en

un saxo alto que perdura sin melodía sobre una percusión muy estruendosa. Todo es bastante sensacional, como para conseguir las aclamaciones de la nueva insensibilidad, incluida la Nouvelle Critique. Pero todo da la impresión del talento juvenil desperdiciado, sometido a los excesos y los desequilibrios de quien no se sabe juzgar. Mucho espectador aprobará que un desnudo de Norma Bengell en la arena se prolongue durante varios minutos, mientras los depravados y la cámara dan vueltas en su derredor, pero muchos otros podrán señalar también que la escena se prolonga mucho más allá de su utilidad. Como los pintores domésticos aficionados, que pueden detenerse con la brocha en la mano, el director Ruy Guerra sale a jugar con su cámara y se saca el gusto. Supo que a Jean-Luc Godard lo habían elogiado por eso. 7 de diciembre 1962.

: Una experiencia singular

Los días contados

(I giorni contati, Italia-1961) dir. Elio Petri. COMO PUDO OCURRIRLE a cualquier otro hombre, al plomero Cesare (Salvo Randone) le asalta aquí la repentina revelación de que la vida es corta y de que la muerte puede llegar en cualquier momento. A su lado y en el tranvía fallece un desconocido que tiene como él, 53 o 54 años, y entonces Cesare decide cambiar su existencia. Abandona su trabajo y empieza a mirar la vida que tiene alrededor, con el afán de disfrutar los días contados que le quedan. El film es la historia de ese esfuerzo, y con pocas variantes podría ser la historia de cualquier otro ser humano enfrentado a una crisis similar. Como en Umberto D. de Vittorio De Sica, como en Vivir de Kurosawa, un hombre se enfrenta a la idea de que está cerca del final de su vida. También es la historia de un fracaso. Mientras explica a sus amigos la revelación que ha tenido, Cesare termina por ser un cargoso, un monomaníaco al que hay que hacer callar. Y cuando quiere recrear la vida que sobrelleva, Cesare descubre que no está en su mano hacerlo. Se lleva mal con su hijo, cuyas visitas son interesadas. Confía en rehacer la moral de una joven amiga, pero es burlado por ella. Acepta una pequeña aventura con una prostituta, pero aun allí descubre que 54 años pueden ser muchos. Abrumado por la ciudad, por el ocio que ha creado para sí mismo, por la imposibilidad de sacarse algún gusto como pasear en avión o entender el arte abstracto, Cesare realiza una visita a la aldea de su infancia. Y allí descubre también que el cuarto en que nació está habitado hoy por una mujer que recibe hostilmente su visita, mientras han muerto los antiguos amigos y mientras el único sobreviviente de otra época es hoy un señor


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solitario, hosco, alcohólico, que de pronto se echa a llorar. A lo largo de estos y otros episodios, el film propone, sin decirlo nunca, la filosofía de que la vida sólo puede ser aprendida hacia atrás y sólo puede ser vivida hacia adelante. Hay un momento revelador de ese descubrimiento. Con una obsesión renacida, Cesare busca y cita a la mujer que alguna vez fue su novia, y que ahora es ya una abuela; cuando están juntos en las butacas del cine, ven una pareja joven que se besa en la fila de atrás, y entonces se hacen conscientes de que no pueden rehacer el camino andado, y se separan sin explicaciones. Inevitablemente, Cesare es ya distinto del joven que treinta años atrás podía haber planeado su vida. Ahora mira a los jóvenes que se besan y que bailan en el recreo balneario, pero lo único que le cabe ya hacer es simplemente mirar. Y cuando ha terminado su crisis espiritual, Cesare vuelve a trabajar con la convicción de que lo único que se puede hacer en esta vida es seguir viviendo, hasta que un día la muerte llega de repente. Este es el segundo film propio de Elio Petri, un joven director italiano que había hecho algunos libretos y que un año antes se había destacado en El asesino (1961, con Marcello Mastroianni), una original pesquisa en otra crisis moral. Lo que propone en Los días contados es mucho más ambicioso y es mucho más válido para todo espectador, porque todos saben que la muerte es inevitable, pero pocos son conscientes de hasta dónde han sido moldeados por las circunstancias y por la vida propia, hasta un grado en que es difícil revisar e imposible recomenzar. En la narración de las diversas instancias de tal crisis, Petri revela una vocación cinematográfica muy particular. A menudo su estilo parece extraído del neorrealismo, por su abundancia de escenas callejeras, su idea de cifrar en un caso individual un problema que es de todos, o su reiterada voluntad de utilizar la realidad inmediata como materia prima del relato. Sobre esa base Petri coloca, sin embargo, ideas y técnicas más personales: una extraordinaria movilidad de la cámara, algún encuadre simbólico (Cesare aislado y pequeño en las tomas del aeropuerto) y un recurso muy afín a la Nouvelle Vague francesa, que consiste en comenzar cada episodio sin el menor prólogo, y cortarlo de pronto cuando ha expresado su sustancia, sin preocuparse en lo más mínimo por problemas de ilación o por los saltos de tiempo y espacio. Hay defectos en ese plan y Petri debía ser muy consciente de ello cuando declaró que sabe lo que quiere decir en cine pero sabe también que conseguirá decirlo quizás en su centésima obra. El defecto principal es justamente una construcción episódica, por la cual el film se acumula pero no crece: es siempre variado y ameno, a veces cómico, pero inevitablemente inorgánico. El otro defecto nace del anterior, porque los episodios son irregulares y no siempre parecen bastante significativos y nítidos. El de la aldea requería, por ejemplo, un énfasis dramático más claro, mientras hacia el final el film se estira en una desventura muy artificiosa, cuando Cesare acepta que le rompan un brazo para cobrar una indemnización, en una concesión bastante ajena a las ideas del protagonista y del propio film. Los defectos no impiden que Los días contados sea una obra sucesivamente emotiva, divertida, comunicativa. Es muy buena la actuación de Salvo Randone en el papel titular y muy destacable la fotografía (particularmente la nocturna) de Ennio Guarnieri, dos trabajos que han sido de particular apoyo para la concepción de Petri. Con Los días contados el director obtuvo un primer premio

en Mar del Plata, hace pocos meses, y por discutido que haya sido ese fallo cabe señalar con satisfacción que un jurado ha sabido ver en este film sin estrellas, proclive a la oscuridad, los rasgos de originalidad y de inquietud de un creador cuya carrera futura será importante. 11 de diciembre 1962.

: Violentas costumbres británicas

Juego de amor entre dos

(Only Two Can Play, Gran Bretaña-1962) dir. Sidney Gilliat. ESTA FARSA SOBRE ADULTERIOS pudo haber sido inventada para Peter Sellers, pero está realmente modelada sobre una novela de Kingsley Amis, de gran éxito en Gran Bretaña, al claro efecto de conseguir otro éxito de boletería para el film, un hecho que ciertamente se produjo, según noticias de Londres. Como tema es la excepción a las buenas costumbres y la corrección social habituales en el cine inglés hasta hace poco tiempo, es decir, hasta que comenzó la serie Carry On y otras farsas similares dedicadas a hacer reír de cualquier modo. Y es incluso una sátira a tales buenas costumbres, porque si algo queda nítido en el asunto es que tras la apariencia de la corrección los ingleses y las inglesas son gente ávida por el sexo, desde el pedido furtivo de El amante de Lady Chatterley y libros menos mencionables en una biblioteca pública, hasta la franca persecución de hombres o de mujeres, según los casos. El espíritu del film queda claro en la primera escena, cuando el bibliotecario Peter Sellers mira sin disimulo a todas las visitantes hermosas que se acercan al mostrador. Desde allí sigue sin pausa. Aunque el bibliotecario es casado (con Virginia Maskell, una delicia) no vacila en acceder al flirt con otra mujer también casada y más rica (Mai Zetterling), con el doble pretexto de obtener una aventura y de conseguir además una recomendación para un mejor puesto de bibliotecario. Las desventuras de esta pareja no deberían ser muchas, porque ambos están muy conformes en consumar el adulterio cuanto antes. Tienen mala suerte, sin embargo. Una primera entrevista en casa de ella se interrumpe por la llegada de visitantes y una segunda reunión en medio del campo se arruina por la cercanía del ganado y por otros accidentes locales. Entre ambos encuentros mayores hay una multitud de pequeños encuentros, todos ellos de erotismo prometido, simulado o interrumpido. No llegan muy lejos, sin embargo. Aunque los dos encuentros mayores tienen su cuota de sensualidad y de diversión, una mezcla bastante difícil, hay otro costado más apreciable en el film. Es la sátira a los ingleses y a los galeses, a sus orgullos locales, a sus preguntas tímidas, a su forma de disimular los sentimientos y a las interrupciones incoherentes que marcan tan a menudo su lenguaje. La traducción castellana no hace la debida justicia a ese costado de la comedia, pero algunas escenas, como el interrogatorio a Sellers


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por el tribunal que habrá de considerar su candidatura a bibliotecario, tiene el sabor de los diálogos bien pensados y escritos. En el libreto de Bryan Forbes, como en las actuaciones de Peter Sellers y de un pintoresco poeta galés por Richard Attenborough, domina la idea de que el humorismo tiene que prenderse de algo, y que reírse de las costumbres y estilos de la gente es llamar la atención del espectador sobre el mundo que le rodea. Es una lástima, sin embargo, que esta sátira no aparezca mejor organizada. Asoma en los intersticios de un asunto bastante disperso, donde no importan un episodio de más y otro de menos, o donde se cae demasiado a menudo en chistes sobre cuartos de baño y sus usos. La vida doméstica de Peter Sellers, su señora y sus dos hijos ha sido vista por los realizadores con verdaderas ganas de reírse de la prosaica existencia cotidiana, quizás para justificar la ansiedad del protagonista por tener aventuras más románticas fuera de esas paredes siempre iguales. Pero una cosa es marcar esa realidad y otra deformarla. A fuerza de repetir la misma situación, la comedia se va estirando más allá de lo que su asunto permite, excediendo a veces los límites del buen gusto y a veces los de la sobriedad. Peter Sellers y Mai Zetterling se lucen adecuadamente en esta comedia, donde hay también una excelente escena de reproches por Virginia Maskell y una cuidada composición de bibliotecario mediocre por Kenneth Griffiths. Entre ellos y cuatro o cinco escenas muy conseguidas hay bastante diversión. Nunca hay un film entero que valga la pena recordar mañana. 16 de diciembre 1962.

: La rebelión de las masas

El bandido de la montaña

(Il brigante, Italia-1961) dir. Renato Castellani. EL DRAMA DE ESTE FILM de Castellani es el de los campesinos del sur de Italia, necesitados de tierra para vivir, carentes de ella en la medida en que los terratenientes sólo pueden dar trabajo a algunos hombres y también en la medida en que dedican otras tierras al pastoreo. De esta situación central, que es potencialmente revolucionaria, se extraen las derivaciones individuales que alimentan a la trama. Una familia debe devolver la tierra que arrienda porque no podrá pagar por ella si no la trabaja, y no podrá trabajarla si el propietario vecino y poderoso no cede obreros. Un campesino roba un tractor y siembra la tierra ajena, con la esperanza de que no se la quitarán una vez sembrada, aunque no pudo prever que perderá esa tierra cuando una manada de ovejas, muy deliberadamente colocada, le arruine la cosecha. De estas y otras situaciones nace la rebelión, y el brigante del título (Adelmo Di Fraia) es justamente

ese rebelde contra los terratenientes. En 1942 es encarcelado por un crimen presumiblemente ajeno, para quitar del medio su prédica contra los propietarios. El fin de la guerra lo devuelve a la libertad, pero nuevas rebeliones lo convierten en un bandido que termina por balearse en la aldea contra la autoridad. Es muy extensa la novela de Giuseppe Berto en que se basa el asunto. Está presentada en forma autobiográfica, a través de los ojos de un niño (Francesco Seminario), pero inevitablemente el relato se aparta de sus ojos y de su comprensión, perdiendo rápidamente la unidad narrativa que establece en las primeras escenas, aunque conserva, en cambio, la perspectiva de simpatía con que el niño ve al brigante, en una labor de recíproca ayuda. El film pierde también cierto equilibrio del relato. Dura más de dos horas y media, que es mucho más de lo que puede tolerar un asunto esencialmente simple, y emplea esa extensión en acumular episodios, cada uno de ellos desarrollado como si fuera esencial. Como libretista de sí mismo, Castellani está necesitado de una mayor autocrítica, que le permita saber lo que se puede eliminar y lo que se puede abreviar. Como director, en el estricto sentido del término, está más seguro. Se propuso un tema de particular dificultad en el rodaje, no ya por las implicaciones sociales y políticas que convierten a Il brigante en un espectáculo explosivo (mucho más izquierdista y denunciatorio que todo el neorrealismo, por cierto), sino porque fue a hacer ese rodaje sobre la misma realidad de Calabria, aprovechando escenarios y personajes reales. Lo que obtiene es algo más que la realidad. En Castellani ha habido siempre un vocacional de la escenografía, la decoración y el vestuario, una tendencia que en cine encontró cumplida expresión en su Romeo y Julieta. Y lo que obtiene sobre la realidad campesina es siempre una cuidada colaboración formal de cada secuencia: contraluces fotográficos, composición de elementos visuales, un movimiento continuo de personajes y de cámara, un dominio de grandes masas para las escenas de mayor ambición. Hay momentos reveladores de ese cuidado del director: la búsqueda de jornaleros en la plaza silenciosa, el descubrimiento del cadáver solitario del terrateniente, la revuelta popular de 1943 provocada por la caída de Mussolini, la pausada operación de despertar a toda una aldea para proceder a la ocupación de algunas hectáreas de tierra, la ocupación misma terminada en un fracaso, y la huida final del brigante y de la mujer que lo acompaña, en un rápido travelling simultáneo de personajes y cámara. En casi todo ello Castellani muestra una doble pasión por la causa popular y por el refinamiento cinematográfico para expresarla. Si el film no parece del todo convincente es porque Castellani no es un artista bastante completo. Tiene el refinamiento de un plástico pero necesitaba además la sutileza y la elocuencia de un dramaturgo, capaz de expresar todos los puntos de vista y hacer entender no solamente la rebelión, sino el proceso que lleva a ella y que convierte a un revolucionario en un bandido proscripto por la policía. Por lo menos tres incidentes terminan con gritos y monólogos, cediendo a las palabras la misión de transportar las ideas. Y por otra parte, las larguezas del film, su falta de selección para los incidentes, su desvío de causas colectivas a problemas individuales, establecen también que Castellani se dejó llevar por la oportunidad de hacer un excelente rodaje (y un excelente trabajo fotográfico por Armando Nannuzzi) sin atender en forma suficiente a las necesidades del drama que narraba.


Con todas sus limitaciones, Il Brigante es un film apreciable y en la perspectiva de la obra del director es un paso de evidente sinceridad, en cuanto supone su retorno a una tradición de temas populares, importantes, controvertidos, la misma tradición en la cual el director surgió hacia 1948 (Bajo el sol de Roma, Es primavera) y de la que había llegado a apartarse hasta la sentimentalina y el lugar común de su obra más comercial y reciente (Los sueños en el desván, Dos mujeres y el infierno). Si algo le faltó es la habilidad de transformar un tema de claro origen popular en un film que también pueda llegar a ser popular. Con intérpretes desconocidos y una longitud tan extrema, Castellani termina por trabajar contra sus mejores vocaciones. 19 de diciembre 1962. Títulos citados (todos dirigidos por Castellani) Bajo el sol de Roma (Sotto il sole di Roma, Italia-1948); Dos mujeres y el infierno (Nella città l’inferno, Italia-1958); Es primavera (E’ primavera…, Italia-1949); Romeo y Julieta (Romeo and Juliet, Gran Bretaña / Italia-1954); Sueños en el desván (I sogni nel cassetto, Italia-1957).

1963 Planes para un delirio

El gabinete del Dr. Caligari

(The Cabinet of Caligari, EUA-1962) dir. Roger Kay. ESTO ES LO QUE LOS AMERICANOS llaman apropiadamente un shocker, un film destinado a chocar, asustar y estremecer. Con la estrategia correcta para tales casos, el asunto empieza suave y naturalmente, progresa a circunstancias de terror que preocuparían a quien las viviera y terminan por alguna suerte de explicación o solución. El comienzo coloca a la joven Glynis Johns en la carretera, tras un pinchazo que le hace abandonar su coche. Recibe albergue en una casa cercana que resulta ser un sanatorio. Allí recibe la amistad de algunos pacientes, traba relación con un hombre barbudo, sádico y enigmático que se hace llamar Caligari, cree ser espiada mientras se baña, contempla cómo se aplican horribles castigos a otros pacientes. Aunque quiere huir, nunca consigue hacerlo. Después de un trance de delirio, que la cámara y el montaje detallan con todos los virtuosismos de movimiento, sobreimpresión y reflejo que corresponden, la pobre Glynis sale de sus crisis. El espectador también sale de la sala, en conocimiento de una explicación que, efectivamente, explica todo, pero que no conviene revelar, por razones de sorpresa en las que la publicidad ha hecho el debido hincapié. La única relación existente entre este film y uno de idéntico nombre, que es además un clásico del cine mudo alemán (1919), consiste en que ambos proponen una realidad deformada por los ojos dementes de quien la ve y la cuenta. Eso no es bastante motivo para dar a este film un título idéntico al del film alemán, y cabe imaginar que la elección sólo tiene razones comerciales, como una manera de colgarse en la fama ajena para obtener la propia. Un cronista americano señaló al respecto que hay tanta relación entre estos dos films de nombre igual que la que puede encontrarse entre El nacimiento de una nación y Tres sargentos, dos asuntos que tienen uniformes de 1865. Pero aunque el título es abusivo, y aunque el extraño personaje del nuevo film exagera cuando se hace llamar Dr. Caligari, hay una vinculación semioculta entre ambos films. Como en aquel, el mundo real de éste es distinto al que parece ser, y la doble personalidad de una de sus figuras encierra una clave de esa dualidad. Cuando se conoce el final de este film, casi todos los elementos de la anécdota adquieren una correcta ubicación, como piezas de un puzzle: el aprecio de la protagonista por el médico bueno, el rechazo al médico malo, el cariño casi maternal por otro paciente, la represión sexual que deriva, significativamente, en que la protagonista se cree espiada una vez en el baño y se exhibe luego desnuda ante el médico, en un acto de desafío muy particular. El libretista y el director revelan conocer los caminos que ya recorrió el psicoanálisis y en diferentes aspectos de la trama aparecen jugando con las transferencias y las sublimaciones que la mente humana puede crear, hasta el significativo laberinto de arbustos en que hacen perder a la protagonista.


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Pese a toda su lógica, y a algunos juegos malabares de expresión cinematográfica (puertas giratorias, reflejos en las mismas, túneles oscuros, escenarios deformados por la perspectiva, fotos fijas en alguna secuencia crítica) el film no impresiona como un gran espectáculo de terror. Cuenta los terrores de la protagonista, pero no sumerge allí al espectador. Es éste quien debe sumergirse en la trama, ser conducido por caminos falsos, ser inducido a creer cosas que luego se desmienten. Al nuevo director Roger Kay (que nunca había figurado antes en cine) no se le puede reprochar que ignore al Gabinete del Dr. Caligari alemán ni que ignore a la escuela expresionista a la que ocasionalmente se acerca, ni que no haya visto Señorita Julia de Sjöberg (de la que levanta el retroceso a la infancia y esos pases de cámara entre dos épocas), ni que ignore tampoco a la psicopatología, una ciencia por la que se doctoró en la Sorbonne. Pero debería revisar un poco más a Hitchcock, que suele orientar sus films policiales orientándolos hacia el engaño del espectador. En este Caligari, en cambio, hay largos períodos de conversación explicativa, donde se dice todo lo razonable y donde el film se queda quieto. Allí la eficacia del shocker se dispersa ante un espectador distante y frío. El film tiene más interés que convicción. 2 de enero 1963. Títulos citados Nacimiento de una Nación, El (The Birth of a Nation, EUA-1915) dir. David Wark Griffith; Señorita Julia (Fröken Julie, Suecia-1950) dir. Alf Sjöberg; Tres sargentos (Sergeants 3, EUA-1962) dir. John Sturges.

: Aventura y diversión

Gunga Din

(EUA-1939) dir. George Stevens. EL GUNGA DIN DEL TÍTULO ha sido un personaje ignorado por la propaganda y por el conocimiento público de los últimos 23 años, desde que este film comenzó a ser un éxito. El personaje está sentidamente interpretado por Sam Jaffe, un característico de particular calidad, y es en el caso un aguatero nativo, adscripto al ejército británico en la India. Por su intervención en un último acto heroico Gunga Din salva la suerte de su regimiento durante una campaña militar, pero en primer plano aparecen Cary Grant, Douglas Fairbanks y Victor McLaglen, los tres sargentos que comienzan a investigar las actividades de los salvajes thugs, los estranguladores fanáticos que adoran a la diosa Kali y que han jurado eliminar a los británicos de la India. En la perspectiva de los años, el propósito de los thugs parece un anacronismo, porque los británicos se fueron de la India en 1947, en forma más pacífica que la prevista. Pero eso no podía ser conocido por Rudyard Kipling (1865-1936) a quien se debe el poema en que este asunto toma su lejano

origen, ni podía ser sabido siquiera por los realizadores del film, hecho en 1939, cuando Cary Grant era un muchacho y Joan Fontaine no era todavía una estrella (aquí actúa cinco minutos). Por otra parte, no les importaba mucho. El espíritu general del film es de la aventura, en una tradición cinematográfica que ya antes había sido adecuadamente representada por Beau Geste y por Tres lanceros de Bengala. La aventura necesita villanos, y aquí son muy feroces el padre e hijo que dirigen a los thugs (Eduardo Ciannelli, Abner Biberman), organizan la primera emboscada en el fuerte, apresan luego a Cary Grant en el templo de oro, apresan también a McLaglen y Fairbanks que acuden en su rescate y están a punto de avasallar además a centenares de soldados británicos cuando Gunga Din da el aviso en el último minuto. La aventura tiene un delgadísimo hilo histórico, lo que seguramente no preocupará a nadie (ni siquiera a los más convencidos lectores de Salgari, que también necesitó de los thugs), pero tiene en su expresión cinematográfica algunas virtudes especiales. Una principal es que tiene mucha fuerza, no sólo porque el director y productor George Stevens ha desplegado miles de soldados y de extras en vastas planicies, sino porque cada batalla y cada amenaza están marcadas por el detalle de acción física, por una cámara perspicaz, por una compaginación que se revela más sabia cuando el film es revisado a los 23 años de hecho. Los grandes magnates del espectáculo cinematográfico, como Cecil B. DeMille, solían conformarse con retratar la agitación que organizaban. Hombres más sabios, como George Stevens y unos pocos otros, supieron construir relatos con tomas móviles y distintas, creando nociones de expectativa, de desarrollo y de sorpresa. Y junto a la aventura, el otro rasgo predominante del film de Stevens es el humor, que domina a la anécdota cada pocos minutos. Nunca es, por suerte, el chiste suelto, sino que suele ser el contrapunto de colaboración, rivalidad y sarcasmo con que los tres sargentos se tratan entre sí y tratan a los villanos. También la comedia tiene un director, y las más sonoras risas del público dependen justamente de la mano que las dirige. Un vasto repertorio de gags, aprendidos del cine mudo, han sido aplicados por Stevens a las muchas peripecias físicas de cada pelea del film, y a eso ha agregado también, con toda abundancia, los gestos de reproche y de diversión con que los tres sargentos ven la pelea ajena y se introducen en ella. Todo el film es una gran farra, una aventura épica deliberadamente privada de solemnidad. Este fue apenas el segundo film que George Stevens produjo por su sola cuenta, afirmándose en una carrera que tiempo después llegaría a obras mayores como Ambiciones que matan, El desconocido y Gigante. En 1939 muy pocos espectadores sabían que ese cumplido artesano llegaría a ser un director notable en géneros muy distintos, y hoy es un placer revisar este título peculiar de su obra. Quienes saben lo que Stevens ha hecho después, encontrarán aquí algunos rasgos de su manera, en la que se unen la técnica más depurada, un sabio manejo de intérpretes, una colocación concisa y clara de cada escena en el centro de interés. Cuando se le ve llevar una escena sentimental de Fairbanks y Fontaine a un plano primerísimo, al lado mismo de la cámara, es inevitable recordar que esos acercamientos serían más tarde (y especialmente en Ambiciones que matan) un dato de un estilo personal.


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Hace apenas unos meses que Frank Sinatra y los suyos mostraron una imitación de Gunga Din titulada Tres sargentos, que utilizaba el mismo argumento y lo encuadraba en tierra americana. Con las debidas disculpas a su buen humor y a la vivaz dirección de John Sturges en esa entretenida aventura, hay que señalar hoy que Gunga Din parece mucho mejor sus imitaciones. Es un espectáculo vigoroso y divertido como hay pocos. 9 de enero 1963. Títulos citados (dirigidos por George Stevens, salvo indicación) Ambiciones que matan (A Place in the Sun, EUA-1951); Beau Geste (EUA-1939) dir. William Wellman; Desconocido, El (EUA-1953); Gigante (Giant, EUA-1956); Tres lanceros de Bengala (The Lives of a Bengal Lancer, EUA-1935) dir. Henry Hathaway; Tres sargentos (Sergeants 3, EUA-1962) dir. John Sturges.

: Amores difíciles

Un cura

(Léon Morin, prêtre, Francia-1961) dir. Jean-Pierre Melville. EL DIRECTOR JEAN-PIERRE MELVILLE contó que había insistido en tener a Jean-Paul Belmondo y a Emmanuelle Riva como intérpretes de esta historia peculiar, y debe entenderse que quería obtener dos ventajas con esas estrellas. Una era la de contar con dos intérpretes de calidad para un relato que se apoya continuamente en ellos y en lo que dicen, sin mayor variante. Otra era tener algún atractivo comercial para un asunto que sólo cuenta el amor de una mujer hacia un cura que no tiene, sin embargo, una pizca de escándalo y que termina en el fracaso de esa peculiar relación. Siempre fue difícil vender los films religiosos y cabe imaginar el destino de éste si no tuviera a dos figuras modernas de fama en el elenco. Hay que tener tolerancia con la protagonista por buscar ese amor imposible. Es joven, es una viuda con dos hijos y está viviendo en la Francia ocupada de 1940-41, de la que han desaparecido ya los galanes que se llevó la guerra. Además es una atea, quizás una comunista, empeñada en una rebeldía mayor que la que puede tolerarse en el ambiente gris de la aldea. Primero se enamora de otra mujer, que es su compañera de oficina, y es apenas consciente de esa anomalía. Después va a confesarse para burlarse del cura y de la Iglesia, pero se encuentra con que el cura es no solamente atractivo (en la misteriosa medida en que Belmondo enloquece a cinco mujeres de cada seis) sino que es también un hombre inteligente, que afronta con ingenio y comprensión los ataques de los descreídos. La etapa siguiente encuentra a esta viuda convertida en una candidata a monja, en una operación subconsciente de unión con el ser amado, pero el cura no cree en esos votos fáciles. Con más autenticidad lo que ella padece es una poderosa atracción sexual que va aumentando con las visitas que ambos personajes se prodigan en sus dos casas. La tarde en que él llega

a recomendar un libro titulado El dogmatismo tradicional y el empirio-criticismo, ella contesta que no entenderá nada de eso, pero que, en cambio, entiende muy bien lo que quiere de él. Esto también es entendido por el cura, que se mantiene tenazmente en su voto de castidad. Inevitablemente, ambos llegan a separarse, tras haber tenido entre sí solamente una amistad. Melville adoptó un estilo para este tema tan literario y tan poco cinematográfico. Ocurren muy pocas cosas en el film, que consiste mayormente en diálogos entre los dos personajes, con apuntes laterales sobre la ocupación y sobre otras mujeres que rondan también al cura, con intenciones que oscilan de la fe a la lujuria. Y para filmar esos diálogos, Melville ha adoptado un procedimiento de agilidad, que consiste en acumular escenas brevísimas a menudo carentes de prólogo, de culminación, de ubicación, pero siempre muy elocuentes sobre las ideas y los sentimientos que van empujando a los personajes. Por otro lado, ha hecho retaceos al mismo diálogo, que en todo lo posible aparece sustituido por situaciones de cierta inventiva cinematográfica: la imagen se alterna entre el pelotón de soldados que avanza sobre el pueblo y la mujer que lo ve venir como una amenaza, o las palabras del cura se convierten en ruidos y en música, como una constancia subjetiva de que la mujer no está entendiendo esas frases o, ejemplo máximo, la única visita en que el cura besa a la mujer en los labios es entendida de inmediato como un sueño de la protagonista y no como una realidad. Varios recursos de este tipo y la precisión cortante de escenas breves y martilladas, consiguen para Melville una ruptura de la monotonía que parecía inevitable en el tema. No son más que alivios, sin embargo. A lo largo de todo su metraje parece haber en el film una sola situación que está entendida poco después del principio y que luego no crece ni culmina. Lo único que hay que entender de la protagonista es su represión sexual; más allá de esa sobreentendida idea el film parece decir muy poco, pese al ingenio de Melville como director y adaptador, pese a la pulida fotografía de Henri Decae, pese a la sentida labor de los dos intérpretes. Referencias extranjeras obligan a deducir que el film se exhibe localmente en una copia a la que faltan unos veinte minutos de metraje original. Ya alguien pensó antes que el film era más largo que su asunto. 16 de enero 1963.

: Circo con música

La mujer más bella del mundo (Billy Rose’s Jumbo, EUA-1962) dir. Charles Walters.

JUMBO FUE HACE 25 años una comedia musical en New York, y no había llegado hasta ahora al cine. Fue producida por el fabuloso Billy Rose, una suerte de Cecil B. DeMille del teatro americano, y en su combinación de circo con música y canciones encontró un gran éxito. La adaptación cinematográfica que ahora se conoce tiene todos los rasgos del superespectáculo en el que hay que gastar mucho


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dinero, porque efectivamente hay un circo en la pantalla, son muchos los vestuarios y las escenografías y es abundante el despliegue de ruido y de color. El film parece carísimo, desde cerca y desde lejos, haciendo explicable que los esfuerzos de la producción hayan sido compartidos por Joe Pasternak y por Martin Melcher, que en el caso representa a Doris Day, estrella exitosa. No hay mucho argumento en la anécdota, que describe a un circo en bancarrota, los afanes de sus dueños Doris Day, Jimmy Durante y Martha Raye por salvarlo, la intervención en parte romántica y en parte maligna de Stepehen Boyd, que representa a un circo rival pero no lo dice. Quien se tome a Jumbo en serio podrá ponerse de muy mal humor, porque todo lo que sea peripecia dramática está hecho con particular simpleza (hay demasiado lujo en ese circo arruinado) y porque los momentos sentimentales y meditativos sólo provocan antiguas imágenes de cámara quieta, con recitados que no pueden llamarse canciones. En otras zonas Jumbo es un film más vivaz, cuando combina movimientos circenses con movimientos de cámara y recursos de compaginación. Una presentación inicial de los distintos números, un desfile callejero, una noche de tormenta que complica la seguridad de los trapecistas, son secuencias que revelan cierta inventiva cinematográfica y que no se conforman con el simple retrato. El film tiene además números cómicos especiales para Martha Raye y para Jimmy Durante, que hacen un resumen de los estilos cómicos con que se hicieron famosos en el cine de los últimos treinta años; en el caso de Durante (nacido en 1893) es realmente un milagro ese numerito de acrobacia sobre la cuerda floja. Y en instantes fugaces el film muestra algún inquieto (quizás el fotógrafo William H. Daniels) que inventa virtuosismos especiales, como una escena de de equilibrio sobre alambre que aparece tomada desde el punto de mira del equilibrista. Doris Day será atracción particular para mucho público prendado de sus cabellos rubios y sus ojos celestes, pero hay que agregar en su favor la disposición animosa con que realiza pruebas ecuestres, volteretas de trapecio y otros desmanes físicos para los que no siempre hay un doble a mano. A su lado, Stephen Boyd hace también otros despliegues atléticos menos sorprendentes, pero está muy incómodo como galán de amoríos simples y como cantante de melodías románticas. Más expresivo está el elefante Jumbo, que justifica su presencia en el título, pero es improbable que lleve su porcentaje de utilidades en un film calculado para ser estrictamente un éxito de público. 18 de enero 1963.

: Poemas de otra oficina

Despertar de ambiciones (Il posto, Italia-1961) dir. Ermanno Olmi.

NO HAY CASI ARGUMENTO en Il posto. La mínima anécdota presenta a un muchacho de unos quince años, desde la mañana en que se presenta a dar examen para obtener un empleo en una importante firma industrial en Milán hasta el momento en que es ascendido de mandadero a oficinista. Probablemente transcurren semanas en

ese intervalo, pero el film no marca los tiempos de la narración, limitándose a observar, aquí y allá, algunos aspectos de ese proceso. Casi todo lo que elige para transcribir está mostrado con una minucia destacable, siempre con más atención a la realidad que a ninguna invención. Con una voluntad testimonial que oscila entre el documento y el neorrealismo, el film muestra detalladamente la casa del muchacho, el viaje en tren hasta Milán, las antesalas nerviosas del examen, algunas de las pruebas de éste, el comienzo de una amistad o quizás un romance entre el protagonista y otra chica que también está sometida al examen. El nombramiento posterior está salteado, pero en seguida el film vuelve al minucioso detalle para mostrar al muchacho como mensajero, a los empleados dramáticos, cómicos o ridículos con quienes colabora, al baile de fin de año en que todos están al borde de aburrirse, y finalmente al momento culminante en que la muerte de un empleado deja la vacante para el protagonista, enfrentando ahora sí al empleo por el que se preocupaba. La atención a la realidad es el espíritu que gobierna al film, aunque no agota sus sentidos. Movido por una formación documental indudable, el novel director Ermanno Olmi ha dado a su cámara una mirada fresca para examinar el mundo físico que rodea al personaje, y así se detiene en las vidrieras de Milán, en el frenesí del tránsito, en las complicadas escaleras y vastas instalaciones de la empresa industrial. Ha trabajado aparentemente con una cámara manuable, acogiéndose así a las normas de espontaneidad e improvisación que gobiernan a una parte del cine moderno (las de Sin aliento de Godard, por ejemplo) y extiende todavía el procedimiento hasta los muchos personajes incidentales que desfilan en la trama, observados casi siempre del natural, seguramente sin mucha indicación de diálogo ni de movimientos, seguramente ajustados también a lo que esos intérpretes aficionados son en un su vida real. Obtiene así algunas jugosas viñetas, como la mujer que nadie saca a bailar en la fiesta, o una secretaria del jefe, o el portero indiferente a los timbres, o varios oficinistas diversamente maniáticos, malhumorados e hipócritas. Y obtiene también, con un retrato ajustado de contorno, dos personajes muy claros y emotivos en el Domenico protagonista y en la joven Antonieta que será su primera amiga en la gran ciudad: hay poco intercambio entre estos dos tímidos, pero todas sus conversaciones forzadas y sus silencios embarazosos resultan más elocuentes que ninguna invención de anécdota para definirlos. Es evidente, sin embargo, que Olmi no se ha conformado con retratar la realidad. Está desconforme con ella, porque esa realidad supone una vida mediocre y oscura. Así su film progresa en algunas zonas desde el retrato a la caricatura y a la sátira: los oficinistas están subrayados en su estrechez mental, los examinadores parecen uniformados en sus preguntas y en sus órdenes, el baile de fin de año es un inmenso fresco de la parodia con que cada uno se miente su propia alegría para disimular la soledad. Cabe imaginar a Olmi durante los muchos años en que fue empleado de la Edison-Volta, apuntando aquí y allá los extremos patéticos y cómicos de la vida del empleado en una vasta empresa industrial: pudo haber hecho otros Poemas de la oficina, pero


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consiguió hacer un film en el que buena parte del mundo civilizado reconocerá las propias costumbres. Todo lo que ha logrado Olmi no debe oscurecer sin embargo los límites de su obra, límites bastante explicables en un realizador que ha hecho Il posto a los treinta años y que está a la altura de su segundo film. Por un lado, la atención a la realidad no es vocación artística bastante y puede derivar a la simple recopilación de imágenes exteriores, que no estén debidamente trabajadas en su expresión: hay algún sobrante en vidrieras de Milán, en recorridos de un sitio a otro, en gestos y reacciones que no se organizan dentro del relato. Por otro lado, atender a la realidad es un noble propósito, pero obliga a no saltearse partes esenciales de esa realidad. Aquí Olmi prescinde de comunicar cuándo y cómo se le dijo a Domenico que había obtenido su empleo, ni cuánto gana en él, ni qué horario hace, ni qué impresiones, dificultades o placeres obtiene del trabajo, cuya índole no se aclara siquiera. En todo ello Olmi parece no haber querido penetrar, con lo que su retrato de Domenico y del mundo que le rodea parece superficial apenas observando en el drama, la ternura o el humor que se dejan ver desde fuera. Como ya lo demostró una parte del neorrealismo, y especialmente Zavattini en su tan discutido Amor en la ciudad, la vocación de trasladar la realidad puede ser más noble que creadora y puede plantear dificultades insolubles para la creación artística, porque también los sentimientos y las ideas son verdades para cada personaje y sin embargo una cámara espontánea no sabe recoger ese material. Lo que Olmi ha mostrado en Il posto es lo que una sociedad industrial y una gran ciudad atronadora dejan ver a un ojo a veces ingenuo, a veces perspicaz, a veces malicioso, que sabe tomar apuntes pero que no se atreve a preguntar y a comprender. 22 de enero 1963. Títulos citados Amor en la ciudad (L’amore in città, Italia-1953) film en episodios dirigidos por Michelangelo Antonioni, Federico Fellini, Antonio Lattuada, Carlo Lizzani, Francesco Maselli y Dino Risi; Sin aliento (À bout de souffle, Francia-1960) dir. Jean-Luc Godard.

: Vigoroso drama italiano

Día por día, desesperadamente

(Giorno per giorno disperatamente, Italia-1961) dir. Alfredo Giannetti. ESTE ES EL DRAMA de la demencia, tal como se presenta en un humilde hogar italiano, donde nadie está capacitado para entenderlo, soportarlo ni solucionarlo. El demente es un joven de poco más de veinte años (Tomas Milian) que parece tranquilo y apenas retardado, pero que ocasionalmente tiene ataques feroces, sale corriendo, roba cuchillos, se encierra en su cuarto y se niega a comer, dice incoherencias y procede con la misteriosa orientación de la locura. Seguramente él mismo siente la gravedad de la situación, pero su presencia trae el drama continuo a sus familiares, en algunos casos porque las explosiones de locura son toda una conmoción trágica para la casa y el vecindario, en otros casos por la tensión continua a que obliga su vigilancia. El

asunto rebota así sobre los desesperados familiares. La madre (Madeleine Robinson) tiene por su hijo un cariño obsesivo, que le impide ver la razón que pueda asistir a otros perjudicados y se aferra irracionalmente a la esperanza de que el demente se curará solo, o de que se podrá llevarlo a un médico de Viena; en una escena muy reveladora, la madre se hace leer el destino por una adivina de feria, e imagina después que hará en verdad un largo viaje y tras él tendrá un gran alivio. El padre es un sastre (Tino Carraro) que se limita a tolerar la situación, encerrado entre la necesidad de más dinero para afrontarla y la necesidad de conservar su independencia de trabajo, un motivo por el que no quiere abandonar su negocio por un empleo mejor. El hermano del demente es otro joven (Nino Castelnuovo), que ve obstaculizada su vida y su libertad de acción, se ve llamado desde el partido de fútbol porque se ha desencadenado otra crisis en la casa, y está limitado en todos sus pasos porque se espera que él sea un enfermero y un cuidador. No hay otro asunto que esa descripción de personajes y situaciones. Falta cierta unidad en el relato, disperso ocasionalmente en el apunte de la soledad del padre y el hermano, inclinados fuera de su hogar a buscar un cariño femenino que les está haciendo falta. Pero en un tono de drama verista, que responde a toda una tradición italiana, el film aparece escrito y realizado con una fuerza muy particular. Una primera crisis de locura, que terminará con el protagonista en el manicomio, se convierte en una vociferada tragedia por la familia protagonista, acorralada entre enfermeros, policías y todo un curioso vecindario. Hacia el final, una crisis parecida suscita otra demostración idéntica, en una explosión de gritos y corridas que solamente los italianos pueden hacer con tanta convicción. Y junto a esas crisis, el film parece muy perspicaz, muy firme, en el apunte de todas las derivaciones de la tragedia, con cierto obtenido tono de melancolía para el diálogo del padre con otra mujer a la que no se atreve a conquistar (Isa Crescenzi) y con una silenciosa amargura en el romance siempre insinuado y nunca culminado entre el joven hermano y la compañera de trabajo con la que podría ser feliz (Franca Bettoja). Este es el primer film conocido de Alfredo Giannetti, que fue libretista y colaborador de otros directores y particularmente de Pietro Germi (en El ferroviario, en El hombre de paja, en El enigma maldito) y que demuestra haber asimilado su naturalismo tocado por una tranquila melancolía, por el humor, por el silencio elocuente. La índole del drama hace imprescindibles a grandes intérpretes, y hay que consignar a favor del film la cuidadísima composición de Tomas Milian en su demente, como principal de un elenco particularmente brillante. En la interpretación, en los diálogos, en la medida construcción de algunas secuencias, como la final, el film aporta una calidad que nunca es grandeza, ni siquiera originalidad. Es la calidad del drama familiar sentido, convincente, emotivo. Pudo haber sido provocado también por un adulterio o por un delito, pero el caso ha derivado de la locura, no deja un respiro de futuro, no permite echar culpas a nadie y avanza como una tragedia sobre el espectador. Pocos dramas del género han alcanzado esta fuerza. 25 de enero 1963.


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408 • H.A.T. • Obras incompletas • Tomo II-B Títulos citados (todos dirigidos por Pietro Germi) Enigma maldito, El (Un maledetto imbroglio, Italia-1959); Ferroviario, El (Il ferroviere, Italia-1955); Hombre de paja, El (L’uomo di paglia, Italia-1958).

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Títulos citados (todos dirigidos por Claude Autant-Lara salvo donde se indica) Pasión de una noche (Douce, francia-1943); Diablo y la dama, El (Le Diable au corps, Francia-1947); Juegos prohibidos (Jeux interdits, Francia-1952) dir. René Clément; Rojo y negro (Le Rouge et le noir, Francia / Italia-1954); Travesía de París, La (La Traversée de Paris, Francia / Italia-1956); Trigo joven, El (Le Blé en herbe, Francia-1954).

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Vieja ola en la granja

La yegua verde

(La Jument verte, Francia / Italia-1959) dir. Claude Autant-Lara.

Un film de larga historia

ESTA DEBÍA HABER SIDO una pícara farsa francesa, sobre las peleas entre dos familias campesinas hace cien años y el curioso procedimiento de hostilidades que allí se emplea: violar a las mujeres del bando contrario. Para que eso fuera atractivo debió tener ingenio, observación de la realidad del campo y de sus gentes, cierta agilidad e inventiva para encadenar los diversos episodios, cierto sabor de diálogo, como Marcel Pagnol lo supo escribir para personajes y ambientes muy similares. Carece de todo ello. Los motivos de que se peleen las dos familias son muy tenues. La forma en que se pelean es conversadísima, incluyendo en la charla a los episodios de violación o intento de tal. Esa charla es prosaica hasta el extremo. El sabor local se reduce a que el asunto ocurre efectivamente en granjas y chacras. Cada pocos minutos aparece un humor grueso, apto para tablado, a propósito del apareamiento de los animales y de los seres humanos o a propósito de sus diarias necesidades corporales, todo lo cual resulta estar intercalado por el gusto del chiste sucio y no porque la trama lo haga necesario. Este lento sainete ha sido escrito por Aurenche y Bost, dirigido por Autant-Lara, decorado por Max Douy, fotografiado por Jacques Natteau, comentado musicalmente por René Cloërec. Este equipo ha estado vinculado en los últimos veinte años, colectiva o individualmente, a films delicados, ingeniosos, ambiciosos, originales, que se llamaron Douce (Pasión de una noche), Le Diable au corps (El diablo y la dama), Jeux interdits (Juegos prohibidos), Le Blé en herbe (El trigo joven), Le Rouge et le noir (Rojo y negro), La Traversée de París (La travesía de París) y muchos otros títulos de la así llamada “tradición de calidad” en el cine francés. En 1959 estos nombres se ponen a hacer sainetes en colores, con gastos desmesurados de escenografías, vestuario y color, para atender así al público más grueso. Ese final de carrera puede resultar más triste que la película misma. La yegua verde en cuestión figura en los primeros cinco minutos de la acción y desaparece luego de toda motivación para el asunto. Sería muy exagerado hacer publicidad sobre ella, pero hay que reconocer lo difícil que debe ser inventar la propaganda sobre el verdadero humor del film.

(Shadows, EUA-1959) dir. John Cassavetes.

5 de febrero 1963.

Sombras

SOMBRAS LLEGA INSÓLITAMENTE al Uruguay, después de haberse temido, durante cuatro años, que el film no apareciera nunca en circuitos comerciales sudamericanos. Es un film de vanguardia, que carece de actores conocidos, trata en lo principal de conflictos raciales en New York y fue rodado como una improvisación, sin un libreto al que atenerse. Nacido del entusiasmo de unos pocos intérpretes y técnicos, el film progresó sin embargo hasta la notoriedad. Primero suscitó una controversia cuando fue rehecho y ampliado para una difusión mayor; después generó largos elogios de la crítica europea. Hoy se considera que Sombras es pieza capital del nuevo cine americano, por lo menos dentro de la escuela neoyorquina que propone la independencia de producción y la audacia temática. De hecho, el film ha dado a su director John Cassavetes una personalidad distinta a la anterior, que era la de intérprete. Como director, Cassavetes se ha constituido en personaje, exhortado a hacer declaraciones en sus viajes y contratado por la Paramount para hacer el que sería su segundo film propio, Too Late Blues. En las circunstancias, Sombras pasa a ser una obra de conocimiento indispensable, no sólo por su vinculación con nuevas tendencias del cine americano sino porque entronca, apropiadamente, en la escuela de espontaneidad que caracteriza también al nuevo cine de otros países, con un ejemplo mayor en Sin aliento (À bout de souffle, 1960) de Jean-Luc Godard, que es posterior. Junto a su carrera como actor, Cassavetes tenía la inquietud de dirigir teatro y sobre todo la inquietud de mejorar las condiciones en que trabajaban él y sus colegas. Junto a Bert Lane fundó el Variety Arts Studio, un grupo dedicado a ensayos de actuación, sobre las bases de espontaneidad, improvisación y recreación que derivaban de Stanislavsky y que ya tenían una cumplida expresión en el Actor’s Studio. En ese taller de la calle 46, Cassavetes se reunía casi diariamente con sus colegas, puliendo sus medios expresivos mediante el continuo ejercicio de diálogos y personificaciones de casos imaginarios. En un sábado de 1956, una escena sobre relaciones raciales se hizo tan intensa que duró dos horas. Fue comentada largamente en radio por Jean Shepherd, quien propuso llevar esa escena u otra similar a un film. Exhortó a una colecta, recibió $2.500 de sus oyentes (pero ninguno de éstos


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había puesto más de $5) y muchas ofertas de trabajo gratis. Con eso, más algún dinero de William Wyler, Hedda Hopper y otros, más algo propio, Cassavetes y el actor Maurice McEndree comenzaron a rodar en 16 mm, y con una cámara Arriflex, sumamente liviana, un film que luego se llamaría Shadows. Tuvieron dificultades con el sonido de las calles neoyorquinas y con los agentes policiales que no querían ver alterado el orden público, pero llegaron a hacer unos veinte mil metros de película, lo que equivalía a unas treinta horas de proyección. La selección y la compaginación determinaron los rasgos de una primera versión de Shadows, exhibida en función especial, a beneficio de la revista Film Culture, la que es dirigida por Jonas Mekas y agrupa a buena parte del movimiento vanguardista neoyorquino. Pero fue retirado poco más tarde, para agregarle escenas adicionales y sustitutivas, lo que de hecho derivó en una segunda versión del film. En opinión de Jonas Mekas, que escribió en The Village Voice sobre el incidente, la segunda versión de Sombras es una traición al producto original; en opinión del mismo Cassavetes, la segunda versión era necesaria. Ha descrito a la primera como un exceso de técnica, de juegos de cámara, que quitaba relieve al juego de los intérpretes. Y se ha declarado, en cambio, muy satisfecho por lo que éstos han obtenido al pasar a primer plano, quizás porque la intención de Cassavetes había sido, desde un principio, ampliar los mecanismos interpretativos, haciendo vivir personajes ante las cámaras, sin diálogos preparados y con indicaciones muy someras sobre las situaciones a recrear. Cassavetes no se había propuesto hacer Sombras como una empresa comercial, y durante 1959 el film quedó sumido en una relativa oscuridad, sin haber sido estrenado siquiera en Estados Unidos. Fue recién en 1960 que se le pidió una copia para la exhibición en el Festival de Londres. También se lo exhibió fuera de concurso en el Festival de Venecia (agosto 1960) y en seguida se estrenó comercialmente en Londres. Tuvo un éxito abrumador, lo que derivó en que Cassavetes rescató su inversión personal (cerca de $45.000 dólares) y en un beneficio para los diversos intérpretes, cada uno de los cuales posee alrededor del 2% de participación en el film. Los dictámenes de la crítica fueron casi siempre muy favorables, destacando la calidez con que los intérpretes reviven los amores, rencores y tensiones que se originan por el roce de negros y bancos en la clase media neoyorquina. La recepción de Sombras en Estados Unidos había quedado reducida a los dictámenes de algunos críticos que la habían visto en funciones privadas y que escribieron para revistas especializadas (particularmente Film Culture, Film Quarterly, Imagery). Tras el éxito en Europa, no pudo demorar sin embargo el estreno americano. Se produjo a principios de 1961, dos años después de terminado el rodaje. Y tuvo la curiosa paradoja de que el film aparecía presentado en New York por la distribuidora inglesa British Lion. Era la primera vez que ocurría el caso en sesenta años de cine, y era un síntoma de cómo los productores y distribuidores americanos aparecen apartados de las nuevas corrientes cinematográficas de todo el mundo En un breve texto, escrito en 1958 (publicado en Film Culture, Nº 19), Cassavetes ha marcado con alguna indignación el fracaso del cine americano, la falta de renovación, el desprecio de los industriales americanos por la expresión individual de sus creadores, no sólo porque no alientan un cine más inteligente, sino porque ni siquiera consiguen ampliar el nivel de sus films musicales, de comedias, del

western, de asuntos sentimentales. En la época en que escribió ese texto, todavía no se había producido la distribución de Sombras. Con su éxito logró convencer a Hollywood sobre sus talentos personales. La Paramount le permitió producir y dirigir su segundo film, primeramente titulado Dreams for Sale (Sueños en venta), luego modificado a Too Late Blues1. El asunto fue escrito por el mismo Cassavetes en colaboración con Richard Carr, autor de la TV, y trata someramente sobre las desventuras de un músico de jazz que se aparta de su grupo de colegas y amigos, se comercializa y vuelve demasiado tarde a tocar la música que siente. No hay intérpretes famosos en este segundo film, que tiene a Bobby Darin y Stella Stevens en los papeles principales, con un elenco de amigos del director. Al explicar su imprevista colaboración con Paramount, Cassavetes declaró: Se me ha dado el control que necesito sobre el elenco. Teníamos el dinero (unos $75.000) para rodar con independencia, pero había algún riesgo con este capital ya que uno o dos de los inversores cuestionaban la atracción comercial del argumento. Sin embargo, elegí rodar en un estudio grande por las comodidades y la ayuda técnica. Me parecía que esas comodidades no eran siempre tan bien utilizadas como debían, y si yo tenía la oportunidad de hacer en una empresa grande lo que resulta ser un “film de arte”, sería tonto que no lo hiciera. Sin embargo, cuando uno trabaja en una empresa grande y cuando esa empresa es dueña del asunto (como ahora lo es), hay que tener muy claro por qué se está aquí. Si uno se propone hacer dinero, entonces la transacción está bien, y es de hecho obligatoria. En mi caso, tengo que saber dónde marcar el límite, y estar preparado para irme en cualquier momento. Si estoy dispuesto a irme antes que a aceptar cambios, estoy a salvo. Es sólo cuando uno no está preparado para ello que se ve envuelto en conflictos. Tras describir el tema, con el acento en la felicidad de esos músicos que viven y tocan juntos, pero que un día se separan, Cassavetes hizo declaraciones magnas sobre sus propósitos: mostrar la incapacidad de la gente para comprender que la sociedad es ridícula, hacer un film sobre la vida, sobre la incapacidad de la gente para vivir: no para sobrevivir sino para vivir. Las declaraciones de Cassavetes han complicado su reputación, porque la crítica americana se tiró casi uniformada sobre Too Late Blues, un film al que encontró demasiado parecido a otros. En la perspectiva de su carrera posterior, Cassavetes parece más talentoso en Sombras, no ya porque dirija a sus intérpretes con la mezcla de comprensión y firmeza que cabe atribuir a un George Cukor o a un William Wyler, sino contrariamente porque tuvo la gran oportunidad de su vida cuando dejó improvisar papeles y situaciones, sin otra pretensión directriz que obtener para cada personaje la verdad más sentida y elocuente que pudiera expresar un intérprete. La historia de Sombras puede ser entendida como muy simple o como muy compleja. En lo principal, presenta a tres hermanos negros que viven en un apartamento de Manhattan; el mayor (Hugh Hurd) es un músico que no se resigna a aceptar trabajos de segunda clase en clubes nocturnos, el menor (Ben Carruthers) es un mulato indeciso sobre su futuro, sobre su integración con la raza negra o con una colectividad mixta en la que tiene sus amigos; en el medio está la hermana (Lelia Goldoni), otra mulata que también puede pasar por blanca. El conflicto se 1

Estrenada en el Río de la Plata como La canción del pecado.


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produce cuando aparece un galán blanco (Anthony Ray) para esta muchacha. Sólo después de convertirla en su amante el hombre se da cuenta de que ella es negra, y aquí se intercalan la reacción de los dos hermanos y de la misma pareja, con una escena capital en el momento en que el seductor es expulsado de la casa por el hermano mayor. Al final, ningún conflicto termina y no hay una solución clara, con el sobreentendido de que todo está en tiempo presente y de que las tensiones de la vinculación entre razas no se solucionarán por el desenlace que quepa inventar a un problema individual. Si hay un mérito claro en el asunto, es la exposición de esas tensiones entre dos razas y el apunte sobre amor fraternal, amor sexual, amistad y recelo que puede surgir entre esos cuatro personajes y otros secundarios que se cruzan con los principales en varios encuentros y principalmente en un cocktail party. Las situaciones fueron imaginadas por los mismos intérpretes y apenas gobernadas por el director; cada una de ellas fue improvisada ante la cámara, inventando y modificando el diálogo sin cesar. Este proceso siguió durante las diez semanas del rodaje original, en el que hubo varias interrupciones, incluyendo un momento en el que Cassavetes se fue al Caribe a interpretar un papel en la comedia Dos en un paraíso (Virgin Island, Pat Jackson-1958); después prosiguió durante otros diez días de rodaje complementario, que terminarían en una segunda versión de Sombras. La crítica ha tenido un acuerdo general en elogiar el resultado, que tiene enlaces muy claros con algunos films de las nuevas promociones francesas e italianas, e incluso en Estados Unidos con la obra de otros independientes no conocidos aquí, como Lionel Rogosin, Shirley Clarke y toda una escuela apoyada en el vanguardismo para la pintura, la música, la poesía y sobre todo el teatro de off-Broadway. Una opinión en contra ha sido expresada por Carl Foreman, famoso libretista, productor y director que discrepa con las nuevas olas, cree que Sombras ha sido sobrevalorada por la credulidad pública, ha negado que el film pueda resultar de una improvisación y la ha definido como una pequeña película con suerte en la que malos actores leen malas líneas de un mal libreto, un film tan malo que debiera ser obvio para cualquiera que sepa algo de cine que la cosa ha sido cortada, recortada y completamente reeditada de principio a final, en una forma que los autores del libreto nunca quisieron ni esperaron. Pero han salido adelante, y mejor para ellos (en Sight and Sound, verano 1961, pág. 112). No hay ningún autor del libreto en el film. Hasta dónde el resultado cinematográfico es el producto de una larga compaginación es una inquietud imposible de solucionar: la elaboración ha sido secreta, durante meses, reduciendo a 87 minutos un metraje original bruto de unas treinta horas. Contra las sospechas de Foreman, deben señalarse las declaraciones de Cassavetes, la composición del lugar que han hecho casi todos los críticos europeos y americanos, el aire de cosa fresca y espontánea que luce todo el film. Quizás haya que juzgarlo por lo que parece y no cuestionar sus complicados antecedentes. 6 y 7 de febrero 1963.

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El hombre que vino a pelear

Los crímenes de Adolfo Hitler

(Das Leben von Adolf Hitler, Alemania Occidental-1961) dir. Paul Rotha. HITLERTENÍA UN POCO MÁS de treinta años, era un pintor fracasado y un cabo en el derrotado ejército alemán, cuando de pronto empezó a ser alguien. Desde que ingresó al partido nacional-socialista, supo aprovechar las penosas condiciones sociales, políticas y económicas de Alemania en la primera posguerra, arengó con discursos diarios a quienes le quisieran escuchar, quiso tomar el poder, fue preso, escribió Mi lucha, se presentó a elecciones, fue derrotado, siguió haciendo discursos, formó un partido fuerte y de pronto ascendió a ministro del Reich. Desde 1932 hasta 1942, en una década que puede haber sido la más importante del siglo, gobernó Alemania y parte de Europa con promesas de paz y preparación para la guerra, con mentiras enormes y solemnes, con una demagogia en la que fue imitado y nunca igualado. Sus triunfos militares, desde 1939, parecieron ratificar su sueño de modificar la vida del mundo para los próximos mil años. Hacia 1943, primero por el error de invadir la Unión Soviética y después por el error de asociarse a Japón en el ataque a Estados Unidos, las posiciones militares del nazismo comenzaron a disminuir en una retirada fatal, culminada con la toma de Berlín por los aliados y por el suicidio de Hitler. A 18 años de esa muerte, la vida de Hitler puede parecer ya historia antigua para toda una generación, y debe apreciarse la extrema curiosidad con que el público parece haber recibido ahora esta biografía, una reacción bastante singular si se tiene en cuenta que en los últimos años este material ha aparecido ya en documentales sobre el verdugo Eichmann, en Los asesinos de Nuremberg (Felix Podmatzky, 1958) y hasta en otra biografía de Hitler titulada Mi lucha (1961) que fuera compilada por Erwin Leiser. La versión de Paul Rotha se atiene exclusivamente a los noticiarios y fotografías del período, tras un trabajo que supuso, según referencias de la prensa europea, dedicar diez meses a examinar 48 millas de film, procedentes de doce diferentes países. Ha elegido lo más elocuente, y cabe señalar que buena parte de este material, recogido en fuentes alemanas, aparece por primera vez en una recopilación. Con buen criterio, Rotha no ha querido apartarse del centro, no se extiende indebidamente en temas laterales que darían para más amplios desarrollos (Roosevelt, Churchill, Stalin, los distintos episodios de la guerra) y apunta con mucha sobriedad y extrema claridad la biografía de un dictador cuya vida privada casi no existió. El film es particularmente atractivo en su primera mitad, cuando expone las complicadas intrigas por las que Hitler llegó al poder en una Alemania desunida y desconcertada. Allí Rotha utiliza noticiarios tan antiguos que cabe imaginar las dificultades de recopilación. La segunda mitad, que muestra ya a Hitler en el poder, puede resultar más convencional para espectadores que conozcan los hechos y sus registros. Aún así, hay toda una generación que debe saber de qué se trata. Cada vez que alguien declama contra los judíos, cada vez que alguien funda Tacuaras y habla de nacionalismo, hay que recordarle los extremos a que pueden conducir esas doctrinas.


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Paul Rotha hizo esta recopilación en Alemania Occidental, lo que debe haber sido muy apropiado como fuente de conocimiento y como desmentido de que allí los nazis han vuelto a dominar. Pero Rotha es inglés, es un crítico y ensayista de notoriedad, tiene una versación superior en la escuela documental británica y se ha dedicado a aplicar aquí ciertos principios de sobriedad y de lenguaje visual que están en la mejor tradición de la materia. A él se deben el comentario verbal, que a veces es muy afilado (Alemania constituyó una república sin republicanos, una democracia sin demócratas) y también el montaje, que ha sido una labor mayor y complicadísima, donde a veces se da el lujo de comentar hechos con simples yuxtaposiciones, como ese gesto de desagrado con el que Hitler contempla a Jesse Owens, el corredor negro americano que se consagró en las Olimpiadas de Berlín (1936) y a quien el dictador no quiso estrechar la mano. En el conjunto, Los crímenes de Adolfo Hitler aparece como una recopilación muy satisfactoria, a menudo inteligente, siempre útil. No es probable que sea exhibida en España, porque el film da a Franco su debido lugar en la historia de 1936-39, cuando la derrota del nazismo no se podía prever. 8 de febrero 1963.

: Humor negro y cerebral

Pasión extraña

(Kagi, Japón-1959) dir. Kon Ichikawa. ES MUY DIFÍCIL catalogar adecuadamente a este peculiar film japonés. La sustancia es la de un drama de adulterio y perversión, uno de esos triángulos o cuadriláteros que integran buena parte de la literatura universal y de la francesa en particular. Está jugada por cuatro personajes: 1) el marido, que ve llegar la vejez y siente ya las carencias de la senilidad (Ganjiro Nakamura); 2) su joven esposa, que hasta el comienzo de la anécdota ha tenido una conducta irreprochable (Machiko Kyo); 3) la hija adolescente (Junko Kano); 4) el novio de la hija, un médico joven que es revelado como un ambicioso y un calculador (Tatsuya Nakadai). El conflicto se precipita cuando el marido comprueba que las habituales inyecciones ya no estimulan su virilidad y descubre, en cambio, que los celos son eficaces. Se aplica así a urdir el adulterio de su mujer con el médico, una campaña en la que tiene éxito. Eso le trae otras derivaciones: aceptar las mentiras, enojarse con su hija cuando ésta le comunica las verdades, provocar un conflicto entre madre e hija por la obtención del hombre. Otras derivaciones de enfermedad y muerte no deben ser publicitadas. Pero aunque la sustancia es la del gran melodrama de alcoba, el film japonés rehúsa tener los dos tonos habituales de estos temas. Prescinde, por ejemplo, de la agitación dramática de las pasiones, muestra todos sus conflictos domésticos con mucho

apunte de trivialidades laterales, no deja levantar la voz, acalla todas las explosiones emocionales. Por otro lado, prescinde por completo de la picardía y aun de la risa, tiene una sola escena de desnudos y la deja fuera del campo de la cámara, con todo lo cual defrauda seguramente la expectativa de alguna parte del público. El tono que elige es el del cine psicológico, muy minucioso de observación, con más diálogos de los esperados, con un apunte frío y metódico de las reacciones provocadas en cadena por un marido que no se resigna a su vejez. En ese planteo se intercalan el sarcasmo y el humor, una actitud crítica de los realizadores ante la conducta de los cuatro personajes, por los que no sienten el menor cariño. Se ha comparado el resultado con el Huis Clos de Sartre y, salvando ciertas distancias, el símil es aplicable, porque también aquí se muestra el infierno de la convivencia, la proyección inevitable de la conducta ajena sobre la propia. Sólo que en este infierno no se escuchan los gritos ni la desesperación de no tolerar ya a los semejantes. Todos los personajes juegan de inteligentes y de analíticos, como si la inteligencia alcanzara para la comprensión de lo que piden los sentidos. Y en esto el film marca sus sarcasmos, con una escena reveladora en el momento en que se abrazan la mujer y su amante, mientras ambos hablan con comprensión y respeto por el pobre marido enfermo. En este y otros momentos (el trato despiadado del masajista al enfermo, el laconismo frío con que se establece una muerte, el boqueo ridículo del hombre que acaba de sufrir un ataque) el film parece apuntar, con un humor negro, la condición efímera del cuerpo humano, la inutilidad de la agitación por vivir. Hay un trasfondo amargo en todo el film, y quizás es para destacarlo que los realizadores han prescindido de otras tonalidades emocionales o frívolas que habrían hecho equívoco su sentido. La interpretación de los cuatro principales tiene la curiosa mezcla de expresividad y reserva que parece propia de los actores japoneses. Ellos y el libreto parecen completamente dominados por la personalidad del director Kon Ichikawa, un hombre que impresiona como un temperamento reflexivo, filosófico (es el director de El arpa birmana), poco inclinado a explicitar sus cavilaciones. Su film está hecho en clave, será seguramente incomprendido por millares de espectadores en todo el mundo, con los que no establece contacto emocional, y quizás llegará a parecer, con el tiempo, una formulación precisa y aun científica de la condición efímera del ser humano. Es fácil despejarse del film, declararlo frío y remoto. Hay que atenderlo para ver la inteligencia que lo dirige, que establece en tres frases rápidas la concertación de una cita, o que maneja la pantalla ancha y el color, con una cámara increíblemente móvil, para atender en primeros planos y en colores a un tema estrictamente antiespectacular. Un hombre que consigue ese clima de encierro, esa tonalidad de cine de cámara, ese tratamiento irónico de las pasiones, no puede ser puesto a un lado porque el film sea poco interesante como drama humano o como cine erótico. Al cine japonés no le está vedado el exotismo, y así Ichikawa se dio el lujo de hacer estrictamente un film cerebral. No lo van a entender en muchos lados. 19 de febrero 1963. Título citado Arpa birmana, El (Biruma no tategoto, Japón-1956) dir. Kon Ichikawa.

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Poca catarsis

Fedra

(Pahedra, Grecia-1962) dir. Jules Dassin. COMO ES SABIDO en los círculos mejor informados, la tragedia de Fedra es enamorarse del hijo que su marido había tenido en un matrimonio anterior; ese amor es retribuido, constituye una categoría especial de adulterio y termina en desgracia general. El tema había preocupado a Eurípides, a Séneca y a Racine, todos los cuales podían y querían conjugar la influencia de los dioses y del destino fatal en las acciones de los seres humanos. En la modernización emprendida aquí por Jules Dassin y Margarita Liberaki, los tres personajes se ubican en el alto mundo de las finanzas, lo que sirve doblemente para destacar la corrupción de sentimientos entre esas clases ricas y para subrayar la subordinación de las clases pobres a los azares de su debilidad. El magnate es ahora un naviero millonario (Raf Vallone), su segunda esposa Fedra es una mujer sensual pero es también el comienzo de la riqueza de su matrimonio (Melina Mercouri) y el hijo de aquél es un joven estudiante de pintura (Anthony Perkins) que habría preferido quedarse en Londres e ignorar los extremos de la sensualidad griega. En sucesivas escenas de tres países el film informa el despertar de la pasión, los extremos eróticos a que llega, los problemas del arrepentimiento y de los celos, el despecho con que la situación explota y una tragedia final triple: mientras la mujer y el amante se entregan a su fatal destino, en la lejana costa noruega se hunde el vapor “Fedra”, trayendo también la muerte y el duelo a una extensa lista de humildes hogares griegos. Sobre esa lúgubre coincidencia termina el film. Desde que Jules Dassin trabaja en Europa, y, particularmente, desde su sociedad privada y bastante pública con Melina Mercouri (El que debía morir, Nunca en domingo) ha agregado la independencia creadora a las dotes de artesano que ya le habían sido reconocidas en su período americano (La ciudad desnuda) y en su primer film francés (Rififí). Esa artesanía no es ningún misterio, sino la simple competencia para recrear y trasladar ambientes, manejar personajes, mover la cámara, obtener un ritmo y una tensión. Gran parte de esa competencia está también en Fedra, donde Dassin dibuja con gran precisión el contorno de su asunto dramático. La botadura inicial del vapor “Fedra”, el encuentro de la mujer y del hijastro que será su amante, un tenso silencio de sobremesa entre los tres personajes, una llegada de Melina Mercouri a un aeropuerto, rodeada de fotógrafos, son escenas resueltas por un director hábil y firme, que se permite lujos de técnica y de inventiva: en el Museo de Londres la cámara ocupa el lugar de Melina en una caminata, hasta que su ojo errante encuentra a la figura de Perkins; en un baile posterior de ambos el primer plano de sus figuras está comentado por un clarinete melancólico, más expresivo que las palabras. La competencia de Dassin no incluye los acentos más dramáticos, sin embargo. Cuando tiene que jugar la tragedia como tragedia, se encuentra con una ruptura inevitable de estilo, porque se había preocupado tanto del realismo ambiental, del pequeño detalle físico, que en ese contexto las abstracciones y los grandes énfasis suenan como cursilerías. Entre las escenas pifiadas por la falta de una auténtica

grandeza está, por ejemplo, la primera posesión, donde el director envuelve en la bruma a los cuerpos desnudos y le acomoda una partitura musical desaforada. Está también todo lo relativo a la mucama de Fedra, una figura ominosa y de mal agüero, que parece acercarse a la función narrativa del coro griego y que supone una disonancia artificiosa en el contexto realista en que ha sido colocada. Y está, sobre todo, la escena final de Perkins, que se lanza con su flamante automóvil a toda velocidad por los acantilados, mientras habla solo o dialoga con Juan Sebastián Bach, cuya música escucha en insoportable volumen mientras desafía a la muerte. Cada vez que Dassin tiene que extraer grandes pasiones o intensos sentimientos de sus personajes, la competencia artesanal se le confunde con el mal gusto. Pone a los intérpretes de pie sobre sí mismos, sube el fondo sonoro, exagera ademanes, gritos, gestos. Quiere obtener la grandeza, pero obtiene la incredulidad pública. Hay que reconocer, sin embargo, que Melina Mercouri tiene un inmenso talento de actriz, con esa pasión sensual e irracional de las grandes figuras trágicas, y gracias a ella se evita el ridículo de algunos momentos culminantes. Por su interpretación, y en menor medida por la de Perkins y Vallone, esta tragedia griega puede verse con tranquilidad y sin humorismo. El director quería que se la viera con profunda emoción, pero está pidiendo mucho. 23 de febrero 1963. Títulos citados (todos dirigidos por Jules Dassin) Ciudad desnuda, La (The Naked City, EUA-1948); El que debía morir (Celui qui doit mourir, Francia-1957); Nunca en domingo (Pote tin Kyriaki, Grecia-1960); Rififi (Du rififi chez les hommes, Francia-1955).

: Policial intensa

Salario criminal

(Payroll, Gran Bretaña-1961) dir. Sidney Hayers. ESTA EMPIEZA POR SER la historia de otro asalto, en un molde americano bastante recurrido, pero llega a ser después un drama de ambición mayor. El asalto se planea contra un camión blindado, que tiene cien mil libras esterlinas para pago del personal. Y es una operación naturalmente compleja, que lleva a inventar un accidente en el camino, otro camión que destroce al principal y ciertas coincidencias de circunstancias que requieren no sólo un adecuado estudio sino la complicidad de un funcionario de la empresa. Todo el planteo de la operación está hecho por el film con extremo cuidado, presentando en imágenes precisas los detalles de la conducción del dinero, la vigilancia curiosa de futuros asaltantes, la preparación por éstos de las herramientas necesarias. En ese planteo figura también una adecuada presentación de los personajes principales: los cuatro asaltantes, los dos conductores del camión asaltado, las esposas de éstos, el empleado infiel y su desconfiada mujer. Hasta que el asalto se rea-


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liza, ese planteo parece económico y claro, aunque padece de cierta inevitable dispersión entre los diversos personajes. Después del asalto esa dispersión tiene un fundamento, porque ahora el film sigue las complicadas relaciones entre esas figuras, con el pormenor de sus preocupaciones, amores, rencores, cobardías y envidias. El tratamiento dramático, en situación y diálogos, es bastante maduro y revela un adecuado diseño de todos los personajes, extraídos de una novela mayor. Pero en esa segunda parte ocurren demasiadas cosas derivadas del asalto. Adulterios, peleas, cartas anónimas, incendios, envenenamientos, tiroteos, persecuciones, muerte en los pantanos, se suceden rápidamente sin bastante verosimilitud, con la clara finalidad de liquidar, poco a poco, a toda la banda, dando un destino trágico a cada uno de sus integrantes. Los excesos terminan por provocar sonrisas. Es muy firme, sin embargo, la manera cinematográfica de todo el relato. Escenas breves y cortantes, explicaciones escasas, apoyo constante en lo que se puede mostrar y no decir revelan en libretista y director una seguridad técnica apreciable. En el elenco se destacan Billie Whitelaw como una joven viuda vengativa, Michael Craig como jefe de los asaltantes, William Lucas como empleado infiel y Françoise Prévost (insólitamente presente en un film inglés) como esposa del último y mujer aún más infiel que su marido. Entre ellos, el fotógrafo Ernest Steward y el director Sidney Hayers, que es nombre nuevo, han conseguido un film de particular intensidad. Le sobra argumento y le sobra partitura musical, pero nunca decae en interés. 1 de marzo 1963.

: Fragmentos de BB

El amor es asunto privado

(Vie privée, Francia / Italia-1962) dir. Louis Malle. ESTA NO ES LA VIDA de Brigitte Bardot. Es un apunte de lo que le puede pasar a una estrella famosa cuando es perseguida por los fotógrafos y va perdiendo toda posibilidad de tener alguna clase de vida privada. Este fue y aún es un drama de BB, según cuentan cuatro de cada cinco notas periodísticas sobre ella, notas que desde luego han sido obtenidas por cronistas cargosos y fotógrafos cargosos, que trabajan por cuenta de magnates periodísticos también cargosos que acceden a lo que pide un público cargoso. Un último toque de ese proceso pudo verse ayer en las inmensas colas de espectadores que acudieron a ver a BB, apenas alguien dijo que el asunto del film tenía algo que ver con la biografía de la estrella. Y otros toques futuros, si es que el futuro existe, ocurrirán apenas BB se anime a huir de Europa y se refugie en cualquier parte del mundo. En una inhóspita aldea asiática podrán aparecer también tres fotógrafos que enloquecerán a BB a toda hora.

Pero aunque esa persecución es un drama, mucho más grave por ser positivamente insoluble, no hay que apurarse a creer que el film sea mucho más rico e interesante por llevarlo a la pantalla. El retrato que formula es de una particular simpleza y presenta a BB como la muchachita Jill, fugada de Ginebra a París, luego convertida en modelo, en estrella de cine, en tema obligado de notas y fotos escandalosas. Todo ese proceso formativo apenas aparece en el film, que se concentra rápidamente en lo que ocurre cuando Jill se refugia, primero en Ginebra y luego en el Festival de Spoleto, junto a un nuevo amante (Marcello Mastroianni) al que conoció cuando era marido de otra. Y lo que ocurre es muy poco: fugas de aquí y de allá, subterfugios para despistar a los periodistas, aburrimiento de vivir enclaustrada en un cuarto, discusiones con el amante sobre la vida que recíprocamente se infieren ambos. Como narración y como drama esto es muy poco, y el film se acerca al tedio desde la mitad, cuando comienza a repetir una situación que se estira sin variantes. Su deficiencia no es exactamente la falta de acción. Es la falta de profundidad para tratar al personaje y al tema, porque en Jill, como en BB misma, cabe imaginar a una figura humana de mayor complejidad. Qué quiere de la vida, qué busca y qué encuentra en los sucesivos amantes, en qué pasa realmente su tiempo, qué hace con su dinero, con qué se divierte y con qué se enoja, eran puntos que merecían mayor atención para un retrato correcto. Pero el film de Louis Malle prescinde de esos aspectos. Se entretiene superficialmente en mostrar a BB con variantes de vestuario bohemio, con un poco de guitarra aquí y un cigarrillo allá. Nunca penetra en el personaje. Debe haber sido carísimo combinar en un film los servicios de BB, de Mastroianni, del excelente fotógrafo Henri Decae, más el rodaje en exteriores de Ginebra, París y Spoleto, más el color, más las ocasionales multitudes que aparecen como público frenético. Los costos hacen explicable que la Metro haya salido a respaldar esta coproducción franco-italiana, y esa distribución internacional explica a su vez que el film aparezca hablado improbablemente en inglés, dando un toque más de artificio a un drama que nunca parece muy sentido; hasta los titulares de la prensa parisina son presentados aquí en inglés, como una consecuencia de la producción marcadamente internacional de estos tiempos del cine. No todos los artificios son imputables a esos altos problemas de organización, sin embargo. Parte de ellos son atribuibles al director Louis Malle, un técnico formidable, un hombre audaz y original (Ascensor para el cadalso, Los amantes) que aquí se inventó un estilo narrativo basado en la deliberada inconexión. Buena parte del relato está presentada en secuencias brevísimas, que no tienen lo que se pueda llamar principio ni fin, y cuyo enlace recíproco está sólo sobreentendido. Ese estilo da un ritmo ligero y a veces brillante a la narración, pero termina por crear su propio vacío. Deriva en hacer más sugestivas algunas secuencias (BB que contempla mudamente una pistola, BB que prepara mudamente un baño que puede ser suicida, BB empujada por una multitud y rescatada trabajosamente por la policía), todas las cuales son apuntes al paso sobre una situación mayor. Pero al mismo tiempo condena a la narración a ser un chisporroteo de fuegos artificiales, un inventario de secuencias lindas de ver pero nunca integradas en lo que debió ser un drama orgánico. Los niveles más profundos del tema son del orden sociológico y no están en el film, porque necesitaban otro ritmo, otra reflexión. El fotógrafo Henri Decae es el primero en lucirse en la lista de colaboradores, no sólo por las calidades de color sino por algunos efectos de movimiento y de enlace


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que lo ratifican como un artesano mayor. Del otro lado de la cámara, BB es la gatita encantadora habitual, que tiene algunas incertidumbres en la cabeza (pero será mejor no acercarse a averiguarlo) y Mastroianni da convicción a su editor italiano, un personaje lateral cuyas ideas y sentimientos deja adivinar a cada minuto. El resto del elenco es particularmente desconocido. Los afanosos del público tienen derecho a enterarse de que aquí no hay desnudos de BB. Lo más escandaloso que figura en el film es un largo reproche de una limpiadora a la protagonista, encerradas ambas en el ascensor (durante lo que alguien describió como un ascenso de cien pisos), a propósito del mal ejemplo moral de la actriz a la sociedad que le rodea. Pero el mal ejemplo no se ve en la pantalla. Esto no es una reticencia de Louis Malle, que no fue reticente para rodar Los amantes, y no es un abuso atribuirla a la Metro, que supervisa lo que distribuye. 7 de marzo 1963. Títulos citados (ambos dirigidos por Louis Malle) Amantes, Los (Les Amants, Francia-1958); Ascensor para el cadalso (Ascenseur pour l’échafaud, Francia-1958).

