REVISTA FICCIONALIA 3

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Ficcionalia

CUENTOS

Narrativa, ensayo y crónica.

Ficcionalia Créditos Dirección: Ricardo García Muñoz. Consejo editorial: Benjamín Valdivia Magdaleno. Nadia Villafuerte, Rolando Briseño. Rowena Bali. Foto de portada: Daniel “Chito” Ríos. Impresión: Solar, servicios editoriales SA. de CV. Ficcionalia revista trimestral de cuento. Todos los derechos reservados.© correo: rigamu73@gmail.com


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Artículo 7o. Es inviolable la libertad de difundir opiniones, información e ideas, a través de cualquier medio. No se puede restringir este derecho por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares, de papel para periódicos, de frecuencias radioeléctricas o de enseres y aparatos usados en la difusión de información o por cualesquiera otros medios y tecnologías de la información y comunicación encaminados a impedir la transmisión y circulación de ideas y opiniones. Ninguna ley ni autoridad puede establecer la previa censura, ni coartar la libertad de difusión, que no tiene más límites que los previstos en el primer párrafo del artículo 6o. de esta Constitución. En ningún caso podrán secuestrarse los bienes utilizados para la difusión de información, opiniones e ideas, como instrumento del delito. Artículo 6o. La manifestación de las ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa, sino en el caso de que ataque a la moral, la vida privada o los derechos de terceros, provoque algún delito, o perturbe el orden público; el derecho de réplica será ejercido en los términos dispuestos por la ley. El derecho a la información será garantizado por el Estado.


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Ficcionantes *Francisco Manuel López G. *Jeremías Ramírez Vasillas *Ricardo García Muñoz *Sheherazade Bigdalí * Javier Padilla *Rowena Bali *Francisco Rangel *Benjamín Valdivia *Daniel “Chito” Ríos *Juan José De Giovannini


Contenido Editorial A-ficción

Luvina

Ficcionalias El club de los pequeños Lidia Asesino Un vestido completamente seco Medias tabaco Miedo al cambomblé El maligno se llevó a Benigno Libros

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Ficcionalia


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Editorial *Ricardo García Muñoz Una de las ideas generalizadas es que la industria editorial en el Estado de Guanajuato, no es industria y precisa de subsidios y acuerdos con instituciones gubernamentales para su sobrevivencia. Desde este punto de partida, podríamos advertir que la inercia de las editoriales dirige sus esfuerzos hacia una calistenia básica, elemental y elocuente. Hacer libros. Producir el soporte. Distribuirlo y luego entonces venderlo. La gama de elementos que nutren la industria editorial y que pueden generar derrama económica, empleo y bienestar, quedan con un freno, sin lograr destapar otras áreas de producción. He señalado en varias ocasiones que el autor es el único de dicha cadena productiva que se queda con el buen sabor de boca, pero sin remuneración, y esto es un problema que se desencadena violentamente a la larga, en un sinnúmero de etiquetas sociales en el escritor mexicano: la primera: la gente cree que el escritor escribe para regalar los libros. En segunda creen que escribir no es un trabajo de verdad, sino una pérdida de tiempo; en tercera, no hay seguro médico ni se cotiza para el retiro. Esto ocasiona que el escritor tenga sub empleos, lo que francamente, ya revienta la idea de generar una industria cultural. En línea directa es probable que el editor recupere su inversión y es seguro que el distribuidor gane un porcentaje por la exhibición y venta del libro. Hoy en día, los procesos de producción de libros


son económicos y fáciles en términos de producción material del medio y de los avances tecnológicos para la edición y la conformación digital, lo que concentra y salva una arista que hace diez años era un loza dif ícil de cargar debido a los altos costos de producción que implicaban realizar un libro. Entonces, en el proceso editorial queda salvado este punto, pero se engarza otro de mayor calado y cuya relevancia es vital: la calidad de los autores. En los últimos cinco años han emergido nombres de autores guanajuatenses que han propuesto ideas y obras literarias. Han mostrado trabajos de buena factura. Han hecho su trabajo desde los ámbitos locales. La idea del escritor que se lanza a la gran ciudad para recibir reconocimiento comienza a quedar como una idea chabacana. Una idea que había permanecido en un principio, como la única opción, por la falta de medios tanto editoriales como académicos. Por esa idea, por qué no decirlo, de conquistar la ciudad de México y mirar con soslayo “la provincia, el rancho, el pueblo quieto”, muchos autores quedaron aniquilados por el caciquismo de la industria literaria de la Capital. . Hoy, la generación que inició hace 30 años a confiar en Guanajuato como una región de desarrollo editorial y literario se han consolidado gracias a su trabajo, a su vocación, a su seriedad. Y ya están en forma, las generaciones subsiguientes. La industria editorial, desde este punto de vista, comienza a cerrar la pinza y da una muestra de lo posible. La apuesta La elección y la creación de colecciones con títulos que


·9 sobresalgan implica uno de los puntos más importantes en la decisión de compra para el lector. Gastar 150 pesos en un autor desconocido, significa una decisión importante que impacta en la economía y la cultura de un guanajuatense. En contra de las maquinarias de promoción de las grandes editoriales que en apariencia garantizan que la venta del libro será por lo menos una buena inversión, para las editoriales pequeñas esto implica una gran apuesta y uno de los factores que requieren de mayor trabajo. Los que compran libros de autores desconocidos, son apenas una mínima parte de los lectores que se atreven a conocerlo animados a leer otras voces. Esta inconsistencia orilla a las pequeñas editoriales a marginar a muchos de los autores, no por la calidad, sino por el riesgo de venta. En el aparador final de la librería; el libro queda rezagado, en el último estante poco socorrido. El librero, que es la parte final del proceso, deja como cosa exótica a este tipo de publicaciones. Este acto, por mínimo que parezca, obliga a bajar el precio, a abaratar al autor. El “ya pa que se venda”, se mueve con tal fuerza que el apartado final del proceso productivo, empuja a estas publicaciones a la recular en la recuperación del costo de impresión y se pierde el valor de otros factores que rodean la creación del libro (corrección de estilo, diseño, maquinación, etc.). Hoy el problema se centra en la nula promoción del autor. Este apartado es donde encontramos la menor inversión en una industria que empuja con insistencia su crecimiento. Entonces la posible industria va en picada. En este proceso encontramos la distribución. Las dificultades retóricas y añejas de movilizar el papel


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no se han salvado para el mundo de la pequeña editorial. En esta parte del proceso, el intermediario se queda con gran parte del valor del libro. Y con la decisión de venderlo donde él quiera, Nos acercamos a un misterio. Ofrezco lo que se vende. Allí, los editores de las grandes compañías de editoriales de catálogo, ponen un gran lastre, una muralla casi infranqueable. La literatura no es la propuesta, sino el lado comercial. El trabuco El derrotero para que prevalezca el incipiente mundo editorial del Estado se orienta a la promoción de las obras y de los autores en un espacio específico, en una región concreta, en casa. S e pueden establecer estrategias mediáticas que aborden sistemáticamente la calidad de la obra producida en Guanajuato y por ende, encuentre un mercado cercano y real. A veces es simple. Se tiene un mercado local que oscila entre los “dos millones quinientos cuarenta y seis mil trescientos cincuenta y siete personas”, que según el INEGI, son la población económicamente activa de Guanajuato. Un universo enorme para las cifras de impresión de libros en la región. Sin embargo, podríamos toparnos con una realidad hética y ruin; los índices mínimos de lectura dentro de ese universo de paisanos haría deprimirse a cualquiera. Pero siguiendo con la inercia del optimismo; el INEGI señala que hay “347,952” guanajuatenses con nivel profesional y lo mejor; “37,431”, guanajuatenses con nivel de posgrado. Una cifra que a simple vista consolidaría cualquier industria editorial debido, en este su-


·11 puesto, a que existe un mercado de 37,431 guanajuatenses lectores y estudiosos de manera permanente, metódica y sistemática. Podemos advertir, que de entrada, los puntos más importantes para la industria están presentes y en una apurada conclusión, salvados: existen autores, existen imprentas y procesos tecnológicos que facilitan integralmente la producción de libros y lectores en potencia, preparados y ávidos. Se precisa una voluntad de todas partes, de las editoriales locales, las editoriales universitarias y las instituciones culturales para detonar la industria editorial del Estado de Guanajuato y más aun, el fomento a la lectura. Es notorio ya que un elemento que ha permanecido intocable y casi en el olvido es la difusión de autores. La divulgación estratégica de lo que se produce en Guanajuato en materia literaria es precaria. Esta construcción de contenidos, de perfiles, de bases de datos, de intercambios de información, hará una construcción de identidades a través de la difusión coordinada y planeada. Un mapa literario del Estado, de lo próximo, de lo propio como una verdadera apuesta con más ganancia que riesgo para los guanajuatenses. El tejido editorial de lo local arropa una auténtica tradición letrada que será inevitable promocionar y exponer mediáticamente para su sobrevivencia; un patrimonio cultural intangible que puede volverse tangible y que incluye necesariamente al conocimiento generado en las universidades que carecen de lo mismo. Es una apuesta, tiene sus bemoles, pero no se ha realizado. ¿Esperamos?, ¿Qué?


