Diseño de Libro (SUITES DIARY)

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SUITES DIARY GABRIEL MAGNESIO P A R I S




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«En mémoire de la Génération Bataclan».


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TANG El periodista ameri-

comprador (durante el juicio que lo

Chinatown (1). No tiene el coraje

cano Karl Decker (The Saturday

condenaría a unos cuantos meses

de contactar a sus dos o tres ami-

Evening Post) entrevistó en 1913

de prisión, diría que lo hizo por pa-

gos (entre ellos, Wang, su vecino),

al Marqués de Valfierno. La nota

triotismo). En Florencia, donde na-

o a sus amantes ocasionales. Se

saldría publicada post mortem. Val-

ció Da Vinci, Peruggia contactó en

desploma, detrás de la pantalla, a

fierno (1850, Buenos Aires - 1931,

1914 al galerista Alfredo Geri que,

devorar París desde la cama –sumi-

Los Ángeles) declaró ser el autor

luego de la autentificación –espal-

sa y teleadicta–: Envoyé special, En-

intelectual del robo del siglo. El

dada por Giovanni Poggi, director

quête exclusive, Spécial investiga-

Marqués falsificó, un año antes del

de la Galería Uffizi–, alertó el gesto.

tion, Complément d’enquête, Cash

golpe, seis Giocondas que serían

La Gioconda, de nuevo y ahora, no

investigation, Laurent Ruquier,

guardadas en Estados Unidos. La

saldrá nunca más de la sala seis –

Pierre Benichou, Thierry Ardisson,

obra de Leornado Da Vinci desapa-

primer piso, ala Denon– del museo

Nicolas Bedos. Se duerme al fin, en

reció del Louvre el 22 de agosto de

más visitado del mundo.

algún momento, anestesiada por el

1911. La prensa anunció lo impo-

El famoso cuadro es observado y

desierto mental. En sus días libres,

sible, como si hubiesen robado las

fotografiado por casi 10 millones de

limpia el departamento, lava la ropa

torres de Notre-Dame de París. En

personas cada año. Monika tiene

de trabajo y baja al supermercado.

Estados Unidos, Valfierno vendió en

las pupilas irritadas a causa de los

En Tang, compra los condimentos y

unas horas las falsas obras, repro-

flashes. Se aplica dos veces por día

los pescados congelados. En el su-

ducidas por Yves Chaudron, a 300

unas gotas oculares para calmar la

permercado del boulevard Auriol,

mil dólares cada una, y se olvidó del

molestia. Es, durante tres o cuatros

elige los productos de limpieza y

autor material que había contrata-

horas diarias, la guardaespaldas de

un chocolate. Como un personaje

do para la estafa. El obrero italiano

La Gioconda. Se ocupa de evitar

houellebecquino, Monika estable-

Vincenzo Peruggia, empleado del

que la marea humana y agitada

ce su único vínculo social del día con

Louvre, que se ocupó de instalar el

traspase la línea, a unos centíme-

la cajera por medio de un «no» o

vidrio que protegía el cuadro, es-

tros del vidrio protector. El rostro de

un de «sí». En el centro comercial

condió La Gioconda durante dos

Monika, al costado del cuadro, es

Italie2, recorre los puestos de len-

años bajo la cama de su departa-

uno de los más fotografiados del

cería adornada con falsas piedras

mento parisino. Sin saber qué ha-

mundo. Monika nació en Varsovia,

de colores. Le recuerda a su antiguo

cer, volvió a Italia en busca de un

donde viven aún sus padres. Estu-

trabajo: empleada en una boutique

dia en L’École nationale supérieure

H. Stern. Sabía de memoria el pitch

des beaux-arts (14 Rue Bonaparte),

para los clientes de Europa del Este:

a metros del hotel L’Hôtel, donde

unas pocas líneas vendedoras que

mira las placas de sus ilustres hués-

se convertían –empujadas por la

pedes: Oscar Wilde y J. L. Borges.

emoción– en un rosario barroco e

Para completar sus fines de mes,

inapropiado para la venta.

trabaja a medio tiempo en este

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museo desde hace tres o cuatro

