PRIMERA MENCIÓN: “Metamorfosis del pueblo entre Brasil y Argentina"

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Metamorfosis del pueblo entre Brasil y Argentina: entre Jardim Nova Bahia (1971) y Compañero Cineasta Piquetero (2002)

Autor: Victor Ribeiro Guimarães

Resumen Brasil, 1971: el cineasta Aloysio Raulino se aproxima del obrero Deutrudes de Carlos da Rocha y le propone tomar una cámara 16mm y hacer sus propias imágenes de su cotidiano en São Paulo. Junto a las imágenes hechas por Raulino, ese material integra Jardim Nova Bahia (Aloysio Raulino, 1971), cortometraje clave en la historia de las relaciones entre los cineastas y el pueblo en el cine brasileño. Argentina, 2002: un muchacho, integrante del movimiento de trabajadores desocupados, se aproxima de un equipo de filmación militante y les pide una cámara Mini-DV para filmar las tomas de terreno recién hechas en Lanús. Ese material, recuperado por Indymedia e Proyecto ENERC, se transforma en el corto Compañero Cineasta Piquetero (anónimo, 2002) y nos invita a pensar: ¿qué hay de afinidades y de diferencias entre un gesto y otro? ¿Qué pasa cuando un obrero sin experiencia profesional como cineasta se pone a filmar? ¿Qué tipo de relaciones de poder y de mirada se materializan en las dos películas? ¿Qué dicen sobre las figuraciones del pueblo en el cine de Latinoamérica? En el corazón de esta investigación está la creencia de que el cine, en su potencia de inventar formas y reconfigurar los parámetros figurativos del mundo, es capaz de producir pensamiento y alterar nuestras maneras de percibir, conceptualizar e imaginar la realidad. Este trabajo parte de un análisis figurativo para comparar dos películas que han tensionado los parámetros de la figuración del pueblo en el cine de Latinoamérica. Nuestra hipótesis es que una aproximación paciente y atenta a las formas fílmicas puede poner en perspectiva un conjunto de lecturas canónicas de la historia del cine latinoamericano y también ofrecer nuevas herramientas y abordajes para pensar, contemporáneamente, las relaciones entre el cine y el pueblo.


Las figuras del pueblo Si el pueblo no es un dato social, sino una categoría eminentemente política – como sostienen teóricos tan distintos como Ernesto Laclau, Alain Badiou y Jacques Rancière – su elaboración discursiva – y, en nuestro caso, fílmica – es un asunto de primera relevancia. Ese vocablo hoy tan gasto – a punto de convertirse en un término neutro, como nos dice Badiou – ha sido un pilar fundamental entre los postulados del llamado Nuevo Cine Latinoamericano, aglutinando un amplio conjunto de propuestas teóricas y formalizaciones cinematográficas. Como ha escrito Gonzalo Aguilar, “el pueblo es el actor histórico privilegiado del cine latinoamericano” (AGUILAR, 2015a, p. 10). Si bien hay cierta coherencia entre los distintos cineastas y teóricos, su tratamiento no ha sido unívoco, y es justamente sobre las variaciones de esa figura que nos interesa trabajar. El reconocimiento de que la palabra pueblo comporta tantas significaciones – contradictorias, marcadas por el disenso – no es (o no debería ser) un obstáculo al pensamiento, sino justamente un estímulo al enfrentamiento de la cuestión. Como nos dice Jacques Rancière, el desentendimiento – cierne de la política – “no es el conflicto entre aquel que dice blanco y el que dice negro", sino el embate "entre aquel que dice blanco y el que dice blanco, pero no entiende lo mismo, o no entiende en modo alguno que el otro dice lo mismo con el nombre de blancura” (RANCIÈRE, 1996, p. 11). El disenso latente – y siempre renovado cada vez – sobre el significado y la constitución del pueblo es justamente la posibilidad de que esa palabra pueda todavía albergar alguna posibilidad política. Lo importante a retener aquí es que el pueblo no debe ser considerado como un ente ni como un dato de la estructura social, sino como una articulación compleja que requiere una construcción histórica contingente y un nombramiento siempre inventivo. Se trata de una categoría eminentemente política que, en su aspecto inexorablemente lingüístico y acontecimental, nos convoca a pensar en las variadas posibilidades de figuración del pueblo en el cine. Si “los nombres del pueblo constituyen su propio objeto” (LACLAU, 2005a, p. 140), la comparación es más que bienvenida para pensar las figuraciones del pueblo en el cine. Creemos que la comparación figurativa nos puede ofrecer nuevos insights para comprender las relaciones que el cine latinoamericano ha establecido con las figuras del pueblo. El análisis comparado de esos dos filmes puede también contribuir para sofisticar el pensamiento sobre un motivo tan antiguo y complejo, y que sigue siendo crucial para el pensamiento sobre el cine de la región.


Una pequeña nota sobre el método: si hablamos de figura, es porque convocamos el abordaje del cine reivindicado por autores como Nicole Brenez (1998) y Adrian Martin (2015). Inspirada por autores como Auerbach y Kracauer, pasando por Lyotard y Deleuze, esa forma de encarar al cine – cuyas bases se encuentran en De la figure en general et du corps en particulier (Brenez, 1998) – tiene como presupuesto una consideración sobre lo que, paradoxalmente, ha sido ignorado en muchos análisis del cine hasta hoy: su potencia de figuración, su densidad propia, su capacidad de intervenir sobre la percepción y la concepción de los fenómenos del mundo. La figuratividad consiste en el “movimiento de translación, interior al film, entre los elementos plásticos y las categorías de la experiencia común” (BRENEZ, 1998, p. 13). Se trata de ir hacia las películas no para verificar como ellas representan o reflejan una realidad fenoménica/histórica exterior, sino más bien para encontrar, en la materia sensible de cada filme, sus maneras singulares de problematizar, criticar, intervenir, reconfigurar el modo como percibimos (y atribuimos sentido a) los más variados fenómenos. ¿Qué es un cuerpo? ¿Qué es un individuo? ¿Un grupo? ¿Un pobre? ¿Un pueblo? Esas son preguntas para las cuales aparentemente tenemos respuestas que pueden ser encontradas en la tradición filosófica o en el lenguaje común, y desde ahí transferidas al cine, pero nos parece más interesante apostar en la productividad propia de los films, en su capacidad de figurar, desfigurar, refigurar, transfigurar las categorías de la experiencia. Como dice Hubert Damisch (apud Brenez) sobre la pintura, la imagen “debe ser pensada en la relación – relación de conocimiento y no de expresión, de analogía y no de duplicación, de trabajo y no de sustitución – que ella mantiene con lo real” (BRENEZ, 1998, p. 11). Para Brenez, “toda empresa visual que tenga por efecto la reconfiguración de la visión de un motivo o su pulverización puede ser considerada como investigación formal fundamental, al criticar la instalación, los cimientos y el rol en el repertorio visual social” (BRENEZ, 2012). Aunque la cuestión de la figura no esté explícita ni nombrada como tal, algunas de las más célebres líneas escritas sobre la figuración del pueblo en el cine están en La imagentiempo. Deleuze plantea una diferencia fundamental entre el cine clásico y lo moderno: mientras que las masas soviéticas (Eisenstein, Pudovkin, Vertov, Dovjenko) o los dramas sociales de Estados Unidos (Vidor, Capra, Ford) exhibían un pueblo presente y real – "aunque oprimido, engañado, sometido, aunque ciego o inconsciente "(DELEUZE, 2005, p 258.) –, el auge de la modernidad constata una falta (Straub-Huillet, Resnais), una ausencia del pueblo como sujeto colectivo. Si el período clásico encarnaba la apuesta de Benjamin por el cine


como arte revolucionario por excelencia – porque reproducible, porque democrático, porque fuertemente identificado con las masas –, la historia se encarga de dinamitar esa creencia: en las masas subyugadas de Hitler, en la unidad tiránica de un partido bajo Stalin, en la descomposición del pueblo estadounidense, Deleuze ve el final de una figuración hegemónica del pueblo – "real antes de ser actual, ideal sin ser abstracto" (Deleuze, 2005, p 258.) – y el pasaje hacia una imagerie del vacío. Una vez "constatado el fracaso de los intentos de fusión o unificación, en no reconstituir una unidad tiránica y no regresar de nuevo contra el pueblo, el cine político moderno se constituye basado en esta fragmentación, este despedazamiento" (DELEUZE, 2005, p. 262). Este pueblo que ya no existe, o que aún no existe, encuentra un eco en la teoría de Serge Daney sobre este mismo pasaje desde lo clásico a lo moderno. Entrando "en su edad adulta" (DANEY, 1996), el cine del posguerra no puede figurar el pueblo de la misma manera porque "la esfera de lo visible dejó de ser totalmente disponible: hay ausencias y huecos, hay cavidades necesarias y plenitudes superfluas, imágenes para siempre faltantes" (DANEY, 1996). Noche y Niebla (Alain Resnais, 1955) tiene que narrar sobre el vacío, el cine de StraubHuillet solamente puede convertirse en "una tumba para el ojo" (DANEY, 2007, p. 103). Entonces, en el Tercer Mundo – ese espacio donde las naciones oprimidas “permanecían en el estado de perpetuas minorías, en crisis de identidad colectiva” (DELEUZE, 2005, p. 259) –, la falta de un pueblo real se convierte en el terreno sobre el cual se lanzan las bases de un nuevo cine político. Es necesario que el arte, particularmente el arte cinematográfico, participe de esa tarea: no dirigirse a un pueblo ya supuesto, desde ya presente, sino contribuir para la invención de un pueblo. En el momento en que el señor, el colonizador proclama ‘nunca hubo pueblo aquí’, el pueblo que falta es un devenir, el pueblo se inventa, en las villas y en los campos, o en los guetos, con nuevas condiciones de lucha, para las cuales un arte necesariamente político debe contribuir (DELEUZE, 2009, p. 259-260).