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Luvina

Francisco Manuel López G.*

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l cuento de Juan Rulfo titulado “Luvina” llama la atención del lector por la crudeza de la descripción de una tierra sin provecho y sin esperanza. Luvina es un lugar imaginario donde las plantas apenas están untadas a la tierra, “agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes”. Son plantas que nacen marchitándose, agonizando. En Luvina no hay motivo para celebrar la vida, sino que es un sitio que se erige en lo alto de un monte como un solemne memento mori, como una corona de muerto que recuerda lo fallido de todo emprendimiento humano. Luvina no es un lugar muerto, sino un lugar donde no se acaba de morir. Un lugar que quedó atrapado entre el anhelo y la desesperanza. Es la tristeza por cualquier lado que se la mire; el nido de la tristeza; el desdibujo de toda sonrisa. La tristeza acompaña al tiempo y de esa manera no hay cambio real: cada minuto es tan triste como el anterior y el que le sigue. El viento es incapaz de mover un solo ápice a la tristeza. Rulfo materializa y des-materializa la tristeza de manera alternada: es algo que sucede en el ánimo del individuo pero también una “cataplasma sobre la vida carne del corazón.” La tristeza es un lastre invisible pero eficaz: ejerce pre-


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sión contra uno; se puede probar y sentir. Mediante frases cortas, Rulfo no da concesiones al lector, el cual es atrapado por la atmósfera de Luvina casi de inmediato. El modo de hablar directo, sin ornatos, propia de la gente de campo alcanza una altura y una profundidad insospechadas para dar a entender el enorme alcance de la aflicción. En esto radica una más de las genialidades de Rulfo: echa mano del habla de un lugar muy específico (sur de Jalisco) para atrapar de manera excepcionalmente bella lo que otros, en otras latitudes y en otros tiempos, ya han referido, esto es, la desolación, la inminencia de lo incierto. Luvina prometía ser un lugar similar al paraíso, pero devino en un lugar moribundo, lleno de silencios y soledades, sólo coloreado por los gritos de los niños que juguetean fuera de una tienda, pero esta algarabía pronto termina por orden de un adulto. Los niños no tienen rostro, no poseen nombre, no tienen parte en la vida de los adultos. El olvido es también un elemento característico de Luvina: las nubes, que dejan su lluvia estéril porque sólo remueve piedras, puede que olviden regresar a la vuelta de año. La naturaleza se afana en no respetar sus propios ritmos porque no hay nada que hacer por una tierra sin remedio. Así, sin nada que ofrecer, Luvina es de fácil obliteración en el plano fenoménico y social. En Luvina todo parece indiferente: nada hay que celebrar porque nada hay que esperar. Se trata de una tierra olvidada por todos, por Dios y por la mano del hombre. Aunque Rulfo no dice nada de la razón de este abandono todo hace suponer que se trata de un destino, y lo curioso es que no se señala abiertamente como un destino de muerte, sino el de una existencia a medias,


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gris, sin salida: no hay posibilidad de curarse de este mal que es Luvina. No tratándose de un lugar ubicado en las coordenadas espacio-temporales, Luvina parece más bien un estado del ser, un retraimiento de las cosas cuando se las busca. Una conspiración sin razón o sin motivo de parte de todo lo que hay; la retroversión de lo que de suyo debe ser gratuidad y transparencia. No hay culpa de origen en el tiempo a la cual deba atribuirse este destino y Rulfo, extrañamente, no deja nada al azar en este cuento. Todo es destino, pero no azar. Lo que sucede en Luvina no es fruto de la casualidad, sino que todo está orquestado por una voluntad desconocida, inaccesible, que siempre apunta a la misma dirección o, mejor dicho, a la dirección contraria a lo esperado. Todo proyecto se frustra, todo objetivo es un esfuerzo fallido en Luvina. Esta temática es ya conocida en el libro bíblico del Eclesiastés: “Me volví a mirar bajo el sol que no es de los veloces la carrera, ni de los valientes el combate, ni tampoco de los sabios el pan, ni aun de los inteligentes la riqueza, ni siquiera de quienes conocen el favor, pues el tiempo y la suerte alcanzan a todos ellos.” (Ecl 9, 11). En este contexto teológico-religioso Rulfo hace notar que la iglesia, el edificio donde habitualmente se llevaría a cabo el encuentro entre Dios y el hombre es sólo un “jacalón vacío, sin puertas, nada más con unos socavones abiertos y un techo resquebrajado por donde se colaba el aire como por un cedazo”. Así es, la iglesia de la localidad no es otra cosa que un monumento al vacío, el testimonio de una ausencia: la de Dios. Ahí se va a rezar, pero con plegarias que no tienen destino. El viento que por siglos ha evocado en la mentalidad religiosa al Espíritu Santo es, en Luvina,


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una retahíla de aullidos largos que entran y salen por los huecos socavones de la iglesia. El viento de la iglesia no es pacificador sino violento: golpea con vehemencia las cruces del viacrucis. A su vez las cruces hechas de palo de mezquite están vacías, carecen de representatividad porque están desvinculadas del Crucificado. Sólo son palos de mezquite que rechinan como el rechinar de dientes. No se debe olvidar que esta figura retórica “rechinar dientes” remite al contexto bíblico de la desesperación, del dolor indecible que han de padecer los excluidos, los que no podrán tomar parte en el Reino de Dios al final de los tiempos, de acuerdo al Evangelio de Mateo (8,12) y su texto paralelo del Evangelio de Lucas (13,28). Rulfo intensifica la imagen de la desesperación al señalar que no son los que ahí se congregan los que rechinan los dientes, sino los signos mismos de salvación: las cruces. Sombría y llena de horror es la imagen de esta iglesia de Luvina que vuelve a apuntar a la negación de la esencia del ser divino: el que es amor por antonomasia no se revela, no es gratuidad, y sus signos para el creyente no son otra cosa que la negación de Dios por Dios mismo, no en el sentido de la identificación Dios-Nada, sino en el sentido de “negación” en tanto ausencia. Dios no es más un Dios que se deja encontrar, sino un Dios que desde hace mucho tiempo ha mudado su lugar de residencia, marchándose sin avisar sobre su nuevo paradero. Si Dios se ha marchado de su creación, entonces, ¿qué es lo que queda en su lugar? Lo que queda es una voluntad ciega, de negación sistemática, que no tiene su origen en un querer consciente y libre por parte de Dios. Esta voluntad ciega es el principio y sostén de todo. No es una voluntad derivada de los afectos, por ejemplo, querer algo o alguien ha-


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cia quien se tiene “buena voluntad”, sino de un “dictado” que se impone a todo proyecto del hombre. Por eso esta voluntad tiene el rasgo de desgarramiento, decepción y dolor. Parecería que esta voluntad es el descontento del “ser” ante sí mismo, y su insatisfacción es la obliteración de todo fin último según las previsiones “normales” o de sentido común. Esta voluntad se encarga de mostrarle al hombre su existencia bajo la forma de una amable promesa pero frustrada en sus resultados: el hombre deviene pero desde y en un extraño “des-devenir”; se convierte en un ser que pretende aferrarse a un sentido real y una presencia sensitiva en el mundo pero éste se diluye bajo de los pies de aquél para sustraerle la sensación de firmeza. La iglesia de Luvina es un lugar y un símbolo que remiten ambos al tema del desamparo por parte de la trascendencia; la iglesia no es más un lugar que da protección ante lo desconocido, ante las fuerzas sobrenaturales y hostiles al creyente, sino un lugar que infunde miedo hasta los niños más inocentes que pretendían dormir bajo el techo de la iglesia: “Los niños lloraban porque no los dejaba dormir el miedo. Y mi mujer, tratando de retenerlos a todos entre sus brazos. Abrazando su manojo de hijos. Y yo allí, sin saber qué hacer.” Esta consideración de inoperancia hacia la iglesia va a aparecer en otros pasajes de la obra de Rulfo, por ejemplo, en el cuento “Talpa” y en la novela Pedro Páramo. En ésta última la iglesia, en tanto institución, es vista como una instancia ineficaz para dar respuesta satisfactoria, definitiva, a problemas humanos tan acuciantes como el motivo del dolor y la muerte para el pobre, para aquellos que no tienen resuelto el problema de la subsistencia y aspiran a una salvación terrena y eterna.


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Para ello basta recordar el diálogo entre el padre Rentería y María Dyada a propósito del tipo de muerte de Eduviges Dyada. La iglesia es, por decirlo breve, el lugar de la angustia existencial; el eco de una pregunta sin respuesta y el golpe denodado a las puertas del paraíso para saber si alguien –ahí adentro– está realmente interesado en lo que al creyente le acontece. Obviamente, la toma de postura de Rulfo respecto de la respuesta por parte de la institución religiosa a la angustia existencial y todas sus cuitas que la caracterizan oscila entre la decepción y el escepticismo. Esto es, quizá, un eco de la tragedia que envolvió a la familia del escritor desde muy temprana edad: la muerte de su padre “don Cheno” (un hombre justo y bueno), así como la muerte poco tiempo después de su madre “doña María” (una mujer piadosa y de principios morales probados de acuerdo a la religión católica) a causa de este pesar, sembraron en Rulfo la duda sobre el real valor protector de las institución religiosa (iglesia católica) y de la eficacia de sus ritos o sus dogmas. Una cosa es cierta para el escritor jalisciense: los méritos y sacrificios como la penitencia, la participación en los ritos sacramentales, no aseguran el interés por parte de Dios y tampoco son remedio eficaz para resolver lo más elemental de las necesidades humanas. Para Rulfo la iglesia no fue capaz de responder a la pregunta: ¿en quién o en qué están las manos del destino humano? Una vez más es necesario volver al libro bíblico del Eclesiastés para comprender lo que pensaba el escritor jalisciense: “Y dije en mi corazón: ‘La misma suerte del necio me alcanzará a mí también; ¿para qué, pues, me he hecho yo entonces más sabio?’ Y dije en mi corazón que también esto es vanidad; porque no goza el sabio de recuerdo por siempre, parejo con el necio;


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pues, llegados los días, todos son olvidados. ¡Que a una muere el sabio con el necio! Y odié la vida, porque malas son para mí las obras que se hacen bajo el sol, pues ¡todo es vanidad y empeño vano!” (Ecl 2, 15-17). Si la figura divina es la de alguien que está ausente, Luvina es un proceso constante de fuga y despoblamiento humanos. Luvina se convierte paulatinamente en un lugar cada vez más vacío: la plaza está vacía, las calles desoladas. En este panorama sólo dos elementos parecen moverse a sus anchas: el viento, el cual es recurrentemente mencionado en el cuento, y el silencio. Curiosamente ambos elementos son empleados por Rulfo en otros cuentos para dar la impresión de amplitud en el espacio y en el tiempo; el agrandamiento de estas coordenadas termina apuntando a que lo demás, las cosas, se pierden en su propia pequeñez. Esto no es otra cosa que la proclamación de la nimiedad y la contingencia. El viento y el silencio son precisamente eso: la imagen de lo fugaz, de lo vano, lo indiferente y lo leve por esencia. Ante la falta de certezas ontológicas, esto es, en torno al “ser” que de suyo debía sustentar todo lo que hay, la muerte en Luvina es una esperanza. Pero, para Rulfo, ¿es posible morir del todo? Sea como fuere, en el cuento “Luvina” Rulfo amplía el alcance del término tristeza. Efectivamente, Rulfo rebasa el significado de la experiencia individual de soledad y melancolía para ampliar el horizonte: la tristeza no tiene origen en la mente o el corazón del hombre, sino en la negación del ser a ser gratuidad transparente y nítida; en la condición avara de todo lo que hay, es decir, en su reticencia inamovible a ser gratuidad y donación. Todo orden de cosas está trastocado en San Juan Luvina, que “sonaba a


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nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades”. El lector del cuento “Luvina” termina por entender que la tristeza sale al encuentro –paradójicamente– en el retraimiento de las cosas. Éstas aparecen, sí, pero casi simultáneamente se retraen hacia sí mismas. La tristeza no es sólo un fenómeno del alma, sino del ser, que da origen y pervivencia gris a todo. Luvina amplía sus fronteras semánticas para dejar de ser “lugar” y convertirse en una “experiencia”. O, si se prefiere, Luvina se convierte en un “lugar” que describe otros lugares donde el ser se niega a mostrar su benevolencia y su gratuidad. Por eso: “No, no se me olvidará jamás esa primera noche que pasé en Luvina”.