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lados, y así el resto de los cazadores utilizan a esos mismos elefantes para localizar a Elsa entre las calles y tiendas de la aldea cercana, en una correría disparatada y ocurrente, que la música de Henry Mancini comenta con gracia particular. Hatari! puede ser un film muy entretenido para grandes y chicos, será sin duda un éxito comercial, como lo ha sido en todos lados, y nadie debe alarmarse de que algún cronista no lo encuentre perfecto. No lo es, realmente. Es más largo de lo debido, y obliga a pensar que el director Howard Hawks y su elenco se entretuvieron en África durante demasiados meses y después no quisieron sacrificar material. Es, además, un film muy endeble de personajes, que parecen todos muy simplones de ideas y sentimientos; están actuados además sin mucha convicción, con una escena cómica penosa por Red Buttons (después de que lanza su cohete) y otra escena de mujer despechada que Elsa Martinelli equivoca de tono y ademán. Así puede decirse con justeza que los animales son el centro del film y que los intérpretes humanos colaboran con ellos. Es a los animales que Howard Hawks ha destinado sus mejores esfuerzos y les ha otorgado algunas escenas de excelente rodaje, con detallados primeros planos de sus luchas por escapar de los cazadores. Ejemplos de artesanía, que requiere cámaras móviles, muchos riesgos físicos y problemas técnicos innumerables, hay en todo el film. A menudo se piensa si no debería haber menos proezas técnicas y un poco más de concentración y de interés humano.

Larguísima cacería

5 de abril 1963.

Hatari!

(EUA-1962) dir. Howard Hawks. HAY DOS CLASES DE ESCENAS en este largo film, dos fórmulas que se alternan y se repiten durante más de dos horas. Una de ellas presenta la persecución de bestias salvajes en África, hecha en dos autos por un grupo de cazadores. Encierran entre ambos a la cebra, al búfalo o al rinoceronte, lo hacen correr hasta agotarlo, lo enlazan con pericia y terminan por colocarlo en una jaula. La otra fórmula es describir a esos cazadores en los intervalos de las cacerías, cuando se reúnen en el campamento y discuten si Elsa Martinelli conquistará o no a John Wayne, si Michèle Girardon será conquistada por Gérard Blain, por Hardy Krüger o, lo que parece más improbable, por Red Buttons. En la discusión colaboran otros cazadores menos cortejantes, como Bruce Cabot y Valentin de Vargas. La serie de escenas repetidas estaría muy bien si durara una hora y media. Dura una hora más y en algún momento se tiene la impresión de haber visto ya alguna escena. Hay dos variantes divertidas entre la repetición. Una está a cargo de Red Buttons, que inventa un curioso procedimiento para cazar monos, acorralándolos en un árbol y cubriendo luego a éste con una inmensa red, lo que permite cobrar las piezas de a una; la diversión está en que esa particular cacería requiere toda una instalación de cohetes, en una forma extravagante de la aventura africana. La otra secuencia graciosa está cerca del final. Durante todo el film, Elsa Martinelli se ha comportado como una madre con tres elefantes bebés, que la siguen a todos

: El drama del boxeo

Réquiem para un luchador

(Requiem for a Heavyweight, EUA-1962) dir. Ralph Nelson. UN EXCELENTE FRAGMENTO de cámara subjetiva abre el film. El lente toma el lugar de los ojos de Anthony Quinn durante los últimos segundos de una pelea en la que es derrotado, y como una alusión desfilan allí los golpes recibidos de frente, las luces del techo, la mano del réferi que cuenta los diez segundos reglamentarios, la caminata vacilante con que sale del ring. Es la última pelea de este luchador, a quien un médico pronuncia en seguida como inservible para la carrera de la que ha vivido durante 17 años. Con un ojo casi destrozado, la cara deforme, la voz ronca e incierta, el luchador se enfrenta ahora a la necesidad de vivir de alguna otra cosa. Y lo que describe el film, con un aire objetivo y calmo, es la dificultad de conseguir otro trabajo. Durante el relato hay sólo dos opciones. Una es acatar las indicaciones de su mánager y amigo (Jackie Gleason), a quien el protagonista considera casi un padre y por cuyas maniobras sucias podrá caer en ser un luchador de feria, un payaso disfrazado y poco deportivo. La otra opción es atender a una asistente social a la que conoce por azar (Julie Harris), en quien suscita una compasión y una generosidad seguramente


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derivadas de ser ya una mujer solitaria; si el ex boxeador siguiera sus indicaciones, podría ser un instructor deportivo en un campamento infantil, y allí no importaría su físico deforme. La elección entre ambos caminos es todo el conflicto del film, pero bajo ellos hay un drama nunca declamado y siempre presente, el drama que espera a tanto boxeador y que consiste en arruinar la vida a cambio de la esperanza de un campeonato, una esperanza que sólo puede ser realidad para unos pocos. Hay una obra de televisión tras el asunto del film. Fue escrita por Rod Sterling, un libretista de quien ya se conoció antes otra crítica social en niveles de la alta finanza (Patterns, cuya versión cinematográfica se llamó El precio del triunfo). La estructura de un drama para la TV es una primera virtud del film, que concentra su relato en pocas semanas claves, enfoca desde muy cerca a sus personajes y consigue un clima íntimo, obsesivo, para un drama que realmente se plantea y resuelve sin espectacularidad alguna. No es casual que éste sea el debut cinematográfico de Ralph Nelson, quien dirigió la obra en TV (1956) y mantiene para el cine un lenguaje muy afín al televisivo. En otros sentidos, el libreto puede parecer demasiado conversado a espectadores que esperen otro film de boxeo, pero todo el diálogo es, sin embargo, muy preciso y sobrio; sólo parece excesivo porque los planteos y los desarrollos son siempre enfrentamientos personales entre aquellas tres figuras, un colaborador del protagonista (Mickey Rooney) y la colección de tahúres que rodea al boxeo. Tras ese diálogo hay una inteligencia clara, y parece muy convincente la lógica del empresario cuando razona que debe seguir a sus intereses y no a los sentimientos ajenos. Anthony Quinn realiza una labor de excepción en su boxeador fracasado. Su maquillaje es casi la de un horrible Cuasimodo, pero la composición no se queda en ese aspecto exterior y aparece debidamente acotada con la voz ronca, el movimiento torpe, la mirada recelosa. Son también muy convincentes Julie Harris, Jackie Gleason y Mickey Rooney; los dos últimos tienen además un interludio de lucimiento en una partida de cartas que irradia particular humorismo. Entre las virtudes de interpretación y el relato sobrio y sugestivo que obtienen libretistas y director este Réquiem para un luchador impresiona como una denuncia del boxeo que sabe ser, a la vez, un drama personal sentido y comunicado. No es, ciertamente, el primer film que incursiona en estos terrenos: también El luchador, El triunfador, La caída de un ídolo y El estigma del arroyo mostraron el revés del deporte y el drama del boxeador convertido a la larga en una mercancía. Pero una denuncia de este tipo es siempre una nota de actualidad permanente, como por desgracia lo confirmaron los cables hace pocas semanas, cuando comunicaron la muerte de Davey Moore tras los golpes recibidos en su última pelea. 9 de abril 1963. Títulos citados Caída de un ídolo, La (The HarderThey Fall, EUA-1956) dir. Mark Robson; Estigma del arroyo, El (Somebody Up There Likes Me, EUA-1956) dir. Robert Wise; Precio del triunfo, El (Patterns, EUA-1956) dir. Fielder Cook; Luchador, El (The Set-Up, EUA-1949) dir. R. Wise; Triunfador, El (Champion, EUA-1949) dir. M. Robson.

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Comedia exitosa

Amor al vuelo

(That Touch of Mink, EUA-1962) dir. Delbert Mann. DESPUÉS QUE DORIS DAY y Cary Grant han encabezado las listas femenina y masculina de popularidad en los Estados Unidos, esta reunión de ambos deberá ser una propuesta imbatible en la boletería, particularmente si a ellos se agrega el libretista Stanley Shapiro, un comediógrafo infatigable que sabe cómo pegar en el público (Problemas de alcoba, Vuelve amor mío). Aunque la gente irá al cine sin averiguar nada antes, será procedente informar que esta batalla de los sexos se dedica a crear el gran suspenso del año: si Doris se dejará seducir por Cary o si conseguirá llevarlo antes hasta el matrimonio. Todo parece indicar que habrá seducción sin boda. Tras un encuentro casual, que provoca grandes enojos, ella acepta que él la pasee por varias ciudades americanas, la agasaje con muchos dólares a disposición, la lleve hasta las Bermudas en un avión de viaje muy particular (él ha comprado todos los pasajes, para hacerla viajar sola) y la considere estrictamente como una aventura. Son necesarias una erupción en la piel y una borrachera absoluta para que la seducción no se consume, pero desde allí empieza la contraofensiva, cuando ella empieza a provocar los celos del galán, utilizando al efecto a otro hombre que le parece repugnante. El fin de todo ello es el previsible. Todo el asunto es muy improbable, no ya porque no existan seducciones en este mundo sino porque ambos personajes se portan como si quisieran estirar el asunto. Las muchachas que aceptan grandes viajes y costosos regalos no suelen fingir la santidad que aquí muestra la inocente Doris Day. Los galanes que dan aquellos viajes y regalos no adoptan la posición pasiva y resignada con que Cary Grant acepta aquí los numerosos contratiempos de la seducción. A primera vista se sabe que toda la comedia está inventada artificialmente para hacer reír con los malentendidos, para ubicar desfiles de modas y para pasear las cámaras por los exteriores de Bermuda y los interiores más lujosos de Estados Unidos. Una vez que se acepta el artificio y se accede a olvidarse del film al día siguiente, todo espectador puede divertirse con la comedia. Hay alguna conversación excesiva a mitad de metraje y hay algún chiste ya usado en los muchos diálogos, pero también hay algunas situaciones cómicas valiosas: el procedimiento para comer gratis en un bar automático, o los malentendidos entre un secretario del galán (Gig Young) y un psiquiatra que no llega a comprender bien lo que le cuentan. Doris Day actúa con cierta vocación payasesca que ha sabido reprimir antes y obliga a preguntarse cómo alguien alguna vez la designó entre las cinco actrices capaces de ganarse un Oscar de la Academia (por Problemas de alcoba, 1959, pero perdió ante Simone Signoret). A la inversa, Cary Grant adopta aquí un aire restringido, demasiado sobrio, que a veces parece la calidad de un comediante británico y a veces mera somnolencia. Es uno de los productores del film (los otros: Doris Day, Stanley Shapiro) y debe estar muy seguro de las enormes colas


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que provocaría en todas las salas del mundo. Ante productores tan importantes de una comedia tan exitosa, la dirección de Delbert Mann se inclina con todo respeto hasta que llega a ser impalpable. 13 de abril 1963. Títulos citados Problemas de alcoba (Pillow Talk, EUA-1959) dir. Michael Gordon; Vuelve amor mío (Lover Come Back, EUA-1961) dir. Delbert Mann.

: Curioso episodio infantil

Mientras sopla el viento

(Whistle Down the Wind, Gran Bretaña-1961) dir. Bryan Forbes. ESTA ES LA HISTORIA de cómo un prófugo de la justicia, que llega hasta las poco pobladas granjas de Lancashire, es confundido por tres niños, que lo toman por el propio Jesús. La confusión es muy verosímil. Nace de la ingenuidad de los niños, de una alusión hecha poco antes por alguien del Ejército de Salvación, de una interjección pronunciada por el prófugo y, desde luego, de la necesidad de creer. Tal como el film cuenta ese episodio inicial, que traerá consecuencias, todo es muy creíble. La convicción se debe, sobre todo, al estilo preciso y claro con que el director Bryan Forbes plantea el caso, apoyándose en una doble realidad: la física de las granjas, campesinos y animales, la psicológica de esos niños que proceden y hablan sin literatura alguna. Esa tónica de naturalismo prosigue hasta el final. El prófugo accede a ser tomado por Jesús, a lo que conducen su barba creciente y su aire sufrido, pero no promete milagros ni se hace cargo de un papel ficticio: de hecho es la figura más pasiva de todo el asunto. Toda la peripecia de alimentarlo y protegerlo, a espaldas de los mayores y sin sospechar que la policía está buscando a ese hombre, está apuntada también con extrema naturalidad. El realismo sirve como tónica de una comedia dramática, y hay que ponderar la habilidad con que libreto y dirección trasladan a términos contemporáneos sus alusiones a los evangelios. Los tres niños del principio se convierten rápidamente en doce, como los discípulos. La intervención de otro muchacho prepotente lleva a que Jesús sea negado tres veces, en una pelea infantil, mientras allá lejos se ha escuchado un silbato de ferrocarril que sustituye al canto del gallo. La crucifixión final está aludida por la posición en que el prófugo es registrado por la policía que ha llegado a apresarlo. En estos y otros paralelos, el film parece proponerse un eco de los textos sagrados, una traslación que abarca desde el establo inicial hasta la promesa final de que Jesús volverá. La traslación está apoyada en los niños y está escrita sin duda también para ellos (por Mary Hayley Bell, madre de la actriz Hayley Mills). En mano del director Bryan Forbes y de dos libretistas muy hábiles, la historieta es también muy creíble por adultos.

Pero ese naturalismo no tiene un fruto poético, no permite una reflexión ni un sentimiento más allá de los paralelos extremados entre el Evangelio y el episodio de corte policial. Los adultos pueden creer en que es cierto todo lo que ven (como lo creerán los niños, ciertamente), pero no comprometerán la emoción en ello. Esta es una consecuencia de la sobriedad inglesa, de la extrema corrección con que el film está narrado, fotografiado e interpretado, sin poner más ideas en el texto que las que surjan de contar objetivamente un curioso episodio en Lancashire. El film pierde relieve porque se agota en una comparación con los evangelios, sin saber extraer de allí un sentido de piedad, de comprensión o de perdón para los personajes del drama. Entre los méritos accesorios del film, hay que destacar la actuación de Hayley Mills, como la cabecilla del grupo de niños, la de Alan Barnes como su estupendo hermano menor, la fotografía de Arthur Ibbetson, las variantes musicales compuestas por Malcolm Arnold sobre un tema casi único, y sobre todo la dirección de Bryan Forbes, que ya era conocido como actor (Honorables delincuentes), como productor y como libretista (Silencio iracundo) y que aquí debuta como director. Muestra un buen dominio de intérpretes, una sensibilidad para componer y para compaginar. No se excede de la corrección, porque sin duda Bryan Forbes es más un polemista que un poeta, más un artesano que un artista. 26 de abril 1963. Títulos citados Honorables delincuentes (The League of Gentlemen, Gran Bretaña-1960); Silencio iracundo (The Angry Silence, Gran Bretaña-1960) dir. Guy Green.

: Romeo y Julieta en New York2

Amor sin barreras

(West Side Story, EUA-1961) dir. Robert Wise y Jerome Robbins. SE BASA EN UNA FAMOSA obra musical de Broadway y viene precedida como obra cinematográfica de un éxito público sensacional y de una marcada aprobación crítica, cuya expresión más conocida es haber obtenido en abril 1962 diez Oscars de la Academia en diversos rubros y uno especial para su coreógrafo y creador Jerome Robbins. Tan oficialmente como se pueda, éste ha sido el mejor film americano de 1961. El éxito de público es de fácil explicación, porque éste es un film espectacular, en colores, con música accesible y recordable, con ballets modernos y dinámicos, con una dramática historia de amor. La aprobación crítica tiene varios motivos, que incluyen la competencia general de bailes, canciones, color, fotografía y dirección. Hay un motivo mayor. Esta es la clase de film musical que no se contenta con la fórmula tradicional de intercalar canciones y bailes en un asunto. Por lo contrario, canciones y bailes establecen y expresan ese tema, en las tres líneas de romance, de acción y de sátira que allí se superponen. Tal rigor expresivo acerca a West Side Story a las 2

Escrita en colaboración con Emir Rodríguez Monegal.


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líneas renovadoras trazadas desde 1949 en un conjunto de films musicales, particularmente debidos a Gene Kelly y Stanley Donen (Un día en NuevaYork, Cantando en la lluvia, La Cenicienta en París) que buscaron fórmulas estilizadas, irreales, más adecuadas que ningún naturalismo a un género cinematográfico que es imaginativo por esencia. Tras varios años de escasez en el género musical (un género caro, que sólo estaba permitido a un Hollywood en apogeo y no al actual), West Side Story retoma aquellas tendencias. Muestra un ballet inicial que es el remedo intencionado de una pelea, y cuando más tarde muestra una pelea la escenifica con la belleza de un ballet. Expresa en canciones las escenas amorosas, las promesas y los reproches, en un estilo operático que incluye afortunadamente el humor, pero además utiliza esas mismas melodías para comentar momentos intermedios de la trama. CON RASGOS PROPIOS. En una comparación con sus antecedentes, West Side Story tiene alguna desventaja, porque su rodaje en escenarios exteriores de New York ha forzado a aumentar los elementos realistas en ambiente y descripción de personajes; así el film padece de cierta inevitable ruptura estilística, ya que las canciones y los bailes chocan a menudo con su contexto de calles, galpones y casa de inquilinato. En otros sentidos West Side Story tiene enormes progresos. Ha superado el enfoque teatral (escenario abierto, cámara a un solo costado) de que padecía a menudo On the Town, y lo ha sustituido por una labor de fotografía y de compaginación que introduce al espectador entre los personajes, lo asciende a un enfoque visual de conjunto, lo acerca de pronto a un primer plano. Ha superado también las limitaciones técnicas, creando un espectáculo en el que coreografía, canciones y movimientos de cámara aparecen integrados con total fluidez, sin la alternancia habitual entre una trama y los números musicales que la comentan. Y sobre todo ha superado la limitación de restringirse a unos pocos personajes: lo que antes era labor individual de algunas primeras figuras (Gene Kelly, Vera Ellen, Cyd Charisse, Fred Astaire) se convierte ahora en un ballet colectivo, que se organiza con dos docenas de personajes, los agrupa en bandos, los organiza en continuos contrastes de grupos, a veces los recorta individualmente contra el conjunto y de pronto da prioridad de lucimiento a una figura secundaria. Hay todavía una diferencia mayor. Lo que antes se llamaba apropiadamente comedia musical pasa a ser ahora un drama musical, que incluye muchos elementos de humor, pero que progresa en lo principal sobre un tema serio, desde la lucha de dos pandillas juveniles hasta la tragedia final. Para contar su drama, armado en términos similares a los de una ópera, West Side Story ha elegido nada menos que la línea argumental de Romeo y Julieta, con equivalentes modernos de los datos argumentales que Shakespeare hizo famosos. Los Montescos y Capuletos se han transformado en esas dos pandillas juveniles que se disputan el dominio en un barrio occidental de New York. De hecho, el film progresa desde una realidad tan actual y tan importante que algunos críticos

Películas / 1963 • 427 han discutido sus logros sobre una base de sociología. Nunca se había examinado antes el trasfondo social de un film musical. PUERTO RICO IS IN AMERICA. New York es la ciudad portorriqueña más grande del mundo dice un proverbio que circula en el Caribe. Desde que Estados Unidos tomó posesión de la isla (en 1898) y aun más, desde que Puerto Rico se convirtió en Estado Libre Asociado de la Unión (en 1952) sus nativos tienen privilegios de ciudadanos americanos, sin barreras de inmigración ni de aduana. La consiguiente facilidad para viajar y la superpoblación de la isla han determinado un flujo continuo de portorriqueños a los Estados Unidos, buscando trabajo y mejores condiciones de vida. Los censos de 1960 fijan en 750.000 la cantidad de portorriqueños residentes en New York, mientras que en San Juan, capital de Puerto Rico, había sólo 432.377. La integración de los portorriqueños a la vida americana ha sido muy difícil. Las diferencias de idioma, de cultura, de preparación técnica, han derivado en que una gran parte de esos inmigrantes de han mantenido en un nivel social de obreros, servicio doméstico y similares. Por otra parte, esa tendencia está aumentada por el prejuicio racial de buena parte de la población americana, que ha resistido a los intrusos de origen latino, como ha resistido también a los negros y a muchas minorías europeas. La situación ha derivado así en una suerte de enquistamiento de los portorriqueños en varios puntos de los Estados Unidos y a la concentración en barrios dentro de New York. El fenómeno social ha trascendido a menudo a la crónica policial, mezclado especialmente con el otro fenómeno de la delincuencia juvenil. Sobre una base tan cierta, los autores de West Side Story no han necesitado inventar otros Montescos y Capuletos sino que los han elegido en la realidad. La pandilla de los “Jets” es típicamente americana y está formada por los hijos o nietos de inmigrantes europeos, que han crecido sin conocer otro idioma que el inglés ni otra patria que América. Los “Sharks” (Tiburones) son portorriqueños o hijos de portorriqueños: son morochos, de tez oscura, intercalan palabras en español en sus diálogos y tienen nombres como Bernardo, María, Anita, Chino, Pepe, Indio, Luis. Ambos bandos se odian, por motivos tan irracionales como poderosos. Del primer bando saldrá un Romeo y del segundo una Julieta; de ese amor saldrá una pela colectiva y de ésta una tragedia. Pero la nota trágica no es la única de este film extraordinariamente vivo y dinámico. En la canción Gee, Officer Krupke, dicha, bailada y mimada por los “Jets”, se sintetiza en una explosiva secuencia el problema de los delincuentes juveniles, asediados por la policía, los jueces, los psicoanalistas, los asistentes sociales y el mundo en general, con una serie de parodias y de chistes a cargo de este grupo de muchachos. Por otro lado, la ubicación social del tema permite un número cómico tan brillante como America, en el que los portorriqueños cantan, bailan y discuten las ventajas y desventajas de pertenecer a los Estados Unidos y de volver o no a su país natal: El inmigrante va a América/ Muchos holas en América; / Nadie sabe en América, / que Puerto rico está en América. Insertados hábilmente en la trama de la tragedia amorosa, estos números de canto y baile agregan esa dimensión sociológica que ha dado al film su interés peculiar.


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PASANDO POR SHAKESPEARE. Aunque William Shakespeare sea el más famoso, no es el único autor de la Trágica Historia de Romeo y Julieta. La cosa empezó en Italia misma, con los narradores del cuatrocientos y del quinientos. Un tal Masuccio de Salerno parece haber sido el primero en esbozar hacia 1476 la desdichada aventura de estos adolescentes, aunque en su versión el joven era ajusticiado y la muchacha (Giannozza, y no Giulietta) moría de dolor. Más conocidas son las versiones que ofrecen Luigi da Porto (1524) y Matteo Bandello (1554). Ambas asumen la forma novelesca; son novelle, es decir novelas cortas. En ambas el papel principal corresponde a Giulietta, que domina la obra con su amor, su audacia, y su espíritu apasionado. El suicidio de Romeo al creerla muerta provoca su propia muerte por dolor. Los personajes secundarios (Fray Lorenzo, un criado llamado Pedro, el ama, Tibaldo) aparecen a veces sólo esbozados por Da Porto, pero Bandello les confiere luego una mayor caracterización. Aunque Badello estaba traducido al inglés ya en 1567, parece indudable que Shakespeare tomó la historia de otro autor británico, Arthur Brooke, que transformó la novelle en poema, bajo el título The Tragicall Historye of Romeus and Juliet (1562). Muchos rasgos poéticos de Brooke fueron adaptados casi literalmente por Shakespeare en Tragedie of Romeo and Juliet escrita probablemente en 1595. Todo lo que era mera prosa en los italianos, y honesta versificación en Brooke, se convierte en Shakespeare en incandescente poesía dramática. La acción se sintetiza en poco tiempo y se precipita; los personajes secundarios aparecen caracterizados brillantemente; no sólo Julieta sino también Romeo son explorados psicológicamente y sus diálogos (las famosas escenas de amor) se convierten en obra maestra del lirismo romántico. Desde ese momento, Romeo y Julieta es para siempre una obra de Shakespeare. Durante más de tres siglos el tema sirvió de inspiración para la música y el ballet. En este siglo el cine se incorporó como medio expresivo. Hay una versión muda de 1916 y tres sonoras más famosas: la americana de 1936 (con Leslie Howard y Norma Shearer, dirección de George Cukor), la anglo-italiana de 1954 (con Laurence Harvey y Susan Shentall, dirección de Renato Castellani) y una rusa también de 1954, que es un ballet filmado y que cuenta con música de Prokofiev, dirección de Arnshtam y Lavrovski, interpretación de G. Ulanova yY. Zhdánov. La cuarta versión famosa será la de West Side Story, que empezó por ser un drama musical, con un éxito formidable en Broadway desde su estreno en 1957, siguió por otro éxito aun mayor en Londres desde diciembre de 1958 y se transformó finalmente en una película durante 196061. Hace un año que el film tiene en todas las capitales del mundo una aceptación pública que Shakespeare no habría sabido soñar. Después de problemas técnicos, contractuales y comerciales que costó superar, el film aparece ahora en Montevideo, en la única sala equipada para proyectar material de 70 milímetros de ancho. 29 de abril 1963. Títulos citados Cantando en la lluvia (Singin’ in the Rain, EUA-1952) dir. Gene Kelly y Stanley Donen; Cenicienta en París, La (Funny Face, EUA-1956) dir. S. Donen; Día en Nueva York, Un (On the Town, EUA-1949) dir. G. Kelly y S. Donen.

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Acción violenta

Yojimbo

(Japón-1961) dir. Akira Kurosawa. TOSHIRO MIFUNE ES OTRA VEZ aquí el samurái invencible, que representa a toda una época de guerras internas en el Japón. En la primera escena, se le ve solitario en el campo, hasta que llega a un cruce de caminos; ahí tira una vara al aire y se atiene luego al camino que esa vara le indica. Es un hombre nómade y un hombre libre. Cuando llega a un pueblo anónimo, lo encuentra dividido en dos facciones mortalmente opuestas, que se acuartelan a los extremos de una calle, apenas a una cuadra de distancia. Se hace explicar la situación, ofrece sus servicios a un bando, después se pasa al otro y también se pelea con éste. En algunas intervenciones sangrientas, el samurái muestra una capacidad de pelea mortal, rápida y terminante, que convierte a sus servicios en un arma deseada. Pero el protagonista no se compromete mucho cuando toma partido. Es un profesional de la guerra y también un filósofo: piensa que ambos bandos son aborrecibles y colabora en matar a sus integrantes y en hacerlos matar entre sí. Con la espada y con sus intrigas va eliminando a los hombres de ambos grupos; tiene algún contratiempo, se enfrenta finalmente a diez rivales y los aniquila en pocos segundos. Cuando en el pueblo sólo quedan tres personas vivas, reflexiona Por fin reinará la paz en este lugar y se va. En dos planos distintos e igualmente claros puede entenderse esta anécdota. El más evidente es el de la acción y la aventura, a la manera del western americano y de lo que el mismo director Akira Kurosawa ha hecho ya antes, no sólo en Los siete samurái y en La fortaleza escondida sino también en los fragmentos más violentos de Rashomon y de Trono de sangre, que poseían otra enjundia dramática. Como despliegue de acción, como planteo de las incertidumbres previas a cada lucha, Yojimbo es una lección de cine. Como de costumbre, Kurosawa trabaja con varias cámaras, escenifica con precisión y muestra la noción de movimiento y de montaje que pocos directores occidentales podrían igualarle. Su enorme técnica está combinada con una crueldad radical para mostrar los efectos máximos de la violencia. En las primeras escenas un perro trota por la calle con una mano humana en la boca, después se ve un brazo que se desprende de una batalla campal, y hasta el propio Mifune, héroe peculiar, se convierte en un objeto repugnante cuando mira por un ojo solo después de una paliza, o cuando se arrastra como un reptil en una fuga. En estas y otras secuencias Kurosawa demuestra saber muy bien lo que nunca aprendieron ni Cecil B. DeMille ni tantos directores americanos: que la violencia se mide por la intensidad con que surge en la acción y no por la


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cantidad de hombres que pelean. El incendio de un depósito de sedas, o el vino que se derrama de enormes toneles, mientras los propietarios se desesperan, son incidentes que Kurosawa escenifica apretadamente, concentrando la mucha acción en un reducido espacio; si alguna vez necesita amplitud física para escenificar una batalla, Kurosawa la obtiene extendiendo su campo visual hacia el fondo (mediante lentes telescópicos) en lugar de la oposición de los bandos a los márgenes de la pantalla. El fascinante resultado es que el espectador parece tomar parte en la lucha y que alguna vez la cámara está inmersa en un torbellino de brazos y de espadas. El dato notable de ese despliegue es que aparece medido y pausado, a intervalos de los parlamentos y las intrigas con que Mifune incita a ambos bandos. En un momento particularmente irónico, el protagonista anuncia que están muertos los seis guardias de una casa; después los mata con extrema facilidad y sobre los cadáveres hace un destrozo de paredes y de muebles, para fingir que allí hubo una lucha mayor que la real. Y en otro momento de tensión, se ve cómo Mifune ensaya solitariamente un lanzamiento de cuchillos sobre una hoja de árbol que revolotea; la escena parece casi un recreo, hasta que se entiende que ese cuchillo importará en la batalla inmediata. Rara vez se ve en cine una acción tan intensa y tan bien graduada; si algo hay que objetarle es la extensión de las pausas, que a veces preparan la acción pero a veces también la demoran. Como es habitual en él, Kurosawa se extiende en el relato, a fuerza de construir cada secuencia con una minucia ejemplar. Hay otro plano para entender Yojimbo, y es el de los sentidos de la acción. En un comentario a la historia japonesa, este samurái parece ser el último representante de su género, salido de la tradición y envuelto ahora en una lucha que empieza a ser moderna y en la que aparece un solitario revólver. En otro comentario al mundo actual, Kurosawa insinúa la insensatez de dividir a la humanidad en dos grandes fuerzas, que luchan hasta su propia destrucción y que en esa empresa proceden a destruir también sus propias riquezas. Ambos bandos son perversos, jugadores, ebrios, oportunistas; el film los retrata sin piedad, hasta hacer de su relato una metáfora de un mundo imposible, donde el único beneficiado es el fabricante de ataúdes y donde incluso éste se queja de que los muertos queden desparramados entre el desconcierto general. En pericia de dirección, en fotografía, en música y en elocuencia de la banda sonora (donde importan un martilleo, una lluvia, hasta un silencio), Yojimbo es un film superior. También es superior la interpretación de Mifune, con su autoridad de gran guerrero invencible que sabe no jactarse, pero hay que elogiar uno por uno a los integrantes de un elenco donde la composición minuciosa se une al apasionamiento de pelear y de morir. 6 de julio 1963. Títulos citados (todos dirigidos por Akira Kurosawa) Fortaleza escondida, La (Kakushi-toride no san-akunin, Japón-1958); Rashomon (Japón-1950); Siete samurai, Los (Shichinin no samurai, Japón-1954); Trono de sangre (Kumonosu-jo, Japón-1957).

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Comedia convencional

Volveré para amarte

(Geordie, Gran Bretaña-1955) dir. Frank Launder. EL GEORDIE DEL TÍTULO ORIGINAL es un niño escocés que en las primeras escenas es denominado “enano” por sus compañeros de escuela y que tiene el complejo de ser demasiado bajo. En las siguientes atiende a un aviso del diario, prosigue un curso de entrenamiento físico y se convierte en un gigantón (Bill Travers) que hereda de su padre el puesto de guardabosques. Podría seguir siendo un campesino toda su vida, en los valles y colinas de Escocia, si no fuera porque se entrena como lanzador de martillo, es elegido para la delegación olímpica y viaja así a los Juegos de Melbourne, donde desde luego triunfa. Todo ello está complicado por la noviecita buena que dejó en Escocia y por la pérfida vampiresa que lo persigue. El hombre vuelve para amar. La comedia podría tener más gracia si la dirección y el libreto hubieran explotado un poco mejor el ambiente familiar, vecinal y deportivo en que ocurre. Pero todo es muy lavado y convencional, los diálogos y situaciones se adivinan a cada instante, y el director Frank Launder se despreocupa de dar al relato ningún tono, ningún ritmo, ninguna punta. La fotografía en colores de Wilkie Cooper muestra paisajes de Escocia como para turistas del futuro, y se constituye por contraste en la única atracción del film. Es muy suelta la interpretación de Bill Travers, pero es muy penosa la vampiresa rubia que compone Doris Goddard, una rubia excesiva que anda buscando atletas. El film es de 1955 y resulta bastante curioso su estreno ocho años después. Alguien creyó que rescataba tesoros del pasado. 12 de julio 1963.

: Más risas, todavía

30 años de alegría

(30 Years of Fun, EUA-1962) dir. Robert Youngson. ESTA CUARTA RECOPILACIÓN de cine mudo, preparada por el productor Robert Youngson, prueba que con las anteriores (Los reyes de la risa, ¡Risas y más risas!, Risas y sensaciones de antaño), el hombre ha encontrado un verdadero filón. Mucho público aceptó aquellas revisiones de la época de oro de la comedia americana, y esta cuarta entrega acaba de estrenarse en Montevideo con una inmensa cola de público (niños incluidos) en la primera función vespertina.


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El conjunto es un poco más orgánico que los anteriores. Para ilustrar estos treinta años, Youngson se remonta a la misma invención del cine y transcribe films de Lumiére, documentales que muestran a los Hnos. Wright, a Theodore Roosevelt, a la cantante Lillian Russell. Desde allí prosigue luego con otras ilustraciones adicionales que fijan épocas, como el comienzo de la guerra en 1914, el baile callejero con que se festejó la paz de 1918, los resultados de la prohibición alcohólica y algún vistazo al furor vital de los twenties. La ubicación no es completa, pero es un bosquejo ilustrativo para espectadores que no sean niños y que tampoco sean demasiado viejos. La música de época es muy adecuada, por otra parte. El material cinematográfico tiene algunos brillos. Allí figura Lucky Dog, un corto de 1918 que se creía perdido y que contiene una primera colaboración de Laurel y Hardy, cuando todavía no eran una pareja cómica sino dos cómicos separados. Hay algún corto conocido y excelente de Chaplin en la pista de patinaje y otros fragmentos poco divulgados de cómicos diversos. Los más divertidos muestran a Buster Keaton perseguido por un pelotón policial, a Snub Pollard sufriendo las consecuencias de una casa que se inunda, a Harry Langdon soportando como fotógrafo a un niño travieso y a Billy Bevan llegando a una boda en la que un pegote de alquitrán complica todos los procedimientos. El conjunto es una diversión segura y una ilustración de la inventiva que el cine americano tenía en la época, cuando las cosas se ponían directamente en la pantalla. Todavía parecen un milagro esos zigzagueos de los autos que están a punto de chocar en las esquinas y esas cadenas de golpes y zancadillas en que Chaplin fue el más famoso experto. No solamente se divierten los chicos con la comedia muda, sino que los grandes pueden aprender algunas ideas básicas sobre el cine que el sonido se llevó. 17 de julio 1963. Títulos citados (todos compilados por Robert Youngson) Reyes de la risa, Los (The Golden Age of Comedy, EUA-1957); ¡Risas y más risas! (When Comedy Was King, EUA-1960); Risas y sensaciones de antaño (Days of Thrills and Laughter, EUA-1961).

: Documental sobre el comunismo

Os enterraremos

(We’ll Bury You, EUA-1962) prod. Jack Leewood y Jack Thomas. LO MALO DE ESTE documental sobre el comunismo es que tiene tanto empeño en ser anticomunista que sólo podrá convencer a los ya convencidos. En un género que exige máxima claridad de ideas y de exposición, máxima objetividad, cierto criterio didáctico. El film empieza por tomar partido, hace alguna trampa y provoca que su espectador se ponga en guardia. Los argumentos de Kruschev, apenas escuchados en un lejano ruso, son descritos por el locutor Carlos Montalbán como insultos y amenazas; los anuncios soviéticos sobre su propio historial en la carrera del espacio se convierten en bravatas o, lo que es más

grave, un caso de espionaje americano en territorio soviético (el del aviador Francis Gary Powers, 1960) es salteado por la narración como si Rusia lo hubiera inventado. Hay argumentos más sólidos contra el comunismo. Sus ideólogos del siglo XIX pronosticaron que en los países altamente industrializados se alzarían los trabajadores oprimidos y obtendrán la igualdad social, pero de hecho el comunismo se implantó en un enorme país no industrializado (Rusia), se extendió a otros aprovechando el caos político y social de la guerra y la posguerra (China, Europa Central) y es ahora la amenaza en otro país que necesitó de una revolución para sacudirse una feroz dictadura (Cuba). No solamente los pronósticos estuvieron equivocados. También se alteraron las promesas, y un régimen que promete igualdad y fraternidad se convierte, sin excepción, en un régimen policial que abarca desde el dirigismo en el arte hasta el fusilamiento por discrepancia, pasando por la restricción general en libertades de pensamiento, de reunión, de trabajo, de movimiento. Uno de los problemas básicos del comunismo es que los ideales se oscurecen y se contrarían ante las consideraciones de la estrategia y de la política práctica: por eso Rusia ha podido enunciar conceptos antinazis y pactar, sin embargo, con el nazismo (1939); por eso una rebelión claramente popular como la húngara fue aplastada por los tanques soviéticos (1956); por eso se implantó el muro de Berlín, curiosa estructura que impide a los alemanes orientales escapar de su paraíso. A eso hay que agregar la sórdida política interna de Rusia, donde quien sube al poder es un serio candidato al destierro o al asesinato (Trotsky, Stalin, Beria, Malenkov, Molotov y muchos otros). En 1950 los comunistas de todo el mundo pedían firmas por la paz y contra la bomba atómica (que Rusia todavía no tenía); diez años después, al sólo efecto de divertir al mundo, sale pidiendo firmas contra Stalin, ese desviacionista. Buena parte de todo ello está en el film, hasta donde un film puede exponer argumentos con imágenes de viejos noticiarios. La recopilación es muy abundante y no cae (como tanto otro documental sobre el nazismo) en la repetición de ciertas imágenes muy vistas en otras recopilaciones. Aquí aparecen las fotos y dibujos del siglo pasado en que se ve a Marx y Engels, otros dibujos de Lenin que van trazando su crecimiento desde la niñez hasta la madurez, noticiarios primitivos de la guerra ruso-japonesa (1905), de la revolución rusa (1917) y de varias de sus etapas posteriores, sin olvidar un capítulo para China y otro brevísimo para Cuba. Muchas de esas imágenes son originales e insólitas, aunque queda a cargo del locutor explicar que Rusia se opuso al Plan Marshall, o calificar a Fidel Castro de fanático esquizofrénico, con un calor más provocativo que convincente. La frase del título corresponde a un discurso de Kruschev, que prometió liquidar al capitalismo en uno de sus arranques verbales. En ese momento no se sospechaba que el cisma de Rusia y China podría ser más importante y que refugiarse en la cordialidad del capitalismo podía ser buena política. Con las vueltas que da el mundo se hacen sorprendentes documentales. De un momento a otro, la opinión mundial se enterará de que Mao-Tse-Tung es un trotskista, un desviacionista, un fascista o, lo que sería horrible, un stalinista. Pero el film es apenas de 1962 y no se le puede exigir que esté al día para siempre en un tema demasiado inconstante. 23 de julio 1963.

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Rivalidad prolongada

Tiara Tahiti

(Gran Bretaña-1962) dir. William “Ted” Kotcheff. ESTA ES LA HISTORIA de una venganza, que culmina las accidentadas relaciones entre James Mason y John Mills a través de los años. Después de una confusa vinculación juvenil, que no figura directamente en la acción, ambos se reencuentran en el frente de guerra alemán, Mills como coronel, Mason como su subordinado. El superior tiene celos del inferior y lo denuncia por contrabandista. Pasan más años, se reencuentran en Tahití, y ahora es Mason quien tiene la posibilidad de perjudicar a Mills. Es lamentable que para llegar al fin de esta historia, los argumentistas hayan tenido que atar demasiados cabos secundarios, hasta colocar en foco a los dos personajes. A su alrededor hay una mujer tahitiana, otros dos hombres que la codician, un intento de asesinato, un intento de instalar hoteles en Tahití, dos turistas americanas. La acción se acumula pero no crece, y a ratos se demuestra que lo que pudo ser un estudio de caracteres y un relato original, se ha dispersado con afán novelesco entre demasiada cosa que no importa. El film fue rodado mayormente en Tahití, por un director nuevo llamado William T. Kotcheff (antecedentes en la TV inglesa) y tiene algunos interesantes rasgos secundarios: la soltura de Mason, la composición fanfarrona de Mills, el disimulo de Herbert Lom tras un maquillaje de chino perverso, y algunos exteriores de Tahití y la belleza de Rosenda Monteros, una ágil dama joven que se mueve sin cesar. Pero es muy largo para lo que cuenta y se demora en ilustrar cada detalle como si fuera importante. No sabe ser un entretenimiento. 27 de julio 1963.

: Los cuervos que vos criáis

Los pájaros

(The Birds, EUA-1963) dir. Alfred Hitchcock. EL COMIENZO ES de una trivialidad desesperante, pero hay que tener paciencia. Antes de atender a los pájaros propiamente dichos, Hitchcock dedica una media hora a informar cómo la atractiva rubia Tippi Hedren llega a la localidad californiana de Bodega Bay, con la obvia intención de reanudar un flirteo con el galán RodTaylor. Esto la lleva a tratar a la madre y a la hermana del galán (JessicaTandy, Veronica Cartwright), a iniciar una amistad con otra ex novia del mismo (Suzanne Pleshette) y a decir y escuchar, a través de todo ello, algunos de los diálogos más sosos y largos que el celebrado director británico haya fotografiado en sus cuarenta años de cine a ambos lados del Atlántico. El único punto de algún relieve que se discute en esa charla es el recelo con que la madre del galán mira a las muchachas que se acercan a su hijo,

pero aunque ese tema provoca algunos excelentes minutos de amargura y de temor a cargo de Jessica Tandy (una formidable actriz que el cine apenas ha utilizado), será inútil buscar alguna conexión entre esa viñeta y el resto del argumento. Porque lo único que importa a Hitchcock es describir la original aventura que sucede después y que va creciendo hasta convertirse en una obsesión. Una gaviota pica a la dama joven en un bote y la hiere; los pollos se niegan a comer; otra gaviota aparece estrellada curiosamente en un umbral. Con pequeños datos sobre aves, se va cerniendo sobre los personajes la enorme amenaza de los pájaros, que atacan en bandadas sobre una fiesta infantil, esperan ansiosos a los niños en la puerta de la escuela, penetran en una casa por la chimenea y realizan finalmente dos ataques colectivos que los indios apaches envidiarían, uno sobre una estación de nafta, otro sobre una casa que los habitantes han querido inútilmente tapiar en cada ventana y cada puerta. En cada una de esas instancias hay una acción excelente, construida sobre todo con pájaros amaestrados, pero también con todas las artes de fotografía, truco y compaginación que Hitchcock ha dominado en casi toda su carrera. Como extremo de realización cinematográfica, cabe una mención especial para el ataque a la casa cerrada: sólo dos pájaros aparecen en la imagen durante toda la secuencia, pero el movimiento de los personajes, los golpes en las paredes, los aleteos incidentales, sugieren una amenaza formidable, con la sugestión de la que sólo el cine es capaz. Cuando se llega a esas culminaciones, ubicadas en la última media hora, se entiende que el director haya dedicado tanto tiempo (desde Psicosis, 1960) a dominar los insólitos problemas técnicos que suponía utilizar como personajes a varios centenares o millares de pájaros. Técnica aparte, hay también en el film otros rasgos del director. Uno es el toque brevísimo de truculencia, una inclinación que Hitchcock ha aumentado desde que empezó a preparar espectáculos para la televisión nocturna, y que le lleva aquí a una fugaz imagen de un hombre muerto y ya sin ojos. Otro es el toque de humor, a veces por la frase desviada de curso (se narra un ataque de los pájaros durante un cumpleaños infantil y alguien pregunta cuántos años cumplía la homenajeada), otras veces por el diálogo solemne con que una buena y distraída señora (Ethel Griffies) explica que los ataques son imposibles porque es bien sabido que los pájaros son animales buenísimos. El relato no incluye explicación alguna sobre la agresividad de los pájaros y deja librada al espectador todas las teorías del caso, desde el refrán popular sobre el futuro de quienes crían cuervos hasta el análisis freudiano sobre los símbolos sexuales de las agresiones, un capítulo que podrá pretextar largas notas de análisis. Para una comprensión de Hitchcock, y con la perspectiva de su larga carrera, el film debe ser lamentado como una dedicación fanática a las dificultades técnicas y como un síntoma de rebuscamiento para ser original. El film empieza por un largo trecho de lentitud y de vacío, dejando entender que Hitchcock quiso resaltar así las intensidades que vendrían después. Pero cuando llega a ellas sólo consigue asustar a algunos espectadores, luciéndose como artesano en una empresa carente de mejor finalidad. Está subestimando el criterio de su público.


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Tippi Hedren es una ricura pero no es una actriz, y Rod Taylor no estaría mal en un western de los de antes. Si no fuera por Jessica Tandy habría que dar mención especial de interpretación a los pájaros, único fundamento de este film estirado, original, perverso y ligeramente enloquecido. 30 de julio 1963.

: Demasiada peluca

La princesa de Cleves

(La Princesse de Clèves, Francia / Italia-1960) dir. Jean Delannoy. LOS CRÍTICOS LITERARIOS podrán pedir respeto para la novela de Madame de La Fayette en que se basa esta larga evocación histórica. Por lo menos un crítico literario define a la obra original (1678) como la primera novela psicológica moderna y la califica de admirable en su análisis de los sentimientos encontrados de los personajes, con un fondo de pesimismo que tal vez revela la influencia de La Rochefoucauld, amigo de la autora. Para una consideración cinematográfica, esas recomendaciones serán improcedentes, porque el film está a muchas leguas de ser cine psicológico, carece de un mayor análisis sobre los sentimientos encontrados y su único fondo de pesimismo se refiere al futuro de Jean Delannoy en el cine francés. Es un hombre del pasado. Los sentimientos de la princesa de Clèves están en conflicto, porque ella está casada con el príncipe pero anda cerca el duque de Nemours, que la ama. La conducta de la princesa es irreprochable. No quiere acceder a la menor entrevista con el otro galán, que es el conquistador de la corte y que aparece descrito en los diálogos como un hombre irresistible (aunque no hay un solo episodio lateral que lo justifique). Pero una serie de prolijos malentendidos hacen creer al príncipe que ella es culpable de infidelidad, y así ese marido infeliz muere de repente, aparentemente de celos y de desilusión, sin poder escuchar ya las explicaciones de su amada esposa, que ha sido una mujer de ejemplar pureza aunque no se lo crean en la corte de Enrique II, hacia 1559. En ese momento la princesa tiene contra el duque de Nemours el gran reproche de que con sus imprudencias ha matado a un hombre, pero la pregunta es ahora si la mujer se sobrepondrá a esos sentimientos y corresponderá o no al amor del galán. Con esa pregunta se puede hacer la primera fotonovela psicológica moderna. Los productores han gastado millones en esta historia de un amor y un malentendido. Los castillos del siglo XVI (y otros siglos previos) son relativamente baratos y están allí para ser usados, pero en cambio es muy considerable el gasto de color, de escenografía, de decoración y particularmente de vestuario, que en algunas escenas insume vestir con ricas y elaboradas ropas a dos centenares de cortesanos, para una ceremo-

nia ante el Rey y para el baile inmediato.Todos los gastos fueron puestos, sin embargo, en manos del libretista Jean Cocteau (de la Academia Francesa) y del director Jean Delannoy (gran candidato a la misma). Y así ocurre que las complicadas intrigas de la corte y los confusos amores por la princesa se convierten en un film literario, lento, alargado.Todos los personajes parecen hablar entre comillas, con un lenguaje culterano que abunda en abstracciones, en frases largas.Y entretanto ocurre poco o nada: un baile en la corte, un partido de trinquete (antecedente del tenis) y un torneo de lanzas son las mínimas escenas de acción que decoran una larga charla. La interpretación de Jean Marais, de Marina Vlady y de Jean-François Poron, como el triángulo fatídico, está en la misma línea inexpresiva y estatuaria, línea que Marais ocasionalmente rompe (y empeora) con recitados de gran engolamiento y afectación. Cómo se puede hacer un film sobre los presuntos sentimientos de Marina Vlady o cómo se puede describir como gran galán al afeminado Poron, son dos misterios perdurables. La Nouvelle Vague nació hacia 1959 como reacción contra este cine académico, anticuado, vacío, y parece evidente que Jean Delannoy ha contestado a ese ataque extremándose más en su posición. Los resultados de esa tenacidad son tan caros como deprimentes. 1 de agosto 1963.

: Comedia enloquecida

La tarjeta mágica

(The Man from the Diners’ Club, EUA-1963) dir. Frank Tashlin. LA TARJETA ES UNA DE LAS MUCHAS que extiende el Diners’ Club a los magnates que se le asocian, y sirve para que tales pudientes puedan hacer a crédito, y sin el menor problema, inmensas cenas en el restaurant, encargues a la florería, viajes al exterior y muchos otros de los pasos que un magnate debe dar para seguirlo siendo. Sólo que esta vez el titular de la tarjeta no es un magnate sino un gangster que está acosado por la policía, no tiene dinero alguno y se siente urgido por escapar a México. El empleado del Diners’ Club que por curioso error aprobó esa tarjeta es Danny Kaye, y cuando se da cuenta de lo que ha hecho (éste es el décimo de una serie de diez errores) sale al rescate de la tarjeta perdida. Esto lo complica con su novia (Martha Hyer), con el gangster (Telly Savalas), con la novia del gangster (Cara Williams). También lo convierte en funcionario de un gimnasio y baño turco, en candidato a una muerte próxima, en novio infiel y finalmente en héroe. Su aventura ha sido movida por Frank Tashlin, un director que ya había hecho varias comedias enloquecidas, incluyendo alguna de Jerry Lewis. Y movimiento es lo que abunda y hasta sobra en La tarjeta mágica, que a ratos parece concebida después de una revisión exhaustiva de los modelos del cine mudo. La carrera final


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de autos en la persecución es solamente el aspecto más obvio de la acción que el director ha impreso al relato. También hay movimiento en la lucha de Danny Kaye contra un fichero donde busca una tarjeta y donde termina inundado por miles de hojas de cartulina. Lo hay en las corridas del protagonista dentro del gimnasio, donde es perseguido por tres asistentes del gangster y donde se emplean las barras paralelas, las anillas, las clavas y las bicicletas para una serie de gags bastante imaginativos, incluyendo un truco de apariciones sucesivas en varios sitios. A esto hay que agregar una frenética sesión de masaje, en la que Danny Kaye golpea adecuadamente a un superior sin dejarse ver por él, y hay que agregar también otros temblores con rodillos para adelgazar. Los niños se van a divertir mucho. El film es más débil como sátira y como ingenio. Como suele ocurrir con Danny Kaye, algunas escenas le son servidas para su formidable riqueza de gesticulación y de vocalización, una zona en la que se podrá apreciar su parodia del monólogo con que trabaja un masajista, o su mezcla de alegría y angustia cuando recibe una sorpresa, o el complicado trámite que sigue para tragar sus pastillas contra ataques nerviosos. Pero siempre se trata de payasadas, de excesos cómicos para un personaje que a ratos es muy vivo y a ratos es muy tonto. En esa comicidad sólo surge ocasionalmente la burla intencionada, sea porque el protagonista rompe el dinero en pedacitos (es una vergüenza no utilizar la tarjeta de crédito en un restaurant), sea porque la acción se traslada a una fiesta de beatniks, donde estos locos recitan versos insensatos con unción religiosa, seguidos por un público de asombrosa credulidad. La mano de Tashlin se nota en esas ocurrencias, pero es como siempre el juego libre de un director que dispara a diestra y siniestra para hacer reír, y que emboca un tiro de cada ocho. En todo el comienzo del relato, al presentar a esos empleados de oficina que corren en tropel para almorzar, o al insistir en ese jefe de sección que literalmente ladra cuando habla, Tashlin está inventando los desmanes de la farsa, pero está perdiendo de vista una caracterización más ajustada de sus personajes y está debilitando su retrato de ambiente. Hace reír de a ratos, pero se dedica con fervor a cosas olvidables. 6 de agosto 1963.

: Parte de una obra maestra

Aparajito

(India-1957) dir. Satyajit Ray. ESTA ES LA SEGUNDA PARTE de una trilogía cinematográfica comenzada con Pather Panchali (1955) y terminada después con El mundo de Apu (1958). Aunque el film fue realizado en 1956, se lo estrena con un considerable atraso en Sudamérica. Pero durante años se pensó que esta trilogía hindú de Satyajit Ray, alzada solitariamente como una imponente obra de arte, no habría de ser estrenada nunca en el Uruguay, y en tales circuns-

tancias su conocimiento atrasado es un pequeño milagro. Para que se haya producido fue necesario un conjunto sensacional de premios, recaído sobre la trilogía en la India, en festivales de Cannes, de San Francisco, de Ontario, de Vancouver, de Manila, de Edimburgo, de Venecia (donde Aparajito obtuvo en 1957 el primer premio). En el ámbito local, la trilogía ha provocado una aceptación igualmente entusiasta. En junio 1962, y durante un festival del SODRE, Aparajito y El mundo de Apu se exhibieron en sala reducida y en versiones originales, sin subtítulos, pero concentraron tanto público, tanto elogio, tanta nota periodística, que en los días siguientes esas versiones originales volvieron a repetirse en la misma sala y en los cine-clubes sociales. En noviembre 1962, Pather Panchali se estrenó comercialmente en el cine California y obtuvo un eco similar, constituyéndose en uno de los pocos casos en que un film sin estrellas, sin color, sin interés erótico, alcanza el éxito público con la única defensa de su calidad propia y de los consiguientes artículos periodísticos. Un fenómeno similar había ocurrido ya en Buenos Aires, y así se explica la importación tardía de Aparajito, de cuyo éxito puede depender a su vez el futuro de El mundo de Apu. Los tres films están enlazados entre sí por la continuidad de su historia, tomada de una nove la de Bibhuti Bhusan Bandopadhyava, cuya popularidad en la India ha sido dato esencial. En Pather Panchali la acción ocurre en una pequeña aldea de Bengala y se concentra en la vida humilde de un matrimonio y otros familiares, antes y después del nacimiento de Apu, que será el protagonista; esa historia incluye la muerte de una vieja tía y abarca hasta la muerte de la pequeña hermana de Apu. En Aparajito la acción se traslada a Benares, donde muere el padre del protagonista y donde se asiste a la educación y al trabajo de éste, hasta su separación de la madre y el fallecimiento de ésta. En El mundo de Apu el adolescente será ya visto como un hombre adulto y la acción abarcará en Calcuta sus empleos, su vocación de escritor, su casamiento en peculiares circunstancias, su viudez, la separación de su hijo y el reencuentro final con éste. Las tres historias tienen diferencias de ubicación geográfica pero están unidas por un mimo estilo, hecho de simplicidad, de ternura, de emoción. Los temas se prestaban para cuadros de sensiblería y para la más fácil literatura, pero Satyajit Ray ha sabido evitar ese riesgo, llevando al mínimo los diálogos y eligiendo imágenes de enorme expresividad, que continuamente sugieren lo que las palabras callan. Sus films tienen una claridad accesible para todo público, quizás porque obtener esa sencillez era un requisito impostergable al producir para el promedio cultural del espectador hindú, quizás porque la fuerza de las imágenes ayudaba a evitar los inconvenientes de un público que en la India aparece dividido entre razas, religiones e idiomas de enorme diversidad. En la sencillez han colaborado asimismo otros motivos, desde la precariedad de medios con que Satyajit Ray comenzó el rodaje hasta su inclinación vocacional por reproducir en su obra los ritmos y las modulaciones pausadas y seguras de la vida misma. Al aumentar la importancia de su carrera, que lo llevaría a ser el cinematografista hindú de más fama mundial, Ray fue objeto de numerosas entrevistas. De ellas surge siempre como un hombre sencillo, modesto y razonable, que no se deja seducir por los grandes planes y que quiere mantenerse fiel a los elementos populares de su temática: no sólo se niega a filmar fuera de la India, sino a apartarse siquiera de Bengala, la región que tan bien conoce en su topografía, en su lenguaje, en el espíritu de sus habitantes. Puesto a contar la penuria de su debut con Pather Panchali, el director


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ha explicado cómo la economía de costos llegó a moldear el estilo del film: tomas largas, pocas repeticiones de planos, preferencia por el juego más espontáneo de sus intérpretes. Esta necesidad económica coincidía con su vocación artística por dejar de lado todo efectismo y buscar con su cámara la expresión más honesta de la verdad psicológica y moral. En su trilogía no hay villanos ni se inventan azares novelescos. Todo ocurre como una descripción de la niñez, de la vejez, del amor entre madres e hijos, pero todo está condicionado también por el tiempo que transcurre, por el crecimiento, por la separación, por los viajes, en una evolución que está tomada simplemente de la vida y para la que hace falta una transcripción artística acorde con su lentitud, su ritmo, sus grandes períodos. En algunas de sus declaraciones, Ray se ha adelantado a señalar las modificaciones sobre la novela original que debió introducir en Pather Panchali y en Aparajito, modificaciones que le fueron criticadas por un público hindú muy conocedor de la novela. Las ha reconocido, pero también las ha explicado como alejamientos de la forma literaria y no como alejamientos de la verdad: cierta síntesis era indispensable para la narración cinematográfica, y al sintetizar ha querido ser más respetuoso de la realidad y del cine que de la novela original. UNA CREACIÓN POÉTICA. La poesía de Aparajito es la del amor entre padre, madre e hijo, y está despojada de toda anécdota superflua, de toda invención que no responda al centro mismo de los sentimientos. Los tres personajes emergen de Pather Panchali, su antecedente cronológico en la novela y en la filmación. Ahora aparecen hacia 1920 en la ciudad sagrada de Benares, donde el niño Apu, venido del campo, tiene la revelación constante de un mundo pintoresco, abigarrado, que le lleva a jugar entre los templos y a considerar una gran aventura el ir a dar de comer a un conjunto de monos recluidos. En Benares muere el padre, Apu y la madre pasan a vivir otra vez al campo, y allí se produce una nueva separación, provocada muy naturalmente porque Apu es becado para estudiar en Calcuta. Sobre la relación entre madre e hijo se extiende la última parte del relato, que es la más intensa y pura. En la primera mitad hay cierto exceso de exposición, de dato ambiental, que no sólo define a los personajes, sino que los rodea con otros secundarios. Al promediar el film, la relación entre madre e hijo es un apunte minucioso sobre un amor que no se expresa en la efusión sino en el recatado pudor. La madre prefiere que su hijo no vaya a Calcuta pero comprende que no le puede cortar la carrera y termina por ayudarlo en ese viaje. Después queda sola y enferma, extrañando al hijo, pero cuando éste vuelve en unas vacaciones, hay un silencio desacomodado y tirante entre ambos. Una nueva separación termina por ser definitiva: la madre muere solitaria, creyendo alucinadamente que su hijo viene caminando por la oscuridad del bosque. Cuando Apu llega realmente, ya se ha realizado el entierro; entonces el joven reprime sus lágrimas, se niega a la solicitud de quedarse en la aldea y vuelve a Calcuta, sabiendo que los padres no son eternos y que ahora tiene por delante la vida de un adulto. Así termina Aparajito y así comenzará después El mundo de Apu, parte final de la trilogía. En esta obra de maravillosa sencillez, el arte del adaptador y director Satyajit Ray ha sido la muy honda comprensión de sus personajes y la selección de las imágenes claras y precisas para expresar sus emociones. Aun en la primera parte, viciada de lentitud, sobresale la perspicacia con que la cámara atrapa los datos esenciales: el padre que lee textos sagrados a los transeúntes y vive de las monedas que por ello recibe;

el hijo que lo contempla mudamente desde la altura; el jugueteo de Apu y otros niños, deslizándose de pronto bajo las vacas sagradas e intocables que obstruyen el callejón. La muerte del padre está preparada con una escena de enfermedad, un deambular vacilante entre columnas y luego un repentino revoloteo de pájaros. En la segunda mitad, ateniéndose solamente a la relación entre madre e hijo, Ray informa ese púdico amor con pocas escenas claves. La mejor es el monólogo con que ella se resuelve a expresarse, para descubrir de pronto que Apu ya duerme y no la oye. Pero también es muy notable la muerte de la mujer, preparada otra vez con los datos de la enfermedad, dominada por la voz que crece a la distancia y por las luciérnagas que bailan ante sus ojos hasta que la oscuridad se hace completa. Pather Panchali tenía una travesía más clara y más fuerte, que mostraba ante el niño y ante su pequeña hermana ritos mayores e incomprensibles, de los adultos, del ferrocarril exótico, de la muerte. En Aparajito las emociones son más sutiles, comprometen mayormente a la inteligencia, y el lenguaje de Ray parece afinado hacia la sugestión paralela, donde de pronto el ferrocarril lejano se desliza por el horizonte y arrulla mudamente al hijo ausente, donde una mano apretada sobre el hombro es la única manifestación de un amor que no quiere explayarse. Explicar el film es inevitablemente una deformación de su pureza, de su recato, de la claridad ejemplar con que las imágenes dicen lo que importa, sin una sola caída literaria. Este fue el segundo film de Satyajit Ray en la India (Pather Panchali había sido su debut) y es también el segundo film en la carrera de buena parte de su equipo, incluyendo notablemente al fotógrafo Subrata Mitra. En el contexto de su creación histórica, Aparajito sería así una obra única si Pather Panchali y El mundo de Apu no integraran con ella una trilogía monumental, una creación mayor en el cine contemporáneo. Aparajito viene precedida no sólo del primer premio de Venecia y de varios trofeos complementarios en San Francisco, sino también de los más formidables elogios en la prensa inglesa, francesa, americana (durante1958-59) y argentina (durante 1963). En Montevideo el film es lanzado a la circulación, con sólo dos días de publicidad y sin una exhibición privada a la prensa. Apenas hay tiempo de convencer al público de que éste es uno de los films del año. 7 y 8 de agosto 1963.

: Un director con talento

La trampa del diablo

(Ďáblova past, Checoslovaquia-1961) dir. Frantisek Vlácil. EL TEMA ES UN ALEGATO contra la Inquisición (y secundariamente contra la Iglesia) pero es, sin embargo, la parte menos importante del film. Ocurre en una aldea checa durante el siglo XVII y plantea una crisis local durante un período de gran sequía. El único que tiene agua en esa región agrícola es el molinero, un hombre que en consecuencia aparece sospechado de brujería.


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Entre los antecedentes narrados por otros personajes, se recuerda (y se recrea en la pantalla) un incidente de cien años antes, cuando el molino fue incendiado durante la guerra con los suecos y, sin embargo, el molinero se salvó la vida. La explicación de una y otra anomalía es que bajo el molino hay una caverna y una corriente subterránea de agua, con lo que la ciencia oculta de tres generaciones de molineros consiste simplemente en tomarse la geología en serio y olvidarse de todas las imprecaciones que puedan hacer los sacerdotes y los campesinos ignorantes del lugar. El argumento va dando pausadamente los elementos de juicio y se concentra en la oposición entre el molinero y un representante de la Inquisición que a los efectos locales prefiere ser llamado simplemente cura. Al lado de este conflicto progresa otro, porque el ayudante del cura es un villano que codicia a la belleza local, y ésta es la prometida del hijo del molinero. Tras varias peleas verbales y físicas, los villanos desaparecen en la caverna durante la última escena, con lo que el film afirma (sin un solo discurso, ciertamente) el triunfo de las fuerzas progresistas frente a la reacción. El estilo del film es menos convencional y llega a ser fascinante. El asunto está expuesto en conversaciones elípticas entre los principales personajes, que nunca parecen voceros de ideas sino verdaderas figuras dramáticas que están viviendo un problema. Los apartes de aventura y de romance son mostrados con una mano segura, que sabe llegar a la sensualidad y a la violencia con las imágenes necesarias. En todo lo formal el film es una continuación más sobria pero igualmente digna de La paloma blanca (Holubice, 1960), el film checo que hace algunos meses revelara la vocación del director Frantisek Vlácil. En colaboración con el fotógrafo Rudolf Milic, que demuestra poseer una técnica superior, el director hace verdaderas proezas con la cámara. Algunas de ellas son proezas estrictamente técnicas: un avance imposible de la cámara entre escarpados terrenos hasta llegar a un primer plano del molino, o un baile del granero visto de arriba hacia abajo, en vertical absoluta, o varias identificaciones de la cámara con personajes que se mueven en caballos y en coches. Otras veces la fotografía se carga de una expresividad dramática: puede concentrarse sobre la nuca del villano en una procesión y aludir así a la venganza que ansía tomar quien está detrás, o puede expresar, con sólo unas flores que se deslizan sobre el agua, la idea de que un personaje haya podido morir en la caverna. Hay muchísimos hallazgos en La trampa del diablo, que es claramente la obra de un artista plástico, un pintor inclinado a los ritmos del cine. Pero hay también algo más. Hay una sensibilidad dramática para ordenar el juego interpretativo, para enfatizar una secuencia con una música en ralentí, para cargar las pausas con tensiones que nacen de la situación. Este film de notable factura tiene un gran intérprete en Miroslav Machácek, que hace al sacerdote con enorme autoridad, y muy satisfactorias actuaciones en el resto del elenco. Como es habitual, el cine checo no atrae muchos públicos, pero a quienes gustan y sepan de cine hay que destacar la presencia de un director de real calidad. 10 de agosto 1963.

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Una recreación apasionada y vigorosa

Salvatore Giuliano (Italia-1962) dir. Francesco Rossi.

HAY UN LABERINTO en el asunto del film, cuyo rasgo más notable es que el propio Giuliano casi no aparece ante la cámara. Lo que se registra es deliberadamente el cuadro social en que Giuliano se inscribe y ese cuadro es de tal complejidad y tiene tantas zonas de misterio, que todo film al respecto sólo puede oscilar entre dos alternativas. Una es pulir las complejidades y alisar el relato, lo que supone imaginar, rellenar y adulterar la realidad. Otra es respetar el asunto histórico con todas sus zonas de misterio y de controversia. Así lo hizo Francesco Rosi, en un film que por tener justamente la vocación de la realidad (y la vocación del realismo, en grado y manera de clara fibra italiana) debía ser tan confuso en el relato como el personaje de Giuliano lo es todavía hoy. En esto hay cierta petición de principio para el artista cinematográfico. Sería fácil alegar que un adecuado retrato de Giuliano y de su circunstancia histórica sólo debería ser formulado cuando los hechos sean ya claros, porque no hacerlo así es ilustrar muy poco sobre el sangriento episodio. Pero Rosi sabía que esa demora llevaba a la infinita postergación. Prefirió hacer, con todos sus riesgos, una recreación en la que hubiera zonas de misterio pero en la que se notara también el nervio periodístico de un gran reportaje a la realidad contemporánea. Demasiadas líneas del asunto Giuliano se prolongan hasta hoy, cuando todavía viven algunos de los personajes que tuvieron figuración durante 1943-50. También persiste la mafia, y persiste la vocación de la independencia de Sicilia y, mucho más, se mantienen los elementos de corrupción, de soborno y de delación que caracterizaron al confuso episodio. El film sobre Giuliano comienza en la mañana del 5 de julio de 1950, cuando su cadáver es registrado por las autoridades en el patio de una casa, ante la curiosidad de la prensa y de los vecinos. De allí retrocede a diversas instancias de los siete años previos, ilustrando cómo la banda de Giuliano colaboró con el movimiento separatista siciliano, cómo la amnistía política de 1946 dejo a esos bandoleros fuera de la ley (tenían sobre sí algo más que delitos políticos) y cómo se cometieron después algunas de las hecatombes que ante diversos sectores de la opinión pública convirtieron a Giuliano en un héroe popular o en un enemigo público. Tres episodios importantes adquieren relieve en la acción. Uno es la matanza de comunistas y campesinos en Portella della Ginestra (1º de mayo de 1947), cometida por la banda de Giuliano en presumible colaboración con la Mafia, la que tenía interés en aliviarse de los izquierdistas. Otro es el proceso de Viterbo, convocado para juzgar a los responsables de aquel episodio y derivado en frenéticos alegatos entre varios bandos. Entre ambos sucesos está el tercer episodio, la misma muerte de Giuliano, que es atribuida a su lugarteniente Gaspare Pisciotta, un hombre entregado por miedo a la causa de los carabineros. En las entrelíneas de esos episodios se sugiere la espesa red de rivalidades y venganzas: la policía y los carabineros estaban en competencia entre sí, la mafia cedía hombres de Giuliano a las autoridades para cuidar sus propias posiciones y la Justicia sólo podía


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pronunciarse con ciertos extremos de legalidad que se hacían imposibles cuando los testimonios fueron desmentidos al día siguiente y cuando una capa de silencio cubría por temor o por complicidad a los asesinatos más crueles. Hasta dónde importaron esos episodios en la vida pública italiana es cosa que el film apunta hábilmente en dos últimas secuencias: uno que muestra a Pisciotta envenenado en la cárcel por mano desconocida, como evidente venganza de su traición, y otra que muestra el asesinato por mano anónima de un integrante de la Mafia, asesinado durante un acto público de 1960, diez años después de la muerte de Giuliano. El film tiene los inconvenientes de su tema. Es confuso en algunas zonas (particularmente en la primera media hora) porque Rosi no ha sabido o no ha querido marcar los pases de tiempo hacia atrás y hacia adelante, que llevan a alternar la acción entre la muerte de Giuliano (más todos los procedimientos policiales derivados) y los antecedentes de los siete años previos. Tiene, en cambio, la ventaja de un estilo realista, que está en la vocación misma del director y que le lleva a rodar su film con intérpretes casi anónimos, en los mismos sitios históricos. En ese realismo no se desdeñan los extremos de la sangre, la crueldad y la histeria. Sólo con intérpretes italianos podían conseguirse las escenas más fuertes del film: la requisa policial de hombres en una aldea, la consiguiente protesta gritada de las mujeres en las calles, la cumbre patética de la madre de Giuliano aullando literalmente junto al cadáver, o la pelea de los acusados durante el proceso de Viterbo, donde la declaración de uno de ellos lo hunde de inmediato ante los puñetazos de sus compañeros. En el conjunto, el film tiene la fuerza de una verdadera recreación, como si el espectador se hubiera trasladado a las montañas escarpadas, las casas humildes, las callejuelas oscuras y los estrados judiciales donde se peleó en ese sangriento período. La fotografía de Gianni Di Venanzo y la actuación de Frank Wolff (como Pisciotta) son dos rasgos destacables de este film particularmente enérgico, en el que Giuliano es el centro casi invisible de un febril fragmento en la moderna historia italiana.

Mobutu, considerado el hombre fuerte del país. En otros fragmentos se contrasta al Congo Belga con la región vecina y más pacífica que habían civilizado los franceses, y también se utiliza al país como fondo físico de la acción: el equipo de realizadores se trasladó al África para hacer el film, y nadie se podrá quejar de la falta de color local, porque es muy abundante. Los problemas son demasiado blancos, sin embargo. La mayor atención del metraje está dedicada a la información, en doble registro, sobre el accidentado romance del periodista con una mujer belga y casada (Jean Seberg), que vive retraída en su hotel y que simboliza a la actitud europea de incertidumbre y de terror ante una población a la que no se domina. El asco físico de la mujer por los negros está debidamente sustanciado (habría sido violada por un hombre negro poco antes), pero la dramatización del caso no rinde mucho, porque hay demasiada conversación pasiva entre Ferzetti y Seberg, demasiado relato verbal del primero en la banda sonora. También hay dos momentos decisivos: uno en que las circunstancias llevan a la mujer a bailar con un negro en un club nocturno, y se deja arrastrar por sus sentimientos sin saberlo siquiera, y otro momento en que Ferzetti tiene un trance de desesperación y de cobardía cuando un soldado negro se le muere en el auto después de una refriega. A ratos se entiende que Bennati (como director y como argumentista) quiso hacer de Congo Vivo algo más interesante que un documental sobre una situación africana. Quiso exponer el Congo en el relieve de la relación existente con los europeos, un plan que por cierto le rinde la utilidad de hacer trabajar a dos intérpretes conocidos y facilitar así la colocación comercial del film. Lo malo es que esa empresa se convierte en mucho más vasta y obliga a considerar la explotación europea de los recursos industriales, los problemas de educación, de trato social, de racismo vigente. Como Bennati no se animaba a esa empresa mayor, se quedó en el romance fácil, tras el cual se sugieren temas pero en verdad no se los dice. El film agrega a ese desvío una lentitud muy marcada, desmintiendo su título.

13 de agosto 1963.

16 de agosto 1963.

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Un enfoque lánguido

Drama peculiar

(Italia-1961) dir. Giuseppe Bennati.

(9 dney odnogo goda, URSS-1961) dir. Mikhail Romm.

Congo vivo

HAY UN EXCESIVO PROBLEMA de hombres blancos en este tema de hombres negros. El protagonista es un periodista italiano (Gabriele Ferzetti) que llega al Congo en 1961 y recuerda allí los incidentes sangrientos de 1960, cuando el país había obtenido la independencia y se estaba desangrando en luchas civiles. Buena parte del metraje informa así, con tomas documentales, lo que fue aquel caos, arriba del cual sobresalen las figuras de Lumumba, del presidente Kasavubu y del general

Nueve días de un año

ESTE AMBICIONA SER el drama muy moderno de la investigación en la ciencia nuclear y tiene como protagonista a un joven experimentador (Alexei Batalov) que ha recibido radiaciones de la pila atómica y enfrenta así a una muerte segura. Los nueve días del título son nueve instancias del proceso personal, desde que la situación se descubre hasta la operación final que podrá salvar o no la vida del investigador. En el plazo intermedio hay tres aspectos adicionales del problema. Primero, se


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muestra el centro de investigación, donde sigue trabajando el protagonista mientras puede y donde obtiene ocasionalmente un gran éxito, que el film describe sin mucha explicación como un bombardeo de neutrones. Segundo, se muestra en una breve escena el contraste entre los hombres de ciencia y los campesinos de su familia, quienes resultan comprender bastante bien la investigación nuclear apenas el protagonista admite que contribuyó a fabricar una bomba de hidrógeno, agregando que si no lo hubiera hecho hoy no existiría ya una mitad de la Humanidad (la existencia de la otra mitad se debe a que Estados Unidos también fabricó bombas, pero el film no lo explica). La tercera zona del argumento es la más abundante. Se dedica a mostrar la relación entre el protagonista, la novia que se casa con él y un tercer investigador que es muy amigo de ambos y que al principio es también otro galán para la muchacha. El tema es original pero el desarrollo no es muy convincente. Buena parte del film expone su drama mediante monólogos de la muchacha y diálogos inconclusos con su novio y marido, que en mayor parte aluden a que el hombre se dedica demasiado a su trabajo, no tiene tiempo para el amor y quizás no tenga tampoco capacidad física para tales intimidades. Esto debería ser emotivo, pero no lo es. Suena a demasiada charla y contrasta con todos los otros datos de ambientación y fotografía, que presuponen un criterio estilizado, escueto, para poner en cada habitación los muebles indispensables, enfocar a los personajes desde ángulos rebuscados, hacerlos hablar sin mirarse (Antonioni, dijo alguien) y correr la cámara con dinamismo para ir a buscar cosas que estaban quietas. El director Mikhail Romm es un veterano, tiene sin embargo ideas renovadoras y las muestra en la elección del tema y de criterios plásticos para su film. Lo que no tiene es un dramaturgo que haga sentir ese conflicto de tres personajes y esa amenaza de muerte próxima para el protagonista. Toda la parte exterior de su film es muy correcta, la reacción contra las fórmulas convencionales es bienvenida, pero Romm debería revisar Vivir (Ikiru, 1952) de Kurosawa, para saber cómo se muestra de un tema algo más que la piel. También debería convencer a Aleksey Batalov de que su juego interpretativo, que es muy sobrio, ganaría en algo si se sacara las manos de los bolsillos. 17 de agosto 1963.

ella; la otra es la joven Catherine Spaak, que en esa tarde del domingo ya es demasiado trabajo para un hombre pasado de la cuarentena. En el segundo episodio, titulado El avaro, Vittorio Gassman aspira a seducir a una mujer casada (NadjaTiller), bastante descuidada por su marido, pero cuando ya la tiene cerca no se anima a la enorme responsabilidad de mantenerla. En el tercero, La serpiente, la turista alemana Lilli Palmer sueña con el amor entre las ruinas sicilianas, protestando contra la frialdad de su marido, el maduro profesor Bernhard Wicki; esto la lleva a imaginarse dos aventuras, que en el conjunto expresan su ansiedad sexual. Esos tres primeros episodios son pintorescos y entretenidos, pero también son olvidables. Están dirigidos sin demasiado brillo ni demasiada idea por tres realizadores poco famosos, y sólo tienen la ventaja de la interpretación, donde Vittorio Gassman y Lilli Palmer se lucen particularmente. El cuarto episodio es brillante de veras. Se llama La aventura del soldado y presenta a Nino Manfredi como un soldado italiano que viaja en ferrocarril, muy solo y aburrido, hasta que en una estación sube una viuda apetecible que se le sienta al lado (Fulvia Franco). Durante media hora Manfredi se dedica a superar la timidez y lanzarse a la conquista: la mira, aspira su perfume, arrima una mano, después una pierna. Entre tanto, los otros pasajeros del vagón contemplan con variables reacciones de curiosidad, indiferencia y alarma esas maniobras, mientras comentan lo solas que se sienten las viudas cuando todavía son jóvenes. El dato notable del episodio es que ni el soldado ni la viuda pronuncian una sola palabra en todas las operaciones, y hay que entender sus deseos y sus procesos mentales con el único dato de su conducta, que es toda una comedia de costumbres. El episodio fue dirigido por el propio Manfredi (que no suele ser director) y revela una tremenda inventiva, sólo comparable a la exhibida en viejas comedias del cine mudo y particularmente a las de Buster Keaton. El joven realizador tiene una perfecta noción del tiempo cinematográfico, inventa algunos gags de gran ingenio (es muy ocurrente uno que se desarrolla entre las ventanas del ferrocarril) y consigue una diversión destacable. Los cuatro cuentos tienen finales irónicos, siguiendo la tradición literaria de O. Henry y de Somerset Maugham, pero los tres primeros tienen también otros rasgos literarios: demasiado diálogo, demasiada complejidad psicológica para un recipiente tan breve. En el cuarto episodio no hay literatura. Es cine del mejor y abre una expectativa sobre lo que Manfredi pueda dirigir en el futuro. 20 de agosto 1963.