Como propone Gonzalo Aguilar, el cine fue “un dispositivo clave en la construcción del pueblo, sobretodo en Latinoamérica” (AGUILAR, 2015a, p. 14). El así llamado Nuevo Cine Latinoamericano (NCL) – que se ha materializado en la historia no solamente como un cuerpo de filmes emblemáticos, pero también como un conjunto fundamental de formulaciones teóricas que se esparce por diversos manifiestos – ha tomado el pueblo como un punto de anclaje crucial de sus propuestas, que tenían como vectores principales el combate al neocolonialismo (que se expresaba en la búsqueda por un cine auténtico y no sumiso a los dictámenes de Hollywood), el compromiso político (el cine debería participar efectivamente


de la lucha por la liberación de los pueblos de la región) y la construcción de una identidad latinoamericana (por medio de la exploración del repertorio cultural de la región y de la solidaridad entre las distintas naciones y cinematografías). Tomemos el caso de Fernando Birri, no citado por Deleuze. Birri fue un pionero entre los cineastas que han encarado esa tarea como un programa. “Qué cine necesitan los pueblos subdesarrollados de Latinoamérica? Un cine que los desarrolle”, dice perentoriamente el manifiesto “Cine y subdesarrollo” [1988 (1962)]. Y continúa: “Nos interesa hacer un hombre nuevo, una sociedad nueva, una historia nueva, y por lo tanto un arte nuevo, un cine nuevo. Urgentemente” (BIRRI, 1988, p. 18). En el cine latinoamericano de los sesenta, el pueblo era una “categoría fílmico-conceptual central” (AGUILAR, 2009). Pero ¿qué pasó desde entonces? Tanto Jardim Nova Bahia como Compañero Cineasta Piquetero son intervenciones críticas en esa tradición. Si un día, en su Estética del Sueño, Glauber Rocha ha declarado que “el pueblo es el mito de la burguesía”, ¿qué pasa cuando es un obrero el que toma la cámara para filmar? ¿Esa figura que resulta de esa nueva operación es igualmente mítica? ¿Qué afinidades y diferencias hay entre la mirada del cineasta y la del obrero? Tomar esas dos películas como base para una comparación es partir de un aspecto estrictamente formal que las une para encontrar significaciones estéticas, políticas y filosóficas mucho más amplias. La comparación no nace de un parámetro exterior, sino que – coherente con un principio empirista que acompaña nuestra investigación – encuentra su criterio en el pensamiento figural propio elaborado por los filmes. Las películas no son ni un campo fenoménico disponible para probar conceptos elaborados en otro lugar, ni depósitos de representaciones. Comprendemos el análisis figurativo como complementario a otros enfoques, en un esfuerzo que busca comprender cómo el cine puede incidir sobre las concepciones de los fenómenos del mundo – incluso los fenómenos conceptuales –, en una relación entre las materialidades plásticas y sus implicaciones políticas. Nuestro deseo es practicar una escrita ensayística, a medio camino entre la intuición y el pensamiento, informada tanto por el intelecto como por el deseo, tanto por la historicidad de las formas como por el aquí y ahora de la experiencia estética.

¿La mirada del pueblo?


El rasgo figurativo principal que invita a la comparación entre Jardim Nova Bahia y Compañero Cineasta Piquetero no está materializado en una imagen fílmica, sino descrito en un texto. Está expresado en un letrero en cada película. En Jardim Nova Bahia, el letrero final, que nos cuenta que buena parte de las imágenes de la película -las realizadas en la estación de Brás y en Santos- fueron filmadas por Deutrudes Carlos da Rocha, "sin interferencia del realizador". En Compañero Cineasta Piquetero, es pronto en el letrero inicial que el espectador es informado de que se trata de una película producida por un piquetero, miembro del Movimiento de Trabajadores Desocupados, en las tierras ocupadas por el movimiento en


el municipio de Lanús. Y añade: "El trabajo de post-producción se limitó a título y subtítulos. El montaje de la película fue realizado por el piquetero mientras filmaba ". El énfasis en la "no interferencia" que atraviesa los dos letreros revela una premisa de fondo: lo que se busca aquí es una mirada otra, que contradiga las premisas figurativas asentadas en la tradición documental, que fue tantas veces teorizada a partir de su anclaje en una diferencia constitutiva - de clase, de perspectiva - entre quien filma y quién es filmado. Dos películas tan distantes en el tiempo, pero que comulgan de una aventura tantas veces imaginada en la historia del cine (y particularmente en la historia del cine latinoamericano): revertir el camino habitual del cine y del arte, deshacer la jerarquía previa de la autoría y ofrecer al sujeto trabajador, marginal, tantas veces retratado, la posibilidad de adentrar el territorio de las imágenes con su mirada. Como tantas veces entre nosotros, antes de realizada, esa aventura fue soñada teóricamente. El ensayo Por un cine imperfecto, publicado en 1969 por Julio García Espinosa, contenía en su corazón el deseo de romper con una jerarquía tradicional que, incluso en el seno de una sociedad revolucionaria, permanecía inalterada: Cuando nos preguntamos por qué somos nosotros directores de cine y no los otros, es decir, los espectadores, la pregunta no la motiva solamente una preocupación de orden ético. Sabemos que somos directores de cine porque hemos pertenecido a una minoría que ha tenido el tiempo y las circunstancias necesarias para desarrollar, en ella misma, una cultura artística; y porque los recursos materiales de la técnica cinematográfica son limitados y, por lo tanto, al alcance de unos cuantos y no de todos. Pero ¿qué sucede si el futuro es la universalización de la enseñanza universitaria, si el desarrollo económico y social reduce las horas de trabajo, si la evolución de la técnica cinematográfica (como ya hay señales evidentes) hace posible que ésta deje de ser privilegio de unos pocos, qué sucede si el desarrollo del videotape soluciona la capacidad inevitablemente limitada de los laboratorios, si los aparatos de televisión y su posibilidad de “proyectar” con independencia de la planta matriz, hacen innecesaria la construcción al infinito de salas cinematográficas? Sucede entonces no sólo un acto de justicia social, la posibilidad de que todos puedan hacer cine, sino un hecho de extrema importancia para la cultura artística: la posibilidad de rescatar, sin complejos, ni sentimientos de culpa de ninguna clase, el verdadero sentido de la actividad artística (GARCÍA ESPINOSA, 1988, p. 50-51).

El ensayo de García Espinosa es preciso al localizar el problema: no se trata sólo de un gesto ético, de la realización de una justicia distributiva revolucionaria, sino de la posibilidad de alterar el propio campo del arte. Como veremos en detalle a continuación, la promesa de esa otra mirada reside en la irrupción de otra potencia figurativa, que altera, en la carne de la película, las coordenadas de la figuración del pueblo tal como la conocíamos. En