*Francisco Manuel López G. (Guadalajara, Jal.) Estudió filología (teológica) y obtuvo un doctorado por la Univ. de Innsbruck (Austria). Maestro en Artes por la Universidad de Guanajuato. Es investigador en el Departamento de Filosofía de la Univ. de Guanajuato. Fundador y director de la Revista “Pandora cultural” (2005-2007) (distinguida por el CONACULTA con el premio “Edmundo Valadés”), en la cual ha publicado parte de su poemario.


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club de los pequeños. Rowena Bali*

ay hombres grandes; yo no soy uno de ellos, definitivamente. Mi pequeñez es tal que nunca puedo apelar a la fuerza de voluntad. Todo lo que hago corresponde a una orden más fuerte que yo, una voz que dice desde la penumbra: “no seas grande, quédate ahí, no crezcas”. Cuando la escucho, mis años de infancia se revuelcan en mi mente, el juego, pienso en el juego y me dan ganas de ir a disfrutar con los amigos, aun sabiendo que en ese impulso está la causa de mi desgracia. Tengo un refinado gusto por la noche; salir a beberme unos tragos y conocer mujeres. Yo no sé en realidad si esto que describo sea refinado, ¿saben?, pero me siento así cuando después de la oficina, los viernes, salgo a echarme unos alcoholes; me gusta el momento en que la incertidumbre me atrapa, cuando entro al antro y las chicas están buenas, cuando no sé si voy a poder llevarme a alguna, porque todas están demasiado bien para un hombre como yo. No es ningún secreto a revelar más tarde que tengo un pirrín chico y perdónenme por revelarlo así, tan abruptamente, pero él es importante para mi. Si


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bien funciona a la perfección, en su estado de máxima potencia a penas puedo llamarlo Perrín y, de hecho, lo llamo así de cariño. Perrín es un gran cuate. Ha participado activamente en mis mejores eventos. El evento más memorable que tengo fue en el Res, un antro ¿lo conocen?. En la entrada hay unos elefantes esculpidos en cemento. Sobre los elefantes siempre están subidas unas reinas que alguien trajo de una tierra refinadísima, lo único malo que tienen estas refinadísimas es que cada una está acompañada de un mamón más grande que yo. Perrín tiene olfato para reconocer a las refinadas, ¿saben?, siempre que eso pasa sospecho que habrá acción, aunque la verdad no siempre acierto o casi nunca, a decir verdad. Aquella noche era viernes, mis cuates de la oficina se estaban aburriendo, pensaban que ninguna nos iba a pelar. Siendo lo que soy jamás he supuesto que tendré una racha de grandeza; viendo la tele he encontrado mundos paralelos en los cuales podría ser como cualquiera de los actores, por alguna razón en esta vida jamás llegaré a aparecer en la tele, no guardo la mínima pretensión de pertenecer al espectáculo más rascuacho. Las reinas que bailaban en la pista aquella noche eran como las de la televisión para mí: inalcanzables. Perrín no tiene conciencia de lo inalcanzable, se pone alerta en todo momento, no le importa ser pequeño e ignora mi pesimismo, se alegra, me anima, es un buen muchacho. Aquella noche en el Res estuvimos planeando una estrategia, una de esas estrategias estúpidas que siempre terminan en ridículo. Yo estaba tomándome la plática muy a la ligera cuando de pronto siento una mano en mi espalda, me vuelvo y alcanzo a ver una rei-


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na dirigiéndose hacia el tocador; llevaba unos pantalones blancos de tela elástica, jamás una que usara ese tipo de pantalones se había dignado mirarme, mucho menos posar su mano en mi espalda. Perrín se puso contentísimo, me empezaron a sudar las manos y el cuello, el presentimiento de que habría acción me parecía casi una certeza, me puse alerta para esperar que la reina regresara del baño. Cuando la reina estuvo a la vista me levanté y sin mayor aspaviento le puse la mano en el hombro y comenzó la acción, nos fuimos a cachondear, traté de no esconderme demasiado para que mis cuates alcanzaran a verme, le hice a la reina cuanta cosa está permitida en el Res a las tres de la mañana y ni tardos ni perezosos nos fuimos a mi depa, la reina se empezó a quitar la ropa de inmediato, no esperó a que cerrara la puerta, cuando llegamos a la recámara sólo le quedaba encima una faja blanca y un body del mismo color, cuando le quité la faja y el body vi un abdomen insospechadamente abultado. En este momento yo aún estaba totalmente vestido, el entusiasmo de Perrín era tan grande que no me detuve a analizar lo que esto significaba, Perrín me guió como una voz, como una orden a la cual un hombre pequeño no puede desobedecer, entonces la reina me empezó a desnudar, cuando vio a Perrín no hizo ese gesto burlón que hacen la mayoría de las reinas sino que disimuló y siguió desvistiéndome, con un gesto morboso que lo puso en su máxima potencia, entonces se lo hice y quedó encantada. La reina pasó todo el fin de semana en mi depa y lo hicimos un montón de veces, el vientre abultado empezó a parecerme tierno, cuando la reina me dijo que estaba embarazada y que me amaba y que quería quedarse a vivir conmigo, yo pensé, “espérame reina”, pero la voz mandante me impulsó a


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abrazarla y decirle que yo también la amaba y que no me importaba que estuviera esperando un hijo de otro. La reina era clavadista ¿saben? En aquel momento yo no creía en suerte tan inmensa. Me parecía imposible que una mujer tan refinada estuviera a mi lado, cuando el vientre llegó a su máxima potencia estalló y tuvo un hijo. Cuando estuvo recuperada del parto me encargó al niño para salir un rato por la mañana, hubo una voz contraria que me susurró que aquello traería consecuencias negativas pero yo, como es mi costumbre, reaccioné a la voz mandante que me hizo decir: “si reina, no tardes” y me quedé. A mí los chavitos siempre me gustaban mucho en ese entonces, creo que es una de las características de los hombres pequeños, nos sentimos muy cerca de los chavitos algunas veces. Este chavito era una cosa especial desde bebé, era tranquilo y sonreía con frecuencia, no lloraba casi nunca. Cada vez que la reina salía me encargaba al chavito y yo me quedaba contento, de veras, me gustaba hacerlo, además, las salidas de la reina oscilaban entre dos o tres horas. Siguiendo esa voz cantante me vi envuelto en una situación insospechada. Una noche la reina me confesó, (sin que hubiera una voz que me impulsara a preguntarle) cual era el motivo de sus salidas, yo la abracé y la escuché hablar sobre su vocación por el clavadismo, su voz me parecía un tanto exagerada e ingenua, a mí el clavadismo me importaba pura madre, pero la escuché hablar hasta quedarme dormido de placer, porque podía admirarme de cuan pequeño era al lado de semejante talento de reina, que hablaba de un tema aburrido sin causarme


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fastidio. En los meses que estuve con la reina dejé de irme a echar la peda con mis cuates del trabajo porque estaba ansioso de llegar al depa. La lana que yo ganaba nos alcanzaba bien y pronto me vi firmando la paternidad del niño en el registro civil. Cuando el niño estuvo más grandecito la reina me invitaba a verla echarse clavados en el deportivo, lo hacía verdaderamente bien, con una elegancia que dejaba anonadado al bebé no más que a mí; daba volteretas en el aire y luego caía como una aguja que se zambulle en el cielo. Había avisos repentinos que me sacaban del deleite, avisos contrarios. A los que siempre la voz cantante vencía. Todas las tardes, saliendo del trabajo, iba a buscar a la reina y al niño y nos íbamos al deportivo, yo me quedaba sentado con el niño viéndola echarse clavados cada vez más refinados. Cada vez agradecía más a la vida que me hubiera colocado esa noche en el Res para encontrarme con semejante reinón. Perrín blandía de gozo todas las noches, cuando regresábamos del deportivo. Y bueno, si a algo pude llamar felicidad en esta vida fue cuando conocí a la reina, de hecho, ahora que estamos entrando en sinceridades, el motivo por el cual les cuento esta historia es el amor que sentí por ella y por la repulsión que ahora siento por su hijo. Tengo que advertirles que esto que le voy a contar no se lo había contado a nadie. Porque bueno, la reina una tarde se golpeó la cabeza contra un azulejo en la alberca; el niño observaba la escena con atención. Fue terrible ¿saben?. La reina entra estrepitosamente a escena, la esena adquiere unos tintes rojizos, violentamente sorpresivos, sin previo aviso. Y así, para irles


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haciendo esta lectura amena les iré contando, poco a poco, detalle a detalle, los episodios, los segundos sobre el momento preciso de su muerte, o mejor no se los cuento. Quizá el saber que hubo mucha sangre en la alberca sea suficiente y les ayude a permanecer conmigo hasta el final, o quizá el saber que había trocitos de cerebro en el agua, astillas. No me pidan que les cuente todo de un solo jalón, porque ¿saben?, la voz cantante no me deja, cada vez que me clavo demasiado en el episodio, atrae mi atención hacia otro tema. Es algo que hago, creo, para no clavarme demasiado en el pinche trauma. Porque ¿saben?, su muerte me dejó traumadísimo, además bien jodido, porque me tuve que quedar con el chamaco, que, aunque de carácter pasivo, es un trabajal y una mierda constantes. Y en fin, después de la muerte de la reina me empecé a clavar otra vez con mis cuates en el Res y dejaba al chamaco solo. Unos días después de que murió la reina uno de mis cuates me dijo que para sacarme la tristeza no había nada mejor que irse de peda; a mí, cuando me dicen peda me voy de peda. La voz cantante siempre domina cuando escucho la palabra “peda”. Retomé placenteramente los episodios en que trazábamos estúpidas estrategias, aquellas estrategias que siempre acababan en el ridículo. Mis cuates eran bien pendejos. Aunque el dolor me seguía punzando el rollo de las pedas me parecía positivo, me distraía, hacía que Perrín saliera de su estupor y se contentara. Cuando Perrín está contento yo también procuro estarlo. Tuve que contratar una nana para que cuidara al niño; de lunes a viernes por las mañanas y los fines de semana por las noches . Yo no sé si la nana dejaba al niño