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Un episodio estupendo

Amores difíciles

(L’amore difficile, Italia / Alemania Occidental-1962) dir. Alberto Bonucci, Luciano Lucignani, Nino Manfredi y Sergio Sollima.

Aficionados entusiastas

El verdugo condenado

(Blast of Silence, EUA-1961) dir. Allen Baron. EL AMOR NUNCA FUE un deporte muy fácil, pero en los cuatro episodios de este film germano-italiano se inventan algunas dificultades extremas. En Las mujeres, Enrico María Salerno quiere pasar el domingo con alguna de sus conocidas, pero se ve sorpresivamente complicado con dos. Una es la muy presentable Claudia Mori, que justifica muy bien lo que Salerno quiere (y consigue) de

ESTE FILM POLICIAL AMERICANO hecho en New York por gente sin mayor fama, está a mitad de camino entre la receta comercial del género y los avances de la vanguardia cinematográfica. De la rutina conserva el asunto, y lo primero que hay que dejar de lado es la posibilidad de que el film quie-


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ra aportar nuevas ideas. Propone a un asesino a sueldo, llegado de Cleveland a New York, encargado de matar a un importante personaje del hampa, y dispuesto a cumplir su deber después de algunas dificultades. La fórmula es cercana a la de Asesino por contrato (Murder by Contract, 1958) de Irving Lerner, y se apoya en un personaje de frialdad semejante a la que Vince Edwards ostentaba allí. Como el hombre está muy solo en New York, el argumento reduce su conducta a tres contactos mínimos con quien le paga, con un gordo repugnante que deberá conseguirle un arma, y con una muchacha a la que había conocido tiempo atrás y con la que se equivoca ahora en un inhábil intento de seducción. El acento de la vanguardia está puesto en algunos datos de situación y de estilo. Casi todo el film parece rodado con cámara en mano, a la manera de Jean-Luc Godard y otros, dando a la escasa acción una notable movilidad. Vistas de los muelles de New York, de las vidrieras, de los puentes, se suceden continuamente cuando la cámara sigue al protagonista por la ciudad, en persecución de su víctima. Un similar aire de improvisación tienen incluso algunas escenas de interiores, que dependen menos del libreto que de cierto ingenio para aprovechar la realidad física. Donde el film se acerca más a la vanguardia es en el empeño por mostrar la fealdad. El gordo que consigue el arma es un ser barbudo y repelente, con una voz fina y pegajosa, que vive en un cuarto mugriento y que cuida con cariño a las ratas que tiene encerradas en varias jaulas. Una pelea con ese mismo gordo es en el film una lucha cruel y mortal, que no se ahorra ninguna truculencia y que lleva a primer plano la máxima repugnancia. Como cine, ésta es una secuencia de excelente factura; como espectáculo público es un shock para espectadores sensibles. Todo el film revela un entusiasmo amateur por hacer cine, pero también revela que en la elección del tema ha incidido la necesidad de vender después el film; así es como esta producción americana independiente llega a la lejana Sudamérica, donde se ignora casi enteramente a la producción de la escuela de New York, que ha hecho mucho cine en los últimos cinco años. El entusiasmo y cierto visible talento deben ser acreditados al equipo de realizadores y particularmente a su director Allen Baron, que además escribió el libreto e interpretó al protagonista. En la dirección, en la fotografía y en el montaje se hace evidente que Baron y sus colaboradores han dominado el ABC de la expresión fílmica: en la interpretación no se luce en cambio el mismo Baron, cuyo juego facial es reticente, pero están muy bien Molly McCarthy como la mujer deseada y Larry Tucker como el gordo indeseable. Lo que más molesta en el resultado es una deficiencia del libreto. En todas las vueltas del asesino por New York, hay muy pocos contactos con otros personajes y por tanto muy escaso diálogo, lo que deriva en que el film ha agregado un narrador dispuesto a explicar la acción para hacerla inteligible. Desgraciadamente ese narrador se ha excedido. Se pone a explicar lo que ocurre, lo que piensa el protagonista, lo que siente o debería sentir, y agrega todavía algunas consideraciones filosóficas, exhortaciones a la acción y reflexiones terminadas en signos de admiración. A los dos minutos, se sabe que ese comentario es una carga injusta sobre un film que sería más fuerte si fuera más lacónico. Resulta excelente, por ejemplo, la primera imagen, que muestra una pequeñísima luz entre una total oscuridad, pero es insoportable que esa secuencia sea explicada a gritos como el parto en que nace el personaje. El comentario muestra un interés obsesivo por informar si el protagonista tiene o no

tiene un sudor frío en las manos cuando está al borde del peligro, y a la cuarta vez que lo dice esa insistencia ya es una risa. Se repite diez veces más. Así se arruina un film que pudo ser excelente en su género. 23 de agosto 1963.

: Gran cine épico

Cuatro días de rebelión

(Le quattro giornate di Napoli, Italia-1962) dir. Nanni Loy. LOS CUATRO DÍAS DE 1943 fueron vitales para la población de Nápoles, que se rebeló contra la ocupación nazi y terminó por conseguir, contra toda probabilidad, su propia liberación. Los ejércitos aliados habían invadido a Italia por el sur, un gobierno italiano encabezado por Badoglio había llegado a un armisticio con ellos, y así Nápoles, como una buena parte de Italia, sintió que ése era el momento de la paz. Los nazis ocupaban la ciudad, sin embargo, y fue necesaria la rebelión de los habitantes, unidos por una enorme pasión, para conseguir que los ejércitos alemanes dejaran sus posiciones y retrocedieran hacia el norte. El film se propone recrear esos días. Lo hace, maravillosamente, con una doble fidelidad al gran propósito documental y a la descripción de los seres humanos que libraron esa enorme batalla. Lo hace también con una claridad de desarrollo que tiene pocos similares en el género. Primero ha circulado la noticia de la paz y los napolitanos se vuelcan a la calle en un festejo donde todos los abrazos se confunden. Después los nazis toman posiciones y la alegría cesa de repente. Un marinero italiano es fusilado en lugar público, como ejemplo para una población a la que se obliga a aplaudir el acto. Viene la orden de mudanza para todas las personas que vivan dentro de los trescientos metros de la costa, y así comienza un éxodo atropellado, donde las familias se dispersan en la multitud, mientras se ve a los enfermos y heridos que abrazan algún retrato del que no quieren separarse. Los nazis ordenan la conscripción de todos los hombres en edad de lucha, y esto conduce a una requisa colosal, pero a su vez las mujeres de Nápoles se oponen a esta medida y en una dramática secuencia rescatan a sus maridos e hijos. De allí surge el fusilamiento de los rehenes, pero a esa altura ya todo Nápoles se ha contagiado de la rebeldía, y comienza la batalla final, que ocupa casi la mitad del relato. No es una batalla común, ni hay un frente claro de lucha. En cada esquina, en cada callejón, un grupo de napolitanos se está enfrentando con los nazis que llegan, en medio de una incertidumbre cuya mejor expresión está en esa barricada construida por los italianos para defenderse de un lado y que termina por ser útil desde el lado opuesto. Todo esto podría haber sido documental si hubiera sido rodado en 1943, por cámaras milagrosas que estuvieran en todas las esquinas de Nápoles, en sus estadios deportivos, sus mercados, sus costas y sus cárceles. Reconstruido casi veinte


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años después, es un milagro de otro orden: un milagro de producción y de organización, que requiere prácticamente ocupar toda la ciudad, fotografiar sus calles desiertas durante el alba, dirigir multitudes en los éxodos, los griteríos, las manifestaciones, y reconstruir batallas campales en las que se huele la pólvora. Algunas escenas colectivas, como el rescate en el estadio, como el funeral de los dos muertos anónimos colocados sobre un auto, o como diversas instancias de la batalla final, son del mejor cine de masa que se haya visto en una pantalla, y obliga a recordar a Potemkin y a Alejandro Nevsky (Eisenstein, 1925 y 1938 respectivamente) como modelos indudables. Pero la existencia de modelos no agota el mérito del film, porque no se trata ya de copiar lo que hayan hecho otros, incluyendo el western americano y la superproducción espectacular por el estilo de El Cid (Mann, 1961). Se trata de rehacer un episodio histórico con el espíritu fiel de que sea creído como si estuviera ocurriendo en la pantalla, y éste es el extremo que Cuatro días de rebelión consigue sin un segundo de pausa. Junto a la habilidad de mover masa y de escenificar peleas en puentes y callejones (hay una muy notable en la que los muebles caen desde las ventanas vecinas sobre el pelotón nazi que quiere avanzar por la calle estrecha), el film tiene la otra habilidad de elegir figuras humanas representativas y hacerles participar, durante pocos minutos, en las instancias más importantes. Un marinero anónimo, un niño separado de su madre, un adolescente que fuga de la cárcel para pelear, un marido que vuelve a Nápoles después de tres días sin dormir (y es levantado de inmediato para la conscripción), un oportunista que invoca su camisa negra y su tradición fascista para evitar el fusilamiento por los nazis, son algunas de las figuras que se asoman, se alejan y después reaparecen, en un gran torbellino que confunde, con toda convicción, a los valientes con los cobardes, y que no respeta lo justo o lo injusto para decidir quién muere y quién no. En este film carente de literatura y de convencionalismos, donde importa la verdad histórica y donde se recrea una enorme pasión de una ciudad entera, los realizadores han tenido la sabiduría de no conformarse con el gran espectáculo y la otra aún más profunda sabiduría de no conformarse con las líneas esquemáticas y simplonas para caracterizar a los dos bandos. Entre los nazis no aparece nadie que hable de razas superiores, ni de Hitler, ni de ejércitos invencibles, ni que se especialice en refinados sadismos: su retrato es el de militares prácticos ante las emergencias de una batalla imprevista. Entre los napolitanos nadie habla de democracia, nadie hace discursos, nadie manifiesta siquiera convicciones antinazis. Todos ellos están animados por el impulso de sobrevivir, de comer, de vengar la muerte de un ser querido. Es por esa naturalidad, y sólo por ella, que el film no se ve como una ficción, sino como un tremendo documental, cuya recreación en la pantalla es un hecho casi milagroso. Es también por esa naturalidad, expresada de pronto con los ojos llorosos de una viuda o de una madre, que el film puede permitirse el toque humorístico incidental: el reproche al hombre que se demoró en la panadería cuando en realidad estuvo peleando, o la distraída pregunta femenina desde el cuarto (Gaetano, ¿vas a salir?) al marido que en ese mismo instante es arrancado de la puerta de su casa por la conscripción forzada que están ejecutando los nazis. En este inmenso monumento a la lucha de un pueblo, esas viñetas son como bajorrelieves que comentan y enfatizan la acción, sean dramáticas como los aplausos forzados ante el fusilamiento inicial,

sean cómicas como esa discusión inoportuna sobre la calidad de unos frijoles o como el grito vecinal vayan a pelear a la puerta de su casa cuando en la calle se está armando una de las tantas barricadas. Por ese múltiple acento de gran épica, de ternura y de humor, que descansa por igual en la geografía física de Nápoles y en el carácter, la pasión y el idioma de sus habitantes, Cuatro días de rebelión impresiona como un film superior, como un registro vivo y dinámico, humorístico y trágico, de una ciudad enfrentada a una crisis mayor. Desde este film en adelante, el director Nanni Loy deberá quedar consagrado como la última gran revelación en el fecundo cine italiano, y su mayor problema será la difícil tarea de superar este film vital y entusiasmante. 23 de agosto 1963.

: Pescadores locuaces

El gran camino azul

(La grande strada azzurra, Italia / Francia / Alemania Occidental / Yugoslavia-1957) dir. Gillo Pontecorvo. ESTE FUE EN 1957 el primer film largo de Gillo Pontecorvo, un joven apasionado e izquierdista que después realizó Kapo. Los que no creyeron en las calidades del segundo film podrán ver el primero con el mismo aire escéptico y podrán comprobar que Pontecorvo es un artista de brocha gorda, un hombre que ha salido a gritar convicciones antinazis y a orquestar grandes golpes emocionales. El título del Largo camino azul es una alusión al inmenso mar, y el asunto se refiere a un pescador furtivo (Yves Montand), que atrapa los peces matándolos previamente con explosiones de dinamita. Este peligroso deporte está razonablemente prohibido, porque conduce a liquidar varias generaciones de peces, y así el personaje vive en conflicto con la policía marítima y con los otros pescadores. Sus preocupaciones son detalladas en la anécdota, que incluye la compra de una lancha a motor, el hundimiento de la misma en peculiares circunstancias, el rescate en un gran esfuerzo. A lo largo del film asoma varias veces la idea de que ese pescador anárquico es un individualista, muy apegado a su mujer (Alida Valli) y a sus tres hijos, y un hombre que sólo tendrá redención cuando se ponga de acuerdo con sus colegas y acepte la iniciativa de formar con ellos una cooperativa pesquera. La intención es el orden social y, seguramentem Pontecorvo estaba más atraído por ese retrato de una comunidad en crisis (con sus apuntes de miseria, de conflicto frente a los capitalistas, frente a la policía) que por la probabilidad de fotografiar en Ferraniacolor los panoramas del hermoso Adriático. Pero comete o deja cometer dos errores artísticos que le hunden el film. Uno es dispersar el tema con incidentes laterales, siguiendo las historietas de otros pescadores que tienen romances y conflictos familiares. Otro es contar el asunto con demasiadas palabras, con diálogos demasiado explícitos, con monólogos ocasionales. Un pescador que está agoni-


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zando no tiene tiempo ni ganas de explicar detalladamente a sus hijos lo que debe hacerse con sus bienes. El final es grandilocuente pero también es hueco. En esta co-producción de Italia, Francia, Alemania y Yugoslavia, donde los diálogos están doblados, trabaja también Francisco Rabal, actor español y nómade famoso. Si algo le falta claramente al film, es concentrarse en algo. 27 de agosto 1963.

: Una intriga perversa

Viaje hacia la medianoche

(Le Couteau dans la plaie, Francia / Italia-1962) dir. Anatole Litvak. ES MUY ORIGINAL LA IDEA de esta intriga. En un viaje de avión entre París y Casablanca ocurre un accidente y se da por muertos a todos los pasajeros, incluyendo al joven Anthony Perkins, que había sacado antes su buena póliza de seguro. Pero el hombre no ha muerto, desde luego, como se deduce simplemente de que no podría actuar en el film esos únicos diez minutos del principio. Vuelve a París, se esconde del mundanal ruido y convence a su esposa Sophia Loren de que mantenga el simulacro de la muerte y cobre la póliza del seguro. Es mejor no informar los otros pormenores que suceden a tal planteo, aunque es bueno saber que la vida es un poco más complicada que los planes: el matrimonio tenía continuas peleas, otros amigos giraban en derredor y ya habían aparecido por lo menos dos galanes adicionales para la esposa. La codicia no trae la felicidad. De tales complicaciones se nutre la intriga, que a cada paso acumula otra vuelta de tuerca en la artificial situación. Nada de lo que ocurre es muy probable, pero el libreto se concede la facilidad de decretarse ciertas muletas para caminar. No es probable por ejemplo que los americanos residentes en París consigan a tanta velocidad los certificados de nacimiento, matrimonio y defunción, sin mayor contralor de las autoridades. No es probable que en un alejado barrio de París se encuentren de pronto y sin desearlo, dos personas que viven lejos, y cuyo contacto es indispensable para trasmitir un dato. En esos y otros episodios, el film estira lo verosímil para armar un múltiple suspenso de ocultamiento, mentiras, delito y terror, hasta el borde de la locura. Anatole Litvak, que es un expatriado por naturaleza, ha dado al film todo el ambiente de París que pudo, ha conservado el diálogo en adecuadas proporciones de francés y de inglés y ha armado varias escenas de suspenso, apoyándose en los escondites de Perkins ante las visitas, sus corridas por la azotea y sus diálogos con un niño cercano que no puede sospechar con quién está hablando. Buena parte de la narración aparece bien defendida por el director, por el fotógrafo Henri Alekan y también por los intérpretes. Está un poco repetido el neurótico indeciso que gusta hacer Perkins, y que ya afligió a Ingrid Bergman y a Melina Mercouri en otros films, pero la composición es

convincente. Mejor que él está Sophia Loren, que pasa del twist inicial a la más retorcida crisis dramática, dejando por el medio otras instancias de lucimiento físico. Donde a Litvak se le va la mano es en permitir que el libreto se estire y se reitere sobre la misma situación. Hay demasiada llamada telefónica, demasiada recorrida de ida y vuelta, demasiado personaje secundario, sin la concentración precisa y enérgica que es necesaria para una intriga policial. Probablemente quiso exponer con más riqueza la psicología de la pareja central, un dato necesario para el desenlace, pero eso no requería más longitud sino más profundidad. Es, por ejemplo, un error claro confiarse en la traslación de episodios callejeros con toda su música ruidosa, sin seleccionar situaciones y sonidos para crear un adecuado clima; en épocas de menos inflación narrativa éste era un precepto conocido por Litvak, que debería revisar su propia labor en Al filo de la noche (Sorry, Wrong Number, 1948, con Barbara Stanwyck aterrorizada por una llamada telefónica). Aun con tales excesos y con su apoyo en coincidencias para armar el asunto, el film tiene su interés. Es más fácil verlo que creer en él. 11 de septiembre de 1963.

: Cursilería en alemán

Contigo eternamente

(Ich suche dich, Alemania Occidental-1956) dir. O.W. Fischer. LA POQUÍSIMA ACCIÓN de este melodrama ocurre en un sanatorio y tiene por protagonista a un médico (O.W. Fischer) que hace ensayos de laboratorio hasta conseguir un nuevo producto. Alrededor de él hay una mujer casada que lo ama y que ya no es correspondida (Nadja Tiller) y otra mujer joven, más bien católica, que tiene con el médico un floreciente romance (Anouk Aimée). No pasa nada durante mucho tiempo, hasta que el nuevo producto del médico es inyectado a un paciente, éste muere y se desata la incertidumbre sobre si ha muerto del corazón o de la inyección. Por complicados caminos, ese incidente deriva en una explosión de la mujer despechada, otra explosión del laboratorio fatídico, una muerte adicional y una sensación general de desgracia. El drama termina con preguntas al aire sobre el sentido de la vida y sobre la pequeñez de las pasiones humanas ante la inmensidad del universo. Este asunto está tomado de una novela de A.J. Cronin, que gusta utilizar protagonistas sacrificados (en La ciudadela, en Las llaves del reino) y que maneja grandes dosis de coincidencias, de inflaciones literarias, de grandilocuencias filosóficas. Poca gente respetable se toma ya en serio las novelas de Cronin, pero O.W. Fischer la ha utilizado como pretexto para la cursilería que entra más fácilmente en los corazones de los espectadores sensibles. Ha sido no sólo el intérprete, sino también


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el director y uno de los adaptadores del asunto, por lo que hay que culparlo de las muchas deficiencias de su film. Este es lento, está excesivamente conversado, se apoya en monólogos, no tiene una noción mediana de ritmo ni de ilación narrativa ni de crescendo emocional. Es lo que se puede llamar una pifia de un intérprete metido a director. El film es de 1956 y no ha cimentado una nueva carrera de realizador para Fischer en los siete años siguientes. Con este mismo asunto la Warner Brothers hizo en 1941 otra versión que se titulaba Victoria radiante (Shining Victory, dir. Irving Rapper, con James Stephenson, Geraldine Fitzgerald), y que ahora se agranda en el recuerdo. 22 de septiembre 1963.

: Gran novedad

Esto es Cinerama

(This Is Cinerama, EUA-1952) dir. Merian C. Cooper, Gunther von Fritsch y (sin figurar) Ernest B. Schoedsack y Michael Todd, Jr. EL CINERAMA ES VISTOSO, es ruidoso y tiene muy poca relación con el arte cinematográfico. Utiliza una pantalla de triple ancho y doble alto para abrumar al espectador con paisajes y perspectivas ópticas que rara vez se ven el cine, y que ciertamente no se habían visto antes con semejante tamaño. Pero como es un sistema caro, que requiere especiales instalaciones para la proyección, esa enorme pantalla es rellenada con lo que pueda gustar a las mayores masas de público, lo que obliga dejar de lado toda sutileza, todo matiz, toda concepción plástica personal. El arte cinematográfico se disuelve en esa operación hasta lo impalpable, como forma y como idea. Queda la técnica, que permite mostrar cierta dosis de originalidad y aun de maravilla, habida cuenta de que la Naturaleza es inmensa y de que hoy no todo está al alcance de cualquier ojo humano. De lo que muestra la técnica, lo mejor es lo que se mueve, y lo más pobre es lo que sólo aspira a ser un inmenso retrato. Las secuencias más pasivas recuerdan al primer teatro filmado y no tienen mucho interés: son imágenes mayormente quietas de Los Niños Cantores de Viena, un conjunto de danzas españolas, una corrida de toros vista de lejos, una danza que forma parte de Aída de Verdi, un enorme coro de Long Island que va tomando posición lentamente en los estrados y que después acomete el Aleluya de “El Mesías” de Handel. Parte de ello está puesto para recomendar las virtudes del sonido estereofónico, que selecciona y combina los 36 altoparlantes distribuidos en toda la sala; otra parte es simplemente el uso de lo vistoso, para llenar el ojo. Las imágenes más interesantes son las dinámicas y deberán ser, para casi todo espectador, las únicas que lo sumergen en un mundo distinto. En este rubro figura el arriesgado viaje por las hondonadas y climas de la montaña rusa, que es el primero

y el mejor de los capítulos, el único que mantiene la unidad de punto de vista para el espectador. Entre lo dinámico está también una secuencia de lanchas a motor y ski acuático en los lagos de la Florida, que resulta ser un capítulo excesivamente largo pero bastante vivo. Y está el viaje final sobre el territorio americano, en un avión que pilotea Paul Mantz y que proporciona paisajes impensados, desde las nubes que cubren montañas hasta el vuelo audaz bajo el puente que cruza sobre un río. El conjunto está explicado por Lowell Thomas, un periodista que ha sido promotor del Cinerama y que aquí coloca hábilmente un prólogo, en pantalla común (blanco y negro) explicando los primeros experimentos del siglo XIX en fotografía y cinematografía, la concreción del cine tradicional y finalmente la ampliación colorida hasta el Cinerama. Todas sus palabras, desde esas explicaciones liminares a las que intercala entre las secuencias sugieren que el Cinerama es la cumbre del cine. De eso deberá desconfiar cualquier espectador sensato. Muchos años de cine documental han demostrado que la postal en colores, aun la mejor filmada, es menos interesante que el documento visual provisto de interés humano. Todos los cortos de Fitzpatrick no suman el interés de un film de Flaherty o de Suckdorff o de la escuela documental inglesa; todos los paisajes de Venecia en este mismo Cinerama son fríos y remotos al lado de lo que David Lean hizo con la misma ciudad en Locura de Verano (Summertime, 1955). Por otro lado, la inundación de color y de sonido no es por sí sola una garantía de interés. Puede aturdir al espectador y hasta puede darle una experiencia única, pero no lo cautivará más que un film dotado de intriga, de drama o de humor. Los mecanismos de la atención humana requieren algo más que la inundación en imagen, en sonido, en tamaño; requieren la colaboración emocional e intelectual del espectador, y sin esa respuesta no existirían pintura, música, teatro ni literatura. El Cinerama que se acaba de estrenar fue producido en 1952 y llega tardíamente al público local. En los once años intermedios otra serie de paisajes y tres films de argumento han probado que el Cinerama debe evolucionar hacia alguna forma de expresión narrativa; convertirse en un lenguaje y no quedarse en la reproducción magnificada del mundo físico. La proyección en el cine Eliseo tiene un defecto pero es inevitable: hay diferencias de intensidad luminosa entre la imagen central y las laterales, lo que contribuye a resaltar las dos franjas verticales de separación; esto se debe a que los tres negativos no fueron revelados simultáneamente, con lo que el defecto está en el film y no en la sala. En otro sentido, cabe señalar que el espectador sentado a un costado de la sala ve con cierta deformación las imágenes más cercanas a él en la pantalla curva, por el simple motivo de que todas las figuras humanas parecen espigadas cuando una foto se mira de costado. Esto también es inevitable, y quizás sea un defecto preferible a sentarse en el medio de la sala y mover la cabeza como en partido de tenis. Por todo otro concepto, y aparte de que el sonido final parece muy alto, la técnica del cine Eliseo es muy correcta y debe ser ponderada como un esfuerzo para dar a Montevideo algo que faltaba. Está encaminada a obtener el apoyo de grandes masas de público que tienen menos estima por el arte cinematográfico que por el entretenimiento. Nadie duda de que el Cinerama será una diversión única para muchos. 27 de septiembre 1963.

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Un humor agresivo

Más acción que drama

(Expresso Bongo, Gran Bretaña-1959) dir. Val Guest.

(EUA-1962) dir. J. Lee Thompson.

Expreso Bongo

Taras Bulba

ESTA ES UNA DE LAS POCAS comedias musicales inglesas que se hayan mostrado en una pantalla y hay que acreditarle no sólo esa originalidad, sino también otras virtudes de crítica, de humor, de vitalidad. Su protagonista es un ambicioso (Laurence Harvey) que encuentra un medio de vida en representar a músicos. Consigue un cliente en un jovencito que toca el bongó en un cabaret (Cliff Richard), lo coloca en el mercado de discos, desliza su nombre junto al de una estrella madura (Yolande Donlan), le cobra abusivamente el 50 por ciento de sus honorarios artísticos y finalmente lo pierde, primero porque la estrella tiene también sus pretensiones muy personales sobre el joven y después porque se descubre que éste es menor de edad y eso invalida sus contratos. En este asunto se mezclan otros factores ambientales, particularmente otro cabaret de mujeres poco vestidas en el que trabaja la novia del protagonista (Sylvia Syms). El film tiene un diálogo excesivo, que denuncia el origen teatral del asunto, pero se trata siempre de un diálogo peleado, abundante en sarcasmos e interjecciones, pleno de vitalidad, que no perdona a sus personajes y expone los cruces de ambición, vanidad y desilusión con que las diversas figuras se combaten. Es muy aguda la dosis de sátira que se desliza en el tema, no sólo al mundillo del teatro de variedades (a sus magnates, a sus conferencias de prensa, a sus pretensiones de hacer famosa la mediocridad) sino también al mismo público que se deja engañar por ese ruido, con una viñeta estupenda en esa jovencita lela (Susan Hampshire) que llega a los camarines e irrumpe en pequeños chillidos de admiración porque está en contacto con la fama. Otras puntas de sátira se notan en una entrevista de televisión, donde un psiquiatra y un cura opinan sobre los ídolos de la Nueva Ola, y en un desarrollo particular sobre el “ángulo religioso” que el joven ídolo agrega a su repertorio, en evidente maniobra demagógica. Más que por la comedia musical, el film interesa por su visión humorística y crítica de un ambiente, de sus figuras estilo Elvis Presley y del público que las sigue. Hay alguna canción atractiva, además, pero sólo quienes sepan inglés podrán atrapar los sarcasmos de sus letras. Laurence Harvey rinde una interpretación tan suelta, tan pintoresca y tan humorística como el film mismo, en lo que constituye una grata sorpresa para quienes no han creído mucho en él como actor dramático. En una cuerda cómica, incluso a costa de sí mismo, Harvey hace su mejor labor para el cine, mientras el director Val Guest, que antes había hecho mucho cine de horror, demuestra también cierta competencia en un género impensado. Es una lástima que el asunto se prolongue y se converse, con pérdida de la concentración y del efecto satírico. 28 de septiembre 1963.

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LA PARTE ESPECTACULAR es excelente. Miles de caballos montados por cosacos se enfrentan a otros miles montados por el ejército polaco, se mezclan en feroz batalla y dan un gran atractivo visual a todo lo exterior de Taras Bulba. En esto han cooperado los caballos argentinos y los campos de Salta, utilizados para exteriores durante dos meses, pero desde luego el mérito no está allí, sino en el director J. Lee Thompson, en el director de exteriores Cliff Lyons, en el fotógrafo Joe MacDonald y en cuatro encargados de montaje, que han dado al film dinamismo y muchas veces belleza. Entre las secuencias mejor logradas deben mencionarse la batalla inicial y la final, una búsqueda nocturna con antorchas, un duelo de jinetes que deben saltar sobre un imponente barranco y una caída final de casi toda la caballería polaca por ese mismo precipicio, en el que se perfilan caballos y jinetes que dan vueltas por los aires. En un estilo similar, la fiesta cosaca mezcla el alcohol, el baile y el griterío con otro acto de heroísmo absurdo (pasar en equilibrio sobre una honda cavidad donde esperan dos osos feroces) y da así una sensación simultánea de pintoresquismo y de aventura, en un torbellino de imágenes brevísimas. Después de tantos superespectáculos semejantes, el de Taras Bulba parece un acierto. No sólo posee el sonido y la furia, que son comunes y habituales en el género, sino también el ocasional refinamiento plástico. El drama es mucho menos interesante y ciertamente poco creíble. Esta es la pintura de los cosacos hacia 1550, cuando sus enormes multitudes se volcaban con entusiasmo a la guerra, a veces en sociedad con los polacos (y contra los musulmanes), a veces contra los polacos traidores y pérfidos. La acción se concentra en el jefe Taras Bulba, en los dos hijos a los que educa en artes bélicas, y en la muchacha polaca que el mayor de ellos encuentra para su desgracia, porque ese amor le llevará a traicionar a los suyos. La breve novela de Gogol llegó a ser una clásico, pero el film no alcanzará esa marca. La culpa es en buena medida del productor y del director, que sólo dan la medida más superficial y ostentosa de los personajes, al nivel de Los tres mosqueteros, y desprecian toda riqueza dramática en la descripción de esas figuras y en el conflicto final, que debió ser trágico y parece demasiado simplón. La culpa es también del libreto, que entiende lo épico como un pretexto para decir frases en bastardilla: cuando la muchacha es arrastrada hacia la hoguera para una infernal tortura, un barbudo secundario dice Que purgue su pecado en el fuego de nuestra ira. Y la culpa es de Yul Brynner, que tiene su propia idea sobre la virilidad cosaca en 1550. Aprieta los dientes, mira hacia arriba, pone los brazos en jarras y pronuncia toda palabra con el particular énfasis que ha usado durante toda su carrera, un período en el que el hombre se ha creído decisivo para la vida de quienes le rodean. Si alguna vez las antologías quieren hacer memoria de su ampuloso estilo, deberán recortar el gesto con que se despide de su esposa cuando va a la guerra. Como intérprete es un bluf, una jactancia de pie sobre sí misma.


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El film dura dos horas, aunque la novela de Gogol ha sido abreviada y aunque no figura un episodio decisivo, en el que el otro hijo (Perry López) es apresado y torturado por los polacos. Una marcada prioridad de metraje ha sido concedida a Brynner, a su hijo mayor (Tony Curtis) y a la dulce dama joven que confunde las lealtades de los hombres, y que Christine Kaufmann interpreta con más belleza que sensibilidad. El film es muy exterior, desde luego, y está hecho para los ojos y no para el razonamiento. 1 de octubre 1963.

: Un gusto refinado y nostálgico

Crónica familiar

(Cronaca familiare, Italia-1962) dir. Valerio Zurlini. LA EXCELENTE NOVELA de Pratolini comienza con esta advertencia inicial: Este libro no es una obra de fantasía. Es un coloquio del autor con su hermano muerto. El autor, al escribir, buscaba consolación, no otra cosa. Le remuerde pensar que intuyó apenas la espiritualidad del hermano, y demasiado tarde. Estas páginas son ofrecidas, por lo tanto, como una estéril expiación. El coloquio está escrito en primera persona por el hermano mayor, Enrico, y dirigido a Ferruccio, el menor, como una larga carta que es al mismo tiempo un recuento de cosas y una pausada reflexión. Abarca la muerte de la madre, en el parto en que nació el hijo menor, y cómo éste es criado y educado luego por el mayordomo de una casa nobiliaria. Cuando los hermanos se reencuentran, tienen ya 22 y 17 años y hay un mundo de distancia entre ambos. De Enrico se dice muy poco pero se sabe que (como el propio Pratolini) ha sido obrero, está casado, quiere ser periodista y escritor, es seguramente comunista y está perturbado por el fascismo italiano, que fue su ambiente inevitable durante su infancia y juventud. La personalidad de Ferruccio se va descubriendo pausadamente en su conducta y en los diálogos de ese reencuentro. Es un joven fino y sensible, ha sido educado en el estilo rancio y vacío de una casa nobiliaria italiana, carece ahora de la protección económica que tuvo en su infancia y no está preparado para trabajar, para sostenerse, para entender al mundo que le rodea. Está obsesionado además por la madre a la que no conoció: por la posibilidad de que hubiera muerto loca, por su propia e involuntaria culpa en haberla matado al nacer, por la carencia de una ternura que no admite sustitutos en padres adoptivos y que tardíamente sale a recuperar cuando reencuentra al hermano mayor. Su fragilidad física y emocional le lleva después a un noviazgo fracasado, a un matrimonio errado, a la enfermedad y a la muerte. En ese proceso, que insume nueve años desde el reencuentro, el hermano mayor apenas consigue dar alguna pequeña ayuda al menor, y éste se le muere entre las manos, víctima de la ineptitud de médicos y enfermeros, pero víctima, sobre todo, de su

desánimo para seguir viviendo. El libro es la crónica de una larga desgracia familiar, contra la que se puede hacer muy poco, y el arte de Pratolini consiste en haber escrito esa memoria con la sensibilidad de quien ha sufrido el drama, pero también con la perspicacia de apuntar el dato concreto, con la sobriedad de restringirse al episodio elocuente, con la lucidez de un escritor nato. UN PROBLEMA DE ADAPTACIÓN. Casi todo el libro está volcado al film, cuya primera virtud es haber recreado un similar clima emocional. Los colores apagados y mortecinos, el diálogo susurrado, la pausa en la conversación, una mirada silenciosa y comprensiva, todo el juego interpretativo de Marcello Mastroianni y Jacques Perrin, postulan durante dos horas esa crisis nunca explotada, ese drama de la comunicación trabajosa entre los hermanos y ese aislamiento de Ferruccio en un mundo que le abruma y contra el que no sabe combatir. El director Valerio Zurlini ha querido dar a su film el mismo aire de testimonio personal, de coloquio y de expiación, que Pratolini obtuvo en su libro. Pero en esto tiene limitaciones y tropiezos. El instrumento cinematográfico es demasiado objetivo e impersonal para esa finalidad, y la narración debía estar así adecuada al punto de vista de un personaje (el de Mastroianni), en un perspectiva óptica, mental y emotiva que ya está perturbada por el sólo hecho de que ese narrador aparezca en la pantalla. La falta de unidad está agravada por el relato verbal que un locutor intercala en castellano, a veces contando episodios, a menudo tejiendo comentarios e interpretaciones. En el original italiano, ese locutor era Mastroianni, lo que sin duda mantenía la narración verbal en una concentrada visión personal; en la versión castellana es un locutor que se coloca en tercera persona, habla con exceso y termina por ser insufrible. Otro problema de adaptación perjudica al film. La novela se apoya inevitablemente en palabras, para los diálogos y para todo otro texto adicional, pero el cine no puede descansar tanto en ellas. Y lo que ha hecho Zurlini, sin duda guiado por un afán de reproducir el testimonio de la novela, es confiar a las palabras mucho más de lo prudente, apoyándose en ese locutor o retratando a Mastroianni y Perrin mientras hablan. La recreación de algunos episodios (la madre muerta, el fallecimiento de la abuela, los diversos fracasos de Ferruccio con el trabajo o con su matrimonio) habrían sido una política cinematográfica más valiosa que este cine literario en que Zurlini se empeñó y que a menudo se limita a mencionar hechos ocurridos fuera del campo de la cámara. UN POETA, SIN EMBARGO. Aun con esos límites, el film tiene un gusto refinado y nostálgico, como una evocación sentida de un pasado irrecuperable. Los diálogos de ambos personajes son excesivos, pero a menudo tienen una fuerza ejemplar, como en esos reproches inconclusos del primer reencuentro, o en la amonestación callejera de Enrico a Ferruccio, por su inutilidad para trabajar o, sobre todo, en esa crisis de dolor y de rabia que sobreviene al final, junto al lecho de agonía. En otras zonas, el director ha procedido a recrear situaciones dramáticas y obtiene momentos patéticos con el personaje de la abuela (Sylvie), que también participa del reencuentro familiar. Una secuencia del asilo comienza con la imagen quieta, casi una foto fija, de las ancianas que esperan tensamente la visita de alguien, y termina maravillosamente con la despedida, los pasos de la anciana al alejarse, su retroceso hasta un nuevo abrazo mudo e intenso. El almuerzo de los tres, en otra secuencia, disimula bajo una conver-


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sación cordial la idea temible de que la muerte llegará pronto y de que ésa es, quizás, la última reunión. Cuando Zurlini recrea el drama en la pantalla, el film se enriquece de pronto, revelando una vez más la sinceridad y la delicadeza de un director que ya en obras anteriores (particularmente en La muchacha de la valija) ha sabido trasmitir sentimientos como pocas veces logra hacerlo el cine. Con todas las objeciones a su adaptación, Cronaca familiare sigue siendo un film de singulares calidades, un refinado muestrario de talentos en la fotografía, en la música, en la interpretación, a menudo presididos por el toque de inspiración y de sinceridad de su director. Es mejor este artista sincero y volcado, pese a todos sus errores de ejecución, que la corrección fría e impersonal de tantos otros. 6 de octubre 1963.

: Un drama honesto y vigoroso

El indomable

(Hud, EUA-1963) dir. Martin Ritt. EL INDOMABLE ES Paul Newman, un ganadero que vive en una enorme hacienda de Texas junto a su padre (Melvyn Douglas), a su sobrino (Brandon De Wilde) y a una mujer para todo servicio (Patricia Neal), que es un poco más digna de lo que quiere creer el protagonista. El hombre se porta como un pequeño canalla, como la clase de tipo inescrupuloso que no vacila en seducir a la mujer ajena, se inclina al alcohol, cree nada más en las cosas materiales cercanas y tiene su propia idea práctica sobre lo que son el Bien y el Mal. Cuando una epidemia de aftosa perjudica al ganado de la hacienda, este Hud se enfrenta una vez más con los criterios sensatos y correctos de su padre. Primero le propone vender ese ganado sin dar cuenta de que está enfermo; al no conseguirlo, comienza a tramitar contra su propio padre una acusación de senilidad, con la cual lo despojaría de los bienes. Fracasa en un intento y en otro, fracasa también en la violación de la única mujer de la casa, fracasa en convencer a su joven sobrino de que lo secunde en sus villanías. Pero las circunstancias operan en cierto sentido a su favor.Tras una muerte y dos abandonos, queda dueño de la hacienda, solo, rico y en cierto sentido miserable. El riesgo de esta fábula era la caída en el melodrama, en una oposición demasiado primaria entre lo bueno y lo malo. El libreto salva ese riesgo con una construcción muy precisa de los personajes, con un diálogo acerado e irónico, con el uso sabio de las escenas silenciosas y mudas, o de los detalles significativos. Los cuatro intérpretes principales colaboran en esa verosimilitud, con un formidable trabajo de equipo cuyo punto más alto es la composición de Patricia Neal, una mujer inteligente, bromista, sonriente, afable, que tiene empero su entereza espiritual y no se deja manosear. La

dirección de Martin Ritt está, por otra parte, entre lo mejor de su irregular carrera, y retoma la honestidad dramática, la perspicacia para apuntar psicologías y para manejar intérpretes, que lo señalaron en sus primeros films de 1956-57 (El hombre que venció el miedo, La mujer del prójimo) como una promesa de la nueva generación. En el uso de las amplias planicies, en el realismo con que muestra el sacrificio cruel de todo el ganado, en la melancolía inmediata con que aísla a los hombres que han hecho esa inmolación, en el apunte de gestos y pausas para los enfrentamientos de personajes, Ritt parece siempre el dueño de su film, y obliga a pensar que quizás sea significativo el que haya asumido aquí no sólo la tarea de dirección, sino también la de producción. El indomable es un título castellano equívoco, y lleva a pensar en Paul Newman como en un héroe que resiste a la fortuna adversa. Por el contrario, el protagonista es claramente un antihéroe, un elemento perturbador y deshonesto en una sociedad estable y conservadora. Hasta dónde esa sociedad es respetable resulta ser un problema más vasto, y hay que pensar en el materialismo de Texas, pintado en su ganado, su petróleo, su segregación racial, su jactancia de millones y de enormes autos, para advertir que cabe otro retrato más amplio y más profundo: el que Edna Ferber intentó en otra novela y George Stevens volcó en otro film (Gigante, 1958). Pero hay un trazo de significado social en los contrastes del film, que está marcando un avance materialista e inescrupuloso en estos hijos rebelados contra la simple decencia paterna. El caso individual tiene un acento de épica, lleva a reflexionar en un problema y una manera de la historia moderna. En Texas lo habrán de entender muy bien, pero la fábula es, además, accesible para otros públicos y está contada con singular fuerza. Los honores para director y elenco deben ampliarse hasta una excelente fotografía de James Wong Howe y hasta una inspirada partitura de Elmer Bernstein, que prescinde de inundaciones musicales y sabe usar una solitaria guitarra con particular elocuencia. 8 de octubre 1963. Títulos citados (dirigidos por Martin Ritt, salvo indicación) Gigante (Giant, EUA-1956) dir. George Stevens; Hombre que venció el miedo, El (Edge of the City, EUA1957); Mujer del prójimo, La (No Down Payment, EUA-1957).

: Un inflamado discurso

La epopeya de los años de fuego

(Povest plamennykh let, URSS-1960) dir. Yuliya Solntseva. LA PARTE ESPECTACULAR es excelente. Con una voluntad de superproducción que rara vez asoma en el cine ruso (y con rodaje en 70 mm y color, además), el film muestra impresionantes escenas de guerra: campos arrasados, fragor de metralla, incendios enormes, tanques y multitudes, que no sólo tienen la grandiosidad de escenarios y de movimiento de masas, sino también la fina calidad plástica que revela a una esmerada labor de dirección y de fotografía. En la línea de Ben-Hur, de Espartaco y de tanta otra superproducción americana, esta épica rusa re-


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construye las escenas de guerra con una intensidad visual formidable, que más de una vez sorprenderá aun al aficionado experto en el género. El asunto y el estilo son otro problema. Durante 1941-45 Aleksandr Dovzhenko, que fue uno de los grandes del cine soviético, vivió como propia la enorme guerra contra los nazis, desde que éstos invadieron Rusia hasta el formidable contragolpe que llevó a los ejércitos soviéticos hasta Berlín. Esa experiencia fue recogida con una enorme pasión y tuvo como uno de sus derivados al imponente libreto de esta epopeya, cuya parte principal describe al campesino Iván, llevado al frente como soldado, héroe de hazañas bélicas, y empeñado en volver a su Ucrania nativa para ser nuevamente un labriego enamorado de su tierra, de la simiente y de la vida. Hay que reconocer al tema cierta primaria grandeza, visible ya en las primeras escenas cuando se advierte que Iván lleva entre sus ropas de soldado, debidamente envuelto y acariciado, un puñado de su tierra nativa. Pero la forma de exponer esa doble vertiente del personaje, como soldado y como campesino, debió ser la dramatización de su desventura, de su peligro, de su encuentro con la muerte, con la destrucción, con el renacimiento de la vida cuando llega la paz. Eso debe ser sugerido no sólo con el fragor de la batalla, sino también con el silencio y el pudor de un ser humano al que hay que reencontrar, apreciar y querer entre la multitud: es el plan de La balada de un soldado, de El destino de un hombre. Lo que hizo Dovzhenko (o quizás su esposa y continuadora Yuliya Solntseva) es, contrariamente, la más inflada proclama. La primera escena muestra a Iván recitando sobre su propia penuria; en las siguientes ese recitado se aumenta con un locutor que filosofa incansablemente sobre la guerra y la paz, el trabajo y la vida. La retórica invade también a la estructura dramática: cuando habla un alemán, cita previsiblemente a Nietzsche; cuando un general nazi visita a una escuela soviética, la maestra está hablando de un héroe nacional muerto mil años antes; cuando una muchacha vuelve a su pueblo, con un hijo de padre desconocido, y quiere reencontrar a su novio o marido, encuentra en cambio a la estatua de éste y dialoga con ella. Todo es tan enfático, tan gritado, tan tremendo, que el espectador normal se refugiará en una tranquila sonrisa. El film es tan primitivo como el Arco Iris de Donskoy, 1944, hecho durante la guerra. Parte de la crítica extranjera ha visto en esta Epopeya una poderosa veta lírica y hasta la construcción de un cine nuevo y superior. Es difícil compartir ese dictamen o tolerar siquiera la opinión de Louis Marcorelles, que cambia gustoso todo Bergman y todo Antonioni por este film. La veta lírica asoma, ciertamente, en alguna secuencia imaginativa, como el paseo en barca de Iván, que vuelve en sueños a su tierra entre un paisaje paradisíaco. Pero no llega mucho más allá, quizás porque esa forma elemental de poesía no contagia al drama, sino que apenas lo comenta. En escenas de mayor responsabilidad dramática, como una boda civil celebrada en medio de un marco bélico, todo es tan simple y tan primario que la poesía es un intento pero no una realidad. El film dura actualmente 85 minutos. Referencias extranjeras señalan una duración mucho mayor, y éste es un dato muy creíble, porque en la copia local no

figuran algunas secuencias mencionadas en notas críticas y hasta en un folleto publicitario del mismo film, sin perjuicio de ciertas fallas de ilación fácilmente señalables. Todo indica que el film fue podado para la exportación, y habrá que dar a su directora el beneficio de la duda sobre lo que realmente hizo con el tema. Pero aunque no se le pueda criticar por la inconexión entre los episodios, corresponde enjuiciar en cambio su criterio de obligada trascendencia, una inflación verbosa, su afán por la bastardilla mayúscula. Tenía que mostrar el fuego y mostró demasiado humo. 13 de octubre 1963. Títulos citados Arco iris (Raduga, URSS-1943) dir. Mark Donskoy; Balada de un soldado, La (Ballada o soldate, URSS1959) dir. Grigoriy Chukhray; Ben-Hur (EUA-1959) dir. William Wyler; Destino de un hombre, El (Subda cheloveka, URSS-1959) dir. Sergey Bondarchuk; Espartaco (Spartacus, EUA-1960) dir. Stanley Kubrick y (sin figurar) Anthony Mann.

: Excelente interpretación

La otra mentira

(Term of Trial, Gran Bretaña-1962) dir. Peter Glenville. EN LA SUPERFICIE éste es un peculiar triángulo de amor y sexo, jugado en términos naturalistas entre el profesor maduro (Laurence Olivier), su esposa, que ya se sabe poco atractiva (Simone Signoret), y la joven alumna del primero, una adolescente que dice tener quince años (Sarah Miles). En los dramas más frecuentes sobre el tema, el hombre maduro está insatisfecho con su esposa legítima y emprende la conquista de la joven atractiva. En éste la situación se modifica. Es la adolescente quien hace el papel de conquistadora, atraída por su profesor, hasta el grado de ofrecérsele, muy poco vestida, en las circunstancias favorables de un viaje. No cuenta con que el profesor la rechace, porque tiene realmente estima y simpatía por ella, pero prefiere la actitud digna de resistir la tentación para no arrepentirse mañana. Lo que sigue de allí es melodramático: la adolescente queda despechada, formula cargos contra el profesor por intento de violación, intervienen la policía y la justicia, se averigua la verdad y al final cae sobre el argumento, en una brevísima escena, otra mentira que tiene su punta y que justifica al título castellano. Por debajo de esa superficie, hay algo más valioso que el conflicto individual, y sólo cuando se entienden las derivaciones del tema se entiende también que Laurence Olivier y Simone Signoret hayan accedido a este asunto aparentemente menor. Una primera derivación es el conflicto de generaciones, que está bien marcado en los personajes secundarios, particularmente en un futuro delincuente juvenil que integra el grupo de estudiantes (Terence Stamp), anotado con todos los rasgos de violencia, insolencia, pelo largo, afán sexual, que corresponden a buena parte de la


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juventud moderna. En una escena de particular elocuencia, Olivier pasea su incertidumbre por calles londinenses y está envuelto por esos jóvenes que bailan twist y se ríen de los mayores; con más argucia que verdad, el contraste se formula allí entre adolescentes cretinos y un hombre digno que en esos momentos es una víctima de la perfidia ajena. Una segunda derivación del asunto está en los ecos de la Pasión cristiana que a ratos se sobreentienden en el contexto: el profesor es descrito como un hombre fiel a sus convicciones, aun a costa de la pobreza y de la cárcel, y así se señala que su actitud pacifista durante la guerra le ha costado un tiempo de prisión y el descrédito posterior en una sociedad conformista. Cuando cae como mártir, acusado de corruptor de menores, aunque en verdad ha evitado serlo, su actitud es la de sufrir inmensamente por dentro, sin saber defenderse, más preocupado por el drama de otros que por el propio. Recién en el último minuto cubre su dignidad con una máscara de picardía, esta vez para salvar su matrimonio, quizás reflexionando que la honestidad no paga. El film tiene riquezas de asunto, pero no tiene una fuerza dramática acorde con las sutilezas que se pueden leer en su tema. Es demasiado largo de exposición, se propone extensas escenas dialogadas para señalar puntos que pudieron abreviarse con mayor inventiva, y carece del ritmo del énfasis con que el drama debía golpear en su público. Significativamente, el metraje fue abreviado por Warner Bros. para la distribución extranjera, y es fácil advertir la razón de esos cortes: lo que quedó ya es más largo de lo que expresa. Como en tantas adaptaciones de novelas, la síntesis es una operación muy difícil, y ciertamente debió ser más difícil para Peter Glenville, un director de teatro que suele transcribir escenas dialogadas para el cine pero que no piensa en términos más rigurosos de expresión cinematográfica. Su argumento se dispersa en lo inútil y en lo improbable. Donde el film se hace valioso es en la interpretación. Una Simone Signoret madura, inteligente, reflexiva, continúa aquí el papel de tercera en discordia que ya había hecho antes con particular convicción (Almas en subasta, Los golpes de la vida); Terence Stamp y Sarah Miles tienen escenas de responsabilidad en las que impresionan como dos jóvenes talentos con futuro. La labor de Laurence Olivier es muy notable. En los silencios, en los pequeños gestos, en la forma de caminar, va componiendo el retrato de ese profesor retraído, un poco tímido, abrumado por el mundo y por la insolencia ajena, que se refugia en la copa furtiva. En otras escenas de particular intensidad, cuando rechaza la relación sexual con la joven, cuando se defiende en el juicio, cuando choca con los prejuicios del director del colegio, Olivier da una lección de actuación dramática y deja saber hasta dónde el film puede deberse a un actor. Sin duda Olivier tuvo alguna iniciativa en la producción de un film en el que tanto se luce. 15 de noviembre 1963. Títulos citados Almas en subasta (Room at the Top, Gran Bretaña-1958) dir. Jack Clayton; Golpes de la vida, Los (Les Mauvais Coups, Francia-1960) dir. François Leterrier.

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Demasiada guerra

El soldado desconocido

(Tuntematon sotilas, Finlandia-1955) dir. Edvin Laine. HACE OCHO AÑOS que este film finlandés ha dado vueltas por diversos festivales cinematográficos y muestras internacionales, obteniendo algún premio, algún elogio y una explicable ansiedad sudamericana por conocerlo. Como el cine de Finlandia es un valor incógnito en el panorama mundial, por lo menos desde esta perspectiva, el film corría el riesgo o la ventaja de ser tomado como un ejemplo de su industria nacional. Pero su tardía revisión deja la duda sobre los valores que han encontrado los críticos internacionales. Este es un film de guerra, hecho con muchas ganas, con algunos síntomas de la superproducción costosa y con otros síntomas del interés nacional en presentar lo que fue para Finlandia una campaña militar patriótica. Pero dentro del género es apenas un film más, sin una calidad que lo haga resaltar frente a tantos otros exponentes del cine bélico, particularmente el americano. La guerra es la que Finlandia libró contra Rusia de 1939 a 1944, y hay que entenderla en una ambigua perspectiva. Por un lado era ciertamente una defensa del territorio nacional frente a la invasión extranjera, centrada en la disputada zona de Carelia, y eso daba una legitimidad de motivaciones a la lucha. Por otro lado, Finlandia coincidió en el caso con el interés militar nazi, que también enfrentó a Rusia durante el período, y eso ha despertado suspicacias políticas que ahora el film vuelve a despertar. Lo que se ve en el asunto es nada más que guerra, en una serie de episodios que muestran a una patrulla finlandesa enviada al frente. Su avance es hasta cierto punto una victoria, pero también es una sucesión de muertes individuales, marcadas por la cámara con la misma crudeza con que el diálogo marca todas las palabrotas del lenguaje militar cotidiano. Algunas de esas muertes provocan escenas intensas: un soldado herido no aguanta la agonía y se suicida con su fusil; otro ayuda a un compañero y cae a su vez sobre él, derramando sangre de la cara; un tercero muere llamando quedamente a su madre. Y junto a esos momentos están los del humor y la jactancia entre soldados, cuya descripción psicológica aspira obviamente a ser la de seres humanos normales metidos en una crisis mayor. En una breve escena de borrachera se escucha el Horst Wessel, que fue el himno de los nazis. El film padece de monotonía y termina en la desilusión. Todo lo que contiene está mejor visto en También somos seres humanos (The Story of G.I. Joe, 1945) de William Wellman, en Aventuras en Birmania (Objective, Burma!, 1944) de Raoul Walsh y en muchos otros films americanos anteriores. Carece además de ciertos rasgos que son necesarios al género: la acumulación de episodios no va acumulando el interés, sino que por el contrario lo dispersa, y las fallas de suspenso y de ritmo son tan obvias que llevan a pensar que el director Edvin Laine no construyó su film, sino que lo dejó crecer con la yuxtaposición de las distintas anécdotas. La versión que se exhibe está hablada en alemán, lo que es por lo menos extraño, y tiene 25 minutos menos de duración que la registrada en revistas europeas.


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Carece de un episodio final, narrado por cronistas extranjeros, en el que uno de los soldados, tras la rivalidad con un oficial, es juzgado por una corte militar. El doblaje y los cortes dan al film el beneficio de la duda. Quizás en el extranjero este Soldado desconocido tenía ideas, sentimientos, intensidades y calidades que no se ven en la copia de estreno local. Quizás había también alguna actitud ante la guerra, alguna suerte de contenido pacifista en una obra destinada por el cine finlandés a emprender la memoria de una derrota. En lo que queda para el público local, se ve mucha escena bélica, un buen aprovechamiento de noticiarios y documentales, mucha pólvora, sangre y crueldad, pero ninguna organización narrativa, ninguna actitud que revele tras el film a un director. 16 de noviembre 1963.

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del film. Su propósito es meramente sentimental, las enfermedades mentales quedan encuadradas en dos casos particulares de menor importancia y la narración no llega a plantear un verdadero conflicto, sino apenas una descripción de dos personajes unidos al final. Como ya ocurrió hace algunos años con Marty de Chayefsky, la frescura y simpatía de los personajes se trasmite al film que los contiene, arriesgando que éste sea sobrevalorado como una renovación. Janet Margolin es una deliciosa Lisa, que sabe llegar desde la concentración hosca hasta el bailoteo insensato y Keir Dullea hace una rica composición con su David, marcando las explosiones histéricas en medio de la engañosa normalidad. Los intérpretes y el logrado clima de insanía dan al film un sabor extraño y atrayente, una introducción a un mundo irracional, a veces poético, a veces pintoresco, siempre suave e inofensivo. Es un film sobre locos tranquilos y ha sido astutamente pensado para todo público. 22 de noviembre 1963.

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Sensato y sentimental

David y Lisa

(David and Lisa, EUA-1962) dir. Frank Perry.

Cine español con punta

DAVID ES UN JOVEN INTELIGENTE, que juega al ajedrez y que tiene observaciones de particular perspicacia, pero también es un desequilibrado mental, abrumado de obsesiones. Desprecia a su padre, no tiene mayor cariño por su madre, está preocupadísimo por el funcionamiento de los relojes ajenos, tiene sueños criminales y queda aterrorizado hasta la histeria si alguien le toca la piel. Así que es colocado por sus padres en un sanatorio que es también un colegio, donde los condiscípulos deberían ser también desequilibrados pero no lo son tanto. Entre ellos se destaca David, que en las primeras escenas parece el pájaro recién llegado a jaula ajena, y también se destaca Lisa, una joven de 15 años, definida como esquizofrénica, que cree a ratos llamarse Muriel y que habla de sólo dos maneras: en un lenguaje infantil e incoherente, o en rimas forzadas e imaginativas que los subtítulos castellanos no alcanzan a traducir debidamente. El amor de David y Lisa es un pronóstico fácil, pero sólo llega al final, después que ambos han salido separadamente del sanatorio y se reencuentran. Antes tienen una particular y delicada relación, hecha de tanteos y de temores, que el libreto ha sabido diseñar con verdadero tacto. Esta es una producción independiente, realizada por gente sin mayores antecedentes cinematográficos y financiada fuera de los procedimientos habituales. Por su índole es una producción muy estimable, porque revela virtudes claras (de diálogo, de interpretación, de dirección, de iluminación) que no es fácil encontrar en el cine independiente americano, y que han seducido a los jurados de Venecia y de San Francisco, a los críticos de New York y de Buenos Aires. El crédito debe quedar condicionado, sin embargo, por las limitaciones

(España-1961) dir. Luis García Berlanga.

Plácido

ESTA SÁTIRA A LAS FORMAS exteriores de la caridad se desarrolla completamente durante una helada Nochebuena en un pueblito de España. Las damas de la sociedad local han inventado una efímera campaña de ayuda a los menesterosos, bajo el lema de “siente un pobre a su mesa”, y así en cada casa de la aldea habrá un anciano del asilo comiendo pavo y tomando champagne, por una vez en su vida. Lo peor de esa caridad es que necesita ser promulgada con mucho boato. Junto al pobre de ocasión cada familia quiere tener también una estrellita de cine, de un conjunto llegado de Madrid, previo remate al mejor postor, y a su vez el arribo de esas estrellas está acompañado por la propaganda comercial de las ollas Cocinex, por la trasmisión radial y por las bandas de música. Para describir el cuadro resultante, Luis García Berlanga y su libretista Rafael Azcona han creado un inmenso fresco de la sociedad provinciana española y han inventado una serie de contratiempos que sirven de hilo anecdótico. El conflicto principal tiene por centro a Plácido, un conductor de una pequeña camioneta que colabora profesionalmente en toda la algarabía pero que está muy preocupado por el vencimiento de una hipoteca sobre su vehículo, lo que le lleva a apartarse cada pocos minutos de su trabajo para conseguir dinero, llegar al banco antes que cierre, llegar después al escribano que tiene el documento y arrastrar en cada paso a su mujer, su hermano, su hijo y su suegro. Otros conflictos menores son provocados por la exigencia de actores condecorados que piden tratamiento especial, por los pobres que se emborrachan más de la cuenta, por los intermediarios que quieren sacar tajada de su colabora-


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ción y sobre todo por el pobre que se enferma y se muere en casa ajena, contrariando los cómodos planes de la familia anfitriona. A la larga, el film llega a su objetivo y dice muy claramente que la caridad no es para estas familias burguesas una virtud sentida, sino un pretexto de lucimiento social. El villancico final dice Porque en este tierra ya no hay caridad. Ni nunca la ha habido. Ni nunca la habrá. El libreto va aumentando su gracia a medida que acumula datos y complica los procedimientos. Al principio parece una narración muy forzada, que se detiene a registrar demasiados diálogos de demasiada gente, sin que ocurra en realidad mucha cosa. Pero el asunto va creciendo, sus hilos se entretejen y el excesivo diálogo llega a producir humor durante la última media hora, cuando una docena de personajes están continuamente en escena, intercambiando planes, opiniones y reproches, que definen sus vanidades y mezquindades con marcada riqueza. En el resultado hay algunos toques de humor negro, seguramente atribuibles al libretista Azcona (que hizo El cochecito), y hay una sabrosa pintura de tipos populares, en el estilo abigarrado que Berlanga mostró en sus films previos y particularmente en Bienvenido Mr. Marshall. La dirección conjunta de tanta gente en escena, con diálogos simultáneos y cruzados, es una pequeña proeza del director. El film es gracioso pero no es un gran film. Es una comedia con sátira social, lo que resulta valioso en un cine español muy conformista, pero está demasiado apoyado en los diálogos, en una construcción artificiosa y mecánica de situaciones grotescas. Es otro Sombrero de paja de Italia, con menos estilización y menos fuerza que lo que su sátira permitía. 23 de noviembre 1963. Títulos citados Bienvenido Mr. Marshall (España-1952) dir. Luis García Berlanga; Cochecito, El (España-1960) dir. Marco Ferreri; Un sombrero de paja de Italia (Un chapeau de paille d’Italie-1928) dir. René Clair.

: John Ford se divierte

El aventurero del Pacífico (Donovan’s Reef, EUA-1963) dir. John Ford.

LA ÚNICA AVENTURA visible en todo el film es la del director John Ford, que se fue a Hawaii con un vasto equipo de colaboradores, se divirtió durante más de un mes en la filmación y volvió con estas dos horas en broma. Después de 45 años en el cine, John Ford se permite estos chistes y será el primero en reírse si alguien le recuerda que su prestigio de gran director está apoyado en obras dramáticas y poéticas que tienen ya más de veinte años (Hombres de mar, Viñas de ira, ¡Qué verde era mi valle!). Con una indiferencia incomparable por lo que diga la gente, John Ford hace docenas de films menores, gana dinero y deja siempre algún rasgo de sus preferencias y a veces algún rasgo de estilo. No hay que tomarlo muy en serio.

El mínimo asunto de esta comedia presenta a la nueva actriz Elizabeth Allen como una estirada señorita de Boston, que va hasta el Pacífico a localizar a su padre (Jack Warden), desaparecido desde que terminó la guerra. Lo encuentra y se entera de que el hombre se quedó en una isla paradisíaca, junto a dos compañeros de armas (John Wayne, Lee Marvin), tuvo tres hijos con la princesa local, ahora fallecida, y es todavía el único individuo sensato en la pequeña aldea. Los cuentos de viejos episodios ocupan, sin embargo, un lugar mínimo en el asunto del film, más preocupado por detallar el romance de la muchacha con John Wayne, las peleas de éste con Marvin, las peleas de ambos con un grupo de marinos australianos, un incidente de ski acuático, una simplona intriga del gobernador (César Romero) y las preocupaciones del cura (Marcel Dalio) cuando se llueve el techo de la iglesia. Todo el libreto da una idea de dispersión, de no saber dónde se quiere ir. Es una dispersión deliberada, desde luego. Lo que le importa a John Ford es repasar personajes y situaciones que le gustan mucho, y no se preocupa en lo mínimo de que el conjunto no esté armado y de que se vean los síntomas de un film recortado en la sala de montaje. En buena medida el film recuerda a El hombre quieto (1952), cambiando a Maureen O’Hara y a Victor McLaglen por Miss Allen y Mr. Marvin, que proceden frente a John Wayne como lo hicieron sus predecesores. El romance de la pareja está marcado por abundantes discusiones, caídas al agua y una paliza final que es la demostración definitiva del amor; las peleas de los hombres están pautadas por el humorismo, en el estilo bravucón y displicente que tanto le gusta a Ford. Quienes hayan visto South Pacific o conocido los cuentos de James Michener que le dan base, reconocerán aquí el trazo de fantasía y de lejana aventura en estos americanos exiliados por placer en islas paradisíacas, pero aunque Ford utiliza con amplitud la sentimentalina resultante, la marca también con el humor directo que es su especialidad: la Navidad en la iglesia está comentada con disfraces grotescos y la lluvia que cae del techo, mientras la explicación sobre viejos amores aparece interrumpida por discusiones y empujones, como si el director se avergonzara de utilizar los sentimientos en estado puro. Sólo como chiste interno puede entenderse la mínima figuración de Dorothy Lamour, que vuelve al sarong que fue su fama hace 25 años, y que hoy debe envolver a cuerpos más jóvenes. El film será una farra para los públicos más superficiales, porque la gracia y la acción condimentan adecuadamente a las muchas rutinas repetidas otra vez en el argumento. Otros públicos más exigentes lamentarán que John Ford baje el pedestal, pero a ellos habrá que recordar que se ha bajado hace ya mucho tiempo y muy voluntariamente. Lo que no se debe hacer con Ford, ciertamente es festejarle estas concesiones como si fueran arte cinematográfico. Es cine comercial, entretenido, con romance, acción, baile hawaiano y color. 23 de noviembre 1963. Títulos citados (todos dirigidos por John Ford salvo donde se indica) Hombres de mar (The Long Voyage Home, EUA-1940); Hombre Quieto, El (The Quiet Man, EUA-1952); ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, EUA-1941); South Pacific (EUA-1958) dir. Joshua Logan; Viñas de ira (The Grapes of Wrath, EUA-1940).

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Misterio en broma

La lista de Adrian Messenger

(The List of Adrian Messenger, EUA-1963) dir. John Huston. ADRIAN MESSENGER MUERE AL PRINCIPIO, pero deja una lista, un encargue y unas últimas palabras durante su agonía. La lista comprende a diez ciudadanos sin aparente relación entre sí, que viven o vivían en distintas partes de Inglaterra. Las últimas palabras complementan esa información inicial. El encargue es para un viejo amigo (George C. Scott) que antes había sido experto en información militar y que ahora recibe de Messenger la tarea de ubicar a aquellos ciudadanos perdidos. El investigador no tarda en descubrir que casi todos ellos han sufrido muertes violentas, algunos de ellos, como el mismo Messenger, en accidentes que costaron la vida a inocentes pasajeros de trenes y de aviones. Con el tiempo también descubre que los crímenes han seguido el orden alfabético de los diversos apellidos, llega a prever los próximos intentos y a descubrir al culpable, que tenía desde luego cierta motivación perversa para matar a seres tan distantes. No debe revelarse mucho más sobre un film que dice ser policial y que propone una cadena de misterios, pero uno de sus datos ha tenido interés público y puede derivar en la atracción popular. Consiste en que el asesino se disfraza en formas muy diferentes para cometer cada crimen, invirtiendo con mucha lógica el procedimiento de Los ocho sentenciados, donde Alec Guinness se disfrazaba para morir. Quién es el hábil disfrazado será un misterio adicional, que el film refuerza al incluir en su elenco a Kirk Douglas, Tony Curtis, Burt Lancaster, Robert Mitchum y Frank Sinatra, todos ellos con caretas de goma y maquillajes que son un desafío. Hay más defectos que virtudes en el original plan del film. Entre sus limitaciones más obvias están las de la lógica de los crímenes. La motivación del criminal está bastante exagerada, las circunstancias de cada crimen introducen demasiado azar y la carencia de pistas posteriores a media docena de asesinatos es un invento poco creíble. Otra limitación es del orden cinematográfico: hay demasiada conversación de dos personas para discutir los datos, las pistas y las suposiciones, pero hay pocos hechos que generen sorpresa o suspenso o emoción. Un buen film policial debe poner todo en la pantalla. Pero es probable que el director John Huston, el productor Kirk Douglas y su media docena de amigos no estén muy preocupados con los rigores del género policial. Hicieron el film como una gran ocasión de divertirse durante el rodaje, en un estilo de broma interna que el director ya había practicado desaforadamente en La burla del diablo (1954). Es probable que Huston haya aceptado el trabajo para poder rodar en Irlanda tres secuencias de cacería del zorro, justificadas para el asunto porque en la última se descubre al criminal, y atractivas para el director porque los exteriores, los caballos, las aventuras y las corridas, son una amplia zona de

su vocación personal (El tesoro de la Sierra Madre, Reina Africana, Moby Dick, Los inadaptados). Parte de la broma de Huston consiste en disfrazar en forma irreconocible a varios actores famosos, en elegir a intérpretes que se parecen entre sí (Douglas, Scott, Jacques Roux), en hacer trabajar de nuevo a intérpretes que conocieron mejor fama hace treinta años (como Herbert Marshall, Gladys Cooper y Clive Brook), en dar un papel infantil a su propio hijo Walter Antony Huston. El mismo director aparece también como intérprete, durante dos minutos, y aunque no se ha puesto en el reparto (como ya lo hizo en El tesoro de la Sierra Madre) se le podrá reconocer como Lord Ashton, un aristócrata inglés que tiene objeciones a la final cacería del zorro. El film es entretenido y termina por ser insignificante, a menos que su importancia se la de hacer cine públicamente atractivo, con más ingenio que gasto. Está dedicado a los aficionados a las adivinanzas, propone disfraces, propone la publicidad adecuada y termina por contestar en los últimos minutos todas las preguntas que pueda hacer el espectador. Deja una sin respuesta: por qué Huston insiste en divertirse más que su público. 7 de diciembre 1963. Títulos citados (todos dirigidos por Huston salvo donde se indica) Burla del diablo, La (Beat the Devil, EUA / Gran Bretaña / Italia-1953); Inadaptados, Los (The Misfits, EUA-1961); Ocho sentenciados, Los (Kind Hearts and Coronets, Gran Bretaña-1949) dir. Robert Hamer; Moby Dick (EUA-1953); Reina africana, La (The African Queen, EUA / Gran Bretaña-1951); Tesoro de la Sierra Madre, El (The Treasure of the Sierra Madre, EUA-1948).

: Melodrama errado

La isla

(A ilha, Brasil-1963) dir. Walter Hugo Khouri. LA AVENTURA DE ANTONIONI es uno de los modelos evidentes de este nuevo film de Walter Hugo Khouri, un joven y talentoso realizador brasileño que ha sido también un agudo observador del cine ajeno (es erudito en Bergman, ha hecho un extenso trabajo sobre Von Sternberg) y que tiene en su carrera otros films de mérito cierto, como Extraño encuentro (Estranho encontro, 1957) y como Na garganta do diabo (1960). Lo que aquí propone Khouri, argumentista y director, es la expedición que organiza un millonario hasta una isla y que está integrada por una docena de personas, representativas de clases sociales ricas, sofisticadas, ociosas. Desde allí sigue una aventura bastante física, marcada por el aislamiento del grupo cuando queda privado de locomoción para el regreso, y continuada por la búsqueda de un tesoro en la isla en cuestión. Como aventura el film no es muy impresionante y se queda en el plano convencional de las revelaciones tardías, la ingenuidad de algunos personajes, la extrema perfidia de otros, la caverna oculta a la que no se puede llegar. Como descripción psicológica el film está aún más fallido. Se fía de la conversación, del alcohol, del sentimiento


declamado, del trance dramático, demasiado grueso y explícito. Carece, en cambio, de la sugestión, del arte de dejar entender sin gritar. Khouri sabe mucho de cine y hay que apreciar en su film las virtudes del buen rodaje, aunque como fotografía y como ambientación eran preferibles sus labores previas. Como dramaturgo, como único autor de su diálogo, subraya en cambio las deficiencias que ya se habían podido notar antes, y obliga a pensar si no le convendría ser el director de libretos ajenos. Pese a toda insinuación de afiches, no es muy abundante la colección de trajes de baño en el film. Más que para hacerse ver, sus personajes han llegado hasta la cámara para hacerse oír, lo que debe ser computado en su contra. 14 de diciembre 1963.

1964 Pobre tipo

Eva

(Francia / Italia-1962) dir. Joseph Losey. AL MARQUÉS DE SADE le habría encantado presenciar el film, pero cometió el error de vivir con dos siglos de atraso y sólo tuvo la prevención de inventar el sadismo antes de morirse, dando así una doctrina y una amplia técnica para el uso de generaciones posteriores. El sadismo es sin embargo sólo una parte de la filosofía que sustenta el film, en el que Jeanne Moreau castiga pérfidamente a Stanley Baker. La otra parte es la actitud masoquista con que Baker se somete al tratamiento, con ganas de sufrir. Conoce a la mujer fatal en Venecia, durante un festival cinematográfico, cuando ella se le mete insólitamente en la bañera y después en el dormitorio; entonces él ve que la conquista es fácil y tira para delante, pensando que eso sólo le costará dinero. Le cuenta sangre, sudor y lágrimas, la separación de sus amigos, la pelea con su esposa, el suicidio de ésta. También le cuesta latigazos, golpes, empujones hasta la basura y todo tipo de humillaciones. Pero él está entregado a la mujer fatal. Desde la primera posición dominante ha retrocedido hasta aceptar que ella se ría a carcajadas cuando él se lastima y hasta implorarle nuevas citas después de los peores desastres físicos y morales que puede sufrir un sujeto. La última escena culmina un penoso diálogo con las palabras Pobre tipo, dichas ciertamente por la victimaria, pero aún después el film pone un letrero alusivo al Jardín del Edén y sugiere que esta clase de relación entre hombre y mujer es un paso necesario para la conservación de la especie. En eso debe haber algún error. Esta pareja maldita no deja descendencia, y si todas las parejas llegan a ser iguales, será mejor que la especie humana no subsista. Por suerte no son iguales, y el film debe entenderse como un alegato recargado y frenético del director Joseph Losey, que ha hecho otros films inconformistas y violentos (Deseo y destrucción, La jungla de cemento) y que tiene una óptica torturada para describir al mundo que le rodea. Sus problemas sexuales personales, hasta donde su carrera los deja ver, deben ser bastante enredados, pero no son materia de comentario público. Su visión del sexo ajeno ha producido en cambio una obra en que se cruzan el adulterio, la prostitución, la homosexualidad, diversos refinamientos y una voluntad hacia el crimen y la maldad, en un conjunto en cuyo equivalente más notorio es el teatro de Jean Genet. Hacer un film como Eva, postular desde el título hasta la cita última que éste es un retrato de la mujer esencial, supone en Losey una posición misógina muy clara, con la que habrá muchas discrepancias femeninas y masculinas. Con ese frenesí no se entiende mejor el mundo.