contra del "mandato popular" (XAVIER, 2006) atribuido por los cineastas de los años 1960 a ellos mismos – que los impulsaba a filmar en nombre del pueblo –, pero también diferente del esfuerzo de autoproletarización instigado por Solanas y Getino en el manifiesto Hacia un Tercer Cine (1969) – que consistía en desprenderse del elitismo, llegar a ser proletario para poder filmar junto a los obreros y los movimientos comprometidos con la liberación –, ambas películas se aventuran a convertirse en un territorio figurativo atravesado por la mirada de un trabajador singular, materializada en imágenes de su propia labranza. Sin embargo, la idea de una expresión genuinamente popular, de una obra gestada por el propio pueblo, sólo puede ser una media verdad. En Compañero Cineasta Piquetero, son las organizaciones de comunicación activista Proyecto ENERC e Indymedia Argentina que transforman las imágenes y los sonidos producidos por el muchacho en una película: añaden cartones, interponen letreros entre fragmentos de imágenes al comienzo y al final del material (manteniendo la banda sonora original y sustituyendo la imagen por el texto, lo que rompe con la integridad figurativa imagético-sonora del material captado), dan un título. Este título, incluso, es un síntoma cabal de las contradicciones del voluntarismo que actúa aquí: importa menos lo que se filma que el hecho de que estamos ante imágenes producidas por un "piquetero" – que es llamado "compañero", pero de quien ni siquiera sabemos el nombre. La iniciativa – y especialmente el título – nos recuerdan las críticas de Jacques Rancière (2005) a la llamada Estética Relacional, formulada por Nicolas Bourriaud (2009). Al acoger esas imágenes y darle un título como ese, que parece elidir las relaciones de poder al promover una equivalencia entre quienes siempre filmaron y ese anónimo que ahora se pone a filmar por primera vez, la iniciativa comparte las "veleidades políticas de un arte saliente de sí en la dirección de las tareas políticas de proximidad y de medicina social donde se trata, en los términos del teórico de la estética relacional, de ‘arreglar las fallas del vínculo social’” (RANCIÈRE, 2010, p. 57). En el título de Compañero Cineasta Piquetero hay una suerte de autosuficiencia del gesto, como si la acción de captar las imágenes realizada por el muchacho fuera el núcleo de la obra y de su valor estético y político. En Jardim Nova Bahia la estructura es bastante diferente, ya que la película sólo acoge las imágenes producidas por Deutrudes Carlos da Rocha en su tercio final. Antes de eso, hay un complejo y múltiple retrato del personaje y de su entorno geográfico, social y afectivo filmado por Aloysio Raulino. Por otro lado, hay también una insistencia en el gesto. En los créditos iniciales, vemos que el trabajo de cámara de la película es atribuido a Aloysio Raulino


y Deutrudes Carlos da Rocha. En el primer testimonio de Deutrudes, él dice que va a "agarrar una máquina para poder filmar algo que pasa aquí en São Paulo" – frase que se repetirá minutos después, como fragmento de voz over, justo antes de la entrada de las imágenes en negro y blanco de la estación de Brás y de Santos, las únicas efectivamente captadas por Deutrudes. Mientras prepara la aventura que hizo la película canónica en la historia del documental brasileño, Raulino es quien asume las riendas de la enunciación. Incluso en las imágenes de Deutrudes, sin embargo, no se trata de una enunciación soberana. Si Compañero Cineasta Piquetero asume la brutalidad de las imágenes captadas, recusa textualmente y materialmente el gesto de montaje (aunque no completamente), Jardim Nova Bahia se lanza a la aventura de la mirada de Deutrudes en el tercio final, pero quien decide las duraciones de los planos, el orden en el cual aparecen y hasta la música es el cineasta. La inclusión de una canción pop en la banda sonora (Strawberry Fields Forever, en la versión de Richie Havens) es el gesto más incisivo de esa interferencia decisiva. Aunque el importante crítico brasileño Jean-Claude Bernardet considere la película de Aloysio Raulino "probablemente el punto de tensión máxima a la que llega la problemática relación cineasta/otro de clase en la filmografía que estudiamos" (BERNARDET, 2003, p. 128) en su libro canónico Cineastas e Imagens do Povo, el autor trata a la empresa como un fracaso. "Deutrudes sostenía la cámara, no hay duda, pero ¿en qué medida él filmaba?" (p.113), pregunta a cierta altura. Y responde en la página siguiente: "Ese es el primer obstáculo en el que tropieza el proyecto de Raulino: incluso sosteniendo la cámara, Deutrudes no puede afirmarse y expresarse" (p. 132). Más adelante, el diagnóstico cabal: La propuesta de la película de Raulino redunda en un fracaso, y no podría ser de otra forma. En el caso de la película, la grandeza de Jardim Nova Bahía consiste en haber tensado al límite, en el marco de la filmografía que estudiamos, la abdicación del cineasta ante sus medios de producción para acometer el estado de crisis entre el sujeto cineasta y el objeto de su película, que el otro de clase hable, hasta lo imposible. El ‘sin ninguna interferencia del realizador’ del letrero funciona como expresión del deseo del realizador, y en esa insistencia y en la evidente exageración – "sin ninguna" (después de todo, aunque no haya guiado la mano de Deutrudes, le indicó qué hacer, preparó la máquina y la lente) – se puede ver un desafío y una punta de angustia ante lo imposible (BERNARDET, 2003: 137).

Si adoptamos las premisas teóricas del análisis de Bernardet, sería imposible refutarla. En ese sentido, la comparación con Compañero Cineasta Piquetero sería un punto de contraste interesante, pues podría apuntar una obra en la que algunos de los supuestos


"obstáculos" enfrentados por Raulino ya no están presentes: la necesidad de preparación para una cámara de video es radicalmente menor; a excepción de los letreros, todo el montaje se hace en la propia cámara; no hay ninguna banda sonora extradiegética; no hay material fílmico sino el que fue captado por el muchacho anónimo. ¿Sería posible afirmar entonces que, en fin, treinta años después, el pueblo se expresa en sus propios términos? Seguramente no. En primer lugar, por los motivos ya señalados: la película ni siquiera existiría si no fuera porque alguien (en ese caso, dos instituciones) un día le llamó "película", llamó su autor de "cineasta" (aunque anónimo), la hizo circular en una una esfera diferente de la que surgió. Pero, aunque todo el control efectivo de la enunciación fuese, de hecho, tomado por el muchacho que filma, habría aún un riesgo, nombrado por el crítico Rodrigo de Oliveira en un texto sobre Já me transformei em imagen (2008), del realizador indígena Zezinho Yube, película producida en el contexto del proyecto cinematográfico Vídeo nas Aldeias (Vídeo en las Aldeas) en Brasil. El título del texto de Oliveira (En castellano sería: "Su lengua, mi alfabeto") indica un problema quizá ineludible: aunque ese "otro" se ponga a filmar, la gramática del cine es históricamente forjada dentro de una cultura específica, que preexiste al acto de tomar para sí la cámara. La conclusión del texto es reveladora: Es posible que todo esto sea más una manifestación de la aculturación por la que varios de los indios filmados parece haber pasado, de tal manera que incluso introdujeron el lenguaje narrativo de la televisión o del reportaje. Pero es posible también que simplemente no se haya dado la oportunidad de que esas culturas milenarias, tan fundamentalmente narrativas en todo proceso de creación de mitos y leyendas que explicasen su existencia, experimentaran también el gusto de descubrir un cine sólo suyo (OLIVEIRA, 2009).

Pero todavía hay otro aspecto a explorarse. De forma más compleja, pero todavía rehén de una idea de autoría – fuertemente vinculada a la idea de propiedad – que traspasa el texto de Bernardet, Oliveira vislumbra la posibilidad de "un cine sólo suyo". Bernardet describía la tarea de Raulino así: "Buscando la voz del otro, intentando que se exprese el otro – que es objeto en el modelo sociológico –, negándose a afirmarse sujeto ante el otro-objeto, cuestionando su posición de cineasta, el cineasta entrega su cámara al otro”, Y añadía: "El cineasta abdica de su posición para el otro asumirla" (BENARDET, 2003, p. 128). Rodrigo de Oliveira, aunque reconozca un problema suplementar – la propia gramática cinematográfica como obstáculo –, presupone todavía la utopía de un cine auténticamente indígena, no-blanco, radicalmente otro, “solo suyo”.


El método experimentado en esta investigación, en su atención profunda a la figuratividad fílmica, al poner la materia plástica de las películas en primer plano, rechaza una idea de autoría heredera de la política de los autores de los Cahiers du Cinéma – y que, tanto en Bernardet como en Oliveira, está profundamente radicada en la noción de propiedad. ¿Y si Jardim Nova Bahia y Compañero Cineasta Piquetero fueran considerados no como experiencias tentativas de redistribución de la propiedad, sino de forma más radical, como la emergencia de un cine impropio? ¿Y si sus economías figurativas revelasen no una empresa fracasada de transferencia de la autoría, sino una energía figural que vislumbra materialmente una ruptura con la idea de autor? Sí, el tercio final de Jardim Nova Bahia no es una expresión genuina y auténtica de Deutrudes. Pero ¿los dos tercios que lo anteceden son una expresión auténtica y auténtica de Raulino? ¿O es el paradigma de la expresión que merece ser contestado por esas películas, como nos decía Susan Sontag en su célebre ensayo Contra la interpretación? Ni éxito absoluto, ni fracaso resonante. Quizá, esas palabras no sean las más adecuadas para describir lo que pasa en las economías figurativas de Jardim Nova Bahia y Compañero Cineasta Piquetero. Las imágenes y los sonidos están allí. Las películas existen materialmente y nos convocan. ¿Por qué no tratarlas, entonces, en la justa medida de sus contradicciones? ¿Por qué no encarar de frente la impropiedad radical de sus figuras? En las páginas siguientes, tomaremos ambas películas como un territorio figurativo múltiple y complejo, lleno de resonancias figurativas improbables. Una mirada impropia