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solo también, porque la mayor parte de las veces lo encontraba cagado y solo en la cuna. La verdad el chavito era bien tranquilo, se fue transformando poco a poco en un vegetal ligeramente animado que cagaba un chingo y succionaba con furia lo que tuviera una mínima semejanza con una teta, los movimientos que realizaba eran casi siempre con la cabeza, también apretaba los puños; la fuerza que imprimía en estos movimientos, cada vez más repetitivos, iba aumentando conforme crecía. Yo, por mi parte, seguía yéndome a los antros con mis amigos, empezamos a frecuentar uno donde bailaban unas chavas a las que empecé a aficionarme. Sabía que no habría un golpe de suerte tan tremendo que me regresara a la reina, aunque fuera con la cabeza más cuadrada. Eso me ponía un poco de malas ¿saben?, por muy buena onda que fuera la chava, se burlaría de Perrín cuando lo viera, porque todas hacían eso y me molestaban muchísimo, y a Perrín, aunque quiera disimularlo, también; cuando las tipas hacían su clásica risita, él se encogía, así le pasa siempre. No crean que por haber perdido a la reina de un clavado dejó de interesarme el resto de las reinas; no, al contrario, me embriagaba más que nunca. Al final ella no era más que una estúpida, en el fondo, por morirse en una forma tan distraída. Quizá si ella se hubiera fijado con mayor atención, si no hubiera sido apenas una principiante. Y aunque parezca la lectura poco digna de un pequeño, les diré que en soledad leía libros. Un día empecé a leer, a Emilio Zomzet, ¿saben? Y decidí escribir mi historia nada más porque él me dio la fuerza, para hablar sobre mi vida, o bueno, no para contarles toda mi vida pero sí la parte más cabrona. Aunque bueno, no


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creo que yo pueda compararme con él, ese sí es picudo y tiene un pasaje chingón, donde habla de una chava que parece una cereza cuando se echa a nadar al lago, la chava se llama Plop, creo, tiene un nombre raro; los personajes de Emilio Zomzet siempre tienen unos nombres rarísimos. Ya ni me acuerdo cómo di yo con el primer libro de este tipo. Era un tomo bastante choncho, con una pasta azul marino que contenía dos novelas cortas. Una de ellas se llamaba Las chicas del lago, la otra se llamaba Los ángeles descabezados, no saben qué cosa, qué combinación de sentimientos, sentimientos que me llevaron a desear contar mi historia con la reina. Así Zomzet me atrapó desde su tumba, porque ¿saben?, Zomzet ya está muerto, creo que se dio un balazo en la cabeza, creo que muchos escritores han hecho eso, quién sabe por qué. ¿Les gustaría que les contara con pelos y señales lo que dicen algunos libros sobre la muerte de este autor? Cuando uno es pequeño se emociona al aprender los nombres y biograf ías de sus autores favoritos. Yo guardo recortes de distintas etapas en su vida, después de publicar su primera novela e incluso antes. Tiene los bigotes grandes en casi todas, pero hay algunas en que no trae ni bigote ni barba y se ve más joven. No nada más guardo estampitas de Zomzet, si no de todos los escritores suicidas. Todas la escenas del escritor Emilio Zomzet me recordaban a la reina, era, se los juro por dios, como si hubiera sobre el libro una ventana donde asomaba todo el tiempo. La colocaba en el cuerpo de Plop –uno de sus personajes– y, con un estruendo onomatopéyico, azotaba contra el azulejo. Cada vez que a Emilio se le ocurría mencionar a la tipa del trajecito de cereza, yo escuchaba el madrazo elevado a la no sé qué potencia


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en que le estalló el coco. No sé si aquel impulso por leer y releer las escenas de Plop era parte de mi morbosidad. La realidad es que cuando la reina llega a mi mente en esa presentación, ese impulso que domina mi voluntad, me dice que piense en otra cosa, supongo que lo hace por mi bien. Escucho miles de cosas, el recuerdo de la reina está plagado de sonidos, los primeros que guardo empezaron en el Res, cuando estábamos fajando a la vista de todos mis amigos. Mi vida, pues, se bambolea ahora entre el chamaco, el depa, la oficina, los libros, y el Res. Aunque la verdad es que al chamaco nada más lo veo por las mañanas, cuando me levanto y, francamente, a veces ni me le acerco; alcanzo a vislumbrar la presencia de la nana en las manchas de leche que se derraman enel microondas, por esas manchas yo puedo intuir que el chamaco no ha muerto y es que, desde que la reina falleció, comenzó a parecerme raro, cuan más raro me parece más me alejo de él, más deseo olvidarlo, y no es porque su existencia me recuerde a su madre, no se parece nada a ella; su extrañeza me causa un dolor profundo, justo al centro del coco, una punzada. *Rowena Bali (México, D.F) Ha publicado las novelas Amazon Party

(UACM 2006), El agente morboso (UACM-Colofón, 2009), El Ejército de Sodoma (Axial-Colofón, 2010) el libro de cuentos La herida en el cielo (Axial-Colofón, 2012), el Material de lectura Rowena Bali (Dirección de Literatura UNAM, 2013) y la novela a cuatro manos Pasajeros en tránsito (CONACULTA-Instituto de Cultura de León, Gto, 2013). Obras suyas han sido antologadas por la editorial Cal y Arena y el Fondo de Cultura Económica. Es editora de la Revista Cultura Urbana de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y locutora de radio en la estación Ibero 90.9 de la Universidad Iberoamericana, en el programa de corte literario Arcadia y para el programa de corte filosófico Zigma, Ideas para Mañana.


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Lidia

Sheherazade Bigdalí*

Y

o no me llamo así. La verdad es que ni se cuándo comenzaron a decirme ese nombre, debe haber sido a eso de los dieciséis o diecisiete cuando era la única chavalita que iba sola el domingo a la plaza. A mí nadie me llevaba, iba por ganas. Unas ganas sembradas por mi abuelo desde la infancia cuando nos sentábamos juntos a ver tele en su sala. Y que nadie interrumpiera el sagrado ritual del abuelo y su nieta preferida. La única, a decir verdad, pero jugábamos a decirnos eso. Cuando mi abuelo murió no sabía qué hacer con las tardes de domingo sin él. Por eso empecé a pasearme por la plaza. Poco a poco llegué a enterarme del precio del boleto, que si sol o sombra y todo lo demás. Pero había un problema, tenían la ridícula idea de que una mujer sola no podía entrar y mucho menos como yo, menor de edad. Por eso empecé a hacerme amiga de los señorones de puro y gorra vasca que hacían la sobremesa en Las Ventas, terminándose un anís


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bien seco esperando el tiempo de entrar. Yo tenía dinero, el justo para un boleto pero ni me lo vendían. Manuel Orejudo fue mi salvación. Ni me digas, qué nombre, me daba mucha risa verlo e imaginar que el apellido le quedaba que ni pintado. Ese mismo día le empecé a decir tío. Tío Manuel. Él me adoptó, como luego me han ido adoptando muchos más. Media asistencia de la plaza son mis tíos ahora. Te decía, lo hice mi tío, le pedí que comprara mi boleto con mi dinero y entré junto a él librándome de los de seguridad. Me senté en el cemento tibio después de toda la tarde al sol. Los de abajo tienen bancas, yo no. No me alcanzaba para eso pero no me importó, estaba dentro y esperando. Ahora puedo estar donde yo quiera, todos me conocen y me dejan pasar. Hasta he estado en el quirófano y en la capilla. Te digo, puedo ir a donde quiera aquí. Había olores que no había percibido nunca en mi vida, potentes. Empecé a sentir un mareo delicioso. Mi corazón golpeaba con fuerza, sentía la sangre en mi cuello y en mis sienes. Pero no me sentía enferma, no. La música, los gritos y los vendedores iban y venían. Sentía el ojo enorme de la plaza mirarme sólo a mí, desnudándome. La respiración se agitaba también. Sola, rodeada de desconocidos, los acontecimientos sucedían exactamente como en las tardes de tele con mi abuelo pero esta vez eran distintos. El paseíllo ya no era solamente un hombre delgado caminado por todo el contorno de la arena, era un hombre perfecto. Podía imaginar el hueso de sus caderas, sus clavículas dominando bajo la tela de su traje de luces. El pulso de mi sangre ahora estaba también en la


Bigdalí

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boca del estómago y tuve escalofríos. Los toros se sucedieron uno a uno. Las estocadas me hacían cimbrar. No podía casi seguir respirando. Como si todos los gritos de todos mis años se hubieran acumulado y buscaran salida. El hilo de sangre sobre el lomo del toro fue lo último que recuerdo claramente. Mi mano abriéndose paso a la entrepierna, la lengua buscando compañía, mi piel erizada , los suspiros y gemidos. La ovación ¡Torero, Torero! Al tiempo que me rompí en millones de partículas luminosas mezclándome en el grito de la gente. El ojo de la plaza sonreía, al igual que el de muchos de los espectadores cerca de mí. He vuelto cada temporada. Igual que el primer día, por ganas.

*Sheherazade Bigdalí creció confundida: Hasta antes de los cinco años nunca supo que era niña, ni nadie insistió en enseñárselo. Pensaba que leer era algo que todos aprendían a hacer solos, por eso no entendía muy bien a qué se iba a la escuela. Como no tuvo tele durante muchos años, creyó que los libros también eran juguetes y tenía el atrevimiento de invitar a sus amigos a leer. Más tarde, creyó que escribir era un acto libre en el que daba lo mismo escribir una receta de cocina, un poema, un cuento, siempre que se pusiera la vida en ello. Ahora cree que es lo máximo vivir tan cerca del mar aunque se oxiden las plumas fuente.


