Ficcionalia
CUENTOS
Narrativa, ensayo y crónica.
Ficcionantes
Nadia Villanueva Arturo “Chango” Pons Enrique Rangel
Gerardo Sifuentes Ricardo García Muñoz Inkíngari Daniel Ayala Bertoglio
Jeremías m Ramírez Vasillas
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Revista trimestral
Ficcionalia La literatura ni se aprende ni se estudia: se vive, se experimenta, se asimila...
Créditos
Dirección: Ricardo García Muñoz. Consejo editorial: Benjamín Valdivia Magdaleno. Enrique Rangel. Nadia Villafuerte. Impresión: Solar, servicios editoriales SA. de CV. Ficcionalia revista trimestral de cuento. Todos los derechos reservados.© 2
Ficcionantes
*Nadia Villanueva (Chiapas, 1978) Autora de Barcos en Houston (Cona-
culta-Chiapas, 2005), Presidente, por favor (colección de narrativa negra, Edaf, España 2005), ¿Te gusta el látex, cielo? (FETA, 2008), y Por el lado salvaje (Ediciones B, 2011). Ha sido becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes y de la Fundación para las Letras Mexicanas. *Gerardo Sifuentes (Tampico, 1974) Periodista y narrador. Ha publicado los libros de cuento Perro de Luz (1999) y Pilotos Infernales (2002). Es coordinador editorial de la revista Muy Interesante México. Vive en el DF. Su blog gesifuentes.blogspot. com Twitter @sifuentes. *Enrique Rangel (León, 1974) Poeta y periodista. Ha publicado diversos libros de cuento y poesía entre los que se cuenta: Estación Marina (poesía) Convulso Amargo Babel (Cuento) Salmo Vertebral (Poesía) *Jeremías Ramírez Vasillas (México D.F) Estudió la licenciatura en Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha escrito tres libros: Comunicación educativa, Antología de cuento brevísimo y Arañas sobre el silencio: minificciones, (Ediciones La Rana, 2011). Ha dirigido diversos cortometrajes. Recibió el premio al concurso permanente de cuento brevísimo de la revista El Cuento, No. 135, 1997; ganador del concurso de cuento de junio de 2009 Las Historias de Alberto Chimal y finalista en el Virtuality Literario Caza de Letras 2010. *Ricardo García Muñoz (León, 1973) Narrador y comunicólogo. Ha publicado en diversos medios de comunicación locales. Ha sido antologado en varias ocasiones, (Tierra Adentro, FONCA, Una cierta Alegría, Generación de la crisis, historia de la literatura Guanajuatense, literatura guanajuatense) Último Libro: Aleja de mí tu espada (editorial la rana, Gobierno del Estado de Guanajuato) Entre los premios que ha recibido cuenta con El XIX premio Nacional Efrén Hernández y el Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benitez (2007) *Arturo Chango Pons (León, 1973) Licenciado en Comunicación en la Universidad Iberoamericana y Máster en Multimedia. Durante la carrera realizó un sinnúmero de ejercicios audiovisuales y algunos cortometrajes como director y participó en diversas producciones como sonidista y fotógrafo. Desde diciembre del 2001, Arturo radica en Barcelona, donde estudió cine en el Centre de Estudis Cinematográfics de Catalunya, haciéndose merecedor del premio “Ópera Prima”.Ha realizado videoclips para Jarabe de Palo, la Mala Rodríguez,DJoe. En noviembre del 2009 dirige su primer largometraje como director “La Brújula la lleva el Muerto”, seleccionado para la competición oficial del 24 Festival Internacional de Tokio(Noviembre 2011) *Inkíngari Daniel Ayala Bertoglio: licenciado en Letras españolas por la Universidad de Guanajuato y maestro en Literatura hispanoamericana por la misma universidad; actualmente, estudios de doctorado en literatura hispánica en el Colegio de San Luis. Intereses principales: ensayo y géneros literarios. Publicaciones en diversos medios nacionales académicos y de divulgación.
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Contenido Editorial
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Aficción. ¿Qué cuento? Inkíngari Daniel Ayala Bertoglio 9 Ficcionantes 13 Arder. Nadia Villanueva 15 Chispa. Gerardo Sifuentes 27 La sonrisa de Adolfo. Jeremías Ramírez 31 Morir y morir. Arturo Chango Pons 41
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Editorial
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ada hay más hermoso que un buen cuento. Y más dif ícil de realizar, nos dice Lourdes Ortiz cuando presenta el Premio Max Aub. Aparte de suscribir a esta frase, creo que un buen cuento es la base de una madeja inmensa de relatos que vivimos a diario. Infinitos hechos comunes y corrientes que van de un lado a otro de nuestra vida. Nuestra vida por más austera y lánguida que parezca nos ofrece historias que van desde un amanecer nublado hasta la más perversa de nuestras obseciones. El cuento tiene una estructura férrea y precisa. Una parte vital de un instante robado, de una vida larga. Una estructura que nos asoma de nuevo a la hoguera donde los ancestros resumían el día, divagaban y transformaban la la vida lánguida, pálida o fría de las vías del tren de la monotonía. El cuento está más cerca del poema que de la novela. Pero no es un poema. Uno de los objetivos de esta publicación, es precisamente la dedicación y atención al cuento y sólo al cuento, en una época, ya larga, en que las editoriales parecen despreciar al género, por cegueras y badulaques cuentas mercantiles. La paradoja es que hoy en día aparece la tendencia de publicar autores constreñidos a la tecnología de los 140 caractéres y esta condición tecnológica, se erige como la esencia del pináculo de la novedad literaria. Hoy parece que todo género literario cabe donde sea, que los géneros se desdibujan y se mezclan. Pero siempre, al final nos deja boquiabiertos aquel cuento, poema o novela sometida a la regla del género, a la ley que lo configura y traduce el sentir del escritor en la obra. Las editoriales han demostrado que tratan al cuento despectivamente como un género menor, incluso, escritores, más apresurados por publicar en los monopolios editoriales, inician en el cuento como si fuese un escalón, una calistenia de cinco minutos, como si pasaran del peso gallo en el torneo de barrio de los guantes de oro, al peso welter del consejo mundial de boxeo: 5
para terminar en el género de la novela. En ese paso, muchos cuentistas se desploman o se pierden entre las tendencias del mercado que condenan con desdén el género de cuento. El cuento, probablemente , como el poema, es el origen de toda literatura de ficción; el cuento como forma literaria aspira a una manera de describir la realidad, contar una historia y de darle forma a las fantasías de los seres humanos a través del tiempo y de su tiempo. Es una escritura circular y compleja, donde el final está contenido en el inicio. Una especie de alhep, donde en muy poco se nos da el todo. De aquí, si revisáramos la arqueología del cuento, nos hallaríamos simplemente con anécdotas, derivadas de la tradición oral. Trozos de historia. Hechos que se confunden con la realidad pura y dura del momento y el sentir puro y duro del instante. En la edad media, dice JuanArmando Epple, las expresiones de la tradición oral y popular como las leyendas y los mitos o la fábula donde interesa más el asunto que su formalización discursiva, surgen estatutos ya decantados en la tradición letrada que hoy conocemos. Mempo Giardinelli señala que los cuentos se confundían con las formas narrativas de la religión, la historia, la filosof ía, la oratoria. La figura inicial en la historia del cuento autónomo es Luciano de Samosata, cuyos textos se leen en forma de diálogos morales y posteriormente como narraciones. Cuento viene del latín contus o cómputus y significa llevar cuenta. El propósito expresivo no indica necesariamente discurso, sino la suma de acciones que dan cuenta de lo ocurrido. Lo que pasa en la vida. La vida pasa. Las acciones. Los verbos. Lo ocurrido… El cuento precisa de su afiliación a elementos, casi microscópicos, que se desarrollan en la vida misma y que preñan el presente de una variopinta forma de mirar el mundo, el instante, la vida. Las cuentas implican memoria y desenvolvimiento, realidad y presente en una primera instancia, pero también acto poético. Palabras que si en el poema cantan, en el cuento cuentan. Octavio Paz dice que para “cantar la cólera de Aquiles y sus consecuencias, Homero debe contar sus hazañas y las de los otro aqueos y troyanos” La narración breve, se esparce por los caminos de la poesía, o vuelve a un estado germinal, donde la plena anécdota no 6
dice tanto como la tersura de una poesía, del uso del lenguaje en pleno, de la maravilla no sólo de describir la realidad, sino de poseerla. Ficcionalia nace con la finalidad de descubrir autores y obras de cuentos que dada la pereza del mundo editorial, quedarían, sin mucho esfuerzo, en el cajón de los olvidos, en el CPU del mañana, y así, pasado el tiempo, en la basura de un ordenador. Ficcionalia procura ser una senda para llegar a un pequeño público y compartir el disfrute de un buen cuento. Ricardo García Muñoz
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Aficci贸n
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¿Qué cuento?