Dos fotografías introducen las imágenes tomadas por Deutrudes. En ellas, vemos al trabajador con la cámara 16mm en la mano, mientras es observado por el cineasta. Si la inversión de papeles sintetizada en las fotografías instaura la crisis en la tradición latinoamericana de la figuración del pueblo – marcada por el movimiento del cineasta perteneciente a las clases dominantes hacia los pobres y marginados –, las imágenes que


vemos a continuación provocan un cortocircuito la estabilidad de la propia noción de figuración. El ruido de la máquina de filmar que ocupa la banda sonora invita al silencio y a la contemplación: no es sólo lo que se ve en la pantalla que importa al espectador, pero cada movimiento inestable de la cámara, cada reencuadre, cada motivo privilegiado en la pantalla. La corporeidad inscrita en la figura cinematográfica salta al primer plano de la experiencia del filme. Una vez que sabemos que el cuerpo que filma es un cuerpo marcado, situado socialmente, cada elección plástica adquiere otra capa significante, intrínseca a lo que se muestra. En las imágenes realizadas por Deutrudes, la praxis está en primer plano, en la medida en que invita al espectador a participar de la aventura, adivinando en las elecciones de encuadre y angulación presentes en las imágenes de la estación de Brás y de la playa en Santos los índices de una sensibilidad otra, singular, que desestabiliza el régimen formal de la película.

En Compañero Cineasta Piquetero, desde la primera imagen la corporeidad del protagonistacineasta es determinante. La voz del muchacho guía el espectador en su deriva por el espacio de la toma de terreno: en primera persona, él narra, describe en detalles el terreno, formula una denuncia contundente, charla brevemente con los vecinos. En el compás de la deriva, cada imagen es impregnada por el movimiento corporal de quien filma: las alteraciones bruscas de luz, los movimientos de zoom in y zoom out, el temblor de la cámara que materializa la


caminata por el terreno accidentado, los ruidos de la manipulación de la máquina por aquel que filma.

En ambas las películas, todo lo que vemos – de las cercanías de la estación de Brás a las texturas de las casas del terreno en Lanús, de los transeúntes en la playa en Santos a los vecinos del muchacho que filma en Argentina – es indisociable de una forma particular de la mirada, de una perspectiva no solamente subjetiva, pero que carga consigo los vestigios de un cuerpo histórica y socialmente marcado. La mirada de quien filma es intrínseca a lo que se muestra, y el espectador es invitado a poner atención en cada variación de foco, en cada desencuadre, en cada temblor que incide sobre la estabilidad de la imagen. En un texto publicado en los Cahiers du Cinéma en 1977, Pascal Bonitzer discurre sobre la mirada predominante en el cine: se trata de la mirada objetiva, que alterna libremente entre el plano de detalle y el plano general, y que no pertenece ni a uno de los personajes de la narrativa ni al espectador (ya que nuestra mirada está regida y dirigida por ella). "Los personajes, actores, espectadores, operadores de cámara y realizadores están implicados, de diversas maneras, pero esa mirada no es propiamente de nadie: ella carece de alguien" (BONITZER, 1977, p. 41). Se trata de una mirada sin nombre, impersonal, una mirada desencarnada que es hegemónica en la ficción narrativa. Para Jacques Aumont (2004), es ese modo de la mirada que garantiza una "separación radical" entre el campo (el espacio que constituye la escena visada por la cámara) y el antecampo (ese espacio invisible "atrás" de la cámara, donde se juegan el punto de vista y la enunciación). Pero lo que es válido para la ficción narrativa es también hegemónico en el documental. Si seguimos la argumentación de Arthur Omar en su célebre ensayo "O antidocumentário, provisoriamente", "la forma documental es totalmente tributaria de esa vertiente principal de la historia del cine (OMAR, 1978, p. 406). "Tanto allí como aquí," la mística es la misma: hay un continuum fotografiable que se puede dar a la visión, una verdad que se aprehende


inmediatamente "(OMAR, 1978, p. 406). Sin ignorar el carácter generalizante y polémico del diagnóstico de Omar – sabemos bien que hay innumerables excepciones a la regla de la visualidad objetiva en la historia del documental –, sería posible retomar el núcleo de la argumentación para constatar que, frente a Jardim Nova Bahia y Compañero Cineasta Piquetero, el continuum fotografiable es cuestionado por la irrupción de una figuración inextricablemente situada, perspectivada de una potencia figurativa otra que hace saltar al núcleo de la espectatorialidad la conciencia material de una mediación singular.

A primera vista, todo en las imágenes de Deutrudes en Jardim Nova Bahia las diferencia de las imágenes filmadas por Raulino en los dos primeros tercios de la película. El blanco y negro y la ausencia de sonido directo son los rasgos más notables – que marcan una diferencia inmediata e ineludible –, pero sería posible también percibir una economía figurativa muy particular: al filmar un grupo de jóvenes en actividad física en la playa de Santos, los encuadres de Deutrudes son enrarecidos, descentrados, y hacen que la figura humana ocupe sólo una ínfima parte del cuadro, mientras que los elementos naturales – la arena, los árboles, el mar – predominan. Como veremos más adelante, los encuadres de Raulino son estables y completamente enfocados en la figura humana en cuadro, que se impone al espectador de manera frontal y próxima; los de Deutrudes, por el contrario, son atravesados por la inestabilidad y por una aproximación tímida, como cuando la cámara se dirige a una pareja de ancianos que camina por la arena. Sólo cuando se pone a filmar a los amigos que lo acompañan en el viaje el encuadramiento de Deutrudes es más cercano – y, aún así, lo que salta a los ojos es la relación entre esos muchachos y el espacio costero alrededor.


En Compañero Cineasta Piquetero hay también una economía figurativa muy propia – aunque diametralmente opuesta. A cierta altura, un plano comienza con el rostro de un muchacho en contra-plongée. En una panorámica hacia la izquierda, el encuadre revela a otros muchachos descamisados, que conversan tranquilamente. La proximidad entre la cámara y los cuerpos es enorme: el aparato parece rozar en el dorso de los vecinos. De vuelta a la derecha, en una panorámica inversa, algunos muchachos y muchachas toman refrigerante y conversan. La cámara está situada en el centro de un semicírculo, en un lugar improbable, justo en medio de una rueda de conversación entre los vecinos. La ruptura con la iconografía militante es evidente. La cámara oscila entre una figuración testimonial – que insiste en mostrar el territorio, el coche de la policía – y otra figuración, más difícil de definir. ¿Qué se figura en esos momentos? Ciertamente no un registro destinado a un interlocutor distante. La potencia de esas imágenes no está en lo que se muestra, sino en el aspecto de proceso de su trabajo de figuración: lo que se figura es más un cierto estado del cuerpo en común, un estar juntos que el espectador es invitado a compartir.


Sin embargo, en el mismo movimiento, hay que rechazar cualquier idea de originalidad absoluta o de autoría completa de esas imágenes, como si éstas no pertenecieran, también ellas, a una tradición figurativa – pasada o futura. Lo que sorprende en las imágenes de Deutrudes no es sólo el modo en que se diferencian drásticamente de las imágenes anteriores de Raulino en Jardim Nova Bahia, pero también sus puntos de contacto improbables con la filmografía posterior del cineasta. ¿Cómo mirar la imagen de una mujer, sin hogar, que se acerca tambaleante de la cámara, y no pensar en la mujer que canta en O Tigre e a Gazela (Aloysio Raulino, 1976)? ¿Cómo encarar el rostro de ese muchacho que encara sonriente la cámara de Deutrudes y no hacer una conexión inmediata con otro muchacho que sonríe a la cámara de Raulino algunos años después, también en esa película?

O Tigre e a Gazela (Aloysio Raulino, 1976)

Si, como veremos, lo que predomina en Raulino es la panorámica lateral, que traza la continuidad figurativa entre los cuerpos retratados, en las imágenes de Compañero Cineasta Piquetero el movimiento figurativo predominante es el círculo, o el semicírculo, con la cámara girando sobre su propio eje – un eje móvil, inestable, habitado por el cuerpo que filma. La diferencia es crucial: mientras el movimiento lateral dibuja el lazo entre los sujetos filmados, pero salvaguarda la distancia del observador, la panorámica circular en Compañero Cineasta Piquetero afirma una energía figurativa de la vecindad, de la contigüidad entre el cuerpo que filma y los cuerpos filmados.