Los bandeirantes se enterraban

semanas. Durante este tiempo,

en aventuras selva adentro. Du-

Monika desarrolló un principio de

rante una expedición, a fines del

enoclofobia. Su miedo a la multitud

siglo XVII, un esclavo que tomaba

se apacigua cuando es apostada al

agua acodado frente a un riachuelo

costado de obras menos expuestas,

(actual Ouro Preto) escondió entre

como Le Radeau de la méduse, de

las piernas las pepitas del extraño

Théodore Géricault. Pero la fobia,

metal negro. Era el preámbulo de

después del servicio, la clausura en

los yacimientos de oro más grandes

su departamento subalquilado del

del nuevo mundo –activos hasta


fines del siglo XVIII. Nacía, salvaje

Minas Gerais, de Bahía y de Goiás

el color miel al rojo, pasando por el

y libertina, un siglo antes que en

(la mitad de las piedras semiprecio-

salmón, el rosa y el naranja. Tam-

California y Australia, el mito de la

sas de colores del mundo provienen

bién brillan, esotéricas, la toumali-

fiebre del oro. Hans Stern (1922-

de esta región). Hans, autodidacta,

ne, la amatista y el diamante de alta

2007) nació en Essen, Alemania.

instaló en el paladar del público las

calidad brasileño, que explota de

Tenía 17 años cuando escapó en

piedras de colores y las elevó al ran-

belleza cuasicósmica. Hans diseñó

1939 de la guerra y emigró hacia

go de piedras preciosas. El agua-

los modelos y contrató manos euro-

Brasil, donde consiguió trabajo de

marina, transparente como el mar

peas para la talla de las piedras. The

mecanógrafo. Fue seducido, a los

tropical, propone 35 variantes del

Times festejó: “Hans Stern es el rey

23 años, al igual que el esclavo

azul. La esmeralda, piedra fetiche

de las piedras de color”. Las celebri-

precursor, por la magia de las pie-

de Cleopatra, atesora el verde de la

ties planetarias cayeron en masa y

dras preciosas brasileñas. En 1945,

selva, con cristalizaciones interio-

de rodillas. H. Stern se convertía en

Hans inauguró un imperio: abrió su

res. El topacio imperial, una de las

una marca de lujo, junto a Cartier,

primera boutique de piedras finas

gemas más exclusivas del mundo,

Baccarat, Van Cleef & Arpels, Dior y

y preciosas en el centro de Río de

tiene la personalidad del diamante

Louis Vuitton. La empresa de este

Janeiro –extraídas de las minas de

y las variantes del sol: navega desde

refugiado de la guerra tiene ahora

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más de setenta años y sus boutiques

impulsó a dejar la pantalla por la

se multiplican –exuberantes–: Río

literatura. Houellebecq, casi anóni-

de Janeiro, Nueva York, Frankfurt,

mo en este barrio de inmigrantes,

París, Cannes, Moscú, Hamburgo,

alquiló un departamento espartano

Monterrey y en más de 60 ciudades

de 80 metros cuadrados, en una de

del mundo. Las joyas y relojes H.

la torres construidas en los setenta

Stern emplean 3000 empleados y

para los refugiados de Indochina.

600 artesanos: producen 200.000

Tiene vista panorámica, de espal-

piezas cada año. Una de las fuentes

da a la capital monumental, hacia

de inspiración es el Amazonas: 4 mi-

la periferia. Monika es indiferente a

llones de kilómetros cuadrados (el

su cara de perro abatido sin dientes;

30% de la selva tropical del planeta

renunció al Louvre y a su Gioconda y

de uno de los países más grandes

a París. Se reconcilió con sus padres:

del mundo); 1800 tipos de mari-

se reinstaló en Varsovia (2).