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Hay que reconocer a Losey su artesanía superior. Está muy lejos de ser un libretista, y quizá si lo fuera habría conseguido hacer, como el Bergman de una primera época (1944-50), un retrato personal, dramáticamente entero, de su visión del mundo. Pero en cambio es un director, y así toma los asuntos ajenos para incorporarles ángulos y sentidos nuevos, para lucir su rebuscamiento fotográfico y para planear alguna secuencia brillante. De lo mucho que hace en Eva, lo más notorio es el afán de cargar símbolos en cada imagen y de tomar cada escena por el lado más difícil: los amantes retorcidos como gusanos negros sobre un fondo blanco, un acto sexual que está comparado de inmediato con una langosta de enormes tenazas, varias tomas de altura que sorprenden por su perspectiva, la colocación de un tema de blues tras algunas escenas, y especialmente la colocación de un tema clásico de jazz (Loveless Love, “Amor sin amor”) tras uno de los incidentes dramáticos. Es inevitable deducir que las escenas más crueles del film son suyas y no de los libretistas: hay pocos refinados que puedan inventar una secuencia tan diabólica como ésa en que Jeanne Moreau pide a su amante que se le pague el weekend que ambos pasaron en el hotel más caro de Venecia, rechaza después el dinero porque le parece poco y ve cómo él ofrece sus gemelos y su cigarrera, sigue siendo rechazado y termina dejando los billetes dispersos por el suelo. Pocos directores, también, pueden hacer una secuencia tan firme como el momento en que la esposa del pobre tipo (Virna Lisi) sorprende a su marido con la mujer en cuestión, episodio que está cubierto con un mínimo de diálogo y unas pocas y seguras tomas, terminadas radicalmente con la constancia de que la esposa se ha suicidado. El film es desparejo, largo y sorprendente, como suele ocurrir cuando un director decide mejorar un libreto que no le gustaba mucho. El enriquecimiento de escenografía y utilería hasta el barroquismo, los ángulos fotográficos más extraños (colaboración del eminente Gianni Di Venanzo), la perspectiva gris y poco turística de Venecia, algunos efectos especialísimos de travelling y de montaje, se superponen sobre un libreto donde hay saltos de ilación, cosas no explicadas, largos silencios y algunas escenas prolongadas. La factura es irregular, en parte porque a Losey no le importa mucho la coherencia de lo que hace, en parte porque su film fue muy cortado para la distribución exterior. Casi todo lo que contiene está dicho en los primeros diez minutos, y después la acción se repite con variantes y sin progreso. Con los brillos exteriores de la dirección y con una labor abrumadora de Jeanne Moreau, que es una actriz superior, los sadomasoquistas del mundo entero tendrán el pretexto de decir que les gusta Eva porque es un film que revela talento, así sea un talento perverso. Gente más sensata puede tomar ejemplo, prescindir de toda mujer que se llame Eva y negarse a creer que los brillos exteriores del director sean buen arte ni buena filosofía. 9 de enero 1964. Títulos citados (ambos dirigidos por Joseph Losey) Deseo y destrucción (Blind Date, Gran Bretaña-1959); Jungla de cemento, La (The Criminal, Gran Bretaña-1960).

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Un director sensible

Odisea desnuda

(Odissea nuda, Italia / Francia-1961) dir. Franco Rossi. EN MANOS DE OTRO DIRECTOR o de una simple empresa comercial, esta expedición a la Polinesia pudo ser el pretexto de los hermosos paisajes, de las hermosas mujeres, del hermoso abandono a la vida natural. En manos de Franco Rossi, que ha sido un director sensitivo y hasta conmovedor (Amigos por la vida o Amici per la pelle, 1955), es algo de eso pero también algo más. Aunque su argumento es simplísimo, aunque su único personaje sostenido es un intelectual italiano (Enrico Maria Salerno) que se está escapando del mundanal ruido, el director y sus libretistas han conseguido dar un fondo y un sentido a los problemas de la evasión. La primera parte del relato parece apuntar caóticamente el frenesí de cantos, bailes, mujeres hermosas y muy dispuestas, alcohol que corre, olvido del reloj y de la obligación, que para Salerno es el rodaje de un film documental sobre Polinesia. Pero a la larga se justifica la frase del crítico italiano que definió al film como una prolongación tahitiana de La dolce vita: el testimonio de alguien que quiere ver al mundo con objetividad y que sin embargo está sumergido en él, que quiere prescindir de filosofías y que sin embargo es conducido pausadamente a la reflexión sobre sí mismo y sobre la sociedad. Un telegrama repentino llega al protagonista con la noticia de que en Italia ha muerto su madre, y quien envía el telegrama resulta ser su ex esposa Luisa, con lo que en un instante el protagonista vuelve a ligarse anímicamente con su pasado. Y en la segunda parte del film, la evasión a las Islas del Sur es seguida por una evasión a otras islas aún más desiertas, donde ya no hay hombres blancos que beben, donde el reencuentro con la Naturaleza es más intenso y donde la amistad con un niño nativo de ocho años conduce a una preocupación mayor, por la alarma del contagio de los leprosos cercanos y por el encuentro con un sacerdote católico que alterna el fútbol con la filosofía. En el conjunto, el film traza así una múltiple perspectiva de las lejanas islas del Pacífico: al paisaje y a la belleza exterior (que la cámara toma con todo el primor y el color del caso) sobrepone los temas de la sociedad y de la insatisfacción y del recuerdo. Una turista americana viaja por esas islas, empeñada en localizar a su perdido marido entre los bohemios barbudos y ermitaños; una mujer nativa cree que volverá el amante francés que se fue hace tiempo; dos primas que parecían muy liberales de compartir al mismo hombre llegan a los celos y a un pintoresco acuerdo. La naturaleza humana empieza a importar tanto como la naturaleza exterior, y la Odisea de este nuevo Ulises enriquece así los paisajes con los toques del drama y del humor. El film no llega a expresar completamente los dramas que sugiere, en parte porque se han introducido cortes al metraje original italiano (perdiendo más de veinte minutos), en parte porque la índole de esos conflictos habría requerido relatos más complejos y extensos que los que se pueden hacer con un solo intérprete profesional. A menudo se siente que las situaciones se interrumpen sin culminar, que la narración salta de una zona a otra sin un adecuado plan de conjunto, y que las constancias verbales, sea por los diálogos demasiado explícitos o por el agregado del diario del protagonista (colocado a menudo en hábil contrapunto), están sustituyendo a la ple-


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nitud del drama que se quiso hacer. En dos aspectos importantes el film establece empero una calidad superior. Uno es la fotografía de Alessandro D’Eva, que no sólo se preocupa de los paisajes sino que sigue a las figuras humanas en sus bailes, sus borracheras, sus travesías, con la inmediatez del primer plano y con la perspicacia de tomar gestos y actitudes reveladoras. El otro aspecto es la emotividad que Franco Rossi sabe cargar en los momentos más intensos: un paseo silencioso y sin rumbo del protagonista cuando se entera de la lejana muerte de su madre, una visita a la turista americana en la que quiere ver encarnada a su esposa, no tanto por la sensualidad como por la necesidad de regustar el tono doméstico y hasta aburrido de su vida anterior. En una escena de particular fuerza, Salerno ve bailar a los nativos con su alegría habitual y la música va cediendo pausadamente su lugar a la trompeta asordinada y melancólica con que el protagonista se va envolviendo en sus recuerdos: ese minuto es revelador del plano múltiple en que Rossi ha concebido su tema. Para mucho público esta Odisea desnuda será una buena ocasión de gustar el cine turístico y las hermosas mujeres; para algunos espectadores más exigentes será la ocasión de comprobar cómo un director coloca su sensibilidad personal y espléndida artesanía sobre un territorio que pudo ser convencional. 16 de enero 1964.

: La vuelta del pasado

La marca

(The Mark, Gran Bretaña-1961) dir. Guy Green. UN BUEN TROZO INICIAL del argumento propone la clase de tema humanitario que tiene tanta aceptación en el cine. Es la rehabilitación del hombre que estuvo en la cárcel, se ha regenerado y ahora tiene derecho a su hogar, un empleo, una consideración, un olvido de su pasado. En las primeras escenas, el ex presidiario (Stuart Whitman) consigue nuevo trabajo en la empresa de un magnate (Donald Wolfit) que está muy al tanto de su pasado pero que quiere ser tolerante. También consigue una decorosa pensión familiar en que vivir y hasta comienza un romance con la secretaria de la empresa (Maria Schell), una viuda simpática que tiene una hija de diez años (Amanda Black). Todo sería espléndido si no fuera por la índole del crimen que mantuvo al protagonista en la cárcel. Hace falta un rato para saberlo, en una demora muy intencionada de los libretistas, y sólo después de varias entrevistas entre el personaje y el médico psiquiatra que le trató en la prisión y a cuyo cuidado está ahora (Rod Steiger), surge claro el antecedente. El crimen ha sido el secuestro de una menor de diez años, con la intención luego irrealizada de violarla. Es un crimen repugnante y marca al protagonista para toda la vida, porque si esa fue alguna vez su tendencia sexual,

siempre será muy probable que reincida. Con buen criterio, el film informa ese hecho básico después de haber creado la simpatía para su personaje. Y también con buen criterio, se pone a explorar los mecanismos por los que el hombre llegó hasta allí. En una serie de retrocesos temporales, pesadillas, recuerdos, se establece el complejo sexual infantil (un ataque al padre, en su sublimada manifestación edípica de defender y cuidar a la madre), se establece también la ineptitud del personaje para mantener relaciones normales con una mujer adulta y se sugiere además el mecanismo subconsciente por el que este hombre quiere llegar al sexo sin las subordinaciones del amor. En el conjunto, ese planteo puede dar trabajo prolongado a un psiquiatra, y en buena medida el relato del film se apoya en la relación con el médico: en los diálogos presentes, en las múltiples entrevistas de terapia colectiva que se realizaban en la cárcel (donde la rueda de procesos acusa y juzga a cada uno de ellos, bajo supervisión técnica) y en la actitud de confianza con que ese médico ha auspiciado al protagonista. Sólo que el pasado vuelve. En un paseo furtivo por las inmediaciones de una escuela, el protagonista tiene una nueva tentación reprimida por secuestrar niñas demasiado chicas; en los archivos policiales, él figura como el primer sospechoso llamado a declarar cuando en la pequeña ciudad se produce un crimen sexual similar. Y aunque sus relaciones con la secretaria de la empresa llegan a ser un romance muy satisfactorio, en cualquiera de los sentidos posibles, no falta el periodista suspicaz que pública viejas historias y que cuestiona la vinculación del protagonista con la hija de su novia, creando un escándalo mayor y la nueva rutina moral. El final es optimista, desde luego. Hay claras virtudes en el film. Plantea un tema espinoso con mucho tacto y toma todas las cautelas necesarias para hacer convincente la relación del protagonista con la mujer que encuentra, con el patrón, con un rival que le surge en la oficina, con la casera de la pensión y sobre todo con el médico, quien pretexta algunos diálogos que explayan los mecanismos del psicoanálisis (p. ej.: Los conflictos internos no se solucionan, sino que se comprenden y se dominan). Están muy bien realizados los pasos críticos del personaje, especialmente el secuestro inicial y la tentación reprimida de abusar de la niña. Y es muy convincente la interpretación de Rod Steiger, la de Stuart Whitman (aunque le haría falta más calidez en algunas escenas) y la de Maria Schell, que recién al final desciende a su estilo lacrimoso, rompiendo una labor sensible e inteligente. Contra el film hay que apuntar algunas debilidades. Dos básicas son el escaso coraje para plantear el crimen sexual como correspondía y el apoyo excesivo en los diálogos, que a menudo convierten el drama en una explicación. Una debilidad adicional es el improbable episodio del artículo periodístico, porque constituye técnicamente una calumnia bajo la legislación inglesa, y a eso habría que agregar aún los rodeos finales para llegar a alguna solución del drama. El film se hace verboso, conformista y prolongado, cuando debió ser intenso, conciso y pesimista. 23 de enero 1964.

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La vuelta al mundo en dos horas

Siete maravillas del mundo

(Seven Wonders of the World, EUA-1956) dir. Tay Garnett, Paul Mantz, Andrew Marton, Ted Tetzlaff, Walter Thompson. EL SEGUNDO PROGRAMA LOCAL de Cinerama resulta ser el tercero en el orden cronológico de producción. Por el medio quedó Cinerama Holiday (Bendick y De Lacy, 1955), que mostraba el viaje de dos flamantes matrimonios, alternando St. Moritz, París y Davos con visitas a Las Vegas, New Orleans y California; las referencias extranjeras señalan que en uno de sus fragmentos se escuchaba muy buen jazz. El paso siguiente fue dado en estas Siete maravillas del mundo, que proponen un viaje colosal, guiado por el productor y narrador Lowell Thomas. En un prólogo de pantalla chica, Thomas se describe a sí mismo como un viajero incansable y recuerda a la gente famosa que conoció (fue acendrado publicista de Lawrence de Arabia, hacia 1920) y explica al público cuáles eran las siete maravillas estimadas por la antigüedad. De ellas hoy sólo subsisten las pirámides de Egipto, mientras las otras seis fueron destrozadas por la Naturaleza o por el hombre. Así que Thomas invita a un viaje para buscar otras maravillas, viaje que empieza razonablemente por las pirámides y después salta a un turismo bastante agitado: la ciudad de NewYork, las cataratas del Iguazú, el Carnaval de Río, una parte de Japón y de India, el Taj Mahal, Palestina, el Nilo, el Congo Belga, las cataratas africanas de Victoria, Arabia, Grecia, Nápoles, la torre de Pisa, el Vaticano, el Niágara, el cañón del Colorado y alguna otra cosita. Durante dos horas el turista local puede hacer un viaje alrededor del mundo por un precio muy económico; el paisaje no comprende la zona de la Cortina de Hierro, que requiere distinta visación en el pasaporte. Buena parte del material parece muy impresionante y no cabe dudar de que la versión Cinerama del Partenón, de las selvas y ríos africanos, de las diversas cataratas, de la Basílica de San Pedro, de los desiertos de Arabia y Palestina, son mucho más estimables que otras descripciones cinematográficas similares. La pantalla ancha sirve para eso.Y en una secuencia muy movida, que muestra cómo un tren desciende sin controles por la enorme pendiente espiral de Darjeeling (India), el Cinerama llega a adquirir más nervios que en la secuencia similar de ontaña rusa que ya figuraba en Esto es Cinerama (This Is Cinerama, 19521): el suspenso crece hasta que se acaba de repente. Aunque los créditos señalan que para esta tercera entrega Cinerama contrató a tres directores veteranos, la falla clara de las Siete maravillas es su poca imaginación. Los productores saben muy bien que dos horas de paisajes pueden ser un exceso y han procurado dar alguna vivacidad y hasta algún conflicto a su relato. A la secuencia del tren se agregan una lucha mortal entre una cobra y una mangosta, los apuros de una familia romana por llegar a tiempo a la bendición papal y más bailes japoneses, birmanos, hindúes y africanos que los que suele ver un turista al paso. En lugar de una Realizada por cuatro directores: Merian C. Cooper, Gunther von Fritsch y (sin figurar) Ernest B. Schoedsack y Michael Todd, Jr.

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visión fresca y espontánea de paisajes, vida y costumbres, el film inventa, escenifica y decora, vendiendo como típico lo que en realidad ha sido calculado para la cámara. Sin dudas se podría aprovechar mejor el tiempo destinado a Japón, eliminando dos números de geishas que cantan y bailan con una coreografía elemental; sin duda se podría haber inventado una secuencia humorística más ingeniosa que ese chiste de la señora convencida de que las siete maravillas del mundo son sus hijos. Todo el film está pensado en un nivel superficial, digerido para el público más simple, y abrumado por las explicaciones de Lowell Thomas, que cree imprescindibles sus opiniones sobre los paisajes. Entre sus comentarios más inútiles figura una comparación entre la moderna tecnología petrolera y el primitivismo del desierto árabe, arruinando con palabras la fuerza de una imagen que contiene ya ese marcado contraste. El tiempo demostró que el interés del Cinerama se agota rápidamente si su única función es mostrar paisajes, explicarlos con discursos y enfatizarlos con una banda sonora desbordante de platillos, timbales y otras percusiones, todas ellas a un volumen elevado y ligeramente incivil. Hay que interesarse por emociones e ideas más complejas, entrar en el drama o en la risa del espectador. Hasta que no llegue a Montevideo el Cinerama con argumento, el film servirá como turismo económico. 25 de enero 1964.

: Un suspenso brutal

El salario del miedo

(Le Salaire de la peur, Francia / Italia-1953) dir. Henri-Georges Clouzot. FUE HACE DIEZ AÑOS el film más famoso de Henri-Georges Clouzot, un director francés de la vieja ola, que en casi toda su obra ha mezclado los rasgos de la inteligencia personal y del refinamiento técnico con una atracción por la maldad y por el morbo. Su identidad como creador estaba ya definida en anteriores films, particularmente en El cuervo (Le Corbeau, 1943) y en Crimen en París (Quai des Orfèvres, 1947), que documentaron por igual sus virtudes y sus defectos. Pero con ese Salario del miedo obtuvo una resonancia mucho mayor, desde el primer premio en el Festival de Cannes (1953) hasta la aceptación pública. Quienes entonces no creyeron mucho en él señalaron reiteradamente que Clouzot no tenía mucho que decir, y que su obsesión por la muerte, por la crueldad, por el suspenso, lo constituían en un émulo de otros directores (desde Buñuel hasta Fritz Lang y Hitchcock), pero no ciertamente en un artista ni un filósofo. La revisión del Salario, diez años después del clamor inicial, empieza por convencer a todo espectador sobre los defectos y deja ver más tarde las virtudes. El planteo del film es la descripción de un pueblo vagamente centroamericano, del


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que no se da ubicación precisa y al que se establecen aproximaciones bastante disímiles: algo de México, algo de Bolivia, algo de selva amazónica, algo de trópico, con yacimientos petrolíferos cercanos y desde luego con americanos que explotan ese filón, en un relato que seguramente no aprobarían en Washington. Lo que ocurre en ese pueblo es prácticamente nada, porque todo se dirige allí a definir la supervivencia miserable de los nativos (pobreza, moscas, alcohol, hambre, lepra, deformaciones físicas, un ocio que todo lo cubre) y la existencia bastante similar de otros europeos probablemente refugiados de lejanos crímenes, en una suerte de Legión Extranjera. La descripción del pueblo y de su gente es muy rica en datos, pero es curiosamente pobre como cine, porque Clouzot se ha quedado en la acumulación de lacras exteriores y en diálogos adicionales ilustrativos, sin bastante vivacidad de anécdota. El relato se acerca a la parálisis y a la falsedad en esos primeros 45 minutos, agravado por la intromisión de una dama joven que se supone sea una mujer nativa y apasionada, aunque Véra Clouzot la interpreta con defectos de elocución y con poses interpretativas que la denuncian enseguida como esposa del director del film. Lo interesante empieza después. Hay que transportar algunas toneladas de nitroglicerina hasta los pozos petrolíferos, a algunos centenares de kilómetros, y ese viaje debe ser hecho en dos camiones, por carreteras llenas de obstáculos y de baches, a sabiendas de que la nitroglicerina puede explotar con una sacudida o una vibración. Del transporte se ocupan cuatro europeos debidamente elegidos como parias sociales y como hábiles conductores, ofreciendo una remuneración de dos mil dólares por cabeza. Ese viaje compone la mayor parte de la narración, y sirve para indagar en esos peculiares caracteres humanos, en sus amistades y rencores, en su coraje y cobardía. Los resultados de esta aventura física no deben ser revelados, porque el suspenso debe afligir por igual a los conductores del primer camión (Folco Lulli, Peter van Eyck), a los conductores del segundo (Yves Montand, Charles Vanel) y a las damas y caballeros que tengan nervios bastante fuertes para presenciar esas peripecias. Pero corresponde señalar que Clouzot se esmera en inventar dificultades y complicaciones en ese viaje, hasta poner los pelos de punta. Un recodo del camino obliga a maniobrar sobre un puente de madera, al borde de un precipicio, y allí los caminos hacen sufrir en dos distintas secuencias de marcha atrás y marcha adelante, más un alambre imprevisto que al último momento lo complica todo. Después el camino está interrumpido por una piedra gigantesca, que será volada con la nitroglicerina, tras infinitas cautelas, y el director acumula detalles y demoradas sorpresas al mostrar cómo se subsana ese obstáculo. Y más tarde hay que atravesar un imprevisto lago de petróleo crudo, que es un barro irrespirable y que obliga a dos de los intérpretes a sumergirse hasta la cabeza, en una complicada maniobra que cuestiona, incidentalmente, tanto a la higiene exterior como a la interior, porque allí hay que elegir entre la muerte propia y la ajena. Todo ello y algo más provoca excelentes actuaciones de Vanel, Lulli y Van Eyck. Las tres secuencias, más otros contratiempos incidentales, más una última vuelta de tuerca en la imagen final, han puesto a prueba el talento y la artesanía de Clouzot. El hombre inventa situaciones y detalles de situaciones, relata las peripecias con un continuado primor de fotografía y montaje, crea un suspenso atroz y no se anda con cumplidos para que sus intérpretes se ensucien, se retuerzan, griten de dolor y se expidan con interjecciones que será mejor no reproducir. En el conjunto, el film llega

a tener el interés de un espectáculo vigoroso y bien hecho, como si fuera un western o un buen film bélico. Lo que no tiene es una línea dramática más profunda o creíble, una idea central que justifique un primer premio de un festival y que defina a su director como un artista de entidad. Poco después de este Salario Clouzot habría de demostrar en Las diabólicas (Les Diaboliques, 1955) que su perversa voluntad es un arte macabro y trucado, un tenaz empeño de provocar las zonas más morbosas de su espectador. Era un Hitchcock con retoques: técnica cinematográfica similar, menos humor, peores modales, mayores golpes de efecto. Después se refinó un poco en Los espías (Les Espions, 1957) que ya tuvo otras gracias de sátira, pero a la altura del Salario era sólo un gran proveedor de suspenso. Para eso hay un público. 26 de enero 1964.

: La gran familia americana

Nueve hermanos

(Spencer’s Mountain, EUA-1963) dir. Delmer Daves. EN DOS HORAS DE HERMOSOS PAISAJES para toda la familia, el productor, director y libretista Delmer Daves, que realizó mejores cosas en su carrera, ha acumulado varias líneas dramáticas para contar la vida de la familia Spencer. Había 9 hermanos en la familia, presididos por la figura veterana y solemne del padre (Donald Crisp) y sólo uno de ellos (Henry Fonda) concentra los diversos problemas, porque tiene a su vez nueve hijos y eso da mucho que hacer a cualquiera. Al principio quiere construir una casa en el mejor sitio montañoso de Wyoming, y en eso le ayudan sus hermanos, aunque no consiguen terminarla. Después informa a sus hijos sobre las verdades de la relación entre vacas y toros, con filosofía adecuada para marcar los parecidos y las diferencias. Después, emborracha involuntariamente al nuevo párroco protestante del pueblo (Wally Cox), una imprudencia que habrá de castigarse más tarde. El drama importante, o por lo menos el drama de exposición más larga, se refiere a un adolescente que no está conforme con el medio rural, sobresale en la escuela local, ansía concurrir a la Universidad y tropieza con que su familia no podrá pagarle los estudios. Arreglar ese problema lleva bastante tiempo y los esfuerzos de Fonda y de otros personajes. Pero todavía queda tiempo para narrar la muerte del viejo Crisp y la forma agresiva en que las mujeres se tiran literalmente sobre [el joven actor] James MacArthur, en una conducta ligeramente distinta a los ejemplos animales que el film coloca al comienzo. Todo este cuadro rural está hecho en la pantalla más ancha posible, con mejor color posible, con los mejores paisajes posibles. Tiene una cuota de realidad agrícola y ganadera, otra realidad de familia en dificultades, mucha sentimentalina y simpatía para manejar a los niños de la familia Spencer, una buena dosis de cariño por la madre de


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los nueve chicos, a la que Maureen O’Hara da su calidez sin remilgos, y algún momento emotivo, como el entierro del viejo abuelo. El espíritu del film es, sin disimulo, un canto a la honestidad, la laboriosidad, el buen humor y el espíritu religioso del pueblo americano, visto a través de una familia en que cada pareja trae nueve hijos al mundo, todos ellos muy buenos tipos, decentes aunque tomen alguna copa, fieles cristianos aunque digan alguna interjección. Ese relato tiene sutiles trampas. Las dificultades económicas de la familia Spencer se subrayan donde al film le conviene, pero no impiden que sea envidiable el estándar de vida de este obrero de las canteras que consigue mantener a nueve hijos sin dificultades y construirse, además, otra casa. El realismo de la conducta doméstica llega hasta las alusiones al sexo, a las necesidades corporales y a las malas palabras que están escritas en el diccionario, pero habría sido más realista que los nueve niños compusieran un cuadro infernal y que la madre estuviera más despeinada. La facilidad con que el libreto resuelve todos los problemas ya está señalando que los problemas no eran muy graves. La realización de Delmer Daves está en el nivel coloreado, sentimental y conformista de sus últimos films para la Warner, por el estilo de Parrish (1961) y de Los amantes deben aprender (Rome Adventure, 1962). Se ve que tiene una sólida técnica, elige los paisajes, elige bien los intérpretes y le gusta usar una grúa con la que levanta y baja la cámara en exteriores para componer con movimiento. También se ve que recuerda Qué verde era mi valle (How Green Was My Valley, 1941) de John Ford y que está buscando un equivalente americano, con ingredientes casi idénticos. Pero no es bastante dramaturgo ni bastante poeta para igualar al antecedente. Se pasa de diálogos, de situaciones bonitas, de complicaciones inútiles. Está haciendo un film para toda la familia, que tendrá mucho éxito y que varias señoras describirán como una monada. 30 de enero 1964.

: Jazz en ambiente

Hombres que matan

(The Murder Men, EUA-1961) dir. John Peyser. UNA COMBINACIÓN DE JAZZ Y DROGAS constituye la índole lateral de este film apenas policíaco. En las primeras imágenes Dorothy Drandridge entona The Man I Love y en seguida se la ve en la desesperación de la viciosa que se retuerce; después hay una batida policial en la que se intercala Mittie Lawrence cantando Blue Moon, sobreviene un complicado asunto de adictos, vendedores y policías, hay dos crímenes, quizá tres, pero al fondo se escucha con frecuencia algo de jazz moderno (oh, muy entonado) y el film termina cuando Dorothy Drandridge canta I’ll Get By, un título que insinúa su liberación de la droga y el arreglo de sus otros problemas matrimoniales. El argumento no debe ser tomado muy en serio, particularmente porque el libreto tampoco lo pretende así. Antes de 1956, cuando el Código de Producción era más

severo, esta presentación de la toxicomanía habría sido una audacia excepcional en el cine americano, pero después de El hombre del brazo de oro (The Man with the Golden Arm, Preminger-1955) y otras salidas similares, el tema empezó a ser utilizado hasta el manoseo, para igualar los apuntes incidentales del cine francés policial. Ahora esta producción americana aborda las drogas como material y hasta incluye una escenita incidental y bastante superflua para insinuar que en ese club nocturno también se hace trata de blancas. Este Hollywood no es el de antes. Pero el tratamiento dramático no es muy serio. Apunta dos casos de adictos, señala que los gangsters se ocupan de promover el tráfico y la policía de combatirlo, pero todo queda en un nivel muy superficial. El film es más interesante como recreación de ambiente. El mundo del jazz ha tenido siempre muchas vinculaciones con las drogas, por sutiles razones de inspiración y de frustración, con lo que este club nocturno parece bastante auténtico. Aunque los diálogos y las situaciones son muy convencionales, debe señalarse que las imágenes sombrías, el fondo musical, algunos ángulos de cámara, construyen adecuadamente la ambientación de la historieta. Los aficionados al jazz sabrán que lo que se escucha armoniza con buena parte de lo que se ve. 6 de febrero 1964.

: Un fabricante de ruidos

El vicio y la virtud

(Le Vice et la vertu, Francia / Italia-1962) dir. Roger Vadim. LA PRIMERA CULPA de este film debe ser arrojada sobre el Marqués de Sade (1740 – 1814), que empezó a escribir en su prisión de La Bastilla, hacia 1787, una serie de relatos que ocuparían durante diez años su febril imaginación. Aluden al Bien y al Mal, proponen la filosofía de que el Bien es siempre castigado, el Mal siempre recompensado, y así publicitan optimista enseñanza de que hay que portarse mal para conseguir la felicidad. La joven Justine, que es tan buena, se pasa ayudando a la gente y sólo consigue que la violen, la flagelen, la humillen en toda forma, hasta el rayo final que la mata, como una demostración de que Dios también está contra ella. Su hermanita Juliette, que es muy mala, tiene el placer del Mal y de su propio sufrimiento, lo que sirve al Marqués para inventar exquisitas perversiones que han hecho muy difícil la impresión de sus obras completas. Hace ya 150 años que murió el Marqués de Sade, pero no es tan fácil liberarse de él. Ahora está en trámite la reedición de sus obras, y eso puede aumentar el volumen de perversos que se inspiren en él. Uno de ellos es Roger Vadim, aunque llamarlo “inspirado” en algo puede ser un elogio excesivo. Con una jactancia incomentable, Vadim declara en un letrero inicial que ha modernizado los relatos y que el Marqués de Sade es para el film como en Shakespeare,


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un punto de partida, omitiendo aclarar, con toda prudencia, que su punto de llegada está bastante lejos de Shakespeare. Su versión de la historia de las dos hermanas ocurre ahora durante 1944-45 en una Francia ocupada por los nazis. La mala de Juliette (Annie Girardot) es tan colaboracionista que se solaza en ser la amante de un general alemán (O. E. Hasse) y luego la amante del alto oficial de la Gestapo (Robert Hossein) que liquida a aquél por presunta traición. La buena de Justine (Catherine Deneuve) está con la Resistencia, se ha casado con un patriota francés, le quitan a su marido en la puerta de la iglesia, un minuto antes de la boda, y sólo atina a pedir ayuda a su hermana mala. Este error tiene alguna humillación, algún malentendido y la inscripción forzada de Justine en un refinado burdel para altos oficiales del nazismo. Si no fuera porque los americanos terminan por ganar la guerra, las dos hermanas estarían sumidas todavía en el Mal que les gusta y en el Mal que no les gusta, respectivamente. Vadim es no sólo un perverso sino también un mal director y un peor argumentista, así que nadie (excepto la Nouvelle Critique, desde luego) debe extrañarse de que su film sea una pifia y una carcajada. Todas las pretensiones estrictamente sádicas sobre el mal recompensado y la virtud castigada aparecen nulas porque el film confunde su filosofía: Juliette no aparece tan perversa y Justine es más tonta que buena; Juliette es castigada en lugar de ser recompensada, e inversamente Justine no sufre mucho y además es rescatada al final. Filosofía aparte, la narración se encuadra en todos los convencionalismos del cine antinazi, pintando en los alemanes el habitual catálogo de rostros retorcidos, alcohol, interjecciones, brutalidades intercaladas con bruscos arranques pianísticos. Como ambientación de su film, Vadim ha llegado a los altos niveles del delirio. Inventa al principio un gimnasio con piscina, box, lucha libre entre mujeres, palco con cancionistas y grandes ríos de champagne, para ilustrar la vida de los altos oficiales nazis en Francia, con Juliette al medio, desde luego. Inventa al final un castillo alemán que es también un inmenso burdel, donde las muchachitas francesas son conducidas a la fuerza y sometidas a un régimen disciplinario muy estricto, con Justine dentro, desde luego. Estos y otros ambientes están decorados con espejos, corredores, rejas, esculturas y cuadros en la pared, para dar la idea de un mundo rico y decadente. Lo que Vadim no consigue dar es algo que no depende del dinero de su productor ni de los inventos de su escenógrafo: no consigue dar autenticidad o convicción a esos ambientes y a los personajes que los transitan. Hace mucho ruido, inventa grandes estallidos operáticos para la muerte de O. E. Hasse entre la ebriedad y el veneno, acalla diálogos para sustituirlos con música de Wagner a todo volumen, decora una conversación entre las hermanas con los vapores de un baño turco, intercala recortes de noticiario para informar sobre el fragor de la guerra. Pero se olvida de que el film no será convincente por ese ruido sino por la firmeza de la línea narrativa, un punto que no está en condiciones de atender. La evolución de la conducta de Juliette es arbitraria y facilonga; el carácter de Justine es la simple bobera, al grado de que la nena no llega a entender por qué los nazis la arrastran con otras mujeres a un castillo que es evidente burdel de lujo. Los diálogos y las situaciones son de una simpleza irritante, desde esa conversación inicial en que las mujeres se explican recíprocamente sus historias personales, como si no las supieran, hasta la inverosímil propuesta de que un alto oficial nazi informe a su amante, paso a paso, de todo plan, dato, informe, estrategia o secreto del alto comando. El libreto es una inepcia, con síntomas de delirio de grandezas.

Esta es la séptima torpeza que Roger Vadim dirige en el cine francés, desde que en 1956 propuso la libertad sexual femenina como dato revolucionario de este siglo (en Y Dios creó la mujer o Et Dieu... créa la femme). A la altura de su segundo y tercer film Vadim era ya el gran bluf del cine moderno, un aventurero que ha tenido éxito comercial porque se ha apoyado en el gran pilar del Sexo en la Pantalla (con ayuda de Brigitte Bardot, de Choderlos de Laclos, de Christiane Rochefort, del vampirismo, del lesbianismo, del sadismo) y que sin embargo escribe diálogos penosos, no sabe dirigir un intérprete y no sabe dar convicción a una situación dramática. Quienes creyeron que este vivo era un revolucionario deben examinar El vicio y la virtud para comprobar que el hombre no tiene mucho que decir ni sabe tampoco decirlo. Es un film conversado, largo, ruidoso, extravagante (excepto para la Nouvelle Critique, desde luego); no tendrá mucho interés, y para los perversos no tendrá excitación alguna, porque no muestra ni los castigos, ni los desnudos, ni las orgías que promete. 7 de febrero 1964.

: Un documento esperado

Carlos Gardel, historia de un ídolo (Argentina, 1963) dir. Solly.

HACE CASI TREINTA AÑOS que el cine argentino debía un film a la memoria de quien fue el máximo ídolo popular en el continente, y es una satisfacción comprobar que lo ha hecho con un criterio documental y con un espíritu de seriedad. El antecedente mayor en la materia ha sido el craso error de La vida de Carlos Gardel (dir. Alberto Zavalía, con Hugo del Carril, 1939), que no sólo utilizaba más ficción que biografía sino que se alejaba del espíritu de su tema, haciendo la crónica sentimental sobre un individuo y desperdiciando una adecuada noción de época. Como lo ha señalado una abundante legión de admiradores, Gardel era único, no podía ser sustituido en voz ni en presencia, no podía ser interpretado por otro, y así toda ficción que se invente a su respecto estará lejos de la emoción que proporciona un disco suyo. Por eso era necesario que un film dedicado a su memoria fuera básicamente una recreación y no un invento, como era también necesario que la época y diversos ambientes fueran trasladados a ese film. Lo que aquí han hecho el productor Juan Schroder y el director Solly ha sido, atinadamente, una intensa búsqueda de material histórico más apto para la recreación. Muestran fragmentos de varios films del ídolo, fragmentos de noticiarios, abundantes fotos y grabados, compases de algunos discos. Consiguen un retrato de particular riqueza, que no se agota en la enumeración sino que se extiende a la interpretación y el comentario. Un fragmento de Cuesta abajo, donde Gardel canta contemplado


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por una Mona Maris expectante, termina en la pantalla de televisión y ubica al film en el presente. De allí arranca la pregunta sobre cómo era realmente Gardel, y eso da pie a que Tito Lusiardo y el periodista Julio J. Nelson comiencen una descripción de su carácter personal y una narración de un trozo de la historia rioplatense: el fin de siglo, el café concert, Palermo, el dúo Gardel-Razzano, un fragmento de Flor de durazno (1916), que muestra al cantor increíblemente gordo, y luego el éxito local, los viajes a Europa y Estados Unidos, la serie de películas, la aclamación popular, el imprevisto desastre de Medellín en 1935 y finalmente la fantástica procesión que meses después condujo los restos de Gardel a través de Buenos Aires hasta su tumba. El montaje de todo ese material, cada uno de cuyos capítulos llega hasta la minucia para la reconstrucción de época, ha sido una inmensa hazaña. Con buen criterio, los productores no se han limitado a dar lo exterior sino que a menudo utilizan fragmentos de films para pintar el carácter de Gardel: la hombría indiscutida, la generosidad para ayudar al amigo, la actitud de simpatía y cordialidad que le era natural. En esto hacen una combinación muy legítima, porque el personaje de sus films era a menudo idéntico al carácter de su intérprete (Gardel no era actor, no sabía fingir) y obtienen con el traslado una presencia viva del ídolo. Las fotos y los noticiarios de época no habrían bastado; en cambio, escuchar a Gardel en Arrabal amargo, en un fragmento tomado de Tango Bar que resulta ser una de las pocas piezas completas de la banda sonora, puede contribuir a que esa presencia sea sentida y entendida aun por quienes estén más alejados de la mitología rioplatense. EL MAL DE LOS OTROS. Gardel era un artista intuitivo, que tenía una voz cálida, una postura física, franqueza y sencillez de carácter. Voluntaria o involuntariamente dio expresión a ciertos rasgos habituales del espíritu rioplatense: a un sentido dramático y quizás irracional de la vida, a algunas formas de la picardía y del humor, a una calidez de sentimientos para las relaciones afectivas esenciales. Esa personalidad surge clara de sus discos, depende sólo del timbre de voz, de la entonación, de la musicalidad, se comunica con fuerza y rapidez, se mantiene en la memoria. Pero el contacto se pervierte o se deshace cuando es explicado por las palabras, incluso por las mejores palabras. En esto Gardel no era una excepción, porque las palabras también deforman o arruinan otras formas de la comunicación artística y de la emoción primaria, sean Mozart, un crepúsculo o el encanto de Marilyn. Para Gardel hubo además las peores palabras, empeñadas con la mejor voluntad y con una alta torpeza en fingir que su arte podía ser expresado por los malos literatos que le acompañaron y que en cierta medida le explotaron. Algunas de las letras de sus tangos, casi todos los diálogos de sus films, casi toda la literatura escrita desde 1935 alrededor de su persona, componen un repertorio de simpleza y de cursilería, que no habría transportado la menor emoción ni hubiera pasado nunca al recuerdo sin la vindicación que Gardel mismo le prestaba. La cordialidad y el desinterés del artista le llevaron por otra parte a prestarse al juego, a tolerar que el mal gusto de sus colaboradores y empresarios se confundiera con su propio mal gusto, al grado de que hoy ya es imposible saber si se dejaba imponer mediocridades o si no las sabía distinguir. Una de las primeras cosas evidentes en este film dedicado a su memoria es la dualidad que resulta cuando un artista es empujado fuera de sus dotes naturales. Por un lado hay una línea noble y cálida de tango cantado por quien sabe cantarlo, con los minutos de Arrabal amargo

Películas / 1964 • 487 como mejor exponente; por otro lado está la concesión al público internacional más simplón, como esa penosa secuencia en que canta Rubias de New York (en El tango en Broadway), o la intercalación de Los ojos de mi moza (en Tango Bar) con miras a agradar al público español, o ese diálogo de lacrimoso folletín radial con que termina El día que me quieras, donde Gardel emprende un recitado junto a Rosita Moreno y Francisco del Campo, sobre la cubierta de un barco. Seguramente muy pocos literatos habrían sabido escribirle un repertorio o un vínculo cinematográfico adecuado a su talento más auténtico, pero no sólo Gardel careció de esos pocos sino que se encontró a los peores, les dio su amistad y su confianza, se subordinó a ellos. En un sentido, se subordinó al nivel cultural rioplatense, que cuenta folletines como si fueran dramas, que confunde al Carnaval con el humorismo y que inventa percantas empeñadas en amurar adolescentes en el umbral de sus vidas. Hay más y mejor emoción en un viejo tango de Filiberto que en todo el disfraz de evocación y de pintoresquismo cometido por ejemplo en He nacido en Buenos Aires, esa exitosa cursilería que Francisco Mugica dirigió en 1959. ALGO PARA RECORTAR. Buena parte de la dualidad en que vivió y actuó Gardel se refleja ahora en su film, no sólo como síntoma inevitable del viejo material reproducido, sino como rasgo del manejo que los realizadores hacen de él. Aquí está el Gardel sensible y expresivo, pero a su alrededor está la abundante glosa literaria que no sabe reprimirse y que condiciona la actitud de respeto y veneración de la cual partieron los realizadores. Hay que acreditar a éstos, ante todo, con las virtudes de su iniciativa, con el esfuerzo por obtener el material para la recopilación y por los afanes por compaginar y armonizar un material que podía desbordarles. Algunos errores de factura son muy evidentes: los diálogos adicionales están filmados con una primitiva dureza; la pelea Firpo-Dempsey es un buen fragmento histórico pero se queda largo en el contexto; el ballet ideado por Juan Carlos Copes para reseñar el nacimiento del tango empezó por ser una buena idea pero terminó por prolongarse en la duración y fue rodado con un criterio cinematográfico muy simplista. Otros errores llegan más hondo. El documento de Gardel está pasado de explicaciones verbales, que eran procedentes como ubicación histórica pero que empiezan a molestar cuando la rica prosa rioplatense está decidida a glosar emociones y a abordar la lectura de poemas. En esto renace el defecto habitual de lo que los terceros han hecho con Gardel durante muchos años. Fuerzan a palabras el transporte de una veta dramática que estaba ya muy pura y muy comunicada en Gardel mismo, sin necesidad de literatura alguna. Buena parte de lo que Tito Lusiardo y Julio J. Nelson agregan en la banda sonora habría ganado en eficacia si hubiera ganado en laconismo. La secuencia final, que documenta la inmensa procesión de dolor y de silencio con que los restos de Gardel fueron llevados a su tumba, aparece combinada en el film con un poema que quizás pueda ser por separado una sentida lectura, pero que en el contexto funciona como una reiteración, como un énfasis sensiblero. Una reproducción más callada, quizás condimentando el sepelio con unos acordes de bandoneón o de guitarra, pudo ser mucho más memorable. Compárese esa secuencia con el efecto conseguido en otros fragmentos (unas fotos del viejo Palermo comentadas con un antiguo piano, por ejemplo) y se advertirá por dónde estaba la mejor expresión cinematográfica.


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El film tiene un vivo interés a pesar de sus defectos. Es una sabrosa recopilación de medio siglo de historia, conseguida con enormes dificultades de investigación, y debe ser seguramente el primer aporte argentino en el cine de montaje, un género mucho más explotado en otras industrias que han reconstruido la historia del nazismo o de la guerra. Es también un documento sobre Gardel, que como de costumbre supera a sus biógrafos y a sus glosadores, parece seguir vivo en la imagen y permanece inalterable en la banda sonora.

es también hombre de TV, y la fotografía de Floyd Crosby, que es artesano eminente, obtienen para el film un clima sombrío, vigoroso, en algunos episodios capitales. La interpretación es muy correcta, con especial lucimiento de Jack Klugman en su teniente de policía. Es una lástima que este ejercicio de buenos escritores, realizadores e intérpretes deba apoyarse en una intriga tan floja y finalmente tan convencional, pero debe suponerse que de algo tienen que vivir quienes saben hacer cine. 14 de febrero 1964.

12 de febrero 1964. Títulos citados Cuesta abajo (EUA-1934) dir. Louis Gasnier; Día que me quieras, El (EUA-1935) dir. John Reinhardt; Flor de durazno (Argentina-1917) dir. Francisco Defilippis Novoa; He nacido en Buenos Aires (Argentina-1959) dir. Francisco Mugica; Tango Bar (EUA-1935) dir. J. Reinhardt; Tango en Broadway, El (EUA-1934) dir. L. Gasnier.

: Policial con agregados

El canario tiene garras

(The Yellow Canary, EUA-1963) dir. Buzz Kulik. EL SECUESTRO ES EL CENTRO de este film policial, donde se combinan un título de sugestiones truculentas y la actuación protagónica de Pat Boone, un cantante idolatrado por las quinceañeras norteamericanas. A ninguna de ellas se le ocurre reflexionar que el repertorio melódico de Frank Sinatra estaba mejor interpretado por el propio Sinatra, y las canciones del principio son escuchadas a intervalos de los aullidos que profieren las chiquilinas en un teatro donde Boone hace un papel de cantante idolatrado y millonario. Después las canciones quedan relegadas por la intriga policial, cuando se descubre que el hijo del cantante ha sido secuestrado. Es un pequeño hijo, de unos pocos meses, y nadie debe reflexionar en el hijo de Sinatra, cuyo secuestro fue un episodio posterior a la producción del film. Inútil agregar que todo se soluciona a la hora y media, sin pagar el rescate de 200.000 dólares que se pretendía. El defecto más claro de la intriga es que tiene muy poco peso como misterio. Sólo hay dos sospechosos desde el principio, y el espectador que no identifique al secuestrador a los veinte minutos ha ido al cine a divertirse sin pensar. Por otra parte, es bastante arbitrario el desarrollo, que propone incidentes caprichosos y deja como muy incomprensible la conducta del secuestrador. El film enseña cómo no debe hacerse un secuestro. Aunque el argumento y la lógica no se juntan mucho, la realización está bastante arriba del nivel esperado. El diálogo de Rod Serling demuestra su experiencia en televisión y obliga a recordar un film de su pluma, El precio del triunfo (Patterns, 1955), que ya mostraba su lenguaje conciso y claro. La dirección de Buzz Kulik, que

: Teatro bien filmado

Misa de medianoche

(Polnocná omsa, Checoslovaquia-1962) dir. Jirí Krejcík. CASI TODO LO QUE DICE este drama checo estaba ya dicho en el abundante cine antinazi de los últimos veinte años, pero la ocupación nazi ha importado mucho en Checoslovaquia (como en Polonia) y no debe extrañar que su industria cinematográfica reincida en volver a aquellos temas. En este caso lo que ha hecho el director Jirí Krejcík ha sido la adaptación de una pieza teatral, que concentra en una sola casa y durante un solo día de 1944 las diversas líneas del conflicto. La casa está habitada por la familia Kubis, un matrimonio ya anciano, con hijos mayores, que se dispone a festejar la Navidad a pesar de la ocupación alemana. Es una familia unida por ciertos lazos y dividida por otros: uno de los hijos es colaboracionista de los nazis, otro es un guerrillero que integra las fuerzas de la Resistencia, la cuñada es la amante de un alto oficial alemán y, para complicar más la concentración, ese oficial es el jefe de la ocupación nazi y vive en el piso de arriba. Tras algunos datos previos, el problema se complica cuando el guerrillero herido vuelve subrepticiamente a su hogar, perseguido y no encontrado por los alemanes. Durante la cena familiar, que ya tenía otras tensiones internas, se producen en el piso de arriba los quejidos del guerrillero, mientras es operado para sacarle una bala, pero a su vez esos quejidos son ahogados por el piano que toca vigorosa y deliberadamente su cuñada o, irónicamente, por las canciones melancólicas que entona el poderoso barítono que es el comandante alemán. La cena de Navidad, que ocupa buena parte del film, está así marcada por la pasión, el dolor físico, el adulterio, la clandestinidad del refugio. También está marcada por la irrupción de la patrulla nazi que viene a revisar la casa, aunque allí vive el comandante, y por el incidente final en el que el amor familiar lucha contra la moralidad pequeñoburguesa y la cobardía: la familia se condena ante los nazis por ayudar a un guerrillero, pero puede salvarse si niega que ese joven sea en realidad el hijo menor. Durante la misa de medianoche las líneas morales del conflicto se sobreponen a la intriga de la aventura. El film tiene el aire serio y sólido de la pieza teatral bien armada, que el director Jirí Krejcík ha sabido mover, por otra parte, con el buen criterio de aislar escenas,


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recurrir a primeros planos, a las miradas significativas, a los silencios tensos. La interpretación es muy correcta, con lucimiento especial de la actriz húngara Margit Bara (ya conocida por Amor de domingo o Bakaruhában, dir. Imre Fehér). Y sin duda el film será importante para el público checo y aun para todo el europeo, porque marca no sólo una época crítica sino los grandes dilemas morales y psicológicos que allí se crearon, y que están cifrados en la convivencia de quienes colaboraron, quienes resistieron y quienes por prudencia o por cobardía se refugiaron en una provisoria neutralidad. Para una consideración más amplia, que tenga en cuenta todo el cine antinazi circulado en las últimas dos décadas, el film importará menos, porque en definitiva es, con la mejor voluntad, una repetición de temas y estilos muy usados. 15 de febrero 1964.

: Un caso de antisemitismo

En nombre de la humanidad (Der Prozeß, Austria-1947) dir. G. W. Pabst.

EN LO PRINCIPAL esta es la crónica de un hecho histórico, que comenzó como un aparente crimen y terminó con un proceso a un grupo de judíos. En la aldea húngara de Tisa-Eslar, el 1º de abril de 1882, una muchacha desapareció repentinamente, provocando sin mucho fundamento la acusación de que un grupo de judíos habían hecho con ella un asesinato ritual en la sinagoga. En la acusación colaboran partes interesadas: el poderoso terrateniente que quiere promover a su pequeño partido político, el juez de instrucción que quiere hacerse un nombre, un perverso comisario que quiere progresar. También colabora nada menos que el hijo del encargado de la sinagoga, un adolescente que es aterrorizado por aquel grupo y que repite mecánicamente, como una lección, el falso testimonio de lo que dice haber visto.Y colabora también buena parte de la aldea, que tiene ante los judíos el sentimiento de odio que suelen despertar las minorías en las clases populares, particularmente si esa minoría procura diferenciarse de la comunidad en vestidos y costumbres. La acusación contra el grupo de judíos llega hasta el proceso, donde un brillante abogado (que es por otra parte un diputado liberal cristiano) demuestra lo infundado de los cargos y avergüenza a los acusadores de sus propias contradicciones. El director G. W. Pabst quiso filmar este asunto desde 1927, sintiendo seguramente que el episodio fue, en su época, un pequeño caso Dreyfus, y que con él habría de mostrar algunos rasgos del fenómeno antisemita. El azar quiso que sólo pudiera hacer el film en 1947, cuando el argumento cobraba nueva actualidad, después de la feroz demostración de antisemitismo que fue todo el régimen nazi desde 1933 y particularmente durante la guerra de 1939-45. Lo produjo en Austria, con un elenco integrado por quienes en 1947 eran primeras figuras del cine y el teatro austríaco, y evidentemente

con un buen respaldo de capital, a juzgar por el vestuario de época, la cantidad de papeles hablados y la cantidad de extras que asoman en algunas escenas. Lo que no tiene es penetración para su causa. Describe su drama en términos de blanco y negro, proponiendo un grupo de villanos que recurren a cruentas torturas para obtener testimonios falsos o, en el otro extremo, un abogado defensor capaz de jugarse su matrimonio y su futuro al tomar la causa de los judíos. No hay mayor sorpresa en el desarrollo, siendo obvia la inocencia de los acusados. No hay tampoco mayor penetración psicológica en los personajes difíciles: ese adolescente que reniega de la ortodoxia judía y presta falso testimonio contra su padre, o esa madre que se niega a reconocer el cadáver de su propia hija porque en las circunstancias estaría desmintiendo todo lo que afirmó antes. Era más difícil hacer un film que conservara cierta dosis de misterio hasta el final, como una buena intriga detectivesca, pero el camino difícil era también para interesar y conservar al espectador. Lo que hizo Pabst es lo obvio, con el riesgo de que su relato puede ser pronosticado por cualquier espectador, a los quince minutos de empezar. Pabst había sido un enorme director en los veinte años previos a este film, y volvería a serlo después en El último acto (Der letzte Akt,1955, sobre el final de Hitler). Parte de su artesanía y de su experiencia se traslucen también en esta historia del proceso antisemita: una fotografía cargada de sombras siniestras, una tormenta de gritos y violencias en el tribunal, una minucia de escenografía, movimiento y diálogo en la reconstrucción final del presunto crimen. Se ve que el film ha tenido un director competente, pero también se ve, como de costumbre, que las virtudes de Pabst son adjetivas, se agregan a un libreto defectuoso, no lo recrean con una visión personal. Es excelente la actuación del elenco, en el que se destacan Ewald Balser como abogado defensor, Heinz Moog como un lugarteniente antisemita y poderoso, Gustav Diessl como un fiscal que no se atreve a desempeñar su cargo en un proceso turbio y sobre todo Josef Meinrad como un arribista juez de instrucción. 19 de febrero 1964.

: Una intriga artificial

Dos son culpables

(Le Glaive et la balance, Francia / Italia-1962) dir. André Cayatte. HAY REALMENTE TRES ACUSADOS y dos son culpables en este melodrama francés vagamente policial, y la intriga consiste en averiguar si el inocente es Anthony Perkins, Renato Salvatori o Jean-Claude Brialy. El esquema invierte el más habitual de las intrigas del género, donde antiguamente se averiguaba quién era el culpable, y hacen falta muy complicadas circunstancias para poder llegar a semejante planteo. Ante todo, las cifras básicas son correctas. Aparecen tres hombres en el refugio donde son detenidos por la policía, sólidamente acusados de secuestro y crimen. Pero eran dos


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hombres los que la policía vio antes cuando recogían el dinero del rescate, emprendían la fuga por la carretera y cometían dos crímenes en la emergencia. Razonablemente, cada uno de los tres detenidos culpa a los otros dos, y cada uno además tiene su propia coartada sobre lo que hacía en las comprometidas horas de la noche anterior. La situación deriva así en un espantoso enredo policial y judicial, sobre cuya culminación se ha pedido especial secreto en la publicidad. El secreto es el instrumento con el que André Cayatte defiende la atracción comercial de este film que escribió y dirigió. Cayatte, que es abogado, se hizo famoso en 1950 con Y se hizo justicia (Justice est faite) una elaborada intriga dedicada a probar que el régimen de juicio por jurados tiene deficiencias, porque cada integrante del jurado está inevitablemente presionado por los odios, amores, simpatías, antipatías y peculiares circunstancias de su vida privada y de su vida de relación. Ese entretejido descubrimiento de la pólvora se apoyaba además en un caso judicial de particular ambigüedad, porque lo que se discutía en los estrados era un crimen por compasión, donde la criminal era una mujer llena de virtudes pero también la heredera y la infiel amante de su víctima. Con todos los artificios argumentales que Cayatte inventó en aquel antecedente, algo se podía rescatar de Y se hizo justicia, que por lo menos suscitaba una inquietud sobre las debilidades naturales de la justicia; era, por cierto, la misma inquietud que después llevó a Cayatte a impugnar la pena de muerte en los términos patéticos y violentos de Todos somos asesinos (Nous sommes tous des assassins, 1952). Pero aunque es procedente recordar los orígenes de las inquietudes de Cayatte sobre los laberintos de la justicia, hay que imputar a Dos son culpables el rasgo inútil de tener un argumento complicadísimo y carecer en cambio de toda idea aprovechable sobre el funcionamiento de la justicia, en cualquiera de sus etapas. Para que el argumento del film se pueda sostener, hace falta que los tres personajes tengan coartadas y que éstas no sean convincentes, hace falta que los interrogatorios tropiecen contra un muro kafkiano de misterio y tenacidad, hace falta sostener que dos años o tres después del crimen la investigación no haya progresado un centímetro, aunque los tres detenidos están enteramente a disposición de la justicia. Hace falta alegar, en fin, una ineficacia policial y una torpeza judicial muy notables. A esta altura deben abundar en Francia los funcionarios y abogados que se alivian del film sosteniendo que Cayatte es un inventor de artificios, no un observador de la realidad ni un filósofo del cuadro social que le rodea. El nudo del asunto no es el único invento de Cayatte. Para complicar más las cosas, ha creado una serie de líos personales en los tres acusados y en personajes secundarios, dando datos bastante ajenos a la intriga central: Salvatori es un gigoló de damas maduras y hace un tiempo dejó morir cruelmente a su novia embarazada; Perkins estuvo a punto de entregar a su novia a una pandilla de amigos perversos; Brialy es sospechoso de ser el proxeneta de su propia hermana. El rastro de perversidad en los tres acusados podría servir para ubicar su carácter o su inclinación al crimen, pero la verdad es que Cayatte no le hace rendir esa utilidad. Pone los datos morbosos porque quiere hacer una película llamativa y moderna, con la misma tendencia que Marcel Carné mostró hace cinco años en Los tramposos (Les Tricheurs, 1958). Eso explica que su film, lejos de ser una investigación rigurosa e inteligente de un caso complicado, sea un frenesí de datos laterales sobre la juventud moderna, que el film define como un grupo de gente loca que baila twist, dice inspirarse en el jazz para pintar cuadros abstractos, irrumpe en fiestas elegantes para romper la casa y tirar parejas a

la piscina, tiene ideas liberales sobre la conducta sexual y establece la anarquía en las calles de Cannes donde ocurre la poca acción. En un tema largo y entreverado, que retrocede en el tiempo, deja pistas falsas, se desvía a lo secundario y se excede en pintura de ambiente, Cayatte no parece haber pensado que su film se sostiene o se cae con el tema principal. Se olvidó de hacerlo verosímil y deja a su espectador muy convencido de que estos casos judiciales tan raros no se dan en Francia, de que las frenéticas agitaciones populares sobre el proceso son muy improbables (Cayatte pinta multitudes enardecidas) y de que la policía es en realidad un poco más violenta e importante que lo que el film deja ver. Todo el asunto está inventado para llamar la atención, pero es tan poco convincente como esos explícitos diálogos internos de los jurados y tan afectado como Perkins o Brialy. Lo mejor que se puede decir de este largo opus es que Elina Labourdette está muy bien en su madura dama rica que compra amor y extraña su juventud perdida. Es poca virtud para Cayatte y todas sus ambiciones. 20 de febrero 1964.

: Chistes con historia

La marcha sobre Roma

(La marcia su Roma, Italia / Francia-1962) dir. Dino Risi. LA MARCHA ES DE 1922 y fue emprendida por el partido fascista, reuniendo fuerzas de todo el país, para presionar al rey Victor Manuel III a que entregara el gobierno a Benito Mussolini. Ese fue en la práctica el principio del fascismo (como partido existía desde 1919) y está explicado, por la historia y por el film, como el resultado del desorden y la miseria en que había quedado Italia, aunque era una de las naciones vencedoras en la guerra 191418. La primera escena muestra a Vittorio Gassman en actitud de pedir limosna por las calles, con cierta actitud de soberbia y algunos cuentos adicionales, en su mejor estilo. Lo que sigue de allí es el destino de muchos miserables de la época. Por consejo compulsivo de oficiales superiores, Gassman se inscribe en el naciente partido fascista, tiene junto a Ugo Tognazzi algunas desventuras y participa en la marcha hacia Roma, de la que ambos personajes centrales se apartan al final, por razones que no quedan muy explícitas, aunque uno de ellos declara que no le gusta ver cómo los fascistas matan gente. El asunto es, aun con sus ficciones, un trozo de la historia italiana, comentada con mucha camisa negra y reiterados compases de la cargosa marcha Giovinezza, pero el film no lo toma muy en serio. Se apoya en hechos públicos para acomodar algunas aventuras cómicas, referidas a los contratiempos de Tognazzi cuando su cuñado lo echa de la casa, al error de caer involuntariamente en la cárcel, al otro error de robar un auto sin saber de quién era, y al apetito que se puede despertar cuando la marcha hacia Roma se hace sin víveres. Todo lo cual no es muy gracioso. Está demasiado apoyado en los diálogos de los dos personajes, estirado en cosas


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que importan, rebajado a ratos por el golpe y porrazo. Donde adquiere como relato cierta importancia es cuando la marcha sobre Roma llega efectivamente a las puertas de la capital y es cortesmente detenida por un ejército que tiene órdenes de no dejar pasar al fascismo. Horas después llega la contraorden y se ve en el teléfono a un oficial que no llega a entender un buen motivo para que los fascistas sigan adelante por orden del general. Y minutos después, el film explica con un pequeño truco de doblaje la actitud tolerante con que el rey ha recibido al fascismo: se manifiesta dispuesto a probarlo por algunos meses, sin adivinar que esa concesión habrá de durar veinte años y será uno de los motivos de la Segunda Guerra Mundial, que fue la mayor catástrofe de los siglos. Medio en broma, con la ironía que el tiempo ya facilita, el film registra uno de los sarcasmos de la historia. Si el relato fuera más ágil, si el libreto fuera más divertido, si Gassman tuviera mayor motivo de lucimiento, esta recreación de la historia italiana sería tan estimable como sus intenciones. Pero se queda por debajo de lo que pudo ser. A fuerza de acumular episodios inconexos, da la impresión de que cortar o agregar es cosa que no habría de mejorar ni empeorar la historieta. Las reseñas periodísticas italianas sugieren por cierto que se podó un buen trozo final, quizás porque el film llegó a parecer muy largo. Esa es una sensación muy comprensible. 25 de febrero 1964.

: Mucha conversación

Esposas y amantes

(Wives and Lovers, EUA-1963) dir. John Rich. TODO EL MUNDO ha visto esta comedia. Tuvo diferentes títulos en los últimos treinta años, y esos títulos han estado en diferentes idiomas, pero nadie negará haber visto una historieta en la que un matrimonio desavenido se separa en dos flirts simultáneos y luego vuelve a reunirse, con la tranquilidad de que ninguno de ambos cónyuges ha consumado el adulterio. Como se lo cuenta aquí, el asunto alude a un escritor teatral y a su esposa (Van Johnson, Janet Leigh) que empieza a pelearse cuando las ocupaciones intensivas del primero lo alejan hasta el hotel en que debe terminar un tercer acto, muy vigilado por su representante, que es una rubia atractiva (Martha Hyer). Esto lleva a la esposa a aceptar los avances del actor teatral conquistador (Jeremy Slate), pero después todos aclaran, con intencionado eufemismo, que “no ha pasado nada”. En la comedia no pasa nada, realmente. Todo lo que tiene es palabras, en cantidad abusiva, no sólo a cargo de los cuatro personajes del cuadrilátero sino también por cuenta de los vecinos (Shelley Winters, Ray Walston) y de la hija del matrimonio (Claire Wilcox), todos los cuales dicen cosas más graciosas y con más intención. La dirección

de John Rich es inexistente (el hombre viene de dirigirTV, y no ha cambiado el formato) y será difícil averiguar para qué se contrataron los servicios de un fotógrafo veterano como Lucien Ballard, que casi no se molesta. En las intenciones del productor Hall Wallis hay que cargar sin embargo los resultados de esta comedia sobre gente adulta. Es evidente que ha procurado la imitación del cine europeo, que alude al sexo y al adulterio con mayor libertad que la que suele permitirse Hollywood, al grado de que aquí la pareja de vecinos aparece cohabitando sin casamiento previo, según surge claramente del diálogo. Pero la forma de manejar temas adultos es utilizar un criterio adulto. Todo en el relato se plantea y se deshace con tanta frivolidad que nadie creerá que el film es más maduro porque juegue con el santo matrimonio. Van Johnson se alejó del cine tres años y volvió a él con esta comedia, sin bastante razón. 27 de febrero 1964.

: Ocasión para comediante

Irma la Douce

(EUA-1963) dir. Billy Wilder. LA EXTRAÑA IDEA de esta farsa es tomarse en broma la prostitución, profesión antigua si las hay, sobre la que antes se han hecho menos bromas que dramas. La Irma del título es Shirley MacLaine, está consagrada como la número uno en las cercanías del mercado de París, usa medias verdes (para hacer juego con la ropa interior, dice) y tiene, como corresponde, un proxeneta que la protege y explota (Bruce Yarnell). Un día las circunstancias la llevan a cambiar de hombre, sustituyendo a un matón por un ex agente policial (Jack Lemmon). Y éste, a su vez, por razones de orgullo y de celos, elimina a todos los clientes y los sustituye por uno solo, un maduro lord inglés, que tiene bastante dinero y que se limita a jugar con Irma a las cartas. Sólo que el lord inglés es el mismo Jack Lemmon, que se pasa casi todo el metraje cambiando de disfraz, corriendo para disimular y explicando lo inexplicable. Las instancias finales, con un crimen apócrifo y una condena cierta, llevan la farsa hasta sus últimas consecuencias. Este asunto ya había sido conocido en Montevideo en una reciente versión teatral (por el Circular, 1962), fue un éxito en Broadway como pieza musical (1960) y constituye un buen pretexto para intercalar toda clase de chistes, sea sobre las peculiares circunstancias en que la pasión y los celos se manifiestan sobre una mujer muy compartida, sea sobre las confusiones y los apuros de un personaje que debe ser él mismo y además otro. Desde el éxito mundial de La tía de Carlos, esta comedia de disfraces tiene risas aseguradas. Y lo que ha hecho Billy Wilder con el tema es sacar el máximo partido de los chistes, sea con alusiones y parodias a films ajenos, sea con la sutileza de que Lemmon tome clases de dicción inglesa con las mismas frases que el Profesor Higgins hacía repetir a Eliza en Pigmalión (The rain in Spain stays mainly


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in the plain). En la última parte del asunto obtiene además un humorismo visual, con gags bien medidos para establecer una fuga de la cárcel o un crimen que no es tal. Hay cosas que Billy Wilder no pudo conseguir. El humor del asunto no es demasiado grande ni demasiado agudo, cae en lo sentimental y no pega en una realidad conocida sino en una deformación de la realidad: está haciendo bromas con un drama. El metraje es demasiado extenso, y sin duda dos horas y media son un exceso para el asunto que maneja. Y el ritmo no es todo lo nervioso y eléctrico que debió ser, con escenas lentas, pasadas de diálogo o demasiado trabajadas. El público festejó el film ruidosamente, pero quienes conozcan la carrera anterior de Billy Wilder sabrán que el hombre está cayendo en la complacencia. Es muy notable la actuación de Shirley MacLaine y de Jack Lemmon, en dos composiciones que piden y obtienen un despliegue de virtuosismo. Ambos parecen tomarse el trabajo en serio, con una dedicación al tema que otros pueden creer excesiva. 2 de marzo 1964.

: El film más caro de la historia

Cleopatra

(EUA-1963) dir. Joseph L. Mankiewicz. CLEOPATRA ha sido el nombre de varias reinas de Egipto, por adhesión a una primera, que fue esposa de Ptolomeo V. Pero la Cleopatra más famosa, sobre la que se escribe la historia, es la hija de Ptolomeo XI, nacida probablemente en el año 69 o 68 a.C. Su hermano menor la privó de la autoridad real y ella fugó a Siria, donde su conflicto político se cruzó con el de los romanos. En los años previos, Julio César se había destacado como político y como conquistador en el Imperio Romano, habiendo llegado con sus ejércitos a todos los extremos de Europa. En el 53, el triunvirato formado por Craso, Pompeyo y César se disolvió por la muerte del primero, Pompeyo entró en conflicto con César y esto desencadenó la guerra interna entre sus ejércitos. Tras derrotar a las fuerzas de Pompeyo en España, César persiguió a su enemigo hasta el África. En el 48 llegó a Egipto, se enteró de que Pompeyo había muerto en Alejandría y encontró entonces a Cleopatra, que debía tener entonces unos 19 o 20 años, aunque algunos historiadores establecen que tenía sólo 16. Se quedó nueve meses en Egipto, reinstaló a Cleopatra en el trono, fue su amante en forma pública y notoria, la llevó a Roma. En el 44 a.C. una conspiración (de sus amigos, y no de sus enemigos) terminó en el asesinato de César, con lo cual Cleopatra, que se sabía impopular, volvió a Egipto. El gobierno romano quedó en poder de un triunvirato formado por Octavio, Lepidus y Marco Antonio; del tercero se escuchó hablar en seguida, cuando fue a Egipto, se convirtió en el nuevo amante de Cleopatra y tuvo tres hijos con ella. Perseguido por Octavio, que lo derrotó en la batalla naval de Actium, en el 31 a.C., Marco Antonio se

suicidó. Entonces Octavio se negó a dejarse seducir por Cleopatra y ella misma se suicidó (año 30 a.C.) colocando una serpiente venenosa en su pecho, procedimiento que era por cierto una tradición nacional. Su muerte terminó la dinastía de los Ptolomeos y convirtió a Egipto en una provincia romana sin autonomía. LAS VERSIONES DEL TEMA. La historia ha visto a Cleopatra como una de las primeras mujeres que consiguieron el gobierno y el poder; también la ha visto, simultáneamente, como un ejemplo de femineidad y de astucia, porque obtuvo ese poder convirtiéndose sucesivamente en la amante de quienes estuvieron entre los primeros hombres de su época. Sus dotes de belleza e inteligencia, su figuración en un enorme conflicto de política nacional, su muerte trágica y romántica, le dieron perfiles de personaje particularmente interesante. Como tal ha sido explotado con abundancia por la literatura mundial. Sus dos figuraciones más famosas eran hasta hace poco las de Antony and Cleopatra de Shakespeare (1623) y Caesar and Cleopatra de George Bernard Shaw (1901). El nutrido diccionario Bompiani registra asimismo una tragedia de Etienne Jodelle (1552), otra de Samuel Daniel (1594), un drama de Daniel Casper von Lohenstein (1661), una tragedia de Vittorio Alfieri (1775), un drama de Alexandre Soumet (1824), un poema dramático de Pietro Cossa (1878), una tragedia del escritor rumano Nicolae Iorga (1928), y otras versiones. Asimismo, en la historia de la música, Cleopatra ha aparecido en varias óperas, de las que cabe citar la de Domenico Cimarosa (1790), la de Joseph Weigl (1807), un oratorio de Berlioz (1835), los intermedios sinfónicos de Luigi Mancinelli (1877), una ópera de Jules Barbier (1885), una de J. E. Massenet (representada en 1914) y muchas más. En cine ha habido cuatro versiones. En 1917 la Fox hizo una con Theda Bara, Thurston Hall y Fritz Leiber, dirigidos por J. Gordon Edwards. En 1934 Cecil B. DeMille hizo el primer film sonoro del tema, con Claudette Colbert como Cleopatra y Warren William como Julio César. En 1945 y en Gran Bretaña, el director y productor Gabriel Pascal llevó al cine la pieza de G. B. Shaw, en forma casi literal, con Vivien Leigh y Claude Rains en aquellos papeles. En 1962 y en Italia, aprovechando el ruido producido por el rodaje de la versión de Fox, una compañía italiana se apresuró a hacer su propia versión, con Pascale Petit, Gordon Scott y Akim Tamiroff, dirigidos por V. Tourjansky y Piero Pierotti; este último film, titulado Una regina per Cesare, es estrictamente posterior a Cleopatra, fue rodado de apuro, es insignificante en cualquier sentido y fue estrenado ya en Montevideo (febrero). Aunque Pascal y DeMille gastaron mucho dinero, las cuatro versiones juntas no costaron tanto como la actual. ESTA VERSIÓN. Es razonable tener prevenciones contra Cleopatra. Es el film más caro del mundo y uno de los más largos; ha tenido el rodaje más prolongado, complicado y accidentado de que haya memoria; ha sido precedido por un formidable despliegue de publicidad, voluntario e involuntario. El género cinematográfico mismo exhorta a la prevención: es un super espectáculo confeccionado con elementos históricos, que puede importar muy poco para las ideas y emociones de un público actual, excepto en los niveles más superficiales y pintorescos. La única forma de salvar ese tema a la posteridad es utilizarlo como pretexto de una vasta reflexión sobre la gloria, el poder, la ambición y el destino, de lo cual ya se habían ocupado Shakespeare y Bernard Shaw; la forma más fácil y sin embargo más cara de arrui-


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nar el tema es utilizarlo como pretexto para una reconstrucción histórica de esas que llenan el ojo y no dicen nada, según el querido estilo de Cecil B. DeMille. El director Joseph L. Mankiewicz y la 20th Century Fox, que tuvieron en contra la voluntad de los dioses, han evitado sin embargo el desastre y han obtenido un film cuyos méritos son parciales pero claros. Obtuvieron ante todo la espectacularidad que se paga con dinero: el campo de batalla de Farsalia, la magnificencia del puerto de Alejandría, los enormes barcos de hace veinte siglos, las legiones romanas cuyos millares de hombres desfilan hasta el horizonte, la batalla naval de Actium, el impresionante desfile de los soldados romanos protegidos por sus corazas en un anticipo de lo que luego se llamaría tanque blindado. En el renglón espectáculo hay una secuencia positivamente fantástica, que describe la entrada de Cleopatra a Roma, previo despliegue de guerreros, bailarines, nubes de humo, lo que luego culmina con un gigantesco remedo de la Esfinge, arrastrada por docenas de hombres, con Cleopatra encaramada en enorme pedestal. Y hay también otras secuencias que revelan no sólo la voluntad del show sino la imaginación cinematográfica (sí, cinematográfica), como el asesinato de César enmarcado por las llamas y sobrepuesto a la simultánea alucinación de Cleopatra durante una ceremonia ritual o como la muerte de Sosígenes (Hume Cronyn) en Roma, calculada con el debido suspenso y culminada con la jabalina que le penetra salvajemente en el pecho. Nadie que vea Cleopatra podrá quejarse de que no ha visto nada. Y fuera de lo puramente espectacular, Mankiewicz ha procurado dar un relieve dramático a sus figuras. Es un poco convencional el retrato de la protagonista y no siempre está conseguido; es más entero el retrato de César, que impresiona por su autoridad, aunque parece arbitrario su salto a la ambición de ser coronado emperador. La mejor concepción de personaje es la que Mankiewicz da a Marco Antonio, un émulo de César que durante la primera mitad del relato es un lejano eco del líder y que después se revela como su fracasado imitador, arrastrado por los vaivenes políticos, débil en sus decisiones, derrotado en la batalla, amante resignado y humillado por la misma mujer a la que César amó. La concepción de Marco Antonio tiene claros rasgos de lo que siglos después los freudianos llamarían una “fijación” y Mankiewicz dedica la segunda mitad del relato a documentarlo así, haciendo decir además a Cleopatra, durante un peleado diálogo de amor, la decisiva frase: Has venido a conquistar a César. Esa concepción de Marco Antonio, o el realismo de apuntar honestamente que los romanos necesitaban el trigo y el oro de Egipto, prueban en Mankiewicz una voluntad de entender su tema, sin conformarse con los románticos lugares comunes que suelen abrumar en los súperespectáculos cinematográficos y en las historias de mujeres fatales. Mankiewicz no hizo todo lo que debía hacer, en parte porque estaba sumergido en una superproducción costosa donde mandan otros, en parte porque hizo su libreto durante el rodaje mismo, sin bastante tiempo de pensar y corregir y sintetizar (después pidió cortes para un film que salió muy largo) y en parte porque la reconocida inclinación de su carrera es la de ser más libretista que director. El gran defecto de su film es que el drama está expresado en una sucesión de diálogos entre dos personajes, con un fondo de intrigas palaciegas, escenografías costosas y campos de batalla, sin dar una debida noción de tiempo y sin que el material literario se combine adecuadamente con el material visual. Algunos diálogos de Mankiewicz se pueden compa-

Películas / 1964 • 499 rar con las concepciones teatrales de Shakespeare o de Shaw (desfavorablemente, desde luego) y obligan a impugnar la pretensión de decir con palabras lo que debió ser pensado y dicho en situaciones, en conflictos de comprensión visual.Y no se trata sólo de que el diálogo caiga en la cursilería ocasional (Marco Antonio a Cleopatra: Tú y yo probaremos que la muerte es menos que el amor) sino que aun en mejores niveles literarios todo el conflicto esté dicho con los recursos de la prosa, sin una concepción cinematográfica. En Cleopatra hay dos films superpuestos. Uno está escrito por Mankiewicz en noches febriles de hotel, con diálogos cultos, retóricos, teatrales, pensados para la mejor competencia de Rex Harrison y de Richard Burton, que saben decirlos como grandes actores; el otro está planeado con los despliegues, los ruidos y los brillos de la superproducción, consume más dinero que talento y constituye el llamado a la publicidad y a la fama, sin las cuales pocos se pondrían a escuchar a Mankiewicz. Rara vez los dos films se juntan; generalmente se alternan, durante lo que ahora es un metraje de 3 horas 14 minutos, lo que resulta excesivo para un film carente de armonía. La actuación de Burton, de Harrison, a ratos la de Elizabeth Taylor, y enteramente la de Roddy McDowall como Octavio, ayudan a Mankiewicz a defender esa concepción de monólogos y de diálogos altisonantes; los dineros de la Fox y un destacado equipo técnico ayudan a poner atractivos en la otra concepción espectacular, y hasta el mismo director consigue alguna aislada escena de elocuencia visual, como la seducción de Marco Antonio entre los manjares, las bebidas y las importantes mujeres con que Cleopatra lo provoca. MUCHO PROBLEMA. Cuando el film ya estaba encaminado, con Rex Harrison en el papel de César y Richard Burton en el de Marco Antonio, surgió el romance entre Liz Taylor y Burton, que habría de originar más comentarios y disgustos que Cleopatra misma. Un relato del rodaje merece más detallada atención, aprovechando el libro publicado al efecto por Walter Wanger, pero cabe destacar que el film desató crisis poderosas, porque el costo se acercó finalmente a la cifra récord de 40 millones de dólares, porque en el curso del rodaje se produjeron renuncias y conflictos personales de primordial entidad y porque pocas filmaciones estuvieron nunca tan aquejadas por las inclemencias del tiempo y por las enfermedades de sus intérpretes. Cuando Darryl F. Zanuck tomó finalmente la presidencia de Fox, en sustitución de Spyros Skouras, tuvo todavía un conflicto adicional con Joseph L. Mankiewicz, quien no quería dar por terminado el film sin agregarle dos secuencias de batallas. Ganó Mankiewicz y las batallas se agregaron al metraje. También hubo protestas de Harrison porque no figuraba en el afiche principal de la propaganda (lo pusieron) y protestas de Burton por la posibilidad de que el film se dividiera en dos partes, ya que se luce especialmente en la segunda mitad. Las reacciones de la crítica han sido muy variadas. Varios cronistas proclaman la espectacularidad y otros aducen que nadie sabría el costo colosal si se limitara a deducirlo de lo que se ve en la pantalla. Algunos piensan que Cleopatra es un film pensado en términos de drama, atento a sus personajes y a sus conflictos, y otros creen que es literario, inflado y vulgar. Un cronista americano lo pronuncia como uno de los grandes films épicos de nuestros días y en la misma fecha un colega suyo sostiene que de la montaña de notoriedad sólo ha salido un ratón. El film fue estrenado en Estados Unidos con una duración de cuatro horas y tres minutos; pasó a 3 h 45 min. a los pocos días, manteniendo este metraje en Gran Bretaña y en su


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reciente estreno en Buenos Aires; para Montevideo se anuncia una duración de 3 h14 min. El director Mankiewicz ha sido oficialmente partidario de los cortes, como única forma de corregir los desequilibrios resultantes de la complicada filmación; esta idea es compartida por algunos de los cronistas americanos. El éxito comercial de Cleopatra parece ser ya un hecho independientemente de la duración y de los pronunciamientos de la crítica. Un film que tenga a Liz Taylor y Burton en el elenco es en estos momentos una atracción poderosa. El resultado es un poco mejor que las previsiones, pero el arte cinematográfico no será mejor porque Cleopatra haya hecho gastar cuarenta millones de dólares. Con menos dinero y más ideas Bergman, Fellini, Antonioni y Kurosawa han hecho en el cine moderno obras que provocan el entusiasmo, la emoción y la reflexión, mientras Cleopatra consigue provocar la paciencia. 4 y 6 de marzo 1964.