Al filmar la "famosa calle Pintos", la cámara se mueve de un lado a otro, en un semicírculo, para mostrar las casas que fueron construidas. Como escribe Raquel Schefer, la forma de la panorámica circular es central en el repertorio del Nuevo Cine Latinoamericano: La panorámica semi-circular y circular constituye una de las formas fílmicas centrales del Nuevo Cine Latinoamericano y, en particular, del Cinema Novo brasileño. En el cine de Glauber Rocha, Ruy Guerra y Jorge Sanjinés, entre otros, la geometría de la panorámica circular, desvinculada del valor que la circularidad asume en el dispositivo disciplinar panóptico, constituye la expresión formal de una comprensión extensiva del proceso de descolonización (descolonización política, cultural, estética, perceptiva y cognitiva). Entendida como una forma fílmica emancipatoria, la panorámica circular sería el vector de una rotación de la mirada en dos sentidos: del sujeto de representación sobre el mundo; de lo observado sobre el observador. La panorámica circular constituiría también el modo de expresión de una cosmovisión no europea, operando una síntesis entre el ritual y la política, el mito y la historia (SCHEFER, 2016).

En Compañero Cineasta Piquetero, sin embargo, esa forma es retorcida, pues lo que salta a los ojos no es la síntesis entre el mito y la historia, sino la afirmación de una mundanidad de las imágenes, de una mirada que, de tan cerca que filma, sólo puede girar sobre sí misma y, en el mismo movimiento, afirmar una colectividad. En los vaivenes entre un lado y otro, en el diseño del semicírculo animado por la voz venida del antecampo hay una fuerza figurativa al mismo tiempo centrípeta – porque se dirige hacia fuera – y centrífuga, pues, al hacerlo, incluye decisivamente el cuerpo que filma en el plano. Compañero Cineasta


Piquetero no es sólo una expresión "genuina" de un trabajador, sino una intervención crítica decisiva en el canon de las figuras del pueblo en el cine latinoamericano. En Jardim Nova Bahia, luego después de la aparición de la mujer que se aproxima de la cámara de Deutrudes, empieza a sonar en la banda sonora la canción Strawberry Fields Forever, de los Beatles, cantada por Richie Havens. En ese gesto de montaje expresivo, el cineasta explicita su intervención en las imágenes del trabajador de manera decisiva. No hay ningún voluntarismo inocente o fetiche del método. Al incluir una canción pop en la banda sonora, Raulino hace de la pantalla no el lugar de la expresión “auténtica” de Deutrudes, sino el escenario de un encuentro irresolvido entre dos sensibilidades: la del trabajador y la del cineasta. El montaje explicita el contraste entre las perspectivas y invita el espectador a una experiencia fuertemente disyuntiva. Lo que está en juego aquí es una mirada impropia, una figuración indeterminada, cuya autoría sólo puede ser un inmenso problema. No la consideramos una iniciativa fracasada, como hace Jean-Claude Bernardet (2003), sino que creemos que es justamente esa disyunción que hace de Jardim Nova Bahia una película tan decisiva en la historia del cine latinoamericano. Singular-común

Antes de lanzarse a la aventura de albergar las imágenes filmadas por Deutrudes, Jardim Nova Bahia elabora un retrato a la vez del trabajador – convertido en protagonista – y de su entorno. Todo el trabajo figurativo de Jardim Nova Bahía – especialmente en la primera parte, filmada por Raulino – será gobernado por una conjugación constante entre lo individual y lo colectivo, entre lo singular y lo común. La figura de colectividad que se esboza en el marco del retrato individual es un territorio singular (al mismo tiempo iconográfico, geográfico, social y afectivo): la migración nordestina en São Paulo. En el primer fotograma, un índice que pairará sobre toda la película: un recorte de diario destacado – en tinta roja y por un reencuadre – nos informa de un caso insólito: un


muchacho, Elias Antônio Joaquim, trabajador de la industria en São Paulo, migrante y "bajo tratamiento mental", intenta volver a Bahía colgado en el ala de un avión. Elias no será filmado, pero el recorte de periódico moviliza desde ahora un arquetipo conocido de la cultura brasileña del siglo XX, y del cine brasileño en particular: de Viramundo (Geraldo Sarno, 1965) a O Baiano Fantasma (Denoy de Oliveira, 1984); de Migrantes (João Batista de Andrade, 1972) a O Homem que Virou Suco (João Batista de Andrade, 1981). Elias es un individuo – en Jardim Nova Bahia no hay diagnóstico, ni voz over totalizante –, pero también un signo de una colectividad arquetípica.

En el plano siguiente, una panorámica hacia la derecha revela, uno a uno, los rostros de cuatro muchachos negros, que encaran fijamente la cámara y el espectador. A medida que se mueve, el encuadre cambiante es movido por una canción (en castellano sería: "Mi canarinho del nido voló / dame noticias de mi gran amor / que se fue y nunca más volvió / mi canarinho, ay mi coliflor") cantada a capella por una voz femenina, de acento nordestino. El título de la película, que viene enseguida, no deja dudas sobre el territorio iconográfico que habitaremos. El último de la fila es Deutrudes, protagonista de la película, que nos acompañará con centralidad en la jornada de ahí en adelante. El trabajo figurativo aquí es preciso: los retratos son individuales – la cámara se demora por unos segundos en cada cara, en cada mirada fulminante –, pero el movimiento lateral de la cámara dibuja el lazo que los envuelve,


al mismo tiempo que la canción – y luego, el título – nos impulsa a la iconografía de la migración nordestina.

En la siguiente secuencia – el interior de una casa de forró en el auge del baile, animado por una canción de Luiz Gonzaga en la banda sonora –, el movimiento figurativo – del uno al muchos, del singular al común – sigue su marcha: adentro de cada encuadre, en medio de la pista de baile, la cámara se acerca a una pareja bailando y se aleja en plano de conjunto, individualiza y colectiviza; en el montaje, el ritmo alterna entre planos más cerrados, que destacan una figura humana, y planos generales del forró en fiesta. En contra de los retratos de clase anteriores o inmediatamente posteriores, como Viramundo y Migrantes, lo que interesa en la secuencia no es una categoría social – expresada en los títulos de las películas de Geraldo Sarno y Juan Bautista de Andrade –, sino el territorio existencial de una comunidad afectiva en celebración, momentáneamente reconciliada con sus expresiones culturales de origen; lo que despunta no es la figura del pueblo como mano de obra en la capital, sino la energía figural que se desprende de un pueblo en fiesta y contamina los movimientos sinuosos de la cámara, el ritmo contagioso y febril del montaje.


Al final de la secuencia, sin embargo, la fiebre cesa junto con la música, y da lugar a un silencio contundente ya dos planos de individuos sentados, en los bordes de la pista de baile. El silencio anuncia la llegada del siguiente plano, un recorte de una cartera de trabajo donde vemos al último muchacho de la panorámica anterior al forró. No hay nombre – se trata, a fin de cuentas, de otro trabajador brasileño –, pero la fisonomía es identificable, y será luego confirmada, en el plano siguiente, por una secuencia de Deutrudes lavando autos. El sonido del forró, melódico y lleno de vida, es sucedido, después del breve silencio, por el sonido repetitivo y monótono de los chorros de agua – el sonido del trabajo. El tema de la película se expande – nada más categórico que la cartera de trabajo – y luego se individualiza en el rostro del protagonista.

Una nueva panorámica lateral produce el movimiento figurativo inverso: del muchos al uno, del múltiplo al singular. Lo que vemos inicialmente es un montón de casas encima de un morro, geografía típica de las arquitecturas periféricas de Brasil, luego el rostro de Deutrudes en el centro del cuadro, en primer plano, destacándose sobre el fondo distante. Una colectividad urbana singular es sucedida por el rostro de Deutrudes, que se alza sobre el paisaje. Hay un rasgo figurativo importante, sin embargo, muy bien notado por Jean-Claude Bernardet en su análisis ya canónico de Jardim Nova Bahia. La distancia focal es corta, preparada para la entrada del rostro de Deutrudes, lo que hace que el paisaje periférico sea poco nítido, y que haya una relación de superposición – es decir, no de integración, sino de


destaque – entre la figura y el fondo. Bernardet analiza: "Esa composición que a un tiempo relaciona Deutrudes con el barrio por la superposición, pero los desvincula el uno del otro por la discontinuidad espacial, es la expresión sensible y gráfica de ese desarraigo espacial (y social) de Deutrudes" (BERNARDET, 2003, p. 140). A diferencia de la secuencia del forró, en la que había una integridad figurativa entre los cuerpos y el espacio – garantizada por la nitidez de la profundidad de campo o por el desenfoque homogéneo que atravesaba todo –, el desenfoque del fondo con relación a Deutrudes provoca una disonancia figurativa entre rostro y paisaje. La extrema variedad de las figuras del pueblo en Raulino produce episodios figurativos como ese: entre dos secuencias, pasamos de un pueblo íntegro, en fiesta, reconciliado con el espacio, para la figuración de un desencaje entre individuo y territorio. El desarraigo propuesto como figura importante por Bernardet, sin embargo, no impide que la película reciba un título que remite no a la individualidad de Deutrudes, sino al enigmático barrio (al parecer, ficticio, ya que no hay registro de una región con que es el nombre en la ciudad de São Paulo). El personaje se erigirá en protagonista, asumirá una centralidad dramática innegable, pero su composición participa desde ya de una tensión entre individuo y territorio, entre la tradición figurativa del retrato y la del paisaje.