Inkíngari Daniel Ayala Bertoglio
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“Una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada” JULIO CORTÁZAR
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ontar historias, por placer, para preservar las costumbres de ciertos pueblos, para establecer el punto de origen de alguna civilización; narrar la vida, la propia, la de los otros, la posible; transformarse, en animal, en objeto inanimado, en un ser de otro mundo; imaginar lo que uno nunca podrá ser o rescatar un instante de la experiencia vital… Estas son quizá algunas de las razones que animan al narrador en su tarea. El cuento es un género tan antiguo o tan moderno como se quiera. Como sucede con las formas literarias de gran calado, la infinita variedad que comprende el cuento parte de la apropiación que los escritores han hecho de él a través de los siglos y de las posibilidades mismas que éste encierra. Quizá se podría comenzar enunciando los primeros pasos del género, sin embargo, resulta esclarecedor entenderlo a partir de lo que, en la actualidad, entendemos como esta forma de escritura. Fue Edgar Allan Poe quien, a mediados del siglo XIX, propusiera una de las más conocidas características del cuento y que, en gran medida, sigue vigente hasta nuestros días: la unidad de impresión. En su ensayo sobre la obra cuentística de Nathaniel Hawthorne, Poe afirmaba que, después del poema, el cuento es la composición artística que más ventajas ofrece al escritor justamente porque su brevedad obliga a que las palabras adquieran un tono mucho más preciso y, a la vez, tengan más multiplicidad de sentidos. Atendiendo a ello, se diría que la sustancia de un cuento es inversamente proporcional a su extensión; no obstante, es bien sabido que el criterio cuantitativo, al momento de valorar tal o cual forma artística, ha resultado francamente infructuoso, un análisis más profundo es quizá lo que Poe tenía en mente cuando escribió: En tiempos venideros el buen sentido insistirá probable10
mente en medir más la obra de arte por la finalidad que llena, por la impresión que provoca, antes que por el tiempo que le llevó llenar la finalidad o por la extensión del “sostenido esfuerzo” necesario para producir la impresión. Es cierto pero, ¿qué es lo que provoca esa buscada impresión? Si pensamos en términos de definición de un género literario, nos encontraremos, por ejemplo, que la novela comparte un sinf ín de recursos con el cuento, esto obviamente se debe a que ambas formas parten de un origen común, de la narrativa, y ésta a su vez de lo que Goethe llamaba “Formas naturales”, es decir, épica y lírica y drama (la que narra, la “inflamada por el entusiasmo” y la que actúa mediante personajes). Pues bien, estamos en la que narra —además que narra brevemente— y que busca una determinada impresión; la idea de impresión nos remite a un acto inmediato, similar a estampar un sello, similar a un golpe de Knock-out diría Cortázar; en ese sentido, el papel fundamental lo tiene quien recibe el golpe, el lector; como resumía bien Chéjov: “cuando escribo, conf ío plenamente en que el lector añadirá por su cuenta los elementos subjetivos que faltan al cuento”. Antaño —y en muchos casos todavía ahora—, el cuentista debía buscar despertar la sorpresa en el lector, debía atraparlo desde las primeras líneas, mantenerlo a la expectativa y alerta ante el inminente impacto; su distancia con la novela radicaba justamente ahí, en la concentración de recursos narrativos que ésta dosificaba y con los cuales se regodeaba. Pero ahora ya estamos lejos de estas distinciones, las novelas y los cuentos ya no se dejan reducir a dos o tres simples caracterizaciones, sus diferencias son ahora cruces como por ejemplo en la ya bastante entrada en años nouvelle francesa; por otro lado, tenemos la radicalización de la brevedad en lo que se ha llamado —a falta de un nombre mejor— minificción, o aquellos cuento-ensayos o ensayo-cuentos que nos enseñara Borges, y la lista sigue y sigue. Y sin embargo seguimos teniendo grandes cuentos y novelas—por decirlo de una manera trillada— clásicos representativos. Pienso, por ejemplo, en Los premios (1960) y La autopista del sur (1966) de Julio Cortázar; en mi opinión, ambas obras son 11
formas distintas —una novela, la otra, cuento— de relatar una situación muy similar: un grupo de personas que se enfrenta a una situación insospechada y en la cual salen a flote las debilidades y fortalezas de cada una de ellas. (Ofrezco una disculpa por lo escueto del comentario, pero no arruinaré el placer de sacar conclusiones propias a quienes no hayan leído estas obras.) Como se ha visto en estos breves y dispersos apuntes —y como han advertido los teóricos que atienden al problema de los géneros literarios—, es muy poco probable sacar conclusiones que puedan ser más o menos convincentes para decir qué es un cuento; lo que sí se puede afirmar es que hay una cierta intuición y que ésta —si bien no dejará de ser sólo eso— únicamente puede ensanchar sus límites con el conocimiento de más y más obras, con la lectura…
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Lo que si creo que puede sostenerse es que el cuentista está mucho más cerca del poeta que del novelista, y que el cuento por ende está más cerca del poema que de la novela. José Luis González.
