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Filosofía de la ciencia

Fernando Calderón Quindós es profesor de historia de la filosofía en la Universidad de Valladolid. Centra su investigación en la filosofía de la historia natural.

Polémica vegetal

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¿Tienen las plantas inteligencia y sensibilidad?

Imaginamos la botánica como un campo de científicos risueños, tan risueños como las plantas nos lo parecen. Pero también entre los botánicos se cuecen habas. La discusión ha llegado a su campo como consecuencia de las declaraciones formuladas por Stefano Mancuso, profesor de la Universidad de Florencia y director del Laboratorio Internacional de Neurobiología Vegetal. En Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, su obra más exitosa, asegura que las plantas son inteligentes y sensibles: «Se comunican e intercambian información, duermen, memorizan, cuidan de sus hijos, tienen su propia personalidad, toman decisiones e incluso son capaces de manipular a otras especies». Casi nada. Evidentemente, hay aquí una dosis de atrevimiento, y es que Mancuso y los neurofitólogos se enfrentan a la opinión común y al buen juicio ordinario. Más aún, se enfrentan a muchos de sus colegas, algunos de los cuales han mostrado su discrepancia a través de un manifiesto publicado en Trends in Plant Science. Para los 36 científicos firmantes, los defensores de la neurobiología vegetal «malinterpretan los datos y caen en teleologías, antropomorfizaciones, filosofizaciones y especulaciones absurdas», en lo que hay no poco de acritud, y hasta una forma muy poco cortés de enjuiciar la labor de la filosofía. Intentemos comprender el asunto. Es bien conocida la imagen evangélica de los lirios: «no trabajan ni hilan». Los lirios —las plantas en general— son el emblema de la existencia despreocupada y bella, pero también de la existencia estúpida y dormida. Tan difundida está la imagen, que parece cierta sin que lo sea. Fascina, y esa fascinación procede de su vigencia multisecular, a la que la ciencia y la filosofía contribuyeron durante largo tiempo. La idea de la gran cadena del ser y el dibujo piramidal de la naturaleza, dos tópicos de amplísima aceptación, nacen en la Grecia clásica. Y desde entonces, las plantas han aparecido en el intermedio entre los animales y los minerales. Según este esquema, el pulgón o la oruga, no menos que el elefante o el hipopótamo, se situarían lejos de la grosera existencia de las piedras; por contra, las plantas se alojarían en vecindad con lo inorgánico y, en consecuencia, en inquietante proximidad con una naturaleza estéril, pasiva y roma.

Los dos tópicos se encontraban en pleno apogeo cuando Descartes promovió una forma de ontología gris. Y también un siglo más tarde, cuando Linneo irrumpió en el mundo de la botánica. Interesado como lo estaba en clasificar y nombrar las plantas, dejó de lado lo que pudiera estorbar a su objetivo. Los pigmentos coloreados de las flores, el sabor y perfume vegetales, los negaba sin miramientos en su Philosophia botanica de 1751: «Toda diferencia [de especie] necesariamente se debe tomar del número, situación, figura y proporción de las varias partes de las plantas». Lo demás importaba poco. Y fueron disposiciones de esta naturaleza las que perpetuaron el desalojo de los rasgos subjetivos (color, olor o sabor entre ellos), sin los que, por cierto, la botánica desbarataba la preciosa oportunidad de comprender las plantas en su universo de relaciones con otras plantas y animales. Nada sorprendente entonces que los naturalistas del xviii convirtieran en sus objetos de predilección a los herbarios, allí donde la planta, despojada de sus elementos periféricos, muerta y felizmente mineralizada, mejor exhibía su diferencia. Como seres relativos, los vegetales no interesaban, y ni la inteligencia ni la sensibilidad podían adivinarse en criaturas que solo importaban recortadas de otras formas de existencia colindantes.

En poco tiempo, el inventario de especies vegetales se engrosó maravillosamente. Los jardines se popularizaron. Arriates y parterres vinieron a embellecer las ciudades y, todo ello, sin que las plantas se conocieran mejor. Se les atribuía belleza y poco más. Sin asomo de inteligencia, reducida su facultad sensible a contadísimos casos siempre discutidos, el vegetal pasó al discurso de Buffon como «un animal que duerme». «El animal tiene dos

maneras de ser, el estado de movimiento y el estado de reposo, la vigilia y el sueño», y el sueño es «un estado puramente pasivo, una especie de muerte». En buena lógica, comprendía que el hombre es al principio una criatura dormida, un ser «privado de movimiento progresivo, de acción, de sentimiento». Asimismo la planta, cuya inmovilidad significaba ausencia total de percepción, sensibilidad o inteligencia. También, claro está, de conciencia. Pero, ¿es así realmente?

El movimiento no es una realidad ajena al mundo vegetal. Si lo imaginamos estático es solo porque no lo vemos bien. Las plantas se mueven, aunque lentamente y según sus necesidades, no según las nuestras. La dificultad reside en interpretar correctamente ese fenómeno, porque podemos comprenderlo como un ciego automatismo o como una respuesta inteligente que, si no significa autoconciencia, tal vez sí suponga tener conciencia sin más. Walter Benjamin ya aventuraba en una reseña titulada «Algo nuevo acerca de las flores» (1912) que nuestra imagen del mundo cambiaría con la fotografía, y que bastaba con acelerar el crecimiento de una planta con ayuda de un temporizador para asomarnos a un mundo de sorpresas incontables. No parecía pensar en cosas como la sensibilidad o la inteligencia, pero barruntó en el movimiento vegetal un asunto de discusión filosófica. Pocos años antes, Henri Bergon, autor de la Evolución creadora (1907), ya había señalado que «entre la movilidad y la conciencia hay una relación evidente», pero hablaba solo de movilidad animal. Y es que, para él, para nosotros también, lo vegetal tiene la apariencia de un cuadro.