En la economía figurativa de Compañero Cineasta Piquetero, es otra la relación que se esboza entre la tradición del retrato y la del paisaje. Al principio, entre los carteles iniciales, los primeros fragmentos de la película trazan breves retratos de grupo, que muestran a grupos


de vecinos conversando sobre la preparación de un matrimonio. Si en Jardim Nova Bahia el desenfoque preciso entre figura y fondo produce un desencaje entre Deutrudes y el espacio periférico, aquí ocurre el efecto inverso: la precariedad de la cámara de video, su foco salvaje e incontrolable formula visualmente una homogeneidad figurativa entre los cuerpos y el territorio. En el primer fragmento, la sobreexposición alcanza también cuerpos, barracas, ropas en el tendedero (tragados por zonas de color blanco), mientras que la inestabilidad de la nitidez producida por el zoom lo transforma todo en una masa de colores igualmente indistinta. En el segundo, es el contorno de los cuerpos y de los espacios que es tomado por el deslimite: la precariedad material hace que las fronteras entre cuerpo y territorio se vuelvan indistintas – es difícil definir dónde termina una casa y comienza una barriga; donde termina una camiseta en el tendedero y comienza una camiseta en el cuerpo de un vecino.

Después de ese primer momento de acercamiento a los vecinos, la cámara parte por una deriva por el terreno de las tomas. El caminar accidentado del cuerpo que filma transforma tanto el espacio como los cuerpos de los vecinos en texturas inestables, flujos digitales a veces salvajes, a veces algo más nítidos. Si en la secuencia del forró en Jardim Nova Bahia era la nitidez perfecta del trabajo de cámara de Raulino que producía una integridad figurativa entre los cuerpos bailables y la pista de baile, aquí son las innumerables variaciones de luz provocadas por los ajustes automáticos en la apertura del diafragma de la cámara, los reencuadres bruscos, el temblor y los constantes movimientos de zoom in y zoom out que hacen la figuración inestable y resultan, por la vía inversa, en otra homogeneidad – no por la integridad, sino por la fluidez – entre los cuerpos y el territorio. En estas primeras imágenes de Compañero Cineasta Piquetero, en que la deriva por el territorio se afirma como gesto fundante, la figuración es tomada por una pulsión de desfiguración, y lo que sobra, muchas veces, es sólo el rasgo, sólo la marca del trabajo de quien filma, materializada en contornos inestables, desenfoques incisivos, texturas fluidas, colores salvajes que se mezclan unas a otras en borros entre el verde y el marrón.


En un plano general de la ocupación, el temblor y el desenfoque hacen que el cuerpo de un niño que atraviesa la calle pertenezca inextricablemente a la textura marrón de la tierra y de los pedazos de madera de las cercas. En otro momento, la cámara se dirige a las casas de la comunidad y la voz - entre off (porque materialmente venida del antecampo, en el calor de la toma) y over (porque se proyecta sobre las imágenes para comentarlas) actúa en el sentido de inscribir una historia en lo que los ojos ven como una evidencia impersonal: Esto que se ve acá son las primeras tomas que se hicieron en el terreno. Que se hizo el catorce de enero, más o menos. Son nueve terrenos que fueron tomados por la gente, la cual estuvieron apriete del municipio, los punteros políticos, amenazas. Y así se ve todo. Las casas se fueron armando de a poco, con chapas. Gente de familia, chicos, jóvenes, grandes, hasta gente discapacitada que van tomando tierra de a poco.

Cada imagen en esa deriva por el terreno carga, en el mismo movimiento, un doble gesto. Por un lado, el deseo evidente de figurar una comunidad activa y pulsante, que alzó ese espacio con sus propias manos y ahora lo ocupa: comunidad y territorio se (con) funden tanto en la narración del muchacho como en los deslimites figurativos de la imagen. De otro, consciente o inconscientemente (poco importa), la afirmación del rasgo singular de quien filma: para el espectador, no hay dudas de que cada imagen carga materialmente – en su trepidación, en sus reencuadres, en sus cambios de dirección – las marcas de las manos y de los ojos de quien filma. Es una nueva modalidad de la relación entre lo singular y lo común que ambas películas persiguen.


Accidentes de la escucha

En la breve frase que inicia su testimonio, Deutrudes anuncia la inversión de roles entre retratista y retratado, que será retomada adelante. “Estoy aquí… para contar… algo que pasa en mi vida en São Paulo. Voy a tomar… una máquina… para poder filmar alguna cosa que pasa en mi vida aquí en São Paulo”. Además del anuncio de tarea de la película, otro rasgo figurativo – sonoro – despunta aquí. Además de rechazar casi siempre la narración en voz over, las películas de Raulino tienen predilección por las voces de los personajes que, al hablar, escapan a la norma hegemónica de un portugués "bien dicho", claro, límpido. Es así con Arnulfo en Teremos Infância (1974) o con la campesina de Tarumã (1975). Si Arnulfo se apropia de un vocabulario erudito para retorcerlo, la performance vocal de Deutrudes – asociada al tratamiento sonoro de la película – desafía no sólo el léxico dominante, sino la propia audibilidad hegemónica.

En su ensayo "Pode um cu mestiço falar", la intelectual brasileña Jota Mombaça invierte la respuesta negativa de Gayatri Spivak en su libro canónico (¿Puede hablar el subalterno?) y afirma, a partir de un diálogo con teorías acústicas, una apuesta en la


subalternidad como productora de un ruido fundamental en la episteme hegemónica: “Quizá los saberes-ruido, subalternizados por regímenes de verdad instaurados por el canon académico-científico, no sean legibles como saberes, sin embargo los desplazamientos de que resultan atraviesan infecciosamente las tonalidades del conocimiento, perturbando con estridencias sin inscripción la escucha canónica” (MOMBAÇA, 2015). En la forma de hablar de Deutrudes, la excitación del cuerpo, las interrupciones repentinas de las frases a medio camino de su formulación, el movimiento ruidoso de los labios, la respiración jadeante, que se entromete entre una palabra y otra, provoca fisuras decisivas en la lengua colonial. La mala calidad de la captación sonora apuntada por Bernardet (2003) reaparece, en las nuevas condiciones de escucha propiciadas por la restauración de la película, como perfectamente coherente con la sonoridad característica de la performance vocal de Deutrudes. En la economía figurativa de Jardim Nova Bahia, su voz aparece frecuentemente como astilla, como hendidura en el paisaje sonoro hegemónico. El montaje de la secuencia del testimonio – que intercala imágenes de los compañeros de trabajo de Deutrudes lavando autos, en un silencio que se interpone entre los pedazos de habla – acentúa la figuración fragmentaria, puntuada por agujeros en la sonoridad de la película. Este rasgo figurativo se acentúa en el fragmento siguiente del testimonio, en el que Deutrudes cuenta en un plan de más de dos minutos un caso ocurrido en su primera experiencia profesional en São Paulo, en la construcción de un edificio. - Cuando llegué aquí en São Paulo, el primer servicio que yo arreglé fue en construcción. Entré pa’ trabajar con ascensor. Después en el ascensor, en el segundo día, el ingeniero llega. No conocía al ingeniero. Me pidió que pudiera llevarlo en el quinto piso. Yo subí él, allí después para bajar él dio dos señales allá en el hierro que tenía allí. - ¿Y ahí? (voz de Raulino) - Allí bajé. Bajé. Cuando llegué al segundo piso, me arrastra el pie en la brecha, él metió la cara en una tabla allí, me gritó: "¡Baiano estúpido, hijo de puta! ¡Asno! Sos un asno, muchacho. Vos no sabes trabajar en eso. Yo dije: "no, es porque yo estoy aprendiendo ahora. Quiero ser práctico (?) ". A continuación, él habló al maestro para sacarme ... (Deutrudes sale de cuadro, bajando la cabeza) ¡Levántese! (voz de Raulino) - Para quitarme del ascensor. Entonces el maestro habló: "No… Él trabaja bien en el ascensor. Déjale ahí. Después, cuando el maestro estaba en la puerta, (incomprensible) yo hice la sacudida, ¿verdad? La trampa. A continuación, cuando el maestro estaba en la puerta, yo estaba mirando hacia la cara del maestro. Cuando el maestro entraba dentro de la obra, entraba en el baño, empezaba a jugar un poquito (?) De aquí, un poquito de allí. Entonces el maestro subía allí pa’l ascensor… allá pa’ la puerta, y yo subía de nuevo, quedaba mirando en la cara del maestro.