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Asesino

Javier Padilla*

Estoy cansado de escribir, quizá mañana siga con ello, el calor es insoportable, mí mano se pega al papel y la pluma resbala, acabando con el poco equilibrio que me queda. Tengo que sacudir mis manos y secarlas luego en mi pantalón, mi playera se humedece a gran velocidad y se pega en forma incomoda a mi cuerpo, las enormes gotas de sudor bajan desde mi cabeza y resbalan hasta mi pecho y espalda, vuelvo a poner la mirada sobre la mesa y las gotas caen sobre mi cuaderno, el ventilador zumba sobre mi cabeza sin lograr refrescarme, sus aspas giran y giran mientras mi paciencia acaba observándolas”. Dejé caer la pluma al igual que mis manos por debajo de la mesa, eché mi cabeza hacia atrás y volví a fijar los ojos sobre las aspas, tomé unos minutos y me puse de pie, apagué el ventilador bruscamente y me dirigí al cuarto de baño, coloqué el tapón en la tina y abrí las llaves. El nivel del agua comenzó a subir, mis ropas cayeron al piso y mis pasos dibujaron un camino de sudor


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hacia la cocina, tomé del refrigerador un recipiente con cubos de hielo y regresé al pie de la tina en el cuarto de baño, eché los cubos al agua y repetí la acción un par de ocasiones, cerré las llaves y me sumergí. Mi cabeza estaba dentro en su totalidad, solamente asomaba mi nariz para tomar aire y regresar luego, no salí de ahí hasta el amanecer. El canto de los gallos anunció el nuevo día, con lentitud salí de la tina, sequé mi cuerpo y caminé hacia la mesa donde permanecían mis notas, leí algunos encabezados y volví al baño, quité el tapón de la tina y observé mi rostro fatigado en el espejo mientras el relajante sonido del agua que salía, reconfortaba mis ideas. Tomé mi ropa y comencé a vestirme, el azul de mi uniforme de los miércoles no me agradaba del todo, siempre he preferido colores oscuros, dejando los tonos pasteles para estos y en especial el azul para el cielo, cielo que en esos momentos despejaba dejando salir aquel penetrante sol, comenzando a estrujar mis sentidos nuevamente. “Vaya días que tengo que pasar gracias a éste maldito calor”, mi paciencia se esfumaba junto con mi sudor, mi cara sonrojada y mis ojos mostrando una ira desenfrenada, apreté mis dientes y sentí como mi sangre comenzó a hervir. Creo que adoro el invierno, nunca antes había sentido ésta necesidad de migrar -al menos por el clima-, puesto que estoy en ésta ciudad gracias a que dejé a mi familia y me fugué del pequeño pueblo que me vio nacer y crecer y… ¡basta de recuerdos estúpidos!, grité en mis adentros al mismo tiempo que golpeaba mi cabeza con las palmas de mis manos. Bajé los escalones y me dirigí a la cocina, serví un poco de café y tomé una pieza de pan, apresuré mi


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desayuno, tomé las llaves del auto y caminé hacía el garaje para encenderlo, regresé a mi habitación en busca de unos papeles y mientras lo hacía, encontré el viejo diario que escondía con celo grandes secretos de mi infancia y una parte de mi adolescencia. Hacía tiempo que no lo veía, a decir verdad, jamás leí lo escrito en aquellas páginas, solamente lo escribí, no sabia en realidad hasta que edad cubría aquel cuaderno, catorce ó quince quizá; ¡Vaya encuentro!, después de diez años lo volví a tocar. ¡Que rápido va el tiempo!, pensé. Por fin, después de la pequeña distracción encontré los papeles necesarios para el trabajo y bajé las escaleras, azoté la puerta y subí al auto. Arranqué dirigiéndome a la oficina, había olvidado por un momento el infernal calor del nuevo día, y es que, en verdad podría parecer increíble, apenas si las manecillas habían marcado las nueve treinta y mi cuerpo ya estaba bañado en sudor. Antes de salir de la cuadra saludé al tendero, toqué el claxon un par de ocasiones y él respondió con una sonrisa y algunos manoteos. Un buen hombre aquél que repentina e inesperadamente desapareció. Un gran misterio aún no resuelto, cómo olvidar esos días, policías por todos lados haciendo toda clase de preguntas, nunca nada en concreto que ayudara a resolver su caso. Extraño en realidad, quizá salió del país, comentaban algunos curiosos, otros tantos hacían referencia a una posible amante o doble vida, pero no fue así, él realmente desapareció del mapa, sonreí al recordar su patética suplica, “¡no lo hagas por favor!, mi familia ¿Qué hará sin mí?”, ni siquiera él creía su historia de lealtad y buen padre y esposo, ¡porque no!, no lo era, grité, él se


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mofaba del trato que a su sobajada esposa le daba, él, él no merecía vivir, así como tampoco merecía vivir aquél que se decía mi padre, maldito borracho que hacía de mi madre lo que quería, ¿Y ella?, otra maldita agachona estúpida que solamente sollozaba mientras maltrataba a cada inocente en casa. Conforme avancé en mi auto, fui dispersando esos raros recuerdos de mi mente, maldito diario, el solo haberlo visto, despertó recuerdos que dormían. El calor seguía creciendo, en la radio anunciaban sugerencias y advertencias sobre el clima. No sé si soportaré un día más, trataba de estabilizarme emocionalmente cuando apareció un rojo más, el semáforo encendió la luz que me impidió cruzar la calle, parecía eterno esperar la luz verde, por fin cambió, aceleré y llegué sin contratiempo alguno a la oficina. Poco antes de las diez marcaba el reloj que aterrizó mi mente al emitir su peculiar sonido. ¡Buenos días!, saludé con voz tenue a los compañeros que charlaban acompañados de café y despreocupados de sus escritorios. Siempre me desagradó intimar con otras personas, esperan tus errores para restregártelos y aún así llamarte amigo; Solo estoy mejor, solo vine y solo me iré. Un día en apariencia normal a excepción de aquella noticia que sorprendió a la mayoría, ¿A mí?, ¡A mí no!, era justo lo que merecía esa maldita, se acostaba con todos, se drogaba, se emborrachaba y por si no era suficiente, abortó en varias ocasiones y al contarlo sonreía, natural en ella, siempre lo hacía. Un caso perdido esa mujer, por fin logré ver ese rostro sin sonrisa, con lágrimas, con interés por vivir, ¡pero no!, no supo aprovechar la oportunidad y enten-


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der que ésta vida es sólo una. Eso es justo lo que le pasó a mi hermana, mi ira crecía al enterarme de cada suceso que rodeaba su vida, ¡ella solamente!, “vivía su vida”. Después de la noticia, comenzaron los interrogatorios, lágrimas y caras largas deambulaban por las instalaciones, así transcurrieron un par de días. El sábado familiar tocaba a la puerta, los centros comerciales se llenaban de ellas, miles de zapatos friccionaban el piso que angustiosamente se quejaba, ¡que raro!, nadie lo escuchaba, pero ¿Quién escucha en éste mundo?, la vida va tan rápido que nadie se detiene a escuchar, a ayudar, pero es obvio que nadie ayuda después de tantas historias conocidas. Tal es el caso de aquel limosnero disfrazado que hacía su vida con la caridad de los demás, ¡eso si!, siempre temprano salía de casa para instalarse a las afueras de la pequeña iglesia, de domingo a domingo permanecía las primeras horas del día; fue extraño ver ese lugar vacío, los murmullos y conjeturas abrazaban su espacio, la verdad nadie la sabrá, al menos que yo la cuente. Algo similar le sucedió a mi hermano, después de forjarse como un “bueno para nada”, pintaba su rostro de amargura y poco a poco crecieron sus pertenencias. Ya en casa, la curiosidad me invadió y decidí tomar mi diario, permanecí prendido de él varias horas, el séptimo día se acercaba cuando dejé salir los secretos de aquellas páginas manchadas de sangre, un sudor frío recorría mi cuerpo y bloqueé mi mente para recordar cada cruda escena descrita en papel. Mis primeros años de vida corrían cuando mi vergüenza aumentaba y nació mi ira. ¿Qué más podía esperar de aquellas páginas?,


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solo recuerdos y muerte, mi familia -si a eso se le puede llamar familia-, la abandoné claro está, pero antes me aseguré de que no hicieran más daño del que me hicieron a mí. Domingo, un buen día para morir, mi justicia acaba aquí, acompañada de estas líneas que detallan las vidas inútiles de tantos animales bípedos que sólo andan por instinto. Antes de partir, antes de estrechar la muerte o de que ella me estreche a mí, antes quiero aclarar que yo no los maté, ellos mismos murieron por sus actos que desgarran las entrañas de sus victimas, así como lo hice yo, por eso es que debo morir.

* Javier Padilla (León, Gto 1978) Ha incursionado exitosamente en la poesía, en la narrativa y en la crónica. Con gran afición por el mundo sobrenatural, ha desarrollado la mayor parte de su obra tratando asuntos relativos al horror y a la ficción. Se cuentan, entre los trabajos de Javier padilla, dos series de leyendas surgidas en el contexto histórico de su ciudad natal (Leyendas de León y Monumentos históricos de León y sus fantasmas), una serie de cuentos de terror, dos libros de poesía (Fragmentos de una vida cotidiana y 28 años después), una recopilación de sus columnas publicadas en el diario El Sol de León, en el que reúne artículos de crónica y rescate de tradiciones mexicanas (RescAtando) y una novela de horror (V5 Anécdota de un vampiro).


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Un

vestido

completamente seco

Juan José De Giovannini*

E

n esa ocasión, mientras leía sentado sobre el sillón de mi estudio, comenzó a invadirme un profundo sopor. “Es natural –pensé– he dormido poco, estoy cansado y no he podido relajarme desde hace varios días”. Escuchaba un programa de radio y aunque no me gustaba el tipo de música que se transmitía, por pereza no había cambiado la sintonía del receptor, sin embargo en ese momento su cadencia acentuó mi adormilamiento. Recargué la cabeza sobre el respaldo del sillón y comencé a observar los muebles que me rodeaban, mientras fumaba un cigarrillo y tomaba una taza de café. Poco a poco el cansancio venció mi débil resistencia a abandonar la vigilia y simplemente me fue imposible mantener los ojos abiertos. El sopor dejó de ser una carga para convertirse en una sensación agradable. Mi cuerpo se relajó y mi conciencia se vio abatida cuando me quedé dormido. Cuando volví a abrir los ojos me vi en mi propio estudio, pero no podía identificar si era el día o la noche. Alrededor mío todo parecía diferente, aunque eran los mismos objetos, los mismos libros y cuadros; un aura extraña revestía la habitación que yo conocía perfectamente. Tal sensación me dejó perplejo y comencé a escudriñar detenidamente la habitación.