Hubo y también hay algunas excepciones. De hecho, son varios los científicos y filósofos que se han interesado por las plantas y reconocido en ellas rasgos que, por lo común, se dicen solo de los animales. Leibniz, por ejemplo, les concede «percepción y apetición», aunque sin conciencia; Cuvier habla de «movimientos espontáneos» y de una «especie de sensación y voluntad»; y de parecida opinión era su contemporáneo Henri Dutrochet, padre de la teoría celular. Si el estado de la ciencia no permitía hablar de sensibilidad vegetal sensu stricto, entonces había que hacerlo de «nervimotilidad», neologismo que no prosperó, pero con el que Dutrochet vino a señalar un rasgo en el que el propio Darwin insistiría más tarde, en su libro The power of movement in plants (1880): que, aunque sin cerebro, existe en la raíz un órgano vegetal análogo capaz de desempeñar funciones parecidas. Los neurofitólogos, Mancuso a la cabeza, le han dado la razón.

Percibimos las plantas como un mundo de inocencia. Las vemos bajo nuestros pies y sobre nuestra cabeza como elementos perfectamente fijos. Y en ese punto, su parecido nos resulta mayor con las estrellas del cielo que con sus vecinos animales. De ahí que aparezcan ante nosotros como realidades sustraídas del tiempo, sin parentesco con las otras formas de vida y como desprendidas, por decirlo así, de la historia de la evolución. Cuando en 1694 Camerarius publicó su De sexu plantarum epistola, la carta en la que informaba de

Las plantas se mueven, aunque lentamente y según sus necesidades, no según las nuestras

la sexualidad de las flores, una mezcla de estupor y desconcierto sacudió la Europa culta. Cuando, más tarde, Linneo se sirvió de estambres y pistilos para fundar sobre ellos su sistema de clasificación, la polémica se reavivó entre quienes aprobaban la audacia y se divertían con ella, y quienes, más recatados y conservadores, simplemente se indignaban: ni las plantas podían explicarse sobre bases tan indecentes —a veces, incluso, incestuosas—, ni la sexualidad alojarse en las corolas. ¿Cómo, si incluso hay animales sin sexo?

La tormenta desencadenada por el descubrimiento de Camerarius trastornó el sereno discurrir de la botánica. Hoy, una nueva tormenta la sacude. No en vano, interrogarse por cosas tales como la sensibilidad o la inteligencia vegetal supone trasladar el mundo de la subjetividad a entidades tales como una encina, un drago o una simple y vulgar amapola, entidades a las que solo en rarísimas circunstancias estaríamos dispuestos a tratar como individuos; y no, por cierto, en un sentido propio y real, sino en un sentido meramente translaticio.

El asunto ha sido tratado alguna vez por la filosofía, aunque escasamente. El profesor Jean-Marc Drouin recuerda en L’herbier des philosophes que Kant, por ejemplo, examinó los distintos modos de individuación comunes a las plantas en su Crítica del juicio, y que Hegel no tuvo reparos en hablar de individuos vegetales en su Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Ninguno de los dos, sin embargo, se detuvo en examinar la derivación moral de ese reconocimiento. Kant puso el acento en la dignidad del hombre pero, como Descartes, cosificó el mundo de la naturaleza no humana. Por su parte, Hegel decidió apelar al diseño modular de las plantas para negarles la condición de individuos plenamente constituidos.

Me parece que el asunto de la inteligencia y de la sensibilidad de los vegetales está aún sin resolver. Algo, no obstante, ha cambiado. Sin que podamos concluir nada categóricamente, no hay duda de que las últimas investigaciones han erosionado nuestra forma de percibir las plantas. Se trata de ver ahora si es posible adjudicarles esa condición sin que nuestra comprensión de su naturaleza se vea distorsionada por la certeza inequívoca de que, en última instancia, nuestra supervivencia depende de ellas —si les reconocemos inteligencia y sensibilidad, ¿debería cambiar nuestro trato hacia ellas en la línea de lo que está pasando con los animales? ¿O tal vez estemos tentados a no reconocer esas capacidades para así facilitarnos la vida o, al menos, no dificultárnosla más aun?

Desde luego, son comprensibles las reservas que algunos botánicos eminentes han opuesto a las tesis de Mancuso, pero sus dudas no las vuelven irrazonables, como tampoco es disparatado pensar que sean ellos quienes, queriendo conjurar el error, se aparten de la verdad.

Para saBer MÁs

Éloge de la plante. Pour une nouvelle biologie.

Francis Hallé. seuil, 1999. L’herbier des philosophes. Jean-marc drouin. seuil, 2008. Los movimientos y hábitos de las plantas trepadoras. charles darwin. catarata, 2009. Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal. stefano mancuso y alessandra Viola. galaxia gutenberg, 2013. Filosofía vegetal. Cuatro estudios sobre filosofía e historia natural en el siglo xviii. cap. 2. Fernando calderón Quindós. abada, 2018.

en nuestro archivo

Vegetales con visión. marta Zarasca en IyC, enero de 2017. ¿Pueden oír las plantas? marta Zarasca en IyC, septiembre de 2017.

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