: Formidable aventura

El gran escape

(The Great Escape, EUA-1963) dir. John Sturges. ESTE CAMPAMENTO ES A PRUEBA DE FUGAS, señala en las primeras escenas el comandante alemán (Hannes Messemer) y explica cómo sus superiores decidieron terminar con todos los intentos de ese orden, mediante el recurso de encerrar en una prisión super vigilada a todos los oficiales aliados que han hecho un arte de escaparse. La acción ocurre en 1942, cuando Alemania parecía ganar la guerra y cuando los prisioneros que estaban todavía vivos no tenían otra esperanza que la de burlar a sus guardianes, un arte en el que algunos de esos oficiales habían sobresalido, con hasta 17 intentos en su ficha personal. Pero la idea alemana de concentrar a esos especialistas en una sola prisión es desde luego un arma de dos filos. Al ponerlos juntos, sólo consiguen despertar en ellos la iniciativa de un fantástico plan colectivo, que conducirá a excavar simultáneamente tres túneles (llamados Tom, Dick y Harry) para hacer huir por ellos, con un poco de suerte, a 250 hombres. Con el pretexto de reprimir las fugas, los alemanes están provocando la mejor fuga de la guerra. El episodio es histórico, y las reseñas extranjeras señalan que la fuga final, incluso con todos sus límites y fracasos, sirvió para distraer fuerzas alemanas y apoyar así indiscretamente la causa aliada. Como lo señala en las primeras escenas el oficial inglés de mayor grado (James Donald), el deber de todo prisionero es procurar la fuga y entorpecer la labor de sus guardianes. La resignación es cobardía. Y lejos de resignarse, las docenas de prisioneros del campo acometen con tanta tenacidad como ingenio el formidable plan colectivo de cavar túneles, para lo cual hay que hacer más trámites de los imaginables: conseguir instrumentos, sacar la tierra, iluminar el túnel, hacer planos, distraer a los guardianes, orientarse en la geografía cercana, falsificar

documentos de identidad, obtener víveres y ropas civiles. Esto y algo más es hecho por la docena de personajes en los que se concentra la acción, algunos de los cuales son especialistas en las diversas artes aplicadas que el plan requiere: hay rateros, falsificadores, estrategas y forzudos en el plantel, y todos trabajan en armonía ejemplar. El film es muy entretenido, casi siempre muy vigoroso y muy nutrido del asunto. Al pasar de un caso individual a otro, el libreto consigue armar una trama en toda su complejidad, variedad y riesgo, con momentos de acción y suspenso cada pocos pasos. No hay mujeres, ni líos sentimentales, ni discursos sobre la democracia; si algún reproche cabe hacer al argumento es que los alemanes suelen parecer demasiado tolerantes, omiten hacer inspecciones indispensables, y omiten castigar adecuadamente a los culpables de los intentos de fuga que son descubiertos antes del gran escape final. Con una solvencia en el cine de acción ya acreditada por casi toda su carrera cinematográfica, el director John Sturges arma la intriga con mano segura, detalla los procedimientos poniendo en la pantalla todo lo que corresponde y obtiene un ritmo nervioso que aumenta en interés hacia el final, cuando comienzan a aparecer las sorpresas para los personajes y para el mismo espectador. En un elenco parejo y muy convincente se destacan particularmente Richard Attenborough como el estratega de la fuga, Steve McQueen como un americano impetuoso, Donald Pleasence como hábil falsificador y Robert Graf como un guardia alemán burlado por la amistad de sus prisioneros. Es también muy destacable la partitura de Elmer Bernstein, que suele seguir a sus personajes con melodías separadas y comenta con toques de humor las peripecias de la parte final. El film dura dos horas y 50 minutos, pero nadie se quejará de su extensión, porque su interés se mantiene sin pausa. 5 de marzo 1964.

: Con toques de talento

Tiko y el tiburón

(Ti-Koyo e il suo pescecane, Italia / Francia-1963) dir. Folco Quilici. LA AMISTAD ENTRE UN NIÑO y un tiburón tiene por lo menos el mérito de ser un tema original, una variante a la manoseada relación con perros o caballos. Obliga asimismo a otros esfuerzos, porque la acción ocurre en alguna isla no identificada del Pacífico Sur, porque la fotografía marina tiene sus dificultades y sus atractivos y porque no debe ser fácil domesticar a un tiburón para establecer su fidelidad al amo que se encuentra y que le salva la vida. A esos rasgos de originalidad hay que agregar otro interés menos difundido. El director del film es Folco Quilici, un vocacional del cine y de las islas del Pacífico, que se lució hace seis años en L’ultimo paradiso (entrevisto en un festival, luego no estrenado en salas comerciales) y de quien correspondía esperar algo más que la historieta sentimental.


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Quilici y sus colaboradores hacen efectivamente algo más. Son excelentes la fotografía submarina y algunas secuencias de la vida de los pescadores: la pesca en redondel que va encerrando a los peces, la curiosa forma de matar tiburones con calabazas calientes, el buceo en aguas nocturnas con unas linternas japonesas de misteriosa química (producen fuego que no se apaga en el agua) y la relación recíproca entre los nativos y el paisaje idílico, que dejaría a tantos seres civilizados en la mera contemplación. En otros sentidos, Quilici se ha preocupado de que el argumento sea algo más que la historieta sentimental sobre un tiburón y un niño que se salvan recíprocamente sus vidas. Desde el principio se marca con medido sarcasmo la intromisión de los turistas y de sus novelerías en un medio casi salvaje; después se marca la conversión de la isla en una explotación comercial de la pesca, con datos de villanía en los nuevos propietarios. Hacia el final queda solitario el protagonista, que ya es un adolescente y que se resiste a dejarse atrapar en una empresa mercenaria. Tras una aventura con la muchacha que lo ama y con el tiburón que es su amigo, el joven decide buscar otros horizontes. El film es demasiado largo para lo que cuenta. Con todos sus aciertos parciales, sus críticas a la civilización, sus toques de humor y de poesía, carece de bastante drama y se estira en lo innecesario. Tiene también otros defectos ajenos a Quilici y atribuibles a la producción. Esta obra ítalo-francesa, rodada en el Pacífico, ha sido distribuida mundialmente por la Metro, tiene sus diálogos doblados al inglés, tiene un narrador adicional en castellano y este narrador a menudo repite lo que ya dicen los subtítulos en su mismo idioma. Esas complicaciones distancian bastante el sello personal de un director que estaba inequívocamente inclinado a este tipo de temas. Los niños y algunos aficionados cinematográficos apreciarán el resultado. 6 de marzo 1964.

: Un relato superficial

La estepa

(La steppa, Francia / Italia / Yugoslavia - 1962) dir. Alberto Lattuada. ESTA DEBIÓ SER la historia de cómo un niño de 8 años supera la infancia, a través de varias experiencias crueles, y entra en la juventud. El viaje por la estepa es real pero es también una metáfora. Comienza cuando el niño Jegoruska (Daniel Spallone) es sacado de su casa materna por su tío y por un sacerdote amigo, que hacen el viaje por un negocio de lana y que deberán entregar al joven protagonista a una casa de Moscú, para su educación.Y durante más de una hora y media de metraje que sintetiza unos pocos días en la acción, se relata solamente el viaje por la estepa, a través de una serie de episodios desconectados entre sí. Casi

todos ellos son exteriores al niño pero suelen tener el ángulo de visión de éste y son justamente más estimables cuando se identifican con su curiosidad, su sorpresa o su éxtasis: el paisaje, el molino distante, los perros que ladran, un rebaño de ovejas que se cruza, los campesinos que gritan desde lejos. De lo que hablaban el tío y el sacerdote (Pavle Vujisic, Charles Vanel) y de las horas en que el niño es dejado al cuidado de los carreros que van en la misma dirección, se extraen experiencias más cueles, más incomprensibles, más propias de un mundo adulto. Allí se habla de educación y de religión, se muestra el interior amenazante de la iglesia, se contempla a la hermosa condesa que se cruza en el camino (Marina Vlady) y se siente con dolor la ferocidad, la locura o la sensualidad de los otros. En una galería de personajes que Chejov (como Dostoyevsky) debe haber sacado de la misma realidad rusa, desfilan el judío miserable y malhumorado que tira al fuego su propio dinero, el carrero enfermo de la boca que se desespera de dolor, otro carrero con los pies llagados, un tercero que está ufano de su fuerza física, voltea en el campo a una muchacha, se agita frenéticamente en un baile campesino y se pelea a cuchillo con un compañero, sin bastante motivo. Un mundo brutal y dramático desfila ante los ojos del niño, acumulando carreros que se bañan desnudos en el arroyo, captura de peces que son comidos crudos, cantores de iglesia que se quejan de haber perdido la voz, posadas sucias, mendigos desdentados, cucarachas que se arrastran por el piso, albergues miserables donde se amontonan cinco niños en una misma cama. No hay nada muy agradable en La estepa, y todas las experiencias de Jegoruska se suman hasta ser la ventana abierta al mundo de los adultos: al principio el niño sueña con su abuela, pero al final sueña con espantosos robos y crímenes, recogiendo hilos de una conversación que escuchó. Sin conocer la novela original, sólo cabe suponer con fundamento que Chejov puso algo de autobiografía en el relato: una transición de la querida simplicidad infantil a los terrores de un mundo fuerte y villano que nunca se termina de descubrir, y ante el cual el niño es un ser enfermo, febril, derrotado por la lluvia, caído en el barro. La realización de Alberto Lattuada es menos sensible que su tema. Deja translucir lo que había que hacer con la novela, pero también deja constancia de que no lo hace. El relato es muy eficaz al principio, mientras se mantiene en el nivel superficial de mostrar el paisaje, la posada sucia o la bandada de aves que se cruzan ante el carruaje. Pero a partir de allí hacía falta una relación recíproca entre el niño y los acontecimientos exteriores, alguna constancia de que éstos lastimaban su sensibilidad, lo hacen reír o lo hacen llorar. Y en esto el film es totalmente pasivo, no sólo porque el intérprete Daniel Spallone parece neutro e inexpresivo sino también porque el libreto y la dirección se olvidan de ese vaivén entre lo que ocurre y el resultado emocional de lo que ocurre. Con todas sus cautelas de paisaje, color y buena técnica exterior, Lattuada hace un film episódico, frío, donde ocurren muchas cosas que en definitiva no importan mucho. Esto no es una sorpresa en la carrera de Lattuada, un buen técnico que no muestra vitalidad. Quizá le convenga echar un vistazo a La infancia de Iván (Ivanovo detstvo, 1962) del ruso Andrei Tarkovski, un poeta. En este film carente de drama, de situación, de conflicto, los intérpretes quedan reducidos a monólogos y diálogos exteriores. Hay varios actores yugoslavos que parecen muy eficaces, Charles Vanel parece muy lejano y Marina Vlady trabaja sólo


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dos minutos, en los que pone su carita y su elegancia. Aparte los talentos del fotógrafo Enzo Serafin, todo el resultado es tan neutro como el director, un hombre que intercala una pesadilla dentro del relato y lo hace en el mismo tono opaco de lo previo y lo posterior. Estaba apurado. 10 de marzo 1964.

: Americanos en Suecia

El premio

(The Prize, EUA-1963) dir. Mark Robson. EL PREMIO EN CUESTIÓN es el Premio Nobel, ha sido desde 1901 una de las máximas distinciones mundiales a la labor intelectual y ha homenajeado en cinco rubros fijos (física, química, medicina, literatura y labor a la paz) a algunos centenares de personalidades se este siglo, incluyendo a Marie Curie, Albert Einstein, Max Planck, Liugi Pirandello, Eugene O’Neill, Winston Churchill, William Faulkner, Ernest Hemingway, Albert Camus y muchos otros. Hay que asomarse apenas a esa lista para sospechar que un film sobre ese tema puede ser un serio problema narrativo y dramático, pero puede ser también, en manos de gente seria, un film de noble inspiración, un documento sobre una de las escasas recompensas que esperan en este mundo al intelectual. Algunos americanos hicieron bajo esa sombra una intriga de pistoleros. Lo que propone este fantástico relato, ubicado en Estocolmo y en algún incierto futuro, es la aventura física pretextada por una maniobra comunista y un cambio de identidad. El asunto comienza cuando llegan a recibir sus premios el novelista americano que suele vivir ebrio (Paul Newman), el sabio alemán que ahora es leal ciudadano americano (Edward G. Robinson), el matrimonio francés que comparte el premio de Química (Gérard Oury, Micheline Presle) y los dos médicos, americano e italiano, que se repartirán el premio a Medicina (Kevin McCarthy, Sergio Fantoni); en ese año futuro no habrá por lo visto premio a la Paz, o quizá la omisión se deba a lo feo que sería mezclar a un pacifista con la feroz intriga que de allí sigue. En esa nómina de personajes ya hay algunos datos frívolos, que exhortan desde el principio a no tomarse el asunto muy en serio. Los dos médicos se recelan mutuamente, por ejemplo, con la sospecha de que uno de ellos robó al otro sus descubrimientos. El matrimonio francés no está muy avenido, tampoco, hasta el grado extremo de que ambos cónyuges viajan con una secretaria (Jacqueline Beer), en un flagrante adulterio consentido. Y la actitud sueca oficial no es tampoco demasiado seria: seguramente había formas más austeras de recibir a un novelista americano ebrio y mujeriego que la de ponerle una adjunta bilingüe que es demasiado atractiva (Elke Sommer). Sobre un planteo que parece pensado en broma, cae después la feroz intriga de sustituir al sabio alemán con un hermano mellizo comunista (también interpretado por Edward G. Robinson, desde luego) que estará dispuesto a pronunciamientos antiamericanos en la ceremo-

nia central. Antes de que llegue este momento, el incidente de secuestro y de rescate compromete a Newman en una aventura feroz, incluyendo una mojadura en el río, un atentado en un puente oscuro, una visita a una conferencia nudista (que lo obliga a desnudarse y a hacer el ridículo) y una complicada escaramuza dentro de un barco. En casi todas esas actuaciones es perseguido por un villano alto, moreno, lánguido, lacónico: se llama Sacha Pitoeff y ha descendido directamente desde El año pasado en Marienbad, donde proponía juegos muy intelectuales con fósforos. Todo lo que sea intelectual, desde Pitoeff al propio Alfred Nobel (1833-1896), pasando por los mejores trabajos pretéritos de los intérpretes, del libretista y del director, se rebaja considerablemente en El premio. El film es sólo una aventura, inventada para entretener, así sea con la invocación de nombres honorables. Como argumento está en la línea de las intrigas que el cine de hace treinta años servía a William Powell o George Brent, en un Estambul apócrifo, debidamente inventado en estudios. La diferencia del progreso es que El premio ocurre en un auténtico Estocolmo, bien fotografiado en pantalla ancha y color, debidamente condimentado por alusiones sexuales en el diálogo, por otras frases en sueco y por toque de color local. Pero aunque tiene momentos de buena realización entre muchas situaciones imposibles, el director Mark Robson no se ha tomado la aventura muy en serio, Paul Newman parece reírse del proyecto desde la primera escena y la actitud aconsejable para todo espectador demasiado serio es por lo menos la de sonreír. Indignarse con el film porque convierte al Premio Nobel en un pretexto para intrigas baratas sería darle demasiada importancia. 11 de marzo 1964.

: Vida de un rufián

Accattone, un muchacho de Roma (Accattone, Italia-1961) dir. Pier-Paolo Pasolini.

ESTA ES LA HISTORIA de cómo un proxeneta del bajo fondo romano quiere regenerarse, no consigue hacerlo y termina en la muerte violenta. Al principio se ve a este Accattone bastante bien vestido, mientras vive de los ingresos de la prostituta Maddalena, a la que explota y a la que trata con particular crueldad; también se le ve rechazado por su ex esposa Ascenza, de quien ha tenido un hijo y se le ve peleado con su suegro y su cuñado, que viven tan humildemente como él pero que conservan un sentido de dignidad. Accattone no tiene de qué vivir. Encuentra a Stella, una muchacha aparentemente virginal de quien cree enamorarse, pero también la induce a prostituirse, porque ese es el tobogán mental del sujeto. Cuando fracasa en ese intento, emprende sin éxito una tardía regeneración. Quiere trabajar, pero no sirve para eso y se cansa en el primer día; después quiere robar, y eso lo lleva


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por azar hasta la muerte. Como proxeneta pudo haberse mantenido hasta el fin de sus días; cuando deja de serlo ya no podrá ser nada. El costado más desagradable de este asunto es que el film busque la comprensión y la respuesta emocional de su público ante un rufián, que es una de las envolturas más repugnantes que puede adoptar un ser humano, y una de las poquísimas categorías de delincuencias que algunas legislaciones permiten condenar por convicción moral del juez, sin prueba explícita. Con los rufianes se pueden adoptar varias actitudes razonables, desde despreciarlos hasta fusilarlos, porque no tienen ni siquiera el dudoso mérito de ser, como las prostitutas, un Mal Necesario, de los que se toleran con resignación. El escritor y director Pier Paolo Pasolini, en su debut como realizador cinematográfico, ha adoptado la actitud de comprenderlos sugiriendo implícitamente que este Accattone no puede hacer otra cosa porque está condicionado, desde su nacimiento, por las precariedades morales y económicas que él y los suyos arrastraron desde una infancia marcada por la guerra y por las crisis posteriores. La actitud de Pasolini es realista (y aun marxista, pero sin sermones sobre sociología); su cuadro no se limita al personaje de Accattone sino también a sus amigos y enemigos, en una descripción de los bajos fondos romanos que se integra con la risa grosera, la necesidad económica, el hambre, los niños miserables que juegan semidesnudos sobre la tierra y la amoralidad natural e inevitable que ese ambiente supone. En el realismo de ese cuadro se intercalan abundantes datos descriptivos del personaje individual, que van integrando su particular idiosincrasia. Un incidente en un almuerzo de tallarines muestra su espíritu traicionero; diversas protestas suyas a las mujeres que explota ilustran el cinismo (o quizá la peculiar ingenuidad) con que se siente víctima y no culpable de su modo de vida; otros incidentes de apuestas con los amigos, sobre si se tira o no desde un alto puente hasta el río, ilustran una oculta vocación suicida, una obsesión con la muerte que reaparecerá más claramente en un sueño final, donde asiste a su propio entierro. El personaje es repugnante de varias maneras pero es también una figura real, clara, conseguida, no sólo por la concepción de Pasolini sino también por la composición del actor Franco Citti.Y su peripecia desde el apogeo hasta el fracaso y la muerte no está endulzada por ninguna conversión suya en héroe sino que está presentada con imparcialidad y cierto distanciamiento, humillándolo en los castigos, resaltando en primer plano su fealdad y marcando sin compasión sus trazos más débiles y más indignos de conducta. No es extraño que algunos críticos crean ver en Accattone una parábola cristiana de la redención. Elegir un personaje tan bajo, documentar sus miserias, proponer el fracaso de su regeneración, liberarlo por la muerte, comentar con variada música de Bach sus conflictos, aludir diversamente al clero y a sus ceremonias, son datos que ponen una pista posible: la de definir al film como una forma de otra Pasión, la de un delincuente que no es un santo, pero que no puede ser otra cosa que lo que es. Resulta más fácil especular con el film, con sus propósitos y con sus sentidos, que preocuparse realmente de sus ideas o sentir realmente su drama. Los dos mayores inconvenientes de Accattone son su complejidad y su frialdad, que alejan por igual al espectador. Lo que quiere decir Pasolini es materia discutible: el realismo básico parece obvio, pero la parábola de la redención cristiana es menos accesible a un espectador de sentido común. La frialdad es cosa más grave, porque traduce las limitaciones de Pasolini como realizador, por lo menos en el film de su debut. El hombre escribe

unos diálogos excelentes, con su peculiar oído para el lenguaje popular romano, pero se apoya en ellos con exceso y a veces el film parece detenerse en el registro de lo que Accattone y sus compinches se dicen con rabia o con humor. Y a cambio de los diálogos, Pasolini erra a menudo en la estructura del film, que tiene notorias fallas de ilación, situaciones no culminadas, apartes innecesarios, deficiencias de elemental gramática cinematográfica, secuencias enfatizadas con un criterio novato: la insistencia en el primer plano de los ojos de un detective, el juego de lentes zoom para acercarse a un rostro en el que después no se encuentra nada especial, el afán de comentar peleas con un coral de Bach a todo volumen. En los años previos a este debut, Pasolini escribió abundantes libretos para otros directores (particularmente Mauro Bolognini) y encaró después este Accattone con la tenacidad y el mal humor de dar su testimonio cinematográfico sin la concesión y la deformación a que los libretistas suelen exponerse cuando trabajan para otros. Ciertamente no cabía esperar de él que hiciera un film pulido y perfecto, porque los debutantes tienen el derecho de cometer errores formales a cambio de un aporte valioso en ideas y emociones. Pero lo que dice Accattone no es tan importante. Es un aporte de realismo en bruto sobre las capas sociales más bajas de Roma, olvidadas por el público burgués, trasladadas al cine por un realizador que es no sólo un testigo de vocación documental y minuciosa (como Cesare Zavattini), sino también un dramaturgo apasionado. Es un realismo a veces gracioso, a veces repugnante, a veces francamente equivocado: es improbable por ejemplo que Stella, después de un confesado caso de prostitución en su familia, no entienda qué hacen bajo el puente varias mujeres paradas a la espera de transeúntes. Pero es nada más que realismo, sin suficiente agregado de ideas ni suficiente comunicación de poesía. Será de sumo interés examinar lo que Pasolini hace después de sus dos films posteriores (Mamma Roma, 1962 y La ricotta, 1963), pero las limitaciones de forma y fondo de su debut, las caídas literarias, los sentidos oscuros, los desequilibrios narrativos, convierten claramente a Accattone en una obra de transición: en un antecedente para el futuro y no en una calidad de hoy. 14 de marzo 1964.

: Culpas de mucha gente

Los condenados de Altona

(I sequestrati di Altona, Italia / Francia-1963) dir. Vittorio De Sica. ESTE DRAMA SOBRE las responsabilidades de la guerra 1939-45 se ubica en Hamburgo 1961 y tiene por centro a una desunida familia alemana, cuyo principal es un magnate de industrias navieras. Cuando ese importante industrial (Fredric March) sabe que morirá de cáncer a corto plazo, hace venir a su hijo y a la esposa de éste (Robert Wagner, Sofia Loren), presumiblemente a hacerse cargo del gran negocio. Lo que descubren los visitantes llega a horrorizarlos. El hijo mayor del magnate, que fue oficial nazi durante la guerra (Maximi-


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lian Schell), había sido dado por muerto, pero en realidad está escondido en el desván hace quince años, tras haber rehuido los juicios de Nuremberg y todo llamado a la responsabilidad de los crímenes cometidos por su bando. De hecho es un demente, que pinta retorcidas y aterradas figuras en las paredes, cree todavía vivir en 1945 y es alimentado, literal y figuradamente, por la tercera hermana de la familia (Françoise Prévost), que le trae bandejas con comida y que le lee también las descripciones de miseria y de crimen en que Alemania está anegada, para lo cual utiliza, debidamente, los diarios de 1945. Lo que sigue desde ese punto admite poca descripción. En sucesivos diálogos entre padre, tres hijos y nuera, se discute con razones y con delirios el enorme problema de la responsabilidad de quienes por ser alemanes fueron de hecho los principales ejecutores de la catástrofe. En la escasa acción hay un par de revelaciones y contrastes que ofrecen más interés dramático que esa discusión. Se descubre por ejemplo que no sólo el demente ha sido en verdad un criminal de guerra durante la campaña en tierra rusa sino que también su padre se había acomodado antes a las conveniencias políticas y llegó a ser delator de un judío perseguido. Se enfrenta a cierta altura al demente escondido con la realidad social de la que había quitado los ojos, y en un peculiarísimo paseo por la ciudad el alucinado oficial no ve ya las ruinas de la posguerra sino el florecimiento industrial y comercial del así llamado “milagro alemán”; desde luego no lo cree, se mete en un teatro donde se presenta El ascenso de Arturo Ui (Bertoldt Brecht), confunde la parodia del nazismo con el producto auténtico y hace un papelón en la platea. En una tercera instancia, tras la separación familiar y los gritados reproches de unos y otros, el reencuentro final de padre e hijo amplía repentinamente el tema de la discusión; ahora se reconoce que Alemania ha sido culpable de la guerra, pero se señala, a texto expreso, que en otros países también hay otras culpas: Francia derramó sangre en Argelia, en la Unión Soviética ha habido sonados casos de antisemitismo, y hasta en Estados Unidos el señor McCarthy inauguró una época de sospechas, delaciones y traiciones. Es todo muy interesante, y todo conduce a probar que las culpas son de todos y que están en germen dentro de cada ser humano. Lo que el film solamente insinúa, quizás muy voluntariamente, es que la gran industria capitalista tiene tendencia a armonizar con el régimen político imperante, y que por tanto un gran magnate naviero era de hecho un nazi más importante que un soldado raso, aunque no cometiera directamente sus crímenes. Debe reconocerse al film (o por lo menos a la obra de Sartre que aquí se adapta y sintetiza) la originalidad de tomar el tema del nazismo como un buceo en ideas poco convencionales y ciertamente más ambiciosas que las que suelen presenciarse en el habitual melodrama antinazi. Pero el film se hunde despaciosamente bajo el peso de su propia sustancia. Comienza con agudeza, da en pocas secuencias el planteo inicial, pero a los quince minutos empieza un torneo de oratoria que no deja respiro hasta la última y muda toma. Y no se trata solamente de que haya mucho diálogo, un hecho previsible, sino de que sea un diálogo inflado, enfático, lleno de abstracciones. Igual que en Juicio en Nuremberg (Judgement at Nuremberg, Kramer-1961) el libretista Abby Mann comienza a recitar el abecé del nazismo y del antinazismo mediante monólogos que construyen la histeria de un personaje, los disimulos de otros, las sorpresas de un tercero. El cine termina por ser ajeno a esa frondosidad, y lo más probable es que el espectador no responda con su lucidez y con su actitud moral, como lo quería Sartre, sino con la impaciencia. En el film hay un colosal error de plan, cometido por el

productor Carlo Ponti y por quienes colaboraron con él en una vasta superproducción internacional. El único intérprete alemán de esta familia de cinco alemanes es Maximilian Schell (que además es austríaco) y los otros cuatro no logran convencer de que una italiana, una francesa y dos americanos sean la mejor paleta para pintar un grupo que debió tener justamente un acento nacional. En otros sentidos, el internacionalismo del equipo realizador trae otros problemas. Las culpas de Italia y del fascismo no aparecen mencionadas siquiera, un hecho que el productor y el director italianos no llegan a explicar. Y la dirección de Vittorio De Sica, con diálogo en inglés, no tiene ya ni sombra de la espontaneidad y frescura que el realizador mostró en mejores épocas: los mejores acentos de la interpretación (algunas escenas de Fredric March y de Maximilian Schell, en particular) son a lo sumo los de la composición teatral, desde la dignidad hasta la extravagancia. El film no está dominado por sus realizadores, y no es extraño que hoy se le noten fallas de ilación, saltos abruptos en el desarrollo, como si una tardía tijera hubiera venido a remediar las larguezas del resultado. Es lástima que una superproducción tan cara, con un equipo de gente tan talentosa y tan premiada, llegue tan pronto a la inflación y al desconcierto. 22 de marzo 1964.

: Larga desventura

El cardenal

(The Cardinal, EUA-1963) dir. Otto Preminger. LLEVA CASI TRES HORAS enterarse de las hazañas y triunfos de este cura Stephen Fermoyle (Tom Trylon), desde sus estudios hasta su promoción al rango de cardenal, pero queda el consuelo de que lleva más tiempo enterarse del mismo tema en la vasta novela bien vendida en la cual se basa el film. Varios de los problemas y episodios de Stephen aluden directa e indirectamente a los que la Iglesia Católica Apostólica Romana ha debido enfrentar a través de los siglos pero hay también problemas muy individuales del protagonista y otros que están condicionados por los azares del período 1917-38 durante el cual Stephen no parece envejecer todo lo que debiera. En ese largo material aparecen cuestiones de doctrina y de fe, que resultan diseñadas igualmente para creyentes y para ateos; cuando una imagen de la Virgen María sangra en la Iglesia local el protagonista prueba que una gotera en el techo explica el hecho físico, lo que destruye el milagro, pero enseguida aduce que Dios sabe dónde pone sus goteras y con eso el tal milagro se vuelve a afirmar. Esta dualidad de concepto, presente en una de las primeras escenas, se ratifica en otros episodios del relato, que enjuician el dogma católico y terminan empero por afirmarlo. En un ejemplo significativo, Stephen se niega a aprobar el casamiento de su hermana con un muchacho judío (Carol Lynley, John Saxon) a menos que él se convierta al catolicismo; esto es un claro precepto católico, pero de hecho provoca la infelicidad de la muchacha, que da la espalda a su


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familia y se dedica a bailar el tango de 1917 en el teatro de variedades. El episodio ya parece alegar que el dogma católico puede ocasionar con su rigidez la desgracia de un ser humano, e insinúa en Stephen una primera vacilación de su fe (por lo menos en teoría, porque no se le ve vacilar mucho). Un paso más allá, el dogma redobla esa desgracia. Cuando la hermana llega al parto de una criatura ilegítima, Stephen debe elegir, por indicación médica, entre salvar la vida de la madre o de la hija; se aferra al mandamiento “No matarás” y elige a la hija, con lo que mata a su propia hermana, en un razonamiento de dialéctica harto discutible. La doble tragedia familiar describe a Stephen como un sacerdote que debe tener el valor de sus convicciones, cualesquiera sean las consecuencias. Previsiblemente, esa crueldad termina por castigarlo muy personalmente cuando declina el amor de una joven muchacha vienesa (Romy Schneider) y prefiere mantener ilesa su castidad. El relato hace trampas con estos episodios, y en lugar de describir a Stephen como un dogmático cerrado que sería criticable para todo observador sensato, lo describe como una suerte de héroe al que le ocurren peripecias. Con el tiempo lo convierte en un defensor de las causas nobles, cuando Stephen llega a obtener la protección arzobispo local (John Huston), a convertirse en asesor del Vaticano, a intervenir por cuenta propia contra una de las ordalías de prejuicio, tortura y crimen que el KuKlux-Klan implantó hacia 1932 en el sur americano, y asumir la representación de la Iglesia ante el cardenal austríaco (Josef Meinrad) que había dado una excesiva aprobación a los ocupantes nazis de su país (1938). En estas y otras aventuras el planteo no se limita a fáciles oposiciones, porque en verdad Stephen y la Iglesia romana se enfrentan con algunos dilemas muy serios. La intervención contra el KuKlux-Klan tiene sólidos motivos humanitarios, por ejemplo, pero es muy discutible que la Iglesia deba introducirse en problemas temporales de resorte político, y así es señalado por los diálogos. La protesta contra los nazis austríacos subraya también la delicada cuestión de si debe rechazarse a Hitler hasta morir en la demanda o aceptarlo como lo hicieron miles de austríacos, fuese por convicción o por interés en sobrevivir. En casi todos los episodios que comprometen la política temporal de la Iglesia, el film hila bastante fino en su argumentación. No se conforma con el sentido común o con los buenos sentimientos, sino que propone también la dialéctica conservadora y a menudo retorcida del cardenal italiano (Tullio Carminatti) que se niega a las buenas causas si con ellas compromete la estabilidad del Vaticano. Y así se da el curioso caso de que este film de apariencia católica llega a discutir las contradicciones y las limitaciones de la doctrina religiosa y de su práctica. Las ideas no son sin embargo el material más importante del film. Están sumergidas en un plan de superproducción, muy afín a las tendencias del cine actual y a las tendencias actuales del productor y director Otto Preminger. Había que trasladar veinte años el relato, reconstruir ambientes antiguos, pedir catedrales prestadas en Roma y en Viena, viajar con un enorme equipo a través de varias ciudades de Europa y de América, contratar a un elenco internacional que llega a hablar hasta cuatro idiomas y vestirlo además con ropas peculiares, en parte para dar la sensación de época, en parte para reconstruir ceremonias lujosas como las ceremonias del Vaticano. El film tiene ideas en su asunto pero resalta ante todo porque es caro, es ambicioso, es largo. También es abrumador. Maneja demasiado material novelesco, abusa de la casualidad, incluye más conflictos de los que pueden concentrarse en un personaje

Películas / 1964 • 511 solo y termina por ser inverosímil. En la última media hora el espectador ya está esperando que Stephen protagonice otros conflictos adicionales con el protestantismo, o invente el Concilio Ecuménico, o viaje a la Unión Soviética a decirle a Stalin lo que opina del stalinismo, en lo cual habría sido por cierto un adelantado del pensamiento soviético. A fuerza de abundar en peripecias, El cardenal termina por sufrir en su centro el peor de los vacíos dramáticos que podía afrontar: no figuran las crisis espirituales del protagonista o no se sienten como tales crisis. Los episodios en que Stephen provoca la infelicidad y luego la muerte de su hermana son narrados con un tono neutro en el que no figuran la desesperación ni el estoicismo; es superficial el tratamiento de su crisis íntima cuando debe elegir entre continuar en el sacerdocio o aceptar el amor de una mujer; está ausente toda la presunta enseñanza de la humildad que fue a aprender a un pueblito perdido junto a un cura agonizante (Burgess Meredith); falta el punto esencial de cómo ganó ante un juez sureño su batalla con el Ku-Klux-Klan; no hay ninguna vivacidad en el rostro de Tom Tryon ni en las situaciones personales que debe atravesar, aunque una de ellas es tan dolorosa como los latigazos a que le someten los fanáticos racistas del sur. En un film tan ambicioso de múltiples dramas, falta sentido dramático. Y aunque todo el relato puede ser volcado hasta entenderlo como un ataque a ciertas formas del clero, Preminger ha elegido un aire tan imparcial y prescindente que el film resbalará por igual entre las argumentaciones de católicos y anticatólicos. En un sentido el film se parece demasiado a Por siempre Ámbar (1947, dir. Otto Preminger) y en otros a la facilidad de El buen pastor y de Las llaves del reino, que ilustran al cine religioso de más cómoda ejecución, donde los problemas se ponen con una mano y se escamotean con la otra. El cardenal tiene algunas ventajas sobre las superproducciones bíblicas habituales. En su personal estilo de productor, Preminger elige temas de controversia, que siempre dan que hablar, y así continúa una obra personal de films ruidosos, largamente ilustrada desde 1953 (La luna es azul, El hombre del brazo de oro, Anatomía de un asesinato, Éxodo, Tormenta sobre Washington). Ahora elige como tema a la Iglesia, aclarando en declaración firmada que él no es católico y que tiene las manos libres para alegar a favor o en contra de ella. Eso es buena técnica de productor (ha sido también la técnica de Stanley Kramer) y teóricamente es buen negocio porque los films de Preminger no quedan inadvertidos. El defecto está en su técnica de director que confunde la imparcialidad con la indiferencia, prescinde de un punto de vista propio, deja conversar a sus intérpretes como único recurso de expresión cinematográfica y narra en un estilo lavado que carece de adverbios, de comas y de acentos. El film tiene virtudes incidentales de escenografía, buenos efectos de color por Leon Shamroy y un elenco en el que se destacan Carol Lynley, Romy Schneider, Raf Vallone y curiosamente John Huston, un director famoso que aquí realiza una excelente composición como pintoresco arzobispo de Boston. En el centro de ese elenco, y como símbolo, camina con fatiga Tom Tryon, un intérprete que pudo ser cambiado por Alan Ladd para ganar en expresividad y vivacidad. Probablemente se documentó con la previa lectura de la novela y quedó cansadísimo. 23 de marzo 1964.


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512 • H.A.T. • Obras incompletas • Tomo II-B Títulos citados (dirigidos por Preminger salvo donde se indica) Anatomía de un asesinato (Anatomy of a Murder, EUA-1959); Buen pastor, El (Going My Way, EUA1944) dir. Leo McCarey; Éxodo (Exodus, EUA-1960); Hombre del brazo de oro, El (The Man with the Golden Arm, EUA-1955); Llaves del reino, Las (The Keys to the Kingdom, EUA-1944) dir. John Stahl; Luna es azul, La (The Moon Is Blue, EUA-1953); Por siempre Ámbar (Forever Amber, EUA-1947); Tormenta sobre Washington (Advise & Consent, EUA-1962).

: Del mejor realismo americano

Siete días de mayo

(Seven Days in May, EUA-1964) dir. John Frankenheimer. LA HISTORIA ES IMAGINARIA pero es también, como las mejores ficciones, espantosamente probable. Es la descripción de un complot militar contra el gobierno americano, hecho por generales, coroneles y políticos que creen ser más patriotas que el presidente. Ocurre en una época que podría ser el año próximo y tiene como fundamento un hecho de suma actualidad. Según el argumento, el gobierno americano ha firmado con la Unión Soviética un pacto de desarme, pero con ello ha provocado la rebeldía de un grupo de militares, encabezados por el propio jefe del Estado Mayor (Burt Lancaster). El complot todavía no ha estallado, es advertido por un coronel leal al gobierno (Kirk Douglas) e inquieta al presidente de la nación (Fredric March). Durante esos siete días de mayo, y con la máxima cautela que aconsejan las circunstancias, el gobierno debe investigar la lealtad de otros jefes, debe averiguar la existencia de una base militar secreta en Texas, construida y organizada por el Estado Mayor sin el conocimiento del gobierno civil, y debe interpretar los datos equívocos que podrán conducir al golpe de estado el domingo siguiente. El film es absorbente en varios planos. Es ante todo un comentario válido y procedente sobre la guerra fría y los problemas de la convivencia con la Unión Soviética: mientras el bando civil afirma que sólo con el desarme se conseguirá la paz, el grupo de militares puntualiza que esa política es tan cobarde como suicida, que la Unión Soviética no se ha caracterizado por su respeto hacia los pactos que firma y que el ejército debe imponerse en la conducción del gobierno antes que lleguen los bombardeos. Pero no sólo el film es importante como planteo de un dilema mayor de esta época. También interesa como aventura, como suspenso, como drama que enfrenta a una media docena de personajes caracterizados con particular firmeza. El espectador no llega a saber sobre el complot más que los datos fragmentarios y desconcertantes que pueden ser reunidos por el gobierno civil, con lo cual estará pendiente de la trama con tanta devoción como la que puede suscitar una buena novela policial. Y en los enfrentamientos de los diversos personajes encontrará además la verdad y la razón que asisten imparcialmente a los tres principales apoyos del conflicto: la posición civilista del presidente, el ardor patriótico y agresivo del general rebelde, las incertidumbres del coronel dividido entre su fidelidad al gobierno y su obediencia a la jerarquía militar. Hay

tres diálogos mayores entre estos hombres, y los tres tienen la concisión de ideas, la perfección de lenguaje y de tono que cabe esperar de sus psicologías y de sus procesos mentales. Alrededor de ellos, y con distintos grados de perspicacia sobre la situación, se mueven algunas figuras secundarias, que asesoran y apoyan al presidente en la emergencia y que pretextan tres brillantes composiciones de George Macready, de Martin Balsam y sobre todo de Edmond O’Brien. El único punto débil es aportado por Ava Gardner. Con su rostro cansado de una ex belleza disipada en el alcohol, la actriz parece muy bien elegida para interpretar a una ya desechada amante de un general, pero su personaje provoca un desvío en la trama, un intento de introducir lateralmente un elemento de romance que en definitiva será ajeno al conflicto central. Esto es lo mejor que ha escrito el libretista Rod Serling, no ya por el asunto mismo (tomado de una novela de 1962), sino por la perfección con que se sintetiza el asunto a sus líneas esenciales y por la fuerza de sus diálogos, hechos de frases breves y perspicaces: hay uno de Lancaster y Douglas, cerca del final, que en seis líneas resume incisivamente lo que otros habrían expresado en todo un discurso. El film es también el mejor de John Frankenheimer, un director joven que en los últimos años había hecho rendir en cine la experiencia de realismo y de concentración conseguida en la TV. El film corría el riesgo de excederse en palabras, pero Frankenheimer lo ha expresado con formidable agilidad de situaciones, de cámara y de compaginación. Una escena inicial plantea violentamente las ideas en juego, haciendo coincidir frente a la Casa Blanca en Washington a dos manifestaciones con carteles, una a favor y una en contra del Tratado de Desarme que es la base del conflicto. Muchísimas otras escenas de intriga atienden simultáneamente el movimiento de personajes en exteriores y la recíproca vigilancia de unos a otros, con pantallas de TV, camarógrafos y helicópteros que dan una múltiple visión de lo que ocurre. En las discusiones, que son la esencia del drama, Frankenheimer se muestra además como un experto director de intérpretes, que marca pausas, miradas y tonos con mano segura. El resultado es que este conflicto de primera importancia por su fondo es también un film de primera línea por su estilo, por su continua tensión, por la esplendida labor del elenco, por la continua virtud de fotografía y música. Es un film que reniega del escapismo y que se integra desde ya en la mejor tradición del realismo cinematográfico americano. 3 de mayo 1964.

: Con acción final

Murieron con las botas puestas

(They Died with Their Boots On, EUA-1941) dir. Raoul Walsh. ESTA QUISO SER la biografía del general George A. Custer, que fue héroe de las fuerzas del Norte en la guerra civil americana y que después volvió a serlo frente a las tribus indias sublevadas que se oponían a la expansión de los blancos hacia el Oeste. Los que murieron con las botas puestas son Custer y 276 oficiales y soldados, que el 25 de junio de 1876 cayeron en una formidable emboscada en


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Montana, frente a los indios sioux, y fueron aniquilados hasta el último hombre. Del episodio se guardan vivos recuerdos, un monumento y varios textos históricos. También se guarda este film. Pero mucho antes de ese estruendoso final, el asunto narra buena parte de la biografía del general Custer, desde su aprendizaje como cadete en West Point. No es un retrato demasiado elogioso, y hay que ponderar al libreto y al productor por haber sabido intercalar, bajo la descripción de un héroe, todas las penumbras de un individuo que fue indisciplinado, bebió más de lo que podía tolerar, se encontró perdido en el mundo cuando el fin de la Guerra Civil le dejó con las manos vacías, volvió a reencontrar su camino cuando le dieron una nueva misión militar, y aun en ésta incurrió en otras indisciplinas, en accesos de ferocidad (como alcohólico pero también como furioso abstemio) y en un incidente mayor contra representantes del gobierno americano. El personaje ofrecía buen material para un retrato dramático en profundidad, pero lamentablemente el libreto no profundiza en motivaciones, hace explicar demasiadas cosas en diálogos informativos y simplemente acumula lo que debió organizar con más tino. Si hay un defecto claro en el film es que a través de sus dos horas largas se conversa en exceso sobre amores, rivalidades, ambiciones, fracasos y triunfos de Custer, repitiendo cosas que estaban dichas. Este fue en 1941 el octavo y último film conjunto de Olivia de Havilland y Errol Flynn, una pareja que hizo su fama en los siete años previos y que la Warner Brothers explotó hasta el abuso. El romance se superpone al drama, sin ganar mucho en interés, porque Custer no fue ciertamente un gran galán. Pero afortunadamente la dirección de Raoul Walsh, que parece convencional durante mucho rato, se luce en algunas escenas dinámicas, primero en algunas batallas de la Guerra Civil y luego, principalmente, en la trágica lucha con los indios. En esas escenas de acción se advierte cómo la Warner se tomaba en serio hacia 1941 los esmeros de una producción espectacular, con un despliegue de multitudes, de proezas físicas, de muertes en primer plano, de caballos caídos y de polvo levantado, que recuerdan el precedente de La carga de la brigada ligera (The Charge of the Light Brigade, Curtiz-1936). En sus últimos quince minutos la crónica histórica adquiere el nervio y la vivacidad que antes no supo alcanzar. Como el film fue hecho hace 22 años, los espectadores de hoy no deben extrañarse de que Anthony Quinn figure en un papel muy secundario, como jefe indio. Deben saber en cambio que esa fue la mejor época para Errol Flynn (1909-1959) y para el director Raoul Walsh, un realizador veteranísimo que ha hecho de todo en el cine y que puso a veces sus brillos sobre libretos mediocres. 4 de mayo 1964.

:

Diario de un amante rural

Tom Jones, hombre de audacia (Tom Jones, Gran Bretaña-1963) dir. Tony Richardson.

EL ORIGINAL DE ESTE ASUNTO había sido publicado en 1749 por Henry Fielding (1707-54), novelista inglés, bajo el título The History of Tom Jones, a Foundling, en un inmenso texto que abarcaba seis volúmenes, divididos en 18 libros o capítulos. La novela figura hoy entre los clásicos de la narrativa británica y entre los mejores documentos sobre la sociedad del siglo XVIII y sus costumbres. Era una época a la que no había llegado todavía el puritanismo victoriano del siglo inmediato, y así el libro es festejado hoy por su diversión, por su sátira, por su tono jocundo y a menudo erótico. En ese tono violento para la crítica social debe encontrarse la razón de que el director Tony Richardson y el novelista John Osborne lo hayan elegido como tema para el film. En buena medida los apuntes de la novela siguen siendo válidos hoy para una sociedad británica que consagra castas, títulos, normas de respeto, y si por algo se han caracterizado Richardson y Osborne es por su rebeldía a las normas consagradas de la sociedad británica, en una actitud que ha sido denominada “iracundia” y que llegó a formar la escuela de los Angry Young Men, los jóvenes enojados contra la sociedad en la que viven. A principios de 1963, durante una entrevista periodística en el Festival de Mar del Plata, donde se presentó su penúltimo film, Richardson había sentado concisa y claramente algunas de sus ideas personales. Se sentía plenamente solidario con la Cuba de Fidel Castro, tenía críticas amargas e irónicas contra la Corte Real inglesa, contra las capas superiores de la administración (lo que en Gran Bretaña se llama The Establishment) y hasta contra el Partido Laborista, al que Richardson vota porque no tiene otra cosa mejor que votar, pero al que considera escasamente socialista. Este rebelde podía ser un desmelenado y un bohemio pero era curiosamente un hombre refinado, atildado y aun amanerado, que hablaba con mucha precisión, manejaba los cambios de tono como buen actor y se confiaba a que sus palabras fueran más impresionantes e incisivas que su presencia. Era un rebelde con talento propio y estaba en camino de demostrarlo hasta las alturas máximas del reconocimiento oficial a la labor cinematográfica. Cuando Tom Jones se convierte en un éxito público y en el Oscar de la Academia, los iracundos de 1956, que no estaban conformes con el orden establecido, pasan a implantar su propio orden. Seguramente les espera una generación que se rebelará contra ellos. EL FILM. La diversión dura más de dos horas, sin mayor interrupción. En buena parte es una diversión frívola, pero en muchas zonas tiene un filo satírico que en Gran Bretaña habrán de apreciar más que en el resto del mundo. Sin ese borde de sátira no se entendería que el director Tony Richardson y el escritor John Osborne, capitanes de la iracundia británica, hayan elegido una novela clásica, publicada en 1749, para hacer el film más caro y ambicioso de su propio sello productor Woodfall,


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que fue fundado para decir en el cine cosas más importantes que las que preocupaban habitualmente a la industria inglesa. Por eso la sátira está en las entrelíneas de un asunto que comenta a la sociedad inglesa de hace dos siglos pero que también rebota sobre la actual. En este asunto, un hijo bastardo puede ser un hombre más simpático, sano y vital que el hijo legítimo que es su ocasional adversario: las aventuras de ese bastardo con mujeres diversas prueban la dignidad esencial de una ramera y de una mucama, mientras al mismo tiempo anotan la hipocresía de conducta sexual en las damas de clase alta. En otras zonas, el film anota que todo el profesado cariño de los ingleses por los animales se desmiente en la ferocidad con que caballos, venados y gansos son sacrificados en una frenética expedición de caza; también anota con especial placer el contraste entre la miseria extrema de una zona de Londres y el lujo despilfarrado en los salones elegantes y los bailes de máscaras. Con una segunda intención muy visible, Richardson y Osborne aprovechan la novela de Fielding para marcar una sociedad en la que imperan los prejuicios de clase, la diferencia de riqueza, las pretensiones de respeto ante el señor feudal, el hogar constituido, el casamiento legítimo. Es un film duro, pero es también una farsa violenta y hará reír a los mismos aristócratas satirizados. Hay otro plano de méritos para el film, por la libertad y la audacia que imperan en la adaptación y en la realización. Trasladar íntegramente la novela de Fielding habría requerido una narración de seis horas, privada de nervio y de interés. Al sintetizarla hasta una tercera parte, Richardson y Osborne han respetado ciertamente los lineamientos generales del argumento, que describe cómo el niño Tom Jones (Albert Finney), hijo de padres desconocidos, es adoptado por el rico granjero que lo encuentra en el día de su nacimiento, y cómo Tom se convierte en un joven sensual y aventurero, que tiene una inagotable avidez por las mujeres y que es además inmensamente codiciado por ellas. Las peripecias deTom son incontables, incluyen su relación con la más fácil mujer de la zona (Diane Cilento) y con la encantadora vecina virginal (Susannah York), su expulsión violenta, su viaje a Londres, el encuentro con un hombre que podría ser su padre (Jack McGowran), la noche compartida con una mujer que, incidentalmente, podría ser su madre (Joyce Redman), el conveniente romance con una aristocrática dama de la capital (Joan Greenwood), dos distintas peleas con dos rivales, la amenaza de la horca y el final feliz que aclara su nacimiento y consagra el matrimonio con la encantadora dama joven que lo quería desde el principio. Todo es novelesco, acumulativo, azaroso. Extendido a seis horas podría ser el film más aburrido del siglo. Concentrado a dos es uno de los más vigorosos y jocundos del año, a un grado que hace muy explicable la adhesión pública y el entusiasmo de casi todo espectador. En parte ese resultado depende del descaro con que los realizadores han presentado un mundo lujurioso y glotón, que se complace en la comida y en el amor físico, hasta una secuencia magistral en que la primera alude minuciosamente al segundo; es un ambiente de plenitud vital, de irresponsabilidad, de bebida sin límite, que está dado ricamente en la composición que Hugh Griffith hace de su granjero. En parte depende de que el film adopte también los equivalentes de esa vitalidad, sea con el dinamismo formidable de una partida de caza, sea en el pormenor de un duelo a espada, sea en la velocidad con que cruza imágenes breves y líneas aisladas de diálogo. Pero el film tiene además sus propias audacias de estilo y acumula recursos especiales de todo tipo, en un esfuerzo por subrayar la naturaleza ficticia y novelesca de lo que cuenta.

Un prólogo a la acción, antes aún de los títulos, presenta el hallazgo del recién nacido Tom, mediante tomas breves y letreros intercalados, a la manera del cine mudo, con aire de broma y con la apropiada musiquita burlona. Una persecución en una posada, donde incursiona un marido celoso, es descrita con movimientos acelerados, como en las viejas comedias de Mack Sennett, remarcando la locura en la conducta de todos los personajes involucrados. Y a esto se agregan aún los ocasionales apartes de diálogo hacia el público (viejo recurso teatral), el imperioso gesto con que Tom Jones tapa con su sombrero el lente de la cámara indiscreta, el movimiento detenido de pronto en una imagen quieta, y otros inventos que consagran una actitud desprejuiciada por igual hacia la novela, hacia el mundo que ella presenta y hacia los convencionalismos de la expresión cinematográfica. El resultado es ciertamente una mezcla de estilos, pero tiene la vitalidad y el humor de que carecen otros films más ortodoxos. Su libertad expresiva no depende de la limitación técnica o de la poca experiencia (como ocurre en algunos films de la Nouvelle Vague francesa) sino de una voluntad de improvisar y de bromear, porque Richardson y Osborne se ríen de la sociedad inglesa y de la factura original de la novela. Una prueba lateral de esa actitud es la alta pericia y el desmesurado talento que se advierten en la partitura musical, la agilísima cámara de Walter Lassally, la concepción de escenografía, vestuario y color, el trabajo de todo el elenco y particularmente la compaginación, de la que depende el ritmo feliz y vibrante del conjunto. Con toda la locura de Hermanos Marx que de pronto se desata en el asunto, Tom Jones tiene tantos esmeros formales que habrá de seducir por igual a los grandes públicos y a los observadores más exigentes. 8 y 9 de mayo 1964.

: Una adaptación decorosa

El poder y la gloria

(The Power and the Glory, EUA-1961) dir. Marc Daniels. LA NOVELA DE GRAHAM GREENE ha llegado a ser más famosa que sus adaptaciones cinematográficas, aunque lo contrario es lo más frecuente. Fue escrita por el autor después de un viaje a México, hacia 1937, y ubicada con deliberada vaguedad en alguno de los períodos más crueles de las sucesivas revoluciones mexicanas, cuando gobiernos militares que dicen ser socialistas implantan medidas para el bienestar material del campesinado y no sólo restringen el ejercicio de la religión sino que llegan a apresar y fusilar a los curas que se nieguen a interrumpir su actividad. En ese marco de crueldad Greene ubica a un sacerdote anónimo, que vaga por una inmensa zona rural administrando su consejo y su ayuda espiritual, atendiendo a moribundos y a recién nacidos. Es un rebelde pero no es un héroe. Aunque durante


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todo el relato es perseguido por la policía, que tarda en identificarlo tras sus ropas civiles, el cura está muy lejos de ser un hombre perfecto y está por otra parte muy consciente de sus propias flaquezas humanas. Diez años antes ha mantenido relaciones con una campesina y de ellas ha quedado una niña que ahora reencuentra y con la que no consigue otra relación que un momento efímero y hostil. Es además un ebrio irremediable, que encuentra en el alcohol su único consuelo y su única fuerza para proseguir cumpliendo con su vocación. Y tiene además muy legítimas dudas sobre su relación con Dios, que lo eligió tan inexplicablemente para una tarea tan difícil. La vida interior del cura y su relación exterior con media docena de personajes encontrados en el camino proporcionan la sustancia del drama, hasta el choque final e inevitable con la policía que lo apresa. El contraste de la autoridad y el cura está aludido por la referencia del título al poder y a la gloria. La novela de Greene había sido filmada en 1947 por nadie menos que John Ford, bajo el título El fugitivo, teniendo como sorprendente colaborador en la dirección a Emilio Fernández, más el fotógrafo Gabriel Figueroa y un elenco que encabezaron Henry Fonda, Dolores del Río, Pedro Armendáriz, Leo Carrillo. La historia del cine ha preferido olvidarse de aquel film, que no sólo no tuvo mucho éxito de público sino que tampoco contó con la aprobación de la crítica. Uno de los más literarios libretos de Dudley Nichols puede explicar ese desfavor, porque el asunto de Greene recibió allí el tratamiento inflado, retórico, de grandes palabras y rebuscadas poses plásticas, que más podía perjudicar a la convicción del asunto. La versión posterior, que ahora se estrena aquí, fue hecha para la televisión americana (y trasmitida en octubre 1961), pero recibió el aprecio de algunos observadores, y así se explica que Paramount la haya lanzado al mercado cinematográfico internacional. Tiene ciertamente nombres en el reparto, con lucimiento particular de Laurence Olivier en el protagonista, George C. Scott como su perseguidor, Roddy McDowall como el pintoresco Judas que lo acompaña hasta traicionarlo finalmente, Patty Duke como una muchacha que constituye para el cura un primer recuerdo de su hija, y una desconocida Julie Harris como la campesina que hace años dio al cura cinco minutos de amor. Los trazos de la televisión se advierten ciertamente en el film, desde los exteriores apócrifos que parecen reconstruidos en un rincón del estudio hasta la preferencia muy explicable por un lenguaje concentrado, cercano a los rostros humanos del drama, e integrado con diálogos conceptuosos que no aspiran al naturalismo. Pero el resultado es muy decoroso y ocasionalmente intenso. La adaptación de Dale Wasserman (y seguramente del productor) tiene buen cuidado de no parcializarse con los puntos de vista del cura, cediendo a sus adversarios el privilegio de explicar ocasionalmente que la represión gubernamental está inspirada por el bienestar del pueblo y por el deseo de evitar su explotación por charlatanes de las iglesias; en esto, como en todo Graham Greene, la posición católica aparece entretejida con argumentos anticatólicos, creando la controversia. Los diálogos son mucho más concisos y claros que los de la adaptación anterior de Nichols, y están dichos además por un elenco de enorme competencia. El monólogo último de Olivier, confesándose ante Dios a falta de otro cura, es la pieza mayor de una composición notable por uno de los primeros actores del cine y teatro de hoy.

Los nombres del elenco y la fama de la novela original pueden inducir con error a mucho público a esperar que ésta sea una superproducción, lo que creará más de una desilusión. Hay que entenderla en cambio como un film de TV, y en ese plano valorarlo con sus límites y con sus claros aciertos. 12 de mayo 1964.

: Media hora de suspenso

Rififi en Tokio

(Rififi à Tokyo, Francia-1962) dir. Jacques Deray. COMO SE SABE DESDE EL TÍTULO, ésta es la historia de un complicado robo en Tokio. Se trata de un diamante monumental, encerrado en la caja fuerte de un banco, custodiado por guardias, por metales, por combinaciones numéricas y por televisores que permiten saber en todo momento los movimientos cercanos a esa y otras joyas. Los ladrones son una banda europea, capitaneada por Charles Vanel e integrada por el audaz aventurero Karl Böhm y por un técnico en electricidad, Michel Vitold, que domina a la perfección los problemas de la resistencia de metales. La penetración de los tres ladrones en el banco, las diversas instancias de las operaciones, los riesgos ante la vigilancia y el final realmente sorpresivo constituyen la parte mejor del film, modelado sobre el ya lejano Rififi original (de Jules Dassin, 1956). Antes de llegar a esa culminación el film pierde mucho tiempo en contar nada. Hay un incidente con Barbara Lass, que es la mujer de Vitold y se entera con mucha demora de que su marido no es un hombre de ciencia sino un ladrón de alto vuelo; también se entera de que es un neurasténico. Hay otro incidente más largo con una banda rival, lo que origina tiroteos diversos entre japoneses anónimos. Y hay mucho exterior poco turístico de las calles de Tokio, siguiendo las andanzas de unos personajes y otros hasta que están prontos para el asalto en cuestión. Todo ello tiene ocasionalmente buena fotografía y siempre un diálogo conciso, brevísimo, en el que se nota la mano especializada de José Giovanni, que ya se lucía en El boquete (Le Trou, Jacques Becker-1960) y después en Un tal La Rocca (Un nommé La Rocca, Jean Becker-1961). Carece en cambio de nervio y de coherencia, hasta dar la impresión de que el libreto está haciendo tiempo con trivialidades para completar la media hora final. El film no hará famoso al director Jacques Deray, un hombre de reciente promoción que ya está viajando mucho. 17 de mayo 1964.

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La guerra vista por un escéptico

Los vencedores

(The Victors, EUA-1963) dir. Carl Foreman. LOS TÍTULOS INICIALES de Saul Bass recomponen apretada y magníficamente el horror del nazismo, compaginando distintas expresiones fotográficas de Hitler en uno de sus más vociferados discursos, dando así el toque inicial para lo que luego será una suerte de sinfonía sobre la Segunda Guerra Mundial. En casi tres horas de relato, el productor, director y libretista Carl Foreman utiliza a algunos componentes de un pelotón americano para protagonizar o atestiguar episodios ubicados en las diversas campañas europeas de la guerra: la Blitzkrieg sobre Londres en 1942, la invasión aliada de Sicilia, la paulatina conquista de Italia, la otra mayor invasión de Francia en junio 1944, el progreso de los ejércitos a través de los Países Bajos y de Alemania, la reunión con los soldados soviéticos en Berlín y hasta una pelea entre un americano y un ruso, durante 1946, que sirve como final de la narración y principio de lo que luego recibiría el nombre de Guerra Fría. En cierto sentido éste es claramente un film bélico, pero Foreman ha elegido un criterio de economía y no se dedica a reconstruir batallas. Las intercala tomándolas de noticiarios diversos y atiende en cambio a una serie de episodios laterales, vividos o presenciados por el grupo de soldados americanos que encabeza Eli Wallach como sargento y que integran George Hamilton, George Peppard, Vincent Edwards, James Mitchum y Peter Fonda como figuras principales. Los episodios incluyen romances diversamente frustrados con una humilde muchacha italiana (Rosanna Schiaffino), con una atemorizada dama francesa (Jeanne Moreau), con una violinista belga que puede transformarse luego en elegante prostituta (Romy Schneider), con una vivísima mujer polaca que ha sabido acomodarse en Flandes a los turbios y provechosos negocios del mercado negro (Melina Mercouri) y hasta con un perro anónimo que uno de los soldados americanos quiere proteger contra la burla y la crueldad de sus camaradas. Otros episodios más breves muestran el coraje británico durante un feroz momento de la Blitzkrieg sobre Londres, la crueldad con que un oficial de la resistencia francesa (Maurice Ronet) liquida a un grupo de alemanes con dinamita, la ejecución de un desertor americano en los últimos días de diciembre 1944, la hospitalidad británica a un soldado americano herido que sale del hospital, un doble caso de prostitución por dos muchachas alemanas (Elke Sommer, Senta Berger) que se entregan a rusos y americanos para dar alimento y vivienda a sus padres, y la pelea individual del oficial ruso y el oficial americano (Albert Finney, George Hamilton) en las ruinas de Berlín. A todo esto se agregan aún los toques incidentales sobre niños que roban cadáveres, soldados americanos que buscan pelea con soldados negros de sus propias filas, ancianos macilentos y endebles que escapan de un campo de concentración al huir de los alemanes y abundantes fragmentos de noticiarios con declaraciones de Roosevelt, reuniones de los Tres Grandes en Yalta y hasta frivolidades de la vida pública americana durante la época, anotadas a la manera de

Películas / 1964 • 521 John Dos Passos, que incluyen el casamiento de Shirley Temple. En la copia que se exhibe en Montevideo faltan por otra parte unos veinte minutos del metraje original, habiendo desaparecido por lo menos un episodio sobre un niño francés homosexual (Joel Flateau) que quiere vivir de los americanos como antes vivió de los alemanes. Era, quizás, el momento máximo del horror moral de la guerra. Sobre la riqueza y la diversidad del material flota claramente la idea central que impulsó a Foreman a hacer el film. Dice de varias maneras, a veces con objetividad, a veces con drama, a veces con ironía, que la guerra derrota a los vencedores tanto como a los vencidos. Entre los civiles italianos, franceses o alemanes anota los casos de prostitución, de violación, de homosexualidad, la doblez moral, el endurecimiento, la crueldad. Pero también entre los americanos muestra crueldades, sangrientos prejuicios raciales, tentaciones a la ebriedad y al saqueo. Con toda deliberación, Foreman ha prescindido de mostrar al ejército alemán, que es el clásico villano de la historia, y ha prescindido también de mostrar a sus americanos como los héroes. Son indecisos, o tímidos, o sanguinarios; están desconcertados por una experiencia europea para la que no fueron preparados y realmente no comprenden buena parte de los acontecimientos que deben vivir. En la mejor escena del film un desertor americano es fusilado, atado a un poste en medio de un inmenso campo de nieve; éste fue históricamente, el único caso en su género durante toda la guerra, y habría de dar base a un proyectado film, The Execution of Private Slovik, que a mediados de 1960 Frank Sinatra proyectó producir, y que luego dejó sin efecto, confesadamente, por la presión de familiares y amigos que no querían ver a Sinatra comprometido en ese plan y menos aún en la contratación a ese efecto de un libretista (Albert Maltz) que había estado por presunto comunismo en la lista negra del cine americano. Con toda ironía, Foreman escenifica el episodio en un marco de esmerada ceremonia militar, y la hace comentar en banda sonora con la letra optimista y sentimental de Have Yourself a Merry Christmas, cantada por el propio Sinatra. El contraste de la ejecución y la canción es formidable, hasta componer un agudo sarcasmo sobre la dualidad de actitud moral que puede encontrarse en el episodio; lateralmente, hay también, en esos minutos, un sarcasmo contra el propio Sinatra, formulado con agudeza por Foreman, un escritor y productor que también estuvo en la lista negra. Aunque la idea central de Foreman está muy clara, su ejecución es, a menudo, muy débil, como si el libretista se hubiera dejado dispersar en sus intenciones por las peripecias complicadas e infinitas de la superproducción en la que se comprometió. La suma de todas las viñetas es un film episódico, que no siempre es nítido de sentido y que, a menudo, roza lo incomprensible, como en la segunda parte del episodio de Romy Schneider. Todos esos fragmentos debieron ser objetivos, como apuntes periodísticos de una realidad mayor, pero no sólo se suman hasta lo improbable, al proponer a un pelotón que de hecho protagoniza la guerra y encuentra a demasiados europeos que hablan inglés, sino que a menudo sufren de la deformación y del artificio. Es difícil creer típico (o importante) el interludio sentimental del principio entre Vincent Edwards y Rosanna Schiaffino, prolongado hasta un diálogo muy apócrifo con un soldado hindú y ebrio que pasa por la calle. Son muy forzadas las circunstancias en que comienza la relación de George Peppard con Melina Mercouri, y aún más forzadas las palabras demasiado explícitas que ella emplea para contar


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la historia de su vida. El posterior episodio del mismo Peppard en un hogar inglés desconocido, donde el dueño de casa (Mervyn Johns) recibe al visitante con extrema generosidad, resulta ser una buena viñeta de agradecimiento de Carl Foreman a Gran Bretaña, un país que lo acogió cuando ante la lista negra comenzó su exilio (en 1952), pero en el contexto del film es un episodio trivial, que nada apunta ni prueba sobre la corrupción moral que tanto se detalla en el resto de la narración. Este film desequilibrado, largo, acumulativo, a veces desorientado y desconcertante, que critica el sentimentalismo y que a ratos peca de sentimental, es, sin embargo, uno de los pocos films de guerra que apuntan el escepticismo sobre lo que en 1939-45 fue la gran causa mundial para ideólogos de todos los países. Secretamente, es un film pacifista, a la manera de Sin novedad en el frente (All Quiet on the Western Front, Milestone- 1930), pero carece de su fuerza clara y total. Como debut de Foreman en la dirección después de muchos años de ser libretista y productor, también es irregular, a veces preciso y talentoso (como en la secuencia de la ejecución), a veces discursivo y vago. Entre los méritos, hay que incluir la notable composición de Jeanne Moreau en su atemorizada dama francesa, la de Albert Finney como el oficial soviético del último episodio y toda la interpretación displicente y suelta de George Peppard como uno de los principales soldados americanos de la prolongada narración. 17 de mayo 1964.

: Adolescente en crisis

La entrega

(La corruzione, Italia / Francia-1963) dir. Mauro Bolognini. LA PERSONA ENTREGADA (o corrompida, como quiere el título original) no es ninguna muchacha virginal. Es un adolescente de unos 18 años, interpretado por Jacques Perrin con su habitual fineza, que se enfrenta de pronto a un mundo materialista, más sórdido y negro de lo que él quisiera. Una primera secuencia lo muestra graduándose en un colegio de alta burguesía, junto a otros estudiantes a quienes un preceptor explica que saldrán a vivir en una sociedad dividida entre una concepción católica y una concepción marxista, aunque estos adjetivos no son traducidos debidamente en los subtítulos castellanos. Una segunda secuencia confirma que ése es un colegio conservador y católico, lo que hace muy explicable que el protagonista aspire a seguir la carrera de sacerdocio, para lo cual tiene reservada ya una celda en un convento. Es recién cuando el joven enfrenta a su padre (Alain Cuny), símbolo de la realidad exterior, que la vocación sacerdotal entra en crisis. El padre es dueño de una importante editorial, maneja a sus empleados con un sentido práctico que a menudo llega a lo cruel y se opone radicalmente a ver transformado a su hijo en un cura. Con pérfida deliberación lo invita a una excursión

en yacht, donde también está incluida una muchacha atractiva (Rosanna Schiaffino), que se prostituye con bastante elegancia y discreción. Es ella quien se encarga de romper los votos de castidad del joven, entregándolo en definitiva a una existencia que podrá no ser corrupta pero que es bastante normal. Con buen tino, el relato no propone un cambio radical del joven tras ese episodio decisivo. Todavía persiste en él una fina sensibilidad, que será evidente luego en su reacción ante el suicidio de un empleado de su padre, pero la última escena informa claramente que ahora el joven estará enfrentado a una crisis de conducta: o se uniforma con la frivolidad y el materialismo que le rodean, o retoma una vocación sacerdotal que ya ha sido muy sacudida por aquellos episodios y para la que necesitaría ciertamente una comprensión más clara y profunda del mundo exterior. Para narrar este proceso moral y psicológico, que recuerda en más de un sentido al de Crónica familiar (novela de Pratolini, dirección de Valerio Zurlini, interpretación del mismo Perrin), el libreto propone una pensada estructura y un enfoque intimista, muy cercano a los tres personajes, donde importan cada gesto, cada palabra, cada silencio. Un episodio lateral muy elocuente muestra a la madre del joven (Isa Miranda), encerrada en un sanatorio con un desequilibrio nervioso del que no hay explicación inmediata y que luego resurge con una adecuada ubicación: es una mujer sensible, casi histérica, que se encierra en el sanatorio como una forma millonaria y cobarde de fugarse del mundo material, y que constituye el claro antecedente de la sensibilidad y la vacilación de su hijo. Otro episodio de claro simbolismo, colocado por el libreto como un valioso apunte del carácter adolescente, es la fuga estéril del yacht, del cual Perrin llega a nadar hasta un bote cercano, hasta que su padre lo hostiga cruelmente con una lancha y lo rescata del agua en un instante de verdadera humillación. El mejor momento del film es la secuencia final, que cifra apretadamente la nueva posición del muchacho ante la vida. Es llevado por su única amante hasta un dancing, y allí queda largo rato, mudo y contemplativo, ante un grupo de bailarines cuya uniformidad de movimiento y frivolidad de conducta son un claro síntoma de la juventud que él todavía no ha tenido y en la que posiblemente habrá de sumergirse. La secuencia no tiene una sola palabra explicativa, crece con la música y con el paso del tiempo, sirve para terminar el film con melancólicos puntos suspensivos. El director Mauro Bolognini ha hecho la parte más reciente y lustrosa de su carrera con temas en los que el sexo participa directa y activamente (La noche brava, El bello Antonio, Un día de locura, La mala calle, Senilità), escenificados con un notable preciosismo para la reconstrucción de época y de ambiente. Maneja ahora un asunto que ocurre claramente en el presente, lo hace con una mano segura para crear el clima erótico (la escena de la seducción en el yacht es una pequeña joya) y despliega la tranquila suficiencia técnica de un director mayor. Bajo el tema se sugiere la intención crítica con que el realizador ataca las limitaciones de una vocación puritana y católica que empieza por esconderse del mundo real, pero Bolognini no muestra la ferocidad que en el caso habría lucido un Buñuel. Está muy atento a las sutilezas de la sensibilidad adolescente, describe con justeza una concepción idealista con la cual discrepa y compone un film que es más interesante por su presentación de una crisis moral que por su costado puramente erótico. Tiene un formidable apoyo en Jacques Perrin, uno de los pocos intérpretes juveniles de la actualidad que sabe sugerir


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una conturbada vida interior, y otro esencial apoyo en Rosanna Schiaffino, una belleza que no es ciertamente una gran actriz pero que sabe mostrarse insinuante y seductora como para alterar la castidad de muchos. 31 de mayo 1964. Títulos citados (dirigidos por Mauro Bolognini, salvo donde se indica) Bello Antonio, El (Il bell’Antonio, Italia / Francia-1960); Crónica familiar (Cronaca familiare, Italia / Francia-1962) dir. Valerio Zurlini; Día de locura, un (La giornata balorda, Italia / Francia-1960); Mala calle, La (La viaccia, Italia / Francia-1961); Noche brava, La (La notte brava, Italia / Francia-1959); Senilità (Italia / Francia-1962).