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El calendario, la fotograf ía de mis hijos, los periódicos y revistas amontonados, la lámpara del escritorio, mi procesador de palabras, eran los mismos, sin embargo, me parecía deslumbrante verlos. Emanaban algo no identificable que me impulsaba a tocarlos y observar cada uno de sus detalles. Todo parecía estar suspendido en un espacio distinto al real. Observé los estantes. Estaban ahí los volúmenes que conozco perfectamente, sin embargo tal parecía que estuviera ante ellos por primera vez. Escogí uno y lo abrí en cualquier página. No pude leer, las palabras no eran para mí más que porciones de tinta sobre papel. Las letras no tenían en ese momento ningún significado. Eran sólo formas, no símbolos, una detrás de otra en filas innumerables que podían ser horizontales o verticales. La curiosidad me impulsó a salir del estudio y recorrer el departamento entero, convencido de que la sensación de extrañeza persistiría en los pasillos, la sala, la cocina, la recámara. Así fue. Me vi sumergido en un ámbito donde el silencio tenía una presencia tan importante como la luz que entraba por las ventanas, cuyas cortinas permanecían inmóviles. Las ventanas. Abrí una de ellas y miré hacia afuera. Percibí la humedad con el olfato y vi las gotas de agua sobre los automóviles y las hojas de los árboles. La luz era casi deslumbrante. Aspiré con fuerza y dejé escapar lentamente el aire de mis pulmones. Miré hacia el más azul de los cielos que había visto hasta entonces y tuve la certeza de que los sueños son la única realidad deseable. En la calle no se veía a persona alguna, ni circulaban los automóviles como ocurriría cualquier otro día a esa hora. El sol brillaba intensamente. No pude resistir el deseo de


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recorrer las calles. Mientras bajaba las escaleras la sensación de bienestar se agudizaba. Comencé a caminar con energía hacia cualquier sitio. Cada paso era un motivo de satisfacción. Las casas, aunque aparentemente sin alguien que las habitara, no mostraban signos de desolación sino de vitalidad. En los jardines las flores abundaban como la hierba y era imposible no mirarlas. Las margaritas, las rosas, las lilas, los geranios, daban ganas de comerlas con los ojos. La calle avanzaba, sin prisa, hacia un espacio abierto donde, al parecer, existía un parque. Era la primera vez que lo veía, a pesar de que creía conocer la colonia perfectamente. No me detuve, continué caminando hasta llegar a él. El silencio sólo era interrumpido por el sonido de un aspersor automático. La luz del sol se reflejaba sobre la hierba luego de avanzar entre las hojas de los árboles. Continué mi camino y llegué al centro del parque, donde me encontré con una pequeña laguna. En su espejo se reflejaba el cielo y los arboles que la rodeaban. La imagen que presentaba hacía pensar en una realidad diferente, no en un mero reflejo. Era dif ícil sustraerse al deseo de sumergirse en ella. ¿Deseaba mojarme? El contacto del agua podría terminar con esa sensación de bienestar que aún no me abandonaba, pensé. Recordé además las historias que había leído acerca de espejos o lagos que comunican con otra realidad, con una realidad de ensueño y si yo me encontraba con el ensueño, la inmersión en ese lago sólo me llevaría a despertar. Era mejor quedarse de este lado, prolongarlo hasta lo posible. Recostado sobre el pasto veía cómo las nubes se transformaban sobre el fondo azul. Ninguna de sus


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formas me era familiar; cuando comenzaba a advertir en alguna de ellas similitud con un objeto conocido, de inmediato surgía una joroba o una depresión que las transformaba. Eso era si las examinaba individualmente, pues el conjunto me hacía pensar en conformaciones más complejas, pero también completamente ajenas a toda figura conocida por mí. Estaba tan abstraído, que mirar hacia arriba era igual que dirigir la mirada hacia el suelo o hacia los costados. Mi cuerpo no sentía la atracción que ejerce sobre cualquier objeto la superficie de la tierra. Las palmas de mis manos tocaban el pasto. A la humedad de la tierra y la blancura de las nubes se sumó una sensación de extraña tibieza sobre mi brazo. Miré hacia esa parte de mi cuerpo y descubrí que una mano me tocaba, una mano con largos dedos y piel casi transparente. Quise asirla, pero se alejó de mi brazo. Entonces pude verla a ella. Sobre sus hombros caían largos cabellos rubios y su cuerpo estaba cubierto por un muy delgado vestido. Me incorporé para acercarme a esa aparición, pero no pude hacerlo. Mientras más avanzaba ella más rápidamente se alejaba. Detenerme era evitar que la distancia entre los dos creciera. Eso hice. Pude ver como ella se detuvo también y sentí su mirada. Sus ojos tocaban más de lo que sus manos veían. Le hablé. Mi voz era lo único que parecía poder alcanzarla, pues al escucharme la comisura de sus labios me hizo intuir que sonreía. No quería dejar de hablar por temor a perderla, pero el miedo se desvaneció cuando ella me pidió seguirla. Avancé apresuradamente sin poder alcanzarla, pero seguro de que pronto estaría a su lado. El sonido de las hojas secas que pisaba me hizo recordar que me encontraba en un parque hasta ese día


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inexistente para mí. Volví a sentir la brisa húmeda y el calor del sol, pero esas distracciones no me hacían perderla de vista a ella. Su cabellera se movía pausadamente y sus pies descalzos rozaban la hierba. Cuando llegó a la orilla del lago miró hacia atrás para mostrarme la claridad de sus ojos y su apenas esbozada sonrisa. Luego continuó su camino sobre el agua. Sin dudarlo la seguí, pero mientras ella parecía caminar sobre la superficie, yo movía mis brazos insistentemente para mantenerme a flote. Nadaba desesperadamente para evitar perderla. Momentáneamente me sumergía para recuperar fuerzas, pero de inmediato levantaba la cabeza y continuaba dando brazadas. Vi que me dirigía su mirada desde lo alto y advertí que se había detenido. Reanimado, comencé a bracear con energía que parecía renacer conforme veía más cercana su figura. No tardé mucho en alcanzarla. Al llegar a ella me detuve, entonces comencé a hundirme. Nada podía hacer para evitarlo, ni esa mujer intentaba ayudarme. Lo último que vi de ella fue una parte de su vestido que permanecía completamente seco. Mientras me hundía, miraba hacia la superficie, donde sólo podía ver el reflejo del sol. Justo antes de perder el sentido hice un último esfuerzo para evitar perderme en la profundidad del lago. Lentamente avancé hacia el manchón amarillo que veía sobre mí. Finalmente logré alcanzarlo, saqué la cabeza del agua y aspiré profundamente. Ella había desaparecido. Nadé hacia la orilla y a rastras llegué al prado donde estuve acostado antes. Descansé no sé cuanto tiempo. Cuando mi respiración era más pausada me levanté y comencé a caminar hacia las calles que me habían llevado al parque.


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No me importaba si los objetos aún me causaban esa sensación de sorpresa que me había hecho caminar con asombro por lugares ya conocidos por mí. Sólo deseaba secarme. Sobre las banquetas por las que caminé dejé un rastro humedo que llegó hasta la puerta del departamento. La alfombra de la sala y la duela del pasillo quedaron mojados. Entré a la recámara, tomé una toalla y, luego de desnudarme, me sequé. Con ropa limpia, regresé al estudio, donde había comenzado todo. Durante algunos momentos estuve desorientado por completo, no sabía hacia donde mirar ni qué hacer. Decidí volver a sentarme en el sillón donde me había quedado dormido. Encendí un nuevo cigarrillo y tomé unos cuantos tragos del café, que estaba ya helado. Eso me hizo estar más tranquilo. Recargué la cabeza sobre el respaldo y escuché la música proveniente del radio. Por la ventana llegaba el murmullo de los automóviles. Mi cuerpo estaba completamente relajado. Decidí suponer que todo había sido un sueño. Dejé el sillón y, mientras trataba de recordar el momento en que me había quedado dormido, caminaba sobre los restos de agua que habían quedado en la duela del pasillo.

*Juan José De Giovannini Saldívar. Es actualmente Director Editorial del Instituto Estatal de la Cultura de Guanajuato. Ocupó los cargos de Coordinador Editorial de la Dirección General de Extensión de la Universidad de Guanajuato; Coordinador Editorial de la Coordinacion Nacional de Difusión del INAH y Coordinador Editorial de la Subdirección de Publicaciones del INBA. Es autor del libro de poemas Don de Sable (Fondo Editorial Tierra Adentro) y del libro de cuentos Noticias de un espacio virtual (inédito). Ha sido colaborador de diversas revistas y suplementos culturales como Sábado, Jueves de Excelsior, Casa del Tiempo, El Búho, Punto de Partida.


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MEDIAS TABACO Jeremías Ramírez Vasillas*

R

amiro toma la fotograf ía de Sandra y la contempla. Hace un gesto de coraje. Estruja la foto y la avienta hacia la parrilla encendida de la estufa. Recuerda con rabia el color tabaco de sus medias bajar y subir escaleras y luego ir firmes, rítmicas, precisas a lo largo del pasillo del metro. Las recuerda tiradas en el piso del hotel; ella dormía y él comparaba el humo de su cigarro con las caprichosas curvas que las medias dibujaban en el suelo. Sonrió con amargura. El fuego había consumido el papel y ahora era un polvoso blancuzco en la hornilla de la estufa. Era un gesto inútil lo sabía, porque en el fino mallaje de sus medias se había quedado atrapado y nunca había encontrado la manera liberarse. Mete la mano en su saco, extrae una media y se la acerca al rostro: aún percibe el aroma de su piel. Tiene que hacer algo más que quemar una foto. Apaga la estufa y sale a la calle. El último rastro del día se diluye en las nubes grises. El viento frío le ondea la bufanda. Aun caen unas gotas de lluvia. Se levanta el cuello del abrigo y se acomoda el nudo de la corbata. En la oscuridad, los anuncios luminosos brillan con una intensidad


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que hiere las pupilas. Se dirige a una caseta telefónica; dentro, saca una mini grabadora, descuelga el auricular, comienza a marcar y luego acerca la mini grabadora a la bocina. Suena ocupado. Arruga la boca y se recarga en la caseta. Sandra gira sobre uno de sus talones mientras habla por teléfono: — Estoy feliz... El collar es lindísimo... Todo lo que le pido me lo da. Luego, se tira de espaldas sobre el sillón sin detener su charla. Termina la llamada y deja caer el auricular ruidosamente sobre el teléfono. Se recuesta más sobre el sillón y entrecierra los ojos sonriendo para sí misma. Se levanta y da unos pasitos de baile y luego gira sobre la punta de sus pies descalzos hasta quedar frente a un espejo que la muestra de cuerpo entero. Se mira largamente: observa sus piernas macizas y bien torneadas enfundadas en las medias y las recorre con la vista hasta donde las esconde una ajustada falda corta. Se toma la cintura con ambas manos y gira el cuerpo un poco para mirar su talle y su trasero. Luego contempla sus pechos que se insinúan encima del cuello de su blusa... El timbre del teléfono lo saca de su contemplación. Contesta: “Sí, ¿Carlos? ¿Ya regresaste de Bras..? Sí... Claro... Déjame cambiarme y... Oye el clic del otro teléfono que acaba de colgar. Mira extrañada el auricular, luego tuerce los labios y levanta los hombros. Ramiro ha colgado la bocina y observa pensativo el aparato. Súbitamente sale del letargo y guarda la mini grabadora en la bolsa de su abrigo y saca un cigarro. La luz del cerrillo ilumina su rostro. Observa el cielo: la escasa lluvia se ha detenido. Sale de la cabina telefónica. Sus pasos firmes van rompiendo los anuncios lumino-