posas y 2000 especies de peces; los ríos son mares, hay orquídeas, chamanes, jaguares, pirañas, tucanes, la coral brasileña –pequeña y mortal, de anillos rojos, negros y blancos–, los contornos de las montañas, las líneas ondulantes del mar, las formas inasibles de las nubes, la textura de la selva. La sede mundial de H. Stern, en Río de Janeiro, a pocos metros de la playa de Ipanema, es un edificio moderno, minimalista, que abriga todas las etapas de la fabricación y comercialización de la bisutería fina. Hay ateliers para los orfebres y los artesanos lapidarios, los laboratorios gemológicos, oficinas, el museo de alta joyería, sala de exposición y de venta. Tiene 50.000 piezas guardadas en sus bóvedas. Monika finalmente renunció a las joyas por el Louvre. Pero ahora, cuando no trabaja, ni siquiera el hecho de haber cruzado en las góndolas del supermercado a su vecino, Michel Houellebecq, la sustrajo o

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1. Chinatown. Wang envejeció de golpe en los últimos 20 o 30 años. Un tiempo relativamente corto para sus planes. Tiene la misma paciencia, salvo que sus ojos están cansados, melancólicos de lo que aún no puede ser. –Cuando llegué, era joven y pensaba en la vejez. Ahora, que soy viejo y sigo trabajando, no sé en qué pensar –dice Wang. Es fin de semana y el ritmo se acelera

por la multitud. Hay miradas furtivas, voces, ruidos de automóviles, el sonido de un idioma impenetrable. A los pies de viejos rascacielos, los faroles de papel rojo cuelgan de los techos y centenares de carteles de neón, iluminados por caligrafías raquíticas, anuncian efervescentes la actividad comercial. El territorio asiático se ubica en el distrito 13, en el Sudeste de París. La lengua local no es el francés y las fronteras tienen nombre: avenida d’Italie, la calle de Tolbiac, el boulevard Masséna y la calle Nationale. En esta zona, apodada el triángulo de Choisy, conviven 35 mil asiáticos y es el barrio chino más grande de Europa. Wang, de 55 años, vino de Shanghai. Tiene el rostro con forma de luna llena, o de almendra, con dos heridas a la altura de los ojos. Sonríe todo el tiempo. La comisura de los labios produce pliegues en sus mejillas. La risa compensa su pequeña estatura. En el pequeño salón de su departamento, Wang se hace invisible detrás de los gestos, de sus manos, que consuman la ceremonia del té. Abre una caja de madera con movimientos quirúrgicos. Acomoda sobre una mesa baja los distintos instrumentos de preparación. Las principales ciudades chinas, en las últimas décadas, pasaron de una urbanidad horizontal, tradicional e imperial,