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Arder
Nadia Villanueva*
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A
lguien siempre matará por ti, dijo él, después agregó: A veces pienso en algo que he hecho. No esto de lo que hemos hablado. Cualquier cosa. De hace años, de la semana pasada, de la infancia. Y es como si lo hubiera leído. Como una novela o una película. Sea lo que sea, hiciste lo que pudiste, hiciste lo mejor, le respondí, y ese fue nuestro último encuentro. De repente, en un abrir y cerrar de ojos, lo vi desaparecer de la silla. Estábamos en el mismo bar donde tres semanas antes nos habíamos conocido, pero él se levantó y fue abriéndose paso entre el humo de cigarros. Parecía un fantasma que ganara nitidez y certeza mientras se ponía el sombrero antes de salir a la calle. Parecía un sacerdote inquieto por la idea de su inminente suicidio. O un criminal preocupado en hallar a medianoche un teléfono para hablar con su madre. Parecía todas esas cosas juntas, Ulrich. Era madrugada cuando salí del Old Town y me detuve en la esquina. Pensé que debía esperar mi destino si es que algo como eso era posible; pensé, metiendo las manos en los bolsos del jeans, que mi vida había dado un giro súbito y que era posible que durante un buen lapso no lograse entender la naturaleza o el sentido exacto de ese vuelco. Luego una finísima luz horizontal se extendió en la penumbra, de modo que esperé el amanecer en la parada del bus. Me envolvió una melancolía que nada tenía que ver con Ulrich, ni con una ciudad en donde sucedían este tipo de coincidencias, sin que el sentimiento de pérdida fuera demasiado fuerte o demasiado grande como para hacernos torcer el rumbo. De regreso, observé distinto el barrio. Ocurre de vez en cuando: lo cotidiano se vuelve extranjero, descubres otro cariz, más siniestro o menos común de las mismas cosas que has visto con rutina. Lo invisible en lo visible. Y hay un pequeño trastorno pero no puede advertirse porque lo normal es la regla de la carencia imaginaria: la enfermedad es la salud, etcétera. 16
No contaré nada importante. No explicaré las razones por las que una colombiana de nacimiento se halló de repente en otro país. Las cosas que ya hiciste, si ya las hiciste, para qué las enlistas, digo yo, que nunca he sido una persona afectiva y tampoco creo poseer la típica frialdad de los ejecutores. Cuando conocí a Ulrich yo tenía un año trabajando en Shanghai. Pronto me hallé compartiendo departamento con dos hombres. Alam, de Bangladesh, era instructor de gimnasio, Belmut, el griego, pasaba doce horas en una maquila de relojes. Se debe estar loco para hacer laburo en una enfermiza casa de relojes, relojes como piedras cayendo en tu cuerpo y sepultándote, eso le espetaba a Belmut y Belmut sólo reía, nunca supe si aquella risa era una forma sutil de ignorarme. Tengo empleo, repetía con la voz juguetona de un maniático, y se iba repitiendo la frase hasta cerrar la puerta de su habitación. Hablábamos los tres en un inglés trufado y en no pocas ocasiones, cuando nos llegaba la histeria sin motivo, soltábamos palabras en nuestros respectivos idiomas. Después las palabras se desvanecían dejando su eco triste. El departamento poseía la atmósfera sucia e íntima de los moteles y yo, que siempre he pretendido evadir las emociones, compraba objetos como quien busca dibujar un arroyo cristalino en el muro para sentirse menos incómoda con lo que tiene. Me irritaba, claro, por eso después del laburo me iba a caminar para volver rendida y echarme a dormir, aunque después me levantase llena de terror pues me venía la imagen de un hombre que, en una ocasión, al cumplir cincuenta años, no quiso levantarse más pues supuso que ya era viejo y debía esperar su muerte. Una noche, después de mis horas como pedicurista en el salón de belleza, entré a un bar del Old Town. Estaba en el último piso, no sé ahora, de manera que podía apreciarse el brillo maligno del río, su corriente encendida por los resplandores eléctricos de la calle. Se veían muy cerca las luces, los espectaculares, el mundo estallar como un juego pirotécnico a través de las enormes pantallas. A mí sólo me hacía sentir más sola, más perdida, pero no por eso rechazaba la posibilidad de ser feliz. Recuerdo que pedí una cerveza y me quité las zapatillas y me sentí incómoda por el decorado del sitio: ¿qué se creía el dueño como para poner figuras humanas en relieve: un payaso con la boca sangrante, una mujer con la boca abierta por una 17
hoja Gillette, los tatuajes de un busto griego? Me interrumpió una voz. La habría ignorado pero dijo: Detestas a los sufrientes y solitarios y por eso te desagradan las paredes. Cuando volteé a verlo, supe que no se trataba de un hombre que correspondiera a la voz misteriosa, él no era enigmático sino más bien común y eso era más temible todavía. Al principio dejé que él hablara: la historia, su historia, o lo que inventó para que esa noche hubiera una historia de por medio, un itinerario, tenía qué ver con telenovelas egipcias, dobles en películas, pisos turcos, atardeceres rasantes en Estambul, violinistas argelinos. Cuando por fin calló, me eché a reír. ¿Qué le pasa?, inquirió un poco molesto. No lo tome a mal, le dije. Es que usted suena muy cosmopolita y recordé la mala copia de un dvd que estaba muy mal traducido y era una escena muy dramática, de cuando el hijo descubre que su madre de sesenta años trabaja pajeando en un club XXX del Soho, masturbando a los clientes en esas máquinas tragamonedas, y todo porque el nieto, el hijo del hijo, va a morir si no consiguen dinero para trasladarlo a Melbourne… ¿Usted conoce Australia? Soltó un «Sí» seco. Claro, usted tiene cara de conocer muchas cosas, concluí pero luego volví a hablar. ¿Se ha dado cuenta de que en todos los argumentos de las películas hay sexo? Sexo, sexo, sexo. O las mujeres del mundo son putas, o son vírgenes… ¿Qué pasó con las reinas y las princesas, con las evangelistas y las monjas, con las amas de casa como yo? Las mediocres, las que resistimos el acoso de la soledad y el malestar de la culpa. Las que podemos ser amadas y respetadas aunque no lo hayamos pedido porque nos tiene sin cuidado el amor y el respeto, avaras para dar y recibir pero perfectamente convencidas de que más vale mantenernos lejos. Esas que obtenemos trabajos mediocres, escribimos cartas, resistimos a cuerpo limpio el cerco de la soledad y el desasosiego de la culpa. O las otras, caramba, mujeres cuyos maridos las aman y les tienen respeto aunque ellas no estén interesadas en el respeto ni en el amor de sus maridos, y son mezquinas pero con perfecta convicción, con una distancia estoica que es la misma que a veces dedican a sus hijos. ¿Usted se ha topado con las que cuidan a sus esposos o a sus padres enfermos, cumpliendo antiguas deudas de cariño y a la vez sintiéndose molestas, deseando huir sin lograrlo? ¿Mujeres que contestan a la agresivi18
dad con comprensión, y al cinismo con dulzura? Ah, el misterio en la vida de Latinoamérica, respondió él, arrogante, sobrado de razones para advertir mi acento, aunque ya notaba en su voz una pena honda, el resuello de un animal que había llegado al bar como quien se arrastra a la orilla para alejarse del sitio donde lo hirieron. Además, se ve que usted no ha viajado mucho, dijo él, y me delató el rubor en las mejillas. Algo cambió a partir de esa noche, algo se estableció como peste entre el desconocido y yo. Un vínculo, una complicidad, el horror de permanecer conversando mientras las efigies del decorado nos veían: el payaso, la navaja, el busto de yeso. Me llamo Ulrich, dijo, pero pudo haber dicho cualquier nombre pues supe desde ese momento que mentía, que su nostalgia estaba más allá de su rostro anodino, de su nombre, incluso del pequeño o gran misterio que traía bajo el saco. Me llamo Rex, le respondí, en un acto impulsivo, asertiva como nunca, como si en verdad fuera Rex y repitiera el verso «del recuerdo que no quiere que lo olvide/del recuerdo que no olvida lo que quiero». Tampoco él me creyó, pero esa noche lo que sobraba era la farsa. La farsa de permanecer despiertos bajo aquella luz amarilla. La farsa de quitarnos el velo y observar desde el décimo piso cómo la ciudad jamás se atrevería a arder porque uno no arde lo suficiente, no ponemos toda la carne en el asador como se debiera, de repente el miedo se convierte en la pequeña fisura y un pequeño miedo sostiene lo que por naturaleza tendría que caerse a puños. Preguntó si conocía a Marvin Gaye pero moví la cabeza en señal de que no. Preguntó si sabía dónde quedaba Calcuta y le dije que ignorante no era, que, de hecho, me gustaban los libros. Le pregunté en cambio si sabía cuántos muertos podían acomodarse en la carretera de Medellín a Bogotá y soltó una risa demente. De Medellín a Bogotá, agregó, sólo hay una nostalgia que se disipa, un disparo limpio y hermoso pero siempre lejano. ¿Conoce?, dije sin reprimir mi espíritu provinciano. He estado en todas partes, y todos los lugares son un túnel, pasadizos que conducen a otros, en un laberinto subterráneo sin salida… Me pareció un bufón. Salimos del bar caminando en direcciones contrarias: cuando crucé la esquina y volteé, él ya no estaba, sólo se suspendía la niebla en medio de la noche. 19