: Un film alucinante

Juana de los Ángeles

(Matka Joanna od aniolów, Polonia-1960) dir. Jerzy Kawalerowicz. ESTA TRAGEDIA tiene una base histórica en los sucesos de Loudun (Francia), hacia 1634, que tuvieron por protagonistas al padre Urbain Grandier, que fuera quemado en la hoguera, y al padre jesuita Surin, que procuró liberar del demonio a la madre Jeanne, superiora de un convento. Estos episodios fueron utilizados por el escritor inglés Aldous Huxley para su relato y ensayo Los demonios de Loudun (1952) y luego por el poeta inglés John Whiting para su pieza teatral The Devils (1960). Ninguna de ambas obras es reconocida como fuente para este film polaco dirigido por Jerzy Kawalerowicz, que acredita el argumento a un relato del escritor Jaroslaw Iwaszkiewicz, y que por otra parte simplifica grandemente la anécdota del libro de Huxley, al plantear el conflicto entre unos pocos personajes. Y aunque puede extrañar que un tema de esta densidad filosófica sea tratado por el cine de un país socialista, corresponde subrayar que Polonia tiene una población católica muy abundante, una Iglesia de gran desarrollo y una tradición cultural que hace posible la comprensión de un material tan complejo por vastos sectores públicos. No es casual que el régimen comunista de Polonia sea considerado como el país más autónomo dentro de la órbita soviética: el país tiene sus propios pensadores y artistas, no ha sido fácil sujetarlo a consignas extranjeras y es característico, por ejemplo, que haya rechazado en arte las directivas del realismo socialista. En materia cinematográfica, Polonia ha mostrado además un adelanto y una intención experimental que no tienen parangón en el cine moderno. Al desarrollo de la crítica y de los cine-clubes se ha unido la formación de intérpretes para teatro y cine (en escuelas dramáticas de Varsovia y Cracovia) y la formación de realizadores, libretistas, fotógrafos, escenógrafos y compaginadores en la Escuela de Altos Estudios Cinematográficos y Teatrales de Leon Schiller, en la ciudad de Lodz. Ese impulso oficial,

combinado con una garantía de independencia para la creación personal, ha originado un vasto movimiento de cortometraje, sobre líneas experimentales, del que sólo una parte ínfima ha sido conocida en el Uruguay; el más famoso film de ese grupo ha sido Dos hombres y un armario de Roman Polanski. Los realizadores de cortos se han graduado a su vez para el largo metraje y así se produjo hacia 1955 una eclosión de films polacos que dio a conocer los nombres de una nueva generación: Andrzej Wajda, Andrzej Munk, Jerzy Passendorfer, el libretista Jerzy Stefan Stawinski, los fotógrafos Lipman y Wojcik, el actor Zbigniew Cybulski. En ese grupo debe incluirse a Jerzy Kawalerowicz (nacido en Ucrania Soviética, 1922), diplomado en el Instituto Cinematográfico de Cracovia y vinculado a la producción desde 1950. EL TEMA. El cura católico Suryn, humilde y devoto, llega a la posada del pueblo y conversa con algunos aldeanos. Su misión lo llevará al convento cercano, donde las monjas estarían poseídas por uno o varios demonios. De las conversaciones previas de Suryn en la posada y luego en el terreno cercano al convento, surgen los antecedentes de ese hecho aterrador. Ya hace tiempo que se rumorea que las monjas cumplen ritos diabólicos y que practican actos carnales prohibidos; también hay que recordar que hace poco el párroco del pueblo, un cura Garniec sólo mencionado en los diálogos, fue quemado vivo en la hoguera, procesado por hechicería sobre las monjas, aunque también se le acusaba, con más fundamento, de ser el padre de dos niños que juegan en el lugar. Enfrentado a hechos aterradores, que sacuden la fe popular en los dignatarios de la Iglesia, el padre Suryn entra al convento, conversa con la superiora, la Madre Juana de los Ángeles, y protagoniza una peripecia moral que habrá de perderlo. Primero será testigo de los exorcismos que otros cuatro curas practican sobre las monjas, para arrojarles el diablo del cuerpo; después él mismo cumplirá esos ritos, entre abundantes plegarias y flagelaciones que se infiere solitariamente con un látigo. El contacto con Juana de los Ángeles le llevará a inventar barreras y rejas para aislarse de la tentación pero finalmente, para no sucumbir, cometerá un acto criminal gratuito. De esa manera atrae al demonio sobre sí mismo, confiando en apartarlo de Juana y de las 18 monjas del convento. FÁBULA SOBRE LA HISTORIA. El film no hace precisiones de tiempo y lugar, pero permite entender que la anécdota ha sido trasladada a la campiña polaca sin referencia precisa de época. Su cambio mayor es la simplificación que introduce sobre el hecho histórico, al convertir al padre Garniec en una referencia lateral de los diálogos; su modelo original, el padre Urbain Grandier, da lugar en el relato de Huxley a una prolongada anécdota, describiéndolo como un arribista, un hipócrita y un mujeriego, que unía el encanto personal a un talento de orador y que fue perseguido por maridos engañados, por padres ofendidos y por emisarios de Richelieu, hasta ser quemado en la hoguera (1634). El film se despreocupa de esa zona escandalosa y de varios pormenores de la crónica histórica. Comienza su relato en una etapa más avanzada, cuando la posesión diabólica de las monjas es un hecho admitido, y por otro lado condensa la intervención del padre Suryn (moderado obviamente sobre el Surin francés original) a unos pocos días en la acción, sin la ambición de narrar minuciosamente las gestiones de tres años en Loudun. Al proceder a esta síntesis, e incluso al evitar la mención de la misma palabra Loudun, el film prescin-


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de hábilmente de ser una crónica histórica. Es una fábula intemporal, una reflexión sobre hechos que afectan a la religión, una meditación sobre la caza de brujas. FANTASÍA O CIENCIA. Hay formas opuestas de entender esa fábula trágica. La más simple es también la más engañosa, porque requiere la aceptación de lo sobrenatural. Requiere aceptar literalmente que uno o más demonios puedan apoderarse del alma humana, provocar una conducta licenciosa de palabra y de hecho, alejarse solamente cuando los representantes de la Iglesia pronuncian elaboradas frases en latín, con recitado de textos sagrados, o cuando un cura decide radicalmente absorberlos mediante la comisión de un crimen mayor. Todo ello puede sonar hoy como una mistificación o una superchería, pero hace tres siglos era la verdad admitida en la materia. Y aún hoy, a la luz de los experimentos en parapsicología, en percepción extrasensorial y en la adivinación de hechos lejanos o futuros, es difícil desestimar con displicencia esas fantasías, porque otras similares han sido vistas y comprobadas por espíritus muy racionales. Con verdadera astucia el film deja coexistir la interpretación sobrenatural con otra más científica y moderna. En las palabras de un campesino, propone la idea de que en el convento no hay demonios: sólo hay mujeres, cuyas manifestaciones histéricas son trabajados síntomas de la represión sexual, rebeliones contra las disciplinas que la Iglesia impone. Esta interpretación aparece sostenida por varios datos del film. Uno esencial es que Juana dice disfrutar de sus demonios, en lo que puede entenderse como una transmutación morbosa del goce sexual. Otro dato elocuente es que la única monja que no está poseída por los demonios es la hermana Malgorzata o Margarita, la portera del convento, que es también la única que mantiene tratos con el mundo exterior, llega hasta la posada y accede incluso a dejar los hábitos ante un galán que llegará a poseerla de otra manera. Y un tercer dato, más sugerido que dicho, es que la relación entre Juana y Suryn amenaza adoptar la forma de un galanteo, hasta un beso cursado a través de las rejas, lo que lleva al cura hasta la conciencia de sentirse apresado, por lo que se aparta de ella con un feroz alarido. LOS DEMONIOS INVENTADOS. Las interpretaciones no se agotan en esa teoría del deseo sexual sublimado, con la que quedaría satisfecho tanto moderno adepto de Freud y de sus enseñanzas. Cabe aún el velado ataque a la Iglesia como creadora de demonios que en verdad no existen, y como provocadora de la simulación en Juana y en sus compañeras. El film prescinde hábilmente de explicar el origen de la posesión demoníaca y comienza su acción cuando ya hay cuatro curas en el convento, dedicados a los exorcismos que podrán o no alejar a los demonios: es recién con la llegada de Suryn que el espectador toma conocimiento del problema y es a través de su testimonio visual que puede llegar a entenderlo. Esa ambigüedad deliberada permite entender el proceso de otra manera atribuyendo a la Iglesia la creación de los demonios y atribuyendo a las monjas la aceptación de un simulacro que las lleva a la notoriedad. Esta fórmula más retorcida aparece sustentada por distintos episodios. Una primera secuencia muestra a Juana en un baile fantástico junto a las paredes del locutorio, culminando en la mancha misteriosa que su mano deja junto a una muerta, como una manifestación sobrenatural, pero poco después la monja portera describe el episodio como uno de los números de más éxito en el

Películas / 1964 • 527 repertorio de trucos mágicos que Juana despliega ante los visitantes. En el mismo sentido cabe entender la pasión de notoriedad con que Juana ruega a Suryn que la ayude a convertirse en santa, una solicitud paradojal que debiera nacer de la humildad y no de la vanidad. Y también en esa interpretación se ubica la secuencia más fascinante del film, la entrevista de Suryn, ya desconcertado y derrotado, con un rabino local al que pide consejo. La respuesta del rabino, envuelta en una culta disquisición teológica, es que estos demonios no existirían si la Iglesia no los hubiera inventado, con lo cual subraya una distinción esencial entre el pensamiento religioso judío y las doctrinas más recibidas de la religión cristiana de la época. El film sugiere ingeniosamente que esta entrevista con el rabino es imaginaria y sólo surge de la reflexión interior de Suryn, abrumado por hechos que no llega a comprender. No sólo el rabino no tiene figuración alguna en el resto del relato, sino que aparece interpretado por el mismo actor que Suryn (Mieczyslaw Voit), con leves cambios de maquillaje, sugiriendo así un diálogo del personaje consigo mismo. Lo que Suryn combate puede ser, en fin, la propia la naturaleza humana, deformada por la presión exterior del dogmatismo, rebelde contra las restricciones al pensamiento y a la conducta. En un velado sentido, el film puede ser interpretado como un comentario lateral a la imposición totalitaria, lo que incluye por cierto al moderno comunismo y es un secreto síntoma de la resistencia de los intelectuales polacos a las consignas soviéticas. Al prescindir deliberadamente de la crónica histórica, borrando la palabra Loudun y la fecha del siglo XVII, el director y adaptador Jerzy Kawalerowicz ha formulado una fábula intemporal, abierta a varios sentidos, con una ambigüedad que es una riqueza. REFINAMIENTO DE ESTILO. También ha hecho un film de un preciosismo formal que desafía a la descripción. Está concebido en contrastes de blanco y negro, dando una apariencia crispada a cada imagen, con unos pocos muebles negros sobre el fondo blanco y despojado de las paredes del convento, o con el choque continuo de las túnicas blancas de las monjas contra el manto negro que envuelve a Suryn. Se caracteriza asimismo por una extrema movilidad, no sólo la de la cámara que salta sin corte de un personaje a otro durante la escena inicial de la posada, o que toma planos largos y cortos sin transición, durante los exorcismos, sino también la pensada movilidad de los personajes: Juana deslizándose inclinada junto a las paredes en una actitud de bestia dispuesta a atacar, el baile de las monjas durante uno de los ritos, las palomas cercanas con quienes se compara a aquéllas, o el estupendo correteo de dos niños y un hombre sobre el campo, al fondo de una meditada conversación entre Suryn y el párroco local. Aún con más intención, el director coloca simbólicas barreras entre sus personajes, reforzando la incomunicación esencial que persiste a pesar de los diálogos: aquí unas puertas y unas columnas, allá una entrevista realizada a través de las túnicas blancas que cuelgan de las cuerdas, después una verdadera reja que Suryn hace construir para impedirse la tentación del contacto físico y que no evitará sin embargo el beso de Juana. Con sus enfoques rebuscados, sus carreras enloquecidas, sus bailes y cantos interpolados entre eruditas reflexiones teológicas, el film avanza como una obra revolucionaria, que propone una forma singular para un tema singular. Tiene a su servicio la más depurada técnica, no sólo del fotógrafo Jerzy Wojcik sino del mismo director Kawalerowicz, que en sus films previos (La sombra,


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El verdadero fin de la guerra, Tren nocturno) había mostrado milagros de movimiento y de ritmo con la cámara. Tiene además en Lucyna Winnicka una intérprete superior, capaz de pasar en repentino salto de la santidad aparente de su Juana a la simulación gozosa de la posesión demoníaca. Juana de los Ángeles es un film alucinante y extraño, con un brillo formal que pocas veces se consigue ver en cine y al mismo tiempo con la complejidad de ideas e interpretaciones que lo harán objeto de agudas controversias. Es desde ya uno de los films del año. 1 y 2 de junio 1964. Títulos citados (dirigidos por Jerzy Kawalerowicz, salvo donde se indica) Dos hombres y un armario (cm, Dwaj ludzie z szafa, Polonia-1958) dir. Roman Polanski; Sombra, La (Cien, Polonia-1956); Tren nocturno (Pociag, Polonia-1959); Verdadero fin de la guerra, El (Prawdziwy koniec wielkiej wojny, Polonia-1957).

: Adaptación lánguida

Gypsy

(EUA-1962) dir. Mervyn Le Roy. LA GYPSY DEL TÍTULO no es sólo una mujer auténtica, nacida con el nombre de Louise Hovick (en Seattle, 1914), sino también, con el seudónimo de Gypsy Rose Lee, una de las más famosas estrellas de striptease en el teatro americano de variedades. Hacia 1939 estaba en la cumbre de su fama, pero entonces tenía 25 años. Veinte años después ya estaba viviendo de vender sus memorias, y con ellas se había hecho una pieza musical que en 1959 hizo cierto ruido en Broadway, con texto de Arthur Laurents, dirección y coreografía de Jerome Robbins, dos hombres que habían colaborado antes en crear West Side Story. El acento de Gypsy, como el del film que lo adapta, no estaba colocado sin embargo sobre la protagonista sino sobre su muy protectora madre, una mujer de empresa; así se daba la paradoja de que la Gypsy estuviera interpretada por Sandra Church, actriz de fama tenue, mientras que Ethel Merman se hacía cargo de la madre, porque tenía un papel de más lucimiento que la protagonista. El asunto incluye sólo como niña a la hermana de Gypsy, una actriz más conocida con el nombre de June Havoc. El film es una versión abreviada y melodramática de cómo una muchachita tímida llegó a ser una estrella de striptease. El prólogo de este episodio lleva dos horas exactas de un film de ciento cuarenta minutos y cuenta de los esfuerzos de la madre en cuestión por organizar números de variedades con niños diversos, incluyendo sus dos hijas, y contando con el apoyo de un aspirante a vendedor de chocolate, que podrá convertirse o no en el cuarto marido de la empeñosa mujer. A cierta altura la más rubia de las nenas se independiza de la madre, ésta se dedica a la otra, ambas aterrizan en un teatro de variedades un poco más zafio de lo previsto, y allí las circunstancias convierten a

Louise Hovick en la candidata a suplir a una estrella ausente, para lo cual deberá hacer striptease, lo que en el caso consiste en sacarse muy poco de su ropa en el escenario. La última media hora está dedicada a mostrar a Gypsy Rose Lee en una carrera triunfal en las salas de todos los estados de la Unión, mientras su madre se ve relegada y despechada porque ya no tiene función que cumplir en la carrera de la muchacha. Hay que conocer un poco la revista musical de los teatros americanos para adivinar que el original de Gypsy debió ser un espectáculo vigoroso, con sus toques de drama y de humor, donde las instancias críticas justifican canciones y bailes debidamente presentados por el gran maestro que es Jerome Robbins. Volcado a las manos de Mervyn Le Roy, que es uno de los directores cinematográficos de más consistente mediocridad en los últimos treinta años, el film es largo, lento, penoso. Tiene algunas secuencias de rudimentario teatro filmado (especialmente la del abandono por la otra hija en una estación de ferrocarriles), diálogos escuchados tras la puerta, canciones que interrumpen la acción y otras derivaciones de adaptar al cine lo que fue pensado para la irrealidad y el convencionalismo de la escena. Cuando un personaje dice que faltan siete minutos apremiantes para que la estrella salga ante la platea, Mervyn Le Roy pierde catorce en diálogos lerdos y en una canción inútil, sin advertir que el tiempo le corre. Rosalind Russell se destroza el físico y el ánimo en su papel, desde los entusiasmos iniciales a los desgarramientos de despecho final, todo lo cual está a menudo cantado por ella misma y a veces doblado (por Lisa Kirk), pero tropieza con dos graves inconvenientes: uno es competir con Ethel Merman, famosa pila eléctrica, y otro es dejar ver que está actuando, como una gran diva que quiere lucirse por encima de su papel. El striptease de Natalie Wood no es tampoco muy convincente, pero la muchacha tiene su encanto juvenil y una mayor calidad de actriz dramática. En el resto del elenco figura Karl Malden como un abnegado apoyo de la mujer empresaria y se lucen tres rubias poco conocidas (Betty Bruce, Faith Dane, Roxanne Arlen) en un número humorístico dedicado a promover la necesidad de que el striptease sea hecho con algún toque original. Esos cuatro minutos, titulados You Gotta Have a Gimmick, son la única sonrisa de este melodrama musical necesitado de otro libreto, de otro director y de otra concepción. 7 de junio 1964.

: Sólo para sádicos

El mundo al desnudo

(Il mondo di notte numero 3, Italia-1963) dir. Gianni Proia. DESDE QUE Europa de noche (Europa di notte, Blasetti-1958) puso en boga hace cinco años las series de semidocumentales sobre los entretenimientos del mundo, han aparecido tantos espectáculos similares que ya se opera sobre el público un efecto similar al de las drogas: hacen falta más dosis, cada vez más fuertes, para conseguir el


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resultado inicial. Se podía decir y creer que Mondo cane (1961) de Giacopetti era cruel, pero este Mundo al desnudo supera los precedentes. Una larga secuencia inicial muestra por ejemplo a un fakir francés que no quiere ser llamado fakir y que ante cuarenta personas se atraviesa el cuerpo con afilados metales, sin aparente dolor, en lo que él denomina una prueba de la fuerza de la voluntad; todos los espectadores que quieran cerrar los ojos durante esas operaciones deben ser advertidos de que también hay que tener voluntad para mantenerlos cerrados durante diez minutos. Poco después un duelo muy ceremonioso entre estudiantes alemanes, rodeados de todos los ritos del caso, detalla como ambos rivales se destrozan recíprocamente la cara con espadas, previo juramento de no mover la cabeza durante el sacrificio. Y un poco más tarde se pueden presenciar sangrientas operaciones de magia negra, minucias de un espectáculo francés de Grand Guignol y también los detalles de cómo hacen los campesinos finlandeses para castrar renos, un proceso que es naturalmente repugnante y que los campesinos en cuestión enriquecen con estilos morbosos cuya descripción no se podrá leer en la prensa, aunque el cine los muestra en primer plano. A intervalos del Gran Festival del Morbo, el film deja ver dos secuencias de striptease, un show de un club francés que elige damas desnudas mirándolas en público por detrás, un monasterio griego edificado en la imposible altura de enormes piedras inaccesibles y otras curiosidades que chocarán menos a los espectadores sensibles. Una parte de esa diversión adicional está muy fallida, como la secuencia en una barbería inglesa, que parece pensada y actuada por Los Tres Chiflados. Otra parte está dedicada a los energúmenos jóvenes suecos, que hacen destrozos en su derredor, con gran exhibicionismo, en un fragmento cuya agilidad e interés se deben a los esfuerzos del buen rodaje. Como suele ocurrir con estas colecciones de escenas sueltas, el promedio es muy irregular, pero el tono imperante es el de la morbosidad soberana. Para próximos films del género cabe pronosticar el registro documental de asesinatos reales y de pornografía auténtica; para este film en particular corresponde imaginar un público que necesite ser sacudido por el sufrimiento ajeno, con toda crueldad posible. Si hay mucho público de semejante ansiedad, será prudente irse del país cuanto antes. 14 de junio 1964.

: Dos episodios interesantes

El amor a los veinte años

(L’amour à vingt ans, Francia / Italia / Alemania / Polonia / Japón-1962) Film en episodios dirigidos por François Truffaut, Renzo Rossellini, Marcel Ophüls, Shintarô Ishihara, Andrzej Wajda. HACIA 1961, cuando los directores jóvenes eran no sólo la esperanza artística sino también la esperanza comercial de la cinematografía europea, el productor francés Pierre Roustang promovió este film en cinco episodios, a rodarse en cinco países, con cinco diferentes directores de la nueva generación. A cargo de François Truffaut

estuvo uno de los episodios y la coordinación general, una prioridad muy legítima si se tiene en cuenta que Truffaut estaba más cerca del productor y que era además un nombre capital en la Nouvelle Vague francesa. De lo que eligió Truffaut en otros lados cabe hacer notar la fama previa del polaco Andrzej Wajda (La patrulla de la muerte, Cenizas y diamantes), mientras son más oscuros o más débiles los antecedentes del japonés Shintaro Ishihara (novelista, hermano de un actor y productor), del alemán Marcel Ophüls (hijo de Max Ophüls) y del italiano Renzo Rossellini (hijo de Roberto). Lo primero que hace falta en este film a diez manos es cierta unidad básica, más allá del dato superficial que supone tratar cinco casos de amor adolescente, en episodios necesariamente breves. Lo segundo que falta es un propósito conjunto, un dictamen, una idea, una posición: hay un enorme margen de azar en cada anécdota y se tiene la continua sensación de que ninguno de los realizadores quiere acercarse a la trascendencia. Esa falta de sustancia hace retroceder el film a un conjunto de ejercicios de estilo a la manera de pruebas de examen. Quien sale con mejor fortuna es Truffaut, que prosigue la anécdota de Los 400 golpes utilizando al mismo director Jean-Pierre Léaud y de hecho a su mismo personaje, en un amor malentendido con una chica (Marie-France Pisier) que sólo le considera un amigo y que no le lleva mucho el apunte a sus avances amorosos. Desde el planteo algo casual hasta la frustración del último incidente, la peripecia del protagonista está observada con mucho detalle informativo sobre su trabajo, sus amigos, su vida diaria, pero también con gran soltura para manejar distintos tiempos y sitios, para introducir pequeños datos humorísticos y para conseguir secuencias mudas de peculiar sabor, como el flirteo en la sala de concierto o como la mudanza del joven protagonista hasta un hotel cercano a la casa de su amada. La fluidez del relato sugiere enTruffaut a un poeta que prescindiera no sólo del sentido sino también de la rima, atento sólo al ritmo y la musicalidad de sus frases. El episodio polaco es más penetrante como drama. Parece proponer al principio un romance entre Barbara Lass y Wladyslaw Kowalski, en los jardines de un zoológico, pero en seguida introduce a Zbingniew Cybulski, como un desconocido que se anima a penetrar en una fosa helada para rescatar a una niña que se ha resbalado y que podrá ser atacada por los osos. El valiente es invitado por la muchacha a su casa, un nuevo romance parece inminente, pero el galán no accede a la oportunidad que le brindan. En una secuencia fantasmal, mientras ambos personajes y otros juegan a la gallina ciega, Cybulski recuerda un momento crítico durante la guerra, cuando estuvo al borde de ser fusilado y se salvó en el último segundo. Entonces se advierte que en ese hombre hay un desequilibrio nervioso: no le importa la vida, no le importa la mujer, está marcado como un heredero involuntario de la gran tragedia nacional que fue la guerra para Polonia, y representa un contraste vivo y desesperado con los jóvenes más frívolos que le rodean. El episodio ha sido escrito por Jerzy Stawinski, que ha sido autor de algunos de los más notables films polacos (La patrulla de la muerte, Atentado, Heroica) y que aquí formula una reflexión lateral, un poco elíptica, sobre la sociedad que le rodea. La dirección de Wajda es también ágil y perspicaz, se apoya


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en escenas reducidas a un mínimo de diálogo y parece confiar siempre en la inteligencia de su público, lo que es habitual en los directores polacos. Los otros tres episodios son más débiles. El más flojo es el italiano, donde Renzo Rosellini utiliza tres largas secuencias dialogadas para informar sobre el triángulo insoluble que componen un muchacho de familia humilde (Geronimo Meynier), su joven amante recién conquistada (Cristina Gajoni) y la otra mujer rica que ha dado apoyo económico al muchacho y que tiene motivos para considerarse su propietaria (Eleonora Rossi Drago). El episodio alemán de Marcel Ophüls tiene más soltura narrativa pero está pensado para el público de semanario femenino. El romance empieza curiosamente cuando la muchacha ha tenido ya un hijo, y en la maternidad es visitada por el padre de la criatura, un fotógrafo periodístico sumamente viajero que no ha tenido tiempo de casarse y que empieza a buscar tiempo ahora. El episodio japonés de Shintaro Ishihara propone una forma retorcida del amor. Está protagonizado por un joven obrero que ama secretamente a una chica desconocida a la que ve pasar diariamente hacia el trabajo: como no se anima a hablarle, comienza a llenarse de furia y llega a matar a dos mujeres, sin bastante fundamento. Este caso de psicosis criminal es difícilmente representativo del amor a los 20 años, pero hay que acreditar al director con un trabajo fotográfico excelente, hecho con planos muy cercanos sobre sus personajes. En los cinco episodios hay algunas audacias formales, como la de partir la pantalla ancha en zonas de imágenes distintas, o la de aislar de repente un rostro en un extremo, o la de enhebrar los distintos relatos con una sucesión vertiginosa de fotos fijas (supervisadas por Henri Cartier-Bresson, artista del ramo) que describen formas callejeras del amor, con una melodía romántica cantada en varios idiomas desde la banda sonora. Pero el film no se hace mejor por esos fuegos artificiales. Como cine de jóvenes, debería tener otros méritos más sólidos de sustancia o de lenguaje, y es una pequeña desilusión comprobar que sólo es original y entretenido. 20 de junio 1964. Títulos citados Atentado (Zamach, Polonia-1958) dir. Jerzy Passendorfer; 400 golpes, Los (Les Quatre Cents Coups, Francia-1959) dir. François Truffaut; Heroica (Eroica, Polonia-1957) dir. Andrzej Munk; Patrulla de la muerte, La (Kanal, Polonia-1957).

: Un entretenimiento

Amor en Las Vegas

(Viva Las Vegas, EUA-1964) dir. George Sidney. NO DEBE ESPERARSE MUCHO ASUNTO de esta comedia musical de Elvis Presley, que volvió de sus peripecias en el ejército americano y quiere retomar su carrera de astro cinematográfico. Acá interpreta a un automovilista muy empeñado en ganar el premio de Las Vegas, para lo cual

consigue dinero en una timba, lo pierde en un contratiempo, vuelve a ganarlo misteriosamente, compra el motor y corre luego arriesgadamente durante los últimos quince minutos. En los plazos intermedios quiere seducir a la bella Ann-Margret, que enseña natacióvn a los niños y baila de vez en cuando, pero lógicamente se casa con ella. Todo es muy convencional y Presley sigue teniendo la cara triste de antes, pero el film se hace entretenido por otros motivos. Uno es que el productor y el director han sacado bastante partido al mundo luminoso y caótico de Las Vegas, el mayor centro turístico del azar. Otro es que Ann-Margret baila con verdaderas ganas2, pareciendo mucho más seductora y viva que cuando se asomó dos años antes como la ingenua de Milagro por un día (A Pocketful of Miracles, Capra-1961). Un tercer motivo es que la carrera de automóviles está muy bien reconstruida y filmada, con los accidentes del caso y las tomas desde helicópteros. No hay que tomarse el resultado muy en serio, pero el film se deja ver sin protesta. 20 de junio 1964.

: Virtuoso fotógrafo de paseo

En pos del sol

(Chelovek idyot za solntsem, URSS-1962) dir. Mijail Kalik. LAS AVENTURAS DEL NIÑO Sandu (ocho años, morocho, sonriente) lo llevan literalmente atrás del sol, mientras atraviesa juguetonamente la inmensa ciudad, con el espíritu de vagancia que otros niños no pueden ejercer. Ha estado jugando al fútbol con otros muchachos, después todos ellos examinan el sol a través de vidrios ahumados y Sandu descubre la idea que tarde o temprano se revela a cada niño de este mundo: la de seguir el camino del sol y volver al punto de partida después de haber dado la vuelta a la Tierra. Sólo que para eso no alcanza un caminante y mucho menos un niño, con lo cual el ideal del protagonista es apenas una utopía sobre la que luego cae la desilusión del crepúsculo. Toda la sustancia del relato, que está deliberadamente armado como una acumulación de episodios sueltos, consiste simplemente en lo que el niño ve en esa recorrida por la ciudad, mezclándose ocasionalmente en algunos de los conflictos. Ve un número de moto en una pequeña pista cilíndrica de un circo; ve una señora que camina por la feria llevando globos coloridos en una mano; H.A.T. fue pionero en señalar el baile de Ann-Margret como una razón importante para ver este film. En 2007 el crítico británico Kim Newman seleccionó esa escena entre los “1000 momentos clave de la Historia del Cine” y se justificó escribiendo que Quizá sea la única vez, en un musical de Elvis, que el público está pendiente de las caderas de otra persona.

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ve una discusión sobre fútbol entre un peluquero calvo y un zapatero sin piernas; ve cómo un camionero que parecía muy amable se enoja cuando encuentra a su hermana en compañía de un galán; ve un entierro y una pelea en la plaza y un vendedor de sandías y un campo de fútbol donde sólo aparecen tres bailarinas que ensayan sus pasos con un enorme globo. La lista de lo que el niño ve podría ser muy larga y si se agrega lo que podría también haber visto la lista llega a lo interminable. Hay un par de modelos claros para el film. Uno es El pequeño fugitivo, de Ashley-Orkin-Engel (Little Fugitive, 1953), que mostró la peripecia de otro niño fugado hasta el parque de diversiones de Coney Island; otro posterior es El globo rojo (Le Ballon rouge, 1956) de Lamorisse, que era sólo un cortometraje pero que daba el espíritu de juego infantil, de poesía y de humor. Ambos precedentes tenían una virtud que falta en el film soviético. Tenían perspicacia para la observación del mundo que rodea al niño, y se concentraban en el punto de vista de éste, dando un tinte personal, subjetivo, a la cosa narrada. Los libretistas de En pos del sol no atinan a construir ese enfoque. Muestran cosas pintorescas o extrañas o triviales, pero no las enlazan entre sí, no las enfatizan con el desconcierto o la sorpresa o el descubrimiento del niño. Esa debilidad narrativa provoca la sensación de capricho para toda la construcción: el film dura 72 minutos pero puede durar 36 o 144, sin mayor diferencia. Esa debilidad está compensada por la riqueza visual del resultado. Con un formidable registro de color, cuya nitidez es un modelo, y con una enorme movilidad tanto de las cámaras como de los objetos que ella atiende, el film se solaza en presentar pompas de jabón, flores, imágenes repetidas como en un caleidoscopio, juegos de agua en fuentes y canaletas, vidrios de colores en los que se mezclan reflejos, y otros virtuosismos propios de un film hecho primordialmente por un fotógrafo. Una parte menor de ese despliegue adquiere alguna poesía, por el doble juego final con que los recuerdos del día se modifican durante un sueño de la noche. El incidente de la plaza, donde un señor malhumorado arranca una flor de girasol, se mezcla con el otro entierro, y lo que el niño imagina es ahora el ceremonioso sepelio del girasol, escoltado por él mismo y por una dama joven y triste que había aparecido fugazmente antes. Aunque toda la parte final del film tiene ese aire melancólico, de recuerdo tamizado por una memoria afectiva, el director Mijail Kalik no logra construir el poema que se propuso. Tenía los elementos narrativos y tenía un fotógrafo capaz de recoger con humor la secuencia en que un señor malhumorado es bañado ferozmente por una manguera. Pero queriendo hacer un poema hizo un film trivial, entretenido, lindo de ver, que puede ser olvidable a corto plazo. Los libros de referencia indican que éste es el cuarto film de Kalik, siendo desconocidos aquí los tres previos. Es probable que su nombre comience a importar más desde el quinto o sexto film, cuando el hombre organice su material con cierta unidad de criterio. Aquí está apoyado por el encanto del niño Nika Krimnus, por la música festiva de Tariverdiev y sobre todo por la capacidad técnica del fotógrafo Derbeniev, que ha tenido todo un film para lucirse. 24 de junio 1964.

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Admirable

El puente sobre el río Kwai

(The Bridge on the River Kwai, Gran Bretaña / EUA-1957) dir. David Lean. EL PUENTE ES CONSTRUIDO por los japoneses en las fronteras de Siam y Birmania, a principios de 1943, como parte de una nueva línea férrea, pero la mano de obra es la de los prisioneros ingleses del campamento local. El conflicto inicial es planteado por el coronel inglés (Alec Guinness), que invoca la convención de Ginebra; los oficiales prisioneros no están obligados a hacer trabajos manuales. Con sus ocho subordinados inmediatos resiste ante el coronel japonés (Sessue Hayakawa), pese a la tortura. Gana en su posición, porque los centenares de ingleses a sus órdenes sabotean el trabajo que se les obliga a hacer. Pero gana aún más: consigue que la construcción del puente sea dirigida por los mismos ingleses, como un ejemplo de trabajo activo, como un factor disciplinario, como una finalidad de vida, como una demostración de que los ingleses saben hacer sólidamente su deber. Hasta el final Guinness no advierte que ese empeño moral es también una traición y que está colaborando con el enemigo en un acto bélico que perjudica a la causa inglesa. Lo advierte recién cuando una expedición de comandos aliados (William Holden, Jack Hawkins, Geoffrey Horne) llega sigilosamente para destruir ese puente, tras una prolongada travesía en la selva que constituye un segundo argumento paralelo en el film. Los últimos momentos plantean así la culminación de la aventura física (conseguir o no la explosión del puente), pero también la culminación de un conflicto moral: un deber que se cumple por motivaciones éticas de persona o de grupo puede contradecir el deber del país que se defiende. LA EXPLOSIÓN. Con un asunto que desarrolla paralelamente un drama del deber, una múltiple aventura física y varias anotaciones secundarias, a veces humorísticas, sobre la psicología militar, la primerísima virtud del film es dar cabida a tanto material sin perder la unidad de conjunto y sin asordinar ninguna de sus resonancias. Dos horas y media se han tomado el productor Spiegel y el director David Lean para exponer su asunto, y es difícil marcar en el resultado ninguna escena que sobre al conjunto. Quizá sean superfluos los pocos minutos dedicados al romance entre Holden y una enfermera (Ann Sears), pero sirven empero para marcar el carácter de aquél, su inclinación instintiva a vivir como mejor se pueda y se sepa, sin sujetarse a las consignas heroicas y suicidas que practican los dos oficiales superiores (Guinness, Hawkins). Y en la estructura de la anécdota, es notorio que la unidad del relato se resiste cuando el film debe alternar, en dos sentidos, el progreso del puente bajo Guinness y el progreso de la expedición que se acerca a destruirlo. Pero esa inevitable división en dos temas constituye empero un factor de suspenso y prepara la reunión final y explosiva de ambos bandos, como lo quiere una clásica receta del cine de acción. Por todo otro concepto, la estructura del film tiene una sabiduría


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de obra arquitectónica, y ciertos datos casuales que se apuntan al principio tienen un calculado eco posterior. La insistencia inicial de Guinness en que los oficiales ingleses no trabajen está marcada en una sucesión opresiva de escenas (aguantar a pie firme bajo el sol, aguantar el encierro en una casilla de lata) y así David Lean obtiene un empuje entusiasta para el momento inmediato en que el terco oficial gana esa batalla y es aclamado y llevado en andas por sus subordinados; más tarde, el mismo dato adquiere un relieve irónico, porque cuando Guinness se empeña en terminar el puente, como problema de orgullo personal, llega a ordenar que trabajen no sólo sus oficiales sino aun los soldados enfermos. En otras zonas del film puede advertirse también esta previsión para establecer y luego utilizar los datos de la anécdota: la indecisión sobre si el soldado Geoffrey Horne será o no capaz de matar resueltamente a un enemigo, la implícita comparación entre los coroneles inglés y japonés, separados al principio por su terquedad o unidos luego por un mismo código militar que les lleva a cumplir un deber hasta el máximo de su competencia. La gran ironía del film es que mientras detalla la construcción de un puente, que crece físicamente ante los ojos del espectador, va insinuando una corrupción de sus motivaciones. Hacia el final, Guinness reflexiona con cierta frenada solemnidad que cumplir un deber es dar una finalidad a una vida, pero el espectador sabe hasta dónde esa filosofía nace del error. Lo que está en cuestión, subyacente y nunca explícito, es que el invocado deber de un militar es hacer la guerra, y que ése es un cuestionado principio moral. Con un equilibrio que es también una grandeza, el film sienta majestuosamente problemas de ética bajo su espectacular superficie. ESTILO DRAMÁTICO. Aunque es difícil separar zonas de realización de un film que está meditado y construido como una gran unidad, debe apuntarse a favor de David Lean la atención que prestó a los valores dramáticos del juego. En una sola zona no ha calado profundamente, al no revelar la reacción de los prisioneros ingleses ante una orden superior que les obliga a trabajar en una traición; se limita a un breve diálogo entre Guinness y el oficial médico (James Donald) y a un comentario casual y tolerante de dos subordinados. Pero el director ha visto otras riquezas de su conflicto, ha marcado con velada ironía la relación entre ambos coroneles, ha señalado el proceso de convicción con que William Holden se ve envuelto en una expedición de comandos que no hubiera deseado realizar. En muchas escenas menores la frase humorística, una mirada, un detalle físico, le sirven para marcar puntos de su tema: los prisioneros no obedecen una orden de un militar japonés pero sí la del superior inglés; la radio de los voluntarios no marcha en la selva, pero cuando comienza a funcionar se escucha en inglés una trasmisión japonesa (Recuerden: no se ofrezcan de voluntarios para nada). La interpretación es parte de la convicción dramática de todo film, y aunque son excelentes todas las actuaciones individuales (Holden, Hawkins, Hayakawa, Donald) corresponde a Guinness el mérito principal, con alguna escena prodigiosa como el esforzado paso marcial con que sale de su penoso encierro o como la dignidad que se empeña en mantener, hambriento y cansado, frente al coronel japonés. Pero el impacto dramático del film es algo más que la suma de sus detalles: es la concepción unitaria de un asunto que progresa sin retroceder ni detenerse, hasta diez minutos finales en que se conjugan una crisis de voluntades y una tensión física singular.

ESPECTÁCULO PENSADO. Otros directores se habrían conformado con alguna de las zonas de su tema: quizá Wyler o John Huston habrían explotado los dobleces de la relación entre los principales personajes, quizá Cecil B. DeMille habría explotado al máximo la espectacularidad de un puente que se construye y se derrumba. Un mérito particular de David Lean es haber seguido simultáneamente ambas líneas, atender a la psicología tanto como a la aventura, supervisar lo colosal sin olvidar la sutileza. Otro mérito particular es el estilo cinematográfico con que narra esa aventura, la noción infalible de tiempo y de ritmo, el ajuste de un meditado montaje, el uso intencionado de su pantalla ancha. Cuando Horne y Hawkins persiguen en la selva a un soldado japonés, la intercalación de imágenes y sonidos revela a una mano magistral, hasta el momento en que un balazo rompe el silencio y la pantalla queda invadida por cientos de murciélagos que saltan de los árboles. Cuando la expedición de comandos coloca cautelosamente los explosivos en la base del puente, Lean establece en el campamento una fiesta simultánea de los prisioneros ingleses, y da así un relieve sarcástico a una tarea de sabotaje cumplida con fondo de música alegre y aun con fondo de himno inglés; como concepción visual, toda la escena es asimismo uno de los grandes momentos del año, un prodigio de tiempo y de pausa. Y los diez minutos finales, que concentran el éxito o el fracaso posible de todas las ideas en juego, son también de una tensión única. Como lo ha demostrado con abundancia mucho film del Oeste y de guerra, un espectáculo no progresa en el público a través de lo mucho que se ponga en una pantalla, sino por la acumulación temporal de sus datos, en una gramática cinematográfica que tiene varios maestros reconocidos: Sucksdorff, Humphrey Jennings, Anthony Mann y desde luego David Lean. Hay momentos notables en la música de Malcom Arnold (los acordes que acompañan el descenso de los paracaídas, por ejemplo) pero su mérito funcional es la marchita silbada con que ingresan los prisioneros al campo y con que luego se comentan irónicamente algunos otros de sus pasos. Hay también momentos tremendos en la fotografía de Jack Hildyard (una última toma que se va ampliando desde un helicóptero), pero también en este ritmo el mérito está en la utilización, en el acopio de detalles con que se construyen las varias escenas de suspenso. El puente sobre el Río Kwai es simultáneamente muchas cosas: un drama, una aventura, una reflexión filosófica, a veces una comedia. Es un film de intérpretes y técnicos, es un film de producción, en el preciso sentido en que su ambicioso plan exigía una mentalidad, una capacidad y una posibilidad económica para lo grandioso, como Sam Spiegel ha sabido mostrarlo aquí. Pero es sobre todo un film de dirección, un cálculo meditado para incluir en un tema todo lo que procede y para combinarlo luego hasta una explosión emocional. La técnica ha sido un constante dominio de David Lean, porque aquí también llega a una respetable sabiduría. 6 de julio 1964.

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Los cuatro chiflados

País vistoso

(A Hard Day’s Night, Gran Bretaña-1964) dir. Richard Lester.

(Russia sotto inchiesta, Italia / URSS-1963) dir. Romolo Marcellini, Leonardo Cortese, Tamara Lisitsian.

Ye... Ye... Ye... Los Beatles

Rusia inédita

LOS BEATLES SON UN POCO MEJORES de lo que sospechaba la Vieja Ola, por lo que hay que recomendar cierto desprejuicio para apreciarlos en lo que hacen. Son desde luego cuatro extravagantes de pelo largo y flequillo, que se creen importantísimos y graciosísimos, que desarrollan un humorismo digno de Los Tres Chiflados y que han concentrado, imperdonablemente, la adhesión histérica y gritada de miles de muchachitas adolescentes, en uno de esos casos de impulso sexual sublimado que se hicieron más claros después de Freud. Pero son también cuatro músicos natos, que inventan sus propias canciones, las interpretan variablemente con sus voces, sus guitarras, sus armónicas, sus tambores y demuestran poca invención melódica pero un sentido directo y comunicativo de la armonía y del ritmo. Por qué deliran tanto las chiquilinas es algo que todavía no ha sido bien explicado, pero cabe prever que un estudio conjunto de la adolescencia contemporánea, con apoyo en James Dean, en Elvis Presley y en Palito Ortega, terminará por incluir debidamente a los Beatles. Renegar de ellos porque no parecen adorables y porque son sin embargo adorados sería esconder el problema. No hay un argumento en el film, que sólo propone un viaje de los cuatro en tren, hasta una ciudad donde deberán cumplir un programa de televisión. Hay diversos contratiempos en el camino, uno de los cuatro se aparta del grupo, y tras diversas aventuras el programa se cumple puntualmente, entre chiquilinas que deliran. La parte peor es el humorismo que estos cuatro locos se tiran recíprocamente, con ánimo de bufonada y de circo, con ocasional pretensión de ingenio (¿Y cómo llama Ud. a su peinado? – Arturo) y con un criterio elemental que sólo hará reír a los más simples. Pero en cambio hay muchas canciones, a veces frente a la cámara y a veces como fondo a las corridas, y con ellas los Beatles están en lo que saben hacer mejor. Algún día se descubrirá que estos músicos serían unos fracasados si no hicieran todo el ruido adicional de peinados y extravagancias. La parte más positiva de este film juvenil es el trabajo de cámara y compaginación. Desde un principio veloz, en el que los sujetos corren por la calle perseguidos por una multitud ululante, hasta su final actuación en el escenario, ante un público adolescente que delira de éxtasis, los Beatles son recogidos sin apronte y con rapidez, en una impostación casi documental, con una agilidad que nadie esperaría encontrar en un relato dedicado a cuatro divos que cantan. 15 de septiembre 1964.

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LA UNIÓN SOVIÉTICA ES UN PAÍS INMENSO del que buena parte del mundo ignora demasiadas cosas, así que siempre es conveniente tener un documental que ayude a reconstruir ese rostro y por lo menos la parte exterior del cuerpo. De la mediana ignorancia son parcialmente responsables los mismos soviéticos, que hace muy poco tiempo comenzaron a aflojar los contralores y a permitir una inspección extranjera de lo que allí se puede ver. Y este documental preparado por italianos es desde luego sólo una aproximación a un conocimiento de la URSS, en parte porque se trata de una co-producción con los soviéticos y eso hace más difícil encontrar una actitud crítica, como la que François Reichenbach mostró hace un par de años en América insólita (L’Amérique insolite, 1958). Casi todo el metraje está destinado a la exposición de bellezas y peculiaridades, lo que no debe extrañar. Parte de esas bellezas se refieren al paisaje, no sólo al de la Naturaleza sino también al que fue creado por el hombre: la Plaza Roja de Moscú, la tumba de Lenin, los canales y los puentes de Leningrado, los balnearios del Mar Negro, las cúpulas de las iglesias. Otra zona más informativa, que habla bien del régimen pero lo hace con veracidad, se refiere a algunas curiosas normas sociales: los estancos de tabaco tienen letreros que advierten sobre los peligros del cigarrillo, los expendios de alcohol avisan al cliente sobre los perjuicios del alcoholismo, las calles de Moscú están limpias de todo papel, porque hay una auténtica disciplina en los peatones. A esto se agrega que los helados son siempre exquisitos y se consumen también en invierno, que los niños reciben una atención preferencial en todos los órdenes de la comunidad, que la abundancia de comida y de vinos en los restaurantes es un dato esencial para los turistas y que el pueblo soviético aprovecha toda oportunidad para cantar y bailar. Una larga zona del film está dedicada a la diversión de los veraneantes en la costa del Mar Negro, lo que incluye números especiales de duchas con mangueras y de sol tomado a horario, con instructor adecuado. Un prólogo al film, previo a los títulos, traza algunos aspectos de la historia soviética, para lo cual utiliza documentales mudos que informan velozmente sobre la revolución de 1917, titulares en los diarios para los discutidos procesos de Moscú (20 años después) y otros recortes cinematográficos para detallar la destrucción y la muerte de la guerra contra los nazis, durante 1941-45. De allí para adelante, el retrato está lleno de goce y bienestar, un propósito en el cual se elude toda constancia de orden político, prefiriendo establecer que las viviendas nunca alcanzan pero que allí hay miles de turistas y que el pueblo baila no sólo su repertorio popular sino también el americano, con un largo número que abarca algunas modalidades del rock’n’roll y del twist. Como forma cinematográfica el film es simple hasta lo obvio. Habría sido preferible una cámara más móvil y se habría ganado algo en la banda sonora si los realizadores no se empeñaran en describir la URSS con un diálogo de dos


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voces masculinas, que hablan demasiado y proponen preguntas y respuestas de escasa inteligencia. La cámara debió ser más expresiva.

Sólo una pareja

Ayer, hoy y mañana

(Ieri, oggi, domani, Italia / Francia, 1964) dir. Vittorio De Sica. 26 de septiembre 1964.

: Faldas y crímenes

La jaula del amor

(Les Félins, Francia-1963) dir. René Clément. ES MUY COMPLICADO el lío en el que se mete Alain Delon desde el principio al final de esta intriga. Primero fuga de unos gangsters que quieren matarlo, entonces se refugia con otros vagabundos y de allí es contratado como chofer por dos mujeres ricas, que tienen un suntuoso chalet en la Costa Azul. Eso divide sus atenciones, porque el muchacho es deseado por una de las mujeres (Jane Fonda), aunque él prefiere a la otra. Con el tiempo sabe que una de ellas lo está utilizando para conseguir sus documentos, dárselos a otro hombre y matarlo. Este planteo se complica peligrosamente, hasta un tiroteo final y una irónica vuelta de tuerca que no deberá revelarse. René Clément fue un director importante hace algunos años (La batalla del riel, Juegos prohibidos, Gervaise) y da pena verlo dedicado a historietas en las que rara vez apunta una idea. Lo mejor que se puede decir de él, a esta altura, es que sigue siendo un hábil narrador, un artesano capaz de hacer entretenida una historia policial, de lucirse en algunas tomas jugadas sobre espejos y cristales traslúcidos, de explotar la ironía de una situación. Pero también es un director irregular, con baches de lentitud, escenas resueltas a puro diálogo, o aspiraciones de hacer rendir a Jane Fonda como actriz dramática, sin advertir que su exterior es mucho más valioso que su interior. La muchacha hace una escena con poca ropa, dedicada a provocar a un hombre muy frío, y allí el director y ella misma demuestran que el cine comercial puede ser una vocación. 2 de octubre 1964. Títulos citados (todos dirigidos por René Clément) Batalla del riel, La (La Bataille du rail, Francia-1945); Gervaise (Francia-1955); Juegos prohibidos (Jeux interdits, Francia-1951).

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HAY TRES DISTINTOS EPISODIOS en el film, como el título se encarga de insinuarlo. En los tres actúan Sophia Loren y Marcello Mastroianni, pero varían los personajes, las situaciones y hasta las ciudades: En el primero, que ocurre en Nápoles, ambos están casados y son de condición humilde. Para evitar que ella pague una multa y vaya a la cárcel, por un problema de cigarrillos de contrabando, ambos se protegen con una fortuita disposición legal, que impide encarcelar a las mujeres encintas. Esto deriva de una cadena de hijos, nacidos de la burla a la ley, hasta que un contratiempo interrumpe la serie. En el segundo, que ocurre en los alrededores de Milán y es muy breve, Sophia es una mujer rica, casada con un industrial, que se siente muy sola y vacía. Tiene a Marcello como consejero, amigo, seguramente amante, pero a cierta altura ella se revela como una mujer egoísta y grosera, lo que modifica la situación radicalmente, alejándose del plan Antonioni que se prometía. En el tercero, que ocurre en Roma, Sophia es una mujer muy dispuesta a recibir en su apartamento a industriales, banqueros y senadores de distintas partes del país. Recibe con el cariño de siempre a Marcello, que vino de Bologna a hacer sus habituales trámites oficiales en la capital, pero la relación de ambos se ve alterada esta vez por un joven seminarista vecino, que se ha prendado a Sophia y está dispuesto a dejar los hábitos. Esto complica las cosas tremendamente y arruina los afanes de Marcello, que se siente muy postergado. Los tres episodios son muy livianos de asunto y el tercero es también liviano de ropas, en unos pocos minutos dedicados a lo que la propaganda exaltó como el striptease de Sophia Loren. Quienes deseen leer entre líneas encontrarán en los tres, como en Boccaccio 70 (Fellini, De Sica, Monicelli, Visconti-1962) un apunte picaresco de hábitos sexuales, dentro de una tendencia que el cine italiano está ampliando y que incluye aquí algunos pasos audaces, porque el film es muy claro en describir situaciones de adulterio y prostitución, aunque lo que se muestra no sea más que un par de escotes. En otras palabras, el film quiere ser tan comercial como Boccaccio 70 y las cifras prueban hasta ahora que ese propósito ha sido cumplido. Comercio aparte, la calidad deja mucho que desear. El color, el lujo, la interpretación y hasta el sabor popular de Nápoles son rubros bien atendidos por los productores, pero el film carece de una mayor exigencia en su libreto y en su dirección. El primer episodio está excesivamente conversado y alargado, el tercero complica inútilmente la situación, sin el ingenio de pochade francesa que necesitaría, y el segundo es un fracaso cinematográfico total, porque no tiene otro medio expresivo que el monólogo y después el diálogo entre dos personajes. En el conjunto, hay que entender a Vittorio De Sica y a Zavattini como dos hombres que decidieron olvidarse de las exigencias de su época neorrealista y que se han entregado a films largos, en episodios, en colores, con picardía sexual y con intérpretes de gran atracción en


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boletería. Así pasa la gloria por el mundo. Es una fortuna que Sophia Loren sea una excelente actriz además de ser una mujer enormemente atractiva; también es una fortuna que Mastroianni sepa ser no sólo un actor dramático sino el comediante capaz de aullar como un lobo cuando presencia el striptease. Son dos minutos de aullido, que es todo lo que la escena dura, y están cerca del final. El film se exhibe en versión doblada al inglés, lo que suena muy artificial en el caso.

logo a las anexiones europeas: primero la invasión nazi de Austria (marzo 1938), después el desmembramiento de Checoslovaquia, por un acuerdo que Alemania, Francia y Gran Bretaña firmaron en Munich (setiembre 1938) y que ha quedado para la historia como un ejemplo de cobardía en el nombre del apaciguamiento. El tiempo demostraría la imposibilidad de hacer pactos con el fascismo y cuando tras un acuerdo con los soviéticos Alemania invadió Polonia (setiembre 1939) provocó la guerra mundial, que sería la mayor catástrofe de la historia.

6 de octubre 1964.

: Historia de la Guerra Civil Española

Morir en Madrid

(Mourir à Madrid, Francia-1963) dir. Frédéric Rossif. ESTE ES UN DOCUMENTAL sobre la Guerra Civil en España (1936-39), el más completo que el cine haya mostrado hasta el momento presente y también el más orgánico, claro e inteligente. Fue hecho por el director franco-yugoslavo Frédéric Rossif con acopio de mucho material, hallado en archivos de diferentes países, y habrá de sorprender aun a quienes han vivido en la época de los acontecimientos, porque no existía noticia pública de que la Guerra Civil Española hubiese sido tan ampliamente documentada por las cámaras. LA SOMBRA DEL FASCISMO. La Guerra Civil fue uno de los hechos más importantes de su década y sólo habría de quedar oscurecida por la Segunda Guerra Mundial que la sucedió de inmediato (1939-45). En perspectiva histórica puede ser considerada como un borrador de aquella catástrofe, porque opuso en sus dos bandos al fascismo y al antifascismo, polarizando una vasta lucha ideológica, que abarca en verdad al mundo entero y que comprometía toda clase de intereses nacionales. El fascismo existía con tal nombre desde 1919 y como único partido autorizado en Italia desde el ascenso de Mussolini (1922), pero fue recién con el nombramiento de Hitler como canciller alemán (enero 1933) que comenzó a adquirir una importancia internacional. En rebelión contra el Pacto de Versalles, que limitaba el desarrollo militar alemán, Hitler procedió a apartarse de la Liga de las Naciones (octubre 1933), y a ordenar en Austria el asesinato de Dollfuss (julio1934), a rechazar públicamente las obligaciones de Versalles (marzo 1935) y a firmar con Japón un acuerdo anticomunista (noviembre 1936) al que un año después se plegaría Italia. Entretanto, fuerzas japonesas invadieron China (1937) y Mussolini procedió a invadir el territorio de Etiopía (octubre 1935), comenzando una guerra de agresión que terminaría con la anexión de ese país africano (mayo 1937), habiendo resultado inoperantes las sanciones contra Italia impuestas por la Liga de las Naciones, de donde Italia se retiraría también (diciembre 1937). Esos pasos de los tres países fueron el pró-

UN MILLON DE MUERTOS. Sobre ese fondo, la Guerra Civil en España puede ser entendida ante todo como un primer choque del fascismo y del antifascismo. Paralelamente, existieron motivaciones españolas para la lucha interna. La monarquía había caído en abril 1931 y Alfonso XIII había sido sustituido por un gobierno republicano cuyo primer presidente fue Alcalá Zamora y cuya Constitución fue aprobada en noviembre 1931. La nueva República intentó implantar un régimen de justicia social, para corregir las injusticias de un país en el que había doce millones de analfabetos, dos millones de campesinos sin tierra y una concentración de la propiedad que de hecho consagraba la existencia de castas privilegiadas, con enorme predicamento de la Iglesia y del Ejército. Pero el gobierno republicano no consiguió imponer rápidamente la justicia social, en parte por el clásico individualismo español, en parte por la división interna de la opinión de izquierda (en comunistas, socialistas, anarquistas y republicanos de varias matices), en parte por la oposición de la derecha, que incluía a nacionalistas, monarquistas, falangistas y clericales. En agosto 1932 un movimiento militar de derecha, encabezado por el general Sanjurjo, había terminado en un fiasco completo. Después la izquierda consiguió formar un Frente Popular (marzo 1933) y separar al Estado de la Iglesia (mayo 1933), pero hechos económicos más importantes provocaron las huelgas de los mineros de Asturias (1934), dando la pauta de que la República no había conseguido imponerse. El Frente Popular obtuvo en las elecciones (febrero 1936) un notable éxito, consiguiendo 227 diputados, contra 132 de la derecha y 32 de fuerzas del centro, pero dos meses después Alcalá Zamora fue destituido y su lugar ocupado por Manuel Azaña, en lo que para muchos fue una demostración de la inestabilidad del gobierno. Contra ese gobierno se rebelaba verbalmente el diputado José Calvo Sotelo, que en un discurso de las Cortes (junio1936) protestó contra el desorden social y contra los ataques a la propiedad, aceptando de antemano que se le calificara de fascista. Tres semanas después fue asesinado, probablemente por orden confidencial del gobierno, y así las derechas tuvieron el mártir y el pretexto para el alzamiento. El 18 de julio de 1936 comenzó en Marruecos la revolución, encabezada por José Sanjurjo, Emilio Mola, Queipo de Llano y Francisco Franco, con el apoyo de la mayoría del Ejército, de la Fuerza Aérea y de una parte de la Marina. Pero aunque los rebeldes ganaron rápidamente el control de Cádiz, Sevilla y Granada, su triunfo estaba todavía lejano. La República se mantuvo firme en una vasta zona geográfica, que incluía a Madrid y a Barcelona, las dos ciudades más importantes del país, sometidas a tremendos bombardeos. La guerra civil habría de prolongarse hasta abril 1939, cuando Franco proclamó el triunfo rebelde y el fin de las operaciones militares. Costó a España un millón de muertos, medio millón de exiliados, la división del país y de miles de familias en dos bandos irreconciliables, la aniquilación de la población vasca de Guernica (por aviones nazis, abril 1937)


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y toda clase de daños físicos, entre los que resaltan los causados al Alcázar de Toledo (por fuerzas leales, julio a septiembre 1936). La prolongada resistencia de Madrid dio lugar asimismo a una expedición histórica: iba a ser atacada por cuatro columnas militares, pero su derrota sería acelerada, se asegura, por traidores que estaban dentro y que constituirían la “Quinta Columna”, según expresión del general Mola. MILLONES DE OPINANTES. La reacción mundial ante la Guerra Civil Española fue tan variada como compleja. Hoy está probado que Italia y Alemania contribuyeron a la causa rebelde con hombres, aviones, armamentos y combustibles, mientras la Unión Soviética colaboró en menor grado con las fuerzas leales. En su momento estas ayudas militares fueron clandestinas y no reconocidas por los gobiernos. Integraron la cambiante estrategia internacional, presidida por la declarada voluntad de los gobiernos británico y francés de no intervenir en la guerra civil, para lo cual llegaron a construir un Comité de vigilancia (setiembre 1936). Con el tiempo, ese ejemplo de ceguera ante la agresión fascista habría de ser superado por el posterior pacto al que Francia y Gran Bretaña accedieron en Munich, creando involuntariamente la denominación de “munichismo” para todo lo que fuera pactos con el enemigo. Gobiernos aparte, la Guerra Civil Española provocó otras reacciones. Dentro de España la mayor parte de la Iglesia (exceptuados los curas vascos) apoyó directa y abiertamente a los rebeldes, como una reacción contra un gobierno al que se tildaba de comunista y de ateo. Por su lado, las fuerzas leales tuvieron continuas crisis de autoridad y de unidad, habiéndose señalado después que los comunistas no sólo quisieron tener los puestos de dirección sino que aprovecharon la confusión para liquidar a socialistas y anarquistas, con quienes disputaban la supremacía de las izquierdas. Fuera de España, el mundo se conmovió de diversas maneras. Los ideólogos de derecha vieron a Franco como un salvador del peligro comunista y como un protector de la religión. Miles de estudiantes, de intelectuales y de artistas se plegaron en cambio a la causa de las fuerzas leales, con manifiestos antifascistas, con colectas y en muchos casos con la presencia directa en España, donde se formaron brigadas internacionales de apoyo. Para una gran mayoría de la opinión republicana, dentro y fuera de España, operó decisivamente la ejecución del poeta Federico García Lorca (por fuerzas rebeldes, en Granada, el 12 de setiembre de 1936). LAS VUELTAS QUE DA EL MUNDO. La oposición de fascismo y antifascismo habría de provocar algunas paradojas de la historia, particularmente por el papel que Franco y los comunistas jugaron en la lucha: 1) Durante la guerra civil se sospechó que el triunfo de los rebeldes habría de dar una posición estratégica privilegiada a sus aliados alemanes e italianos, pero curiosamente Franco respetó después el dominio británico en Gibraltar (que es la puerta española del Mediterráneo), declaró durante la guerra mundial su neutralidad en el conflicto y sólo adoptó posición contra la Unión Soviética, a la que despachó su famosa División Azul (47.000 hombres, denominados voluntarios) para colaborar con los nazis. Después de la guerra mundial, Franco se inclinó aún más hacia Gran Bretaña y los Estados Unidos. 2) La Unión Soviética y los comunistas del mundo entero adoptaron a propósito de España, desde 1936 a 1939, la posición de líderes del antifascismo. Las conve-

Películas / 1964 • 545 niencias estratégicas de la URSS la llevaron sin embargo a un pacto de no agresión con el nazismo (setiembre 1939) que duró hasta la invasión alemana del suelo soviético (junio 1941). Durante ese período la URSS y los comunistas del mundo entero torcieron su posición ideológica, olvidaron su pregonado antifacismo y sostuvieron que la guerra mundial era un asunto imperialista. 3) Gran Bretaña había sido acusada de cobardía ante el fascismo, como gestora de la neutralidad ante la guerra civil y luego como protagonista del pacto de Munich. Desde 1940 y particularmente desde los primeros bombardeos de Londres, los británicos fueron los héroes mundiales de la resistencia antifascista. Una evolución similar tuvo el propio Churchill, primero neutral ante España, luego volcado a la causa republicana. 4) En los Estados Unidos, tanto el presidente Roosevelt como sus colaboradores inmediatos tenían simpatías declaradas por la causa de los leales, pero en la práctica rigió una neutralidad que llegó a impedir con embargos los despachos de ayuda y armamentos para la República Española. Con el tiempo, Roosevelt habría de declarar errónea esa política de embargos y se habría de plegar a la causa antifascista. Hacia 1952, muerto Roosevelt e imperantes las investigaciones anticomunistas del senador McCarthy, la adhesión a la causa republicana española fue aducida contra muchos políticos, escritores y artistas liberales como una prueba de antiguas simpatías comunistas. Entre las vueltas que da el mundo hay que recordar la permanencia de Franco por encima de los conflictos. En 1934 dirigió la represión contra las huelgas mineras en Asturias y fue declarado héroe de la República. En 1936 se sublevó contra la República y era una figura menor junto a los otros cabecillas Sanjurjo, Mola y Queipo del Llano, aunque en seguida fue consagrado como jefe principal. Hasta 1939 la opinión mundial lo consideró una figura secundaria frente a sus modelos Hitler y Mussolini, pero sobrevivió a ambos. En 1964 su gobierno festejó en España los “25 años de paz” con diversos actos; en algunos afiches manos anónimas escribieron ni uno más, por favor. Otro proceso aún más curioso fue el de André Malraux, consagrado pensador y novelista de izquierda (particularmente por La condición humana, 1934), en seguida líder ideológico de la causa republicana y autor de un film en su favor (L’espoir¸1945). Con el tiempo llegaría a ser ministro en el gobierno del general de Gaulle y sería considerado por muchos como un hombre de derecha. ESTE FILM. Frédéric Rossif (nacido en 1922), que sólo vivió desde lejos la guerra española, tuvo una sólida formación cinematográfica como alto funcionario de la Cinemateca Francesa, en la que vio mucho material y en la que desarrolló alabadas virtudes de memoria y ordenamiento. Como realizador y productor de televisión desarrolló asimismo una vasta tarea, y en cine ha hecho cinco films cortos entre 1958 y 1962. Se destacó en 1961 con su primer film largo, Le Temps du ghetto, que compagina films viejos y testimonios actuales de sobrevivientes para narrar la vida y la muerte en la zona judía de Varsovia durante la guerra. Un plan similar le ha orientado para Morir en Madrid. Revisó unas veinte horas de cine filmado por camarógrafos de diversas nacionalidades, destacándose en ese conjunto el material del documentarista soviético Roman Karmen, el de los noticieros americanos rodados en ambos bandos españoles y el material alemán filmado junto a la Legión Cóndor. Estos films alemanes habían


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quedado inéditos por orden de Hitler, quien prohibió su difusión porque probaban la intervención alemana armada, lo que contradecía su proclamada prescindencia. Junto a la selección de ese material Rossif ha colocado una media hora de metraje sobre la España actual, como punto de referencia histórica y también como efecto dramático y aun poético. El film tiene música de Maurice Jarre y un comentario verbal de marcado laconismo, que prefiere los hechos a las opiniones. El conjunto habrá de ser sorpresivo hasta para quienes estuvieron cerca de aquella guerra civil, porque lo que el film procura y consigue es una descripción orgánica, desarrollada, de tres años de lucha, durante la cual pocos sospechaban la presencia de cámaras cinematográficas que atestiguaran sobre aquellos hechos. El complicado cuadro emerge pausadamente del film, que comienza con los orígenes de la guerra civil y enlaza sus minutos finales con la sombra inminente de la guerra mundial. Las imágenes son abundantes, el montaje es rápido y si alguna vez se accede a la lentitud es para marcar dramáticamente algunas derivaciones de la guerra civil: las mujeres de luto, transidas de dolor junto a los cuerpos de sus maridos fusilados, o los niños catalanes que hacen una pausa durante el éxodo final en la nieve para calentarse junto a improvisadas hogueras. En lo principal, impera el documento, y lo que ve el espectador es el surgimiento de la República, las crisis sociales inmediatas, la rebelión de julio 1936, las apelaciones de ambos bandos, la lucha en algunos frentes (el Alcázar de Toledo, el sitio de Madrid), las reuniones del Comité de No Intervención que fundaron los gobernantes ingleses y franceses, la colaboración bélica de los italianos, los alemanes y los soviéticos, la formación de las brigadas internacionales. Entre batallas, adiestramientos, bombardeos, se coloca cada pocos minutos el dato humano emotivo: el luto y el exilio, el hambre y el frío, el fusilamiento de García Lorca y el discurso de Unamuno en protesta contra la exhortación franquista a matar. En episodios que no fueron registrados oportunamente por las cámaras, como fue el caso de ambos escritores, el film utiliza fotos fijas y una voz que recita sentidamente. El dato importante del film es su aire objetivo, tranquilo, que reprime violentamente toda tentación al discurso. Es el tono de las palabras iniciales: España, 1931. Superficie, 503.061 kilómetros cuadrados, casi como Francia. 24 millones de habitantes. En este año 1931, la mitad de la población, doce millones, es analfabeta. Hay ocho millones de pobres. Hay dos millones de campesinos sin tierra. Veinte personas poseen la mitad de España. Provincias enteras son la propiedad de un solo hombre. Salario medio del trabajador: una a tres pesetas por día. El kilo de pan vale una peseta. Hay 20.000 monjes, 31.000 sacerdotes, 60.000 religiosos, 5.000 conventos, 15.000 oficiales, entre ellos 800 generales. Un oficial cada seis hombres, un general cada cien soldados. Un rey, Alfonso XII, el decimocuarto soberano después de Isabel la Católica. Este es el comentario que ubica el nacimiento de la república en 1931, y es con ese mismo tono que prosigue después, con la necesaria salvedad de que una constancia de 1936 (que dice 200 iglesias destruidas, 300 asesinatos políticos, 30 huelgas espontáneas, 10 diarios saqueados) no aclara que los desórdenes eran atribuibles a la República y fueron motivo importante para la rebelión franquista. El promedio de la narración verbal es sin embargo el de una cuidada objetividad, que evita los adjetivos y deja entender, honestamente, que ambos bandos tuvieron apoyo extranjero y que ambos bandos fueron culpables de fusilamientos y de pillajes,

Películas / 1964 • 547 con un apasionamiento español que era en el caso una voluntad suicida. Como estilo de documental este es el más cercano a la perfección, al preferir la elocuencia de los hechos sobre la elocuencia de las palabras. CONTROVERSIA INTERNACIONAL. Y sin embargo el film ha levantado una formidable controversia, ha sido tomado como bandera de lucha por la opinión antifascista y ha sido impugnado como falso y tendencioso por el sector contrario, al grado de que se ha llegado hasta el secuestro (luego levantado) del film en Buenos Aires. Más sobria ha sido la Embajada de España en el Uruguay, que repartió en sobre cerrado, a diversos críticos cinematográficos montevideanos, algunas reproducciones y traducciones de opiniones contra el film, incluyendo tres reseñas italianas y un artículo de ABC de Madrid. Sería fácil aducir que el film es un testimonio histórico y que no debe ser oscurecido en su difusión, de la misma manera que nadie soñaría en prohibir hoy un film antinazi que tuviera ese mismo estilo documental. Más al fondo, el motivo de esa resistencia a Morir en Madrid es que el régimen de Franco, tras el triunfo militar de 1939, se ha mantenido 25 años en el poder, y que hoy duele recordar las penurias de su nacimiento: en nombre de la unidad española, en nombre de Cristo, en nombre de la defensa de la propiedad, se obtuvieron un millón de muertos, la bendición de la Iglesia a las armas de un solo bando, la destrucción de la propiedad, la división espiritual de millones de familias y una crisis económica y moral cuyos efectos persisten más atenuados hasta hoy. Es interesante revisar las crónicas adversas al film, enviadas por la Embajada de España: en ninguna de ellas hay un análisis de Morir en Madrid, en algunas se pide quemar la copia como un postrero “auto de fe”, en otras se deforma su descripción (el film no exalta el asesinato de Calvo Sotelo, por ejemplo) o se llega a asegurar, como lo hace el director de Secolo XX de Milán, que no ha visto el film y que sin embargo es partidario de boicotearlo. Con todos los respetos por la intención pedagógica de la Embajada de España, es difícil tomarse en serio el material que ha enviado a la prensa. El único argumento sólido contra el film es el que invoca la necesidad de olvidar, de no reabrir las heridas, de no despertar nuevos odios. Pero es también un argumento discutible. Por un lado, no hay testimonio de que el film haya agitado a multitudes contra Franco, aunque quizá se consiga ese efecto si España y los suyos siguen su campaña contra Morir en Madrid. Por otro lado, la historia es o debería ser una enseñanza. Una buena revisión del período 1930-50 debería instruir a todos sobre los riesgos del antisemitismo, de los armamentos, de los pactos con los nazis y con los comunistas, de las pasiones nacionales. Lo peor que se puede hacer con la enseñanza es reprimirla o quemarla como auto de fe, para despertar a su vez otras reacciones. La censura y la mala propaganda también son propaganda. DE CÓMO HACER UN ÉXITO. Antes se hacía publicidad periodística a favor de los films que se estrenan, pero con Morir en Madrid se acaba de inaugurar una corriente contraria, de vastas proyecciones, que consiste en publicar propaganda adversa al film. El primer paso de esta originalidad figura en varios diarios de la capital (y en El País, domingo 11, pág. 8) con un aviso que mide 4 columnas por 20 centímetros y que se titula Morir en Madrid, testimonio falso. En la publicación no se aclara quién ha sido el promotor de esta formidable brecha en las rutinas de la


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propaganda cinematográfica, pero quien se apronte a felicitar a los distribuidores o exhibidores del film debe saber que ellos son ajenos a la iniciativa, aunque es probable que se beneficien de ella. La identificación del talentoso promotor tiene por otra parte una importancia muy relativa. El texto del aviso resulta ser una crónica de la Revista de Cinematografo (Roma, enero 1964) y es uno de los cuatro recortes que la Embajada de España repartió recientemente, por sobre cerrado, a diversos cronistas cinematográficos de la capital. Desde luego, todos los cronistas del mundo tienen el mejor derecho a opinar a favor o en contra de lo que tienen delante, y a su vez los publicitarios más originales tienen también el derecho de transcribir esas opiniones en avisos de cuatro columnas por 20. Garantizado lo cual, el lector que no haya visto Morir en Madrid tiene también el derecho de averiguar qué hay de cierto en lo que dicen unos y otros. Sobre lo que publica La Revista del Cinematografo y que se transcribe en el aviso, cabe señalar: 1) Que toma partido por el franquismo y por la religión, contra el comunismo y contra el ateísmo vandálico, todo lo cual es su indiscutible privilegio; 2) Que atribuye al film la omisión de los fusilamientos, las venganzas y las crueldades que cometió el bando republicano (o rojo). En esto se equivoca, porque el film señala en su relación bélica las masacres cometidas por ambos bandos y las ejecuciones sin juicio previo. El punto puede confirmarse en el libro que se ha publicado con numerosas fotos y con el libreto del film (Editions Seghers, París, 1963, pág. 18). Habría sido más justo objetarle su descripción de la República antes de 1936. 3) Que le atribuye también la idea falsa de presentar la guerra civil como una lucha entre españoles de un bando y fascistas italianos o alemanes en el otro, con lo que el film deformaría la verdad histórica de una lucha entre españoles. En esto también se equivoca. El film presenta auténticamente los cuadros de una guerra civil, en la que sólo más tarde (pág. 44 del libreto) colaboran hombres y armamentos del extranjero. Y aun en este punto, el film respeta la verdad, señalando el aporte italiano y alemán para un bando, el aporte soviético y mexicano para el otro. Tiene un particular interés el primer párrafo de la reseña en cuestión: El súbito interés por los ‘films de montaje’ y su proliferación, constituye una nueva demostración del control que los marxistas ejercen sobre el cine y una manifiesta confirmación del uso propagandístico que los mismos marxistas pretenden hacer de los medios de comunicación social. Esto es ligeramente fantasmal. No hay ninguna garantía de que sean o no marxistas quienes hicieron algunas recopilaciones documentales antinazis que el cine ha difundido en los últimos años, pero el alarmado cronista italiano, como el anónimo promotor local que lo publicita en 4 columnas. x 20 cm, deben tomar conocimiento urgente de un film de montaje llamado Os enterraremos (estrenado aquí en julio 1963) y de otro llamado Los dictadores (estrenado en noviembre 1961). En ellos se ataca directamente a personas sospechadas de ser marxistas, como Nikita Kruschev y Fidel Castro. La peregrina idea de que los marxistas tienen el contralor de todas las recopilaciones documentales es tan respetable como la idea de que las bebidas refrescantes tienen el contralor de todos los dibujos publicitarios que se pasan por televisión. Morir en Madrid es un film que tiene algunos valores muy claros: la riqueza y variedad de su material, la habilidad de su compaginación, el aire objetivo, imparcial y lacónico de su comentario hablado, la música melancólica y poética, para la que a menudo

alcanza una guitarra solitaria. En Buenos Aires ha alcanzado un éxito tremendo, después que la censura quiso secuestrar la copia y debió luego devolverla. En Montevideo, durante sus tres primeros días de exhibición, ha sido vista por 10.452 personas (cifra oficial hasta el domingo 11 por la noche, sin incluir periodistas). A esta altura pide ser considerado como un film de gran resonancia pública. Está siendo apoyado por la crítica, por la publicidad de la empresa y también por la publicidad contraria, en avisos de 4 columnas por 20 cm, enviada por los gentiles adversarios del film. Estos últimos convencen al público de que un film tan discutido es algo que no hay que perderse. 9, 10 y 13 de octubre.

: Drama con gran actriz

Espejo de una vida

(All the Way Home, EUA-1963) dir. Alex Segal. ESTA ES LA HISTORIA DRAMÁTICA de un fallecimiento, el de un hombre joven (Robert Preston), que deja tras de sí a una viuda (Jean Simmons), a un hijo de siete años (Michael Kearney) y a otro hijo que todavía no ha nacido. Ocurre en Tennessee, hacia 1915, en un ambiente semirural donde los ferrocarriles son una fantasía fascinante y donde la religión es un consuelo pero también una controversia y a veces un temor. Y no hay otra anécdota en la historia que la presentación de esa familia, primero examinada en sus lazos de cariño, luego quebrada a mitad del relato por un accidente fatal, hasta una última escena de aceptación con el destino. Esta historia fue escrita, con gran base autobiográfica, en una novela titulada Una muerte en la familia, del escritor James Agee (1910-1955) que fue también un destacado crítico de cine, un ensayista, un libretista y hasta un actor. Publicada en 1957, después de su muerte, la novela recibió el Premio Pulitzer y amplios elogios de la crítica, que ponderó la sensibilidad con que el autor había sabido reconstruir el mundo que vivió en su infancia. Con la novela de Agee el escritor Tad Mosel hizo en 1960 una obra teatral, All the Way Home, y es con esa base que se realizó después este film, rodado parcialmente en los mismos sitios de Tennessee que fueron los del autor. En esa segunda trasmutación la sustancia original ya queda inevitablemente dispersa, porque de la observación certera de Agee hay ahora un eco y no una recreación, un diálogo donde debe haber una imagen. Hacia el final del relato, una secuencia ejemplifica claramente la debilidad del film, cuando el tío explica al niño, en trance de consuelo, que durante el entierro una nube tapó momentáneamente al sol y que una mariposa blanca se posó sobre el ataúd y sólo voló de nuevo cuando ya era llevada bajo tierra. Dicha en palabras la metáfora es una cursilería; dicha en imágenes, sin una letra de comentario, habría sido un momento dramático. En el


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mismo plano está la anécdota humorística que precede a la muerte, y que narra cómo a una anciana tía se le cayó un sombrero ridículo en la fosa, mientras asistía a otro entierro. El episodio está rememorado por dos mujeres, entre risas, y debería servir de contraste al drama que en seguida cae sobre ellas, pero su concepción teatral es evidente y el director del film no ha sabido reforzarlo con imágenes que marquen el contraste de la risa al llanto. Los antecedentes de Alex Segal, que dirigió el film después de una carrera como director de TV, no incluyen seguramente el haber visto Pather Panchali (1955) y Aparajito (1957), las dos obras maestras del hindú Satyajit Ray, que le habrían sugerido una forma callada y patética de expresar la muerte y el duelo familiar. Se conforma con los diálogos y monólogos, o con la protesta sentida del niño cuando ve a un extraño en la casa que ocupa el sillón habitual de su padre. Pero no se expresa en cine. El film está mejorado por la interpretación, que incluye en la primera mitad un convincente retrato sobre el padre por Robert Preston, después una tía madura por la veteranísima Aline MacMahon (que está haciendo estos papeles desde hace treinta años y que repite aquí su personaje de la pieza teatral) y además un tío brusco y ligeramente ebrio por Pat Hingle. Sobre todos ellos impera además Jean Simmons, en uno de los trabajos más sólidos y emotivos de su carrera, diciendo su dolor de viuda con un sentimiento, un temblor y un patetismo de gran actriz. Por ella habría que ver este film triste e insatisfactorio. 23 de octubre 1964.

: Jóvenes desordenados

La basura

(Katiforos, Grecia-1961) dir. Giannis Dalianidis. LA VIOLENTA DESCRIPCIÓN del título alude a la juventud moderna, que un diálogo compara con la basura, después de haber señalado su desorden y su promiscuidad. Para probarlo establece una anécdota que comienza por un baile familiar muy decente en casa burguesa, sigue por un apunte de “dolce vita” en casa vacía, elabora un complicado caso de celos y venganzas, deriva hasta un crimen y de allí pasa a un proceso de estado judicial, donde se discute si la muchacha hizo bien o mal en matar a su amante. Contra toda sospecha sugerida por la publicidad, el resultado de este film griego está lejos de ser verde y se acerca al rosa pálido. Aunque se comienzan dos escenas de striptease y se sugiere una actividad sexual en la juventud moderna, la cámara prefiere mantenerse lejos de los desnudos y de toda otra calidez. Y por otro lado, el melodrama se desvía a los sacrificios fraternales y a las buenas intenciones, en lo

que constituye por lo menos un desmentido a las intenciones realistas enunciadas en la primera escena. La moraleja del film dice que las culpas de la promiscuidad juvenil deben hallarse en las distracciones de los padres, que no son muy atentos y que se van (literalmente) a jugar a la canasta al club, sin saber dónde están sus hijas. Por una opinión distinta puede consultarse a muchos otros padres de la actualidad, que no saben jugar a la canasta, ignoran la importancia de no tener comodines cuando deben bajar con 120 puntos, se preocupan de sus hijos y descubren sin embargo que estos irracionales hacen lo que quieren, más allá de toda lógica, de todo consejo y de toda experiencia ajena. No corresponde tomar muy en serio los alegatos del film, que son apenas un lugar común, una simplificación grosera de un problema sociológico más complejo. El film mismo es además muy elemental de situación, de diálogo, de fotografía, de dirección, de intérpretes, a un nivel que los argentinos habían superado hace treinta años. Personas generalmente bien informadas señalan que el film griego tuvo un enorme éxito en México (de donde ostentosamente procede esta copia), pero hay que saber que allí estiman hasta al cine mexicano. 24 de octubre 1964.