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sos que se reflejan en los charcos. Llega a una pensión y entra. Sandra termina de maquillarse. Saca un cepillo y peina su pelo con esmero; luego, lo deja caer sobre la mitad del rostro y se mira fija y provocativamente. Oye un auto que se detiene. Se levanta y se asoma por la ventana. Abajo, en la pálida luz del alumbrado público, distingue la figura de un hombre que cierra la portezuela del Mercedes Benz de Carlos, pero no alcanza a distinguir si es él, aunque viste un abrigo como el suyo. Se esfuerza por reconocerlo, pero la poca luz se lo impide. El hombre cruza la calle. Se pregunta si habría venido él o habría mandado a alguno de sus choferes. Encoge los hombros y vuelve al tocador para cepillarse el pelo y darse un último retoque de maquillaje. Termina su obra y sonríe satisfecha. Suena el timbre. Antes de ir a la puerta se mira una vez más y sonríe. Abre la puerta y al ver al hombre que tiene enfrente su cara se descompone: —¿Tú?, ¿qué haces aquí? —Trabajo ahora para don Carlos, me mandó por ti. Ella le da la espalda y desaparece detrás de una puerta y reaparece minutos después con un bolso y un abrigo. Bajan por el ascensor del edificio en silencio. Salen a la calle. Ramiro abre un paraguas y protege a Sandra de la lluvia escasa que empieza a caer. Llegan al auto y él le abre la puerta trasera, cierra y luego se acomoda al volante. Enciende las luces y hace rugir exageradamente el motor y arranca el auto con un rechinido de llantas. Sandra frunce el ceño molesta por la brusquedad de su manejo. Después de viajar un buen rato, Ramiro detiene


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el auto. Ya no llueve pero la noche es densa y neblinosa. —¿Por qué te paras?— pregunta enérgica. Él sólo la mira por el espejo retrovisor. —Ándale, arranca— insiste ella molesta. Él la mira sin mover un músculo de su rostro. —Muévete Ramiro, no seas idiota— El arranca el auto y en instantes la aguja del velocímetro rebasa rápidamente los 100 kilómetros por hora. Sale a una autopista y la velocidad se incrementa hasta alcanzar los 160. Sandra molesta le va a pedir que Ramiro baje la velocidad, pero el auto, de pronto, da un giro y se interna por un oscuro camino rústico dando tumbos. Sandra, con la cara enrojecida, le grita: —¿A dónde me llevas, imbécil? Párate, párate— y le golpea los hombros pero Ramiro solo le lanza intermitentes miradas por el espejo retrovisor y sonríe. —Párate si no quieres que Carlos te rompa la madre— Ramiro responde acelerando más el auto que brinca al pasar por el terreno irregular. —¿Qué pretendes? ¿Eh? Conmigo ya no tienes nada. Ya no te tengo miedo. Carlos me protege. Soy de él, y tú sólo puedes manejar su carro. Ramiro detiene bruscamente el auto, baja, abre la puerta trasera y saca a Sandra de un tirón. Luego con una mano la toma de las mejillas y la acerca a su rostro como si quisiera besarla. Ella siente el aliento sucio de él. Luego, Ramiro abre la cajuela y la inclina al tiempo que le susurra: —Cariño, en realidad, no trabajo para don Carlos... Ramiro, con una mano, abre la cajuela y de inmediato se enciende una luz. Y Sandra descubre los


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ojos sin brillo de don Carlos que la ven ausentes. De los labios amoratados del viejo asoma, como una lengua extraña, una media color tabaco.

*Jeremías Ramírez Vasillas (México D.F) Estudió la licenciatura en Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha escrito tres libros: Comunicación educativa, Antología de cuento brevísimo y Arañas sobre el silencio: minificciones, (Ediciones La Rana, 2011). Ha dirigido diversos cortometrajes. Recibió el premio al concurso permanente de cuento brevísimo de la revista El Cuento, No. 135, 1997; ganador del concurso de cuento de junio de 2009 Las Historias de Alberto Chimal y finalista en el Virtuality Literario Caza de Letras 2010. Gana en 2013 el Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández.


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Miedo

al

Cambomblé

Francisco Rangel*

M

ientras veo la fórmula, llegan a mí los recuerdos y todas las cosas que ella describe de mi vida. Igual a la paradoja de los gemelos: uno va vivir a la cima de una montaña, el otro va a la ciudad que está en el valle, ya en la base de la montaña. Después de varios años de no verse, se reencuentran, pero el que vive en la ciudad está mucho más viejo que el de la montaña. El que estuvo arriba del monte, envejeció menos dado que estuvo menos influenciado por el campo gravitacional. Porque en relatividad, la gravedad retrasa los relojes y retarda el envejecimiento. De alguna manera, conocerla desde niño hizo que mi mente envejeciera menos que mi cuerpo. Hasta casi los treinta años mis pensamientos eran inmaduros, como los de un niño caprichoso. Tenía un sinnúmero de saberes, pero muy pocas experiencias. Con veintiséis tenía el título nobiliario de doctor. A él me apegaba para parecer algo. Dar mis clases, tener un cubículo en la universidad. Pero no una vida. O no una vida con emociones, sueños, pesadillas. Mi tiempo pasaba en problemas que la técnica


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podía resolver. Lo que no podía entender era el porqué las chicas no se fijaban en mí. Siempre consideré que no era mala persona. Ellas, sin embargo, preferían a otros: a quienes les dieran dolores de cabeza. Yo era el amigo que buscaban para llorar sus problemas, el que las abrazaba y nada más. Me consolaba diciéndome que ésta o aquella no eran para mí. El día de mi cumpleaños veintinueve me invitaron a ver un espectáculo de atabaque y danzas candomblé. Los días anteriores había pensado en cancelar, comprar unas cervezas y encerrarme en mi casa a festejar. Pero había algo que me atraía, sería el desconocimiento o el morbo, y fui. Todo aquello me dejó extasiado. Y había una mujer a la que no podía dejar de ver, la seguía con la vista por todo el escenario. Al terminar mis acompañantes rieron de mí, me azuzaban para que me acercara y pidiera un autógrafo. Hice el mayor esfuerzo, pues me temblaban las piernas, para acercarme a ella. Me vio a los ojos y me preguntó mi nombre. En un español champurrado de portugués. Le dije Miguel, Miguel Hernández. Me arrebató el papel, se volteó a preguntar algo a otra de las bailarinas y comenzó a escribir en el papel. Yo no dejaba de seguir su cuerpo con la mirada, entre las manos jugueteaba con mi boina de golf. No quería que se notara mi nerviosismo. Espero que com a direcção. Quero dizer, se você quer que ele volta. Me dijo mientras me quitaba la gorra de las manos y me daba el papel. Salió corriendo, riendo a carcajadas. Yo me quedé de pie, sin hacer nada. Ella volteó, me enseño la gorra, hizo un gesto con un dedo de vernos al rato y me mandó un beso. Bajé la mirada al papel y decía:


Rangel

Oi Miguel, meu nome é Ife. A gente se vê no Bar Rio Azul em 30 minutos. Ali vai estar o seu boné!

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Salí corriendo hacía el bar. Estaba a unas cuadras del teatro. Mis compañeros iban tras de mí. Sentados en la mesa las burlas no se hicieron esperar. Después de tres o cuatro cervezas llegó Ife. Tenía mi boina puesta. Se le veía genial. Todo el grupo de bailarinas y músicos se sentaron en nuestra mesa, Ife junto a mí. Platicamos, ella se hacía la graciosa conmigo, bajo cualquier excusa me tocaba, me abrazaba. Yo me dejaba. Ella me besó frente a todos. Al rato, otra de las bailarinas llegó con una bolsa de piel, me pidió que recibiera el contenido y lo echara sobre un pedazo de piel que dispuso sobre la mesa. Lo hice y vi que eran unos huesos pequeños. É ele. Le dijo muy seria a Ife. Poco a poco el grupo se fue yendo. Ife y yo nos fuimos a mi casa. Por primera vez hice el amor. También fue la primera vez que dormí en sabanas empapadas. Y la primera vez que me reporte enfermo en el trabajo por la mañana. Le pregunté quién era la mujer que me leyó los huesos. Ella me dijo que era su maide-santo; algo así como su madrina. Ella le había enseñado a bailar. Entre charla y charla hacíamos el amor. No concebía la cantidad de humedad que ella excretaba. Me hacía sentir excitado y temeroso. Como la vez que casi me ahogaba en una alberca cuando tenía seis o siete años. Mas no podía parar. Salimos a comer a las tres de la tarde. Ella recogió sus cosas y me dijo: Si me dices que sí, cada semana vendré a verte. No lo pensé dos veces,


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dije sí, por supuesto. Pero quien la buscaba cada fin de semana era yo. Recorría la república a donde ellos se presentaran. Tres meses duró aquello. Un domingo me informó que regresaría a Brasil. Días después estábamos en el aeropuerto. Exu nos espera en Río. Yo iré primero, pero te estaré esperando día y noche. Ya eres mi esposo y todos lo saben. Dijo a manera de despedida y me ensortijaba un mechón de pelo. Claro que iré. Dije. En eso se acercó Dayó, la mujer que nos había leído los huesos. Ahora serás Filho-de-Santo, y tienes un juramento que cumplir. Las vi alejarse. Regresando a la fórmula de la velocidad de escape. Ife se iba de mí. O eso creía. Pero era yo quien acababa de tener mi impulso inicial. Hay que recordar que La velocidad de escape es la velocidad mínima con la que debe lanzarse un cuerpo para que escape de la atracción gravitatoria de la Tierra o de cualquier otro astro de forma que, al escapar de su influjo, la velocidad del cuerpo sea 0. Esto significa que el cuerpo o proyectil no volverá a caer sobre la Tierra o astro de partida, quedando en reposo a una distancia suficientemente grande (en principio, infinita) de la Tierra o del astro. En este caso, de mi vida tal y como la había vivido. Pedí permiso para dejar un año la universidad. Me dieron un año sabático al terminar el semestre. Al primer fin de semana tomé el vuelo a Rio de Janeiro. Llegué a la dirección que me había dado Ife. Del aeropuerto al lugar llegamos en media hora. Era una casa pequeña en una favela. Toqué a la puerta. Una mujer abrió, le pregunté por Ife. Sólo repetía que sí, que ella vivía ahí. Me hizo pasar. Por dentro parecía una capilla, varios santos con ofrenda cada uno. Había un altar ma-