Volví a los veinte minutos, ansiosa. Yo, que nunca había sido impresionable por nada, volví movida por el morbo. Ni siquiera me sorprendió hallarlo, casi diría que lo esperaba. Señora Rex, saludó. Y no pude negarme a sentir cierta molestia. Qué tal, señor Ulrich, dije, y me senté al lado del hombre. Pidió que me quitara las botas. Tengo frío, respondí. ¿Ve? Las personas que no se descalzan no viajan. Tampoco retienen palabras que bien podrían darles consuelo. ¿Como las de ahora? Como las de ahora, dijo. Vea, Ulrich, usted es un parlanchín arrogante. Y usted, señora Rex, una aburrida que no se atrevería a matar… ¿Ha matado? Nunca. ¿Y le gustaría hacerlo? Desde luego que no. ¿Y por qué razones lo haría… por dinero, por necesidad, por amor, por revancha? Esta conversación me parece estúpida… ¿Y entonces por qué ha vuelto? Sonreí. Sonreí maliciosamente. ¿Me está coqueteando? No. Yo creo que sí, dijo Ulrich. Sentí que el licor me había subido al cerebro y pregunté, con la lengua un poco suelta, si él lo había hecho, si no era muy rápido como para hacernos confesiones de ese tipo. No son confesiones, señora Rex, o si me permites, Rex. Pero no dijo ni sí, ni no. ¿Qué si lo hiciera?, pregunté. Ah… Cuando lo hagas, sentirás miedo al principio y te quedarás aterida en un rincón por varias noches, mirando cómo se mancha de negro la tarde y sintiendo que el teléfono suena aunque no suene y que la puerta se abre aunque no se abra y que allá abajo o bajo tus pies se extiende una pesadilla que tú no soñaste pero late pese a tu voluntad y luego no importa porque has cumplido con la misión de expresarte libremente así los demás se muerdan las uñas, y es que matar es sólo una elección de tu dolor sobre el dolor del otro, de tu paz sobre la paz de otro… Pasada la tormenta sólo sentirás un sosiego y una ansiedad como la de cuando quieres largarte al mar para echarte al sol y abrir y cerrar el hocico exclamando que nunca habías sido más feliz y quieres pisar la arena y enterrarte en la arena y dejarte limpiar por la espuma, porque eres inocente. Más o menos lo que pensaste ayer… ¿Y tú no has conocido a hombres que ocultan sus pasiones debajo de una máscara afable, y que de pronto, de súbito, hacen algo que los perturba pero no pueden arrepentirse porque saben que habría sido imposible actuar de otra manera? ¿No te has topado con hombres que guardan sus sentimientos y sus pasiones para sí, debajo de una superficie apacible, y de 20
pronto una mañana se atreven a hacer algo que les provoca remordimientos pero de lo que no se arrepienten porque saben que no podrían haber actuado de otra manera? La vida es un millón de piezas separadas que no encajan y, si lo hacen, procura tener el estómago duro para soportarlo. Lo único que pensé al oír de ese modo a Ulrich fue: ¿qué sentirán las personas cada que recuerdan un asunto que no los deja respirar? Pagué y me fui lo más pronto que pude. Belmut y Alam. Ahí estaban, en sus habitaciones, caminando sobre el círculo de sus equívocos y frustraciones, iguales a mí pero menos preocupados, más fuera de sí mismos. O eso creía. Quizá a ellos les ocurría también eso de conocer individuos excéntricos, perdedores radicales en cuyas almas se acumula la basura de los que se mueven alrededor suyo, pero una buena noche estallan y una buena noche, una mujer como yo, por ejemplo, abre las llaves de sus corazones oxidados, corazones de donde sale una soledad putrefacta capaz de inundar las cercanías, como una alcantarilla que se abre y borbotea sin parar. Alam y Belmut, ahí estaban sin saber que hay seres que se te aparecen como ángeles para rondar tus noches, para acariciar la falsedad de tus horas y ensanchar tu existencia en la medida en que la destruyen, enriquecerla mientras minan poco a poco tu cuerpo que languidece para convertirse en el eco perpetuo de un temblor. Quizá alguien está esperando en una esquina para vernos estallar a nosotros, de eso se trata todo. Pensé que no iba a encontrarlo en la tercera noche. Sin embargo, Ulrich permanecía sentado en la barra del bar como si hubiera estado ahí durante siglos, como si hubiera esperado a que yo y no otra, entrase. No temas, dijo. Yo sólo he matado a Reni Santoni porque fui extra en una película. No sabes quién es Reni Santoni y no tendrías por qué saberlo. Le dije que claro que sabía de Santoni y lo recordaba en una película con Sean Penn y que eso qué más daba. Mejor háblame de ti, pidió. Habla, señora Rex, señora de los ojos verdes que me recuerdan la quietud de un lago encendido, habla con tu boca roja como pájaro en medio de una tumba, eso dijo, no lo pronunció así pero mencionó pájaros y tumbas y lagos y también insinuó algo esa noche sobre cortinas transparentes meciéndose con el roce de una caída, algo sobre un balcón 21
altísimo, y fue entonces cuando se puso a hablar de su hijo y de por qué había citado a Marvin Gaye, un músico negro asesinado por su padre, y de por qué uno se marchaba súbitamente y era imposible no sentir la tristeza de quien se aleja mientras afuera seguía la lluvia, mientras la prensa llegaba al buzón, mientras el directorio telefónico y su descomunal sentido de anonimato permanecían inservibles en el buró, pues para qué sus números de emergencia, los servicios de ambulancia. Fui al retrete y vomité, vomité hasta sentirme ligera. ¿Y a mí qué diablos me importaba la historia de un hombre repentino? ¿De dónde diablos había salido Ulrich? Hay gente que necesita palabras para vivir, para convulsionar su espíritu seco como desierto, palabras como aire, palabras como pétalos que caen en un barranco, eso supuse. Oiga, yo ardo pero con frecuencia mantengo la boca cerrada, no le cuento a la gente lo que no le incumbe, eso iba a gritarle a Ulrich, pero al regresar a la barra me pareció ver más sombras deslizándose en el bar. La mancha humana se movía y el sonido de sus voces hizo que mi reclamo se perdiera. ¿De qué hablas?, preguntó el hombre, que ya no era Ulrich ni un desconocido, y en ese momento semejaba más una marioneta sacudida desde el techo. Por un momento tuve la impresión de que todo era una broma, que todo volvía a ser igual, que yo era una pedicurista y una colombiana, que simplemente era alguien que había sido y seguía siendo sin ningún testigo a la distancia. Nadie había cortado cartucho como creí, cortar cartucho, ese grito universal que indica lo que ya sucedió y nos tomó desprevenidos, el brillo de la pólvora tomando por sorpresa el aire. Recordé a mi abuela. Debe de ser terrible esa amputación del sonido del mundo, me dije pensando en quien quedó sorda por una granada caída en su patio, a la abuela que me daba libros como quien entrega pequeñas dádivas a una indigente, y luego seguía leyendo los suyos sin escuchar mis pasos sobre la duela, sin escuchar ya nada, reconstruyendo en su mente el sonido de los vagones, el bramido de miles de judíos rumbo al matadero. Me dejé caer en la silla. Mira aquella chica, ordenó Ulrich. Pero a mí de pronto me dio mucho sueño. Caí en la cuenta de que haberme arrojado a una ciudad vertiginosa como esa, me había dado poca energía para pensar en el montón de cosas 22