: Contra Rusia, con bromas

Ninoska

(Ninotchka, EUA-1939) dir. Ernst Lubitsch. ES UN PLACER ver a Greta Garbo en esta comedia de hace 25 años, donde llegó a variar la figura romántica de sus films previos y donde fue anunciada, como gran novedad, bajo el lema de “Garbo ríe”. Al principio no ríe mucho, porque es una severa funcionaria soviética que llega a París a corregir las torpezas de tres compatriotas que no sólo no han sabido vender un grupo de joyas de la aristocracia sino que se han tropezado con la propia aristócrata exiliada, una duquesa (Ina Claire) que cree ser todavía propietaria de sus bienes confiscados. La severidad de esta Ninoska de Garbo (mirada fija, voz ronca, tono abrupto, preguntas repentinas, respuestas con monosílabos) pronto deja su lugar a la otra personalidad más dulce que estaba escondida dentro de ella. En París ha encontrado a Melvyn Douglas, un rival en el problema de las joyas, que procura hacerla reír, y después embriagarla, y después enamorarla. Y cuando Garbo ríe no profiere una risa común. Es una risa de ojos cerrados y cabeza inclinada, como un instante de éxtasis en una persona que sabe festejar desde dentro la gracia de una situación. La diversión y el amor cruzan por Ninoska y objetivamente la embellecen, no ya porque cambien maquillaje, apariencia o vestuario sino porque surgen una simpatía y una gracia superiores. Esta es la magnífica Garbo, una actriz con vida


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interior, que ha provocado superlativos en todos los continentes y que ahora justifica un festival en su homenaje, 23 años después de haberse retirado del cine. En su Ninoska se ríe más a menudo de lo que se había visto en sus films de los quince años previos, pero no está muy distante de sus antecedentes, y hay que verla enamorada para saber hasta dónde era una mujer especialísima. La comedia que Garbo tiene a su alrededor es una sátira al comunismo, que en 1939 pudo parecer violentísima y que hoy parece mucho más mecánica y tenue, después de todo lo que el mundo occidental ha dicho contra la URSS y después de lo que la misma URSS ha dicho festejadamente contra Stalin. Algunas frases de diálogo sólo pueden ser entendidas hoy contra el fondo de los hechos históricos. Sobre los famosos planes quinquenales tiene su gracia la observación de Douglas, Hace 15 años que estoy fascinado con vuestro plan de 5 años; sobre los vínculos que unían desde septiembre 1939 a soviéticos y nazis tiene también su punta la confusión momentánea de unos con otros en una estación de ferrocarril. Y con una voluntad de chiste sangriento hay que festejar también la observación sobre las sonadas purgas de 1937, en las que Stalin liquidó a varios jerarcas soviéticos que le eran incómodos: preguntada sobre cómo andan las cosas en Moscú, esta Ninoska contesta: Los últimos juicios en masa han sido un gran éxito; ahora habrá menos rusos pero serán mejores. El punto de vista de Ernst Lubitsch y de sus libretistas (entre los que asoma Billy Wilder) es declaradamente frívolo, como si se pudiera resumir la conducta soviética en estos emisarios tontos que parecen tomados de los enanitos de Blanca Nieves o en esa censura de la correspondencia que sólo deja de una carta el encabezamiento y el saludo final. Había argumentaciones más sólidas contra la Unión Soviética, pero también era más difícil ponerlas en una comedia. La frivolidad de concepción traiciona la convicción del mensaje. En septiembre 1939 había comenzado la Guerra Mundial, y tres meses después el film salió a circulación, con la advertencia inicial de que la acción ocurre en el París de otros momentos, cuando una sirena era una morocha y no una alarma aérea. Durante seis años de guerra ése podía ser un mal chiste para describir la peor catástrofe de la historia y es recién ahora, con distancia y perspectiva, que el humorismo puede parecer nuevamente legítimo contra un tema tan serio. En puros términos de comedia, los 25 años pasados han llegado a marcar otra diferencia. Los públicos de hoy quizá no aprecien las sutilezas de diálogo y de situación que tanto gustaban a Lubitsch, quien estaba encantado de poder sugerir que ocurría tras una puerta algo que la cámara no podía mostrar directamente. Si se quiere más acción, más frenesí, más color, en términos cercanos a los que brinda El mundo está loco etc., estas finezas de Ninoska les pasarán inadvertidas. Pero si se está dispuesto a tolerar cierta lentitud y cierto convencionalismo, en nombre del refinamiento de otras secuencias y en nombre del placer que es ver a Greta Garbo, entonces Ninoska será, fantásticamente, una comedia de éxito actual. Hasta donde se pudo apreciar en la tarde del estreno, el público responde con multitudes y con carcajadas. 30 de octubre 1964.

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Reinas de antaño

Reina Cristina

(Queen Christina, EUA-1933) dir. Rouben Mamoulian. ESTE FUE HACE TREINTA AÑOS el film con que Greta Garbo volvió a la pantalla, accediendo a renovar su contrato con Metro después de varios meses de incertidumbre. Había hecho un viaje a Suecia, había comenzado su amistad con la escritora Salka Viertel y se había dejado seducir por una idea de ésta, que era la de personificar a la Reina Cristina de Suecia, mujer singular. Es fácil entender esa seducción por un personaje, aparte de la moda de entonces por recrear la realeza de todos los siglos, dando material a las grandes divas del cine. Como lo cuentan los textos, la Reina Cristina (1626-1689) heredó el trono a los siete años, ejerció el mando desde los 18, amplió consideradamente el panorama cultural de su país, hizo varias obras locales valiosas y se hizo muy querida por sus súbditos. Pero también parece haber sido especialmente querida por algunas docenas de ellos, que integraron una extensa lista de amantes, sentando la paradoja de que esta mujer que gustaba vestirse de hombre (de acuerdo a una regla obsesiva de sus padres y educadores) haya sido en cambio sumamente femenina entre las cuatro paredes de numerosos aposentos. Esa disipación, más la otra de los tesoros reales, más alguna crítica severa a su conducción de la política exterior, terminaron con Cristina. En 1651 quiso abdicar y en 1654 abdicó del todo, después de haberse negado al matrimonio y a la descendencia que un trono real suele necesitar. Tenía 28 años, se fue de Suecia, protagonizó algún escándalo adicional y murió oscuramente en Roma, a los 63. El argumento que Salka Viertel preparó para Greta Garbo es declaradamente una ficción, que contiene un retrato adecuado del personaje pero se independiza del pormenor histórico. Propone por ejemplo que Cristina termine por gestión personal la guerra de los Treinta Años (1618-1648), pero aduce que lo hizo por el bienestar de las clases humildes, mientras otros historiadores sostienen que uno de sus objetivos era disminuir con ello la importancia política de su Primer Ministro. En cambio aprovecha la costumbre de la vestimenta masculina para provocar una secuencia de borde picaresco, en la que el Embajador de España (John Gilbert), obligado por la nieve a pasar la noche en una posada del camino, debe compartir la habitación con un apuesto caballero, por falta de mejor lugar, y descubre a tiempo y con satisfacción que se trata de una dama. No descubre en cambio que la dama es la reina, a quien todavía no conoce, y así el relato consigue superar una enorme sorpresa con otra sorpresa mayor. Esos amores tan románticos y tan ilícitos son utilizados luego para fundamentar la oposición a Cristina, debidamente instigada por otro cortesano muy celoso (Ian Keith) y con


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el tiempo para fundamentar también la abdicación, que acontece según el film en circunstancias especialmente dramáticas, con duelos y muertes. Todo ello tiene un pie en la historia y otro en la ficción, como a Hollywood le gusta, y cuando se lo revisa en perspectiva se advierte a primera vista la envoltura romántica con que mejor se puede vender el rubro Grandes Reinas por Grandes Actrices. El film fue hecho para Greta, dirigido por Rouben Mamoulian con la pericia que tenía en la época (era un excelente director de intérpretes y un hombre de refinada inventiva plástica) y vestido por la Metro en algunos esfuerzos de escenografía y de vestuario, que hoy impresionan mucho menos que antes. No está muy cuidado el libreto, el que dictamina que las masas populares se rebelan demasiado fácilmente contra su soberana y en seguida son velozmente convencidas por ella misma de que deben acatar su conducta. Pero tiene algunos buenos diálogos y algunas escenas preparadas por Mamoulian y Greta con delectación: un paseo silencioso de ella por el cuarto, tocando cada objeto que ha visto su noche de amor (la escena fue rodada al ritmo de un metrónomo, según narraría después Mamoulian); la reflexión de la reina en su trono, iluminada sólo por un candelabro, y la escena de la abdicación, que es un hermoso monólogo para una gran actriz. Por otra parte la Garbo consigue en casi todo momento una interpretación de primera línea, a veces hombruna y brusca en su simulación del principio, después dulce y entregada en las escenas de amor, más tarde realmente acongojada en las peripecias que afronta como amante y como reina. La escena de la abdicación, en un discurso ante la corte, es no sólo una pequeña proeza interpretativa sino también un sabio golpe de efecto dado por Mamoulian, con esa salida final ante la cámara que retrocede. La imagen final del film, con Greta muda y abstraída en la cubierta del barco que la aleja de Suecia, ha sido festejada por los críticos de la época, hasta un párrafo del español Ángel Zúñiga, quien apunta que Greta consigue darnos una imagen de la más honda desesperación con aquella coda final, a bordo del buque, en un muy sostenido primer plano (en Una historia del cine). Posteriores declaraciones del propio Mamoulian señalan cómo dirigió esa toma, pidiendo a Greta que no pensara nada, que su rostro fuera una hoja de papel blanco, una bella máscara en la que cada espectador pudiera entender a su manera lo que esa mujer está pensando y sintiendo (en declaraciones a Sight and Sound, verano 1961). Con ser excelente la dirección, el film no existiría empero sin Greta Garbo, cuyo estilo interpretativo perdura treinta años sin perder su calidad y su especial magnetismo. Los espectadores más veteranos apreciarán fragmentos del film por razones muy especiales. En papeles secundarios aparecen algunos actores ya fallecidos (un decaído John Gilbert y veteranos como Ian Keith, Lewis Stone, C. Aubrey Smith, Reginald Owen) y hasta el propio Akim Tamiroff, en un papel de ayudante de Gilbert, sin que la lista oficial del elenco reconozca su nombre. En treinta años muchas famas suben y bajan, mientras la Greta, milagrosamente, se mantiene.

Hermana mala

Los ojos del amor

(Psyche 59, Gran Bretaña, 1964) dir. Alexander Singer. LA VILLANA DE ESTE CUENTO es Samantha Eggar, una chica de 24 años que está muy bien en varios sentidos, incluso como actriz. Esta coqueta parece querer mucho a su hermana Patricia Neal, que está ciega y usa lentes oscuros. Pero en el fondo lo que quiere es robarle el marido (Curd Jürgens), en parte porque ese cuñado es una suerte de padre omitido y necesario, en parte porque sus pasiones eróticas son devastadoras. La relación entre los tres personajes, durante varios días en la ciudad y otros días en el campo, aclara algunos datos más. El principal de ellos es que ese adulterio ya había comenzado años atrás y se había interrumpido; el segundo dato derivado es que la pobre Patricia tenía una sospecha vaga e inconsciente de ser engañada y que fue justamente por ese shock anterior que quedó ciega, con más lesión psíquica que física. Le espera un segundo golpe. Las peripecias del triángulo no son demasiado apasionantes, y sólo acumulan coqueterías de Samantha, vacilaciones de Jürgens e incertidumbres de Patricia, hasta una escena final tan reveladora que se acerca al ridículo, porque allí la pasión invade a los adúlteros delante de demasiados testigos. Un libreto lento, que padece de numerosas fallas de ilación y que se desvía frecuentemente a situaciones secundarias, convierte en ociosa esta historia pasional: falta firmeza para definir personajes y falta una inventiva para hacerles jugar el drama. Si el film llega a tener algún interés es por el aporte de algunas labores individuales: la del eminente fotógrafo Walter Lassally, la de la propia Samantha y la de Patricia Neal, una gran actriz que Hollywood despreció durante años y a la que tardíamente reconoció en 1963 por su estupenda labor en El indomable (Hud, Martin Ritt-1964) que le valió un Oscar. También interesa a ratos la mano del director Alexander Singer, que subraya detalles con un primer plano o atiende una escena conjunta enfatizando lo que piensan y sienten unos personajes y otros. Este es el segundo film propio de Singer, destacado hace tres años por un film menor, erótico y extraño que se llamó La mujer rendida (A Cold Wind in August, estrenado en setiembre 1961). El hombre no consiguió entrar en la industria de Hollywood y ahora aparece filmando en Gran Bretaña el primero de tres films para Columbia. Es de esperar que en los siguientes le den el derecho de revisar previamente el libreto, para quitar lo que sobra y poner lo que falta. No alcanza con tener dos actrices.

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Con enorme vitalidad

América, América

(America, America, EUA-1963) dir. Elia Kazan. FALTA UNA HORA DEL METRAJE ORIGINAL en esta copia local de América, América. El corte no hará seguramente la menor gracia a Elia Kazan, quien escribió, dirigió y produjo personalmente el film, sobre la historia de su tío el inmigrante griego que hacia 1896 salió de las montañas de Anatolia hacia América. Desde la idea original hasta el primer premio que el film obtuvo en San Sebastián (e incluso hasta una presentación posterior fuera de concurso en el Festival de Karlovy Vary), el propio Kazan se ha preocupado de su film con un calor pocas veces visto, asegurando en numerosas entrevistas que ésta era su obra más personal y que se consideraba totalmente responsable de sus aciertos y errores. Después de lo cual, la empresa Warner Brothers quita una hora de metraje a las tres del original, seguramente en el entendido de que una película tan larga deja de ser comercial. En Gran Bretaña ya se habían cortado diez minutos, pero pocos esperaban que este estreno en un lejano país sudamericano se hiciera con una poda tan considerable. Será mejor que Kazan no se entere, porque sufriría al ver constancias periodísticas al respecto. Garantizado lo cual, hay que agregar que éste es el mejor film de Kazan, el que está realizado con más calor y entusiasmo. Los cortes son evidentes para quien haya visto el film antes y para quien se tome el trabajo de verificar que en la galería final de intérpretes aparece Estelle Hemsley, la abuela del joven protagonista, a pesar de que su intervención ha sido eliminada del relato. Pero aunque se notan aquí y allá algunas fallas de ilación, están muy enteros el tema y el sentido del tema. Esta es la historia de cómo el joven campesino Stavros sufre una larga odisea, desde las humillaciones de su aldea natal hasta la llegada a la tierra de la esperanza, a esa América, América que ya otros le han colocado como sobrenombre. El protagonista vive en un territorio dominado por los turcos, a principios de siglo. Contempla las depredaciones y los crímenes, la humillación de ver cómo su padre inclina la cabeza ante los más fuertes, y eso refuerza su afán de huir. Con la aprobación paterna y todas las riquezas familiares parte primero a Constantinopla, es robado villanamente en el camino, trabaja como ínfimo peón, es nuevamente robado, mejora su posición con un casamiento por interés y nuevamente se aparta de este otro compromiso. En la última parte del relato, mientras mantiene una relación sexual con una americana casada y ansiosa, consigue embarcar a América. Le quedan todavía otras peripecias y una simulación de identidad, pero es todavía joven cuando ya trabaja en New York como lustrabotas. Sus últimas frases de exhortación a los clientes (Pasen, hay gente esperando…) son enlazadas con las imágenes de los familiares que todavía están en su tierra natal, esperando justamente el apoyo de este adelantado aventurero que habrá de facilitarles la inmigración a un continente donde sea posible una vida mejor. El asunto es, con algunas variantes, la historia real del tío de Kazan, pero también, desde luego, es la de muchos inmigrantes a América, tierra de aluvión. Es una histo-

ria violenta y apasionada, en la que Kazan ha sabido prescindir de los discursos y ha colocado los hechos en la pantalla, no solamente con la espectacularidad natural de algunos fragmentos (los incendios iniciales en las aldeas, las peleas con algunos villanos, las multitudes agolpadas en Ellis Island esperando la aprobación de las autoridades americanas), sino también con la habilidad de saber dar una situación en escenas breves, lacónicas. En el estilo habitual del director están las explosiones pasionales: el grito de una prostituta a la que arrebatan dinero, la crispación en el rostro de la americana rica que está insatisfecha con su anciano marido y busca un amante, o ese baile enloquecido y mudo del protagonista, sobre la cubierta del barco, cuando desafía el estiramiento de los pasajeros elegantes y expresa su satisfacción por haber cumplido su apasionado deseo de llegar a América. Una virtud esencial de Kazan es haber asumido un laconismo, una voluntad de síntesis, que le lleva a dar situaciones con el rostro severo y mudo de Stathis Giallelis mientras es burlado y robado por otros, o a informar concisamente del peregrinaje, dando una sola imagen fugaz del protagonista como lavaplatos o varias imágenes de los rostros conformistas y burgueses de la generación anterior, que no entiende o no justifica los ardores juveniles de sus descendientes. El film parece ahora mucho más veloz, más fuerte y menos novelesco que en la versión original. Tiene todas las sabidurías de escenificación de que es capaz el director, más las adicionales de una fotografía superior (por Haskell Wexler, artesano estupendo) y algunos toques musicales de marcada elocuencia, como ese acarreo de cadáveres hecho con una letanía fúnebre en la banda sonora. Un elenco desconocido, que Kazan reclutó mayormente en Grecia y Turquía, rinde interpretaciones que no están por cierto en la cuerda de expresividad teatral enfática a la que otras veces ha sido afecto el director, sino por lo contrario en una línea de autenticidad y sentimiento. El conjunto tiene una enorme vitalidad y sólo puede ser dejado de lado por los espectadores distraídos que crean que los films se hacen con estrellas. Se hacen ante todo con directores y nunca Kazan estuvo más seguro de sí mismo. 13 de noviembre 1964.

: Melodrama superficial

Servidumbre humana

(Of Human Bondage, Gran Bretaña-1964) dir. Ken Hughes. LAURENCE HARVEY TIENE una paciencia de santo frente a Kim Novak durante casi todo el relato de Servidumbre humana, y la reflexión de muchas señoras del público será que sólo un hombre muy enamorado o muy tonto (que puede ser lo mismo) no se daría cuenta de que ella es una arrastrada a la que sería mejor no tratar. Como pintor fracasado y como estudiante de medicina,


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en un Londres de principios de siglo, Harvey aparece como un joven apuesto, afligido por el complejo de un pie deforme, que no sabe tratar a las mujeres y que desde luego tiene por ellas algunas urgencias que no siempre son inteligentes. Conoce a esta Mildred de Kim Novak, como camarera en un café, comienza a tratarla y llega a convertirla en su amante, ayudándola de diversas maneras. Ella retribuye con alternativas de aceptación y de desprecio, le es infiel, lo abandona, vuelve a él pidiendo ayuda, vuelve a engañarlo, vuelve nuevamente a él. Después de cuatro o cinco alternativas de la misma situación, él es ya un médico y ella se ha dedicado a la prostitución, hasta un final obviamente infeliz. W. Somerset Maugham narró con esta novela una buena parte de su propia vida, a través de un libro que se extiende a 562 páginas (en una edición chilena de ZigZag) y que incluye desde luego mucho otro incidente complementario. Con la novela se había hecho una famosa adaptación cinematográfica, titulada Cautiva del deseo (dir. John Cromwell, 1934) que dio lugar a una excelente interpretación de Leslie Howard como desgraciado galán y sobre todo de Bette Davis como arrastrada Mildred, en lo que fuera un papel dramático decisivo para su carrera posterior. Y después de esa adaptación hubo todavía otra de 1946 (dir. Edmund Goulding), con Paul Henreid y Eleanor Parker, que tuvo menos fuerza e interés. Esta tercera versión de ahora, hecha en Gran Bretaña, tiene la clara ambición de proporcionar a Kim Novak un papel dramático mucho más enjundioso que ninguno de los previos en su carrera como figura decorativa. Y aunque durante mucho rato su caracterización es muy correcta, con su mezcla de belleza y de ignorancia, de coquetería y de brusquedad, alcanza esperar hasta la mitad del film para saber que la actriz no está a la altura de su personaje y que el compromiso dramático de sus explosiones emocionales y de su decadencia vital habrían requerido una intérprete de más fuerza interior y de más refinada técnica expresiva. A su lado Harvey parece más convincente, aunque su papel es inevitablemente monocorde y se limita a la pasiva contemplación de cosas que parecen suceder en otros y no en él mismo. Alguna responsabilidad sobre los intérpretes cabe también al productor, al director y al libretista. Las 562 páginas del libro no se pueden trasladar a la pantalla, y es muy razonable que el relato prescinda de los antecedentes juveniles de la primera mitad de la novela y prescinda luego de numerosos incidentes secundarios. Pero si correspondía concentrarse en la pareja también correspondía reforzar los personajes, sobre todo para dar con mayor hondura en el galán esa servidumbre que el autor propone desde el título: esa subordinación irracional a una mujer inferior, a la que se procura atrapar con anillos y favores, sin advertir que el amor no retribuido es cosa que no tiene arreglo. Habría hecho falta un Dostoyevsky para describir adecuadamente la situación y para evitar esta apariencia de melodrama largo, superficial y repetitivo. Y a su vez en la adaptación cinematográfica habría hecho falta un director más imaginativo, más cuidadoso del detalle elocuente, más atento a las motivaciones y maneras de la interacción dramática (un Wyler, un Stevens, un Kazan, un Tony Richardson) para expresar adecuadamente esta peripecia de dos personajes encadenados en la desgracia que se buscan. El film tiene algunas virtudes exteriores de reconstrucción de ambiente, buena fotografía por Oswald Morris, algunos papeles secundarios bien compuestos (una escritora por Siobhan Mackenna, un desaforado médico por Robert Morley, un

gentil anciano por Roger Livesey) y la muda figuración del libretista Bryan Forbes, como uno de los estudiantes de medicina que acompañan al protagonista. Los cuidados de producción debían ser extendidos a cambiar al director Ken Hughes por otro que consiguiera emocionar a su público. 14 de noviembre 1964.

: Aventura desviada

Sacrificio sin gloria

(Flight from Ashiya, EUA / Japón-1964) dir. Michael Anderson. HABÍA UNA BUENA POSIBILIDAD de acción en esta aventura, dedicada a exaltar al Cuerpo de Rescate Aéreo, que en apariencia depende de la Marina americana. Al principio se muestra a un barco japonés, destruido por un ciclón y un incendio, que deja a un grupo de sobrevivientes en una balsa. Hacia el rescate marchan dos aviones del Cuerpo, uno de ellos tripulado por los héroes George Chakiris, Yul Brynner y Richard Widmark, entre otros. Pero desde ese comienzo hasta el rescate real se intercalan recuerdos y contratiempos de los tres hombres, en un tono sentimental y hasta romántico bastante ajeno al propósito central. El recuerdo de Chakiris tiene diez años y se refiere a su carga de conciencia cuando debió rescatar a un grupo de aldeanos alemanes, entre montañas nevadas, y sólo consiguió provocar la muerte de ellos en una maniobra imprudente. El recuerdo de Widmark es muy sentimental, se refiere a una mujer que llegó a ser su esposa (Shirley Knight) y termina bastante mal, en un campo de concentración japonés de Manila, 1941, durante el principio de la guerra. El recuerdo de Brynner traslada la acción a Túnez, esta vez durante 1942, cuando encuentra a una joven árabe (Danielle Daubert) de la que se enamora perdidamente, a pesar de su recíproca incomprensión entre el inglés del galán y el francés de la dama. Esta anécdota también tiene un final trágico. El film no da una noción adecuada del tiempo que transcurre entre cada episodio y el presente. Las tres largas intercalaciones desvían al film de su declarado propósito de hacer una exaltación de los sacrificios que cuestan los rescates aéreos. Se ponen a contar otros sacrificios, desgracias y contratiempos, con gran intervención del azar y de la invención novelesca. En el plano sentimental, los dos romances frustrados (y un tercero y brevísimo a cargo de Suzy Parker) habrían requerido un libreto y un director más sensibles, que pusieran poesía donde sólo pusieron prosa. El resultado es que el film sólo funciona en sus secuencias de acción, sea al describir el naufragio


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inicial, sea en el rescate final. Allí se ven los esfuerzos de la producción y del director Michael Anderson; en el resto, Brynner, Widmark y Chakiris fingen tremendas aflicciones que el espectador no llega a sentir. 27 de noviembre 1964.

: Una realización superior

Karin, reina adolescente

(Karin Månsdotter, Suecia-1954) dir. Alf Sjöberg. UNA REALIZACIÓN CINEMATOGRÁFICA de primera categoría ha convertido a este melodrama histórico en un film que se ve continuamente con interés y a menudo con entusiasmo. El asunto, entretejido en variaciones de la historia del siglo XVI y de una obra teatral de August Strindberg, recuerda a muchos otros episodios de amor, locura, venganza y muerte. A través de Karin, joven campesina de 14 años que pasa a integrar la corte real, se cuenta aquí la vida de Eric XIV, el soberano salido de familia popular, que entra en conflicto con la nobleza y es luego derrocado. En las primeras escenas se establece cómo Karin llega a ser amante de Eric; más tarde, cuando ya le ha dado dos hijos, se consagra su tardío casamiento. Este es uno de los motivos para su conflicto con los nobles, quienes cuentan con el apoyo de Juan, hermano y luego sustituto de Eric en el trono. El otro motivo es la creciente locura de Eric, un sujeto sensible e histérico, que ve conspiraciones a cada paso, ambiciona casarse con la reina Isabel de Inglaterra, se comporta en forma caprichosa, vigila continuamente a su mujer y no puede impedir empero que ésta se refugie en el apoyo de hombres más sensatos que continuamente la rodean y la pretenden. La división de factores dramáticos se aumenta así desde los dos bandos mayores hasta varias líneas de conflicto individual en la corte, como una consecuencia de diversas intrigas y como resultado de la influencia que sobre el rey ejerce su consejero Goran, un campesino resentido y vengativo que termina por ser ejecutado por sus enemigos. Hacia el final, derrocado Eric y recluido en un lejano castillo, el drama se aumenta inevitablemente con la separación entre ese hombre, su esposa y sus hijos, hasta la culminación de la tragedia. Sería difícil legitimar este drama para el interés del público moderno, el que difícilmente puede apasionarse por amores de reyes y de cortesanas, por intrigas palaciegas y por conflictos entre nobles y monarcas dementes, a menos que todo ello tenga una profundidad psicológica atractiva para espectadores cultos o un giro romántico atractivo para espectadoras superficiales. Y sin embargo el film, que dura apenas una hora y media, es continuamente absorbente. Ha sido concebido, escrito y dirigido por

Alf Sjöberg (el director de El sádico, de Señorita Julia, de Barrabás), como una serie de estampas móviles, que concentran la acción, a la manera teatral, en secuencias capitales, prescindiendo de enlaces narrativos. Cada uno de esos fragmentos es asombrosamente ágil, gracias a un encuadre elaboradísimo, que rompe convenciones de espacio y de tiempo. La cámara de Sven Nykvist toma imágenes oblicuas desde arriba y desde abajo, la composición de figuras en el cuadro es siempre un estudio plástico, el montaje contrapone continuamente un ambiente con otro vecino o distante. Pero sobre todo, Sjöberg mueve personajes dentro y fuera del cuadro, mueve la cámara hacia atrás y hacia adelante, hacia la derecha o hacia la izquierda, en una persecución tenaz del gesto, del ademán o de la frase de mayor elocuencia. Hay momentos soberbios en esa elaboración plástica, como la ejecución de Goran en el cadalso o como el frenesí del palacio en un momento en que el rey, su esposa, sus hijos y sus asistentes deben decidir la fuga repentina ante la presión del asalto exterior. Y lo que parece realmente milagroso en la realización es que la belleza de cada imagen no sea sólo una elaborada fotografía fija sino, complicadamente, una sucesión de imágenes en movimiento, donde importan la luz y los elementos plásticos pero también el tiempo y la acción. Esto es típico de Sjöberg, un maestro de la expresión cinematográfica, cuyos libretos han sido casi siempre interiores a su virtuosismo de realizador. En Señorita Julia (1951), que es hasta hoy su mejor film, el texto de Strindberg estaba enriquecido a cada instante por un encuadre ágil y múltiple, que parecía volcar sobre el espectador los cuadros de las paredes o los grupos de campesinos bailarines. En Karin, muy adecuadamente, la realización es un empeñoso lucimiento del director, hasta el límite de la extravagancia, pero ésa es justamente la forma cinematográfica más coherente con el clima de locura, de venganza, de histeria y de odio que recorre la anécdota. La interpretación es también exaltada y sobrehumana con dos labores mayores en el rey de Jarl Kulle y en el Goran de Ulf Palme. Es más tenue y pasiva la labor de Ulla Jacobsson como Karin, sometida casi siempre a un sufrimiento silencioso, pero eso es lo que pide su papel. Karin, reina adolescente fue producida durante 1953-54, fracasó en su momento, entre otros motivos por el costo que supone un film de época, fue luego retocada y podada por Sjöberg y aparece ahora tardíamente en Sudamérica, uno de los pocos territorios privilegiados en el conocimiento de este despliegue de virtuosismo. A favor del film hay que señalar que hasta en su novelesca sustancia hay una riqueza de anotación psicológica, un mundo alucinado y cruel que deriva claramente de Strindberg y que Sjöberg ha enriquecido con un prólogo y un epílogo, de los que hace aclaración expresa en una constancia inicial. Esa sustancia y la labor de un director superior convierten al film en una obligación para los mejores aficionados al cine. 28 de noviembre 1964. Títulos citados (todos dirigidos por Alf Sjöberg) Barrabás (Barabbas, Suecia-1952); Sádico, El (Hets, Suecia-1944); Señorita Julia (Fröken Julie, Suecia-1950).

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Larga aventura

Trucos para niños

(Cent Mille Dollars au soleil, Francia-1964) dir. Henri Verneuil.

(7 Faces of Dr. Lao, EUA-1964) dir. George Pal.

Codicia bajo el sol

Las siete caras del Dr. Lao

LA AVENTURA OCURRE en el Sahara y tiene a dos únicos bandos. Por un lado, Jean-Paul Belmondo se escapa con Andrea Parisy, sobre un camión valioso, con una carga también valiosa que no se sabe en qué consiste y que deberá ser vendida a persona desconocida, después de la frontera, en presumibles cien mil dólares. Atrás suyo lo persigue otro camión, comandado por Lino Ventura y Reginald Kernan, que no se llevan muy bien entre sí, sufren su propia codicia y la desgastan a través de muchas millas de desierto. Es mejor ignorar cómo termina el asunto. El tema daba para una narración violenta, para un equivalente de lo que los americanos han hecho en western. Pero lo mejor que puede decirse del libreto y de la dirección de Henri Verneuil es que no se han tomado el asunto muy en serio y que hay cierto tono de burla en algunas secuencias, particularmente en la pelea final a puñetazos que Belmondo y Ventura protagonizan sobre un desierto patio árabe, con fuente al centro. Aparte del ocasional humor, hay alguna peripecia de buen rodaje, como la lucha de ambos camiones por sobrepasarse, mientras bordean una montaña, con una pared de roca a la izquierda y un precipicio a la derecha. La aventura y el humor justificarían al film si el relato fuera más compacto y no perdiera tanto tiempo en apartes triviales. Pero en un relato larguísimo hay demasiado material secundario, demasiada repetición y algún toque dramático imposible de creer, como esa descripción de Kernan como un oficial mercenario y aventurero, que hace simulacros de identidad. Sobre todo ello, hay demasiado diálogo, a veces con humor, más a menudo sin él. Todos los cuentos de la vieja amistad entre Ventura y Belmondo, la relación de éste con las mujeres, la intervención ocasional del Bernard Blier como conductor de un tercer camión que ayuda en los accidentes de la ruta, son zonas en que el dialoguista Michael Audiard se pasa de conversación. El film se parece a El salario del miedo (Le Salaire de la peur, 1953) de Clouzot, aunque su tono es más leve. Debería parecerse más a Brindis para un espía (Ice Cold in Alex, 1958) de J. Lee Thompson, que también contaba otra aventura en el desierto pero hacía rendir a la imagen y al silencio.

EL DIRECTOR Y PRODUCTOR George Pal tiene detrás suyo treinta años de cine, mayormente dedicados a la fantasía, a los dibujos, a las marionetas, a los trucos, con algún premio de la Academia y un consenso general de que el hombre domina toda la técnica necesaria para presentar la irrealidad: el viaje a la Luna, los cuentos de Pulgarcito o la máquina para retroceder el tiempo. Los antecedentes permitían esperar mucho más de este nuevo film que él dirigió y produjo, con Tony Randall en siete papeles distintos. La anécdota es bastante simple y empieza por ser un western sin acción. En un pueblito del Oeste, a fines de siglo, el comerciante villano (Arthur O’Connell) quiere quedarse con las propiedades de sus vecinos, en una maniobra de compraventa a la que está secretamente vinculada la próxima instalación de un ferrocarril en las cercanías. Para impedir esa maniobra llega allí el Dr. Lao, un anciano chino extravagante, que instala un circo en el que no hay fieras ni acróbatas sino actos de magia, adivinación y exotismo: una legendaria medusa con víboras en la cabeza, un mago Merlín que fracasa en sus trucos, un abominable hombre de las nieves, un Dios Pan que baila febrilmente, una serpiente charlatana. La visita del pueblo al circo, y algunos trucos adicionales del Dr. Lao, impiden que el villano se quede con las tierras de sus vecinos, mientras a un costado florece el romance del galán noble con la maestra encantadora. Sobre la anécdota, que no hará historia, Pal ha colocado mucho truco de maquillaje, de escenografía, de efecto especial, incluyendo el múltiple disfraz de Tony Randall como Lao, como los diversos personajes de su circo, todo lo cual contrasta con la simpleza general de los habitantes del pueblo. Hay un momento de particular intensidad, cuando el adivino del circo dice directamente a una vieja chismosa que ella nunca será nada, que no se casará de nuevo y que nadie se acordará de su persona después de morir. Y hay otros momentos de fantasía cinematográfica, como la transformación de otra vieja en una piedra y como el baile del Dios Pan con su peculiar flauta. El nivel general es sin embargo muy prosaico, se apoya en situaciones de total simpleza, se excede en conversaciones descriptivas y en fáciles caídas sentimentales. Lo que falta a esta fantasía es, doblemente, una expresión visual más imaginativa (lo que requiere más ideas que maquillaje) y un ritmo más vivaz, que arrastre al espectador y no lo deje en la pasiva tolerancia. Es probable que a los niños les parezca bastante, pero a sus padres les parecerá una simpleza.

4 de diciembre 1964.

11 de diciembre 1964.

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Un actor intenso

Ánimas Trujano, un hombre importante

(Ánimas Trujano [el hombre importante], México-1961) dir. Ismael Rodríguez. LA HISTORIA DE Ánimas Trujano es la de mucho campesino de México y puede ser tomada en parte como representativa. Pero es también una historia individual, un retrato de un hombre orgulloso y rebelde que al final encontrará su redención. Durante casi todo el relato, Ánimas sufre las consecuencias de su carácter y de su ambiente. Es un miserable, un ebrio, un pendenciero, que en la primera escena pelea al sentirse postergado durante la reunión en que paradojalmente se celebra la muerte de su pequeño hijo. Después trabaja en una fábrica de licores, se embriaga y ataca criminalmente al seductor de su hija; más tarde sale de su larga prisión y disipa con mujeres el dinero que roba a su propia esposa. A través de éstas y otras peripecias, que incluyen desafíos, peleas y humillaciones, Ánimas Trujano aspira a convertirse en el “hombre importante” del pueblo: el mayordomo que durante una ceremonia religiosa anual paga todos los gastos y se prestigia como un individuo generoso y elegante. Llega ciertamente a esta posición, a través de un dinero muy mal habido, pero allí sufre la última humillación, porque el pueblo lo acepta como mayordomo y sin embargo manifiesta contra él un silencioso desprecio. Es recién en la última escena, al asumir las culpas de un crimen ajeno, que el protagonista se encamina a una redención. La historia tiene una base popular clara, que parece extraída de leyendas. En un campesino analfabeto y apasionado simboliza, voluntaria o involuntariamente, a un inmenso sector humilde del pueblo mexicano, como un mito que se levanta desde una masa anónima, a la manera del cowboy, del guapo, del Martín Fierro. En esto pudo haber un apretado retrato social, que marcará a la miseria y a la injusticia como fuentes de una rebeldía. Pero el film modifica ese retrato. Al hacer de Ánimas un prolongado villano (un pendenciero, un supersticioso, un adúltero, un borracho) se borra la adhesión sentimental que un mito requiere. Lo que queda es un rico retrato individual, en cuyo derredor el film apunta muchos elementos auténticamente populares, como la destilería del mezcal, el reñidero de gallos, la ceremonia religiosa y desde luego toda la galería de personajes secundarios, que componen un vívido bajo relieve de una clase. El mayor acierto del film es, misteriosamente, haber empleado para ese protagonista a un actor japonés. Toshiro Mifune, el bandido de Rashomon (1950), el intérprete predilecto de Akira Kurosawa en tantos otros films. Su doblaje de texto mexicano sobre su mímica natural es un verdadero milagro de la técnica, al punto de que más de un espectador se declarará convencido de que es Mifune quien habla. Pero técnica aparte, Mifune da a su personaje el carácter brutal, apasionado, radical, que su personaje requería: esa condición leonina que Kurosawa le pidió una vez cuando preparaba Rashomon y que el intérprete decoró luego con grandes ojos de incertidumbre y de odio, de lujuria avasallante y de repentina simpleza infantil. En una narración que le requiere una presencia casi contigua ante la cámara, Mifune

rinde una de las composiciones más intensas de su carrera, pero su identidad no está dada sólo por el manotón y la pelea, sino a menudo por una pasión interior, por una mirada, por un pequeño gesto. La dirección de Ismael Rodríguez y la fotografía de Gabriel Figueroa han enriquecido al relato con una esmerada realización. Manejan una galería de personajes populares y un vasto repertorio de elementos campesinos, lo que ya da al film un sello pintoresco muy propio. Pero tienen además un firme contralor de la línea narrativa y no se desvían a una belleza plástica vacía (como le ocurriera a menudo a Figueroa en films previos). El drama está dado a veces en la muda mirada de reproche que se cambian el protagonista y su hijo de diez años, que será también un apasionado como él; otras veces el primer plano de una mano que se desliza por una pierna o una espalda, rinde la expresividad que otros mexicanos creen obtener con diálogos literarios. En el conjunto, y a pesar de algunas caídas melodramáticas del libreto, Ánimas Trujano es un film logrado y convincente. Si no es también un film importante, ello se debe a que el relato individual ha absorbido las posibilidades de drama social y representativo que el asunto permitía. La publicidad ha anunciado que Mifune obtuvo por este film un premio a mejor actor en Venecia (1961). Lo obtuvo, pero fue por su labor en Yojimbo (1961) de Kurosawa. En cambio Ánimas Trujano obtuvo en San Francisco (1961) el premio a mejor film y el de mejor fotografía. 15 de diciembre 1964.

: Doble actriz

¿Quién yace en mi tumba? (Dead Ringer, EUA-1963) dir. Paul Henreid.

BETTE DAVIS INTERPRETA a dos hermanas mellizas en este improbable melodrama, cuya anécdota podrá ser desconcertante apenas alguien la empiece a contar en una reunión. Las mellizas han estado muy distanciadas durante 18 años, hasta que se reencuentran en el sepelio del marido de una de ellas. Allí el espectador se entera de que la pelea entre las chicas se debió justamente a la conquista de ese hombre, que debió ser muy apuesto y que además es millonario. Fue seducido por la hermana mala, que ahora sobrenada en joyas, y esto causa el despecho y la envidia de la hermana buena. De aquí hay apenas un paso para que una hermana mate a la otra y usurpe su identidad, pero ése es nada más que el comienzo de la verdadera historia. No es fácil usurpar la personalidad ajena, porque puede ocurrir que una de las mujeres fume y la otra deteste el cigarrillo, que el perro de la casa odie a una de las mujeres y quiera a la otra. Sobre todo puede ocurrir que el cambio de identidades ayude a provocar otras confusiones, cuando la criminal sobreviviente


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descubre que está utilizando la identidad de una mujer que es también por su parte una asesina. Pero es mejor no contar demasiado sobre el asunto, en el que hay una docena de vueltas de tuerca. Con todas sus complicaciones anecdóticas, es sin embargo muy simple el planteo dramático, en el que también intervienen dos galanes confundidos (Karl Malden, Peter Lawford). Un estudio más elaborado de los cambios de psicología y de los detalles a que compromete un cambio de identidad habrían hecho al film más rico en suspenso y en interés. El libreto se conforma con algunas situaciones planteadas mecánicamente y da por solucionadas algunas dificultades de su tema, dictaminando que demasiados personajes son demasiado ciegos. En esa zona central, que era su responsabilidad, no se introduce el director Paul Henreid, un viejo amigo y colaborador de Bette Davis (en La extraña pasajera3, por ejemplo), que también había sido director de olvidables melodramas policiales en los últimos quince años. Lo mejor que se puede decir de Henreid es que sirve a la actriz con verdadera devoción, manteniéndola en cuadro casi continuamente y solucionando con habilidad las numerosas escenas que en la primera mitad del relato hacen necesaria la doble presencia de Bette Davis en la imagen. Son trucos bien resueltos, pero se han visto mejores. Si el film interesa es por su actriz, que a los 55 años parece dispuesta a reconquistar el estrellato, después de su despliegue en ¿Qué pasó con Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane?, Aldrich-1962). Ante todo comienza por diferenciar muy bien a sus dos personajes de hermana buena y hermana mala, con pequeños tics de ademán y con esas entonaciones dramáticas tan suyas para decir el diálogo, donde una palabra aparece cargada de énfasis dentro de la frase. Después luce todo su repertorio de vacilaciones e inseguridades en la mascarada que desempeña y de la que emerge a cada minuto con tonos autoritarios. Ha habido pocas actrices como ella en el cine, y si alguna vez en el pasado hubo que reprocharle sus excesos de divismo, es un placer recuperarla ahora en un trabajo doble, tan planeado para su lucimiento. 18 de diciembre 1964.

: Biografía en superficie

La historia de George Raft

(The George Raft Story, EUA-1961) dir. Joseph M. Newman. ES MUY SUPERFICIAL el enfoque de esta presunta biografía de George Raft, que fuera astro cinematográfico de primera línea hasta 1940. Se narra cómo el protagonista (interpretado por Ray Danton) se destaca como bailarín durante la década 1920-30, cómo mantiene ambiguas relaciones con algunos gangsters de aquel agitado período y cómo empezó (en 1931) una carrera cinematográfica condicionada 3

Now, Voyager (EUA-1942) dir. Irving Rapper.

igualmente por su parecido al extinto Rodolfo Valentino, gran seductor, y por su afición al mundo de los pistoleros. Sobre las mujeres de su vida se apuntan que eran muchas y sobre su carrera cinematográfica se señala la frecuencia con que se peleaba a puñetazos con productores y agentes de publicidad. En sus últimos tramos, la narración marca que Raft se asoció a un cabaret en La Habana, fue sacado de allí en 1959 por la agitación resultante del triunfo de Fidel Castro y volvió luego al cine interpretando a otro gangster en Una Eva y dos Adanes (Some Like It Hot, Wilder-1959). Todo lo cual es aproximadamente cierto, pero no es muy interesante, porque no está debidamente dramatizado. El retrato del personaje es muy convencional de muchacho bueno que quiere a la madre, conserva tenazmente la fidelidad por los amigos (incluidos los pistoleros) y conquista mujeres con apenas una mirada. Esa descripción no está completada por una mínima firmeza en la narración, y así el film coloca diversos romances, los interrumpe sin mayores explicaciones y recurre con frecuencia al monólogo en banda sonora para rellenar los baches y los puntos confusos. Es particularmente deficiente el retrato de los twenties, el que incluye un poco de charleston y una vivaz presentación de la famosa vedette Texas Guinan (por Barbara Nichols, estupenda), pero cuya música está falseada por una orquestación moderna y por un interludio de balada sentimental (a cargo de Julie London) que se adelanta en unos quince años al estilo adecuado. También son deficientes las referencias cinematográficas. No sólo el film se niega a mencionar nombres propios y no ha conseguido trasladar fragmentos, sino que reconstruye la historia del cine en una involuntaria parodia de los hechos reales. Presenta un minuto de rodaje de Scarface (1931) sin mencionar al director Howard Hawks y deformando la famosa escena en que Raft moría tirando al aire la moneda con la cual jugaba. Presenta un fragmento apócrifo de Bolero (1934), con música que no es de Ravel y con tonos sepias que no fueron los auténticos. Al final promete algo más sustancioso cuando anuncia con los debidos nombres propios el plan de hacer Una Eva y dos Adanes, pero en ese mismo momento se interrumpe abruptamente la narración. Y como en el resto no se mencionan títulos de films, ni a la empresa Paramount, el documento sobre una figura pública se desvanece hasta lo impalpable. Es muy difícil hacer en Hollywood biografías que aludan a personas vivas o a instituciones actuales, porque sobreviene un pleito apenas se hace siquiera una mención sin permiso, sea o no difamatoria. El único beneficiado con esta biografía superficial debe haber sido el propio Raft, que cobró alguna cosita por los derechos de usar su nombre y por la tolerancia con el resultado. Sus contemporáneos no parecen haber otorgado permisos. 24 de diciembre 1964.

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Crítico en apuros

Política americana por dentro

(Critic’s Choice, EUA-1962) dir. Don Weis.

(The Best Man, EUA-1964) dir. Franklin Schaffner.

Cuando el corazón manda

El mejor candidato

LA PREGUNTA ESENCIAL que plantea esta comedia se refiere a qué debe hacer un crítico teatral neoyorquino de primera línea cuando su legítima esposa escribe una pieza y consigue estrenarla en Broadway. Como la pieza es muy mala alguien tiene que decir la verdad a la señora, pero no es fácil decir la verdad a las mujeres, que suelen razonar más cerca de los sentimientos que de los hechos. El problema consume todo el buen humor de Bob Hope, enfrentado en casa a la autora en cuestión (Lucille Ball), a través de un largo proceso que comienza en las primeras lecturas y sigue por la negativa a mejorar el texto, por la incertidumbre de escribir la crónica y por un momento tranquilo y cobarde en el que se resigna a ser sustituido por un colega mediocre en su obligación periodística. En el proceso de esa larga duda el protagonista es variablemente ayudado o combatido por su primera esposa (que es actriz), por su hijo, por su suegra, por el director de la obra, por dos cuñadas, por un psicoanalista vecino y por el hijo de este último, que es un niño prodigio. Todo lo cual podría ser gracioso si el libreto no se quedara en la cómoda fórmula de repetir con escasas variaciones el texto de la pieza teatral (1960) en que se basa. En el film se advierten los trazos de broma interna que el ambiente de Broadway debe haber festejado, con burlas varias a críticos, estrellas, decoradores, empresarios y directores extravagantes. En cine todo ello parece muy remoto y sobre todo muy lánguido. También parece mentira, porque supone no sólo que un crítico puede pagar un fabuloso apartamento con su sueldo sino que además es un hombre simpático y cordial como Bob Hope. Es bien sabido que los críticos son tipos amargados. En un momento en que se desarrolla una formidable crisis en el negocio cinematográfico uruguayo, corresponde cuestionar la conveniencia de que la empresa Warner gaste una copia en color de un film conversadísimo, carente de todo espectáculo que será más entendido y apreciado en New York pero que es un déficit seguro en el extranjero. Ni siquiera es gracioso. 26 de diciembre 1964.

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EL AMBIENTE ES EL DE UNA CONVENCIÓN política americana, que no está identificada como del Pardito Demócrata o del Republicano, pero que puede ser en verdad cualquiera de ambos. La convención se reúne en Los Ángeles para elegir su próximo candidato a la presidencia de los Estados Unidos, entre un grupo de senadores, ministros y otros hombres de figuración. Dos candidatos se perfilan como más fuertes. Uno es Russell (Henry Fonda), autor de un libro, quizás un intelectual, un hombre liberal, que estudia serenamente lo que debe hacer en cada circunstancia, y que tiene fama de hacer siempre lo correcto. El otro es Cantwell (Cliff Robertson), un hombre más joven e impetuoso, seguramente más capaz de ganarse la adhesión ajena, pero también más capaz de la imprudencia, del error en la valoración de sus propias fuerzas. Se ha señalado que estos dos candidatos están modelados sobre la experiencia americana: en Russell se combinan rasgos de Kennedy y de Adlai Stevenson; en Cantwell hay algo de Nixon pero también algo de Goldwater y de McCarthy, con sus invocaciones americanistas que esconden a un pensador de derecha y a un opositor a la integración racial. La oposición de estos dos hombres da al film un tinte muy americano, un comentario muy válido sobre los rasgos que suelen tener quienes aspiran a ser votados para el máximo empleo público en su país. Y en otro sentido, la existencia misma de la Convención es también un documento sobre los mecanismos eleccionarios, sobre las estrategias y golpes de efecto con que se consigue de los convencionales el aporte de votos necesarios por cada Estado de la Unión. Buena parte del material espectacular que el film presenta, con esos vastos salones enardecidos de gritería, ha sido transcripto de una convención de San Francisco (1960), que había sido filmada para TV y cedida luego para el film. Otra parte, que el director Franklin Schaffner atribuye generosamente a la inventiva del fotógrafo Haskell Wexler, ha sido creada especialmente para el rodaje y alternada con el documento real, en forma tan hábil que no se advierte en verdad diferencia alguna. Sobre el documento hay además un drama, que nace de dos personajes interesantes y bien definidos. La oposición de sus caracteres habrá de manifestarse en sus conductas durante la convención. Por un lado, Cantwell está reservando el arma secreta de divulgar un informe médico que presentaría a su rival como un neurótico inestable, aunque sabe muy bien que Russell es hoy un hombre equilibrado y que sólo por sucia demagogia podría presentarse semejante argumento en la lucha. En el otro extremo, también a Russell se le ofrece otra oportunidad de difamación: la posibilidad de divulgar que Cantwell ha tenido experiencias homosexuales en el ejército, veinte años antes. Es característico que Russell vacile mucho


antes de usar su proyectil, y el film postula hábilmente que esa incertidumbre habrá de llevarlo a una tercera solución sorpresiva. Junto a todo ese instrumental, el film establece una corte de otros personajes que juegan en la oposición: las mujeres de ambos candidatos, los respectivos secretarios que dirigen la campaña, otros políticos que quieren lucirse en sitio tan público y sobre todos ellos un ex presidente (Lee Tracy), que está modelado a su vez por ciertos rasgos de Truman y que parece prestar apoyo sucesivamente a uno u otro de los rivales. El conjunto del drama es absorbente. Utiliza por cierto algunos recursos que no son demasiado verosímiles: esas acusaciones de homosexualidad no son ciertamente representativas de la vida política americana, y obligan a pensar que el autor (Gore Vidal) debió inventarlas para sustituir una rivalidad estrictamente política, alimentada de años de incidentes y difícil de expresar en una obra de ficción. Pero la debilidad provocada por esos y otros artificios está sobradamente compensada por la agilidad de un diálogo en el que rara vez se reconoce el origen teatral de la pieza y en el que Gore Vidal y el director Schaffner han sabido colocar todas las interjecciones, frases inconclusas y ademanes mudos de la gente que sufre las premuras y presiones de un día crítico. Y además del diálogo, el film se florea en una narración que salta continuamente de escenario, intercala datos de otros sitios (con TV, con un equipo móvil de radio) y está centrada siempre en alguna instancia decisiva para alguno de los personajes. La virtud paradojal de este film basado en una obra teatral es que parece sobrarle acción por todos los costados. Alguien dijo que tiene la tensión de un western, en el que el muchacho sabe que podrá y deberá liquidar al villano, pero está esperando noblemente que el villano dispare primero. En un excelente cuadro de intérpretes corresponde destacar a Henry Fonda y a Cliff Robertson en dos labores de excelente composición, a Lee Tracy como el anciano ex presidente y a Shelley Berman como un delator cobarde y vacilante que viene a traer los datos básicos para una posible difamación. Un dato curioso del elenco es que allí reaparecen intérpretes del cine de hace treinta años, ahora reducidos a papeles menores. Los aficionados de más larga memoria podrán reconocer a una rubia entrometida en política (Ann Sothern), al secretario de un candidato (Gene Raymond), a un senador de escasas probabilidades (Richard Arlen), a la mujer de otro senador (Penny Singleton). El propio Lee Tracy es también un galán de vieja data (hacia 1932), que perduró oscuramente en el cine hasta 1947 y salió de la oscuridad en 1960 para hacer en Broadway este papel que ahora repite en cine, con un repertorio ampliado de guiños, carrasperas y miradas suspicaces. Todo el elenco es de primera línea (también figura Margaret Leighton, con papel escaso) y contribuye con el director, el libretista y el fotógrafo en este vistazo a la política interna americana. 26 de diciembre 1964.

1965 Sobre minas y sobre mujeres

Muchachas en vitrina

(La ragazza in vetrina, Italia / Francia-1961) dir. Luciano Emmer. LA MEDIA HORA INICIAL es un documento excelente sobre las minas carboníferas en una zona no identificada de Holanda. Ahí llegan varios obreros italianos y la cámara sigue a uno de ellos (Bernard Fresson), en el que será su primer día en las minas. Todo lo que muestra la cámara de Otello Martelli, desde el fondo nocturno de la estación ferroviaria contra el que se imprimen los títulos, es un registro tenso, sombrío, ligeramente aterrador, de lo que significa trabajar en esas profundidades, entre luces parpadeantes, senderos estrechos, vagonetas peligrosas, ascensores inestables, hasta la amenaza y luego la realidad del derrumbe. En toda esa media hora el director Luciano Emmer recuerda la vocación documental con la que comenzó su carrera, vocación que debió interrumpir luego para hacer comedias y dramas sosos en el cine italiano más conformista. Pero no hace sólo un documento. Se preocupa del interés humano y saca así buen partido del incidente final en la mina, donde tres obreros quedan atrapados por un derrumbe de paredes, en lo que parecen ser apenas dos metros cuadrados de espacio. El canto forzado con que quieren alegrarse, el temor a quedar sin luz y sin aire, la esperanza incierta de que los ruidos lejanos sean el anuncio del rescate cierran dramáticamente toda esa zona del film. Lo que sigue es menos importante pero está bien observado. En el fin de semana inmediato a ese forzado cautiverio, los dos obreros unidos por la amistad de la peripecia (Fresson, Lino Ventura) emprenden en Ámsterdam la búsqueda de dos muchachas que acceden a pasar unas horas con ellos. Las encuentran en la zona de los prostíbulos; son Marina Vlady y Magali Nöel, que no se llevan bien entre sí. Un detalle continuo de incertidumbre, malentendidos, explosiones ebrias, escenas de celos y castigos físicos dan a esta otra parte del relato un aire que si no es documental parece por lo menos verosímil. Con buen criterio, el libreto hace anotaciones sentimentales pero se cuida muy bien de caer en la novela rosa. Y entretanto el film refleja un ambiente caótico, crispado, amoral, que es en cierto sentido un documento. La buena observación de personajes y ambiente (hasta un pintoresco y repugnante cabaret de homosexuales que bailan en parejas) continúa la línea realista de la primera mitad, aunque el tema sea ya más trivial. Con los méritos de realización debe vincularse necesariamente la presencia en el elenco de libretistas de Pier Paolo Pasolini y de Rodolfo Sonego, dos de los mejores escritores del cine italiano en los últimos años, y la presencia del fotógrafo Otello Martelli, que es una eminencia por separado. Para los filmógrafos hay que anotar la feliz armonía del director Luciano Emmer entre su vocación


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documental (que seguramente nunca le dio para vivir) y su aceptación de temas melodramáticos en el cine italiano. Ahora consiguió juntar ambas corrientes en una sola obra que se puede estimar. 10 de enero 1965.

: Joven cine checo

Blues praguenses

(Praszké Blues, Checoslovaquia-1963) dir. George Skalenakis. LOS BLUES PRAGUENSES que hoy estrena Cine Club ocurren realmente en Praga y son literalmente blues, en el sentido más melancólico de la expresión. Su ambiente es el de los estudiantes extranjeros que viven en la capital checa y sus protagonistas son un médico y una muchacha, ambos negros, ambos africanos. En la primera escena el médico tiene todavía un examen pendiente para recibirse y aparece despidiendo sin entusiasmo a un compañero ya graduado que se vuelve al África. En el aeropuerto se cruza por primera vez con la muchacha, que habrá de provocar de inmediato un romance a través de los pocos días que ocupa la acción del film. Hay para ellos un solo drama, que es el de la separación. El médico se gradúa y se siente obligado a volver a su país africano, donde sus servicios profesionales son necesarios a la sociedad. La muchacha en cambio acaba de llegar a Praga, tiene por delante cinco años de estudio, comprende perfectamente la indecisión del galán, no lo presiona en un sentido o en otro. Esos son los blues. El marco de la anécdota es el más apropiado. Es ante todo un marco auténtico, porque en Praga hay una enorme cantidad de estudiantes extranjeros, es asombrosa la proporción de negros africanos y es muy verosímil que entre ellos pueda ocurrir un romance entre dos personajes que no tienen un mismo idioma común y que se entienden paradojalmente en un checo básico, si bien hablar en checo básico es una proeza reconocida por turistas varios. En otros sentidos, el marco del romance armoniza visual y sonoramente con la simple anécdota. El galán es un contrabajista aficionado, toca jazz con otros estudiantes, ensaya acordes en la primera escena y a ratos se inclina sentidamente sobre su instrumento, procurando expresar lo inexpresable: el amor por la muchacha, la inminencia de la separación, la incertidumbre sobre sí mismo. El jazz sirve para dar esa línea de sentimientos paralelos al centro del drama pero también, agudamente, para contrastarlos: cuando un grupo de estudiantes se vuelca al baile y al twist, el protagonista se aparta solitario de la fiesta. Y al fondo de la anécdota, se ve una buena parte de Praga, en un clima invernal, todo lo cual se ajusta al tono poético un poco desolado de la historieta.

Este film fue hecho en Praga por un grupo de estudiantes, de los cuales el director George Skalenakis resulta ser un griego que estudió dirección en la facultad cinematográfica, hizo dos films cortos y fue ayudante de realizadores checos. Está trasladando aquí un ambiente y unos personajes que conoce muy bien, con un drama que probablemente le sea cercano. Ha utilizado en su debut solamente a intérpretes aficionados y ha desarrollado las preferencias naturales de un hombre joven que comienza a hacer cine. Utiliza por ejemplo la cámara en mano, lo que le faculta a obtener una marcada agilidad y algunos toques frescos y espontáneos de escenificación y de interpretación. Utiliza también escenarios naturales, en parte por una inclinación casi documental a una ciudad que quiere, en parte por economía, en parte por necesidad natural de la anécdota. Y utiliza con buen criterio una banda sonora en la que los diálogos se mezclan con sonidos naturales, con la música, con los rumores de fondo, reforzando la autenticidad del retrato. El jazz que se escucha es también moderno y tendrá para algunos oídos la frecuente limitación del género: acordes que insisten en una suerte de prólogo a una melodía que nunca se concreta, aunque también hay un saxo barítono de brillante ataque, un trombón muy decidido en un twist cerca del final y unos blues brillantemente canturreados por Jarmila Veselá. En la línea de otros realizadores modernos y debutantes, Skalenakis padece la limitación habitual de que su narración no llegue tampoco a concretar un drama. Lo apunta bien, lo prolonga, lo repite, a veces lo comenta con frases que se exceden de intención poética, pero no lo arma en una verdadera peripecia. Ese límite, más la condición improvisada de los intérpretes, deja ver en el film el sello del aficionado entusiasta, que tiene una enorme vocación por el cine y una excesiva desaprensión por el rigor narrativo. Pero es lógico que los debutantes tengan defectos. En cambio es grato descubrir que tienen talento y que el cine checo les permite explayarlo, con una liberalidad que en países occidentales no suele lucirse tanto. 19 de enero 1965.

: Adán, Eva y otros problemas

En Italia se llama amor

(In Italia si chiama amore, Italia-1962) dir. Virgilio Sabel. DOS DOCENAS DE CASOS RAROS desfilan en este film, perteneciente al género que se ha dado en llamar “cine-encuesta”, que es una forma moderna pero todavía primitiva del periodismo. Todos los casos están actuados por intérpretes no profesionales, que pueden ser también los protagonistas auténticos de los sucesos. Y todos los casos se refieren a las curiosas formas que puede adoptar la relación entre hombre y mujer. No hay nada más escandaloso que un bikini, dentro


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del cual parece haber algo, pero el conjunto es por lo menos exótico. Comprende, entre otros: 1) El joven italiano que se prende de cuatro hermosas turistas y es aceptado por ellas en el auto; 2) La pareja forzada a convivir una noche por la familia de la novia, para obligar después al galán a celebrar una boda de “reparación” (esta historia tiene trampa); 3) El hombre que se casa con una mujer de 74 años que además es fea y ha tenido tres matrimonios previos; 4) El hombre que durante 27 años ha perseguido y celado a una mujer que manifiestamente lo odia; 5) La mujer que tiene un amante y procura llegar a un acuerdo razonable con su marido; 6) El preso que vuelve de la cárcel y expulsa a puntapiés al desnudo amante de su mujer; 7) El marido que se suicida al segundo día de la boda, porque los nervios le provocan una falla que le ocurre a cualquiera; 8) La pareja que no se puede casar pero contrata sus amores ante escribano público, con indemnización previamente fijada en 170 millones de liras; 9) La mujer que sorprende a su marido con una amante en la playa y opta por robar cautelosamente las ropas de ambos, sin dejarse ver. Hay muchos otros casos. Son similares a los que ocurren en el resto del mundo, donde también reciben el nombre de amor o de variaciones del amor. Si en el film tienen algún acento italiano, ello se debe en parte a que allí los hombres tienen fama de atrayentes y de mujeriegos, mientras que las mujeres tienen fama de bonitas y de accesibles. En parte se debe también, con más intención sociológica, a que Italia es un país de turismo, donde florecen durante horas o días algunas relaciones internacionales, y a que en algunas regiones italianas persisten con particular firmeza las convicciones de que las mujeres deben cuidar celosamente su virginidad y de que los hombres deben cuidar ante todo su honor, dos ideas que en algunos casos pueden chocar violentamente entre sí. En las explicaciones verbales de un locutor (que resulta ser Nino Manfredi), esos y otros conceptos son explayados con algunas consideraciones adicionales, entre las que se destaca la altísima probabilidad de adulterio en un país que no permite el divorcio. Hacia 1953, en un film poco difundido que se llamó Amore in cittá (seis episodios producidos por Cesare Zavattini, dirigidos por Fellini, Antonioni, Lattuada y otros), esta fórmula del cine-encuesta ya había encarado el reportaje a las formas públicas o privadas, legales o clandestinas, de eso que se llama amor. El nuevo film tiene, como aquél, el interés de su espontaneidad y de su variedad, con intercalaciones ocasionales de humorismo. Mientras el director Virgilio Sabel filma en la calle y en dos plazas, en las carreteras y en las orillas del río, su film se mantiene como un documento entretenido de algo que nunca se conoció bien. Es mucho más débil en cambio el rodaje de interiores, donde el director se confía al cine precario que deriva de utilizar monólogos, de no tener intérpretes adecuados y de contar con las palabras lo que debía estar puesto en la imagen y en la acción. Eso ya le había ocurrido a Cesare Zavattini cuando produjo Amore in cittá, que se proponía estérilmente trasladar la realidad misma y que descubría, muy a su pesar, que la realidad puede ser atrapada por un do-

cumental muy bien hecho, pero después sólo puede ser repetida por un artista. Cada vez que Sabel hace hablar a sus personajes, para transcribir la historia auténtica que protagonizaron, su diálogo suena a falso. El resultado es que el film puede servir para aprender algo sobre los límites del “cine-encuesta” y del cinéma-verité, que ha sido recientemente una moda parecida. No sirve para aprender algo sobre el amor, pero desde luego no hay film que sirva para eso. La copia que se estrenó en el Ariel muestra síntomas de que alguna tijera pasó por allí, un caso que está ocurriendo demasiado a menudo en este país. 21 de enero 1965.

: Absorbente trozo de historia

El proceso de Verona

(Il processo di Verona, Italia / Francia-1963) dir. Carlo Lizzani. LO QUE SE CUENTA en este proceso es, con mucho esmero, un trozo de la historia italiana, durante la liquidación del fascismo y la derrota del país. En julio 1943, cuando los Aliados ya habían invadido Sicilia, el rey de Italia y un consejo de personalidades fascistas resolvieron eliminar nada menos que a Mussolini, romper la alianza con Alemania, obtener un armisticio. Lo decretaron así, Mussolini fue arrestado y el mariscal Badoglio fue puesto al frente del gobierno italiano. Entre quienes votaron para destituir a Mussolini estaba el conde Ciano, que era su yerno, que había sido su ministro de Relaciones Exteriores, y un personaje de primera línea en el régimen fascista de los años previos. Las circunstancias arruinaron su plan. Los alemanes consiguieron liberar en audaz maniobra a Mussolini, éste formó nuevo gobierno en el norte de Italia, y en seguida se procedió a la venganza contra los jerarcas traidores. Indeciso entre protegerse con los aliados o con los alemanes, entre presentarse como un fascista o un nuevo antifascista, Ciano fue arrestado y sometido junto con los otros traidores a un proceso que terminó con su condena a muerte, en enero de 1944. El film hace especial hincapié en los detalles de esta intriga, que está centrada en Ciano (Frank Wolff), en su esposa Edda, hija de Mussolini (Silvana Mangano) y en los instrumentos con que contaban ambos para salvarse. Durante toda su actuación en el gobierno, Ciano llevó un diario minucioso de las gestiones que le tocó cumplir, de la conducta y las frases de Mussolini, de la subordinación italiana a las directivas de Alemania, que era el factor más fuerte en el Eje. Los cuadernos de ese diario habrían de ser, en momentos críticos en que se jugaba su vida, los elementos de chantaje que Ciano utilizó, hasta el grado en que su esposa llega a proponer a los alemanes el intercambio de los documentos por la vida de su mari-


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do, en una gestión que se tramita a lo largo de toda la narración y que no termina por fructificar. Por otro lado, la confrontación de Ciano con los otros líderes, en uno y otro bando del fascismo dividido, da lugar a sustanciosos diálogos, desde el inicial con Dino Grandi (Andrea Checchi), que votó junto a él pero que no quiere verse asociado con el yerno de Mussolini, hasta la feroz pelea verbal del proceso, en el que uno tras otro los líderes, sus fiscales, sus defensores y sus jueces se encarnizan en la discusión sobre la política italiana y sobre la conducta individual, en un desfile de acomodaticios y arrogantes. Hace dos años este Proceso de Verona fue en Italia el centro de una agitada controversia, porque no habían pasado aún veinte años de los sucesos, Edda Ciano seguía viva y la agitación cinematográfica de los hechos históricos se reputaba por unos como una necesaria documentación de la tragedia del fascismo y por otros como una maledicencia y una fuente de confusiones. Sin entrar en pormenores que los italianos deben conocer mejor que el público internacional, hay que señalar a favor del film su aire objetivo y tranquilo. No hay ningún locutor, no hay ninguna explicación, no hay ningún alegato: en la narración están sólo los personajes en sus confrontaciones. Parecen hablar en tiempo presente, peleando por sus pasiones e intereses, sin pretender la perspectiva histórica que es fácil tener en la reconstrucción. Entre esos diálogos hay algunos de particular interés dramático: uno inicial entre Ciano y su mujer, otro de Ciano con el juez de instrucción (Claudio Gora), en un interrogatorio privado, y varios que Ciano debe hacer con una delegada de los alemanes (Françoise Prevost) que puede llegar a negociar el intercambio de su vida por el diario privado. Pero junto al interés dramático el film tiene también otras virtudes. Explora en gestos y ademanes con frecuente perspicacia, dando las situaciones por algo más que por la letra de lo que se discute. Sabe utilizar las pausas y los silencios que siguen a las frases sin respuesta. Escenifica no sólo con verosimilitud sino también con énfasis, marcando una desolada cita en un cementerio o dejando entrever a dos mujeres que sostienen una velada conversación tras los vidrios también velados de un automóvil. Fotografía a menudo con cámara en mano, para obtener un aire documental en algunas escenas capitales, particularmente las que preceden a la ejecución. Y tiene una banda sonora en la que el comentario musical se reduce a veces, intencionadamente, a disparos y timbales que insinúan el tono trágico de los acontecimientos, o al chirrido de la cámara del aficionado que filma la ejecución. En un elenco de particular calidad corresponde destacar a Frank Wolff en su Ciano y a Silvana Mangano en una de las mejores labores cinematográficas de su carrera. Su primer diálogo con su marido o la conversación telefónica con su padre (Mussolini no aparece como personaje) son momentos de gran actriz. En el conjunto, el film es un espectáculo de una fuerza y una calidad superiores a lo que la carrera de su director, Carlo Lizzani, permitía esperar. Sólo el cine italiano puede atreverse en la actualidad a un film de esta importancia actual y de esta energía. 23 de enero 1965.

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Un solo episodio valioso

Rogopag

(Ro.Go.Pa.G., Italia / Francia-1963) Film en episodios dirigidos por Roberto Rossellini, Ugo Gregoretti, Jean-Luc Godard y Pier Paolo Pasolini. EL TÍTULO TIENE un solo sentido. Es la reunión de las letras iniciales de cuatro realizadores (Rossellini, Godard, Pasolini, Gregoretti) e insinúa que en esa combinación hay cuatro tareas individuales. El film tiene también poco sentido, aunque hay que rebuscar para saberlo. Es una cuádruple crónica de los alegres principios del fin del mundo, para lo cual acude a los diversos adelantos de la psicología, de la técnica, de la bomba atómica y del cine mismo, en una velada advertencia de que el mundo va mal y terminará peor. Aparte de ese remoto rasgo común, que debe haber parecido convincente al productor Alfredo Bini, los cuatro episodios son muy distantes en su asunto, su estilo y su logro. • El pollo de campo (Il pollo ruspante, dir. Ugo Gregoretti) es el mejor de los fragmentos, el más claro en su alegato, el más divertido en sus detalles. En dos líneas paralelas muestra por un lado la conferencia de un economista, sobre las formas científicas de atrapar al consumidor, y por otro lado la desventura de Ugo Tognazzi, de su mujer y de sus dos hijos, todos los cuales componen esa familia consumidora de clase media. Se les ve comprando un televisor, escuchando una radio a transistores, almorzando en un restaurante cuya entrada es hábilmente la de un supermercado, y finalmente negociando la compra a plazos de un terreno. En cada una de estas instancias Tognazzi y los suyos oscilan entre la resignación y la desesperación, en una serie de incidentes cómicos, hasta un final sorpresivo, quizá simbólico. Los apuntes de Gregoretti componen una buena sátira de algunos extremos de la civilización, para lo cual acentúa el ridículo de algunas situaciones. Así el economista es un solemne conferenciante que está afónico y que debe hablar con un micrófono amplificador junto a su garganta, lo cual lo rebaja de sabio a estúpido monigote. Así también se acentúa el ridículo de una camarera del restaurant mecanizada en fórmulas para atender a los clientes, o el ridículo del vendedor de terrenos, un señor marcial y prepotente que sabe hablar pero no sabe escuchar. Entre estos y otros elementos satíricos, que provocan algunas buenas carcajadas, Gregoretti intercala veloces movimientos de cine mudo y una más elaborada metáfora que diferencia a los disciplinados pollos de granja de los espontáneos pollos de campo abierto: la idea es presentar a Tognazzi como un admirador de los libres pollos campestres, pero también como un vencido pollo de granja, que sigue la corriente y come lo que le dan. El episodio es un comentario agudo sobre la mecanización de la vida moderna y puede suscitar una prolongada reflexión en su espectador. • La ricotta (dir. Pier Paolo Pasolini) ocurre a campo abierto, durante el rodaje de un film sobre la Pasión de Jesús, por un equipo en el que Orson Welles aparece como tranquilo director. Los fragmentos del rodaje han sido hechos en color y describen una sola escena, en la que Jesús es descendido de su cruz. A intervalos de esta filmación, Pasolini describe la torpeza, la grosería y la vanidad de quienes hacen ese


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rodaje. Los personajes resbalan, la música de Scarlatti es erróneamente sustituida por una melodía moderna, un extra se mete donde no debe, la Virgen María es una pituca preocupada por su perrito y hasta una de las presumibles santas de la Pasión accede a un intervalo de strip-tease, para divertir a sus compañeros de equipo. Todo lo cual es deliberadamente irrespetuoso, pero Pasolini lo precede de una advertencia escrita, en la que señala su devota admiración por Jesús, por la Pasión y por los Textos Sagrados. El obvio sentido es que Pasolini respeta en verdad más al famoso episodio cristiano, como lo probaría después con el rodaje de El evangelio según San Mateo (premiado en Venecia 1964), pero en cambio es muy escéptico sobre la explotación que de la Biblia han hecho los súper-espectáculos del cine moderno. Y para subrayar ese sentido ha colocado como personaje central a un humilde actor, que está muerto de hambre durante el rodaje y que atrapa en su derredor cuanta comida se le pone cerca, hasta la ricota titular que devora con formidable gula. Lo que insinúa es la necesidad de que la gente de hoy haga algo más cristiano que filmar la Pasión en colores: por ejemplo dar pan al hambriento. Aunque el sentido está claro, Pasolini no consigue bastante fuerza ni unidad para su episodio. Alterna el grotesco con la expresión verbal, desviándose hasta hacer recitar a Orson Welles un poema (del propio Pasolini) y a presentar un curioso reportaje en el que Welles opina desfavorablemente sobre la burguesía ignorante, sobre la clase obrera y hasta sobre Fellini (Él danza… él danza, dice por única descripción). Como argumentista Pasolini sabe muy bien lo que quiere, desde la crítica social hasta el humorismo. Como director parece muy inseguro de sus tiempos, sus transiciones y encuadres. Tiene una buena idea pero no la desarrolla ni la hace sentir, hasta que deja a su espectador en el desconcierto. • Virginidad (Illibatezza, dir. Roberto Rossellini) comienza su desconcierto en el propio realizador, que vive desde hace años en la incertidumbre sobre lo que puede, quiere o debe hacer en el cine. La idea general es presentar a Rosanna Schiaffino como una stewardess o aeromoza de Alitalia, que pasea por Bangkok con su cámara filmadora, envía a su lejano novio calabrés las imágenes de sí misma y de quienes la rodean y tropieza con un pasajero ebrio y cargoso que la pretende. Por el medio de esta situación aparece un psicólogo que explica los desvíos del instinto sexual: el pasajero cargoso ve en Rosanna a una trasmutación de su madre, porque es un caso claro, y la forma de liberarse de él es convertir a Rosanna en una vampiresa sensual, con diversos aprontes de vestido, peinado y maquillaje. Esto liquida al cargoso admirador, pero desespera lejanamente al novio calabrés, que desde luego es otro Edipo sin saberlo. No sólo esta historia es extravagante, como una simplificación de complejidades psicológicas. Es también increíble, porque Rossellini no se preocupa de hacerla verosímil. No tiene la menor noción de los tiempos ni del desarrollo de su propia anécdota ni de cómo cada uno de los personajes se entera de lo que opina o quiere el otro. En una narración confusa y arbitraria, donde se manosea la lógica más elemental, Rossellini intercala unos notorios telones de fondo, para fingir que su historieta ocurre en Bangkok, y agrega algunos monólogos, que son su método de decir lo que no sabe decir con medios más legítimos. Algún día habrá que escribir la historia moderna de este director que se está arrastrando alrededor de su pedestal. Se llamará Historia de una Larga Pifia.

• El nuevo mundo (Il nuovo mondo, dir. Jean-Luc Godard) es también una pifia muy clara, pero será menos esperada por todos los que han concedido al joven director francés una patente de genio nuevo. Con su arbitrariedad característica, propone el dato fantástico de una explosión atómica que ha ocurrido sobre el cielo de París, a miles de kilómetros de altura. No ha muerto nadie, pero la conducta de la gente ha variado, y se ve a transeúntes que tragan misteriosas píldoras en la calle. El relato se concentra en el subsiguiente desconcierto con que el joven Jean-Marc Bory contempla la conducta de su amada Alexandra Stewart, una dama que parecía muy correcta y que de pronto falta a una cita, se va a nadar a la piscina, besa a un hombre desconocido, no da explicaciones sobre su conducta y protagoniza unos diálogos absurdos donde falla la lógica. En este planteo se acaba el relato. No hay más que eso, no hay ninguna explicación, no hay ninguna observación sobre lo que pueda ocurrir a otros seres humanos. Como de costumbre, Godard fotografía con soltura, pero es espantoso comprobar que no tiene nada que decir, que su anécdota no progresa y que la mitad del material narrativo surge del monólogo de Bory en banda sonora. Es todo tan fácil, tan caprichoso, tan trivial, que cualquiera puede hacer este tipo de cine en dos días libres. El riesgo que corre Godard es que la opinión pública pueda retirarle la patente de genio que le diera una parte de la crítica mundial. Rogopag sufre la irregularidad natural de los films en episodios: es gracioso por aquí, irritante por allá. Debe ser inscripto entre los derivados de la Nouvelle Vague, cuyos jóvenes directores suelen estimar al veterano Rossellini. No es el único error que cometen. 29 de enero 1965.