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a megalópolis verticales de vanguardia. El barrio chino de París sintetiza, con torpeza y en menor escala, el clima popular de los mercados y la verticalidad de Shanghai. Pero el pasado del distrito 13 es la historia de un fracaso. El este era popular e industrial, ocupado por obreros en alojamientos insalubres y precarios. Había pequeños talleres donde se trabajaba el metal, el cuero y la madera. En la década del 70, se decidió la renovación del barrio. La pretenciosa operación inmobiliaria produjo varias torres macizas de más de 30 pisos con la promesa de atraer a nuevos habitantes deseosos de modernidad y elevado estándar de vida. Al no seducir a la clientela esperada, las torres quedaron vacías. Para entonces, a miles de kilómetros, en la antigua Indochina, los comunistas tomaban el poder. Los habitantes de origen chino eran perseguidos por los regímenes de Vietnam y de Pol Pot en Camboya. Comenzó la emigración: los exiliados escaparon, entre otros destinos, a las torres vacías del distrito 13. A esta ola de refugiados que venía a las orillas de París, se montarían en el tiempo los vietnamitas que escapaban del comunismo en pequeñas embarcaciones (los boat-people), los detractores de la República Popular China, los lisiados de la guerra de Vietnam y los expulsados de las manifestaciones prodemocráticas de Tiananmén. Con la apertura de la República Popular China, llegaría más tarde una nueva ola: exiliados económicos de las regiones tradicionales del sudeste, de las provincias rurales del noreste (Jiling, Liaoning, Heilongjiang) y del sur (Guangdong, Zhejiang, Fujian). Luego, fue oleaje continuo. En la actualidad, 60.000 chinos clandestinos desembarcan cada año en Francia. Wang pagó con sus ahorros y algunos préstamos a una red que se ocupa del tráfico clandestino. El viaje fue largo y penoso. El itinerario incluyó aviones, trenes, semanas de espera en lugares desconocidos, ómnibus, camiones, infinidad de papeles falsos y hombres sin nombre que le daban indicaciones. Cruzó Rusia, Europa del Este y Alemania. Llegó en cuatro meses a su destino, donde hacía frío y llovía. Los recién llegados tienen en París, al menos, un pasado, las huellas de una historia compartida. De hecho, la primera comunidad China data de principios del siglo XX. Gracias a un acuerdo bilateral, el gobierno francés reclutó a más de 100 mil chinos, originarios de Wenzhou, para reemplazar a los obreros franceses movilizados por la primera guerra mundial. Terminada ésta, una parte de los nuevos obreros –más de dos mil– decidió no regresar a su país. Hoy, todos estos expatriados no salen de su territorio, un universo cerrado y autosuficiente donde comen, se visten y divierten. Son austeros, casi evasivos. Sus gestos desentonan con la ebriedad mundana de París. Para el occidental, son eternos desconocidos. Las relaciones, para ellos, se construyen con el tiempo. Pero vinieron a trabajar –y no hay tiempo. Tienen sus propias peluquerías, agencias de viajes, inmobiliarias, videoclubs, disquerías, oficinas de seguro, talleres de confección, salas de juego, una iglesia católica (Notre-Dame de Chine), bazares, casas de té y tantos restaurantes y almacenes. Los carteles de los comercios se anuncian solo en chino. Incluso al lado de la M del McDonald’s brillan los ideogramas. En las vidrieras, cuelgan los pollos asados con las patas abiertas. Adentro se escuchan ruidos de huesos rotos, las gotas de aceite manchan las paredes, los cocineros transpiran y cortan sin descanso. El movimiento del barrio parece supeditado al apetito. La comida está omnipresente en bolsas, bocas, estanterías y restaurantes.

En la calle, se escuchan las voces que repiten el nombre. El supermercado de los hermanos Tang (Frères Tang, 44 avenue d’Ivry) se convirtió, con el tiempo, en el imperio de los productos asiáticos de Europa. Los Tang eran una familia rica del sudeste asiático que, con las sucesivas guerras, cayó en desgracia y decidió probar fortuna en el exterior. En París, trabajaron dura y abnegadamente hasta enriquecerse nuevamente. El barrio, y sobre todo los Tang, aseguran el aprovisionamiento de los productos alimentarios de la capital, su periferia, la comunidad asiática de Francia, e incluso, de Europa. El fin de semana, el supermercado es una gran sala de espera de gente con carritos llenos. Detrás de las cajas registradoras, los rostros tienen una inmovilidad vibrante, que solo se rompe cuando cobran y dan el vuelto. Sin descanso, los empleados renuevan las estanterías a cada momento. Té Fujian, sopa con sabor a pato, salsa de soja azucarada, tofu, estrellas de anís, arroz thai perfumado, harina de arroz, alcohol de arroz, sopa de arroz. La diáspora China, la más importante y rica del mundo, es un imperio casi invisible, una red de comunidades discretas, repartida en todos los continentes. Aquí, reproduce el modelo chino de exportación masiva y desconfianza a lo extranjero. El barrio se desarrolla al margen de la integración republicana francesa, funciona como un gueto: tiene economía propia, leyes internas y férreos códigos de honor. Pero la comunidad asiática de París tiene buena imagen. Trabajadores incansables y discretos –aunque pesa la sospecha de la clandestinidad, de organizaciones mafiosas, de condiciones de trabajos insalubres y productos alterados. Delante de un centro comercial de la calle principal, avenida de Ivry, un grupo de ancianas venden algas disecadas, paradas frente a sus canastos de mimbre. Atrás, centenares de papeles flamean pegados a lo largo de una pared. Están escritos con letras negras, nerviosas, en chino o en francés con errores. Ofrecen, entre otros servicios, masajes, cursos de idioma, limpieza, lavaplatos, cuidadoras de niños y prostitutas. Las familias parisinas ricas del distrito 16 emplean a mujeres chinas para que cuiden a sus hijos. La consigna, además del cuidado, es enseñar el chino, para que los niños aprendan el idioma del futuro y de las finanzas. Sin embargo, la demanda es mínima con respecto a la oferta. Y así aumentan las filas de la prostitución. Mujeres en perpetuo movimiento por las calles rojas de Pigalle y Saint-Denis. Caminan, para disimular. Sugieren el servicio con movimientos de cabezas o guiños de ojos. No hablan una palabra de francés. Llevan el precio anotado en la palma de la mano. Son ilegales, de más de 40 años, y en su mayoría de extracción campesina. Es la nueva inmigración de Dongbei, el Noroeste de China, sin ningún contacto en París. Los centros comerciales cubiertos del barrio tienen espesos techos de cemento que imitan a las pagodas. Dentro, los pasillos se cruzan en forma de laberintos y las voces se amplifican. Los rostros y los ideogramas se repiten en las tapas de los CD, DVD, en las vendedoras de productos congelados o de bisutería. Afuera, las señales de tránsito, las patentes de los autos, los taxis, recuerdan que este territorio no está en China. En el interior, bajo una constante y estridente iluminación amarilla, la orientación y el tiempo se alteran. Las fronteras desaparecen junto a las huellas occidentales. El espacio se comprime y cierra. En la intersección de unos pasillos, un bar, apenas iluminado, tiene las puertas cerradas. Las mujeres no fuman. Los hombres expiran el humo por la