de las que no quería hablar. De hacerlo, pensé, sería igual que Ulrich: mi historia, desprovista de emoción o intensidad, significaría algo para él, o para quien quisiera jalar el hilo. Llamarme Yekaterina porque mi padre fue devoto de los rusos, explicarme por qué había terminado de pedicurista en Shanghai, ver la inmensa cicatriz en el cráneo frente al espejo, indagar qué había bajo esa boca sin gritar, qué debajo del miedo a dormir demasiado, a eludir mis conversaciones con Belmut y Alam, tal vez dos esculturas frágiles y en el fondo dos silencios enraizados, iguales a mí y a Ulrich, iguales a un montón de gente. Había una chica, cierto, y esta se paró rumbo al baño y Ulrich miró a la vieja acompañante de la chica y yo miré al viejo y después a Ulrich y me sentí más lejos de casa que de costumbre, no sólo de Bogotá ni de las fotos familiares sino de Alam y Belmut y de las campanas chinas colgadas en el comedor, que emitían un murmullo de cristales. Más lejos de cuanto puede estar un sordo del oleaje y el mar rompiéndose en el acantilado. Y si recuerdo eso fue porque luego de la última noche de ver a Ulrich, cuando regresé para buscarlo sin hallarlo más, me la topé otra vez, quiero decir. Nos encontramos, ella y yo, en el retrete, y a través de ella me vino la voz de Ulrich, pues esa noche habló, Ulrich, de un militar que tenía una prótesis de plástico como sustituto de una mano, y fue en ese instante que comprendí el por qué… Pero nada de eso tenía importancia, salvo porque quizá para mí fue un símbolo… De lo que no buscas y encuentras y después pierdes y miras como una ausencia. Nos consideramos a nosotros mismos fuertes, sólidos y sofisticados, pero de repente nos falta algo y todo se colapsa. Así pasó esa noche. El tercer y último encuentro en el Old Town, Ulrich lloró. No hubo más pistas ni claves o señales de un asunto que nunca me quedó claro o del que intuí lo que quise. Hablamos y hablamos, tuve la impresión de que las horas de aquellas tres noches en realidad habían sido túneles, los túneles de los que hablaba Ulrich, máquinas oscuras a donde caíamos sin querer y de las que salimos para percatarnos de que las cosas siguen siendo las mismas aunque un poco más deslavadas, como si el mundo se hubiera gastado en ese breve parpadeo y se extendiera un poco más triste que de costumbre. ¿Y cómo se acomodaron las anécdotas relatadas por Ul23
rich en un lapso tan breve? Citó nombres, muchos dif íciles de pronunciar y completamente olvidables. Parecía uno de esos desarraigados que se alimentan del extravío para olvidar el momento que los hace virar abruptamente y sin escapatoria: ya no correr sino esconderse en una esquina o caminar en sentido contrario. Dijo que según su experiencia, tras la puerilidad de las telenovelas quizá había mensajes que no queríamos entender. Relató con simpleza sus noches de velador oyendo programas extranjeros en una radio portátil. Se refirió a un cuartucho en Turquía, un edificio con muchos más cuartos desde los cuales salían a veces murmullos o gritos en un matiz que daba pie a la duda y la vacilación. Habló de un violinista argelino que conoció en Trípoli, quien se le acercó para decirle al oído que bajo el puente donde estaban había un mapa antiguo enterrado. Entonces me dio una moneda, dijo Ulrich, una moneda sin relieves en ninguna de las dos caras. Y fue aquí cuando Ulrich lloró, lo cual fue breve y hasta amable y justo por ello incómodo pues fue inevitable la evidencia de la culpa. Culpa de qué, no lo sabría, me quedó claro, sólo dijo: Fue un accidente. Me estremecí al pensar en la inmediatez de lo ocultado por Ulrich: que los hechos estuviesen ocurriendo aún, que Ulrich en realidad hubiera entrado al bar para refugiarse porque ya no era posible huir, que quizá mientras yo volvía de nuevo a casa, Ulrich había decidido pararse en mitad de la carretera para despedirse mientras se marchaba a otro país, pero esperando cómo la tarde comenzaba a mancharse, cómo un teléfono invisible sonaba ya, a sus espaldas, cómo una puerta inexistente se abría y cómo él debía comenzar a dar explicaciones. Marvin Gaye, el padre que mató a su hijo, el balcón, la caída, el charco de sangre negra que inundaba su cabeza y reflejaba tal vez el cielo, eso que imaginé en una historia detrás de otra, lo visible en lo invisible, palabras que ardían en mitad de la noche. ¿Te das cuenta de lo mucho que nos gusta lo tremendo? Si no me hubiera acercado con violencia, tal vez no habría llamado tu atención. Siempre es así. Los trenes nos atraen sólo cuando chocan o destrozan el cuerpo de un suicida, parece que sólo podemos explicarnos mediante el desastre. Pero también suceden cosas cuando un tren permanece en su lugar, incluso cuando llega con monotonía a su destino. Esto lo acabo de leer, 24
no sé dónde… Y si piensas que no serías capaz de hacerlo, no te preocupes, alguien siempre matará por ti. Ulrich vaciló por un momento. A veces pienso en lo que he hecho, dijo. No esto de lo que hemos hablado. Cualquier cosa. De hace años, de la semana pasada, de la infancia. Y es como si lo hubiera leído. Como una novela o una película. Sea lo que sea, hiciste lo que pudiste, hiciste lo mejor, respondí. Después se quedó callado y siguió observando a la chica frente a nosotros. Me gustaría un mundo sin ruidos, le dije, pero ciertamente Ulrich ya no me escuchaba, como no me oía la abuela, ni la manca de bar que parecía idiota observando a su acompañante, ni a esta viendo a la manca como recriminándole alguna cuestión. No es sino el comienzo, lo importante ya se ha ido, pensé, mientras me acuclillaba en la parada del bus. Ulrich comenzó a desvanecerse igual a la neblina fría. Por un momento tuve la impresión de que regresábamos a la noche previa que nos había arrojado al bar, antes de que fuera demasiado tarde, antes de descubrir que en ese sitio la vida nos esperaba con el trazo de un dibujo sombrío, un dibujo en el que permanecía oculto nuestro tedio y un posible crimen, el brillo de dos miradas que se cruzan, penetrando la grieta. Por un momento, cuando llegué al barrio, creí ver a Ulrich, su figura anodina iluminada por los faros de un coche fantasma.
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El cuento se construye sobre la base de una contradicci贸n, de una falta de coincidencia, de un error, de un contraste, etc. Pero eso no es suficiente; en el cuento como en la an茅cdota todo tiende hacia la conclusi贸n. Boris Eichenbaum
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Chispa Gerardo Sifuentes*
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E
l elefante despertó inquieto. En aquella fría madrugada, los insectos que lo habían arrullado durante toda la noche callaron de forma súbita, como si hubieran sido producto de un sueño. Miró en todas direcciones en busca de algún intruso, pero los alrededores de la decrépita caravana circense lucía tranquila. Llegó a pensar que aquel extraño ruido que le había perturbado el descanso estaba en realidad dentro de su cabeza, y no sería el primer paquidermo senil que padeciera aquello. Comprobó con un leve estirón de la pata trasera que sus cadenas estuvieran flojas. Era un descuido que siempre sucedía, aunque nunca antes se había sentido con la necesidad de zafarse. Desde que el marchito oso negro fuera sacrificado, los días se habían vuelto más tediosos que nunca. Pero el paisaje que observara la tarde anterior lo había motivado: una extensa llanura semidesértica, con arbustos que se perdían en el infinito, lo invitaba a perderse en ella. Así fue que de un jalón arrancó la estaca que lo sujetaba al suelo y quedó libre para emprender su diligente marcha. Hacía mucho tiempo que no veía el amanecer en el campo, y la idea le llenó de regocijo. Avanzó con decisión mientras el horizonte anunciaba la llegada del Sol con una difuminada banda púrpura. El sudario de estrellas, tan encendidas como cartel luminoso, empezó a desvanecerse. Detectó no muy lejos de su posición el sonido de un automóvil que se alejaba a gran velocidad. Pensó en su madre, en los días en aquella granja en medio de la jungla donde había transcurrido su infancia. Aquel pensamiento lo reconfortó. Al sentir el asfalto bajo sus patas se detuvo en seco, pues era una señal de advertencia que había aprendido a respetar. A unos cuantos metros, entre las tinieblas que aun envolvían el lugar, distinguió una cabina de madera con una pila de llantas a su lado. Disfrutó el afable silencio del desierto, momento que le brindó una sensación de paz que no recordaba haber tenido antes. Pensó que tal vez era el momento de emprender el largo viaje a casa. 28