: Dos que conversan

París, tú y yo

(Paris - When It Sizzles, EUA-1964) dir. Richard Quine. WILLIAM HOLDEN y Audrey Hepburn comienzan por ser aquí el escritor que tiene unas pocas horas para inventar un libreto cinematográfico y la secretaria que llega a ayudarlo y que se instala en su pieza de hotel. Al poco rato son también los personajes del argumento en cuestión, inventado y modificado continuamente por el libretista en apuros, con el uso y abuso de todos los clisés que el cine ha utilizado en los últimos cincuenta años. En estos papeles ficticios figuran como la pareja que se encuentra en París y centraliza una anécdota de romance, robo, fuga y falsa identidad, cuya gracia general debería consistir justamente en que no hay una anécdota sino muchas, que se retocan y sustituyen sin respiro, comentadas y desarrolladas por ellos mismos. La idea central de este argumento, que consiste en poner al cine dentro del cine, estaba ya en el film francés El santo de Enriqueta (La Fête à Henriette,


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1952) donde el director Julien Duvivier y el libretista Henri Jeanson disparaban sin descanso todos los clisés del cine, en una actitud de franca burla. La nueva versión americana tiene menos gracia que el original. Está interpretada por dos estrellas de primera línea, cuenta con varios nombres lustrosos en papeles incidentales (Noel Coward, Tony Curtis, Marlene Dietrich), tiene aún otros nombres en la banda sonora (Fred Astaire, Frank Sinatra), está hecha en colores y pasea su poca acción por un hermoso París, que culmina con el despliegue de surtidores de agua, muy cerca de la Tour Eiffel. O sea que la segunda versión es deliberadamente una propuesta de film muy comercial, que so pretexto de reírse de las fórmulas convencionales del cine establece un frente de batalla sumamente ortodoxo: más estrellas que ideas, más color que acción. El rasgo más significativo del film está en los datos técnicos, donde el exquisito Hubert de Givenchy es acreditado no sólo con los vestuarios de Audrey Hepburn sino también con sus perfumes. A cambio de tales exquisiteces, el despliegue de imaginación es mínimo. En algunos minutos la acción transita rápidamente por el film de terror, el western, el hipódromo, la intriga policial; en otros minutos juega a las identidades cambiadas en un baile de máscaras, todo él muy elegante. Pero la norma de los 111 minutos del relato es que Holden y Hepburn conversen en el cuarto de hotel, diciéndose frases que los libretistas deben creer románticas o graciosas, pero que suenan a convencionales y merecedoras de alguna parodia. El resultado de tanta charla es que los fuegos artificiales de la anécdota se traducen en una narración lenta, pasiva, alargada. Sus espectadores más divertidos se llaman Duvivier y Jeanson, que cobraron derechos por la idea original. 1 de febrero 1965.

: Gracia de antes

Una noche en la ópera

(A Night at the Opera, EUA-1935) dir. Sam Wood. FUE PRODUCIDO EN 1935 pero ha conservado su fama a través de treinta años, como un ejemplo clásico de la gran bufonada cómica y como el más desopilante muestrario del humor que practicaban los Hermanos Marx. En su momento el film fue un tremendo éxito comercial y cabe sospechar que lo seguirá siendo ahora, cuando los Marx ya no existen como conjunto, después del fallecimiento de dos de sus integrantes. El humorismo de los Marx es mucho más fácil de ser apreciado que descripto, un rasgo que caracteriza por otra parte a los grandes cómicos de todos los tiempos. Llegados al cine en la época sonora, con toda su experiencia de vaudeville, debieron fiarse a la eficacia de situaciones, de libretos, de diálogos, que ellos mismos contribuyeron a crear (uno de sus distinguidos colaboradores iniciales fue el escritor S. J. Perelman). Y lo que hicieron con su material fue muy a menudo la sátira contra las diversas con-

venciones del mundo que les rodeaba. Como señala Richard Rowland en uno de los pocos ensayos aptos sobre el grupo (American Classic, en Hollywood Quarterly, abril 1947), el mejor comediante del mundo no sería gracioso si no tuviera un material del cual prenderse. Y ese material, decía Rowland, es con diversas variantes un continuo replanteo de la pregunta “¿qué es la realidad?”. Los Marx inventaron para sí mismos un mundo apócrifo: es falso el bigote de Groucho, falso el acento italiano de Chico, falsa la mudez de Harpo. Pero en su mundo el sentido común fracasa y el desorden triunfa. Toda la gente sensata que deliberadamente les rodea en sus films es gente burlada, mientras que ellos pueden conseguir buenos resultados con procedimientos caóticos. De los enormes bolsillos de Harpo pueden salir objetos inverosímiles, desde una enorme aspiradora de polvo a una taza de café caliente; en una cabina telefónica o en un taxi pueden acumularse treinta personas. En una escena del film Animal Crackers (V. Heerman, 1930) recuerda Rowland, los hermanos están buscando una foto, no la encuentran, uno de ellos sostiene que debe estar en la casa de al lado, otro objeta que al lado no hay ninguna casa y entonces todos resuelven locamente construirla de inmediato, para lo cual ya sacan planos de bolsillo y traen materiales. Y en una escena de Los hermanos Marx en el Oeste (Go West, E. Buzzell-1940) cuando la locomotora necesita combustible, todos ellos no encuentran mejor remedio que destrozar uno por uno los vagones para echarlos sucesivamente en los hornos, hasta que la locomotora se sale de los rieles y continúa sin inconvenientes a través del campo. Estamos arando, señala tranquilamente uno de ellos. Hay momentos muy divertidos en este deliberado disparate, el más famoso en la carrera de los Hermanos Marx. Durante un viaje en barco, y so pretexto de esconder a tres viajeros clandestinos en un camarote, Groucho deja entrar en cuatro metros cuadrados a las mucamas, manicuras, mecánicos y mozos del barco, hasta completar un total de quince personas y provocar la explosión posterior, a raíz de la impenetrabilidad de los cuerpos. Durante la escena del gran final, en el que hay que sustituir a un tenor por otro durante una representación de Pagliacci, los tres hermanos acometen con toda clase de atropellos, desde cambiar partituras de los músicos a jugar al baseball con sus instrumentos, mientras se cambian vertiginosamente los telones de fondo en el escenario. Hay gracia también en cosas menores y fugaces, como el saludo inicial que se intercambian Harpo y Chico (se regalan recíprocamente un salchichón cada uno) o como el detalle de que un señor muy barbudo tenga una mariposa escondida en el mentón. Y abunda un humorismo más minucioso, más calculado, en toda la secuencia en que los tres Marx y Allan Jones intercambian el mobiliario entre dos cuartos, para confundir eternamente a un inspector policial que termina por no saber dónde tiene sus propios pies. La gracia de los Marx es surrealista, se manifiesta por chispazos en los que se invierte el orden natural de este mundo, propone una visión inconformista de cosas convencionales, como los telones de la ópera o como la hipocresía con que los artistas deben buscar el dinero de los empresarios. El humor deriva así de una visión anárquica y de una intención satírica, que parece exhortar a no tomarse muy en serio las ideas y las instituciones. Y casi todo lo que dice Groucho es un chisporroteo de impertinencias sin respuesta, que se dirige a menudo hacia esa deliberada intención de faltar al respeto a los presentes. Lo que nunca llegaron a hacer los Marx, ni en este film ni en los siguientes, es ocupar enteramente un film con su marxista perspectiva. Por su pro-


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pia indecisión, o por la voluntad de los productores, los Marx han flotado siempre en anécdotas que son convencionales, en la inútil pretensión de que el espectador pueda reírse de su anarquía y sin embargo pueda tomarse en serio las peripecias del tenor joven que necesita una oportunidad y de la soprano que lo ama (Allan Jones, Kitty Carlisle). Los intervalos de romanticismo, la colocación simplona de arias operáticas o de la dulzona melodía de Alone o de la fácil alegría de la tarantela Così Cosà, están entorpeciendo en todo el relato la marcha de un humor más radical y revolucionario, que debería empezar por burlarse justamente de esos lugares comunes del cine. Aun con sus límites, que eran muy naturales en 1935, Una noche en la ópera es un film divertido y vivaz. Provocará alguna moderada desilusión en los espectadores veteranos que recuerden haberse reído más hace algunos años, pero deberá ser una revelación para generaciones nuevas y farra para buena parte del público menudo. 3 y 4 de febrero 1965.

: Documento sobre una tragedia

Años de relámpagos, día de redobles

(John F. Kennedy: Years of Lightnings, Day of Drums, EUA-1964) dir. Bruce Herschensohn. ESTE ES UN LARGO documental sobre el presidente Kennedy que fuera profusamente exhibido por la televisión en los últimos días y que ocasionó una función extraordinaria de Cine Universitario del Uruguay, en la medianoche del sábado 13. Su intención no es contar la biografía de Kennedy, y sin duda esa idea debió ser rápidamente desechada porque no existe bastante material cinematográfico filmado para cubrir los años previos a su presidencia. En su lugar, figura una descripción de la personalidad de Kennedy, con el énfasis aportado por el absurdo crimen que en noviembre de 1963 terminó con su vida. Y así, con buen criterio, el film comienza por algas tomas del funeral, retrocede luego a explicar la obra de Kennedy en varias zonas distintas y con esa obra compone diferentes capítulos, todos ellos separados y pautados por tomas adicionales del funeral. Hay un capítulo para la obra de integración racial, otro para la lucha contra la miseria en el mundo, otro para los viajes en el espacio, otro para las relaciones con América Latina. En el conjunto, el film es un formidable testimonio documental sobre las ideas de quien fuera el más joven de los presidentes americanos. Sus imágenes son particularmente ricas, porque el cine ha sido testigo, a través de muchos noticiarios, de cada uno de los procesos sociales y científicos que el presidente llegó a tomar como su responsabilidad personal. Así el film sabe integrar la carrera del espacio con las tomas de varios lanzamientos desde Cabo Cañaveral, primero con los fracasos y las explosiones, después con el registro de los audaces vuelos de Sheppard y de Glenn; así también los problemas de la integración racial se

documentan con los viajes que diversas misiones de paz, convocadas por Kennedy, realizaron por buena parte del sur americano. Una esmerada compaginación ha ordenado esas imágenes, hasta el virtuosismo de que en una zona, debiendo explicar seis distintas ideas de Kennedy, fracciona la imagen de seis distintos rostros del presidente y anima sucesivamente cada una de ellas con el registro del discurso. El mayor inconveniente del film es que los discursos son la materia prima. Algunos de ellos han sido excelentes, como el que Kennedy pronunció ante el Congreso al tomar el mando en 1961, pero aún con los mejores casos es muy difícil apoyar un film en ideas dichas con palabras. En la versión original, la banda sonora alterna fragmentos dichos por el mismo Kennedy con explicaciones dichas por Gregory Peck; en la versión castellana, hecha por un relator no identificado, la voz del locutor se hace cargo de todas las explicaciones y además sustituye a la de Kennedy en los discursos, con el doble inconveniente de destrozar los ritmos de compaginación sonora inicial y de abundar en un solo charlista que se empeña en decirlo todo. La experiencia ha demostrado que el cine documental puede obtener mayores efectos dramáticos o poéticos si consigue ser económico en sus explicaciones. La banda sonora de Morir en Madrid (1962) fue hace muy poco un modelo de concisión, al punto de que su director Frédéric Rossif parecía haber tachado todas las abstracciones y dejado solamente las frases que marcaban hechos, cifras, fechas. Aún más atrás, los esfuerzos de la población civil británica durante la guerra fueron expuestos en un film que es una obra de arte, Listen to Britain de Humphrey Jennings (1942), sin una sola palabra en toda la banda sonora; las explicaciones habrían convertido aquella poesía en un panfleto. Los productores del film de Kennedy no tuvieron esas cautelas. Era seguramente inevitable que transcribieran fragmentos de discursos del presidente, sin los cuales no podrían expresar sus ideas, pero pudieron evitar en cambio la abundante glosa adicional que remarca y prolonga cada concepto. Donde el film parece más fuerte es justamente donde terminan las palabras. Las imágenes del funeral de Kennedy, repartidas en los intervalos de uno a otro capítulo, han sido transcritas con un silencio sólo interrumpido por la música solemne o por un emotivo redoblar de tambores. En esas sucesivas secuencias, que muestran el desfile acongojado del pueblo americano y de sus personalidades de gobierno, más el milagro de entereza que en las circunstancias demostró Jackie Kennedy, el film adquiere una peculiar emoción. Aporta el testimonio de uno de los crímenes más disparatados de la historia y de una de las tragedias más conmovedoras del siglo; un testimonio dicho solamente con el desfile de personas, de caballos, de carruajes, a través de las avenidas de Washington y hasta el cementerio: no había mejor registro de ello que lo que el cine puede lograr. El film fue producido por George Stevens Jr., hijo y ayudante de un prestigioso director cinematográfico, funcionario oficial americano durante los últimos años. A su capacidad de productor, ya ensayada en films de ficción, cabe atribuir la riqueza de imágenes con que se ha compuesto este relato de Kennedy. Es más difícil identificar a los responsables de una inflación verbal que se advierte desde el título. 15 de febrero 1965.

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Sobre indios y directores

La brigada de los valientes

(A Distant Trumpet, EUA-1964) dir. Raoul Walsh. EL JOVEN Y APUESTO GALÁN Troy Donahue debe permanecer dos horas en la pantalla, durante un denodado esfuerzo por reducir a los últimos apaches rebeldes, hacia 1882. Como oficial recién egresado de West Point, lleva la corrección académica al Lejano Oeste y allí se entera de las realidades de la vida. No sólo tiene en la sede del fuerte a un grupo de soldados sin disciplina, afectos a las mujeres y al alcohol, incursos en la desobediencia y la deserción, sino que debe convencer a todos ellos de que también los apaches son seres humanos y de que lo único procedente es reducirlos pacíficamente. A esta noble finalidad llega recién en los últimos tramos, y por inspiración de un oficial superior. Tras el agotamiento de una feroz batalla, emprende con un guía la misión pacífica de convencer al jefe rebelde, tiene éxito y choca después con el prejuicio que contra los indios manifiestan otros oficiales y hasta el gobierno americano. Sólo después de rechazar orgullosamente una condecoración el joven Donahue convence a todas las partes en pugna. Y así es como los apaches dejaron de ser un problema. Sin Donahue la historia americana sería diferente. La simplificación histórica del libreto es un punto bastante grotesco en todo el film. Pretende que Donahue es un gran militar y un político agudísimo, de la misma manera que otros films americanos de todos los tiempos han pretendido que Errol Flynn pacificaba a todo el Oeste o que Robert Taylor ganaba toda la guerra mundial. Sobre ese punto de subrayado convencionalismo el libreto agrega aun la buena fortuna de que Donahue pueda librarse de su novia rubia y engreída (Diana McBain) para ser feliz con una belleza importante (Suzanne Pleshette), que no sólo está en el fuerte cuando él llega sino que además se enamora de él a primera vista y arriba de ello queda adecuadamente viuda a mitad de romance, para sacar del medio a un marido que en ese momento era una molestia. Entre esas comodidades del argumento se desliza para siempre la posibilidad de tomarse en serio el film. Y sin embargo sería un error olvidarse de sus virtudes. Como ya es habitual en el cine americano, los temas convencionales sirven para cumplir con el género y llevar público a un espectáculo, pero los grandes directores saber intercalar momentos de acción, de drama, de humor. Aparte de enormes escenas exteriores, donde centenares de indios y de soldados cabalgan ferozmente por llanuras y laderas, el director Raoul Walsh ha colocado aquí otras instancias de mayor interés dramático: la forma cruel en que los apaches dejan morir a sus prisioneros blancos (enterrados en la arena, con la cabeza fuera, hasta que son devorados por las hormigas), o el trato brutal que el ejército americano aplicaba en la época a un desertor (le arranca el uniforme en público y lo marca a fuego en la espalda), o la relación brutal y jocosa entre los oficiales del fuerte y el prostíbulo ambulante que se instala cerca de allí, en una secuencia que termina con un violento despliegue de acción. Estas y otras cosas son las que cabía esperar de Raoul Walsh, un director veteranísimo, que está realizando

cine desde 1912, que ha hecho docenas de espantos y de concesiones comerciales, en todos los géneros, y que sin embargo ha conseguido periódicamente algunos films de grato recuerdo, por su espíritu humorístico o por su tranquila eficacia para mostrar acción y suspenso: El arrabal, Héroes olvidados, Ay, qué rubia, El caballero audaz, Aventuras en Birmania, Alma negra. Es obvio que Walsh se ha reído del argumento antes que su espectador, pero después ha procurado sacarle partido, consiguiendo algunas secuencias firmes, emotivas. Con similar espíritu, pero con mayor habilidad de creador, John Ford ha hecho también films convencionales (especialmente del Oeste) en los que despuntan una sinceridad y una hondura para dibujar personajes y para describir problemas colectivos de una población. En este film tan largo, tan novelesco, tan inorgánico, a veces tan sabroso, las hazañas bélicas y pacíficas deTroy Donahue serán tan poco creídas como la figura de ese militar veterano (James Gregory) que recita frases en latín y humilla a sus subordinados por razones estratégicas. Pero es buena cosa que el cine americano se preocupe de recomendar tratos nobles para los indios y es buena cosa que Walsh intercale algunas secuencias de sello personal entre los lugares comunes del argumento. 19 de febrero 1965. Títulos citados (todos dirigidos por Raoul Walsh) Alma negra (White Heat, EUA-1949); Arrabal, El (The Bowery, EUA-1933); Aventuras en Birmania (Objective, Burma!, EUA-1945); ¡Ay, qué rubia! (The Strawberry Blonde, EUA-1941); Caballero audaz, El (Gentlemam Jim, EUA-1942); Héroes olvidados (The Roaring Twenties, EUA-1939).

: Chiste demasiado largo

Robin Hood de Chicago

(Robin and the 7 Hoods, EUA-1964) dir. Gordon Douglas. FRANK SINATRA ES UN HOMBRE de buen humor y además un hábil empresario de sí mismo. Ya no obedece órdenes ajenas para averiguar los discos que graba, los compromisos teatrales que acepta ni los films que interpreta. De hecho los produce, con una pandilla de amigos personales, entre los que Dean Martin y Sammy Davis son figuras destacadas. En los últimos años Sinatra ha aplicado su humor y su dinero a producir Once a la medianoche (dirección de Lewis Milestone), que era la parodia de un asalto a los casinos de Las Vegas, y después realizar Tres sargentos (dir. de John Sturges), que era un western en broma, adaptado de otro film mejor y muy anterior que se llamó Gunga Din. Cabía esperar que este Robin Hood de Chicago fuera un gran chiste sobre los twenties, una época memorable de los Estados Unidos, no sólo por el apogeo de los gangsters y del alcohol (en medio de la prohibición alcohólica) sino por la revolución de costumbres y de preceptos morales. Y efectivamente es con humor


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que el film comienza, detallando el cumpleaños del gran jefe pistolero, en una secuencia a la que Edward G. Robinson presta su rostro y su clásica caracterización, aunque paradojalmente no figura su nombre en el elenco. Desde que muere Robinson, la ciudad de Chicago queda dividida en dos bandas rivales, que se disputan la supremacía en el soborno policial y en la organización de grandes farras: instalación de garitos, destrucción de los mismos, construcción de otros que pueden transformarse rápidamente en templos, invento de empresas para la caridad apócrifa e instalación de talleres para falsificar moneda. Una de las bandas está dirigida por Peter Falk, que supervisa de hecho a todos los pistoleros de Chicago; la otra rival es conducida por Frank Sinatra, en sociedad permanente o incidental con Dean Martin, Sammy Davis y hasta Bing Crosby. En medio de ambas cae Barbara Rush, que lejos de ser la mujer codiciada por unos y otros es la pérfida instigadora de venganzas, en una cadena de maniobras con las que Lucrecia Borgia sería feliz. Todo este asunto debe ser comprendido como una actitud humorística por parte de Sinatra y los suyos. El cumpleaños de Robinson con su final abrupto, el pistolero que teje crochet, el descaro de los policías corruptos que asisten con sus insignias a los complots de delincuentes, la facilidad con que se dan y se asimilan los golpes de una a otra banda, son algunos de los síntomas de la humorada que el film se propone. La enorme desgracia es que Sinatra y los suyos se divierten mucho más que los espectadores. Largos trechos del asunto son meramente expositivos, con diálogos que informan sobre rencillas pero que no muestran un borde satírico sobre el tema ni sobre la época. A intervalos hay canciones: una solitaria y violenta de Sammy Davis, jactándose de cómo le gusta hacer destrozos con balas (lo que confirma con revólver y ametralladora en mano), otras de Sinatra, Martin, Crosby y el mismo Davis, festejando un fallo judicial o fingiendo una gran vocación de abstemios, en una ceremonia de confesiones públicas, a la manera del Ejército de Salvación. Las canciones habrán de atraer a una parte del público, no porque sean muy notables sino porque sus intérpretes son super famosos, y los chistes que decoran el asunto habrán de provocar algunas sonrisas. Pero a cambio de esas amenidades incidentales, el film habrá de impresionar como una broma fallida, como uno de esos largos cuentos en que se empeñan los chistosos profesionales. El relato dura dos horas, es demasiado extenso para lo poco que contiene y está abreviado en sus instancias finales, al punto de que no se entienden algunos episodios, como el fracaso de una última empresa de Peter Falk o la reducción de Sinatra, Davis y Martin a la condición de mendigos. Lo malo de ser simultáneamente productor y estrella es tener demasiada tolerancia consigo mismo. Lo menos que cabía esperar era una caricatura más aguda de los twenties. Peter Falk hace una estimable composición en su pistolero principal, la mejor figura de un vasto elenco en el que hay gente con más pretensiones. En papeles mínimos aparecen Jack La Rue y Allen Jenkins, dos veteranos del género, que hace treinta años eran figuras casi obligatorias en un film de pistoleros.

Niños que sufren

Isla maldita

(Kajikko, Japón-1959) dir. Seiji Hisamatsu. LA MALDICIÓN QUE PESA sobre esta isla es que allí se utilizaba un régimen esclavista que la civilización moderna ya no admite. Pero la acción ocurre en 1931, según se aclara en leyenda inicial, y eso convierte en muy horrible el tráfico de niños y adolescentes, llevados por sujetos inescrupulosos para que sirvan de remeros a los pescadores de la isla. De hecho, los remeros son mantenidos en el hambre y la miseria, explotados como bestias, encarcelados o castigados sin piedad. Lo que se cuenta en el relato, tras una exposición de esas circunstancias, es cómo los adolescentes se rebelan un día, se escapan a la tierra firme, y obtienen la protección policial y de hecho determinan el cambio en las condiciones de vida en la isla. A partir de ese punto la anécdota sigue arreglando los destinos individuales de varios adolescentes, lo que incluye la muerte de uno y el reencuentro de otro con su madre. Todas las intenciones del film son muy sanas y plantean el alegato obvio contra la esclavitud de niños indefensos. Pero la obligación del film era ser emotivo así fuera con elementos de melodrama, desde el niño que roba comida al otro que come piedras, encerrado y enfermo en un peculiar gallinero donde sólo cabe un cuerpo humano. La respuesta a esa obligación es que el film se caracteriza por ser sumamente frío y tedioso. Está rodado en CinemaScope y color, con más atención a los datos exteriores que a los interiores. Y está conversado al infinito por una docena de personajes que no demuestran sentir problemas sino que se empeñan en explicarse conflictos, gritarse insultos, vocear intenciones. El resultado es que la sustancia dramática no aparece aprovechada por el director, y a mitad del relato el público empieza a desinteresarse de tantos niños que sufren tanto. Este film japonés llegó a Montevideo en una espléndida copia de color, sin títulos iniciales en castellano, sin material de publicidad, sin información adicional. Hasta ayer algunos cronistas se preocupaban por averiguar su fecha de producción, dato que no figura en varios libros pero que debe estimarse con fundamento entre 1953 y 1959. Una variante razonable a esas inquietudes es olvidarse del film, de sus pretensiones y de sus problemas filmográficos. 9 de marzo 1965.

: Esgrima, amor y fantasía

El tulipán negro

(La Tulipe noir, Francia / Italia / España-1964) dir. Christian-Jaque. 5 de agosto 1965.

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LA ABUNDANTE ACCIÓN de esta aventura ocurre en Francia durante junio 1789, o sea poco antes de la Revolución Francesa. Y el chiste principal del asunto es


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que todos los personajes estén pensando en la inminencia del 14 de julio y de la caída del reinado de los privilegios y de las riquezas, en la suerte de anticipación chistosa que se ha atribuido a aquel general que se declaraba cansado porque recién empezaba la Guerra de los Treinta Años y se dolía de lo mucho que faltaba. En ese clima pre-revolucionario Alain Delon se presenta como el aventurero infatigable que se adelanta a robar a los nobles sus dineros mal habidos, lo que ocasiona innumerables combates a espada, caídas en el río y tropiezos en las alturas para un montón de marqueses, príncipes, jefes de policía y otros villanos de la época. Debe señalarse que Delon no se contenta con hacer un Tulipán Negro. Hace dos, que son hermanos entre sí y que se sustituyen a cierta altura de la intriga, para desorientar mejor a los abundantes villanos y también a las mujeres que ambos galanes conquistan. Aunque todo el asunto es muy convencional, hay que acreditar al director Christian-Jaque y al dialoguista Henri Jeanson con algunos hallazgos de acción y de humor. En un marco colorido y espectacular, que no ahorra en exteriores, en corridas y en ingeniosas acrobacias, la acción es casi continua, apenas interrumpida por algunos diálogos que llevan el sello Jeanson. En el más agudo, un noble condenado por el Tulipán se manifiesta entusiasmado con la idea de morir ante la espada de un aventurero célebre y pasar así a los libros de historia. Otros son más tediosos, pero debe disculparse a Jeanson porque manejaba un material demasiado manoseado. Tampoco había que exigir mucho a Delon, cuya apostura le hacía ya candidato seguro a ser adorado como héroe, pero hay que acreditarle sin embargo las tonalidades con que diferencia en la primera mitad del film al hermano audaz del hermano tímido, antes que la anécdota confunda a ambos en un solo personaje. Christian-Jaque y el fotógrafo Henri Decae deben recibir otro crédito adicional. Han manejado imágenes muy difíciles en las que se duplica la imagen de Delon y lo han hecho con una nitidez de movimiento y de color que podrá asombrar a los técnicos, porque el truco no llega a verse y porque ambos se complacen en hacer pasar a una de las figuras delante de la otra, como si se tratara en verdad de intérpretes distintos. Es probable que este virtuosismo, junto a los otros esmeros de espectacularidad, haga recordable al film, aunque su producción esté orientada al éxito comercial inmediato y aunque por su índole pertenezca a un género que a la historia del cine no le importa. 16 de marzo 1965.

Picardía a la italiana

Amor en cuatro dimensiones

(Amore in quattro dimensioni, Italia / Francia-1963) dir. Gianni Puccini, Mino Guerrini, Massimo Mida, Jacques Romain. LOS CUATRO EPISODIOS de este cuádruple chiste italiano se apoyan en temas sexuales con el tono pícaro y sobreentendido de los cuentos que a menudo se intercambian los hombres solos, sin contar las cosas que se cuentan también las mujeres solas. En los cuatro se cumple lo que se promete, aunque en verdad hay solamente dos desnudos; en los cuatro las mujeres son un poco más bandidas de lo que suele considerarse correcto, y en los cuatro hay finales sorpresivos, aunque esas sorpresas podrán ser adivinadas con anticipación por muchos espectadores entrenados. Los asuntos: Amore e alfabeto coloca en Milán a un siciliano tan dialectal que no sabe hablar siquiera el italiano, es demasiado bruto para viajar solo y termina por ser conquistado por mujer solterona que sabe lo que debe hacer; Amore e vita inventa a una señora que desea atrapar a su marido en adulterio, para lo cual ella misma le ofrece como cebo una mucama que resulta ser un poco más conquistadora de lo previsto; Amore e arte hace vacilar a un libretista cinematográfico entre las pocas atenciones de su joven esposa y la eficacia de un joven dactilógrafo, con resultados bastante previsibles y poco moralizantes; Amore e morte se apoya en una joven viuda que conquista a un viudo en un cementerio, frente a las tumbas de los respectivos cónyuges, desarrollando luego una segunda interpretación de esa emotiva escena. Hay distintos directores, libretistas, fotógrafos e intérpretes para los diversos episodios, pero los rasgos de todos ellos son muy comunes: demasiado apoyo en diálogos explicativos, construcción excesivamente lineal de los personajes, carencia de una inventiva cinematográfica para las narraciones. Hay buenos momentos, sin embargo. En el primer episodio el galán bruto y la solterona fea se embellecen tanto en sus respectivas peluquerías que ya no se reconocen cuando se vuelven a encontrar. En el segundo, el flagrante adulterio es mostrado con una sucesión rapidísima de fotos fijas, dando un tono fantástico y gracioso a una escena que pudo ser vergonzante si hubiera sido conversada.Y en el cuarto episodio, el tono grotesco de un chiste entre fúnebre y verde se combina por primera vez con la debida tonalidad erótica, primero porque el galán (Alberto Lionello) descubre que la joven viuda es mucho más excitante cuando llora, y después porque la mujer en cuestión es Michèle Mercier, cuyo cuerpo es tan bello que el hombre se pone a llorar de sólo mirarlo. En esos momentos y en algún chiste ocasional, el film se convierte en divertido, pero está muy lejos de ser la diversión del año. 26 de marzo 1965.

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Un error de tres horas

La caída del Imperio romano

(The Fall of the Roman Empire, EUA-1964) dir. Anthony Mann. EL RESULTADO ES TRISTE Y LARGO, pero la idea era buena. Para mostrar cómo se terminó el Imperio Romano, los realizadores no eligieron el año 476, que suele ser la fecha elegida para la clausura por los historiadores, sino que retrocedieron tres siglos más, para mostrar el momento en que Marco Aurelio, un César tolerante, sabio y escritor, deja el gobierno a su hijo, Commodus, que haría honor a su nombre (o probablemente crearía un adjetivo) con doce años de gobierno frívolo y licencioso. La moraleja de esta fábula es que allí comenzarían tres siglos de decadencia, porque se terminan los Buenos y comienzan los Malos. La escena más significativa del film, la única que aparece ajustada desde una perspectiva dramática, es justamente la última, en la que los Buenos dan la espalda a Roma, mientras detrás suyo los senadores corruptos y ambiciosos comienzan a rematarse el título de César, por el que ofrecen millones de denarios. Sólo que para llegar allí hay que padecer tres horas y diez minutos (incluyendo intervalo) de intrigas familiares, reflexiones literarias y desbordes espectaculares que a menudo son improcedentes para el sentido que el film se propuso. En una anécdota que está declaradamente inventada por tres libretistas, y apoyada apenas con dos dedos en la Historia, el film propone en su primera mitad las angustias de Marco Aurelio (Alec Guinness), que ve venir a la Muerte y no se decide a promulgar como heredero al valiente y apuesto Livio (Stephen Boyd), quien no sólo es comandante supremo de las fuerzas romanas sino también un yerno ideal, considerando la firmeza del amor que lo une con Lucila (Sophia Loren), hija de Marco Aurelio y de mala madre. Por culpa de esa indecisión, que habría hecho disfrutar a Hamlet, el Imperio se viene abajo en la segunda mitad del film. Al morir Marco Aurelio, su hijo Commodus (Christopher Plummer) se muestra intolerante con los vencidos, se dedica a los deportes e instala un gobierno de caprichos y corrupciones, contra el que ya comienzan a rebelarse los territorios dominados y hasta los propios jefes romanos. Como era previsible, Commodus se pelea con su hermana Lucila y con su ex amigo Livio, dos seres nobles que ya habían tenido otros problemas a raíz de un matrimonio de conveniencia. Al fin Commodus muere violentamente y el joven Livio, con gran inconsciencia histórica, desdeña el título de César, ignorando que si lo hubiera aceptado no se habría caído el Imperio y (mejor aún) no se harían películas al respecto. La idea argumental parecería más legítima si hubiera sido pensada y escrita por dramaturgos menos pomposos. De hecho, ya había sido utilizada con más agudeza en el western americano, como lo puede revelar un adecuado recuerdo de Duelo al sol (King Vidor), de Gigante (George Stevens) y sobre todo de El indomable (Martin Ritt), en todos los cuales los imperios se debilitan en un pase de generaciones. Pero como lo cuentan Samuel Bronston y los suyos en esta superproducción carísima, el tema se tuerce continuamente hacia lo literario y lo espectacular, sin el tino de armar

Películas / 1965 • 591 los elementos dramáticos en su adecuado contexto. En lugar de la sabiduría de Marco Aurelio, el film muestra algunos monólogos sobre la tolerancia del vencedor a los vencidos, olvidando que el punto debió ser dramatizado en tres o cuatro secuencias significativas. En lugar de un amor profundo y sentido, Lucila y Livio se intercambian frases altisonantes. La indecisión de Marco Aurelio sobre su propia sucesión es un punto prácticamente omitido en un film que desperdicia metraje de otras maneras. El gobierno decadente de Commodus está expresado con adecuada comodidad mediante unas pocas frases villanas y en monólogos sobre el comienzo de la peste y de las guerras civiles, cuando la profunda obligación del film era mostrar visualmente ese retroceso imperial. Por otra parte, las orgías y los desvíos sexuales de Commodus (centenares de amantes de ambos sexos) no se insinúan siquiera, quizá porque una superproducción carísima tendría tropiezos comerciales si no fuera apta para menores. La noción de tiempo real y de tiempo cinematográfico no existe casi en el relato, del que nadie sabrá deducir que Commodus estuvo doce años en el poder. Hay escenas de torpe concepción dramática, como esa discusión en el Senado sobre el destino que debe darse a los vencidos, con la inverosímil presencia de los mismos soldados derrotados en la majestuosa sala. Hay escenas imposibles, como la humillación del sabioTimonides en su visita a la cárcel, donde el texto se acerca al ridículo. Y hay diálogos involuntariamente graciosos, como una tardía y mexicana revelación de paternidad en el último acto o como los que acompañan la muerte de Commodus, tras un duelo inútil que él mismo ha provocado. Los dioses se habrán de reír después de esto, dice el agonizante. Pero se queda corto: también se rieron sonoramente algunos mortales en la noche del estreno. Este film, que no sabe expresar su declarado tema, se vuelca cada pocos minutos a la acción y al espectáculo, con un costo de escenografías, de vestuarios y de masas cifrado en 16 millones de dólares. Buena parte de esa acción está soberbiamente realizada, primero porque el director Anthony Mann ha sido un especialista de escenas violentas, a través de varios años en films policiales, bélicos y del Oeste, y segundo porque buena parte de los exteriores ha estado a cargo de Yakima Canutt, otro especialista menos conocido, que ha colaborado durante muchos años en el cine de acción (hasta Ben-Hur y El Cid) y que sabe todo lo que hay que saber sobre caballos, lanzas, precipicios y multitudes. Cabe atribuir a ambos el fragor de las batallas, de las persecuciones y de los dos duelos en que se enfrentan Livio y Commodus, primero en una carrera feroz de carros romanos, mientras ambos se intercambian latigazos, y después en un combate con lanzas, reproducido con una autenticidad que duele. Lo malo de esas y otras notables escenas de acción es que parecen interpoladas artificialmente en la trama, sin bastante motivación anecdótica, sin bastante coordinación con las amistades y odios personales o con las peripecias bélicas del imperio. A los efectos del drama, los desbordes de acción son tan improcedentes como esa costosa reproducción del Foro Romano y de diversas salas lujosas. Con la cuarta parte de las escenografías, de los vestuarios y de los extras se podía ambientar perfectamente el asunto. Eso habría requerido personajes mejor construidos, escenas más elocuentes que ruidosas, diálogos más sutiles que inflados. Pero la sutileza no se compra con millones y el productor Samuel Bronston prefiere tirar la casa por la ventana (como otros lo hicieron en Cleopatra) y ordenar feroces carreras de carros romanos (como otros lo hicieron en Ben-Hur) en lugar de atender a las necesidades dramáticas y al


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sentido histórico de su tema. Está gastando su propio dinero y arriesgando su propio prestigio, así que es muy libre de hacer lo que quiera, pero debe dejarse constancia de que por ese criterio de pompas inútiles y de ambición mercenaria se cayó el Imperio Romano y puede caerse el imperio de Bronston. Sophia Loren tiene un momento intenso de interpretación, cuando muere su padre, y James Mason muestra una tranquila majestad en las reflexiones de su sabio griego, pero todos los intérpretes y Alec Guinness en particular deben ser acreditados por su lucha esforzada y desigual con un libreto que les obliga a decir frases pomposas cada vez que se silencia el ruido estereofónico de las batallas y los duelos. Todos ellos sabían que su colaboración con Samuel Bronston no conduciría a premios de la Academia, por lo que es de esperar que hayan sido bien remunerados y que su prolongada estadía en España les haya sido grata. 28 de marzo 1965.

: Despliegue para un hombre solo

Hablemos de mujeres

(Se permettete parliamo di donne, Italia-1964) dir. Ettore Scola. SE HABLA MUY POCO de mujeres en este film que tiene en su elenco una docena de ellas, incluyendo seis estrellas femeninas de notoriedad internacional. Todas ellas son presentadas en breves episodios, desconectados entre sí, y todas tienen una conducta sexual muy libre, con intervalos de capricho, de arrepentimiento y hasta de morbosidad, en uno de los comentarios más agresivos que se hayan hecho después de que un señor Kinsey escribió un libro sobre la vida íntima de la mujer moderna. Los distintos episodios proveen un retrato bastante variado, que va desde la mujer rica que quiere hacer el amor con un bruto completamente desconocido (y pide que le griten insultos, además) hasta prostitutas de escuelas diversas, incluyendo las que tienen coche propio. En la eventualidad de que con ese mosaico no se haga un éxito comercial para este film, en los doce episodios actúa Vittorio Gassman, diversamente caracterizado como granjero adusto, como cobarde, como presidiario, como forzudo, como bromista vocacional, como conquistador. El muestrario revela, al igual que en Los monstruos (Dino Risi, 1963), la formidable capacidad de modificación de este intérprete, no sólo en cuestiones exteriores de maquillaje, peinado y vestimenta, sino en un estudiado repertorio de gestos y ademanes, que llega al preciosismo en la lentitud y posición con que levanta el brazo para tomar un vaso de vino o en el aire ufano e irresponsable con que acota a su bromista vocacional. El film está hecho para Gassman, en una confirmación de que este divo ha llegado a ser primerísima

atracción comercial en el cine italiano de hoy. Y aunque los distintos episodios son desparejos en calidad cómica (todos terminan en un dato sorpresivo, como un buen chiste), hay alguno de particular inventiva y de intención satírica. El mejor es el que se exhibe en último término, donde se ilustran las dificultades de una pareja de posibles amantes para encontrar una habitación en Roma, pero hay buenas risas en casi todos los otros. Exceptuadas las posibles protestas de la Asociación de Mujeres Puritanas, debe suponerse que el film será el éxito que se propuso. 13 de abril 1965.

: Originalidad destacable

Todo es música

(Tutto è musica, Italia-1963) dir. Domenico Modugno. UN FILM INTERPRETADO por Domenico Modugno no parecía una propuesta muy atractiva, sino una amenaza de revista musical con canciones italianas. La realidad es un poco distinta, es bastante mejor y es notablemente original. En la primera escena Modugno promete que contará su vida, desde que era el hijo del vigilante en el pueblo de San Pietro Vernotico hasta que se convirtió en el astro de la canción italiana. Pero a pesar de ello no hay un argumento en el film, sino un ensayo de adaptación entre las diversas canciones e imágenes muy diferentes entre sí. En una suerte de film en episodios, Modugno aparece cantando motivos a los que la cámara presta una ilustración poética, dramática o humorística. En el conjunto hay de todo, incluso la canción simple con Modugno en primer plano, que es poco cinematográfica. En otras hay mayor imaginación. Para Nel blu dipinto di blu se presenta a Modugno por los cielos, saltando sobre las calles, confundido con globos de colores; para una canción religiosa se utilizan cruces, nubes y alegorías que se acercan a lo cursi; para L’uomo in frac se presenta a Modugno vestido realmente de etiqueta, hasta una culminación melancólica que tiene también su toque sensiblero. En otras canciones hay motivos más orgánicos. Una triste historia de un caballo blanco incluye la competencia del animal con otro caballo de carrera, el peregrinaje por diversos dueños, que lo emplean en minas o lo quieren vender como carroña y finalmente la muerte del animal, sacrificado en medio del campo; en las últimas instancias se escucha al fondo Cavallo cieco della miniera. También hay un pequeño asunto en la historia de dos peces-espada (la hembra es capturada por pescadores, el macho se entrega desesperado en la playa), mientras Modugno canta Lu pisci spada, y hay otro asunto en una pareja de grotescos payasos ambulantes que termina en la playa, un poco a lo Fellini, después que el hombre ha soñado ver bailar a hermosas sirenas al compás de Selene Twist. En una anécdota un poco más compleja, el film presenta al final la despedida entre un niño de diez años, que se va de viaje, y la pequeña doméstica de su mansión, historieta que termina emotivamente con Ciao Ciao bambina.


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El film inventa a veces imágenes que den un decorado a las canciones, y otras veces inventa asuntos que parezcan luego ser comentados por esas canciones. En los dos casos muestra mucha imaginación aunque no siempre es muy fina la inspiración poética o dramática. Es continua en cambio la calidad de la fotografía, a cargo de Gabor Pogany, en un Technicolor espléndido, con enormes desplazamientos de cámara a través de calles, parques, plazas, nubes, hasta la más esmerada filmación submarina. Por este trabajo de Pogany ya valdría el esfuerzo de ver el film, un esfuerzo que por lo visto han hecho muy pocos, quizá porque la fama de Modugno ha disminuido mucho tras el apogeo de ocho años atrás. La copia que se exhibe es de notable nitidez y sonido, pero diversos factores llevan a pensar que ha sido aligerada de algún metraje por tijeras anónimas. 14 de abril 1965.

: Sabroso apunte popular

Los zánganos

(I basilischi, Italia-1963) dir. Lina Wertmüller. LOS ZÁNGANOS SON LOS INDOLENTES de pueblo chico, que vegetan con poco o nada que hacer, mientras se quejan de la estrechez del ambiente y se niegan por otra parte a mejorar ese estado de cosas. El pueblo no está identificado por el film, pero está claro que se trata de alguna de las aldeas del sur de Italia, con lo que el cuadro de costumbres se enriquece de otra manera, al aportar los prejuicios de conducta sexual, los matrimonios de conveniencia y los conceptos del honor, en una observación sociológica muy afín a la mostrada recientemente por Pietro Germi en Divorcio a la italiana y en Seducida y abandonada. No hay un argumento en el film sino a lo sumo jirones de anécdotas que agitan lo que al principio parece sólo una pasiva descripción. Los pequeñísimos argumentos se apoyan en el joven Francesco (quiere conquistar a una de las muchachas del lugar), en su amigo Antonio (es llevado por parientes a Roma y vuelve luego a su desidia inicial), en el otro amigo Sergio (las mujeres no le llevan el apunte y sufre solitariamente) y en la señorita Maddalena (quiere organizar una cooperativa con los granjeros, pero fracasa por el conformismo de todos). Alrededor de estos cuatro personajes hay una multitud de padres, barberos, líderes políticos, ancianas terratenientes y señoras de luto. El cuadro que componen todos ellos, en una serie de confrontaciones poco hilvanadas, es un retrato de una mentalidad más que de un lugar, y ello hace más convincente la omisión del nombre del pueblo. Como en Los inútiles, de Fellini, la mentalidad pueblerina es estrecha, el máximo tema de conversación es la dicha o desgracia del hombre que se casó con una bonita bailarina a la que tiene encerrada en su casa (y que quizá no sea tan bonita), los medios de vida son par-

cialmente misteriosos y la necesidad de evadirse a Roma es sentida con nitidez por muchos, aunque sólo unos pocos se animan a dar el salto y aún menos consiguen quedarse en la capital. Cuando un joven barbero vuelve de Roma sintiéndose fracasado y aduce que alguien le hizo “mal de ojo”, sus oyentes le creen de buena fe; cuando otros aducen que irse a Roma es envolverse con pagarés y con embrollos, parece haber general asentimiento de que el pueblo es un lugar imposible pero irse puede ser una aventura peor. El enfoque es crítico, a menudo por la simple constancia de cómo habla y razona esta gente, otras veces por el apunte intencionado de cómo los granjeros se resisten al progreso de una propuesta cooperativa o de cómo los terratenientes se resisten a que una próxima carretera pase muy cerca de sus campos: aducen que entonces pasarían turistas, conversarían con los labriegos, les distraerían del campo y hasta puede que les metan ideas en la cabeza. La crítica llega hasta el extremo de señalar que buena parte de los poderosos están dispuestos a apoyar políticamente a partidos fascistas o neo fascistas, con la ilusión de que los hombres fuertes arreglen cosas. Este es el film de Lina Wertmüller, directora y libretista, que ha declarado no haber afrontado problemas mayores en el rodaje. La única suspicacia que cabe sobre su libertad es que ha omitido toda constancia sobre la iglesia local, que debió ser un factor importante en la descripción. Aparte de ello, es muy estimable la soltura con que esta directora debutante ha planeado y realizado su film, tras haber obtenido los servicios de un fotógrafo eminente como Gianni Di Venanzo (en una de esas labores brillantes que entran continuamente por los ojos) y tras haberse apoyado en la maravillosa capacidad italiana para inventar intérpretes con genio desconocido que nunca se habían acercado a una cámara. El film tiene abundante humor, con un punto alto en el abordaje de un galán tímido y bruto a una muchacha ordinaria y grosera, con muchos detalles festivos en las frases de los diálogos y hasta en la entonación con que hablan estos pueblerinos del sur. Al film le faltan algunas cosas, como era de prever en una realizadora debutante. Le falta un poco más de esa poesía que Fellini sabe destilar de seres ordinarios y brutos. Le falta una construcción más orgánica, que no se conforme con yuxtaponer secuencias sin ilación recíproca y sin una idea conjunta de ritmo. Y le falta un sentido autocrítico, con el que la realizadora habría sabido qué escenas se le alargan, cuáles se podrían enriquecer, dónde sobra un monólogo. Pero no cabe exigir demasiado de una directora debutante. Su film es un documento, es un llamado de atención sobre una realidad social y es además un espectáculo que en algunos trozos es intenso (la entrega de Sergio a escuchar quietamente un twist frenético mientras en la mirada se le trasluce la solitaria reflexión erótica del fracasado), en otros es muy divertido y a veces es patético, como en ese callado suicidio de una anciana señora que elige la muerte porque comprueba que ya no manda en su casa. Después del pequeño triunfo que ha sido este film corresponde esperar que Lina Wertmüller sepa hacer lo que no hacen sus personajes: evadirse del pueblito, probar sus fuerzas en un tema mayor. 17 de abril 1965.

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Obra para exquisitos

El desierto rojo

(Il deserto rosso, Italia-Francia-1964) dir. Michelangelo Antonioni HAY ALGO TERRIBLE en la realidad y no sé lo que es, porque nadie me lo dice, señala Monica Vitti en uno de los pocos diálogos explícitos del film. La sensación es característicamente femenina y alude por lo menos a un inmenso grupo de mujeres sensibles de todas las épocas. La inadecuación a la realidad, la convicción oscura e irracional de tener dentro una verdad o una emoción que el mundo no comprende y no podría comprender es la constancia de un hecho psicológico cierto, al que Antonioni ha prestado una tenaz y creciente atención durante su obra de quince años y al que otros han después denominado “alienación”, hasta abusar de la palabra. Una idea similar dominaba La aventura, donde primero Lea Massari y después Monica Vitti se sentían distanciadas e inseguras frente a la inconstancia del amante (Gabriele Ferzetti). Con variantes, la misma idea constaba en La noche, donde Jeanne Moreau se sentía emocionalmente separada de su marido Mastroianni y del mundo que junto a él recorría durante pocas horas: un amigo agonizante, un cocktail party, un cabaret, una fiesta burguesa. Y en El eclipse la idea aparecía aún más estilizada y al mismo tiempo más dispersa, primero porque el relato comenzaba con un silencio enojoso que seguía a la muerte de un amor previo (con Francisco Rabal), después porque el amor era llamado y no acudía a través de una agitación que incluía a un nervioso galán (Alain Delon) y a frenéticas incursiones en el mundo de la Bolsa y de los grandes negocios. Sin los antecedentes puede ser más difícil entender hasta dónde El desierto rojo propone un nuevo refinamiento de la misma idea básica. Acá no hay un argumento, en el sentido habitual de la expresión, sino solamente la descripción de un personaje femenino, otra vez a cargo de Monica Vitti. Es la esposa de un ingeniero, en una planta industrial cercana a Ravenna, en el norte de Italia. Tiene un hijo de seis años, no tiene problemas económicos, mantiene una relación exteriormente apacible con su marido. Podría simplemente ser feliz. Pero a raíz de un accidente (que ha sido anterior al relato y que sólo aparece aludido en los diálogos) esta Giuliana padece una neurosis que puede llegar a ser una tranquila locura y que es habitualmente una niebla interior. Desde que llega otro ingeniero (Richard Harris) a la planta metalúrgica, en busca de personal para una fábrica que habría de instalarse en el sur argentino, Giuliana encuentra en el nuevo hombre un recipiente para exponer una parte de sus angustias. Es secundario que ese hombre llegue a convertirse en su amante, durante una única secuencia erótica, cerca del final, mucho más desesperada que satisfactoria. Más que como galán, el film propone al otro hombre como un interlocutor, a veces solamente para una mirada sugerente y comprensiva, más a menudo para diálogos breves, elípticos, pausados, sobre la insatisfacción de vivir, sobre el equipaje que haría falta para viajar, sobre la imposibilidad de comprender y ser comprendida. Junto a ese intercambio con el ingeniero, que es en el contexto una figura sumamente pasiva, Giuliana se mues-

Películas / 1965 • 597 tra ante el espectador en una suerte de recopilación de su neurosis. Con marcada habilidad, Antonioni va diseñando la situación del personaje mediante datos externos, desde una curiosa secuencia inicial en la que Giuliana pide comida a un obrero durante una huelga (y después camina en sentido contrario a los otros obreros de la manifestación), hasta el apunte de un mundo extraño, hostil. Es un mundo largamente establecido por la cámara, por el color y por el sonido: las explosiones de nubes de humo en la fábrica, un peculiar robot de juguete en el cuarto del hijo, la contemplación obsesa y enfermiza de los caños retorcidos en la fábrica o de las ramas secas de una planta, el ritmo maniático de una máquina cuyo compás persiste en la banda sonora. En escenas de particular elocuencia, Antonioni coloca a Giuliana en un monólogo con un marinero que no entiende italiano, crea una niebla alrededor de su cabeza durante el único encuentro erótico con el nuevo ingeniero o marca la inadecuación de la protagonista a la reunión de promiscuidad, sexo y alcohol que comienza entre seis personajes en una pequeña casilla y que termina repentinamente por un motivo exterior y fortuito. En otra escena clave, Antonioni interrumpe el tratamiento fotográfico para intercalar el cuento que Giuliana hace a su pequeño hijo. Es un cuento sobre una niña dedicada a nadar en una playa paradisíaca y solitaria, donde no se ve a nadie más, y parece significativo que ese relato de una felicidad imaginaria sea presentado a pleno sol, en un clima luminoso y claro, como contraste de los grises doloridos que rodean a Giuliana en el mundo real. Pero es un poco más significativo que ese cuento termine con un dato misterioso e irracional: un velero se ha acercado a la playa y se ha alejado enseguida, sin que se viera nadie a bordo, dejando sólo un canto solitario que parece surgir de todos lados y de ninguno. El niño comenta el cuento con la pregunta sobre quién cantaba: Giuliana contesta Todos, aunque en verdad no había nadie más en la isla. Ese toque de delirio no es explicado luego, como de hecho nada es explicado en el film. Al espectador se le pide entender que sólo una mujer desequilibrada puede imaginar un cuento semejante, como proyección de sus fantasmas interiores y que ciertamente sólo en el desequilibrio una madre puede creer que ese cuento es adecuado para un niño de seis años. Pero hay otra interpretación. Desde que en la historia aparece el misterioso canto, la niña de la isla revisa las rocas para localizar su origen, y así la cámara insinúa formas humanas en las piedras, como si la niña descubriera en ese momento a sus semejantes y quedara desconcertada y hostilizada por ellos. Esa insinuación es más significativa. Propone un símbolo de la lucha entre Giuliana y los otros seres humanos, un descubrimiento desagradable de la realidad. El gran recurso de El desierto rojo es proponer como tema un estado mental, describirlo con recursos plásticos y sonoros que invaden al espectador hasta hacerle compartir ese clima, y eludir los otros recursos de narración, desarrollo dramático, peripecia, que habrían sido el camino normal de otros realizadores cinematográficos. En cierto sentido, éste es el film de un pintor, y obliga a hacer una consideración separada del tratamiento plástico creado por Antonioni para su primera obra en color, desde la modificación de una parte del mundo real a grises y celestes, como una constancia exterior de un clima interior, hasta la repentina modificación al rosado de un escenario que minutos antes era gris o marrón, como un síntoma más de un cambio emocional. Esa excelencia plástica abre otra comprensión del film para quien lo sepa ver en términos puramente visuales: para quien entienda, por ejemplo, que durante una reunión de su futuro personal, el ingeniero está comparando a sus obreros, todos iguales y


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anónimos, con los botellones y los canastos que se apilan a los costados y que la cámara se detiene intencionadamente a mirar. El film pide una refinada sensibilidad a su espectador, aunque quizá sólo será adecuadamente comprendido por quienes lo examinen por segunda vez y sepan hasta dónde Antonioni está prolongando aquí la exposición de su particular visión del mundo.Y así el artista está arriesgando la incomprensión de buena parte de su público, primero porque muchos no están dispuestos a entender siquiera el fenómeno de la alienación en el mundo contemporáneo, que es tema exquisito para sociólogos, psicólogos y filósofos (en el film no pasa nada, lo que puede ser una desventaja para públicos comunes) y segundo porque quienes ya hayan entendido adecuadamente a Antonioni, a través de quince años de cine que incluyen dos obras superiores, comprobarán aquí que el artista está diciendo de otra manera lo que ya había dicho antes, sin variación mayor. Puede argumentarse que dice algo más profundo, porque ahora ve la neurosis contemporánea como un fenómeno interno del ser humano, en el mismo sentido en que podría encontrar y describir una vocación religiosa, una capacidad artística, una inclinación por las matemáticas o por el ajedrez. Pero también está diciendo algo menos importante o menos ilustrativo. En La aventura y en La noche, que tenían también su aureola mágica en blanco y negro, Antonioni formulaba un comentario sobre los sentimientos humanos, sobre el amor y el matrimonio, en anécdotas que comprometían la reflexión del espectador. En El desierto rojo triunfa una maravillosa artesanía de imagen y de color, este último con una expresividad para climas emocionales que pocas veces es dado ver en cine. Pero lo que dice es tan particular que termina por ser difícilmente compartible. Dice que una mujer neurótica está desencontrada con el mundo que la rodea, dice que ese desencuentro ha sido la consecuencia o quizá la oculta causa de un accidente anterior al relato. Lo dice con un continuo buen gusto y con una composición visual pensadísima (hay una imagen de seis personajes parados en la niebla que es Antonioni básico), pero inevitablemente reduce a sus intérpretes a ser presentados como figuras pasivas, lacónicas, dejando apenas que Monica Vitti restalle en un par de explosiones dramáticas. En el film hay un estilo y puede entenderse muy bien la admiración que por ese estilo tengan sus más refinados espectadores. Pero El desierto rojo conduce seguramente a un callejón sin salida. Este tema enrarecido de mujer neurótica y conflictual, que sufre aunque en apariencia no le pasa mucho, lleva a que pocos espectadores puedan comprometerse emocionalmente y menos aún intelectualmente. Sólo puede proseguir con un próximo film en el que se vea a Monica Vitti en un paseo solitario y a veces monologado por el desierto, por el manicomio o por el cementerio, en un último comentario a la hostilidad entre un personaje y el mundo exterior. El film está sentido hondamente por su creador, en la misma línea personalísima de sus obras previas, pero cabe dudar de que sean muchos los espectadores que se entreguen a su magia, o que lo crean afirmado en un drama bastante real o bastante importante. 18 de abril 1965. Títulos citados (todos dirigidos por Antonioni) Aventura, La (L’avventura, Italia / Francia-1960); Eclipse, El (L’eclisse, Italia / Francia-1962); Noche, La (La notte, Italia / Francia-1961).

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Maestro de la comedia muda

Riendo con Max Linder

(En compagnie de Max Linder, Francia-1963) dir. Maud Linder. HAY MUCHA DIVERSIÓN en este conjunto de films cómicos, y para casi todo público ese resultado será suficiente, en el mismo sentido en que recientes recopilaciones de Harold Lloyd o recientes revisiones de los Hermanos Marx se justificaban simplemente por el resultado en carcajadas y la permanencia de los films en cartel. En tres aventuras sucesivas, dos de las cuales enlazan muy bien entre sí, Max Linder se presenta a sí mismo como un galán tenaz que tiene tropiezos para conquistar a una dama, como un fugitivo que debe adoptar algunos subterfugios para burlar a guardas de tren y a policías varios, y finalmente como un D’Artagnan que protagoniza una vez más la repasada historia de las joyas que la reina mandó por error a Londres, sin saber que Richelieu lo sabía. En las tres historias hay bastante agitación, lo que está muy de acuerdo con el espíritu de las comedias del cine mudo. Una simulada pelea de Max Linder consigo mismo, para impresionar a quienes aguardan ansiosos en una pieza vecina, provoca mucha rotura de muebles pero también algún efecto cómico más sutil, como el uso de una cortina para fingir que su cuello es apretado por una mano extraña o para mover en ingeniosa idea dos pares de zapatos que sugieren una fornida lucha. En Los tres mosquiteros, que se propone una parodia enloquecida, Max Linder despliega dotes de esgrimista y de acróbata para pelear con los guardias de Richelieu, pero no sólo buena parte de su elenco funciona también con la misma pericia física, como un buen circo, sino que se agregan ideas cómicas especiales: el deliberado anacronismo de introducir elementos modernos (una máquina de escribir, un auto, una motocicleta, un teléfono), la caricatura de toda la corte y del capitán de los mosqueteros, el montaje paralelo entre la caída de cada mosquetero y el destino de cada uno de los pocos cabellos de un subordinado del Cardenal. El mayor dinamismo y el mayor conjunto de ideas figuran en la pieza central, conocida antes como Siete años de mala suerte. Allí Linder propone una abrumadora serie de disfraces, corridas y vueltas para burlar la vigilancia de otros, con una vocación por la peripecia que está en la línea tradicional de la comedia muda. Pero allí figuran también algunas ideas de puntual interpretación, como el elaborado disimulo de Max tras un hombre alto que le ayuda a atravesar sin boleto el portón de la estación o, especialmente, como la mímica de un cocinero que se afeita frente a Max, a través de un inmenso marco, para disimular la reciente rotura de un espejo. En esta secuencia del espejo la precisión de cada movimiento, el descubrimiento posterior del simulacro y la burla final de colocar otra vez el vidrio a tiempo son una pequeña joya de la comedia muda. Allí se ve el refinamiento que Max Linder daba a sus films, que no sólo tenían ideas y acción sino un cuidado interpretativo más elaborado que el habitual en el cine mudo y una apelación a la inteligencia de su público. En la versión que ahora se exhibe, con una sonorización colocada por sus adaptadores modernos, se refuerza por lo menos una de las mejores ideas de Linder. En una escena él coloca


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un disco en el fonógrafo, se hace leer la mano por una mucama y deriva en seguida con ella a un par de movimientos que se transforman de inmediato en un paso de baile, hasta una suerte de delirio coreográfico y mímico en el que colabora también un tercer personaje. Aunque fue concebida rigurosamente en términos de cine mudo, la escena aparece ahora enriquecida por un peculiar fox-trot hawaiano, que es un pequeño acierto de síncopa y ritmo. Max Linder (1883-1925) no llegó a conocer el cine sonoro, fue un maestro del cine mudo, quedó perdido en la historia ante las nuevas generaciones, que sólo conocen lo que tienen por delante, y recibe ahora el homenaje que promoviera su propia hija, unos cuarenta años después de su muerte. Hay que reflexionar en lo que debe haber sido su clamoroso éxito popular desde 1907, cuando el cine estaba apenas inventado (la primera exhibición pública de un film de los Lumière se hizo en 1895) para entender en adecuada perspectiva los homenajes que otros grandes cómicos han hecho a su enseñanza y su influencia. La propaganda y la sinopsis de esta recopilación han hecho especial hincapié en la dedicatoria admirativa que Chaplin le puso en una foto, cuando Linder aún vivía, y ciertamente pocas dedicatorias de fotos han sido nunca tan justas y tan útiles. Es cierto en cambio que Chaplin escribió recientemente una frondosa autobiografía de 528 páginas de texto (edición inglesa, 1964) y no tuvo sitio allí para mencionar siquiera a Max Linder, pero esto debe entenderse como uno de los desvaríos egoístas del reciente Chaplin, que cuenta su vida y su obra como si no hubiera existido otro cine antes, durante y después del suyo. El testimonio anterior de Chaplin, como el más honesto y reciente de René Clair, de Fernandel, de Pierre Étaix, de Chevalier, señala a Max Linder como un maestro cierto y olvidado, al que importa rescatar y difundir. Fue su propia hija Maud Linder quien se ocupó del rescate, compaginando y sonorizando tres films de su último período americano (1921-22) y es inevitable suponer que eligió el material más dinámico, el más accesible a públicos de hoy. Si hubiera elegido films franceses cortos y previos, más cercanos a 1907, habría apuntado seguramente mejor la tarea de adelantado y de creador que Linder cumplió en la comedia cinematográfica primitiva, pero es demasiado probable que mucho público sintiera que eso era cine de museo. La elección de su último material, filmado poco antes de que Linder se suicidara repentinamente en 1925, está justificada por una necesidad comercial antes que por una veneración. El curioso resultado de esa elección es que parte de lo que se muestra aquí, realizado en 1921, se parece mucho a lo que la comedia muda americana había hecho antes de estos films y después de ellos, desde los cortos de Chaplin (a partir de 1914) a través del abundante repertorio del productor Mack Sennett, de los cómicos Buster Keaton, Ben Turpin, Harold Lloyd y de muchos otros. Es una paradoja de la historia que fragmentos de este Linder parezcan ser una imitación, cuando un Linder anterior había creado buena parte de las ideas del género. La parte más notable de la recopilación moderna es la banda sonora, con música de Gérard Calvi. A los efectos de ruidos diversos se agregan allí acordes que a menudo remedan las partituras con que en su época se acompañaba al cine mudo, pero se agregan también compases más intencionados, como los que subrayan algunos efectos satíricos o los que sustituyen a las distintas voces de una lección de canto. Esos y otros aciertos de montaje están englobados en el acierto general de Maud Linder, promotora de un recuerdo público, vivo y actual de su padre. 19 de abril 1965.

Títulos citados (ambos dirigidos por Linder) Siete años de mala suerte (Seven Years Bad Luck, EUA-1921); Tres mosquiteros, Los (The Three Must-Get-Theres, EUA-1922).

: Con estilo y humor

Joe Cola Loca

(Limonádovy´ Joe aneb Konská opera, Checoslovaquia-1964) dir. Oldrich Lipsky. ´ HAY UN MONTÓN DE IDEAS en esta parodia al western que inventaron dos jóvenes checos. El género original era tan conocido como en su época lo fueron las novelas de caballería, con lo que el insinuado propósito es hacer aquí el Don Quijote que tome los elementos básicos del western y los acomode en una elaborada broma. El sentido del humor se advierte desde los títulos iniciales, escritos con la tipografía y los motivos decorativos que utilizaban los diarios a fines del siglo XIX, para poner así en ambiente una historieta que ocurre en 1885 en la imaginaria aldea de Stetson, lo que deberá entenderse como perteneciente al Far West americano. Y lo primero que se ve después es una colosal pelea en un bar, donde unos veinte forajidos se reparten puñetazos y vuelan sobre mesas y sillas, con un estilo que pertenece estrictamente a los films del Oeste de hace treinta o cuarenta años. La broma está marcada allí por la conducta casi circense de todos esos golpeadores, mientras otros parroquianos más curtidos presencian el despliegue con un bostezo, como si ya estuvieran pasados de ese diario show. En el asunto impera el mismo humor. El protagonista es un rubio apolíneo, que se jacta de no tomar alcohol y recomienda las virtudes de la limonada Kolaloka; la heroína es una rubia candorosa que también hace campaña contra el alcoholismo; los villanos son propagandistas del whisky; la otra mujer es una cantante morocha y sensual que espera con abierto romanticismo al hombre desconocido que la redimirá. Estos y otros personajes están deliberadamente exagerados en sus rasgos, como una insinuación de que el film maneja figuras básicas del género y de que no se las toma muy en serio. Y la anécdota, que termina por ser múltiple y enredada, propone seducciones que no llegan a concretarse, peleas mortales en las que nadie muere, tardíos reconocimientos de hermanos con una marca de nacimiento en el antebrazo, rescates y humillaciones que no son desventuras dramáticas sino contratiempos adecuados para una tira periodística de historietas. En los detalles de la anécdota y de su presentación visual persiste un humorismo similar. Se hace de pronto un silencio en el que se siente volar realmente una mosca, a la que el héroe liquida de un balazo, en uno de sus muchos prodigios de puntería. El salón que vende whisky queda de pronto desprestigiado, ante el apogeo del otro que vende bebidas sin alcohol, y en el primero


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aparece el matón sentado junto al piano: tiene sobre la cabeza, literalmente, una telaraña enorme. Una escena deliberadamente cursi ocurre en el cementerio, y una de las lápidas está rotulada Unknown Man (hombre desconocido). Hay centenares de estos detalles en todo el film, en un desfile que también incluye las distintas tonalidades sepia para la acción (como en los films mudos de cowboys) y toda clase de movimientos retardados y acelerados para dar en comedia los tropiezos físicos de diversas batallas campales entre los buenos y los malos. En alguna parte de su plan los autores Lipsky´ y Jirí Brdecka se dieron cuenta de que había mucho de comedia musical en lo que estaban haciendo. Varias canciones fueron interpoladas, todas ellas con un toque de humor en la declaración de principios y de emociones, incluyendo palabras castellanas (Señorita o Adiós) intercaladas ocasionalmente en la letra, como solía ocurrir en los films de cowboys contagiados de mexicanos. Pero con su mayor refinamiento, el mejor número musical del film no tiene letra: es un encuentro entre el héroe y el villano, donde éste aparece pintado de negro, tocando en una trompeta unos acordes casi jazzísticos, como prólogo a otra forma de ataque. Esa escena, proseguida por fotos fijas de ambos personajes en distintas ubicaciones de su lucha, es la más cercana al estilo que el film debió tener: un ballet y comedia musical sobre temas del western, que se apoye en el género y lo someta a una estilización. El inconveniente de este Joe Cola Loca es que su abundancia de ideas ha llevado a ciertas larguezas y repeticiones, particularmente en la línea argumental, donde los enfrentamientos se plantean y se postergan, para poder provocar otros. El tiempo y la distancia van limando la eficiencia cómica. Pero hay muchas ideas en el film, que hará reír a los espectadores cinematográficos, veteranos o no, que alguna vez se hayan contagiado de la leyenda y del lugar común del western. No son sólo ideas argumentales. Son también ideas de estilo, como esas modificaciones sucesivas del villano en una serie de disfraces, o la concepción de unos blues con siluetas estilizadas sobre un fondo neutro, o algunos aciertos de fotografía, de montaje, de vestuario, de maquillaje, que establecen continuamente el extremo cuidado con que Lipsky´ y Brdecka concibieron esta larga broma. El cine checo está orgulloso del film, con bastante fundamento, y es de esperar que el público lo sepa apreciar. 8 de mayo 1965.

: Floja diversión

La industria del matrimonio

(Argentina-1965) dir. Enrique Carreras, Luis Saslavsky y Fernando Ayala. LOSTRES EPISODIOS en este sainete argentino son independientes entre sí y tienen dos rasgos comunes. Uno es referirse al matrimonio con cierta connotación de intereses comerciales en juego, lo que explica el título común. Otro es que son entretenimientos triviales, inventados por gente que no tiene nada que decir.

En el primero, Consultorio sentimental (dirección de Enrique Carreras) se propone a Tita Merello como enérgica dueña de una florería. A través de un consultorio conoce al galán, Ángel Magaña, que más que un novio pasa a ser un dependiente, un subordinado. La relación de estos personajes llega a un final muy repentino y poco justificado por los datos previos. Debe señalarse la eficacia interpretativa de la Merello, pero el libreto es flojísimo, por su falta de desarrollo, por su apoyo en monólogos y por su insistencia en chistes de mal gusto, como todos los referidos a un velorio en el que la florista coloca su mercancía. El segundo, Elixir de amor (dirección de Luis Saslavsky), comienza con un diálogo en el que Henny Trayles, como pitonisa muy apócrifa, atiende las necesidades de Ricardo Espalter, como muchacho bobo que necesita una mujer para terminar con sus obsesiones eróticas. El episodio involucra después a una belleza rubia e infantil (Elizabeth Killian), a un profesor extravagante (Alfredo de la Peña) y a una fiesta donde abunda la gente ridícula. El tono del relato es muy indeciso. Como paso de comedia no se sostiene, porque el pequeño asunto incurre en todas las facilidades y arreglos de un libreto que parece improvisado en el momento. Como humor lunático y extravagante, en una cuerda que gusta por igual a la gente del Telecataplum y a su ocasional director Saslavsky, el film habría requerido más locura, con un toque de Loquibambia (Hellzapoppin’- EUA-1941, dir. H.C. Potter). Hay momentos de esa libertad humorística, como ese conjunto de feas señoras empeñadas durante toda la fiesta en un coro maniático y monótono atribuido calumniosamente a Wagner, pero habría sido necesaria una mayor imaginación para inventar un verdadero disparate cómico. Para complicar el resultado, se advierte en el libreto la habitual preferencia por los chistes verbales, incluso apartados de la línea anecdótica, que revelan tan a menudo en Telecataplúm el empeño por ser graciosos de cualquier manera. La dirección de Saslavsky oscila entre la mediocridad y la inepcia. Cree que alcanza con poner la cámara delante de gente que conversa y en cierto momento dispone en abanico a los personajes, para hacer un sitio a su cámara, como en los más primitivos ejemplos de teatro filmado. Es más fácil reírse de Saslavsky que de lo que él narra. En el tercer episodio, Romántico… (dirección Fernando Ayala) se cuentan los esfuerzos de Antonio Prieto, como chansonnier en la miseria, para casarse con una mujer rica que no es muy agraciada (Amelia Bence), hasta un final sorpresivo. Hay demasiado diálogo en la narración, incluyendo un prólogo innecesario al asunto, pero el estilo de este tercer episodio revela que Ayala es mejor director que sus compañeros de aventura. Sabe presentar a Prieto en una intencionada burla de sí mismo, detalla efectos con una mirada, se ríe agudamente de los bailes modernos, marca la diferencia entre las dos etapas de Amelia Bence, entre la fealdad inicial y la belleza final. Es una lástima que un director de prestigio deba descender por necesidad económica a estos encargos comerciales, pero hay que acreditarle el buen gusto y la técnica con que procuró salir del paso.


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El film se estrenó en Montevideo antes que en Buenos Aires, dando motivo a una première con presencia de estrellas, incluyendo las uruguayas. Es una obra menos importante que ese ruido. 12 de mayo 1965.

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director Monicelli, del fotógrafo Di Venanzo, de los libretistas (no identificados) y de los tres intérpretes, que dan un acento verdadero, de lo cómico a lo patético, que tiene un aire conocido, pero su formulación cinematográfica redime el presunto plagio. El film es poco edificante, desde luego, pero no debería ser motivo de mucha alarma. Hace años que el cine francés y el italiano hacen buen negocio con estas picardías, a veces mejoradas por una chispa de talento. 15 de mayo 1965.

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Boccaccio 65

Alta infidelidad

(Alta infideltà, Italia / Francia-1964). Film en episodios dirigidos por Elio Petri, Luciano Salce, Franco Rossi, Mario Monicelli. LOS CUATRO EPISODIOS de esta frivolidad ítalofrancesa son más pícaros que eróticos, prescinden de desnudos, adoptan un tono muy liviano y no escandalizarán a nadie. Las dos únicas ideas audaces que poseen son la constancia de que a veces se producen adulterios (hasta en las mejores familias) y de que algunos hombres no son hombres del todo. Son ideas para todos los tiempos, pero no serán una revelación. En el primer episodio se encuentran Charles Aznavour y Claire Bloom, mantienen durante horas un peleado romance como desconocidos que chambonean en su conocimiento recíproco y termina por una constancia sorpresiva que no deberá ser revelada. En el segundo Monica Vitti se queja mucho de lo infiel que seguramente le es su marido (Sergio Fantoni) y toma como interlocutor a un amigo común (Jean-Pierre Cassel), que se convierte rápidamente en su amante, aunque con eso no impide que la mujer se siga quejando de su marido infiel. En el tercero Nino Manfredi y su esposa Fulvia Franco aguantan en un balneario las atenciones de un joven y atrayente galán inglés (John Phillip Law), cuyas intenciones resultan ser un poco distintas a las que parecían al principio. Lo mejor que se puede decir de los tres episodios es que están bien fotografiados e interpretados, con algún toque más profundo en la dirección que el sensible Franco Rossi dedica al tercer relato. El cuarto es más interesante. Propone a Ugo Tognazzi como un jugador de mala suerte, que en una noche pierde todos sus bienes terrenales ante el viejo y apático Bernard Blier. Éste le formula la curiosa contrapropuesta de cambiarle todos los vales y compromisos de deuda por obtener los que suelen llamarse “favores” de la mujer de Tognazzi, que resulta ser Michèle Mercier y que justifica en verdad esas y otras audaces proposiciones. En qué deriva ese nudo es materia que no debe ser revelada de antemano, pero cabe señalar que el retrato de los tres personajes, la descripción de su ambiente, la minucia del diálogo y hasta un trance dramático de este peculiar adulterio son puntos planteados y resueltos con particular pericia. Los méritos son del

Apenas media

36 horas de suspenso

(36 Hours, EUA-1964) dir. George Seaton. LA IDEA DEL PRINCIPIO es original, inteligente, promisoria. En 1944, poco antes de que los Aliados comiencen su invasión de Europa ocupada por los nazis, un oficial americano (James Garner) es dopado en Lisboa, secuestrado por el ejército alemán y llevado a un misterioso hospital. Los alemanes saben que ese hombre tiene conocimiento detallado de los planes de la invasión y quieren arrancarle los secretos de fecha, sitio, movimientos de ejércitos. Audazmente, plantean el simulacro de que ya han pasado seis años y convencen al oficial de que ha sufrido un ataque de amnesia. Le dicen que ahora la guerra ha terminado y hablan tranquilamente con él, a veces con nostalgia, a veces en términos de análisis médicos, sobre ese curioso salto de seis años cuya memoria ha perdido el oficial. Para poder afirmar el simulacro, han inventado todo lo necesario. Tienen un sanatorio aparentemente americano, un oficial médico y una enfermera que pueden hablar sin acento delator (eso es fácil: son Rod Taylor y Eva Marie Saint), una versión coherente de cómo los Aliados ganaron la guerra, una descripción adecuada de los síntomas y peculiaridades de un colosal caso de amnesia. Inducido por ese elaborado teatro, aunque sin poderse convencer del todo, el oficial americano habla. De su charla los alemanes saben inferir que la invasión habría de hacerse por Normandía, el 5 de junio de 1944 (después se postergó 24 horas por el mal tiempo). Así el secreto mejor guardado de la guerra es capturado por el enemigo. Esa brillante idea argumental llega hasta el momento en que el oficial americano, por un detalle completamente trivial y hábilmente deslizado en una escena previa, llega a darse cuenta de todo el simulacro. Allí el libreto llega a un punto crítico y obliga a reflexionar en otros caminos inteligentes que pudieron haberse seguido.


Uno obvio era mantener hasta el final el engaño del americano y hacer fracasar a los alemanes en otros puntos (por ejemplo: que el comando nazi no creyera su declaración tan astutamente sonsacada). Otro era enfrentar dos simulacros: el de los alemanes con todo su aparato de mentira y el del americano con sus datos falsos comunicados con un aire casual. Un tercer camino era derivar en el gran drama de que el americano se diera cuenta de que había sido un traidor involuntario. Mentira por mentira, la idea inicial del film autorizaba a organizar un buen ajedrez entre ambos bandos, en varios planos posibles. Es significativo por ejemplo el incidente sobre el sitio de la invasión. Toda la estrategia militar, incluso la alemana, sugería la conveniencia de elegir la zona de Calais, al noroeste de Francia, no sólo porque era la zona más estrecha del Canal de la Mancha, sino porque conducía más directamente al territorio alemán, sin dañar una mayor superficie francesa. Así los nazis estaban convencidos de que debían fortificar Calais y así los aliados se aprovecharon para atacar en Normandía, donde las defensas eran menores. El pronóstico sobre el sitio de invasión es debidamente reflejado en el film con el juego de las adivinanzas: si el americano dice Normandía, los alemanes creerán que es mentira y que el sitio es Calais. En una versión más antigua, contada por Borges, dos mercaderes se encuentran en la estepa rusa, se preguntan dónde van y uno contesta que a Moscú. Le replican: Tú me dices que vas a Moscú para que yo crea que vas a Nijni-Novgorod, pero la verdad es que vas a Moscú. Eres un mentiroso. El film no hace ninguna de las cosas inteligentes que se podían hacer con su idea inicial. Apenas se descubre el engaño, a la media hora del relato, se propone proseguirla con una novela de aventuras y fugas, donde los villanos no lo son tanto y donde el azar de golpes y corridas determina la acción subsiguiente. El resultado es mucho más barato que lo que se prometía y ni siquiera tiene las virtudes de suspenso con que una aventura puede ser enaltecida. La única sorpresa que queda para los espectadores es descubrir que James Garner y Rod Taylor pueden rendir mejores interpretaciones que las que sus antecedentes hacían esperar, pero ésa es poca virtud frente a los diálogos simplones y a las tardías e imposibles revelaciones de la trama. La dirección de George Seaton y la producción de William Perlberg no son ninguna sorpresa. Ya en otras oportunidades (la última: Espía por mandato o The Counterfeit Traitor con William Holden) habían arruinado buenas ideas. 28 de mayo 1965.

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