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nariz y juegan al póquer. Tienen las camisas desprendidas, cadenas de oro falso, los dientes amarillos. Miran las cartas, inmóviles, seguros de sí mismos, sentados siempre en el fondo, entre las máquinas tragamonedas. Algunos hombres toman cerveza apoyados sobre la barra. Desde su llegada a París, Wang pasó por diversos trabajos. Tenía 25 años y un contacto lo puso a lavar platos. La cocina era hermética, sin ventanas. Las paredes transpiraban y Wang también, más de diez horas por día, de lunes a lunes. Años más tarde, consiguió un trabajo mejor pago, donde tampoco veía la luz del sol: se pasaba el día enterrado en un taller de planchado clandestino con una decena de ilegales, entre el ruido de máquinas de coser y el vapor de las planchas. Se le extenuaban los ojos bajo las luces blancas. Dormía, en esa época, en pequeñas habitaciones compartidas y sucias. Ahora, espera sentado detrás de la caja registradora de un almacén de barrio. Espera. Impera la paciencia. Saben que están de paso, por 20 o 30 años, si no mueren antes. Llegaron para construir un futuro donde ya no trabajarán y serán respetados. Volverán, tal vez, a su China natal para, al fin, ser viejos y descansar. Se llaman Lau, Gao, Li, Luo. Los unen 5 mil años de civilización, el país más poblado del mundo, un pasado colonial, Confucio y el Tao, los pasos de Mao, un crecimiento económico milagroso, los ancestros. Miran con atención la transmisión de las carreras de caballos que podrían cambiarles la vida. Wang se asoma desde el noveno piso de una de las tantas torres macizas y grises. Sirve el té en diminutas tazas de porcelana, se sienta y bebe en silencio. A los pies de la torre, frente al templo budista, el hilo de un sahumerio deja una diminuta raya de humo que corta la noche helada. Es tarde, las luces de los carteles seguirán prendidas. 2. Varsovia. Marszalkowska tiene dos potentes hilos de luz. La avenida es ancha, infinita, principal. A sus costados, hay candelabros de hierro y estatuas gigantes de obreros como dioses griegos. La mitología socialista, a los pies de los edificios, tiene la forma de hombres y mujeres de rostro severos. Después de la segunda guerra mundial, Polonia, país eslavo y católico de Europa Central, es anexado al bloque soviético. Su capital, Varsovia, se reconstruyó según los principios del realismo socialista. Esta noche, en el centro de la ciudad, la joya de Stalin desaparece detrás de la niebla. El Palac Kultury I Nauki (Palacio de la Cultura y la Ciencia) es una mole imponente de columnas pesadas y muros anchos. Se asemeja, con formas más rudas, al Empire State Building de New York. El rascacielos de Stalin, de 235 metros, es por el momento el edificio más alto de Polonia. Pero la transformación de Varsovia es camaleónica. Las luces frías y verticales de los recientes rascacielos de vidrio y acero opacan las construcciones de la era soviética. Con la caída del bloque soviético, la capital polaca se enfrentó a un nuevo precipicio político. Varsovia, de 1,7 millones de habitantes, es un cóctel de explosión inmobiliaria, libertad de mercado, arte contemporáneo y boom occidental. Polonia es, en los últimos años, el único país europeo que tuvo un crecimiento positivo