El lejano canto de un animal desconocido interrumpió sus reflexiones. A pesar de encontrarse muy lejos, el grito ultrasónico que emitía aquella bestia era muy claro, un sonido grave, monótono, constante. Por un confuso momento pensó que se trataba de una máquina, aunque pronto distinguió los rasgos eminentemente orgánicos. La fuente de aquel ruido se acercaba a él a gran velocidad, y la diferencia de presión en el aire le indicó que se trataba de una criatura voladora bastante grande. Segundos antes que el sol apareciera, Chispa volteó la cabeza en dirección a la enigmática criatura, cuyo canto drónico le resultaba fascinante. Pensó que sería interesante conocer a una criatura de esa especie. Voló muy rápido a baja altura. La aparición le dejó impresionado: tenía casi el doble de su propio tamaño, con el cuerpo de una langosta, pero sin alas que batiera para poder elevarse; de su alargado tronco emergían una serie de colas que se agitaban iracundas con el viento. No era un avión, de eso estaba seguro, ya había visto varios, aquello no era metálico. Cuando la cosa desapareció de su plano de visión, Chispa agarró tierra con la trompa y la arrojó al aire a manera de saludo. Excitado por la visión emitió una gran barritada que se perdió en el infinito. Casi al instante pudo escuchar una tenue aunque positiva respuesta, que quedó impregnada en su memoria. Tras unos segundos, los insectos y pequeños animales de los alrededores emprendieron su bullicio matutino. Satisfecho por aquel espectáculo, y con el Sol apenas asomado en la distancia, decidió cruzar la carretera. Tenía tiempo para analizar la información que le habían transmitido, comprimida en aquel segmento sónico. Apenas había atravesado la carpeta asfáltica cuando escuchó el motor de un automóvil que se acercaba a gran velocidad; estruendoso, maquinal, ofensivo. Aquella intromisión le enfureció, como si se tratara de un guardia que quisiera impedirle el paso de aquella frontera. Los humanos, pese a todo, se empeñaban en manchar los pequeños y sencillos placeres que Chispa se reservaba. Actuó por instinto; emprendió la embestida. El claxon del auto naranja sonó repetidas veces sin éxito. Salió del camino con un brusco movimiento para evitar el impacto con aquella mole imposible. Una zanja lo hizo volcar apa29
ratosamente, levantando una gran columna de polvo. El animal emitió un furioso berrido y detuvo su trote, agitado y tembloroso; la sorpresiva emoción del combate delató su vida sedentaria. Le vino a la mente la imagen de su madre entonando la canción de la tarde. Se acercó al destrozado vehículo con cautela, convertido en un montón de fierros retorcidos, un insecto gigante aplastado. Recordaría para siempre la imagen de aquella mujer herida que salió milagrosamente del interior, arrastrándose con las dos piernas quebradas. La chica bañada en sangre volteó con dificultad sobre sí y observó el cielo, con sus ojos anegados de lágrimas, sangre y tierra. Comenzó a hablar sola. El elefante se le acercó aunque guardó su distancia, el olor repelente de la sangre le atemorizaba. Ella gritó sorprendida al verlo y detuvo el llanto, observándolo con los ojos desorbitados. Le habló al paquidermo sin saber que éste no entendía bien su idioma. Chispa supo que ella no lograría sobrevivir. Después de un par de minutos esta dejó de respirar en medio de estertores. Los ojos verdes quedaron abiertos, buscando algo en el cielo sin nubes. Los zopilotes llegaron a averiguar qué sucedía, pero el enorme animal los intimidó. El elefante se estremeció, y pensó que le aguardaba todavía un largo camino. Tenía hambre. Decidió caminar a paso lento para relajarse, arrojándose tierra a la espalda, cantándole a la mujer muerta en un digno combate. Se sintió fuerte, había recibido un mensaje de esperanza para todas las criaturas como él y tenía que esparcir la noticia. A lo lejos un enorme anuncio de refrescos decolorado por el sol y una montonera de llantas fueron los únicos testigos.
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La sonrisa de Adolfo JeremĂas RamĂrez Vasillas*
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M
atías se detuvo exhausto. Ya no podía más: sentía un fuerte dolor en el pecho, jalaba aire por la boca desesperadamente. Con la mirada fija en la calle oscura, alumbrada aquí y allá por la amarillenta luz de los postes, trataba de divisar a sus persecutores. Silencio. Debían de estar cerca. Tenía que seguir corriendo. Respiró hondo y dio un paso pero las piernas se le doblaron. Dejó que su cuerpo se tendiera sobre el asfalto mojado. La humedad del suelo le regaló un poco de frescura. Su brazo herido ya no sangraba: la bala seguramente sólo le había rozado la piel. ¿Tendría alguna otra herida? Se tocó el cuerpo y sintió un objeto duro en la bolsa de la chamarra. La pistola estaba en la otra bolsa. Se acordó: era una botellita de ron. La sacó y le dio un tragó. El ardor en los labios le hizo lanzar un gemido ronco. Aventó la botella. Necesitaba agua no alcohol. Se dio la vuelta y su espalda se refrescó con el piso. Cerró los ojos y respiró profundamente. Estaba muy agotado. Todo lo que deseaba era quedarse dormido. *** Un golpe en el rostro lo hizo reaccionar. Abrió los ojos. Cuatro caras iracundas lo miraban interrogante. “¿No sabías que tu compadre Adolfo era tira?” Matías, sangrando de nariz y boca, meneó la cabeza negativamente e intentó contestar pero su voz era sólo un gruñido ininteligible. “Habla cabrón, no ladres”. Un nuevo golpe cayó sobre su cara y vio como la luz del cuarto nuevamente se fue extinguiendo. *** Abrió los ojos lentamente. Tenía que seguir corriendo si no quería que lo volvieran a atrapar. Sus piernas débiles se resistían a ponerse de pie. Estaba aturdido por el cansancio y los golpes que había estado recibiendo los últimos días. Trató de orientarse. La escasa luz no le ayudaba. Era El Olivo, de eso estaba seguro, pero no podía reconocer qué calles eran: las casas parecían iguales. *** Lo habían dejado solo pero sabía que ese receso no iba a durar 32
mucho. Y todo se repetiría de la misma manera: golpes, preguntas, acusaciones, descanso. Se iban y después de un tiempo, a veces prolongado, regresaban a repetir la implacable rutina. Sentía los hilos de sangre bajar por el mentón y resbalar hasta el cuello. Respiraba con dificultad. Las sogas le lastimaban las muñecas y los tobillos. Levantó la mirada: vio nuevamente los muebles ruinosos de rincón. En ese momento, gruesas gotas de agua empezar a tamborilear en los cristales sucios de la ventanita superior del sótano donde lo tenían encerrado. *** Había empezado otra vez a llover. Gruesas gotas caían como piedras en la nuca y en la espalda de Matías. Alzó el rostro y sintió la lluvia fría refrescándole los labios resecos y partidos por los golpes. Del desagüe de un techo empezó a escurrir un chorrito de agua. Se puso de pie y se acercó. Abrió la boca tanto como le permitían las heridas en los labios. El chorro entró a borbotones. Después de tomar abundante agua, se recargó en la pared de la casa. *** Suspiró. Entre los muebles amontonados había un gabinete de cocina destartalado con algunas láminas desprendidas que podrían servirle de navaja. Tardaría mucho en cortar las sogas, pero había que intentarlo. Se balanceó hacia adelante y logró levantarse. Encorvado, con la silla a cuestas, giró los pies, como si bailara twist, y poco a poco empezó a acercarse. Con sus manos sintió una laminilla que le podría ser útil. Empezó a frotar la soga contra su filo. El esfuerzo le hizo sudar copiosamente. “Desgraciado —se dijo al pensar en su compadre Adolfo—, Tomás nunca me va a creer que no sabía que ese hijo de perra era judas”. A ratos se detenía, agotado. Tenía que apurarse. ¿Lograría cortarlo antes de que llegaran?. De pronto, la soga cedió. Suspiró ruidosamente, satisfecho. Las manos las tenía hinchadas y entumidas. Los dedos le dolían terriblemente. Pero se dio a la tarea de desatar sus pies. Mientras lo hacía pensaba en la mejor manera de escapar: Iba a ser muy dif ícil. En una silla estaba la chamarra de Tomás. La revisó y encontró una pistola en una de las bolsas: estaba cargada. Un rayo surcó el cielo y el fogonazo de luz pintó 33