La transcripción es bastante aproximada, pues no incluye buena parte de las vacilaciones, ni los momentos en que no es posible, incluso después de varias audiciones,


identificar algunas de las palabras. Además de eso, la traducción al castellano no permite la fidelidad a la jerga, al modo particularísimo de hablar de Deutrudes. Asociado al ruido del funcionamiento de la cámara y a la estridencia del sonido precariamente captado – que exagera los tonos agudos –, el discurso de Deutrudes se vuelve aún más accidentado, atravesado por repeticiones, palabras que se esbozan, pero no salen de la boca, lapsos de memoria, tartamudez, saltos en el tiempo de la historia contada, descripciones bastante opacas de la situación vivida en la construcción del edificio. Por un lado, la historia contada por Deutrudes retoma temas centrales del documental brasileño moderno: el abismo de clase entre patrones y empleados, los conflictos raciales derivados de la migración. Por otro, enuncia asuntos nuevos, como las tácticas inventivas de supervivencia en la subalternidad. Lo que más salta a los oídos, sin embargo, es el peculiar tratamiento figurativo de la anécdota. En el extremo opuesto de la ejemplaridad, su contenido está marcado por cierta banalidad y la intriga ni siquiera termina. En disonancia con las palabras elocuentes de la segunda mitad de Maioria Absoluta (Leon Hirzsman, 1965), por ejemplo, la narración de Deutrudes no hace de la conciencia de la opresión materia de diagnóstico, sino afirma (sin afirmar) la trampa, la malandragem como resistencia posible. Su discurso opera en el límite de la inteligibilidad; el tratamiento sonoro de su voz desafía las fronteras del audible.

El auge de esa producción activa de opacidad se da en el fragmento que encierra el testimonio en sonido directo en lo alto del cerro. Deutrudes, con una sonrisa en los labios, dice algo como "Ese negocio que la gente dice... Garchar mujer aquí en São Paulo ... Sólo para quien huele gasolina mismo". La frase suena como un enigma, un enunciado cifrado,


sólo comprensible entre aquellos que dominan los códigos específicos de aquella comunidad. Si el montaje de una película como Maioria Absoluta hacía de la incapacidad hablar de un habitante del sertão un síntoma cabal de la miseria, Jardim Nova Bahia nos instala en la frontera, en el umbral de la inteligibilidad, donde hay que aprender a escuchar mejor para comprender, o al menos soportar la oscilación entre oír y escuchar, entre lo audible y lo inteligible. Al incluir la frase cifrada, la película también afirma que el espectador urbano de clase media ya no es el único interlocutor posible.

Esta ruptura en relación con el privilegio absoluto del interlocutor canónico es aún más honda en Compañero Cineasta Piquetero. En la película argentina, hay una variación constante en el destinatario presupuesto de las imágenes y sonidos, como se puede percibir en la oscilación de la elección léxica y del tono del hombre-cámara-voz. Cuando la voz se dirige a alguien que no está presente en la escena, de un lado hay el tono de denuncia, que parece suponer un interlocutor universal, que tenga capacidad de indignarse con la precaria situación de la toma de terreno; de otro, el tono próximo, de compartir la experiencia, que parece hablar de piquetero para piquetero, de trabajador para trabajador. Un momento privilegiado se da justo después de la deriva inicial, cuando la cámara se aquieta y el muchacho se pone a filmar un coche de policía en las inmediaciones del terreno. Mientras el zoom lento y estable conduce el reencuadre hacia la inscripción en la puerta del coche, la voz dice: - Estos. Los policías. Los que te lastiman. Te pegan. Te pegan sin cesar. Los que reprimieron en Plaza de Mayo. Sin saber por qué, ni a quienes. Reprimen la clase media, clase alta, hasta los más pobres. Te atrapan con sus esposas de lata, te pegan con sus machetes de plástico. Te lastiman el corazón con sus bombas… y pierden la conciencia. Pierden la conciencia con cada golpe que te dan, y pierden la naturaleza con las balas que te tiran. Así es la pobre vida… la pobre vida de un pobre y de un testigo.


La fuerza de esta narración no se refiere sólo al lirismo violento de la elección de las palabras ni al movimiento preciso del cuadro hacia la institucionalidad opresora inscrita en el coche, sino también en la decisión sobre los pronombres. La elección de la segunda persona del singular – el tuteo indicando proximidad – imprime en la narración una dimensión de compartir experiencia, como si el interlocutor al que el muchacho se dirige también se encontrara en una situación social semejante, como si ese el cuerpo imaginado que escucha fuera también un cuerpo marcado, como si esa vida presupuesta fuese igualmente reprimida por las fuerzas del Estado. Al mismo tiempo, el contenido de denuncia y el tono de protesta de la descripción hace que el discurso adquiera una dimensión de palabra propiamente política, dirigida explícitamente a la esfera pública. La doble autodefinición que encierra el plano (pobre/testigo) es la síntesis de un rol igualmente doble, de observador y de compañero de lucha, de quien narra y de quién está directamente implicado en el narrado.

El tratamiento sonoro de Compañero Cineasta Piquetero asume de manera aún más incisiva el carácter ruidoso y accidentado del paisaje sonoro. La música que de vez en cuando adentra la banda sonora, salida de los barracones de lata; las conversaciones cifradas, escuchadas en los grupos de vecinos, que el micrófono de la cámara es capaz de captar apenas precariamente; los ruidos propiamente corporales del muchacho – respiración, pasos, risas – que se inscriben en esa sonoridad atravesada por la performance de quien filma; el sonido del viento a producir ruidos incómodos en el micrófono; los ruidos del propio aparato – que, a


pesar de más silencioso que la cámara 16mm de Raulino, todavía capta el sonido del contacto del dedo con el botón de zoom o del micrófono accidentalmente sofocado. Toda la banda sonora de Compañero Cineasta Piquetero es atravesada por ruidos salvajes, incontrolables, que, mal captados por el micrófono de la cámara – cuya precariedad añade una capa de ruido –, cavan una grieta en el paisaje sonoro dominante – y en las expectativas auditivas del espectador hegemónico. Es esa estridencia singular – que opera en contra de la audibilidad canónica y se llena de cacos y aristas sonoras variadas – que es capaz de producir una energía figural irregular, tumultuosa, que perturba la normatividad de las escuchas dominantes. El pueblo es una cuestión de montaje Si, como vimos, los movimientos de cámara de Jardim Nova Bahia instauran una relación constante – tensa, compleja, atravesada por el desencaje – entre el uno y el muchos, es en el montaje que la película dibuja, efectivamente, una figura del pueblo. Especialmente en los momentos en que hay disociación entre sonido e imagen, el gesto del montaje consiste en inventar una colectividad heteróclita, compuesta a partir de fragmentos singulares. A excepción de la primera secuencia del forró, en que la comunidad en fiesta llena el plano, en el resto de la película será el montaje el responsable por trazar eslabones, establecer relaciones entre figuras que no habitan el mismo plano, forjar un común.


En la secuencia del testimonio de Deutrudes, entre un fragmento y otro de la historia de la pelea con el patrón, el montaje intercala planos de los compañeros del protagonista en el lavadero. Aunque el silencio contundente de esos planos contraste con la voz in de Deutrudes, el testimonio rebate sobre esas imágenes y ellas establecen una relación dialéctica con lo que el protagonista dice. No hay ilustración (no vemos una construcción de edificio, no hay pelea en el horizonte), pero el motivo del trabajo atraviesa tanto la narración del caso como las escenas del lavadero de automóviles. En la toma, la cámara se dirige a cada trabajador, individualmente; en el montaje, es el común entre ellos – el trabajo duro, el mismo color de la piel, el mismo origen sugerido – que despunta.

La frase cifrada sobre las mujeres y el olor a gasolina es sucedida por un nuevo montaje de imágenes del forró. En los cuatro primeros planos, grupos predominantemente femeninos habitan los bordes de la pista de baile, con la mirada un tanto desolada. Mientras vemos a esas mujeres, Deutrudes relata una tragedia amorosa: - En el pasado, yo estaba con una chica aquí en Pinheiros. Comencé a quererla. Al fin y al cabo, ella empezó a gustarme. Después, ella tuvo relaciones conmigo. Después se quedó embarazada de mí. Después ella quiso plantear


sobre mí. Y yo no quería casarme con ella porque era muy nuevo. Después la barra se calentó. Después el patrón de ella puso una pregunta sobre mí. Puso abogado. Pues he encontrado mejor huir que quedarme en el fracaso. Me fui a São Bernardo, me quedé cinco meses. Después regresé. Después me dio el niño, yo no quise.

