668 Mónica Marchesky Un líquido gelatinoso se deslizó por su garganta, sabía a wasabi siliconado. Lo tragó lentamente y sin respirar. Atrás habían quedado los códigos de barra e identificadores personales, aplicados en todas las combinaciones posibles en nuestro mundo de tres dimensiones. Se había vuelto al sistema decimal. 668 había sido atrapado por los brazos metálicos entre la multitud que se apiñaba en los sótanos de la ciudad amurallada. Sabía que los científicos estaban haciendo pruebas con un nuevo producto que tal vez fuera la panacea milagrosa para la raza humana. Una vez que la máquina seleccionaba, no había lugar donde esconderse. Habían sido testigos de las infructuosas rebeldías de los apiñados y sabía que resistirse no conducía más que al cansancio. Se dejó trasladar hacia el laboratorio de la parte superior. Luego de un baño con un elemento blancuzco que parecía desinfectante, le fue rapada la cabeza y llevado desnudo ante una tarima donde se le había presentado el recipiente con el líquido gelatinoso que parecía un caldo cuántico, creyó ver, cómo interactuaban partículas brillantes cuando lo llevó a la boca. Se separó al instante una ranura a sus pies y la base se deslizó como por un tubo hacia abajo. Pasó dos estancias y fue escupido hacia el exterior, desnudo, sin protección, sin armas, sin transmisores. Comenzó a caminar. Desde las múltiples pantallas del laboratorio, seguían sus pasos como en un juego. Los apiñados pertenecían a la raza de humanos y no estaban agrupados socialmente, se comportaban como animales que copulaban, nacían y morían. 668 Había nacido en los sótanos y no en los laboratorios, su vida se había desarrollado en ese ámbito hasta la edad adulta. Podía entender algunas cosas, pero sabía que su destino estaba jugado, solo restaba esperar el día que la máquina lo seleccionara. Los nacidos en el laboratorio dedicaban su vida a estudiar, aprender y desarrollar un arma para defenderse de la amenaza que se cernía fuera de las murallas. Se hizo un silencio cuando las pantallas comenzaron a transmitir en el laboratorio. Allá abajo los apiñados, ajenos a los sucesos, continuaban apareándose y reproduciéndose. Se tenía una vaga idea, por restos que habían sido encontrado, del avance tecnológico que había alcanzado la raza anterior. Pero un buen día, sin explicación aparente toda la sociedad se había derrumbado, sin dejar más rastros que evidencias de un desarrollo, el cual los científicos habían retomado.