de blanco las paredes sucias y amarillentas del sótano. *** El ruido fue estruendoso. El rayo seguramente había caído muy cerca y tuvo el efecto de inyectarle nuevos bríos. En medio del estruendo de la lluvia percibió el débil ruido de un auto. Debían ser ellos. Comenzó a correr. A lo lejos, aparecieron un par de luces. Matías dio vuelta en una esquina buscando un refugio. Al fondo de una calle oscura distinguió un edificio. Parecía abandonado. Estaba cercado por una barda de láminas de metal sostenida con postes de madera. Se acercó corriendo. Otro rayó le permitió ver que el edificio estaba en ruinas. El auto dio vuelta en la esquina y sus luces rasgaron la penumbra. Matías se pegó a la barda del edificio buscando desesperado dónde esconderse. Vio unas bolsas de basura y se tiró detrás de ellas. El auto pasó de largo. Acurrucado esperó unos instantes y luego levantó la cabeza y vio las luces rojas traseras del auto como dos ascuas movedizas que se perdían en la penumbra. De pronto las luces rojas se intensificaron y el auto empezó a dar vuelta para regresar. Se tiró al piso nuevamente para esconderse y descubrió en la parte inferior de las láminas de la barda un boquete por donde seguramente se metían los perros. Se arrastró. El orificio era estrecho y el filo de una lámina le raspó la espalda que, afortunadamente, estaba protegida por la chamarra. Cuando logró introducirse el carro se detuvo. Estaba cerca, muy cerca. Oyó: “Este puede ser un buen escondite para una nochecita como ésta”. Otra voz dijo: “Pregúntale al jefe qué hacemos”. Se oyó que hablaban por teléfono. “Si, sí, entendido”. “Vámonos, el jefe va a mandar al Gato. Si el ‘ratoncito’ está aquí... ya se chingó”. Rieron. El auto arrancó. Matías se apresuró a salir: no iba a dejar que lo acorralaran como a una rata. Pasó la cabeza por el boquete y vio como otro auto se acercaba. Retrocedió. El auto se detuvo. Oyó como llegaban dos autos más. Reconoció la voz chillona de El Gato que daba órdenes a mentadas, como era su estilo. Lo iban a cercar. Había que buscar una salida. “Desgraciado”, pensó. “Si salgo de ésta, no te la vas a acabar pinche Gato”. *** Matías se asomó cautelosamente por la puerta del sótano que daba a una sala. La abrió sin hacer ruido y por la rendija vio a La 34
Víbora que estaba de guardia, sentado en una silla, con sus botas sobre una mesa de plástico, sacándole la mugre a los grabados de marfil de la cacha de su pistola con la punta de un cuchillo. Se preparó para enfrentarlo, pero una puerta se abrió y apareció un sujeto que no alcanzó a reconocer. No lo pensó: abrió la puerta de golpe y jaló el gatillo. El hombre cayó fulminado y de inmediato le disparó a La Víbora que ya se daba vuelta encañonándolo. La bala le atravesó la sien. Matías salió corriendo al patio, se montó a la barda y se dejó caer al otro lado. Detrás de él se levantaba un alboroto de gritos y disparos. Cayó sobre un montón de basura que amortiguó el golpe. Se levantó y corrió cuesta debajo de la barranca sujetándose de los árboles para no rodar. Las balas zumbaban muy cerca. Sintió un quemón en el brazo que le rasgó la chamarra de cuero, pero no se detuvo. *** Matías no veía nada. A gatas rodeó el edificio. Había mucha basura y tenía que ir con cuidado de no cortarse con las botellas rotas y de no hacer ruido. Afortunadamente la lluvia seguía y le ayudaba a ahogar cualquier sonido. Encontró varias rendijas en la cerca pero no podía escapar por allí: vigilaban con las lámparas cada tramo. Había que buscar una salida por las casas aledañas, pegadas al edificio. Quizá desde el primer piso habría forma de saltar a algún patio. *** Desde allí se tenía una gran vista de la ciudad. Adolfo le dijo, en la fiesta que Matías daba en el estreno de su nuevo departamento, que un tenía un paisaje espectacular envidiable. ¿Quién lo había invitado? Nunca lo indagó. El tipo era tranquilo y de pocas palabras, pero lo que inspiraba realmente confianza era su sonrisa agradable. Parecía la sonrisa de un animador. Su sonrisa le hacía olvidar sus preocupaciones. Ese día tomaron y platicaron tan a gusto que Matías se alegró cuando Adolfo se presentó el siguiente fin de semana. Abrió la puerta, se encontró cara a cara con la espléndida sonrisa de Adolfo. Quiso advertirle que no había organizado ninguna fiesta o reunión, pero no pudo: “Solo pasaba a visitarte; si estás ocupado, me puedo ir. “No, no, está bien”. “Siéntate, déjame levantar mi tiradero”. Fue a la cocina y 35
le susurró a su mujer que guardara las pistolas que limpiaba en a mesa de la cocina. Pasaron un rato muy agradable. Cuando al siguiente fin de semana llegó Adolfo, Matías ya lo esperaba. En poco tiempo se hizo costumbre que se reunieran cada fin de semana, cuando Matías no estaba ocupado en sus actividades, pero cuidó bien de no revelarle sus actividades. Cuando nació su hija, Adolfo le pidió ser el padrino. Un tiempo después del bautizó, la banda de Matías fue sorprendida por la policía. En la huida Tomás (el jefe de la banda) reconoció, entre los judiciales a Adolfo. “Negro: búscame al Matías y me lo traes a como de lugar”, ordenó cuando llegó a una de las casa de seguridad con los que lograron huir. “Sí jefe”, respondió El Negro. “Ese güey me debe una canción”, agregó Tomas lanzó, como era su costumbre, con el pulgar y el dedo medio, el cigarrillo que fumaba. El pitillo describió una parábola perfecta ante de caer justo en el cenicero de piedra. *** Las cenizas incandescentes se esparcieron por el suelo mojado. “Ya llegó Tomás”, se dijo Matías al reconocer el estilo de aventar los cigarros de su jefe. Sin pensarlo más se metió al edificio. A tientas subió las oscuras escaleras. En el primer piso, por los huecos de las ventanas sin cristal, trató de escudriñar las casas contiguas, pero la oscuridad, apenas rota aquí y allá por una que otra ventanita iluminada, no le permitía distinguir qué había junto al edificio. “Desgraciados, por qué no dejan la luz de los patios encendidas”. Se mordió los labios. No podía esperar a que rompiera el alba: tenía que escapar ahora. Camino hacia el fondo de la estancia y se sentó en el piso para ordenar sus ideas. No sabía qué hora era, tal vez ya era de madrugada. Se recargó y la pared se movió. Intrigado la palpó: era una puerta. Entró y cerró. Luego, sacó su encendedor y vio que era una especie de closet o un cuartito de descanso. Había una cama angosta y un silloncito. En uno de los extremos de la diminuta estancia había un tubo del cual colgaban algunos ganchos con fundas de plástico; y en una pequeño estante, había sábanas o toallas. Todo estaba tapizado de polvo. Al parecer, nadie había entrado a este lugar desde hace mucho tiempo. Luego descubrió que la puerta tenía un cerrojo visible solo por dentro que permitía trabar la puerta 36