Rangel

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yor con una imagen con cuernos, rabo y patas de cabrito en lugar de manos; estaba rodeado de comida y vasos de ron, cachaça le decían ellos. Exu é o pai dela. Ife, sua esposa. Me dijo la mujer, señalando la imagen. Pensé que era una broma y no la entendía. En el fondo tenía miedo de que me estuviera diciendo que así estaba el padre de Ife al saber que yo llegaba. Me llevó hasta un cuarto en extremo pequeño. Sólo cabía un catre y un buró sobre el que puse mi maleta, la cual era mucho más grande. Me tiré sobre el catre y quedé dormido al instante. Soñé con Ife, con su cuerpo y su humedad. Desperté desnudo, sudado, y el aroma de ella estaba por todo el cuarto. Por alguna razón estaba exhausto. Me molestó el despertar. Revisé la hora en el teléfono. La hora estaba bien, pero la fecha no. Habría dormido cuarenta y ocho horas de un jalón. El hambre me mataba. Abrí la puerta y había comida en una mesita al lado: feijoada, arroz, rajas de naranja y caipirinha. La mujer que me recibió se acercó muy lentamente. Dayo vem em um momento. Dijo y se volvió a ir. Terminé con suficiente comida como para tres personas. Dayó llegó. En español me dijo que ella siempre había confiado en mí. Que era el esposo indicado. Le pregunté por Ife. Respondió que ella estaría conmigo cada lunes, cuando llegaba con su padre a darles mensajes a los hombres. ¿Esto es una broma, verdad? Le pregunté. No, respondió seca. ¿Dónde está ella? Grité, queriendo agarrarla a golpes ahí mismo. Aquí. Dijo dando un par de pasos hacía tras. Me levanté de la silla y regresé al cuarto. Pensé en tomar mi maleta y hacer valido mi boleto de regreso. Sin embargo, al entrar a la habitación me calmé. Me senté en el borde del catre y lloré todo lo que nunca había llorado. Me eché a esperarla. Ella tendría que ve-


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nir por mí. Han pasado siete años. Gracias a Dayó ahora me he convertido en Babalorixá. Pude entender que escape de mí, de todo eso que sólo deshace el mundo. De martes a viernes doy clases de matemáticas en la favela. Cuido la casa pequeña de Exu, el Oxirá de la casa. Su hija viene cada lunes a hacer el amor, no conmigo; sino a hacer el amor, como su nombre indica en yoruba, sólo soy un puente, un hombre en trance. Los sábados voy al Ilé (templo mayor) donde soy el Oga Axogum, el que se encarga de los sacrificios y cobro los impuestos de Exu. En estos siete años aprendí que la f ísica sólo explica la voz de Olorum, y cómo los Orixá habitan el mundo.

*Francisco Rangel (Celaya, Gto, 1975) es padre de familia y amo de casa. A ratos da clases, a ratos prefiere hacer de comer. Navajero con problemas de literatura, nunca al revés. Escucha música a puños y a puños vive... Gracias a su aburrimiento escribe. Libros publicados Junkebox-Cartas a mi hija y Dios por Dios es Cuatro.


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El Maligno se llevó Benigno

a

Benjamín Valdivia*

¡B

enigno! Mira nomás. Ya te desbarrancaste. Allí, con tu coche, ladeado contra las piedras y los árboles. La rueda gira todavía. Sale humo del motor. La gasolina se está derramando. ¿A qué velocidad venías, Benigno? A más de mil por hora, me imagino. Es que saliste como alma en pena, que porque tu mujer andaba con otro y los ibas a encontrar in fragancy, como decías, en vez de in fraganti, por no saber inglés y tampoco latín. Si estabas tomando con tus amigos, ¿para qué preocuparse? ¿Tu mujer con otro? Qué importa. Si estaba con otro en ese momento, ¿qué podías hacer? Mejor terminar la copa tranquilamente. Y ya veremos lo demás. Pero el diablo te estaba picando las costillas. Te decía, en cada piquete, “ándale Benigno, a lo mejor la encuentras con aquél, a lo mejor es alguien que conoces”. Las cuentas del diablo eran éstas: el adulterio de tu señora, la traición de tu amigo, la ira tuya, la mentira de ella (porque nunca te lo dijo), el terror de los amantes, la venganza de tu parte y, posiblemente, el asesinato de esos dos.


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Mientras sigue dando vueltas la rueda, tu sangre se está derramando como la gasolina del coche. Se te quebró la cabeza como tanque de gasolina. Pero tú estabas necio en perseguir al fantasma, porque ¿cómo saber si tu esposa estaba con otro hombre en ese preciso momento en que pensabas llegar? ¿Y si se veían en otro lado que no fuera tu casa? ¿Y si no era cierto? Bueno, pero aquí, mientras ya se empieza a detener la rueda, aunque todavía gira, te diré que sí era cierto. Tú mujer andaba con otro. ¿Cómo lo supiste, Benigno? El diablo te ha de haber soplado en el oído. Tan tranquilo que estabas. Que estábamos todos, departiendo bonito, así como hacen los amigos. Te quedaste callado un rato. Los ojos se te ponían colorados. Yo creí que era por el tequila, pero más bien era por el diablo, que tiene los ojos rojos. Y ya te los había puesto de ese color porque tus ojos ya eran los del diablo. Diablo de Benigno, ¿para qué te enfurecías por algo de lo que no estabas seguro? Y si estabas seguro, ¿para qué te enfurecías? La venganza es un platillo que se sirve frío, ¿no diste cuenta? Además, tú andabas con otras dos, y una de ellas era casada. Y Carmela no te dijo nada, aunque ya sabía que eras borracho, mujeriego y jugador. Te paraste de golpe. “Mi vieja anda con otro. Los voy a agarrar in fragancy y a matarlos. Regreso pronto.” No, Benigno, no nos ibas a sorprender in fraganti. ¿Cómo, si yo estaba allí contigo? Ya se detuvo la rueda. Ya se vació el tanque de la gasolina. Ya se te vació la sangre por la cabeza. ¿Ya ves? ¿A poco no estaba feliz tu Carmela con nosotros dos, Benigno? ¿Por qué te negaste a su felicidad? ¿Y a la mía? ¿Qué mal te hacíamos si ni cuenta te dabas? Pero te fuiste a tu coche. ¿No viste que estabas con mucho te-


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quila en la sangre? Ahora ya se te vació el tequila por el cráneo quebrado. ¿Ya ves? Yo me subí a mi coche también, pero tú saliste como a mil por hora. Aceleré, pues no quería que, borracho, fueras a golpear a Carmela. Y en la boca. ¿Cómo la beso después? Allá lejos vi cómo brincaba tu coche. Cuatro, cinco vueltas. Te agarró el diablo “in fragancy”. ¿Qué le voy a decir a Carmela? Le diré que el Maligno se llevó a Benigno. Pues ahi te ves, mi cuate. Yo iré a ver si Carmela no está con otro cuando llegue. Porque así es el mundo. Nomás voy a echarte un fosforito aquí en la gasolina, digo, para asegurar que ardas completo en las llamas del infierno.

*Benjamín Valdivia [Aguascalientes, México, 1960] Es Miembro correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua y de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Doctor en Humanidades y Artes (UAZ), también cuenta con estudios de doctorado en Filosofía (UNAM) y en Educación (UG). Es profesor en la Universidad de Guanajuato, de cuya Junta Directiva ha sido miembro y en la que mantiene desde 1998 el Seminario de Estética y Filosofía del Arte. Ha desempeñado labores en universidades de Canadá, Estados Unidos y España. Es Investigador Nacional SNI de nivel II. En 2010 se publicó por el Instituto Cultural de Aguascalientes su compilación Interpretar la luz. Poesía reunida 1983-2005. Sus libros de poesía posteriores a esa compilación son: Ojos ceremoniales (Calygramma, 2011), Horaciones (Azafrán y Cinabrio, 2011), Nuevos Himnos a la Noche (Mantis, 2011), Todas las cosas (Monte Carmelo, 2012), Unas fotografías (Ediciones Caletita, 2013) y el libro digital A mi debido tiempo (Azafrán y Cinabrio, 2013 descargable en: http://www.valdivia.mx/blog/2013/11/11/a-mi-debido-tiempo/ ). Parte de su obra poética ha sido traducida al árabe, inglés, francés, italiano, hebreo, ruso, neerlandés, portugués y alemán. Sus dos novelas previas a El tira Guajardo (2009) han merecido importantes reconocimientos: El pelícano verde (1989), Primer Premio Internacional “Nuevo León”; y Veleidades de Numa Fernández al caer la tarde (1999; 2d, ed. 2013), Primer Premio Nacional “Jorge Ibargüengoitia”. Se ha publicado también un breve divertimento novelado con el título de La deuda (1997). Entre sus libros de ensayo publicados se


64 · cuentan Indagación de lo poético (1993); Breviario del unicornio (1998); Argumentos para la retórica (1999); Los objetos meta-artísticos (2007); Yo mismo (y otros ensayos sobre percepción y literatura) (2008); Sentidos digitales y entornos meta-artísticos (2009); Eros y Quimeras (2010); Filosofía del suicida y otros ensayos sobre sensación y libertad (2011), Con las líneas en la mano. Notas sobre escrituras y destinos (2013) y Ontología y vanguardias. Orígenes de la estética de la fragmentación (2013). Otros de sus intereses son la música, la fotografía y el teatro. Más detalles en el sitio www.valdivia.mx


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Los

libros Benjamín Valdivia

Esta obra obtuvo el Primer Premio Nacional de Novela “Jorge Ibargüengoitia”, en 1998. Constituyeron el jurado Dolores Castro, Bernardo Ruiz y Francisco Prieto. Segunda Edición: Niram Art, Madrid, 2013)

Rowena Bali

La herida en el cielo Editorial Colofón

Ricardo García Ficcionalia infantil Editorial 4 gatos

Sherezade Bigdalí Espaluflina y el bibliosaurio Editorial la Rana


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www.ficcionalia.com

http://revistaficcionalia.blogspot.mx/


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