LOS REGULADORES DE SIEMPRE
Si se atiende a diversas iniciativas del gobierno, algunas de ellas en actual discusión legislativa, se advierte una tendencia a generar nueva institucionalidad en diversos ámbitos. Entre otras medidas ya se ha propuesto crear una serie de superintendencias, institutos y consejos en los más diversos rubros. Las primeras en educación, obras públicas y medio ambiente; los segundos en derechos humanos y propiedad intelectual; y los terceros en transparencia y auditoría interna del gobierno. Varias de estas nuevas instituciones, sin duda, pueden ser un aporte. Sin dejar lugar a ella, lo serán aquéllas que se insertan en la lógica de estimular la transparencia de las acciones del Estado y de contener la discrecionalidad de las decisiones de la autoridad. Pero el planteamiento que parece subyacer a la mayoría de esas iniciativas, y muy particularmente a las propuestas que establecen nuevas superintendencias, se inscribe más bien en la codicia regulatoria que se viene observando en la coalición gobernante en este último tiempo, sobre todo cuando se trata de temas económicos. Tal como en la película que se parafrasea en el título de esta columna, es entonces cuando rápidamente surgen los reguladores de siempre, permanentemente preocupados de fijar las pautas de conducta que los individuos deben seguir hasta en los intersticios más íntimos de su vida. La desconfianza en la capacidad de decisión de las personas y su consiguiente endoso a instancias burocráticas que cautelan sus intereses e incluso, a veces, tienen la misión de definir qué les conviene y qué no, parece estar en la base de este esquema de bienestar donde el Estado y no el individuo es el eje articulador de la sociedad. A nuestro juicio, la regulación estatal es un “sustituto imperfecto de la competencia” que, además, tiene el potencial de generar ciertos efectos indeseables, concretamente aumentar los costos y barreras de ingreso a las actividades reguladas. Este aumento, inexorablemente, termina favoreciendo a quienes tienen mayores “espaldas” para asumirlos y desincentiva a los actores más pequeños o a quienes buscan comenzar un emprendimiento, estimulando de esta forma la informalidad. La profusión de regulaciones deviene rápidamente en una concentración del poder en manos de una burocracia que tiene la capacidad de adoptar decisiones que favorecen a unos y perjudican a otros. Y cuando el funcionamiento del Estado está dominado por una regulación excesiva, cargado de trabas, inspecciones y verificaciones, se desincentiva la iniciativa emprendedora de los particulares y puede llegar a impulsar la “captura del regulador”, que se produce cuando algunos actores del sistema, ante la posibilidad de enfrentar una frondosa maraña de regulaciones, optan por influir indebida e ilícitamente en dar forma a esas leyes y políticas. Por eso las regulaciones debieran ser las estrictamente necesarias para dar transparencia a los mercados y estimular la libre competencia, contribuyendo a eliminar o reducir las barreras de entrada a un sector económico, además de ser claras y estables en el tiempo. Por su parte, la supervisión sectorial debiera ser ejercida por organismos lo más autónomos y distantes posible del poder político del
Estado, con capacidad técnica suficiente para evitar la discrecionalidad en sus decisiones y dotados de salvaguardas para evitar las presiones y los intentos de captura provenientes de grupos de interés. En este momento en que todas las voluntades se han convocado para mejorar la probidad y la transparencia del Estado, cabe tener en cuenta que la construcción de una sociedad más abierta y competitiva, que desplace la desconfianza en el individuo, la sobre regulación y la puja de intereses, y donde el poder del Estado para interferir en la vida social sea efectivamente contenido, puede ayudar considerablemente en esa tarea. Jorge Jaraquemada R. Director Área Legislativa Fundación Jaime Guzmán E.