Por un lado, el montaje traza una relación entre la mujer que marcó la vida de Deutrudes – evocada por la voz over – y esas otras que vemos en el forró, un tanto solitarias, a observar la danza. En virtud de la ficción inventada por el gesto de montaje, en la economía figurativa de Jardim Nova Bahia es como si esos otros rostros, silenciosos, también pudieran guardar historias semejantes de amor y abandono. No hay coincidencia entre el individuo que habla y los que habitan la imagen – es la propia película que produce las conexiones imposibles. Por otro lado, el embate entre la voz masculina de Deutrudes y los rostros de las mujeres también pone en escena un desencuentro entre dos soledades – la soledad de la mujer que tiene que haberse sola con el niño y la soledad del hombre que huye para no asumir la responsabilidad. En el último plano de la secuencia, ya sin la voz over, en un silencio marcado, vemos el rostro de un hombre solo, en el centro del plano, a encarar frontalmente la cámara.

El hombre que nos mira en la pista de baile no es Deutrudes. No sabemos nada sobre su propia historia de vida. Pero en la economía figurativa forjada por Jardim Nova Bahia, la potencia de ese rostro solitario, circundado por otros cuerpos en desenfoque, se enlaza decisivamente con la biografía del protagonista. La secuencia del forró es sucedida por un plano en el que Deutrudes vuelve a hablar frente a la cámara. Esta vez, está de pie frente a una pared roja, en un plano medio, y cuenta sobre un viaje a Paraná. - Cuando fui al estado de Paraná, en una ocasión en que yo fui a Paraná, yo trabajaba de campesino, en un cultivo. Después fui a la ciudad, encontré un


traje de lino muy bacano, compré el traje de lino. Después usé la primera vez aquí en Sao Paulo.

Durante el discurso de Deutrudes, en el momento mismo en que él habla, la cámara de Raulino hace un movimiento inesperado. De repente, mientras el protagonista narra, el encuadre abandona su rostro y se mueve en panorámica a la derecha. La decisión es extraña. Pero pronto percibimos el motivo: el reencuadre descubre en las inmediaciones de la escena una mujer y cinco niños. Al parecer, estamos ante una madre y sus hijos, que miran a la cámara con curiosidad y firmeza. Incluso después del cierre del testimonio de Deutrudes en la banda sonora, el montaje sostiene el plano por algunos segundos, en completo silencio. De nuevo, es el montaje que produce una contigüidad improbable. En la inmediación de la escena, esa mujer con los hijos parece ser sólo una persona cualquiera, curiosa con la filmación; si se atenta sólo al momento de la toma, no se puede percibir lo que esa familia tiene que ver con Deutrudes más allá de la vecindad en el espacio. Sin embargo, basta recordar la narrativa sobre la mujer que el protagonista abandonó para que la economía figurativa del filme produzca relaciones nuevas, que adquieren una dimensión fuertemente ficcional. Como escribió Robert Bresson en sus Notas sobre el cinematógrafo, “Crear no es inventar personas y cosas. Es establecer entre personas y cosas que existen y tales como ellas existen, nuevas relaciones” (BRESSON, 2005, p. 25). Es imposible ver a esa mujer sola con los niños y no pensar en el abandono del hijo que Deutrudes ni siquiera conoció. Cuando la madre cualquiera nos mira, es como si aquella mujer desconocida, infigurable, pudiera, por un momento, habitar la imagen.


La economía figurativa que compone una comunidad heteróclita a partir de los retratos individuales se explicita en la siguiente secuencia. En la banda sonora, otra canción de amor es cantada a capella por una mujer nordestina: "Cuando yo haya acostado, mi amor, balancéeme, balancéeme, balancéeme / Cuando yo esté durmiendo mi amor, despiérteme, despiérteme, despiérteme / Quiero estar siempre a tu lado, pues sintiendo tu calor / Yo me creo más feliz y mi vida tiene valor / Si Dios quiere yo me quedo a tu lado, pues quiero ser tu amor”. El tema de la soledad resurge en la canción. En la imagen, el montaje articula seis planos de retratos de obreros en su lugar de trabajo: los cinco primeros son planos cercanos al rostro y las manos a trabajar, el último un plano-detalle de una mano vistiendo un guante de trabajo. En esa figuración que combina los retratos y la música, una figura de comunidad se insinúa. No hay diagnóstico, ni tesis, sino el trazado de un común entre esos sujetos marginados. Un común desde ya fracturado – por la soledad, por la diferencia sexual, por el abandono –, pero aún así un común que insiste en hacerse figura. El montaje de Jardim Nova Bahia es un montaje figural, en el sentido defendido por Nicole Brenez (1998). La película transfigura las categorías hegemónicas de la experiencia: la coincidencia entre cuerpo e


individuo; entre identidad y biografía cede espacio para una energía figural que se apoya en las resonancias figurativas entre los retratos y en su tensión por la música. Si hay pueblo en Jardim Nova Bahia, es sólo en el montaje que éste puede insinuarse.

La economía figurativa de Compañero Cineasta Piquetero es también llena de retratos individuales. Los vecinos llamados por el nombre o el apodo – Roxana, Mingo, Trompis –, el niño entrevistado – Bryan –, el vendedor de sandías a dos pesos, el otro niño solitario. Es en esta colección de retratos de individuos que la película compone una figuración colectiva; es en esta sucesión de planos de los habitantes del terreno que el montaje construye una figura de comunidad. A diferencia de Jardim Nova Bahia, sin embargo, no se trata de un barrio inventado o de una comunidad afectiva forjada en la película en los intervalos entre una singularidad y otra, sino de un territorio efectivamente poblado. Hay otros tantos retratos de grupo, que puntúan la película desde el inicio hasta el final: vecinos conversando en la puerta de casa, familias tomando mate, pequeñas aglomeraciones para resolver un problema – como el grupo que, al principio, conversa sobre los preparativos de una boda en la vecindad.


Al coleccionar estos retratos de grupo, el montaje figura un territorio ocupado por una colectividad activa, que se reúne informalmente para compartir tareas, ejercer su palabra política (Mingo conversando con la periodista de Indymedia) o simplemente charlar. Los grupos informales, los cuerpos descamisados componen una figuración de la informalidad, que rima visualmente con el improviso de los barracones de lata y madera. Si la cámara se vuelve con el mismo ímpetu a las figuras humanas y a los múltiples detalles del terreno – la arquitectura de las casas, la proximidad con la chatarrería, las consecuencias de la inundación – y produce una resonancia figurativa entre el terreno y sus habitantes, que lo construyeron con sus propias manos, el montaje articula los retratos a los planos de paisaje e intensifica las reverberaciones entre cuerpo y territorio.


Si el montaje de Jardim Nova Bahia figura un desacoplamiento entre los personajes y el espacio – en el fondo desenfocado del testimonio de Deutrudes, en las canciones nordestinas que se proyectan sobre las escenas del trabajo en São Paulo, en la propia idea de migración aludida por el título –, la de Compañero Cineasta Piquetero compone una continuidad figurativa entre cuerpo y territorio. El terreno ocupado no existe sin los ocupantes que lo construyeron de la nada. Cada chabola filmada guarda las marcas del proceso manual que transformó las chapas de metal y los pedazos de madera en casa. Si en el cine político latinoamericano post-1968 la imagen privilegiada de la figuración del pueblo fue la multitud en lucha a ocupar las calles de la metrópoli y a tomar la integridad del encuadre – de la Ciudad de México de El Grito (Leobardo López Arretche, 1968) a la Montevideo de Me Gustan los Estudiantes (Mario Handler, 1968), de la Buenos Aires de La Hora de los Hornos (Fernando Solanas y Octavio Getino, 1968) a la Santiago de La Batalla de Chile (Patricio Guzmán, 1975) -, Jardim Nova Bahia y Compañero Cineasta Piquetero inventan una figura del pueblo a partir de un territorio minoritario marginal y de un conjunto de retratos individuales que sólo se erige en colectividad en el montaje. Asimismo, las dos películas, al acoger la mirada de un trabajador singular, inciden críticamente sobre la influyente frase glauberiana que decía que “el pueblo es el mito de la burguesía”. La invención del pueblo en Jardim Nova Bahia y Compañero Cineasta Piquetero contesta tanto la noción de “mito” cuanto la hegemonía de la mirada burguesa en el cine latinoamericano.


La comparación entre Jardim Nova Bahia y Compañero Cineasta Piquetero nos permite reconsiderar el modo como fue pensada hegemónicamente la figuración del pueblo en el cine latinoamericano. Isaac León Frías, en su poderoso libro El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta: entre el mito político y la modernidad fílmica (2014), afirma a cierta altura, refiriéndose a los manifiestos y a las películas más destacadas de aquellas dos décadas: “la noción de ‘pueblo’ implícita en esas formulaciones era, además, una abstracción bienintencionada que no correspondía con un espacio social que era, en verdad, muy heterogéneo” (LEÓN FRÍAS, 2014, p. 194). Poniendo en perspectiva una afirmación tan generalizante, buscamos en el análisis fílmico atento y pormenorizado revelar las inúmeras variaciones que puede haber en la figuración del pueblo en el cine de la región.

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