por dentro. Y además que su ensamblaje con la pared hacía que pasara inadvertida. Apagó el encendedor y salió. Le hubiera gustado revisar por fuera la puerta. La tormenta arreció. Y un rayo largo y estridente le permitió descubrir que por fuera la puerta no era notoria, que se camuflaba con las junturas acanaladas de las maderas que cubrían la pared: sin duda, era un escondite. ¿Sería seguro? No lo sabía, pero la oscuridad y su cansancio le obligaron a tomar lo que parecía su única alternativa. Iba a encerrarse. Otro rayo luminoso le hizo descubrir sus huellas. Había que hacer algo. No podía borrarlas; entonces se puso a caminar a tientas y a arrastrarse por todas las partes, acentuando las marcas en algunos lugares, y finalmente remató en una ventana: “Ojalá y abajo esté un patio —pensó—, así creerán que por allí salté”. Se quitó los zapatos y dejó huellas de lodo en el pretil de ventana. Luego regresó caminando para atrás y se encerró en su refugio. Instintivamente sacudió el colchón y se dejó caer. El sueño lo venció de inmediato. *** ¿Era una pesadilla? Sí, fue una verdadera pesadilla verse de pronto rodeado por sus propios compañeros mientras le compraba un videojuego a su hijo en un Game Planet. La acción fue rápida y silenciosa: el niño no se dio cuenta de lo que pasaba, y menos aún cuando todos los rostros le eran conocidos. Uno de ellos, El Chachalaco, llevó al niño de regresó a su casa. ¿Qué andaba mal? se preguntaba Matías. Sus compañeros guardaron silencio ante sus preguntas. Se enteró más tarde al ritmo de los puñetazos sobre su rostro. La primera sesión duró casi una hora hasta que se desmayó. *** Las voces lo despertaron. Las ranuras de su escondite marcaban finas líneas de luz. Ya era de día. “Pendejos, con sus patotas ya ocultaron las huellas”, dijo un sujeto que Matías no alcanzó a reconocer. “¿Ya lo encontraron?”, oyó decir a Tomás. “No jefe, pero, mire jefe, parece que de aquí brincó para esa casa”. Tomás se asomó. “Sí... chance —dijo Tomás—, pero aquí no había luz anoche y abajo no se ven huellas… Y ese güey no es tan güey. Busquen otra salida, o... —se detuvo— quizá está por aquí escondi37
do como rata”. Matías oyó el ir y venir de pasos, voces, mentadas, durante más de dos horas: no lo encontraban. El escondite era bueno. ¿Quién lo construyó? ¿Para qué? Tenso, temía que de un momento a otro descubrieran su escondite. Por un pequeñísimo orificio que había en la puerta Matías trataba de ver qué pasaba. A pesar de sus esfuerzos sólo descubría, de vez en cuando, un cuerpo, una cara que pasaba como un manchón. Temblaba: no tardarían en encontrarlo. Sin embargo, no fue así. Pasaron tres días de tensión y miedo; tres terribles días; tres días de hambre y una sed insoportable; tres días temiendo que se aflojaran sus intestinos y de que el aroma lo delatara; tres días angustiado en que a pesar de que no roncaba su respiración se pudiera escuchar; tres días de asedio del incansable “Gato”. “Que pasó Gato, lo encuentras o no”. “Pus no jefe, pero me late que éste de aquí no ha salido. Deme un poco más de chance, tiene que salir. Ta’ cabrón tres días sin tragar y sin agua”. “Te doy un día más —grito Tomás—. No lo olvides: lo quiero vivo, tengo qué saber quién más chingaos está con él”. “Sí jefe”. “Ya comiste”. “No jefe”. “Ándale, bájate, los muchachos están preparando carne asada”. “Si jefe”. Matías se acercó al orificio y vio la cara de Tomás. Sintió escalofrío. A lo lejos se oían las voces de los otros, seguramente estarían comiendo y bebiendo hasta hartarse y él aquí. No sabía porque hasta su escondite no subieran los aromas, pero el estómago lo fustigó aún más ferozmente por el recuerdo. Sentía la lengua gomosa y reseca y le ardía la garganta. No podría aguantar un día más sin agua. En la cara de Tomás vio que su gesto habitualmente duro se había acentuado por la barba de varios días, barba que hacía que los ojos pequeños y rencorosos de Tomás se vieran aun más temibles, como los de una animal furioso. De pronto, Tomás clavó la mirada en el orificio por donde Matías lo observaba. Matías se sintió descubierto e impulsivamente dio un paso hacia atrás. Su pie pisó algo blando. El chillido de una rata brotó debajo de su zapato y no pudo reprimir un grito. El miedo le recorrió como las venas fuego y se acercó desesperado nuevamente al orificio. No se veía nada, ni se oía nada, ni las voces de los que comían en la planta baja, sólo un ligero viento que recorría los pasillos levantando algunos papeles sueltos. De pronto oyó la voz de Tomás: “Qu’ibo. Qué dijiste, estos güeyes 38
ya me los chingué”. Matías no respondió: aferraba desesperado la pistola intentando adivinar la ubicación de su jefe para tratar de ganarle con un balazo. “Así está mejor Matías, que te estés calladito”, dijo Tomás. Matías acercó tembloroso su pistola a las tablas de la puerta para hacer el disparo, pero antes de que pudiera jalar el gatillo un balazo rompió el silencio y abrió un boquete en las tablas de la puerta de su escondite por donde entró un agresivo rayo de luz y se tiró al piso. Un torrente de disparos cayeron implacables sobre la puerta de madera abriendo nuevos orificios. Sintió sus ropas húmedas. Se tocó: no le dolía nada. Por la delgadísima ranura de luz de debajo de la puerta distinguió un riachuelo rojo que entraba silencioso. Luego escuchó la voz de su compadre Adolfo: “Al fin caíste, desgraciado”. Oyó la voz de un norteño que se acercaba: “Así que este es el famoso Tomás, alias el pinchi Tigre”. Y agregó: “Pus, así como está, no parece tan bronco. ¿Tú qué crees?” “Sí —contestó Adolfo—, así sólo es un costal de mierda, una rata que ya no nos va a estorbar. A ver muchachos, cárguenselo”. Matías oyó como arrastraban el cuerpo de Tomás y la voz de Adolfo que preguntaba: “¿Qué pasó con los demás? ¿Ya están listos? “Sí, ya están”, contestó la inconfundible voz chillona del “Gato”. “Así que éste es el soplón”, se dijo Matías. “Ahora ya nada más falta pescar a Matías” —agregó Adolfo— “Estos imbéciles creían que estaba aquí. Yo conozco a Matías, esa rata está en otra parte; también lo vamos a pescar, pero primero había que tronarnos a éste”. Los pasos y las voces se fueron alejando. Cuando el edificio quedó en silencio, Matías aún se esperó varios minutos y luego entreabrió lentamente la puerta y el cañón de una pistola entró por la abertura dándole la bienvenida. Detrás de la pistola, descubrió la sonrisa agradable de Adolfo.
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Un cuento equivale a un poema. Se constituye por un acto de creación semejante, fundado en la palabra, en el arte verbal. Requiere también una motivación, profunda intención poética, tensión unitaria. Reclama, en el acto creador, la misma inmediatez del poema, intensidad y concentración. Extenderlo es diluirlo, es denunciar su andamiaje. Es transferirlo a otra especie: novela corta o novela.
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Morir y morir Arturo “Chango” Pons
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A
yer fue el colmo. Morir 7 veces el mismo día. Por favor. Pero hoy ha sido un día muy raro. Desde que tengo uso de razón, he vivido muriendo a diario por lo menos 1 vez al día. Pero hoy. Estoy a punto de dormir y me extraña que no he muerto en todo el día. Eso me esta empezando a poner nervioso. Porque cuando la gente se entera de que me he muerto otra vez, se olvida de mí y de los compromisos y las citas. También me acomoda morir de rato en rato porque la gente trata de aprovechar mis cortos lapsos de vida para enterarse de cosas que para mí son absurdas y cotidianas, como lo es morir, y eso me hace sentir interesante. A mi no me mortifica en lo más mínimo el lento o apresurado pasar del tiempo; porque sea como sea sé que tengo que morir en un rato más. Tampoco me preocupo por las cosas que se me puedan perder y no volverlas a encontrar. Me estoy empezando a poner más nervioso, porque, si no muero hoy, ¿qué tal si tampoco muero mañana?, ni pasado mañana, ni al día siguiente. ¿Qué tal que ya no muero nunca? Porque en caso, que no creo, que no muriese mañana ni pasado mañana ni al día siguiente, entonces quizá tenga que encontrar un trabajo más estable, quizá hasta necesite un contrato y tiempo completo. Y si para el día de las elecciones no he muerto entonces me imagino que tendré que empadronarme y votar. También voy a tener que ahorrar dinero, pero como nunca lo he hecho, pues no se como hacerle. ¿Y que tal que hago algo embarazoso mañana?, me va a dar pena pasado mañana que lo recuerde. Pero nada me aterra mas como no poder morir antes de conocer a alguien y enamorarme, de no poder abandonar una emoción, porque las emociones siempre, me imagino porque nunca me ha llegado a suceder, conducen a la incertidumbre; y yo no sé que es la incertidumbre porque nunca me había preocupado por el rumbo de las cosas, porque todo moría junto conmigo. Me muero de angustia.
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Ficcionalia
Revista de Cuentos
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