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de su economía. Varsovia es el principal destino turístico, y puerta de entrada, de Europa central y del Este. En la avenida Al Jerozolimskie, una treintena de personas manifiestan con banderas rojas en alto. Las banderas publicitan la apertura de un nuevo centro comercial. El lenguaje de la nueva economía de mercado choca con la melancolía de los ancianos crecidos en la era soviética. En cambio, para los jóvenes polacos, de traje y computadora portátil, la excentricidad radica en comer sushi los sábados por la noche o planear vacaciones en Australia. Esta mañana, las calles huelen al perfume de la generosa cocina polaca. En la esquina de Sienna y Zlota, hay unos fragmentos del muro del gueto, piedras como lápidas del pasado sangriento. Unos pocos edificios subsisten a la erosión del tiempo. Los nazis crearon, aquí, el gueto de Varsovia en 1940, donde encerraron a miles de judíos. El barrio cerrado era como un campo de refugiados en estado de supervivencia. La desesperación y la evidencia de la muerte impulsaron la insurrección. Los nazis quemaron por completo el gueto. Los generales estalinistas observaban la batalla desde el barrio obrero de Praga, del otro lado del río Vistule, escenario de la película El pianista, de Roman Polanski. El río Vistule es ancho y se mueve denso, permanente como el viento helado. Praga es el barrio arty de Varsovia, de edificios industriales reconvertidos en centros culturales, bares y galerías de arte. Ahora, la televisión de un bar transmite la misa de las 11 de este domingo soleado. Una monja de guantes negros cruza la lujosa avenida Jana Pawla II, el papa difunto venerado por los polacos. En la iglesia Sainte-Croix, hay cuatro largas colas frente a los confesionarios. En esta pared, se conserva el corazón de Chopin, cuya música era interpretada en la clandestinidad durante la ocupación alemana. En el verano de 1944, un oficial nazi puso a salvo, durante los días de la insurrección de Varsovia, el frasquito con coñac que conservaba el corazón del músico. Los nazis aplastaron, en pocos días, los insurrectos. Incendiaron casa por casa, dinamitaron los edificios. Se fueron dejando atrás una meseta de escombros, cenizas y cadáveres. Chopin, poeta insular, pianista virtuoso, romántico visionario, nació el 1 de marzo de 1810 en Zelazowa-Wola, a 50 kilómetros de Varsovia. Vivió hasta los 20 años en la capital polaca, donde estudió en el conservatorio. Ahora, las notas de la Balada N° 1 en sol menor op. 23 suenan desde un banco de la calle real Krakowskie Przedmiescie y Nowy, en la copia de una ciudad que ya no es, la vieja Varsovia de fines del siglo XVIII, de carrozas, pelucas y corsés. Los edificios fueron construidos después de la guerra, idénticos a los desaparecidos, a partir de fotos, postales y cuadros de Giovanni Canaletto, pintor de la corte del rey Estanislao Poniatowski II. Dobles clásicos, neoclásicos, barrocos, salones varsovianos del siglo XIX. Una ilusión de antigüedad en el centro histórico. Esta noche, en este piso 30, la ascensorista toma cansada e indiferente una Coca-Cola, algo prohibido hace apenas unas décadas. La ciudad se imita desde cualquiera de los cuatro miradores. Esta noche, la torre de Stalin desaparece detrás de la bruma y los rascacielos iluminados. A metros de la estatua de Copérnico, los polacos toman vodka en los clubes fashion de una capital que vibra sobre las sombras de su pasado cada vez más difuso.


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